Agatha Christie
—Ah, por favor, señora, ¿podría hablar
un momento con usted?
Podría pensarse que esta petición era un
absurdo, puesto que Edna, la doncellita de la señorita Marple, estaba hablando
con su ama en aquellos momentos.
Sin embargo, reconociendo la expresión,
la solterona repuso con presteza:
—Desde luego, Edna, entra y cierra la
puerta. ¿Qué te ocurre?
Tras cerrar la puerta obedientemente,
Edna avanzó unos pasos retorciendo la punta de su delantal entre sus dedos y
tragó saliva un par de veces.
—¿Y bien, Edna? —la animó la señorita
Marple.
—Oh, señora, se trata de mi prima
Gladdie.
—¡Cielos! —repuso la señorita Marple,
pensando lo peor, que siempre suele resultar lo acertado—. No... ¿no estará en
un apuro?
Edna apresuróse a tranquilizarla.
—Oh, no, señora, nada de eso. Gladdie no
es de esa clase de chicas. Es por otra cosa por lo que está preocupada. Ha
perdido su empleo.
—Lo siento. Estaba en Old Hall,
¿verdad?, con la señorita... o señoritas... Skinner.
—Sí, señora. Y Gladdie está muy
disgustada... vaya si lo está.
—Gladdie ha cambiado muy a menudo de
empleo desde hace algún tiempo, ¿no es así?
—¡Oh, sí, señora! Siempre está
cambiando. Gladdie es así. Nunca parece estar instalada definitivamente, no sé
si me comprende usted. Pero siempre había sido ella la que quiso marcharse.
—¿Y esta vez ha sido al contrario?
—preguntó la señorita Marple con sequedad.
—Sí, señora. Y eso ha disgustado
terriblemente a Gladdie.
La señorita Marple pareció algo
sorprendida. La impresión que tenía de Gladdie, que alguna vez viera tomando el
té en la cocina en sus «días libres», era la de una joven robusta y alegre, de
temperamento despreocupado.
Edna proseguía:
—¿Sabe usted, señora? Ocurrió por lo que
insinuó la señorita Skinner.
—¿Qué es lo que insinuó la señorita
Skinner? —preguntó la señorita Marple con paciencia.
Esta vez Edna la puso al corriente de
todas las noticias.
—¡Oh, señora! Fue un golpe terrible para
Gladdie. Desapareció uno de los broches de la señorita Emilia y, claro, a nadie
le gusta que ocurra una cosa semejante; es muy desagradable, señora. Y Gladdie
les ayudó a buscar por todas partes y la señorita Lavinia dijo que iba a llamar
a la policía y entonces apareció caído en la parte de atrás de un cajón del tocador,
y Gladdie se alegró mucho.
»Y al día siguiente, cuando Gladdie
rompió un plato, la señorita Lavinia le dijo que estaba despedida y que le
pagaría el sueldo de un mes. Y lo que Gladdie siente es que no pudo ser por
haber roto el plato, sino que la señorita Lavinia lo tomó como pretexto para
despedirla, cuando el verdadero motivo fue la desaparición del broche, ya que
debió pensar que lo había devuelto al oír que iban a llamar a la policía, y eso
no es posible, pues Gladdie nunca haría una cosa así. Y ahora circulará la
noticia y eso es algo muy serio para una chica, como ya sabe la señora.
La señorita Marple asintió. A pesar de
no sentir ninguna simpatía especial por la robusta Gladdie, estaba
completamente segura de la honradez de la muchacha y de lo mucho que debía
haberla trastornado aquel suceso.
—Señora —siguió Edna—, ¿no podría hacer
algo por ella? Gladdie está en un momento difícil.
—Dígale que no sea tonta —repuso la
señorita Marple—. Si ella no cogió el broche... de lo cual estoy segura.., no
tiene motivos para inquietarse.
—Pero se sabrá por ahí —repuso Edna con
desmayo.
—Yo... er..., arreglaré eso esta tarde
—dijo la señorita Marple—. Iré a hablar con las señoritas Skinner.
—¡Oh, gracias, señora!
Old Hall era una antigua mansión
victoriana rodeada de bosques y parques. Puesto que había resultado
inalquilable e invendible, un especulador la había dividido en cuatro pisos
instalando un sistema central de agua caliente, y el derecho a utilizar «los
terrenos» debía repartirse entre los inquilinos. El experimento resultó un
éxito. Una anciana rica y excéntrica ocupó uno de los pisos con su doncella.
Aquella vieja señora tenía verdadera pasión por los pájaros y cada día
alimentaba a verdaderas bandadas. Un juez indio retirado y su esposa alquilaron
el segundo piso. Una pareja de recién casados, el tercero, y el cuarto fue
tomado dos meses atrás por dos señoritas solteras, ya de edad, apellidadas
Skinner. Los cuatro grupos de inquilinos vivían distantes unos de otros, puesto
que ninguno de ellos tenía nada en común. El propietario parecía hallarse muy
satisfecho con aquel estado de cosas. Lo que él temía era la amistad, que luego
trae quejas y reclamaciones.
La señorita Marple conocía a todos los
inquilinos, aunque a ninguno a fondo. La mayor de las dos hermanas Skinner, la
señorita Lavinia, era lo que podría llamarse el miembro trabajador de la
empresa. La más joven, miss Emilia, se pasaba la mayor parte del tiempo en la
casa quejándose de varias dolencias que, según la opinión general de todo Saint
Mary Mead, eran imaginarias. Sólo la señorita Lavinia creía sinceramente en el
martirio de su hermana, y de buen grado iba una y otra vez al pueblo en busca
de las cosas «que su hermana había deseado de pronto».
Según el punto de vista de Saint Mary
Mead, si la señorita Emilia hubiera sufrido la mitad de lo que decía, ya
hubiese enviado a buscar al doctor Haydock mucho tiempo atrás. Pero cuando se
lo sugerían cerraba los ojos con aire de superioridad y murmuraba que su caso
no era sencillo... que los mejores especialistas de Londres habían fracasado...
y que un médico nuevo y maravilloso la tenía sometida a un tratamiento
revolucionario con el cual esperaba que su salud mejorara. No era posible que
un vulgar matasanos de pueblo entendiera su caso.
—Y yo opino —decía la franca señorita
Hartnell— que hace muy bien en no llamarle. El querido doctor Haydock, con su
campechanería, iba a decirle que no le pasa nada y que no tiene por qué armar
tanto alboroto. ¡Y le haría mucho bien!
Sin embargo, la señorita Emilia, haciendo
caso omiso de un tratamiento tan despótico, continuaba tendida en los divanes,
rodeada de cajitas de píldoras extrañas, y rechazando casi todos los alimentos
que le preparaban, y pidiendo siempre algo... por lo general difícil de
encontrar.
Gladdie abrió la puerta a la señorita
Marple con un aspecto mucho más deprimido de lo que ésta pudo imaginar. En la
salita, una cuarta parte del antiguo salón, que había sido dividido para formar
el comedor, la sala, un cuarto de baño y un cuartito de la doncella, la
señorita Lavinia se levantó para saludar a la señorita Marple.
Lavinia Skinner era una mujer huesuda de
unos cincuenta años, alta y enjuta, de voz áspera y ademanes bruscos.
—Celebro verla —le dijo a la solterona—. La pobre Emilia está echada... no se siente
muy bien hoy. Espero que la reciba a usted, eso la animará, pero algunas veces
no se siente con ánimos de ver a nadie. La pobrecilla es una enferma
maravillosa.
La señorita Marple contestó con frases
amables. El servicio era el tema principal de conversación en Saint Mary Mead,
así que no tuvo dificultad en dirigirla en aquel sentido. ¿Era cierto lo que
había oído decir, que Gladdie Holmes, aquella chica tan agradable y tan
atractiva, se les marchaba? Miss Lavinia asintió.
—El viernes. La he despedido porque lo
rompe todo. No hay quien la soporte.
La señorita Marple suspiró y dijo que
hoy en día hay que aguantar tanto... que era difícil encontrar muchachas de
servicio en el campo. ¿Estaba bien decidida a despedir a Gladdie?
—Sé que es difícil encontrar servicio
—admitió la señorita Lavinia—. Los Devereux no han encontrado a nadie..., pero
no me extraña... siempre están peleando, no paran de bailar jazz durante toda la noche... comen a
cualquier hora.., y esa joven no sabe nada del gobierno de una casa. ¡Compadezco
a su esposo! Luego los Larkin acaban de perder a su doncella. Claro que con el
temperamento de ese juez indio que quiere el Chota Harzi como él dice, a las
seis de la mañana, y el alboroto que arma la señora Larkin, tampoco me extraña.
Juanita, la doncella de la señora Carmichael, es la única fija... aunque yo la
encuentro muy poco agradable y creo que tiene dominada a la vieja señora.
—Entonces, ¿no piensa rectificar su
decisión con respecto a Gladdie? Es una chica muy simpática. Conozco a toda la
familia; son muy honrados.
—Tengo mis razones —dijo la señorita
Lavinia dándose importancia.
—Tengo entendido que perdió usted un
broche... —murmuró la señorita Marple.
—¿Por quién lo ha sabido? Supongo que
habrá sido ella quien se lo ha dicho. Con franqueza, estoy casi segura que fue
ella quien lo cogió. Y luego, asustada, lo devolvió; pero, claro, no puede
decirse nada a menos de que se esté bien seguro —Cambió de tema—. Venga usted a
ver a Emilia, señorita Marple. Estoy segura de que le hará mucho bien un ratito
de charla.
La señorita Marple la siguió
obedientemente hasta una puerta a la cual llamó la señorita Lavinia, y una vez
recibieron autorización para pasar, entraron en la mejor habitación del piso,
cuyas persianas semiechadas apenas dejaban penetrar la luz. La señorita Emilia
hallábase en la cama, al parecer disfrutando de la penumbra y sus infinitos
sufrimientos.
La escasa luz dejaba ver una criatura
delgada, de aspecto impreciso, con una maraña de pelo gris amarillento rodeando
su cabeza, dándole el aspecto de un nido de pájaros, del cual ningún ave se
hubiera sentido orgullosa. Se olía a agua de colonia, a bizcochos y alcanfor.
Con los ojos entornados y voz débil,
Emilia Skinner explicó que aquél era uno de sus «días malos».
—Lo peor de estar enfermo —dijo Emilia
en tono melancólico— es que uno se da cuenta de la carga que resulta para los
demás.
La señorita Marple murmuró unas palabras
de simpatía, y la enferma continuó:
—¡Lavinia es tan buena conmigo! Lavinia,
querida, no quisiera darte este trabajo, pero si pudieras llenar mi botella de
agua caliente como a mí me gusta... Demasiado llena me pesa... y si lo está a
medias se enfría inmediatamente.
—Lo siento, querida. Dámela. Te la
vaciaré un poco.
—Bueno, ya que vas a hacerlo, tal vez
pudieras volver a calentar el agua. Supongo que no habrá galletas en casa...
no, no, no importa. Puedo pasarme sin ellas. Con un poco de té y una rodajita
de limón... ¿no hay limones? La verdad, no puedo tomar té sin limón. Me parece
que la leche de esta mañana estaba un poco agria, y por eso no quiero ponerla
en el té. No importa. Puedo pasarme sin té. Sólo que me siento tan débil...
Dicen que las ostras son muy nutritivas. Tal vez pudiera tomar unas pocas...
No... no... Es demasiado difícil conseguirlas siendo tan tarde. Puedo ayunar
hasta mañana.
Lavinia abandonó la estancia murmurando
incoherentemente que iría al pueblo en bicicleta.
La señorita Emilia sonrió débilmente a
su visitante y volvió a recalcar que odiaba dar quehacer a los que la rodeaban.
Aquella noche la señorita Marple contó a
Edna que su embajada no había tenido éxito.
Se disgustó bastante al descubrir que
los rumores sobre la poca honradez de Gladdie se iban extendiendo por el
pueblo. En la oficina de Correos, la señorita Ketherby le informó:
—Mi querida Juana, le han dado una
recomendación escrita diciendo que es bien dispuesta, sensata y respetable,
pero no hablan para nada de su honradez. ¡Eso me parece muy significativo! He
oído decir que se perdió un broche. Yo creo que debe haber algo más, porque hoy
día no se despide a una sirvienta a menos que sea por una causa grave. ¡Es tan
difícil encontrar otra...! Las chicas no quieren ir a Old Hall. Tienen
verdadera prisa por volver a sus casas en los días libres. Ya verá usted, las
Skinner no encontrarán a nadie más, y tal vez entonces esa hipocondríaca tendrá
que levantarse y hacer algo.
Grande fue el disgusto de todo el pueblo
cuando se supo que las señoritas Skinner habían encontrado nueva doncella por
medio de una agencia, y que por todos conceptos era un modelo de perfección.
—Tenemos bonísimas referencias de una
casa en la que ha estado «tres años», prefiere el campo y pide menos que
Gladdie. La verdad es que hemos sido muy afortunadas.
—Bueno, la verdad—repuso la señorita
Marple, a quien miss Lavinia acababa de informar en la pescadería—. Parece
demasiado bueno para ser verdad.
Y en Saint Mary Mead se fue formando la
opinión de que el modelo se arrepentiría en el último momento y no llegaría.
Sin embargo, ninguno de esos pronósticos
se cumplió, y todo el pueblo pudo contemplar a aquel tesoro doméstico llamado
Mary Higgins, cuando pasó en el taxi de Red en dirección a Old Hall. Tuvieron
que admitir que su aspecto era inmejorable... el de una mujer respetable,
pulcramente vestida.
Cuando la señorita Marple volvió de
visita a Old Hall con motivo de recolectar objetos para la tómbola del
vicariato, le abrió la puerta Mary Higgins. Era, sin duda alguna, una doncella
de muy buen aspecto. Representaba unos cuarenta años, tenía el cabello negro y
cuidado, mejillas sonrosadas y una figura rechoncha discretamente vestida de
negro, con delantal blanco y cofia... «el verdadero tipo de doncella antigua»,
como luego explicó la señorita Marple, y con una voz mesurada y respetuosa, tan
distinta a la altisonante y exagerada de Gladdie.
La señorita Lavinia parecía menos
cansada que de costumbre, aunque a pesar de ello se lamentó de no poder
concurrir a la tómbola debido a la constante atención que requería su hermana;
no obstante le ofreció su ayuda monetaria y prometió contribuir con varios
limpiaplumas y zapatitos de niño.
La señorita Marple la felicitó por su
magnífico aspecto.
—La verdad es que se lo debo
principalmente a Mary. Estoy contenta de haber tomado la resolución de despedir
a la otra chica. Mary es maravillosa. Guisa muy bien, sabe servir la mesa, y
tiene el piso siempre limpio.., da la vuelta al colchón todos los días... y se
porta estupendamente con Emilia.
La señorita Marple apresuróse a
preguntar por la salud de Emilia.
—Oh, pobrecilla, últimamente ha sentido
mucho el cambio de tiempo. Claro, no puede evitarlo, pero algunas veces nos
hace las cosas algo difíciles. Quiere que se le preparen ciertas cosas, y
cuando se las llevamos, dice que no puede comerlas... y luego las vuelve a
pedir al cabo de media hora, cuando ya se han estropeado y hay que hacerlas de
nuevo. Eso representa, naturalmente, mucho trabajo..., pero por suerte a Mary
parece que no le molesta. Está acostumbrada a servir a inválidos y sabe
comprenderlos. Es una gran ayuda.
—¡Cielos! —exclamó la señorita Marple—.
¡Vaya suerte!
—Sí, desde luego. Me parece que Mary nos
ha sido enviada como la respuesta a una plegaria.
—Casi me parece demasiado buena para ser
verdad —dijo la señorita Marple—. Yo de usted... bueno... yo en su lugar iría
con cuidado.
Lavinia Skinner pareció no captar la
intención de la frase.
—¡Oh! —exclamó—. Le aseguro que haré
todo lo posible para que se encuentre a gusto. No sé lo que haría si se
marchara.
—No creo que se marche hasta que se haya
preparado bien —comentó la señorita Marple mirando fijamente a Lavinia.
—Cuando no se tienen preocupaciones
domésticas, uno se quita un gran peso de encima, ¿verdad? ¿Qué tal se porta la
pequeña Edna?
—Pues muy bien. Claro que no tiene nada
de extraordinario. No es como esa Mary. Sin embargo, la conozco a fondo, puesto
que es una muchacha del pueblo.
Al salir al recibidor se oyó la voz de
la inválida que gritaba:
—Esas compresas se han secado del
todo... y el doctor Allerton dijo que debían conservarse siempre húmedas. Vaya
déjelas. Quiero tomar una taza de té y un huevo pasado por agua... que sólo
haya cocido tres minutos y medio, recuérdelo. Y vaya a decir a la señorita
Lavinia que venga.
La eficiente Mary, saliendo del
dormitorio, dirigióse hacia Lavinia.
—La señorita Emilia la llama, señora.
Y dicho esto abrió la puerta a la
señorita Marple, ayudándola a ponerse el abrigo y tendiéndole el paraguas del
modo más irreprochable.
La señorita Marple dejó caer el paraguas
y al intentar recogerlo se le cayó el bolso desparramándose todo su contenido.
Mary, toda amabilidad, la ayudó a recoger varios objetos... un pañuelo, un
librito de notas, una bolsita de cuero anticuada, dos chelines, tres peniques y
un pedazo de caramelo de menta.
La señorita Marple recibió este último
con muestras de confusión.
—¡Oh, Dios mío!, debe haber sido el niño
de la señora Clement. Recuerdo que lo estaba chupando y me cogió el bolso y
estuvo jugando con él. Debió de meterlo dentro. ¡Qué pegajoso está!
—¿Quiere que lo tire, señora?
—¡Oh, si no le molesta...! ¡Muchas gracias...!
Mary se agachó para recoger por último
un espejito, que hizo exclamar a la señorita Marple al recuperarlo:
—¡Qué suerte que no se haya roto!
Y abandonó la casa dejando a Mary de pie
junto a la puerta con un pedazo de caramelo de menta en la mano y un rostro
completamente inexpresivo.
Durante diez largos días todo Saint Mary
Mead tuvo que soportar el oír pregonar las excelencias del tesoro de las
señoritas Skinner.
Al undécimo, el pueblo estremecióse ante
la gran noticia.
¡Mary, el modelo de sirvienta, había
desaparecido! No había dormido en su cama y encontraron la puerta de la casa
abierta de par en par. Se marchó tranquilamente, durante la noche.
¡Y no era sólo Mary lo que había
desaparecido! Sino además, los broches y cinco anillos de la señora Lavinia; y
tres sortijas, un pendentif, una pulsera y cuatro prendedores de miss Emilia.
Era el primer capítulo de la catástrofe.
La joven señora Devereux había perdido sus diamantes, que guardaba en un cajón
sin llave, y también algunas pieles valiosas, regalo de bodas. El juez y su
esposa notaron la desaparición de varias joyas y cierta cantidad de dinero. La
señora Carmichael fue la más perjudicada. No sólo le faltaron algunas joyas de
gran valor, sino que una considerable suma de dinero que guardaba en su piso
había volado. Aquella noche, Juana había salido y su ama tenía la costumbre de
pasear por los jardines al anochecer llamando a los pájaros y arrojándoles
migas de pan. Era evidente que Mary, la doncella perfecta, había encontrado las
llaves que abrían todos los pisos.
Hay que confesar que en Saint Mary Mead
reinaba cierta malsana satisfacción. ¡La señorita Lavinia había alardeado tanto
de su maravillosa Mary...!
—Y, total, ha resultado una vulgar
ladrona.
A esto siguieron interesantes descubrimientos.
Mary, no sólo había desaparecido, sino que la agencia que la colocó pudo
comprobar que la Mary Higgins que recurrió a ellos y cuyas referencias dieron
por buenas, era una impostora. La verdadera Mary Higgins era una fiel sirvienta
que vivía con la hermana de un virtuoso sacerdote en cierto lugar de Cornwall.
—Ha sido endiabladamente lista —tuvo que
admitir el inspector Slack—. Y si quieren saber mi opinión, creo que esa mujer
trabaja con una banda de ladrones. Hace un año hubo un caso parecido en Northumberland.
No la cogieron ni pudo recuperarse lo robado. Sin embargo, nosotros lo haremos
algo mejor.
El inspector Slack era un hombre de
carácter muy optimista.
No obstante, iban transcurriendo
las semanas y Mary Higgins continuaba
triunfalmente en libertad. En vano el inspector Slack redoblaba la energía que
le era característica.
La señora Lavinia permanecía llorosa, y
la señorita Emilia estaba tan contraída e inquieta por su estado que envió a
buscar al doctor Haydock.
El pueblo entero estaba ansioso por
conocer lo que opinaba de la enfermedad de miss Emilia, pero, claro, no podían
preguntárselo. Sin embargo, pudieron informarse gracias al señor Meek, el
ayudante del farmacéutico, que salía con Clara, la doncella de la señora
Price-Ridley. Entonces se supo que el doctor Haydock le había recetado una
mezcla de asafétida y valeriana, que según el señor Meek, era lo que daban a
los maulas del Ejército que se
fingían enfermos.
Poco después supieron que la señorita
Emilia, carente de la atención médica que precisaba, había declarado que en su
estado de salud consideraba necesario permanecer cerca del especialista de
Londres que comprendía su caso. Dijo que lo hacía sobre todo por Lavinia.
El piso quedó por alquilar.
Varios días después, la señorita Marple,
bastante sofocada, llegó al puesto de la policía de Much Benham preguntando por
el inspector Slack.
Al inspector Slack no le era simpática
la señorita Marple, pero se daba cuenta de que el jefe de Policía, coronel
Melchett, no compartía su opinión. Por lo tanto, aunque de mala gana, la
recibió.
—Buenas tardes, señorita Marple. ¿En qué
puedo servirla?
—¡Oh, Dios mío! —repuso la solterona—.
Veo que tiene usted mucha prisa.
—Hay mucho trabajo —replicó el inspector
Slack—; pero puedo dedicarle unos minutos.
—¡Oh, Dios mío! Espero saber exponer con
claridad lo que vengo a decirle. Resulta tan difícil explicarse, ¿no lo cree
usted así? No, tal vez usted no. Pero, compréndalo, no habiendo sido educada
por el sistema moderno..., sólo tuve una institutriz que me enseñaba las fechas
del reinado de los reyes de Inglaterra y cultura general... Doctor Brewer..,
tres clases de enfermedades del trigo... pulgón... añublo... y, ¿cuál es la
tercera?, ¿tizón?
—¿Ha venido a hablarme del tizón?
—preguntóle el inspector, enrojeciendo acto seguido.
—¡Oh, no, no! —apresuróse a responder
miss Marple—. Ha sido un ejemplo. Y qué superfluo es todo eso, ¿verdad..., pero
no le enseñan a uno a no apartarse de la cuestión, que es lo que yo quiero. Se
trata de Gladdie, ya sabe, la doncella de las señoritas Skinner.
—Mary Higgins —dijo el inspector Slack.
—¡Oh, sí! Ésa fue la segunda doncella;
pero yo me refiero a Gladdie Holmes..., una muchacha bastante impertinente y
demasiado satisfecha de sí misma, pero muy honrada, y por eso es muy importante
que se la rehabilite.
—Que yo sepa no hay ningún cargo contra
ella —repuso el inspector.
—No; ya sé que no se la acusa de
nada..., pero eso aún resulta peor, porque ya sabe usted, la gente se imagina
cosas. ¡Oh, Dios mío..., sé que me explico muy mal! Lo que quiero decir es que
lo importante es encontrar a Mary Higgins.
—Desde luego —replicó el inspector—.
¿Tiene usted alguna idea?
—Pues a decir verdad, sí —respondió la
señorita Marple—. ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿No le sirven de nada las
huellas dactilares
—¡Ah! —repuso el inspector Slack—. Ahí
es donde fue más lista que nosotros. Hizo la mayor parte del trabajo con
guantes de goma, según parece. Y ha sido muy precavida..., limpió todas las que
podía haber en su habitación y en la fregadera. ¡No conseguimos dar con una
sola huella en toda la casa!
—Y si las tuviera, ¿le servirían de
algo?
—Es posible, señora. Pudiera ser que las
conocieran en el Yard. ¡No sería éste su primer hallazgo!
La señorita Marple asintió muy contenta
y abriendo su bolso sacó una caja de tarjetas; en su interior, envuelto en
algodones, había un espejito.
—Es el de mi monedero —explicó—. En él
están las huellas digitales de la doncella. Creo que están bien claras...
puesto que antes tocó una sustancia muy pegajosa.
El inspector estaba sorprendido.
—¿Las consiguió a propósito?
—¡Naturalmente!
—¿Entonces, sospechaba ya de ella?
—Bueno, ¿sabe usted?, me pareció
demasiado perfecta. Y así se lo dije a la señorita Lavinia, pero no supo
comprender la indirecta. Inspector, yo no creo en las perfecciones. Todos
nosotros tenemos nuestros defectos... y el servicio doméstico los saca a
relucir bien pronto.
—Bien —repuso el inspector Slack,
recobrando su aplomo—. Estoy seguro de que debo estarle muy agradecido. Enviaré
el espejo al Yard y a ver qué dicen.
Se calló de pronto. La señorita Marple
había ladeado ligeramente la cabeza y le contempló con fijeza.
—¿Y por qué no mira algo más cerca,
inspector?
—¿Qué quiere decir, señorita Marple?
—Es muy difícil de explicar, pero cuando
uno se encuentra ante algo fuera de lo corriente, no deja de notarlo... A pesar
de que a menudo pueden resultar simples naderías. Hace tiempo que me di cuenta,
¿sabe? Me refiero a Gladdie y al broche. Ella es una chica honrada; no lo
cogió. Entonces, ¿por qué lo imaginó así la señorita Skinner? Miss Lavinia no
es tonta..., muy al contrario. ¿Por qué tenía tantos deseos de despedir a una
chica que era una buena sirvienta, cuando es tan difícil encontrar servicio?
Eso me pareció algo fuera de lo corriente..., y empecé a pensar. Pensé mucho.
¡Y me di cuenta de otra cosa rara! La señorita Emilia es una hipocondríaca,
pero es la primera hipocondríaca que no ha enviado a buscar en seguida a uno u
otro médico. Los hipocondríacos adoran a los médicos. ¡Pero la señorita Emilia,
no!
—¿Qué es lo que insinúa, señorita
Marple?
—Pues que las señoritas Skinner son unas
personas muy particulares. La señorita Emilia pasa la mayor parte del tiempo en
una habitación a oscuras, y si eso que lleva no es una peluca... ¡me como mi
moño postizo! Y lo que digo es esto: que es perfectamente posible que una mujer
delgada, pálida y de cabellos grises sea la misma que la robusta, morena y
sonrosada... puesto que nadie puede decir que haya visto alguna vez juntas a la
señorita Emilia y a Mary Higgins. Necesitaron tiempo para sacar copias de todas
las llaves, y para descubrir todo lo referente a la vida de los demás
inquilinos, y luego... hubo que deshacerse de la muchacha del pueblo. La
señorita Emilia sale una noche a dar un paseo por el campo y a la mañana
siguiente llega a la estación convertida en Mary Higgins. Y luego, en el
momento preciso, Mary Higgins desaparece y con ella la pista. Voy a decirle
dónde puede encontrarla, inspector... ¡En el sofá de Emilia Skinner...! Mire si
hay huellas dactilares, si no me cree, pero verá que tengo razón. Son un par de
ladronas listas... esas Skinner... sin duda en combinación con un vendedor de
objetos robados... o como se llame. ¡Pero esta vez no se escaparán! No voy a
consentir que una de las muchachas de la localidad sea acusada de ladrona.
Gladdie Holmes es tan honrada como la luz del día y va a saberlo todo el mundo.
¡Buenas tardes!
La señorita Marple salió del despacho
antes de que el inspector Slack pudiera recobrarse.
—¡Cáspita! —murmuró—. ¿Tendrá razón, acaso?
No tardó en descubrir que la señorita
Marple había acertado una vez más.
El coronel Melchett felicitó al
inspector Slack por su eficacia y la señorita Marple invitó a Gladdie a tomar
el té con Edna, para hablar seriamente de que procurara no dejar un buen empleo
cuando lo encontrara.
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