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martes, 9 de junio de 2009

EL CASO BOURNE -- ROBERT LUDLUM

A SANGRE FRIA --- TRUMAN CAPOTE

Truman Capote


A SANGRE FRÍA


«Fréres humains qui aprés nous vivez,
N'ayez les cuers contre nous enduréis,
Car, se pitié de nous povres avez,
Dieu en aura plus tost de vous meras.”
FRANCOIS VILLON Ballade des pendus






I - LOS ÚLTIMOS QUE LOS VIERON VIVOS



El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman «allá». A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.
Holcomb también es visible desde lejos. No es que haya mucho que ver allí... es simplemente un conjunto de edificios sin objeto, divididos en el centro por las vías del ferrocarril de Santa Fe, una aldea azarosa limitada al sur por un trozo del río Arkansas, al norte por la carretera número 50 y al este y al oeste por praderas y campos de trigo. Después de las lluvias, o cuando se derrite la nieve, las calles sin nombre, sin árboles, sin pavimento, pasan del exceso de polvo al exceso de lodo. En un extremo del pueblo se levanta una antigua estructura de estuco en cuyo techo hay un cartel luminoso —BAILE—, pero ya nadie baila y hace varios años que el cartel no se enciende. Cerca, hay otro edificio con un cartel irrelevante, dorado, colocado sobre una ventana sucia: BANCO DE HOLCOMB. El banco quebró en 1933 y sus antiguas oficinas han sido transformadas en apartamentos. Es una de las dos «casas de apartamentos» del pueblo; la segunda es una mansión decadente, conocida como «el colegio» porque buena parte de los profesores del liceo local viven allí. Pero la mayor parte de las casas de Holcomb son de una sola planta, con una galería en el frente.
Cerca de la estación del ferrocarril, una mujer delgada que lleva una chaqueta de cuero, pantalones vaqueros y botas, preside una destartalada sucursal de correos. La estación misma, pintada de amarillo desconchado, es igualmente melancólica: El Jefe, El Superjefe y El Capitán pasan por allí todos los días, pero estos famosos expresos nunca se detienen. Ningún tren de pasajeros lo hace... sólo algún tren de mercancías. Arriba, en la carretera, hay dos gasolineras, una de las cuales es, además, una poco surtida tienda de comestibles, mientras la otra funciona también como café... el Café Hartman donde la señora Hartman, la propietaria, sirve bocadillos, café, bebidas sin alcohol y cerveza de baja graduación (Holcomb, como el resto de Texas, es «seco»).
Y, en realidad, eso es todo. A menos que se considere, como es debido, el Colegio Holcomb, un edificio de buen aspecto que revela un detalle que la apariencia de la comunidad, por otro lado, esconde: que los padres que envían a sus hijos a esta moderna y eficaz escuela (abarca desde jardinería hasta ingreso a la universidad y una flota de autobuses transporta a los estudiantes —unos trescientos sesenta— a distancias de hasta veinticinco kilómetros) son, en general, gente próspera. Rancheros en su mayoría, proceden de orígenes muy diferentes: alemanes, irlandeses, noruegos, mexicanos, japoneses. Crían vacas y ovejas, plantan trigo, sorgo, pienso y remolacha. La labranza es siempre un trabajo arriesgado pero al oeste de Kansas los labradores se consideran «jugadores natos», ya que cuentan con lluvias muy escasas (el promedio anual es de treinta centímetros) y terribles problemas de riego. Sin embargo, los últimos siete años no han incluido sequías. Los labradores del condado de Finney, del que forma parte Holcomb, han logrado buenas ganancias; el dinero no ha surgido sólo de sus granjas sino de la explotación del abundante gas natural, y la prosperidad se refleja en el nuevo colegio, en los confortables interiores de las granjas, en los elevados silos llenos de grano.
Hasta una mañana de mediados de noviembre de 1959, pocos americanos —en realidad pocos habitantes de Kansas— habían oído hablar de Holcomb. Como la corriente del río, como los conductores que pasaban por la carretera, como los trenes amarillos que bajaban por los raíles de Santa Fe, el drama, los acontecimientos excepcionales nunca se habían detenido allí. Los habitantes del pueblo —doscientos setenta— estaban satisfechos de que así fuera, contentos de existir de forma ordinaria... trabajar, cazar, ver la televisión, ir a los actos de la escuela, a los ensayos del coro y a las reuniones del club 4-H. Pero entonces, en las primeras horas de esa mañana de noviembre, un domingo por la mañana, algunos sonidos sorprendentes interfirieron con los ruidos nocturnos normales de Holcomb... con la activa histeria de los coyotes, el chasquido seco de las plantas arrastradas por el viento, los quejidos lejanos del silbido de las locomotoras. En ese momento, ni un alma los oyó en el pueblo dormido... cuatro disparos que, en total, terminaron con seis vidas humanas. Pero después, la gente del pueblo, hasta entonces suficientemente confiada como para no echar llave por la noche, descubrió que su imaginación los recreaba una y otra vez... esas sombrías explosiones que encendieron hogueras de desconfianza, a cuyo resplandor muchos viejos vecinos se miraron extrañamente, como si no se conocieran.
El amo de la granja de River Valley, Herbert William Clutter, tenía cuarenta y ocho años y, como resultado de un reciente examen médico para su póliza de seguros, sabía que estaba en excelentes condiciones físicas. Aunque llevaba gafas sin montura y era de estatura mediana —algo menos de un metro setenta y cinco— el señor Clutter tenía un aspecto muy masculino. Sus hombros eran anchos, sus cabellos conservaban el color oscuro, su cara, de mandíbula cuadrada, había guardado un color juvenil y sus dientes, blancos y tan fuertes como para partir nueces, estaban intactos. Pesaba setenta y seis kilos... lo mismo que el día en que se había licenciado en la Universidad Estatal de Kansas terminando sus estudios de agricultura. No era tan rico como el hombre más rico de Holcomb... el señor Taylor Jones, propietario de la finca vecina. Pero era el ciudadano más conocido de la comunidad, prominente allí y en Garden City, capital del condado, donde había encabezado el comité para construir la nueva iglesia metodista, un edificio que había costado ochocientos mil dólares. En ese momento era presidente de la Confederación de Organizaciones Granjeras de Kansas y su nombre se citaba con respeto entre los labradores del Medio Oeste, así como en ciertos despachos de Washington, donde había sido miembro del Comité de Créditos Agrícolas durante la administración de Eisenhower.
Seguro de lo que quería de la vida, el señor Clutter lo había obtenido, en buena medida. En la mano izquierda, en lo que quedaba de un dedo aplastado por una máquina, llevaba un anillo de oro, símbolo, desde hacía un cuarto de siglo, de su boda con la mujer con quien había deseado casarse: la hermana de un compañero de estudios, una chica tímida, piadosa y delicada llamada Bonnie Fox, tres años menor que él. Bonnie le había dado cuatro hijos: tres niñas y después un varón. La hija mayor, Eveanna, casada y madre de un niño de diez meses, vivía al norte de Illinois, pero iba con mucha frecuencia a Holcomb. Precisamente, estaban esperando que llegara con su familia dentro de la quincena que faltaba para el Día de Acción de Gracias, ya que sus padres estaban planeando reunir a todo el clan Clutter (originario de Alemania; el primer emigrante Clutter —o Klotter como lo escribían entonces— había llegado en 1880). Habían invitado a unos cincuenta parientes, algunos de los cuales vendrían de lugares tan lejanos como Palatka, Florida. Tampoco Beverly, la segunda hija, vivía ya en la granja; estaba en Kansas City, Kansas, cursando estudios de enfermería. Beverly estaba prometida con un joven estudiante de biología, que su padre apreciaba mucho; las invitaciones para la boda, que se realizaría en Navidad, ya estaban impresas. Eso dejaba en casa al varón, Kenyon, que a los quince años ya era más alto que su padre y a una hermana un año mayor... la mimada del pueblo, Nancy.
Con respecto a su familia, Clutter sólo tenía un motivo de preocupación; la salud de su mujer. Era «nerviosa», tenía sus «rachas»; ésos eran los términos en que la describían quienes la querían. Y no es que «los problemas de la pobre Bonnie» fueran un secreto; todos sabían que hacía más de seis años que estaba en manos de psiquiatras. Sin embargo, aun en esas zonas oscuras había brillado últimamente un rayo de sol. El miércoles pasado, al volver del Centro Médico de Wesley, lugar donde se internaba habitualmente, tras dos semanas de tratamiento, la señora Clutter trajo a su marido noticias casi increíbles: le había dicho jubilosamente que la raíz de sus males, según habían decretado finalmente los médicos, no estaba en su cabeza sino en su columna... era física, un problema de vértebras desplazadas. Por supuesto, tendrían que operarla, y después... bueno, volvería a ser como antes. ¿Sería posible? La tensión, las fugas, los sollozos ahogados por la almohada tras una puerta cerrada con llave, todo debido a una vértebra desplazada... Si era así, el señor Clutter podría rezar una plegaria de gratitud sin reservas ante la familia, en la sobremesa del Día de Acción de Gracias.
Habitualmente, la mañana del señor Clutter empezaba a las seis y media, cuando lo despertaba el ruido de los bidones de leche y la charla de los muchachos que los llevaban, los dos hijos del peón Vic Irsik. Pero hoy se había quedado en la cama, dejando que los hijos de Vic Irsik fueran y vinieran, porque el día anterior —un viernes trece— había sido un día agitado, aunque agradable. Bonnie había vuelto a ser «la de antes»; como preludio a la normalidad, a las fuerzas que recuperaría tan pronto, se había pintado los labios, se había peinado y, con un vestido nuevo, lo había acompañado al Colegio Holcomb donde ambos habían aplaudido una representación estudiantil de Tom Sawyer en la que Nancy había interpretado a Becky Thatcher. Había disfrutado viendo como Nancy actuaba en público, nerviosa pero sonriente, y los dos se enorgullecieron por la actuación de Nancy, que había desempeñado muy bien su papel, sin olvidar ni una coma, y que, como le dijo él después en el camerino, «estaba preciosa; una verdadera belleza del Sur». Después, Nancy, comportándose como si verdaderamente lo fuera, hizo una encantadora reverencia y pidió permiso para ir a Garden City donde en sesión especial a las once y media, en el State Theatre, daban una película de horror que todos sus amigos querían ver. En otras circunstancias, el señor Clutter hubiese negado el permiso. Sus normas eran leyes y una de ellas era que Nancy —y Kenyon— tenían que estar en casa a las diez; sólo los sábados podían llegar a las doce. Pero había pasado tan bien la velada que dio su consentimiento. Nancy no volvió a casa hasta las dos. El la oyó llegar y la llamó; aunque no era dado a levantar la voz, en aquella ocasión quiso decirle cuatro cosas, no tanto a propósito de la obra sino de Bobby Rupp, el muchacho que la había acompañado a casa, héroe del baloncesto estudiantil.
Al señor Clutter le gustaba el chico y consideraba que para su edad —diecisiete años— era digno de confianza y todo un caballero. Sin embargo, desde que tres años antes le había dado permiso para salir con chicos, Nancy, bonita y admirada como era, no había salido con ningún otro y aunque el señor Clutter aceptaba las costumbres modernas de los adolescentes de todo el país que tenían un amigo fijo, «iban en serio» y usaban anillo, no las aprobaba, sobre todo desde que, por casualidad, había sorprendido al chico Rupp y a su hija besándose. No hacía mucho de eso y había aconsejado a Nancy que dejara de ver tanto a Bobby, tratando de explicarle que era mejor distanciarse gradualmente de él ahora que romper bruscamente más tarde, cosa que no podría menos que suceder pues la familia Rupp era católica y los Clutter metodistas, razón suficiente para que las ilusiones que ambos podían tener de casarse algún día no fueran más que eso, ilusiones. Nancy se había mostrado razonable —por lo menos no discutió— y ahora, antes de darle las buenas noches, Clutter le hizo prometer que comenzaría a distanciarse de Bobby.
El incidente retrasó mucho su hora de acostarse, cosa que solía hacer a las once. Como consecuencia, eran más de las siete cuando se levantó el sábado 14 de noviembre de 1959. Su mujer se quedaba en cama hasta más tarde, pero el señor Clutter cuando se afeitaba, se duchaba y se ponía los pantalones de sarga, la chaqueta de cuero de los ganaderos y las botas de montar no temía despertarla, pues no compartían la misma habitación. Hacía años que dormía solo en el dormitorio principal de la planta baja de la casa de madera y ladrillo, que constaba de catorce habitaciones distribuidas en dos plantas. La señora Clutter, a pesar de que guardaba su ropa en el armario de ese dormitorio y tenía sus pocos cosméticos y sus mil medicamentos en el baño contiguo de azulejos y cristal, ocupaba siempre el cuarto que había sido de Eveanna, que como el de Nancy y el de Kenyon estaba en la planta alta.
La casa había sido casi totalmente diseñada por el señor Clutter, que había demostrado ser un arquitecto razonable y juicioso, aunque no muy imaginativo. Había sido construida en 1948 y había costado cuarenta mil dólares (actualmente su valor era de sesenta mil). Situada al fondo de un largo camino asfaltado que corría entre dos hileras de olmos de China, aquella hermosa casa blanca que se alzaba rodeada por un amplio y cuidado césped de Bermuda, causaba la admiración de Holcomb; era la casa que la gente ponía como ejemplo. En el interior, una serie de gruesas alfombras color malva interrumpían el brillo del suelo encerado y silenciaban el crujido de la madera. En el salón había un inmenso diván modernista, tapizado en una tela nudosa con filamentos plateados entretejidos, y, en un rincón, una barra para el desayuno, forrada de plástico blanco y azul. Este era el tipo de cosas que gustaba al matrimonio Clutter y que gustaba también a la mayoría de sus amistades, cuyas casas, por lo general, estaban amuebladas de forma similar.
Aparte de una asistenta que venía los días laborables, los Clutter no tenían servicio y por lo tanto, como la esposa estaba enferma y las dos hijas mayores ya no vivían allí, el señor Clutter tuvo que aprender a cocinar y él y Nancy —Nancy más que él— preparaban las comidas. Al señor Clutter le encantaba la tarea y era un cocinero excelente: en todo Kansas no había una mujer que amasara pan mejor que él y sus pastelitos de coco eran lo primero que se vendía en las fiestas de beneficencia. Pero no era comilón y, a diferencia de sus vecinos, prefería un desayuno espartano. Aquella mañana, una manzana y un vaso de leche fueron suficientes; como nunca tomaba té ni café empezaba la jornada sin nada caliente en el estómago. La verdad es que era contrario a los estimulantes, por suaves que fueran. No fumaba y, por supuesto, no bebía; nunca había probado el alcohol y tendía a evitar el trato con quienes lo consumían, una circunstancia que no restringía tanto su círculo de amistades como podría pensarse, ya que el núcleo de ese círculo estaba constituido por los integrantes de la Primera Iglesia Metodista de Garden City, una congregación de unas mil setecientas personas, casi todas tan abstemias como el señor Clutter podía desear. Y aunque se cuidaba de no imponer sus opiniones y de adoptar, fuera de su casa, una actitud abierta y exenta de censuras, la hacía respetar a rajatabla dentro de su familia y a los empleados de su granja.
—¿Usted bebe? —era la primera pregunta que hacía a cualquiera que llegara pidiendo trabajo, y aunque el hombre respondiera negativamente, debía, con todo, firmar un contrato de trabajo que contenía una cláusula que lo anulaba automáticamente si el empleado era sorprendido «con alcohol en su poder». Un amigo suyo, uno de los primeros terratenientes del lugar le había dicho una vez:
—No tienes compasión; lo juro, Herb, si un día encuentras a uno de tus hombres bebiendo lo despedirás. Y no te importará que su familia se muera de hambre.
Quizás ése haya sido el único reproche que se le hizo al señor Clutter como patrono. Por lo demás, era conocido por su ecuanimidad, su espíritu caritativo y el hecho de que pagaba buenos sueldos y distribuía frecuentemente gratificaciones; los hombres que trabajaban para él —que a veces eran hasta dieciocho— tenían pocos motivos para quejarse.
Después de beber la leche y ponerse una gorra forrada de piel, el señor Clutter salió fuera, con una manzana en la mano, para ver cómo estaba la mañana. El tiempo era ideal para comer manzanas: la más blanca de las luces bajaba del más puro de los cielos y un viento del este hacía murmurar, sin desprenderlas, las hojas de los olmos de China. El otoño compensaba a Kansas por todas las otras estaciones y los males que le imponían: el invierno con los fuertes vientos de Colorado y las nevadas hasta la cintura que liquidaban al ganado; los chubascos y las extrañas nieblas de la primavera y el verano, cuando hasta los cuervos buscaban las exiguas sombras y la dorada inmensidad de los trigales parecía erizarse y arder. Finalmente, después de septiembre, el tiempo cambiaba y había un veranillo que, a veces, duraba hasta la Navidad. Mientras contemplaba la maravillosa estación, el señor Clutter se reunió con un perro mestizo, con algo de pastor irlandés, y juntos se dirigieron hacia el corral del ganado que estaba junto a uno de los tres graneros de la finca.
Uno de ellos era una enorme estructura metálica prefabricada, rebosante de cereal —sorgo de Westland— y otro, albergaba una colina de grano que valía mucho dinero: cien mil dólares. Esa cantidad representaba un incremento del cuatro mil por ciento en los ingresos del señor Clutter en el año 1934, año en que se había casado con Bonnie Fox y se había trasladado con ella desde su pueblo natal de Rozel, Kansas, a Garden City, donde había encontrado trabajo como ayudante del consejero agrícola del condado de Finney. Era típico de él que hubiese tardado sólo siete meses en ser ascendido, o sea en ocupar el cargo de su superior. Los años en que ocupó ese puesto -de 1935 a 1939— fueron los más polvorientos, los más angustiosos que había conocido la región desde la llegada del hombre blanco y el joven Herb Clutter, dotado de un cerebro capaz de mantenerse al día con las más modernas prácticas agrícolas, poseía las cualidades necesarias para hacer de intermediario entre el gobierno y los alicaídos agricultores. Estos necesitaban del optimismo y la preparación técnica de ese simpático joven que parecía saber perfectamente lo que llevaba entre manos. Al mismo tiempo, no estaba haciendo lo que quería hacer; hijo de granjero, siempre había querido trabajar su propia tierra. Por esta razón, al cabo de cuatro años renunció a su puesto, pidió un préstamo que invirtió en arrendar tierras y creó el embrión de la granja de River Valley (un nombre justificado por la presencia de los meandros del río Arkansas, pero no, ciertamente, por la presencia de un valle). Fue una decisión que varios granjeros conservadores del condado de Finney contemplaron con algo de ironía; eran los veteranos a quienes les gustaba dirigir pullas al joven consejero sobre el tema de sus conocimientos universitarios.
—Desde luego, Herb. Siempre sabes qué es lo mejor que se puede hacer con la tierra de los demás. Plante esto. Nivele aquello. Pero quizá dirías otras cosas si la tierra fuera tuya.
Se equivocaban. Los experimentos del recién llegado tuvieron éxito, sobre todo porque, durante los primeros años, trabajó dieciocho horas diarias. No faltaron las contrariedades: dos veces fracasó la cosecha de cereales y un invierno perdió varios cientos de cabezas de ganado en una ventisca, pero diez años después los dominios del señor Clutter abarcaban casi cuatrocientas hectáreas de su propiedad y mil trescientas más arrendadas. Y eso, como reconocían sus colegas, «no estaba nada mal». Trigo, maíz, semillas de césped seleccionadas... ésas eran las cosechas de las que dependía la prosperidad de la granja. Los animales también eran importantes: ovejas y, sobre todo, ganado vacuno. Un rebaño de varios centenares de Hereford llevaba la marca de Clutter, aunque nadie lo hubiera creído juzgando por los escasos pobladores de los establos, que se reservaban para los animales enfermos, unas pocas vacas lecheras, los gatos de Nancy y Babe, el favorito de la familia, un caballo de trabajo viejo y gordo que nunca se opuso a pasear con tres o cuatro niños trepados en su ancho lomo.
El señor Clutter dio a Babe el corazón de su manzana y saludó al hombre que estaba limpiando el corral... Alfred Stoecklein, el único empleado que vivía en la finca. Los Stoecklein y sus tres hijos vivían en una casita que estaba a menos de cien metros de la casa principal; aparte de ellos, los Clutter no tenían vecinos a menos de un kilómetro de distancia. Stoecklein, hombre de cara larga y dientes manchados, le preguntó:
—¿Necesita algo especial para hoy? Porque la niña pequeña se ha puesto mala. Mi mujer y yo nos hemos pasado toda la noche detrás de ella. Me parece que la llevaré al doctor.
Y el señor Clutter, expresando su solidaridad, le dijo que se tomara la mañana libre y que si él o su esposa podían hacer algo, que se lo comunicara. Luego, precedido por el perro que correteaba se dirigió al sur, hacia los campos ahora leonados, luminosos y dorados por los rastrojos.
El río también estaba en aquella dirección. En sus márgenes se alzaba una arboleda de frutales: melocotoneros, perales, cerezos y manzanos. Según dicen en la región, cincuenta años antes un leñador no hubiera tardado ni diez minutos en cortar todos los árboles de Kansas occidental. E incluso hoy, sólo se pueden plantar olmos de China y chopos, perennes e indiferentes a la sed como el cacto. Sin embargo, como decía el señor Clutter, «otros dos centímetros más de lluvia y esta tierra sería el paraíso». Aquella pequeña colección de frutales que crecía junto al río era un intento, con lluvia o sin ella, de procurarse ese pedacito de paraíso, ese pedacito de verdoso Edén con olor a manzana que él soñaba. Su mujer dijo una vez:
—Mi marido cuida más de esos árboles que de sus hijos.
Y todo Holcomb recordaba el día en que un pequeño avión averiado cayó sobre los melocotoneros.
—Herb estaba fuera de sí. Antes de que la hélice dejara de dar vueltas, ya le había puesto un pleito al piloto.
Atravesando los frutales, Clutter siguió andando junto al río, aquí muy poco profundo y salpicado de pequeños islotes como minúsculas playas de arena blanca en medio del agua, a los que la familia, en domingos que ya no volverían, cálidos días de fiesta cuando Bonnie todavía «estaba dispuesta», había llevado buenas cestas de provisiones para pasarse la tarde pendientes de la caña de pescar. El señor Clutter raramente tropezaba con extraños dentro de su vasta finca, pues como sólo se llegaba a ella por carreteras de quinto orden y estaba a dos kilómetros de la autopista, nadie aparecía por allí por simple casualidad. Pero aquel día vio de pronto un grupo de gente y Teddy, el perro, se lanzó hacia ellos ladrando amenazador. Teddy era un animal extraño. Aunque era un buen centinela, siempre alerta, dispuesto a despertar a un regimiento con sus ladridos, su valor tenía un fallo: bastaba que entreviera un arma (como ocurrió entonces, pues los intrusos iban armados) para que agachase la cabeza y metiera el rabo entre piernas. Nadie sabía la razón porque nadie conocía su historia: era un perro vagabundo que Kenyon había adoptado años atrás. Los intrusos resultaron ser cinco cazadores de faisanes procedentes de Oklahoma. En Kansas, la temporada del faisán, célebre acontecimiento de noviembre, atrae hordas de aficionados de los estados vecinos, y, durante la última semana, regimientos de boinas escocesas habían desfilado por la tierra otoñal, haciendo levantar el vuelo y luego caer de una perdigonada bandadas cobrizas de aquellas aves cebadas de grano. Si los cazadores no han sido invitados por el dueño de la finca, es costumbre que le paguen a aquél cierta cantidad por el derecho a cazar en sus tierras, pero cuando los hombres de Oklahoma ofrecieron abonar a Clutter la cantidad acostumbrada, el granjero sonrió.
—No soy tan pobre como parezco. Adelante, cacen cuanto puedan —les dijo.
A continuación, llevándose la mano al borde de la gorra, se volvió a casa y comenzó su jornada de trabajo, sin saber que sería la última.
Como el señor Clutter, el jovenzuelo que desayunaba en un café llamado Joyita, no tomaba nunca café. Prefería root beer . Tres aspirinas, una root beer helada y un cigarrillo Pall Mall tras otro, era lo que él consideraba un desayuno «como Dios manda». Mientras bebía y fumaba, estudiaba un mapa desplegado sobre el mostrador, un mapa «Phillips 66» de México, sin lograr concentrarse porque esperaba a un amigo y el amigo no llegaba. Lanzó una ojeada a la silenciosa calle de aquel pueblo que hasta el día anterior jamás había pisado. De Dick, ni rastro. Pero seguro que vendría. Al fin y al cabo, el motivo de la cita era idea suya, un «golpe» planeado por Dick. Y cuando la cosa hubiera concluido... México. El mapa estaba todo roto y de tan manoseado se había vuelto suave como la gamuza. A la vuelta de la esquina, en la habitación que había tomado en el hotel, tenía centenares de mapas como aquél: gastados mapas de todos los estados que forman los Estados Unidos, de todas y cada una de las provincias del Canadá, de todos y cada uno de los países de América del Sur. Porque aquel jovenzuelo era un infatigable soñador de viajes, alguno de los cuales había realizado, pues había estado en Alaska, en las Hawaii, en el Japón y en Hong-Kong. Ahora, gracias a una carta, a la invitación a dar «un golpe» juntos, se hallaba allí con todos sus bienes terrenales: una maleta de cartón, una guitarra y dos enormes cajas de libros, mapas y canciones, poemas y cartas que pesaban una tonelada. (¡La cara que puso Dick cuando vio todo aquello! «¡Cristo! ¿Es que llevas siempre a cuestas toda esta basura, Perry?» Y Perry le contestó: «¿Qué basura? Uno de esos libros me costó treinta dólares») Ahora se hallaba allí, en Pequeña Olathe, Kansas. Curioso, si se paraba a pensar, imaginar que estaba otra vez en Kansas cuando apenas cuatro meses atrás había jurado, primero al State Parole Board y luego a sí mismo, que no volvería a poner los pies allí. Bueno, no iba a quedarse mucho tiempo.
El mapa estaba lleno de nombres rodeados de un círculo de tinta. Cozumel, isla de la costa del Yucatán donde, según había leído en una revista para hombres, era posible «quitarse la ropa, sonreír despreocupadamente, vivir como un raja y tener tantas mujeres como se quisiera por sólo 50 dólares al mes». Del mismo artículo recordaba de memoria otras atractivas informaciones: «Cozumel es el refugio contra la tensión social, política y económica. En esta isla, no hay funcionarios que molesten a sus habitantes.» Y también: «Cada año bandadas de papagayos vuelan desde el continente a poner sus huevos en la isla.» Acapulco equivalía a pesca submarina, casinos y mujeres ricas ansiosas. Sierra Madre significaba oro, equivalía a El tesoro de Sierra Madre, película que él había visto ocho veces. (Era la mejor película de Bogart, pero el viejo que se dedicaba a la búsqueda de minas, el que a Perry le recordaba a su padre, estaba estupendo también: Walter Huston. Y lo que le había dicho a Dick era cierto: se sabía todos los trucos de la búsqueda de oro porque su padre se los enseñó y su padre era buscador de oro profesional. Así que ¿por qué no podían ellos dos comprarse un par de caballos y probar suerte en Sierra Madre? Pero Dick, Dick el práctico, había dicho: «Calma, rico, calma. Que ya he visto la película. Acaba que todos se vuelven locos. Gracias a la fiebre, a las sanguijuelas, y a las pésimas condiciones. Y luego, cuando tienen el oro, ¿recuerdas que viene un vendaval y lo arrastra todo?») Perry dobló el mapa. Pagó la root beer y se puso en pie. Sentado, parecía un hombre de estatura mayor de lo corriente, robusto, con hombros, brazos y torso corpulentos como de levantador de pesas (en realidad levantar pesas era uno de sus pasatiempos favoritos). Pero ciertas partes de su cuerpo no estaban en proporción con las otras. Los pies, menudos, ceñidos por pequeñas botas negras con reborde de acero, hubieran cabido muy bien en las zapatillas de baile de una delicada jovencita. Una vez de pie, su estatura era la de un niño de doce años y de pronto, erguido sobre aquellas piernas atrofiadas, que contrastaban grotescamente con el torso de adulto que sostenían, pasó de un posible fornido conductor de camión, a ser un jockey retirado, gordo y con agujetas.
Afuera, Perry se puso a tomar el sol. Eran las nueve menos cuarto y Dick llevaba ya media hora de retraso. Si Dick no hubiera machacado tanto sobre la importancia de cada minuto en las veinticuatro horas siguientes, ni lo hubiera notado. No le faltaban maneras de pasar el tiempo, y una de ellas era mirarse al espejo. En una ocasión, Dick le había dicho:
—Cada vez que ves un espejo, te pones como en trance. Como si estuvieras contemplando un magnífico trasero. Vamos, por Dios, ¿no te aburres nunca?
Lejos de cansarle, su rostro le fascinaba. Desde cada ángulo le producía una impresión diferente. Era un rostro cambiante y los experimentos frente al espejo le habían enseñado a controlar sus expresiones, a parecer ora amenazador, ora travieso, ora sentimental; una inclinación de la cabeza, una contracción de los labios y el gitano corrompido se convertía en un jovencito romántico. Su madre había sido una india de pura raza cherokee y de ella había heredado aquella tez, el color yodo de la piel, los oscuros ojos húmedos y el pelo negro, siempre con una buena cantidad de brillantina y tan abundante que le permitía llevar largas patillas y un mechón corto caído sobre la frente a modo de flequillo. Si la aportación de su madre era evidente, la de su padre —un irlandés pecoso y de pelo color jengibre— lo era menos, como si la sangre india hubiese borrado toda huella de la estirpe celta. Pero los labios rosados y la nariz afilada confirmaban su presencia, al igual que aquel aire malicioso de arrogante egocentrismo irlandés que con frecuencia animaba la máscara cherokee y que llegaba a dominarla por completo cuando tocaba la guitarra y cantaba. Cantar e imaginar que lo hacía ante el público era otro fascinante modo de ir pasando las horas. Siempre recurría mentalmente a la misma escena: un local nocturno de Las Vegas que era, en realidad, su ciudad natal. Un local elegante, lleno de celebridades pendientes de la sensacional revelación, y entusiasmadas con aquel nuevo astro que interpretaba, con un fondo de violines, su versión de I’ll be seeing you y luego como bis, la última balada que había compuesto:
En abril, bandadas de papagayos
vuelan en lo alto, rojos y verdes,
verdes y anaranjados.
Los veo volar, los oigo en lo alto,
papagayos que cantan
y traen la primavera en abril...
(Dick, cuando oyó por primera vez la canción, había comentado: «Los papagayos no cantan. Parlotean, quizá. Graznan. Pero cantar, ni en broma.» Claro, Dick se lo tomaba todo al pie de la letra, todo. No entendía de música ni de poesía y, sin embargo, lo que Dick tenía de prosaico, su modo positivista de enfocar las cosas, era lo que más atraía a Perry, pues eso hacía que Dick, comparado con él mismo, pareciera tan auténticamente duro, invulnerable, «totalmente masculino».)
Pero por muy satisfactorio que le resultara el ensueño de Las Vegas, otra de sus visiones lo empequeñecía. Desde la infancia y durante más de la mitad de los treinta y un años que tenía, había ido pidiendo folletos por correspondencia («Fortunas en el fondo del mar. Entrénese en su propia casa en sus ratos libres. Hágase rico pronto practicando la inmersión con equipo y a pulmón libre. Folletos gratis... »), contestando anuncios («Tesoro hundido. Cincuenta mapas auténticos. Oferta increíble...») que alimentaban el deseo ardiente de correr de veras la aventura que su imaginación le permitía experimentar una y otra vez: el sueño de sumergirse hasta lo más profundo en aguas desconocidas, de zambullirse en la verde oscuridad marina, deslizándose más allá de los escamosos centinelas de ojos salvajes, hasta llegar al casco de un buque que se perfilaba ante él, un galeón español naufragado, con una carga de perlas y diamantes y montañas de cofres de oro.
El bocinazo de un coche. Dick, por fin.


—¡Por Dios bendito, Kenyon! ¡Que ya te oí!
Como siempre, Kenyon tenía el diablo en el cuerpo. Sus gritos seguían resonando en la escalera:
—¡Nancy! ¡Teléfono!
Descalza y en pijama bajó corriendo los escalones. En la casa había dos teléfonos, uno en la habitación que su padre usaba como despacho, otro en la cocina. Se puso al aparato de la cocina.
—¿Diga? ¡Oh, sí! Buenos días, señora Katz.
Y la esposa de Clarence Katz, propietario de una granja contigua a la autopista, habló:
—Le dije a tu padre que no te despertara. Le dije: «Nancy estará rendida después de su maravillosa actuación de anoche.» Estuviste estupenda, hija mía. ¡Con aquella cinta blanca que llevabas en el pelo! Y en aquella escena, cuando creías que Tom Sawyer había muerto... tenías lágrimas de verdad en los ojos. Tan bueno como lo mejor que dan en televisión. Pero tu padre dijo que ya era hora de que te levantases. Bueno, son casi las nueve. Lo que yo quería decirte, hija, es que mi Jolene se muere de ganas de hacer una tarta de cereza y como tú las haces mejor que nadie, y has sido campeona en no sé cuántos concursos y ganado tantos premios y todo, ¿te importaría que acompañara a mi hija esta mañana hasta tu casa para que le enseñaras a hacer una?
En cualquier otra ocasión, a Nancy le hubiera encantado enseñar a Jolene a guisar aunque fuese un pavo entero, pues consideraba un deber estar a disposición de cualquier amiga más joven, siempre que la necesitara, ya fuera en cuestiones de cocina, costura, música o simplemente, como a menudo ocurría, para confiarle algún secreto. De dónde sacaba el tiempo para, además de «llevar prácticamente aquella enorme casa», ser de las primeras de la clase y jefe de curso, una de las organizadoras del Programa de la Liga Metodista del club 4-H, hábil jinete, saber música (tocaba el piano y el clarinete muy bien), ganar anualmente los concursos en las ferias de la región (repostería, conservas, labores, floristería)... cómo una muchacha que todavía no había cumplido los diecisiete podía sobrellevar semejante carga y, lo que es más, hacerlo sin «darse aires», sino por el contrario con radiante alegría, era un enigma sobre el que la comunidad meditaba y acababa por resolver diciendo: «Tiene carácter. Le viene de su padre.» Efectivamente, la cualidad más destacada, el talento que hacía posible todo lo demás, era su agudo sentido de la organización. No desperdiciaba un segundo: sabía exactamente en cualquier momento qué iba a hacer a continuación y cuánto iba a tardar en la próxima tarea. Y eso era lo malo de aquel día: lo tenía ya sobrecargado. Había prometido ayudar a Roxie Lee Smith, hija de otro vecino, a ensayar un solo de trompeta que debía interpretar en un concierto del colegio, tenía que hacer tres complicados encargos para su madre y había decidido asistir a una reunión del club 4-H en Garden City con su padre. Y además, tenía que hacer la comida y, después de la comida, seguir trabajando en la confección de los trajes de las damas de honor de la boda de Beverly, que ella misma había diseñado y confeccionaba. No tenía tiempo de enseñarle a Jolene a hacer una tarta de cereza. A no ser que pudiera desentenderse de algo.
—¿Señora Katz? ¿Le importaría esperar un segundo?
Atravesó toda la casa hasta el despacho de su padre. Una puerta corredera separaba del salón este despacho que contaba con una entrada independiente para las visitas. Si bien el señor Clutter compartía su despacho con Gerald van Vleet, el joven que le ayudaba en la administración de la hacienda, aquella habitación era su retiro, un ordenado santuario revestido de paneles de nogal donde, rodeado de barómetros, pluviómetros, cartas geográficas y unos prismáticos, se sentaba como el capitán en su cabina de mando, timonel que conducía el River Valley en su, con frecuencia, peligroso viaje por las estaciones.
—No te preocupes —dijo como respuesta al problema de Nancy—. No vayas al 4-H. Llevaré a Kenyon.
Así que, descolgando el teléfono del despacho, Nancy le dijo a la señora Katz que sí, que podía llevarle a Jolene en aquel mismo instante. Pero en cuanto colgó el auricular, frunció el ceño.
—¡Qué raro! —dijo. Miró en torno y vio a su padre que ayudaba a Kenyon a sumar una larga columna de cifras y a Van Vleet que, en su escritorio junto a la ventana, tenía aquel aspecto atractivo y rudo, un poco meditabundo, que hacía que ella le apodara Heathcliff —. Huelo a humo de cigarrillo.
—¿En tu aliento? —preguntó Kenyon.
—¡Qué gracioso! No, en el tuyo.
Esto le hizo callar porque no ignoraba que ella sabía que de vez en cuando echaba una bocanada de humo. Pero lo mismo hacía Nancy.
Clutter dio una palmada.
—Basta ya. Esto es un despacho.
Ahora, arriba, Nancy se puso unos tejanos descoloridos y un jersey verde y se ajustó a la muñeca la tercera de sus más queridas propiedades: un reloj de oro. La segunda, Evinrude, su gato preferido, no podía ni compararse con la primera: el anillo de Bobby, que era la incómoda prueba de su condición de «ir en serio», que llevaba (cuando lo llevaba, porque al menor enfado desaparecía) en el pulgar, pues ni siquiera con un poco de cinta adhesiva, dado su tamaño para mano masculina, podía llevarlo en otro dedo en que se ajustara más. Nancy era una muchacha bonita, esbelta, ágil como un chiquillo pero lo más hermoso que tenía era sin duda el cabello, castaño, corto (cien pasadas de cepillo al levantarse, y otras cien al irse a acostar) y la tez bruñida a base de jabón, todavía un poco pecosa y bronceada por el último sol del verano. Desde luego, aquellos ojos suyos, a la justa distancia uno de otro, oscuros y translúcidos como la cerveza a contraluz, eran los que al primer golpe de vista la hacían parecer simpática, los que anunciaban su falta de recelo y su carácter juicioso pero muy despierto.
—¡Nancy! -gritó Kenyon—. Susan al teléfono.
Susan Kidwell, su confidente. Fue otra vez al teléfono de la cocina.
—Dime —empezó Susan, que invariablemente comenzaba así sus sesiones al teléfono—. Dime antes que nada por qué estuviste flirteando ayer con Jerry Roth.
Junto con Bobby, en el colegio, Jerry Roth era uno de los ases de baloncesto.
—¿Ayer noche? Pero, por Dios, si no estuve flirteando. ¿Lo dices porque nos cogíamos la mano? Sólo vino a saludarme en el entreacto y yo estaba tan nerviosa que me cogió la mano. Para darme ánimos.
—Conmovedor. ¿Y luego, qué?
—Luego Jerry me llevó a ver la película esa de horror. Y allí sí que estuvimos con las manos cogidas.
-¿Pasaste miedo? No de Jerry, de la película.
—El parece que no, le daba risa. Pero ya sabes cómo soy yo. Dices «¡Buh!» y al momento me caigo al suelo.
—¿Qué estás comiendo?
—Nada.
—Ya lo sé. Las uñas —dijo Susan adivinándolo. Aunque Nancy ponía todo su empeño, no conseguía quitarse el vicio de morderse las uñas y cuando estaba preocupada, era capaz de hacerlo hasta la carne viva—. Dime, ¿Hay algo que no va?
—No, nada.
—Nancy. C'est moi... —Susan estudiaba francés.
—Bueno..., papá. Hace tres semanas que está de un humor espantoso. Espantoso. Por lo menos conmigo. Y anoche, cuando llegué a casa, volvió a empezar con aquello.
Lo de aquello no necesitaba mayor aclaración. Era algo que las dos amigas habían venido discutiendo a fondo y en lo que estaban de acuerdo. Susan, resumiendo el problema desde el punto de vista de Nancy, dijo una vez:
—Ahora quieres a Bobby y lo necesitas. Pero, en el fondo, hasta Bobby sabe que no vais a llegar a ninguna parte. Más adelante, cuando nosotras dos nos vayamos a Manhattan, todo parecerá como de otro mundo.
La Universidad del Estado de Kansas está en Manhattan y las dos planeaban matricularse en la Facultad de Arte y compartir la misma habitación.
—Todo cambiará entonces, lo quieras o no. Pero ahora tú no puedes cambiar nada, viviendo aquí en Holcomb y viendo a Bobby cada día, yendo a la misma clase. Además, no hay razón para cambiar porque tú y Bobby sois muy felices juntos. Y siempre tendrás algo feliz para recordar si un día te quedas sola. ¿No se lo puedes hacer comprender a tu padre?
No, no podía.
—Porque —como le explicó a Susan— cada vez que empiezo a decirle algo, me mira como si no lo quisiera. O como si lo quisiera menos. Y entonces se me hace un nudo en la lengua y sólo quiero ser su hija y hacer lo que él quiera.
Susan no sabía qué decir a esto; se trataba de un sentimiento y una relación que ella no había experimentado nunca. Ella y su madre, que era profesora de música del colegio, vivían solas, y de su padre, el señor Kidwell, que años atrás, un buen día, en su California nativa, se marchó de casa para no volver más, no se acordaba demasiado.
—Además —continuó diciendo Nancy ahora—, no estoy muy segura de ser yo quien lo pone de mal humor. Hay algo más. Está seriamente preocupado por algo.
—¿Por tu madre?
Ninguna otra amiga de Nancy se hubiera atrevido a hacer semejante pregunta. Pero Susan tenía todos los privilegios. Cuando por primera vez llegó a Holcomb aquella niña de ocho años, uno menos que Nancy, melancólica, imaginativa, esbelta, pálida y sensible, los Clutter la habían adoptado con tanto cariño que la chiquilla de California pronto pasó a ser como de la familia. Durante siete años, las dos amigas habían sido inseparables, insustituibles la una para la otra, gracias a la extraña similitud de sus sensibilidades. Pero en setiembre, Susan había pasado del colegio local al de Garden City, mayor y considerado también superior hasta el punto de que todos los alumnos de Holcomb que pensaban ingresar en la universidad solían terminar sus estudios en el de Garden City. Pero el señor Clutter, defensor obstinado de la comunidad, consideraba tal defección como una afrenta al espíritu comunitario: el colegio de Holcomb era lo bastante bueno para sus hijos y ellos se quedarían estudiando en él. Por tanto, las dos amigas ya no estaban siempre juntas y durante todo el día Nancy echaba mucho de menos a su compañera, la única persona con quien no necesitaba parecer ni valiente ni reservada.
—Pero, bueno, estamos todos tan contentos por mamá..., ya sabes la estupenda noticia. —Entonces dijo Nancy—: Oye —y se quedó dudando como buscando fuerzas para decir una enormidad—. ¿Por qué sigo notando olor a tabaco? Te lo aseguro, me parece que estoy volviéndome loca. Entro en un coche, entro en una habitación y es como si alguien acabara de fumarse un cigarrillo. Mamá no es, Kenyon no puede ser. Kenyon jamás se atrevería...
Tampoco era probable que fuera ninguna de las visitas que iban a casa de Clutter donde, con toda intención, no había ni un solo cenicero. Poco a poco, Susan comprendió la alusión: era absurda y ridícula. Cualesquiera fueran sus preocupaciones personales, no podía creer que el señor Clutter buscara secreto alivio en el tabaco. No tuvo tiempo para preguntar si era eso lo que Nancy quería decir porque ésta interrumpió la conversación:
—Perdona, Susie, tengo que dejarte. Acaba de llegar la señora Katz.


Dick iba al volante de un Chevrolet sedán 1949. Al subir, lo primero que hizo Perry fue comprobar si su guitarra estaba sana y salva en el asiento de atrás; la noche anterior, después de haber tocado en una fiesta que dieron unos amigos de Dick, se la había olvidado en el coche. Era una vieja guitarra Gibson, lijada y encerada hasta conseguir un reluciente tono miel. A su lado, yacía otra clase de instrumento: una escopeta de repetición calibre doce, nueva, flamante, de cañón azulado y con una escena de caza —una bandada de faisanes volando— grabada en la culata. Una linterna eléctrica, una cuchilla para escamar pescado, un par de guantes de piel y una chaqueta de cazador provista de cartuchos, contribuían a dar ambiente a aquella naturaleza muerta.
—¿Te pones esto? —preguntó Perry, refiriéndose a la chaqueta.
Dick golpeó el parabrisas con los nudillos.
—Pam, pam. Perdone, señor. Estábamos cazando por aquí y nos hemos perdido. Si nos permite telefonear...
—Sí, señor. Yo comprendo .
—Coser y cantar —dijo Dick—. Estate tranquilo, rico, que quedarán pegados contra las «parés».
—Paredes —corrigió Perry.
Maniático del diccionario, amante de las palabras difíciles, venía dedicándose a mejorar la gramática y aumentar el léxico de su compañero desde que les hicieron compartir la misma celda de la Penitenciaría del Estado de Kansas. Lejos de tomar a mal las lecciones, el alumno, para complacer al maestro, había compuesto una serie de poesías y si bien los versos eran francamente obscenos, Perry, que los encontró graciosísimos, había hecho encuadernar el manuscrito en el taller de la prisión y rotularlo en oro Chistes verdes.
Dick llevaba un mono azul en el que, detrás, había unas letras bordadas que decían Carrocería Bob Sands. Recorrieron en el coche la calle principal de Olathe hasta llegar al establecimiento de Bob Sands, un taller de reparación de coches donde Dick trabajaba desde mediados de agosto cuando salió de la penitenciaría. Mecánico excelente, ganaba sesenta dólares a la semana. No esperaba pago alguno por el trabajo que pensaba hacer aquella mañana, pero el señor Sands, que los sábados le confiaba el establecimiento, no sabría nunca que aquella mañana le estaba pagando para que, en vez de trabajar, revisara su propio coche. Con la ayuda de Perry, puso manos a la obra. Cambiaron el aceite, regularon el embrague, cargaron la batería, cambiaron un cojinete estropeado y pusieron neumáticos nuevos en las ruedas traseras, todo imprescindible, porque entre aquel día y el siguiente, el viejo Chevrolet tendría que llevar a cabo una verdadera hazaña.
—Mi padre andaba por allí —le dijo Dick a Perry que quería saber por qué había llegado tarde a la cita que tenían en el Joyita—. No quería que me viera sacar la escopeta de casa. Cristo, se hubiera dao cuenta de que le estaba explicando un cuento.
—Dado. ¿Y qué le has dicho al final?
—Lo que acordamos. Que esta noche nos íbamos a ver a tu hermana a Fort Scott. Porque ella tiene dinero tuyo. Mil quinientos dólares.
Perry tenía una hermana y había tenido dos, pero la que sobrevivía no vivía en Fort Scott, pequeña ciudad de Kansas a ciento cuarenta kilómetros de Olathe. La verdad es que no sabía con certeza dónde vivía ahora.
—¿Se lo tomó mal?
—¿Por qué iba a tomárselo mal?
—Porque a mí no me puede ver —contestó Perry, cuya voz era suave y afectada al mismo tiempo, una voz dulce pero que formaba cada palabra con exactitud y la emitía como un aro de humo salido de la boca de un clérigo—. Ni tu madre tampoco. Lo comprendí por su modo de mirarme.
Dick se encogió de hombros.
—No tiene que ver contigo. No es porque seas tú. Es que no les gusta verme con uno que haya estado allá dentro.
Casado dos veces, dos veces divorciado, de veintiocho años, y padre de tres chicos, Dick había conseguido la libertad bajo palabra a condición de vivir con sus padres; la familia, que incluía a un hermano menor, vivía en una pequeña granja cerca de Olathe.
—Con nadie que lleve la marca de la cofradía —añadió tocándose un puntito azul tatuado bajo el ojo izquierdo, distintivo y santo y seña visible, por el que ciertos ex presidiarios podían identificarlo.
—Lo comprendo —dijo Perry—. No puedo dejar de comprenderlo. Son buena gente. Tu madre, de verdad, es muy simpática.
Dick asintió con la cabeza. El también lo creía.
A mediodía dejaron las herramientas y Dick aceleró el motor y se quedó escuchando su zumbido regular, satisfecho de haber hecho un buen trabajo.


Nancy y su protegida Jolene también estaban satisfechas con su trabajo de aquella mañana; es más, esta última, una delgada muchacha de trece años, rebosaba orgullo. Durante un buen rato se quedó contemplando aquella obra digna de un premio: las cerezas, recién salidas del horno, hervían aún debajo del crujiente enrejado de pasta, hasta que Jolene, sin poder contenerse más, abrazó a Nancy y le dijo:
—En serio, ¿de veras lo he hecho yo?
Nancy se echó a reír, le devolvió el abrazo y le aseguró que sí, que lo había hecho ella sola... con un poquitín de ayuda.
Jolene insistió en que probaran la tarta inmediatamente, porque era una tontería esperar a que se enfriase.
—Anda, por favor, comamos un trocito cada una. Y usted también —añadió dirigiéndose a la señora Clutter, que acababa de entrar en la cocina.
La señora Clutter sonrió o intentó sonreír. Le dio las gracias pero tenía mucho dolor de cabeza y nada de apetito. En cuanto a Nancy, no tenía tiempo: Roxie Lee Smith y su solo de trompeta la estaban esperando y luego había de hacer los encargos de su madre, uno para la fiesta de presentación de regalos de boda que las jóvenes de Garden City organizaban para Beverly y otro para la próxima festividad del Día de Acción de Gracias.
—No te preocupes, querida, y márchate. Yo le haré compañía a Jolene mientras espera a que su mamá venga a buscarla —dijo la señora Clutter, y luego, dirigiéndose a la niña, añadió con su invencible timidez—: Si a Jolene no le molesta hacerme compañía a mí.
De joven, llegó a ganar un premio de elocución pero los años, al parecer, habían reducido su voz a un solo tono, el de la excusa, y su personalidad, a una serie de gestos confusos y evasivos que traducían su temor a ofender y desagradar.
—Supongo que te harás cargo —continuó diciendo cuando su hija se hubo marchado—. Espero que no pensarás que Nancy ha sido poco cortés contigo.
—Eso sí que no, por Dios. Me dejaría matar por ella. Bueno, lo mismo que todos. No hay nadie como ella. ¿Sabe usted lo que dice la señora Stringer? —prosiguió Jolene, aludiendo a la profesora de economía doméstica—. Pues un día en clase dijo: «Nancy Clutter siempre tiene prisa pero siempre tiene tiempo. Y ésta es la definición de una verdadera señora».
—Sí —replicó la señora Clutter—. Todos mis hijos son muy capaces. A mí no me necesitan para nada.
Era la primera vez que Jolene se quedaba a solas con la «rara» madre de Nancy, pero a pesar de todo lo que había oído, se encontraba a gusto con ella porque la señora Clutter, aunque siempre nerviosa, tenía esa facultad de no poner nerviosos a los demás, propia, en general, de las personas indefensas que nada tienen de agresivas, de manera que incluso una criatura tan infantil como Jolene se sentía llena de protectora compasión hacia quien, como la señora Clutter, llevaba siempre el corazón en la mano, tenía cara de misionero y aire desvalido, sencillo y etéreo. ¡Y pensar que era la madre de Nancy! Que fuera tía suya, pase, una tía solterona que estaba de visita y era un poquillo rara pero «simpática».
—No, no me necesitan para nada —repitió, sirviéndose una taza de café.
Aunque todos los otros miembros de la familia boicoteaban esta bebida a imitación de su esposo, ella bebía un par de tazas todas las mañanas y con frecuencia era lo único que tomaba en todo el día. Pesaba cuarenta kilos. Los anillos, la sortija de boda y otro con un brillante modesto hasta la humildad, bailaban en sus dedos huesudos.
Jolene cortó un pedazo de tarta.
—¡Qué rica! —exclamó engulléndola voraz—. Voy a hacer una cada uno de los siete días de la semana.
—Claro, tienes tantos hermanitos, y los niños siempre comen buenos pedazos de tarta. Ni mi marido ni Kenyon se cansan de comer tarta, pero la cocinera sí, acaba por arrugar la nariz. Y a ti te ocurrirá lo mismo. No, no, ¿por qué dije semejante cosa?
La señora Clutter, que llevaba gafas sin montura, se las sacó y se apretó los ojos.
—Perdóname, hija. Estoy segura de que nunca sabrás lo que es sentirse cansada. Estoy segura de que tú serás siempre muy feliz...
Jolene no dijo nada. Aquella nota de pánico en la voz de la señora Clutter había hecho cambiar su estado de ánimo. Jolene no sabía qué decir y solamente deseaba que su madre, que había prometido ir a buscarla a las once, llegara cuanto antes.
Luego, un poco más calmada, la señora Clutter le preguntó:
—¿Te gustan las miniaturas? ¿los objetos pequeñitos?
Y llevó a Jolene al comedor para que viera una consola en cuyos estantes había un montón de fruslerías liliputienses: tijeras, dedales, cestos de flores de cristal, minúsculos muñecos, tenedores y cuchillos.
—Algunos los tengo desde niña. Mi papá y mi mamá, todos nosotros, vivíamos parte del año en California. Junto al océano. Y había una tienda donde vendían maravillas como éstas. Estas tacitas —un minúsculo juego de té dispuesto sobre una bandeja, tembló en la palma de su mano— me las regaló mi padre. De niña fui muy feliz.
Hija única de un próspero cultivador de trigo llamado Fox y hermana adorada de tres hermanos mayores que ella, pasó una niñez, no mimada, pero protegida imaginando que la vida era una secuencia de hechos agradables: otoños en Kansas y veranos en California. Una vida de tomar el té. Cuando tenía dieciocho años, fascinada por la biografía de Florence Nightingale, se matriculó en un curso de enfermería en el Hospital de Santa Rosa de Greta Bend, Kansas. No tenía condiciones para ser enfermera y, al cabo de dos años, tuvo que admitirlo: la realidad de un hospital, sus dramas, sus olores, la ponían enferma. Sin embargo, hasta la fecha, seguía lamentando no haber terminado aquellos estudios ni conseguido el título, aunque sólo fuera «para demostrar —como le había dicho en cierta ocasión a una amiga suya— que por lo menos una vez en la vida había tenido éxito en algo». En cambio, conoció a Herb y se casó con él. Herb era compañero de universidad de Glenn, su hermano mayor. La verdad era que, como las dos familias vivían a menos de treinta metros, hacía tiempo que lo conocían de vista, pero los Clutter, simples agricultores, no mantenían relación social con los acaudalados y cultos Fox. Pero Herb era guapo, religioso y muy voluntarioso, la quería y ella estaba enamorada.
—El señor Clutter viaja mucho —siguió diciéndole a Jolene—. ¡Oh, siempre se tiene que ir a alguna parte! A Washington, a Chicago, a Oklahoma, a Kansas City. A veces me da la impresión de que no está nunca en casa. Pero dondequiera que vaya, siempre se acuerda de lo mucho que me gustan las miniaturas. —Abrió un diminuto abanico de papel—. Esto me lo trajo de San Francisco. Sólo vale unos centavos, pero ¿verdad que es bonito?
Al segundo año de casada, nació Eveanna y, tres años más tarde, Beverly. Después de cada parto, la joven madre se sentía presa de un inexplicable abatimiento, de una crisis de tristeza que la llevaba a pasearse de una habitación a otra retorciéndose las manos, aturdida. Entre el nacimiento de Beverly y el de Nancy transcurrieron otros tres años y ésos fueron los años de los picnics dominicales y las excursiones al Colorado, años en que ella llevaba la casa y se sentía el centro feliz de su hogar. Pero con Nancy y luego con Kenyon, las depresiones postparto se repitieron y, después del nacimiento de su hijo, la infelicidad que la dominaba no desapareció ya nunca más; era como una nube en el horizonte, que podía traer o no la lluvia. Tenía algún «día bueno» que en contadas ocasiones sumaban una semana, un mes, pero ni en los mejores de sus días buenos, cuando volvía a ser «la de antes», la afectuosa y simpática Bonnie que sus amigos adoraban, lograba la energía y vitalidad social que exigían las actividades, siempre en aumento, de su marido. El era sociable, un «jefe nato». Ella no y renunció a intentar serlo. Y así, por caminos bordeados de tiernas miradas y con una fidelidad íntegra y total, comenzaron a discurrir sus sendas separadas, la de él, una senda pública, una marcha de satisfactorias conquistas; la de ella, una senda apartada y solitaria, que eventualmente recorrería los pasillos de hospital. Pero no carecía de esperanzas. La fe en Dios le daba fuerzas y, de vez en cuando, acontecimientos terrenos complementaban su fe en su infinita misericordia: leía acerca de un milagroso medicamento, oía hablar de una nueva terapéutica o, como acababa de ocurrir, decidía creer que todo se debía a un «nervio atenazado».
—Los objetos pequeñitos le pertenecen a uno del todo —dijo cerrando el abanico—. No hay que dejarlos: siempre se pueden llevar; caben en una caja de zapatos.
—¿Llevarlos adonde?
—Pues adondequiera que vayas. Puede que un día tengas que pasar mucho tiempo fuera de tu casa.
Algunos años atrás, la señora Clutter tuvo que ir a Wichita para un tratamiento de dos semanas y pasó allí dos meses. Por consejo de un médico que creyó que aquella experiencia la ayudaría a recuperar «la sensación de bastarse a sí misma y de ser útil», tomó un piso y buscó trabajo. La admitieron en la YWCA en la sección de ficheros. Su esposo, completamente de acuerdo, la animó en la aventura; pero a ella le gustó mucho, tanto que le pareció poco cristiano y el sentimiento de culpabilidad que despertó en ella fue mayor que el valor terapéutico del experimento.
—O quizá no regreses jamás a tu casa. Y... siempre es importante tener algo propio consigo. Estas cosas nos pertenecen, sin discusión.
Llamaron al timbre. Era la madre de Jolene.
La señora Clutter le dijo:
—Adiós, hija —y apretó el abanico de papel en la mano de Jolene-. Sólo vale unos centavos... pero es bonito.
Después, la señora Clutter quedó sola en la casa. Kenyon y Herb estaban en Garden City. Gerald van Vleet había terminado su trabajo. La bendita señora Helm, la asistenta doméstica a la que podía confiarle todo, no iba los sábados. Podía volverse a la cama, a aquella cama que tan raramente abandonaba, hasta el punto que la pobre señora Helm tenía que librar una batalla para cambiar las sábanas dos veces por semana.
En el piso superior había cuatro dormitorios; el suyo estaba al extremo de un espacioso vestíbulo en el que no había más que una cuna, comprada para las visitas de su nieto. Si se traían literas y el vestíbulo se empleaba como dormitorio, la señora Clutter calculaba que la casa podía albergar a veinte invitados durante la festividad de la Acción de Gracias; los demás tendrían que acomodarse en el motel o en casa de algún vecino. Era tradición, cada año repetida, que el Día de Acción de Gracias los Clutter se reunieran en pleno en casa de uno de sus miembros, y como aquel año le tocaba a Herb hacer de anfitrión, no había más remedio que tenerlo todo dispuesto. Pero como esto coincidía con los preparativos de la boda de Beverly, la señora Clutter no estaba segura de lograr sobrevivir a ambos proyectos. Los dos exigían tomar muchas decisiones, algo que ella detestaba y que la vida le había enseñado a temer, porque cuando su marido salía de viaje, todos pretendían que ella tomara decisiones de emergencia sobre cosas de la finca que no podían esperar y eso le resultaba intolerable, una auténtica tortura. ¿Y si se equivocaba? ¿Y si hacía algo que luego le parecía mal a Herb? Lo mejor era encerrarse con llave en su cuarto y pretender no oír nada o sencillamente decir:
—No puedo. No sé. Por favor.
La habitación que tan raramente abandonaba era austera; si la cama estaba hecha, un extraño hubiera imaginado que no la ocupaba nadie. Una cama de roble, un escritorio de nogal, una mesita de noche. Nada más, salvo lámparas, la cortina de una ventana y una imagen de Jesús caminando sobre las aguas. Era como si, manteniendo aquella habitación impersonal, no teniendo en ella sus objetos íntimos sino dejándolos en la del esposo, atenuase la culpa de no compartir sus dominios. El único cajón que usaba del escritorio contenía un frasco de Vick's Vaporub, un paquete de Kleenex, una esterilla eléctrica, unos cuantos camisones blancos y calcetines de algodón. Para meterse en cama se ponía siempre calcetines porque invariablemente tenía frío. Y por la misma razón, mantenía la ventana siempre cerrada. Dos veranos atrás, un sofocante domingo de agosto por la mañana, estando recluida en su cuarto, había ocurrido un incidente desagradable. Tenían invitados, un grupo de amigos que se había reunido en la casa para ir luego a coger moras. Entre ellos estaba Wilma Kidwell, la madre de Susan. Como la mayoría de personas que frecuentaban la casa de los Clutter, la señora Kidwell aceptaba sin comentarios la ausencia del ama de casa y daba por supuesto que estaba «indispuesta» o «allá en Wichita». Aquel día, cuando llegó el momento de ir por moras, la señora Kidwell se excusó, mujer de ciudad se cansaba en seguida de andar por el campo. Al cabo de un rato de estar en la casa, oyó un llanto desconsolado y desconsolador.
—¿Bonnie? —llamó, y corrió escaleras arriba cruzando el vestíbulo, hasta llegar a la puerta de la habitación de Bonnie.
Abrió la puerta y la sofocante atmósfera de la habitación fue como una terrible mano que de pronto le tapara la boca. Corrió a abrir la ventana.
—¡No! —gritó Bonnie—. No tengo calor. Tengo frío. Estoy helada. ¡Señor! ¡Señor! ¡Señor! —y agitando los brazos continuó—: Te lo ruego, Señor. No dejes que nadie me vea en este estado.
La señora Kidwell se sentó en la cama. Quería tomar a Bonnie en sus brazos y al final Bonnie dejó que lo hiciera.
—Wilma —le dijo—. Os he estado escuchando, Wilma. A todos vosotros. ¡Cómo os reíais! ¡Cómo os divertíais! Yo me lo pierdo todo. Los años mejores, los niños... todo. Un poco más, y Kenyon habrá crecido, será un hombre. ¿Y cómo me recordará? Como una especie de fantasma, Wilma.
Hoy, en el último día de su vida, la señora Clutter guardó en el armario la bata de cretona que llevaba puesta, se puso uno de sus largos camisones y un par de calcetines blancos limpios. Antes de acostarse, se cambió las gafas normales por las de lectura. A pesar de que estaba suscrita a varias revistas (al Ladies'Home Journal, al McCall's, al Reader's Digest y al Together; Midmonth Magazine for Methodist Families) no tenía ninguna en su mesita de noche. Sólo una Biblia entre cuyas páginas, un marcador de seda rígida y desvaída tenía bordada la inscripción: «Atiende, ora y vigila, porque no sabes cuándo te llegará la hora.”


Los dos jóvenes tenían poco en común pero no lo sabían porque coincidían en ciertos rasgos superficiales. Los dos eran exigentes, exagerados con la higiene y siempre estaban pendientes de la pulcritud de sus uñas. Después de toda una mañana con el mono puesto, trabajando como mecánicos, pasaron casi una hora emperifollándose en el lavabo del garaje. El Dick en paños menores era distinto del Dick vestido. Con ropa parecía un joven debilucho, rubio, de estatura corriente, descarnado y hasta hundido de pecho. Desnudo demostraba ser todo lo contrario: un atleta de peso ligero. Una cara de gato, azul y enseñando los dientes, tatuaba su mano derecha y una rosa azul florecía en uno de sus hombros. Otros dibujos realizados y tatuados por su propia mano adornaban brazos y torso: la cabeza de un dragón con un cráneo entre las abiertas fauces, desnudos de mujer de pecho opulento, un diablillo que empuñaba una horca, la palabra PAZ acompañada de una cruz que irradiaba santa luz en forma de trazos gruesos, y dos composiciones sentimentales: un ramillete de flores dedicado a Papá y Mamá y la otra un corazón que conmemoraba el idilio entre Dick y Carol, la chica con quien se casó a los diecinueve años y de la que se había separado seis años después para «hacer lo que tenía que hacer» con otra muchacha, madre de su último hijo. («Tengo tres hijos y mi intención es hacerme cargo de ellos —había escrito en su solicitud de libertad bajo palabra—. Mi primera mujer se ha vuelto a casar. Yo me he casado dos veces, pero no quiero saber nada de mi segunda mujer.»)
Pero ni el físico de Dick ni la galería a pluma que lo adornaba producían la singular impresión de su rostro, que parecía compuesto de partes dispares. Era como si le hubieran partido la cabeza en dos, como una manzana, y luego hubieran juntado otra vez las dos partes pero un poco descentradas. Algo así había ocurrido. La imperfecta alineación de sus rasgos se debía a un accidente de automóvil que había tenido en 1950; su rostro alargado y estrecho resultó alterado, el lado izquierdo le quedó sensiblemente más bajo que el derecho y, por lo tanto, los labios un poco oblicuos, la nariz sesgada y los ojos no sólo a distinto nivel sino de distinto tamaño, el izquierdo con una mirada furtiva de reptil, venenosa, maligna, que, aunque adquirida involuntariamente, era como una advertencia acerca del amargo sedimento posado en el fondo de su naturaleza. Sin embargo Perry le decía:
—A ese ojo no le des importancia porque tienes una sonrisa maravillosa. Una de esas sonrisas que logran lo que quieren.
Era verdad.
La contracción muscular de la sonrisa restituía al rostro sus proporciones, su equilibrio y ponía de manifiesto una personalidad menos desconcertante, la de un «buen chico» americano, con el pelo al cepillo, bastante sensato y no demasiado inteligente. (En realidad era muy inteligente. Un test que le hicieron en la cárcel le dio un 130, siendo la media, en prisión y fuera de ella, de 90 a 110.)
Perry estaba también lisiado y las heridas que había sufrido en un accidente de moto eran más graves que las de Dick. Tuvo que pasarse medio año en el Hospital del Estado de Washington y otros seis meses llevando muletas. Y aunque el accidente había ocurrido en 1952, como sus piernas de enano, cortas y rechonchas, habían sufrido cinco fracturas, las múltiples cicatrices le causaban todavía dolores tan agudos que se drogaba con aspirina. Si bien tenía menos tatuajes que su compañero, estaban más elaborados pues no eran producto de la mano del aficionado que se tatúa a sí mismo, sino obras de arte realizadas por los maestros de Honolulu y Yokohama. En su bíceps derecho, el nombre de una enfermera, COOKIE, con la que trabó amistad durante su estancia en el hospital. En el bíceps izquierdo, un tigre de pelo azul, ojos anaranjados y fauces escarlata. Una serpiente con la boca abierta, enroscada en un puñal, le recorría el antebrazo, y en otros puntos de su cuerpo lucían calaveras, se perfilaban tumbas, florecían crisantemos.
—Ya vale, hermosura. Deja ya el peine —ordenó Dick vestido, y a punto de salir.
En vez del mono de mecánico, llevaba ahora pantalones grises de soldado, camisa haciendo juego y, al igual que Perry, botas negras de media caña. Perry, que nunca lograba dar con pantalones a medida de la raquítica parte inferior de su cuerpo, llevaba tejanos arremangados y una chaqueta de cuero. Pulidos, peinados, atusados como dos galanes que acuden a una doble cita, se dirigieron al coche.


La distancia entre Olathe, suburbio de la ciudad de Kansas y Holcomb, que podría ser considerada un suburbio de Garden City, es poco más o menos de seiscientos kilómetros.
Garden City, población de once mil habitantes, había comenzado a acoger a sus fundadores poco después de la guerra civil. Un cazador ambulante de búfalos, C. J. (Buffalo) Jones, tuvo influencia decisiva en la evolución de aquel grupo de casuchas y postes para atar cabalgaduras que se convirtió en un opulento centro de haciendas con saloons donde armar alboroto, un teatro y el más refinado hotel entre Kansas City y Denver. Era, en resumen, un ejemplo de refinamiento fronterizo que podía rivalizar con aquel otro más famoso, que se halla a ochenta kilómetros más al este: Dodge City. Junto con Buffalo Jones, que perdió primero su dinero y luego la cabeza (pasó los últimos años de su vida arengando a grupos callejeros contra el irreflexivo exterminio de unos animales que él tan provechosamente había sacrificado), los esplendores del pasado duermen hoy en la tumba. Escasos recuerdos perduran: una colorida hilera de comercios conocidos con el nombre de Barrio Buffalo y el que fue, en otros tiempos, magnífico Hotel Windsor, con sus aún soberbios salones de techo alto y su ambiente de lujosas escupideras y palmeras enmacetadas, preside el centro histórico, la calle Mayor entre tiendas diversas y supermercados, y si se ve poco frecuentado es porque el Windsor, con sus enormes habitaciones oscuras y sus corredores llenos de ecos, por evocadores que sean, no puede competir con las comodidades y el aire acondicionado que ofrece el pequeño y elegante Hotel Warren ni con el Motel Wheat Land que tiene aparato de televisión en todas las habitaciones y piscina de agua caliente.
Todo el que haya cruzado los Estados Unidos de costa a costa, en tren o en coche, ha pasado probablemente por Garden City, pero es de suponer que pocos viajeros la recuerden. Es otra ciudad, ni grande ni pequeña, situada casi exactamente en el centro de Estados Unidos. Sus habitantes no tolerarían semejante opinión... quizá con razón. Aunque muchos exageran («Busque en el mundo entero y no hallará gente más cordial, ni aire más puro ni agua mejor» y «En Denver podría ganar el triple pero tengo cinco chiquillos y creo que este lugar es ideal para los niños: óptimos colegios con toda clase de deportes y hasta uno donde cursar los dos primeros años de universidad» y «Vine aquí para hacer práctica en leyes. Por una temporada. Nunca pensé en quedarme. Pero cuando tuve ocasión de pedir el traslado pensé: ¿por qué voy a marcharme? ¿Para qué diablos? Quizás esto no sea Nueva York, pero ¿quién quiere ir a Nueva York? Buenos vecinos, gente que se preocupa de su prójimo, eso es lo que de veras cuenta. Y todo cuanto un hombre decente puede desear lo tenemos aquí también: bellísimas iglesias y un campo de golf»), el recién llegado a Garden City, cuando se ha habituado al silencio a partir de las ocho de la noche, descubre elementos que justifican las baladronadas de sus habitantes: una biblioteca pública bien dirigida, un competente periódico, plazas umbrías de verde césped, tranquilas zonas residenciales donde niños y animales pueden correr sin peligro, un enorme parque para pasear, provisto de su pequeño zoo («Vean los osos polares», «Vean a la elefante Pennie») y de una piscina que ocupa varios acres («la mayor piscina gratuita del mundo»). Tales accesorios, junto con el polvo, los vientos y los continuos silbidos de los trenes, constituyen eso que se llama «patria chica», probablemente recordada con nostalgia por aquellos que la dejaron y que da, a los que quedaron en ella, sensación de estabilidad y satisfacciones.
Sin excepción, los habitantes de Garden City niegan que la población esté dividida en clases sociales («No señor. Nada de eso. Todos iguales, cualquiera que sea la posición económica, la religión o la raza. Tal como debe ser en una democracia, así somos nosotros»). Pero, claro está, las diferencias de clases son tan claramente observadas y tan manifiestamente observables como en cualquier otro enjambre humano. Ciento sesenta kilómetros al oeste, el visitante se hallaría fuera de la «Zona de la Biblia», esa faja de tierra americana obsesionada por el evangelio, en la que un hombre debe, aunque sólo sea por razones prácticas, tomarse la religión muy en serio. Pero Finney County está dentro de la «Zona de la Biblia» y, por consiguiente, pertenecer a una determinada Iglesia es un factor decisivo para la categoría social de un individuo. Una mezcla de baptistas, metodistas y católicos representa el ochenta por ciento de los fieles, pero en la élite (hombres de negocios, banqueros, abogados, médicos y los terratenientes más pudientes), entre los que ocupan los puestos directivos, predominan los presbiterianos y los episcopales. Algún que otro metodista se acepta bien y lo mismo algún que otro demócrata, pero en conjunto el círculo más influyente está constituido por republicanos de extrema derecha que profesan la fe presbiteriana o la episcopal.
Como hombre culto y próspero en su profesión, eminente republicano y líder de su Iglesia, aunque fuera la Iglesia metodista, el señor Clutter tenía derecho a un puesto entre los patricios del lugar; pero, del mismo modo que nunca había sido socio del Country Club de Garden City, tampoco intentó entrar en el corrillo del poder. Por el contrario, no le gustaban las costumbres de aquel ambiente: no le interesaban las partidas de cartas, ni el golf, ni los cócteles, ni las cenas frías de las diez. A decir verdad no le gustaba ningún pasatiempo en el que, a su parecer, no se «realizara algo». Por esta razón, en lugar de dedicarse a jugar al golf aquel soleado sábado, Clutter presidía una reunión del club 4-H de Finney County (cuatro H que representaban «Head, Heart, Hands, Health », se trata de una organización nacional con ramificaciones al otro lado del océano y cuyo propósito es, bajo el lema de «Aprendamos a hacer, haciendo», ayudar a los habitantes de zonas rurales, y particularmente a los jóvenes, a desarrollar el talento práctico y una sana moral. Nancy y Kenyon, desde los seis años, eran miembros asiduos). Hacia el final de la reunión, el señor Clutter anunció:
—Ahora quisiera decir algo acerca de uno de nuestros socios adultos. —Sus ojos señalaron a una mujer rechoncha, japonesa, rodeada de cuatro niños japoneses y rechonchos—. Todos conocéis a la esposa de Hideo Ashida. Sabéis que los Ashida llegaron aquí hace dos años, procedentes de Colorado, y arrendaron unas tierras en las afueras de Holcomb y sabéis también que son una excelente familia, y Holcomb se siente dichosa de contarlos entre sus habitantes. Todo esto lo sabe muy bien cualquiera, cualquiera que haya estado enfermo y haya visto llegar a la señora Ashida, quién sabe desde qué distancia, con una de las maravillosas sopas que ella sabe hacer o con las flores que logra cultivar donde nadie diría que una flor pudiera subsistir. Y recordemos en qué grado el año pasado contribuyó en la feria para que el pabellón del 4-H fuera un éxito. Por todo lo cual, quisiera proponer que el próximo martes, en el banquete anual, ofreciéramos a la señora Ashida una prueba de nuestro reconocimiento.
Sus hijos le tiraban del vestido, la apretujaban y el mayor gritó:
—¡Eh, mamá! ¡Esa eres tú!
Pero la señora Ashida era tímida; se frotaba los ojos con sus manos gordezuelas y reía. Era la mujer del aparcero de una hacienda particularmente solitaria y azotada por todos los vientos, a medio camino entre Garden City y Holcomb. Después de las reuniones del 4-H, Clutter solía llevar a los Ashida a su casa y así lo hizo también aquel día.
—¡Caramba, vaya sobresalto! —dijo la señora Ashida mientras recorrían la carretera 50 en la camioneta de Clutter—. Por lo que parece, siempre tengo que estar dándole las gracias por algo, Herb. De todos modos, gracias.
Lo había conocido al segundo día de llegar a Finney County. Era la vigilia de Halloween y Herb fue con Kenyon a visitarlos y llevarles una carretada de calabacines y calabazas. Durante aquel duro primer año, los Ashida se vieron obsequiados con productos que todavía no habían plantado: cestas de espárragos, lechugas. Además, Nancy llevaba muchas veces a Babe para que los chiquillos cabalgaran.
—¿Sabe usted? En muchos aspectos, éste es el mejor lugar en que hemos vivido. Hideo dice lo mismo. Nos duele muchísimo tener que marcharnos. Empezar de nuevo.
—¿Se marchan? —protestó el señor Clutter, reduciendo la marcha.
—Sí, Herb. Esta finca, la gente para la que trabajamos... Hideo cree que podríamos encontrar algo mejor. Quizás en Nebraska. Pero todavía no hemos decidido nada. Sólo estamos hablándolo.
Su voz cordial, siempre dispuesta a la risa, hizo que la melancólica noticia pareciese casi alegre; sin embargo, la mujer, viendo que había entristecido al señor Clutter, cambió de conversación.
—Herb, déme una opinión masculina —dijo—. Los niños y yo hemos venido ahorrando y queremos hacerle a Hideo un buen regalo para Navidad. Lo que más falta le hace son los dientes. Dígame, Herb, si su mujer le regalara tres dientes de oro, ¿le parecería mal? Quiero decir, ¿está mal hacerle pasar a un hombre la Navidad sentado en la silla de un dentista?
—No hay dos como usted. No intenten siquiera marcharse de aquí: les ataremos de pies y manos —contestó el señor Clutter—. Sí, sí; no lo duden; dientes de oro. Si fuera yo, me encantaría.
Su reacción hizo feliz a la señora Ashida, que sabía que no hubiese aprobado la idea si no la hubiera creído buena. Era todo un caballero. Nunca le había visto «dárselas de gran señor», ni aprovecharse de una circunstancia, ni dejar de cumplir una promesa. Intentó arrancarle una.
—Óigame, Herb. En el banquete... nada de discursos, ¿eh? No me gustan. Usted, usted es distinto. Usted puede levantarse y ponerse a hablar a centenares de personas. A miles. Le es tan fácil... convencerles de cualquier cosa. Nada le asusta —murmuró comentando una cualidad del señor Clutter que nadie ponía en duda. Aquella impávida seguridad en sí mismo que si por un lado suscitaba respeto, por otro ponía trabas al afecto que otros pudieran sentir por él—. No puedo imaginarlo asustado. Suceda lo que suceda, usted siempre saldrá bien librado.


A media tarde el Chevrolet negro había llegado a Emporia, un pueblo de Kansas, grande casi como una ciudad y lugar seguro, o así lo habían decidido los ocupantes del coche, para efectuar algunas compras. Aparcaron el coche en una calle lateral y luego anduvieron hasta dar con unos almacenes convenientemente atestados de gente.
La primera adquisición fue un par de guantes de goma; eran para Perry que había olvidado los suyos. Pero Dick no.
Luego se acercaron a un mostrador donde se exhibían medias de señora. Tras un corto titubeo, Perry dijo—Creo que servirán.
Dick no estaba de acuerdo.
—¿Y mi ojo, qué? Son todas demasiado claras para que no se vea mi ojo.
—Señorita —llamó Perry para atraer la atención de la dependienta—. ¿No tiene medias negras?
Les contestó que no, y les propuso que probaran en otra tienda.
—El negro no puede fallar.
Pero Dick tenía su decisión tomada: las medias, del tono que fueran, eran innecesarias, un estorbo, un gasto inútil. («He invertido ya bastante dinero en esta operación.») Además, ninguno de aquellos con quienes pudieran tropezarse, viviría para servir de testigo:
—Nada de testigos —le recordó a Perry por lo que le pareció la milésima vez.
El modo como Dick pronunciaba aquellas palabras, como si solucionaran todos los problemas, le encendía la sangre: era estúpido no querer admitir que podría haber un testigo que ellos no vieran.
—Las cosas no salen siempre como uno quiere, a veces salen al revés —arguyó.
Pero Dick, con su jactanciosa sonrisa de muchacho travieso, no estaba de acuerdo.
—No te asustes, hombre. Que no hay nada que pueda salir mal.
No. Porque el plan era de Dick, calculado a la perfección desde la primera pisada hasta el silencio final.
A continuación pasaron a interesarse por cuerdas. Perry examinó, probándolas, las que tenían. Como había trabajado en la Marina Mercante, entendía de cuerdas y sabía hacer buenos nudos. Escogió una cuerda blanca de nylon, tan fuerte como el alambre y no mucho más gruesa. Discutieron sobre cuántos metros necesitarían. La cuestión irritó a Dick porque ponía de manifiesto que a pesar de la declarada perfección de todo aquel proyecto suyo, había algo incierto, ya que no podía dar una cifra exacta. Finalmente exclamó:
—Cristo, ¿cómo diablos quieres que lo sepa?
—Mejor que lo sepas, puñeta.
Dick hizo un esfuerzo.
—Está él. Ella. El chico y la chica. Y puede que las otras dos. Pero es sábado. Quizás haya invitados. Contemos que sean ocho incluso doce. Lo único seguro es que tendrán que desaparecer todos.
—Me parecen muchos. Para que estés tan seguro.
—¿Y no fue eso lo que te prometí, rico? ¿Que los reventaríamos contra las paredes?
Perry se encogió de hombros.
—Entonces mejor será que compremos un rollo entero.
Eran noventa metros. Más que suficiente para doce.


Kenyon había hecho aquella cómoda él mismo: una cómoda de caoba forrada de cedro que pensaba darle a Beverly como regalo de boda. Ahora, allí, en lo que llamaban la leonera del sótano, le daba la última mano de barniz. La leonera, una dependencia con suelo de cemento que se extendía a toda la anchura de la casa, estaba amueblada casi exclusivamente con muestras de su trabajo de carpintería (estanterías, mesas, taburetes, una mesa de ping-pong) y con las labores de Nancy (fundas de zaraza que rejuvenecían un decrépito diván, cojines que llevaban las inscripciones: «¿Feliz?» y «No es preciso estar loco para vivir aquí, pero facilita las cosas»). Nancy y Kenyon, juntos, mediante grandes dosis de pintura, habían llevado a cabo un intento de librar de su inconmovible lobreguez aquel recinto y ninguno de los dos había notado el fracaso. De modo que ambos consideraban su leonera como un triunfo y una bendición: Nancy porque en aquel lugar podía recibir a «la pandilla» sin molestar a su madre y Kenyon porque allí podía estar solo, martillear, serrar y ocuparse de sus «inventos», el último de los cuales consistía en una sartén eléctrica, honda como un puchero. Junto a la leonera, estaba la habitación de la caldera en la que había una mesa llena de herramientas y utensilios en desorden amén de alguno de sus trabajos en curso como un sistema de amplificadores y un viejo gramófono averiado.
Físicamente, Kenyon no se parecía a sus padres. Su pelo corto era color cáñamo, medía metro ochenta y aunque delgado, era lo bastante fuerte como para llevar a cuestas (lo hizo en cierta ocasión), contra ventisca y a tres kilómetros de distancia, un par de ovejas adultas. Sí, era fuerte y robusto, pero con esa falta de coordinación muscular muy propia de los jovencitos espigados. Este defecto, agravado por la imposibilidad de prescindir de las gafas, le impedía tomar parte activa en los deportes de equipo (baloncesto, béisbol), diversión principal de los muchachos que hubieran podido ser sus amigos. Sólo tenía un amigo íntimo, Bob Jones, hijo de Taylor Jones, cuya finca se hallaba más al oeste, a dos kilómetros de la casa de los Clutter. Allá, por la Kansas rural, los muchachos empiezan a conducir muy pronto y Kenyon sólo tenía once años cuando su padre le dio permiso para que comprara, con dinero que había ganado cuidando ovejas, un viejo camión con motor modelo A, el Vagón Coyote, como él y Bob le llamaban. No muy lejos de la finca River Valley, hay una misteriosa zona de terreno llamada Sand Hills que es como una playa sin océano y por la noche los coyotes se deslizan entre las dunas y se reúnen en manadas para aullar. En noches de luna clara, los dos chicos conducían el camión contra los coyotes, los ponían en fuga intentando darles alcance, cosa que raramente conseguían, porque un coyote puede correr a ochenta por hora y el camión no pasaba de los cincuenta. Pero, de todos modos, era un juego magnífico: el camión deslizándose sobre la arena y los coyotes huyendo contra la luna; como decía Bob, le ponía a uno el corazón a galope.
Igualmente embriagador, pero más lucrativo, era cazar conejos. Kenyon era un buen tirador y su amigo mejor aún, de modo que entre los dos a veces entregaban medio centenar de conejos a la «fábrica de los conejos», industria de Garden City donde les pagaban diez centavos por cabeza; allí los congelaban y mandaban a los criaderos de visón. Pero lo que más contaba para Kenyon, y también para Bob, eran aquellos fines de semana, partidas de caza que duraban dos días enteros vagando a la ventura a lo largo de la orilla del río, durmiendo con una manta arrollada al cuerpo, manteniendo el oído atento al rayar el alba para, al primer ruido de alas, irse de puntillas hacia él. Pero lo mejor de todo, lo más fantástico, pavonearse de vuelta a casa llevando colgada del cinturón una docena de patos que asar para la cena. Últimamente las cosas habían cambiado entre Kenyon y su amigo. No es que hubieran reñido, ni que hubiese ocurrido nada, ni siquiera que estuvieran en desacuerdo. Sólo que Bob, que tenía dieciséis años, había comenzado a «salir con una chica», y Kenyon, un año menor y todavía con mentalidad de adolescente sin compromiso, tenía que prescindir de su compañía.
Bob le había dicho:
-Cuando uno tiene mi edad, la cosa cambia. Yo también pensaba como tú: las mujeres, ¿para qué sirven? Pero luego empiezas a hablar con una y es fantástico. Ya lo verás.
Kenyon lo ponía en duda. No podía imaginar que llegara jamás a malgastar ni una sola hora con una chica cuando podía pasarla con un fusil, un caballo, herramientas, maquinaria o hasta con un libro. Si no podía contar con Bob, lo mejor era estar solo; su temperamento no correspondía tanto al hijo del señor Clutter como al hijo de Bonnie, un chico sensible y reservado. Los de su edad lo consideraban estirado, pero lo excusaban diciendo:
—¡Oh, Kenyon! Ese vive en su mundo.
Mientras esperaba que se secara el barniz, pasó a otro trabajo que lo llevó al exterior. Iba a cuidar el jardín de flores de su madre, el adorado recuadro de follaje enmarañado que crecía bajo la ventana de su habitación. Cuando llegó allí, se encontró con uno de los trabajadores que removía la tierra con una pala. Era Paul Helm, el marido de la asistenta.
-¿Viste el coche? —le preguntó Helm.
Sí, Kenyon había visto el automóvil en el camino de entrada de la casa, un Buick gris que esperaba a la puerta del despacho de su padre.
—Pensé que sabrías quién puede ser.
—No, a no ser que sea el señor Johnson. Mi padre lo esperaba.
Helm (el difunto Helm, porque murió de un ataque en marzo del año siguiente) era un hombre sombrío, ya casi en sus sesenta, cuyos modales reservados ocultaban una naturaleza profundamente curiosa y observadora. Siempre quería saber qué ocurría a su alrededor.
—¿Qué Johnson?
—El de la compañía de seguros.
Helm gruñó:
—Tu padre seguro que está hasta el cuello de pólizas y demás. El coche lleva ahí tres horas.
El frío del crepúsculo que se avecinaba atravesó el aire y aunque el cielo era aún de un intenso azul, los altos tallos de los crisantemos del jardín proyectaban una sombra cada vez más larga. El gato de Nancy jugueteaba por allí, tratando de agarrar con sus patas la cuerda con que Kenyon y el viejo ataban las plantas. Nancy llegó entonces de improviso, en la grupa de la gorda Babe; Babe regresaba de su regalo del sábado: un baño en el río. Teddy, el perro, las acompañaba y los tres venían relucientes y todavía húmedos.
—Atraparás un resfriado —comentó el señor Helm.
Nancy se echó a reír: no había estado nunca enferma, ni una sola vez siquiera. Bajó del caballo, se echó sobre la hierba junto al jardín y cogió a su gato. Balanceándolo en el aire por encima de ella, le besó el hocico y los bigotes.
A Kenyon le repugnó:
—Besar a los animales en la boca.
—Bien que tú besabas a Skeeter —le recordó ella.
—Skeeter era un caballo.
Un espléndido caballo alazán que tuvo desde que era potrillo. ¡Cómo saltaba las vallas Skeeter!
—¡Le pides demasiado a ese caballo! —le advertía su padre—. Cualquier día lo vas a matar del esfuerzo.
Y así había sucedido: mientras galopaba por la carretera llevando a su amo, le falló el corazón, tropezó y cayó muerto. Todavía entonces, un año después, Kenyon lloraba su muerte a pesar de que su padre, compadeciéndose de él, le había prometido el mejor de los potros que nacieran la próxima primavera.
—Kenyon —dijo Nancy—. ¿Crees que Tracy hablará ya? ¿Que hablará cuando venga para el Día de Acción de Gracias?
Tracy, que todavía no había cumplido un año, era su sobrino, hijo de Eveanna, la hermana con quien ella se entendía mejor. (Beverly, a su vez, era la preferida de Kenyon.)
—Me voy a derretir cuando le oiga decir «tía Nancy». O «tío Kenyon». ¿No te gustaría oírselo decir? ¿No te encanta ser tío? Santo Dios, ¿por qué no me contestas nunca?
—Porque eres una tonta —respondió él tirándole una dalia un poco marchita, que ella se prendió en el pelo.
Helm tomó su pala. Graznaban los cuervos, el ocaso estaba cerca, pero su casa no. El paseo de olmos se había convertido en un túnel de verde cada vez más oscuro y él vivía al fondo de ese túnel, a casi un kilómetro.
—Es de noche —dijo.
Y se puso en camino. Pero se volvió una vez.
—Y ésa —declararía al día siguiente— fue la última vez que los vi. Nancy se llevaba a la vieja Babe a la cuadra. Como ya he dicho, nada fuera de lo corriente.

El Chevrolet negro estaba aparcado de nuevo, esta vez frente a un hospital católico en las afueras de Emporia. Perry no había dejado de insistir («Eso es lo que tienes de malo. Te crees que sólo hay una idea en el mundo: la tuya»), y al final Dick no tuvo más remedio que capitular. Mientras Perry esperaba en el coche, había entrado en el hospital para ver si una monja le vendía un par de medias negras. Este sistema tan poco ortodoxo de procurárselas había sido una inspiración de Perry: las monjas siempre tienen cosas almacenadas. Había un inconveniente, desde luego: las monjas y todo lo relacionado con ellas traían mala suerte y Perry sentía un profundo respeto por sus propias supersticiones. (Entre otras figuraban el número 15, el pelo rojo, las flores blancas, los curas que atraviesan una calle y las serpientes que se aparecen en sueños.) Pero ya no tenía remedio. El individuo rigurosamente supersticioso es también casi siempre un creyente ciego en el destino y ése era el caso de Perry. Si en aquel momento estaba allí, embarcado en esa aventura, no era porque él lo hubiera querido sino porque los hados lo habían dispuesto así. Podía demostrarlo aunque no tuviese intención de hacerlo, por lo menos donde Dick pudiese alcanzar a oírlo porque significaría confesar el verdadero motivo de su retorno al estado de Kansas, y la violación del juramento que hiciera para conseguir la libertad bajo palabra, una razón totalmente ajena al «golpe» de Dick y a su carta citándolo allí. El motivo era que unas semanas atrás se había enterado de que el jueves 12 de noviembre otro de sus compañeros de celda iba a ser puesto en libertad en la Penitenciaría del Estado de Kansas en Lansing, y «más que nada en el mundo» deseaba encontrarse con aquel hombre, su «único amigo verdadero», el «inteligente» Willie-Jay.
Durante el primero de sus tres años en prisión, Perry había observado a Willie-Jay de lejos, con interés, pero con aprensión: si quería que lo considerasen un «duro», una estrecha amistad con Willie-Jay no parecía aconsejable. Era el secretario del capellán, un irlandés delgado con pelo prematuramente gris y ojos grises y melancólicos. Su voz de tenor era el orgullo del coro de la cárcel. Hasta Perry, que despreciaba cualquier demostración de piedad, se sentía «turbado» cuando oía a Willie-Jay cantar el «Padrenuestro»; el grave lenguaje del himno cantado con tal espíritu de sinceridad, lo conmovía, haciéndolo reflexionar un poco sobre la validez de su menosprecio. Al fin, estimulado por la curiosidad religiosa, se aproximó a Willie-Jay y el secretario del capellán respondió inmediatamente, creyendo intuir en aquel muchacho de piernas tullidas, mirada vaga y voz afectada «un poeta, algo único, que valía la pena salvar». Le embargó la ambición de «entregarle aquel muchacho a Dios». Sus esperanzas de conseguirlo se reforzaron el día en que Perry le mostró un dibujo al pastel que acababa de hacer: una gran imagen de Jesús realizada con una técnica que no tenía nada de ingenua. El reverendo James Post, capellán protestante de Lansing, lo valoró tanto que lo colgó en su despacho donde todavía está: un relamido Salvador, algo afeminado, con los carnosos labios de Willie-Jay y sus ojos tristes. Aquel dibujo representó la cima de la inquietud espiritual, nunca muy seria, de Perry y, hecho irónico, su fin; calificó a su imagen de Jesús como «una muestra de hipocresía», una tentativa de «engañar y traicionar» a Willie-Jay, puesto que entonces creía en Dios menos que nunca. Pero ¿iba a admitirlo y a perderse, con ello, el único amigo que le «comprendía de veras»? (Hod, Joe, Jesse, viajeros de un mundo en el que raramente se usa el apellido, habían sido sus «compinches», pero ninguno de ellos podía compararse siquiera con Willie-Jay que, a juicio de Perry, «era intelectualmente muy superior a la media, intuitivo así como muy entendido en psicología». ¿Cómo era posible que un individuo tan dotado se hallara en Lansing? Era esto lo que desconcertaba a Perry. La respuesta, que conocía pero no aceptaba porque era «una evasión de lo ignoto, problema humano», era clara para cualquier mente menos complicada: el secretario del capellán, que tenía entonces treinta y ocho años, era un ladrón, un ratero de poca monta que, en un período de veinte años, había cumplido sentencia en cinco estados distintos). Perry decidió hablar: lo sentía, pero todo aquello de cielo, infierno, santos, misericordia divina, no iba con él y si la amistad de Willie-Jay se basaba en la perspectiva de verlo un día a los pies de la Cruz junto a él, le decepcionaba profundamente y su amistad era falsa, una falsificación como el retrato de Jesús.
Como siempre, Willie-Jay supo comprender. Descorazonado pero no sin esperanzas, siguió cortejando el alma de Perry hasta el día que le concedieron libertad bajo palabra y se marchó del penal; la víspera escribió a Perry una carta de adiós que terminaba con el siguiente párrafo: «Eres un hombre muy apasionado, un hombre hambriento que no sabe dónde saciar su apetito, un hombre profundamente frustrado que lucha por proyectar su individualidad contra un fondo de rígido conformismo. Existes en un mundo pendiente entre dos superestructuras, una de autoexpresión y la otra de autodestrucción. Eres fuerte pero en tu fuerza hay una grieta y a menos que aprendas a controlarla, esa grieta demostrará ser más poderosa que tu fuerza y te vencerá. ¿La grieta? Explosión de la reacción emocional totalmente desproporcionada a los hechos. ¿Por qué? ¿Por qué esa irrazonable ira cuando ves a otros contentos, felices y satisfechos? ¿Por qué ese creciente desprecio por la gente y esas ganas de herirla? Muy bien: crees que son necios y los desprecias porque su moral, su felicidad son el origen de tu frustración, y tu resentimiento. Pero esas ideas son terribles enemigos que llevas dentro de ti... y a la larga serán mortíferos; como las bacterias que resisten al tiempo, no matan al individuo sino que dejan en su modo de ser el estigma de una criatura desgarrada y retorcida; dejan fuego en su interior avivado por astillas de desprecio y odio. Podrá prosperar pero no dará fruto porque él es su propio enemigo y le estará vedado gozar intensamente de sus triunfos.”
Perry, complacido de verse objeto de tan largo sermón, se lo había dado a leer a Dick y éste, que veía con malos ojos a Willie-Jay, había calificado aquella carta de «montón de estupideces a lo Billy Graham », añadiendo: «Astillas de desprecio. Astilla será él.» Naturalmente, Perry ya esperaba una reacción por el estilo y secretamente la deseaba porque su amistad con Dick, al que apenas había tratado hasta los últimos meses pasados en Lansing, era consecuencia y contrapeso de su intensa admiración por el secretario del capellán. Quizá Dick fuera superficial o incluso, como decía Willie-Jay, «un fanfarrón perverso», pero lo cierto es que también era divertido, astuto, realista, «iba directo al grano» y no tenía humo en la cabeza ni un pelo de tonto. Además, a diferencia de Willie-Jay, no criticaba las exóticas aspiraciones de Perry: estaba dispuesto a escucharle, se entusiasmaba, compartía aquellas visiones de «tesoro garantizado» hundidos en mares mexicanos o en junglas brasileñas.
Habían transcurrido cuatro meses desde que Perry obtuvo la libertad bajo palabra, meses de vagabundear en un Ford de quinta mano por el que pagó cien dólares, pasando de Reno a Las Vegas, de Bellingham en Washington a Buhl en Idaho. Y allí, en Buhl, donde había encontrado trabajo temporal como conductor de camión, le llegó la carta de Dick:
«Amigo P., salí en agosto y cuando tú te fuiste me encontré con alguien que tú no conoces pero que me dio una idea que podemos aprovechar maravillosamente. Un golpe garantizado. Perfecto...”
Hasta aquel momento, Perry no había imaginado que volvería a ver a Dick. Ni a Willie-Jay. Pero los había tenido presentes en su pensamiento, especialmente al segundo, que en su recuerdo se había transformado en un enorme sabio de cabellos grises, que daba vueltas por su cabeza obsesionándolo. «Persigues lo negativo —le había informado Willie-Jay en el curso de uno de sus sermones—. Nada te importa, quieres existir sin responsabilidades, sin fe, sin amigos, sin calor.”
En el curso solitario, desolador, de sus recientes idas y venidas, Perry había considerado una y otra vez aquella acusación y decidido que era injusta. Si que le importaba..., pero ¿a quién le importaba él? ¿A su padre? Sí, hasta cierto punto. Un par de chicas, pero aquello era «una historia larga de contar». A nadie, excepto Willie-Jay. Y sólo Willie-Jay había reconocido que valía, que tenía facultades, sólo él había comprendido que Perry no era simplemente un paticorto y musculoso mestizo, sólo él, a pesar de todos sus sermones moralizadores, lo había visto como él mismo se veía: «excepcional», «raro», «artista». En Willie-Jay su vanidad encontró apoyo, su sensibilidad refugio, y cuatro meses de distancia hacían aquella alta valoración más fascinante todavía, más, aún, que todos los sueños de tesoros escondidos. De modo que cuando recibió la invitación de Dick y se dio cuenta de que la fecha que proponía coincidía más o menos con el día en que dejaban en libertad a Willie-Jay, supo qué debía hacer. Fue en coche a Las Vegas, vendió aquel carromato, empaquetó su colección de mapas, cartas, manuscritos y libros y compró un billete de autobús. Las consecuencias del viaje serían obra del destino; si «no se entendía con Willie-Jay», podría tomar en consideración «las proposiciones de Dick». Resultó que tenía que elegir entre Dick o nada, porque cuando su autobús llegó a Kansas City la tarde del 12 de noviembre, Willie-Jay, a quien no había podido advertir de su llegada, había salido ya de la ciudad, sólo cinco horas antes y por la misma estación terminal de autobuses a la que Perry llegara. Todo eso lo supo llamando al reverendo Post, que lo desanimó aún más al no querer revelar el destino exacto de su antiguo secretario.
—Se ha ido al este —dijo el capellán—, donde tiene perspectivas: buen empleo y alojamiento en casa de gente de bien, dispuesta a ayudarle.
Y al colgar el teléfono, Perry se sintió «aturdido de rabia y decepción». Pero ¿qué esperaba en realidad -se preguntó cuando se le pasó la angustia— de un encuentro con Willie-Jay? La libertad los había separado. Como hombres libres, nada tenían en común; eran individuos opuestos que nunca podrían formar «equipo», y desde luego no la clase de equipo necesaria para emprender una aventura submarina al otro lado de las fronteras del sur como la que Dick y él proyectaban. Pero, sin embargo, si no hubiese llegado tarde, si hubiera podido pasar con Willie-Jay siquiera una hora, Perry estaba absolutamente convencido de que no estaría ahora allí, frente a un hospital, esperando a que Dick saliera con un par de medias negras.
Dick regresó con las manos vacías.
—Nada que hacer —anunció con una indiferencia furtiva que infundió sospechas en Perry.
—¿Estás seguro? ¿Seguro de que por lo menos preguntaste?
—Desde luego.
—No lo creo. Juraría que te fuiste para adentro, dejaste pasar un par de minutos, y te volviste a salir.
—Muy bien, rico. Lo que quieras.
Dick puso el coche en marcha. Después de recorrer un trecho en silencio, Dick le dio a Perry una palmada en la rodilla.
-¡Oh! Vamos, hombre. Era una idea para vomitar. ¿Qué diablos se hubieran imaginado? Yo allí pidiendo unas medias, como si fuera una rebaja...
-Quizá sea mejor así. Las monjas siempre traen mala suerte.


El representante en Garden City de la Compañía de Seguros de Vida Nueva York sonreía mientras observaba cómo el señor Clutter desenfundaba una Parker y abría el talonario. Le vino a la memoria un chiste que corría por allá.
—¿Sabe qué se dice de usted, Herb? Pues dicen: «Desde que el corte de pelo subió a un dólar cincuenta, Herb para pagar al barbero firma un cheque.”
—Así es —respondió el señor Clutter.
Como los miembros de la familia real, nunca llevaba encima dinero contante.
—Es mi sistema —añadió—. Cuando los tipos esos de los impuestos vienen a meter la nariz, lo mejor que se les puede enseñar es el resguardo de los cheques que se han pagado.
Con el cheque escrito, pero todavía sin firmar, se apoyó en el respaldo de la silla del despacho como reflexionando. El agente, hombre robusto, un poco calvo, más bien llano, que se llamaba Bob Johnson, deseó que a su cliente no le asaltaran dudas de última hora. Herb era testarudo, lento y difícil de convencer: hacía más de un año que Johnson trabajaba para cerrar aquel contrato. Pero no, su cliente estaba simplemente viviendo lo que Johnson llamaba el «momento solemne», fenómeno con que los agentes de seguros están familiarizados. El estado de ánimo del hombre que firma un seguro de vida es semejante al del que firma su testamento: por fuerza piensa en la muerte.
—Sí, sí —dijo el señor Clutter como para sí—. Tengo mucho que agradecer... tengo muchas cosas gratas en la vida.
Documentos enmarcados que recordaban los acontecimientos importantes de su carrera lucían en las paredes revestidas de nogal de su despacho: un título universitario, un mapa de la finca River Valley, distinciones al mérito agrícola y un certificado muy adornado con las firmas de Dwight D. Eisenhower y John Foster Dulles mencionando sus servicios en la Junta Federal de Crédito Agrícola.
—Los chicos. En eso sí que hemos tenido suerte. No está bien que lo diga, pero, la verdad, me siento muy orgulloso de ellos. Fíjese en Kenyon. Hoy por hoy, siente inclinación por la ingeniería o por las ciencias, pero no me dirá que el muchacho no lleva el campo en la sangre. Si Dios quiere, un día se hará cargo de todo esto. ¿Conoce al marido de Eveanna? ¿A Don Jarchow? Es veterinario. No tiene idea de cuánto estimo a ese muchacho. Y a Vere. A Vere English, el chico con quien mi hija Beverly ha tenido el buen sentido de formalizar sus relaciones. Si me ocurriese cualquier cosa, estoy seguro de que ellos sabrían hacerse cargo de las responsabilidades. Porque Bonnie sola, Bonnie no podría hacerse cargo de una finca como ésta...
Johnson, veterano en escenas de esta índole, se dio cuenta de que ya había llegado el momento de intervenir.
—Pero, Herb -comentó—. Usted todavía es joven. Cuarenta y ocho años. Y por el aspecto que tiene y lo que el informe médico dice, creo que aún le quedan un par de semanas más de vida.
El señor Clutter se enderezó y tomó otra vez la pluma.
—La verdad es que me encuentro perfectamente y lleno de optimismo. Tengo la impresión de que en estos años que vienen, podremos hacer mucho dinero en esta región.
Mientras esbozaba sus proyectos para un futuro de inmejorables auspicios financieros, firmó el talón y lo deslizó por encima de la mesa hacia el agente de seguros.
Eran las seis y diez y el agente no pensaba más que en irse cuanto antes: su mujer le estaría esperando para cenar.
—Ha sido un placer, Herb.
—Lo mismo digo, amigo.
Se dieron la mano. Luego, con una merecida sensación de victoria, Johnson tomó el cheque de Clutter y se lo metió en el billetero. Era el primer pago de una póliza de cuarenta mil dólares que en caso de muerte accidental daba derecho a doble indemnización.

Y El viene conmigo, y El habla conmigo,
y El es quien me dice que suyo soy yo.
Compartimos un goce
como nadie nunca jamás conoció...

Con ayuda de la guitarra, Perry, cantando, se había puesto de mejor humor. Se sabía de memoria unos doscientos himnos y baladas. Su repertorio iba desde The Old Rugged Cross hasta Cole Porter y, además de la guitarra, sabía tocar la armónica, el acordeón, el banjo y el xilófono. En una de sus fantasías teatrales preferidas, se presentaba en las tablas con el nombre de Perry O'Parsons, estrella cuyo cartel anunciaba: «El Hombre Orquesta”.
—¿Qué tal un cóctel? —preguntó Dick.
A Perry le daba lo mismo cualquier cosa porque no era bebedor. En cambio, Dick se las daba de sibarita y pedía siempre un Orange Blossom. Del portaguantes del coche Perry sacó una botella que contenía vodka con zumo de naranja. La botella pasó de uno a otro. Aunque la noche había caído ya, Dick conducía a cien por hora con los faros apagados; claro que la carretera era recta, el campo liso como un lago y raramente se cruzaban con otros coches. Aquello estaba «por allá» o estaba muy cerca.
—¡Cristo! —exclamó Perry contemplando el panorama llano e inmenso bajo el verde frío y prolongado del cielo, vacío y solitario a no ser por las trémulas luces de alguna finca lejana.
Odiaba aquel paisaje como odiaba las llanuras de Texas, el desierto de Nevada. Los espacios horizontales escasamente poblados lo deprimían y le producían una sensación de agorafobia. Los puertos de mar eran su delicia: atiborrados de gentes, bulliciosos, con barcos anclados y olor a cloaca, como Yokohama, donde, como soldado raso del ejército americano, había pasado un verano durante la guerra de Corea.
—¡Cristo! ¡Y me dijeron que no me acercara por Kansas! ¡Que no pusiera aquí mis lindos pies! Como si me cerrasen las puertas del paraíso. Mira, pues. Regocija tus ojos.
Dick le pasó la botella, su contenido reducido ya a la mitad.
—Dejémoslo para después —propuso—. Puede que nos haga falta.
—¿Te acuerdas, Dick? ¿De todo aquello de conseguir un barco? Estaba pensando... que podríamos comprar un barco en México. Uno que fuera barato pero resistente. Y podríamos ir al Japón. Cruzar el Pacífico. Otros lo han hecho..., miles de personas lo han hecho. No es cuento, Dick..., te pirrarías por el Japón. Gente maravillosa, cortés, con modales delicados como flores. Verdaderamente considerados, no de los que te quieren sólo por los cuartos. ¡Qué mujeres! No has conocido a una mujer de veras...
—¡Ya lo creo que sí! —cortó Dick, que declaraba estar todavía enamorado de su primera esposa, de cabello color miel, a pesar de que ella se hubiera vuelto a casar.
—Y hay además aquellos baños. Hay uno que se llama «La piscina del Sueño»: te tiendes en el agua y vienen unas chicas que están buenísimas y te frotan de pies a cabeza.
—Ya me lo has contado.
El tono de Dick era seco.
—¿Ah, sí? ¿Es que no puedo repetirlo?
—Luego. Ya charlaremos luego. Puñeta, tengo un montón de cosas en la cabeza.
Dick encendió la radio. Perry la apagó. Ignorando las protestas de Dick, arañó su guitarra.
Me vine solo al jardín
cuando el rocío se posaba aún en las rosas
y la voz que escuché en mi oído
revelaba al Hijo de Dios...
En el borde del cielo, se dibujaba la luna llena.

El lunes siguiente durante su declaración y antes de someterse a una prueba con detector de mentiras, el joven Bobby Rupp describió su última visita a casa de los Clutter:
—Había luna llena y pensé que quizá, si Nancy quería, podíamos dar una vuelta en coche, llegarnos hasta el lago McKinney. O ir al cine a Garden City. Pero cuando la llamé por teléfono, serían eso de las siete menos diez, me dijo que tenía que pedirle permiso a su padre. Luego volvió diciendo que su padre había dicho que no, porque la noche anterior había llegado muy tarde. Pero me propuso que fuera a ver la televisión con ellos. He pasado muchos ratos en casa de los Clutter viendo la televisión. ¿Saben? Nancy es la única chica con que yo he salido. La conozco de toda la vida: fuimos juntos a la escuela desde el primer grado. Siempre, que yo recuerde, ha sido muy mona y popular, una gran persona aun cuando era una niña pequeña. Quiero decir que nos daba a todos una sensación de contento interior: cuando estabas con ella te sentías una gran persona. La primera vez que salimos juntos fue el año antes de empezar bachillerato. Casi todos los chicos de la clase la querían llevar al baile de fin de curso y me quedé muy sorprendido, y a la vez lleno de orgullo, cuando me dijo que iría conmigo. Los dos teníamos entonces doce años. Mi padre me dejó el coche y la llevé al baile. Cuanto mejor la conocía, más me gustaba y lo mismo toda su familia... no hay una familia igual, al menos por aquí, que yo sepa. El señor Clutter puede que fuera un poco estricto en algunas cosas, en la religión y así, pero nunca trataba de dar la sensación de que era él quien tenía razón y los demás quienes estaban equivocados.
»Nosotros vivimos a cinco kilómetros al oeste de la finca de los Clutter. Yo siempre iba y venía a pie, pero como he trabajado todos los veranos, el año pasado pude comprarme un coche, un Ford del 55. Así que fui en coche y llegué allí un poco después de las siete. No vi a nadie en la carretera ni tampoco en el camino que lleva a la casa, ni siquiera un alma por allá afuera. Sólo a Teddy que me ladró. En la planta baja estaban las luces encendidas, en la sala de estar y en el despacho del señor Clutter. El piso de arriba estaba oscuro y supuse que la señora Clutter, si estaba en casa, estaría durmiendo. No se sabía nunca si estaba o no y yo nunca lo preguntaba. Pero luego me di cuenta de que había supuesto bien porque, más tarde, Kenyon quería practicar con su trompeta que era el instrumento que tocaba en la banda del colegio y Nancy le dijo que no, porque podía despertar a la señora Clutter. Bueno, pues cuando llegué habían acabado de cenar y Nancy tenía ya los platos puestos en la máquina de lavar y los tres —los dos chicos y el señor Clutter— estaban en la sala. Así que nos acomodamos como cualquier otra noche: Nancy y yo en el diván y el señor Clutter en su mecedora acolchada. No miraba mucho la televisión porque estaba leyendo un libro de Kenyon de la serie Rover Boy .
»Una vez, fue a la cocina y volvió con dos manzanas. Me ofreció una pero yo no la quise y él se comió las dos. Tenía los dientes blanquísimos y decía que era por las manzanas. Nancy..., Nancy llevaba calcetines y zapatillas, tejanos y un jersey verde, creo. Llevaba el reloj de oro en la muñeca y un brazalete de cadenilla que yo le regalé en enero cuando cumplió los dieciséis, con su nombre en un lado y el mío en el otro y también un anillo, una cosita de plata que se compró hace un verano cuando estuvo en Colorado con los Kidwell. No era mi anillo, nuestro anillo. ¿Saben?, hace un par de semanas se enfadó conmigo y me dijo que dejaría de llevar nuestro anillo por un tiempo. Cuando la chica con quien sales hace eso, quiere decir que te está poniendo a prueba. Claro, desde luego que teníamos discusiones, todos las tienen, todas las parejas que van "en serio". Lo que ocurrió fue que yo estaba en la boda de un amigo y durante la recepción tomé una cerveza. Me bebí una botella de cerveza y resulta que Nancy se enteró. Un chismoso fue y le dijo que yo estaba borracho perdido. Bueno, pues estuvo como el mármol y no me saludó durante una semana. Pero últimamente nos habíamos entendido tan bien como siempre y creo que estaba casi a punto de volver a ponerse nuestro anillo como antes.
»Bueno, pues la primera película que vimos, en el canal 11, fue El hombre y el desafío. Sobre la gente del Ártico. Luego vimos una del Oeste y después otra de espionaje: Cinco dedos. A las nueve y media salió Mike Hammer. A continuación, las noticias. Pero a Kenyon nada le gustaba porque no le dejábamos elegir los programas. Lo criticaba todo y Nancy no cesaba de repetirle que se callara. Se peleaban siempre, pero en realidad estaban muy unidos, más unidos que la mayoría de hermanos y hermanas. Imagino que en parte sería porque habían estado tanto tiempo ellos dos solos con la señora Clutter fuera y el señor Clutter en Washington o dondequiera que fuese. Sé que Nancy quería de veras a su hermano pero no creo que ella ni nadie fuera capaz de comprender exactamente a Kenyon. Siempre parecía estar en otra parte. Nunca se podía saber qué estaba pensando, ni siquiera si le estaba mirando a uno porque era un poco bizco. Algunos decían que era un genio y puede que lo fuera. Desde luego, leía muchísimo. Pero como dije, era un chico inquieto; no quería ver la televisión, quería hacer ejercicios con su trompeta y cuando Nancy le dijo que no lo hiciera, recuerdo que el señor Clutter le propuso que se fuera al sótano, a su leonera, donde nadie le oiría. Pero tampoco quiso.
»El teléfono sonó una vez. ¿Dos? Caramba, no me acuerdo. Sólo sé que el teléfono llamó una vez y el señor Clutter lo cogió en su despacho. La puerta estaba abierta, la puerta corrediza que hay entre la sala de estar y el despacho. Oí que decía "Van" así que supe que estaba hablando con su socio, el señor Van Vleet y le oí decir que le dolía la cabeza pero que ya se le estaba pasando. Y dijo también que se verían el lunes. Cuando volvió..., sí, lo de Mike Hammer acababa de terminar. Cinco minutos de noticias. Luego el informe meteorológico. El señor Clutter prestaba siempre mucha atención al boletín meteorológico. Era lo único que de verdad esperaba. Igual que la única cosa que me interesaba a mí eran los deportes, que venían a continuación. Cuando terminó la crónica deportiva, eran las diez y media y me levanté para marcharme. Nancy me acompañó hasta afuera. Charlamos un poco y quedamos en ir al cine el domingo por la noche a ver una película que todas las chicas se morían por ver: Blue Denim. Luego se metió en casa corriendo y yo me marché en el coche. Tanto brillaba la luna que la noche era clara como el día. Hacía frío y un poco de viento. Los cardos volaban por doquier. Pero no vi nada más. Sólo ahora cuando lo pienso, creo que alguien debía de estar por allí escondido. Quizás abajo, entre los árboles. Alguien que estaba esperando a que yo me marchara.


Los viajeros se detuvieron a cenar en un restaurante de Great Bend. Perry, reducido a sus últimos quince dólares, iba a pedir root beer y un bocadillo, pero Dick se opuso diciendo que necesitaban llenar la tripa y que no se preocupara por la cuenta, que eso era asunto suyo. Pidieron dos filetes no muy hechos, con patatas al horno, ruedas de cebolla, patatas fritas, succotash , macarrones y maíz, ensalada con mayonesa picante «Mil islas», bollitos de canela, tarta de manzana, helado y café. Y para rematarlo, entraron en una tienda a escoger puros. En la misma tienda, compraron también dos gruesos rollos de cinta adhesiva.
Mientras el Chevrolet negro ganaba otra vez la autopista y corría a través de una campiña que ascendía imperceptiblemente hacia el clima más frío y seco de los altos trigales, Perry cerró los ojos y el sopor tras la comilona se fue apoderando de él hasta que quedó medio dormido; despertó al oír la voz que daba las noticias de las once. Bajó la ventanilla y bañó su rostro en el aire fresco. Dick le dijo que estaban en el condado de Finney.
—Cruzamos la frontera hace dieciséis kilómetros —explicó.
El coche iba a gran velocidad. Los carteles publicitarios, relumbraban al pasar: «Vean los osos polares», «Motores Burtis», «La mayor piscina gratuita del mundo», «Motel Los Trigales» y por último, un poco antes de que comenzara la iluminación de la calle: «Hola, forastero. Bienvenido a Garden City, la ciudad te abre sus puertas.”
Bordearon la periferia norte de la ciudad. No había nadie por allí a aquella hora, era casi medianoche. No había nada abierto a no ser una hilera de gasolineras que brillaban desoladas. Dick entró en una Hurd's Phillips 66. Apareció un chico y preguntó:
-¿Lo lleno?
Dick asintió y Perry salió del coche, entró en el pequeño edificio y se encerró en el retrete. Le dolían las piernas corno tantas veces, le dolían como si aquel antiguo accidente le hubiese sucedido cinco minutos antes. Tomó tres aspirinas del frasco que llevaba, las masticó lentamente (porque le gustaban) y bebió un poco de agua del grifo del lavabo. Se sentó en el retrete, estiró las piernas y se las frotó, dándose un masaje en las rodillas que casi no podía doblar. Dick había dicho que faltaba poco, «sólo once kilómetros más». Corrió la cremallera de un bolsillo de su guerrera y sacó una bolsa de papel; contenía los guantes de goma recién comprados. Eran pegajosos y delgados, recubiertos de una sustancia viscosa y, al probárselos, uno se rasgó un poco; no era una rotura grave, sólo un pequeño corte entre los dedos, pero a él le pareció de mal agüero.
El pomo de la puerta giró, con una sacudida.
—¿Quieres caramelos? —le preguntó Dick—. Ahí afuera hay una máquina automática.
-No.
—¿Te encuentras bien?
—Muy bien.
—No tardes toda la noche.
Dick echó una moneda en una automática, tiró de la palanca y cogió una bolsita de jelly beans . Masticando volvió al coche y observó los esfuerzos del mozo de la gasolinera para librar el parabrisas del polvo de Kansas y de restos de insectos aplastados. El mozo, que se llamaba James Spor, se sentía nervioso. Los ojos de Dick y su hosca expresión junto con la extraña y prolongada estancia de Perry en el lavabo, le inquietaban. (Al día siguiente le contaría a su jefe: «Anoche tuvimos un par de clientes bastante groseros.» Pero ni entonces ni durante mucho tiempo, relacionaría aquellos visitantes con la tragedia de Holcomb.)
Dick dijo:
—Esto está un poco muerto.
—¡Ah, sí! —contestó James Spor—. Son ustedes los primeros que paran aquí desde hace un par de horas. ¿De dónde vienen?
—Kansas City.
—¿A cazar por aquí?
—Sólo de paso. Vamos a Arizona. Tenemos allí trabajo que nos aguarda. En la construcción. ¿Tiene idea de cuántos kilómetros hay hasta Tucumcari, en Nuevo México?
—No sabría decirle. Son tres dólares seis. —Tomó el dinero de Dick, le dio el cambio y añadió—: Perdóneme, pero estoy trabajando, cambiando el parachoques de un camión.
Dick se quedó esperando. Comió algunas pastillas, aceleró el motor. Hizo sonar el claxon. ¿Sería posible que se hubiera equivocado al juzgar el carácter de Perry? ¿Tendría, como tantos otros en su lugar, un súbito ataque de pánico? Hacía un año, cuando se conocieron, había considerado a Perry «todo un tío» aunque quizás un poco «engreído», «sentimental» y demasiado «soñador». Le fue simpático pero no creyó que valiera la pena cultivarlo, hasta el día en que Perry le habló de un asesinato que había cometido, describiendo con qué facilidad por «puro gusto» había matado a un hombre de color en Las Vegas, golpeándolo con una cadena de bicicleta. Aquella anécdota había elevado la opinión que a Dick le merecía el pequeño Perry. Empezó a frecuentar su compañía y, como Willie-Jay, pero por muy distintas razones, decidió gradualmente que Perry poseía condiciones muy poco corrientes y valiosas. Por Lansing circulaban varios asesinos u hombres que se jactaban de haber cometido asesinatos o de sus ganas de cometerlos; pero Dick llegó al convencimiento de que Perry era ese ejemplar único, el «asesino nato», absolutamente cuerdo pero sin conciencia y capaz de llevar a cabo, con o sin motivo, los mayores crímenes con la máxima sangre fría. Y la teoría de Dick era que tal don podía, bajo su supervisión, ser provechosamente explotado. Una vez llegado a semejante conclusión, empezó a ganarse a Perry halagándolo, fingiendo, por ejemplo, que creía en todo aquello del tesoro enterrado, y compartía sus anhelos de vagabundear por playas y puertos. Nada de eso atraía a Dick que deseaba «una vida normal», con un buen negocio propio, una casa, coche a la puerta, un caballo que montar y «montones de chicas rubias». Sin embargo, era muy importante que Perry no lo sospechara, por lo menos no hasta que Perry, con su maravilloso don, hubiera colaborado con las ambiciones de Dick. Pero quizás era Dick quien se había equivocado en sus cálculos, quizás era él el engañado; si era así, si al fin y al cabo resultaba que Perry no era más que un «vulgar malhechor», entonces «la fiesta» había acabado, los meses empleados en planearlo todo se convertían en humo y sólo podían dar media vuelta y marcharse. Pero tal cosa no debía ocurrir; Dick volvió a entrar en la gasolinera.
La puerta del excusado seguía cerrada. La golpeó con el puño.
—¡Perry, por el amor de Dios!
—Un minuto.
—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?
Perry se agarró al borde del lavabo y se puso en pie haciendo fuerza con los brazos. Las piernas le temblaban, el dolor de las rodillas lo hacía sudar. Se limpió la cara con una toalla de papel. Abrió la puerta y dijo:
—Ya está. Vamos.


El dormitorio de Nancy era la habitación más pequeña y personal de la casa, femenina y tan frívola como un tutú de bailarina. Las paredes, el techo, todo menos una cómoda y una escribanía, era de color rosa, azul o blanco. El lecho, blanco y rosa, cubierto de cojines azules, estaba presidido por un oso de peluche rosa y blanco, ganado por Bobby en el tiro al blanco en una feria del lugar. Un tablón de anuncios, de corcho, pintado en rosa, colgaba sobre el tocador de faldones blancos y en él había clavadas unas gardenias secas, que en su día llevó como adorno del vestido, tarjetas de San Valentín, recetas recortadas del periódico, instantáneas de su sobrinito, de Susan Kidwell y de Bobby Rupp. Bobby Rupp en una docena de poses: balanceando un bate de béisbol, regateando con una pelota de baloncesto, conduciendo un tractor, chapoteando en el agua en bañador a la orilla del lago McKinney (tan adentro como se atrevía, porque nunca supo nadar). Y había también fotografías de Nancy y Bobby juntos. De todas, su preferida era una en que aparecían sentados junto a los restos de una merienda campestre, a la luz que se filtraba por entre el follaje y mirándose con una expresión tal, que, a pesar de no sonreír, traslucía alegría y contento simplemente por el hecho de estar juntos. Otras fotografías, de caballos, de gatos ya muertos pero no olvidados, como el pobre Boobs que no hacía mucho que había muerto y de modo misterioso (ella sospechaba que envenenado), se amontonaban en su escritorio.
Nancy, según confesó una vez a su amiga y profesora de economía doméstica, la señora Polly Stringer, era invariablemente la última de la familia en acostarse, y consideraba las doce de la noche su momento de «egocentrismo y vanidad». Era el momento de entregarse al rutinario tratamiento de belleza, al rito de limpiarse el cutis y aplicarle una crema, rito que los sábados, incluía también un lavado de cabeza. Aquella noche, después de secarse el pelo, lo cepilló, lo recogió con un finísimo pañuelo y sacó del armario la indumentaria que pensaba ponerse el día siguiente para ir a la iglesia: medias, mocasines negros y un vestido de terciopelo rojo, el más bonito que tenía, confeccionado por ella misma, vestido que habría de servirle de mortaja.
Antes de rezar sus oraciones, siempre registraba en su diario algún acontecimiento del día («Ha llegado el verano. Para siempre, espero. Ha venido Sue y hemos montado en Babe hasta el río. Sue ha tocado la flauta. Luciérnagas») y algún arranque repentino («Lo amo, de verdad que lo amo»). Era un diario para cinco años. En sus cuatro años de existencia, jamás había descuidado la anotación diaria, aunque el esplendor de algunos acontecimientos (la boda de Eveanna, el nacimiento de su sobrino) o el dramatismo de otros (su «primera pelea verdadera con Bobby», una página literalmente bañada en lágrimas), le habían obligado a usurpar el espacio destinado en principio al futuro. El distinto color de la tinta identificaba los sucesivos años: en 1956 era verde, en 1957 rojo, reemplazado al año siguiente por un brillante color lavanda, y ahora, en 1959, se había decidido por un más digno azul. Pero como en cualquier otra manifestación, su caligrafía, inclinada hacia la derecha, o a la izquierda, redondeada, o picuda, apretada o espaciada, denotaba aquella preocupación suya, como si estuviera continuamente preguntándose: «¿Es Nancy así? ¿O es asá? ¿Cuál soy yo?» (En una ocasión su profesora de inglés, la señora Riggs, le devolvió un tema que le había presentado con el comentario: «Bien. Pero ¿por qué escrito en tres caligrafías distintas?» A lo que Nancy replicó: «Porque todavía no soy lo bastante mayor como para tener una sola firma») Pero sin embargo, en los últimos meses había progresado y con una caligrafía que denotaba incipiente madurez escribió: «Jolene K. vino y le enseñé a hacer una tarta de cereza. Ensayado con Roxie. Bobby estuvo aquí y vimos la televisión. Se marchó a las once.”


—Aquí es, aquí es, tiene que ser aquí. Allí está el colegio, aquí el garaje, ahora tenemos que girar hacia el sur.
A Perry le parecía que Dick estaba murmurando alborozados conjuros. Dejaron la autopista, atravesaron a toda velocidad la desierta Holcomb y cruzaron las vías del ferrocarril de Santa Fe.
—La loma, ésa debe de ser la loma: ahora tenemos que volver al oeste, ¿ves los árboles? Aquí es, tiene que ser aquí.
Los faros del auto descubrieron un camino bordeado de olmos de China y recorrido por matas de cardos que arrastraba el viento. Dick apagó los faros, aminoró la marcha y se detuvo hasta que sus ojos se acostumbraron a la noche iluminada por la luna. Poco después el coche avanzó cautelosamente.


Holcomb se halla a veinte kilómetros al este del huso horario de la montaña, circunstancia que provoca más de una queja porque significa que a las siete de la mañana —y en invierno a las ocho o incluso después— todavía está oscuro y las estrellas, si las hay, brillan aún, como ocurría aquel domingo mientras los dos hijos de Vic Irsik cumplían con su diario menester. Pero a eso de las nueve, cuando los muchachos habían terminado su trabajo, durante el cual nada anormal notaron, el sol había salido ofreciendo otra hermosa jornada de las de la perfecta estación de los faisanes. Mientras se alejaban de la finca corriendo por la avenida, saludaron con la mano a un coche que llegaba y una chica contestó a su saludo. Era una compañera de colegio de Nancy Clutter que se llamaba también Nancy, Nancy Ewalt, hija única de Clarence Ewalt, que iba al volante, hombre de mediana edad, no muy aficionado a ir a la iglesia, ni tampoco su mujer, que, sin embargo, cada domingo acompañaba a su hija a la finca River Valley para que, en compañía de la familia Clutter, asistiese al servicio metodista de Garden City. Ello le evitaba «hacer ida y vuelta a la ciudad». Tenía la costumbre de esperar hasta que su hija hubiera entrado en la casa. Nancy, una jovencita que se preocupaba mucho del vestir, con cuerpo de artista de cine, el porte modesto del que lleva gafas y andar tímido, cruzó el césped y llamó al timbre de la entrada principal. La casa tenía cuatro entradas y cuando, después de llamar repetidamente nadie acudió a abrir, pasó a otra, la que daba al despacho del señor Clutter. La puerta estaba entreabierta. La abrió un poco más, lo suficiente para comprobar que en el despacho no había más que sombras, pero se quedó allí diciéndose que a los Clutter no les gustaría una «intromisión». Llamó con los nudillos, llamó al timbre y al final fue hasta la parte posterior de la casa. Allí estaba el garaje y vio que los dos coches estaban dentro: dos Chevrolet sedán. Lo que quería decir que tenían que estar en casa. Después de recurrir en vano a una tercera puerta, que daba a la despensa, y a una cuarta, que daba a la cocina, se volvió donde estaba su padre, quien dijo:
—Quizá duerman todavía.
—Eso es imposible. ¿Te imaginas al señor Clutter dejando de ir a la iglesia? ¿Y sólo para dormir un poco más?
—Vámonos, entonces. Iremos al Profesorado. Susan debe de saber qué ha pasado.
La casa del Profesorado, que se halla enfrente del colegio nuevo, es una construcción antigua, pardusca y patética. Sus veintitantas habitaciones están divididas en apartamentos gratuitos destinados a los miembros de la facultad que no pueden encontrar o permitirse otro alojamiento. Sin embargo, Susan y su madre habían conseguido dorar la píldora y dar ambiente íntimo y personal a su apartamento, que constaba de tres habitaciones en la planta baja. Era increíble lo que contenía aquella reducidísima sala de estar: además de los asientos, un órgano, un piano, un jardín de plantas en tiestos llenos de flores y, generalmente, un perrito muy vivaz y un enorme gato soñoliento. Aquella mañana de domingo, Susan, una alta y lánguida damita de cara pálida oval, con hermosos ojos de color gris azulado y manos extraordinarias de largos dedos flexibles y elegantes, estaba asomada a la ventana de su habitación observando la calle, vestida para ir a la iglesia y esperando de un momento a otro ver el Chevrolet de los Clutter, pues ella también iba al servicio religioso dominical acompañada por los Clutter. En lugar de los Clutter vio aparecer a los Ewalt, que le contaron la rara historia.
Pero Susan tampoco le supo encontrar explicación, ni su madre, que dijo:
—Si hubiera algún cambio de plan, vamos, estoy segura de que hubiesen llamado. Susan, ¿por qué no les llamas tú? Puede que estén todavía durmiendo, supongo.
—De modo que lo hice —dijo Susan en una declaración de fecha posterior—. Llamé a la casa y dejé que el teléfono sonara (o por lo menos me dio la impresión de que sonaba), oh, durante un minuto o más. No contestó nadie y entonces el señor Ewalt sugirió que volviésemos a la casa y tratáramos de «despertarles». Pero cuando llegamos allí..., yo no quería hacerlo. No quería entrar en la casa. Me daba miedo y no sé por qué, porque ni me había pasado por la cabeza. Bueno, algo así nunca se le ocurre a uno. Pero el sol era tan fuerte, todo parecía demasiado brillante y tranquilo. Y después vi que todos los coches estaban allí, incluso el viejo Vagón Coyote de Kenyon. El señor Ewalt llevaba ropa de diario y las botas llenas de barro; le pareció que no iba vestido como para hacer una visita a los Clutter. Especialmente porque nunca lo había hecho. Quiero decir que nunca había estado en la casa. Al fin, Nancy dijo que entraría conmigo. Nos fuimos hacia la puerta de la cocina y, claro, no estaba cerrada con llave, pues la única persona que cerraba puertas con llave en casa de los Clutter era la señora Helm. Nadie de la familia lo hacía. Entramos y en seguida me di cuenta de que los Clutter no habían tomado el desayuno: nada de platos, nada en el fuego. Entonces vi algo extraño: el bolso de Nancy. Estaba en el suelo, abierto. Atravesamos el comedor y nos detuvimos al pie de la escalera. La habitación de Nancy queda exactamente arriba. La llamé y empecé a subir los escalones, seguida de Nancy Ewalt. El ruido de nuestros pasos me asustó más que nada: sonaban tan fuertes y todo estaba tan silencioso... La puerta de la habitación de Nancy estaba abierta. Las cortinas no habían sido corridas y el cuarto estaba lleno de sol. No recuerdo haber gritado. Nancy Ewalt dice que grité sin parar. Sólo recuerdo el osito de peluche de Nancy que me miraba. Y Nancy. Y que eché a correr...
Mientras tanto, el señor Ewalt había decidido que quizá no debió haber dejado entrar a las chicas solas en la casa. Bajaba del coche para reunirse con ellas cuando oyó los alaridos. Pero antes de que pudiera llegar a la casa, las jóvenes corrían ya a su encuentro. Su hija gritaba:
—¡Está muerta! —y refugiándose en sus brazos, añadió—: De verdad, papá. ¡Nancy está muerta!
Susan se volvió contra ella:
—No, no está muerta. Y no lo digas. No te atrevas a decirlo. Sólo es que le sale sangre de la nariz. Le ocurre muchas veces, le sangra la nariz muchísimo y no le pasa nada más.
—Hay demasiada sangre por las paredes. No te has fijado bien.
—No conseguía entender lo que decían —testimonió posteriormente Ewalt—. Imaginé que quizá la chica estuviera herida. Se me ocurrió que había que llamar una ambulancia. La señorita Kidwell, Susan, me dijo que había un teléfono en la cocina. Lo encontré exactamente donde ella me dijo. Pero el auricular estaba descolgado, y cuando lo levanté vi que el hilo había sido cortado.


Larry Hendricks, profesor de inglés de veintisiete años, vivía en el último piso de la casa del Profesorado. Quería escribir pero su apartamento no era el refugio ideal para un aspirante a escritor, pues era más pequeño que el de las Kidwell y además lo compartía con su esposa y tres niños vivarachos, amén de una televisión siempre en marcha. («Es el único sistema de tener a los niños quietos.») Si bien hasta ahora no ha publicado nada, el joven Hendricks, ex marino muy viril, nacido en Oklahoma, que fuma en pipa, lleva bigote y posee un indomable pelo negro, tiene aspecto de literato, en realidad se parece mucho a Ernest Hemingway, el escritor que él más admira, en las fotografías de joven. Para redondear su sueldo de profesor conduce además el autobús del colegio.
—A veces hago noventa kilómetros al día —le dijo a un conocido—. Lo cual no me deja mucho tiempo para escribir. A no ser los domingos. Pues bien, aquel domingo, 15 de noviembre, estaba yo en el apartamento leyendo los periódicos. La mayor parte de las ideas para escribir un cuento las saco de los periódicos, ¿sabe? Bueno, la televisión estaba en marcha y los niños estaban más bien bulliciosos, pero aun así, pude oír voces. Abajo. En el apartamento de la señora Kidwell. Pero pensé que no era asunto mío ya que yo era nuevo aquí, pues llegué a Holcomb a principios de curso. Pero entonces Shirley, que estaba afuera tendiendo ropa, mi esposa Shirley, entró corriendo y dijo:
»—Cariño, será mejor que bajes. Están todos histéricos.
»Las dos chicas, desde luego, estaban en pleno ataque de histeria. Si quiere que les diga lo que pienso, Susan nunca se recobró del todo. Ni nunca se recobrará. Ni la pobre señora Kidwell. Es de poca salud; siempre está nerviosa. No dejaba de decir, claro, yo no entendí de qué se trataba hasta mucho después, no dejaba de decir: "Oh, Bonnie, Bonnie, ¿qué ha ocurrido? Pero si estabas tan contenta, si me dijiste que todo había terminado y que no volverías a estar mala." Y cosas así. Hasta el señor Ewalt estaba tan alterado como puede estarlo un hombre así. Hablaba por teléfono con el despacho del sheriff, el sheriff de Garden City, y le decía que sucedía "algo absolutamente impropio en casa de los Clutter". El sheriff prometió que iría inmediatamente y el señor Ewalt le contestó que iría hacia la autopista a su encuentro. Shirley bajó para quedarse con las mujeres y tratar de calmarlas, como si alguien hubiera podido. Y yo fui con Ewalt a la autopista a esperar al sheriff Robinson. Por el camino me contó lo que había sucedido. Cuando llegó a lo de haber descubierto que el hilo telefónico estaba cortado, entonces, me dije: "¡Huy! Mejor será que tengas los ojos bien abiertos y tomes nota de todos los detalles. Por si acaso has de declarar ante un tribunal."
»Llegó el sheriff. Eran las nueve y treinta y cinco: miré mi reloj. Ewalt le hizo señal de que siguiera su coche y nos dirigimos a casa de los Clutter. Yo nunca había estado allí, sólo la había visto de lejos. A la familia la conocía, naturalmente. Kenyon era alumno mío de inglés, segundo curso, y había dirigido a Nancy en la representación de Tom Sawyer. Pero eran unos chicos tan extraordinarios, con tan pocas pretensiones, que nunca hubiera imaginado que fuesen ricos ni que vivieran en una casa tan grande, con árboles, aquel césped y todo tan en orden y cuidado. Al llegar allí, después de haber oído lo que Ewalt le contó, el sheriff se puso en contacto por radio con su despacho y pidió que le mandaran refuerzos y una ambulancia. Dijo:
»—Ha ocurrido algún accidente.
»Luego entramos en la casa, los tres. Atravesamos la cocina y vimos un bolso de mujer en el suelo y el teléfono con los hilos cortados. El sheriff llevaba una pistola al cinto y cuando empezamos a subir la escalera para ir a la habitación de Nancy, me di cuenta que la llevaba en la mano.
»Bueno, era una cosa horrenda. Aquella maravillosa jovencita... Me hubiera sido imposible reconocerla. Le habían disparado en la nuca, con el arma a pocos centímetros. Yacía sobre un costado, cara a la pared y la pared estaba cubierta de sangre. La ropa de la cama la cubría hasta los hombros. El sheriff Robinson la destapó y vimos que llevaba puesto un albornoz, el pijama, calcetines y zapatillas, como si en el momento del hecho, no se hubiese acostado aún. Tenía las manos atadas a la espalda y los tobillos atados con una cuerda de las que se usan en las persianas venecianas. El sheriff preguntó:
»—¿Es ésta Nancy Clutter?
»El nunca la había visto antes. Y yo contesté:
»—Sí. Sí. Es Nancy.
»Salimos otra vez al corredor y miramos en derredor. Todas las demás puertas estaban cerradas. Abrimos una, era un baño. Había algo raro allí. Decidí que sería la silla, una silla del comedor que parecía muy fuera de lugar en un baño. La puerta contigua..., estuvimos todos de acuerdo en que debía de ser la habitación de Kenyon. Estaba llena de cosas propias de muchacho. Reconocí las gafas de Kenyon en un estante para libros que había junto a la cama. Pero la cama estaba vacía aunque parecía que alguien hubiera dormido en ella. Así que fuimos hasta el final del corredor y al abrir la última puerta encontramos, allí en su lecho, a la señora Clutter. La habían atado, también. Pero de otra manera, con las manos por delante, de modo que parecía estar rezando y en una mano tenía, agarraba, un pañuelo. ¿O era un kleenex? La cuerda que le rodeaba las muñecas le bajaba hasta los tobillos que tenía atados uno contra otro y de allí iba al pie de la cama, en una de cuyas patas había sido atada; un trabajo complicado y hábil. ¡Pensar el tiempo que habría requerido! Y mientras tanto la mujer allí, loca de terror... Bueno, pues llevaba puestas algunas joyas, dos anillos (y ésa es una de las razones por las que yo siempre descarté el robo como motivo), una bata, camisón blanco y calcetines blancos. Le habían tapado la boca con cinta adhesiva pero como le dispararon a quemarropa a un lado de la cabeza, la explosión, el impacto, había desprendido violentamente la cinta adhesiva. Tenía los ojos abiertos. De par en par. Como si todavía estuviera mirando al asesino. Porque no pudo dejar de verlo mientras apuntaba. Nadie dijo nada. Estábamos demasiado aturdidos. Recuerdo que el sheriff buscó por allí para ver si podía dar con el cartucho vacío. Pero quienquiera que hubiese sido, parecía demasiado listo y precavido para dejar tras de sí semejante pista.
»Como es natural, nos preguntábamos dónde estarían el señor Clutter y Kenyon. El sheriff dijo:
»—Miremos abajo.
»La primera habitación en que entramos fue el dormitorio principal, la habitación donde dormía el señor Clutter. La cama estaba abierta, y allí, a los pies de la cama, había un billetero con un montón de tarjetas esparcidas, como si alguien hubiera andado en ellas buscando algo en particular, una nota, un pagaré, ¿quién sabe? El hecho de que no hubiera dinero en él, no significaba nada. Era el billetero del señor Clutter y él nunca llevaba dinero encima. Hasta yo, que sólo hacía dos meses que estaba en Holcomb, lo sabía. Otra cosa que también sabía era que ni Clutter ni Kenyon podían ver un burro sin las gafas. Y las gafas del señor Clutter estaban allí en su escritorio. De modo que imaginé que, dondequiera estuviesen, no sería por propia voluntad. Miramos por todas partes y todo parecía tal como debía estar: ningún signo de lucha, nada fuera de su sitio. Excepto en el despacho, donde el teléfono estaba descolgado y los hilos cortados como en la cocina. El sheriff Robinson encontró unas escopetas en un armario y las olfateó para ver si se habían usado recientemente. Dijo que no, y en mi vida he visto individuo más desconcertado cuando añadió:
»—¿Dónde diablos puede estar Herb?
Entonces fue cuando oímos pasos. Alguien que subía la escalera del sótano.
»—¿Quién va? —preguntó el sheriff como dispuesto a disparar.
»Y una voz contestó:
»—Soy yo, Wendle.
»Resultó ser Wendle Meier, el vice-sheriff. Al parecer había llegado a la casa y, al no vernos, se fue a recorrer el sótano. El sheriff le dijo con una voz que daba pena:
»—Wendle, no sé qué pensar. Hay dos cadáveres ahí arriba.
»—Bueno —contestó Wendle—. Pues allá abajo tienes otro.
»Así que lo seguimos abajo, al sótano, que se hubiera podido llamar cuarto de estar. No estaba a oscuras, había unas ventanas que dejaban entrar la luz a raudales. Kenyon estaba en un rincón, echado sobre un diván. Le habían cerrado la boca con cinta adhesiva y estaba atado de pies y manos, como su madre: con aquel mismo complicado sistema de pasar la cuerda de las manos a los pies para terminar atado a un brazo del diván. En cierto modo es a él a quien recuerdo con mayor horror, a Kenyon. Quizá porque era el más reconocible, el que más se parecía a como era siempre, a pesar de que le hubieran disparado en la cara, de frente. Llevaba una camiseta y tejanos, iba descalzo, como si se hubiera vestido a toda prisa poniéndose lo primero que le viniera a mano. Tenía la cabeza apoyada en un par de almohadas colocadas allí como para facilitar el blanco.
»El sheriff dijo al cabo de un momento:
»—¿Adonde se va por allí? —indicando otra puerta del sótano.
»Entró primero el sheriff pero no veíamos nada hasta que Ewalt dio con el interruptor de la luz. Era el cuarto de la caldera, hacía mucho calor. Por aquí, la gente se limita a instalar una caldera de gas y a extraer todo el gas que quiere directamente del subsuelo. No cuesta nada, por eso todas las casas tienen demasiada calefacción. Bueno, yo di una ojeada al señor Clutter y me fue difícil mirarle por segunda vez. En seguida comprendí que simples disparos no podían justificar toda aquella sangre. Y no me equivocaba. Habían disparado contra él, desde luego, lo mismo que contra Kenyon, apuntándole el arma a la cara. Pero probablemente estaba ya muerto. O por lo menos agonizando. Porque tenía, además, la garganta abierta de un tajo. Llevaba puesto un pijama a rayas y nada más. En la boca tenía cinta adhesiva que le daba una vuelta completa a la cabeza. Tenía los tobillos atados uno contra otro pero no las manos, o quizás había podido, Dios sabe cómo, por la rabia y el dolor, cortar la cuerda que le ataba las manos. Estaba tumbado frente a la caldera. Sobre una enorme caja de cartón que parecía puesta allí adrede. Una caja de colchón. El sheriff dijo:
»—Mira eso, Wendle.
»Lo que señalaba era una pisada sanguinolenta. Sobre la caja del colchón. La pisada de una media suela de zapato con dos círculos: dos agujeros en el centro, como un par de ojos. Entonces uno de nosotros, ¿Ewalt?, no recuerdo, señaló otra cosa, algo que no me puedo quitar del pensamiento. Encima de nuestras cabezas, había un tubo de calefacción y atada a él, colgando de él, había un trozo de cuerda, de la cuerda que había empleado el asesino. Evidentemente, en cierto momento el señor Clutter estuvo atado allí colgado de las manos y luego cortaron la cuerda. Pero ¿por qué? ¿Para torturarle? No creo que lleguemos jamás a saberlo. Nunca sabremos quién fue, ni por qué, ni qué ocurrió en aquella casa aquella noche.
»Al poco rato, la casa empezó a llenarse de gente. Llegaron ambulancias, el juez de instrucción, el pastor metodista, un fotógrafo de la policía, la policía del estado, individuos de la radio y de la prensa. ¡Oh, un montón de gente! A la mayoría les habían avisado cuando estaban en la iglesia y se comportaban como si todavía estuvieran allí. No hacían ruido, hablaban en un susurro. Era como si nadie pudiera creerlo. Un policía del estado me preguntó si estaba allí por razones oficiales y dijo que si no era así lo mejor que podía hacer era marcharme. Afuera, en el césped, vi al vicesheriff hablando con un hombre, Alfred Stoecklein, el peón. Al parecer, Stoecklein vivía a menos de cien metros de la casa de los Clutter, y sólo había un granero entre ambas casas. Pero explicaba que no había oído ruido alguno, "no me he enterado de nada, hasta hace cinco minutos cuando uno de los chavales vino corriendo a decir que el sheriff andaba por acá. Mi mujer y yo no pegamos ojo anoche porque la cría se puso mala. Pero un coche sí lo oímos, a las diez y media o las once menos cuarto. El coche se iba y le dije a mi mujer: “Bob Rupp que se va."
«Cuando me volví a casa, a mitad de camino, encontré al viejo collie de Kenyon y el animal estaba todavía asustado. Se quedó allí quieto con el rabo entre piernas, sin ladrar ni moverse. Y ver al perro, fue algo que me hizo sentir otra vez. Estaba demasiado aturdido, demasiado atontado para sentir toda la ruindad del suceso. El sufrimiento. El horror. Estaban muertos. Una familia entera. Buenas personas, gente amable, gente que yo conocía..., asesinados. Había que creerlo porque era rigurosamente cierto.


Cada veinticuatro horas, pasan por Holcomb ocho trenes de pasajeros sin detenerse. Dos de ellos recogen y entregan el correo, operación que, según describe con calor la persona encargada de ella, tiene su lado difícil:
—Pues sí, señor. Hay que estar muy alerta. Que los trenes pasan por aquí a veces a ciento sesenta kilómetros por hora. Sólo la ventolera que mueven, es capaz de derribarle a uno. Y mire que cuando los sacos salen volando..., ánimas benditas, si es como jugar al rugby: ¡Hua! ¡Hua! ¡HUA! Y no es que me queje, entendámonos. Es un trabajo honesto, un trabajo del gobierno y me mantiene joven.
El cartero de Holcomb, la señora Sadie Truitt, o Mamá Truitt, como la llaman en el lugar, no representa la edad que tiene, setenta y cinco años. Es una viuda maciza, curtida, que lleva una manteleta en la cabeza y botas de cow-boy («Comodísimas de llevar, suaves como plumas de ave»). Mamá Truitt es la más vieja de los nativos de Holcomb.
—Hubo un tiempo en que no había nadie que no fuera pariente mío. Por entonces a esto lo llamábamos Sherlock. Luego llegó aquel forastero. Uno que se llamaba Holcomb. Criaba puercos. Luego hizo dinero y decidió que el lugar se llamaría como él. Apenas lo consiguió, ¿qué hizo? Venderlo todo. Largarse a California. Pero nosotros no. Yo he nacido aquí y mis hijos nacieron aquí, ¡y aquí nos quedaremos!
Uno de sus hijos es la señora Myrtle Clare, encargada de la estafeta de correos.
—No vayan a creer que por eso conseguí este puesto del gobierno. Myrt ni siquiera quería que fuese para mí. Pero es un puesto que se concede según solicitud. Se le da a aquel que hace la oferta más baja. Y yo siempre lo hago, tan por debajo que ni una oruga podría mirar por encima. ¡Ja, ja! Eso fastidia a los jóvenes. Hay montones de muchachos que quisieran tener este trabajo, sí, señor. Pero lo que no sé es si les gustaría tanto cuando la nieve es alta como Primo Carnera, el viento sopla con ganas y de pronto te llegan los sacos por los aires. ¡Uf! ¡Ahí va!
En la profesión de Mamá Truitt, el domingo es un día tan laborable como otro cualquiera. El 15 de noviembre, mientras aguardaba el tren del oeste de las diez treinta y dos, se quedó estupefacta al ver que dos ambulancias cruzaban la vía y se dirigían hacia la finca de los Clutter. El incidente la impulsó a hacer lo que no había hecho jamás: abandonar su puesto. Que el correo caiga donde mejor le parezca. Aquéllas eran noticias que Myrt tenía que oír en seguida.
La gente de Holcomb habla de su estafeta de correos llamándola Edificio Federal, lo que parece un título demasiado pomposo para designar una simple barraca expuesta al polvo y al viento. El techo tiene goteras, las tablas del suelo bailan, los buzones no cierran, las bombillas están rotas, el reloj, parado.
—Sí, es un desastre —admite la cáustica dama imponente y un poco original, que preside aquel desorden—. Pero los sellos funcionan, ¿no? Y además, ¿a mí qué me importa? Aquí detrás, en mis dominios, se está muy a gusto. Tengo una mecedora, una buena estufa de leña, una cafetera y todo lo que quiero leer.
La señora Clare es un personaje famoso en el condado de Finney. Su celebridad no es consecuencia de su actual ocupación, sino de la anterior: empresaria de una sala de baile, encarnación que su apariencia no deja adivinar. Es una mujer demacrada, que viste pantalones, camisa de lana y botas de cow-boy, de pelo tan rojo como el jengibre y genio tan fuerte como el sabor del jengibre también, de edad no revelada («cosa mía es saberla y suya adivinarla»), pero de opiniones prontamente reveladas, en su mayoría, anunciadas con el sonido agudo y penetrante del canto de un gallo. Hasta 1955, ella y su difunto marido dirigieron el Pabellón de Baile de Holcomb, empresa que, dada su singularidad en la zona, atraía en un radio de ciento cincuenta kilómetros a una clientela que se entregaba a la bebida y al acrobático movimiento de los pies y que, de vez en cuando, atraía la atención del sheriff.
—Desde luego que pasábamos momentos malos —dice la señora Clare rememorando—. A esos paletos con las piernas arqueadas, les das un poquitín de licor y se convierten en pieles rojas... quieren el cuero cabelludo de todo aquel con quien se tropiezan. Naturalmente, nosotros sólo poníamos los vasos, el hielo; nunca alcohol. No hubiéramos servido ni aunque hubiera sido legal. Mi marido, Homer Clare, no podía con él; ni yo tampoco. Un día (hace hoy siete meses y doce días que dejó este mundo, a causa de una operación que le hicieron en Oregón y que duró cinco horas) me dijo:
»—Myrt, hemos pasado la vida en un infierno, pero ahora vamos a morir en el cielo.
»Y al día siguiente cerramos la sala de baile. No me arrepentí nunca. Oh, al principio, claro, echaba de menos la vida nocturna, la música, la alegría. Pero ahora que Homer ha muerto, estoy satisfechísima con mi trabajo aquí en el Edificio Federal. Si quiero, me siento. Si quiero, me tomo un café.
Precisamente cuando Mamá Truitt volvió aquel domingo por la mañana, acababa de preparar café.
—¡Myrt! —gritó, pero no pudo decir más hasta que recuperó la respiración—. Myrt, dos ambulancias iban a casa de los Clutter.
Su hija contestó:
—¿Y dónde está el diez treinta y dos?
—Ambulancias. Iban a casa de los Clutter...
—Bueno, ¿y qué? Será Bonnie. Tendrá otro de sus días. ¿Dónde está el diez treinta y dos?
Mamá Truitt se rindió. Como siempre, Myrt sabía de qué se trataba y tenía la última palabra. De pronto se le ocurrió una idea.
—Myrt, si sólo es Bonnie, ¿por qué dos ambulancias?
Pregunta sensata que, siendo la señora Clare una admiradora de la lógica aunque la aplicaba de modo harto curioso, no tuvo más remedio que admitir. Dijo entonces que llamaría por teléfono a la señora Helm.
—Seguro que Mabel sabrá algo.
La conversación con la señora Helm duró varios minutos y fue de lo más angustiosa para Mamá Truitt que no podía oír más que las respuestas vagas y monosilábicas de su hija. Peor aún, cuando su hija colgó el teléfono, no satisfizo la curiosidad de su madre sino que se bebió el café, fue luego a su mesa y empezó a timbrar un montón de cartas.
—Myrt —gimió Mamá Truitt—. Por el amor de Dios, ¿qué dijo Mabel?
—No me extraña nada —contestó la señora Clare—. No hay más que ver cómo pasó la vida Clutter, siempre obsesionado con la prisa, precipitándose a recoger su correo sin tener nunca un segundo para decir «buenos días», «gracias», corriendo de acá para allá como un gallo sin cabeza, haciéndose socio de clubes, mangoneándolo todo, acaparando puestos que quizás otros querían. Y fíjate ahora... Todo se le acabó. Bueno, ya no tendrá prisa por ir a ninguna parte.
—¿Por qué, Myrt? ¿Por qué?
La señora Clare levantó la voz:
—Porque está muerto. Y Bonnie también. Y Nancy. Y el chico. Los han matado a tiros.
—Myrt..., no digas esas cosas. ¿Quién los mató? —suplicó Mamá Truitt.
Sin dejar de timbrar las cartas, la señora Clare replicó:
—El tipo del avión. Aquel a quien Herb le puso el pleito porque cayó sobre sus frutales. Si no fue él, tal vez hayas sido tú. O cualquier vecino. Los vecinos son todos serpientes de cascabel, malas víboras que están esperando poder darte con la puerta en las narices. Es lo mismo en todo el mundo. Ya lo sabes.
—No —dijo Mamá Truitt tapándose las orejas con las manos—. Nunca supe de una cosa así.
—Malas víboras.
—Tengo mucho miedo, Myrt.
—¿De qué? Cuando te llega la hora, te llega. Y no te van a salvar las lágrimas —se dio cuenta de que su madre empezaba a verter algunas— Cuando murió Homer gasté todo el miedo que llevaba dentro y todo el dolor también. Si anda alguien por ahí con ganas de cortarme el cuello, le deseo mucha suerte. ¿Qué más da? En la eternidad todo es lo mismo. Porque recuerda esto: si un pájaro llevara la arena, grano a grano, de un lado a otro del océano, cuando la hubiera transportado toda, eso sólo sería el principio de la eternidad. De manera que suénate.
La horrible información anunciada desde los pulpitos de las iglesias, difundida por los cables telefónicos, publicada por la estación de radio de Garden City, KIUL («Increíble tragedia, indescriptible con palabras, se ha abatido sobre cuatro miembros de la familia de Herb Clutter a última hora del sábado o en la madrugada de hoy. La muerte, brutal y sin motivo aparente...») provocó en el oyente común una reacción más próxima a la de Mamá Truitt que a la de la señora Clare: estupor teñido de consternación, una sensación de vago horror que las heladas fuentes del miedo individual se encargaron rápidamente de hacer más profunda e intensa.
El Café Hartman, que se compone de cuatro toscas mesas y una barra, podía acoger sólo a unos pocos de los chismosos (en su mayoría hombres) que querían reunirse allí, espantados. La propietaria, la señora Bess Hartman, una dama delgada nada tonta, que lleva el pelo en cortos rizos rubiogrisáceos y de vivaces y autoritarios ojos, es prima de la encargada de correos, la señora Clare, cuyo candor iguala o quizá sobrepasa.
—Hay quien dirá que soy un vejestorio, pero la verdad es que lo de los Clutter me ha dejado de piedra —le decía luego a una amiga suya—. ¡Cómo imaginar que alguien pueda cometer semejante hazaña! En cuanto me enteré, porque todos venían por aquí contando cosas que te ponían los pelos de punta, lo primero que pensé fue que había sido cosa de Bonnie. Claro, era una tontería, pero no sabíamos exactamente cómo había sido la cosa y muchos pensaban que tal vez..., con eso de sus crisis y así... Ahora no sabemos qué pensar. Debe de haber sido por envidia. Hecho por alguien que conocía la casa de arriba abajo. Pero ¿quién odiaba a los Clutter? Nunca oí una palabra contra ellos, todos los querían tanto como se puede querer a una familia, y si una cosa así ha podido sucederles, precisamente a ellos, ¿quién puede estar tranquilo, me pregunto yo? Un viejo, sentado aquí aquel domingo, puso el dedo en la llaga, dio la explicación de por qué nadie puede dormir:
»—Todas las personas de por aquí son nuestros amigos, no hay nadie que no lo sea.
»En cierto modo, eso es lo peor de este crimen. ¡Qué cosa tan horrible no poder mirar al vecino sin recelo! Sí, es duro aceptarlo, pero estoy segura de que si encuentran al que lo hizo, tendremos una sorpresa mayor que la de los mismos asesinos.


La esposa de Bob Johnson, el agente de seguros de la New York Insurance, es una excelente cocinera, pero la cena del domingo que había preparado quedó por comer, por lo menos antes de que se enfriara, porque en el preciso momento en que su esposo hundía el cuchillo en el faisán asado, un amigo lo llamó por teléfono:
—Y fue entonces —recuerda con tristeza— cuando me enteré de lo ocurrido en Holcomb. No lo creí. Era imposible. ¡Señor, pero si tenía el cheque de Clutter en el bolsillo! Un pedazo de papel que valía ochenta mil dólares, si lo que acababan de decirme era cierto. Pero decía para mí: «No puede ser, es una equivocación, cómo va a ocurrir semejante cosa. Eso no sucede nunca. Nadie le vende una póliza de las grandes a un hombre que se muere un minuto después. Asesinado. Lo que quiere decir doble indemnización.» No sabía qué hacer. Llamé al director de nuestra oficina de Wichita. Le dije que tenía el cheque pero que no lo había depositado y le pedí consejo. Bueno, la situación era delicada. Al parecer, legalmente no estábamos obligados a pagar. Pero moralmente era distinto. Y claro, nos decidimos por lo moral.
Las dos personas que se beneficiaron de esta digna actitud, Eveanna Jarchow y su hermana Beverly, únicas herederas de la propiedad paterna, iban, a las pocas horas del horroroso descubrimiento, camino de Garden City. Beverly venía de Winfield en Kansas donde había sido invitada por la familia de su prometido y Eveanna de su casa de Mount Carroll en Illinois. Poco a poco, en el curso de aquel día, se les notificó también a otros parientes, al padre de Clutter, a sus dos hermanos, Arthur y Clarence, a su hermana casada con Harry Nelson, todos de Larned, Kansas, así como a su segunda hermana, Elaine Selsor de Palatka, Florida. Asimismo a los padres de Bonnie, el señor Arthur B. Fox y su esposa que vivían en Pasadena, California, y sus tres hermanos, Harold de Visalia, California, Howard de Oregón, Illinois, y Glenn de Kansas City, Kansas. En realidad, a la mayoría de los que debían reunirse el Día de Acción de Gracias en casa de los Clutter, se les telefoneó o cablegrafió y casi todos se pusieron inmediatamente en camino para aquella reunión de familia, no alrededor de una mesa dispuesta con los mejores manjares, sino ante el túmulo de un funeral múltiple.
En el Profesorado, Wilma Kidwell tenía que dominarse para procurar dominar a su hija, porque Susan, con los ojos hinchados y en plena crisis de violentas náuseas, insistía desesperadamente en querer marcharse porque debía, a toda costa, correr a la granja de Rupp que estaba a cinco kilómetros.
—¿No lo entiendes, mamá? —decía—. ¿Y si Bobby se entera? El la quería. Nosotros dos la queríamos. Tengo que ser yo quien se lo diga.
Pero Bobby ya lo sabía. De vuelta a su casa, Ewalt pasó por la granja de los Rupp y tuvo una conversación con su amigo Johnny Rupp, padre de ocho hijos de los que Bobby era el tercero. Juntos se fueron luego a un edificio separado de la granja propiamente dicha, demasiado pequeña para albergar a todos los hijos Rupp, de manera que los niños dormían en aquel anexo y las niñas «en casa». Bobby se estaba haciendo la cama. Prestó atención a lo que le decía Ewalt, no hizo comentarios y le dio las gracias por haber ido hasta allí. Después de lo cual, salió del edificio y se quedó de pie al sol. La finca de los Rupp está en una despejada altiplanicie desde la que se pueden ver los campos segados, relucientes de sol, de la finca River Valley. Fue ese escenario lo que estuvo contemplando durante casi una hora. Nadie consiguió distraerle ni sacarle de allí. Se oyó la campana que anunciaba que la comida estaba en la mesa, la madre le decía a Bobby que entrara en la casa, repitiéndoselo una y otra vez. Hasta que por fin el padre le dijo:
—No. Es mejor dejarlo solo.
También Larry, el hermano menor, se negó a obedecer a la llamada de la campana. Se movía en torno a Bobby, incapaz de ayudarle, pero con ganas de hacerlo, a pesar de que se oyó decir algún que otro «lárgate». Luego, más tarde, cuando su hermano cambió de postura y echó a andar hacia la carretera, a campo traviesa camino de Holcomb, Larry se fue tras él.
—¡Eh, Bobby! Escucha. Si hemos de ir a alguna parte, ¿por qué no tomamos el coche?
Su hermano no le contestó. Caminaba muy decidido, en realidad corría, pero a Larry no le costaba darle alcance, pues, aunque sólo tenía catorce años, era más alto, más ancho de pecho y tenía las piernas más largas. A pesar de todos sus méritos deportivos, Bobby, era de talla algo inferior a la media, robusto pero delgado, un muchacho de buena musculatura y rostro franco, feote y atractivo.
—¡Eh, Bobby! Escucha. No van a dejar que la veas. No te serviría de nada.
Bobby se volvió y le dijo:
—Tú vete. Vuélvete a casa.
El hermano menor se detuvo un momento y luego volvió a seguirlo a distancia. A pesar de la temperatura de sequía del tiempo de las calabazas y de la árida luminosidad del día, los muchachos sudaban cuando se aproximaron a una barrera que la policía del estado había erigido a la entrada de la finca River Valley. Muchos amigos de la familia Clutter y forasteros de toda la región de Finney se habían reunido allí, pero ninguno había podido cruzar la barrera que, poco después de la llegada de los hermanos Rupp, fue brevemente alzada para permitir la salida a cuatro ambulancias, número requerido para el transporte de las víctimas, y de un coche atestado de hombres que colaboraban con el sheriff, hombres que ya entonces mencionaban el nombre de Bobby Rupp. Porque Bobby, como él mismo iba a saber antes de la caída de la noche, era el sospechoso número uno.


Desde la ventana de su salita de estar, Susan vio deslizarse silencioso el cortejo blanco, lo siguió con la mirada hasta perderlo de vista al doblar la esquina, hasta que la polvareda de la calle sin pavimentar se hubo posado otra vez.
Estaba todavía contemplando la escena cuando la figura vacilante de Bobby, que se dirigía a ella seguido de su hermano menor, pasó a integrarla. Susan salió a recibirlo a la galería.
—Hubiera querido ser yo quien te lo dijera —murmuró.
Bobby comenzó a sollozar. Larry se detuvo en la esquina del patio del Profesorado, encorvado junto a un árbol. No recordaba haber visto nunca llorar a Bobby ni deseaba verlo. Así que bajó los ojos.


Muy lejos, en Olathe, en una habitación de hotel con persianas que velaban la luz del sol de mediodía, Perry dormía mientras una radio portátil gris murmuraba a su lado. Aparte de quitarse las botas, no se había tomado la molestia de desvestirse. Sencillamente había caído boca abajo, como si el sueño fuera un arma que le hubiera herido por la espalda. Las botas, negras con rebordes plateados, recibían un baño de agua caliente jabonosa, ligeramente rosada, en el lavabo.
Unos kilómetros más al norte, en la acogedora cocina de una modesta granja, Dick terminaba su cena del domingo. Los demás a la mesa (su madre, su padre, su hermano menor) no notaron nada raro en él. Había llegado a casa a mediodía, besado a su madre, contestado a todas las preguntas que le hizo su padre respecto al supuesto viaje de Fort Scott y se sentó a comer con su aire de siempre. Después de comer, los tres miembros masculinos de la familia se sentaron en la sala a ver, por televisión, un partido de baloncesto. La transmisión apenas había empezado cuando el padre se sorprendió al oír que Dick estaba roncando. Como le dijo a su hijo menor, nunca creyó vivir para ver el día en que Dick preferiría dormir a ver un partido de baloncesto. Claro está, pero no podía suponer lo cansado que estaba Dick, pues ignoraba que su hijo, allí dormido, había hecho más de mil doscientos kilómetros al volante en las últimas veinticuatro horas, entre otras cosas.












II. PERSONAS DESCONOCIDAS


Aquel lunes, el 16 de noviembre de 1959, en los altos trigales de la Kansas occidental, hizo otra magnífica jornada de la temporada del faisán —un maravilloso día de cielo claro y luminoso como la mica. En el pasado y en esta clase de días, Andy Erhart solía disfrutar de largas tardes de caza en la finca River Valley, la casa de su buen amigo Herb Clutter, y a menudo le habían acompañado en esas expediciones deportivas otros tres amigos de Herb: Dr. J. E. Dale, veterinario; Carl Myers, dueño de una finca lechera, y Everett Ogburn, comerciante. Como Erhart, superintendente del Centro Experimental Agrícola de la Universidad de Kansas, todos ellos eran prominentes ciudadanos de Garden City.
Aquel día este cuarteto de compañeros de cacería estaban otra vez reunidos para recorrer el familiar trayecto, pero con un estado de ánimo que nada tenía de familiar y provistos de un equipo raro y poco deportivo: estropajos y cubos, cepillos de fregar y una cesta llena de bayetas y enérgicos detergentes. Vestían lo más viejo que tenían. Porque, tomándolo como un deber, como conducta cristiana, aquellos hombres se habían ofrecido voluntariamente a limpiar algunas de las catorce habitaciones de la casa principal de River Valley: aquellas donde los cuatro miembros de la familia Clutter habían sido asesinados, según declaraban sus certificados de defunción, «por persona o personas desconocidas».
Erhart y sus compañeros guardaban silencio en el coche. Uno de ellos, refiriéndose a aquel viaje, declaró tiempo después:
—Te dejaba mudo lo increíble del caso. Hacer el camino hacia allá arriba, donde siempre nos recibían con una bienvenida.
En esta ocasión fueron recibidos por un agente de tráfico de la autopista. El agente, guardián de la barrera que las autoridades habían levantado a la entrada de la finca, les hizo seña de que se acercaran y continuaran adelante hasta cubrir media milla más por la avenida sombreada de olmos que llevaba a la casa de los Clutter. Alfred Stoecklein, el único empleado que realmente vivía en la propiedad, les esperaba para dejarles pasar.
Fueron primero a la habitación de la caldera del sótano, donde había sido encontrado el señor Clutter en pijama tendido encima de una caja de colchón. Cuando terminaron allí, pasaron al cuarto de juegos donde Kenyon había sido asesinado de un disparo. El diván, una reliquia que Kenyon había rescatado y remendado y que Nancy había cubierto con una funda y muchos almohadones con un lema cada uno, estaba hecho una ruina sangrienta, de modo que, como la caja del colchón, no habría más remedio que quemarlo. A medida que el equipo de limpieza avanzaba en su tarea desde el sótano a los dormitorios del segundo piso, donde Nancy y su madre habían sido asesinadas en su propio lecho, fueron aprovisionándose con más combustible para la inminente hoguera: ropas de cama empapadas en sangre, colchones, una alfombrilla, un oso de felpa.
Alfred Stoecklein, que solía ser poco conversador, tenía en esta ocasión mucho que decir mientras les alcanzaba agua caliente y les ayudaba en la limpieza.
—Sólo quisiera yo que no anduviesen todos que si patatín que si patatám, y que me dijeran cómo pasó y qué fue.
Porque él y su mujer, que vivían a menos de cien metros de la casa de los Clutter, no habían oído «nada», ni el más mínimo eco de un disparo, de las violencias que se cometieron.
—El sheriff y todos esos que han andado por ahí husmeando, digo, y con lo de las huellas, ésos sí que saben lo que ha pasao. Esos, sí. Que sí entienden, digo, que no pudimos oír. Por una cosa, por el viento. El viento del oeste que sopla todo para el otro lao. Y endemás, que entre esa casa y la nuestra, está el granero grande. Y que él chupó el alboroto antes de que llegara a la casa nuestra. ¿Y sabe usté lo que le digo? ¿Se da cuenta? Ese que lo hizo, que se sabía mu bien que, haiga lo que haiga, no íbamos a oír nada. Si no que no se la juega..., pegar cuatro tiros a mitá la noche. Pues digo, que hubiera perdido la chaveta, digo. Que sí, que claro, que la chaveta la tiene perdía de todos modos. Digo, que pa hacé lo que hizo, digo. Porque a mí, saben, que a mí no, porque ése, el que lo hizo se las tenía todas pensadas, se lo sabía todo de pe a pa. ¡Que si se las sabía! Y hay algo ansina que yo me sé: que mi mujer y yo que va, que esta, digo, es la última noche que dormimos aquí. Que lo puedo jurar. Que nos vamos a la casa de la autovía, digo.
Los hombres trabajaron desde mediodía hasta que anocheció. Cuando llegó el momento de quemar lo que habían recogido, lo apilaron en una camioneta y, con Stoecklein al volante, se internaron hacia el norte de la hacienda hasta llegar a un lugar llano y pleno de un color único: el amarillo resplandeciente y leonado del rastrojo del trigo en noviembre. Allí descargaron la camioneta e hicieron una pirámide con los almohadones de Nancy, las ropas de cama, los colchones, el diván del cuarto de juegos. Stoecklein lo roció todo con petróleo y arrojó una cerilla encendida.
De los presentes, ninguno había sido tan allegado a la familia Clutter como Andy Erhart, compañero de clase de Herb en la Universidad del Estado de Kansas, nombre noble, digno, erudito de manos callosas y cuello tostado por el sol.
—Fuimos amigos durante treinta años —dijo tiempo después.
Erhart había visto cómo su amigo se convertía, desde el consejero agrícola mal pagado del condado, en uno de los más conocidos y respetados terratenientes de la región.
—Todo lo que Herb tenía lo había ganado con la ayuda de Dios. Era un hombre modesto pero orgulloso, y tenía derecho a estarlo. Había creado una hermosa familia. Había hecho algo de su vida.
Pero aquella vida, qué había hecho de ella. — ¿Cómo pudo suceder esto?, se preguntaba Erhart mientras veía arder la hoguera. ¿Cómo era posible que tanto esfuerzo, tanta virtud pudiera, de la noche a la mañana, haberse reducido a eso?—: humo deshaciéndose al subir y fundirse en el enorme y aniquilante cielo.


El Departamento de Investigaciones de Kansas, una amplia organización estatal con cuartel general en Topeka, contaba con una plantilla de diecinueve experimentados detectives diseminados por todo el estado, y el servicio de estos hombres estaba a disposición siempre que un caso se viera fuera de la competencia de las autoridades locales. El representante de Garden City, y agente responsable de una considerable porción del oeste de Kansas, es un hombre sobrio y apuesto; originario de Kansas desde cuatro generaciones atrás, de cuarenta y siete años, llamado Alvin Adams Dewey. Era inevitable que Earl Robinson, sheriff de Finney County, le encargara a Al Dewey el caso Clutter. Inevitable y muy apropiado. Dewey había sido sheriff de Finney County anteriormente (de 1947 a 1955) y antes de ello, agente especial del FBI (entre 1940 y 1945 prestó sus servicios en Nueva Orleáns, San Antonio, Denver, Miami y San Francisco). Estaba, por lo tanto, profesionalmente calificado para encarar un caso tan falto de motivo aparente, tan falto de indicios, como el asesinato de los Clutter. Más aún, como declararía después, se sentía obsesionado en descubrir al autor del delito como si se tratara de «una cuestión personal». Añadiendo que él y su mujer «apreciaban de veras a Herb y a Bonnie», que «los veían cada domingo en la iglesia y se hacían frecuentes y recíprocas visitas», para acabar por decir que «aunque no los hubiera conocido ni hubiese simpatizado con la familia entera, mi empeño en descubrir al criminal sería el mismo. Porque en mi vida he visto muchas cosas terribles y siniestras, lo juro, pero ninguna tan depravada como ésta. Cueste lo que cueste, aunque tenga que dedicar a ello el resto de mi vida, sabré lo que ocurrió en aquella casa: el quién y el por qué».
Dieciocho hombres en total se dedicaban exclusiva e íntegramente al caso, entre ellos tres de los mejores miembros del KBI , los agentes especiales Harold Nye, Roy Church y Clarence Duntz. Con la llegada de este trío a Garden City, Dewey dio por seguro que contaba con un «poderoso equipo». «Será mejor que cierta persona esté alerta», declaró.


El despacho del sheriff está en el tercer piso de la Casa de Justicia de Finney County, edificio corriente de piedra y cemento situado en el centro de una plaza, por lo demás, atractiva y con árboles. Hoy Garden City, que fue en tiempos una ciudad fronteriza bastante agitada, es un lugar tranquilo. En realidad el sheriff no tiene mucho que hacer y sus dependencias, tres habitaciones con escaso mobiliario, son un plácido lugar, frecuentado con agrado por el personal de la Audiencia que dispone de un rato de ocio. La señora Edna Richardson, su hospitalaria secretaria, tiene siempre el café a punto y tiempo de sobra para «darle a la lengua». O mejor dicho, lo tuvo hasta «que se presentó eso de los Clutter» que había traído «todos aquellos forasteros y todo aquel jaleo de periodistas». El caso, por entonces en los titulares de primera plana de todos los diarios de Chicago a Denver, había atraído ciertamente a considerable número de gente del periodismo.
El lunes a mediodía, Dewey tuvo una rueda de prensa en el despacho del sheriff.
—Referiré los hechos y no hablaré de teorías —informó a los periodistas reunidos—. De modo que el hecho más relevante y que no debemos olvidar es que no se trata de uno sino de cuatro asesinatos. Y no sabemos cuál de los cuatro era el objetivo principal. La víctima fundamental. Pudo ser Nancy o Kenyon o cualquiera de sus padres. Quizás algunos digan, bueno, debió de ser el señor Clutter. Porque, además, le cortaron el cuello y fue al que mayormente maltrataron. Pero esto es una teoría, no un hecho. Nos ayudaría mucho saber en qué orden los miembros de la familia murieron, pero el forense no puede establecerlo: sólo sabe que los asesinatos se cometieron entre las once de la noche del sábado y las dos de la madrugada del domingo.
Luego, respondiendo a una pregunta, dijo que no, que ninguna de las dos mujeres había sufrido «abuso sexual» y que tampoco, por lo que se sabía hasta entonces, habían robado nada de la casa y que lo que sí era en verdad «una extraña coincidencia» es que el señor Clutter se hubiera hecho un seguro de vida de cuarenta mil dólares con doble indemnización prevista en caso de accidente o muerte violenta, precisamente ocho horas antes de que lo asesinaran. Aunque Dewey «estaba más que seguro» de que no existía relación alguna entre este hecho y el delito. ¿Cómo podía haberla cuando las únicas beneficiarias eran las dos hijas mayores de Clutter supervivientes, es decir, la esposa de Donald Jarchow y Beverly Clutter? Y sí, les dijo a los periodistas, que sí tenía su opinión formada sobre si los asesinatos eran obra de un hombre o de dos, pero que prefería no exponerla.
En realidad, por entonces Dewey no estaba aún muy seguro sobre el particular. A su entender cabían dos posibilidades, o como él las llamaba «hipótesis», y en la reconstrucción de los crímenes había enunciado las dos: «hipótesis de un solo asesino» e «hipótesis de dos asesinos». Según la primera, el criminal era un pretendido amigo de la familia, o por lo menos un hombre que poseía algo más que un conocimiento casual de la casa y sus habitantes, alguien que sabía que las puertas raramente se cerraban con llave, que el señor Clutter dormía solo en el dormitorio matrimonial de la planta baja, que la señora Clutter y los niños ocupaban dormitorios separados en el segundo piso. Tal persona, imaginaba Dewey, se aproximó a la casa a pie, probablemente alrededor de la medianoche. Las ventanas estaban oscuras, los Clutter durmiendo y, en cuanto a Teddy, el perro guardián de la casa, era famoso por su pánico a las armas de fuego. A la vista del arma del intruso hubiese agachado la cabeza y habría huido corriendo. Al entrar en la casa, el asesino cortó primero las instalaciones telefónicas —la del despacho del señor Clutter y la de la cocina— y luego entró en el dormitorio del señor Clutter para despertarle. El señor Clutter, a merced del arma del intruso, se vio obligado a obedecer sus órdenes y acompañarle al segundo piso donde despertaron al resto de la familia. Entonces, con cuerda y cinta adhesiva suministradas por el asesino, el señor Clutter ató y amordazó a su mujer, ató a su hija (quien inexplicablemente no fue amordazada) y las amarró a sus camas. A continuación, padre e hijo fueron escoltados hasta el sótano y Clutter forzado a taparle a su hijo la boca con cinta adhesiva y atarlo al diván del cuarto de juegos. Después el señor Clutter fue llevado a la habitación de la caldera, golpeado en la cabeza y, a su vez, amordazado y amarrado. Entonces, libre de hacer cuanto se le antojara, el asesino los fue matando uno a uno, siempre con la precaución de recoger el cartucho vacío. Cuando hubo acabado, apagó todas las luces y se marchó.
Pudo haber ocurrido así, era sólo una posibilidad, pero Dewey tenía sus dudas.
—Si Herb hubiera imaginado que su familia estaba en peligro, en peligro de muerte, hubiera luchado como un tigre. Y Herb no tenía nada de mentecato. Era un hombre robusto en excelentes condiciones. Y lo mismo Kenyon, muchacho de anchas espaldas, fornido como su padre, o más. Se hacía difícil comprender cómo un solo hombre, armado o no, pudo con ellos dos.
Además había razones para suponer que los cuatro habían sido atados por la misma persona: en los cuatro casos se había empleado la misma clase de nudo, nudo de media vuelta.
Dewey, así como la mayoría de sus colegas, se inclinaba por la segunda hipótesis, que coincidía en muchos puntos esenciales a la primera, con la diferencia de que el asesino no iba solo sino que tenía un cómplice que le había ayudado a dominar a toda la familia, a atarlos y a amordazarlos. Aunque, también como teoría, tenía sus flaquezas. A Dewey, por ejemplo, se le hacía difícil entender «cómo dos individuos podían llegar al mismo grado de violencia, de furia psicopática, para cometer delito semejante». Y proseguía explicando «presumiendo que el asesino fuese alguien que la familia conocía, un miembro de esta comunidad, presumiendo que fuera un hombre normal, excepto en ese rencor insano contra los Clutter o contra uno de los Clutter, ¿dónde iba a encontrar un cómplice, alguien tan demencial como para ayudarle? Hay algo que no cuaja. La cosa no tiene sentido. Pero, en el fondo, si nos paramos a pensar, nada lo tiene».
Terminada la conferencia de prensa, Dewey se retiró a su despacho, una habitación que el sheriff le había cedido temporalmente. No tenía más que una mesa y dos sillas de respaldo vertical. Esparcidos sobre la mesa, estaban los objetos que un día serían exhibidos en un tribunal, o así lo esperaba Dewey: la cinta adhesiva y los metros de cuerda con que habían atado a las víctimas, encerrados ahora en saquitos de plástico sellados (como indicios no parecían muy prometedores porque ambos eran productos corrientes en el mercado y podían haberse comprado en cualquier sitio de los Estados Unidos), y fotografías del escenario del crimen tomadas por un fotógrafo de la policía: veinte ampliaciones en papel satinado que mostraban el cráneo destrozado del señor Clutter, el rostro destrozado de su hijo, las manos atadas de Nancy, los ojos muertos de su madre que aún parecían ver, etc. En días sucesivos, Dewey iba a pasarse muchas horas examinando aquellas fotografías, con la esperanza de «descubrir de repente algo», el detalle significativo.
«Como en esos entretenimientos: "¿Cuántos animales puede usted descubrir en este dibujo?" En cierto modo, eso es lo que estoy tratando de hacer yo. Hallar los animales escondidos. Presiento que deben estar ahí... ¡Si sólo, pudiera descubrirlos!”
En realidad, una de las fotografías, un primer plano del señor Clutter tendido en la caja de colchón, había suministrado una valiosa sorpresa: huellas, trazas polvorientas de un zapato con suela a rombos. Las huellas, imperceptibles a simple vista, estaban registradas en la película. La lámpara reveladora del flash había mostrado su presencia con soberbia exactitud. Esas huellas, junto con otra hallada en la misma cubierta de la caja de cartón (clarísima marca sanguinolenta de una media suela marca Cat's Paw) eran las únicas «evidencias serias» que los investigadores podían declarar como tales. Y no es que estuvieran «declarándolas», pues Dewey y todo su equipo habían decidido mantener en secreto su existencia.
Entre otras cosas, sobre la mesa de Dewey estaba el diario de Nancy Clutter. Solamente lo había ojeado y ahora se proponía leer cuidadosamente las anotaciones hechas día a día, que comenzaban en su decimotercer cumpleaños para terminar sólo dos meses antes de su decimoséptimo. Eran las confidencias, que nada tenían de sensacionales, de una niña inteligente que amaba a los animales, que le gustaba leer, guisar, coser, bailar, montar a caballo; una muchacha bonita, virginal y muy querida, que consideraba «divertido flirtear» pero que, sin embargo, «estaba real y sinceramente enamorada de Bobby». Dewey leyó primero la última anotación. Consistía en tres líneas escritas un par de horas antes de que la asesinaran: «Estuvo Jolene K. y le enseñé a hacer una tarta de cereza. Ensayado con Roxie, Bobby estuvo aquí y vimos la televisión. Se fue a las once.”
El joven Rupp, la última persona que vio a la familia con vida, había soportado ya un exhaustivo interrogatorio y, a pesar de haber declarado francamente que habían pasado «una velada común y corriente», fue citado para un segundo interrogatorio en el que iba a ser sometido a la prueba de un detector de mentiras. El hecho cierto era que la policía todavía no estaba dispuesta a descartarlo como sospechoso. Dewey no creía que el muchacho tuviera algo que ver. Sin embargo, era verdad que al comenzar la investigación, Bobby resultaba ser la única persona a quien atribuir un motivo, aunque fuera poco consistente. En su diario Nancy se refería con frecuencia a la situación que supuestamente pudo ser el motivo: la insistencia de su padre en que Bobby y ella «rompieran», dejaran de «verse tanto». Tal oposición se debía al hecho de que los Clutter fueran metodistas y los Rupp católicos, hecho que, según Clutter, eliminaba cualquier posibilidad de que la joven pareja, algún día, pudiera contraer matrimonio. Pero la anotación del diario que más atormentaba a Dewey, no se refería al problema Clutter-Rupp ni tenía relación alguna con ser metodista o católico, sino con un gato, con la misteriosa desaparición del garito preferido de Nancy, Boobs, pues según constaba en el diario, dos semanas antes de su propia muerte, ella lo había encontrado «tendido en el granero», víctima, o así lo creía (sin decir por qué) de un veneno. «Al pobre Boobs lo he enterrado en un lugar especial.» Al leerlo, Dewey pensó que podía ser «muy importante». Si el gato había sido envenenado, ¿no podía tratarse de un pequeño malévolo preludio de los asesinatos? Decidió que debía encontrar ese «lugar especial» donde Nancy había sepultado a su garito, aunque ello significase rastrear toda la vasta propiedad River Valley.
Mientras Dewey estaba ocupado con el diario, sus principales ayudantes, los agentes Church, Duntz y Nye, recorrían toda aquella zona hablando, como decía Duntz, «con cualquiera que pueda decirnos algo»: con los profesores del colegio de Holcomb del que Nancy y Kenyon habían sido alumnos destacados, siempre con las máximas calificaciones; con los empleados de River Valley Farm (que en primavera y verano sumaban dieciocho, pero en la estación actual, de barbecho, eran solamente Gerald van Vleet y otros tres además de la señora Helm); con amigos de las víctimas; con sus vecinos y muy especialmente con sus parientes. De aquí y de allá, habían llegado una veintena de ellos para asistir al funeral, que iba a llevarse a cabo el miércoles por la mañana.
El más joven de los agentes del KBI, Harold Nye, inquieto hombrecillo de treinta y cuatro años, de ojos inquietos y desconfiados, nariz, barbilla e inteligencia agudas, tenía la misión, que él llamaba «ese condenado y delicado asunto», de entrevistar al clan Clutter entero.
—Es penoso para mí y penoso para ellos. Cuando hay en juego asesinatos, no se pueden tener muchas consideraciones con el dolor personal. Ni con la intimidad. Ni con los sentimientos personales. Hay que hacer preguntas. Y algunas hieren profundamente.
Pero ninguna de aquellas personas a quienes interrogó, ninguna de las preguntas que hizo («Indagaba respecto a la cuestión afectiva. Pensé que quizá la respuesta fuera otra mujer: un triángulo. Bueno, considerando los hechos, el señor Clutter era un hombre sano, relativamente joven, pero su mujer era casi una inválida, incluso dormía en otra habitación...») le proporcionó una sola información útil. Ni siquiera las dos hijas podían sugerir el menor motivo para el crimen. En resumen, Nye sólo consiguió enterarse de esto: «De toda la gente que hay en el mundo entero, los Clutter eran quienes menos probabilidades tenían de ser asesinados.”
Al terminar el día, cuando los tres agentes se reunieron en el despacho de Dewey, se vio que Duntz y Church habían tenido mejor suerte que Nye, Hermano Nye, como le llamaban los demás. (Los miembros del KBI tienen debilidad por los apodos: a Duntz le llaman Viejo, injustamente porque todavía no llega a los cincuenta, es fornido pero ágil y con una cara ancha de gato, y a Church, que tiene ya unos sesenta, es de piel rosada y aspecto profesional, aunque «duro», según sus colegas, además de «la pistola más rápida de todo Kansas», le llaman Rizos, porque es casi calvo.) Ambos, en el curso de sus investigaciones habían obtenido «prometedoras pistas».
La de Duntz hacía referencia a un padre e hijo que llamaremos Juan el Viejo y Juan el Chico. Unos años atrás, Juan el Viejo había concertado con el señor Clutter una pequeña transacción comercial cuyo resultado había encolerizado a Juan el Viejo, convencido de que Clutter le había hecho una mala jugada. Tanto Juan el Viejo como Juan el Chico, eran bebedores empedernidos; es más, con frecuencia Juan el Chico daba con sus huesos en la cárcel por alcohólico. Un desafortunado día, padre e hijo, envalentonados por el whisky, aparecieron por la casa de Clutter con la intención de «vérselas con Herb». No tuvieron ocasión, porque Clutter, un abstemio decidido a combatir activamente contra la bebida y contra los borrachos, tomó un fusil y los echó de su finca. Los Juanes no habían podido perdonar nunca tal descortesía. No hacía ni un mes Juan el Viejo le había dicho a un amigo:
—Cada vez que pienso en aquel bastardo, mis manos comienzan a temblar. Lo destrozaría.
La pista de Church era parecida. También él oyó hablar de alguien que sentía declarada antipatía por el señor Clutter: cierto señor Smith (no es éste su verdadero nombre) que estaba convencido de que el señor de River Valley había matado de un tiro a su perro de caza. Church había ido a inspeccionar la granja de Smith y allí, colgando de una viga del granero, había visto una cuerda con la misma clase de nudo utilizado para atar a los Clutter.
—Quizás uno de ellos sea nuestro hombre —dijo Dewey—. Un asunto personal..., un rencor que hizo que alguien perdiera el juicio. Se saliera de quicio.
—A menos que se trate de robo —observó Nye, a pesar de que el robo como motivo se había discutido mucho ya y, poco más o menos, descartado.
Los argumentos en contra eran válidos: el mayor de ellos, la legendaria resistencia que sentía el señor Clutter a poseer dinero en efectivo: no tenía caja fuerte y nunca llevaba encima una suma importante. Además, si el motivo era robo, ¿por qué el ladrón no se había llevado las joyas que llevaba puestas la señora Clutter, un aro de oro y un anillo con un brillante? Pero Nye no estaba convencido:
—Toda la maquinación huele a robo. ¿Qué decir del portamonedas de Clutter? Alguien lo dejó vacío y abierto sobre su cama y no creo que fuese su propietario. ¿Y el bolso de Nancy? Estaba tirado por el suelo, en la cocina. ¿Cómo llegó allá? Sí, y desde luego en toda la casa no había ni un céntimo. Bueno dos dólares que tenía Nancy en su mesa, dentro de un sobre. Y sabemos que Clutter había firmado un cheque de sesenta dólares el día antes. Calculemos que le quedarían por lo menos unos cincuenta. Claro que algunos dirán:
«—Nadie mata a cuatro personas por cincuenta dólares.
O también:
«—Claro, quizá el asesino tomó el dinero pero sólo para despistarnos, para hacernos creer que el motivo era el robo. Bueno, pero yo sigo con mis dudas —concluyó Nye.
Cuando oscureció, Dewey interrumpió la consulta para llamar por teléfono a su esposa Marie y decirle que no le esperase a cenar. Ella le dijo:
—Bueno. Muy bien, Alvin.
Dewey notó en el tono cierta inquietud inhabitual. Los Dewey, padres de dos niños, hacía diecisiete años que estaban casados y Marie, nacida en Louisiana y antigua taquígrafa del FBI, a quien él había conocido cuando lo destinaron a Nueva Orleáns, aceptaba y comprendía los avatares de su profesión, los insólitos horarios, las inesperadas llamadas que lo llevaban de improviso de uno a otro extremo del estado.
—¿Sucede algo? —le preguntó.
—Nada —le aseguró ella—. Sólo que cuando regreses esta noche tendrás que llamar al timbre. He hecho cambiar todas las cerraduras.
El comprendió entonces y le contestó:
-No te preocupes, cariño. Sólo cierra las puertas y deja encendida la luz del porche.
Después que hubo colgado, uno de sus colegas le preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Está Marie asustada?
—Sí, ¿y quién no lo estaría? —contestó.
Había quien no lo estaba. Desde luego, la viuda encargada del correo, la intrépida Myrtle Clare, no estaba asustada. Hablaba desdeñosamente de sus conciudadanos calificándolos de «hatajo de pusilánimes que tienen miedo hasta de cerrar los ojos».
Refiriéndose a sí misma declaraba:
—Esta pobre vieja duerme tranquila como siempre. El que quiera jugarme una mala pasada, que lo intente y ya verá.
(Once meses después, unos enmascarados armados con fusiles, tomándole la palabra, invadieron la estafeta de correos y aligeraron a la dama de novecientos cincuenta dólares.)
Como siempre, la opinión de la señora Clare no coincidía casi con ninguna otra.
—Lo que es por acá —opinaba el dueño de una ferretería de Garden City—, lo que más se vende en estos días son cerraduras y cerrojos. A nadie le preocupa de qué marca sean, lo único que quieren es que sean resistentes.
Claro que la imaginación siempre puede abrir cualquier puerta, girar la llave y dejar paso al terror. El martes al alba, unos cazadores de faisanes procedentes de Colorado, forasteros ignorantes del desastre ocurrido en el lugar, se quedaron atónitos ante el espectáculo que presentaba Holcomb desde su coche: las ventanas iluminadas, casi todas las ventanas de casi todas las casas, y en la habitaciones, inundadas de luz, se veían gentes completamente vestidas, familias enteras que se habían pasado la noche entera en estado de alerta, vigilando, escuchando. ¿De qué tenían miedo?
—Puede que vuelva a ocurrir —era la usual respuesta, con algunas variaciones.
No obstante, una mujer, una maestra, observó:
—La impresión que nos hubiese causado el crimen no hubiera sido tan tremenda si no se hubiese tratado justamente de los Clutter. De alguien menos admirado que ellos, menos próspero y seguro. Pero es que esa familia representaba todo cuanto la gente de por acá realmente valora y respeta. Y que una cosa así les haya podido suceder precisamente a ellos..., bueno, es como si nos dijeran que no existe Dios. Hace que la vida carezca de sentido. Creo que la gente se halla más que asustada, profundamente deprimida.
Otra razón, la más simple, la más desagradable, era que aquella tranquila comunidad de buenos vecinos y amigos de toda la vida, se vio de pronto enfrentada con la insólita experiencia de tener que desconfiar unos de otros. Razonablemente, creían que el asesino era uno de ellos y todos, hasta el último hombre, compartían la opinión que Arthur Clutter, hermano del finado, adelantara a los periodistas reunidos en el vestíbulo de un hotel de Garden City el 17 de noviembre:
-Apuesto que cuando se aclare esto, comprobaremos que lo hizo alguien que no está ni a diez millas de aquí.


Aproximadamente a seiscientos kilómetros al este de donde se hallaba Arthur Clutter en ese momento, dos jóvenes compartían un reservado en el Eagle Buffet, un restaurante de Kansas City. Uno de ellos, de cara alargada y con un gato azul tatuado en la mano derecha, había engullido varios emparedados de ensaladilla de pollo y ahora miraba codiciosamente lo que su compañero tenía delante: una hamburguesa intacta y un vaso de root beer en el que tres aspirinas se iban disolviendo.
—Chico, Perry —dijo Dick—, veo que no quieres esa hamburguesa. Me la comeré yo.
Perry empujó el plato al otro lado de la mesa:
—¡Cristo! ¿Es que no puedes dejar que me concentre?
—No necesitas leerlo cincuenta veces.
Aludía a un artículo en primera plana del Star de Kansas City del 17 de noviembre.
Bajo el título de «Hay escasos indicios en el cuádruple asesinato», el anterior, terminaba con un párrafo resumen:
"Los investigadores se enfrentan con la búsqueda de un asesino o asesinos cuya astucia es evidente, si bien él o los motivos no lo son. Puesto que este asesino o asesinos cortaron cuidadosamente los cables de los dos teléfonos de la casa, ataron y amordazaron a sus víctimas con gran habilidad, sin huellas de lucha con ninguna de ellas, no dejaron nada olvidado en la casa, ni elemento alguno que indique que anduvieran buscando algo, excepto el detalle del billetero, asesinaron a cuatro personas disparando sobre ellas en distintas habitaciones y recuperaron tranquilamente los cartuchos usados, llegaron y se supone que abandonaron la casa con el arma criminal, sin ser vistos, actuaron sin motivo, a no ser que se considere como tal un fracasado intento de robo, como los investigadores se inclinan a pensar.”
—«Puesto que este asesino o asesinos» —dijo Perry leyendo en voz alta—. No es correcto. Hay un error gramatical. Debería decir: «Puesto que este asesino o estos asesinos» —y sorbiendo su root beer con aroma de aspirina prosiguió—: Bueno, de todos modos, no me lo creo. Ni tú tampoco. Confiésalo, Dick, honestamente. Tú no te crees todo eso de la «falta de indicios», ¿verdad?
El día anterior, tras leer prolijamente los periódicos, Perry había planteado la misma cuestión, y a Dick, creyendo que ya había contestado de una vez por todas («Mira, si esos cow-boys pudieran establecer la mínima conexión, oiríamos resonar los cascos de sus caballos a doscientos kilómetros»), le fastidió oírla nuevamente. Le aburría demasiado contestar y se quedó callado, pero Perry insistió:
—Siempre me he guiado por mi intuición, por eso estoy vivo todavía. ¿Sabes? Willie-Jay decía que yo era un médium nato y de esas cosas él entiende bastante porque le interesan mucho. Me dijo que yo poseía un alto grado de «percepción extrasensorial». Un poco como si tuviera radar por dentro: percibes las cosas antes de verlas. Presientes lo que va a suceder. Mira por ejemplo mi hermano y su mujer, Jimmy y su mujer. Estaban locos el uno por el otro, pero él era celoso como un demonio y con sus celos la hacía tan infeliz, pensando siempre que ella le estaba engañando a sus espaldas, que al final ella se pegó un tiro y, al día siguiente, Jimmy se disparó una bala en la cabeza. Cuando sucedió, era en 1949 y yo estaba en Alaska con mi padre, por Circle City, y le dije a mi padre: «Jimmy ha muerto.» Una semana después nos llegaba la noticia. La pura verdad. Otra vez estando en el Japón, yo trabajaba descargando en un barco y me senté para descansar un minuto. De pronto una voz en mi interior me gritó: «¡Salta!» Y yo di un brinco de tres metros. En aquel mismo instante, y en el mismo lugar donde yo había estado sentado, vino a desplomarse una tonelada de mercancía. No me importa que te lo creas o no. Te podría contar cien casos así. Por ejemplo, antes de tener aquel accidente con la moto, lo vi todo, todo lo que iba a suceder. Lo vi en mi cabeza: la lluvia, la huella de las ruedas que habían patinado y yo por la carretera, tirado en el suelo, sangrando y con las piernas rotas. Eso es lo que me pasa ahora. Una premonición. Algo me dice que esto es una trampa —Golpeó el diario con el dedo—. Un montón de prevaricaciones.
Dick pidió otra hamburguesa. En los últimos días venía arrastrando un hambre que nada (tres sucesivos bistecs, una docena de chocolatinas «Hershey», medio kilo de pastillas de goma) parecía satisfacer. En cambio, Perry, por su parte, no tenía apetito: se mantenía de root beer, aspirinas y cigarrillos.
—No me extraña que tengas visiones —le dijo Dick—. Anda, vamos, rico. Sacúdete el canguelo. Nos salimos con la nuestra. Ha estado perfecto.
—Considerando bien las cosas, me sorprende que lo digas —murmuró Perry.
El tono tranquilo subrayaba la malicia que la respuesta encerraba. Pero Dick supo acusarla, hasta llegó a sonreír y su sonrisa era pura astucia. Fíjate, decía su sonrisa de buen chico, fíjate qué personaje tan simpático soy, qué apuesto, un tipo por el que cualquiera se dejaría afeitar.
—Muy bien —dijo Dick—. Puede que me hubieran dado una información falsa.
—Aleluya.
—Pero en conjunto, ha sido perfecto. No dejamos huella alguna. La han perdido. Y quedará perdida para siempre. No hay ni una sola conexión.
—Yo puedo pensar en una.
Perry había ido demasiado lejos, pero aún fue más allá:
—Floyd, ¿no es ése el nombre?
Un golpe bajo, pero Dick lo merecía. Su confianza era como una cometa que necesitara de vez en cuando que le arriaran la cuerda. Sin embargo, Perry pudo observar, no sin cierta aprensión, síntomas de cólera que iban transfigurando la expresión de Dick: mandíbulas, labios, la cara entera se distendió y en las comisuras de los labios aparecieron incipientes espumarajos. Muy bien, si llegaban a pelear, Perry sabría cómo defenderse. Era bajo, algunos centímetros más bajo que Dick y no podía contar con sus piernas cortas y dañadas, pero, en cambio, le superaba en peso, era más fornido y tenía unos brazos que podían cortar el aire a un oso. Pero demostrarlo, tener una pelea, una lucha jugándose el todo por el todo, era lo menos deseable en esa ocasión. Le gustara Dick o no (y no es que ahora dejara de gustarle, si bien en otro momento le había gustado más, o por lo menos respetado más), estaba claro que, por razones de seguridad, no les convenía separarse así sin más. Sobre este punto estaban de acuerdo los dos porque Dick había dicho:
—Si nos han de coger, que nos cojan juntos. Así podremos respaldarnos. Cuando empiecen a intentar tirarnos de la lengua para hacernos confesar, eso del careo de si tú dijiste y si yo dije.
Además, romper con Dick significaba renunciar a aquellos planes todavía atractivos para Perry y que, a pesar de los recientes reveses, aún creía posible realizar a dúo: una vida de inmersiones submarinas a la caza de tesoros en las islas o al otro lado de la frontera del Sur.
—¡El señorito Wells! —exclamó Dick empuñando el tenedor—. Habría que verlo. Y habría que verme a mí si volvía allá dentro. No tengo más que hacer que me metan por falsificar un cheque. Habría que ver lo que le pasaba. —El tenedor cayó de punta sobre la mesa—. Hasta el corazón, ¿sabes?
—No creo que vaya a hacerlo —contestó Perry queriendo hacer una concesión ahora que la cólera de Dick había pasado de su persona para centrarse en otra—. Se moriría de miedo antes de hacer algo así.
—Pues claro —asintió Dick—. Seguro que sí. Se moriría de miedo.
Una maravilla, realmente, la facilidad con que Dick podía cambiar de humor. En un instante, toda huella de crueldad, de hostilidad se había evaporado. Añadió:
—Y en cuanto a ese asunto de tus premoniciones, a ver si me aclaras algo: si estabas tan totalmente seguro de que te ibas a dar el golpe con la moto; ¿por qué no la dejaste antes?, nada te hubiera pasado si no hubieras estado montado en ella, ¿no?
Era un enigma sobre el que Perry había hecho sus reflexiones y creía haber hallado su porqué, que era muy simple aunque también algo confuso:
—No, porque cuando una cosa ha de ocurrir no se puede hacer más que esperar que no te ocurra. O que te ocurra cuanto antes, depende. Porque mientras estás en esta vida, siempre tienes algo esperándote y aunque lo sepas y sepas, además, que es algo malo, ¿qué le vas a hacer? No puedes dejar de vivir. Como en mi sueño. Desde que era pequeño, tengo el mismo sueño. Estoy en África. En la jungla. Voy caminando entre los árboles hacia un árbol que está aislado. ¡Jesús, y qué mal huele! El árbol apesta tanto que casi me desvanezco. Pero me da gusto verlo: tiene las hojas azules y cuelgan de él montones de diamantes como naranjas. Y es ésa la razón de que yo esté allí: quiero coger una carretada de diamantes. Pero lo que yo sé es que en el preciso instante en que intente alargar la mano para cogerlos, una serpiente me caerá encima. Una serpiente que custodia el árbol. Esa gorda hija de puta vive allí en sus ramas. Lo sé de antemano, ¿sabes? Y por Cristo que no tengo idea de cómo puedo luchar contra una serpiente. Pero pienso: «Bueno, correré el riesgo». Lo que quiere decir que mi deseo de poseer los diamantes es mayor que mi miedo. Así que me acerco para coger uno, lo tengo en mi mano y en cuanto empiezo a tirar de él para arrancarlo, la serpiente se me echa encima. Empieza la lucha, pero la serpiente es una viscosa hija de puta y yo no puedo zafarme, se me enrosca, me estruja. ¡Puedo oír cómo las piernas me crujen! Y entonces viene la parte en que sólo de pensarlo me da sudores, empieza a engullirme, ¿sabes? Empezando por los pies. Como si te tragaran las arenas movedizas.
Perry se interrumpió. No podía dejar de advertir que Dick, ocupado en hurgarse las uñas con el diente del tenedor, no estaba nada interesado en su sueño.
—¿Y entonces? —dijo Dick—. ¿Te traga la serpiente o qué?
—¡Qué más da! No tiene importancia.
¡Claro que la tenía! El final era muy importante, lo que más íntimo placer le producía. Una vez se lo contó a su amigo Willie-Jay, le explicó cómo era el pájaro enorme, aquella «especie de papagayo amarillo». Claro que Willie-Jay era distinto, era sensible, era un «santo». El le hubiera comprendido, pero ¿Dick? Dick se hubiera reído. Y Perry no lo podía soportar: que nadie se riera de aquel papagayo que había volado por primera vez en sus sueños cuando sólo tenía siete años y no era más que un chiquillo mestizo, odiado y lleno de odio, en un orfelinato de monjas, verdugos amortajados que le azotaban porque se meaba en la cama. Fue precisamente después de una de esas palizas, una que no podría nunca olvidar («Me despertó. Tenía una linterna y empezó a darme golpes con ella. Siguió pegándome y pegándome. La linterna se le rompió, y siguió pegándome a oscuras»), cuando apareció el gran pájaro amarillo. Llegó mientras dormía, un pájaro «más alto que Cristo, amarillo como un girasol», un ángel guerrero que dejó ciegas a las monjas a picotazos, «les comió los ojos y las mató mientras le rogaban que tuviera piedad» y entonces se lo llevó a él suavemente, estrechándolo en sus alas, al «paraíso».
A medida que transcurrían los años, iban cambiando los particulares tormentos de que el pájaro le libraba. Otras cosas (niños mayores, su padre, una novia infiel, un sargento que conoció en el servicio militar) reemplazaban a las monjas, pero el pájaro, su vengador alado, reaparecía siempre. De modo que la serpiente, que custodiaba el árbol de los diamantes, no acababa nunca devorándolo y en cambio era ella la devorada. Y luego, ¡la maravillosa ascensión! A un paraíso que en una versión no era más que una «sensación», una sensación de poder, de superioridad inatacable, y en otras se transformaba en un «lugar verdadero», como en una película. «Quizá fuera efectivamente en una película donde lo vi, quizá sólo lo recordara de verlo en una película. Porque, ¿en qué otro lugar pude haber visto un jardín así? ¿Con escalinatas de mármol? ¿Y fuentes? Y allá lejos, abajo, yendo hasta el final del jardín, se ve el océano. ¡Fantástico! Como allá por Carmel, en California. Y lo mejor de todo aún..., bueno, pues es una mesa muy larga. ¡No puedes imaginar la cantidad de comida que hay! Ostras. Pavos. Salchichas. Fruta como para hacer un millón de macedonias. Y, oye, todo a tu disposición. Quiero decir que no hay que tener miedo de tocarlo. Puedo comer tanto como quiera y no me cuesta un céntimo. Por eso sé dónde me encuentro.”
Dick murmuró:
—Yo soy una persona normal. Y sólo sueño con pollos dorados. Y hablando de pollos, ¿conoces aquello de la pesadilla de la cabra?
Así era Dick, siempre con un chiste verde a punto sobre cualquier tema. Pero sabía contarlos tan bien que Perry, a pesar de que en cierta medida era un mojigato, no pudo dejar de reírse como siempre.


Hablando de su amistad con Nancy Clutter, Susan Kidwell dijo: —Éramos como hermanas. Por lo menos así lo consideraba yo..., como si fuera mi hermana. No podía ni asistir a clase, por lo menos aquellos primeros días. No volví a la escuela hasta después del funeral. Y lo mismo hizo Bobby Rupp. Durante un tiempo, después de aquello, Bobby y yo estábamos juntos. Es un chico agradable, de gran corazón, pero hasta entonces nunca le había ocurrido nada muy terrible. Nada como perder a una persona querida. Y además, encima, tener que someterse al detector de mentiras. Y no digo que eso le amargara, no, ya que sabía muy bien que la policía no hacía más que cumplir con su deber. A mí ya me habían pasado algunas cosas muy duras, dos o tres, pero a él no; así que fue un verdadero golpe para él, darse cuenta, de pronto, que la vida era algo más que un largo partido de basket, fue un buen golpe. Casi siempre nos íbamos a dar un paseo en su viejo Ford. Autopista arriba autopista abajo. Hasta el aeropuerto y vuelta. O nos llegábamos al Cree-Mee que es un drive-in , y nos quedábamos sentados en el coche tomando una Coca-Cola y escuchando la radio.
»La radio estaba siempre encendida, nosotros no teníamos nada que decirnos. Muy de vez en cuando, Bobby me contaba cuánto había querido a Nancy, y que ya no podría nunca jamás interesarse por otra chica. Bueno, yo pensaba que Nancy no lo hubiera querido así y se lo decía a él. Recuerdo, creo que fue el lunes, que bajamos con el coche hasta el río, aparcamos en el puente. Desde allí se ve la casa, la casa de los Clutter. Y parte del campo: los frutales del señor Clutter y los trigales perdiéndose en la lejanía. Allá lejos, en uno de los campos, ardía una fogata: estaban quemando cosas de la casa. Dondequiera que fuéramos, siempre había algo que nos lo recordaba. En las márgenes del río, había hombres con redes y palos que andaban pescando. Pero no pescando por pescar, Bobby dijo que buscaban las armas. El cuchillo. La escopeta.
»A Nancy le encantaba el río. Las noches de verano solíamos montarnos las dos a lomos de Babe, esa yegua gorda y gris de Nancy, ¿sabe? Nos íbamos directamente al río y nos metíamos en él. Luego Babe se iba al bajío mientras nosotras tocábamos la flauta y cantábamos. Hasta que nos entraba frío. Me gustaría saber qué ha sido de ella, de Babe. Una señora de Garden City se quedó con el perro de Kenyon. Se quedó con Teddy. Pero el animal se le escapó, se volvió otra vez a Holcomb. Ella vino y se lo volvió a llevar. Y yo tengo el gato de Nancy, Evinrude. Pero Babe, imagino que la venderán. ¿No le hubiera parecido odioso a Nancy? Se hubiera puesto furiosa. Otro día, la víspera del funeral, Bobby y yo estuvimos sentados junto a la vía viendo pasar los trenes, realmente tonto. Como ovejas en una ventisca. De pronto, Bobby se levantó y dijo: "Tenemos que ir a ver a Nancy. Tenemos que estar con ella." Fuimos en el coche hasta Garden City, a la casa de pompas fúnebres Phillips que está en la calle Mayor. Creo que el hermano pequeño de Bobby estaba con nosotros. Sí, seguro que estaba. Porque recuerdo que fuimos a buscarlo a la salida del colegio. Y recuerdo que él dijo que no iban a dar clases en ninguna escuela al día siguiente, así todos los niños de Holcomb podrían ir al funeral. Y estuvo diciéndonos lo que pensaban sus compañeros. Nos dijo que estaban convencidos que había sido obra de un «asesino a sueldo». Yo no quería oír ni una palabra de semejante cosa. No eran más que chismes y habladurías, dos cosas que Nancy detestaba. De todos modos, a mí poco me importa quién lo hiciera. De alguna manera me parece como si no tuviese nada que ver. Mi mejor amiga se ha ido. Saber quién la ha matado no va a traerla de vuelta. ¿Qué importa? No querían dejarnos entrar. En la casa de pompas fúnebres, me refiero. Nos dijeron que nadie podía «ver a la familia». Excepto los parientes. Pero Bobby insistió y al final, el director de la funeraria (conocía a Bobby y supongo que le daría lástima) nos dijo que estaba bien, que entráramos, pero advirtiéndonos que no se lo dijésemos a nadie. Ahora yo preferiría que no nos hubiese dejado entrar.
«Los cuatro ataúdes, que ocupaban casi por completo el saloncito lleno de flores, iban a estar cerrados durante el funeral (cosa muy comprensible, porque a pesar de los cuidados tomados para mejorar la apariencia de las víctimas, el efecto que producían era inquietante). Nancy llevaba puesto su vestido de terciopelo cereza, su hermano una camisa escocesa de tonos vivos; sus padres estaban vestidos de modo más sobrio, el señor Clutter con un traje de franela azul marino y su esposa con un vestido de crepé azul marino también, y (eso era lo que daba a la escena un aire atroz) la cabeza de cada uno estaba completamente envuelta en algodón, como un abultado capullo que hacía el doble de un globo normalmente inflado, y el algodón, como lo habían rociado con una sustancia brillante, relucía como la nieve de los árboles de Navidad.
Susan se retiró inmediatamente.
—Fui afuera y esperé en el coche —recordó—. Al otro lado de la calle, un hombre barría hojas. Me quedé mirándole. Porque no quería cerrar los ojos. Pensaba: «Si los cierro me desmayo.» Lo estuve, pues, mirando cómo barría las hojas y las quemaba. Lo miraba sin ver nada. Porque todo lo que tenía ante mis ojos era su vestido. ¡Lo conocía tan bien! Le ayudé a elegir la tela. El modelo fue idea suya y se lo hizo ella misma. Recuerdo lo satisfecha y contenta que estaba el día que lo estrenó. En una fiesta. Todo lo que podía ver era el vestido rojo de Nancy. Y Nancy en él. Bailando.


El Star de Kansas City publicaba una exhaustiva descripción del funeral de los Clutter, pero ya hacía dos días que había salido el diario cuando Perry, tumbado en la cama de una habitación del hotel, acertó a leerlo. Pero aun así, se limitó a echarle un vistazo, saltándose párrafos:
«Unas mil personas, la mayor aglomeración registrada en la Primera Iglesia Metodista en sus cinco años de existencia, asistieron hoy a los funerales de las cuatro víctimas... Varias compañeras de Nancy del colegio de Holcomb estallaron en llanto cuando el reverendo Leonard Cowan dijo: "Dios nos ofrece valor, amor o esperanza aun a pesar de que caminemos a través de las sombras del valle de la muerte. Estoy seguro de que El estuvo con ellos en sus últimos momentos. Nunca prometió Jesús que viviríamos sin tristeza ni dolor, lo que siempre dijo fue que El estaría con nosotros para ayudarnos a soportar la tristeza y el dolor..." En este día peculiarmente cálido para la estación, seiscientas personas llegaron hasta el cementerio de Valley View situado al norte de la ciudad. Allí, durante el servicio religioso llevado a cabo ante las tumbas, rezaron el "Padrenuestro", sus voces unidas en un grave susurro resonaban en todo el cementerio.”
¡Mil personas! Perry estaba impresionado. Se preguntaba cuánto habría costado el funeral. Tenía el dinero metido en la cabeza aunque quizá mucho menos que a primera hora del día, un día que había comenzado exactamente «sin un cobre». Pero, gracias a Dick, la situación había mejorado desde entonces. Ahora Dick y él, poseían «una bonita suma», suficiente como para llevarles a México.
¡Dick! Sagaz, listo. Sí, eso había que reconocérselo. Cristo, era increíble cómo «sabía madrugar a un tipo». Como a aquel dependiente de la tienda de confecciones de Kansas City, Missouri , la primera elegida por Dick para «dar un golpe». En cuanto a Perry, que era novato en eso de hacer pasar un cheque, estaba tan nervioso que Dick tuvo que decirle:
—Todo lo que quiero que hagas es que te quedes a mi lado. Que no te rías ni te sorprendas de nada de lo que yo diga. Esas cosas hay que improvisarlas.
Para lo que se proponían, Dick era al parecer la persona indicada.
Entró con desenvoltura y con desenvoltura presentó a Perry al vendedor, como «un amigo mío que está a punto de casarse» y siguió diciendo: «Yo voy a ser testigo y le estoy ayudando a comprarse lo que le hace falta. Ja, ja, digamos, ja, ja, para su ajuar.» El vendedor «tragó el anzuelo» e inmediatamente se vio Perry quitándose los pantalones de dril para probarse un tétrico traje que el dependiente consideraba «ideal para una ceremonia informal». Después de comentar el extrañamente desproporcionado tipo de su cliente, su superdesarrollado torso sostenido por aquellas piernas cortas, añadió:
—Me temo que no tenemos nada que pueda irle bien sin necesidad de un arreglo.
¡Oh!, contestó Dick, no había inconveniente. Sobraba tiempo porque la boda era «de mañana en una semana». Una vez aclarado aquello, se pusieron a elegir un equipo de chaquetas y pantalones menos sobrios, apropiados para lo que, según Dick, iba a ser una luna de miel en Florida.
—¿Conoce el Eden Rock? —preguntó Dick al vendedor—. ¿El que está en Miami Beach? Pues ya tienen reservas. Es regalo de los padres de ella: dos semanas a cuarenta dólares por día. ¿Qué me dice? Un enano feo como éste va y encuentra un bombón que no sólo es un bombón sino que además está cargada de oro. Mientras que tipos como usted y yo, con buena presencia...
El vendedor presentó la cuenta. Dick se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón, frunció el ceño, hizo chasquear los dedos y exclamó:
—¡Puñeta! Me he dejado el billetero en casa.
Frase que a su compañero le pareció tan poco original que creyó que no podría engañar «ni a un tonto negro recién nacido». Pero al parecer, el vendedor lo creía porque cuando Dick sacó un cheque en blanco y lo firmó por ochenta dólares más del total de la cuenta, le entregó inmediatamente el cambio en efectivo.
Afuera Dick le dijo:
—¿Así que te casas la semana que viene? Bueno, pues vas a necesitar un anillo.
Poco después, en el viejo Chevrolet de Dick, llegaban a una tienda llamada Las Mejores Joyas. De allí, después de pagar con un cheque un anillo de boda y otro de brillantes, fueron a una casa de empeños. A Perry le dolía desprenderse de ellos. Casi había comenzado a creer en aquella pretendida novia, si bien, en su imaginación, contrariamente a la descripción de Dick, no era ni rica ni guapa sino muy bien educada, sabía hablar con corrección y probablemente poseía título universitario, «un tipo de chica muy intelectual»: la clase de muchacha que siempre había deseado encontrar y que nunca tuvo en la realidad.
A menos de contar a Cookie, aquella enfermera que había conocido cuando estuvo hospitalizado como resultado del accidente de moto. Una muchacha estupenda, Cookie, le había iniciado en la «literatura seria»: Lo que el viento se llevó, This is my beloved . Tuvieron lugar algunos episodios sexuales, extraños, furtivos; se llegó a hablar de amor y hasta de matrimonio, pero luego, ya repuesto de sus lesiones, le dijo adiós y a modo de explicación le dio un poema que pretendía haber escrito:

Hay una raza de hombres inadaptados
una raza que no puede detenerse
hombres que destrozan el corazón a quien se les acerca
y vagan por el mundo a su antojo...
Recorren los campos y remontan los ríos
escalan las cimas más altas de las montañas;
Llevan en sí la maldición de la sangre gitana
y no saben cómo descansar.
Si siguieran siempre en el mismo camino
llegarían muy lejos;
son fuertes, valientes y sinceros.
Pero siempre se cansan de las cosas que ya están,
y quieren lo extraño, lo nuevo, siempre.

No había vuelto a verla ni había sabido nada más de ella, pero algunos años más tarde se hizo tatuar su nombre en el brazo y una vez en que Dick le preguntó quien era «Cookie» contestó:
—No es nadie. Una chica con la que estuve a punto de casarme.
(El hecho de que Dick hubiera estado casado-casado dos veces y que tuviera tres hijos, era algo que le envidiaba. Una mujer, hijos representaban experiencias que «un hombre debía tener» aun si, como en el caso de Dick, «ni le hacían feliz ni le servían de nada».)
Los anillos fueron empeñados por ciento cincuenta dólares. Visitaron otra joyería, Goldman's y salieron de ella con un reloj de pulsera de hombre, de oro. La parada siguiente, fue en una casa de artículos fotográficos Elko y «compraron» una sofisticada cámara filmadora.
—Las cámaras son la mejor inversión —le informó Dick a Perry—. Los objetos más fáciles de empeñar o vender. Las cámaras y los aparatos de televisión.
Así que decidieron conseguir varios de estos últimos y una vez cumplida la tarea, se dedicaron a asaltar algún que otro almacén de prendas de vestir: Sheperd and Foster's, Rothschild's, Shopper's Paradise. Al anochecer, cuando las tiendas cerraban, tenían los bolsillos repletos de dinero en efectivo y el coche cargado de mercancía vendible o empeñable. Contemplando toda aquella cosecha de camisas y encendedores, caros aparatos y gemelos, Perry se sentía agrandado: ahora México, una nueva oportunidad, una vida «que realmente valiera la pena». Pero Dick parecía deprimido. Se desentendió de los elogios que le prodigaba Perry: «Te lo digo en serio, Dick. Has estado asombroso. La mitad de las veces hasta yo me lo creía.» Perry estaba desorientado, le resultaba incomprensible que Dick, siempre tan pagado de sí mismo, teniendo ahora motivos para vanagloriarse, pareciera turbado, desalentado y triste. Perry le dijo:
—Te invito a una copa.
Se pararon en un bar. Dick bebió tres Orange Blossom. Después del tercero preguntó bruscamente:
—¿Y mi padre qué? Pienso que, ¡Jesús!, es un hombre tan bueno. Y mi madre..., bueno, ya la viste. ¿Y ellos qué? Yo estaré lejos en México. O donde sea. Pero ellos estarán aquí cuando los cheques empiecen a rebotar. Ya sé cómo es mi padre. Querrá pagarlos. Como intentó hacerlo ya otras veces. Pero no podrá, está viejo y enfermo y no tiene nada.
—Te comprendo en eso —dijo Perry sinceramente. Sin ser bondadoso, era un sentimental y el afecto que tenía Dick por sus padres, su declarada solicitud para con ellos, era algo que le conmovía de veras—. Pero, puñeta, Dick. Es muy sencillo —siguió diciendo Perry—. Nosotros pagaremos los cheques. En cuanto estemos en México, en cuanto hayamos empezado con lo nuestro, haremos dinero. Mucho dinero.
—¿Cómo?
¿Cómo? ¿Qué querría decir Dick? Aquella pregunta dejó aturdido a Perry. Habían estado los dos discutiendo tantas y tan variadas aventuras: la búsqueda de oro, inmersiones para rescatar tesoros hundidos en el mar... Y ésos no eran más que dos de los proyectos que Perry había propuesto con más entusiasmo. Había otros más. El del barco, por ejemplo. Habían hablado a menudo de un barco de pesca de altura que comprarían, tripularían ellos mismos y alquilarían a los turistas, ello, desde luego, a pesar de que ninguno de los dos hubiera jamás guiado una canoa ni pescado un albur. Se podía hacer fácilmente dinero, también, pasando coches robados por las fronteras sudamericanas. («Te pagan quinientos dólares por viaje», al menos recordaba Perry haber leído en alguna parte.) Pero entre las muchas respuestas que pudo haberle dado, escogió recordar a Dick la fortuna que les estaba aguardando en las Islas de los Cocos, una manchita de tierra que emergía cerca de Costa Rica.
--No bromeo, Dick —le contestó Perry—. De veras que existe. Tengo un mapa. Conozco toda la historia. Lo enterraron allí en mil ochocientos veintiuno: lingotes de oro peruano, joyas. Sesenta millones de dólares, eso es lo que dicen que vale. Aun si no lo encontramos todo, si solo encontramos algo de eso... ¿Me escuchas, Dick?
Siempre hasta entonces Dick le había alentado, siempre había prestado atención a sus relatos de mapas, sus historias sobre tesoros, pero ahora (nunca le había pasado por la cabeza hasta ahora) empezaba a preguntarse si Dick no había estado fingiendo, simplemente, tomándole el pelo.
Aquel pensamiento, de lo más doloroso, se desvaneció porque Dick, con un guiño y un codazo jocoso le contestó:
—Seguro, hombre. Te escucho desde el comienzo, sin perderme nada.
Eran las tres de la madrugada y el teléfono volvió a sonar. No es que la hora importara demasiado ya que de todos modos, Al Dewey estaba despierto y también Marie y los niños, Paul de nueve años y Alvin Adams Dewey, hijo, de doce. Porque ¿quién podría dormir en una casa (una modesta casita de una planta) si el teléfono estaba sonando cada pocos minutos durante toda la noche? Mientras se levantaba de la cama, Al Dewey le prometió a su esposa:
—Esta vez lo dejaré descolgado.
Pero era una promesa que no podía mantener. Desde luego, muchas de las llamadas las hacían periodistas cazadores de noticias, o bromistas o teorizantes: «¿Al? Oiga, yo lo veo así. Se trata de suicidio y asesinato. Se da el caso que yo sé que Herb andaba financieramente quebrado. Su situación era ciertamente apurada. ¿Y qué es lo que hace? Suscribe esa fabulosa póliza de seguro, les pega un tiro a Bonnie y a los niños y luego se mata él mismo con una bomba. Una granada llena de perdigones.» O personas anónimas con veneno en la lengua: «¿Conoce a los L? ¿Que son extranjeros? ¿Que no trabajan? ¿Y dan fiestas? ¿Y cócteles? ¿De dónde sacan el dinero? No me extrañaría nada que fueran ellos la clave del asunto Clutter.» O nerviosas damas inquietas por alguna habladuría, por algo que habían oído decir, por algún rumor sin pies ni cabeza: «Alvin, escucha, te conozco desde que eras niño. Y quiero que me digas francamente si es cierto. Yo quería y respetaba al señor Clutter y me niego a creer que ese hombre, un hombre cristiano, me niego a creer que anduviese tras las mujeres...”
Pero la mayoría de personas que llamaban, eran ciudadanos responsables que deseaban ser útiles: «Quisiera saber si ha interrogado usted a la amiga de Nancy, a Sue Kidwell. Estuve hablando con la niña y me ha dicho algo que me ha llamado mucho la atención: que la última vez que habló con Nancy, Nancy le dijo que el señor Clutter estaba de muy mal humor. Desde hacía tres semanas. Que pensaba que estaba profundamente preocupado por algo, tan preocupado que incluso había empezado a fumar cigarrillos...» O bien, se trataba de personas oficialmente interesadas en el caso: gentes de leyes y detectives de otras partes del estado. «Quizá tenga algo que ver o quizá no, pero aquí uno que tiene un bar dice que oyó cómo dos tipos discutían el caso en tales términos que le pareció que tenían no poco que ver con el mismo...» Y si bien ninguna de esas llamadas había conseguido hasta entonces otra cosa que darles trabajo extra a los detectives, siempre cabía la posibilidad de que la próxima fuera distinta, y que, como Dewey decía, «fuera el cabo del ovillo».
Al contestar a la llamada aquella, inmediatamente Dewey oyó:
—Quiero hacer una confesión.
—¿Con quién hablo, por favor? —preguntó.
El que llamaba, un hombre, repitió su primera frase y añadió:
—Yo lo hice. Yo los maté a todos.
—Ya —dijo Dewey—. Ahora, si me pudiera usted dar su nombre y dirección...
—¡Oh, eso no!... —contestó el hombre con alterada voz de borracho—. No le diré nada. No hasta que me entregue la recompensa. Usted me envía la recompensa y yo le digo quién soy. O eso o nada.
Dewey se volvió a la cama.
—No, cariño. Nada importante. Otro borracho.
—¿Y qué quería?
—Hacer una confesión. Siempre que le enviara primero la recompensa.
(Un periódico de Kansas, el News de Hutchinson, había ofrecido mil dólares a cualquier información que llevara a esclarecer el crimen.)
—Alvin, ¿estás encendiendo otro cigarrillo? En serio, Alvin, ¿no puedes ni siquiera intentar dormir?
Demasiada tensión para dormir; aunque el teléfono no sonara más, se sentía demasiado insatisfecho y fracasado. Ninguna de las «pistas» le había conducido a otra parte que a un callejón sin salida con la más negra de las paredes al fondo. ¿Bobby Rupp? El detector de mentiras había eliminado a Bobby. Y el señor Smith, el agricultor que hacía nudos idénticos a los del asesino, también había sido eliminado de la lista de sospechosos después de demostrar que la noche del asesinato estaba allá en Oklahoma. Así sólo quedaban los Juanes, padre e hijo, pero también ellos tenían coartadas comprobables.
—De modo que —como Harold Nye decía— el resultado es un bonito y redondo número: cero.
Incluso la búsqueda de la tumba del gato de Nancy había dado resultado negativo.
No obstante, se habían descubierto dos detalles significativos. Primero: clasificando los trajes de Nancy, la señora Elaine Selsor, tía suya, había encontrado en la punta de un zapato, un reloj de pulsera de oro. Segundo: la señora Helm, acompañada de un agente del KBI, había examinado las habitaciones de River Valley una por una, había dado la vuelta a la casa entera con la esperanza de encontrar algo fuera de sitio, algo que faltara y por fin lo encontró. En la habitación de Kenyon. La señora Helm miró y volvió a mirar por todas partes, dio una y otra vez la vuelta a la habitación con los labios apretados tocando esto y aquello: el viejo guante de béisbol de Kenyon, las botas de trabajo de Kenyon sucias de barro, sus patéticas gafas abandonadas. Y durante todo el rato la mujer no dejaba de decir:
—Hay algo que no encaja. Lo siento. Lo sé. Pero no veo lo que es.
Hasta que lo supo.
—¡La radio! ¿Dónde está la pequeña radio de Kenyon?
Los dos descubrimientos juntos obligaron a Dewey a considerar nuevamente la posibilidad de que el motivo fuera un «simple robo». Es verdad que el reloj de Nancy no habría caído en el fondo de su zapato accidentalmente. Ella debió, tendida en la cama en la oscuridad, oír ruidos, pasos, quizá voces, que le hicieron pensar que había ladrones por la casa y creyéndolo así, debió de apresurarse a esconder su reloj, regalo de su padre, que ella consideraba un tesoro. En cuanto a la radio portátil gris, marca Zenith, sin duda alguna, había desaparecido. De todos modos, Dewey no podía aceptar la teoría de que toda una familia había sido asesinada por provecho tan mezquino «por unos pocos dólares y una radio».
Aceptarla hubiera sido invalidar la imagen que se había formado del asesino, o mejor dicho, de los asesinos. El y sus colaboradores habían decidido pluralizar el término. La experta realización de los crímenes constituía una prueba suficiente de que por lo menos uno de ellos era dueño de una astucia y serenidad poco comunes y de que era, debía de ser, una persona demasiado inteligente para haberse metido en semejante aventura sin un motivo calculado. Además, Dewey había tenido en cuenta varios detalles que reforzaban su convicción de que, por lo menos, uno de los asesinos estaba emocionalmente ligado a las víctimas y que sentía por ellas, incluso aunque hubiera llegado a ocasionarles la muerte, cierta retorcida ternura. ¿Cómo explicar si no lo de la caja de colchón?
El asunto de aquella caja de colchón era una de las cosas que más atormentaban a Dewey. ¿Por qué los asesinos se habrían tomado la molestia de trasladar la caja desde un extremo del sótano hasta la caldera y depositarla allí en el suelo, a no ser con la intención de que el señor Clutter estuviera más cómodo? ¿De hacer que tuviera, mientras veía acercarse el cuchillo, un jergón menos duro que el frío cemento? Y, observando las fotografías del escenario del crimen, Dewey había sabido discriminar otros detalles más que parecían subrayar su idea de un asesino que ocasionalmente se sentía movido por impulsos de consideración.
—O —nunca lograba encontrar la expresión exacta— por una especie de enfermiza meticulosidad. De blandura. Lo de los cubrecamas. Vamos, ¿qué clase de persona hubiera hecho aquello? ¿Atar dos mujeres como Bonnie y Nancy fueron atadas, para luego cubrirlas con la colcha, arroparlas, como diciéndoles dulces sueños y buenas noches? O lo de la almohada bajo la cabeza de Kenyon. Al principio creí que la almohada había sido puesta allí simplemente para que su cabeza fuera un blanco más fácil. Pero ahora pienso que no, fue hecho por la misma razón por la que la caja de colchón apareció en el suelo: para que la víctima estuviera más cómoda.
Pero especulaciones como ésas, si bien tenían a Dewey obsesionado, no le satisfacían ni le producían la sensación de que «había llegado a alguna parte». Raramente un caso se resuelve gracias a «bonitas teorías». El confiaba en los hechos, «sudados y maldecidos». La cantidad de hechos que investigar y comprobar así como el plan fijado para obtenerlos, aseguraban sudores a mares, ya que se trataba de seguir y controlar centenares de personas, entre ellas, todos los antiguos empleados de River Valley, todos los amigos y familiares, todos aquellos con quienes el señor Clutter había concertado negocios, grandes o pequeños..., un viaje a paso de tortuga en su pasado. Porque, como Dewey les dijo a sus compañeros:
—Hay que proseguir hasta que conozcamos a los Clutter mejor de lo que ellos mismos llegaron jamás a conocerse. Hasta que veamos un punto de contacto entre lo que encontramos aquella mañana de domingo y algo que sucedió quizá cinco años atrás. La conexión. Tiene que haber una. Tiene que haberla.
La esposa de Dewey dormitaba, pero se despertó otra vez cuando él volvió a levantarse de la cama. Oyó todavía cómo contestaba de nuevo al teléfono, y de la habitación contigua donde dormían los niños, le pareció que salían sollozos.
-¿Paul?
Por lo general Paul no se alteraba por nada ni podía decirse que fuera un niño molesto ni que tuviera nada de llorón. Andaba demasiado ocupado cavando túneles en el patio de la casa o haciendo prácticas para llegar a ser «el corredor más veloz de Finney County». Pero aquella mañana, a la hora del desayuno, rompió a llorar. Su madre no tuvo que preguntarle por qué; sabía muy bien que, aunque el pequeño sólo captaba a medias las razones del movimiento que había a su alrededor, se sentía amenazado: por aquel teléfono obsesionante, por los desconocidos que llamaban a la puerta, por los ojos de su padre, cansados y llenos de preocupación. Ella, entonces, se dirigió a Paul para reconfortarle. Su hermano, tres años mayor, le ayudó:
—Paul —le dijo—. Tranquilízate, ahora cálmate y mañana te enseñaré a jugar al póquer.
Dewey estaba en la cocina. Marie, que iba en su busca, se lo encontró allí, esperando a que el café se colara y con las fotografías del escenario del delito desparramadas ante sí, como manchas macabras en la mesa de la cocina, que estropeaban el efecto de las bonitas frutas estampadas sobre el hule. (En una ocasión él le había ofrecido enseñarle las fotos y ella había rehusado diciendo: «Quiero recordar a Bonnie tal como era..., a todos ellos.») Dewey propuso:
—Quizá sería mejor que los niños estuvieran con mi madre.
Su madre, viuda, no vivía muy lejos, en una casa que a ella le parecía demasiado grande y silenciosa; los nietos eran siempre bien venidos.
—Por unos pocos días. Hasta..., bueno..., hasta...
—Alvin, ¿crees que alguna vez volveremos a llevar una vida normal? —preguntó la señora Dewey.
Su vida normal era ésta: los dos trabajaban, la señora Dewey como secretaria en una oficina, y se repartían los quehaceres domésticos, turnándose en la cocina y en las limpiezas. («Cuando Alvin era sheriff, me consta que algunos se burlaban de él y decían: "¡Mira, mira! ¡Ahí va el sheriff Dewey! ¡Todo un machote! Lleva una seis balas automática. ¡Pero en cuanto llega a casa, deja el arma y se pone el delantal!"») Por entonces, estaban ahorrando para construir una casa en un terreno de cerca de diez hectáreas que Dewey había comprado en 1951, varios kilómetros al norte de Garden City. Si hacía buen tiempo y especialmente cuando los días eran cálidos y el trigo estaba crecido y amarillo, le gustaba llegarse hasta allí en el coche y probar puntería (disparar a los cuervos, a latas de conserva) o vagar con la imaginación por la casa que soñaba tener, por el jardín que soñaba cultivar y bajo los árboles que aún no había plantado. Tenía la seguridad de que algún día, en aquella llanura sin sombra alguna, se alzaría su propio oasis de robles y olmos.
—Algún día, si Dios quiere.
La fe en Dios y el ritual que esta fe requería (ir a la iglesia todos los domingos, rezar antes de las comidas y antes de irse a acostar) constituían una importante parte de la existencia de Dewey.
—No entiendo cómo nadie puede sentarse a la mesa sin sentir deseos de bendecirla —dijo una vez la señora Dewey—. A veces, cuando vuelvo a casa después del trabajo, bueno, pues estoy cansada. Pero siempre hay café sobre el hornillo y a veces carne en el congelador. Los chicos encienden fuego para hacer la carne, charlamos, nos contamos unos a otros cómo fue nuestra jornada y cuando la cena está dispuesta, me doy cuenta de que tengo muy buenos motivos para sentirme feliz y agradecida. Y por eso digo entonces: Gracias, Señor. Y no lo digo sólo porque debo, sino porque siento necesidad de hacerlo.
—Alvin, contéstame —dijo ahora la señora Dewey—. ¿Crees que alguna vez volveremos a llevar una vida normal?
Iba a contestar, pero el teléfono le detuvo.


El viejo Chevrolet salió de Kansas City el 21 de noviembre sábado por la noche. El equipaje iba atado al guardabarros y al techo. El portaequipajes no se podía cerrar de tan cargado y atestado que iba. En el interior del coche, sobre el asiento posterior, había dos aparatos de televisión uno encima de otro. Los pasajeros viajaban estrechos: Dick, al volante, y Perry abrazado a su vieja guitarra Gibson, la más amada de sus posesiones. En cuanto a los demás bienes de Perry (una maleta de cartón, una radio portátil gris, marca Zenith, un bidón de cinco litros de extracto de root beer, —temía no encontrar en México su bebida favorita—, y dos grandes cajas conteniendo libros, manuscritos y recuerdos queridos). ¡Y cómo se había puesto Dick! Había maldecido las cajas, dándoles de puntapiés, diciendo que sólo eran «doscientos kilos de asquerosa porquería». Las dos cajas formaban parte también del desorden del interior del coche.
Hacia la medianoche, cruzaron la frontera de Oklahoma. Perry contento y feliz de haber salido de Kansas, logró por fin despreocuparse del todo. Ahora era cierto: estaban en camino. En camino para no volver jamás. Sin remordimientos por lo que a él se refería, ya que no dejaba nada atrás, nadie que se preguntara con profundo interés qué viento se lo habría llevado. No podía decirse lo mismo de Dick, porque quedaban todos aquellos que él pretendía querer: tres hijos, una madre, un padre, un hermano. Personas a quienes no se había atrevido a confiar sus planes, ni a decir adiós, a pesar de que no esperaba volver a verlos, por lo menos en esta vida.


«Enlace Clutter-English celebrado el sábado.» Este titular, aparecido en la página de notas de sociedad del Telegram, de Garden City del 23 de noviembre, sorprendió a muchos lectores. Al parecer, Beverly, la segunda de las dos hijas del señor Clutter, se había casado con el señor Vere Edward English, el joven estudiante de biología con el que hacía tiempo estaba prometida. La señorita Clutter había lucido vestido blanco y la ceremonia se había celebrado con toda pompa («La señora de Leonard Cowan actuó de solista y la señora de Howard Blanchard, de organista»), en «la Primera Iglesia Metodista», aquella misma iglesia donde tres días antes la novia había llorado, como era de rigor, a sus padres, a su hermano y a su hermana menor. Pero, sin embargo, según el Telegram: «Vere y Beverly tenían planeado casarse por Navidades. Las participaciones estaban ya impresas y el padre de la novia había reservado la iglesia. Debido a la inesperada tragedia y dado que la mayoría de parientes se hallaban por ello reunidos, venidos de lugares distantes, la joven pareja decidió celebrar su boda el sábado.”
Celebrada la boda, todos los Clutter se dispersaron. El lunes, día en que los últimos de ellos abandonaron Garden City, el Telegram publicó en su primera plana una carta escrita por el señor Howard Fox de Oregón, Illinois, hermano de Bonnie Clutter. La carta después de agradecer al vecindario el haber abierto sus «casas y corazones» a la desconsolada familia, se transformaba en un ruego. «En esta comunidad (se refería a Garden City) hay muchos resentimientos. He oído decir incluso y en más de una ocasión, que cuando se encuentre al asesino ha de colgársele del árbol más cercano. No permitamos que ésos sean nuestros sentimientos. El daño está ya hecho y acabar con otra vida en nada podrá cambiarlo. Sepamos perdonar según la voluntad de Dios. No estaría bien que alimentáramos rencor en nuestros corazones. Al autor de este acto, le será muy difícil vivir con su conciencia. Sólo obtendrá la paz de espíritu cuando recurra a Dios en busca de perdón. No seamos sus obstáculos; por el contrario, roguemos para que encuentre la paz.”


El auto estaba aparcado en un promontorio donde Perry y Dick habían decidido hacer un alto. Era mediodía. Dick recorría el panorama con unos prismáticos. Montañas. Gavilanes revoloteando en un cielo blanco. Una polvorienta carretera que entraba y salía, serpenteando, de un polvoriento pueblecito blanco. Aquél era su segundo día en México y hasta el momento todo le había parecido magnífico, hasta la comida. (En aquel instante se estaba comiendo una tortilla fría y aceitosa.) Habían cruzado la frontera por Laredo en Texas, la mañana del 23 de noviembre, y dormido su primera noche en un prostíbulo de San Luis de Potosí. Estaban ahora a trescientos kilómetros al norte de su próximo destino, México capital.
—¿Sabes qué estoy pensando? —preguntó Perry—. Pues que nosotros dos debemos de tener algo anormal. Para hacer lo que hicimos.
--¿Hicimos qué?
—Lo de por allá.
Dick dejó caer los prismáticos en su funda de piel, un lujoso estuche que lucía las iniciales H. W. C. Estaba harto. Harto hasta el cansancio. ¿Por qué demonios no podría tener Perry la boca cerrada? ¡Cristo Jesús! ¿De qué servía sacar a relucir aquella historia cada dos por tres? Era verdaderamente insoportable. Ahora que habían llegado a una especie de acuerdo de no mencionar el condenado asunto, más aún. Había que olvidarlo y basta.
—La gente capaz de hacer algo así debe de tener algo anormal —insistió Perry.
—No hablarás por mí, rico —dijo Dick—. Yo soy un tipo normal.
Y Dick estaba convencido de lo que decía. Se creía tan equilibrado, tan cuerdo como el que más. Sólo que quizás un poco más listo que la mayoría. Pero Perry... Había, al parecer de Dick, «algo anormal» en el pequeño Perry. Y se quedaba corto. En la primavera anterior, cuando compartían la misma celda en la Penitenciaría del Estado de Texas, se había familiarizado con muchas de las peculiaridades menores de Perry: con lo «tan crío» que podía ser, siempre mojando la cama y llorando en sueños («Papá, te he buscado por todas partes, ¿dónde estás, papa?») y siempre «pasándose horas sentado chupándose el pulgar y meditando frente a sus presuntas guías de tesoros». Lo que sólo era una parte, porque había otras. En ciertas cosas, Perry nada tenía de crío «le ponía a uno los pelos de punta». Por ejemplo, tenía un mal genio infernal. Podía ponerse fuera de sí «más de prisa que un indio borracho». Pero lo malo era que nadie se apercibía de ello. «Puede que estuviera a punto de matarte, pero nadie podría decirlo, ni mirándole ni escuchándolo», dijo Dick una vez. Por violenta que fuera su cólera interior, Perry no dejaba de ser exteriormente aquel hombre duro y frío de ojos serenos un poco soñolientos. Hubo un tiempo en que Dick creyó poder controlar, poder regular la temperatura de aquellas súbitas fiebres heladas que daban sudores y escalofríos a su amigo. Se había equivocado y la consecuencia del descubrimiento fue sentirse inseguro con Perry, del todo desorientado. En realidad lo natural era que le tuviera miedo y no acertaba a adivinar por qué no se lo tenía.
—Muy dentro de mí —prosiguió Perry—, en lo más profundo, nunca creí que podría hacerlo. Una cosa así.
—Y aquel negro, ¿qué? —comentó Dick.
Silencio. Dick se dio cuenta de que Perry se había quedado mirándole-. Hacía una semana que, en Kansas City, Perry se había comprado unas gafas oscuras de última moda con varillas plateadas y cristales espejados. A Dick no le gustaban. Le había dicho a Perry que le daba vergüenza que le vieran «con alguien que llevaba semejante pijotería». En realidad, lo que le irritaba eran los cristales espejados: no resultaba muy tranquilizador tener los ojos de Perry escondidos tras el misterio de aquellas superficies coloreadas y reflectoras.
—Pero con un negro —respondió Perry— es distinto.
Aquel comentario, la reluctancia con que había sido pronunciado, hizo que Dick preguntara:
—¿O es que no lo mataste? ¿O no fue como me dijiste?
Era una pregunta importante porque su interés en Perry, su valoración de las características y posibilidades de Perry, tuvieron origen en esa historia que un día le contó de cómo se cargó a un negro, dándole golpes hasta dejarlo tieso.
—Pues claro que lo maté. Sólo que... un negro no es lo mismo. —Luego añadió—: ¿Sabes lo que me roe el cerebro? ¿De lo otro? Que no me lo creo..., que no creo que nadie pueda salirse con tanta facilidad de una cosa así. Porque no veo cómo puede ser. Hacer lo que hicimos. Y tener la seguridad cien por cien de que no va a pasarnos nada. Eso es lo que me pudre la sangre..., que no me puedo quitar de la cabeza que va a pasarnos algo.
Aunque de niño había frecuentado la iglesia, Dick no se había inclinado nunca a creer en Dios ni se dejaba turbar por supersticiones. A diferencia de Perry, no tenía la certeza de que un espejo roto significara siete años de mala suerte, ni que contemplar la luna nueva a través de un cristal presagiara desgracias. Pero Perry, con sus agudas e irritantes intuiciones, había dado de lleno en una de las recurrentes dudas de Dick. También Dick pasaba por momentos en que aquella pregunta le daba vueltas por la cabeza: ¿Será posible..., serían ellos dos capaces «ante Dios, de salir con bien de una cosa como ésa»? De pronto le dijo a Perry:
—Y ahora basta. Cállate.
Inmediatamente puso el motor en marcha y sacó el coche del promontorio dando marcha atrás. Frente a él, en la polvorienta carretera, vio un perro que trotaba bajo el cálido sol.
Montañas. Gavilanes revoloteando en un cielo blanco.
Cuando Perry le preguntó a Dick: «¿Sabes qué estoy pensando?», sabía que iniciaba una conversación que a Dick iba a gustarle muy poco y que por esa razón él mismo hubiera preferido evitar. Estaba de acuerdo con Dick: ¿Por qué seguir hablando de ello? Pero no siempre lograba reprimirse. Tenía lapsus de debilidad, momentos en que «recordaba cosas» (una luz azulada que explotaba en una habitación oscura, los ojos de cristal de un oso de peluche), en que unas voces, ciertas palabras empezaban a darle vueltas por la cabeza («¡Oh, no! ¡Oh, se lo ruego! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No lo haga! ¡Oh, se lo ruego, no lo haga, se lo ruego!»), volvía a oír ciertos ruidos (un dólar de plata rodando por el suelo, el pisar de unas botas en una escalera de madera y el sonido de las respiraciones, el jadeo, las frenéticas aspiraciones de aire de un hombre con la tráquea partida).
Cuando Perry dijo: «Pienso que nosotros dos debemos de tener algo anormal», estaba admitiendo algo que a él mismo «no le gustaba admitir». Después de todo, era «doloroso» imaginar que uno podía ser «un anormal», especialmente si de ser anormal uno no tenía la culpa sino que era «algo con lo que ya se nació». No había más que fijarse en su propia familia. En lo que había venido a parar. La madre, una alcohólica que murió ahogada en uno de sus vómitos. De sus hijos, dos muchachos y dos niñas, sólo la hija menor, Bárbara, se había asentado en una vida regular, se había casado y había empezado a crear una familia. Fern, la otra hija, se tiró ventana abajo de un hotel de San Francisco. (Perry «trató siempre de creer que había resbalado» porque a Fern, él la había querido mucho. Era una «persona tan estupenda», con tanto sentido «artístico», una «formidable» bailarina y además sabía cantar bien. «Sólo que hubiera tenido una pizca de suerte, en el físico suyo y todo lo demás, hubiera podido hacer carrera, llegar a ser alguien.» Era triste pensar que se había subido a la cornisa de una ventana para arrojarse desde un decimoquinto piso.) Y luego Jimmy, el hijo mayor, Jimmy que al fin había impulsado a su mujer al suicidio para el día siguiente suicidarse también él.
Después oyó cómo Dick decía: «No hablarás por mí, rico. Yo soy un tipo normal.» ¿No sería aquella respuesta un sarcasmo? Pero no importaba, mejor pasarlo por alto. «Muy dentro de mí —había proseguido Perry—, en lo más profundo, nunca creí que podría llegar a hacerlo. Una cosa así.”
E inmediatamente cayó en cuenta de su error: Dick iba naturalmente a contestarle con una pregunta. «Y aquel negro, ¿qué?”
Cuando le contó a Dick aquel cuento fue porque ansiaba la amistad de Dick, ansiaba que Dick le «respetara», que le considerara tan «duro», tan «masculino» como él a su vez consideraba a Dick. Y fue así como un día, comentando un artículo que ambos habían leído en el Reader's Digest, titulado «¿Qué tal detective es usted?» («Cuando tenga que esperar en el dentista o en una estación de ferrocarril, trate de estudiar los signos reveladores de la gente que le rodee. Observe cómo anda, por ejemplo. Andar con las piernas rígidas puede revelar una personalidad igualmente rígida, inflexible; andar bamboleándose, falta de decisión»), Perry había dicho:
—Yo he sido siempre un formidable detective para apreciar el carácter de las personas; si no fuera así, hoy estaría ya muerto. Lo mismo que si no pudiera distinguir de quién puedo fiarme. Nunca se puede estar totalmente seguro. Pero he llegado a la conclusión de que de ti puedo fiarme, Dick. Y lo verás porque ahora mismo me voy a poner en tus manos. Te voy a decir algo que nunca conté a nadie. Ni siquiera a Willie-Jay. Que una vez me cargué a un tío —y entonces Perry vio a medida que proseguía, que el interés de Dick crecía y que realmente le escuchaba— Fue hace un par de veranos. Allí en Las Vegas. Yo vivía en aquella vieja pensión... que había sido en otros tiempos un burdel de lujo. Pero del lujo no quedaba nada. Era una casa que debieron derribar diez años atrás, de todos modos, ya se estaba cayendo a pedazos por sí sola. Las habitaciones más baratas eran las del ático que era donde estaba la mía. Y la de aquel negro también. Se llamaba King y estaba de paso. Estábamos allá arriba los dos solos..., solos más un millón de cucarachas . King ya no era joven precisamente, pero como había trabajado en carreteras y en otras cosas así, al aire libre, tenía un físico respetable. Llevaba gafas y leía todo el tiempo. Nunca cerraba su puerta. Cada vez que yo tenía que pasar por allí lo veía siempre tendido y en cueros. Estaba sin empleo y decía que tenía unos ahorros del último que tuvo y que ahora quería quedarse todo el día tumbado en la cama leyendo, abanicándose y bebiendo cerveza. Leía tebeos e historietas del Oeste: nada, pura basura. Era un buen tipo. Algunas veces bebíamos una cerveza juntos y un día hasta me prestó diez dólares. No tenía motivo alguno para hacerle ningún daño. Pero una noche, que estábamos sentados allá arriba en el ático y hacía tanto calor que no se podía dormir, le dije:
»—Anda, King, vamos a dar una vuelta por ahí en el coche.
»Yo tenía por entonces un viejo coche que había desmontado, le había trucado el motor y lo había pintado de color plata..., lo llamaba "Espectro de Plata". Fuimos a dar una vuelta muy larga. Llegamos hasta el desierto. Por allá hacía fresco. Paramos el coche y nos bebimos algunas cervezas más. King salió del coche y yo le seguí. No se dio cuenta de que yo había cogido la cadena aquella, una cadena de bicicleta que siempre tenía debajo de mi asiento. Lo cierto es que no tenía ninguna intención de hacerlo hasta que lo hice. Le di en la cara. Las gafas se le rompieron. Seguí dándole. Después no sentí nada especial. Lo dejé allí y nunca oí una palabra sobre eso. Puede que nadie lo haya encontrado. Sólo los buitres.
Había algo de verdad en aquello, Perry, efectivamente, había conocido en las circunstancias descritas a un negro llamado King. Pero si el hombre estaba por entonces muerto, no era por obra de Perry: él nunca alzó la mano contra él. Si fuera por el, King estaría todavía tumbado en algún lugar, abanicándose y consumiendo cerveza.
—¿O es que no lo mataste? ¿O es que no fue como me dijiste? —había preguntado entonces Dick.
Perry, como mentiroso, dejaba mucho que desear: no era ni astuto ni fecundo. Pero cuando contaba un cuento, generalmente sabía mantenerlo, por lo cual comentó:
—Pues claro que lo maté... Sólo que... un negro no es lo mismo. —Y luego había agregado—: ¿Sabes lo que me roe el cerebro? ¿De lo otro? Que no me lo creo..., que no creo que nadie pueda salirse así, con tanta facilidad, de una cosa como ésa.
Y sospechaba que Dick tampoco. Porque Dick estaba también cargado de ciertas aprensiones místico-morales de Perry. Por lo menos en gran parte. Así que dijo:
—Y ahora basta. Cállate.
El coche se puso en marcha. Delante, a una treintena de metros, un perro trotaba a un lado de la carretera. Dick tomó de pronto aquella dirección. Era un vulgar perro viejo, sarnoso y de huesos frágiles. El encontronazo cuando el coche lo embistió no fue mucho mayor que el que hubiera producido un pájaro. Pero Dick se sintió satisfecho:
—¡Bravo! —exclamó.
Eso era lo que decía siempre después de haber atropellado a un perro, cosa que no dejaba nunca de hacer si se le presentaba la ocasión.
—¡Bravo! ¡Le dimos de pleno!


Pasó la fiesta de Acción de Gracias y la temporada del faisán llegó a su fin pero no llegaba a desvanecerse el soleado veranillo con su serie de días límpidos y claros. El último de los periodistas forasteros, convencido de que el caso no iba a resolverse nunca, se fue de Garden City. Pero la gente de Finney County, o por lo menos los parroquianos asiduos del mejor punto de reunión de Holcom, el Café Hartman, no lo consideraba de ningún modo cerrado.
—Desde la desgracia, hemos trabajado todo cuanto podíamos —ccomentó la señora Hartman, paseando la mirada en torno de sus bien aparejados dominios, cuyos huecos enteramente estaban ocupados por granjeros, braceros y mozos de campo con olor a tabaco que se bebían su café, de pie o recostados.
—No son más que un hatajo de viejas —añadió Clare, la prima de la señora Hartman y encargada de la estafeta, que casualmente estaba allí—. Si fuera primavera y tuviesen trabajo que hacer, no andarían por acá. Pero el grano ya se ha recogido, el invierno está en camino y el único quehacer que tienen es sentarse aquí y espantarse los unos a los otros. ¿Conoce a Bill Brown, el del Telegram? ¿Vio qué artículo de fondo escribió? ¿Ese que tituló «otro delito»? Decía: «Ya es tiempo de que cada cual sepa contener su lengua.» Porque ése es también un crimen..., eso de contar mentiras puras. Pero ¿qué cosa quiere esperar? Mire a su alrededor. Serpientes de cascabel. Sabandijas. Traficantes de chismes. ¿Acaso ve algo más? ¡Ja, ja! ¡Y un cuerno!
Uno de los rumores originados en el Café Hartman se refería a Taylor Jones, el granjero cuya propiedad limitaba con la hacienda de River Valley. Según opinión de buena parte de la clientela del café, Jones y su familia, y no los Clutter, eran las víctimas que el asesino en realidad buscaba.
—Sena más lógico —argumentaba uno de los que sostenían tal punto de vista—. Taylor Jones es un hombre mucho más rico de lo que Clutter nunca fue. Ahora bien, supongamos que el tipo que lo hizo no era nadie de la zona. Supongamos que fuera un asesino a sueldo y que sólo le dieran instrucciones de cómo llegar a la casa. Bueno, pues podrían ser muy fácil que cometiera un error (que tomara una carretera por otra) y que viniera a parar a casa de Herb en vez de a casa de los Taylor.
La «Teoría Jones» fue enormemente difundida..., especialmente a los Jones, familia digna y sensata que no se dejó perturbar lo más mínimo por ella.
Una barra de snach para comidas, unas pocas mesas, una especie de trastienda que albergaba las parrillas, una nevera y una radio. No había más en el café Hartman.
-Pero a nuestros clientes les gusta —aseguraba la propietaria—. Por fuerza. No tienen otro sitio adonde ir. A menos que viajen quince kilómetros en una dirección o veinticinco en la otra. También hay que reconocerlo, éste es un lugar simpático y el café muy bueno desde que Mabel vino a trabajar aquí —Mabel era la señora Helm— Porque después de la tragedia yo le dije: «Mabel, ahora que te has quedado sin trabajo, ¿por qué no te vienes y me echas una mano en el café? Me ayudas a preparar comidas, a servir en el bar.» Así es como fue.... lo único malo es que el que entra aquí no deja de molestarla con sus preguntas. Sobre la tragedia. Pero Mabel no es como mi prima Myrt. Es tímida. Y además no sabe nada especial. Nada que ya todo el mundo no sepa.
Pero, en general, la congregación seguía sospechando que Mabel Helm sabía un par de cosas que no decía. Y desde luego, que era así. Dewey había tenido varias conversaciones con ella y le hizo prometer que sobre cuanto hablaran había de mantener total silencio. Especialmente, tenía que guardarse muy mucho de mencionar que había echado de menos la radio y que habían encontrado el reloj de Nancy en el zapato de la niña. Y por eso le contestó a la esposa de Archibald William Warren-Browne:
—Cualquiera que lea los diarios sabe tanto como yo. Más, porque yo no los leo ni me queda tiempo para leerlos.
Cuadrada, rechoncha, en sus cuarenta, una inglesa con una jerga tan de la alta sociedad que su inglés resultaba poco menos que incomprensible, la esposa de Archibald William Warren-Browne no se parecía en nada a los demás parroquianos del café, de modo que en aquel ambiente ella era como un pavo real en un corral de patos. En cierta ocasión, explicándole a un conocido por qué ella y su esposo habían abandonado «las posesiones de familia en el norte de Inglaterra», cambiando su morada hereditaria («el más encantadoor, el más remoníísimo de los prioratos de solera») por una vieja granja que nada tenía de «remonísima», allá por las llanuras de la Kansas occidental, la señora Warren-Browne dijo:
—Por el fisco, amiga mía. Los impuestos de las herencias. Enoormes, criminales. El fisco nos sacó de Inglaterra. Sí, hará un año que salimos de Inglaterra. Sin lamentaciones. Ni una. Nos encanta esto. Lo adoramos. Aunque, claro, es muy diferente de nuestra otra vida de allá. La clase de vida que siempre conocimos. París y Roma. Monte. Londres. Ocasionalmente me acuerdo de Londres. ¡Oh, pero no es que lo eche de menos! Aquella prisa de siempre, sin un taaxi libre en toda la ciudad, pendiente a toda hora de cómo uno viste, de la elegancia. No, positivamente no. Nos encanta esto. Supongo que ciertas personas, las que conocieron nuestro pasado y la clase de vida que fue la nuestra, lo que alternábamos, se preguntarán si no nos sentimos un poquitín solos, por aquí, rodeados de trigales. Era en el Oeste donde pensábamos instalarnos. En Wyoming o en Nevada: la vraie chose . Esperábamos que una vez allá, también a nosotros nos tocara un poco de petróleo.
»Pero cuando íbamos de viaje, nos detuvimos en Garden City a visitar a unos amigos, amigos de unos amigos. Y en realidad no pudieron ser más amables. Insistieron en que nos quedáramos. Y nosotros pensamos. Bueno, ¿y por qué no? ¿Por qué no arrendar un pedacito de tierra y poner un rancho de caballos? ¿O una granja agrícola? Todavía no hemos decidido si nos dedicaremos a los animales o a la agricultura. El doctor Austin nos preguntó si el lugar no nos resultaba demasiado tranquilo, quizá. De ninguna manera. A decir verdad, nunca me había visto en un bullicio por el estilo. Con más ruido que un bombardeo aéreo. Silbido de trenes. Coyootes. Monstruos que aúúllan toda la santa noche. Un alboroto infernal. Y desde la historia de los asesinatos estoy que no vivo. Como tantas otras cosas que me tienen en vilo. Nuestra casa... es una vieja caja de ruidos. Pero le aclaro, no es que me queje de nada. En realidad es una casa con toda clase de comodidades, toodo lo que se requiere en la vida moderna. Pero..., ¡Oh..., cómo toóse y cómo gruuñe! Cuando oscurece, cuando comienza ese viento, ese odiooso viento de la pradera, se oyen los gemidos más aterradores, quiero decir, si una es un poco impresionable, no puede menos que imaginar... bobadas. ¡Santo Dios! ¡Esa pobre familia! No, no habíamos sido presentados. Yo vi una vez al señor Clutter, en el Edificio Federal.
A principios de diciembre, en el transcurso de una misma tarde, dos de los parroquianos más asiduos del café, anunciaron que habían decidido marcharse de allí para cambiar no sólo de lugar sino de estado. El primero fue un aparcero que trabajaba para Lester McCoy, conocido terrateniente y hombre de negocios de Kansas.
—He ido a hablar con el señor McCoy —dijo—. He intentado explicarle lo que pasa por acá. Que no hay persona que duerma en Holcomb. Mi mujer no consigue dormir y no me deja dormir a mí. Así que le dije al señor McCoy que el puesto me agrada, pero con todo esto será mejor que empiece a buscar otro hombre. Contando con que nosotros nos mudamos. Allá para el este del estado de Colorado. Quizá entonces pueda descansar.
El segundo en anunciar que se iba fue la mujer de Hideo Ashida que pasó por el café con tres de sus cuatro hijos de sonrosadas mejillas. Los puso en fila frente a la barra del bar y le dijo a la señora Hartman:
—Déle a Bruce una bolsa de rosetas. Bobby quiere una Coca-Cola. ¿Y Bonnie Jean? Ya sabemos cómo te sientes Bonnie Jean, pero anda, toma tú también algo.
Bonnie Jean negó con la cabeza y la señora Ashida dijo:
—Bonnie Jean está un poco triste. No quiere marcharse de aquí. Dejar este colegio y todos sus amigos.
—Anda, vamos —le dijo sonriendo la señora Hartman a Bonnie Jean—. No tienes por qué estar triste, hijita. Después de todo, pasar de Holcomb a Garden City es mejorar, allí hay más niños...
—Es que usted no comprende —dijo Bonnie Jean—. Es que mi papá nos lleva lejos. A Nebraska.
Bess Hartman se quedó mirando a la madre como esperando que negara lo que había dicho la niña.
—Es cierto, Bess —dijo la señora Ashida.
—No sé qué decir —contestó la señora Hartman en un tono que quería ser indignado, atónito y desesperado a la vez.
Los Ashida formaban parte de la comunidad de Holcomb y todos los apreciaban porque eran una familia simpática y alegre aunque no por eso menos trabajadora y llena de amabilidad y generosidades para con todo el mundo, a pesar de que no tenían muchos medios con qué serlo.
—Hace mucho tiempo que veníamos hablando sobre eso —añadió la señora Ashida—. Hideo cree que nos puede ir mejor en otra parte.
—¿Y para cuándo piensan marcharse? —comentó la señora Hartman.
—En cuanto lo hayamos vendido todo. Aunque, de todos modos, no será antes de Navidades. Porque nos hemos puesto de acuerdo con el dentista para lo del regalo de Navidad de Hideo. Yo y los niños pensamos regalarle tres dientes de oro para Navidad.
La señora Hartman suspiró:
—No sé qué decir. Sólo que quisiera que no se fueran de aquí. Así, dejándonos —volvió a suspirar—. Es como si nos fuéramos a quedar sin nadie. De una manera o de otra.
—Pero ¿es que se cree usted que yo quiero marcharme? —exclamó la señora Ashida—. Por lo que respecta a la gente éste es el mejor lugar en que hemos vivido. Pero Hideo, él es el hombre y dice que en Nebraska tendremos una granja mejor. Y voy a decirle a usted una cosa, Bess —la señora Ashida intentó fruncir el ceño, pero su rostro regordete, redondo y liso, no se lo permitió—: Hemos tenido más de una discusión por ese motivo hasta que una noche fui y dije: «Muy bien. Tú eres quien manda, vayámonos.» Después de lo que les sucedió a Herb y a su familia me da la impresión de que aquí todo se ha acabado. Personalmente, hablo. Para mí. Así que dejé de discutir y le dije: Está bien. —Metió y sacó la mano en la bolsa de rosetas de Bruce—. Caramba, que no puedo borrármelo de la cabeza. Yo apreciaba mucho a Herb. ¿Sabía usted que yo fui una de las últimas personas que les vio con vida? ¡Ah, ja! Los niños y yo. Estuvimos en una reunión del club 4-H en Garden City y al terminar él nos llevó a casa en el coche. La última cosa que le dije a Herb fue que no podía imaginármelo nunca asustado. Que cualquiera que fuera la circunstancia en que se viera, creía que siempre sabría salir con éxito.
Pensativa, mordisqueó una roseta, tomó un sorbo de la Coca-Cola de Bobby y añadió:
—Es extraño, pero yo apostaría a que no tuvo miedo. Como quiera que fuese, yo apostaría que hasta el último momento él no creyó que pudiera estarle ocurriendo de veras. Porque una cosa así no podía suceder. Y menos a él.


El sol estaba quemando. Una pequeña embarcación estaba anclada en un mar tranquilo. Era el Estrellita con cuatro personas a bordo: Dick, Perry, un joven mexicano y Otto, un acaudalado alemán de mediana edad.
—Otra vez, por favor —pidió Otto.
Y Perry, rasgueando su guitarra, cantó con voz ronca un poco velada, una canción de las Montañas Smoky:

En este mundo; boy, mientras estamos vivos
algunos dicen de nosotros lo peor que pueden decir
pero cuando estemos muertos y dentro de nuestras cajas
vendrán a deslizar flores en nuestra mano.
Querrías tú darme flores ahora,
mientras aún estoy viviendo...

Una semana en Ciudad de México y después él y Dick habían continuado hacia el sur: Cuernavaca, Taxco, Acapulco. Y fue en Acapulco, en una tasca con tocadiscos automático, donde conocieron al velludo y simpático Otto. Dick lo había «abordado». Pero el caballero, un abogado de Hamburgo, que estaba de vacaciones, «ya tenía un amigo», un muchacho de Acapulco que se llamaba a sí mismo el Cowboy.
—Demostró ser un tipo de fiar -declaró Perry una vez refiriéndose al Cow-boy—. Pérfido como Judas, de algún modo, pero ¡oh, caramba, un tipo divertido! Un pillo de siete suelas. A Dick le gustaba también. Nos entendíamos maravillosamente.
El Cow-boy encontró para los tatuados viajeros a la deriva, habitación en casa de un tío suyo, se empeñó en mejorar el español de Perry y compartió con ellos los beneficios de su relación con el turista de Hamburgo, en cuya compañía y a cuyas expensas bebían, comían y se pagaban mujeres. Parecía que el anfitrión sentía bien empleados sus pesos aunque sólo fuera en saborear los chistes de Dick. Cada día, Otto alquilaba el Estrellita, una embarcación de pesca de alta mar y los cuatro amigos recorrían la costa con anzuelos. El Cowboy capitaneaba el barco, Otto dibujaba y pescaba, Perry preparaba los anzuelos, soñaba, cantaba y, a veces, también pescaba. Dick no hacía nada... sólo gemir, indiferente a todo, quejarse del balanceo, drogándose de sol, siempre tumbado como una lagartija a la hora de la siesta.
—Esto sí que es vida. La clase de vida como debe ser.
Perry hablaba así, pero sabía que aquello no podía continuar y que estaba destinado a concluir precisamente aquel mismo día. Al día siguiente, Otto se volvía a Alemania y Perry y Dick se irían en su coche a Ciudad de México... A instancias de Dick.
—Claro que sí, rico —había dicho cuando debatían sobre el asunto—. Es estupendo y todo eso. Con el sol sobre tu espalda. Pero la pasta se nos va volando. Y cuando nos hayamos vendido el coche, ¿qué nos quedará?
La contestación era que muy poco, porque por entonces ya se habían gastado casi toda la suma adquirida el día de Kansas City, con la efervescencia de los cheques sin fondos. Se habían vendido la cámara, los gemelos, los aparatos de televisión. También le habían vendido a un policía de Ciudad de México, con el que Dick había hecho amistad, unos prismáticos y una radio portátil gris marca Zenith.
—Lo que vamos a hacer es regresar a Ciudad de México, vender el coche y yo quizás encuentre allí empleo en algún garaje. De cualquier modo, es mejor irnos para allá. Más oportunidades. Cristo, y seguro que podría echar mano de aquella Inés.
Inés era una prostituta que había abordado a Dick en los escalones del Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México (la visita formaba parte de un recorrido turístico para complacer a Perry). Tenía dieciocho años y Dick le había prometido casarse con ella. Claro que también se lo había prometido a María, una cincuentona viuda de un «banquero mexicano muy prominente». La había encontrado en un bar y a la mañana siguiente ella le había pagado el equivalente a siete dólares.
—Entonces, ¿qué dices? —le preguntó a Perry—. Vendemos el auto, buscamos trabajo y nos guardamos la pasta. Y vemos qué pasa.
Como si Perry no pudiera predecir exactamente lo que iba a pasar. Por el viejo Chevrolet les darían dos o trescientos dólares. Dick, si lo conocía bien y ahora sí que lo conocía, se lo gastaría inmediatamente en vodka y mujeres.
Mientras Perry cantaba, Otto trazó un rápido bosquejo en su cuaderno de dibujo. La semejanza no era desdeñable y el artista había captado una expresión no demasiado frecuente del semblante de su modelo: aquella cierta malicia, una divertida malicia pueril que remitía a la imagen de un pervertido cupido que llevara las flechas envenenadas. Estaba desnudo hasta la cintura. (A Perry le daba «vergüenza» quitarse los pantalones, le daba «vergüenza» ponerse el traje de baño porque temía que la vista de sus piernas lisiadas diera aprensión a la gente, así que, a pesar de sus fantasías de vida submarina, y toda su charla sobre inmersiones, no se había metido en el agua ni una sola vez. Otto reprodujo unos cuantos tatuajes que adornaban el supermusculoso pecho, los brazos y las pequeñas manos algo femeninas aunque callosas del modelo. El cuaderno de dibujo que Otto le dio a Perry como regalo de despedida, contenía varios «estudios de desnudo» de Dick.)
Otto cerró el cuaderno, Perry dejó su guitarra y el Cow-boy levó anclas y puso el motor en marcha. Era la hora de regresar. Estaban a quince kilómetros de la costa y el agua empezaba a ponerse oscura.
Perry insistió en que Dick se pusiera a pescar:
—Puede que no tenga otra oportunidad —dijo.
—¿Qué oportunidad?
—De atrapar uno de los gordos.
—Jesús, me viene uno de esos puñeteros ahora —contestó Dick—. Me encuentro mal.
Dick sufría con frecuencia fuertes dolores de cabeza, intensos como jaquecas («uno de esos puñeteros»). Suponía que eran consecuencia de su accidente de coche.
—Por favor, rico. Procura estar muy, muy quieto.
Momentos después, Dick olvidó sus dolores. Se puso de pie gritando excitadísimo. También Otto y el Cow-boy gritaban. Perry había pescado uno de los «gordos». Una aguja de mar de tres metros que brincaba por el aire, volvía a caer en el mar, se arqueaba como el arco iris, se hundía, descendía a las profundidades dando grandes sacudidas a la caña de pescar, se debatía, volaba, caía, emergía. Una hora y parte de otra transcurrió antes de que los cuatro hombres, bañados en sudor, consiguieran, haciendo girar el carrete, introducirla en la barca.
Hay un viejo, con una antigua cámara fotográfica de madera que anda siempre por el puerto de Acapulco y cuando el Estrellita ancló, Otto le encargó seis fotografías de Perry posando junto a su presa. Desde el punto de vista técnico, el trabajo del viejo fotógrafo resultó más bien deficiente: copias oscuras y con rayas de luz. No obstante eran fotografías buenas, más que nada por la expresión de Perry, su gesto de absoluta satisfacción, de beatitud como si por fin, y como en uno de sus sueños, un gran pájaro amarillo lo hubiera transportado al paraíso.

Una tarde de diciembre Paul Helm podaba aquel recuadro de miscelánea floral que había dado a Bonnie Clutter derecho a ser socia del Círculo de Plantas y Jardines de Garden City. Era una melancólica tarea porque le recordaba otra tarde en que había hecho lo mismo. Aquel día en que Kenyon fue a ayudarle y resultó ser la última vez que lo vio con vida. A Kenyon, a Nancy y a todos. Las semanas transcurridas desde entonces no habían sido fáciles para Helm. Andaba «mal de salud» (peor de lo que pensaba, ya que le quedaban cuatro meses de vida) y estaba preocupado por muchas cosas a la vez. Su trabajo, por nombrar una. Se preguntaba si el empleo le duraría mucho. Nadie parecía saberlo con certeza pero tenía entendido que las «niñas», Beverly y Eveanna, tenían intención de vender la propiedad..., aunque había oído que uno de los parroquianos decía en el café:
—Nadie va a comprarles la finca, por lo menos hasta que el misterio se aclare.
No «hacía ningún bien» pensarlo..., imaginar allí extraños cultivando «nuestra tierra».
A Helm le dolía, sufría por la memoria de Herb. El solía decir que aquel lugar «siempre debía ser para un hombre de su familia». En cierta ocasión, Herb le había dicho:
—Espero que aquí habrá siempre un Clutter y también un Helm.
Sólo había transcurrido un año desde que Herb había pronunciado aquella frase. ¿Y qué iba a hacer ahora él, Señor, si la propiedad se vendía? Se sentía «demasiado viejo para tratar de encajar en un lugar diferente».
Pero aún necesitaba trabajar y, además, quería hacerlo. No era de la clase de personas que se quitan los zapatos y se quedan acurrucados junto a la estufa. También era cierto que ahora estarse en la finca le tenía intranquilo: la casa cerrada, el caballo de Nancy que vagaba perdido por los campos, el dulzón aroma de las manzanas que, desprendidas, iban pudriéndose bajo los manzanos y la ausencia casi total de ruidos... Kenyon que llamaba a Nancy al teléfono, el silbido de Herb, su alegre «Buenos días, Paul». El y Herb se «entendían maravillosamente»... nunca se cruzó una palabra brusca entre ellos. ¿Por qué, entonces, los hombres del sheriff seguían interrogándole? ¿Es que pensaban que tenía algo que ocultar? Quizá no debió mencionar nunca a aquellos mexicanos. Le había referido a Al Dewey que, a eso de las cuatro del sábado 14 de noviembre, el día de los asesinatos, un par de mexicanos, uno con bigote y el otro con marcas de viruela, se habían presentado en la finca River Valley. El señor Helm los había visto llamar a la puerta «del despacho», luego vio salir a Herb y hablar con ellos en el prado del césped y, aproximadamente diez minutos después, observó que los forasteros «enfurruñados» se alejaban. El señor Helm supuso que habrían venido en busca de trabajo y que les habían dicho que no lo había. Desgraciadamente, aunque le hicieron repetir muchas veces su versión de los acontecimientos de aquel día, no habló del incidente hasta dos semanas después porque, según le explicó a Dewey, simplemente, acababa de recordarlo. Pero Dewey y alguno de los otros investigadores parecían no creer su versión y se comportaban como si fuera una historia que se había inventado para confundirles. Preferían creer a Bob Johnson, el agente de seguros, que se pasó toda la tarde del sábado hablando con el señor Clutter en el despacho de éste y que decía estar «positivamente seguro» de que desde las dos hasta las seis y diez, él había sido la única visita de Herb. El señor Helm se mostraba igualmente rotundo: mexicanos, un bigote, marcas de viruela, las cuatro de la tarde. Herb les hubiera dicho que él decía la verdad, les hubiese convencido de que él, Paul Helm, era un hombre que «rezaba sus oraciones y se ganaba su pan». Pero Herb se había ido para siempre.
Para siempre. Y Bonnie también. La ventana de su habitación daba al jardín y a veces, generalmente cuando «pasaba por un mal momento», el señor Helm la había visto allí, durante largas horas, contemplando el jardín, como si lo que viese le encantara. («Cuando era niña —le dijo una vez a una amiga— creía firmemente que los árboles y las flores eran como los pájaros o las personas. Que pensaban cosas y hablaban entre sí. Y que nosotros podíamos oírlos si lo intentábamos realmente. Sólo había que dejar la cabeza vacía de todos los demás ruidos. Quedarse muy quieto y escuchar intensamente. A veces, todavía ahora lo sigo creyendo. Lo que ocurre es que nunca se consigue estar lo suficientemente quieto...»)
Recordando a Bonnie en la ventana, Helm alzó la vista como esperando verla, su espíritu tras los cristales. Si efectivamente la hubiese visto, no se hubiera quedado tan estupefacto como viendo lo que vio: una mano descorriendo la cortina y unos ojos escrutadores que le miraban.
—Pero —según contó después—, el sol pegaba en aquel lado de la casa.
Y hacía ondular los cristales de las ventanas, alterando con el reflejo lo que había detrás y en el tiempo que tardaba el señor Helm en llevarse la mano a los ojos, usándola de pantalla, las cortinas volvían a estar corridas, la ventana desierta.
—Mis ojos ya no ven muy bien y me pregunto si no me habrían jugado una mala pasada —recordaba después— Pero no. Tenía la seguridad de que no. Tenía la seguridad de que no se trataba de un fantasma. Porque yo no creo en fantasmas. Entonces, ¿quién podía ser? Husmeando por allá dentro, donde nadie está autorizado a entrar más que la policía... ¿Y cómo había conseguido entrar? Con todo cerrado a cal y canto como si la radio hubiese anunciado tornado. Eso es lo que me intrigaba. Pero no tenía ganas de descubrirlo, por lo menos no por mi cuenta. Interrumpí lo que estaba haciendo y me fui campo atraviesa hasta Holcomb. En cuanto llegué, telefoneé al sheriff Robinson. Le dije que alguien andaba dando vueltas por la casa de los Clutter. Bueno, llegaron en un santiamén. Policía del estado. El sheriff y los suyos. Los del KBI. Al Dewey. Y justo cuando estaban rodeando la casa, como preparándose para la acción, se abrió la puerta principal.
Por ella salió una persona que ninguno de los presentes había visto jamás, un hombre de unos treinta y cinco años, de ojos apagados, pelo alborotado, que llevaba una pistolera con una pistola de calibre 38.
—Supongo que todos los que allí estábamos tuvimos la misma idea: éste era él, el que había llegado y quien los había matado —continuó el señor Helm—. No hizo movimiento alguno. Se quedó quieto. Parpadeando. Le quitaron el arma y empezaron a hacerle preguntas.
El hombre se llamaba Adrian, Jonathan Daniel Adrian. Iba de camino hacia Nuevo México y en el presente no tenía dirección alguna. ¿Con qué intenciones se había introducido en casa de los Clutter y, además, cómo lo había hecho? Les explicó cómo. (Había levantado la tapa de un pozo y se había deslizado por la tubería que daba al sótano.) En cuanto al porqué, había leído lo ocurrido allí y sintió curiosidad por ver qué aspecto tenía aquello.
—Y entonces —según recordaba el señor Helm el episodio— alguien le preguntó si viajaba haciendo auto-stop. «¿Hacer auto-stop hasta Nuevo México? No», contestó. Tenía coche. Y estaba aparcado en la avenida, un poco más allá. Así que todos fueron para ver el coche. Cuando encontraron lo que llevaba en él, uno de los hombres, quizás Al Dewey, le dijo, a ese Jonathan Daniel Adrian: «Muy bien, señor, parece que tenemos algunas cosas de que hablar.» Porque dentro del coche lo que encontraron era un fusil calibre 12. Y un cuchillo de caza.


Una habitación de hotel en la Ciudad de México. En la habitación, una horrible cómoda moderna con un espejo de color lavanda que tenía insertado en una esquina un aviso impreso de la Dirección:
Su día termina a las 2 de la tarde
En otras palabras, los huéspedes tenían que desalojar la habitación a la hora fijada o pagar un día más de alojamiento, lujo que los actuales ocupantes no estaban dispuestos a considerar. Les hubiese gustado saber más bien cómo conseguir la suma que ya debían. Pues todo había sucedido como Perry había pronosticado: Dick había vendido el coche y, al cabo de tres días, el dinero (algo menos de doscientos dólares) se había esfumado. Al cuarto día, Dick partió en busca de un trabajo honrado y esa noche le anunció a Perry:
—¡Maldita sea! ¿Sabes cuál es la paga? ¿Qué salario dan? ¿A un mecánico especialista? Dos dólares al día. ¡México! Ya tengo bastante, rico. Hay que largarse de aquí. Volver a los Estados Unidos. No, esta vez no voy a escuchar nada. Ni brillantes, ni tesoros enterrados. Anda, despierta, enano. Los cofres de oro no existen. Ni los barcos hundidos. Y aún si los hubiera... demonios, ni siquiera sabes nadar.
Y al día siguiente, pidiéndole dinero prestado a la más rica de sus dos novias, la viuda del banquero, Dick compró dos billetes de autobús de modo que, pasando por San Diego, conseguirían llegar hasta Barstow, California.
—Desde allí —declaró—, caminaremos.
Perry hubiera podido decidir, por supuesto, quedarse él solo en México dejando que Dick se marchara a donde diablos quisiera. ¿Por qué no? ¿No había sido siempre un «solitario», sin ningún «amigo de verdad» (exceptuando el «inteligente» Willie-Jay de ojos y cabellos grises)? Pero le daba pánico separarse de Dick. Sólo pensarlo y se sentía enfermar como si tuviera que «saltar de un tren que va a ciento cincuenta por hora». La raíz de su temor, o eso es lo que él parecía creer, era una nueva y supersticiosa convicción de que «lo que tuviera que suceder» no sucedería en tanto que él y Dick «permanecieran juntos». Y luego, además, la severidad de aquel «despierta» de Dick, la agresividad con que Dick había expuesto su parecer, hasta entonces ocultado, sobre los sueños y esperanzas de Perry. Aquella perversidad clara y franca, había fascinado a Perry y aunque también le había dolido y decepcionado consiguió reavivar aquella primitiva confianza suya en Dick, en el duro, en el «absolutamente masculino», en el activo, el pragmático y el decidido Dick por el que estaba dispuesto a dejarse dominar. Y así, desde el alba de una fría mañana de primeros de diciembre en la capital de México, Perry deambulaba por aquella habitación de hotel sin calefacción, reuniendo y embalando sus pertenencias, para no despertar a las dos siluetas dormidas en una de las dos camas gemelas de la habitación: Dick y la más joven de sus novias, Inés.
Por una de sus pertenencias ya no tenía que preocuparse. En la última noche pasada en Acapulco, un ladrón le robó su guitarra Gibson desapareciendo con ella de un café del puerto donde él, Otto, Dick y el Cow-boy se estaban dando un adiós altamente alcohólico. A Perry le había amargado mucho perder su guitarra. Se sentía, según dijo posteriormente, «verdaderamente amargado y deprimido»:
—Cuando se tiene una guitarra tanto tiempo, como yo, a la que has encerado y sacado brillo, a la que has adaptado tu voz, a la que has tratado como a la chica con la que vas en serio... bueno, pasa a ser algo sagrado.
Pero si la guitarra robada había dejado así de ser una pertenencia, lo demás no. Como ahora él y Dick viajarían a pie o en auto-stop, era evidente que no podían llevar consigo más que alguna camisa y algún par de calcetines. El resto de sus ropas tendría que ser enviado y, en realidad, Perry había llenado ya una caja de cartón (con, además de varias prendas sucias, dos pares de botas, uno con suelas que dejaban la huella de unas Cat's Paw y el otro con unas suelas a rombos) y lo dirigió a su nombre, Lista de Correos, Las Vegas, Nevada. Por no tener una «dirección fija».
Pero el problema mayor, causa de dolores de cabeza, era qué hacer con sus adorados recuerdos, las dos cajas de zapatos llenas de libros, mapas, cartas amarillentas, canciones líricas, poesías y los más insólitos souvenirs (tirantes y cinturón de piel de serpiente de cascabel de Nevada que él mismo había matado, un netsuke con un dibujo erótico comprado en Kyoto, un árbol enano petrificado, también del Japón, la zarpa de un oso de Alaska). Probablemente la mejor solución, por lo menos la mejor que podía divisar Perry, era dejárselo todo a «Jesús». El «Jesús» a que se refería servía en el bar al otro lado de la calle, frente al hotel, que era, según Perry, muy simpático y sin duda una persona que le enviaría las cajas en cuanto se le dijera que lo hiciera. (Pensaba pedirlas, en cuanto contara con una «dirección fija».)
Además, había algunas cosas demasiado preciosas como para correr el riesgo de perderlas; mientras los amantes pasaban el tiempo dormitando y faltaba un tiempo para las dos de la tarde, Perry ojeaba cartas, fotografías, recortes de periódico seleccionando entre ellos los recuerdos que portaría consigo. Entre ellos, había una composición deficientemente escrita a máquina titulada Historia de la vida de mi hijo. El autor del manuscrito era el padre de Perry quien, para ayudar a su hijo a obtener la libertad bajo palabra en la Penitenciaría del Estado de Kansas, la escribió el mes de diciembre del año anterior y la envió por correo al Parole Board del Estado de Kansas. Era un documento que Perry había leído cientos de veces y nunca con indiferencia.
Infancia. Conténtame decir que, a mi ver, fue a la misma vez buena y mala. Sí, el nacimiento de Perry fue normal. Sano sí. Y pude cuidar de él como Dios manda hasta que resultó que mi mujer era una borracha perdida cuando mis hijos estaban en edad de ir a la escuela. De natural alegre, sí y no, muy serio. Si se le maltrata, nunca lo olvida. Yo cumplo siempre mi promesa y le enseñé a hacer lo propio. Mi mujer era distinto. Vivíamos en el campo. Todos nosotros somos gente de vida al aire libre. Les enseñé a mis hijos la regla de oro: Vive y deja vivir, y muchas veces mis hijos iban y uno le decía a otro que algo estaba mal hecho y el culpable lo confesaba siempre y se adelantaba a recibir una paliza. Y prometía que hora sería bueno y que haría su deber rápidamente y de buena voluntad para poder irse a jugar. Siempre se lavaban ellos mismos, lo primero que hacían en la mañana, se ponían ropa limpia, yo era muy estricto en esto y en lo del hacer maldades al prójimo y si alguno de los otros niños se comportaba mal con ellos, yo no les dejaba volver a jugar juntos. Mientras estuvimos todos unidos, mis hijos fueron como una seda. Todo empezó cuando mi mujer quiso marcharse a la ciudad y hacer una vida de perdida y se fue de casa. Yo la dejé marchar y le dije adiós cuando fue y cogió el coche y me dejó allí plantado (esto fue durante la depresión). Mis hijos lloraban a voz en cuello. Ella no hacía más que maldecirlos en diciendo que encima luego se fugarían para reunirse conmigo. Estaba como loca y me dijo que haría que los chavales me odiaran, cosa que consiguió, menos de Perry. Por amor a mis hijos yo fui luego, al cabo de varios meses y sin saberlo mi mujer, a buscarlos y los encontré en San Francisco. Traté de verlos en la escuela. Mi mujer había dado orden a la maestra de que no me dejara verlos. Pero me las arreglé para ver cómo jugaban en el patio del colegio y me quedé estupefacto cuando oí que me decían: «Mamá nos ha dicho que no te hablemos.» Todos menos Perry. El era distinto. Me echó los brazos al cuello y quería irse conmigo en ese mismo momento. Yo le dije No. Pero al terminar la clase, se fue derecho a casa de mi abogado Rinso Turco. Le volví a llevar el chaval a su madre y me fui de la ciudad. Perry me dijo luego que su madre le dijo que se buscara dónde estar. Estando mis hijos con ella, andaban sueltos por cualquier lado y tengo entendido que Perry se metió en un lío. Yo quería que ella pidiera el divorcio, cosa que hizo después de un año o así. Ella bebía, andaba de juerga y vivía con un jovenzuelo. Yo impugné el divorcio y me fue concedida la custodia de los hijos. Me llevé a Perry a casa a vivir conmigo. A los demás los interné en asilo porque no podía tenerlos a todos y como tienen sangre india, la Asistencia Social se hizo cargo de ellos como pedí.
Todo eso era durante la depresión. Yo trabajaba en el WPA y el salario era muy pequeño. Yo tenía entonces un poco de tierra y una casita. Perry y yo vivíamos en paz los dos juntos. Me dolía no estar con mis otros hijos porque a ellos los quería también. Por eso empecé a deambular de acá para allá, para olvidarlo todo. Ganaba para nosotros dos. Me vendí la casita y nos pusimos a vivir en una «casa rodante». Perry iba a la escuela cuando podía. No le gustaba mucho, la verdad. Pero él aprende en seguida y nunca tiene cuestiones con los demás. Sólo cuando a aquel Abusón le dio por meterse con él. Era pequeño, achaparrado y nuevo en el colegio, así empezaron a hacerle la vida imposible. Vieron que estaba dispuesto a luchar por sus derechos. Porque así es como yo he educado a mis hijos. Les dije siempre, no empezar una pelea porque si lo hacéis en cuanto me entere os doy fuerte. Pero si son los otros quienes empiezan, haced lo que podáis. Un día, un chaval más mayor que él, en la escuela, fue corriendo y le pegó, y ante su sorpresa, Perry lo tiró al suelo y le dio una buena tunda. Yo le había enseñado un poco de lucha. En tiempos yo hice boxeo y lucha. La directora del colegio y los demás chavales vieron la pelea. La directora tenía debilidad por el Abusón aquel. Ver cómo mi pequeño Perry le daba una paliza, era más de lo que ella podía soportar. Después de aquello, Perry se hizo el amo de la escuela, el jefe de los chavales. Si alguno molestaba a otro más pequeño, Perry zanjaba la cuestión en un instante, hasta aquel Abusón le tenía miedo a Perry y había de portarse bien. Pero todo aquello le molestó a la directora y me vino con quejas, de que si Perry se peleaba en el colegio. Le dije que ya estaba al tanto de todo y que no pensaba permitir que a mi hijo le dieran palizas chavales el doble de mayores. Y también le pregunté cómo era que permitía que el Abusón les pegara a los otros. Le dije que a Perry le correspondía defenderse, que él nunca había empezado una sola riña y que yo iba a meterme en el asunto. Le dije que a mi hijo le querían todos los vecinos y los chavales. Y también que iba a llevarme a mi hijo del colegio cuanto antes y que nos iríamos a vivir a otro estado. Lo cual hice. Perry no es un ángel y se ha comportado de mala manera más de una vez, tantas como cualquier otro chaval. Lo que está bien, bien está y lo que está mal, está mal. Yo no le defiendo por lo que ha hecho de malo. Si hizo mal que lo pague, porque quien manda es la ley y él ahora ya lo sabe.

Juventud. En la segunda guerra, Perry se enroló en la Marina Mercante. Yo me fui a Alaska y más tarde, nos reunimos allí. Yo cazaba pieles y Perry trabajaba con la Comisión de Carreteras de Alaska el primer año y después encontró empleo en ferrocarriles por un tiempo. No lograba encontrar el trabajo que a él le hubiera gustado hacer. Sí, me entregaba algunos dólares de vez en cuando, siempre que los tenía. También un mes, cuando estaba en la guerra de Corea, me envió 30 dólares. Allí se tiró toda la guerra y al final vino con permiso a Seattle, Washington. Con menciones, que yo sepa. Tiene facilidad para la mecánica. Tractores, niveladores, grúas, tractores-pala, tractores de todas clases son su ideal. Por la experiencia que tiene los sabe manejar bien. Un poco imprudente, corre como un loco con las motos y los autos. Pero desde que ha comprobado los peligros que la velocidad trae y se rompió las piernas y se lesionó la cadera, ya no corre tanto, seguro que no.

Diversiones-Aficiones. Sí ha salido con varias chicas, pero cuando veía que una le hacía algo o se burlaba, la dejaba. Nunca se ha casado, nunca, que yo sepa. Mis problemas con su madre han hecho que desconfiara y le asustara el matrimonio, quizá. Yo soy un hombre sobrio y por lo que sé a Perry tampoco le gustaba beber. Perry se parece mucho a mí. Le gusta la compañía de la gente decente, la que vive fuera de la ciudad, le gusto yo, estar solo y prefiere trabajar por su cuenta. Igual que yo. Yo sé hacer de todo un poco y lo mismo Perry. Le enseñé a ganarse la vida trabajando por su cuenta. Yo sé guisar y lo mismo él, sólo guisar para uno mismo. Cocer pan, etc..., cazar, pescar, poner trampas y muchas cosas más. Como ya he dicho, a Perry le gusta trabajar solo y si tiene la suerte de hacerlo en algo que le guste, que le digan cómo quieren que lo haga y ya lo pueden dejar solo: pone todo su orgullo en llevar a cabo su tarea. Si el jefe valora su trabajo, se desvivirá por él. Pero cuidado con hacerse el matón con él. Hay que decirle a las buenas cómo se quiere que haga las cosas. Es muy quisquilloso, se le ofende muy pronto, igual como a mí. Yo he dejado unos cuantos empleos y Perry lo mismo, por culpa de jefes que me trataban mal. Perry no tiene una gran instrucción ni tampoco yo, que sólo he hecho el segundo libro. Pero no crean por esto que no somos listos. Yo he aprendido por mi cuenta y lo mismo él. Trabajo de cuello duro no nos va ni a Perry ni a mí. Pero para trabajos de exterior, nos pintamos solos y si se presenta algo que no sepamos hacer, en diciéndonos cómo, en un par de días lo aprendemos, un trabajo o cómo funciona una máquina. De libros nada... pero de cosas que se aprenden con la experiencia, los dos las aprendemos en seguida si queremos. Primero tiene que gustarnos, claro. Pero ahora él es un inválido y casi de mediana edad. Perry sabe que ahora los contratadores de trabajo no lo quieren, los tullidos no pueden trabajar con máquinas pesadas. Se da cuenta ahora, empieza a pensar en un modo de trabajar siguiendo mi camino. Estoy seguro de que es cierto. Creo que la velocidad ya no le atrae. Me doy cuenta por las cartas que me escribe. Escribe: "Ten cuidado, papá. No conduzcas si tienes sueño, es mejor parar y descansar al lado de la carretera un rato.» Son las mismas palabras que antes le decía yo. Ahora me las dice él a mí. Ha aprendido la lección.
A mi parecer, Perry ha aprendido una lección que nunca olvidará. La libertad es todo para él y no le volverán a ver entre rejas nuevamente. Estoy seguro de que será así. He notado grandes cambios en su modo de hablar. Me dijo que lamentaba de veras lo que había hecho. También sé que le da vergüenza de que los que le conocen sepan que ha estado entre rejas y no lo dirá. Me pidió que no les dijera a sus amigos en dónde estaba. Cuando me escribió y me dijo que estaba entre rejas, le contesté que te sirva de lección, que me alegraba de que hubiera sido así, ya que podía haberle ido todavía peor, que podían haberle pegado un tiro. Le dije también que se tomara la estancia entre rejas sin pesar. Tú te lo has buscado. Tenías que saber lo que te hacías. Nunca te he enseñado a robar a los demás, así que no me protestes por lo mal que lo pasas en la cárcel. Pórtate bien, y me prometió que lo haría. Supongo y deseo que sea un buen preso.
De verdad que pienso que ninguno le convencerá de que robe otra vez. La ley manda, eso lo sabe. El ama su libertad.
Yo sé muy bien que Perry tiene buen corazón si es bien tratado. Pero si se le trata mal, es como ir contra una sierra circular. Un amigo suyo puede confiarle cualquier cantidad de dinero. Hará lo que el amigo le diga, no le robaría a un amigo un céntimo. Antes de que esto sucediera no le había robado nunca nada a nadie. Y sinceramente deseo que viva el resto de su vida como un hombre honesto. Sí, robó junto con otros siendo chaval. Pregúntenle no más si yo fui un buen padre para él y qué tal madre fue la suya cuando estaba en San Francisco. Perry sabe lo que le conviene. Lo entiende muy bien cuando le castigan. No es ningún tonto. Sabe muy bien que la vida es demasiado corta y demasiado agradable para pasársela en la sombra.

Parientes. Una hermana Bobo casada y yo su padre, somos los únicos familiares vivos de Perry. Bobo y su marido se ganan la vida solos. Tienen su casa y yo también me arreglo solo. Hace dos años me vendí mi casa de Alaska y espero que el año próximo volveré a tener otra. He denunciado la localización de varias minas y espero sacar alguna cosa. Además, no he dejado de buscar oro. También me han pedido que escriba un libro artístico sobre la talla de la madera y sobre el famoso «Trapper's Den Lodge» que construí en Alaska, y que todos los turistas que iban en coche para Anchorage conocían, cosa que quizás haga. Compartiré todo lo que tengo con Perry. Si yo tengo comida, él también la tendrá. Mientras esté vivo. Y cuando muera, tengo un seguro de vida que le dará dinero, así que podrá empezar una nueva VIDA cuando esté libre. Para en caso de que yo esté muerto entonces.

Esta biografía lograba siempre despertar en él una serie de emociones: autocompasión la primera, amor y odio juntos al principio, pero con aumento del segundo al final. La mayor parte de los recuerdos que afloraban lo hacían sin proponérselo él, aunque no todos en realidad, aquella primera parte de su vida que Perry podía recordar era un tesoro precioso, un período compuesto de aplauso y esplendor. Tenía quizás entonces tres años y se veía, con sus hermanas y su hermano mayor, sentado en la tribuna de un rodeo. En el ruedo una esbelta joven, india cherokee, montaba un caballo salvaje, un «indómito potro» y sus cabellos ondulaban al viento como los de una bailarina de flamenco. Se llamaba Flo Buckskin y era artista profesional del rodeo, «la campeona del caballo salvaje». Y su marido Tex John Smith también: en ocasión de una gira de rodeo por el oeste del país, aquella espléndida india y el apuesto cow-boy irlandés se conocieron. Se casaron y tuvieron aquellos cuatro hijos que ahora están sentados en la tribuna. (Y Perry podía recordar muchos otros espectáculos del rodeo, podía ver a su padre haciendo piruetas en un círculo de lazos que giraban veloces y a su madre con ajorcas de plata incrustadas de turquesas tintineando en sus muñecas cabalgando a desesperada velocidad en arriesgadas evoluciones que estremecían a su hijo menor y ponían en pie al público de todas las ciudades desde Texas a Oregón que aplaudía con frenético entusiasmo.)
Hasta que Perry cumplió cinco años, la compañía «Tex y Flo» continuó exhibiendo su espectáculo de rodeo. Como forma de vida no puede decirse que fuera «un lecho de rosas» contaba una vez Perry:
—Nosotros seis metidos en un camión viejo, viajábamos, dormíamos en él, a veces, vivíamos de gachas, chocolatinas y leche condensada. Hawks era la marca de la leche condensada que fue lo que me enfermó de los riñones, el azúcar que contenía, por eso siempre mojaba la cama.
Pero no es que fuera tampoco una existencia totalmente desdichada, especialmente para los chiquillos, orgullosos de sus padres de quienes admiraban su espectacularidad y valentía... sin duda una existencia más feliz que la que luego siguió. Porque Tex y Flo, obligados ambos por sus achaques a abandonar aquel ritmo de vida, se establecieron en Reno, Nevada. Se peleaban siempre y Flo empezó a «darse al whisky» y luego, cuando Perry tenía seis años, se fue a San Francisco llevándose consigo a los hijos. Fue exactamente como el padre lo había escrito: «Yo la dejé marchar cuando se fue y cogió el coche y me dejó allí plantado (esto fue durante la depresión). Mis hijos lloraban a voz en cuello. Ella no hacía más que maldecirlos en diciendo que encima luego se fugarían para reunirse conmigo.» Y en verdad, durante el curso de los tres años siguientes, Perry se escapó en varias oportunidades dispuesto a encontrar al padre que había perdido, aprendiendo a «despreciarla». El licor le había tornado la cara fofa, había hinchado el cuerpo de la que fue ágil y flexible muchacha cherokee, le había «agriado el alma», afilado la lengua hasta la perfidia y disuelto hasta tal punto la dignidad que ni siquiera le importaba preguntar el nombre de los ocasionales estibadores, conductores de tranvía y otros tipos por el estilo que aceptaban lo que ella podía ofrecerles sin cargo (lo único que pedía era que primero bebieran con ella y bailaran al son de un fonógrafo de manivela).
Por consiguiente, como recordaba Perry:
—Siempre pensaba en papá, deseando que apareciera y me rescatara y me acuerdo como si fuera ahora del día en que volví a verle. En el patio del colegio. Fue como cuando la maza de béisbol pega de lleno en la pelota. Como Di Maggio. Sólo que papá no quiso ayudarme. Me dijo que me portara bien, me abrazó y se fue. Poco después mi madre me puso en un orfelinato católico. Aquel en que las Viudas Negras me estaban siempre encima. Me pegaban. Porque mojaba la cama. Esta es una de las razones por las que detesto a las monjas. Y a Dios. Y a la religión. Pero luego descubrí que había gente más cruel. Porque un par de meses después, me echaron del orfelinato y ella (su madre) me puso en un sitio peor: un asilo de niños de la Salvation Army. También allí me odiaban por mojar la cama. Y por ser medio indio. Había una asistente que me llamaba «negro» y decía que no existía diferencia alguna entre negros e indios. ¡Oh, Jesús! El mismo diablo encarnado. Lo que solía hacer era meterme en una bañera con agua helada, me metía y me tenía agarrado hasta que me ponía azul, casi ahogado. Pero descubrieron a la muy bruja, porque enfermé de pulmonía. Por poco no lo cuento. Estuve hospitalizado dos meses. Fue cuando estaba tan enfermo que papá volvió. Y cuando me recuperé me llevó con él.
Durante casi un año, padre e hijo vivieron juntos en la casa que tenían cerca de Reno y Perry iba a la escuela.
—Terminé el tercer grado —contaba Perry—, y fue el último. No volví nunca más. Porque aquel verano papá construyó una especie de rudimentaria roulotte que la llamamos «casa coche». Tenía dos literas y un espacio para la cocina. La cocina funcionaba bien, se podía guisar todo. Nos cocíamos el pan. Yo preparaba conservas: manzanas en compota, mermelada de manzanas silvestres. Así que durante los seis años que siguieron fuimos deambulando por todo el país, sin nunca establecernos en ninguna parte por mucho tiempo. Si nos quedábamos demasiado tiempo en algún lugar, la gente empezaba a mirar a papá como a un bicho raro y yo no lo podía soportar, me destrozaba verlo. Porque entonces yo adoraba a mi padre. A pesar de que a veces era muy duro conmigo. Tiránico como el diablo. Pero entonces lo quería mucho. Así que siempre estaba contento cuando nos volvíamos a poner en marcha.
Estuvieron recorriendo Wyoming, Idaho, Oregón y hasta Alaska. En Alaska, Tex le enseñó a su hijo a soñar con el oro, a buscarlo en los arenosos lechos de los riachuelos de aguanieve y también fue allí, donde Perry aprendió a usar el fusil, a desollar un oso, a seguir las huellas de los lobos y los ciervos.
—¡Cristo, hacía frío! —podía recordar Perry—. Papá y yo dormíamos pegados uno a otro, envueltos en mantas y pieles de oso. Por la mañana, antes del alba, yo preparaba el desayuno a toda marcha, galletas, jarabe, carne frita y nos poníamos en marcha para ganarnos la jornada. Todo hubiera sido perfecto si yo no hubiese crecido: cuanto mayor me hacía, menos admiraba a mi padre. En algunas cosas, lo sabía todo; en otras no sabía nada. Materias enteras de las que casi ignoraba su existencia. De las que no entendía una letra. Como que yo supiera tocar la armónica la primera vez que se me venía una a la mano. Y también la guitarra. Esa gran facilidad musical innata que yo tenía, papá no podía reconocerla. Ni le importaba. Me gustaba también leer. Mejorar mi vocabulario. Quería componer canciones. Dibujar. Pero nunca tuve ningún aliento de él ni de nadie. Muchas noches, en la cama, me quedaba despierto, en parte tratando de controlar mi vejiga y en parte porque no podía dejar de pensar. Y cuando hacía tanto frío que casi no podía respirar, pensaba en las Hawaii. En una película que había visto. De Dorothy Lamour. Quería irme allí. Allí donde estaba el sol, donde todo lo que se llevaba encima eran hierbas y flores.
Llevando encima muchas cosas más, Perry, una suave noche de 1945, durante la guerra, se hallaba en el estudio de un tatuador de Honolulu, haciéndose dibujar en su antebrazo izquierdo una serpiente y un puñal. Había llegado allí por el siguiente camino; una riña con su padre, un viaje en auto-stop desde Anchorage hasta Seattle, una visita a las oficinas de reclutamiento de la Marina Mercante.
—Pero nunca lo hubiera hecho de haber sabido lo que me esperaba —comentó Perry una vez—. No me ha importado nunca trabajar y estaba contento de ser marinero, ver puertos y así. Pero los maricas del barco no me dejaban en paz. Tenía dieciséis años y era pequeño. Sabía arreglármelas, claro. Pero muchos maricas no son afeminados, sabe. Caray, he conocido maricas capaces de tirar por la ventana una mesa de billar. Y un piano detrás. Esa clase de chicas te la pueden hacer pasar morada, sobre todo si se junta una pareja dispuesta a meterse contigo y tú no eres más que un chaval. Hasta puede darte ganas de matarte. Años después, cuando hice el servicio y me destinaron a Corea, tuve el mismo problema. Tuve un buen historial, mejor que nadie: me dieron Estrella de Bronce. Pero nunca ascendí. Después de cuatro años de luchar en toda aquella cochina guerra de Corea, por lo menos tenían que haberme hecho cabo. Pero no, ¿sabe por qué? Porque el sargento que teníamos era una bestia de marica. Y yo no me dejaba. Jesús, no puedo con eso. No puedo soportarlo. Pero..., yo no sé. Por otra parte, con otros maricas me he entendido muy bien. Y en realidad, el mejor amigo que he tenido, sensible e inteligente, resultó que era marica.
En el lapso transcurrido entre el abandono de la Marina Mercante y la entrada en filas, Perry había hecho las paces con su padre que, cuando su hijo le dejó, se mudó a Nevada y luego a Alaska nuevamente. En 1952, el año en que Perry terminaba su servicio militar, el padre se hallaba totalmente dedicado a los planes que le llevarían a terminar sus viajes de un sitio a otro para siempre.
—A papá le había entrado la fiebre —contaba Perry—. Me escribió que se había comprado una tierra en la autopista, a la salida de Anchorage. Quería hacer un parador de caza para turistas. «Trapper’s Den Lodge», se iba a llamar. Y me pidió que me fuera para allá cuanto antes para ayudarle a construirlo. Estaba convencido de que íbamos a hacer una fortuna. Bueno, estando todavía en el servicio, destinado en Fort Lewis, me compré una motocicleta (muertecicletas tendrían que llamarlas) y en cuanto me licenciaron me fui a Alaska. No llegué más allá que a Bellingham, justo en la frontera del estado. Llovía. La moto patinó.
El patinazo aplazó un año la reunión de padre e hijo. Operación quirúrgica y recuperación requirieron seis meses de aquel año y el resto lo ocupó convaleciendo en la casa que un indio joven, leñador y pescador, tenía en el bosque cerca de Bellingham.
—Joe James. El y su mujer me tomaron cariño. Si bien casi no había diferencia de edades (era sólo de dos o tres años) me tuvieron en su casa y me trataron como si fuera uno de sus hijos. Lo que en este caso era estupendo porque cuidaban muy bien de los chicos y los adoraban. Tenían cuatro entonces y con el tiempo serían siete. Fueron muy buenos conmigo Joe y su familia. Yo caminaba con muletas y no podía hacer casi nada. Nada más que estarme sentado. Así fue que para ocuparme en algo y también ser útil, comencé aquello que se convirtió en una especie de escuela. Los alumnos eran los hijos de Joe y algunos de sus amigos y dábamos clase en la sala. Les enseñaba a tocar la armónica y la guitarra. A dibujar. Y a escribir. Todos dicen siempre que yo tengo una caligrafía muy bonita. Es verdad y es porque una vez compré un libro que decía cómo había que escribir y estuve practicando hasta que conseguí escribir como en el libro. Además leíamos cuentos y los chiquillos leían por turno y yo les corregía. Era divertido. A mí me encantan los críos. Los niños pequeños. Pero llegó la primavera. Me hacía daño andar pero ya podía hacerlo. Y papá todavía me estaba esperando.
Esperaba pero no ociosamente. Cuando Perry llegó al lugar donde se habría de construir el parador de caza, su padre, trabajando él solo, había dado ya fin a la tarea más pesada: había allanado el terreno, cortado los troncos necesarios, tallado y transportado vagones enteros de roca del país.
—El parador no se empezó a construir hasta que llegué yo. Lo hicimos todo nosotros solos, piedra a piedra. Solamente y muy de vez en cuando, venía un indio que nos ayudaba. Papá se comportaba como un maníaco. Pasara lo que pasase, con tempestad de nieve, temporales, viento que partiera los árboles en dos, nosotros seguíamos firmes allí. El día que terminamos el techo, papá bailó encima, gritando y riendo, una auténtica fiesta de fin de obra. Bueno, quedó algo extraordinario. Con capacidad para alojar a veinte personas. En el comedor había una gran chimenea. Y había un bar: el «Totem Pole Cocktail Lounge», donde yo divertiría a los clientes. Cantando y así. Lo inauguramos en los finales del año 1953.
Pero los esperados cazadores no llegaron y los turistas, los pocos que pasaban de vez en cuando por la autopista, se paraban a fotografiar la increíble rusticidad del «Trapper's Den Lodge», pero rara vez a pasar la noche.
—Por un tiempo quisimos engañarnos, pensando que el parador se impondría. Papá intentó poner algo más como atracción. Hizo un «Jardín de los Recuerdos» con un «Pozo de los Deseos». Llenó la autopista con carteles indicadores. Pero nada de todo aquello nos trajo un centavo. Cuando papá reconoció el hecho, cuando vio que no servía para nada, que no habíamos hecho sino malgastar trabajo y dinero, empezó a tomarla contra mí. A maltratarme. Con rencor. Decía que yo no había cumplido la parte que me correspondía del trabajo. No era culpa suya como tampoco mía. En una situación como aquélla, sin dinero y con poca comida, no podíamos hacer más que atacarnos los nervios el uno al otro. Llegó un momento en que nos moríamos de hambre. Por eso todo se vino abajo. Por una galleta. Aparentemente. Papá me arrancó una galleta de la mano y dijo que yo comía demasiado, que era un codicioso y egoísta de mierda y que lo mejor que podía hacer era largarme porque él no quería saber nada más de mí. Siguió repitiéndolo hasta que no pude más. Mis manos lo cogieron por la garganta. Mis manos... eran mis manos, pero no yo quien las controlaba. Querían despedazarlo. Pero papá sabe escabullirse, es un buen luchador. Así que se desprendió de mí y corrió a buscar su fusil. Regresó apuntándome y dijo:
«—Mírame bien, Perry, porque ésta es la última cosa viva que vas a ver.
»Yo me quedé donde estaba y él tiro del gatillo. Y volvió a tirar. Y cuando se dio cuenta de que el fusil ni siquiera estaba cargado empezó a llorar. Se sentó en el suelo lloriqueando como una criatura. Entonces vi que ya no estaba furioso contra él. Lo sentía por él. Por nosotros dos. Pero no servía de nada, no había nada que yo pudiera decir. Salí a caminar un rato. Era en abril, pero el bosque todavía estaba lleno de nieve. Caminé hasta que casi fue de noche. De regreso, encontré el parador a oscuras y todas las puertas cerradas con llave. Y todas mis cosas estaban allí afuera, tiradas sobre la nieve. Donde papá las había arrojado. Libros. Ropa. Todo. Lo dejé allí. Excepto mi guitarra. Cogí mi guitarra y me fui hacia la autopista. Sin un dólar en el bolsillo. A eso de medianoche, un camión se detuvo para recogerme y llevarme. El conductor me preguntó adonde iba y yo le contesté: "Dónde vaya usted, voy yo." Después de pasarse varias semanas refugiado en casa de la familia James, Perry se decidió por un destino: Worcester, Massachussetts, ciudad natal de un «compinche del ejército», porque pensó que él le recibiría bien y le ayudaría a encontrar «un empleo bien retribuido». Diferentes desvíos prolongaron aquel viaje al este: lavó platos en un restaurante de Omaha, vendió gasolina en un garaje de Oklahoma, trabajó un mes en un rancho de Texas. En julio de 1955, había llegado en su marcha de emigración hacia Worcester, a Phillipsburg, una pequeña ciudad de Kansas y allí el «hado» bajo la forma de una «mala compañía», se interpuso en su camino.
—Se llamaba Smith igual que yo. Ni siquiera recuerdo su nombre de pila. Alguien que me encontré en alguna parte, que tenía coche y que me dijo que podía llevarme hasta Chicago. Así que cuando atravesábamos Texas, llegamos a ese Phillipsburg y paramos el coche para mirar el mapa. Creo que era domingo. Las tiendas estaban cerradas. Las calles desiertas. Mi amigo, mi bendito amigo, mira alrededor y va y se le ocurre una idea.
La idea era robo con escalo de un edificio vecino, la «Chandler Sales Company». A Perry le pareció bien. Entraron en el local desierto y se llevaron varios objetos de la oficina (máquinas de escribir, de calcular). La cosa no hubiera trascendido si unos días después los ladrones no se hubieran pasado una luz roja en la pequeña ciudad de Saint Joseph, Missouri.
—Los trastos estaban todavía en el coche y el policía que nos hizo parar preguntó de dónde los habíamos cogido. Hizo una breve comprobación y, como dijeron, nos «devolvieron» a Phillipsburg, Kansas. Donde tienen una cárcel de verdad bonita. Para el que le gusten las cárceles, claro.
En veinticuatro horas, Perry y su amigo habían encontrado una ventana abierta, huido por ella, robado un coche y se dirigían en dirección noroeste hacia McCook, Nebraska.
—Poco después el señor Smith y yo nos separábamos. No sé qué se ha hecho de él. Los dos figurábamos en la lista de malhechores reclamados por el FBI. Pero, que yo sepa, a él nunca lo pescaron.
Una húmeda tarde del siguiente noviembre, un autobús depositaba a Perry en Worcester, pequeña ciudad industrial de Massachussets, de empinadas calles, que tan pronto suben como bajan y que en el mejor de los días parecen inhóspitas y hostiles.
—Encontré la casa donde debía de vivir mi amigo. Mi compañero de armas en Corea. Pero los demás inquilinos me dijeron que había marchado hacía seis meses y que no tenían ni idea de dónde estaba viviendo. Una gran desilusión, el fin del mundo y todo eso. Vi una tienda de vinos y licores y entré y me compré un par de litros de vino tinto. Volví a la estación de autobuses y me senté a beberme el vino y a calentarme un poco. Lo estaba pasando muy bien hasta que vino un tipo y me arrestó por vagancia.
La policía lo inscribió como «Bob Turner», nombre que adoptó porque el suyo figuraba en las listas del FBI. Se pasó catorce días en la cárcel, le cobraron diez dólares de multa y se fue de Worcester otra húmeda tarde de noviembre.
—Me fui a Nueva York y tomé una habitación en un hotel de la Octava Avenida —dijo Perry—. Cerca de la calle cuarenta y dos. Por fin encontré un empleo nocturno. Para hacer de todo un poco en un local de trastos tragaperras. Allí mismo en la Cuarenta y dos, junto a un autoservicio. Que era donde iba a comer cuando comía. En tres meses que viví allí no salí prácticamente nunca de Broadway. Por una razón, porque no tenía la ropa apropiada. Sólo tenía aquellas ropas del Oeste: tejanos y botas. Pero en la Cuarenta y dos a nadie le importa, allí todo cae bien, sea lo que fuera. En toda mi vida junta no he conocido tantos fenómenos humanos como allí.
Pasó todo el invierno en aquel horrible barrio de neón, respirando aire con olor a rosetas, a fritura de perros calientes y a naranjada. Pero luego, una espléndida mañana de marzo, al filo de la primavera, «dos del FBI de mierda me despertaron. Me arrestaron en el hotel. ¡Púa! Me mandaron de extradición. Otra vez a Kansas. A Phillipsburg. A la misma bonita prisión».
—«Me ataron bien a la cruz: hurto, fuga de la cárcel, robo de coche. Me colgaron de cinco a diez años. En Lansing. Cuando hacía un tiempo que estaba allí, escribí a mi padre. Dándole la noticia. Y escribí a Bárbara, mi hermana. Ahora, con los años son los últimos que me quedan. Jimmy, un suicida. Fern, desde una ventana. Mi madre, muerta. Hacía ocho años que estaba muerta. Todos muertos menos papá y Bárbara.
Una carta de Bárbara se encontraba entre el hatillo de material seleccionado que Perry prefirió llevar consigo en lugar de dejarlo en la capital de México. La carta, escrita con una letra de muy fácil lectura, estaba fechada el 28 de abril de 1958, época en que hacía dos años que Perry estaba en la cárcel:
Queridísimo hermano:
Hoy hemos recibido tu segunda carta y perdona que no te haya escrito antes. El tiempo aquí, igual que ahí, va poniéndose más caluroso y tengo esa pereza que da la primavera, pero voy a ver de sacudírmela y hacer lo que pueda. Tu primera carta me preocupó mucho, como puedes imaginarte pero no es ésa la razón de que tarde tanto en contestarte. La verdad es que los niños ni me dejan tiempo para nada y nunca puedo encontrar el momento de sentarme, concentrarme en una carta como algunas veces hubiera querido hacer. Donnie ha aprendido a abrir las puertas, a subirse en las sillas y en los demás muebles de modo que siempre estoy pendiente de que no se me caiga.
De vez en cuando puedo dejar a los niños jugando en el patio, pero siempre acabo yendo con ellos por temor de que se hagan daño si no los vigilo. Pero no hay nada que siempre dure y sé que voy a sentir que llegue el momento de que empiecen a correr por la calle sin saber dónde paran. Te envío unos datos por si te interesan:

Altura Peso Número
de pie
Freddie 92,5 cm 12 kg 21
Baby 95 cm 13,25 kg 22
Donnie 86 cm 11,70 kg 18

Puedes darte cuenta de que Donnie es un niño muy grandote para los quince meses que tiene. Tiene ya dieciséis dientes y un carácter muy alegre: no hay quien no esté fascinado con él. Viste la misma talla que Baby y Freddie, sólo que los pantalones todavía le resultan demasiado largos.
Voy a escribir una carta muy larga, así que posiblemente tendré que hacer muchas interrupciones como la de ahora que es la hora del baño de Donnie (Baby y Freddie se bañaron hoy por la mañana porque hace más bien frío y los he tenido en casa. En seguida vuelvo...).
De mi escribir a máquina, no voy a mentir. No soy ninguna mecanógrafa. Empleo de uno a cinco dedos y aunque me las arreglo, cuando ayudo a Fred en sus asuntos, lo que me lleva a mí una hora, a otra persona le llevaría sólo quince minutos. En serio, no tengo ni el tiempo ni la voluntad de aprender como un profesional. Pero me parece magnífico ver que tú no lo has dejado y eres ahora un buen mecanógrafo. No me cabe duda de que todos nosotros teníamos gran facilidad para las cosas (Jimmy, Fern, tú y yo) y que estábamos dotados de una innata tendencia artística, entre otras cosas. Hasta papá y mamá eran artistas.
Honestamente creo que ninguno de nosotros puede echarle la culpa a nadie de lo que hayamos hecho con nuestras vidas particulares. Está comprobado que a los siete años cada uno de nosotros ha alcanzado la edad de la razón, lo que quiere decir que a esa edad comprendemos y sabemos distinguir la diferencia entre lo bueno y lo malo. Desde luego el ambiente juega un papel importante en nuestras vidas como el convento en la mía, y yo estoy contenta de esa influencia que tuve. En el caso de Jimmy, él era el más fuerte de todos nosotros. Recuerdo cómo trabajaba y además iba a la escuela cuando nadie le obligaba a hacerlo y por su propia VOLUNTAD decidió hacerse alguien. Nosotros nunca sabremos las razones de lo que sucedió después, por qué hizo lo que hizo, pero aún me causa dolor pensarlo. Fue una lástima tan grande... Tenemos muy poca fuerza sobre la debilidad de nuestra humana naturaleza y eso vale también para Fern y para centenares de individuos, incluidos nosotros, porque todos nosotros tenemos debilidades. En tu caso no sé cuál será tu debilidad, pero sí sé que NO ES NINGUNA VERGÜENZA TENER LA CARA SUCIA, LA VERGÜENZA ES NO LAVÁRSELA NUNCA.
Con toda sinceridad y por todo el afecto que te tengo Perry, ahora mi único hermano y el tío de mis hijos, no puedo decir ni pensar que tu actitud para con nuestro padre y tu encarcelamiento sean buenos ni positivos. Si te enoja que lo diga, será mejor que no lo haga ya que me he dado cuenta que ninguno de nosotros sabe aceptar las críticas y es natural experimentar cierto resentimiento hacia aquel que nos censura algo, por lo cual estoy preparada a que ocurra una de las dos cosas: a) no tener más noticias tuyas, o b) recibir una carta en la que me digas exactamente qué piensas de mí.
Espero equivocarme y deseo de corazón que reflexiones sobre lo que te digo en esta carta y que trates de comprender cómo piensan los demás. Comprende, por favor, que no soy una autoridad ni me jacto de gran inteligencia o cultura, sino que creo ser una persona normal con capacidad de razonar y voluntad de vivir mi vida según las leyes de Dios y de los hombres. También yo he «caído» a veces, como es normal, porque, como dije, soy humana y tengo también debilidades humanas, pero lo importante es, repito que NO ES NINGUNA VERGÜENZA TENER LA CARA SUCIA, LA VERGÜENZA ES NO LAVÁRSELA NUNCA. Nadie se da tanta cuenta de mis propios defectos y errores como yo misma, así que no te aburro más con ello.
Pero lo más importante de todo esto es que papá no es responsable de tus malas ni de tus buenas acciones. Lo que tú hayas hecho, bueno o malo, es cosa tuya. Por lo que yo personalmente sé, has vivido tu vida tal cual como has querido, sin preocuparte de las circunstancias ni de las personas que te querían, y podías hacer sufrir. Tanto si te das cuenta como si no, tu encarcelamiento presente es embarazoso para mí así como para papá, no por lo que hiciste, sino porque no has dado muestras de ningún SINCERO arrepentimiento ni pareces demostrar respeto alguno por la ley, por las personas ni por nada. Tu carta sostiene que la culpa de todos tus problemas la tiene otro pero nunca tú. Admito sin reservas que eres inteligente, que tu vocabulario es excelente y creo que puedes hacer lo que te propongas y hacerlo bien. Pero, ¿estás dispuesto a trabajar y a realizar un esfuerzo honrado para alcanzar lo que deseas? Ninguna cosa importante se obtiene con facilidad. Estoy segura de que esto ya lo has oído otras muchas veces, pero oírlo una más no te hará mal.
Si quieres que te diga la verdad de papá, tiene el corazón destrozado por culpa tuya. Daría cualquier cosa por sacarte de ahí y poder tener otra vez a su hijo..., pero yo me temo que con esto sólo conseguiría que tú le hicieses aún más daño si pudieras. No se encuentra bien, está envejeciendo y, como él dice, ya no está para saltar a la comba. Se ha equivocado algunas veces y lo reconoce. Pero sea como fuese compartió su vida y cuanto poseía contigo, cosa que no haría con nadie más. Y no es que yo diga que le debes gratitud eterna ni que le debes la vida pero sí que le debes RESPETO y DECORO. Personalmente, yo me siento orgullosa de papá. Le quiero, le respeto por ser mi padre y sólo lamento que haya preferido ser un lobo solitario en compañía de su hijo y que ahora en lugar de vivir con nosotros y compartir nuestro cariño, esté por ahí viviendo solo en una roulotte, suspirando, ansiando que vuelvas tú, su hijo. Estoy preocupada por él y cuando digo yo, quiero decir también mi marido porque mi marido respeta a nuestro padre. Porque es un HOMBRE. Verdad es que papá no ha tenido una educación muy extensa, pero en el colegio sólo aprendemos a reconocer las palabras y a escribirlas; pero la aplicación de esas palabras a la vida real es algo que sólo la VIDA y la EXPERIENCIA nos pueden enseñar. Papá ha vivido y tú demuestras ignorancia llamándole inculto e incapaz de entender «el significado científico, etc.» de los problemas de la vida. Una madre es la única que puede curar la pupa de su nene con un beso, explica esto científicamente.
Siento decirte estas cosas tan rudamente, pero creo que es mi deber decirte lo que pienso. Lamento que esta carta tenga que ser censurada (por las autoridades de la cárcel) y sinceramente espero que esta carta no te perjudique en tu posible libertad, pero creo que debes saber y hacerte responsable del terrible daño que has hecho. Papá es ahora la persona más importante, puesto que yo tengo mi familia, pero tú eres el único a quien papá quiere, es decir «su familia».
El sabe que yo le quiero, por supuesto, pero no existe una gran unión entre nosotros dos, como ya sabes.
De tu reclusión no hay por qué estar orgulloso y deberás aceptarla o soportarla, pero no con tu actitud de tomar a todos los demás como estúpidos, ignorantes e incapaces de comprender. Tú eres un ser humano con una voluntad libre. Lo cual te coloca en otro nivel con respecto a los animales. Pero si vives tu vida sin respeto ni compasión por tus semejantes, serás como un animal: «ojo por ojo y diente por diente». La felicidad y la tranquilidad de conciencia no se obtienen viviendo así.
En cuanto a la responsabilidad, nadie realmente la desea, pero todos somos responsables de la comunidad en que vivimos y de sus leyes. Cuando llega el momento de asumir la responsabilidad de un hogar, de unos hijos, de un negocio, entonces se establece la diferencia entre niños y hombres. Seguro que te podrás imaginar la confusión que reinaría en el mundo si todos dijeran: «Quiero ser un individuo sin responsabilidades, poder expresar lo que pienso libremente y hacer lo que yo quiera». Somos libres de hacer y decir lo que individualmente queremos, siempre que esta libertad de palabra y acción no perjudique al prójimo.
Piensa en todo esto, Perry. Posees una inteligencia superior a lo normal, pero tu modo de razonar es un poco torcido. Quizá sea producto de la cárcel. Sea como fuere, recuerda que tú y solamente tú eres el responsable. Y que eres tú y solamente tú quien ha de superar este período de tu vida. Esperando tener pronto noticias tuyas, con afecto y plegarias, tu hermana y tu cuñado.
Bárbara, Frederic y familia.

Al conservar esta carta entre su colección particular de tesoros, a Perry no le movía el afecto. Ni mucho menos. «Despreciaba» a Bárbara y precisamente le estuvo diciendo a Dick: «Lo único que de veras lamento es que la mierda de mi hermana no hubiera estado también en la casa aquella.» (Dick se había reído y confesó un resentimiento análogo: «No me quito de la cabeza qué divertido si mi segunda mujer hubiera estado allí también. Ella y toda la mierda de su familia.») No; valoraba la carta sólo porque su amigo de cárcel el superinteligente Willie-Jay había escrito para él un «muy sentido» análisis que ocupaba dos páginas escritas a máquina a un espacio, con el título «Impresiones que yo saqué de la carta» en la parte superior.

IMPRESIONES QUE YO SAQUE DE LA CARTA:
1) Al empezar la carta, ella había decidido que debía ser una piadosa demostración de los principios cristianos. Es decir, que en contestación a tu carta que, al parecer, le resultó irritante, quería presentar la otra mejilla esperando así despertar tu remordimiento por la carta anterior y ponerte a la defensiva para la próxima.
Sin embargo, pocas personas son capaces de demostrar un principio de ética común cuando su deliberación está envenenada de emociones. Tu hermana demuestra su fracaso porque a medida que la carta avanza, la razón deja paso al impulso. Los conceptos son correctos productos lúcidos de la inteligencia, pero no de una inteligencia imparcial, impersonal. Es una mente impulsada emotivamente por el recuerdo y la frustración; por consiguiente, por muy sabias que sus amonestaciones sean, fracasan en su propósito de inspirar una decisión, a no ser la decisión de devolverle la jugada zahiriéndola tú a tu vez en la próxima carta. Dando así comienzo a un ciclo que sólo puede culminar en una cólera y una angustia aún mayores.
2) Es una carta tonta, producto del error humano. Ni la carta que tú le escribiste ni esta contestación de ella logran su objetivo.
Tu carta era un intento de explicar tu forma de considerar la vida y por la cual estás necesariamente influido. Estaba fatalmente destinada a no ser comprendida o a ser tomada textualmente porque tus ideas son opuestas al convencionalismo. ¿Y qué puede haber más convencional que un ama de casa con tres hijos, que vive «entregada» a su familia? Nada más natural que no pueda aceptar a una persona anticonvencional. Hay, en el convencionalismo, una dosis considerable de hipocresía. Toda persona que piense, se da cuenta de esta paradoja, pero cuando hay que tratar con gentes convencionales se sale con ventaja tratándolas como si no fueran hipócritas. No es cuestión de fidelidad a los propios conceptos, es cuestión de compromiso para poder seguir siendo un individuo sin la constante amenaza de las presiones convencionales. Su carta falla porque tu hermana no logró concebir la profundidad de tu problema, no podía intuir las presiones ejercidas sobre ti por el ambiente, la frustración intelectual y una creciente tendencia al aislacionismo.
3) Ella siente que:
a) Tú tiendes demasiado a la autoconmiseración.
b) Eres demasiado calculador.
c) No te mereces una carta de ocho páginas, que escribió interrumpiendo sus deberes de madre.
4) En la página tercera escribe: "Sinceramente sostengo que ninguno de nosotros puede echar la culpa a nadie, etc.», reivindicando así a aquellos que tuvieron influencia sobre ella en los años formativos. Pero, ¿es ésa toda la verdad? Es mujer y madre. Respetable y con una posición más o menos segura. Es fácil no hacer caso de la lluvia si se posee un impermeable. Pero, ¿qué pasaría si en vez de esto tuviera que ganarse la vida fuera de su casa? ¡Tendría tantas ganas de ser indulgente para con las personas de su pasado? Desde luego que no. Nada es tan común como creer que los demás tienen parte de culpa de nuestros fracasos, del mismo modo que es también una reacción corriente olvidarnos de aquellos que han tenido algo que ver en nuestros éxitos.
5) Tu hermana respeta a tu padre. También le duele el hecho de que te prefiera a ti. Sus celos toman una forma sutil en la carta. Entre líneas se lee una pregunta: "Quiero a papá y he tratado de vivir de modo que él pudiera sentirse orgulloso de su hija. Pero he tenido que contentarme con las migajas de su cariño: es a ti a quien él quiere, ¿por qué?”
Está claro que con el paso de los años la figura de tu padre ha sido grandemente mejorada a los ojos de tu hermana, gracias a la correspondencia y a la naturaleza emotiva de tu hermana. Perfilando una imagen que justifica la opinión que tiene de él: un pobre diablo con la cruz de un hijo ingrato a cuestas sobre el que él ha derramado afectos y cuidados para ser, a cambio, tratado de modo infame por ese hijo.
En la página 7 dice que lamenta que la carta haya de pasar por censura. Pero honestamente, no lamenta nada. Le encanta que pase por las manos de un censor. Inconscientemente la ha escrito con el censor en la cabeza, esperando convencerle de la idea de que la familia Smith es una familia de bien: «Por favor, no nos juzgue a todos por Perry.”
En cuanto a la madre que cura de un beso la pupa de su nene es una forma femenina de sarcasmo.
6) Tú le escribiste porque:
a) A tu manera la aprecias.
b) Sentiste necesidad de este contacto con el mundo exterior.
c) Te puede ser útil.
Prognosis: La correspondencia entra tu hermana y tú no puede servir para nada más que para cumplir una mera función social. Mantén la temática de tus cartas dentro del radio de su comprensión. No le descubras tus conclusiones personales. No la pongas a la defensiva ni permitas que ella te ponga a la defensiva a ti. Respeta las limitaciones que le impiden comprender tus objetivos y recuerda que es sensible a las críticas contra tu padre. Sé consecuente en tu actitud hacia ella y no hagas nada que pueda aumentar su impresión de que tú eres débil, no porque necesites su buena disposición sino porque podrías recibir otras cartas como ésta que sólo pueden servir para aumentar tus ya peligrosos instintos antisociales.

A medida que Perry continuaba sacando y escogiendo el montón de material que consideraba demasiado querido para separarse de él, éste se iba haciendo más alto y vacilante. Pero, ¿qué podía hacer? No podía arriesgarse a perder la medalla de bronce ganada en la guerra de Corea ni su título de bachiller (concedido por la Junta de Educación de Leavenworth County como resultado de haber terminado en prisión sus estudios, tanto tiempo abandonados). Tampoco quería correr el riesgo de perder un sobre amarillento hinchado de fotografías: principalmente de él mismo, que iban desde el retrato de un guapo muchachito de cuando estaba en la Marina Mercante (y en cuyo dorso había escrito «16 años. Joven, despreocupado, irresponsable e inocente») hasta las recientes fotos de Acapulco. Y había, además, medio centenar de otras menudencias que tenía decidido llevarse consigo, entre ellas sus mapas de tesoros, el cuaderno de dibujo de Otto y dos cuadernos más, el más grueso de los cuales era su diccionario personal, una miscelánea de palabras sin orden alfabético que a él le parecían «bonitas» o «útiles» o por lo menos «dignas de recordar». (Página de ejemplo: Tanotoico = parecido a la muerte. Eutanasia = muerte sin dolor. Políglota = que sabe muchos idiomas. Punición = castigo. Nesciencia = ignorancia. Facineroso = perverso. Hagiofobia = temor morboso de las cosas y lugares santos. Lapidícolo = que vive debajo de las piedras, como ciertos insectos ciegos. Dispatía = carencia de simpatía, de calor humano. Pseudofilósofo = persona que quiere hacerse pasar por filósofo. Antropofagia = comer carne cruda, rito de ciertas tribus salvajes. Depredar = pillar, saquear, hacer presa de. Afrodisíaco = droga o similar que excita el deseo sexual. Megalodáctilo = que tiene dedos anormalmente grandes. Nictofobia = miedo de la noche y de la oscuridad.)
En la cubierta del segundo cuaderno, aquella caligrafía de que tan orgulloso estaba, rica en rizos y adornos femeninos, anunciaba su contenido: «Diario Intimo de Perry Edward Smith.» Título impropio, pues no se trataba de un diario, sino más bien de una antología que recogía hechos oscuros («Cada quince años Marte se acerca un poco más. El 1958 es un año cercano»), poesías y citas literarias («Nadie es una isla que se baste a sí mismo») y pasajes de diarios y libros, parafraseados o copiados. Ejemplo:
Mis conocidos son muchos, mis amigos pocos. Los que realmente me conocen, menos aún.
Oído en la publicidad de un nuevo veneno para las ratas a la venta. «Extremadamente eficaz, inodoro, insípido, absorbido por completo por el organismo y del que no se puede hallar trazas en el cadáver.”
Si te llaman a hacer un discurso: «No me acuerdo de lo que iba a decir ni que me maten... No creo que nunca jamás en mi vida haya habido tantas personas responsables de que yo esté tan, tan contento. Es un momento único y maravilloso por el que me siento en deuda. ¡Gracias! »
Leído interesante artículo en el número de febrero del De hombre a hombre: "Me abrí camino a navajazos hasta un abismo de diamantes.”
Es casi imposible que un hombre que goce de libertad con todas sus prerrogativas, se haga cargo de lo que significa estar privado de ella. Palabras de Erle Stanley Gardner.
¿Qué es la vida? Es el brillo de una luciérnaga en la noche. Es el hálito de un búfalo en invierno. Es la breve sombra que atraviesa la hierba y se pierde en el ocaso. Dicho por Jefe Pata-de-gallo, jefe indio de los Blackfoot.
La última anotación estaba escrita en tinta roja y decorada por una orla de estrellas de tinta verde. El antologista quiso subrayar su «significado íntimo». «Un hálito de búfalo en invierno» expresaba exactamente su concepto de la vida. ¿Por qué preocuparse? ¿Es que había algo, acaso, por lo que valiera la pena sudar? El nombre no era nada, una niebla, una sombra absorbida por las sombras.
Pero diablos, no hay más remedio que preocuparse, maquinar, comerse las uñas frente a los avisos de las pensiones: Su día termina a las 2 de la tarde.
—¿Dick? ¿Me oyes? —dijo Perry—. Es casi la una.
Dick estaba despierto. Algo más que despierto. Inés y él estaban haciendo el amor. Dick, como recitando un rosario, susurraba sin cesar:
—¿Te gusta, pequeña? ¿Te gusta?
Pero Inés, sin dejar de fumar su cigarrillo, seguía callada. La noche anterior, a eso de la medianoche, cuando Dick la llevó a la habitación y le dijo a Perry que iba a dormir allí, Perry, aunque desaprobándolo, había consentido. Pero si imaginaban que su conducta resultaba excitante para él o algo más que «molesta», estaban en un error. Sin embargo, Perry lo sentía por Inés. Era «tan boba»... Creía de verdad que Dick quería casarse con ella y no tenía ni idea de que pensaba marcharse de México aquella misma tarde.
—¿Te gusta, pequeña? ¿Te gusta?
—Por el amor de Dios, Dick —soltó Perry—. Apúrate, ¿quieres? Nuestro día termina a las dos.


Era sábado. Se acercaba Navidad y el tráfico avanzaba pesadamente por la calle Mayor. Dewey, atrapado en su coche levantó la vista para mirar las guirnaldas de acebo que colgaban cruzando la calle, gala de colgaduras de verdor con campanitas de papel escarlata de adorno, y entonces recordó que no había comprado ningún regalo para su mujer ni para sus hijos. Automáticamente, su cerebro rechazaba todo lo que no estuviera relacionado con el caso Clutter. Marie y muchos de sus amigos empezaban a preocuparse por su total obsesión.
Un íntimo amigo suyo, el joven abogado Clifford R. Hope hijo, le había dicho claramente:
—¿Te das cuenta de lo que te ocurre, Al? ¿Te das cuenta de que no hablas de otra cosa?
—Claro —había contestado Dewey—. Es que no pienso en otra cosa. Y puede que, comentando una y otra vez lo mismo, se me ocurra algo que antes no se me había ocurrido. Verlo desde distinto ángulo. O quizá seas tú quien lo vea. Mira, Cliff, ¿te imaginas lo que puede resultar de mi vida, si este asunto queda entre los «casos no resueltos»? Irán pasando los años y yo iré siguiendo una y otra pista y cada vez que, en cualquier parte del país, se cometa un delito que tenga algún punto en común con éste, alguna similitud, tendré que volcarme en él para comprobar si existe alguna conexión. Pero no es sólo eso. La verdad es que he llegado a conocer a Herb y a su familia mejor de lo que nunca se conocieron ellos. Su memoria me persigue. Y diría que ya no dejará de ser así. Hasta que sepa lo que sucedió.
La total dedicación de Dewey a aquel rompecabezas la había convertido en una persona de lo más distraída. Aquella misma mañana, Marie le había pedido por favor, por favor, sí... por favor, que no olvidara... Pero no podía recordar de qué se trataba, o mejor dicho, ni se acordó hasta que, librándose del tráfico de una jornada de compras y yendo por la carretera 50 hacia Holcomb a toda velocidad, pasó por delante del establecimiento veterinario del doctor I. E. Dale. Pues claro. Su mujer le había pedido que sobre todo no se olvidara de recoger a Pete, el gato. Pete era un gato macho atigrado, de más de siete kilos, personaje famoso en la fauna de Garden City, popular por combatividad, causa de su actual hospitalización: había perdido la batalla contra un bóxer, con heridas que requerían puntos y antibióticos. Dado de alta por el doctor Dale, Pete se instaló en el asiento delantero del coche de su dueño y no dejó de ronronear en todo el camino hasta llegar a Holcomb.
El destino del detective era aquel día River Valley, pero antes quiso tomar algo caliente, un café, y paró en el Café Hartman.
—¡Hola, mozo!, ¿qué puedo servirle? —dijo la señora Hartman.
—Un café solo.
Le sirvió una taza, y le preguntó:
—¿Me equivoco? ¿O ha perdido usted mucho peso?
—Algo.
La verdad era que en las últimas tres semanas, Dewey había perdido diez kilos. Parecía como si un amigo entrado en carnes le hubiese prestado la ropa. La cara, que no solía traicionar su profesión, ahora la traicionaba menos que nunca: diríase la de un asceta absorto en profundas meditaciones espirituales.
—¿Cómo se encuentra?
—Pues bien.
—Es que tiene usted un aspecto terrible.
Indiscutiblemente. Pero no peor que el de los demás miembros del KBI, los agentes Duntz, Church y Nye. Desde luego, estaba él todavía en mejor forma que Harold Nye quien, a pesar de la gripe y la fiebre, no dejaba de prestar servicio.
Entre otras cosas, estos cuatro hombres agotados habían tenido que «comprobar» algo así como setecientos soplos y rumores. Por ejemplo, Dewey, había pasado dos largas y postradoras jornadas tratando de seguir las huellas de aquel par de fantasmas mexicanos que Paul Helm juraba que habían visitado a Clutter la tarde de su asesinato.
—¿Quiere otra taza, Alvin?
—Creo que no, gracias.
Pero la mujer tenía ya la cafetera en la mano:
—Obsequio de la casa, sheriff. Por la cara, parece que lo necesita.
En una mesa de rincón, dos braceros bigotudos jugaban a las damas. Uno se levantó y se acercó a la barra donde Dewey estaba sentado. Le dijo:
—¿Es verdad lo que me han dicho?
—Depende de lo que sea.
—¿De ese tipo que pescaron? ¿El que andaba rondando por la casa de los Clutter? Que fue él quien lo hizo. Eso es lo que me han dicho.
—Creo que le han dicho mal, hombre. Sí, eso creo.
Si bien el pasado de Jonathan Daniel Adrian, que estaba en la cárcel por tenencia ilícita de armas, contaba con un período de tiempo de internación en el hospital psiquiátrico del estado en Topeka, los datos recogidos por los detectives indicaban que, en relación con el caso Clutter, él sólo era culpable de una inoportuna curiosidad.
—Y si no lo es, ¿por qué diablos no prenden al culpable? Tengo la casa llena de mujeres que no se atreven a ir al retrete solas.
Dewey estaba acostumbrado ya a esta clase de insultos, era una rutina que formaba parte de su vida. Se bebió la segunda taza de café, suspiró y sonrió.
—Carajo, que no le veo la gracia, ¿sabe? De veras, ¿por qué no arrestan a alguno? Para eso le pagan.
—Refrena tu lengua —dijo la señora Hartman—. Navegamos todos en el mismo bote. Alvin hace más de lo que puede.
Dewey le guiño el ojo.
—Y usted que lo diga. Y muchas gracias por el café.
El bracero aguardó hasta que su presa hubiera llegado a la puerta, entonces disparó a modo de despedida la siguiente descarga:
—Si alguna vez se le ocurre volver a presentarse para que lo elijamos sheriff, olvídese de mi voto. Porque no va a tenerlo.
—Refrena tu lengua —repitió la señora Hartman.
Entre River Valley y el Café Hartman había dos kilómetros y Dewey decidió hacerlos a pie. Le agradaba caminar por los trigales. Un par de veces a la semana, acostumbraba a dar un largo paseo por su terreno, aquel adorado trozo de pradera donde siempre había deseado construirse una casa, plantar árboles y, con el tiempo, recibir a sus tataranietos. Ese era el sueño del que últimamente su mujer se había despedido. Le había dicho que ella ya no quería irse a vivir sola «allá lejos en el campo». Dewey sabía que aunque atrapara a los asesinos al día siguiente, Marie ya no cambiaría de opinión, porque una vez un horrible destino se había abatido sobre unos amigos suyos que vivían en el campo en una casa solitaria.
Desde luego, los Clutter no eran las primeras personas asesinadas en Finney County ni siquiera en Holcomb. Los más antiguos miembros de aquella reducida comunidad podían recordar cierto «hecho salvaje» acaecido unos cuarenta años atrás: el asesinato Hefner. La señora Sadie Truitt, la septuagenaria cartera de la vecindad, madre de la actual encargada de correos, Clare, era la más ducha en relatar este acontecimiento.
—Fue en agosto de 1920. Hacía un calor infernal. Un tipo llamado Tunif trabajaba en el rancho de Finnup. Walter Tunif. Tenía un coche que resultó ser robado. Y se descubrió que era un prófugo de Fort Bliss, de allí de Texas. Era un bribón, sin duda, y mucha gente sospechaba de él. Así que una noche el sheriff, entonces era sheriff Orlie Hefner. Un cantante de primera. ¿No sabe que ahora es miembro del Coro Celestial? Una noche va y toma el caballo y se llega al rancho de Finnup para hacerle a Tunif unas cuantas preguntas directas. El tres de agosto. Un calor infernal. El resultado fue que Walter Tunif le disparó directo al corazón. El pobrecillo Orlie estaba muerto antes de tocar el suelo. El diablo que lo había hecho, se largó de allí con uno de los caballos de Finnup y se fue hacia el este a lo largo del río. Corrió el rumor y todos los hombres de los contornos se juntaron, armados. A la mañana siguiente lo cogieron, a ese Walter Tunif. No tuvo tiempo de decir ni «¡Hola!» Porque los hombres estaban un poco iracundos. Hicieron fuego y basta.
El primer contacto de Dewey con el crimen en Finney County tuvo lugar en 1947. El incidente consta en los archivos como sigue: «John Carlyle Polk, indio creek, de 32 años, residente en Muskogee, Oklahoma, mató a la mujer blanca Mary Kay Finley, de cuarenta años de edad, camarera, con residencia en Garden City. Polk la golpeó hasta matarla con la cuello de una botella de cerveza rota, en una habitación del hotel Copeladn de Garden City, Kansas, el 9-5-47.» La escueta descripción de un caso resuelto inmediatamente. De los otros tres asesinatos cuya investigación había llevado Dewey, dos eran igualmente claros (un par de obreros que trabajaban en las vías habían robado y dado muerte a un granjero el 11-1-52; un marido borracho había golpeado a su esposa hasta matarla, el 17-6-56), pero el tercer caso, como lo describió Dewey en cierta conversación, no dejó de tener algunos toques originales:
—Todo empezó en Stevens Park. Donde hay una plataforma para la banda y bajo la plataforma un retrete de hombres. Bien, este tipo, Mooney, estaba dando un paseo por el parque. Venía de algún lugar de Carolina del Norte, sólo un forastero que pasaba por la ciudad. Pues bien, fue al excusado público y alguien le siguió, un muchacho de por aquí, Wilmer Lee Stebbins de veinte años. Luego, Wilmer Lee declaró siempre que el señor Mooney le había hecho una proposición contra natura y que por eso fue que robó al señor Mooney, lo derribó y le golpeó la cabeza contra el suelo de cemento. Pero para la conducta que siguió a continuación no había explicación posible. Primero enterró el cadáver a unos tres kilómetros al noroeste de Garden City. Al día siguiente lo desenterró y lo volvió a enterrar a veinte kilómetros en la dirección opuesta. Y bien, siguió así desenterrándolo y enterrándolo sin cansarse. Wilmer Lee era como un perro con un hueso, sin querer dejar descansar en paz el cadáver del pobre señor Mooney. Finalmente cavó una fosa de más: alguien le vio.
Antes del caso Clutter, los cuatro citados constituían el caudal de experiencias de Dewey en materia de asesinato y, parangonados con el que ahora se enfrentaba, eran como el chubasco que precede al huracán.


Dewey metió la llave en la cerradura de la puerta principal de la casa de los Clutter. El interior de la casa estaba caluroso porque no se había ventilado y las habitaciones de piso reluciente, con olor de cera perfumada de limón, parecían sólo temporalmente deshabitadas, como si fuera domingo y la familia fuese a regresar de un momento a otro de la iglesia. Las herederas, la señora English y la señora de Jarchow, se habían llevado un camión de mudanzas lleno de muebles y ropas; no obstante, aquella atmósfera de casa habitada no se había perdido aún. En la sala, la partitura de Comin' thro' the rye se veía en el atril del piano abierto. En el recibidor un sombrero tejano gris manchado de sudor, el de Herb, colgaba del perchero. Arriba en la habitación de Kenyon, en el estante que había sobre la cama, los cristales de las gafas del muchacho muerto brillaban al reflejo de la luz.
El detective pasó de una habitación a otra. Muchas veces había recorrido aquella casa, a decir verdad casi a diario, y en cierto sentido, podría decirse que visitar aquella casa le complacía porque, en contraste con el bullicio de la suya y del despacho del sheriff, era un lugar lleno de paz. Los teléfonos todavía con los cables cortados, permanecían silenciosos. La inmensa quietud de la pradera lo envolvía. Alvin se sentaba en la mecedora de Herb y mientras se mecía, pensaba. Algunas de sus conclusiones eran inamovibles: creía que la muerte de Herb Clutter había sido el principal objetivo del criminal, el motivo una especie de odio psicópata o posiblemente una combinación de odio y latrocinio. Creía también que los crímenes se habían cometido con toda tranquilidad en el lapso de dos horas entre la entrada de los asesinos en la casa y su salida. (El médico forense, doctor Robert Fenton, había observado una notable diferencia entre las temperaturas de los cuerpos de las víctimas y, basándose en ello, tenía la teoría de que el orden de los asesinatos era: la señora Clutter, Nancy, Kenyon y el señor Clutter.) En esta suposición se basaba su convicción de que los Clutter conocían perfectamente a aquel que los había asesinado.
Durante su visita Dewey se detuvo ante una ventana del piso superior. Algo a poca distancia le llamó la atención: un espantapájaros en medio del rastrojo de trigo. El espantapájaros llevaba una gorra de caza de hombre y un vestido de cretona floreada, descolorido por el sol. (¿Un vestido viejo de Bonnie?) El viento jugueteaba con la falda y hacía oscilar el espantapájaros, como una criatura solitaria bailando en el frío campo de diciembre. Y a Dewey aquello le recordó el sueño de Marie. Una de aquellas mañanas su mujer le había servido un chapucero desayuno a base de huevos con azúcar y café con sal, diciendo que la culpa de todo la tenía «un estúpido sueño», pero un sueño que la luz del día no había logrado disipar.
—Era tan real, Alvin —le dijo—, tan real como esta cocina. Yo estaba aquí. Aquí en la cocina. Estaba haciendo la cena y de pronto Bonnie entró por la puerta. Llevaba un jersey de angora azul y estaba deliciosa y encantadora y yo le decía: «Oh, Bonnie... querida Bonnie... ¡No te había visto desde que ocurrió aquella cosa terrible!» Pero ella no contestaba, sólo me miraba de aquel modo suyo y yo no sabía qué más decir. Dadas las circunstancias. Al fin dije: «Querida, ven a ver la cena que le preparo a Alvin: sopa de quingombó. Con gambas y cangrejos. La tengo ya casi a punto. Anda, ven, querida, pruébala.» Pero no quiso. Se quedó en la puerta mirándome. Y luego... no sé cómo contártelo exactamente. Bueno... cerró los ojos, comenzó a mover la cabeza, muy lentamente, y a retorcerse las manos, muy lentamente, y a gemir o susurrar algo. No podía entender lo que decía. Pero se me partía el corazón. Nunca he tenido tanta lástima de nadie y la abracé, diciéndole: «Por favor, Bonnie, no hagas eso, querida. Por favor, no lo hagas. Si alguien estaba preparado para presentarse ante Dios eras tú, Bonnie.» Pero no la podía consolar. Movía la cabeza, se retorcía las manos y entonces entendí lo que decía. Decía: «Morir asesinado. Morir asesinado. No. No. No hay nada peor. Nada peor que eso. Nada.”


Era pleno mediodía en el desierto Mojave. Perry, sentado en una maleta de paja, tocaba la armónica. Dick, de pie al borde de la negra superficie de la autopista, la carretera 66, tenía los ojos fijos en la inmaculada vacuidad como si creyera que el fervor de su mirada podía hacer que los automovilistas se materializasen. Pocos lo hacían y ninguno se paraba a recoger a los auto-stopistas. Un conductor de camión que se dirigía a Needles, California, se ofreció a llevarles, pero Dick declinó la oferta. No era la clase de «carruaje» que él y Perry querían. Lo que esperaban era algún solitario viajero con un coche decente y el billetero repleto: un desconocido que robar, estrangular y abandonar en el desierto.
En el desierto el sonido suele preceder a la visión. Dick oyó las débiles vibraciones de un auto que se avecinaba, todavía invisible. Perry lo oyó también: se metió la armónica en el bolsillo, tomó la maleta de paja (ésta, su único equipaje, se combaba cediendo a la presión de los souvenirs de Perry a los que se habían sumado tres camisas, cinco pares de calcetines blancos, una caja de aspirinas, una botella de tequila, un par de tijeras, una máquina de afeitar y una lima para las uñas, el resto de sus efectos personales habían sido dejados o prestados al camarero mexicano o expedidos a Las Vegas), y se fue junto a Dick al borde de la carretera. Se quedaron observando. Por fin apareció el coche y fue creciendo de tamaño hasta convertirse en un Dodge sedán azul con un solo pasajero, y hombre calvo y descarnado. Perfecto. Dick alzó la mano y le hizo seña. El Dodge redujo velocidad y Dick obsequió al ocupante con una amplia sonrisa. El coche casi llegó a pararse pero no paró del todo. El conductor se asomó a la ventanilla y los miró de arriba a abajo. Evidentemente le produjeron una impresión alarmante. (Después de un viaje de cincuenta horas en autobús desde la Ciudad de México hasta Barstow, en California, además de medio día atravesando el Mojave, los dos auto-stopistas se habían convertido en dos polvorientos barbudos.) El coche aceleró la marcha y continuó a gran velocidad. Dick se llevó las manos a la boca en forma de altavoz y gritó tan fuerte como pudo:
—¡Has tenido una suerte de mierda, puerco!
Luego rió y se puso la maleta al hombro. Nada podía encolerizarle en aquellos momentos porque como más tarde mencionó «se sentía demasiado feliz de verse otra vez en su vieja y querida USA». De todos modos, otro hombre en otro coche aparecería por allí.
Perry volvió a sacar su armónica (suya desde el día anterior en que la había robado en una tienda de Barstow) e hizo sonar las primeras notas de lo que se había convertido en su «música de marcha», una de las canciones favoritas de Perry que le había enseñado a Dick con sus cinco estrofas. Marcando el paso, uno al lado de otro, se balanceaban por la autopista cantando: «Mis ojos han visto la gloria del Dios que ha de venir; estaba destruyendo la vendimia de las uvas de la ira.”
En el silencio del desierto, se lanzaban sus voces duras y jóvenes: —¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya!.









III. RESPUESTA


El joven se llamaba Floyd Wells, era bajo y casi no tenía barbilla. Había intentado seguir varias carreras: soldado, bracero, mecánico y ladrón. Esta última le había valido una sentencia de tres a cinco años en la Penitenciaria del Estado de Kansas. La noche del martes 17 de noviembre de 1959 estaba tumbado en su celda con un par de auriculares de radio pegados a las orejas. Escuchaba las noticias, pero la voz del locutor y la falta de interés de los acontecimientos de aquel día («El canciller Konrad Adenauer llegó a Londres ayer para entrevistarse con el primer ministro Harold McMillan... El presidente Eisenhower ha tenido una conferencia que ha durando setenta minutos, sobre problemas espaciales y el presupuesto financiero de los mismos con el doctor T. Keith Gennan»), le estaban provocando sueño. Su somnolencia se desvaneció al instante cuando de pronto oyó: «Los funcionarios encargados de la investigación del trágico asesinato de los cuatro miembros de la familia Herbert Clutter han dirigido al público la petición de que facilite cualquier información que pueda contribuir al esclarecimiento del desconcertante crimen. Clutter, su mujer y sus dos hijos adolescentes fueron hallados asesinados en su finca cerca de Garden City, el pasado domingo por la mañana. Cada uno de ellos apareció atado, amordazado y con un tiro en la cabeza disparado con una escopeta del calibre 12. Los investigadores admiten que les es imposible dar con el motivo del crimen, definido por Logan Sanford, director de la Oficina de Investigación de Kansas, como el más atroz de la historia de Kansas. Clutter, un destacado hacendado, delegado electo de Eisenhower en la Comisión Federal de Crédito Agrícola.”
Wells se quedó atónito. Con el tiempo describiría su reacción diciendo que «no podía creerlo». Sin embargo, tenía buenas razones para creerlo porque no sólo conocía perfectamente a la familia asesinada, sino también a quien había cometido el crimen.
El comienzo había que buscarlo mucho tiempo atrás, once años atrás, en aquel otoño de 1948 cuando Wells tenía diecinueve años. Por entonces, como decía, «iba de un lado a otro del país cogiendo los empleos que le salían al paso».
—Sea como fuere, fui a parar allá a Kansas occidental. Muy cerca de la frontera con Colorado. Iba en busca de trabajo y oí decir que en la hacienda River Valley, nombre que puso a su finca el señor Clutter, necesitaban un bracero. Y efectivamente, me aceptó. Trabajé allí cosa de un año, por lo menos todo el invierno, y me fui sólo porque no podía tener quietos los pies en ninguna parte. Necesitaba moverme. No es que tuviera nada contra el señor Clutter. Me trataba muy bien, como trataba a todos los que trabajaban para él. Por ejemplo, si andabas corto un poco antes del día de pago te soltaba siempre cinco o diez dólares. Pagaba buenos salarios, y si te lo merecías te daba una prima. De veras, de todas las personas que he conocido, me quedo con Clutter. Con toda la familia. La señora Clutter y los cuatro hijos. Cuando los conocí, los dos eran pequeños, los que han matado. Nancy y el chaval que llevaba gafas tendrían cinco o seis años. Las otras dos hijas, una se llamaba Beverly y la otra no recuerdo. Iban ya a bachillerato. Buena familia, buena de verdad. Me marché de allá por el 49. Luego me casé, me divorcié, después me llamaron a filas, pasaron los años, como se dice, y en junio del 59, diez años después de haber visto al señor Clutter por última vez, me mandaron a Lansing. Por forzar aquella tienda de aparatos. De aparatos eléctricos. Lo que yo pretendía era... pues quería hacerme con alguna que otra cortacésped eléctrica. No para venderlas. Iba a organizar un servicio de alquiler de cortacésped eléctricas. Así, ¿sabe?, podría tener un pequeño negocio propio. Claro, que no conseguí nada... nada más que una condena de tres a cinco años. De no ser así nunca hubiera conocido a Dick y quizás entonces el señor Clutter no estaría en la tumba. Pero así fue. Así es. En Lansing conocí a Dick.
»Fue mi primer compañero de celda. Estuvimos en la misma celda creo que un mes. Junio y parte de julio. El, por entonces, acababa su condena de tres a cinco años, pues lo iban a soltar bajo palabra en agosto. Siempre estaba hablando de lo que planeaba hacer cuando lo soltaran. Decía que pensaba irse a Nevada, a una de las bases de lanzamiento de proyectiles, que se compraría un uniforme y que se haría pasar por oficial de la fuerza aérea. Así podría despachar una buena sarta de papel mojado. Este era uno de los proyectos que me contó. (A mí él, personalmente, nunca me pareció gran cosa. Era listo, no lo niego, pero el papel no le iba. No se parecía en nada a un oficial de la fuerza aérea.) En otras ocasiones mencionaba a un amigo suyo, Perry. Un tipo indio, con quien compartió celda. Y de los grandes golpes que él y Perry darían cuando se juntaran otra vez. Yo no conocí nunca a Perry. Nunca le he visto. Ya lo habían soltado de Lansing, libertad bajo palabra. Pero Dick repetía siempre que si se presentaba la oportunidad de un golpe grande, sabía que podía contar con Perry Smith verdaderamente.
»No puedo recordar exactamente cómo fue que hablamos sobre el señor Clutter. Debió de ser cuando recordamos los empleos, los distintos trabajos que habíamos hecho. Dick era un experimentado mecánico de coches y casi siempre había trabajado como tal. Sólo una vez tuvo un empleo diferente, como conductor de ambulancia. En un hospital. Se ponía muy petulante hablando de aquello. De las enfermeras, de todo lo que hacía con ellas dentro de la ambulancia. Bueno, al grano. Le conté que yo había trabajado durante un año en un importante campo triguero, en el oeste de Kansas. Para el señor Clutter. Quiso saber si el señor Clutter era un hombre muy rico. Le dije que sí. Que sí lo era. El mismo señor Clutter, le dije yo, me confesó una vez que se le iban diez mil dólares a la semana. Es decir, a veces le costaba diez mil dólares semanales mantener la hacienda en marcha. Y desde entonces nunca jamás dejó Dick de preguntarme cosas de aquella familia. (Cuántos eran? ¿Qué edad tendrían los niños ahora? ¿Cómo se llegaba a la casa exactamente? ¿Cómo estaban dispuestas las habitaciones? ¿Tenía el señor Clutter caja fuerte? No voy a negarlo, le dije que sí que la tenía. Porque me parecía recordar que tenía una especie de armarito o caja fuerte o algo así, detrás de la mesa del cuarto que le servía de despacho. Y a partir de entonces, Dick empezó a hablarme de matar al señor Clutter. Decía que él y Perry se irían para allá a robar y matarían a todos los testigos, a los Clutter y a quien quiera que anduviera por allá. Me describió docenas de veces cómo iban a hacerlo, cómo él y Perry iban a atarlos y después a pegarles un tiro. Yo le dije: "Dick, no conseguirás una cosa así sin que te descubran." Pero no puedo, sin faltar a la verdad, decir que traté de persuadirle de que no lo hiciera. Porque nunca, ni por un instante, creí que fuera a hacer semejante cosa. Imaginé que serían sólo palabras, como tantas de las que se oyen en Lansing. Prácticamente no se habla de otra cosa: lo que uno hará cuando salga, los atracos, los robos y vaya a usted a saber. Casi siempre no son más que fanfarronadas. Nadie se lo toma en serio. Por eso, cuando yo oí lo que oí en mis auriculares... bueno... pues no podía creerlo. Pero aun así, había ocurrido. Tal como lo había dicho Dick.
Esta era la historia de Floyd Wells, si bien, por el momento estaba muy lejos de contarla. Tenía miedo de hacerlo porque si los demás presos se enteraban de que le llevaba el soplo al alcaide, según sus mismas palabras, «su vida tendría menos valor que un coyote muerto». Transcurrió una semana. Vivía pendiente de la radio, de las noticias del periódico y así se enteró de que un diario de Kansas, el News de Hutchinson, ofrecía una recompensa de mil dólares por cualquier información que ayudara a la captura y condena del culpable o culpables del asesinato de los Clutter. Noticia interesante que casi impulsó a Wells a hablar. Pero tenía demasiado miedo aún y no sólo de los demás presos. Había, además, el peligro de que la autoridad lo acusara de complicidad en el delito. Al fin y al cabo, era él quien había guiado a Dick hasta la puerta de los Clutter. Se podía afirmar que él estaba perfectamente al corriente de las intenciones de Dick. Según romo se mirase, su situación era ambigua, sus excusas y justificaciones discutibles. Así que no abrió la boca y transcurrieron otros diez días más. Diciembre sucedió a noviembre y los que indagaron el caso seguían, según los artículos de la prensa cada vez más breves (las estaciones de radio habían dejado de mencionar el suceso), tan perplejos, tan faltos de indicios como aquella mañana del trágico descubrimiento.
Pero él lo sabía. Al cabo de unos días, torturado por la necesidad de «decirlo a alguien», se confió a otro preso.
A un amigo íntimo. Un católico. De esos tan religiosos. El me preguntó: «Bueno, ¿y qué piensas hacer, Floyd?» Y yo le contesté que bueno, que no sabía exactamente si... ¿Qué le parecía a él que yo tenía que hacer? Bueno, pues él estaba en todo conmigo en que debía contárselo a la persona indicada. Dijo que no veía por qué tenía yo que vivir con una cosa así en el alma. Y me dijo que podía hacerlo sin que nadie de allá dentro sospechara que había sido yo quien había hablado. Dijo que él lo arreglaría. Así, al día siguiente, le habló al teniente alcaide... Le dijo que yo quería «que me mandara llamar». Le dijo que si me llamaba con cualquier pretexto, quizá yo podría decirle quién había matado a los Clutter. Por supuesto, el teniente alcaide me mandó llamar. Yo me moría de miedo pero me acordé del señor Clutter, de que no me había hecho nunca ningún daño y de que por Navidades me había regalado una pequeña bolsa con cincuenta dólares dentro. Hablé con el teniente. Luego se lo conté todo al alcaide en persona. Y aún estaba yo allí mismo en el despacho del alcaide Hand, cuando tomó el teléfono y...


La persona a quien el alcaide Hand llamó por teléfono era Logan Sanford. Sanford prestó atención, colgó, dio varias órdenes. Luego él a su vez llamó a Alvin Dewey.
Aquella noche, cuando Dewey salió de su despacho de la Casa de Justicia de Garden City, se llevaba a casa un sobre amarillento.
Cuando llegó a casa, Marie estaba en la cocina preparando la cena. En cuanto le vio, se lanzó a relatarle una sarta de desgracias familiares. El gato había atacado a un cocker spaniel que vivía al otro lado de la calle y ahora resultaba que el perro estaba a punto de perder uno de los ojos. Y además, Paul, el que tenía nueve años, se había caído de un árbol. Era un milagro que no se hubiera matado. Y para colmo, el que tenía doce y se llamaba como Dewey, se fue al patio a quemar unas basuras y provocó una hoguera que había alarmado a la vecindad. Alguien, la verdad es no se sabía quién, incluso había llamado a los bomberos para que apagaran el fuego.
Mientras su esposa le describía todos aquellos infaustos episodios, Dewey sirvió dos tazas de café. De repente, Marie se interrumpió en medio de una frase y se le quedó mirando. Tenía el rostro rebosante y ella pudo ver que rezumaba contento.
—¡Alvin! —exclamó— ¡Cariño mío! ¿Es que tienes buenas noticias?
Sin hacer ningún comentario, le entregó el sobre de papel amarillo. Marie tenía las manos húmedas, se las secó, se sentó a la mesa de la cocina, bebió un sorbo de café, abrió el sobre y sacó las fotografías de un muchacho rubio y de otro de pelo y piel morenos: fotos de archivo de la policía. Dos fichas, escritas en clave, acompañaban a las fotografías. La del muchacho rubio decía:
Hickock, Richard Eugene (WM) 28. KBI 97 093; FBI 859 273 A. Domicilio: Edgerton, Kansas. Fecha de nacimiento: 6-6-31. Lugar de nacimiento: KC., Kans. Altura: 175. Peso: 87. Pelo: rubio. Ojos: azules. Complexión: robusta. Color de la piel: blanca. Profesión: pintor de coches. Delito: Timo y Fraude y Cheques sin fondos. En libertad bajo palabra: 13-8-59. Por So. K.C.K.
La segunda descripción decía:
Smith, Perry Edward (WM) 27-59. Lugar de nacimiento: Nevada. Altura: 160. Peso: 77. Pelo: negro. Delito: Robo con escalo. Arrestado: (en blanco). Por: (en blanco). A disposición: Enviado a Penitenciaria Estado de Kansas 13-3-56 desde Phillips Co. 5-10 años. Ingresado: 14-3-56. En libertad bajo palabra: 6-7-59.
Marie examinó las fotos de frente y de perfil de Smith: una cara arrogante, dura, pero no del todo, porque dejaba adivinar una singular delicadeza. Los labios y la nariz parecían finamente dibujados y consideró aquellos ojos con su apariencia húmeda y soñadora, más bien bonitos, con algo de esa sensibilidad propia de actor. Sensibilidad y algo más: «malignos». Pero no tan malignos, tan sobriamente «criminales» como los ojos de Hickock, Richard Eugene. A Marie, fascinada por los ojos de Hickock, le vino a la memoria un incidente de su infancia: un gato salvaje que vio una vez cogido en una trampa. Ella hubiera querido liberarlo, pero los ojos del animal, llenos de odio y dolor, pusieron fin a la piedad que le había inspirado y la colmaron de terror.
—¿Quiénes son? —preguntó Marie.
Dewey le contó la historia de Floyd Wells y terminó diciendo:
—Tiene gracia. Hace tres semanas que nos concentramos en esa posibilidad. Que investigamos a fondo sobre todos los hombres que en algún momento trabajaron en la hacienda de Clutter. Ahora, por la forma en que se dieron las cosas, parece obra de la suerte. Pero unos pocos días más y hubiéramos llegado a ese Wells. Habríamos descubierto que estaba en la cárcel. Y entonces hubiéramos sabido la verdad. Claro que sí.
—Quizá no sea la verdad —observó Marie.
Dewey y los dieciocho hombres que con él colaboraban habían seguido centenares de pistas que llevaban a callejones sin salida y ella quería prevenirlo contra otra posible desilusión, porque su salud le tenía preocupadísima. Su moral era de lo más baja, había enflaquecido y fumaba sesenta cigarrillos al día.
—No. Quizá no —murmuró Dewey—. Pero tengo una corazonada.
El tono en que lo dijo, le impresionó. Volvió a mirar los rostros que tenía sobre la mesa de la cocina.
-Fíjate en él —dijo poniendo un dedo sobre el retrato del muchacho rubio—. Fíjate en estos ojos. Que se te vienen encima. —Volvió a poner las fotografías en el sobre y añadió—: Preferiría no haberlas visto.


Aquella misma tarde, un poco después, otra mujer en otra cocina, dejó a un lado el calcetín que estaba zurciendo, se quitó las gafas de la montura de plástico y alzándolas hacia sus visitantes les dijo:
—Espero que dé con él, señor Nye. Por su propio bien. Tenemos dos hijos y él es el mayor. Lo queremos mucho, pero... Oh, lo comprendí. Comprendí que no hubiera hecho las maletas. Se largó sin decir una palabra a nadie... ni a su papá ni a su hermano. A no ser que estuviera otra vez en un lío. ¿Qué le hace actuar así? ¿Por qué?
Echó una ojeada a la otra punta de aquella habitación, que tenía por toda calefacción un estufa, hacia una figura descarnada que se balanceaba en una mecedora: Walter Hickock, su marido y padre de Richard Eugene. Era un hombre de ojos desvaídos, derrotados y de manos callosas. Cuando hablaba, su voz sonaba como si se sirviera muy pocas veces de ella.
—Mi hijo no tenía nada anormal, señor Nye —dijo Hickock—. Un atleta magnífico, siempre formando parte del mejor equipo de la escuela. ¡Basket! ¡Baseball! ¡Rugby! Siempre Dick era la estrella. Y también un muy buen estudiante, con dieces en varias materias: historia, dibujo técnico. Al terminar la segunda enseñanza en 1949, quería continuar, pasar a la universidad. Estudiar para ingeniero. Pero nosotros no podíamos. No teníamos medios, francamente. Nunca tuvimos dinero. Esta granja nuestra tiene solamente veinte hectáreas y apenas nos da para ir viviendo. Imagino que a Dick le dolió no poder ir a la universidad. El primer empleo que tuvo fue en el ferrocarril de Santa Fe, en Kansas City. Ganaba setenta y cinco dólares a la semana. Le pareció que tenía bastante para casarse, así que él y Carol se casaron. Ella tenía dieciséis años y él sólo diecinueve. Nunca creí que saldría bien. Ni que saldría nada.
La señora Hickock, una mujer regordeta con cara redonda y afable, que toda una vida de fatiga y esfuerzo de la mañana a la noche no había logrado desfigurar, le reprochó:
—Tres maravillosos pequeñuelos, nuestros nietos. Eso es lo que salió. Y Carol es una persona estupenda. No se la puede culpar.
El señor Hickock prosiguió:
—El y Carol alquilaron una casa bastante grande, se compraron un coche de lujo y estaban siempre hasta el cuello de deudas. A pesar de que, poco después, Dick ganaba más dinero conduciendo una ambulancia del hospital. Y luego, la Markl Buick Company, una gran empresa de allí de Kansas City, le dio empleo como mecánico y pintor de coches. Pero él y Carol vivían a lo grande y seguían comprando más de lo que podían pagar. Entonces Dick empezó a firmar cheques. Yo continúo creyendo que la razón por la que se dedicó a hacer maniobras de ese género, tiene relación con el accidente. Sufrió una conmoción cerebral en un accidente de coche. Desde entonces no volvió a ser el mismo. Jugaba, firmaba talones sin fondos. Esas cosas no las hacía antes, que yo sepa. Y fue por entonces también cuando empezó a enredarse con aquella otra. Aquella por la que se divorció de Carol y fue su segunda mujer.
La señora Hickock intervino:
—Dick no pudo evitarlo. Recuerda cómo Margaret Edna le iba detrás.
—¿Es que porque una mujer te vaya detrás vas tú a dejarte atrapar? —replicó Hickock—. Pues bien, señor Nye. Supongo que usted lo sabe tan bien como nosotros. El porqué estuvo nuestro hijo en la cárcel. Encerrado diecisiete meses, y todo lo que había hecho fue tomar prestada una escopeta de caza. De casa de un vecino nuestro. No tenía intención de robarla y me importa un carajo lo que digan los demás. Y fue eso lo que le perdió. Cuando salió de Lansing, me encontré frente a un extraño. No se le podía hablar. El mundo entero se había confabulado contra Dick Hickock. Eso es lo que se figuraba él. Hasta su segunda mujer le plantó: había pedido el divorcio mientras él estaba allá dentro. A pesar de todo, últimamente parecía estar más asentado. Trabajaba en Garaje y Carrocerías Bob Sands allá en Olathe. Vivía aquí con nosotros, se acostaba temprano, sin violar su palabra en ningún sentido. Y voy a decirle una cosa, señor Nye, yo no voy a durar mucho. Tengo un cáncer y Dick lo sabía o al menos sabía que yo estaba malo... Y no hace ni un mes, justo antes de que se largara, me dijo: «Papá has sido un padre muy bueno para mí. Nunca más voy a hacer nada que te pueda disgustar.» Y era sincero. Ese muchacho tiene mucho de bueno dentro. Si usted lo viera en un campo de rugby, si lo viera usted jugar con sus hijos, no dudaría de lo que le digo. ¡Señor, señor! Yo quisiera que el Señor me lo explicase, porque lo que es yo no puedo comprender lo que le ha pasado.
Su mujer dijo:
—Pues yo sí lo sé. —Volvió a coger lo que estaba zurciendo, pero las lágrimas se lo hicieron dejar—. Fue ese amigo suyo. Eso es lo que ha pasado.


El visitante, el agente del KBI, Harold Nye, se puso a escribir en un cuadernito taquigráfico, cuaderno ya casi lleno con los resultados de una larga jornada dedicada a verificar las acusaciones de Floyd Wells. Hasta el momento, todos los hechos corroboraban del modo más contundente la versión de Wells. El 20 de noviembre, el presunto Richard Eugene Hickock había ido de compras en Kansas City pasando nada menos que «siete cheques sin fondos». Nye se había puesto en contacto con todas las víctimas que habían presentado denuncia, vendedores de máquinas fotográficas, radios, aparatos de televisión, el propietario de una joyería, el dependiente de una casa de confecciones y en cada caso, cuando el testigo veía las fotografías de Hickock y Perry Edward Smith, identificaba inmediatamente al primero como el autor de la firma de los cheques y al segundo como a su «silencioso» cómplice. Uno de los vendedores timados declaró:
—El (Hickock) hacía el trabajo. Un charlatán de primera, muy convincente. El otro, que pensé que quizás fuera un forastero, un mexicano, nunca abrió la boca.
A continuación Nye se dirigió al suburbio de Olathe, donde habló con el último de los patrones de Hickock, el propietario del Garaje y Carrocerías Bob Sands.
—Sí, trabajó aquí —dijo Sands—. Desde agosto hasta... bueno, no le volví a ver más desde el diecinueve de noviembre o quizás fuera el veinte. Se marchó sin avisarme. Simplemente se largó... yo no sé adonde ni tampoco lo sabe su padre. ¿Si me sorprendió? Bien, pues sí. Sí que me sorprendió. Estábamos en muy buenas relaciones amistosas. Dick tiene un modo muy suyo de actuar. Sabe hacerse muy simpático. De vez en cuando solía venir por casa. Precisamente una semana antes de que se marchara, tuvimos gente en casa, una pequeña fiesta, y Dick nos trajo a un amigo suyo recién llegado de Nevada, se llamaba Perry Smith. Tocaba la guitarra de veras bien. Tocaba la guitarra y cantaba algunas canciones y luego, junto con Dick, hicieron algo así como una demostración de levantamiento de pesos. Ese Perry Smith es un tipo pequeño, no pasará del metro cincuenta, pero es capaz de levantar un caballo. No, no parecían nerviosos, ni el uno ni el otro. Yo diría que se estaban divirtiendo. ¿La fecha exacta? Claro que la recuerdo. Era trece. Viernes trece de noviembre.
De allí, Nye se fue en su coche rumbo al norte, siguiendo malas carreteras de campaña. Cuando estuvo cerca de la granja de los Hickock, fue parando en otras granjas, con el pretexto de preguntar el camino, pero en realidad para inquirir sobre el sospechoso. La mujer de un granjero exclamó:
—¡Dick Hickock! ¡No me hable de Dick Hickock! Si he conocido al diablo, es él. ¿Robar? ¡Sería capaz de robarle los ojos a un muerto! Pero su madre, en cambio, Eunice, es una bellísima persona. Un corazón grande como una casa. Y su padre lo mismo. Los dos gente sencilla y buena. Dick hubiera ido a la cárcel infinidad de veces pero nadie de por acá quería denunciarlo. Por respeto a los suyos.
Había oscurecido cuando Nye llamó a la puerta de la casa de Walter Hickock, una casa de cuatro habitaciones, descolorida por el sol y la lluvia. Parecía como si estuvieran esperando una visita de aquella índole. El señor Hickock invitó al detective a pasar a la cocina y la señora Hickock le ofreció un café. Quizá si hubieran sabido el verdadero significado de su presencia allí, el recibimiento hubiera sido menos afable, más reservado. Pero no lo sabían y durante las horas que los tres pasaron charlando, el nombre de Clutter no se mencionó nunca ni tampoco la palabra asesinato. Los padres admitían lo que la presencia de Nye implicaba: que reclamaban a su hijo por violación de la palabra dada y fraude.
—Dick lo trajo aquí una noche (Perry) y nos dijo que era un amigo suyo que acababa de llegar en el autobús de Las Vegas, y que si podía quedarse a dormir en casa, a pasar aquí unos días —contó la señora Hickock—. No, señor. Yo no lo quise en casa. No había más que mirarle para saber qué clase de tipo era. Con aquel perfume. Y el pelo gomoso de brillantina. Era claro como el día dónde lo había conocido Dick. Según las condiciones de su libertad bajo palabra, no podía frecuentar la compañía de ningún individuo que hubiera estado con él allí (Lansing). Se lo advertí a Dick, pero no me quiso escuchar. Le encontró habitación a su amigo en el Hotel Olathe, de Olathe, y desde entonces, Dick pasaba con él todos los momentos que tenía libres. Una vez se fueron de viaje, un fin de semana. Señor Nye, tan cierto como que estoy aquí sentada, de que fue Perry Smith quien le hizo firmar los cheques.
Nye cerró su cuaderno, se metió la pluma en el bolsillo y también las dos manos porque le temblaban de emoción.
—Y en ese viaje de fin de semana, ¿adonde fueron?
—A Fort Scott —contestó Hickock, aludiendo a la ciudad de Kansas de glorioso pasado militar—. Según tengo entendido, Perry tiene una hermana que vive en Fort Scott y al parecer ella le guardaba cierta suma de dinero. Mil quinientos dólares fue la suma mencionada. Por esa razón se había venido hasta Kansas, por el dinero que su hermana le guardaba. Y Dick le llevó en coche hasta allí a recogerlo. Pasaron sólo una noche fuera. El domingo ya estaban en casa un poco antes del mediodía. A tiempo para comer.
—Ya —dijo Nye—. Una noche de viaje. Eso quiere decir que se fueron de aquí el sábado. ¿El sábado catorce de noviembre?
El anciano asintió:
—¿Y de regreso el domingo, quince de noviembre?
—El domingo a mediodía.
Nye calculó matemáticamente con sumo cuidado y la conclusión a que llegó no era desalentadora: en aquellas veinte o veinticuatro horas, los sospechosos podían haber hecho un viaje de ida y vuelta de cerca de mil doscientos kilómetros y en su transcurso haber asesinado a cuatro personas.
—Dígame, señor Hickock —prosiguió Nye—. El domingo, cuando su hijo volvió, ¿volvió sólo? ¿O venía Perry con él?
—No. Venía solo. Dijo que había dejado a Perry en el Hotel Olathe.
Nye, cuya voz normal es marcadamente nasal e intimidadora por naturaleza, se esforzaba en adoptar un timbre más suave, que desarmara, que pareciera casual.
—¿Y recuerda usted... hubo algo en sus maneras que le sorprendiera a usted como desacostumbrado? ¿Diferente?
—¿En quién?
—En su hijo.
—¿Cuándo?
—Cuando regresó de Fort Scott.
Hickock se quedó rumiando. Luego dijo:
—Tenía el aspecto de siempre. Tan pronto como llegó, nos sentamos a comer, estaba muy hambriento. Empezó a llenarse el plato antes de que yo acabara de bendecir la mesa. Se lo hice notar diciéndole: «Dick, vas tan aprisa como tu brazo puede, ¿es que no piensas dejar nada para los demás?» Desde luego, ha sido siempre un comilón. Pepinillos. Sería capaz de comerse un barril de pepinillos.
—Y después de comer, ¿qué hizo?
—Caerse dormido —respondió Hickock y pareció sorprendido de su propia respuesta—. Caerse dormido. Y eso sí que no era lo normal. Estábamos viendo un partido de basket. En la tele. Yo, Dick y nuestro hijo David. Casi en seguida, Dick roncaba como una sierra circular y yo le dije a su hermano: «Señor, nunca creí que viviría para ver a Dick dormido en un partido de basket.» De veras que dormía. Se pasó todo el rato durmiendo. Sólo se desveló un poco para comer algo de cena fría y se fue directo a la cama.
La señora Hickock enhebró otra aguja de zurcir. Su marido se mecía en la mecedora y daba chupadas a la pipa apagada. Los duchos ojos del detective examinaron la estancia humilde y limpísima. En un rincón, una escopeta seguía apoyada contra la pared. Ya la había visto antes. Se levantó y fue a cogerla diciendo:
—¿Va usted mucho de caza, señor Hickock?
—Ese fusil es suyo. El y David van a cazar de vez en cuando. Conejos, más que otra cosa.
Era un «Savage» calibre 12, modelo 300. En la culata había un adorno: una escena de faisanes volando, delicadamente grabada.
—¿Cuánto tiempo hace que Dick lo tiene?
La pregunta provocó una gran reacción en la señora Hickock.
—Ese fusil vale más de cien dólares. Dick lo compró a plazos y ahora la tienda no quiere quedárselo, a pesar de que no hará ni un mes que lo compró y sólo se usó una vez, a principios de noviembre cuando él y David se fueron a cazar faisanes a Grinnell. Lo compró a nuestro nombre, su papá le dio permiso y así, aquí estamos nosotros, responsables de los pagos, y cuando pienso en Walter, enfermo como está y en todas las cosas que necesitamos, todo lo que hicimos sin... —contuvo la respiración impidiendo que la dominaran los sollozos—. ¿De veras que no quiere una taza de café, señor Nye? No es molestia alguna.
El detective apoyó el arma contra la pared renunciando a ella a pesar de estar convencido de que se trataba del arma que había causado la muerte a la familia Clutter.
—Gracias, pero se me hace tarde porque tengo que llegarme hasta Topeka —contestó y consultando el cuaderno añadió—: Voy a leer mi resumen para ver si comprendí bien. Perry Smith llegó a Kansas el jueves doce de noviembre. El hijo de ustedes anunció que vino a recoger cierta cantidad de dinero que su hermana de Fort Scott le guardaba. Aquel sábado los dos se fueron en coche a Fort Scott donde pasaron la noche, entiendo que en casa de la hermana, ¿verdad?
—No —contestó Hickock—. No pudieron dar con ella. Parece que se había mudado.
Nye sonrío:
—Pero, sin embargo, pasaron la noche fuera de casa. Y la semana siguiente, es decir, del quince al veintiuno, Dick siguió viendo a su amigo Perry Smith pero, por lo demás, por lo que ustedes saben, mantuvo la rutina normal: siguió viviendo en esta casa y acudiendo al trabajo cada día. El veintiuno desapareció y también Perry Smith. Y desde entonces, ¿han sabido ustedes algo de él? ¿No les ha escrito?
—Le da miedo hacerlo -dijo la señora Hickock—. Tiene miedo y vergüenza.
—¿Vergüenza?
—De lo que ha hecho. De habernos causado un nuevo disgusto. Y tiene miedo porque cree que esta vez no vamos a perdonarle. Como siempre hemos venido haciendo. Y como haremos. ¿Tiene usted hijos, señor Nye?
Afirmó con la cabeza.
—Entonces ya sabe lo que es eso.
-Otra cosa. ¿Tiene alguna idea, aunque sea remota, de dónde puede estar su hijo ahora?
—Abra el mapa —contestó Hickock—. Señale un punto con el dedo: puede que ahí sea.


La tarde tocaba a su fin y el conductor del coche, un viajante de comercio de mediana edad que aquí llamaremos señor Bell, estaba cansado. Suspiraba por poder pararse y hacer una siesta. Pero sólo le faltaban unos ciento sesenta kilómetros para llegar a destino: Omaha, Nebraska, sede de la gran industria de conservas de carne para la que trabajaba. El reglamento de la empresa prohibía a los viajantes llevar en el coche a auto-stopistas, pero Bell muchas veces no lo tenía en cuenta, sobre todo si estaba aburrido y le entraba sueño. Así que cuando vio a los dos muchachos que aguardaban al borde de la carretera, frenó inmediatamente.
Parecían buenos chicos. El más alto, un tipo delgado pero fuerte, de pelo rubio pardusco, cortado a cepillo, tenía una sonrisa atractiva y muy buenos modales. Su compañero, el «enano», que llevaba en la mano derecha una armónica y con la izquierda sostenía una maleta de paja llena hasta reventar, parecía «bastante simpático», tímido pero agradable. El señor Bell, totalmente ignorante de las intenciones de sus invitados (que incluían estrangularlo con un cinturón y abandonarlo, tras robarle coche y dinero, en la inmensa fosa de la pradera), se alegraba de tener compañía, alguien con quien hablar y que le mantuviera despierto hasta llegar a Omaha.
En seguida se presentó él mismo y luego les preguntó sus nombres. El afable joven con el que compartía el asiento delantero le dijo que se llamaba Dick:
—Y éste es Perry —añadió guiñándole un ojo al que iba sentado inmediatamente detrás del conductor.
—Chicos, yo os podré llevar hasta Omaha.
—Muchas gracias, señor —contestó Dick—. Precisamente es a Omaha adonde nos dirigimos. Esperamos encontrar trabajo allí.
¿Qué clase de trabajo andaban buscando? El viajante de comercio pensó que quizás él pudiera ayudarles.
Dick le dijo:
—Soy pintor de coches de primera. Y mecánico además. Estoy acostumbrado a ganar dinero a lo grande. Mi amigo y yo hemos estado por allá, por México. Llevábamos la idea de quedarnos a vivir allí. Pero, carajo, no se gana nada. No se ganan sueldos que le permitan a un blanco salir adelante.
¡Ah, México! El señor Bell dijo que había pasado su luna de miel en Cuernavaca:
—Siempre hemos querido volver, pero es muy difícil hacer un viaje cuando se tienen cinco críos.
Perry, como comentó más tarde, pensó: «Cinco hijos ¡Bueno, mala suerte!» Y mientras escuchaba la pedante cháchara de Dick que comenzaba a describir sus «conquistas mexicanas» pensó también que era un «botarate», un «ególatra». No había más que ver, tomarse tanto empeño en impresionar al tipo que vas a matar, un hombre que no va a estar con vida ni diez minutos más, por lo menos, si el plan que habían dispuesto él y Dick no tenía tropiezos. ¿Y por qué iba a tenerlos? Las condiciones eran ideales, exactamente lo que los tres días que tardaron en ir de California a Nevada, atravesando Nevada y el Wyoming, hasta Nebraska en auto-stop, buscaban. Sin embargo, hasta entonces no habían logrado dar con la víctima apropiada. El señor Bell era el primer viajero solitario de aspecto próspero que se había ofrecido a llevarlos. Los demás habían sido o conductores de camión o soldados, amén de un par de boxeadores profesionales negros que llevaban un Cadillac color malva. Pero el señor Bell era perfecto. Perry hurgó en un abultado bolsillo de su guerrera de piel hasta palpar un tubo de aspirina Bayer y una piedra afilada del tamaño de un puño, envuelta en un pañuelo amarillo de cow-boy. Se aflojó el cinturón, un cinturón navajo de hebilla de plata y adornos de turquesa. Se lo sacó, lo dobló y se lo puso sobre las rodillas. Aguardaba. Observaba la pradera de Nebraska, que pasaba velozmente. Hizo sonar la armónica: empezó una melodía y siguió tocándola mientras esperaba a que Dick pronunciara la señal acordada: «Eh, Perry pásame una cerilla.» A ella, Dick debía hacerse con el volante mientras Perry, con la piedra envuelta en el pañuelo, golpearía la cabeza del viajante de comercio hasta «abrírsela». Más tarde, en cualquier carretera solitaria, el cinturón de las cuentas azules entraría en juego.
Mientras tanto, Dick y el condenado se contaban chistes sucios. Su risa irritaba a Perry. Le repugnaban especialmente las carcajadas del señor Bell, aquellas risotadas que le recordaban otras, las de Tex John Smith, su padre. El recuerdo de la risa de su padre aumentó su nerviosismo: le dolía la cabeza, las rodillas le daban punzadas. Masticó tres aspirinas y se las tragó en seco. ¡Jesús! Creyó que iba a vomitar o a desmayarse. Estaba seguro de que iba a ser así si Dick prolongaba mucho más «la fiesta». Estaba oscureciendo, la carretera seguía recta, sin una sola casa ni un solo ser humano a la vista, nada más que tierra desnuda de invierno y sombría como una plancha de hierro. Ahora era el momento: ahora. Se quedó mirando a Dick, como para transmitirle el pensamiento y ciertos signos (cierto parpadeo, una especie de bigote que el sudor formaba sobre su labio) le dijeron que Dick había llegado a la misma conclusión.
Sin embargo, cuando Dick abrió la boca, fue para soltar otro chiste.
—Un acertijo. Fíjese: ¿En qué se parecen ir al retrete e ir al cementerio? —hizo un guiño—. ¿Se da por vencido?
—Me doy.
—En que cuando tienes que ir, tienes que ir.
Bell soltó una ruidosa carcajada.
—¡Eh, Perry! Pásame una cerilla.
Pero en el instante en que Perry alzaba la mano y la piedra iba a caer, algo extraordinario ocurrió, lo que Perry más tarde calificaría de «puñetero milagro».
El milagro consistió en la súbita aparición de un tercer auto-stopista, un soldado negro, por quien el caritativo viajante se detuvo.
—Sí, es muy bueno —dijo mientras su salvador subía al coche—. Cuando tienes que ir, tienes que ir.


Día 16 de diciembre de 1959. Las Vegas, Nevada. Tiempo e intemperie habían borrado la primera y la última letra (una R y una S), convirtiendo la palabra en un agorero OOM, apenas visible en el letrero descolorido por el sol. El letrero parecía muy apropiado para el lugar que anunciaba, que era, según escribió Harold Nye en su informe oficial para el KBI, «miserable y destartalado, un albergue o pensión de ínfimo orden». El informe proseguía: «Hasta hace unos pocos años (según informes suministrados por la policía de Las Vegas) era uno de los mayores burdeles de todo el Oeste. Pero el fuego destruyó el edificio central y el resto quedó convertido en una pensión de baratillo». El «vestíbulo» no tenía mobiliario, sólo un cacto de metro ochenta y una mesa que hacía las veces de recepción desierta. El detective dio una palmada. Al cabo de un rato, una voz de mujer muy poco femenina, gritó:
-¡Ya va!
Pero transcurrieron otros cinco minutos antes de que la mujer apareciese. Llevaba una bata llena de lamparones, y sandalias de tacón alto, doradas. Unos cuantos rulos aprisionaban su ralo pelo amarillo. Tenía la cara ancha, maciza, llena de colorete y labios muy pintados. Llevaba en la mano una lata de cerveza Miller High Life. Olía a cerveza, a tabaco, y a esmalte de uñas recién aplicado. Tenía setenta y cuatro años, pero opinión de Nye, «parecía más joven... quizás diez minutos más joven». Se quedó mirando su impecable traje pardo, su sombrero pardo de ala corta. Cuando Nye le mostró el distintivo, la mujer pareció divertida, sus labios se abrieron y Nye descubrió dos hileras de dientes postizos.
—¡Uh-jú! Es lo que me figuraba —dijo—. Muy bien. Veamos.
Le alargó una fotografía de Richard Hickock:
—¿Le conoce?
Un gruñido negativo.
—¿Y a éste?
—¡Uh-jú! Se quedó aquí un par de veces. Pero ahora no está. Se largó hará un mes. ¿Quiere ver el registro?
Nye se apoyó en la mesa y observó cómo las largas y lacadas uñas de la propietaria buscaban en una página llena de nombres escritos a lápiz. Las Vegas era la primera localidad que sus superiores le indicaron visitase. Cada una de ellas había sido elegida por la relación que tenía con la de Perry Smith. Las otras dos eran Reno, donde se creía que vivía el padre de Smith y San Francisco, residencia de la hermana de Smith que llamaremos aquí señora de Frederic Johnson. Si bien Nye tenía planeado entrevistarse con ambos familiares, y con cualquiera que pudiera tener conocimiento de las idas y venidas del sospechoso, su objetivo principal era obtener la colaboración de la policía local. Al llegar a Las Vegas, por ejemplo, discutió el caso Clutter con el teniente B. J. Handlon, jefe de la Oficina de Investigación del Departamento de Policía de Las Vegas. El teniente redactó un aviso en el que se pedía a todo el personal de policía que tuviera los ojos bien abiertos en caso de que se tropezaran con Hickock y Smith: «Reclamados en Kansas por violación de palabra y se les supone en posesión de un Chevrolet 1949 con matrícula de Kansas JO-58269. Van probablemente armados y se consideran peligrosos.» Además, Handlon había destacado un agente para acompañar a Nye a «investigar prestamistas» porque como dijo, «hay siempre un enjambre de ellos en todas las ciudades de juego». Juntos, el detective de Las Vegas y Nye, verificaron todas las papeletas de empeños libradas durante el mes anterior. Nye esperaba, concretamente, encontrar una radio portátil de marca Zenith que se suponía robada de la casa de Clutter la noche del crimen, pero en esto no tuvo suerte. Uno de los prestamistas se acordaba de Smith («Hace sus buenos diez años que entra y sale de aquí») y pudo mostrarles el resguardo de una piel de oso, empeñada en la primera semana de noviembre. De este resguardo sacó Nye la dirección de la pensión.
—Llegado el trece de octubre —dijo la patrona—. Salido el once de noviembre.
Nye contempló la firma de Smith. Las fiorituras, lo rebuscado del trazo, le llamaron la atención, cosa que al parecer la patrona adivinó porque exclamó:
—¡Uh-jú! ¡Y tendría que oírlo hablar! Palabras importantes, ampulosas, viniendo de esa especie de sibilante cuchicheo. Todo un personaje. ¿Qué tienen contra él? Contra ese granujilla...
—Violación de palabra.
—¡Uh-jú! Venir desde Kansas por una cosilla así. Bueno, yo sólo soy una rubia un poco estúpida y le creo. Pero no le vaya con ese cuento a ninguna morena —alzó el bote de cerveza y bebió de un trago hasta dejarlo vacío; luego, pensativa, lo hizo girar entre las manos pecosas y de venas abultadas—. Sea lo que fuese, no será nada gordo. No puede serlo. Todavía ha de nacer el hombre del que yo no sepa decir de qué pie cojea. Ese no es más que un granujilla. Un granujilla que estuvo intentando camelarme para no pagar la última semana.
Soltó una risita ahogada, por lo absurdo de la ambición, seguramente.
El detective preguntó cuánto había pagado Smith por su habitación.
—Tarifa normal. Nueve dólares a la semana. Más medio dólar como depósito por la llave. Rigurosamente al contado. Rigurosamente por anticipado.
—Mientras vivía aquí ¿qué solía hacer? —preguntó Nye—. ¿Tiene algún amigo?
—¿Es que se cree que tengo los ojos puestos en todas las buenas piezas que vienen por aquí? —replicó la patraña—. Vagabundos. Granujas. No me interesan. Tengo una hija muy bien casada. —Luego añadió—: No, no tiene amigos. Por lo menos yo nunca le vi andar con nadie en especial. Esta última vez que estuvo aquí, se pasaba el tiempo hurgando en su coche. Lo tenía aparcado ahí afuera. Un Ford viejo. Parecía de cuando él todavía no había nacido. Le dio una mano de pintura. La parte de arriba negra y el resto plateado. Luego escribió, «En venta» en el parabrisas. Un día oí que un primo se paró y le ofreció cuarenta dólares, cuarenta más que lo que valía. Pero él le contestó que no podía venderlo por menos de noventa. Le dijo que necesitaba el dinero para un billete de autobús. Poco antes de que se fuera me enteré que un tipo negro se lo había comprado.
—Dijo que lo quería para un billete de autobús, ¿no sabe adonde quería ir?
Frunció los labios, dejó colgar el cigarrillo de ellos y se quedó mirando fijamente a Nye:
—Hablemos claro. ¿Hay dinero de por medio? ¿Alguna recompensa?
Quedó esperando contestación. Como no obtuvo ninguna, pareció sospechar todas las posibilidades y decidirse por la de hablar:
—Porque me dio la impresión de que allí, dondequiera que planeara irse, no pensaba quedarse mucho tiempo. Que tenía intención de volverse. En cierto modo espero verle aparecer por acá el día menos pensado —indicó con la cabeza el interior de la pensión—. Venga y le enseño por qué.
Escaleras. Corredores grises. Nye captó los olores, distinguiéndolos unos de otros: desinfectante de retretes, alcohol, colillas. Dentro de una de las habitaciones, un inquilino borracho gemía y cantaba en esa confusión de alegría y dolor.
—¡Amaina, holandés! Acaba ya o te echo a la calle —le gritó la mujer—. Ahí —le dijo a Nye, precediéndole en una especie de cuarto oscurecido de almacenaje. Encendió la luz—. Eso, esa caja. Me dijo que se la guardara hasta que estuviera de vuelta.
Se trataba de una caja de cartón, sin envolver pero atada con un cordel. Una advertencia, un aviso que tenía algo de maldición egipcia, estaba escrito a lápiz sobre la cubierta: ¡Cuidado! Propiedad de Perry E. Smith. ¡Cuidado!
Nye desató la cuerda. Tuvo la triste ocasión de comprobar que el nudo no era de media vuelta como el que los asesinos usaran para atar a la familia Clutter. Levantó las solapas de la caja. Salió una cucaracha y la patrona la pisó, aplastándola con el tacón de su sandalia dorada.
—¡Eh! —exclamó mientras Nye sacaba y examinaba detenidamente las posesiones de Perry—. ¡El ratero! ¡Esa toalla es mía!
Además de la toalla el meticuloso Nye anotó en su cuaderno: «Un cojín sucio "Souvenir de Honolulu", una manta rosa de niño, un par de pantalones caqui, un cazo de aluminio con espátula para fritos.» Entre otras curiosidades había un álbum de recortes lleno de fotografías sacadas de revistas de cultura física (estudios de levantadores de pesas relucientes de sudor) y, dentro de una caja de zapatos, una colección de medicamentos: enjuagues y polvos para combatir las infecciones bucales y también una cantidad increíble de aspirinas (por lo menos una docena de frascos, varios de ellos vacíos).
—Porquería —dijo la patrona—. Sólo basura.
Cierto. Carecía de valor incluso para un detective hambriento de indicios. De todos modos, Nye estaba contento de haberlo visto. Cada uno de aquellos detalles, los calmantes para las encías infectadas, el grasiento cojín de Honolulu, le daba una imagen clara de su propietario y de su vida solitaria y mezquina.
Al día siguiente, en Reno, preparando su informe oficial escribió: «A las 9 de la mañana, el agente que informa se puso en contacto con Bill Discroll, jefe de investigación criminal de la Oficina del sheriff de Washoe County, Nevada. Después de ser brevemente informado de las circunstancias del caso, a Driscoll se le entregaron fotografías, huellas digitales y órdenes de detención de Hickock y Smith. Fueron puestos avisos en las fichas de ambos individuos y también en las de los automóviles. A las 10.30, el agente que informa se puso en contacto con el sargento Abe Feroah, División Investigadora, Departamento de Policía, Reno, Nevada. El sargento Feroah y el agente que informa estuvieron revisando los ficheros de la policía. Ni el nombre de Hickock ni el de Smith figuraban en los archivos criminales. La verificación de las papeletas de las casas de empeños, no dio como resultado información alguna sobre la radio que se buscaba. Se ha puesto una señal permanente en esos archivos para el caso de que la radio sea empeñada en Reno. El detective encargado de recorrer las casas de empeños ha mostrado las fotografías de Smith y Hickock a todos los prestamistas de la ciudad y ha hecho verificaciones en todas las casas de préstamos, buscando la radio. Los prestamistas han identificado a Smith como una fisonomía familiar, pero no han podido suministrar ulteriores datos.”
Eso por la mañana. Por la tarde Nye partió en busca de Tex John Smith. Pero, en el primer lugar, Correos, el empleado de la ventanilla de entregas le dijo que no siguiera buscando, por lo menos en Nevada, porque el «individuo en cuestión» se había marchado el pasado agosto y vivía ahora en Circle City, Alaska. Allí, por lo menos, era donde le enviaba la correspondencia.
—¡Caramba! No sabe lo que me pide -dijo el empleado en respuesta a la petición de Nye de que le describiera al mayor de los Smith—. Es un tipo que ni sacado de un libro. Se hace llamar él mismo el Lobo Solitario. Gran parte de su correo viene dirigido así. No recibe muchas cartas, no. Pero sí montones de catálogos y folletos de propaganda. Le sorprendería ver la cantidad de personas que piden que les envíen esa clase de cosas. Para recibir correspondencia, será. ¿Edad? Yo diría que tendrá unos setenta. Se viste a la moda Far West: botas de cow-boy y un sombrero enorme. Me contó que en otro tiempo anduvo metido en el rodeo. He charlado no poco con él. En los últimos años ha estado viniendo aquí casi todos los días. De vez en cuando desaparecía, no venía en un mes y luego decía que había estado buscando oro. Un día, el pasado agosto, se me presentó aquí un joven. Andaba buscando a su padre Tex John Smith y me preguntó si yo sabría dónde podría encontrarlo. No se parecía mucho a su padre. El Lobo tiene los labios muy delgados, irlandeses. Y aquel muchacho parecía indio puro, pelo negro, brillante como las botas, con los ojos igual. Pero al día siguiente, va y viene el Lobo y lo confirma: me dijo que su hijo había acabado el servicio militar y que se iban los dos a Alaska. El viejo es un entusiasta de Alaska. Hasta creo que una vez fue dueño allí de un hotel o algo así, o un albergue de caza. Me dijo que pensaba ir a pasarse allí unos dos años. No, no le he vuelto a ver, ni a él ni a su hijo.


La familia Johnson acababa de llegar e instalarse en el barrio aquel de San Francisco, un barrio moderno de clase media, de ingresos medios, allí en lo alto de las colinas del norte de la ciudad. En la tarde del 18 de diciembre, la joven señora Johnson esperaba invitados: tres señoras de la vecindad irían a tomar café con pastelillos y quizás a jugar una partida a cartas. La anfitriona estaba nerviosa, era la primera vez que recibía en su nuevo hogar. Mientras esperaba oír el timbre de un momento a otro, dio una vuelta por la casa deteniéndose a coger un hilo que pendía o a modificar la posición de alguna de las poinsetias del ramo de Navidad. La casa, como las otras de aquella calle en la ladera de la colina, era un convencional chalet, suburbano, agradable y corriente. A la señora Johnson le encantaba. Estaba encantada con el artesonado de sacoya, el alfombrado de pared a pared, las ventanas como de película a ambos lados de la casa, la vista que ofrecía la ventana posterior: las colinas, el valle, el cielo y el océano. Y se sentía orgullosa del pequeño jardín del fondo. Su marido, agente de seguros por profesión, carpintero por vocación, había construido una cerca de estacas blancas y dentro de ella una caseta para el perro de la familia y un hoyo de arena y columpios para los niños. En aquel momento, los cuatro (perro, dos niños pequeños y una niña) jugaban allí bajo un plácido cielo. Ella esperaba que estuvieran contentos hasta que sus invitadas se hubieran marchado. Cuando sonó el timbre y la señora Johnson fue a abrir, llevaba puesto el que a sus ojos era el vestido que le sentaba mejor: un vestido de punto amarillo que le marcaba el tipo y hacía resaltar el espléndido color té claro de su tez, de cherokee, y la negrura de su pelo corto. Abrió la puerta dispuesta a recibir a sus tres vecinas pero se encontró, en cambio, con dos desconocidos: dos hombres que se llevaron la mano al sombrero y le mostraron, abiertas, sendas carteras de bolsillo con un distintivo.
—¿La señora Johnson? —preguntó uno de ellos—. Me llamo Nye. Le presento al inspector Guthrie. Pertenecemos a la policía de San Francisco y acabamos de recibir orden de Kansas de abrir una investigación sobre el hermano de usted. Perry Edward Smith. Al parecer, ha dejado de presentarse al oficial correspondiente como se comprometió en su solicitud de libertad bajo palabra y quisiéramos saber si usted puede decirnos algo sobre su paradero.
La señora Johnson no pareció turbada y, desde luego, en absoluto sorprendida, al ver que la policía se preocupaba de las andanzas de su hermano. Lo que la inquietaba era la perspectiva de que sus invitadas la encontraran allí contestando a las preguntas de dos policías.
—No. Yo no sé nada. Hace cuatro años que no veo a mi hermano Perry.
—Se trata de algo serio, señora Johnson —insistió Nye—. Nos gustaría hablar sobre ello.
La señora Johnson no tuvo más remedio que ceder, hacer entrar a los policías y ofrecerles café (que aceptaron).
—Hace cuatro años que yo no veo a Perry. Ni he sabido nada de él desde que le concedieron la libertad bajo palabra. El verano pasado, cuando salió de la cárcel fue a ver a mi padre que estaba en Reno. En una carta, mi padre me decía que pensaba volverse a Alaska y que Perry se iba con él. Luego volvió a escribirme, creo que en septiembre. Estaba furioso. El y Perry se habían peleado y se separaron antes de cruzar la frontera. Perry se volvió atrás y mi padre se fue a Alaska solo.
—¿Desde entonces no le ha vuelto a escribir?
-No.
—Entonces ¿cree usted posible que últimamente su hermano haya vuelto con él? ¿En este último mes?
—No lo sé. Ni me importa.
—¿Están ustedes en malas relaciones?
—¿Yo con Perry? Sí, le tengo miedo.
—Sin embargo, mientras estaba en Lansing usted le escribía con frecuencia o por lo menos eso es lo que nos han dicho las autoridades de Kansas —dijo Nye.
El otro hombre, el inspector Guthrie, parecía concentrado en su papel secundario.
—Yo pretendía ayudarle. Esperaba poder hacer que cambiar algunas de sus ideas. Ahora lo conozco mejor. Los derechos del prójimo no significan nada para Perry. No respeta a nadie.
—Y de sus amigos. ¿Conoce alguno con quien pudiera estar ahora?
—Joe James —contestó.
Y explicó que era un leñador y pescador indio que vivía en el bosque cerca de Bellingham, Washington. No, ella no le conocía pero tenía entendido que él y su familia eran personas generosas que habían dado albergue a Perry en más de una ocasión. La única amistad que ella le conocía era una joven que se había presentado a la puerta de los Johnson, en junio de 1955, con una carta de Perry en la que él la presentaba como su mujer.
—Decía en la carta que estaba en un aprieto y que si podía ocuparme de su mujer hasta que él pudiera mandar por ella. La chica aparentaba tener veinte años. Resultó que tenía catorce y, desde luego, no era la mujer de nadie. Pero en aquella época, me dejé cazar. Tuve lástima de ella y le dije que podía quedarse con nosotros. Se quedó, pero no por mucho tiempo. Menos de una semana. Y cuando se marchó, se llevó nuestras maletas y todo lo que pudo meter dentro: casi todas mis ropas y las de mi marido, la plata y hasta el reloj de la cocina.
—Cuando ocurrió, ¿dónde vivían ustedes?
—En Denver.
—¿Han vivido alguna vez en Fort Scott, Kansas?
—Nunca. No he estado nunca en Kansas.
—¿Tiene alguna hermana que viva en Fort Scott?
—Mi hermana ha muerto. Mi única hermana.
Nye sonrió.
—Comprenda, señora Johnson -le dijo—. Nos basamos en el supuesto de que su hermano se pondrá en contacto con usted. Por correo o por teléfono. O que venga a verla.
—Espero que no. La verdad es que él no sabe que nos hemos mudado. Todavía cree que vivimos en Denver. Por favor, si lo encuentran, no le den mi domicilio. Le tengo miedo.
—Cuando dice eso, ¿es porque teme que pueda hacerle algún daño? ¿Algún daño físico?
Sopesó la pregunta con incertidumbre e incapaz de definirse dijo que no lo sabía.
—Pero le tengo miedo. Siempre se lo he tenido. ¡Puede parecer tan simpático y afectuoso cuando quiere! Amable. Llora con tanta facilidad. A veces la música lo conmueve y de niño solía llorar simplemente porque el ocaso le parecía hermoso. O la luna. ¡Oh, engañaría a cualquiera! Sabe muy bien cómo componérselas para que le compadezcan...
El timbre sonó. La renuncia a abrir la puerta transmitió su dilema y Nye (que escribiría de ella «Durante toda la entrevista guardó su compostura y se mostró extremadamente cortés. Persona de excepcional carácter») tomó su sombrero pardo.
—Sentimos haberla molestado, señora Johnson. Pero si sabe algo de Perry, le ruego tenga el buen sentido de llamarnos. Pregunte por el inspector Guthrie.
Tras la partida de los inspectores, la compostura que tanto había admirado Nye, se derrumbó. Una familiar desesperación pendía sobre ella. Luchó contra ella, retrasó su impacto hasta que la reunión hubo acabado y sus invitadas se marcharon, hasta después de alimentar a los niños y luego bañarlos y ayudarles a rezar sus oraciones. Pero después, como la niebla del océano que por la noche empaña los faroles de la calle, le envolvió el más profundo desaliento. Había dicho que tenía miedo a Perry, pero ¿era solamente a Perry? ¿O tenía además miedo de un destino del que ella también formaba parte? ¿De un terrible destino que parecía aguardar a los cuatro hijos de Florence Buckskin y Tex John Smith? El mayor, el hermano que ella adoraba, se había pegado un tiro. Fern había caído de una ventana o saltado por ella y Perry se había entregado a la violencia y convertido en un criminal. De modo que, en cierto sentido, era ella el único superviviente. Y lo que la atormentaba era el pensamiento de que con el tiempo también ella podía verse arrollada: volverse loca, o contraer una enfermedad incurable, o perder en un incendio todo lo que más quería, hogar, esposo, hijos.
Su marido estaba ausente, en viaje de negocios, y estando sola, nunca se le ocurría beber nada. Pero aquella noche se sirvió algo fuerte y se echó en el diván del cuarto de estar, con un álbum de fotografías en las rodillas.
Una fotografía de su padre dominaba la primera página, una foto de estudio hecha en 1922, el año de su boda con la joven india, amazona del rodeo, señorita Florence Buckskin. Era una foto que invariablemente conmovía a la señora Johnson. Porque gracias a ella podía comprender por qué, a pesar de ser tan poco el uno para el otro, su madre pudo casarse con su padre. El joven de la fotografía rebosaba viril fascinación. Todo en él, la gallarda altivez de su cabeza pelirroja, el guiño del ojo izquierdo (como si estuviera apuntando a un blanco), el diminuto pañuelo de cow-boy alrededor del cuello, era enormemente atractivo. En conjunto, la actitud de la señora Johnson para su padre era ambivalente. Pero un aspecto de él había contado siempre con una admiración suya sin reservas: su valor. Sabía muy bien cuan excéntrico resultaba para muchos y en algún aspecto también para ella. Pero era «un verdadero hombre». Sabía hacer muchas cosas y las hacía sin darse importancia, con facilidad. Sabía hacer caer un árbol, precisamente donde él quería. Sabía despellejar a un oso, reparar un reloj, construir una casa, hacer un pastel, zurcir un calcetín o pescar una trucha con una aguja retorcida y un pedazo de cuerda. En una ocasión, se había pasado un invierno solo en la desolada Alaska.
Solo. Según la señora Johnson, los hombres igual que él tenían que vivir solos. Una mujer, unos hijos, no eran para ellos.
Pasó algunas páginas de instantáneas de su infancia, fotos tomadas en Utah, en Nevada, en Idaho, en Oregón. La carrera de «Tex y Flo» en el rodeo había terminado y la familia, alojada en un camión viejo, recorría el país a la caza de empleo, algo muy difícil de conseguir en 1933. «La familia de Tex John Smith recolectando fresas en Oregón, 1933» se leía al pie de una foto de cuatro chiquillos descalzos, todos sin otra ropa que un pantalón y todos con la misma expresión hosca y fatigada. Fresas y pan duro untado con leche condensada dulce era todo lo que tenían para comer. Bárbara Johnson recordaba que, en una ocasión, toda la familia se había pasado varios días alimentándose a base de plátanos podridos y, como consecuencia, Perry pilló un cólico. Pasó toda la noche gritando mientras ella, Bobo, como la llamaban, lloraba de miedo de que se estuviera muriendo.
Bobo tenía tres años más que Perry y le adoraba. Era su único juguete, la muñeca que lavaba, peinaba, besaba y, a veces, daba de cachetes. Había una foto de los dos juntos, bañándose desnudos en un arroyuelo del Colorado de agua diamantina: el hermanito, un cupido barrigudo, negro del sol, agarrado a la mano de la hermana y riéndose como si aquellas aguas contuvieran dedos que le hicieran cosquillas. En otra instantánea (la señora Johnson no estaba segura, pero creía que había sido tomada en un lejano rancho de Nevada, donde la familia estaba viviendo cuando la batalla última de los padres, un encuentro aterrador en el que látigos, agua hirviendo y lámparas de petróleo se habían usado como armas, había puesto fin al matrimonio), ella y Perry montaban un poney y al fondo las montañas áridas.
Más tarde, cuando la madre con sus hijos se trasladó a vivir a San Francisco, el amor de Bobo por el pequeño disminuyó hasta desaparecer del todo. Ya no era su pequeño, sino que se había convertido en un salvaje, en un golfillo y un ladrón. Su primer arresto registrado databa del 27 de octubre de 1936, el día en que cumplía exactamente ocho años. A partir de entonces, después de estar encerrado en diversas instituciones y reformatorios infantiles, le fue entregado a su padre en custodia y habían de transcurrir muchos años antes de que Bobo volviera a verlos, a no ser en las fotografías que de vez en cuando Tex les enviaba a sus otros hijos, fotografías que, pegadas encima de sus respectivos epígrafes escritos con tinta blanca, formaban parte del contenido de aquel álbum. Allí figuraban: «Perry, papá y su perro Husky.» «Perry y papá buscando oro.» «Perry cazando osos en Alaska.» En esta última se veía un muchacho de quince años, con gorro de piel y raquetas de nieve en los pies, entre árboles cargados de nieve, con un fusil bajo el brazo. Tenía las cejas fruncidas y ojos tristes y cansados. La señora Johnson, al verla recordó una «escena» que Perry le hizo una vez que fue a visitarla en Denver.
—Yo era su esclavo —gritó Perry—. Y basta. Alguien a quien podía sacar las entrañas trabajando sin tener que pagarle un céntimo. No, Bobo, soy yo quien va a hablar. Cállate o te tiro de cabeza al río. Como una vez en el Japón. En un puente había un tipo. Era la primera vez que lo veía. Lo cogí y lo eché al río sin más.
»Por favor, Bobo. Escúchame, por favor. ¿Crees que me gusta ser como soy? ¡Lo que yo habría podido ser! Pero el mal nacido aquel nunca me dio oportunidad. No me dejaba ir a la escuela. Ya lo sé. Ya lo sé. Yo era un niño malo, díscolo. Pero hubo un tiempo en que le supliqué que me dejase ir a la escuela. Tengo buena inteligencia. Por si no lo sabes. Inteligencia y talento. Pero nada de cultura porque no me dejó aprender nada, no quiso que aprendiera más que a correr y trotar con él. Obtuso. Ignorante. Así es como él me quería. Para que nunca pudiera escapar de él. Pero tú, Bobo. Tú fuiste a la escuela. Y Jimmy y Fern también. Todos los mierdas de vosotros tuvisteis vuestra educación. Todos menos yo. Y yo os odio. A todos. A ti y a papá... a todos.
¡Como si para sus hermanas y su hermano la vida hubiera sido un lecho de rosas! Quizás sí, si eso era tener que limpiar los vómitos de la madre borracha, si creía que lo era no tener nada bonito que ponerse ni bastante que comer. Sin embargo, era cierto, los tres habían cursado la segunda enseñanza. Jimmy terminó como el primero del curso, honor que debía única y exclusivamente a su fuerza de voluntad. Esto era, en opinión de Bárbara, lo que hacía tan siniestro su suicidio. Gran carácter, enorme valor, trabajador incansable, parecía como si ninguno de esos rasgos pudiera influir de modo decisivo en el destino de los hijos de Tex John. Compartían un destino común contra el que la virtud no era defensa. No es que Perry fuera virtuoso, ni Fern. A los catorce años, Fern se cambió de nombre y, durante el resto de su corta vida, trató de justificar el cambio: Joy . Era una chica fácil «amiga de todos», demasiado de todos, porque sentía debilidad por todos los hombres, a pesar de que no tenía mucha suerte con ellos. La clase de hombres que a ella le gustaban, siempre la dejaban plantada. Su madre había muerto de coma alcohólico y a ella le daba miedo beber, pero bebía. Antes de cumplir los veinte, Fern John empezaba el día con una botella de cerveza. Y una noche de verano se cayó de la ventana de una habitación de hotel. Al caer, dio contra la marquesina de un teatro y de allí fue a parar bajo las ruedas de un taxi. Arriba, en la habitación vacía, la policía encontró zapatos, un monedero sin dinero y una botella de whisky vacía.
Era posible comprender a Fern y perdonarla. Pero Jimmy era distinto. La señora Johnson contemplaba una fotografía suya vestido con uniforme de marino. Durante la guerra, sirvió en la Marina. Un esbelto y pálido marinero de cara alargada, un poco ascética y austera, que pasaba el brazo alrededor de la cintura de la chica con la que se había casado y con la que, en opinión de la señora Johnson, nunca debió casarse porque nada tenían en común el serio Jimmy y aquella adolescente de San Diego, metida siempre entre marineros, cuyos abalorios de cristal reflejaban un sol que se había puesto hacía tiempo. Y el amor que le había inspirado a Jimmy era un amor fuera de lo normal. Una pasión en parte patológica. En cuanto a la muchacha, tuvo que haberlo amado. Amarlo mucho para hacer lo que hizo. ¡Si Jimmy se lo hubiera creído! ¡Si hubiera podido creerlo! Pero los celos se apoderaron de él. Le mortificaba pensar en los hombres que se habían acostado con ella antes de que se casaran. Estaba convencido, además, de que seguía llevando aquella vida promiscua, de que cada vez que él tenía que embarcar, o aunque sólo fuera dejarla sola durante el día, ella le traicionaba con un montón de amantes cuya existencia le pedía continuamente a ella que confesara. Al final, ella se colocó la boca de un fusil entre los ojos y apretó el gatillo con el dedo del pie. Cuando Jimmy la encontró, no llamó a la policía. La cogió y la acostó en la cama. Se echó junto a ella. Al amanecer del día siguiente, cargó otra vez el fusil y se mató.
Junto a la fotografía de Jimmy y su mujer, había una de Perry en uniforme. Había sido recortada de un periódico y la acompañaba un texto: «Cuartel General, Ejército de los Estados Unidos. Alaska. El soldado Perry Smith, de 23 años, veterano combatiente del ejército en Corea, de vuelta a Anchorage, Alaska, es recibido por el capitán Mason, oficial de información pública, a su llegada a la base aérea de Elmendorf. Smith prestó servicio durante quince meses en la 24a División, como mecánico de combate. Su viaje de Seattle a Anchorage ha sido obsequio de la compañía aérea Pacific Northern. La señorita Lynn Marquis, azafata de la compañía, sonríe dándole la bienvenida (foto oficial del ejército de los EE.UU.).» El capitán Mason, con la mano en alto, mira al soldado Smith, pero el soldado Smith mira a la cámara. En su expresión, la señora Johnson veía o imaginaba ver no gratitud sino arrogancia y, en lugar de orgullo, inmenso engreimiento. No era inverosímil que hubiera encontrado un hombre en un puente y que lo hubiera arrojado al río. Naturalmente que lo había hecho. Nunca lo había dudado.
Cerró el álbum y encendió la televisión. Pero no le sirvió. ¿Y si efectivamente aparecía por allí? Los detectives bien habían dado con ella, ¿por qué no lo haría Perry? Inútil que esperase ayuda de ella, no pensaba ni abrirle la puerta. La puerta delantera estaba cerrada con llave pero no la del jardín. El jardín estaba blanco de neblina del mar, quizás entonces tuviera lugar allí una reunión de fantasmas: mamá, Jimmy y Fern. Cuando la señora Johnson corrió el cerrojo de la puerta, pensaba tanto en los vivos como en los muertos.


Un nubarrón. Lluvia. A cántaros. Dick corría. Perry corría también, pero no podía correr tanto como él. Tenía las piernas más cortas y además acarreaba la maleta. Dick llegó al refugio, un granero cercano a la autopista, mucho antes que él. Saliendo de Omaha, después de pasar la noche en un dormitorio de la Salvation Army, un conductor de camión les llevó a través de la frontera de Nebraska hasta Iowa. Pero las últimas horas las habían hecho a pie. Había empezado a llover cuando se hallaban a unos veinticinco kilómetros de un caserío de Iowa llamado Tenville Junction.
El granero estaba a oscuras.
—¿Dick? —llamó Perry.
—¡Presente! —contestó.
Se había tumbado en un montón de heno. Perry, calado hasta los huesos y tiritando, se dejó caer a su lado.
—Tengo mucho frío —dijo, refugiándose en el heno—. Tengo tanto frío que me importaría un cuerno que se prendiera fuego y me quemara vivo.
Tenía hambre, además. Hambre de lobo. La noche anterior habían cenado sendos cazos de sopa de la Salvation Army y aquel día habían ingerido por todo alimento unos chocolatines y goma de mascar que Dick había robado del mostrador de una tienda de golosinas.
—¿Quedan chocolatinas? —preguntó Perry.
No, pero todavía quedaba goma de mascar. Se la repartieron y se pusieron a mascar dos barritas y media cada uno, con aroma de menta, el favorito de Dick. (Perry lo prefería con aroma a frutas.) El problema era el dinero. Su total carencia había impulsado a Dick a decidir que el próximo paso iba a ser lo que a Perry se le antojó «peor que locura»: volver a Kansas City. La primera vez que Dick habló de ello, Perry dijo:
—Tienes que ir al médico.
Ahora, allá, acurrucados y juntos en la fría oscuridad, oyendo caer la fría y oscura lluvia, volvieron a la discusión. Perry enumerando otra vez los peligros de tal maniobra porque sin duda ya estarían buscando a Dick por violación de palabra, «si no por algo más». Pero Dick no se dejó disuadir. Kansas City, argüía, era el único lugar donde él se veía capaz de «pasar unos cuantos papeles».
—Claro que tenemos que andarnos con cuidado. Ya sé que tendrán orden de arrestarnos. Por los cheques que les colgamos entonces. Pero lo haremos rápido. Un día bastará. Si conseguimos suficiente, quizás podamos largarnos a Florida. Y pasar las Navidades en Miami... o todo el invierno si nos gusta.
Pero Perry se limitaba a mascar su goma, a temblar y a ensombrecerse.
—Pero ¿qué te pasa, rico? —le dijo Dick—. ¿Es por aquello? ¿Por qué puñeta no puedes olvidarlo? Nunca nos relacionarán con aquello. Nunca lograrán establecer la más mínima relación.
Perry contestó:
—Puedes equivocarte. Y si te equivocas, quiere decir El Rincón.
Ninguno de los dos se había referido hasta entonces a la pena máxima del estado de Kansas, la horca o muerte en El Rincón, como los presos de la Penitenciaria del Estado de Kansas llamaban al barracón que contiene lo necesario para ahorcar a un hombre.
Dick le dijo:
—Ya nos salió el dramático. Con tu actitud, me matas.
Encendió una cerilla con intención de fumarse un cigarrillo pero algo que la llama iluminó, le puso de pie y, de un brinco, atravesó el granero hasta un establo de vacas. Dentro del establo había un coche, un Chevrolet modelo 1956, blanco y negro de dos puertas. Con la llave puesta.


Dewey estaba decidido a ocultar a la «población civil» todo detalle sobre aquel descubrimiento relacionado con el caso Clutter. Tan decidido que determinó confiarse a los dos más importantes voceros de Garden City. Bill Brown, redactor jefe del Telegram y Robert Wells, director de la estación de radio KIUL. Al describir la situación, Dewey enfatizó sus razones para considerarlo un secreto de suma importancia:
—Recuerden, existe la posibilidad de que esos hombres sean inocentes.
Era una posibilidad demasiado válida para no tenerla en cuenta. El que había facilitado los datos, Floyd Wells, podía haber inventado la historia. Inventar cuentos por el estilo era cosa bastante frecuente entre los presos que esperaban con ello ganar favores o traer la atención de la autoridad. Pero aunque cada palabra de aquel hombre no fuera más que la sacrosanta verdad, Dewey y sus colegas todavía no habían conseguido la mínima evidencia, «evidencia para una corte». ¿Qué habían descubierto que no pudiera ser interpretado como posible, aunque extraordinaria, coincidencia? Sólo porque Smith se hubiera dirigido a Kansas para visitar a su amigo Hickock, sólo porque Hickock estuviera en posesión de una escopeta del mismo calibre que aquel con que se cometió el crimen, y sólo porque los presuntos asesinos hubieran presentado una coartada falsa para justificar dónde habían pasado la noche del 14 de noviembre, no eran necesariamente asesinos.
—Pero estamos casi seguros de que es así. Todos lo creemos así. Si no, no hubiéramos dado la alarma en diecisiete estados, desde Arkansas a Oregón. Pero ténganlo presente: pueden pasar años antes de que logremos atraparlos. Puede que se separen. Que se marchen del país. Hay también la posibilidad de que estén en Alaska... No es difícil perder a un hombre en Alaska. Cuanto más tiempo anden libres, más difícil nos será probar los cargos. Francamente, tal como están las cosas, no tenemos mucho que probar en contra. Podemos prenderles mañana y no poder nunca probar ni tanto así.
Dewey no exageraba. Excepto dos tipos de suelas de bota, uno con un dibujo de rombos, otro con una marca de Cat's Paw, los asesinos no habían dejado ni una prueba. Ya que daban muestras de tanta cautela, debieron de deshacerse de las botas mucho tiempo atrás. Y de la radio también, suponiendo que fueran ellos quienes la robaran, algo que Dewey ponía en duda porque le parecía «ridículo e inconsistente», dada la magnitud del crimen y la manifiesta astucia de los criminales. Le parecía «inconcebible» que aquellos hombres hubieran entrado en la casa esperando encontrar una caja fuerte llena de dinero y que, al no encontrarla, hubiesen creído oportuno asesinar a la familia entera por unos pocos dólares y una pequeña radio portátil.
—Sin una confesión, no lograremos que los condenen —dijo—. Yo así lo creo. Y por esa razón nunca seremos lo bastante cautos. Ellos están convencidos que se han salido con la suya. Bien, no nos interesa que cambien de opinión. Cuanto más seguros y a salvo se sientan, antes lograremos cogerlos.
Pero los secretos son una mercancía poco corriente en una ciudad de la extensión de Garden City. Todos cuantos visitaban el despacho del sheriff, tres estancias con escaso mobiliario, pero atestadas de gente del tercer piso de la Casa de Justicia, podían advertir un cambio insólito, un ambiente casi siniestro. El precipitado ir y venir, la agitada actividad de las últimas semanas, había desaparecido. Ahora una tensa inmovilidad reinaba en el local. La señora Richardson, la secretaria, persona muy abierta y práctica, había adoptado de un día para otro maneras sigilosas y andares de puntillas y los hombres para quienes trabajaba, el sheriff y sus colaboradores, Dewey y el equipo de agentes importados del KBI, se movían sin hacer ruido, hablando en voz baja. Eran como cazadores escondidos en el bosque temiendo que cualquier ruido o movimiento ahuyentara sus cercanas presas.
La gente hablaba. El Trail Room del Hotel Warren, un café de Garden City que los comerciantes de Garden City consideraban su club particular, era un antro de conjeturas y rumores a media voz. Un ciudadano de los más destacados y eminentes, se decía, estaba a punto de ser arrestado. O bien alguien contaba que el crimen había sido obra de sicarios pagados por los enemigos de la Asociación de Cultivadores de Trigo de Kansas, progresiva organización en la que el señor Clutter había representado un papel importante. Una de las historias que circulaban, la más cercana a la verdad, se debía a un conocido comerciante de automóviles (que se negaba a decir de dónde la había sacado):
—Parece que se trata de un hombre que trabajaba para Herb allá por el año cuarenta y siete o cuarenta y ocho. Un bracero de tantos. Parece que lo metieron en la cárcel, en la cárcel del estado y que mientras estaba allí le dio por recordar lo rico que era Herb. Así que cuando lo soltaron, hará cosa de un mes, lo primero que hizo fue venirse para acá, robar y matarlos a todos.
Pero once kilómetros al oeste, en el pueblo de Holcomb, no se oía ni una alusión a la sensacional noticia, por la razón de que de un tiempo a esta parte, la tragedia Clutter se había convertido en tópico prohibido en los dos principales centros de chismorreos: la estafeta de correos y el Café Hartman.
—Me niego a escuchar una sola palabra más —decía la señora Hartman—. Se lo dije. No podíamos seguir así. Desconfiando los unos de los otros, todos con un miedo mortal. Lo que tengo decidido es que el que quiera hablar de eso, que salga de mi casa.
Myrt Clare, tomó un resolución igualmente dura:
—Los que vienen por aquí creyendo que comprando cuatro sellos pueden pasarse tres horas y treinta y tres minutos volviendo a los Clutter del revés como si fueran un guante, arrancándole la piel a tiras al prójimo, son serpientes de cascabel. Eso es lo que son. No tengo tiempo de escucharles. Yo estoy aquí para trabajar: represento al gobierno de los Estados Unidos. Y además es pura morbosidad. Al Dewey y todos esos certeros tiradores de Topeka y Kansas City, creíamos que eran centellas. Pero ahora estoy segura de que no queda un alma que crea que tiene la más puñetera probabilidad de pescar al que lo hizo. Así que pienso que lo más sensato que pueden hacer es callarse. Vives hasta que te mueres y poco importa cómo te mueres. Los muertos, muertos están. ¿Para qué seguir como una partida de buitres sólo porque a Herb Clutter le cortaron el pescuezo? Es pura morbosidad. Polly Stringer, esa del colegio... Polly Stringer estuvo aquí esta mañana. Me dijo que sólo ahora, después de más de un mes, sólo ahora, esos chicos han comenzado a tranquilizarse. Lo que me hace pensar: Y si arrestan a alguno ¿qué? Si lo hacen va a ser alguien que todos conocemos muy bien. Y será echar leña al fuego, para que el caldero vuelva a hervir cuando empezaba a enfriarse. Que no me digan, que emociones ya hemos tenido de sobra.

Era temprano, todavía no habían dado las nueve, y Perry era el primer cliente de la Washateria, lavandería automática. Abrió su abultada maleta de paja, sacó un lío de calzoncillos, calcetines y camisas (unos de él, otros de Dick) los echó dentro de una lavadora y puso en la máquina una ficha de plomo, una de las tantas compradas en México.
Perry estaba familiarizado con el funcionamiento de tales establecimientos, pues era parroquiano frecuente y ardiente partidario, ya que encontraba «reposante» quedarse sentado con toda tranquilidad, contemplando cómo las ropas se lavaban solas. Pero no hoy. Tenía demasiada aprensión. A pesar de todas sus recomendaciones y advertencias, Dick se había salido con la suya. Allí estaban los dos otra vez en Kansas City, sin un centavo y además, por si fuera poco, al volante de un coche robado. Durante toda la noche rodaron a toda velocidad en el Chevrolet matrícula de Iowa, a pesar de la espesa lluvia, parándose dos veces a poner gasolina, tomándola ambas veces de vehículos aparcados en calles desiertas de pequeñas ciudades dormidas. (Ello era asunto de Perry, tarea en la que él mismo se consideraba un as. «Basta un pedazo de tubo de goma. Es mi tarjeta de crédito, con validez en todo el país.») Al amanecer, en cuanto llegaron a Kansas City, lo primero que hicieron fue irse al aeropuerto y lavarse, afeitarse y cepillarse los dientes en el excusado de hombres. Dos horas después tras echar una siesta en la sala de espera del aeropuerto, se volvieron a la ciudad. Dick había dejado a Perry en la lavandería, prometiéndole que estaría de vuelta al cabo de una hora.
Cuando tuvo la ropa lavada y seca, Perry volvió a hacer la maleta. Eran más de las diez. Dick, probablemente tratando de pasar cheques falsos, se retrasaba. Se sentó a esperarle, eligiendo un banco donde, al alcance de la mano, tenía un bolso de mujer tentándolo a meter la mano dentro. Pero el aspecto de su dueña, la más fornida de las distintas mujeres que estaban haciendo uso del establecimiento, le disuadió. Cuando no era sino un chiquillo de la calle, él y un crío chink (¿Tommy Chan? ¿Tommy Lee?) andaban trabajando juntos dedicados «al tirón» de bolsos de señora. A Perry le divertía, le subía la moral, recordar algunas andanzas de entonces.
—Como aquella vez que disimuladamente le dimos «el tirón» al bolso de una vieja, una vieja de las viejas. Tommy le agarró el bolso, pero ella no lo quería soltar, era un verdadero tigre aquel vejestorio. Cuanto más tiraba él por un lado, más tiraba ella por el otro. Al final, ella me vio y me gritó: «¡Socorro, socorro!» Y yo le contesté: «¡Al cuerno, señora, que al que socorro es a él!» Y le soplé una que la dejé tendida en la acera tan larga como era. Todo lo que obtuvimos fueron noventa centavos, lo recuerdo exactamente. Nos fuimos a un restaurante chino y comimos hasta caer bajo la mesa.
Las cosas no habían cambiado mucho. Perry tenía veinte años y pico más y también unos cuantos kilos más, pero sin embargo, su situación material no había mejorado en nada. Seguía siendo (¿y no era increíble en una persona de su inteligencia y su talento?) un golfillo que vivía y dependía, por así decirlo, de monedas robadas. Tenía los ojos pendientes del reloj de la pared. A las diez y media, empezó a preocuparse. A las once las piernas le latían de dolor, lo que en él siempre quería decir pánico: «el canguelo». Se tomó una aspirina y trató de borrar, por lo menos de empañar, la vivida y reluciente cabalgata que cruzaba por su cerebro, una procesión de horrendas visiones: Dick en manos de la ley, arrestado tal vez cuando firmaba un cheque falso o por cometer una insignificante infracción de tráfico (descubriéndose entonces que conducía un coche «birlado»). Muy posiblemente en aquel preciso instante Dick se hallaba dentro de un círculo de detectives de cuello colorado. Y no discutían trivialidades, ni hablaban de cheques sin fondos, ni de coches robados. Sino de asesinato, porque la conexión que Dick estaba seguro que nadie podría establecer, la habían establecido. Y en aquel momento, un coche lleno de policías de Kansas City, se dirigía a la Washateria.
Pero no, su imaginación iba demasiado lejos. Dick nunca haría aquello de «cantar de plano». No había más que recordar las veces que le había oído decir: «Pueden pegarme hasta dejarme ciego, que yo nunca diré nada.» Desde luego, Dick era un «bravucón». Su «dureza», como Perry había llegado a descubrir, existía únicamente en situaciones en que indiscutiblemente él llevaba ventaja. De pronto, con alivio, pensó en otra posible razón menos desesperada de la prolongada ausencia de Dick: habría ido a hacerles una visita a sus padres.
Cosa arriesgada; pero Dick sentía «veneración» por sus padres, o eso pretendía, pues la noche anterior, durante el largo viaje en coche bajo la lluvia, le había dicho a Perry:
—Claro, me gustaría ver a mis padres. Ellos no dirían nada. Quiero decir que no irían a decírselo al de la Oficina de Libertad bajo Palabra, que no harían nada que pudiera perjudicarnos. Sólo que me da vergüenza. Que tengo miedo de lo que mi madre me pueda decir. Por lo de los cheques. Y de que nos largáramos como hicimos. Pero me gustaría poder llamarles por teléfono, ver cómo andan.
Pero eso no era posible, porque la casa de los Hickock no tenía teléfono. Si no, Perry hubiera llamado entonces para ver si Dick estaba allí.
Pocos minutos después, volvía a estar convencido de que a Dick lo habían arrestado. El dolor de sus piernas era como una llamarada que le subía por el cuerpo y, los olores de la lavandería, el hedor a vapor de agua, de pronto le dio náuseas, le obligó a levantarse y a salir por la puerta. Se quedó allí, en el borde de la acera como «un borracho que no puede vomitar». ¡Kansas City! ¿No sabía él acaso que Kansas City traía mala suerte, no había suplicado a Dick que no volviera? Ahora sí, quizás ahora Dick lamentaba no haberle hecho caso. Y se preguntó: «¿Y yo qué? ¡Con un par de monedas y un montón de fichas de plomo en el bolsillo!» ¿Adonde podía ir? ¿Quién podría ayudarle? ¿Bobo? ¡Ni hablar! Aunque su marido sí. Si Fred Johnson hubiera podido seguir su inclinación y no la de su esposa, le hubiera garantizado un empleo a Perry al salir de la cárcel, para ayudarle a obtener la libertad bajo palabra. Pero Bobo no lo permitió, dijo que se metería en líos y hasta quizá corrieran peligro. Y entonces le escribió a Perry explicándoselo exactamente así. Un buen día, se lo haría pagar, se divertiría, le hablaría, le haría propaganda de sus habilidades, le explicaría con todo detalle las cosas que él era capaz de hacerles a las personas como ella, a la gente respetable, segura y farisaica, exactamente como Bobo. Sí, le haría saber lo peligroso que él podía resultar, mirándola fijamente a los ojos. Desde luego ello bien valía un viaje hasta Denver. Que era precisamente lo que iba a hacer, largarse a Denver y hacerles una visita a los Johnson. Fred Johnson le ofrecería la posibilidad de comenzar una nueva vida: no tendría más remedio que hacerlo si quería librarse de él.
Al llegar a aquel punto, Dick apareció en el borde de la acera, allí a su lado:
—¡Eh, Perry! —dijo—. ¿Te sientes mal?
El sonido de la voz de Dick fue como una fuerte inyección de narcótico, como el efecto de una droga que, penetrándole en las venas, le produjera un delirio de encontradas sensaciones: tensión y alivio, rabia y afecto. Avanzó hacia él con los puños cerrados:
—Tú, hijo de puta.
Dick sonrió y dijo:
—Vamos, no te enfades. Ya no pasaremos más hambre.
Y por parte de Dick no faltaron explicaciones, ni excusas tampoco, frente a un cuenco de chili en su local preferido, el Eagle Buffet:
—Lo siento, ricura. Ya sabía yo que te vendrían bascas. Que pensarías que me había liado con un poli. Pero es que tenía tal racha de suerte que no me la quería dejar perder.
Le contó que después de dejarle se había ido a la Markl Buick Company, la empresa donde había trabajado para ver si encontraba un par de matrículas con que sustituir las peligrosas de Iowa que llevaba el Chevrolet robado.
—Nadie me vio entrar ni salir. Por entonces, la Markl tenía una sección de compra-venta de coches inservibles. Y no ha fallado, he encontrado un De Soto destrozado con matrícula de Kansas, y ¡adivina dónde está la matrícula ahora!... ¡En nuestro cachivache, chaval!
Habiendo hecho el cambio, Dick había arrojado las matrículas de Iowa en un depósito de aguas municipal. Luego se dirigió a una estación de servicio donde trabajaba un amigo suyo, antiguo compañero de colegio, Steve, y logró convencerle de que aceptara un cheque de cincuenta dólares, cosa que no había hecho nunca hasta entonces, «robar a un compañero». Bueno ¡qué se le iba a hacer! A Steve no volvería a verle la cara. Iba a «cortar» definitivamente con Kansas City aquella misma noche y esta vez para siempre. Entonces ¿por qué no pelar a unos cuantos viejos amigos? Con esta idea fue a ver a otro antiguo compañero dependiente de un drugstore. Con ello su capital se elevó a setenta y cinco dólares.
—Así que esta tarde no tenemos más que hacer que lleguen a doscientos. Tengo la lista de los lugares que hemos de visitar. Seis o siete, empezando por éste —dijo refiriéndose al Eagle Buffet, donde todo el mundo, barmen y camareros, lo conocían, le tenían simpatía y lo llamaban Pickles (en honor a su manjar preferido, los pepinillos)—. Y luego Florida, a eso vamos. ¿Qué te parece, rico? ¿No te prometí que pasaríamos las Navidades en Miami? ¿Igual que los millonarios?


Dewey y su colega del KBI, el agente Clarence Duntz, esperaban de pie a que quedara una mesa libre en el Trail Room. Contemplando la galería de caras de los clientes en el acto de engullir la comida del mediodía (hombres de negocio de carne fofa y gente del campo de complexión ruda y piel bronceada por el sol), Dewey vio a algunos conocidos: al forense del distrito, doctor Fenton, al gerente del Warren, a Tom Maham, a Harrison Smith, que se había presentado el año anterior a las elecciones para procurador del distrito y había sido derrotado por Duane West, y también a Herbert W. Clutter, propietario de la finca River Valley y alumno de la clase dominical de Dewey. ¡Un momento! ¿Pero Herb Clutter no estaba muerto? Pero ¿no había Dewey asistido a su funeral? Sin embargo, allí estaba, sentado a la mesa redonda en un rincón del Trail Room, con aquellos ojos pardos suyos llenos de vida, su mandíbula cuadrada y su saludable aspecto de siempre, en nada alterado por la muerte. Pero Herb no estaba solo. Con él compartían la mesa dos jovenzuelos y Dewey, al reconocerlos, dio un codazo al agente Duntz:
—¡Mira!
-¿Dónde?
—En aquel rincón.
—¡Que me aspen!
¡Hickock y Smith! Pero el reconocimiento, el encontronazo de las miradas fue mutuo. Los jovenzuelos olieron el peligro. Con los pies por delante se lanzaron contra el escaparate de cristal del Trail Room, y a través de él, con Duntz y Dewey brincando detrás, se lanzaron a toda velocidad a lo largo de la calle Mayor, pasando por delante de la Joyería Palmer, de la Droguería Morris, del Café Garden. Luego dieron la vuelta a la esquina precipitándose hacia la estación y dedicándose a un frenético juego de escondite, entrando y saliendo por entre un bosque de torres de grano blancas. Dewey sacó la pistola y Duntz le imitó, pero cuando apuntaban, intervino lo sobrenatural. Brusca, misteriosa, incomprensiblemente (¡era como un sueño!) todos nadaban: perseguidos y perseguidores daban brazadas allí en la espantosa extensión de agua que la Cámara de Comercio de Garden City proclama como «La mayor piscina gratuita del mundo». Mientras los detectives avanzaban hacia su presa, una vez más (¿cómo pudo suceder?, ¿podría estar soñando?), la escena se desvaneció y reapareció en otro paisaje: aquella isla gris verdosa de tumbas y árboles y senderos de flores, oasis tranquilo, frondoso, lleno de murmullos, que se extiende como fresca nube sombreando los luminosos trigales, al norte de la ciudad. Pero ahora Duntz había desaparecido y Dewey estaba solo con los hombres perseguidos. A pesar de que no podía verlos, tenía la certeza de que se escondían entre los muertos, allí, acurrucados tras una lápida, quizá tras la lápida de su propio padre: «Alvin Adams Dewey, 6 setiembre 1879 - 26 junio 1948.» Pistola en mano, avanzó por entre las solemnes avenidas, oyendo risas y dejándose guiar por ellas, hasta darse cuenta de que ni Hickock ni Smith se escondían, sino que montaban a horcajadas sobre la fosa todavía sin lápida de Herb y Bonnie y Nancy y Kenyon, con las piernas separadas, las manos en la cadera, las cabezas echadas atrás, riéndose a carcajadas. Dewey disparó... y disparó... y disparó... Ninguno de los dos caía a pesar de que a cada uno le había dado tres veces en el corazón. Sino que, poco a poco, se fueron haciendo transparentes, gradualmente invisibles, hasta evaporarse. Pero las carcajadas seguían oyéndose y Dewey no tuvo más remedio que someterse, ceder, huir de ellas, lleno de una desesperación intensa, que le despertó.
Al despertar del sueño parecía un niño de diez años, febril y aterrado. Tenía el pelo húmedo, la camisa empapada, fría y pegada al cuerpo. La estancia, una de las habitaciones del despacho del sheriff donde se había encerrado con llave antes de caer dormido en la mesa, estaba a oscuras. Si escuchaba con atención, podía oír el teléfono de la señora Richardson que sonaba en la habitación contigua. Pero ella no se encontraba allí para contestar, la oficina estaba ya cerrada. Cuando iba a salir, pasó con decidida indiferencia junto al teléfono que seguía sonando, pero luego dudó. Podía ser Marie para preguntarle si todavía estaba trabajando y si tenía que esperarle a cenar.
—El señor A. A. Dewey, tenga la bondad. Le llaman de Kansas City.
—Soy yo.
—Hable, Kansas City. Al aparato.
—¿Al? Aquí hermano Nye.
—Dime, hermano.
—Prepárate a oír una noticia bomba.
—Preparado.
—Nuestros amigos están aquí. Aquí mismo, en Kansas City.
—¿Cómo lo sabes?
—No es que guarden el secreto, precisamente. Hickock anda firmando cheques de una punta a otra de la ciudad. Con su propio nombre.
—Con su nombre. Eso quiere decir que no piensa quedarse mucho tiempo... o bien que se siente tan seguro como si nada. ¿Y Smith está con él todavía?
—Oh, sí, van juntos. Pero tienen otro coche. Un Chevy de mil novecientos cincuenta y seis, negro y blanco de dos puertas.
—¿Matrícula de Kansas?
—Matrícula de Kansas. Y oye bien. Al, ¡hemos tenido suerte! Compraron un aparato de televisión, ¿sabes?, y Hickock le pagó al dependiente con un cheque. Pero cuando se marchaban, el dependiente tuvo el buen sentido de tomar el número de la matrícula. Lo anotó detrás del cheque. Matrícula de Johnson County 16212.
—¿Comprobada la matrícula?
—¿Adivina qué?
—Es un coche robado.
—Eso desde luego. Pero la matrícula ha sido sustituida. Nuestro amigos la tomaron de un De Soto hecho trizas en un garaje de Kansas City.
—¿Sabes cuándo?
—Ayer por la mañana. El jefe (Logan Sanford) envió una alerta con el número de la matrícula y una descripción del coche.
—¿Y qué hay de la casa de Hickock? Si están todavía en la zona, seguro que tarde o temprano se llegarán por allí.
—No te preocupes, Al. La tenemos vigilada. Oye Al...
—Dime.
—Ese es el regalo de Navidad que quiero. Sólo ése. Liquidar este caso y dormir de un tirón hasta Año Nuevo. ¿No te parece que sería un regalo de maravilla?
—Bueno, pues te deseo que lo tengas.
—Deseo que lo tengamos los dos.
Luego, mientras atravesaba la oscurecida plaza del Palacio de Justicia, pensativo, arrastrando los pies por entre montones de hojas secas, Dewey se admiraba ante su propia falta de entusiasmo. ¿Por qué cuando ahora sabía que los sospechosos no estaban ni para siempre perdidos en Alaska, ni en México, ni en Tombuctú, cuando de un momento a otro podían arrestarlos no experimentaba ninguna excitación, ni el contento que era de suponer? La culpa la tenía el sueño, aquella atmósfera lúgubre que lo había dominado todo hacía que cuestionara las afirmaciones de Nye... en cierto sentido, que se negara a creerlas. No creía que a Hickock y a Smith pudieran atraparles en Kansas City. Hickock y Smith eran invulnerables.


335 Ocean Drive Miami Beach, es la dirección del Hotel Somerset, un pequeño edificio cuadrado, pintado más o menos de blanco con varios toques de azul, entre ellos un cartel que decía: «Habitaciones libres. Precios muy módicos. Artículos de playa. Brisa de mar constante.» Se trataba de uno de los muchos hotelitos de estuco y cemento que bordean, uno al lado de otro, una calle blanca y melancólica. En diciembre de 1959, los «artículos de playa» consistían en dos parasoles clavados en una franja de arena en la parte trasera del hotel. Uno de los parasoles, rosa, tenía escrito: «Tenemos helados Valentine». El día de Navidad, a mediodía, había un cuarteto de mujeres tumbadas debajo de él y alrededor de un transistor que les daba la serenata. El segundo parasol, azul y con la orden «Use Coppertone», daba cobijo a Dick y a Perry que hacía cinco días que se hospedaban en el Somerset, en una doble de dieciocho dólares a la semana.
Perry dijo:
—Todavía no me has dicho Feliz Navidad.
—Feliz Navidad, rico. Y próspero Año Nuevo.
Dick iba en traje de baño, pero Perry, como en Acapulco, se negó a enseñar las piernas lisiadas (temía que el espectáculo pudiera «ofender» a los demás bañistas), por tanto, estaba vestido de arriba abajo, hasta con calcetines y zapatos. No obstante se sentía relativamente satisfecho y cuando Dick se levantó y empezó a exhibirse (haciendo la vertical para impresionar a las damas del parasol rosa), se dedicó de lleno al Herald de Miami. Al poco rato, en una página interior encontró un artículo que centró por entero su atención, se refería a un asesinato, el de toda una familia de Florida: Clifford Walker, su esposa y sus hijos, un niño de cuatro años y una niña de dos. Cada una de las víctimas, si bien ni atadas ni amordazadas, habían muerto de un disparo en la cabeza con un proyectil calibre 22. El crimen, del que no había ninguna pista y aparentemente tampoco motivo, tuvo efecto el sábado 19 de diciembre por la noche, en el domicilio de los Walker, un rancho ganadero vecino de Tallahassee.
Perry interrumpió las demostraciones atléticas de Dick para leerle la historia en voz alta y terminó:
—¿Dónde estábamos el sábado por la noche?
—¿En Tallahassee?
—Eso te pregunto.
Dick se concentró. El jueves por la noche, turnándose al volante, salieron de Kansas City. Cruzaron Missouri y Arkansas y a través de los Ozarks, «subieron» a Louisiana, donde tuvieron que parar el viernes por la mañana, porque se les quemó la dinamo (una de segunda mano que compraron en Shreveport, les costó veintidós dólares cincuenta). Aquella noche, durmieron en el coche aparcado junto a la carretera, cerca de la frontera entre Alabama y Florida. La jornada siguiente transcurrió sin prisas, incluyendo varios desvíos turísticos: visita a un vivero de caimanes y a otro de serpientes de cascabel, un paseo en un bote de quilla de cristal por un pantano argentino, una tardía comida abundante y costosa a base de langosta en un restaurante turístico, especialidad mariscos. ¡Maravilloso día! Pero los dos estaban rendidos cuando llegaron a Tallahassee y decidieron pasar la noche allí.
—Sí, en Tallahassee —confirmó Dick.
—¡Increíble! —Perry releyó el artículo—. ¿Sabes lo que no me extrañaría? Que lo hubiese hecho un lunático. Un maniático que hubiera leído lo de Kansas.
Como a Dick no le entusiasmaba la idea de oir a Perry «machacar sobre el tema», se encogió de hombros, sonrió y se fue a buen paso hasta la orilla del océano, donde empezó a pasearse con toda calma por la arena mojada, agachándose de vez en cuando a coger una concha. De niño, había envidiado tanto al hijo de unos vecinos que fue de vacaciones al golfo de México y volvió con una caja llena de conchas, había llegado a odiarle tanto que se la robó y las fue aplastando una a una con un martillo. La envidia era una constante en su personalidad. Enemigo suyo era todo aquel que fuese lo que él hubiera querido ser o que tuviese algo que él hubiese querido hacer.
Por ejemplo, aquel hombre que había visto en el Fontainebleau. Allá a kilómetros de distancia, envueltos en el velo estival de la calina y la espuma del mar, podía ver las torres de los pálidos hoteles de lujo: el Fontainebleau, el Edén Roc, el Roney Plaza. Al segundo día de estar en Miami, le sugirió a Perry hacer una incursión por aquellas catedrales del placer.
—A ver si pescamos un par de ricachonas —había dicho Dick.
Perry tenía muy pocas ganas, imaginando que la gente se les quedaría mirando por los pantalones caqui y las camisetas. Pero en realidad, su excursión por las lujosas dependencias del Fontainebleau, pasó inadvertida entre los hombres que se paseaban desenfadadamente en calzones de seda cruda a rayas y mujeres en traje de baño y colorida estola de visón simultáneamente. Los intrusos deambularon por el vestíbulo, salieron al jardín, pasaron a la piscina. Y fue allí donde Dick vio a aquel hombre que tendría más o menos su misma edad, veintiocho o treinta. Podía ser un «jugador, un abogado o quizás un gángster de Chicago». Fuera lo que fuese tenía aire de conocer las glorias del dinero y el poder. Una rubia que se parecía a Marilyn Monroe, masajeándole, le untaba aceite solar y la perezosa mano del hombre provista del correspondiente anillo, se alargó hasta un vaso de naranja helada. Todo aquello le correspondía de derecho también a él, a Dick, pero él no lo tendría jamás. ¿Por qué aquel hijo de puta había de tenerlo todo y él nada? ¿Por qué había de tener toda la suerte aquel «puñetero de mierda» y él ninguna? Sólo con un cuchillo en la mano, él, Dick, tenía poder. A los puñeteros de mierda como aquél más les valdría cuidarse, porque él podía «abrirlos en canal para que soltaran un poco de aquella suerte». A Dick le habían estropeado el día. La espléndida rubia que le ponía aceite solar a aquel tipo, se lo había arruinado. Se limitó a decirle a Perry:
—¡Larguémonos de aquí, puñeta!
Ahora, allí junto a la orilla, una niña de unos doce años hacía dibujos en la arena, grababa grandes rostros rudimentarios con un palito de los que el mar suele traer a la arena. Dick, haciendo ver que se interesaba por los dibujos, le ofreció las conchas que había recogido, y le dijo:
—Van muy bien para hacerles los ojos.
La niña las aceptó, en vista de lo cual, Dick sonrió y le guiñó un ojo. Lamentaba sentir lo que sentía por la niña aquella, porque su interés sexual por las niñas era una flaqueza de la que «sinceramente se avergonzaba», un secreto que jamás había confesado a nadie y que deseaba que nadie sospechara (aunque se daba cuenta de que Perry tenía ya sus buenas razones para hacerlo), porque entonces los demás podrían pensar que él no era «normal». Seducir a niñas púberes, como había hecho unas «ocho o nueve» veces en los últimos años, no demostraba lo contrario; aunque lo ocultaban celosamente, la verdad era que muchos hombres verdaderos sentían los mismos deseos que él. Tomó la mano de la niña y dijo:
—Ven, amorcito. Mi novia chiquitina.
Pero ella le rechazó. La mano que él tenía cogida se escurrió como el pez del anzuelo y él supo reconocer aquella expresión de asombro de los ojos, vista en anteriores incidentes de su carrera. La soltó, se rió un poco y dijo:
—Sólo es un juego. ¿No te gustan los juegos?
Perry, reclinado aún bajo el parasol azul, había observado la escena e intuido inmediatamente los propósitos de Dick, despreciándolo por aquel acto, ya que «no sentía respeto alguno por las personas incapaces de controlar sus tendencias sexuales», especialmente cuando la falta de control atañe lo que él llamaba «perversión», «molestar a críos», «asuntos de maricas», violación. Y creía que Dick conocía de sobra sus puntos de vista. Es más, ¿no habían llegado casi a las manos cuando, muy recientemente, él impidió que Dick violara a una aterrada muchacha? Pero de todos modos, aunque no tenía inconveniente en repetir la hazaña, le alivió ver que la niña se alejaba de Dick.
Flotaban villancicos en el aire. Procedían de la radio de las cuatro mujeres y se fundían extrañamente con el sol de Miami y los gritos de las quejumbrosas gaviotas, nunca completamente silenciosas. Venite adoremus, venite adoremus, el coro de una catedral, una música exaltada que conmovió a Perry hasta saltarle las lágrimas, lágrimas que no cesaron ni aun acabada la música. Y como le ocurría con frecuencia cuando se encontraba en semejante estado de congoja, empezó a darle vueltas por la cabeza aquella idea que ejercía sobre él una «fascinación tremenda»: el suicidio. De niño había pensado con mucha frecuencia en suicidarse, pero entonces no se trataba más que de fantasías sentimentales, nacidas del deseo de castigar de su padre, a su madre y a otros enemigos más. Sin embargo, desde que se hizo hombre, la perspectiva de quitarse la vida fue perdiendo aquella naturaleza fantasiosa. No podía olvidar que aquélla había sido la solución de Jimmy, y la de Fern también y últimamente, había comenzado a considerarla no sólo una alternativa posible, sino como la clase de muerte que le esperaba.
No lograba ver que le quedaran ya «muchas cosas por las que valiera la pena vivir». Cálidas islas, oro enterrado, inmersiones en mares de fogoso azul tras tesoros enterrados, esos sueños ya no existían. Tampoco existía Perry O'Parsons, el nombre inventado para quien sería sensacional revelación de la escena y la pantalla que más o menos seriamente pretendía realizar. Perry O'Parsons había muerto sin ni siquiera haber conocido la vida. ¿Qué otras aspiraciones podían quedarle? El y Dick estaban «corriendo una carrera sin fin», así lo veía él. Ahora, cuando todavía no hacía una semana que estaban en Miami la marcha sin tregua iba a recomenzar. Dick, que había trabajado un día en la estación de servicio ABC a sesenta y cinco centavos la hora, había dicho:
—Miami es peor que México. ¡A sesenta y cinco! No es para mí. Yo soy un blanco.
Así que, al día siguiente, con sólo los veintisiete dólares que les quedaban de los obtenidos en Kansas City, se dirigirían otra vez hacia el oeste, a Texas, a Nevada, a ningún sitio en concreto.
Dick, que había chapoteado en la marejada, volvió a su lado. Se dejó caer, mojado y sin aliento, boca abajo sobre la pegajosa arena.
—¿Cómo estaba el agua?
—Maravillosa.


La proximidad entre Navidad y el cumpleaños de Nancy, que era inmediatamente después de Año Nuevo, siempre le había creado problemas a su novio Bobby Rupp. Necesitaba buen esfuerzo de imaginación para pensar en dos regalos apropiados en tan rápida sucesión. Pero cada año, con el dinero que había ganado en verano trabajando en la hacienda de remolacha azucarera de su padre, hacía todo lo posible, y el día de Navidad por la mañana, siempre se había presentado en la de los Clutter con un paquete que sus hermanas le habían ayudado a hacer y que esperaba sería una sorpresa deliciosa para Nancy. El año anterior le había regalado un pequeño medallón de oro en forma de corazón. Este año, con la anticipación de costumbre, estuvo dudando entre los perfumes de importación que vendían en Norris y un par de botas de montar. Pero Nancy había muerto.
El día de Navidad por la mañana, en lugar de dirigirse a la finca River Valley, se quedó en casa y luego compartió con el resto de la familia la espléndida comilona que su madre llevaba una semana preparando. Todo el mundo, sus padres y cada uno de sus siete hermanos, le habían tratado con mucho cariño desde la tragedia. Aun así, a las horas de comer, tenían que repetirle una y otra vez que por favor tratara de comer algo. Nadie se hacía cargo que, en realidad, estaba enfermo, enfermo de pena, que el dolor formaba un cerco a su alrededor del que no podía escapar y en el que los demás no podían entrar, con excepción quizá de Sue. Hasta la muerte de Nancy, no había sabido apreciar a Sue ni se había sentido jamás a gusto con ella. Era demasiado diferente. Se tomaba demasiado en serio cosas que las chicas no tenían por qué: pintura, poesía, la música que interpretaba al piano.
Y, naturalmente, estaba celoso de ella, por aquella estima que le profesaba Nancy que, si bien de distinto orden, era por lo menos igual a la que le profesaba a él. Pero por esta razón, podía ella ahora comprender su pérdida. Sin Sue, sin su presencia casi constante, ¿cómo hubiera podido hacer frente a semejante alud de golpes dolorosos: el crimen, los interrogatorios de Dewey, la patética ironía de verse convertido al principio en el sospechoso número uno?
Pero luego, al cabo de un mes, la amistad se empañó. Bobby empezó a ir con menos frecuencia a la diminuta y acogedora sala de estar de las Kidwell y, cuando iba, Sue no parecía ya tan encantada de su visita. El problema era que se impelían mutuamente a acongojarse y recordar lo que en realidad ambos deseaban olvidar. A veces Bobby lo conseguía: cuando jugaba a basket o cuando iba al volante de su coche por carreteras de campo, a ciento veinte por hora, o cuando, como parte de un programa de entrenamiento atlético que se había impuesto (su ambición era ser profesor de educación física en un colegio de segunda enseñanza), hacía largos recorridos a medio trote, a través de los llanos campos amarillos. Hoy también, después de ayudar a quitar la mesa, puesta con la mejor vajilla de fiesta, eso fue lo que decidió hacer: se puso su suéter de atletismo y salió a correr un poco.
El tiempo era espléndido. Hasta para la Kansas del oeste famosa por sus interminables veranillos fuera de estación, aquel día parecía de otro clima: aire seco, sol radiante, cielo azul. Los granjeros, optimistas, pronosticaban un «invierno despejado» tan benigno que el ganado podría apacentar sin interrupción. Esos inviernos son raros, pero Bobby recordaba uno, el del año que empezó a cortejar a Nancy. Los dos tenían entonces doce años y al salir del colegio, él solía llevarle los libros todo el trayecto desde el colegio de Holcomb hasta la finca del padre de ella. Muchas veces, si el día era caluroso y el sol quemaba, se detenían por el camino y se sentaban junto al río, un trozo del Arkansas, pardusco, lento y serpenteante.
Un día Nancy le dijo:
—Un verano que estuvimos en Colorado, vi dónde nace el Arkansas. El lugar exacto. Nadie hubiera dicho que aquél era nuestro río. No tiene el mismo color. Sino que es claro como el agua de beber. Y lleno de rocas. De remolinos. Papá pescó una trucha.
Aquel recuerdo del lugar donde nacía el río se le había grabado a Bobby en la memoria y desde su muerte... Bueno, no podía explicárselo, pero siempre que miraba al Arkansas, por un momento no veía la sucia corriente siguiendo los meandros a través de las llanuras de Kansas sino lo que Nancy había descrito: un torrente allá en el estado de Colorado, un riachuelo fresco y cristalino lleno de truchas que descendía rápido monte abajo. Así había sido Nancy también: un agua joven, enérgica, alegre.
Pero normalmente, los inviernos de la Kansas del oeste son duros y por lo general la helada en los campos y los cortantes vientos han cambiado el clima antes de que llegue la Navidad. Unos años atrás, la nieve empezó a caer la víspera de Navidad y siguió cayendo. Cuando Bobby se dirigía a la mañana siguiente a casa de los Clutter que estaba a unos cinco kilómetros de distancia, tuvo que luchar contra montones de nieve. Valió la pena porque a pesar de que llegó aterido y rojo de frío, el recibimiento que le hicieron le desentumeció completamente. Nancy estaba admirada y orgullosa y su madre, casi siempre tan tímida y distante, lo abrazó, lo besó y le instó a que se envolviera en un edredón y se sentara junto a la chimenea de la sala. Mientras las mujeres trajinaban en la cocina, él, Kenyon y el señor Clutter se quedaron sentados alrededor del fuego, cascando nueces y pacanas. Clutter dijo que le venía a la memoria otra Navidad cuando él tenía la edad de Kenyon:
—Éramos siete. Mi madre, mi padre, mis dos hermanas y los tres chicos. Vivíamos en una granja muy apartada de la ciudad. Por esa razón teníamos la costumbre de hacer de una sola vez nuestras compras de Navidad. Hacíamos un solo viaje y lo comprábamos todo. Aquel año, la mañana destinada a las compras, la nieve estaba tan alta como hoy, o quizá más, y además seguía nevando: copos como platillos, íbamos a tener unas Navidades sin regalos, allí aislados por la nieve. Mi madre y mis hermanas estaban desconsoladas. Entonces se me ocurrió una idea.
Ensilló el caballo de tiro más fuerte que tenían, se fue con él a la ciudad para hacer las compras de todos. La familia celebró la idea. Cada cual entregó a Clutter sus ahorros y la lista de lo que quería; cuatro metros de batista, un balón de fútbol, una almohadilla para alfileres, cartuchos de fusil, tal cantidad de encargos que no terminó hasta la noche. De vuelta a casa, con las compras seguras dentro de una bolsa impermeable, no pudo menos que agradecer a su padre que le hubiera obligado a llevarse una lámpara y que los arreos del caballo estuvieran provistos de campanillas porque ambas cosas, el airoso tintineo y la oscilante luz de la lámpara de petróleo, le hacían compañía.
—El viaje de ida fue fácil: coser y cantar. Pero a la vuelta, la carretera había desaparecido con todas sus indicaciones.
Cielo y tierra, todo era nieve. El caballo, metido en ella hasta las ancas, resbaló de lado.
—Dejé caer la lámpara. Estábamos perdidos en la noche. Era sólo cuestión de tiempo hasta que nos durmiéramos y muriéramos de frío. Sí, pasé miedo. Pero recé. Y sentí la presencia de Dios...
Unos perros aullaban. Anduvo en dirección a los aullidos hasta que logró ver las ventanas de una granja vecina.
—Debí quedarme allí. Pero pensé en la familia, imaginé que mi madre estaría llorando, que papá y los chicos saldrían a dar una batida y seguí adelante. Así que, naturalmente, no me complació mucho cuando por fin llegué a casa y vi que estaba completamente a oscuras. Las puertas cerradas. Me encontré con que todos se habían acostado y se habían olvidado de mí. Nadie comprendía por qué estaba deprimido. Mi padre dijo:
—Estábamos convencidos de que pasarías la noche en la ciudad. ¡Por todos los santos, muchacho! ¿Quién iba a pensar que harías la locura de volver a casa con una tempestad como ésta?


El olor a sidra de las manzanas podridas. Manzanos y perales, melocotoneros y cerezos: el huerto de árboles frutales, aquel tesoro que había plantado el señor Clutter. Bobby, en su carrera sin rumbo, no se había propuesto llegar allí ni a ninguna otra parte de River Valley. Era inexplicable y se dio la vuelta para marcharse pero volvió sobre sus pasos y se dirigió a la casa, blanca, sólida y espaciosa. Siempre le había impresionado aquella casa y le gustaba pensar que su novia vivía allí. Pero ahora que estaba falta de los esmerados cuidados de quien había sido su dueño, las primeras telarañas del abandono se empezaban a tejer. Un rastrillo estaba tirado en mitad del camino, el césped agostado y descuidado. Aquel fatal domingo, cuando el sheriff pidió que enviaran ambulancias para sacar de allí a la familia asesinada, las ambulancias atravesaron el prado de césped para dirigirse derecho a la puerta y las marcas de los neumáticos todavía se notaban.
También la casa del aparcero estaba vacía. Había encontrado nuevo alojamiento para su familia, más cerca de Holcomb, y a nadie le extrañó porque ahora, por espléndido que fuese el tiempo, la finca Clutter parecía sombría, silenciosa y sin vida. Pero cuando Bobby pasó junto al granero tras el que había un corral para el ganado, oyó el chasquido de la cola de un caballo. Era la Babe de Nancy, la obediente yegua manchada, de crin pajiza y ojos púrpura, oscuros como dos magníficos pensamientos. Agarrándola por el crin, Bobby frotó su mejilla contra el cuello de Babe, cosa que Nancy solía hacer. Y Babe relinchó. Precisamente el domingo pasado, la última vez que estuvo a ver a los Kidwell, la madre de Sue había mencionado a Babe. La señora Kidwell, mujer fantasiosa, había estado en la ventana, contemplando el crepúsculo que teñía la pradera, e, inesperadamente, dijo:
—¿Susan? ¿Sabes qué tengo siempre delante de los ojos? A Nancy. Montada en Babe. Que viene hacia aquí.


Perry fue el primero en ver los dos auto-stopistas, un chico y un viejo, ambos con mochila de confección casera y, a pesar del viento de Texas arenoso y frío, sin más abrigo que tejanos y delgadas camisas de algodón.
—Déjalos que suban -dijo Perry.
Dick no parecía muy dispuesto. No tenía nada en contra de recoger auto-stopistas, siempre y cuando tuvieran aspecto de poderse pagar el viaje por lo menos, de «contribuir con diez litros de gasolina». Pero Perry, el pequeño Perry de gran corazón, fastidiaba continuamente a Dick pidiéndole que recogiera a la gente más miserable. Al fin Dick cedió y paró el coche.
El chico, que tendría doce años y era rubio, rechoncho, de ojos vivos y charlatán, se deshizo en agradecimientos, pero el viejo, que tenía la cara amarilla y surcada de profundas arrugas, se arrastró casi sin fuerzas hasta el asiento de atrás y se desplomó silenciosamente en él. El dijo:
—Se lo agradecemos mucho. Johnny ya no podía más. No nos ha parado un coche desde Galveston.
Hacía una hora que Perry y Dick habían salido de aquel puerto, después de haber pasado la mañana ofreciéndose en varias oficinas de embarque como marineros. Una compañía les ofreció trabajo inmediato en un carguero que se dirigía a Brasil y por cierto, los dos se hubieran hecho a la mar si su futuro patrón no hubiese descubierto que ninguno de los dos estaba sindicado ni tenía pasaporte. Cosa rara, la contrariedad de Dick fue mayor que la de Perry:
—¡Brasil! Allí es donde están construyendo una capital nueva. De la nada. ¡Imagínate meterse de los primeros en una cosa así! Cualquier idiota puede hacer una fortuna.
—¿Adonde vais? —preguntó Perry al niño.
—A Sweetwater.
—¿Dónde está Sweetwater?
—Bueno, pues en esta dirección, en alguna parte. Por allí, en Texas. Johnny es mi abuelo. Y tiene a su hermana que vive en Sweetwater. ¡Jesús! Por lo menos espero que viva allí. Creíamos que vivía en Jasper, Texas. Pero cuando llegamos a Texas, van y nos dicen que ella y su familia se fueron a Galveston. Pero tampoco estaba en Galveston. Una señora nos dijo que se marchó a Sweetwater. Espero, ¡Jesús!, que acabemos por encontrarla. Johnny —dijo frotando las manos del viejo como para calentarlas—. ¿Me oyes, Johnny? Vamos en un Chevrolet modelo 56 calentito y estupendo.
El viejo tosió, movió ligeramente la cabeza, abrió y cerró los ojos y volvió a toser.
Dick dijo:
—¡Eh, oye! ¿Qué le pasa?
—Es el cambio —dijo el chaval—. Y tanto andar. Venimos andando desde antes de Navidad. Me parece que hemos recorrido casi todo Texas.
Con la máxima naturalidad y sin dejar de masajear las manos del viejo, el chico les contó que antes de empezar aquel viaje, él, su abuelo y una tía vivían solos en una granja, cerca de Shreveport, Louisiana. Hacía poco, la tía había muerto.
—Hace un año que no está bien y la tía lo tenía que hacer todo. Sin más ayuda que la mía. Estábamos cortando leña. Cortando un tocón. A la mitad, la tía va y me dice que no podía más. ¿Has visto alguna vez a un caballo que se echa al suelo y no se levanta más? Yo sí. Eso hizo mi tía. Unos días antes de la Navidad, el hombre que le había alquilado la granja al viejo nos echó a la calle.
—Por eso decidimos venir a Texas. Buscando a la señora Jackson. Yo no la conozco pero es la hermana de sangre del abuelo. Y alguien tiene que cargar con nosotros. Por lo menos con él. No puede seguir mucho más. Esta noche la hemos pasado bajo la lluvia.
El coche se detuvo. Perry le preguntó a Dick por qué había parado.
—Ese hombre está muy enfermo —dijo Dick.
—¿Y bueno? ¿Qué quieres hacer? ¿Echarlo?
—Piensa con la cabeza. Aunque sea una vez.
—Eres un podrido de mierda.
—Imagínate que se muere.
—No se morirá —intervino el chico—. Si hemos llegado hasta aquí, aguantará.
Dick insistió:
—¿Y si se muere? Piensa en lo que puede ocurrir. Las preguntas.
—Francamente, me importa un comino. ¿Quieres dejarlos en la carretera?
Perry miró al viejo enfermo, aún soñoliento, aturdido, sordo y miró al chico que le devolvió la mirada tranquilo, sin suplicar, sin «pedir nada» y Perry se acordó de sí mismo, cuando tenía esa edad, de sus vagabundeos con un viejo.
—Adelante. Échalos. Pero yo me bajo también.
—Muy bien, muy bien. Pero, recuerda, será culpa tuya.
Dick puso el coche en marcha. De pronto, cuando el coche empezaba a andar, el chico gritó:
-¡Pare!
Saltó del coche, corrió por el arcén de la carretera, se detuvo, se agachó, recogió una, dos, tres, cuatro botellas vacías de Coca-Cola, volvió corriendo y saltó dentro del coche, feliz y sonriente:
—Se hace un montón de dinero con las botellas —le dijo a Dick—. Oiga, si pudiera conducir así, despacio, le garantizo que nos sacaríamos unos buenos cuartos. De eso venimos comiendo el abuelo y yo. De los cuartos de los cascos.
A Dick le pareció divertido y además le interesó: cuando el chaval le volvió a decir que parase, obedeció en seguida. Le hacía parar con tanta frecuencia, que les llevó una hora recorrer ocho kilómetros pero valió la pena. El chaval era un «genio como Dios es Dios», para descubrir, entre las piedras del borde de la carretera, las basuras cubiertas de hierba y el brillo pardusco de botellas de cerveza inaprovechables, las manchas esmeralda de las que habían contenido 7-Up y Canada Dry. Muy pronto, Perry desarrolló un don natural para descubrir botellas. En un principio se limitaba a indicar al chaval dónde veía alguna. Le parecía poco digno precipitarse a cogerlas él mismo. Era todo «muy tonto», «cosa de críos». Pero el juego hizo nacer en él poco a poco la excitación de la caza del tesoro y acabó por sucumbir y participar en la diversión, en el fervor de aquella búsqueda de botellas con reembolso. Hasta Dick participó, pero Dick lo hacía muy en serio. Por muy raro que pareciera, aquél era un sistema para hacer dinero, o por lo menos para reunir unos cuántos dólares. Sabe Dios que buena falta les hacían a él y a Perry: sus fondos reunidos no llegaban a cinco dólares.
Ahora los tres, Dick, el chico y Perry, salían a empellones del coche sin vergüenza y competían amistosamente. Una vez Dick descubrió un escondrijo de botellas de vino y whisky y sufrió la desilusión de saber que no valían.
—No pagan las botellas de vino y licor vacías —le informó el chico—. Hay muchas de cerveza que tampoco valen. Yo no doy un paso por ellas. Me quedo con lo seguro: Dr. Pepper, Pepsi, Coca-Cola, White Rock, Nehi.
Dick le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Bill —contestó el chico.
—Pues contigo se hace uno una cultura, Bill.
Cayó la noche y ello obligó a los cazadores a abandonar la partida; eso y la falta de espacio, pues el coche ya llevaba cuantas botellas podía contener. El portaequipajes estaba repleto, el asiento de atrás parecía un reluciente montón de basuras. Inadvertido, ignorado hasta por su nieto, el anciano enfermo quedaba oculto por la carga oscilante, de peligroso tintineo.
Dick dijo:
—Estaría bueno que chocáramos.
Un puñado de carteles luminosos era el reclamo del New Motel; resultó ser, a medida que los viajeros se acercaron a él, un impresionante complejo consistente en varios bungalows, garaje, restaurante y bar. Asumiendo el mando, el chico dijo:
—Pare aquí. Quizá podamos hacer negocio. Pero déjenme hablar a mí. Estoy acostumbrado. A veces, intentan timarte.
Perry no podía imaginar que existiera nadie «lo suficientemente listo como para timar a aquel chaval», dijo más tarde hablando de él.
—No le daba ningún apuro meterse allá dentro con todas aquellas botellas. Yo no hubiera podido nunca, por la vergüenza. Pero la gente del motel lo trató estupendamente, sólo que rieron. Resultó que las botellas valían doce dólares sesenta.
El chico dividió el dinero equitativamente, quedándose con la mitad y dando la otra a sus socios y dijo:
—¿Sabéis qué? Nos vamos a zampar, el viejo y yo, algo que valga la pena, ¿es que no tenéis hambre?
Como siempre, Dick tenía. Y después de tanta actividad, hasta Perry estaba famélico. Y como contaría más tarde:
—Acarreamos al viejo hasta el restaurante y lo apuntalamos en una mesa. Seguía teniendo el mismo aspecto de muerto. Y no dijo palabra. Pero había que verle atracándose. El chico pidió tortitas que dijo era lo que más le gustaba a Johnny. Puedo jurar que se comió por lo menos treinta. Con un kilo de mantequilla por lo menos y un litro de jarabe. Y el chico tampoco era manco. Patatas fritas y helado, no comió otra cosa, pero desde luego, se hinchó. No sé si le haría daño.
Durante el festín, Dick, que había consultado un mapa, anunció que Sweetwater estaba a unos ciento cincuenta kilómetros al oeste de la ruta que él llevaba, la ruta que debía conducirles atravesando Nuevo México, Arizona y Nevada, hasta Las Vegas. Aunque era verdad. Perry comprendió que Dick intentaba simplemente deshacerse del chico y el viejo.
El niño comprendió también las intenciones de Dick, pero dijo cortésmente:
—No se preocupe por nosotros. Seguro que paran muchos coches. Alguien nos llevará.
El chico los acompañó hasta el coche, dejando que el viejo devorara a gusto un nuevo montón de tortitas. Les dio la mano a Dick y a Perry, les deseó un Feliz Año Nuevo y los saludó con la mano en la oscuridad.


La noche del miércoles 30 de diciembre fue memorable en casa del agente A. A. Dewey. Su mujer recordándola tiempo después dijo:
—Alvin cantaba en el baño La rosa amarilla de Texas. Los niños miraban la televisión y yo preparaba la mesa. Para una cena fría. Yo soy de Nueva Orleáns y me encanta guisar y tener invitados. Mi madre acababa de enviarnos, precisamente, un cajón de aguacates, habichuelas y... ¡Oh, un montón de cosas orgánicas! Por eso decidí organizar una cena fría, invitar a algunos amigos, a los Murray, a Cliff y a Dodie Hope. Alvin no quería, pero yo estaba decidida. ¡Por todos los santos! Aquel caso podía durar eternamente y él no se había tomado ni un minuto libre desde que empezó. Bueno, pues estaba poniendo la mesa cuando oí el teléfono y le dije a uno de los niños, a Paul, que contestara. Paul dijo que era para papá y yo le apunté: «Diles que está en el baño.» Pero Paul no se atrevió a hacerlo porque era el señor Sandford, que llamaba desde Topeka. El jefe de Alvin. Alvin contestó al teléfono con una toalla atada a la cintura. ¡Me puso furiosa... dejando charcos de agua por todas partes! Pero cuando fui por una bayeta, vi algo peor: el gato, el idiota de Pete estaba comiéndose la ensalada de cangrejo. ¡El relleno de mis aguacates!
»Y entonces súbitamente Alvin me cogió, me abrazó: "Alvin Dewey, ¿te has vuelto loco?", dije. La alegría es la alegría pero el hombre estaba empapado y me ponía el vestido perdido. Porque yo me había arreglado ya para recibir a nuestros invitados. Claro que cuando entendí por qué me abrazaba así, me puse a abrazarle yo también. ¡Imagínese lo que representaba para Alvin saber que aquellos hombres habían sido detenidos! Allá en Las Vegas. Me dijo que se iba inmediatamente a Las Vegas. Le pregunté si no sería mejor que antes se pusiera algo de ropa y Alvin, excitadísimo, me dijo: "Caramba, cariño, siento estropear tu fiesta." Y a mí no se me hubiera ocurrido una forma mejor de estropearla si eso significaba que pronto volveríamos a llevar una vida normal. Alvin se echó a reír. Era maravilloso oírlo. Porque las dos últimas semanas habían sido las peores: la semana antes de Navidad, aquellos hombres fueron vistos en Kansas City, llegaron y se fueron sin dejarse atrapar. No había visto nunca tan deprimido a Alvin desde que tuvimos al pequeño Alvin en el hospital con encefalitis y creíamos que se moría. Pero no hablemos de eso ahora.
»Hice café y se lo llevé al dormitorio donde suponía que estaría vistiéndose. Pero no se vestía. Estaba sentado en el borde de la cama con la cabeza entre las manos, como si le doliera. No se había puesto ni un calcetín. "¿Qué quieres, pillar una pulmonía?", le dije. Se quedó mirándome: "Marie, oye, tienen que haber sido ellos, forzosamente, es la única explicación lógica." Alvin tiene cada cosa. Como cuando se presentó por primera vez para sheriff del condado de Finney. La noche de las elecciones, cuando se había hecho ya prácticamente el recuento de votos y estaba claro como el agua que él había ganado, empezó a decir, era como para matarlo, a decir y repetir: "Bueno, no lo sabremos hasta el final."
»Le dije entonces: "Por favor, Alvin, no empieces. Claro que fueron ellos." "¿Qué pruebas tienes? —me preguntó—. ¿Cómo podemos probar siquiera que pusieron los pies en la casa de los Clutter?" Pero a mí me parecía que precisamente eso le podía probar: había huellas. ¿No eran las marcas de las suelas lo único que los animales aquellos habían dejado? Alvin contestó: "Sí, y serían definitivas... con tal que todavía lleven las mismas botas. Las marcas de las huellas solas, no valen un céntimo." Yo le contesté: "Muy bien, cariño. Anda, tómate el café, te ayudaré a hacer la maleta." A veces no se puede discutir con Alvin. Del modo que hablaba, casi me convenció de que Hickock y Smith eran inocentes y que si no lo eran, no confesarían jamás y si no confesaban, nunca podrían ser condenados... porque las pruebas eran demasiado vagas. Pero lo que más le preocupaba era... que el asunto se les fuera de las manos, que los dos hombres se enterasen de cómo estaban las cosas antes de que el KBI pudiera interrogarles. Por ahora creían que los habían cogido por violación de palabra. Por pasar cheques falsos. Y a Alvin le parecía muy importante que siguieran creyéndolo. Decía: "El nombre de Clutter tiene que ser un martillazo, un golpe que no sepan de dónde les ha caído."
»Paul... lo había mandado por unos calcetines de Alvin. Cuando los trajo, se quedó contemplando cómo hacía la maleta. Preguntó dónde iba Alvin. Alvin lo alzó en brazos, diciéndole: "¿Eres capaz de guardar un secreto, Paul?" No hacía falta que lo preguntara, pues los dos niños saben que no deben hablar del trabajo de su padre, de los comentarios que pueden oír en casa. Así que le dijo: "Pauly, ¿recuerdas esos hombres que estamos buscando? Bueno, los hemos encontrado y papá se va ahora por ellos, para traerlos aquí a Garden City." Pero Paul le suplicó: "Por favor, papá, no los traigas. Que no vengan por aquí." Estaba aterrado, como era lógico en un niño de nueve años. Alvin lo besó diciendo: "No te preocupes, Pauly, no dejaremos que hagan daño a nadie. No volverán a hacer daño a nadie nunca más."


A las cinco de aquella tarde, unos veinte minutos después de que el Chevrolet robado saliera del desierto de Nevada para entrar en Las Vegas, la larga marcha tocó a su fin. Pero no antes de que Perry se presentara en la oficina de correos de Las Vegas a reclamar un paquete enviado a su nombre. Era la enorme caja de cartón que se había enviado él mismo desde México, asegurándola en cien dólares, suma que superaba absurdamente el valor de su contenido: caquis, tejanos, camisas usadas, ropa interior y dos pares de botas con reborde de acero. Afuera, Dick, que aguardaba a que Perry saliera, estaba de excelente humor; había tomado una decisión que, ciertamente, iba a poner fin a sus actuales dificultades financieras, colocándolo en una nueva senda, ante un arco iris distinto. La decisión consistía en hacerse pasar por un oficial de las fuerzas aéreas. Era un proyecto que le fascinaba desde hacía tiempo y Las Vegas era el lugar ideal para ponerlo en práctica. Había elegido ya el nombre y grado del oficial, el primero tomado de un antiguo conocido suyo: el alcaide de la Penitenciaria del Estado de Kansas Tracy Hand. Dick quería, vistiendo el cuidado uniforme del capitán Tracy Hand, «dar una batida a la Strip», o sea a la calle de los casinos de Las Vegas abiertos toda la noche. Los grandes, los pequeños, el Sands, el Stardust. Pensaba recorrerlos todos, distribuyendo en su ruta «un puñado de confetti». Firmando cheques falsos sin parar pensaba hacerse con tres o quizás cuatro mil dólares en veinticuatro horas. Eso era la mitad del plan. La otra mitad era: «Adiós, Perry.» Dick estaba hasta la coronilla de él: de su armónica, de sus males y dolencias, de sus supersticiones, de sus ojos lacrimosos y femeninos, de su voz regañona y susurrante. Suspicaz, santurrón rencoroso, era como una esposa de la que había que librarse. Y no había más que un medio de lograrlo: largarse sin decir palabra.
Absorto en sus planes, Dick no vio el coche patrulla que pasaba junto a él muy despacio observando. Tampoco vio Perry, que bajaba los escalones de correos con la caja a hombros, el coche que pasaba y los policías que había dentro.
Los agentes Ocie Pigford y Francis Macauley se sabían de memoria páginas enteras de datos incluyendo la descripción de un Chevrolet 1956 blanco y negro con matrícula de Kansas JO 16212. Ni Perry ni Dick se dieron cuenta de que los seguía la policía cuando se alejaron de correos, y Dick al volante y Perry indicándole el camino, se dirigieron hacia el norte. Cinco manzanas más allá torcieron a la izquierda, luego a la derecha, rodaron medio kilómetro más y detuvieron el coche frente a una palmera moribunda y un letrero medio borrado por las inclemencias del tiempo que sólo había dejado una palabra: OOM .
—¿Es aquí? —preguntó Dick.
Perry asintió mientras el coche patrulla se acercaba a ellos.


El Departamento de Investigación de la Prisión de Las Vegas contiene dos dependencias para interrogatorios, habitaciones que miden tres metros por cuatro, iluminadas con fluorescentes, con paredes y techo de celotex. En cada habitación además de un ventilador eléctrico, una mesa metálica y dos sillas plegables, metálicas también, existen micrófonos disimulados, magnetófonos escondidos e, inserta en la puerta, una mirilla de observación en forma de espejo. El sábado, 2 de enero de 1960, ambas habitaciones estaban reservadas para las dos de la tarde, hora que cuatro detectives de Kansas habían elegido para tener que enfrentarse con Hickock y Smith por primera vez.
Poco antes de la hora fijada, el cuarteto de agentes del KBI (Harold Nye, Roy Church, Alvin Dewey y Clarence Duntz) se reunió en el corredor junto a las dependencias de interrogatorios. Nye tenía fiebre.
—Algo de gripe, pero nada más que nervios —le diría posteriormente a un periodista—. Hacía dos días que aguardaba en Las Vegas: en cuanto tuve noticias de que los tenían tomé el primer avión.
»El resto del equipo, Al, Roy y Clarence, llegaron en coche. Un viaje pésimo. Pésimo tiempo. Pasaron la Nochevieja aislados por la nieve en un hotel de Alburquerque. Caramba, cuando por fin llegaron a Las Vegas, falta les hacía un buen whisky y buenas noticias. Yo los aguardaba con las dos cosas. Nuestros jovencitos habían firmado sendas renuncias de extradición. Y algo todavía mejor: teníamos las botas, los dos pares, y las suelas: las Cat's Paw y las de dibujo a rombos, correspondían exactamente con las huellas encontradas en la casa de los Clutter. Las botas venían en una caja llena de trastos que acababan de recoger de correos precisamente un momento antes de que cayera el telón. Como le decía yo a Al Dewey: «Imagínate si la patrulla llega cinco minutos antes».
»A pesar de ello, nuestro caso era débil, nada absolutamente indiscutible. Pero recuerdo que, mientras aguardábamos en el corredor, sí, recuerdo que estaba febril y nervioso pero confiado; nos sentíamos muy cerca de la verdad. Mi tarea, la mía y la de Church, era sacarle la verdad a Hickock. Smith era tarea de Al y el viejo Duntz. Yo no había visto todavía a los sospechosos, sólo había examinado sus pertenencias y dispuesto las renuncias de extradición. No había visto jamás a Hickock hasta que lo llevaron al interrogatorio. Me lo imaginaba más corpulento. Más fuerte. No que fuera una especie de muchachito flaco. Tenía veintiocho años pero parecía un crío. Hambriento, se le veían los huesos. Llevaba camisa azul, pantalones caqui, zapatos negros y calcetines blancos. Le di la mano; la suya estaba más seca que la mía. Limpio, educado, voz agradable, buena dicción, un tipo de buen aspecto con una sonrisa de esas que desarman... y al principio, sonreía bastante. Le dije: "Soy Harold Nye, señor Hickock, y este otro caballero es el señor Roy Church. Somos agentes especiales del Departamento de Investigación de Kansas y hemos venido a tratar de la violación de palabra que ha cometido. Por supuesto no tiene obligación de contestar a nuestras preguntas, y todo cuanto diga aquí puede ser empleado en contra suya. Puede nombrar un abogado en cualquier momento. No usamos la fuerza ni le haremos ninguna promesa." Estaba más fresco que una rosa.
—Conozco la fórmula —dijo Dick—. Me han interrogado otras veces.
—Así, señor Hickock...
—Dick.
—Dick, queremos hablarte de tus actividades desde que te concedieron la libertad bajo palabra. Por lo que sabemos, has repartido cheques sin fondos, en la zona de Kansas City, por lo menos dos veces.
—Aja. Coloqué bastantes.
—¿Podrías hacernos una lista?
El preso, evidentemente orgulloso de su único auténtico don natural, una memoria increíble, recitó los nombres y direcciones de veinte establecimientos de Kansas City, tiendas, cafés y garajes, recordando con precisión la «compra» hecha y el importe del cheque que había pasado.
—Dick, siento curiosidad. ¿Por qué toda esa gente aceptó tus cheques? Me gustaría mucho saber el secreto.
—El secreto es éste: la gente es idiota.
Roy Church dijo:
—¡Tienes gracia, Dick! Pero olvidemos un momento esos cheques.
A pesar de que parecía tener la garganta forrada de cerda y que sus manos eran tan duras como para pegar puñetazos a una pared de piedra (su número preferido, en realidad), la gente solía confundir a Church con un bondadoso hombrecillo, una especie de tiíto calvo, de mejillas rosadas.
—Dick —dijo—, ¿y si hablaras un poco de tus antecedentes familiares?
El preso se puso a recordar. Cuando tenía nueve o diez años, su padre cayó enfermo. Eran fiebres cuniculares y la enfermedad duró muchos meses durante los cuales la familia había dependido de la ayuda de la Iglesia y la caridad de los vecinos, «si no, hubiésemos muerto de hambre». Aparte de este episodio, su infancia había sido normal.
—Nunca tuvimos mucho dinero pero tampoco nunca estuvimos sin nada —dijo Hickock—. Siempre había ropa limpia y algo con que llenar el estómago. Mi padre era muy severo. No estaba contento más que cuando me veía haciendo algo. Pero nos llevábamos bien y jamás tuvimos un altercado. Mis padres tampoco discutían. No recuerdo una sola pelea. Ella es estupenda, mi madre. Papá es también un buen tipo. Debo decir que hicieron por mí cuanto pudieron.
¿Los estudios? Bueno, pues estaba convencido de que hubiera sido mejor el promedio si no hubiera «malgastado» tanto tiempo con los deportes.
—Béisbol, rugby. Pertenecía a todos los equipos. Al terminar el bachillerato, podría haber ido a la universidad gracias a una beca que me ofrecieron para jugar a rugby. Yo quería ser ingeniero pero, incluso con una beca, eso cuesta mucho. No sé, me pareció más seguro buscar empleo.
Antes de cumplir veintiún años, Hickock había trabajado como peón de ferrocarril, como conductor de ambulancia, pintor de coches y mecánico en un garaje. También se había casado con una muchacha de dieciséis años.
—Carol. Su padre era pastor. Me la tenía jurada. Me decía que yo no servía para nada. Puso todas las trabas posibles. Pero yo estaba loco por Carol. Todavía lo estoy. Es una verdadera princesa. Sólo que... sabe, tuvimos tres hijos. Chicos. Y éramos demasiado jóvenes para tener tres hijos. Quizá si no nos hubiéramos entrampado tanto... Si yo hubiese podido ganar algo más. Lo intenté.
Intentó jugar, empezó a falsificar cheques y tanteó luego otras formas de robo. En 1958, convicto y confeso de robo con escalo ante un tribunal del condado de Johnson, fue sentenciado a cinco años en la Penitenciaría del Estado de Kansas. Para entonces, Carol se había marchado y él había tomado por esposa a otra muchacha de dieciséis años.
—Pérfida como el diablo. Ella y toda su familia. Se divorció mientras yo estaba dentro. No es que me queje. El pasado agosto, cuando salí de la jaula, me pareció que tenía muchas posibilidades de empezar de nuevo. Encontré trabajo en Olathe, vivía con mi familia y las noches las pasaba en casita. Todo iba de primera...
—Hasta el veinte de noviembre —dijo Nye y Hickock pareció no comprender...—. Día en que dejó de ir todo de primera y empezaste a pasar papel mojado. ¿Por qué?
Hickock suspiró y dijo:
—Eso daría para escribir un libro. —Luego mientras fumaba un cigarrillo ofrecido por Nye y encendido por el cortés Church, dijo—: Perry, mi compañero Perry Smith, obtuvo la libertad bajo palabra en primavera. Después, cuando yo salí me escribió una carta. Con matasellos de Idaho. Me escribió recordándome lo que solíamos planear juntos. Ir a México. La idea era largarnos a Acapulco, un sitio de allí, comprar una barca de pesca y ganarnos la vida llevando turistas a pescar a alta mar.
—Y esa barca —dijo Nye—. ¿Cómo pensabais pagarla?
—A eso voy —dijo Hickock—. ¿Sabe? Perry me escribió diciendo que tenía una hermana en Fort Scott. Y que ella tenía mucho dinero suyo. Algunos miles de dólares. Dinero que su padre le debía por la venta de una propiedad, allá en Alaska. Me dijo que pensaba venir a Kansas a recoger la pasta.
—Y vosotros la usarías para comprar la barca.
—Exacto.
—Pero no salió bien.
—Lo que pasó fue que Perry apareció un mes después. Yo fui a esperarlo a la estación del autobús, en Kansas City.
—¿Cuándo? —preguntó Church—. ¿Qué día de la semana?
—Un jueves.
—Catorce de noviembre.
Los ojos de Hickock relampaguearon de sorpresa. Era evidente que se preguntaba por qué Church estaba tan seguro de la fecha. Era demasiado pronto para despertar sospechas así que el detective se apresuró a preguntar:
—¿A qué hora saliste para Fort Scott?
—Por la tarde. Tuvimos que hacerle algunos arreglos a mi coche y luego nos tomamos un chili en el Café West Side. Sería a eso de las tres.
—A eso de las tres. ¿Os esperaba la hermana de Perry Smith?
—No. Porque, ¿sabe?, Perry había perdido la dirección. Y ella no tenía teléfono.
—¿Y entonces, se puede saber cómo pensabais dar con ella?
—Preguntando en correos.
—¿Lo hicisteis?
—Perry fue a preguntar. Le dijeron que se había mudado a otra parte. Creían que a Oregón. Pero no había dejado la nueva dirección.
—Vaya chasco os debisteis llevar. Después de haber contado con un montón de dinero así.
Hickock asintió:
—Porque... bueno, porque habíamos resuelto largarnos a México. Si no, jamás hubiera firmado aquellos cheques. Pero tenía la esperanza de que... Oiga, voy a decirle la verdad. Pensaba que una vez en México, en cuanto empezase a ganar dinero, podría pagarlos. Los cheques.
Nye intervino:
—Un minuto, Dick.
Nye es un hombre bajo, impulsivo, que tiene dificultad para moderar su agresividad, su tendencia a expresarse en un lenguaje cortante y franco.
—Me gustaría saber algo más del viaje a Fort Scott —dijo conteniéndose—. Al no encontrar allí la hermana de Smith, ¿qué hicisteis?
—Dar una vuelta. Tomar una cerveza. Volvernos.
—¿Quieres decir que volvisteis a casa?
—No. A Kansas City. Paramos en el drive-in Zesto. Comimos unas hamburguesas. Y fuimos al Cherry Row.
Ni Church ni Nye sabían qué era Cherry Row.
—¡No me tomen el pelo! —dijo Hickock—. Todos los «polis» de Kansas han estado allí.
Al insistir en que ellos no lo conocían, les explicó que era una zona del parque donde uno encuentra «sobre todo prostitutas». Y añadió, «también con aficionadas. Enfermeras. Secretarias. A veces he tenido suerte».
—Y esa noche, ¿hubo suerte?
—Muy mala. Terminamos con un par de tomates.
—¿Que se llamaban?
—Mildred. La otra, la de Perry, Joan, me parece.
—Descríbelas.
—Quizá fueran hermanas. Las dos rubias. Gordas. No lo tengo muy claro. ¿Sabe? Compramos una botella de Orange Blossom, es decir, vodka y zumo de naranja, y yo estaba como una cuba. Les hicimos beber un poco a las chicas y luego las llevamos a Fun Haven. ¿Supongo que ustedes no habrán oído hablar nunca de Fun Haven?
No, no habían oído hablar.
Hickock sonrió y se encogió de hombros.
—Está en Blue Ridge Road. A unos doce kilómetros al sur de Kansas City. Es una combinación de cabaret y motel. Pagas diez dólares y te dan la llave de una cabaña.
A continuación describió la cabaña donde pretendían que los cuatro habían pasado la noche: camas gemelas, un viejo almanaque de Coca-Cola, una radio que funcionaba depositando una moneda. La seguridad con que hablaba, su precisión, la exacta descripción de detalles comprobables, impresionaron a Nye, aunque por supuesto, el chico mentía. ¿O no mentía? Fuera a causa de la gripe y la fiebre o de un brusco descenso en el ardor de su convicción, Nye estaba empapado en sudor frío.
—Al día siguiente, cuando nos despertamos, comprobamos que nos habían limpiado y se habían largado —dijo Hickock—. A mí no me quitaron mucho. Pero Perry perdió la cartera con cuarenta o cincuenta dólares.
—¿Y qué hicisteis?
—No se podía hacer nada.
—Pudisteis denunciarlo a la policía.
—¡Oh, por favor!... Vaya una... Denunciarlo a la policía. Por si no lo sabe, un tipo que está bajo palabra, no puede coger una cuerda. Ni andar por ahí con otro ex.
—De acuerdo, Dick, es domingo. El domingo quince de noviembre. Dinos qué hicisteis desde que salisteis de Fun Haven.
—Pues tomar el desayuno en un lugar de esos de camioneros que hay cerca de Happy Hill. Luego fuimos a Olathe y dejé a Perry en el hotel donde vivía. Sería alrededor de las once. Luego me fui a mi casa y comí con mi familia. Como todos los domingos. Vi la televisión... un partido de basket o quizá fuera de rugby. Yo estaba rendido.
—¿Cuándo volviste a ver a Perry Smith?
—El lunes. Pasó por donde yo trabajaba. Por el garaje de Bob Sands.
—¿Y de qué hablasteis? ¿De México?
—Bueno. La idea nos seguía gustando, aunque no hubiésemos conseguido el dinero... para establecernos por nuestra cuenta una vez allí. Pero queríamos hacerlo y nos parecía que valía la pena el riesgo.
—¿El riesgo de otra temporada en Lansing?
—Eso no entraba en nuestros cálculos. ¿Sabe? No pensábamos volver nunca a los Estados Unidos.
Nye, que tomaba notas en un cuaderno, dijo:
—Al día siguiente del diluvio de cheques sin fondos, que sería el veintiuno, tú y tu amigo Smith desaparecisteis. Ahora, Dick, ten la bondad de describir vuestros movimientos desde entonces hasta el momento en que os detuvieron en Las Vegas. Aunque sea sin detalles.
Hickock dejó escapar un silbido y puso los ojos en blanco:
—¡Uff! —exclamó, y entonces, haciendo gala de su talento para lograr una evocación casi completa, empezó el relato de la larga marcha, de aquellos dieciséis mil kilómetros que él y Smith habían cubierto en las últimas seis semanas. Habló durante una hora y veinticinco minutos: de las dos cincuenta hasta las cuatro y cuarto. Citó, mientras Nye intentaba anotarlos, nombres de autopistas, hoteles, moteles, ríos, pueblos y ciudades, un coro de nombres entremezclados: Apache, El Paso, Corpus Christi, Santillo, San Luis de Potosí, Acapulco, San Diego, Dallas, Omaha, Sweetwater, Tenville Junction, Tallahassee, Meedles, Miami, Hotel Nuevo Waldorf, Somerset Hotel, Hotel Simone, Arrowhead Motel, Cherokee Motel y muchos, muchísimos más. Les dio el nombre del hombre de México a quien había vendido su Chevrolet 1948 y confesó que había robado otro más nuevo en Iowa. Describió las personas que él y su compinche habían encontrado: una viuda mexicana rica y sensual, Otto el «millonario» alemán, un par de «elegantes» boxeadores negros que conducían un «elegante» Cadillac malva, el ciego propietario de un vivero de serpientes de cascabel de Florida, un viejo moribundo y su nieto... Y otros muchos más. Y cuando terminó se quedó con los brazos cruzados y una sonrisa complacida, como si esperara a que lo felicitaran por el humor, la claridad y el candor de su relato del viaje.
Pero Nye seguía velozmente escribiendo en su cuaderno y Church, que golpeaba perezosamente con el puño cerrado su palma abierta, callaba... hasta que de pronto dijo...
—Supongo que sabes por qué estamos aquí.
La boca de Dick cobró rigidez. Su postura también.
—Imagino que te darás cuenta de que no hemos venido hasta aquí, hasta Nevada, sólo por un par de timadores de pacotilla.
Nye había cerrado el cuaderno. También él miraba fijamente al preso y observó que un racimo de venas había aparecido en su sien izquierda.
—¿No te parece, Dick?
—¿Qué?
—Venir desde tan lejos para charlar de un puñado de talones sin fondos.
—No veo otra razón.
Nye dibujó un puñal en la cubierta de su cuaderno y mientras lo hacía dijo:
—Dime, Dick, ¿has oído hablar del asesinato de los Clutter?
A lo que, como escribiría posteriormente en el informe oficial de la entrevista: «El sospechoso experimentó una intensa reacción perfectamente visible. Se puso gris. Se le desviaron los ojos.”
Hickock dijo:
—¡Alto ahí! Aguarden un poco, yo no soy un jodido asesino.
—La pregunta —le recordó Church— era si habías oído hablar del asesinato de los Clutter.
—Puede que leyera algo —dijo Hickock.
—Un crimen infecto. Infecto. Cobarde.
—Y casi perfecto —saltó Nye—. Pero cometisteis dos equivocaciones, Dick. Una, dejar un testigo. Que prestará declaración ante los tribunales. Que se sentará en el banquillo de los testigos y le dirá al jurado cómo Richard Hickock y Perry Smith ataron, amordazaron y asesinaron a cuatro personas indefensas.
La cara de Dick recuperó los colores:
—¡Un testigo con vida! ¡Eso no puede ser!
—¿Porque pensaste que te habías librado de todos?
—Dije que no podía ser. Nadie puede relacionarme a mí con ningún jodido asesinato. Cheques. Algún que otro hurto. Pero no soy un maldito asesino.
—Entonces —preguntó Nye con calor—. ¿Por qué nos has mentido?
—He dicho la puñetera verdad.
—A veces. No siempre. Por ejemplo eso de la tarde del sábado catorce de noviembre. Has dicho que fuisteis en el coche a Fort Scott.
—Sí.
—Y que cuando llegasteis allí fuisteis a correos.
—Sí.
—Para averiguar la dirección de la hermana de Perry.
—Eso es.
Nye se levantó. Se colocó detrás de la silla de Hickock y, apoyando las manos en el respaldo, se inclinó como para susurrarle al preso algo en el oído.
—Perry Smith no tiene ninguna hermana que viva en Fort Scott ni nunca la ha tenido. Y los sábados por la tarde, la estafeta de correos de Fort Scott da la casualidad que está cerrada.
Luego añadió:
—Piénsalo, Dick. Nada más por ahora. Volveremos a hablar contigo luego.
Cuando dejaron a Hickock, Nye y Church cruzaron el corredor y observaron por la mirilla en forma de espejo de la puerta de la otra habitación, el interrogatorio de Perry Smith, escena que podían ver pero no oír. A Nye, que veía a Smith por primera vez, le fascinaron sus pies y aquellas piernas tan cortas que sus pies, como los de un niño, no llegaban al suelo. La cabeza de Smith, el liso pelo indio, la mezcla indioirlandesa que daba a su piel aquel tono oliva y a su rostro rasgos atrevidos y traviesos, le recordaron a la guapa hermana del sospechoso, la agradable señora Johnson. Pero aquel ser, mitad hombre, mitad niño, rechoncho y deforme, no era guapo; la punta rosácea de su lengua chasqueaba como la de un lagarto. Fumaba un cigarrillo y por la regularidad de las exhalaciones, Nye dedujo que todavía era «virgen», es decir, todavía ignoraba el verdadero propósito del interrogatorio.
Nye no se equivocaba. Porque Dewey y Duntz, profesionales pacientes, habían circunscrito gradualmente la vida de Perry a los acontecimientos de las últimas semanas y luego, reducido el período hasta concentrarse en la recapitulación del fin de semana crucial, desde el sábado por la tarde, a la tarde del domingo: 14 y 15 de noviembre. Ahora, después de haber pasado tres horas preparando el terreno, no estaban lejos de su objetivo:
—Perry —dijo Dewey—. Revisemos los hechos. Cuando te concedieron la libertad bajo palabra fue con la condición de que nunca volverías a Kansas.
—Al estado de los girasoles. Lloré a gritos.
—Pensando así, ¿cómo fue que volviste? Debiste de tener muy buenas razones.
—Ya se lo he dicho. A ver a mi hermana. A recoger el dinero que ella me guardaba.
—¡Ah, sí! La hermana que tú y Hickock fuisteis a buscar a Fort Scott. Perry, ¿cuánto hay de Kansas City a Fort Scott?
Smith meneó la cabeza. No lo sabía.
—Bueno, ¿cuánto tardasteis en llegar hasta allí en coche?
Ninguna respuesta.
—¿Una hora? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro?
El preso dijo que no lo recordaba.
—Claro que no lo recuerdas. Porque nunca has estado en Fort Scott.
Hasta aquel momento ninguno de los detectives había puesto en duda las declaraciones de Smith. Se agitó en la silla y se humedeció los labios con la punta de la lengua.
—En realidad, no has dicho la verdad. Nunca pusisteis los pies en Fort Scott. Nunca recogisteis ninguna chica ni la llevasteis a ningún motel...
—Claro que sí. ¡En serio!
—¿Cómo se llamaban?
—No se lo pregunté.
—¿Así que tú y Hickock pasasteis la noche con dos mujeres sin preguntarles ni el nombre?
—Eran prostitutas.
—Dinos el nombre del motel.
—Pregúntenselo a Dick. El lo sabrá. Yo nunca recuerdo esas cosas.
Dewey se dirigió a su colega:
—Clarence, me parece que es hora de que seamos sinceros con Perry.
Duntz se encorvó hacia adelante. Duntz es un peso pesado con la agilidad de un peso ligero, pero sus ojos son perezosos y velados. Habla lentamente, cada una de sus palabras parece pronunciada de mala gana y con un dejo de la pradera.
—Sí —asintió—. Creo que ha llegado.
—Presta mucha atención, Perry, porque el señor Duntz va a decirte dónde estabas la noche de aquel sábado. Dónde estabas y qué hacías.
—Asesinabas a la familia Clutter —dijo Duntz.
Smith tragó saliva. Empezó a frotarse las rodillas.
—Estabas allá en Holcomb, en Kansas. En casa del señor Herbert W. Clutter. Y antes de salir de aquella casa, mataste a todas las personas que había en ella.
—Nunca. Yo nunca.
—¿Nunca qué?
—Conocí a nadie que se llamara Clutter.
Dewey le llamó embustero y sacándose de la manga una carta que en una consulta previa los cuatro detectives habían acordado jugar como último recurso, le dijo:
—Hay un testigo con vida, Perry. Alguien a quien pasasteis por alto.
Transcurrió un minuto entero y Dewey disfrutó con el silencio de Smith, porque un inocente hubiera preguntado quién era aquel testigo y quiénes eran esos Clutter y por qué creía que él les había dado muerte... Hubiera dicho, en fin, algo. Pero Smith seguía callado, frotándose las rodillas.
—¿Y bien Perry?
—¿Tiene una aspirina? Me quitaron las aspirinas.
—¿Te encuentras mal?
—Son mis piernas.
Eran las cinco y media. Dewey, con toda intención, terminó bruscamente la entrevista.
—Volveremos a hablar de esto mañana. A propósito, ¿sabes qué día es mañana? El cumpleaños de Nancy Clutter. Hubiera cumplido los diecisiete años.


«Hubiera cumplido diecisiete años.» Perry, insomne, de madrugada (recordó luego), se preguntaba si sería cierto lo del cumpleaños de la muchacha y decidió que no, que era una forma de hacerle perder el control, como aquella falsa historia del testigo, «un testigo con vida». No podía haber ninguno. A no ser que... ¡Si pudiera hablar con Dick! Pero a él y a Dick los habían separado. Dick estaba encerrado en una celda dentro de otro piso. «Presta mucha atención, Perry, porque el señor Duntz va a decirte dónde estabas...» Hacia la mitad del interrogatorio, cuando empezó a notar las numerosas alusiones a aquel fin de semana de noviembre, se fue preparando para lo que sabía había de llegar y, cuando el fornido cow-boy de voz adormilada dijo: «Asesinabas a la familia Clutter»... bueno, casi se muere, ésa es la verdad. Debió de perder cinco kilos de golpe. A Dios gracias no lo había dejado traslucir. O así lo esperaba. ¿Y Dick? Era de suponer que habrían usado el mismo truco con él. Dick era listo, comediante, convincente, pero no tenía cojones, se asustaba con facilidad. Aun así, por mucho que le hubieran apretado los tornillos, Perry estaba convencido de que no se iría de la lengua. A no ser que quisiera verse ahorcado. «Y antes de salir de aquella casa, mataste a todas las personas que había en ella.» No le sorprendería que todos los ex presidiarios de Kansas hubieran oído aquella frase. Seguro que habían interrogado a centenares de hombres y sin duda, acusado a docenas. El y Dick eran simplemente dos más. Pero, por otro lado, bueno, ¿iba a enviar el estado de Kansas cuatro agentes especiales a mil quinientos kilómetros para pescar a un par de tipos que habían violado la palabra? Quizá sí, de verdad se apoyaban en algo, en alguien, en «un testigo viviente». Era imposible. A menos que... Hubiera dado un brazo, una pierna, por poder hablar con Dick, cinco minutos siquiera.
Y Dick, despierto en la celda del piso de abajo tenía (como recordó después) las mismas ganas de hablar con Perry, de saber qué había dicho el espantajo. Cristo, no se podía confiar ni siquiera en que recordara la coartada del Fun Haven, a pesar de que lo habían hablado con bastante frecuencia. ¡Y cuando aquellos cochinos lo habían amenazado con un testigo! Diez contra uno que el pequeño espantajo habría creído que se refería a un testigo ocular. Pero él, Dick, comprendió inmediatamente quién era el supuesto testigo: Floyd Wells, su viejo amigo y compañero de celda. Cuando cumplía los últimos meses de la sentencia, había planeado apuñalar a Floyd, traspasarle el corazón con una «aguja» hecha por él mismo, ¡Qué necio fue no haciéndolo! Excepto Perry, Floyd Wells era el único ser humano capaz de relacionar los nombres de Hickock y Clutter. Floyd con su espalda curva y su barbilla hundida... Dick creyó que le daría demasiado miedo. El hijo de perra estaría aguardando una recompensa extraordinaria, que le concedieran la libertad bajo palabra o que le dieran dinero, o las dos cosas. Pero le saldrían canas antes de conseguirlo, porque la declaración de alguien que está en la cárcel, no es prueba. Pruebas son huellas de pisadas, dactilares, testigos, una confesión. ¡Carajo! Si todos los cow-boys aquellos sólo tenían la historia que Floyd les había contado, no había por qué preocuparse. En el fondo, Floyd no era la mitad de peligroso que Perry. Perry si perdía la cabeza y cantaba, los metería a los dos en El Rincón. Y de pronto lo vio claro: era a Perry a quien debió reducir al silencio. En alguna carretera de México. O cuando atravesaban el Mojave. ¿Por qué no se le había ocurrido hasta ahora? Porque ahora, era demasiado tarde.


Por fin, a las tres y cinco de la tarde, Smith admitió la falsedad del cuento de Fort Scott.
—Eso sólo fue algo que Dick le dijo a su familia. Para poder pasar la noche fuera de casa. Y beber un poco. ¿Saben? El padre de Dick le vigilaba de cerca, porque tenía miedo que no cumpliese su palabra. Por eso dimos la excusa de mi hermana, sólo para apaciguar al señor Hickock.
Por lo demás, repitió la misma historia una y otra vez. Y ni Duntz ni Dewey, por mucho que lo corrigieran y lo acusaran de mentir, pudieron lograr que cambiara una sola palabra... aunque sí que añadiera detalles nuevos. Aquel día logró recordar los nombres de las prostitutas: Mildred y Jane (o Joan):
—Se cobraron bien el trabajo —recordaba ahora—. Se largaron con toda la pasta mientras estábamos durmiendo.
Y aunque Duntz había perdido la compostura (había abandonado, junto a la chaqueta y corbata, su enigmática y soñolienta dignidad), el sospechoso parecía tranquilo y sereno, y no cedía ni un centímetro: no había oído hablar nunca de los Clutter, ni de Holcomb, ni de Garden City.
Al otro lado del corredor, en una habitación llena de humo donde Hickock se sometía a su segundo interrogatorio, Church y Nye aplicaban, metódicamente, una estrategia directa. Ni una sola vez durante el interrogatorio, que duraba ya tres horas, ninguno de los dos habían mencionado la palabra asesinato, omisión que mantenía al preso sobre ascuas. Hablaban de cualquier cosa: de la filosofía religiosa de Hickock («Ya conozco el infierno. He estado en él. Y quizás exista el cielo también. Muchos ricos lo creen»), la de la historia de su vida sexual («Siempre me he comportado como un tipo normal cien por cien»), y otra vez, de la historia de su reciente hégira («¿Que por qué continuábamos viajando siempre? Porque íbamos buscando trabajo. No pudimos encontrar un empleo decente. Un día trabajé cavando un foso...») Pero las cosas que no se mencionaban, eran el meollo, la causa, pensaban los detectives, de la creciente nerviosidad de Hickock. Finalmente, cerró los ojos y se tocó los párpados con dedos temblorosos. Y Church preguntó:
—¿Algo que no va?
—Dolor de cabeza. Me vuelve loco.
Entonces Nye le dijo:
—Mírame, Dick.
Hickock obedeció con una expresión que el detective interpretó como una súplica de que hablara, de que le acusara por fin y lo dejara refugiarse en la negación absoluta y constante.
—Ayer cuando discutimos este asunto, recordarás que te dije que el asesinato de los Clutter había sido un crimen casi perfecto. Que los asesinos habían cometido sólo dos errores. El primero fue dejar un testigo. El segundo... bueno, te lo voy a enseñar.
Se levantó y fue a buscar a un rincón una caja y un maletín que había traído al comenzar el interrogatorio. Del maletín sacó una fotografía grande.
—Esto —dijo poniéndola sobre la mesa— es una reproducción tamaño natural de ciertas pisadas encontradas junto al cadáver del señor Clutter. Y aquí —prosiguió, abriendo la caja— están las botas que las hicieron. Tus botas, Dick.
Hickock le echó una ojeada y en seguida apartó la vista. Apoyó los codos en las rodillas y apoyó la cabeza en las manos.
—Smith —dijo Nye— fue todavía menos cuidadoso. También tenemos sus botas, que también corresponden exactamente a otro par de pisadas. Ensangrentadas.
Church estrechó el cerco:
—Mira lo que va a ocurrirte, Hickock —dijo—: te llevarán a Kansas otra vez. Te acusaran de cuatro cargos por asesinato en primer grado. Cargo primero: Que alrededor del quince de noviembre de mil novecientos cincuenta y nueve, Richard Eugene Hickock, con premeditación, alevosía y ensañamiento asesinó y quitó la vida a Herbert W. Clutter. Cargo segundo: Que alrededor del quince de noviembre de mil novecientos cincuenta y nueve, el mismo Richard Eugene Hickock...
—Perry Smith mató a los Clutter —dijo Dick. Levantó la cabeza y muy despacio se enderezó en su silla como un púgil que intenta que no le cuenten hasta diez—. Fue Perry. Yo no pude impedirlo. Los mató a todos.


Clare, la encargada de correos, disfrutaba de un descanso, tomándose una taza de café en el Café Hartman. Se quejó del poco volumen de la radio diciendo:
—Ponla más alta.
La radio sintonizaba la estación de Garden City KIUL y decía:
«... después de su dramática confesión entre sollozos, Hickock salió del interrogatorio y se desmayó en el corredor. Agentes del KBI lo recogieron del suelo. Los agentes informaban que Hickock declaró que él y Smith asaltaron la casa de los Clutter esperando hallar una caja fuerte que contenía por lo menos diez mil dólares. Pero no había tal caja fuerte, de modo que ataron y amordazaron a toda la familia, matándolos uno a uno. Smith ni ha confirmado ni ha negado que tomara parte en el crimen. Cuando le dijeron que Hickock había firmado una confesión, Smith dijo: "Quisiera ver la declaración de mi amigo". Pero la petición fue denegada. La policía no ha querido revelar si fue Hickock o Smith quien cometió en realidad los asesinatos, y subrayó que la declaración es sólo la versión de Hickock. Los agentes del KBI que traen los dos hombres a Kansas, han salido ya en coche de Las Vegas. Se espera que lleguen a Garden City a última hora del miércoles. Mientras tanto, el fiscal del distrito Duane West... »
—Uno a uno —dijo la señora Hartman—. Imagínate. No me extraña que el mal bicho ese se haya desmayado.
Las demás personas que se hallaban en el café, la señora Clare, Mabel Helm y un joven agricultor, bien plantado, que había entrado a comprar un paquete de picadura Brown's Mule, hablaban entre dientes. La señora Helm se llevó una servilleta de papel a los ojos:
—No lo quiero oír... —dijo—. No debo. No quiero.
«... las noticias del esclarecimiento del suceso han provocado escasa reacción en el pueblo de Holcomb, que se halla a menos de un kilómetro de la casa de los Clutter. En general, los integrantes de esta comunidad de doscientas setenta personas han hecho constar su alivio... »
El joven granjero resopló:
—¿Alivio? Anoche cuando lo dio la televisión, ¿saben lo que hizo mi mujer? ¡Llorar como un bebé!
—¡Chis! —dijo la señora Clare—. Esa soy yo.
«...Y la encargada de correos de Holcomb, señora Myrtle Clare, dijo que los habitantes se alegran de que el caso se haya resuelto pero que todavía hay quien teme que pueda haber otras personas complicadas. Dijo que muchas familias aún siguen con la puerta cerrada y las armas al alcance de la mano... »
La señora Hartman rió y dijo:
—¡Oh, Myrt! ¿A quién le dijiste eso?
—A un periodista del Telegram.
Los hombres que la conocían, muchos de ellos, trataban a la señora Clare como si fuera un hombre más. El granjero le dio una palmada en la espalda y le dijo:
—¡Caramba, Myrt! ¡Caramba! ¿Todavía crees que alguien de aquí tuvo algo que ver con ellos?
Pero eso era, precisamente, lo que la señora Clare pensaba, y aunque por lo general estaba sola en sus opiniones, esta vez las compartían la mayoría de los habitantes de Holcomb, que después de vivir siete semanas entre malsanas murmuraciones, recelo y sospecha generales, parecieron desilusionados al enterarse de que el asesino no era ninguno de ellos. En realidad, muchos se negaban a aceptar el hecho de que dos desconocidos, dos ladrones forasteros fueran los únicos responsables. Como dijo entonces la señora Clare:
—Quizá sea verdad que esos tipos lo hicieron: pero ahí no acaba la historia. Aguarden. Algún día llegarán al fondo del asunto y entonces descubrirán quién se esconde tras ellos. Quién quería quitar a Clutter de en medio. El cerebro.
La señora Hartman suspiró. Deseaba que Myrt se equivocara. Y la señora Helm dijo:
—Lo que yo quiero es que los encierren bien. No podré sentirme tranquila sabiendo que los tenemos por aquí.
—¡Oh, no tiene por qué preocuparse, señora! -dijo el granjero—. En este momento esos dos nos tienen más miedo del que les podamos tener nosotros.


Por una autopista de Arizona una caravana de dos coches cruza como un rayo el país de la salvia, el país de las mesas, los halcones, las serpientes de cascabel, las imponentes rocas rojas. Dewey conduce el coche que va delante, Perry Smith va sentado junto a él y Duntz en el asiento de atrás. Smith lleva las esposas puestas y las esposas van atadas a un cinturón de seguridad por una corta cadena, lo que limita tanto sus movimientos, que no puede fumar si no le ayudan. Cuando quiere un cigarrillo, Dewey ha de encenderlo y ponérselo entre los labios, tarea que el detective encuentra «repelente» por lo que tiene de íntima... cosa que hacía cuando cortejaba a su esposa.
En conjunto, el prisionero ignora a sus guardianes y sus esporádicas tentativas de pincharlo, repitiendo partes de la confesión de Dick que duró una hora y fue grabada en magnetofón:
—Dice que trató de detenerte, Perry. Pero que no pudo. Mantiene que tenía miedo de que lo mataras a él también.
O bien:
—Sí señor, Perry. Toda la culpa es tuya. Hickock dice que él no es capaz de matar ni las pulgas de un perro.
Nada de esto, por lo menos exteriormente, le hace efecto a Perry. Sigue contemplando el paisaje, leyendo la publicidad de Burma-Shave, contando los esqueletos de los coyotes que adornan las cercas de los ranchos.
Dewey, sin prever especial respuesta, dice:
—Hickock nos ha dicho que eres un asesino nato. Dice que a ti matar no te causa efecto. Dice que una vez en Las Vegas te cargaste a un negro con una cadena de bicicleta. Que le diste hasta dejarlo muerto. Así, por diversión.
Sorprendido, Dewey ve que el prisionero ahoga un grito. Se retuerce en su sitio hasta poder ver, a través de la ventanilla posterior, el segundo coche de la caravana y su interior:
—¡El duro!
Le vuelve la espalda otra vez y contempla la negra veta de la autopista que atraviesa el desierto:
—¡Pensé que era un truco! No me lo creía. Que Dick se hubiera ido de la lengua. ¡El duro! ¡Oh, un auténtico hombre de hierro! No se atrevería a matarle las pulgas a un perro. Se limitaría a atropellarlo. —Escupe—. No he matado jamás a ningún negro.
Duntz le da la razón. Ha estudiado los archivos de los homicidios no resueltos de Las Vegas y sabe que Smith es inocente de aquel delito en particular.
—Yo no he matado jamás a ningún negro. Pero él lo creía. Lo he sabido siempre, que si nos pescaban, que si Dick de verdad cantaba, cantaba hasta la última cosa, sabía que diría lo del negro —escupe otra vez—. ¿Así que Dick me tenía miedo? ¡Qué divertido! Me divierte mucho saberlo. Lo que no sabe es que por poco lo mato a él.
Dewey enciende dos cigarrillos, uno para el preso, otra para él.
—Cuéntanoslo, Perry.
Smith fuma con los ojos cerrados y empieza:
—Lo estoy pensando. Quiero recordar exactamente cómo fue —guarda silencio un buen rato y luego añade—: Bueno, todo empezó con una carta que recibí cuando estaba en Buhl, Idaho. Sería en setiembre u octubre. Era una carta de Dick en la que me decía que tenía una breva a la vista. El golpe perfecto. No le contesté pero volvió a escribirme apremiándome para que fuera a Kansas y diéramos el golpe juntos. Nunca me dijo la clase de golpe. Sólo que era un breva madura «de éxito seguro». La verdad era que yo tenía otra razón para estar en Kansas por entonces. Un asunto personal, que me guardo y que nada tiene que ver con todo esto. Sólo que si no hubiera sido por eso, yo no hubiera vuelto. Pero lo hice. Y Dick fue a esperarme a la estación de autobuses de Kansas City. Me llevó en su coche a la granja de sus padres. Pero no me querían allí. Yo soy muy sensible, siempre sé lo que la gente siente.
»Lo mismo que usted —se refiere a Dewey pero no lo mira—. Le revienta tener que encenderme un cigarrillo. Eso es cosa suya. No se lo reprocho. Tampoco se lo reprocho a la madre de Dick. La verdad es que es una persona muy amable. Pero como sabía quién era yo, un amigo de la cárcel, no me quería en su casa. Cristo, lo que me alegré de marcharme a un hotel. Dick me llevó a un hotel de Olathe. Compramos cerveza, la subimos a la habitación y allí fue donde Dick me contó lo que tenía pensado. Me dijo que cuando yo salí de Lansing tuvo en la celda a uno que había trabajado para un cultivador de trigo muy rico allá por la Kansas del oeste. El señor Clutter. Sabía dónde estaba todo: puertas, pasillos, dormitorios. Dijo que una de las habitaciones de la planta se usaba como despacho y que en ese despacho había una caja fuerte empotrada en la pared. Dijo que el señor Clutter la necesitaba porque siempre tenía en casa sumas de dinero. Nunca menos de diez mil dólares. El plan era robar la caja fuerte y si nos veían, bueno, quienquiera que nos hubiera visto, tenía que desaparecer. Dick lo repitió lo menos un millón de veces: "Nada de testigos."
Dewey pregunta:
—¿Cuántos testigos podía haber? Quiero decir, ¿cuántas personas esperaba encontrar en casa de los Clutter?
—Eso es lo que yo quería saber. Pero no lo sabía con certeza. Por lo menos cuatro. Quizá seis. Y era posible que la familia tuviera invitados. Decía que teníamos que estar dispuestos a enfrentarnos con una docena.
Dewey suelta un gruñido, Dunt silba y Smith, sonriendo sombrío, añade:
—Ya, y a mí también. Me parecía un despropósito. Doce personas. Pero Dick decía que era una breva. Decía: «Entraremos allí y les reventaremos las cabezas contra las paredes.» Yo estaba en un estado de ánimo de esos de dejarse llevar. Pero, además, seré franco: tenía fe en Dick. Me había fijado en él porque me parecía muy práctico, muy masculino y quería el dinero tanto como yo. Quería el dinero y poder marcharse a México. Pero esperaba poder conseguirlo sin violencia. Me parecía que podía hacerse, si usábamos máscaras. Tuvimos una discusión por eso. De camino, de camino para Holcomb. Yo quería parar a comprar un par de medias de seda negra para ponernos en la cabeza. Pero Dick creía que incluso con una media podían identificarlo. Por el ojo. De todos modos, cuando llegamos a Emporia...
—Aguarda, Perry —dice Duntz—. Te has adelantado demasiado. Vuelve a Olathe. ¿A qué hora salisteis de allí?
—A la una. A la una y media. Salimos después de comer y nos fuimos a Emporia. Allí compramos unos guantes de goma y un rollo de cuerda. El cuchillo, la escopeta y los cartuchos... los había traído Dick de su casa. Pero no quiso que compráramos medias negras. Tuvimos una buena discusión. Al salir de Emporia, en las afueras, pasamos por un hospital católico y yo le convencí de que parase y entrara a comprarles medias negras a las monjas. Pero él, sólo fingió intentarlo. Salió diciendo que no se las querían vender. Yo estaba convencido de que no había preguntado siquiera y él mismo lo confesó, diciendo que era una idea ridícula, que las monjas le hubieran tomado por loco. Así que no volvimos a parar hasta Great Bend. Allí compramos la cinta adhesiva. Cenamos allí, una cena de miedo. A mí me dio sueño. Cuando desperté, estábamos llegando a Garden City. Parecía una ciudad de perros muertos. Paramos en una estación de gasolina a repostar...
Dewey le pregunta si recuerda cuál.
—Creo que una Phillips 66.
—¿Qué hora era?
—Hacia medianoche. Dick dijo que faltaban diez kilómetros para Holcomb. El resto del camino se lo pasó hablando solo, diciendo que esto tendría que estar aquí y aquello allá, siguiendo las instrucciones que se sabía de memoria. Cuando atravesamos Holcomb, yo apenas me di cuenta; era muy pequeño. Cruzamos una vía de tren. De pronto Dick exclamó: «Aquí es, tiene que ser aquí.» Era la entrada a un camino particular bordeado de árboles. Redujo la marcha y apagó las luces. No las necesitábamos. A causa de la luna. No había otra cosa en el cielo, ni una nube, nada. Sólo la luna llena. Era como si fuese pleno día y cuando tomamos el paseo de árboles aquel, Dick dijo: «¡Fíjate qué propiedad! ¡Qué granero! ¡Qué casa! ¡No me dirás que un tipo así, no estará forrado!» Pero a mí no me gustaba aquello, el ambiente era demasiado imponente. Aparcamos a la sombra de un árbol. Mientras estábamos allí sentados, se encendió una luz, no la de la casa principal, sino a un centenar de metros, a la izquierda... Dick dijo que era la casa del peón, lo sabía por el esquema. Pero dijo que estaba puñeteramente más cerca de la casa de lo que él suponía. Luego la luz se apagó. Señor Dewey, el testigo que usted menciona... ¿es él, el aparcero?
—No. El no oyó nada. Pero su mujer estaba cuidando un crío que tenían enfermo. Dijo que se habían pasado la noche entera de un lado para otro.
—Un crío enfermo. Bueno, sentía curiosidad. Mientras seguíamos allí sentados, volvió a suceder, una luz que se encendía y se apagaba. Entonces sí que me entró miedo. Le dije a Dick que no contara conmigo. Que si estaba decidido a seguir adelante, que lo hiciera él solo. Puso en marcha el coche, vi que nos marchábamos de allí y pensé: «¡Jesús bendito!» Siempre me he fiado de mi intuición, que me ha salvado la vida más de una vez. Pero a mitad del camino, Dick paró. Estaba rabioso. Yo vi lo que pensaba: He planeado un golpe de los gordos, llegamos hasta aquí, y ahora resulta que este idiota es un gallina. Me dijo: «Quizá creas que me faltan agallas para hacerlo yo solo. ¡Por Dios! Voy a demostrarte lo que es tener agallas.» Había licor en el coche y los dos echamos un trago. Luego le dije: «De acuerdo Dick. Estoy contigo.» Así que dimos la vuelta. Aparcamos donde habíamos aparcado antes. A la sombra de un árbol. Dick se puso los guantes. Yo ya me había puesto los míos. El llevaba el cuchillo y la linterna. Yo la escopeta. Al claro de luna la casa tenía un aspecto tremendo. Parecía vacía. Recuerdo que deseé... que no hubiera nadie dentro.
Dewey pregunta:
—¿No visteis un perro?
—No.
—La familia tenía un perro que se asustaba cuando veía armas. No pudimos comprender por qué no había ladrado. A menos que hubiera visto la escopeta y se hubiera marchado.
—Bueno, no vi nada ni a nadie. Por eso no lo creí nunca. Lo del testigo ocular.
—No es un testigo ocular. Un testigo. Alguien que os asoció a ti y a Dick con el caso.
—Oh. ¡Ah, ja, ja! El. Y Dick que decía que se moriría de miedo. ¡Aja!
Duntz, que no quería desviarse del tema, le recordó:
—Hickock llevaba el cuchillo. Tú la escopeta. ¿Cómo entrasteis en la casa?
—La puerta estaba abierta. Una puerta lateral. Daba al despacho del señor Clutter. Aguardamos a oscuras. Escuchando. Pero sólo se oía el viento. Hacía un poco de viento afuera. Movía los árboles y se podían oír las hojas. La única ventana tenía cortinas venecianas que dejaban pasar la luz de la luna. Yo la cerré y Dick encendió la linterna. Vimos el escritorio. La caja fuerte tenía que estar en la pared, exactamente detrás, pero no pudimos encontrarla. La pared estaba forrada de madera, había libros y mapas enmarcados. En un estante, vi unos prismáticos fabulosos. Decidí que me los llevaría cuando nos marcháramos.
—¿Lo hiciste? —pregunta Dewey, porque los prismáticos no habían sido echados de menos.
Smith asiente.
—Los vendimos en México.
—Perdona. Sigue.
—Bueno, pues cuando vimos que no podíamos encontrar la caja fuerte, Dick apagó la linterna y a oscuras salimos del despacho y entramos en una sala de estar. Dick me susurró si no podía andar con más suavidad. Pero a él le pasaba lo mismo. Cada paso que dábamos hacía un ruido horrible. Llegamos a un pasillo y a una puerta. Dick, recordando el plano, dijo que era la de un dormitorio. Encendió la linterna y abrió la puerta. Un hombre dijo: «¿Cariño?» Estaba durmiendo, parpadeó y preguntó otra vez: «¿Eres tú, cariño?» Dick le preguntó: «¿Es usted el señor Clutter?» Se despertó del todo, se incorporó y dijo: «¿Quién es? ¿Qué quiere?» Dick le contestó muy cortésmente, como si fuéramos un par de vendedores a domicilio: «Queremos hablar con usted, señor. En su despacho, si no le importa.» Y el señor Clutter, descalzo con sólo el pijama puesto, vino con nosotros al despacho y encendimos las luces.
»Hasta entonces no había podido vernos muy bien. Creo que lo que vio le produjo una impresión fuerte. Dick va y le dice: "Ahora, señor, sólo queremos que nos enseñe dónde tiene la caja fuerte." Pero el señor Clutter le contesta: "¿Qué caja fuerte?" Nos dice que no tiene ninguna caja fuerte. Supe inmediatamente que era verdad. Tenía esa clase de cara. En seguida te das cuenta de que dijera lo que dijera, sería siempre la verdad. Pero Dick le gritó: "¡No me mientas, hijo de perra! Sé puñeteramente bien, que tienes una caja fuerte." La impresión que tuve fue que nunca le habían hablado así al señor Clutter. Pero él miró a Dick directamente a los ojos y le dijo con mucha suavidad... le dijo... bueno, que lo sentía pero que nunca había tenido una caja fuerte. Dick entonces le golpeó el pecho con el cuchillo gritando: "Dinos dónde la tienes o lo vas a sentir de veras." Pero el señor Clutter, ¡oh!, se daba uno cuenta de que estaba aterrado aunque su voz seguía siendo tranquila y firme. Siguió negando que tuviera ninguna.
«Fue en uno de aquellos momentos cuando arreglé lo del teléfono. El que había en el despacho. Le corté los cables. Y le pregunté al señor Clutter si había otro en la cocina. Así que cogí mi linterna y me fui a la cocina, que estaba muy lejos del despacho. Cuando encontré el teléfono, descolgué el auricular y corté la línea con unos alicates. Luego, cuando volvía oí un ruido. Un crujido arriba. Me detuve al pie de las escaleras. Estaba oscuro y no me atreví a usar la linterna. Pero vi que había alguien allí. Al final de las escaleras, destacándose contra la ventana. Una sombra. Luego desapareció.
Dewey se imagina que debió de ser Nancy. En teoría había supuesto muchas veces, basándose en el hallazgo de su reloj de oro en el fondo de un zapato encerrado en el armario, que Nancy había despertado, había oído gente en la casa y pensando que podían ser ladrones había escondido prudentemente el reloj, su más valiosa propiedad.
—En mi opinión podía ser alguien con un fusil. Pero Dick no quería escucharme. Estaba muy ocupado haciéndose el duro. Mandando al señor Clutter de un lado a otro. Lo había llevado otra vez al dormitorio y se entretenía en contar el dinero que llevaba el señor Clutter en su billetero. Había unos treinta dólares. Arrojó el billetero sobre la cama y dijo: «Tiene más dinero en casa, estoy seguro. Un hombre así de rico. Que vive en semejante casa.» El señor Clutter le dijo que aquél era todo el dinero que tenía y le explicó que siempre pagaba con cheques. Ofreció firmarnos un cheque. Dick estalló de rabia: «¿Es que nos toma por retrasados mentales?» Yo creí que Dick lo iba a golpear. Entonces dije: «Oye, Dick. Hay alguien despierto arriba.» El señor Clutter nos dijo que arriba sólo estaban su mujer, su hijo y su hija. Dick quiso saber si su mujer tendría dinero y el señor Clutter le contestó que si tenía algo sería muy poco, unos dólares, y nos pidió, de veras, casi desesperadamente, que no la molestáramos porque estaba enferma desde hacía mucho tiempo. Pero Dick insistió en que quería subir. Hizo que el señor Clutter pasara delante.
»Al pie de la escalera, el señor Clutter encendió las luces del pasillo de arriba y mientras subíamos dijo: "No comprendo por qué hacéis esto. Yo jamás os hice daño. Ni siquiera os he visto nunca." Entonces fue cuando Dick le dijo: "¡A callar! Cuando queramos que hable, se lo diremos." En el pasillo de arriba no había nadie y todas las puertas estaban cerradas. El señor Clutter señaló las habitaciones donde el hijo y la hija dormían y luego abrió la puerta de la habitación de su esposa. Encendió la lamparita que había visto junto a la cama y le dijo: "No tengas miedo, cariño. Todo va bien. Estos hombres sólo quieren dinero." Era una mujer delgada, frágil, con un camisón blanco. En el instante en que abrió los ojos comenzó a llorar. Y le dijo a su esposo: "Cariño, yo no tengo dinero." El le tenía la mano cogida y se la acariciaba. "No llores, cariño. No tienes que tener miedo. Es sólo que les he dado a estos hombres todo el dinero que tenía y quieren más. Creen que tenemos una caja de caudales en algún lugar de la casa. Ya les he dicho que no." Dick levantó la mano como si fuera a darle en la boca y dijo: "¿No le dije que a callar?" La señora Clutter dijo: "Pero es que mi esposo les dice la pura verdad. No tenemos ninguna caja de caudales." Y Dick le contestó: "Sé puñeteramente bien que hay aquí una caja fuerte. Y la encontraré antes de salir de aquí. No se preocupen, ya la encontraré." Luego le preguntó a ella dónde tenía el bolso. El bolso estaba en un cajón de la cómoda. Dick lo volvió del revés y no encontró más que un poco de calderilla y un par de dólares.
Le hice salir al pasillo porque quería discutir la situación. Así, que salimos de la habitación y le dije...
Duntz le interrumpe para preguntarle si el señor y la señora Clutter podían oír la conversación.
—No. Nos quedamos en la puerta para no perderlos de vista. Pero hablábamos en voz muy baja. Le dije a Dick: «Esta gente está diciendo la verdad. El que mintió fue tu amigo Floyd Wells. No hay ninguna caja fuerte, así que larguémonos.» Pero a Dick le daba demasiada vergüenza admitirlo. Dijo que sólo lo admitiría cuando hubiéramos registrado la casa entera. Dijo que había que atarlos y entonces buscar con tiempo. No se podía discutir con él, estaba muy excitado. La gloria de tenerlos a todos a su merced, eso es lo que lo excitaba. Bueno, había un cuarto de baño junto a la alcoba de la señora Clutter. La idea era encerrar a los padres en aquel cuarto de baño, despertar después a los hijos y meterlos allí también. Luego hacerlos salir uno a uno y atarlos en distintas dependencias de la casa. Y luego, Dick dijo: «Cuando hayamos encontrado la caja fuerte, les cortaremos el pescuezo. No podemos disparar porque haríamos demasiado ruido. »
Perry frunce el ceño, se frota las rodillas con sus manos esposadas.
—Déjeme pensar un momento. Porque, al llegar aquí, las cosas se ponen un poco complicadas. Ahora recuerdo. Sí, sí, saqué una silla al pasillo y la metí en el cuarto de baño. Para que la señora Clutter pudiera sentarse, ya que habían dicho que estaba enferma. Cuando los encerramos, la señora Clutter lloraba y decía: «Por favor, no hagan daño a nadie. Por favor, no les hagan daño a mis hijos.» Y su marido que la abrazaba diciendo: «Cariño, esos hombres no quieren hacer daño a nadie. Todo lo que quieren es dinero. »
—Fuimos a la habitación del hijo. Estaba despierto. Echado en la cama como si tuviera miedo de moverse. Dick le dijo que se levantara, pero no se movió o no se movió lo bastante deprisa y entonces Dick le pegó un puñetazo, lo hizo saltar de la cama y yo dije: "No tienes por qué pegarle, Dick." Y al chico le indiqué que se pusiera los pantalones porque sólo llevaba una camiseta. Se puso unos tejanos y acabábamos de encerrarlo en el cuarto de baño cuando apareció la hija... había salido de su habitación. Iba completamente vestida como si hiciera rato que estaba despierta. Bueno, llevaba calcetines y zapatillas, un kimono y el pelo recogido en un pañuelo. Intentaba sonreír y dijo: "Santo Dios, ¿qué ocurre? ¿Es alguna broma?" Aunque no creo que imaginara que aquello fuera una broma. Sobre todo cuando vio que Dick abría la puerta del baño y la empujaba dentro...
Dewey los imagina: la familia prisionera, mansa y asustada pero sin sospechar su destino. Herb no podía haberlo sospechado; hubiera luchado. Era un hombre amable pero fuerte y nada cobarde. Herb, su amigo Alvin Dewey estaba convencido, hubiera luchado hasta la muerte defendiendo la vida de Bonnie y de sus hijos.
—Dick montó guardia en la puerta del baño mientras yo hacía un reconocimiento. Exploré la habitación de la hija y hallé un pequeño monedero, como de muñeca. En el interior había un dólar de plata. Se me cayó y rodó por la habitación. Fue a parar debajo de una silla. Tuve que ponerme de rodillas. En aquel momento fue como si me viese a mí mismo desde fuera. Como si me viera en una película. Aquello me hizo sentir mal. Me asqueaba Dick y toda aquella cháchara acerca de la caja fuerte, de un hombre riquísimo, y yo, arrastrándome de bruces para robar un dólar de plata a una niña. Un dólar. Y me arrastraba para cogerlo.
Perry se estruja las rodillas, pide aspirinas a los detectives, agradece a Duntz la que le da, la mastica y sigue hablando:
—Pero hay que tomar las cosas como vienen. Tomar lo que haya. Registré la habitación del hijo, también. Ni un céntimo. Pero había una pequeña radio portátil y decidí llevármela. Entonces recordé los prismáticos que había visto en el despacho del señor Clutter. Bajé a buscarlos. Llevé la radio y los prismáticos al coche. Hacía frío y el frío y el viento me hicieron bien. La luna tan clara que se podía ver a kilómetros y kilómetros. Y pensé: «¿Por qué no te largas? Te largas hasta la autopista y esperas a que alguien te lleve.» Jesús, no quería volver a la casa. Y sin embargo... ¿cómo podría explicarlo? Fue como si no se tratara de mí. Más bien como si estuviera leyendo un cuento... y quisiera saber qué ocurre después. El final. Así que volví arriba. Y entonces... a ver... ¡Ah, sí! Entonces fue cuando los atamos. Clutter fue el primero. Le dijimos que saliera del cuarto de baño y le atamos las manos. Luego lo hice bajar hasta el sótano...
Dewey dice:
—¿Solo y desarmado?
—Llevaba la navaja.
Dewey dice:
—¿Y Hickock se quedó arriba de guardia?
—Para tenerlos quietos. Además, yo no necesitaba ayuda. Manejo cuerdas desde que nací.
Dewey dice:
—¿Llevabas la linterna o encendiste la luz que había en el sótano?
—Las luces. El sótano estaba dividido en dos. Una parte parecía un cuarto de estar. Lo llevé a la otra, a la de la caldera. Vi una caja de cartón muy grande apoyada contra la pared. Una caja de colchón. Bueno, no me parecía bien pedirle que se echara en el suelo frío y entonces arrastré la caja hasta allí, la aplané y le dije que se tumbara encima.
El conductor, mira a su colega a través del retrovisor, atrae su atención y Duntz mueve un poco la cabeza como dándole la razón. Dewey había sostenido siempre que la caja del colchón había sido colocada en el suelo para mayor comodidad del señor Clutter, y observando otros detalles por el estilo, otras fragmentarias indicaciones de irónica y errática compasión, el detective había supuesto que, por lo menos, uno de los asesinos no carecía totalmente de misericordia.
—Le até los pies y luego las manos a los pies. Le pregunté si le apretaba mucho y me dijo que no, pero me pidió, por favor, que no le hiciera nada a su mujer. No había necesidad de atarla porque no iba a gritar ni a escaparse de la casa. Me dijo que hacía años y años que estaba enferma y que empezaba a encontrarse mejor, pero que un susto así podía producirle una recaída. Ya sé que no es como para reírse pero no pude evitarlo, oyéndole hablar de «una recaída».
»A continuación bajé al hijo. Primero lo puse en la misma habitación con su padre. Le até las manos a una tubería que había en el techo. Pero pensé que no era muy seguro. Podía desatarse y desatar a su padre o viceversa. Por eso corté la cuerda y lo llevé al cuarto de estar donde había un cómodo diván. Le até los pies a las patas del diván, le até las manos y luego le pasé un nudo corredizo alrededor del cuello de modo que si se movía se ahorcaba él mismo. Mientras trabajaba, puse la navaja sobre... bueno, era una cómoda de cedro recién barnizada. Todo el sótano olía a barniz... y el caso es que me pidió que no pusiera la navaja allí. La cómoda era un regalo de boda que él había hecho para no sé quién. Para una hermana, creo que dijo. Cuando me marchaba, tuvo un acceso de tos, así que le puse un cojín debajo de la cabeza. Entonces apagué la luz.
Dewey dice:
—Pero ¿no les tapaste la boca con cinta adhesiva?
—No. Eso fue después cuando até a las mujeres, cada cual en su habitación. La señora Clutter seguía llorando y al mismo tiempo preguntaba por Dick. No le gustaba nada pero me dijo que yo le parecía un joven decente. «Estoy segura de que lo es», dijo y me hizo prometer que no dejaría que Dick le hiciera daño a nadie. Pienso que lo que tenía en la cabeza era su hija. Yo también estaba preocupado por eso. Sospechaba que Dick estaba planeando algo que yo no hubiera tolerado. Cuando acabé de atar a la señora Clutter, me di cuenta de que él se había llevado a la hija a su habitación. Ella estaba acostada y él, sentado en el borde de la cama, le hablaba. Lo frené en seco. Le dije que fuera a buscar la caja de caudales mientras yo la ataba. Cuando se marchó, le até los pies juntos y las manos a la espalda. Entonces la arropé bien dejándole sólo al descubierto la cabeza. Había una poltrona pequeña junto a la cama, y me senté a descansar un poco. Mis piernas parecían fuego, con tanto subir, bajar y agacharme. Le pregunté a Nancy si tenía novio. Dijo que sí, que tenía. Ponía todo su empeño en aparecer natural y amable. De veras me resultó amable. Era muy bonita. Una muchacha estupenda, que no se daba aires. Me habló mucho de sí misma. De su colegio y de que iría a la universidad a estudiar música y arte. De caballos. Dijo que después de bailar, lo que más le gustaba era galopar. Entonces le dije que mi madre había sido amazona, campeona del rodeo.
»Y hablamos también de Dick. Tenía curiosidad, ¿sabe?, por saber qué le había dicho. Al parecer ella le había preguntado por qué hacía esas cosas. Robar a la gente. Y, cuernos, qué serial le contó el tío... que si era huérfano y educado en un orfelinato, que nunca había encontrado a nadie que lo quisiera, que el único pariente que tenía era una hermana que vivía con hombres sin casarse con ellos. Mientras hablábamos oíamos al lunático rondando por abajo, buscando la caja fuerte.
Duntz dice:
—¿Cuánto tiempo llevabais en la casa?
—Quizás una hora.
Duntz dice:
—¿Y cuándo los amordazasteis?
—En ese momento. Empezamos por la señora Clutter. Le dije a Dick que me ayudara... porque no quería dejarlo solo con la muchacha. Corté la cinta a tiras y Dick las pegó alrededor de la cabeza de la señora Clutter como si fuera una momia. Le preguntó: «¿Por qué sigue llorando? Nadie le hace daño.» Y apagando la lamparita de noche dijo: «Buenas noches, señora Clutter. Duérmase.» Entonces me dice mientras íbamos por el pasillo hacia la habitación de Nancy: «Voy a tirarme a esa chiquita.» Puse una cara como si no creyera haber oído bien. Y dice: «¿Y a ti qué te importa? Carajo, hazlo tú también.» Bueno, eso es algo que desprecio. A los que no se pueden dominar sexualmente. Cristo, me dan asco esas cosas. Le dije sin rodeos: «Déjala en paz. Si no te las tendrás que ver conmigo.» Aquello lo irritó de veras pero se dio cuenta de que no era el momento de pelear y dijo: «Muy bien, rico. Si tú lo quieres.» El resultado fue que no la amordazamos. Apagamos la luz del pasillo y fuimos al sótano.
Perry vacila. Quiere hacer una pregunta pero hace una afirmación:
—Apuesto a que nunca dijo que quería violar a la chiquilla.
Dewey lo admite pero añade que, salvo por la versión expurgada de su propia conducta, la historia de Hickock coincide con la de Smith. Varían algunos detalles, el diálogo no es idéntico, pero, en sustancia, los dos relatos, por lo menos hasta entonces, se corresponden.
—Puede. Pero ya sabía que no había contado lo de la chica. Hubiera apostado la camisa.
Duntz dice:
—Perry, he venido prestando atención a las luces. Si no me equivoco, cuando apagasteis la luz de arriba, la casa se quedó completamente a oscuras.
—En efecto y no las volvimos a encender. Sólo la linterna. Cuando fuimos a amordazar al señor Clutter y al chico, la linterna la llevaba él. Antes de que lo amordazara, el señor Clutter me preguntó, y ésas fueron sus últimas palabras, quiso saber cómo estaba su mujer, si estaba bien. Y yo le dije que sí, que muy bien, que estaba a punto de dormirse y le dije también que no faltaba mucho para la mañana, que entonces alguien los encontraría y que entonces todo, yo y Dick y todo aquello, les parecería un sueño. Y no es que le estuviera tomando el pelo. Yo no quería hacerle daño a aquel hombre. A mí me parecía un señor muy bueno. Muy cortés. Lo pensé así hasta el momento en que le corté el cuello.
—Aguarde. He perdido el hilo —Perry tuerce el gesto, se frota las rodillas, las esposas tintinean—. Después ¿sabe?, después de amordazarles, Dick y yo nos fuimos a un rincón. Para hablar. Recuerden que Dick y yo habíamos tenido diferencias. Se me revolvía el estómago al pensar que había sentido admiración por él, que me había tragado todas sus fanfarronadas. Le dije: "Bueno, Dick. ¿No sientes escrúpulos?" No me contestó. Le dije: "Déjalos vivos y no será poco lo que nos echen. Diez años como mínimo." Tenía el cuchillo en la mano. Se lo pedí y me lo entregó. Le dije: "Muy bien, Dick. Vamos allá." Pero yo no quería decir esto. Yo sólo quería fingir que le tomaba la palabra, obligarlo a disuadirme, forzarlo a admitir que era un farsante y un cobarde. ¿Sabe? Era algo entre Dick y yo. Me arrodillé junto al señor Clutter y el daño que me hizo me recordó aquel maldito dólar. El dólar de plata. Vergüenza. Asco. Y ellos me habían dicho que no volviera nunca a Kansas. Pero no me di cuenta de lo que había hecho hasta que oí aquel sonido. Como de alguien que se ahoga. Que grita bajo el agua. Le di la navaja a Dick y le dije: "Acaba con él. Te sentirás mejor." Dick probó o fingió que lo hacía. Pero el hombre aquel tenía la fuerza de diez hombres, se había soltado, y tenía las manos libres. A Dick le entró pánico. Quería largarse de allí. Pero yo no lo dejé. El hombre iba a morir de todos modos, ya lo sé, pero no podía dejarlo así. Le dije a Dick que cogiera la linterna y lo enfocara. Cogí la escopeta y apunté. La habitación explotó. Se puso azul. Se incendió. Jesús, nunca comprenderé cómo no oyeron el ruido a treinta kilómetros a la redonda.
Los oídos de Dewey resuenan tanto que su ruido lo ensordece y deja de oír el cuchicheo de la empalagosa voz de Smith. Pero la voz sigue oyéndose, expulsando una andanada de sonidos e imágenes: Hickock a la caza del cartucho, deprisa, deprisa, la cabeza de Kenyon en un círculo de luz, el murmullo de súplicas amortiguadas, luego otra vez Hickock buscando a toda prisa el cartucho vacío, la habitación de Nancy, Nancy oyendo las botas en la escalera de madera, el crujir de los peldaños mientras suben por ella, los ojos de Nancy, Nancy viendo cómo la luz de la linterna busca el blanco. (Gritaba: «¡Oh, no! No, por favor. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No lo haga! ¡Oh, se lo suplico, no lo haga! ¡Por favor!» Le di la escopeta a Dick y le dije que ya había hecho todo lo que podía hacer. Apuntó y ella se volvió hacia la pared»), el pasillo a oscuras, los asesinos corriendo hacia la última puerta. Quizá, después de oír cuanto había oído, Bonnie se alegró de oír los pasos que se acercaban rápidos.
—Pescar el último cartucho fue un lío. Dick tuvo que meterse debajo de la cama para cogerlo. Luego cerramos la puerta de la habitación de la señora Clutter y bajamos al despacho. Aguardamos allí, lo mismo que al llegar. Miramos por las venecianas para ver si el aparcero andaba por allí o cualquiera que hubiera podido oír los tiros. Pero todo estaba como antes, ni un rumor. El viento únicamente y Dick resoplando como si lo persiguieran los lobos. Fue entonces, en aquellos escasos segundos antes de que corriéramos hacia el coche y nos marcháramos, entonces fue cuando decidí que lo mejor que podía hacer era cargarme a Dick. Me había repetido una y otra vez, me había machacado aquello de: Nada de testigos. Y pensé: El es un testigo. No sé qué me detuvo. Sabe Dios que debí hacerlo. Matarlo de un balazo. Meterme luego en el coche y no parar hasta perderme en México.
Silencio. Durante más de quince kilómetros, los tres hombres guardaron silencio.
Tristeza y profunda fatiga en el centro del silencio de Dewey. Había sido su ambición saber «exactamente qué había sucedido en la casa aquella noche». Dos veces se lo habían contado, dos versiones muy parecidas. La única discrepancia importante era que Hickock atribuía las cuatro muertes a Smith mientras Smith sostenía que Hickock había dado muerte a las dos mujeres. Pero las confesiones, a pesar de que respondían al cómo y al porqué, no satisfacían sus exigencias de un motivo comprensible. El crimen era un accidente psicológico, un acto virtualmente impersonal; las víctimas podían haber sido muertas por un rayo. Salvo por una cosa: las habían sometido a un prolongado terror, habían sufrido. Y Dewey no podía olvidar su sufrimiento. A pesar de ello, pudo mirar sin ira al hombre que llevaba al lado, más bien con cierta comprensión, porque la vida de Perry Smith no había sido ningún lecho de rosas, sino algo patético, una horrible y solitaria carrera de un espejismo a otro. Sin embargo, la comprensión de Dewey no era suficientemente profunda como para dar lugar al perdón o a la clemencia. Deseaba ver a Perry y a su cómplice ahorcados, ahorcados espalda contra espalda.
Duntz le preguntó a Smith:
—En total, ¿cuánto dinero encontrasteis en casa de Clutter?
—Unos cuarenta o cincuenta dólares.


Entre los animales de Garden City hay dos gatos grises que siempre están juntos. Sucios y escuálidos, carecen de amo y tienen extrañas e inteligentes costumbres. La ceremonia principal de su día, tiene lugar al ocaso. Primero recorren la calle Mayor al trote, deteniéndose a escudriñar las rejas de los motores de los coches aparcados, especialmente los aparcados frente a los dos hoteles, el Windsor y el Warren, porque esos coches, generalmente propiedad de gente que viene de lejos, ofrecen muchas veces lo que las huesudas y metódicas criaturas están buscando: pájaros muertos, cuervos, herrerillos y gorriones cuya temeridad los hizo volar en el camino de los automovilistas. Empleando sus pezuñas como si fueran instrumentos quirúrgicos, los gatos extraen de las rejillas todas las partículas plumosas. Después de recorrer la calle Mayor, invariablemente vuelven a la esquina que da a la calle Grant y después corren hacia la plaza del Palacio de Justicia, otro de sus cotos de caza, que se presentaba muy prometedor aquella tarde del miércoles 6 de enero, pues la zona estaba invadida por vehículos de todo el condado de Finney que habían traído a la ciudad parte de la multitud que se agolpaba en la plaza.
La aglomeración empezó a las cuatro de la tarde, hora que el procurador del distrito había dado como probable para la llegada de Hickock y Smith. Desde que el domingo por la noche se supo la noticia de la confesión de Hickock, periodistas de todas clases se habían dirigido a Garden City: representantes de las más importantes agencias periodísticas, fotógrafos, operadores de cine y televisión, cronistas de Missouri, Nebraska, Oklahoma, Texas y naturalmente de todos los periódicos de Kansas, en total unas veinte o veinticinco personas. Muchas de ellas llevaban tres días aguardando sin gran cosa que hacer, salvo entrevistar a James Spor, empleado de la gasolinera, que después de haber visto las fotografías de los asesinos los identificó como dos clientes a los que sirvió tres dólares de gasolina la noche de la tragedia de Holcomb.
Era el retorno de Hickock y Smith lo que aquellos espectadores profesionales se preparaban a registrar y el capitán Gerald Murray, de la patrulla de carreteras, les había reservado un amplio espacio en la acera frente a las escaleras del Palacio de Justicia, escaleras que los prisioneros tendrían que subir camino de la cárcel del distrito, institución que ocupa el cuarto y último piso del edificio de piedra caliza. Un reportero, Richard Parr, del Star de Kansas City, había obtenido un ejemplar del Sun del lunes, de Las Vegas. El titular del periódico provocó carcajadas: «Se teme un linchamiento a la llegada de los acusados.» El capitán Murray observó:
—A mí no me parece que estén pensando en linchar a nadie.
Por cierto la multitud que había en la plaza podía haber estado aguardando a que pasara un desfile o asistir a un mitin político. Estudiantes de bachillerato, entre ellos los antiguos compañeros de Nancy y Kenyon Clutter, entonaban cantos estudiantiles, masticaban chicle, devoraban salchichas y bebidas carbónicas. Las madres acallaban los llantos de sus hijos. Los hombres se paseaban con niños al hombro. Estaban presentes también los niños exploradores, toda una tropa. Los socios de un club femenino de bridge, mujeres de edad madura, llegaron en masa. El señor J. P. (Jap) Adams, jefe de la oficina local del Círculo de Veteranos, apareció con una indumentaria de corte tan atrevido que un amigo le gritó:
—¡Eh, Jap! ¿Qué haces vestido de mujer?
Porque el señor Adams, en sus prisas por no perderse la escena, se había puesto, involuntariamente, el abrigo de su secretaria. Un cronista de la radio que rondaba por entre el público, preguntaba a unos y a otros cuál era en su opinión el castigo que merecían «los autores de tan vil y cobarde acción» y si bien la mayoría de los interrogados contestaba: «¡Caramba!» o «¡Vaya!», hubo un estudiante que respondió:
—Creo que deberían encerrarlos juntos a los dos en la misma celda durante el resto de sus vidas, sin permitir jamás una visita. Tenerlos allí, contemplándose mutuamente, hasta el día de su muerte.
Y un hombrecillo fuerte y erguido dijo:
—Yo soy partidario de la pena de muerte. Como dice la Biblia... ojo por ojo. Y aun así nos quedamos cortos de dos pares.
Mientras duró el sol, el día había sido seco y cálido, como de octubre y no de enero... Pero cuando el sol se puso, cuando las sombras de los gigantescos árboles de la plaza se confundieron y entremezclaron, el frío y la oscuridad dejaron aterida a la multitud. La dejaron aterida y la dispersaron.
A las seis, quedaban menos de trescientas personas.
Los periodistas, maldiciendo el indebido retraso, pateaban el suelo y se golpeaban las heladas orejas con manos heladas desprovistas de guantes. De pronto, se alzó un murmullo en la parte sur de la plaza. Los coches llegaban.
Aunque ninguno de los periodistas había previsto violencias, varios habían predicho gritos injuriosos. Pero cuando la muchedumbre vio a los asesinos con su escolta de patrulleros con uniforme azul, guardó silencio, como sorprendida al descubrir que tenían forma humana.
Los hombres esposados, pálidos y parpadeando cegados, brillaban a la luz de las bombillas de los flashes y los reflectores.
Los fotógrafos subieron tres tramos de escalera en persecución de los detenidos y la policía que se metían en la Casa de Justicia y fotografiaron la puerta de la cárcel, que se cerró de un portazo.
No quedó nadie, ni la gente de prensa ni ninguno de los habitantes de la ciudad. Casas calientes, cenas calientes los reclamaban y se fueron apresurados, dejando la fría plaza a los dos gatos grises. También el milagroso otoño desapareció, la primera nevada del año empezó a caer.












IV. EL RINCÓN


La austeridad correccional y una alegre atmósfera doméstica coexisten en el cuarto piso del Palacio de Justicia del condado de Finney. La prisión del condado proporciona la primera cualidad, imprime el sello determinante mientras que la llamada «residencia del sheriff», un agradable apartamento separado de la cárcel propiamente dicha por puertas de acero y un corto corredor, es responsable del segundo.
En enero de 1960, la residencia del sheriff no estaba, en realidad, ocupada por Earl Robinson, sino por el vicesheriff y su mujer, Wendle y Josephine («Josie») Meier. Los Meier, que hacía más de veinte años que estaban casados, se parecían mucho: altos, con peso y fuerza de sobra, anchas manos y rostros cuadrados, tranquilos y bondadosos, esto último más acusado en la señora Meier, mujer directa y práctica que, sin embargo, parece iluminada por una mística serenidad. Como ayudante del vicesheriff, su jornada es larga. Entre las cinco de la mañana, cuando comienza el día leyendo un capítulo de la Biblia, y las diez de la noche, hora en que se va a acostar, guisa y cose para los presos, zurce, lava la ropa, cuida espléndidamente de su marido y se ocupa de su apartamento de cinco habitaciones con su mezcla gemütlich de mullidos cojines para los pies, y poltronas y cortinas de encaje color crema. Los Meier tienen una hija única, casada, que vive en Kansas City; por tanto la pareja vive sola o, como más exactamente dice la señora Meier: «Solos, menos cuando hay alguien en la celda de señoras.”
La cárcel tiene seis celdas; la sexta, reservada para mujeres, es en realidad una unidad aislada situada en el interior de la residencia del sheriff, contigua a la cocina de los Meier.
—Pero —dice Josie Meier— eso no me preocupa. Me gusta tener compañía. Tener alguien con quien hablar mientras trabajo en la cocina. A la mayoría de esas mujeres, llegas a compadecerlas. Lo que les pasa es que se han metido en apuros, nada más. Claro que Hickock y Smith eran harina de otro costal. Que yo sepa, Perry Smith es el primer hombre que estuvo en la celda de mujeres. El sheriff quería mantenerlos separados hasta el juicio. La tarde que los trajeron, hice seis pasteles de manzana y cocí algo de pan, sin dejar de estar al tanto de lo que ocurría ahí abajo en la plaza. La ventana de mi cocina da a la plaza: no se puede pedir mejor vista. Yo no entiendo de aglomeraciones, pero diría que había varios centenares de personas esperando ver a los muchachos que mataron a la familia Clutter. Yo no conocí a los Clutter personalmente, pero, por todo cuanto he oído de ellos, debieron de ser gente muy buena. Lo que les ocurrió es difícil de perdonar y sé que Wendle estaba preocupado por si había tumultos cuando la gente viera llegar a Hickock y Smith. Temía que alguien intentara ponerles las manos encima. Así que tenía el corazón en un puño cuando vi que llegaban los coches, vi a los periodistas, a todos los de la prensa corriendo y empujando. Pero para entonces ya había oscurecido, eran más de las seis, y hacía muchísimo frío y más de la mitad de la gente se había vuelto a casa. Los que quedaron, no dijeron ni mu. Sólo miraban.
—Luego, cuando hicieron subir a esos chicos, al primero que vi fue a Hickock. Llevaba pantalones de verano y una camisa de tela gastada. Me pareció raro que no hubiera cogido una pulmonía con el frío que hacía. Pero tenía aspecto de enfermo. Blanco como una sábana. Bueno, tiene que ser una experiencia terrible, verse contemplado así por una horda de desconocidos, tener que pasar entre ellos, sabiendo quién eres y qué has hecho. Luego subieron a Smith. Tenía cena preparada para darles en la celda, sopa caliente, café, unos bocadillos y pastel. Solemos dar de comer dos veces al día. Desayuno a las siete y media y la comida principal a las cuatro y media. Pero yo no quería que esos individuos se fueran a la cama con el estómago vacío; me parecía que ya se sentirían bastante mal. Pero cuando le llevé la cena a Smith en una bandeja, me dijo que no tenía hambre. Estaba mirando por la ventana de la celda de mujeres. De espaldas a mí. Esa ventana tiene la misma vista que la ventana de mi cocina: árboles, la plaza y los techos de las casas. Le dije: "Pruebe la sopa por lo menos, es de verdura, no de lata. La he hecho yo. El pastel también." Al cabo de una hora, volví a buscar la bandeja y no había probado bocado. Seguía en la ventana. Como si no se hubiera movido. Nevaba y recuerdo que le dije que era la primera nevada del año y que hasta entonces habíamos tenido un largo y maravilloso otoño. Y ahora había llegado la nieve. Le pregunté luego si había algún plato que le gustase en especial; si me lo decía, se lo haría al día siguiente.
—Se dio la vuelta y me miró. Receloso, como si estuviera burlándome de él. Después dijo algo de una película... ¡hablaba tan bajo! Como en un susurro. Quería saber si yo había visto una película. No me acuerdo cómo se llamaba y de todos modos no la había visto: no me gusta mucho el cine. Dijo que la película pasaba en tiempos de la Biblia y que había una escena en que tiraban a un hombre por un balcón y caía sobre una multitud de hombres y mujeres que lo hacían pedazos. Y dijo que había pensado en eso cuando vio la gente en la plaza. En el hombre destrozado. Y la idea de que quizá fuera aquello lo que iban a hacerle. Me dijo que le había entrado tanto pánico, que todavía le dolía el estómago. Por eso no podía comer. Claro está que se equivocaba y yo se lo dije. Que nadie iba a hacerle daño, por mucho que llevara en la conciencia; las gentes de por acá, no son así.
—Hablamos un poco. Era muy tímido pero al cabo de un rato dijo: "Lo que me gusta mucho es el arroz a la española." Así que le prometí que lo haría y sonrió un poco y yo me dije que, bueno, no era lo peor que yo había visto. Aquella noche, después de acostarme, se lo dije también a mi marido. Pero Wendle soltó un bufido. Wendle fue uno de los primeros que entró en la casa cuando descubrieron el crimen. Dijo que le hubiese gustado que yo hubiera estado allí, en casa de los Clutter cuando encontraron los cuerpos. Entonces hubiera podido juzgar por mí misma lo amable que era el señor Smith. El y su amigo Hickock. Dijo que eran capaces de sacarme el corazón sin parpadear. No se podía negar, no, habiendo cuatro muertos. Y me quedé despierta pensando si a ellos dos les resultaría molesta... la idea de aquellas cuatro tumbas.


Pasó un mes y otro con nevadas casi a diario. La nieve blanqueó el paisaje color trigo, se acumuló en las calles de la ciudad, las silenció.
Las ramas más altas de un olmo cargado de nieve rozaban la ventana de la celda de mujeres. En el árbol vivían ardillas y después de haberse pasado semanas tentándolas con los restos de su desayuno, Perry logró atraer a una ellas que pasó de la rama al alféizar de la ventana y de allí al otro lado de los barrotes. Era una ardilla macho de pelaje rojizo. Le puso por nombre Red y Red pronto se instaló en la celda, satisfecho al parecer de compartir la cautividad de su amigo. Perry le enseñó varios trucos: a jugar con una pelota de papel, a pedir, a treparse en su hombro. Todo eso le ayudaba a pasar el tiempo, pero al preso le quedaban aún muchas horas libres. No le permitían leer periódicos, y las revistas que la señora Meier le prestaba lo aburrían: números atrasados de Good housekeeping y de McCall. Pero encontró cosas que hacer: limarse las uñas con un pedacito de papel de lija, pulirlas hasta darle un brillo rosa y sedoso, peinarse y volver a peinarse el pelo perfumado y empapado en loción, cepillarse los dientes tres y cuatro veces al día, afeitarse y ducharse, casi con la misma frecuencia. Y mantenía la celda, que contenía un retrete, una pila de ducha, un catre, una silla y una mesa, tan pulcra como su persona. Estaba orgulloso del cumplido que la señora Meier le dedicó.
—¡Hay que ver! —había dicho señalando su catre—. ¡Hay que ver esa manta! Se podrían botar monedas.
Pero era en la mesa donde pasaba la mayor parte de sus horas. Allí comía, era allí donde se sentaba a hacer croquis y bocetos de Red, a dibujar flores, el rostro de Jesús y rostros y torsos de mujeres imaginarias y allí también donde, en papel rayado barato, hacía anotaciones, a modo de diario, de los acontecimientos, día a día.


Jueves, 7 de enero. Vino Dewey. Trajo un cartón de cigarrillos. También copias a máquina de la declaración para que las firmase. Me negué.
La «Declaración», documento de setenta y ocho páginas que él había dictado al taquígrafo del tribunal del condado de Finney repetía lo que ya había admitido ante Alvin Dewey y Clarence Duntz. Dewey, hablando de su encuentro con Perry Smith aquel día, recordó que se había sorprendido mucho cuando Perry se negó a firmar la declaración.
—No tenía importancia: yo podía servir de testigo en el proceso respecto a la confesión oral hecha por él a Duntz y a mí. Y, por supuesto, Hickock nos había dado una confesión firmada estando aún en Las Vegas, aquella en que acusaba a Smith de haber cometido los cuatro asesinatos. Sentía curiosidad y le pregunté a Perry por qué había cambiado de opinión. Y me respondió: "Todo lo que dice mi declaración es exacto, excepto dos detalles. Si me deja que los corrija, entonces la firmaré." No me era difícil imaginar los detalles a que se refería. Porque la única diferencia importante entre su declaración y la de Hickock era que Perry negaba haber dado muerte a los Clutter él solo. Hasta ahora había jurado que Hickock había matado a Nancy y a su madre.
»Y no me equivocaba; eso era lo que pretendía hacer: admitir que Hickock había dicho la verdad y que él, Perry Smith, era quien había disparado contra todos los miembros de la familia. Dijo que había mentido porque con aquello "quería vengarme de Dick por ser un cobarde tan grande, como para vomitar hasta el estómago". Y la razón que lo había decidido a rectificar no era que, de pronto, sus sentimientos hacia Hickock habían mejorado. Según él, lo hacía por consideración a los padres de Hickock; sentía pena por la madre de Dick. Dijo: "Es una mujer muy buena, le consolará saber que Dick no apretó ni una vez el gatillo. Nada de lo ocurrido hubiera sucedido sin él; en realidad todo fue culpa suya. Pero el hecho es que yo fui el único que disparó." Pero yo no estaba convencido de que dijera la verdad. No lo suficiente como para dejar que cambiara su declaración. Como digo, no era necesaria la confesión formal de Smith para sostener la acusación; con o sin ella, teníamos bastante para colgarlos diez veces.
Entre los elementos que contribuían a la confianza de Dewey se contaban la recuperación de la radio y de los prismáticos que los asesinos habían robado de casa de los Clutter y de los que se habían deshecho en México (donde, habiéndose desplazado en avión con ese propósito, el agente del KBI Harold Nye, les había seguido la pista hasta una casa de empeños). Además Smith, al dictar su declaración, había revelado el paradero de otras importantísimas pruebas.
—Tomamos la autopista y nos dirigimos al este —había dicho describiendo lo que él y Dick hicieron después de huir del escenario del crimen—, íbamos a todo gas, Dick conducía. Creo que los dos estábamos como drogados. Yo, desde luego, sí. Excitadísimos y al mismo tiempo aliviados. No podíamos dejar de reír, ninguno de los dos. De pronto todo parecía divertidísimo, no sé por qué; era así. Pero la escopeta goteaba sangre y mis ropas estaban manchadas: tenía sangre hasta en el pelo. Así que nos metimos en una carretera comarcal y la seguimos por lo menos quince kilómetros hasta que nos hallamos en plena pradera. Oíamos a los coyotes. Fumamos un cigarrillo y Dick no dejaba de hacer chistes acerca de lo que había pasado allí. Yo salí del coche, saqué haciendo sifón agua del depósito y lavé la sangre del cañón de la escopeta. Luego escarbé un agujero en la tierra con el cuchillo de caza de Dick, y enterré en él los cartuchos vacíos y lo que había quedado del rollo de cuerda de nylon y de cinta adhesiva. Luego, seguimos hasta llegar a la nacional Ochenta y tres que tomamos rumbo este, hacia Kansas City y Olathe. Al amanecer Dick paró el coche en uno de esos espacios destinados a comidas, eso que llaman zonas de recreo que tienen fogones. Encendimos fuego y quemamos algunas cosas como los guantes que habíamos usado y mi camisa. Dick dijo que le gustaría tener un buey entero para asar porque en su vida había tenido tanta hambre. Era casi mediodía cuando llegamos a Olathe. Dick me dejó en mi hotel y él se fue a su casa para la comida del domingo en familia. Sí, se llevó el cuchillo. La escopeta también.
Agentes del KBI enviados a casa de Hickock encontraron el cuchillo en una caja con utensilios de pesca y la escopeta, tranquilamente apoyada contra la pared de la cocina. (El padre de Hickock, que se negaba a creer que su «chico» hubiese tomado parte en «un crimen tan espantoso», insistió en que la escopeta no había salido de casa desde la primera semana de noviembre, y por lo tanto no podía ser el arma del crimen.) En cuanto a los cartuchos vacíos, la cuerda y la cinta adhesiva, fueron recuperados con la ayuda de Virgil Pietz, empleado de carreteras del distrito quien trabajando con una niveladora en la zona indicada por Perry Smith, rastreó el terreno centímetro a centímetro hasta descubrir los objetos enterrados.
Con ello los últimos cabos sueltos quedaron atados; el KBI había reunido unas pruebas irrefutables, pues el examen determinó que los cartuchos habían sido disparados por la escopeta de Hickock y que los restos de cuerda y cinta correspondían a la misma pieza que fue empleada para atar a las víctimas y reducirlas al silencio.


Lunes, 11 de enero. Tengo un abogado. El señor Fleming. Un viejo de corbata roja.
El tribunal, informado de que los acusados no tenían fondos para costearse asistencia legal, representado por el juez Roland H. Tate, nombró como representantes suyos dos abogados del lugar, Arthur Fleming y Harrison Smith.
Fleming, setenta y un años, antiguo alcalde de Garden City, hombre pequeño que anima su aspecto nada sensacional con vistosas corbatas, se resistía a aceptar el nombramiento.
—No deseo encargarme del caso —le dijo al juez—. Pero si el tribunal juzga conveniente designarme, entonces, naturalmente, no tengo otra alternativa.
El abogado de Hickock, Harrison Smith, de cuarenta y cinco años y metro ochenta de altura, jugador de golf, elk de alto nivel, aceptó la tarea con talante resignado.
—Alguien tiene que hacerlo. Y yo lo haré lo mejor que pueda. Aunque dudo que eso aumente mi popularidad por estos contornos.


Viernes, 15 de enero. La señora Meier tenía la radio encendida en la cocina y oí que el fiscal del distrito pedirá pena de muerte. «A los ricos no los ahorcan nunca. Sólo a los pobres y sin amigos».
En su declaración a la prensa, el fiscal del distrito, Duane West, joven ambicioso de veintiocho años que por su gran porte, aparenta cuarenta y hasta a veces cincuenta, dijo:
—Si el caso pasa ante jurado, yo pediré a los jurados que los declaren culpables, que los declaren reos de muerte. Si los defensores renuncian a un proceso ante jurado y presentan al juez declaración de culpabilidad, pediré al juez que dicte pena de muerte. Ya sabía que tendría que tomar una decisión al respecto y no he llegado a semejante decisión con ligereza. Creo que dada la violencia del crimen y la absoluta falta de misericordia demostrada por los asesinos el único modo de conseguir que el público se sienta totalmente protegido es decretar pena de muerte contra esos acusados. Y ello es cierto especialmente en Kansas, donde no existe cadena perpetua sin posibilidad de conseguir la libertad bajo palabra. En la práctica, los sentenciados a cadena perpetua no permanecen en la cárcel más de quince años.


Miércoles, 20 de enero. Me han pedido que me someta al detector de mentiras por lo del caso Walker.
Casos como el de los Clutter, crímenes de semejante magnitud, despiertan el interés de los hombres de leyes en todas partes, en especial los que tienen a su cargo la investigación de crímenes similares todavía sin resolver, porque siempre es posible que al solucionarse un misterio pueda a la vez resolverse otro. Entre los muchos funcionarios que se interesaban por los acontecimientos de Garden City figuraba el sheriff de Sarasota County, Florida, distrito al que pertenece Osprey, un pueblo pesquero cercano a Tampa y escenario, sólo un mes después de la tragedia Clutter, del cuádruple asesinato en un aislado rancho, que Smith había leído en un diario de Miami el día de Navidad. Las víctimas eran también los cuatro miembros de la familia: un joven matrimonio, Clifford Walker y señora, y sus dos hijos, niño y niña todos ellos muertos de un escopetazo en la cabeza. Como los asesinos de los Clutter habían pasado la noche del 19 de diciembre, fecha de los asesinatos, en un hotel de Tallahassee, el sheriff de Osprey, que no tenía pista alguna que seguir, muy comprensiblemente se hallaba ansioso de interrogar a los dos hombres y someterlos a un examen con polígrafo. Hickock consintió en someterse a la prueba y lo mismo hizo Smith quien dijo a las autoridades de Kansas:
—Lo comenté cuando ocurrió, diciéndole a Dick: «Apuesto a que quien lo hizo es alguien que se había enterado de lo de Kansas. Un maniático.”
Los resultados de la prueba, con gran desilusión del sheriff de Osprey y de Al Dewey, que no cree en excepcionales coincidencias, fueron concluyentemente negativos. El asesino de la familia Walker está aun por descubrir.


Domingo, 31 de enero. El padre de Dick vino a verlo. Le dije ¡hola! cuando pasaba (por delante de la celda), pero ha seguido andando. Puede que no me haya oído. Supe por la señora M (Meier) que la señora H (Hickock) no vino porque no se sentía con fuerzas. Nevando endiabladamente. Anoche soñé que estaba en Alaska con papá y ¡me desperté en un charco de orina helada!
El señor Hickock pasó tres horas con su hijo. Luego se dirigió, andando bajo la nieve, a la estación de Garden City: un viejo gastado, encorvado y enflaquecido por el cáncer que lo mataría unos meses después. En la estación, mientras esperaba el tren que iba a llevarle a casa, le dijo a un periodista:
—He visto a Dick. Hemos tenido una conversación muy larga. Puedo garantizarle a usted que no es como la gente dice. O como escriben en los diarios. Esos chicos no entraron en la casa con intenciones violentas. Mi chico, no. El puede tener sus cosas malas pero nunca llegaría a eso. Smitty fue. Dick me ha dicho que ni siquiera se enteró cuando Smitty atacó a aquel hombre (Clutter), y le abrió la garganta. Dick ni siquiera estaba en la misma habitación. Entró corriendo cuando oyó la lucha. Dick llevaba su escopeta y según él lo cuenta: «Smitty cogió mi escopeta y le disparó en mitad de la cabeza.» Y agregó: «Papá, tendría que haberle quitado la escopeta y haberlo matado antes de que asesinara al resto de la familia. Si lo hubiera hecho, ahora no me encontraría en esta situación.» A mí también me lo parece. Ahora, tal como están las cosas, tal como lo ve la gente, no tiene ninguna probabilidad. Los colgarán a los dos. Y —añadió, con la fatiga y la derrota asomando a sus ojos— ver colgar a un hijo, saber que lo van a ahorcar, es lo peor que le puede pasar a un hombre.
Ni el padre ni la hermana de Perry le escribieron o fueron a visitarle. Se suponía que Tex John Smith estaba buscando oro en alguna parte de Alaska, si bien la policía, a pesar de sus grandes esfuerzos, no había podido localizarlo. La hermana había dicho a los investigadores que temía a su hermano y les pidió por favor que no le comunicaran su domicilio actual. (Cuando informaron de ello a Smith sonrió un poco y dijo: «Ojalá hubiese estado en esa casa aquella noche. ¡Qué linda escena!»)
Aparte de la ardilla, aparte de los Meier y las poco frecuentes consultas con su abogado Fleming, Perry estaba muy solo. Echaba de menos a Dick. Pienso mucho en Dick, escribió un día en su improvisado diario. Desde su arresto no se les había permitido comunicarse y eso era, aparte de su libertad, lo que más ansiaba: hablar con Dick, volver a estar con él. Dick ya no era el «duro como la roca» que en un tiempo creyó: «pragmático», «viril», «un auténtico hombre de acero»; había demostrado ser «bastante débil y superficial», «un cobarde». Aun así, de todas las personas del mundo, era con él con quien más identificado se sentía en aquel momento, porque, por lo menos, eran de la misma especie, hermanos en la raza de Caín. Separado de él, Perry se sentía «completamente solo. Como un individuo cubierto de llagas. Alguien con quien sólo un loco querría tener algo que ver».
Pero una mañana a mediados de febrero, Perry recibió una carta. El matasellos era de Reading, Massachusetts, y decía:
Querido Perry: Me dolió mucho enterarme de la situación en que te encuentras y decidí escribirte, decirte que me acuerdo de ti y que me gustaría ayudarte del modo que me fuera posible. Por si no recuerdas mi nombre, Don Cullivan, te mando una foto tomada en el tiempo en que tú y yo nos conocimos. Cuando hace poco leí en el periódico sobre ti, me sorprendí y empecé a pensar en aquellos tiempos cuando yo te trataba. A pesar de que no fuimos amigos íntimos, me acuerdo mucho más de ti que de la mayoría de los tipos que conocí en el ejército. Debió de ser en otoño de 1951 cuando te destacaron a la 761ª Compañía de Ingenieros de Equipo Ligero en Fort Lewis, Washington. Eras bajo (yo no soy mucho mas alto), robusto, moreno, con un abundante y espeso pelo negro y casi siempre una sonrisa en la boca. Como habías vivido en Alaska, muchos te llamaban «Esquimal». Una de las primeras veces que me fijé en ti fue durante una inspección de la compañía en la que nos abrieron todos los armarios. Todos los armarios estaban en orden, incluso el tuyo, sólo que tenía la tapa llena de fotografías de chicas. Todos pensamos que te la ibas a cargar. Pero el oficial de inspección se lo tomó bien y cuando todo acabó recuerdo que todos pensamos que eras un tío de narices. Recuerdo que jugabas bastante bien al billar y te puedo ver aún en la sala de recreo de la compañía; jugando. Eras uno de los mejores conductores de camión del cuerpo. ¿Te acuerdas de los ejercicios que nos hacían hacer? En un viaje en pleno invierno recuerdo que a cada uno le asignaron un camión mientras durara el ejercicio de entrenamiento. En nuestro cuerpo, los camiones no tenían calefacción y nos moríamos de frío. Me acuerdo que hiciste un agujero en el suelo de tu camión para que pudiera entrar el calor del motor. La razón de que lo recuerde tan bien es la impresión que me produjo, por eso de que la «mutilación» de la propiedad del ejército es un crimen por el que te pueden castigar muy severamente. Claro que yo era aún muy novato en el ejército y probablemente tenía miedo de infringir las reglas en lo más mínimo, pero recuerdo cómo te reías (y estabas calentito) mientras yo me preocupaba (y me estaba helando). Recuerdo que te compraste una moto y no muy bien de lo que te pasó con ella. ¿Te persiguió la policía? ¿Un accidente? Fuera lo que fuese, fue la primera vez que me di cuenta de que tenías algo raro. Puede que me equivoque en alguno de mis recuerdos pues de eso hace ocho años y yo sólo te traté durante ocho meses. Por lo que recuerdo me llevaba muy bien contigo y me gustaba tu modo de ser. Siempre estabas alegre y fanfarroneando, hacías muy bien tu trabajo y no recuerdo que te quejaras de nada. Desde luego parecías un poco salvaje pero nunca supe mucho de eso. Pero ahora estas en un apuro de verdad. Trato de imaginar cómo estarás ahora. En qué piensas. Cuando lo leí por primera vez quedé aturdido. De veras que sí. Pero luego dejé el periódico y me puse a pensar en otra cosa. Pero volvía a pensar en ti. No lo podía olvidar. Soy, o intento ser, bastante religioso (católico). No siempre lo fui. Me limitaba a ir tirando sin pensar demasiado en la única cosa importante que existe. Nunca había pensado seriamente en la muerte ni en la posibilidad de otra vida. Estaba demasiado lleno de vida: coche, universidad, chicas, etc. Pero mi hermano pequeño murió de leucemia, tenia sólo diecisiete años. El sabía que se moría y luego me he preguntado muchas veces qué pensaría. Y ahora pienso en ti y me gustaría saber qué piensas. No sabía qué decirle a mi hermano en las últimas semanas, antes de que muriera. Pero sí sé qué le diría ahora. Y por eso te escribo: porque Dios te hizo a ti igual que a mí y El te ama a ti tanto como a mí y por lo poco que sabemos de la voluntad de Dios lo que te ha ocurrido a ti podía muy bien haberme ocurrido a mí. Tu amigo, Don Cullivan.
El nombre no le decía nada, pero Perry reconoció inmediatamente la cara de la fotografía, un soldado joven con el pelo al cepillo y ojos redondos muy serios. Leyó la carta muchas veces y, a pesar de que las alusiones religiosas le parecieron muy poco persuasivas («He intentado creer, pero no creo, no puedo y fingir no sirve de nada»), la carta lo conmovió. Había alguien que le ofrecía ayuda, un hombre cuerdo y respetable que le había tratado en otro tiempo y que le había tenido simpatía, un hombre que firmaba tu amigo. Lleno de agradecimiento, a toda prisa, comenzó su carta:
«Querido Don: Caramba, claro que me acuerdo de Don Cullivan... »


La celda de Hickock no tenía ventana. Daba a un espacioso corredor y a las otras celdas. Pero no estaba aislado, tenía gente con quien hablar, una variedad de borrachos, falsificadores, hombres que habían pegado a sus mujeres, vagabundos mexicanos, y Dick, con su desenvoltura parlanchina de «confidente», sus anécdotas sexuales, sus chistes verdes, era popular entre los reclusos (aunque había uno que no quería saber nada de él, un viejo que le silbaba: «Asesino. ¡Asesino!» Y que una vez le había arrojado un cubo de sucia agua de fregar).
Exteriormente, Hickock parecía a todos un joven singularmente despreocupado. Cuando no alternaba o dormía, estaba tumbado en su litera fumando o mascando chicle o leyendo revistas de deportes o novelas policíacas. A menudo se limitaba a pasarse horas silbando sus melodías preferidas (you must have been a beautiful baby, Shuffle off to Buffalo) con la vista fija en la desnuda bombilla que colgaba del techo de la celda y estaba encendida noche y día. Odiaba la monótona vigilancia de aquella luz; perturbaba su sueño y, más concretamente, ponía en peligro el éxito de un íntimo proyecto: fugarse. Porque el prisionero no se sentía tan despreocupado como aparentaba ni tan resignado; intentaría todo lo posible para evitar «balancearse en el Gran Columpio». Convencido de que esa ceremonia sería el resultado de cualquier proceso, y más si el proceso tenía lugar en Kansas, había decidido «tomárselas. Coger el primer coche y poner pies en polvorosa». Pero antes necesitaba un arma y hacía semanas que se dedicaba a la confección de una: algo muy parecido a un punzón para romper el hielo y que se metería con suavidad mortal entre los omoplatos del vicesheriff Meier. Los componentes del arma, un pedazo de madera y un alambre duro, formaban parte originariamente de un cepillo de retrete, del que él se había apropiado, desmontándolo y escondiéndolo debajo de su colchoneta. Tarde, de noche, cuando los únicos ruidos eran ronquidos, tos y los lúgubres quejidos del ferrocarril de Santa Fe que retumbaban en la ciudad a oscuras, afilaba el alambre contra el suelo de cemento de la celda, y mientras trabajaba trazaba sus planes.
El primer invierno después de terminar el bachillerato. Hickock había recorrido Kansas y Colorado haciendo auto-stop.
—Era cuando iba buscando empleo. Bueno, pues una vez en un camión el conductor y yo empezamos a discutir por nada en especial, pero la emprendió a porrazos conmigo. Me plantó en la carretera. Allá en lo más alto de las Rocallosas. Caía aguanieve, y anduve muchos kilómetros con la nariz sangrado como quince puercos. Entonces llegué a un grupo de cabañas en una vertiente boscosa. Cabañas de verano, todas cerradas y vacías en aquella época. Y me metí en una. Había leña y latas de conserva y hasta algo de whisky. Me quedé allí una semana y fue una de las veces que mejor lo pasé en toda mi vida. A pesar de que me dolía la nariz y tenía los ojos verdes y amarillos. Y cuando terminó de nevar, salió el sol. Nunca he visto cielo igual. Como en México. Si en México hubiera clima frío. Registré las demás cabañas y encontré jamón, una radio y un rifle. Fue estupendo. Todo el día por allá con el rifle. Dándome el sol en la cara. ¡Chico, qué bien lo pasé! Me sentía como Tarzán. Por las noches, envuelto en una manta junto al fuego, me hartaba de alubias con jamón frito, y me dormía oyendo música en la radio. Nadie se acercó por allí. Apuesto a que hubiera podido quedarme hasta la primavera.
Si la fuga tenía éxito, eso es lo que Dick pensaba hacer: dirigirse a las montañas de Colorado y buscar una cabaña donde esconderse hasta la primavera (solo, claro; el futuro de Perry le tenía sin cuidado). La perspectiva de un intermedio tan idílico aumentaba el inspirado fervor con que afilaba su alambre, limándolo hasta conseguir la flexibilidad y finura de un estilete.


Jueves, 10 de marzo. El sheriff hizo una inspección. Revisó todas las celdas y encontró un alambre afilado debajo de la colchoneta de Dick. Quisiera saber qué se proponía (sonrisa).
Y no es que Perry lo considerase cosa de risa porque Dick, en posesión de un arma eficaz, podría haber desempeñado un papel decisivo en los planes que él mismo trazaba. Con el paso del tiempo se había familiarizado con la vida de la plaza del Palacio de Justicia, con sus parroquianos y sus costumbres. Los gatos, por ejemplo: aquellos dos escuálidos gatos grises que aparecían siempre al anochecer y rondaban la plaza, parándose a inspeccionar los coches aparcados en su periferia, conducta que lo tuvo intrigado hasta que la señora Meier le explicó que los gastos buscaban los pájaros muertos que habían quedado enganchados en la rejilla de los radiadores de los coches. A partir de entonces le resultó doloroso contemplar sus maniobras.
—Porque he pasado la vida haciendo lo que ellos hacen. El equivalente.
Había un hombre al que Perry observaba con particular interés, un caballero robusto, erguido, con el pelo que parecía un casquete plata y gris; la cara llena, de mandíbula firme, tenía en reposo una expresión algo malhumorada, con las comisuras de la boca hacia abajo, los ojos bajos como sumidos en tétricos ensueños, la viva imagen, en fin, de la severidad inexorable. Y sin embargo, aquélla era una impresión en parte inexacta porque de vez en cuando el prisionero lo veía detenerse a hablar con otros hombres, bromear y reír con ellos, y entonces parecía despreocupado, jovial y generoso: «La clase de persona que ve el lado humano de las cosas...» Condición importante porque el hombre era Roland H. Tate, juez del distrito 32, el jurista que iba a presidir el tribunal del estado de Kansas en el juicio contra Smith y Hickock. Tate, como pronto supo Perry, era un nombre antiguo y temido en Kansas occidental. El juez era rico, criaba caballos, poseía muchas tierras y se decía que su mujer era muy hermosa. Había tenido dos hijos pero el menor había muerto, tragedia que afectó mucho a sus padres y les llevó a adoptar un niño comparecido ante el tribunal como abandonado y sin familia.
—Se me antoja que tiene corazón blando —le dijo Perry a la señora Meier una vez— Puede que nos dé una oportunidad.
Pero no era eso lo que Perry de veras creía; creía lo que le había escrito a Don Cullivan con quien mantenía una correspondencia regular: su crimen era «imperdonable» y estaba plenamente convencido de que «subiría aquellos trece escalones». Sin embargo, no estaba totalmente privado de esperanzas porque también él proyectaba fugarse. Todo dependía de un par de chicos jóvenes que había advertido que le observaban. Uno era pelirrojo, el otro moreno. A veces, cuando se paraban en la plaza bajo el árbol que tocaba la ventana de su celda, le sonreían, le hacían señas o por lo menos eso imaginaba. Nunca le habían dicho nada y siempre, después de un minuto, se alejaban. Pero el preso se había convencido de que los jóvenes, posiblemente impulsados por el deseo de aventuras, querían ayudarle a escapar. Por consiguiente trazó un mapa de la plaza indicando los puntos en que el «coche de la fuga» debía estar estacionado. Al pie del mapa escribió: «Necesito una hoja de sierra n.° 5. Nada más. Pero ¿sabéis a qué os exponéis si os cogen? (Moved la cabeza si es así.) Puede significar mucho tiempo en la cárcel. O que os maten. Y todo por una persona que no conocéis. ¡MEJOR QUE LO PENSÉIS BIEN! ¡En serio! Además, ¿cómo sé que puedo confiar en vosotros? ¿Cómo sé que no es un truco para sacarme de aquí y matarme? ¿Y Hickock qué? Todo plan ha de incluirle a él también. »
Perry guardó el documento en su mesa, plegado y pronto para arrojarlo por la ventana la próxima vez que aparecieran los jóvenes. Pero no volvieron a aparecer: nunca más los vio. Con el tiempo llegó a preguntarse si los habría inventado (la sospecha de que quizá fuera «anormal» o acaso «loco» le preocupaba «hasta cuando era pequeño mis hermanas se reían de mí porque me gustaba la luz de la luna, esconderme en las sombras y contemplar la luna»). Fantasmas o no, dejó de pensar en los jóvenes. Otra forma de fuga, el suicidio, los reemplazó en sus meditaciones y a pesar de las precauciones del carcelero (nada de espejo, ni cinturón, ni corbata, ni cordones de zapatos) había hallado la forma de perpetrarlo. Porque su celda estaba también provista de una bombilla en el techo que no se apagaba nunca, pero a diferencia de Hickock, tenía una escoba en la celda y con ella podía desenroscar la bombilla. Una noche, soñó que desenroscaba la bombilla, la rompía y con los cristales se cortaba las muñecas y tobillos.
—Sentí que la respiración y la luz me abandonaban —dijo posteriormente, describiendo sus sensaciones—. Las paredes de la celda se abrieron, el cielo cayó y vi el enorme pájaro amarillo.
A lo largo de toda su vida, niño, pobre y maltratado, adolescente de vida libre y hombre encarcelado, el pájaro amarillo, enorme y con cabeza de papagayo, había aparecido en los sueños de Perry, como ángel vengador que agredía a sus enemigos o, como ahora, lo socorría en momentos de peligro mortal.
—Me levantó, como si no pesara más que un ratón, y empezamos a subir y a subir. Yo veía la plaza, allá abajo, llena de hombres que corrían, aullaban, el sheriff disparaba contra nosotros, todos furiosos porque yo estaba en libertad, y volaba y estaba por encima de todos ellos juntos.


La apertura del proceso estaba fijada para el 22 de marzo de 1960. En las semanas que precedieron a esa fecha, los abogados defensores consultaron a menudo a los acusados. Se discutió la conveniencia de pedir un cambio de jurisdicción, pero como el anciano señor Fleming advirtió a su cliente:
—Cualquier lugar de Kansas será lo mismo. Los sentimientos son los mismos en todo el estado. Probablemente las circunstancias son más favorables en Garden City. Es una comunidad religiosa. Once mil habitantes, y veintidós iglesias. Y la mayor parte de ministros del culto se oponen a la pena capital, diciendo que es inmoral, poco cristiana. Hasta el reverendo Cowan, el ministro de los Clutter y gran amigo de la familia, ha venido atacando la pena de muerte en sus prédicas en este caso particular. Recuerde que sólo podemos intentar salvar sus vidas. Tenemos las mismas probabilidades aquí que en cualquier otra parte.
Poco después de que Hickock y Smith fueran oficialmente acusados, sus abogados comparecieron ante el juez Tate para solicitar un examen psiquiátrico de los acusados. Concretamente, se solicitó del tribunal que permitiera que el hospital de Larned, Kansas, institución para enfermos mentales con las máximas garantías de seguridad, tomara en custodia a los prisioneros con el propósito de determinar si uno de ellos o ambos eran «locos, imbéciles o idiotas, incapaces de comprender su posición y colaborar en su propia defensa».
Larned está a ciento cincuenta kilómetros de Garden City. El abogado de Hickock, Harrison Smith, informó al tribunal que el día anterior había ido al hospital y se había entrevistado con varios miembros del personal.
—No contamos con psiquiatras calificados en nuestra población. De hecho, Larned es el único lugar en un radio de trescientos kilómetros donde hay especialistas, médicos que pueden emitir a conciencia diagnósticos psiquiátricos. Eso lleva tiempo. De cuatro a ocho semanas. Pero los médicos con quienes hablé me dijeron que estaban dispuestos a empezar inmediatamente. Y desde luego, siendo una institución estatal, no le costará un céntimo a nadie.
El asesor especial del fiscal, Logan Creen, se oponía al proyecto. Convencido de que «locura temporal» era la defensa que sus antagonistas pensaban esgrimir y sostener en el proceso en puertas, temía que el resultado final de la propuesta sería, como había pronosticado en una conversación privada, la comparecencia en el banco de los testigos de una «cuadrilla de loqueros» llenos de comprensión para con los acusados («Esos individuos siempre están vertiendo lágrimas por los asesinos; y nunca recuerdan a las víctimas»). Bajo, combativo, nacido en Kentucky, Creen empezó por recordar al tribunal que la ley de Kansas, en lo que concierne a incapacidad mental, se adhiere a la ley de M'Naghten, antigua ley británica según la cual si el acusado conocía la naturaleza de su acto y sabía que obraba mal, es mentalmente competente y responsable de sus actos. Y además, decía Creen, en las leyes de Kansas nada indica que los médicos elegidos para determinar la condición mental del acusado deban poseer ninguna calificación especial.
—Sólo simples médicos. Médico de medicina general. Eso es todo lo que la ley requiere. Cada año tenemos vistas en este tribunal de pruebas de incapacidad mental con el propósito de internar a determinados individuos en esa institución. Pero nunca llamamos a nadie de Larned o de ninguna otra institución psiquiátrica por el estilo. Nuestros médicos locales se ocupan de la cuestión. No es tan difícil averiguar si un hombre está loco, o es imbécil o idiota... Es absolutamente innecesario, una pérdida de tiempo, enviar a los acusados a Larned.
En su refutación, el abogado defensor Smith sugirió que el caso presente era «mucho más grave que una simple comprobación de estado mental como los que tienen lugar en una causa civil».
—Hay dos vidas en juego. Sea cual fuere su crimen, esos hombres tienen derecho a un examen llevado a cabo por especialistas con experiencia. La psiquiatría —añadió dirigiéndose directamente al juez— ha madurado rápidamente en los últimos veinte años. Los tribunales federales empiezan a actuar ya de acuerdo con esta ciencia cuando se trata de individuos acusados de delitos criminales. A mí me parece que tenemos una maravillosa oportunidad de utilizar los nuevos conceptos en este campo.
Fue una oportunidad que el juez prefirió rechazar porque, como observó una vez un colega suyo:
—Tate es lo que se podría llamar un jurista de texto, no hace nunca experimentos, se atiene rigurosamente a la letra de la ley.
Pero el mismo crítico dijo también:
—Si yo fuera inocente, es él el primer hombre que quisiera tener en el tribunal, pero si fuera culpable, el último.
El juez Tate no denegó totalmente la petición, sino que se limitó a hacer lo que la ley decía, nombrando una comisión de tres médicos de Garden City y pidiéndoles que dictaminaran sobre la capacidad mental de los presos. (A su debido tiempo el trío de médicos entrevistó a los acusados y tras una hora de sondearlos en amable charla, declaró que ninguno de los dos padecía de trastorno mental alguno. Cuando le comunicaron el diagnóstico a Perry, dijo: «¿Y cómo lo saben? Querían divertirse. Enterarse de todos los detalles morbosos por boca de los asesinos. ¡Oh, les brillaban los ojos!» El abogado de Hickock estaba furioso. Fue otra vez al hospital de Larned donde pidió los servicios gratuitos de un psiquiatra que quisiera desplazarse a Garden City para entrevistarse con los acusados. El psiquiatra que se ofreció voluntariamente, doctor W. Mitchell Jones, era extraordinariamente competente; no tenía aún treinta años pero era especialista en psicología criminal y en locos criminales y había trabajado y estudiado en Europa y Estados Unidos. Accedió a examinar a Hickock y Smith y si su diagnóstico lo justificaba, a actuar de testigo en su descargo.)
La mañana del 14 de marzo, los abogados de la defensa se presentaron de nuevo ante el juez Tate, en esta ocasión para pedir que se retrasara el proceso, para el que sólo faltaban ocho días. Daban dos razones, la primera que «un testigo muy importante», el padre de Hickock, se hallaba demasiado enfermo para comparecer. La segunda era más sutil. Durante la semana anterior, en los escaparates de las tiendas, en bancos, restaurantes, en la estación de la ciudad había aparecido un cartel en grandes caracteres que decía: Subasta de la hacienda Clutter —21 marzo 1960— en la granja Clutter.
—Ahora —dijo Harrison Smith dirigiéndose al tribunal— comprendo que es casi imposible demostrar que hay prejuicio. Pero esta venta, la subasta de la hacienda de la víctima, se celebrará dentro de una semana, en otras palabras, el día antes de empezar el juicio. No estoy en condiciones de afirmar en qué grado perjudicará a los acusados. Pero esos carteles, unidos a los anuncios de los periódicos y de la radio, serán un constante recordatorio para todos los ciudadanos de la población, entre los cuales han sido convocados ciento cincuenta como posibles jurados.
El juez Tate no se dejó impresionar. Denegó la petición sin comentarios.


A principio de aquel año, el vecino japonés de Clutter, Hideo Ashida, había vendido en subasta su equipo agrícola y se había trasladado a Nebraska. La subasta de los Ashida, que se consideró un éxito, atrajo un centenar escaso de compradores. Más de cinco mil personas asistieron a la subasta de Clutter. Los ciudadanos de Holcomb se habían preparado para recibir a una concurrencia sin precedentes (el Círculo de Señoras de la Iglesia de Holcomb había convertido uno de los graneros de Clutter en una cafetería, provista de doscientos pasteles caseros, ciento veinte kilos de carne para hamburguesas y treinta kilos de jamón en lonchas), pero nadie contaba con que ésa fuera la subasta más concurrida de toda la historia de Kansas occidental. En Holcomb convergieron coches procedentes de la mitad de los condados del estado y de Oklahoma, Colorado, Texas y Nebraska.
Llegaron, uno tras otro, por la avenida que conduce a la finca de River Valley.
Era la primera vez que se permitía al público visitar la finca de los Clutter desde el descubrimiento de los asesinatos, circunstancia que explicaba la presencia de un tercio de la inmensa aglomeración, la de quienes habían ido por curiosidad. Desde luego, el tiempo contribuyó a tal afluencia porque, a mediados de marzo, la nieve alta del invierno se ha disuelto y la tierra blanda del deshielo aflora en acres y acres de barro hasta el tobillo. No hay mucho que pueda hacer el granjero hasta que el terreno se endurece.
—¡Está la tierra tan blanda y mojada! —dijo la mujer de Bill Ramsey, un granjero—. No hay modo de trabajar. Así, que pensamos que podíamos venir a la subasta.
El día era espléndido de verdad. De primavera. A pesar del fango, el sol, durante tanto tiempo velado por la nieve y las nubes, parecía un objeto recién hecho y los árboles —el huerto de los Clutter de perales, manzanos, así como los olmos que sombreaban la avenida— aparecían ligeramente cubiertos de una capa de verde virginal. El hermoso césped que bordeaba la casa de los Clutter estaba también reverdecido, y los invasores que lo pisaban, mujeres ansiosas de ver más de cerca la casa deshabitada, lo atravesaban furtivamente para espiar por las ventanas, entre temiendo y deseando descubrir en la oscuridad, más allá de las bonitas cortinas floreadas, macabras apariciones.
A gritos, el subastador ponderaba la mercancía: tractores, camiones, carretillas, kilos de clavos, acotillos, maderas, cubos para la leche, hierros de marcar ganado, caballos, herraduras, todo cuanto se necesita para llevar una hacienda, desde cuerda y arreos hasta desinfectante para ovejas y baños de estaño. La perspectiva de comprar toda esa mercancía a precios de regalo había atraído a la mayoría de aquellas personas. Pero las manos de los postores se levantaban tímidamente, manos enrojecidas por el trabajo, que no deseaban desprenderse de dinero duramente ganado. Sin embargo, nada quedó por vender: hubo hasta quien compró un manojo de llaves oxidadas y un joven cow-boy que lucía botas amarillo claro compró el vagón coyote de Kenyon Clutter, el estropeado vehículo que el muchacho muerto había usado para asustar coyotes, persiguiéndolos en las noches de luna.
Los ayudantes, los hombres que acarreaban los objetos más pequeños hasta el estrado del subastador para volver a llevárselos después, eran Paul Helm, Vic Irsik y Alfred Stoecklein, los tres viejos y todavía fieles empleados del difunto Herbert W. Clutter. Asistir a la venta de sus posesiones era su último servicio porque ése era su último día en la granja River Valley. La propiedad había sido arrendada a un hacendado de Oklahoma y a partir de entonces allí iban a vivir y trabajar gentes desconocidas. A medida que la subasta avanzaba, los bienes terrenales de Clutter desaparecían poco a poco. Paul Helm, recordando el entierro de la familia asesinada, dijo:
—Es como un segundo funeral.
Lo último en desaparecer fue el contenido del corral, en su mayoría caballos, incluida la yegua de Nancy, la enorme y gorda Babe, cuyos mejores años habían pasado ya. Acababa la tarde, la escuela había terminado y varios compañeros de Nancy se hallaban entre los espectadores, cuando comenzaron las ofertas por la yegua. Susan Kidwell estaba allí. Sue, que había adoptado otro de los favoritos de Nancy, un gato, hubiera querido poder dar un hogar a Babe, porque quería a aquella vieja yegua y sabía lo mucho que Nancy la había querido. Las dos habían montado juntas muy frecuentemente en el ancho lomo de Babe y trotado a campo traviesa por los trigales en las calurosas tardes de verano, bajando al río, haciendo que la yegua anduviera por el río contra corriente hasta que una vez, como contaba Sue, «las tres nos quedamos fresquitas como peces». Pero Sue no tenía sitio para su caballo.
—Oí cincuenta... sesenta y cinco... setenta...
El remate se demoraba. Nadie parecía querer realmente a la yegua y el hombre que por fin se la quedó, un granjero menonita que dijo que la pondría en el arado, pagó por ella setenta y cinco dólares. Cuando la sacaban del corral, Sue Kidwell corrió y levantó la mano como para decirle adiós pero tuvo que llevársela a la boca.


El Telegram de Garden City, en la víspera de la apertura del proceso, publicó el siguiente editorial: «Algunos pensarán que los ojos de la nación entera estarán fijos en Garden City durante este sensacional proceso. Pero no es así. Sólo a ciento cincuenta kilómetros más al oeste, en Colorado, pocas personas saben del caso algo más que ciertos miembros de una destacada familia fueron asesinados. Triste comentario a la situación del crimen en nuestra nación. Desde que los cuatro miembros de la familia Clutter fueron asesinados el otoño pasado, varios casos de asesinato múltiple han ocurrido en distintas partes del país. En los pocos días que han precedido a este proceso, por lo menos tres casos de asesinato en masa han usufructuado los titulares. Como resultado, este crimen y proceso no es más que uno de tantos casos que la gente leyó en el periódico y ha olvidado ya...”
Aunque los ojos de la nación no estuvieran puestos en ellos, los principales participantes en el acontecimiento, desde el archivero del tribunal hasta el juez, estaban pendientes de su propio comportamiento y aspecto la mañana de la primera convocatoria. Los cuatro abogados lucían trajes nuevos, y los nuevos zapatos de los enormes pies del fiscal del distrito crujían y gemían a cada paso. Hickock iba también pulcramente vestido con ropas proporcionadas por sus padres: pantalones ajustados de sarga azul, camisa blanca, angosta corbata azul marino. Sólo Perry Smith, que no tenía ni corbata ni chaqueta, parecía fuera de lugar. Con una camisa de cuello abierto (prestada por la señora Meier) y tejanos con el bajo arrollado, su aspecto era tan desolado y absurdo como el de una gaviota en un trigal.
La sala de la audiencia, una estancia sin pretensiones situada en el tercer piso del Palacio de Justicia del condado de Finney, tiene deslucidas paredes blancas y muebles barnizados de oscuro. Los bancos para el público dan cabida a unas ciento sesenta personas. El jueves 22 de marzo por la mañana, los bancos estaban ocupados exclusivamente por los residentes masculinos del condado de Finney convocados con vistas a la selección del futuro jurado. No muchos de los ciudadanos convocados parecían ansiosos por participar (un jurado en potencia, hablando con otro le dijo: «No podrán usarme. No oigo muy bien.» A lo que su amigo, tras una corta reflexión contestó: «Ahora que pienso, yo tampoco oigo bien.»), y se pensaba generalmente que la elección de los jurados llevaría varios días. Pero el procedimiento se completó en sólo cuatro horas y además el jurado, incluyendo dos elementos de reserva, fue elegido entre los primeros cuarenta y cuatro candidatos. Siete fueron rechazados por la defensa y tres fueron excusados a requerimiento del fiscal. Otros veinte fueron descartados, bien porque se oponían a la pena capital, bien porque admitieron que tenían ya formada una firme opinión respecto a la culpabilidad de los acusados.
Los catorce hombres finalmente elegidos consistían en media docena de agricultores, un farmacéutico, un director de centros de arboricultura, un empleado del aeropuerto, un perforador de pozos, dos viajantes, un mecánico y el gerente de la Bolera Ray. Todos estaban casados (varios tenían más de cinco hijos) y pertenecían activamente a una u otra de las iglesias locales. Durante el voir dire, cuatro de ellos dijeron al tribunal que habían conocido personalmente, aunque no a fondo, a Clutter. Pero a continuación declararon que no creían que esa circunstancia pudiera disminuir su capacidad de dar un veredicto imparcial. El empleado del aeropuerto, hombre de mediana edad, llamado N. L. Dunnan, dijo, cuando le preguntaron qué opinaba de la pena capital: «En general estoy en contra. Pero en este caso, no.» Declaración que fue vista por algunos como claramente indicadora de prejuicio. Sin embargo, Dunnan fue aceptado como jurado.
Los acusados eran espectadores poco atentos del procedimiento de voir dire. El día anterior, el doctor Jones, el psiquiatra que voluntariamente les había examinado, estuvo hablando con cada uno de ellos por separado durante unas dos horas. Al terminar las entrevistas les sugirió que escribieron para él una declaración autobiográfica y la redacción de esa declaración era lo que tan ocupados tenía a los acusados durante las horas que se emplearon para seleccionar el jurado. Sentados en extremos opuestos de la mesa de sus abogados defensores, Hickock escribía con una pluma, Smith con un lápiz.
Smith escribió:

Yo, Perry Edward Smith, nací el 27 de octubre de 1928 en Huntington, Elko County, Nevada, que está situado allá donde Cristo dio las tres voces, por así decirlo. Recuerdo que en 1929 nuestra familia se había aventurado a instalarse en Juneau, Alaska. Mi familia constaba de mi hermano, Tex hijo (luego se cambió el nombre por James por lo ridículo del nombre de Tex y también creo que en sus primeros años odiaba a mi padre, obra de mi madre). Mi hermana Fern (que también cambió su nombre por Joy). Mi hermana Bárbara. Y yo... En Juneau mi padre fabricaba alcohol ilegalmente. Creo que fue por entonces cuando mi madre empezó a beber. Papá y mamá empezaron a tener peleas. Recuerdo que mi madre había «recibido» a unos marineros mientras mi padre estaba fuera de casa. Cuando llegó, se armó la gorda y mi padre, después de una violenta lucha, echó a los marineros y luego le dio una paliza a mi madre. Yo estaba muerto de miedo, la verdad es que todos los chicos estábamos aterrados. Llorábamos. Yo tenía miedo porque pensaba que mi padre iba a pegarme y también porque pegaba a mi madre. Yo no comprendía por qué le estaba pegando pero pensé que debía de haber hecho algo terrible... Lo que recuerdo vagamente después de eso es que vivimos en Fort Bragg, California. A mi hermano le habían regalado una escopeta de aire comprimido. Mató un colibrí y después se arrepintió. Le dije que me dejara disparar. Me apartó diciéndome que era demasiado pequeño. Me dio tanta rabia que me puse a llorar. Cuando dejé de llorar, estaba otra vez rabioso y por la tarde, la agarré y apuntando a la oreja de mi hermano grité: ¡Bang! Mi padre (o mi madre) me pegó y me hizo pedirle perdón. Mi hermano solía disparar contra el gran caballo blanco de un vecino que pasaba cerca de casa siempre que iba a la ciudad. El vecino nos cogió a mi hermano y a mí, escondidos entre los matojos, y nos llevó a nuestro padre que nos dio una paliza soberana y a mi hermano le quitaron la escopeta. ¡Qué contento me puse de que se la quitaran!... Eso es casi lo único que recuerdo de cuando vivíamos en Fort Bragg. (¡Oh! Nosotros los chicos saltábamos desde el henil, con un paraguas abierto, sobre un montón de heno que había en el suelo)... Mi recuerdo siguiente es de varios años después, cuando vivíamos en ¿California, Nevada? Recuerdo un odioso episodio entre mi madre y un negro. En verano, nosotros los niños dormíamos en la galería. Una de nuestras camas estaba justo debajo de la habitación de mis padres. Cada uno de nosotros había mirado por la cortina entreabierta y había visto lo que estaba pasando. Papá había contratado a un negro (Sam) para que trabajara en la granja, haciendo un poco de todo mientras él trabajaba en otra parte, en la carretera. Por la noche llegaba tarde, en su viejo camión. Yo no recuerdo cómo se desencadenaron los acontecimientos pero supongo que papá sabría o sospecharía lo que pasaba. Terminó con que papá y mamá se separaron, y mamá nos llevó a los chicos a San Francisco. Se escapó con el camión de papá y todos los recuerdos que él había traído de Alaska. Creo que eso fue por 1935... En San Francisco siempre estaba metido en líos. Iba con una pandilla en la que todos eran mayores que yo. Mi madre estaba siempre borracha, nunca en condiciones de proporcionarnos las cosas y cuidados que necesitábamos. Yo era tan libre y salvaje como un coyote. No había reglas ni disciplina, ni nadie que me enseñara a distinguir el bien del mal. Iba y venía a mi antojo, hasta la primera vez que me metí en un lío. Fui de un correccional a otro muchas veces por escaparme de casa y robar. Recuerdo uno. Tenía los riñones flojos y mojaba la cama todas las noches. Me humillaba mucho pero no podía controlarme. La gobernanta me pegaba muy fuerte, me insultaba y se burlaba de mí delante de los demás chicos. Venía a todas horas durante la noche para ver si había mojado la cama. Me destapaba y me pegaba furiosa con un gran cinturón de cuero negro, me agarraba del pelo para sacarme de la cama, me llevaba arrastrado hasta el cuarto de baño, me metía en la bañera, abría el grifo del agua fría y me ordenaba que me lavara, yo y las sábanas. Cada noche era una pesadilla. Luego le pareció muy divertido ponerme una pomada en el pene. Era casi insoportable. Quemaba como fuego. Más tarde la despidieron del empleo. Pero eso no me hizo cambiar de idea, acerca de lo que me hubiera gustado hacerle a ella y a toda la gente que se burlaba de mí.
Entonces, como el doctor Jones le había dicho que tenía que entregar la declaración aquella misma tarde, Smith pasó a la primera adolescencia y a los años que había pasado con su padre, recorriendo el Oeste y el Lejano Oeste buscando oro, atrapando animales, haciendo trabajos ocasionales.
Yo quería a mi padre pero había veces en que cariño y afecto goteaban de mi corazón como agua sucia. Siempre que se desentendía de mis problemas. Cuando se negaba a darme un poco de consideración, de voz, de responsabilidad. Tuve que alejarme de él. Cuando tenía dieciséis años, me alisté en la Marina Mercante. En 1948 entré en filas, el oficial de reclutamiento me dio una oportunidad y me puso más nota en mi examen. Entonces empecé a darme cuenta de la importancia de la educación. Eso sólo aumentó el odio y resentimiento que sentía por los demás. Empecé a meterme en jaleos. Arrojé a un policía japonés desde un puente, al agua. Me sometieron a consejo de guerra por arrasar un café japonés. Me volvieron a hacer consejo de guerra en Kyoto, Japón, por haber robado un taxi japonés. Pasé en el ejército cuatro años. Tuve varios arranques de cólera por entonces, mientras servía en Japón y en Corea. Estuve quince meses en Corea, fui relevado y enviado a los Estados Unidos. Se me concedió una mención especial por ser el primer veterano de Corea que regresaba al territorio de Alaska. Grandes artículos, todas esas cosas... Terminé el servicio militar en Fort Lewis, Washington.
El lápiz de Smith volaba casi indescifrable a medida que avanzaba hacia un pasado más reciente: el accidente de moto que le había dejado lisiado, el allanamiento de morada de Phillipsburg, Kansas, que le había proporcionado su primera condena.
...Me sentenciaron de cinco a diez años por hurto mayor, allanamiento de morada y fuga de la cárcel... Me pareció muy injusto. En la cárcel me volví un amargado. Cuando me soltaron tenia que haberme ido con mi padre a Alaska; no lo hice. Trabajé un tiempo en Nevada e Idaho, pasé a Las Vegas y continué hasta Kansas donde me metí en la situación en que ahora me hallo. No tengo tiempo de escribir más.
Firmó con su nombre y añadió una posdata:
Me gustaría volver a hablar con usted. Hay muchas cosas que no le dije y que podrían interesarle. He experimentado siempre una emoción profunda al encontrar personas con un fin en la vida y fuerza de voluntad para realizarlo. Estando con usted, sentí eso.


Hickock no escribía con la intensidad de su compañero. Con frecuencia se detenía para escuchar el interrogatorio de los candidatos a jurado o contemplar los rostros que tenía a su alrededor, especialmente y con evidente desagrado, la cara de Duane West, el fiscal que tenía su edad, veintiocho años.
Pero su declaración, escrita con una estilizada caligrafía que recordaba la lluvia inclinada, estuvo lista antes de que el tribunal suspendiera la vista hasta el día siguiente.
Intentaré contar todo lo que pueda de mi vida aunque los primeros años, hasta que cumplí los diez, los tengo muy oscuros. En el colegio fui como todos los chicos. Tuve mi parte de peleas, de chicas y todas las cosas propias de la edad. Mi vida familiar fue también normal, pero como ya le conté no me dejaban casi salir de mi casa ni siquiera para ir a jugar con mis compañeros. Mi padre fue siempre muy riguroso con nosotros, los hijos (yo y mi hermano), en ese aspecto. También tenía que ayudarlo mucho en la casa... Sólo recuerdo una vez que mi padre y mi madre tuvieron una discusión seria. Por qué era, no lo sé... Un día mi padre me compró una bicicleta y creo que no habría en el pueblo otro chaval más orgulloso que yo. Era una bici de chica y él me la convirtió en una de chico. La pintó toda y parecía nueva. De pequeño tenía montones de juguetes, muchos considerando la situación económica de mis padres. Fuimos siempre eso que se llama medio pobres. Nunca nos arruinamos del todo, pero varias veces estuvimos a punto. Mi padre trabajaba mucho y hacía cuanto podía para que en casa no faltara nada. Mi madre también trabajaba sin descanso: la casa estaba siempre impecable y nosotros teníamos toda la ropa limpia. Recuerdo que mi padre usaba una de esas gorras planas pasadas de moda y me obligaba a usar una y a mí no me gustaban... En bachillerato iba estupendamente bien: los dos primeros años tuve buenas notas. Pero luego empecé a bajar un poco. Me eché una novia. Era una buena chica y nunca intenté meterle mano, sólo besarla. Fue algo muy limpio... Yo tomaba parte en todos los deportes y tuve nueve premios: basket, rugby, atletismo y baseball. El último año fue el mejor. No tenía chica fija, prefería no limitarme. Fue entonces cuando por primera vez tuve relaciones con una chica. Claro que a los demás chicos les decía que había tenido mujeres a montones... Dos universidades me ofrecieron matrícula gratis con tal de que jugara en sus equipos, pero no llegué nunca a la universidad. Cuando terminé la segunda enseñanza, entré a trabajar en los ferrocarriles de Santa Fe y trabajé hasta que llegó el invierno y me despidieron. En la primavera siguiente encontré empleo en la Roark Motor Company. Hacía cuatro meses que trabajaba allí cuando sufrí un accidente conduciendo un coche de la compañía. Pasé varios días en el hospital con heridas graves en la cabeza. En aquellas condiciones no pude encontrar otro empleo, así que estuve en paro casi todo el invierno. Mientras tanto había conocido a una chica y me había enamorado. Su padre era un predicador baptista y no quería que saliera con ella. En julio nos casamos. Su padre estaba furioso hasta que supo que estaba encinta. Pero a pesar de todo nunca me deseó buena suerte, ni nada y eso siempre me pesó. Después que nos casamos, trabajé en una estación de servicio cerca de Kansas City. Trabajaba de las ocho de la noche a las ocho de la mañana. A veces mi mujer se quedaba toda la noche conmigo; temía que no lograra estar toda la noche despierto, así que venía a ayudarme. Luego me hicieron una oferta para trabajar en la Perry Pontiac que acepté de mil amores. Era un empleo muy satisfactorio aunque no ganaba mucho, sólo 75 dólares a la semana. Me llevaba muy bien con los demás y mi jefe me tenía simpatía. Allí trabajé cinco años... Mientras trabajaba allí empecé con una de las cosas más bajas que he hecho en mi vida.
Aquí Hickock revelaba sus tendencias homosexuales, y tras describir algunas de sus experiencias como muestra, seguía:
Sé que está mal. Pero en esa época nunca pensé, ni por un momento, si estaba bien o mal. Lo mismo que con el robo. Parece ser un impulso. Algo que no le dije con respecto al caso Clutter es esto: antes de entrar en aquella casa, sabía que habría una chica allí. Creo que la principal razón de que fuera allí no fue el robo, quería violar a la chica. Porque había pensado mucho en ello. Por eso quise no echarme atrás después de haber entrado. Incluso cuando vi que allí no había caja de caudales. Le hice algunos avances a la chica Clutter. Pero Perry no me lo permitió. Espero que nadie más que usted se entere de eso porque no se lo he dicho ni a mi abogado. Hay más cosas que debería decirle pero tengo miedo de que mi familia se entere. Porque me avergüenzo más de ellas (de esas cosas) que de ser ahorcado... Muchas veces me encuentro mal. Creo que es por el accidente que tuve. Desvanecimientos y a veces hemorragias por la nariz y el oído izquierdo. Tuve una en casa de unos conocidos que se llaman Crist, que son vecinos de mis padres. No hace mucho, me salió un pedacito de cristal de la cabeza. Me salió por la punta de un ojo. Mi padre me ayudó a sacármelo... Imagino que debo contarle lo que me llevó a divorciarme y por qué estuve en la cárcel. Todo comenzó a principios de 1957. Mi mujer y yo vivíamos en un piso en Kansas City. Yo había dejado mi empleo en la compañía de automóviles y puse un garaje por mi cuenta. Alquilé el garaje a una mujer que tenía una nuera que se llamaba Margaret. La conocí un día mientras trabajaba y fuimos a tomar un café juntos. Su marido estaba en Infantería de Marina. Para no alargarlo más, pues empezamos a salir juntos. Mi mujer pidió el divorcio. Yo empecé a pensar que en realidad nunca había querido a mi mujer. Porque si la hubiera querido no habría hecho todo lo que hice. Así que no me opuse al divorcio. Empecé a beber y estuve borracho por lo menos un mes. Descuidé el negocio, empecé a firmar cheques sin fondos y al final me convertí en un ladrón. Por esto último me enviaron a la penitenciaría... Mi abogado me ha dicho que debo ser sincero con usted porque quizás pueda ayudarme. Y necesito ayuda, como usted ya sabe.


Al día siguiente, miércoles, iba a tener lugar la apertura del proceso propiamente dicho. Era también la primera vez que se admitían espectadores en la sala, local demasiado pequeño para dar cabida a más que un modesto porcentaje de las personas que esperaban a la puerta. Los mejores sitios habían sido reservados para veinte miembros de la prensa y personas especiales como los padres de Hickock y Donald Cullivan (quien, a instancias del abogado de Perry, había venido desde Massachusetts para presentarse como testigo de la defensa a favor de su antiguo compañero de armas). Había corrido el rumor de que las dos hijas supervivientes de Clutter estarían presentes. No lo estuvieron ni asistieron a ninguna de las sesiones posteriores. La familia estuvo representada por el hermano menor de Clutter, Arthur, que hizo ciento cincuenta kilómetros para estar allí. Dijo a los periodistas: «Sólo quiero mirarlos bien (a Smith y a Hickock). Quiero ver qué clase de bestias son. Si me dejara llevar por lo que siento, los despedazaría.» Se sentó detrás de los acusados y se quedó mirándolos fijamente, con persistencia, como si proyectara dibujarlos de memoria. Al cabo de un rato, y fue como si Arthur Clutter lo hubiera hipnotizado, Perry Smith se volvió, lo miró y reconoció un rostro muy parecido al del hombre que había asesinado: los mismos ojos mansos, labios delgados, firme mentón. Perry, que mascaba chicle, dejó de mascar; bajó los ojos y transcurrió un minuto y luego, lentamente, sus mandíbulas volvieron a ponerse en movimiento. A excepción de aquel momento, tanto Smith como Hickock adoptaron durante la audiencia una actitud a la vez indiferente y falta de interés: mascaban chicle y golpeaban con los pies el suelo, con lánguida impaciencia, mientras el estrado convocaba a sus primeros testigos.
Nancy Ewalt. Y después de Nancy, Susan Kidwell. Las jóvenes describieron lo que vieron al entrar en casa de los Clutter aquel domingo 15 de noviembre: las habitaciones en silencio, un monedero vacío en el suelo de la cocina, la luz del sol en una alcoba y su compañera de colegio, Nancy Clutter, en un charco de su propia sangre. La defensa renunció al contrainterrogatorio, política que siguió también con los tres siguientes testigos (el padre de Nancy Ewalt, Clarence, el sheriff Earl Robinson y el forense del distrito, doctor Robert Fenton) cada uno de los cuales relató los acontecimientos de aquella soleada mañana de noviembre: el descubrimiento de las cuatro víctimas, la descripción de su aspecto y, por parte del doctor Fenton, el diagnóstico clínico: «Gravísimos traumas en el cerebro y en la estructura vital craneana causados por arma de fuego.”
A continuación prestó declaración Richard G. Rohleder.
Rohleder es el investigador jefe del Departamento de Policía de Garden City. Su hobby es la fotografía y es un buen fotógrafo. Fue Rohleder quien tomó las fotografías que, una vez reveladas, descubrieron las pisadas polvorientas de Hickock en el sótano de los Clutter, huellas que la cámara pudo registrar y no el ojo humano. Y fue él quien fotografió los cadáveres, aquellas imágenes macabras sobre las que Alvin Dewey tanto había meditado mientras los asesinatos seguían sin resolverse. El objetivo del testimonio de Rohleder era dejar sentado que había sido él quien tomó las fotografías que el fiscal iba a presentar como prueba. Pero el defensor de Hickock objetó:
—La única razón para requerir esas fotografías es provocar prejuicio y apasionamiento en la mente de los jurados.
El juez Tate denegó la objeción y dio su venia para que las fotografías fueran admitidas como pruebas, es decir, mostradas a los jurados.
Mientras esto ocurría, el padre de Hickock, dirigiéndose a un periodista que estaba a su lado, comentó:
—¡Vaya un juez! En mi vida he visto hombre peor predispuesto. Es absurdo un proceso con él ahí. ¡Si era uno de los que llevaban el féretro en el funeral!
(En realidad, Tate apenas conocía a las víctimas y no estuvo presente en su funeral.)
Pero la voz del padre de Hickock fue la única que se alzó en la sala profundamente silenciosa. En total había diecisiete fotos y mientras pasaban de mano en mano, las expresiones de los jurados reflejaban el impacto de las imágenes: las mejillas de un hombre se sonrojaron como si le hubieran dado una bofetada y algunos, después de ver la primera, no tuvieron fuerzas para proseguir. Era como si aquellas fotos hubiesen abierto su mente obligándoles al fin a ver efectivamente la real y espantosa tragedia que le había ocurrido a un vecino, a su esposa e hijos. Quedaron atónitos, enfurecidos y algunos de ellos, el farmacéutico, el gerente de la bolera, miraron a los acusados con el mayor de los desprecios.
El anciano señor Hickock, sacudiendo débilmente la cabeza, no dejaba de murmurar:
—Es absurdo. Es absurdo que hagan proceso.
Como último testigo del día, el fiscal había prometido presentar a un «hombre misterioso». Era el hombre que había proporcionado la información que condujo al arresto de los acusados: Floyd Wells, el antiguo compañero de celda de Hickock. Como todavía estaba cumpliendo condena en la Penitenciaría del Estado de Kansas y, por tanto, en peligro de que los demás presos le hicieran objeto de represalias, Wells no había sido identificado públicamente como delator. Y para que pudiera prestar declaración como testigo sin riesgo, fue transferido de la penitenciaría a una pequeña cárcel de un condado vecino. No obstante, Wells al cruzar la sala en dirección al estrado de los testigos, lo hizo de forma furtiva, como si temiera hallarse con un asesino en su camino, y cuando pasó junto a Hickock los labios de Hickock se contrajeron al silbar unas pocas palabras atroces. Wells fingió no darse cuenta, pero como el caballo que ha oído el tintineo de una serpiente de cascabel, se apartó de la venenosa proximidad del hombre traicionado. Subió a la tarima y quedó mirando a la lejanía.
Era un tipo sin barbilla, con aspecto de bracero, que llevaba un traje azul marino muy sobrio, que el estado de Kansas le había comprado para la ocasión. El estado se había preocupado de que su más importante testigo tuviera aspecto respetable y, por consiguiente, digno de crédito.
El testimonio de Wells, perfeccionado por un ensayo antes del proceso, fue tan pulcro como su aspecto. Alentado por los avances comprensivos de Logan Creen, el testigo reconoció que en un tiempo, durante un año aproximadamente, había trabajado como peón en la finca River Valley. Siguió diciendo que unos diez años después, cumpliendo condena por robo, se había hecho amigo de otro ladrón, Richard Hickock, y que le había descrito la hacienda Clutter.
—Vamos —le preguntó Green—, en sus conversaciones con el señor Hickock, ¿qué dijeron del señor Clutter?
—Bueno hablamos bastante del señor Clutter. Hickock decía que estaba a punto de obtener la libertad bajo palabra y que iría al oeste a buscar trabajo y que quizás iría a ver si el señor Clutter se lo podía dar. Y yo le decía lo rico que era el señor Clutter.
—¿Eso parecía interesar al señor Hickock?
—Bueno, quería saber si el señor Clutter tenía una caja de caudales en casa.
—Señor Wells, ¿creía usted entonces que había una caja fuerte en casa del señor Clutter?
—Bueno, pues hacía tanto tiempo que yo había trabajado allí... Creí que tenía una caja fuerte. Sabía qué había una especie de armario... Todo lo que sé es que él (Hickock) se puso a hablar de robar al señor Clutter.
—¿Le dijo cómo pensaba llevar a cabo el robo?
—Me dijo que si hacía algo así, no dejaría testigos.
—¿Dijo qué pensaba hacer con los testigos?
—Sí. Me dijo que probablemente los ataría y que después de cometer el robo los mataría.
Establecida así la premeditación en primer grado, Green dejó el testigo en manos de la defensa. El anciano señor Fleming, clásico abogado de provincias, mucho más diestro en cuestiones inmobiliarias que criminales, inició el contrainterrogatorio. El objetivo de sus preguntas, como demostró bien pronto, fue introducir un tema que el fiscal había evitado cuidadosamente: la participación de Wells en el proyecto de asesinato y su responsabilidad moral.
—¿No le dijo usted —preguntó Fleming apresurándose a llegar al meollo de la cuestión— nada al señor Hickock para convencerle de que no robara ni matara a la familia Clutter?
—No. Si te dicen allá (en la Penitenciaría del Estado de Kansas) que van a hacer esto o aquello, no le haces el menor caso porque piensas que están hablando por hablar.
-¿Quiere decir que hablaban de eso pero sin que significara nada? ¿No trató usted de convencerle (a Hickock) de que el señor Clutter tenía una caja de caudales? Usted quería que el señor Hickock lo creyera, ¿no es así?
Con toda su flema, Fleming hacía pasar un mal momento al testigo.
Wells se llevó la mano a la corbata, como si de pronto el nudo le apretara demasiado.
—Y además trató de convencerle de que el señor Clutter tenía mucho dinero, ¿no es así?
—Sí, le dije que el señor Clutter tenía un montón de dinero.
Fleming quiso oír otra vez la forma en que Hickock había informado a Wells de sus planes de violencia para con la familia Clutter. Luego, como tratando de contener una íntima pesadumbre, el abogado, pensativo, dijo:
—¿Y ni siquiera después de oír todo eso, trató usted de disuadirlo?
—No creí que fuera a hacerlo.
—Usted no le creyó. Entonces, ¿por qué, cuando supo lo que había sucedido, por qué creyó que él era el culpable?
Wells rebatió con petulancia:
—¡Porque había sucedido exactamente como él había dicho!
Harrison Smith, el más joven de los defensores, entró en funciones. Adoptando una postura agresiva, llena de menosprecio que parecía forzada, pues en realidad era hombre blando e indulgente, le preguntó al testigo si no tenía algún apodo.
—No. Me llaman simplemente «Floyd».
El abogado soltó un bufido:
—¿Ahora no lo llaman «Soplón»? ¿No le conocen por «Acusica»?
—Me llaman sólo «Floyd» —repitió Wells un poco avergonzado.
—¿Cuántas veces ha estado en la cárcel?
—Unas tres veces.
—En alguna ocasión por mentir, ¿no?
Al negarlo, el testigo añadió que una vez fue a la cárcel por conducir sin permiso, que un robo fue el motivo de su segundo encarcelamiento y que el tercero, noventa días en celda de castigo del ejército, había sido el resultado de algo que sucedió cuando era soldado.
—Estábamos de guardia en un tren, nos pusimos un poco alegres y empezamos a disparar contra bombillas y ventanas.
Se produjo una carcajada general. Todos rieron menos los acusados (Hickock escupió en el suelo) y Harrison Smith que preguntó a Wells por qué después de enterarse de la tragedia de Holcomb, había demorado varias semanas en comunicar a las autoridades lo que sabía.
—¿No estaría aguardando —dijo— a que se anunciara algo? ¿Algo así, como una recompensa?
—No.
—¿No oyó hablar de una recompensa?
El abogado se refería a la recompensa de mil dólares ofrecida por el News de Hutchinson, a cualquier información de la que resultara la captura y condena de los asesinos de los Clutter.
—Lo leí en los periódicos.
—Antes de acudir a las autoridades, ¿no es así?
Y cuando el testigo admitió que eso era cierto, Smith, triunfante, prosiguió:
—¿Qué clase de inmunidad le ha ofrecido a usted el fiscal para que se presente aquí hoy a declarar?
Pero Logan Green protestó:
—Nos oponemos a la formulación de la pregunta. Su Señoría. No ha habido promesa de inmunidad alguna.
La objeción fue escuchada y el testigo despedido. Hickock anunció con voz que oyó todo el que tenía orejas:
—Hijo puta. Si alguien merece que lo ahorquen, es él. Hay que ver. Ahora sale, cobra los cuartos y lo sueltan.
La predicción resultó exacta porque no mucho después Wells obtuvo ambas cosas, la libertad y la recompensa. Pero su buena fortuna duró poco. Pronto volvió a las andadas y a lo largo de los años ha pasado por muchas vicisitudes. En la actualidad se halla en la Prisión del Estado de Mississippi de Parchman, condenado a treinta años por robo a mano armada.


El viernes, cuando la vista se aplazó por el fin de semana, el estado había terminado la acusación que incluía la comparecencia de cuatro agentes especiales de la Oficina Federal de Investigación de Washington D. C. Esos hombres técnicos de laboratorio, especializados en diversas ramas de la investigación científica criminal, habían estudiado las pruebas físicas que vinculaban a los acusados con los asesinatos (marcas de sangre, pisadas, cartuchos, cuerda y cinta adhesiva) y cada uno de ellos certificó la validez de las pruebas presentadas en el juicio. Para terminar, los cuatro agentes del KBI dieron cuenta de sus entrevistas con los detenidos y de sus confesiones. En el contrainterrogatorio de los hombres del KBI, los abogados de la defensa, sin otra salida, alegaron que la confesión de culpabilidad había sido obtenida por medios impropios: brutales interrogatorios con focos potentes, en cuartos pequeños como armarios. La alegación, que no era cierta, irritó a los detectives que la negaron con declaraciones muy convincentes. Después, en respuesta a un periodista que le preguntaba por qué había seguido con tanta obstinación aquel absurdo intento, el abogado de Hickock soltó: «¿Qué otra cosa puedo hacer? Diablos, no tengo ninguna carta en la mano. Pero no me voy a quedar ahí como una momia. Tengo que abrir la boca de vez en cuando.”
El más efectivo testigo del fiscal fue Alvin Dewey. Su declaración, el primer relato público de los sucesos narrados en la confesión de Perry Smith, mereció grandes titulares (REVELACIÓN DEL MUDO HORROR DEL DELITO. Recuento de los escalofriantes hechos) y sobrecogió al auditorio; a nadie tanto como a Richard Hickock que, sorprendido y contrariado, prestó atención cuando en el curso de su declaración el agente Dewey dijo:
—Hay un incidente que Smith me contó y que no he mencionado hasta ahora. Después que la familia Clutter hubo sido atada, Hickock le dijo que Nancy Clutter le gustaba mucho y que iba a violarla. Smith dice que le contestó a Hickock que ni soñara en hacer eso. Smith me explicó que despreciaba a la gente que no podía dominar sus impulsos sexuales y que se hubiera pegado con Hickock antes de permitirle que violara a la chica Clutter.
Hasta aquel momento Hickock ignoraba que su cómplice había informado a la policía de aquel propósito suyo y también que, con espíritu más amistoso, Perry había alterado su versión original para declarar que había sido él quien disparara contra las cuatro víctimas, hecho que Dewey reveló solamente al final de su exposición.
—Perry Smith me dijo que quería cambiar dos cosas de su primera confesión. Dijo que todo lo demás era cierto y exacto. Las dos cosas eran que él había matado a la señora Clutter y a Nancy Clutter; él, y no Hickock. Me dijo que Hickock... me dijo que no quería morir dejando que su madre creyera que había matado a alguno de los miembros de la familia Clutter. Y añadió que los Hickock eran buena gente. Entonces, ¿por qué no declararlo así?
Al oír esto, la señora Hickock lloró. Durante todo el proceso había permanecido sentada junto a su marido, silenciosa, retorciendo un pañuelo arrugado. Siempre que podía, miraba a su hijo, le hacía señas con la cabeza, y simulaba una sonrisa que, aunque forzada y débil, atestiguaba su lealtad. Pero el autodominio de la mujer había llegado a sus límites y empezó a llorar. Algunos espectadores la miraron y en seguida apartaron la vista embarazados. Los demás parecían no darse cuenta del lamento que era como un contrapunto al recuento de Dewey. Hasta su esposo, quizá porque le parecía poco masculino darse por aludido, se mantenía ajeno. Al final, una periodista, la única presente, sacó de la sala a la señora Hickock y la condujo a la intimidad del tocador de señoras.
Superada la angustia, la señora Hickock expresó su deseo de desahogarse.
—No tengo muchas personas con quienes poder hablar —le dijo a su acompañante—. No quiero decir que la gente no haya sido bondadosa, los vecinos y así. Y los desconocidos también, desconocidos que me han escrito diciéndome que comprenden lo duro que ha de ser y lo mucho que lo sienten. Nadie nos ha dicho una palabra malévola ni a Walter ni a mí. Ni siquiera aquí donde hubiera sido de esperar. Todos han hecho sólo lo posible por mostrarse cordiales. La camarera del lugar donde vamos a comer pone helado en el postre sin cobrarlo. Yo le dije que no lo hiciera, porque no podía comerlo. Antes podía comer de todo, cualquier cosa. Pero nos lo pone en el plato. Por ser amable. Sheila, que así se llama, dice que no ha sido culpa nuestra lo ocurrido. Pero a mí me parece que la gente me mira y piensa: «Bueno, alguna culpa tendrá, por el modo como educó a Dick.» Quizá sí, quizá hice algo mal. Sólo que no puedo saber qué. Nosotros somos gente sencilla, campesinos nada más, que vamos tirando como cualquier otro. Tuvimos épocas felices, en casa. Yo le enseñé a Dick a bailar el foxtrot. Bailar me gustaba con locura, cuando era joven, bailar era toda mi vida. Y había un muchacho, caramba, que bailaba como los ángeles... ganamos una copa de plata bailando el vals. Durante mucho tiempo pensamos fugarnos y dedicarnos al teatro. A las variedades. Pero no era más que un sueño. Un sueño de críos. Se fue del pueblo y yo me casé con Walter y Walter Hickock no sabía ni mover los pies. Solía decirme que si quería bailar podía haberme casado con un trompo. Nadie volvió a bailar conmigo hasta que le enseñé a bailar a Dick y no es que lo hiciera muy bien pero era encantador. Dick era un niño con un carácter maravilloso.
La señora Hickock se quitó las gafas que llevaba, limpió los cristales empañados y volvió a colocarlas en su simpática cara regordeta.
—Dick es algo más de lo que dicen en la sala. Esos abogados charlando sobre lo perverso que es, sin nada bueno. Yo no encuentro excusas para lo que hizo, por la parte que tuvo en ello. No me olvido de esa familia; rezo por ella todas las noches. Pero también rezo por Dick. Y por ese chico, Perry. No hice bien odiándole; ahora sólo siento compasión por él. Y, ¿sabe?, creo que la señora Clutter le tendría compasión, también. Siendo la clase de mujer que dicen que era.
La vista se había aplazado. El ruido del público al marcharse resonaba tras la puerta del tocador. La señora Hickock dijo que tenía que volver con su marido.
—Está muriéndose. Creo que ya no le importa nada.


A muchos observadores del proceso les desconcertó la presencia del visitante de Boston, Don Cullivan. No acababan de comprender por qué aquel serio joven católico, un ingeniero próspero con título de Harvard, casado y padre de tres hijos, había ofrecido su amistad a un asesino mestizo, sin educación, al que había conocido superficialmente y hacía nueve años que no veía. Cullivan mismo decía:
—Mi esposa tampoco lo entiende. Venir hasta aquí es un lujo que yo no podía permitirme, significa perder una semana de mis vacaciones y un dinero que necesitamos para otras cosas. Pero, por otra parte, no podía dejar de hacerlo. El abogado de Perry me escribió preguntándome si querría ser testigo de la defensa y en cuanto leí la carta supe que tenía que hacerlo. Porque yo le había ofrecido mi amistad a ese hombre. Y porque... bueno, porque creo en la vida eterna. Todas las almas pueden salvarse para Dios.
La salvación de un alma, a saber, la de Perry Smith, era empresa a la que el profundamente católico vicesheriff y su mujer deseaban contribuir, a pesar de que la señora Meier había recibido un desaire de Perry cuando le sugirió que conversara con el padre Goubeaux, el sacerdote de allí. (Perry dijo: «Monjas y curas han hecho ya todo lo que podían hacer por mí. Tengo todavía las cicatrices que lo prueban.») Así que durante el descanso del fin de semana, los Meier invitaron a Cullivan a comer el domingo en la celda con el preso.
La oportunidad de recibir a su amigo, de hacer como de anfitrión, deleitó a Perry y planear el menú (ganso relleno asado con salsa, patatas a la crema, judías verdes y gelatina de ensalada, acompañado de galletas calentitas y leche fría, para terminar con tarta de cereza, queso y café) parecía preocuparle más que el resultado del proceso (que desde luego no tenía para él nada de intriga y emoción: «Esos machos de la pradera votarán para que nos cuelguen como cerdos que se tiran a la pitanza. No hay más que mirarles a los ojos. Que me aspen si soy el único asesino de la sala.») Toda la mañana del domingo se preparó para recibir a su invitado. El día era cálido, con un poco de viento y la sombra de las hojas, dóciles emanaciones de las ramas que rozaban la enrejada ventana, atormentaban a la ardilla domesticada de Perry. Red perseguía las sombras oscilantes de luz mientras su amo barría, quitaba el polvo, fregaba el suelo, refregaba el retrete y desembarazaba la mesa de la acumulación de material literario. El escritorio iba a convertirse en mesa de comedor y cuando Perry hubo terminado de arreglarla, ésta tenía un aspecto de lo más atrayente porque la señora Meier le había facilitado un mantel de lino, servilletas almidonadas y lo mejor de su plata y porcelana.
Cultivan se dejó impresionar, soltando un silbido cuando el festín, servido en bandejas, fue colocado sobre la mesa y antes de sentarse preguntó al anfitrión si podía bendecir la mesa. El anfitrión, con la cabeza alta, hacía crujir los nudillos mientras Cullivan, con la cabeza gacha y las manos juntas, murmuraba:
—Bendícenos, Señor, a nosotros y a estos tus dones que estamos a punto de recibir de tu generosidad, por misericordia de Cristo Nuestro Señor, Amén.
Perry comentó en un murmullo que en su opinión todo el mérito era de la señora Meier.
—Lo hizo todo ella. Bueno —añadió llenando el plato de su invitado—, me alegro mucho de verte, Don. Eres el mismo de siempre. No has cambiado nada.
Cullivan, con su aspecto de empleadillo de banca, de cabello ralo y cara difícil de recordar, admitió que exteriormente no había cambiado mucho. Pero su yo interno, el hombre invisible, era otra cosa.
—Me limitaba a ir tirando. Ignoraba que Dios es la única realidad. Cuando lo comprendes, todo queda en el lugar que le corresponde. La vida tiene sentido y también la muerte. Chico, ¿te dan de comer siempre así?
Perry rió.
—La señora Meier es una cocinera estupenda. Tendrías que probar su arroz a la española. He aumentado siete kilos desde que estoy aquí. Claro que estaba muy flaco. Perdí mucho peso cuando Dick y yo nos pasábamos el día en la carretera, andando sin parar, sin comer nunca caliente y siempre con un hambre de lobo. Vivíamos como animales. Dick siempre robaba comida en lata de las tiendas. Alubias cocidas y spaghetti. Las abríamos en el coche y nos lo tragábamos frío. Animales. A Dick le encanta robar. Para él es emocionante, como una enfermedad. Yo robo también pero sólo si no tengo dinero para pagar. Dick, aunque tuviera cien dólares en el bolsillo, igualmente robaría una barrita de chicle.
Más tarde, cuando pasaron a los cigarrillos y al café, Perry volvió al tema del robo.
—Mi amigo Willie-Jay solía hablar de eso; decía que todos los crímenes podían considerarse como «variantes del robo». Incluido el asesinato. Cuando matas a un hombre, le robas la vida. Lo que supongo me pone a mí entre los grandes ladrones. Fíjate, Don: yo los maté. Allí en la sala, Dewey hizo que pareciera como si yo estuviera mintiendo... a causa de la madre de Dick. Bueno, pues no. Dick me ayudó, sostenía la linterna y recogió los cartuchos. Y fue idea suya, eso sí. Pero Dick no disparó, no sería capaz de hacerlo... aunque cuando se trata de atropellar a un perro viejo, es muy rápido. No sé por qué lo hice —frunció el ceño como si el problema fuera nuevo para él, una piedra preciosa recién desenterrada de sorprendente y desconocido color—. No sé por qué —dijo como llevándola a la luz y haciéndola girar entre sus dedos para contemplarla desde distintos ángulos—. Estaba furioso con Dick. El duro, el hombre de acero. Pero no se trataba de Dick. Ni del miedo de ser descubierto. Yo quería correr la aventura. Y no era por nada que los Clutter hubieran hecho. No me habían hecho nada. Como otros. Como otros que me han dado una perra vida. Quizá sólo fuera que los Clutter tuvieron que pagar por todos.
Cullivan, tratando de averiguar la profundidad de la contrición que atribuía a Perry, lo sondeó, ¿verdad que experimentaba un remordimiento suficientemente profundo como para desear el perdón y la misericordia de Dios?
Perry dijo:
—¿Que si lo siento? Si es eso lo que quieres decir, no. No siento nada en absoluto. Y quisiera que no fuera así. Pero nada de aquello me causa preocupaciones. Media hora después, Dick me contaba chistes y yo me reía a carcajadas. Quizá no seamos humanos. Yo soy lo bastante humano como para sentir lástima de mí mismo. Me apena no poder largarme de aquí cuando tú te vayas. Pero nada más.
Cullivan no podía dar crédito a actitud tan imparcial. Perry se confundía, estaba en un error. Era imposible que un hombre estuviera tan falto de conciencia o de compasión. Perry dijo:
—¿Por qué? Los militares no pierden el sueño. Asesinan y encima les dan medallas. Las buenas gentes de Kansas quieren matarme y algún verdugo estará encantado de hacer el trabajo. Matar es muy fácil, mucho más fácil que pasar un cheque falso. Recuerda una cosa: yo conocí a los Clutter durante una hora quizá. Si de veras los hubiera conocido, imagino que mis sentimientos serían diferentes. Que me sentiría asqueado de mí mismo. Pero tal como fue la cosa, era como disparar en un tiro al blanco de feria.
Cullivan guardaba silencio y su silencio perturbó a Perry, que lo interpretó como una implícita censura.
—¡Carajo, Don! No hagas que sea hipócrita contigo. Que te suelte un montón de embustes acerca de cuánto lo siento, de que lo que quiero es postrarme de rodillas y rezar. Esas cosas no van conmigo. No puedo aceptar de un día a otro lo que siempre he negado. La verdad es que tú has hecho más por mí de lo que nunca hizo eso que tú llamas Dios. De lo que nunca hará. Al escribirme, al firmar «tu amigo». Cuando yo no tenía amigos. Excepto Joe James.
Joe James, le explicó a Don Cullivan, era un joven leñador indio con el que había vivido una vez, en un bosque cerca de Bellingham, Washington.
—Está muy lejos de Garden City. Tres mil kilómetros o más. Le escribí a Joe contándole lo que me pasaba. Joe es pobre, tiene siete hijos que alimentar, pero me ha prometido que vendrá aunque tenga que hacerlo andando. No ha venido aún y quizá no venga, pero yo creo que sí, que vendrá. Joe siempre me ha querido bien. ¿Y tú, Don?
—Sí, yo también.
La respuesta suave y enfática complació sobremanera a Perry y lo hizo sonrojar. Sonrió y dijo:
—Entonces debes de estar un poco loco.
Levantándose de pronto, cruzó la celda y cogió la escoba.
—No veo por qué he de morir entre desconocidos. Dejar que un puñado de matones de la pradera contemplen cómo estiro la pata. ¡Cristo! Sería mejor suicidarme.
Levantó la escoba y presionó las cerdas contra la bombilla que brillaba en el techo.
—No tengo más que desenroscar la bombilla, romperla y cortarme las muñecas. Eso es lo que debería hacer. Mientras tú estás todavía aquí. Mientras estoy con alguien a quien le importo un poco.


El juicio se reanudó el lunes por la mañana a las diez. Noventa minutos después, el tribunal levantó la sesión: en aquel breve espacio de tiempo la defensa había completado su tarea. Los acusados renunciaron a declarar en su propio favor, así que la cuestión de si el verdadero asesino había sido Hickock o Smith no se planteó.
De los cinco testigos que comparecieron, el primero fue el ojeroso señor Hickock. Habló con digna y triste elocuencia con un sólo propósito: demostrar que todo se debía a locura temporal. Su hijo, manifestó, en un accidente de coche ocurrido en julio del 1950, había recibido serias heridas en la cabeza. Antes de aquel accidente, Dick había sido siempre un chico «despreocupado y feliz», aplicado en el colegio y respetuoso con sus padres y querido por sus compañeros.
—Nunca fue problema para nadie.
Harrison Smith, guiando hábilmente al testigo, dijo:
—Quisiera preguntarle si a partir de julio del año cincuenta observó algún cambio en la personalidad y costumbres de su hijo Richard.
—Pues no parecía el mismo.
—¿Cuáles fueron los cambios que usted observó?
El señor Hickock, entre pensativas vacilaciones, enumeró algunos: Dick se volvió taciturno e inquieto, andaba siempre con hombres mayores que él, bebía y jugaba.
—No era la misma persona.
Esta última afirmación fue recusada inmediatamente por Logan Green, que inició el contrainterrogatorio.
—Señor Hickock, ¿afirma usted que no tuvo nunca problemas con su hijo hasta después de 1950?
-Creo que en el cuarenta y nueve lo detuvieron.
Una irónica sonrisa se dibujó en los delgados labios de Green.
—¿Recuerda por qué lo detuvieron?
—Lo acusaron de forzar un drugstore.
—¿Lo acusaron? ¿No admitió acaso que lo había forzado?
—Es verdad, lo admitió.
—Y eso fue en el cuarenta y nueve. ¿Y, sin embargo, dijo usted que su hijo cambió de conducta y actitud a partir del cincuenta?
—Yo diría que sí.
—¿Quiere decir que después del cincuenta se convirtió en un buen chico?
Accesos de fuerte tos sacudieron al viejo, que escupió en un pañuelo.
—No —declaró examinando el esputo—, yo no diría eso.
—Entonces, ¿cuál fue el cambio que tuvo lugar?
—Bueno, eso es difícil de precisar. Sólo sé que ya no parecía el chico de antes.
—¿Quiere decir que perdió sus tendencias criminales?
La salida del abogado provocó carcajadas, un alboroto en la sala que la severa mirada del juez Tate sofocó muy pronto. El señor Hickock, despedido poco después, fue reemplazado en la tarima por el doctor W. Mitchell Jones.
El doctor Jones se presentó ante el tribunal como «médico especialista en el campo de la psiquiatría» y como prueba de tal afirmación añadió que desde 1956, año en que entró a formar parte del personal residente en el hospital psiquiátrico del estado de Topeka, Kansas, había asistido a unos mil quinientos pacientes. Durante los dos últimos años había formado parte del personal del hospital que el estado tenía en Larned, como director del Pabellón Dillon, sección reservada a los locos criminales.
Harrison Smith le preguntó al testigo:
—Aproximadamente, ¿de cuántos asesinos se ha ocupado?
—Unos veinticinco.
—Doctor, he de preguntarle si conoce a mi cliente Richard Eugene Hickock.
—Sí.
—Ha tenido ocasión de examinarlo desde un punto de vista profesional?
—Sí..., he sometido a examen psiquiátrico al señor Hickock.
—Basándose en su examen, ¿puede decirnos si Richard Eugene Hickock era capaz de distinguir el bien del mal cuando se cometieron los crímenes?
El testigo, hombre robusto de veintiocho años, con cara redonda pero inteligente y sutil, lanzó un profundo suspiro, como preparándose para una respuesta larga, que el juez inmediatamente le advirtió no hiciera.
—Limítese a contestar sí o no, doctor. Puede contestar con un sí o un no.
—Sí.
—¿Y cuál es su opinión?
—Creo que según la definición usual el señor Hickock distinguía el bien del mal.
Así, constreñido como se veía por la ley M'Naghten («la definición usual»), fórmula totalmente ciega a cualquier matiz entre el blanco y el negro, el doctor Jones se veía impotente para contestar de modo distinto. Pero, claro, su respuesta era una contrariedad para el abogado de Hickock quien totalmente desesperanzado preguntó:
—¿Puede precisar la respuesta?
Era una empresa desesperada: aunque el doctor Jones estuviera dispuesto a extenderse, el fiscal tenía derecho a oponerse, cosa que hizo, aduciendo el hecho de que la ley de Kansas no permite otra respuesta más que sí o no a la pregunta formulada. La objeción fue admitida y el testigo despedido. Pero si el doctor Jones hubiera podido explicarse detalladamente, he aquí lo que hubiera declarado:
—Richard Hickock posee una inteligencia superior a la media, entiende con facilidad nuevas ideas y tiene un amplio bagaje de información. Capta rápidamente cuanto sucede a su alrededor y no presenta señal alguna de confusión mental ni de desorientación. Su pensamiento es organizado y lógico y parece establecer un buen contacto con la realidad. Si bien no he hallado los síntomas habituales de lesiones orgánicas cerebrales (pérdida de la memoria, anquilosamiento de conceptos, deterioro intelectual), no por eso ha de ser excluida su existencia. El acusado sufrió heridas de consideración en la cabeza, con conmoción cerebral y varias horas de inconsciencia en 1950, cosa que he verificado en el archivo del hospital. Declara que tiene momentos de pérdida de conciencia, períodos de amnesia y neuralgias desde esa época, y la mayor parte de su comportamiento antisocial corresponde al período que empieza en esa fecha. No se le ha sometido nunca a los exámenes médicos que hubieran probado o excluido definitivamente residuos de lesiones cerebrales. Serían necesarios exámenes clínicos concretos antes de formular un dictamen definitivo... Hickock presenta síntomas de anormalidad emotiva. El hecho de que supiera lo que hacía y de que a pesar de ello prosiguiera, es la más clara demostración de ello. Se trata de un individuo impulsivo en la acción, que tiende a actuar sin pensar en las consecuencias ni en lo que le espera a él y al prójimo. No parece capaz de aprender por medio de la experiencia y presenta un insólito cuadro de períodos intermitentes de actividad productiva seguidos por otros de acciones irresponsables. No puede tolerar los sentimientos de frustración que tolera una persona normal, y no consigue librarse de esos sentimientos a no ser con actividades antisociales... Se tiene en poca estima, íntimamente se cree inferior a los demás y sexualmente inadaptado. Esos sentimientos parecen estar sobrecompensados con sueños de riqueza y poder, con una tendencia a vanagloriarse de sus hazañas, con un excesivo derroche cuando tiene dinero y por el descontento ante el lento mejoramiento que normalmente cabe esperar de un trabajo honrado... La relación con los demás lo intranquiliza y tiene una incapacidad patológica para formar y mantener relaciones personales. A pesar de que profesa una moral corriente, no parece guiarse por ella en sus acciones. En resumen, presenta claras características típicas de lo que en psiquiatría se llama un grave trastorno de la personalidad. Es importante que se tomen las medidas necesarias para excluir la posibilidad de una lesión orgánica cerebral que, si existiera, podría haber influido de modo determinante en su conducta durante estos últimos años y en el momento del crimen.
Aparte de la arenga formularia al jurado, que no tendría lugar hasta el día siguiente, el testimonio del psiquiatra puso término a la defensa de Hickock. A continuación le tocó el turno a Arthur Fleming, el anciano defensor de Smith. Presentó cuatro testigos: el reverendo James E. Post, capellán protestante de la Penitenciaría del Estado de Kansas; el indio amigo de Perry, Joe james, quien había llegado por fin aquella mañana en autobús después de haber viajado un día y dos noches desde su casa de los bosques del lejano noroeste; Donald Cullivan y, otra vez, el doctor Jones. A excepción de este último, todos se ofrecían como testigos de la personalidad del acusado, personas que iban a atribuirle al acusado algunas virtudes humanas. No consiguieron mucho, aunque cada uno hizo alguna observación favorable antes de que el fiscal protestara diciendo que comentarios personales de aquella índole «no eran competentes, ni relevantes y carecían de valor», reduciéndolos al silencio.
Por ejemplo, Joe James, pelo negro y piel quizá más oscura aún que la de Perry, figura elástica que, con su descolorida camisa de cazador y sus mocasines, parecía haber salido misteriosamente de las sombras de los bosques, dijo al tribunal que el acusado había vivido con él más de dos años.
—Perry era un muchacho simpático, querido en toda la vecindad; que yo sepa, no hizo nunca nada que no estuviera bien.
El fiscal le interrumpió aquí y también interrumpió a Cullivan cuando dijo:
—En el tiempo en que tuve ocasión de tratarle, en el ejército, Perry fue siempre un muchacho muy simpático.
El reverendo Post sobrevivió algo más porque no intentó alabar al acusado, sino que describió de modo benevolente su encuentro en Lansing.
—Conocí a Perry Smith cuando vino a mi despacho, en la capilla de la penitenciaría con un dibujo a pastel hecho por él, representando la cabeza y los hombros de Jesucristo. Quería regalármelo para la capilla. Desde entonces está en la pared de mi despacho.
Fleming dijo:
—¿Tiene usted alguna fotografía de ese cuadro?
El ministro tenía un sobre lleno pero cuando las sacó evidentemente para distribuirlas entre los jurados, un Logan Green exasperado se puso en pie de un salto.
-Con el permiso de Su Señoría, creo que la cosa ha llegado demasiado lejos...
Su Señoría hizo que la cosa quedase allí.
Entonces se requirió la presencia del doctor Jones y después de los preliminares que habían acompañado su primera declaración, Fleming le hizo la pregunta crucial:
—A partir de sus conversaciones y examen, ¿sabe usted si Perry Smith distinguía el bien del mal cuando tuvo lugar la ofensa que se discute en este juicio?
Y una vez más, el tribunal advirtió al testigo:
—Conteste sí o no. ¿Lo sabe usted?
—No.
Entre murmullos de sorpresa, Fleming, sorprendido también, dijo:
—¿Puede explicar al jurado por qué no lo sabe?
Green objetó:
—El hombre no lo sabe y basta.
Lo que era cierto, legalmente hablando.
Pero si al doctor Jones le hubieran permitido explicar la causa de su indecisión, hubiera declarado:
—Perry Smith presenta síntomas indiscutibles de una grave enfermedad mental. Su infancia, que él me relató y que yo verifiqué con los informes del archivo de la penitenciaría, se caracterizó por la brutalidad e indiferencia de ambos progenitores. A lo que parece, ha crecido sin orientación, sin amor y sin asimilar nunca un sentido claro de los valores morales... Capta con hipersensibilidad todo lo que sucede a su alrededor y no presenta síntoma alguno de confusión. De inteligencia superior a la media, posee una buena cantidad de información, considerando la escasa educación recibida... En los rasgos de su personalidad, destacan dos claramente patológicos. El primero es su «paranoica» orientación hacia el mundo externo: es receloso y desconfiado, tiende a creer que los demás lo discriminan, que no son justos con él y que no lo comprenden. Hipersensible a las críticas, no puede soportar que se burlen de él. Capta inmediatamente el desprecio o la ofensa y con frecuencia interpreta mal palabras bienintencionadas. Siente que necesita amistad y comprensión pero se resiste a confiar en los demás y cuando lo hace espera ser mal interpretado o incluso traicionado. Al valorar las intenciones y sentimientos de los demás, le es casi imposible separar la situación real de su propia proyección mental. Con mucha frecuencia agrupa a las personas considerándolas en masa hipócritas, hostiles y merecedoras de cualquier cosa que él pueda hacerles. Relacionado con este rasgo, aparece otro, una rabia, siempre presente, pero dominada, que se dispara fácilmente ante la menor sensación de ser engañado, despreciado o considerado inferior. En su mayor parte, los accesos de ira de su pasado se dirigieron contra símbolos de la autoridad: padre, hermano mayor, sargento, funcionario que le concedió libertad bajo palabra; y en varias ocasiones lo impulsaron a una conducta violentamente agresiva. Tanto él como las personas que frecuenta conocen esos ataques de ira que, según dice, «le suben por dentro» y el poco dominio que tiene sobre ellos. Esa rabia, cuando se vuelve contra sí mismo, le provoca ideas de suicidio. La desproporcionada fuerza de su ira y su incapacidad para dominarla o encauzarla, traducen una grave debilidad en la estructura de su personalidad... Además de estas características, el sujeto presenta débiles síntomas de desorden en sus procesos mentales. Tiene escasa capacidad de ordenar su pensamiento, no parece en condiciones de organizarlo o sintetizarlo, perdiéndose en detalles y algunos de sus razonamientos reflejan un contenido «mágico», un desprecio de la realidad... Ha tenido pocos lazos emotivos profundos con otras personas y aun esos pocos no han podido sobrevivir a pequeñas crisis. Siente escasa consideración para con todo aquel que no forme parte de su reducido círculo de amigos y concede muy poco valor real a la vida humana. Su aislamiento emotivo y su indiferencia en ciertos campos es otra prueba de su anormalidad mental. Para un diagnóstico psiquiátrico exacto sería necesario un examen más profundo, pero la actual estructura de su personalidad se acerca mucho a una esquizofrenia paranoica.
Es significativo que un veterano muy respetado de la psiquiatría legal, el doctor Joseph Satten de la Clínica Menninger de Topeka, Kansas, después de tener una consulta con el doctor Jones, confirmara su diagnóstico de Hickock y Smith. El doctor Satten, que posteriormente prestó detenida atención al caso, sugirió que si bien el crimen no hubiera ocurrido de no producirse una fricción entre los perpetradores, fue esencialmente obra de Perry Smith quien, en su opinión, representa un tipo de asesino que él describió en un artículo: «Asesinato sin motivo aparente. Estudio sobre la desorganización de la personalidad».
El artículo, aparecido en The American Journal of Psychiatry (julio 1960) y escrito en colaboración con tres colegas, Karl Menninger, Irwin Rosen y Martin Mayman, empieza por definir su tesis: «Tratando de fijar la responsabilidad criminal de los asesinos, la ley intenta dividirlos (como hace con todo culpable) en "cuerdos" y "locos". Se supone que el asesino es "cuerdo" cuando obra según motivos racionales comprensibles aunque condenables; y "desequilibrado" cuando actúa impulsado por motivos absurdos e irracionales. Cuando los motivos racionales son evidentes (por ejemplo, cuando alguien mata en provecho propio) o cuando los motivos irracionales aparecen acompañados de ilusiones o alucinaciones (por ejemplo, el enfermo paranoico que mata al imaginario perseguidor), el problema que se le presenta al psiquiatra es bastante sencillo. Pero los asesinos que parecen racionales, coherentes y controlados pero cuyas acciones homicidas presentan características extravagantes, aparentemente absurdas, plantean un problema difícil a juzgar por las disensiones en los tribunales y de los informes contradictorios sobre un mismo acusado. Nuestra tesis es que la psicopatología de tales asesinos forma, por lo menos, un síndrome específico que intentaremos describir. En general, tales individuos están predispuestos a graves fallos en su autodominio, lo que hace posible manifestaciones abiertas de primitiva violencia, nacida de precedentes y ahora inconscientes experiencias traumáticas. »
Los autores habían examinado, como parte del recurso de apelación, a cuatro hombres condenados por homicidios sin motivo aparente. Todos ellos habían sido examinados antes de sus procesos y declarados «sin psicosis» y «cuerdos». Tres de ellos habían sido condenados a muerte y el cuarto cumplía una larga condena. En cada uno de esos casos, posteriores exámenes psiquiátricos fueron requeridos porque alguien, ya fuera el abogado defensor, un pariente o un amigo, no había quedado satisfecho con las explicaciones psiquiátricas dadas anteriormente y había preguntado:
—¿Cómo una persona tan cuerda como este hombre puede haber cometido un acto tan loco como parece el que provocó su condena?
Después de descubrir a los cuatro criminales y sus crímenes (un soldado negro que mutiló e hizo pedazos a una prostituta, un obrero que estranguló a un chico de catorce años cuando éste rechazó sus proposiciones sexuales, un cabo del ejército que dio muerte a bastonazos a otro muchacho porque creyó que se burlaba de él y un empleado de hospital que ahogó a una niña de nueve años metiéndole la cabeza bajo el agua), los autores analizaban las analogías.
Los mismos culpables se preguntan por qué han dado muerte a sus víctimas que les eran relativamente desconocidas y en cada caso el asesino parece sumido en un trance disociativo, en una especie de sueño del que despierta «para descubrir de pronto» que está agrediendo a la víctima. «El elemento más uniforme y quizás el más significativo del historial es un descontrol existente desde tiempo atrás, a veces de toda la vida, en el dominio de los impulsos agresivos. Por ejemplo, tres de los hombres, a lo largo de su vida, se enzarzaron en peleas que no tenían nada de normales y que se hubieran transformado en homicidios de no intervenir terceros. »
Aquí, reproduzco un extracto de otras observaciones contenidas en el estudio:
«A pesar de la violencia de sus vidas, todos los hombres se veían a sí mismos como físicamente inferiores, débiles e inadaptados. Su historia pone de manifiesto un grave índice de inhibición sexual. Para todos ellos, la mujer adulta es una criatura amenazadora y en dos de los casos existe una declarada perversión sexual. Todos ellos, también, en su infancia sintieron angustia ante el pensamiento de que pudieran considerarlos "mariquitas", poco desarrollados físicamente o enfermizos... En los cuatro casos, existen pruebas de estados alterados de conciencia, frecuentemente relacionados con los arranques de violencia. Dos de los hombres informaron acerca de graves estados de trance disociativo en los que tuvieron un comportamiento incoherente y violento, mientras los otros dos presentan episodios amnésicos menos graves y quizá menos completos. En los momentos de auténtica violencia, con frecuencia se sienten separados o aislados de sí mismos, como si estuvieran contemplando a otra persona... En el pasado de los cuatro hubo sucesos de extrema violencia por parte de los progenitores durante la infancia... Un sujeto declara que "le daban de latigazos siempre que asomaba la nariz"... Otro que recibió muchas palizas para "corregir" su tartamudeo, sus "ataques" y su "mal" comportamiento... Un pasado que refleja una extrema violencia bien imaginaria, bien observada en la realidad o verdaderamente experimentada por el niño, encaja en la hipótesis psicoanalítica según la cual exponer al niño a estímulos abrumadores antes de que sea capaz de dominarlos está estrechamente ligado a defectos prematuros en la formación del yo, y posteriormente, a serios trastornos del dominio de los impulsos. En todos estos casos, había pruebas de graves frustraciones emotivas en la infancia. Estas frustraciones pudieron derivar de la ausencia prolongada o repetida de uno o ambos progenitores, de una vida familiar caótica en que los padres eran desconocidos o de un abierto rechazo del niño por parte de uno o ambos padres por lo que el niño fue educado por extraños... Se notan trastornos en la organización afectiva. Muy sintomático es el hecho de que exhibían una tendencia a no experimentar ira o cólera, asociada a una acción violentamente agresiva. Ninguno experimentó sentimientos de ira en conexión con los asesinatos ni estados coléricos definidos, a pesar de que todos ellos tenían un enorme potencial de agresividad brutal... Las relaciones con la gente son de naturaleza fría y superficial, aumentando el sentimiento de aislamiento y soledad que experimentan. Los demás, en cuanto personas por las que pueden experimentar sentimientos cálidos o positivos (o de cólera), no forman parte de un mundo real... Los tres hombres condenados a muerte demuestran escasísima emoción en lo referente a su suerte y a la de sus víctimas. Culpabilidad, depresión y remordimiento, estaban notoriamente ausentes... Tales individuos pueden ser considerados asesinos potenciales en cuanto poseen una sobrecarga de energía agresiva o un inestable sistema de defensa del ego que periódicamente permite la expresión desnuda y arcaica de tal energía. El potencial homicida puede verse activado, especialmente si se ha presentado ya cierto desequilibrio, cuando la futura víctima es inconscientemente percibida como figura clave de cierta configuración traumática del pasado. La conducta o la simple presencia de esta imagen añade al inestable equilibrio de fuerzas una tensión que tiene como resultado una súbita e irresistible descarga de violencia, parecida a la explosión que tiene efecto cuando una cápsula fulminante enciende una carga de dinamita... La hipótesis de un motivo inconsciente explica por qué el asesino percibe a víctimas inocuas y relativamente desconocidas como elementos provocadores y por consiguiente satisfactorios blancos de agresión. Pero ¿por qué matarlos? La mayoría de las personas, afortunadamente, no reacciona con impulsos homicidas ni siquiera ante gravísimas provocaciones. Los casos descritos, en cambio, tenían predisposición a graves faltas de contacto con la realidad y a una debilidad extrema del dominio sobre sus impulsos durante los períodos de particular tensión y desorganización. En tales momentos, un simple conocido o incluso un desconocido podía perder fácilmente su significación "real" y asumir una identidad en la configuración traumática inconsciente. El "viejo" conflicto se reactivaba y la agresividad asumía rápidamente proporciones homicidas... Cuando se dan tales delitos absurdos, pueden explicarse como resultado final de un período de creciente tensión y desorganización en el asesino, iniciado antes del contacto con la víctima, la cual, pasando a formar parte del conflicto inconsciente del asesino, pone involuntariamente en movimiento su potencial homicida. »
A causa de las muchas analogías entre el pasado y la personalidad de Perry Smith con los sujetos de su estudio, el doctor Satten no duda de que puede incluirlo en la misma categoría. Las circunstancias del crimen, además, se ajustan exactamente en su opinión al concepto de «asesinato sin motivo aparente». Sin duda, tres de los asesinatos que cometió Smith tenían un motivo lógico: Nancy, Kenyon y su madre tenían que ser asesinados porque Clutter había sido asesinado. Pero el doctor Satten arguye que sólo el primer asesinato importa, psicológicamente, y que cuando Smith atacó a Clutter, se hallaba en un eclipse mental, inmerso en una oscuridad esquizofrénica porque lo que «de pronto descubrió» que lo que estaba destruyendo no era un hombre de carne y hueso, sino «una imagen clave de una configuración traumática»: ¿su padre?, ¿las monjas del orfelinato que se habían burlado de él y le habían golpeado?, ¿el odioso sargento, el funcionario que le dio la libertad condicional prohibiéndole volver a poner los pies en Kansas? Uno de ellos, o todos a la vez.
En su confesión Smith declaró: «No tenía intención de hacerle daño a aquel hombre. Pensé que era un hombre muy amable. De voz suave. Así lo creí hasta el momento en que le corté el cuello.» Hablando con Donald Cullivan, Smith dijo: «No me habían hecho ningún daño (los Clutter). Como otras personas. Como tantas personas en mi vida. Quizá los Clutter tuvieron que pagar por todos.”
Parecería que, por distintos senderos, ambos, el psicólogo profesional y el aficionado, llegaron a conclusiones no muy distintas.


La aristocracia del condado de Finney había ignorado el proceso.
—No está bien esto —anunció la esposa de un rico hacendado— demostrar mucha curiosidad por una cosa así.
Sin embargo, a la última sesión del juicio acudió buena parte de la flor y nata, que tomó asiento junto al pueblo. Su presencia era un gesto de cortesía con el juez Tate y Logan Green, estimados miembros de su misma casta. También un gran contingente de abogados forasteros, muchos de ellos venidos de muy lejos, llenó varios bancos: concretamente, querían oír la requisitoria final de Green a los jurados. Green, pequeño septuagenario dulcemente férreo, goza de una espléndida reputación entre sus pares que admiran su desenvoltura (su repertorio es el de un consumado actor, con un sentido de la gradación de tiempo digno de un cómico de night club). Experto abogado penal, generalmente su papel es el de defensor pero en este caso el estado le había contratado como ayudante especial de Duane West, creyendo que el joven fiscal del condado no era lo bastante maduro para conducir el caso sin la colaboración de un hombre de experiencia.
Pero, como les ocurre a casi todos los divos, Green era el último número del programa. La precedieron las equilibradas instrucciones del juez Tate dirigidas al jurado y la recapitulación del fiscal.
—¿Puede acaso existir en vuestras mentes la más mínima duda acerca de la culpabilidad de los acusados? ¡No! No importa cuál de ellos apretó el gatillo de la escopeta de Richard Eugene Hickock: los dos son igualmente culpables. No hay más que un camino que permita asegurar que estos hombres no volverán a deambular por las ciudades y pueblos de esta tierra. Pedimos la pena máxima: muerte. Esta petición no está dictada por la venganza, sino con toda humildad...
A continuación vino el alegato de la defensa. El discurso de Fleming, que fue calificado por un periodista «lleno de trucos», pareció un manso sermón de iglesia.
—El hombre no es un animal. Tiene un cuerpo y un alma que vive eternamente. No creo que el hombre tenga derecho a destruir la casa, el templo donde mora el alma...
Harrison Smith, aunque apeló también a los presuntos sentimientos cristianos del jurado, tomó como tema principal los males de la pena capital.
—Es una reliquia de la barbarie humana. La ley nos dice que tomar la vida de un hombre no es lícito, pero a continuación da ejemplo de lo contrario, cosa tan malvada como el crimen que trata de castigar. El estado no tiene derecho a infligirla. No sirve de nada. No impide el crimen sino que abarata la vida humana y da lugar a nuevos delitos. Todo cuando pedimos es clemencia. Seguramente la cadena perpetua no es una gran merced...
Green los despertó.
—Caballeros —dijo sin consultar ninguna anotación—, acaban de escuchar dos enérgicas demandas de clemencia en favor de los acusados. A mi parecer, es una suerte que estos admirables abogados, el señor Fleming y el señor Smith, no estuvieran en casa de los Clutter la noche de autos, una suerte que no estuvieran presentes suplicando clemencia para la familia sentenciada. Porque de estar allí... bueno, a la mañana siguiente hubiéramos hallado más de cuatro cadáveres.
De muchacho en el Kentucky que le vio nacer, a Green le llamaban Pinky, apodo que debía a su piel pecosa. Y ahora, contoneándose ante el jurado, la tensión de su tarea le calentaba el rostro salpicándolo de manchas rosadas.
—No es mi intención iniciar un debate teológico. Pero supuse que la defensa emplearía la Biblia como argumento contra la pena de muerte. Oyeron citar la Biblia. Pero yo sé leerla también —abrió un libro del Antiguo Testamento—. Y he aquí unas pocas cosas que el texto sagrado dice al respecto. En el Éxodo, capítulo veinte, versículo trece, tenemos uno de los Diez Mandamientos: «No matarás.» Se refiere a matar ilegalmente. Así debe de ser porque en el capítulo siguiente, versículo doce, el castigo por desobedecer aquel mandamiento dice: «El que agrediera a un hombre causándole la muerte, será sentenciado a muerte sin remisión.» Ahora bien, el señor Fleming querría hacernos creer que eso cambió con la venida de Cristo. No es así. Puesto que dice Jesucristo: «No creáis que haya venido a destruir la ley ni a los profetas, no vine a destruir, sino a colmar.» Y para terminar...
Green hojeaba la Biblia y pareció cerrarla accidentalmente, ante lo cual, los dignatarios legales forasteros sonrieron dándose codazos, porque era aquél un viejísimo truco: el abogado que leyendo las sagradas escrituras hace como si perdiera el punto de la cita y luego dice, como hacía ahora Green:
—No importa. Creo que lo sé de memoria. Génesis, capítulo nueve, versículo seis: «Aquel que vertiera sangre de hombre, verá su propia sangre vertida por los hombres.”
—Pero —siguió Green— no veo que se pueda ganar nada discutiendo sobre la Biblia. Nuestro estado dispone que la pena impuesta por asesinato en primer grado sea cadena perpetua o muerte en la horca. Esa es la ley. Ustedes, caballeros, están aquí para hacer que esa ley se cumpla. Y si alguna vez hubo un caso en que la máxima pena estuviera justificada, es éste. Fueron unos asesinatos extraños y feroces. Cuatro de sus conciudadanos fueron asesinados como puercos en su pocilga. ¿Y cuál fue la razón? Ni la venganza, ni el odio: el dinero. Dinero. Fue la fría y calculada pesada de tantas onzas de plata contra tantas onzas de sangre. ¡Y qué baratas costaron aquellas vidas! Un lote de cuarenta dólares. ¡A diez dólares la vida! —giró sobre sí mismo y señaló alternativamente con el dedo de Hickock y a Smith— Se presentaron armados de una escopeta y un puñal. Fueron allí para robar y matar...
Su voz tembló, se quebró, falló como estrangulada por la intensidad de su desprecio por aquellos acusados que mascaban chicle con aire desenvuelto. Volviéndose hacia el jurado, preguntó con voz ronca:
—¿Qué van a hacer? ¿Qué van a hacer con esos hombres que atan a un hombre de pies y manos, le abren la garganta y le vuelan los sesos? ¿Condenarlos a la mínima pena? Y ésa no es más que una de las acusaciones. ¿Qué me dicen de Kenyon Clutter, un muchacho con toda la vida por delante, atado contemplando impotente la lucha moral de su padre? O de la pequeña Nancy Clutter, que oye los disparos y sabe que ahora llega su turno. Nancy que suplicó por su vida: «No lo hagan. ¡Oh, por favor, no lo hagan! Se lo ruego. Se lo ruego.» ¡Qué agonía! ¡Qué indecible tortura! Y aún queda la madre, atada y amordazada, teniendo que escuchar cómo su esposo y sus hijos adorados morían uno a uno. Oyendo todo hasta que los asesinos, los acusados que tienen ante ustedes, entraron en su cuarto y, enfocándole con la linterna en la cara, destruyeron, con el último disparo, una familia entera.
Green hizo una pausa y tocó distraídamente un divieso que tenía en la nuca, inflamación ya madura que con la ira del momento parecía pronta a reventar.
—Así, caballeros, ¿qué van a hacer? ¿Condenarles a la mínima pena? ¿Enviarlos otra vez a la penitenciaría y correr el riesgo de que se escapen o les concedan libertad bajo palabra? La próxima vez que asesinen, puede que sea a alguien de su propia familia. Lo digo —solemnemente contempló al jurado con una mirada que los abarcaba a todos y a todos desafiaba— porque algunos de los más espantosos crímenes sólo ocurren porque a veces un grupo de jurados cobardes se negó a cumplir con su deber. Y ahora, caballeros, lo dejo a ustedes y a sus conciencias.
Se sentó. West le susurró:
—Ha estado magistral, señor.
Pero algunos se mostraban menos entusiastas y después que el jurado se retiró a discutir el veredicto, uno de ellos, un periodista de Oklahoma, tuvo un agrio intercambio de palabras con otro periodista, Richard Parr del Star de Kansas City.
Al de Oklahoma, el discurso de Green le había parecido «fanático y brutal».
—Decía la verdad —contestó Parr-; la verdad puede ser brutal. Si me permites la frase.
—Pero no tenía por qué pegar tan duro. Es injusto.
—¿Qué es injusto?
—El proceso entero. Esos chicos no tienen ninguna posibilidad.
—Buena posibilidad le dieron a Nancy Clutter.
—Perry Smith. Santo Dios. Ha tenido una vida tan perra...
Parr dijo:
—Más de un hombre puede contar historias tan lastimeras como las de ese hijo de perra. Yo incluido. Quizá yo beba demasiado, pero te juro que en mi vida maté a cuatro personas a sangre fría.
—Ya, y lo de ahorcar al hijo de perra, ¿qué? También eso se hará con una puñetera sangre fría.
El reverendo Post, oyendo la conversación, intervino:
—Bueno —dijo haciendo circular una fotografía que representaba la imagen de Jesucristo pintada por Perry Smith—, un hombre capaz de pintar eso, no puede ser ciento por ciento perverso. Aun así es difícil decidir qué se debe hacer. La pena de muerte no es la respuesta; no le da al pecador tiempo de acudir a Dios. A veces me desespera.
Era un individuo jovial, con dientes de oro, cabellos plateados y pico de viudo. Repitió con calor:
—A veces me desespera. A veces creo que el viejo Doc Savage tuvo la mejor idea.
El Doc Savage a que se refería era un héroe de novela muy popular entre los adolescentes de la generación pasada.
—Si lo recordáis, Doc Savage era una especie de Supermán. Competente en todos los campos: medicina, ciencia, filosofía y arte. No había casi nada que el viejo Doc no conociera o no pudiera hacer. Uno de sus proyectos fue librar al mundo de criminales. Primero compró una enorme isla en el océano. Luego él y sus ayudantes (contaba con un ejército de ayudantes especializados) secuestraron a todos los criminales del mundo y los llevaron a la isla. Y Doc Savage les operó el cerebro. Les quitó la parte donde se forman las ideas perversas. Y cuando se recobraron, todos se habían convertido en ciudadanos honrados. No podían cometer crímenes porque aquella parte de su cerebro había desaparecido. Ahora pienso que quizá una operación quirúrgica fuera la verdadera solución de...
Una campana, señal de que el jurado regresaba, le interrumpió. Las deliberaciones del jurado habían durado cuarenta minutos. Muchos espectadores, previendo una rápida decisión, no habían abandonado sus sitios. Sin embargo, hubo que ir a buscar al juez Tate a su finca, ya que había ido a dar de comer a sus caballos. Una toga negra endosada a toda prisa ondeaba alrededor de él a su llegada, pero con solemne calma y dignidad preguntó:
—Señores del jurado, ¿han otorgado su veredicto?
—Sí, Señoría —contestó el presidente.
El alguacil del tribunal llevó al juez el veredicto sellado.
Los silbidos de una locomotora, el estruendo del expreso de Santa Fe que se acercaba, penetraron en la sala. La voz de bajo de Tate se entremezcló con la estridencia de la locomotora al leer:
—Cargo primero. Nosotros, miembros del jurado, declaramos al acusado Richard Eugene Hickock, culpable de asesinato en primer grado y lo condenamos a muerte.
Entonces, como interesado en su reacción miró a los detenidos, de pie ante él, unidos por las esposas a sus respectivos guardianes. Impasibles, le devolvieron la mirada hasta que reanudó la lectura y leyó los siete cargos que seguían: otras tres condenas para Hickock y cuatro para Smith.
—... y lo condenamos a muerte.
Cada vez que llegaba a la sentencia Tate la pronunciaba con voz tétrica y cavernosa, que parecía el eco del lúgubre silbido del tren que se alejaba. Luego, despidió al jurado («Cumplieron valientemente con su deber») y los condenados fueron sacados de la sala. Al llegar a la puerta, Smith le dijo a Hickock:
—¡No tenían corazón de gallina, ésos, no!
Ambos rieron ruidosamente y un fotógrafo los fotografió. La foto apareció en un diario de Kansas con un pie que decía: «¿La última risotada? »


Una semana después, la señora Meier estaba en su saloncito charlando con una amiga.
—Sí, ahora esto está muy tranquilo. Probablemente hemos de estar contentos de cómo se ha resuelto todo. Pero yo todavía no le he superado. Nunca tuve mucha relación con Dick, pero Perry y yo llegamos a conocernos bastante bien. Aquella tarde, después que les leyeron el veredicto, cuando lo trajeron aquí, me encerré en la cocina para no verlo. Me quedé sentada junto a la ventana y miré cómo la gente se marchaba de la audiencia. El señor Cullivan miró hacia arriba, me vio y me saludó con la mano. Los Hickock. Todos se marchaban. Esta misma mañana recibí una carta encantadora de la señora Hickock. Me hizo varias visitas durante el proceso y me hubiera gustado poder ayudarla, sólo que ¿qué vas a decirle a una persona que está en semejante situación? Pero cuando todos se marcharon y empecé a lavar los platos, oí que él lloraba. Encendí la radio. Para no oírle. Pero le oía igual. Lloraba como un niño. Nunca se había desmoronado, nunca había dado signos de desesperación. Bueno, pues me fui a verle. A la puerta de su celda. Me tendió la mano. Quería que se la cogiera y yo lo hice. Lo único que dijo fue: «Estoy lleno de vergüenza.» Yo quise mandar por el padre Goubeaux, le dije que al día siguiente le haría arroz a la española, pero entonces me apretó aún más la mano.
»Y aquella noche, precisamente aquella noche, tuvimos que dejarle solo. Wendle y yo casi nunca salimos, pero teníamos un compromiso desde hacía tiempo y Wendle pensó que no debíamos faltar. Pero siempre me arrepentiré de haberlo dejado solo. Al día siguiente le hice arroz. No quiso ni tocarlo. Ni hablarme siquiera. Odiaba al mundo entero. Pero la mañana que los hombres vinieron para llevárselo a la penitenciaría, me dio las gracias y una fotografía suya. Una foto Kodak de cuando tenía dieciséis años. Me dijo que era como quería que yo le recordara, como el muchacho de la foto.
»Lo peor fue decir adiós. Sabiendo adonde iba y lo que le esperaba. Esa ardilla que tenía, seguro que echa de menos a Perry. Sigue viniendo a la celda en su busca. He intentado darle de comer pero no quiere saber nada conmigo. Sólo quería a Perry.


Las prisiones juegan un papel muy importante en la economía de Leavenworth County, Kansas. Las dos penitenciarías del estado, una para cada sexo, se hallan allí. Y también la mayor prisión federal, Leavenworth, así como la más importante prisión militar de todo el país, Fort Leavenworth, lúgubres cuarteles disciplinarios del ejército y de la aviación de los Estados Unidos. Si todos esos reclusos quedaran en libertad, juntos podrían poblar una pequeña ciudad.
La más antigua de las prisiones es la penitenciaría masculina del estado de Kansas, un palacete blanco y negro coronado de torres, cuya presencia, caracteriza una ciudad rural que sin ella sería del montón, Lansing. Construida durante la guerra civil, recibió su primer residente en 1864. Hoy en día los presos son unos dos mil. El actual alcaide Sherman H. Crouse lleva un registro en el que anota diariamente el total subdividiéndoles por razas (por ejemplo, blancos 1.405, negros 360, mexicanos 12, indios 6). Sea cual fuere su raza, cada recluso es ciudadano de un pueblo de piedra que existe en el interior de los muros de la cárcel, guardados por ametralladoras: cinco hectáreas grises de calles de cemento, bloques de celdas y talleres.
En la zona sur del recinto de la penitenciaría se alza un pequeño y curioso edificio de dos pisos y forma de ataúd. Este edificio, llamado oficialmente Edificio de Segregación y Aislamiento, constituye una prisión dentro de la prisión. Entre los presos, la planta baja es conocida por El Hoyo, lugar donde son encerrados los prisioneros difíciles, los provocadores de desórdenes.
Al piso de arriba se llega por una escalera de caracol de hierro: el piso de arriba es la Hilera de las Celdas de la Muerte.
La primera vez que los asesinos de los Clutter ascendieron por aquella escalera fue una lluviosa tarde de abril. Llegados a Lansing después de un viaje de ocho horas en coche a través de los seiscientos kilómetros que lo separan de Garden City, los recién llegados fueron desnudados, duchados, rapados casi al cero y provistos de bastos uniformes de dril y zapatillas de fieltro (calzado habitual de los presos en las prisiones americanas). Luego, una escolta armada los condujo en el crepúsculo lluvioso hacia el edificio en forma de ataúd, los hizo subir aprisa por la escalera de caracol hasta dos de las doce celdas que, una al lado de otra, constituyen la Hilera de la Muerte de Lansing.
Las celdas son todas idénticas. Todas miden dos metros por tres y no tienen otro mobiliario que una cama, un retrete, un lavabo y una bombilla en el techo que no se apaga ni de día ni de noche. Las ventanas de las celdas son muy estrechas y no sólo tienen barrotes, sino que están cerradas por una fina red de alambre, negra como un velo de viuda. De modo que los rostros de los condenados a muerte pueden ser apenas entrevistos por el que pase por delante. Desde dentro todo lo que se alcanza a ver es un solar vacío y sucio que en verano hace las veces de campo de béisbol; más allá del solar, una sección del muro de la prisión y por encima de todo ello se divisa un trozo de cielo.
La pared es de piedra tosca y las palomas anidan en sus grietas. Una puerta de hierro oxidada, inserta en la parte de muro visible para los ocupantes de la Hilera, pone en fuga a las palomas con el consiguiente estrépito de alas cada vez que se abre, pues los goznes chirrían muy desagradablemente. La puerta da a un cavernoso almacén donde, aun en los días más calurosos, el aire es húmedo y frío. Varias cosas se guardan allí: piezas de hierro que los detenidos emplean para fabricar placas de coche, trastos viejos, maquinaria antigua, atavíos de béisbol... y también una horca de madera sin pintar que huele vagamente a pino. Esa es la cámara de ejecuciones del estado. Cuando a un hombre lo llevan a ella para ser ahorcado, los prisioneros dicen que «se fue a El Rincón» o también que «hizo una visita al almacén».
Según la sentencia del tribunal, Smith y Hickock tenían que visitar el almacén seis semanas después de la condena: un minuto después de la medianoche del viernes 13 de mayo de 1960.


La pena de muerte fue abolida en el estado de Kansas en 1907. En 1935, debido a un desenfrenado recrudecimiento y proliferación de criminales profesionales (Alvin «Old Creepy» Karpis, Charles «Pretty Boy» Floyd, Clyde Barrow y su amante asesina Bonnie Parker), los legisladores del estado votaron para que fuese restaurada. Sin embargo, hasta 1944 ningún verdugo tuvo ocasión de ejercer su oficio. En los diez años siguientes sólo tuvo nueve ocasiones más. Pero por un espacio de seis años, es decir, desde 1954, no hubo verdugo que cobrase un céntimo en Kansas (aparte de que ejerciera sus funciones en el cuartel disciplinario del ejército y la aviación, que cuenta también con una horca). El recientemente fallecido George Docking, gobernador de Kansas desde 1957 hasta 1960, fue el responsable de esta interrupción pues se mostró sin reservas contrario a la pena capital. («Es que no me gusta, sencillamente, matar a la gente.»)
Entonces, en abril de 1960, había en las prisiones de Estados Unidos ciento noventa personas en espera de ser ajusticiadas; cinco de ellas, incluidos los asesinos de los Clutter, se contaban entre los reclusos de Lansing. De tarde en tarde, los visitantes importantes de la prisión son invitados a eso que los altos funcionarios llaman «echar un vistazo a la Hilera de la Muerte». Los que aceptan, son acompañados por un guardián, que, mientras guía al turista a lo largo del corredor que una reja de hierro separa de las celdas de la muerte, va presentando a los condenados en lo que debe de considerar un cómico formulismo.
—Y éste —le decía a un visitante en 1960— es el señor Perry Edward Smith. En la celda siguiente vemos al compañero del señor Smith, el señor Richard Eugene Hickock. Y más allá tenemos al señor Earl Wilson. A continuación del señor Wilson, vemos al señor Bobby Joe Spencer. Y en cuanto a este último caballero, seguro estoy de que reconoce al famoso señor Lowell Lee Andrews.
Earl Wilson, un fornido negro que cantaba himnos, había sido condenado a muerte por haber raptado, violado y torturado a una joven mujer blanca que, aunque había salvado su vida, quedó severamente incapacitada. Bobby Joe Spencer, de raza blanca, joven afeminado, se había confesado autor del asesinato de una anciana de Kansas City, propietaria de la pensión donde él vivía. Antes de dejar su cargo en enero de 1961, el gobernador Docking, que no había sido reelegido (en buena parte por su actitud hacia la pena capital) conmutó las sentencias de ambos hombres por cadena perpetua, lo que significaba que podían pedir la libertad bajo palabra al cabo de siete años.
Pero Bobby Joe Spencer, pronto volvió a matar: apuñaló a otro joven convicto, su rival en los favores de un recluso de más edad (como dijo un guardián de la penitenciaría: «Dos trastos pegándose por otro más trasto.»)
Tal aventura le costó a Spencer una segunda condena a cadena perpetua. Pero el público no sabía demasiado quiénes eran Wilson ni Spencer en comparación con Smith y Hickock o con el quinto hombre de la Hilera, Lowell Lee Andrews, porque la prensa los había pasado más bien por alto.
Dos años atrás Lowell Lee Andrews, muchacho de dieciocho años, muy corpulento y corto de vista, con gafas de gruesa montura y que pesaba casi ciento cincuenta kilos, cursaba el segundo año en la Universidad de Kansas como estudiante de biología, colmado de premios y honores. A pesar de que era una criatura solitaria, encerrada en sí misma y difícilmente comunicativa, los que lo conocían, tanto en su ciudad natal Wolcott, Kansas, como en la Universidad lo consideraban un muchacho extraordinariamente gentil y de «naturaleza amable», (posteriormente, un artículo sobre él aparecido en un diario de Kansas llevaba el título: «El chico más encantador de Wolcott»). Pero dentro del callado y joven erudito existía una doble personalidad insospechada, de motividad atrofiada, una mente anormal y retorcida por la que discurrían los pensamientos más fríos y crueles. Su familia compuesta de sus padres y una hermana un poco mayor, Jennie Marie, se hubieran quedado pasmados si hubieran conocido los sueños que con los ojos bien abiertos nutría Lowell durante el verano y otoño de 1958: el hijo inteligente, el adorado hermano, planeaba envenenarlos a todos.
El padre de Andrews era un próspero granjero. No tenía mucho dinero en el banco, pero poseía tierras por valor de doscientos mil dólares. El ansia de heredar aquella propiedad fue evidentemente el motivo que impulsó a Lowell a maquinar la destrucción de su familia. Porque el secreto Lowell Lee, que se escondía tras el tímido estudiante de biología que frecuentaba la iglesia, era que se creía un maestro del crimen con un corazón de hielo: soñaba con llevar camisa de seda como los gángsters y conducir llamativos coches deportivos, ser algo más que un simple estudiantillo con gafas, demasiado gordo y virginal y si bien no tenía nada contra ninguno de los miembros de su familia, por lo menos conscientemente, asesinarlos le parecía el modo más expeditivo, más sensato de llevar a cabo las fantasías que lo poseían. Como arma, se había decidido por el arsénico. Después de haber envenenado a las víctimas, pensaba acostarlas en sus camas y prender fuego a la casa con la esperanza de que la policía creyera que las muertes habían ocurrido por accidente. Sin embargo, un detalle le preocupaba: ¿y si la autopsia revelaba la presencia de arsénico? ¿Y si se descubría que el veneno lo había comprado él? A finales del verano, había elaborado otro plan. Se pasó tres meses perfeccionándolo. Por fin, una noche de noviembre en que el termómetro marcaba cero, se dispuso a actuar.
Era la semana de Acción de Gracias, y Lowell Lee pasaba en casa esas cortas vacaciones universitarias, así como Jennie Marie, muchacha inteligente pero poco atractiva que estudiaba en la Universidad de Oklahoma. La noche del 28 de noviembre, a eso de las siete, Jennie Marie estaba con sus padres, viendo la televisión en la sala; Lowell Lee, encerrado en su cuarto, leía los últimos capítulos de Los hermanos Karamazov. Terminado lo cual, se afeitó, se puso el mejor traje que tenía y pasó a cargar un rifle semiautomático calibre 22 y un revólver «luger» calibre 22. Se colocó el revólver en una pistolera, se echó el fusil al hombro y recorrió el corredor que lo separaba de la sala, sólo iluminada por la pantalla del aparato de televisión. Encendió la luz, apuntó con el rifle y disparó a su hermana entre los ojos, matándola instantáneamente.
Le disparó tres veces a su madre y dos a su padre. La madre, con los ojos dilatados, se tambaleó hacia él, tratando de hablar, abrió y cerró la boca, pero Lowell Lee le dijo:
-Cállate.
Y para asegurarse de que le obedecía, le disparó tres tiros más. El señor Andrews, sin embargo, seguía con vida: sollozando, gimiendo, se arrastró por el suelo hacia la cocina; pero al llegar al umbral, el hijo desenfundó el revólver y le disparó todas las balas. A continuación volvió a cargar el arma y a vaciarla otra vez. En total, el padre recibió diecisiete balazos.
Andrews dijo, según declaración que se le atribuye: «No sentí nada. Había llegado el momento, y yo hice lo que debía. Y eso fue todo.» Después de los disparos, abrió una ventana de su cuarto y sacó la tela metálica protectora. Luego anduvo por la casa abriendo cajones y desparramando su contenido: tenía la intención de atribuir el crimen a unos supuestos ladrones. A continuación, al volante del coche de su padre, recorrió sesenta kilómetros por carreteras resbaladizas de nieve hasta Lawrence, ciudad donde se encuentra la Universidad de Kansas. De camino, paró en un puente, desmontó las armas homicidas y se libró de ellas arrojando las piezas al río Kansas. Pero, naturalmente, el propósito del viaje era proporcionarse una coartada. Primero paró en su residencia del campus, habló con la directora y le dijo que había venido a recoger su máquina de escribir y que a causa del mal tiempo el viaje de Wolcott a Lawrence le había llevado dos horas. Saliendo de allí, entró en un cine, y contrariamente a su costumbre, charló un momento con un acomodador y con un vendedor de caramelos. A las once, cuando la película terminó, regresó a Wolcott. El perro que tenían, que no era de raza, aguardaba en el porche gimiendo de hambre. Lowell Lee entrando en la casa y pasando por encima del cadáver de su padre, le preparó un tazón de leche caliente y gachas. Luego, mientras el perro comía, telefoneó al despacho del sheriff, y dijo:
—Le llamo Lowell Lee Andrews. Vivo en el seis mil cuarenta de Wolcott Drive y quiero denunciar un robo...
Cuatro agentes de la patrulla del sheriff de Wyandotte County se presentaron. Uno de ellos, el agente Meyers, describe así la escena:
—Bueno, era la una de la madrugada cuando llegamos allí. Todas las luces de la casa estaban encendidas. Y ese enorme niño de pelo oscuro, Lowell Lee, estaba sentado en el porche acariciando a su perro.
Le daba palmadas en la cabeza. El teniente Athey le preguntó qué había sucedido. Se limitó a señalar la puerta y a decir, con cierta negligencia: «Echen un vistazo.”
Después de hacerlo, los aturdidos agentes llamaron al forense del distrito (un caballero que también quedó impresionado con la insensible indiferencia del joven Andrews). Cuando el forense le preguntó qué disposiciones pensaba tomar para el funeral, Andrews, encogiéndose de hombros, contestó:
—No me importa qué haga con ellos.
En seguida llegaron dos detectives que empezaron a hacer preguntas al único superviviente de la familia. A pesar de que estaban convencidos de que mentía, los dos detectives escucharon pacientemente el cuento de que se había ido en coche hasta Lawrence a buscar su máquina de escribir, de que luego había entrado en el cine y que al llegar a casa después de medianoche halló las alcobas saqueadas y su familia asesinada. Mantuvo esta historia y puede que la hubiera mantenido siempre si, después de su arresto y traslado a la prisión del distrito, las autoridades no hubieran conseguido la ayuda del reverendo Virto C. Dameron.
El reverendo Dameron, personaje sacado de un libro de Dickens, persuasivo y excelente orador de azufre y fuego eterno, era el ministro de la Iglesia baptista de Grandview de Kansas City, la iglesia que los Andrews frecuentaban regularmente. Despertado por una llamada urgente del forense, Dameron se personó en la cárcel a las tres de la madrugada. Los detectives que habían interrogado al sospechoso intensa pero infructuosamente pasaron a otra habitación dejando que el ministro mantuviera una consulta privada con aquel elemento de su parroquia. Resultó ser una entrevista fatal para el último, quien muchos meses después le contaba a un amigo:
—El señor Dameron me dijo: «Piensa, Lee, te conozco desde que naciste. Desde que no eras más que un renacuajo. Y que a tu padre lo conocía de siempre, que crecimos juntos, que éramos amigos de infancia. Y por eso he venido hasta aquí, no sólo porque soy tu ministro religioso, sino porque te considero como a un miembro de mi propia familia. Y porque tú necesitas un amigo en quien poder confiar y confiarte. Este espantoso suceso me ha conmovido como no puedes imaginar y tengo tantas ganas como tú de ver al culpable detenido y castigado.”
»Me preguntó si tenía sed, y, como sí la tenía, me trajo una Coca-Cola y empezó a hablarme de las vacaciones, del Día de Acción de Gracias y de si me gustaba la universidad, hasta que de pronto dijo: "Según parece, Lee, dudan de tu inocencia. Estoy seguro de que no te importará someterte al detector de mentiras para convencer a esos hombres de tu inocencia, así pueden empezar a ocuparse de atrapar al culpable." Luego me dijo: "Lee, tú no has cometido esa acción atroz, ¿verdad? Si lo hiciste, ahora es el momento de purgar tu alma." Entonces pensé: qué más da, y le conté la verdad, prácticamente todo. No dejaba de sacudir la cabeza, poner los ojos en blanco y frotarse las manos. Me dijo que era una acción terrible y que yo tendría que responder de ella ante el Altísimo y purgar mi alma diciéndoles a los policías lo que acababa de contarle a él. Me preguntó si estaba dispuesto a hacerlo.
Al recibir como respuesta un movimiento de cabeza afirmativo, el consejero espiritual del detenido pasó a la habitación contigua, atestada de policías expectantes, y les anunció con alivio:
—Ya pueden entrar. El muchacho está dispuesto a declarar.
El caso Andrews se convirtió en el fundamento de una cruzada médica y legal. Antes de iniciarse el proceso, en el que Andrews se declaró inocente en razón de enfermedad mental, el personal psiquiátrico de la Clínica Menninger llevó a cabo un exhaustivo examen del acusado, que dio como resultado el diagnóstico de «esquizofrenia simple». Por «simple» los especialistas entendían el hecho de que Andrews no sufría ilusiones, ni percepciones falsas, ni alucinaciones, sino el primer estadio de la enfermedad mental que consiste en la separación de pensamiento y sentimiento. Comprendía la naturaleza de sus actos y sabía que eran prohibidos y que por ellos se hacía merecedor de castigo.
—Pero —declaró el doctor Joseph Satten, uno de los que lo examinaron— Lowell Lee Andrews no experimenta emoción alguna. Se considera a sí mismo la única persona importante y significativa del mundo entero. Y en ese recluido mundo suyo, se siente con igual derecho a matar a su madre como a un animal o a una mosca.
En opinión del doctor Satten y sus colegas, el crimen de Andrews ofrecía un ejemplo tan indiscutible de irresponsabilidad, que el caso se prestaba admirablemente para debatir la ley M'Naghten en los tribunales de Kansas. La ley M'Naghten, como hemos dicho ya, no reconoce forma alguna de enfermedad mental cuando el acusado es capaz de distinguir entre el bien y el mal: legalmente y no moralmente. Con gran contrariedad de psiquiatras y juristas liberales, esta ley prevalece en los tribunales de la Comunidad Británica de Naciones y en Estados Unidos, en todos los estados, además del distrito de Columbia (excepto una media docena de ellos donde rige la ley más indulgente, si bien para algunos poco práctica, de Durham, según la cual un acusado no es criminalmente responsable de su acto contra la ley, si es producto de enfermedad o defecto mental).
En resumen, lo que pretendían conseguir los defensores de Andrews, un equipo compuesto por los psiquiatras de la Clínica Menninger y dos abogados de primera categoría, era una victoria que sentara un rotundo precedente legal. El objetivo fundamental era persuadir al tribunal de que sustituyera la ley M'Naghten por la de Durham. De conseguirlo, Andrews, con la abundancia de pruebas sobre su esquizofrenia, no sería condenado a la horca, ni siquiera a la cárcel, sino que sería confinado en el Hospital del Estado para insanos criminales.
Pero la defensa había hecho planes sin contar con el consejero religioso del acusado, sin contar con el incansable reverendo señor Dameron, que apareció en el proceso como testigo principal de la acusación y que, con el complicado estilo rococó de un teatral predicador de feria, declaró al tribunal que había advertido con frecuencia a su antiguo alumno de la escuela dominical contra la cólera divina.
—Y yo afirmo que no hay nada en este mundo tan precioso como tu alma y que reconociste ante mi muchísimas veces que tu fe era débil, que no tenías fe en Dios. Sabes muy bien que todos los pecados atentan contra Dios y que Dios será tu juez supremo y que ante El tendrás que responder de tu delito. Todo cuanto he dicho, lo declaro para hacer comprender el acusado lo terrible de su crimen y que tendrá que responder de él ante el Todopoderoso.
Al parecer, el reverendo Dameron había determinado que el joven Andrews tenía que responder de su acto no sólo ante el Todopoderoso, sino también ante poderes más temporales, pues fue su testimonio, unido a la confesión del acusado, lo que decidió el asunto. El juez que presidía se atuvo a la ley M'Naghten y el jurado condenó a pena de muerte al acusado.


El viernes 13 de mayo, primera fecha establecida para la ejecución de Smith y Hickock, pasó inofensivamente: la Corte Suprema de Kansas había concedido un aplazamiento en espera de la resolución de las demandas de nuevo proceso presentadas por los abogados de la defensa. Por entonces, el veredicto del caso Andrews estaba pendiente también de revisión por la misma Corte.
La celda de Perry era contigua a la de Dick. Aunque invisibles el uno para el otro, podían conversar con toda facilidad. Sin embargo, Perry raramente se dirigía a Dick y no porque hubiera una clara animosidad entre ellos (tras el intercambio de unos cuantos reproches mutuos, su amistad se había convertido en recíproca tolerancia: la aceptación de dos hermanos siameses incompatibles pero impotentes), sino porque a Perry, receloso como siempre, cauto y precavido, no le gustaba que los guardianes y los demás presos se enteraran de sus «asuntos personales», especialmente Andrews o Andy como le llamaban en la Hilera. El culto acento de Andrews, su inteligencia cultivada y salida de universidad eran anatema para Perry que, aunque no había pasado de tercer grado, se creía mucho más instruido que la gente que solía tratar, que disfrutaba corrigiendo, especialmente en gramática y pronunciación. Pero de improviso se había tropezado con alguien, «¡un chaval!», que le corregía a él de continuo. ¿Era de extrañar que se abstuviese de abrir la boca? Mejor tener la boca cerrada que aguantar que un mocoso universitario le mantuviera a raya.
—No digas ininteresado. Cuando lo que quieres decir es desinteresado.
Andrews lo decía bien, sin malicia, pero Perry hubiera querido poder freírlo en aceite hirviendo y aunque jamás hubiese admitido tal cosa, ni dejado adivinar a nadie la razón, después de uno de esos humillantes incidentes, permaneció enfurruñado en su asiento, dándose por no enterado de la comida que le servían tres veces al día. A principios de junio, se abstuvo completamente de comer. Le dijo a Dick:
—Quédate ahí esperando la cuerda. Yo no.
Y a partir de aquel momento se negó a tocar comida y agua y a decir una palabra a nadie.
El ayuno duró cinco días antes de que el guardián lo tomase en serio. Al sexto día, ordenó que Perry fuera trasladado al hospital de la prisión, pero la medida no alteró la decisión de Perry. Cuando intentaron hacerle comer a la fuerza, peleó para que no lo consiguieran: movía la cabeza y cerraba las mandíbulas hasta tenerlas tan rígidas como herraduras. Al final tuvieron que maniatarle y alimentarlo por vía intravenosa o por una sonda en la nariz. Aun así, en nueve semanas, su peso bajó de 76 kilos a 52 y el alcaide fue advertido de que aquella alimentación forzada, de por sí, no mantendría al paciente con vida indefinidamente.
Dick, si bien la fuerza de voluntad de Perry le había impresionado, no quería creer que su propósito fuera llegar al suicidio. Incluso cuando le comunicaron que Perry había entrado en coma, le dijo a Andrews, del que se había hecho muy amigo, que aquel antiguo cómplice suyo pretendía valerse de un truco.
—Sólo quiere que lo tomen por loco.
Andrews, devorador compulsivo (había llenado un cuaderno de ilustraciones de comestibles, desde un pastel de fresa a un cerdo asado) dijo:
—Quizá lo esté. ¡Matarse de hambre así...!
—No quiere más que salir de aquí. Hace teatro. Para que digan que está loco y lo pongan en el manicomio.
A Dick le encantaba repetir con frecuencia la respuesta de Andrews porque le parecía una clara muestra del «divertido modo de pensar» del muchacho, de aquella autosatisfacción «del que vive en las nubes».
—Bueno —según parece añadió Andrews—, a mí, desde luego, me parece un sistema un poco drástico. Matarse de hambre. Porque al fin y al cabo, todos saldremos de aquí. O caminando o llevados dentro de un ataúd. A mí igual me da andar o que me lleven. Al final siempre acaba por ser lo mismo.
Dick le dijo:
—Lo que tienes de malo, Andy, es que no sientes respeto alguno por la vida humana. Ni por la tuya.
Andrews asintió.
—Y —añadió— voy a decirte algo más. Si llego a salir de aquí vivo, quiero decir fuera de estas paredes, quizá nunca sepa nadie adonde se ha ido Andy, pero te juro que sí sabrán por dónde pasó.
Durante todo el verano, Perry flotó entre un estado de adormilado sopor y un sueño enfermizo y afiebrado. Oía voces en su cabeza, una que persistentemente le preguntaba: «¿Dónde está Jesús? ¿Dónde?» Y un día se despertó gritando. «El pájaro es Jesús. ¡El pájaro es Jesús!» Aquella antigua fantasía suya, aquel deseo de actuar en escenarios como «Perry O'Parsons, el Hombre Orquesta», volvió a su cabeza en forma de sueño recurrente. El centro geográfico del sueño era un night club de Las Vegas donde, con un sombrero de copa blanco y un smoking blanco también, actuaba en un proscenio iluminado por los focos, tocando por turnos armónica, guitarra, banjo y tambor a la vez que cantaba You are my sunshine y bailaba zapateado en un breve tramo de escalones dorados. En la cima de ellos, sobre una plataforma, se inclinaba a saludar. No había aplausos, ni uno solo y, sin embargo, miles de clientes se habían reunido en el vasto, lujoso local: extraño público, casi todos hombres y casi todos negros. Mientras los contemplaba, sudando, el artista comprendía por fin el significado de su silencio, dándose cuenta al cabo de que no eran más que fantasmas, los espíritus de aquellos que habían sido legalmente aniquilados en la horca, en la cámara de gas, en la silla eléctrica. En el mismo instante comprendía también que él se hallaba allí para reunirse con ellos, que aquellos escalones dorados conducían al patíbulo, que la plataforma que lo sostenía se estaba abriendo bajo sus pies. El sombrero de copa rodaba por tierra; orinando, defecando, Perry O'Parsons entraba en la eternidad.
Una tarde, sustrayéndose a un sueño, se despertó y encontró al alcaide de pie junto a su cama. Este le dijo:
—Por lo que parece tenías una pesadilla, ¿no?
Pero Perry no le contestó y el alcaide, que había visitado el hospital en repetidas ocasiones tratando de persuadir al preso para que rompiera su ayuno, le dijo:
—Te traigo una cosa. De tu padre. Pensé que querrías verla.
Perry, ojos inmensos que relucían ahora en un rostro de palidez fosforescente, contemplaba el techo. Y poco después, poniendo la tarjeta postal en la mesita de noche del paciente, el desairado visitante se marchó.
Por la noche, Perry miró la postal. Iba dirigida al alcaide y venía de Blue Lake, California. El mensaje, escrito en una caligrafía irregular y familiar, decía: «Muy señor mío: Tengo entendido que tiene otra vez a mi muchacho Perry en custodia. Escríbame, por favor, qué fue lo que hizo de malo y dígame si podré verle si voy. Estoy bien y espero que usted también. Tex J. Smith». Perry destruyó la postal, pero su imaginación la conservó, pues aquellas pocas palabras toscas le hicieron resucitar emocionalmente, despertando amor y odio, y recordándole que todavía estaba como él había tratado de no estar, con vida.
—Y entonces decidí —le contaba después a un amigo— que debía seguir viviendo. Si alguien quería mi vida, no iba a obtener más ayuda de mi parte. Tendrían que luchar para llevársela.
Al día siguiente pidió un vaso de leche, el primer alimento que aceptaba voluntariamente en catorce semanas. Poco a poco, con una dieta a base de yemas de huevo y zumo de naranja, fue ganando peso. En octubre, el médico de la prisión, doctor Robert Moore, lo consideró suficientemente fortalecido como para ser reintegrado a la Hilera. Cuando llegó, Dick se rió y le dijo:
—Bien venido a casa, encanto.


Pasaron dos años.
La partida de Wilson y Spencer dejó a Smith, Hickock y Andrews solos en la Hilera, con las luces siempre encendidas y las ventanas, veladas. Los privilegios concedidos a los prisioneros ordinarios, a ellos les estaban vedados: ni radios, ni cartas, ni siquiera un rato de ejercicio. En realidad, no estaban autorizados a dejar la celda a excepción hecha del sábado en que los llevaban a la ducha y a continuación les entregaban la muda. Las otras únicas ocasiones de salir momentáneamente eran las distanciadas visitas de abogados o parientes. La señora Hickock venía una vez al mes; su marido había muerto, ella había perdido la granja y, como le contó a Dick, vivía ahora con un pariente y luego con otro.
A Perry le parecía estar viviendo «en el fondo del mar» quizá porque la Hilera era, de costumbre, tan estática y gris como las profundidades del océano, igualmente silenciosa aparte de ronquidos, toses, el susurro de las zapatillas, el alboroto de plumas de las palomas que habían hecho su nido en el muro de la cárcel. Pero no siempre. En una carta a su madre, Dick le decía: «Hay veces en que no se puede ni oír tu propio pensamiento. Meten hombres en las celdas de abajo, ahí en eso que llaman El Hoyo y muchos rabian y se pelean como locos de atar. Maldiciones y alaridos todo el tiempo, es intolerable y entonces todo el mundo les grita que se callen. Me gustaría que me enviaras tapones para los oídos. Sólo que no me dejarían ponérmelos. No hay descanso para el malvado, imagino. »
El pequeño edificio había sido construido hacía más de un siglo y los cambios de estación habían marcado síntomas diversos de su antigüedad: el frío del invierno saturaba las junturas de hierro y piedra y en verano, cuando la temperatura llegaba a veces a los 38° C las celdas viejas eran malolientes calderos. En una carta a su madre del 5 de julio de 1961, Dick le escribía: «Hace tanto calor que mi piel apesta. Procuro no moverme mucho. Me paso el día sentado en el suelo: la cama está demasiado sudada para echarme en ella. El hedor que despido me da náuseas porque sólo me baño una vez a la semana y siempre llevo puesta la misma ropa. Nada de ventilación y las bombillas siempre encendidas calientan aún más el aire. Las chinches siguen saltando en las paredes. »
A diferencia de los presos normales, los condenados a muerte no están sujetos a la rutina de un trabajo. Pueden hacer de su tiempo lo que quieren: dormir el día entero como Perry solía («Me imagino que soy un bebé pequeñín que no puede tener los ojos abiertos») o, como Andrews, leer toda la noche. Andrews se tragaba por término medio de quince a veinte libros a la semana, lo mismo libracos que belles-lettres , y le gustaba la poesía, especialmente Robert Frost y admiraba también a Whitman, Emily Dickinson y los poemas cómicos de Ogden Nash. Aunque su insaciable sed de literatura pronto agotó las estanterías de la biblioteca de la prisión, el capellán del penal y otras personas que se compadecían de Andrews le enviaban continuamente paquetes de libros de la Biblioteca Pública de Kansas City.
Dick era también un ratón de biblioteca pero su interés se centraba sólo en dos temas: el sexo según lo tratan las novelas de Harold Robbins, e Irving Wallace (le prestó uno a Perry y éste se lo devolvió con una notita indignada: «¡Degenerada inmundicia para degeneradas mentes inmundas!») y textos legales. Todos los días se pasaba horas enteras hojeando libros de derecho, recopilando datos que esperaba le ayudaran a conmutar su condena. También, persiguiendo el mismo fin, envió montones de cartas a organizaciones tales como American Civil Liberties Union y Kansas State Bar Association , cartas atacando su juicio, al que calificaba de «parodia de proceso» y apremiando a los destinatarios a que le ayudaran a obtener un nuevo juicio. Convenció a Perry de que hiciera a su vez peticiones por el estilo, pero cuando Dick le sugirió a Andy que siguiera su ejemplo y escribiera protestas en su propio favor, Andrews contestó:
—De mi cuello me ocupo yo, y tú ocúpate del tuyo.
(En verdad no era el cuello la parte del cuerpo que a Dick preocupaba mayormente. En otra de las cartas dirigidas a su madre, escribía: «El pelo se me cae a montones. Me pone frenético. Nadie en nuestra familia fue calvo, que yo recuerde, y me pone frenético pensar que voy a ser un horrible viejo calvo.»)
Los dos guardianes que hacían el turno de noche en la Hilera, al entrar en su trabajo una noche de otoño de 1961, llevaron noticias.
—Vaya —anunció uno de ellos—, parece, chicos, que vais a tener compañía.
El significado de la frase era clarísimo para el público a quien iba dirigida: los dos soldados jóvenes que habían sido procesados por el asesinato de un obrero de ferrocarriles de Kansas habían sido condenados a la pena máxima.
—Sí, señores —añadió el guardián confirmándolo—, les han dado pena de muerte.
Dick comentó:
—Pues claro, es muy popular en Kansas. Los jurados la dan como si repartieran caramelos a los chavales.
Uno de los soldados, George Ronald York, tenía dieciocho años y su compañero, James Douglas Latham, un año más. Ambos eran extraordinariamente bien parecidos, lo que explicaba el enjambre de jovencitas que había acudido al proceso. A pesar de haber sido condenados por un solo asesinato, se les atribuían siete víctimas, en una especie de juerga que se corrieron pasando de un estado a otro.
Ronnie York, rubio y de ojos azules, nació y se educó en Florida donde su padre era un famoso y bien remunerado buceador submarino. Los York llevaban una confortable y grata vida de familia y Ronnie, amado con exceso, con exceso alabado por sus padres y por una hermana que lo idolatraba, era el adorado centro de ella. El pasado de Latham había que situarlo en el extremo opuesto: tan solitario y sombrío como el de Perry Smith. Nacido en Texas, era el menor de los hijos de unos prolíficos padres, sin dinero, que vivían en continua pelea y que cuando acabaron por separarse dejaron que la prole se las compusiera por su cuenta, despreciada, perdida y dispersada como manojos de hierba que el viento lleva. A los diecisiete años, necesitado de refugio, Latham se alistó en el ejército. Dos años después fue declarado prófugo por ausentarse sin licencia y arrestado en las celdas de castigo de Fort Hood, Texas. Fue allí donde conoció a Ronnie York que cumplía condena por la misma infracción. Aunque eran muy distintos, incluso físicamente —York alto y flemático, mientras el tejano era un hombre bajo con oscuros ojos de zorra que animaban un rostro pequeño, ladino y compacto—, descubrieron que por lo menos compartían una firme opinión: el mundo era odioso y todos sus habitantes estarían mejor muertos.
—Es un mundo podrido -decía Latham—. No se le puede responder más que con maldad. Es la única cosa que todo el mundo entiende: la maldad. Quémale la casa a un hombre, entonces comprenderá. Envenénale el perro. Asesínalo.
Ronnie afirmó que Latham «tenía razón cien por cien». Y luego añadió:
—De todos modos, si matas a alguien, no le haces más que un favor.
Las primeras personas elegidas para hacerles ese favor fueron dos mujeres de Georgia, respetables amas de casa que tuvieron la desgracia de tropezarse con York y Latham cuando el par de asesinos, fugándose de las celdas de castigo de Fort Hood, habían robado una camioneta y se dirigían a Jacksonville, Florida, cuna de York. El escenario del encuentro fue una estación de Esso, en la oscura periferia de Jacksonville. La fecha, la noche del 29 de mayo de 1961. En un principio, los dos prófugos tenían intención de ir a aquella ciudad de Florida para hacerle una visita a la familia de York, pero una vez allí, York creyó poco prudente ponerse en contacto con los suyos, porque a veces su padre sacaba un genio de todos los diablos. El y Latham lo comentaron y habían decidido como nuevo destino Nueva Orleáns, cuando pararon en una estación de Esso a poner gasolina. A su lado, otro coche reponía combustible. En él se hallaban dos señoras, las futuras víctimas, que después de pasar el día de compras y recreo en Jacksonville se volvían a sus casas de una pequeñísima población junto a la frontera Florida-Georgia. ¡Ay!, habían perdido el camino. York, a quien se lo preguntaron, estuvo muy cortés.
—No tienen más que seguirnos. Las dejaremos en la buena carretera.
Pero la carretera a la que las llevaron, de buena no tenía nada: estrecha, curva tras curva, iba a perderse en unas marismas. Sin embargo, las señoras, confiadas, fueron siguiendo hasta que el vehículo que las precedía se detuvo y entonces vieron, a la luz de los faros, que los dos serviciales jóvenes se acercaban a pie y vieron también, pero demasiado tarde, que cada uno iba armado con una vara de ganado negra. Las varas pertenecían al dueño de la camioneta robada, un ganadero. Fue idea de Latham usarlas como garrote, que fue lo que, tras robar a las señoras, hicieron. En Nueva Orleáns, los mozos se compraron una pistola y marcaron en la culata dos muescas.
En el transcurso de los diez días siguientes, fueron sucesivamente añadidas más muescas: En Tullahoma, Tennessee, donde se hicieron con un elegante Dodge rojo convertible, matando a tiros a su dueño, un viajante de comercio; en un suburbio de St. Louis, Illinois, donde otros dos hombres fueron asesinados. La víctima de Kansas, que siguió a estas cinco, fue un abuelo, de sesenta y dos años, Otto Ziegler; robusto y cordial, una de esas personas que no saben seguir carretera adelante sin ofrecer ayuda cuando ven a alguien con el coche parado. Una bonita mañana de junio, a toda velocidad en su coche por una autopista de Kansas, el señor Ziegler vio de pronto un coche rojo convertible parado en la cuneta con el capó levantado y un par de bien parecidos jóvenes hurgando en el motor. ¿Cómo iba a saber el generoso señor Ziegler que el coche no tenía falla alguna? ¿Que se trataba sólo de un truco para robar y matar a todo aquel que se sintiera samaritano? Sus últimas palabras fueron:
—¿Les puedo ayudar en algo?
York, a una distancia de seis metros, disparó contra el cráneo del anciano y volviéndose a Latham le dijo:
—No está mal la puntería, ¿eh?
Su última víctima fue la más patética. Una muchacha de dieciocho años que trabajaba de camarera en un motel de Colorado, donde el desenfrenado par pasó la noche, durante la que ella se prestó a hacerles el amor. Le dijeron que se iban a California y la invitaron a irse con ellos.
—Anda, vente —le apremió Latham—, puede que acabemos todos como estrellas de cine.
La muchacha y su maleta de cartón apresuradamente hecha acabaron como sangrientos despojos en el fondo de una hondonada cerca de Craig, Colorado. Pero no muchas horas después de haberla asesinado y arrojado al barranco, sus asesinos se hallaban realmente ante las cámaras filmadoras.
Descripciones de los ocupantes del coche rojo, suministradas por los testigos que los vieron aparcados en la zona donde el cuerpo de Otto Ziegler fue hallado, circulaban por el Midwest y por los estados del oeste. Se enviaron destacamentos a las carreteras y helicópteros las vigilaban desde el aire. Fue un destacamento de Utah el autor de la detención de York y Latham. Luego, en el cuartel general de la policía de Salt Lake City, una compañía de televisión local obtuvo permiso para televisar una entrevista con los dos que, si se prescindía del sonido, parecían dos jóvenes atletas, sanos de cuerpo y alma, que hablaran de hockey o béisbol. De todo menos de crímenes y de los roles, jactanciosamente confesados, que jugaron en la muerte de siete personas.
—Pero... ¿por qué? -pregunta el locutor-, ¿por qué lo hicisteis?
Y York, con una sonrisa de autocomplacencia, contesta:
—Nosotros odiamos al mundo.
En los cinco estados con derecho a procesar a York y Latham existía pena de muerte: Florida (silla eléctrica), Tennessee (silla eléctrica), Illinois (silla eléctrica), Kansas (horca) y Colorado (cámara de gas). Pero como disponía de las pruebas más contundentes, Kansas se llevó la victoria.
Los hombres de la Hilera conocieron a sus nuevos compañeros el 2 de noviembre de 1961. El guardián que escoltaba a los recién llegados hizo la presentación diciendo:
-Señor York y señor Latham, les presento al señor Smith. Y al señor Hickock. Y al señor Lowell Lee Andrews, «el chico más simpático de Wolcott».
Cuando el cortejo hubo pasado, Hickock oyó que Andrews ahogaba una risa y le preguntó:
—¿Qué tiene de divertido ese hijo de puta?
—Nada —contesto Andrews—. Pensaba: si contamos los tres míos, vuestros cuatro y sus siete, hacen catorce entre nosotros cinco. Así que catorce divididos entre cinco son...
—Catorce divididos entre cuatro —corrigió secamente Hickock—. Aquí sólo hay cuatro asesinos y un falso culpable. Yo no soy un maldito asesino. Nunca le toqué ni un pelo de la cabeza a nadie.


Hickock seguía escribiendo cartas protestando de su condena y al fin una de ellas dio fruto. El destinatario, Everett Steerman, presidente del Comité de Asistencia Legal de la Asociación de Abogados del Estado de Kansas, se preocupó de los alegatos del remitente, que insistía en que ni él ni su compañero tuvieron un proceso como correspondía. Según Hickock «la atmósfera hostil» de Garden City había hecho imposible la designación de un jurado imparcial y por ello debía garantizarse otro lugar para la elección de jurado. En cuanto a los jurados elegidos entonces, por lo menos dos habían demostrado claramente su prejuicio de culpabilidad en el voir dire. (Preguntado sobre su opinión sobre la pena de muerte, uno de ellos declaró que en principio se hubiera pronunciado en contra, pero que en este caso no) Desgraciadamente el voir dire no había sido registrado porque la ley de Kansas no lo requiere así, a menos que se exija en una demanda. Muchos de los jurados, además, «conocían bien a las víctimas. Y también el juez. El juez Tate era amigo íntimo del señor Clutter».
Pero los peores dardos de Hickock iban dirigidos contra los dos abogados defensores, Arthur Fleming y Harrison Smith, cuya «incompetencia e impropiedad» eran el motivo principal de la actual situación del remitente, pues a los acusados no se les había suministrado ni ofrecido verdadera defensa y esa falta de interés se sobreentendía como deliberada... un acto de confabulación entre la defensa y el fiscal.
Eran afirmaciones graves que ponían en duda la integridad de dos abogados respetables y de un distinguido juez de distrito, y aunque sólo fueran ciertas en parte, bastarían para establecer que los derechos constitucionales de los acusados no habían sido respetados. Solicitada por el señor Steerman, la Asociación de Abogados emprendió una acción sin precedentes en la historia legal de Kansas: un joven abogado de Wichita, Russell Schultz, fue designado para que llevara a cabo la investigación de los cargos y, si las pruebas lo justificaban, declarase la invalidez de la condena mediante requerimiento de habeas corpus a la corte Suprema de Kansas que había confirmado el veredicto recientemente.
Al parecer, la investigación de Shultz fue algo unilateral ya que consistió en poco más que un coloquio con Smith y Hickock, del que el ambicioso abogado salió con declaraciones para una campaña de prensa.
—La pregunta es ésta: ¿tienen los acusados pobres, claramente culpables, derecho a una defensa completa? No creo que el estado de Kansas se viera muy afectado ni por mucho tiempo con la muerte de estos acusados. Pero no creo que pudiera nunca recobrarse de la muerte de un proceso en regla.
Shultz compiló su petición de habeas corpus y la Corte Suprema de Kansas designó a uno de sus jueces retirados, el honorable Walter G. Thiele, para que dirigiera una encuesta exhaustiva. Así fue como pasaron casi dos años, desde el proceso, hasta que toda la galería de protagonistas se reunió de nuevo en la audiencia de Garden City. Los únicos importantes ausentes fueron los antiguos acusados. En su lugar estaban el juez Tate, el anciano señor Fleming y Harrison Smith, cuyas carreras se hallaban en peligro, no a causa de las afirmaciones de los acusados en sí, sino por el aparente crédito que la Asociación de Abogados les otorgaba.
El examen de testigos, que en un momento dado debió llevarse a cabo en Lansing, donde el juez Thiele fue a tomar declaración a Hickock y Smith, tardó seis días en completarse. Finalmente, todos los puntos quedaron tratados. Ocho jurados prestaron juramento y declararon no haber conocido a ningún miembro de la familia asesinada, cuatro admitieron haber conocido superficialmente al señor Clutter, pero todos, incluso el señor N. L. Dunnan, empleado del aeropuerto, el señor que había dado la respuesta objeto de la controversia durante el voir dire, testimoniaron que habían llegado a la tribuna del jurado libres de prejuicio. Shultz provocó a Dunnan.
—¿De veras cree usted que se hubiera dispuesto a afrontar un proceso en el que el jurado se hallara en la disposición mental de usted?
Dunnan dijo que sí y Shultz entonces añadió:
—¿Recuerda usted que se le preguntó si era contrario o no a la pena de muerte?
Asintiendo con la cabeza el testigo respondió:
—Dije que en condiciones normales probablemente me pronunciaría en contra, pero que dada la magnitud del crimen de que se trata probablemente votaría a favor.
Enredarse con Tate fue más difícil: Shultz pronto reconoció que tenía a un tigre cogido por la cola. En respuesta a la pregunta de si era cierta aquella supuesta amistad personal con el señor Clutter, el juez respondió:
—En una ocasión se presentó (Clutter) como litigante en este tribunal, caso que yo presidí y que se refería a los perjuicios ocasionados en su propiedad por la caída de un avión. Había presentado querella, según recuerdo, por los daños causados en unos árboles frutales. Fuera de ésta, no tuve otra ocasión de vincularme con él. Absolutamente ninguna. Le habré visto una o dos veces en el curso de un año...
Shultz, torpemente, cambió de tema.
—¿Sabría decir —le preguntó— cuál era el estado de ánimo de la población tras el arresto de aquellos dos hombres?
—Creo que sí -contestó el juez con cáustica seguridad—. En mi opinión, el estado de ánimo era el normal que se experimenta para con cualquier reo de ofensa criminal: que fueran juzgados de acuerdo con la ley, que si resultaban culpables, debían ser condenados, que recibieran, en todo caso, el mismo trato que cualquier otra persona, no existía prejuicio contra ninguno de ellos porque estuvieran acusados de un crimen.
—¿Quiere usted decir —insinuó sutilmente Shultz— que no veía razón por la que el tribunal debiera cambiar de jurisdicción para el proceso?
Los labios de Tate se curvaron hacia abajo, sus ojos brillaban.
—Señor Shultz —dijo, como si aquel nombre fuera un prolongado siseo—, el tribunal no puede por propia iniciativa decidir un cambio de jurisdicción procesal. Ello sería contrario a la ley de Kansas. Yo no podía decidir un cambio, a menos que fuera requerido por la vía correspondiente.
Pero ¿por qué no lo habían requerido los abogados defensores? Shultz presentó la cuestión ante los mismos abogados allí presentes ya que desacreditarlos y probar que no habían facilitado a sus clientes un mínimo de protección era, desde el punto de vista del abogado de Wichita, el principal objetivo de la encuesta. Fleming y Smith soportaron el ataque con mucha clase, especialmente Fleming que, con una audaz corbata roja y permanente sonrisa, aguantó a Shultz con resignación caballeresca. Explicando por qué no había requerido el cambio de sede procesal, dijo:
—Yo entendía que desde que el reverendo Cowan, ministro de la Iglesia metodista y hombre de peso en la comunidad y muy respetado, así como otros muchos ministros, se habían pronunciado en contra de la pena capital en esta zona, ello habría influido en la gente y habría aquí más personas que se inclinarían por la benevolencia, que quizás en cualquier otro lugar del estado. Además, creo que fue el hermano de la señora Clutter quien también hizo una declaración que apareció en los periódicos diciendo que él no sentía necesidad de que tuviera que condenarse a muerte a los acusados.
Shultz tenía una veintena de cargos, pero bajo todos ellos yacía la insinuación de que, a causa de la presión local, Fleming y Smith, deliberadamente, habían desatendido sus deberes. Ambos hombres, mantenía Shultz, habían traicionado a sus clientes por no consultarles suficientemente. (Fleming replicó: «Trabajé el caso dedicándole todo mi saber y entender y mucho más tiempo que el de costumbre concedo a otros casos».) Que habían renunciado al examen previo de testigos (Smith contestó: «Pero señor, ni el señor Fleming ni yo habíamos sido nombrados abogados defensores en el momento de la renuncia»). Que hicieron declaraciones a los periodistas en detrimento de los acusados (Shultz a Smith: «¿Sabe usted que un periodista, Ron Kull del Daily Capital de Topeka, citando palabras pronunciadas por usted el segundo día del juicio, publicó que a usted no le cabía duda sobre la culpabilidad de Hickock y que su única preocupación era conseguir una cadena perpetua en lugar de la pena de muerte?» Smith a Shultz: «No, señor. Si se me atribuyeron semejantes palabras, fue por error.») Que no habían preparado una defensa apropiada.
Esta última afirmación fue la que Shultz sostuvo con más firmeza. Es útil reproducir aquí, por lo tanto, la opinión firmada por tres jueces federales, como resultado del subsiguiente recurso al tribunal de apelación de los Estados Unidos, décima jurisdicción volante:
«Sostenemos, sin embargo, que al considerar la situación retrospectivamente se han perdido de vista los problemas con que tuvieron que enfrentarse los abogados Smith y Fleming cuando tomaron a su cargo la defensa de los peticionarios. Cuando aceptaron la designación, ya cada uno de los peticionarios había confesado, sin argüir ni entonces ni después ante ningún tribunal del estado que aquella confesión no hubiera sido voluntaria. Una radio tomada en casa de los Clutter y vendida por los peticionarios en Ciudad de México, había sido recobrada, y los abogados conocían además otras pruebas de culpabilidad que, por entonces, se hallaban en poder de Fiscalía. Cuando fueron invitados a defenderse de los cargos que se les imputaban, permanecieron mudos y fue necesario que el tribunal hiciera por ellos una declaración de no culpabilidad. Entonces no existían pruebas sustanciales, ni desde el proceso se presentó ninguna, para sostener la defensa basada en enfermedad mental. El intento de alegar enfermedad mental, como defensa, provocada por graves daños sufridos años atrás, en accidente, por neuralgias y alguna que otra pérdida de conciencia de Hickock, fue como prenderse al proverbial clavo ardiendo. Los abogados se enfrentaban con una situación en la que atroces crímenes cometidos contra inocentes víctimas habían sido ya admitidos. Bajo esas circunstancias, se hubiera justificado aconsejar a los peticionarios que se declarasen culpables y que se entregaran a la misericordia del tribunal. La única esperanza que les cabía era que un giro imprevisto del destino salvara las vidas de aquellos descarriados. »
En el informe que presentó al Tribunal Supremo de Kansas el juez Thiele declaró que los peticionarios habían tenido un proceso constitucionalmente justo y, por consiguiente, el tribunal denegó el auto para abolir el veredicto y estableció nueva fecha para la ejecución: el 25 de octubre de 1962. La ejecución de Lowell Lee Andrews, cuyo caso había sido presentado dos veces a la Corte Suprema de los Estados Unidos, estaba prevista para un mes más tarde.
Los asesinos de Clutter, a los que un juez federal concedió la suspensión temporal de la ejecución, pudieron sobrevivir a aquella fecha. Andrews cumplió con la suya.


Según la disposición general que rige para los condenados a la pena capital en los Estados Unidos, el término medio que ha de transcurrir entre sentencia y ejecución es aproximadamente unos diecisiete meses. Recientemente en Texas, un culpable de robo a mano armada fue electrocutado un mes después de su condena; pero en Louisiana, en el momento de escribir estas líneas, dos reos de un delito de violación llevan esperando el tiempo récord de doce años. Las variaciones dependen un poco de la suerte y mucho de la extensión y alcance del litigio. En su mayoría, los abogados que se ocupan de tales casos son nombrados por el tribunal y trabajan sin recompensa. Pero casi siempre los tribunales, para evitar futuros recursos de apelación basados en demandas por representación incompetente, designan hombres de primera categoría que se encargan de la defensa con loable energía. Sin embargo, hasta un abogado de mediano talento puede aplazar el juicio definitivo año tras año, mediante un sistema de apelaciones vigente en la jurisprudencia americana y que constituye una rueda de la fortuna legal, un juego de azar, ligeramente favorable al criminal que los participantes juegan indefinidamente, primero en los tribunales del estado, luego pasando por los tribunales federales hasta llegar al tribunal último, la Corte Suprema de los Estados Unidos. Pero aun una negativa de la Corte, no significa que la defensa no pueda descubrir o inventar nuevas bases para un recurso nuevo. Por lo general, lo consiguen y así la rueda sigue girando hasta quizás años después, cuando el preso llega otra vez al más alto tribunal de la nación, probablemente sólo para comenzar de nuevo la lenta y cruel impugnación. Pero a intervalos la rueda hace una pausa para declarar un ganador, o, con incrementada frecuencia, un perdedor: los abogados de Andrews lucharon hasta el último momento, pero su cliente fue a la horca el viernes 30 de noviembre de 1962.


—La noche era fría —decía Hickock a un periodista con el que mantenía correspondencia y que tenía permiso para visitarle periódicamente—. Fría y húmeda. Había estado lloviendo a cántaros, y en el campo de béisbol el barro te llegaba hasta los cojones . Así que cuando se llevaron a Andy al almacén, tuvieron que hacerle pasar por el sendero. Todos estábamos en las ventanas mirándolo: Perry y yo, Ronnie York, Jimmy Latham. Acababan de dar las doce y el almacén estaba iluminado como una calabaza de Halloween. Las puertas abiertas de par en par. Podíamos distinguir los testigos, muchos guardianes, el doctor y el alcaide: cualquier maldita cosa menos la horca. Estaba en un rincón pero podíamos ver su sombra. Una sombra en la pared como la de un cuadrilátero de boxeo.
—Andy estaba a cargo del capellán y cuatro guardianes, y cuando llegaron a la puerta se detuvieron un segundo. Andy se quedó mirando la horca. Te dabas cuenta de que la miraba. Tenía los brazos atados por delante. De pronto, el capellán alargó el brazo y le quitó las gafas a Andy. Daba lástima Andy sin sus gafas. Lo metieron dentro y me pregunté si vería para subir los escalones. Había un silencio de verdad, nada más que el ladrido de un perro a lo lejos. Un perro del pueblo. Entonces lo oímos, el ruido, y Jimmy Latham preguntó: "¿Qué ha sido?" Y yo le dije lo que había sido: el escotillón.
—Luego se hizo otro gran silencio excepto ese perro. El pobre diablo de Andy bailó un buen rato. Debió de darles mucho que hacer. A cada momento, el doctor salía a la puerta y se quedaba afuera con el estetoscopio en la mano. Yo me atrevería a decir que no estaba disfrutando de su trabajo, no dejaba de suspirar, como si le faltara el aire y además lloraba. Jimmy dijo: "Le carga la danza." Imagino que saldría afuera para que los demás no le vieran llorar. Luego tuvo que volver a entrar para ver si el corazón de Andy había parado. Parecía que nunca lo haría. El hecho es que su corazón siguió latiendo durante diecinueve minutos.
—Andy era un tipo divertido —añadió Hickock sonriendo de lado porque tenía un cigarrillo entre los labios—. Era como le dije yo: no tenía respeto por la vida humana, ni por la suya. Poco antes de que lo ahorcaran, se sentó y comió un par de pollos fritos. Y su última tarde estuvo fumando puros, bebiendo Coca-Cola y escribiendo poesías. Cuando vinieron a buscarle y le dimos nuestro adiós, le dije: "Te veré pronto, Andy. Que estoy seguro que hemos de ir al mismo sitio. Así que date una vuelta y mira si puedes encontrar un lugarejo fresquito Allá Abajo, para nosotros." Se rió y me dijo que no creía ni en el cielo ni en el infierno, sólo en polvo sobre polvo. Y añadió que unos tíos suyos habían venido a verle y le habían dicho que tenían un ataúd esperando para llevarle hasta un pequeño cementerio en el norte de Missouri. Al mismo donde estaban sepultados los tres que él se había cargado. Habían planeado poner a Andy junto a ellos. Me dijo que mientras se lo decían, no podía mantener la cara seria. Yo le consolé: "Bueno, eres afortunado de contar con una tumba. Con toda seguridad a Perry y a mí nos van a entregar a la vivisección." Hicimos un poco de broma hasta que fue hora de marcharse y cuando ya se iba, me dio un trozo de papel con una poesía. No sé si la escribió él o si la sacó de un libro. Mi impresión es que la escribió él. Si le interesa, se la puedo mandar.
Más tarde, así lo hizo y el mensaje de adiós de Andrews resultó ser la novena estrofa de la «Elegía escrita en un cementerio de campaña», de Gray.
La ostentación heráldica, la pompa del poder
y toda esa belleza, toda esa riqueza recibida
aguardan juntos la hora inevitable:
los senderos de gloria sólo conducen a la tumba.
—Yo le tenía verdadera simpatía a Andy. Estaba loco. No loco de verdad como no han dejado de repetir. Sino que, ¿sabe?, un poco guillado. Hablaba siempre de escaparse de aquí y de ganarse la vida como pistolero. Le gustaba imaginarse en Chicago o en Los Angeles con un fusil ametrallador metido en un estuche de violín. Cargándose a tíos. Decía que pediría mil dólares por fiambre.
Hickock se rió, supuestamente, por lo absurdo de las ambiciones de su amigo, suspiró y movió la cabeza.
—Pero para la edad que tenía es la persona más inteligente que yo he conocido. Una biblioteca humana. Cuando el muchacho leía un libro, todo le quedaba grabado. Desde luego no sabía ni una mala puñeta de la vida. Yo soy un ignoramus, excepto cuando se trata de la vida. Las he pasado todas. He visto azotar a un blanco. He visto nacer críos. He visto a una chica, que no tendría más de catorce años, darse a tres tipos a un tiempo y darles lo que su dinero valía. Un día me caí de un barco a cinco millas de la costa. Nadé cinco millas con la vida que se me iba a cada brazada. Una vez le estreché la mano al presidente Truman en el vestíbulo del Hotel Muehlebach. A Harry S. Truman. Cuando trabajaba en el hospital, al volante de una ambulancia, vi todo lo que hay que ver: cosas que harían vomitar a un perro. Pero Andy. No sabía nada de nada, salvo lo que había leído en los libros.
»Era inocente como un crío, como un niño que se come un cartucho de rosetas. No había estado nunca, ni una sola vez, con una mujer. Hombre o mula. Lo dijo él mismo. Quizá fuera eso lo que más me gustaba de él. Que no contaba cuentos. Todos los demás de la Hilera, éramos un hatajo de embusteros. Yo soy uno de los peores. De algo hay que hablar. Fanfarroneas. De otro modo no eres nadie, nada, una patata vegetando en un limbo de tres metros por dos. Pero Andy nunca se nos unió. Decía que de qué servía contar montones de cosas que nunca habían sucedido.
«Perry, en cambio, poco sintió él el fin de Andy. Andy era lo único que este mundo Perry había querido ser: educado. Y Perry no podía perdonarle eso. ¿Ya sabe, no, cómo hace Perry, siempre empleando preciosas palabras cuyo significado ignora? Parece uno de esos negros de universidad. Caramba, cómo hervía cuando Andy le corregía una y le daba un revolcón. Y claro, Andy no hacía más que intentar darle lo que él tanto ansiaba: educación. La verdad es que no hay quien aguante a Perry. No tiene ni un solo amigo. Además, ¿quién diablos se ha creído que es? Mirando a todo el mundo con burla y desprecio. Llamando a todo el mundo pervertido y degenerado. Siempre hablando del bajo cociente intelectual que tienen. Es una lástima que no todos tengamos almas tan sensibles como la del pequeño Perry. Santos. Chico, conozco algunos que se vendrían contentos a El Rincón con tal de encontrarse con él a solas en la ducha un minuto. ¡Y cómo se da de menos con York y Latham! Ronnie dice que le gustaría de veras echar mano de una vara. Le gustaría apretar un rato a Perry. No lo censuro. Al fin y al cabo, vamos todos en la misma barca y son buenos chavales.
Hickock ahogó una risa de conmiseración, se encogió de hombros y dijo:
—Bueno, usted sabe a qué me refiero. Buenos, teniendo en cuenta las cosas. La madre de Ronnie York ha venido aquí de visita varias veces. Un día, en la sala de espera, conoció a mi madre y ahora son íntimas amigas. La señora York quiere que mi madre vaya a verla a Florida, quizás a quedarse a vivir allí. Jesús, lo que me gustaría. Así no tendría que pasar este calvario. Tomar una vez al mes el autobús para venir a verme. Sonriendo, tratando de encontrar qué decir haciendo que me ponga contento. Pobre mujer. No sé cómo lo aguanta. No entiendo cómo no se ha vuelto loca.
Los desiguales ojos de Hickock se volvieron hacia una ventana de la sala de visita. Su rostro abotargado, pálido como un lirio fúnebre, era como un destello en la débil luz infernal que se filtraba por los cristales detrás de los barrotes.
—Pobre mujer. Escribió al alcaide preguntándole si podía hablar con Perry la próxima vez que viniera. Quería oír de boca de Perry que había sido él quien mató a la gente aquella, que yo no había hecho ni un disparo. Todo lo que espero es que un día consigamos un nuevo proceso y que en él Perry declare y diga la verdad. Pero lo dudo. Tiene decidido que si él va, voy yo. Espalda contra espalda. No es justo. Más de uno ha asesinado y jamás ha visto por dentro una celda de condenado a muerte. Y yo nunca maté a nadie. Si te sobran cincuenta mil dólares, puedes cargarte media Kansas City y reírte encima —una súbita sonrisa puso fin a su abatida indignación—. ¡Ajajá! Ya estoy otra vez. Pobre llorón. ¿Se imagina que he aprendido la lección? Le juro que hice todo lo posible por congeniar con ese Perry de la puñeta. Pero es tan criticón. Tiene dos caras. Celoso de cualquier cosa: de cada carta que recibo, de cada visita. Nadie le viene a ver a él excepto usted —dijo refiriéndose al periodista, que tan amigo era de Smith como de Hickock—. O su abogado. ¿Se acuerda de cuando estaba en el hospital? ¿Por aquel truco del ayuno? ¿Y que su padre le envió una postal? Bueno, pues el alcaide le escribió al padre de Perry diciéndole que podía venir cuando quisiera. Pero nunca le vimos el pelo. No sé. A veces te da pena Perry. Debe de ser una de las personas más solas que han existido. Pero... ¡Oh, al diablo con él! La culpa no es nada más que suya.
Hickock tomó otro cigarrillo del paquete de Pall Mall, arrugó la nariz y dijo:
—He intentado dejar de fumar. Luego pensé qué diferencia había, dadas las circunstancias. Con un poco de suerte quizá pesque un cáncer y le gane la partida al estado. Durante un tiempo fumé puros. De Andy. Al día siguiente de que lo colgaran, al despertarme lo llamé: «¿Andy?», como hacía siempre. Entonces recordé que iba camino de Missouri con su tío y su tía. Habían limpiado su celda y todos los trastos estaban en un montón. El colchón fuera del catre, las zapatillas y el cuaderno con todos los dibujos de comestibles que él llamaba su nevera. Y esta caja de puros Macbeth. Le dije al guardián que Andy me los había dejado a mí en su testamento. La verdad es que nunca llegué a fumármelos todos. Quizá porque me recordaban a Andy, pero me producían indigestión.
»Y bueno, ¿qué se puede decir sobre la pena de muerte? Yo no estoy en contra. Se trata de una venganza, ¿y qué tiene de malo la venganza? Es muy importante. Si yo fuera pariente de los Clutter o de cualquiera de aquellos que York y Latham despacharon, no podría descansar en paz hasta ver a los responsables colgando de la horca. Esa gente que escribe cartas a los periódicos. El otro día en un diario de Topeka había, dos, una de un ministro. Preguntando, en resumen, qué clase de farsa legal era ésta, por qué esos hijos de puta de Hickock y Smith tienen aún el cuello entero, y cómo esos asesinos hijos de puta todavía están comiendo los dineros del contribuyente. Bueno, comprendo su punto de vista. Que están que rabian porque no consiguen lo que quieren: venganza. Y no lo van a conseguir si yo puedo evitarlo. Yo creo en la horca. Mientras no sea a mí a quien cuelguen.


Pero después lo fue.
Transcurrieron otros tres años y durante ellos, dos abogados de Kansas City, excepcionalmente competentes, Joseph P. Jenkins y Robert Bingham, sustituyeron a Shultz que había renunciado al caso. Designados por un juez federal y trabajando sin compensación (pero impulsados por la firme convicción de que los acusados habían sido víctimas de un «proceso injusto, de pesadilla»), Jenkins y Bingham hicieron varias apelaciones ciñéndose al sistema de justicia federal, y consiguieron aplazar sucesivamente tres fechas fijadas para la ejecución: el 25 de octubre de 1962, el 8 de agosto de 1963 y el 18 de febrero de 1965. Los abogados sostenían que sus clientes habían sido injustamente condenados, porque no les había sido procurada asistencia legal hasta después de su confesión, por haber renunciado al examen de testigos y además por no haber estado representados con competencia en el proceso. Que habían sido condenados gracias a una prueba adquirida y presentada sin orden de allanamiento (la escopeta y el cuchillo tomados de casa de Hickock), y que no les había sido concedido un cambio de sede procesal cuando aquella en que se celebró el proceso estaba «saturada» de publicidad contra los acusados.
Con estos argumentos, Jenkins y Bingham lograron llevar el caso tres veces a la Corte Suprema de la nación, al «Grande», como lo llaman muchos de los presos que recurren a él. Pero en las tres ocasiones, el tribunal, que nunca comenta sus decisiones en tales casos, denegó los recursos de apelación y la orden de avocación que hubiera autorizado a los apelantes a una vista completa ante el tribunal. En marzo de 1965, cuando hacía casi dos mil días que Smith y Hickock estaban confinados en la Hilera de la Muerte, el Tribunal Supremo de Kansas decretó definitivamente que sus vidas terminarían entre la medianoche y las dos de la madrugada del miércoles 14 de abril de 1965. Inmediatamente fue presentada una demanda de clemencia al recién elegido gobernador de Kansas, William Avery, pero Avery, un granjero rico muy sensible a la opinión pública, se negó a intervenir, decisión que consideró tomada «en interés de la población de Kansas». (Dos meses después, Avery denegó también las peticiones de clemencia de York y Latham que fueron ahorcados el 22 de junio de 1965.)
Y así, a primeras horas de la madrugada de aquel miércoles, Alvin Dewey, que tomaba su desayuno en la cafetería de un hotel de Topeka, leyó en primera página del Star de Kansas, el titular que hacía tanto tiempo esperaba: «Ahorcados por sangriento crimen». El artículo, escrito por un cronista de la Associated Press, empezaba: «Richard Eugene Hickock y Perry Edward Smith, socios en el crimen, murieron en la horca de la prisión del estado, por uno de los más sangrientos asesinatos con que cuentan los anales criminales de Kansas. Hickock, de 33 años, murió a las 12:41. Smith, de 36, murió a la 1:19. »


Dewey los había visto morir, pues contaba entre los veintiún testigos invitados a la ceremonia. No había presenciado nunca una ejecución y cuando, hacia medianoche, entró en el frío almacén, el escenario le sorprendió: había esperado un lugar digno y no aquella caverna mal iluminada, llena de maderas y trastos en total desorden. Pero la horca, con sus dos lazos pálidos atados a la viga, se imponía lo suficiente. Y también allí, con inesperada elegancia, estaba el verdugo, proyectando una larga sombra desde su plataforma sobre los trece escalones de madera. El verdugo, individuo anónimo, endurecido, importado especialmente de Missouri para el evento, por el que recibiría seiscientos dólares, llevaba un viejo traje cruzado a rayas, demasiado holgado para su escuálida figura: la chaqueta le llegaba casi hasta las rodillas; y llevaba en la cabeza un sombrero de cow-boy que quizá fue verde brillante, pero que ahora se había convertido en una cosa extraña, desteñida por el sudor y el tiempo.
Dewey encontró además desconcertante la charla, voluntariamente indiferente, de los demás testigos al acto, mientras esperaban el comienzo de lo que uno de ellos llamó «las festividades».
—Oí decir que pensaban echar a suertes quién de los dos tenía que ser el primero. Echando una moneda al aire. Pero Smith dijo que por qué no por orden alfabético. Quizá porque la S viene después de la H. ¡Ja!
—¿Leíste en el diario, en el de la tarde, lo que pidieron para su última comida? Pidieron el mismo menú: gambas, patatas fritas, pan al ajo, helado y fresas con nata. Tengo entendido que Smith no le hizo gran caso.
—Ese Hickock tiene buen sentido del humor. Me contaron que hará una hora, uno de los guardas le dijo: «Esta debe ser la noche más larga de toda tu vida.» Y Hickock va, se ríe y contesta: «No, la más corta.»
—¿Has oído lo de los ojos de Hickock? Se los deja a un oculista. En cuanto lo cuelguen, ese médico le sacará los ojos y los pondrá en la cara de alguien. No querría yo estar en el pellejo de ese alguien. Me sentiría algo extraño al tener sus ojos en mi cara.
—¡Cristo! ¿Es esto lluvia? ¡Abajo todas las ventanas! Mi Chevy nuevo. ¡Cristo!
La repentina lluvia golpeaba sobre el tejado del almacén. Su ruido, no demasiado distinto del ram-ram-ra-ta-plam de los tambores, anunció la llegada de Hickock. Acompañado de seis guardias y un capellán que rezaba, entró en el lugar de la muerte, esposado y con una especie de arnés de cuero negro que le ataba los brazos al torso. Al pie de la horca, el alcaide le leyó la orden oficial de ejecución, un documento de dos páginas. A medida que el alcaide leía, los ojos de Hickock, debilitados por media década de sombras en la celda, escudriñaron el pequeño auditorio y, no viendo lo que buscaban, le preguntó al guardián que tenía más cerca, en un susurro, si no había ningún miembro de la familia Clutter presente. Al contestarle que no, el prisionero pareció contrariado, como si pensara que el protocolo de aquel ritual de venganza no hubiera sido observado.
Como es costumbre, terminada la lectura el alcaide le preguntó al condenado si tenía alguna postrera declaración que hacer. Hickock asintió con la cabeza.
—Sólo quiero decir que no os guardo rencor. Me enviáis a un mundo mejor de lo que éste fue para mí.
A continuación, como para dar más énfasis a sus palabras, estrechó las manos a los cuatro hombres principalmente responsables de su captura y condena, los cuales, todos, habían pedido presenciar la ejecución: los agentes del KBI, Roy Church, Clarence Duntz, Harold Nye y Dewey.
—Un placer volver a verles —dijo con su más encantadora sonrisa.
Era como saludar a los invitados a su propio funeral.
El verdugo tosió, se quitó con impaciencia su sombrero de cowboy y se lo volvió a poner, gesto que recordaba en cierto modo una gallina que erizase las plumas del cuello y las volviera a bajar. Hickock, empujado suavemente por un asistente, subió los escalones del patíbulo.
—El Señor nos la da, el Señor nos la quita. Loado sea el nombre del Señor —entonó el capellán mientras arreciaba la lluvia, el lazo era colocado y una suave máscara negra era atada sobre los ojos del prisionero—. Que el Señor tenga piedad de tu alma.
El escotillón cayó y Hickock quedó colgando a la vista de todos durante veinte minutos enteros, hasta que al fin el doctor dijo:
—Declaro que este hombre ha muerto.
Un coche fúnebre, con los faros encendidos y perlados de lluvia, entró en el almacén y el cuerpo, colocado en una camilla y cubierto con una manta, fue llevado hasta el coche y luego afuera, en la noche.
Viéndolo marchar, Roy Church movió la cabeza.
—No creí nunca que tuviera tantas agallas. Que se lo tomara así. Lo tenía por un cobarde.
Su interlocutor, otro agente, le contestó:
—¡Oh, Roy! El tío era un mierda. Un malvado cretino. Se lo merecía.
Church, con ojos pensativos, seguía moviendo la cabeza.
Mientras aguardaban la segunda ejecución, un periodista y un guardián entablaron conversación. El periodista decía:
—¿Es el primer ahorcado que ve?
—Vi a Lee Andrews.
—Para mí, éste es el primero.
—Ah. ¿Y qué le parece?
El periodista frunció los labios.
—Nadie del periódico quería venir. Ni yo tampoco. Pero no ha sido tan malo como pensé. Igual que saltar de un trampolín. Sólo que con una cuerda alrededor del cuello.
—No sienten nada. Caen de pronto, instantáneamente, y ya está. No sienten nada.
—¿Está seguro? Yo estaba muy cerca y le oía que intentaba aspirar aire.
—Uff, pero no sienten nada. No sería humano si no.
—Bueno, y además supongo que los llenan de píldoras. Sedantes.
—No, puñeta. Va contra el reglamento. Ahí llega Smith.
—Caramba, no sabía que fuera un renacuajo así.
—Sí, es pequeño. También lo es la tarántula.
Cuando lo llevaron al almacén, Smith reconoció a su enemigo Dewey. Dejó de mascar la goma de menta que tenía en la boca, sonrió y le guiñó el ojo a Dewey, entre desenvuelto y malicioso. Pero cuando el alcaide le preguntó si quería decir algo, su expresión era seria. Sus ojos sensibles contemplaron gravemente los rostros que le rodeaban, se alzaron hacia el verdugo en sombras, luego se posaron en sus manos esposadas. Se miró los dedos sucios de tinta y pintura, porque se había pasado sus últimos tres años en la Hilera de la Muerte pintando autorretratos y retratos de niños de los detenidos que le dejaban las fotos de su progenie que tan raramente veían.
—Pienso —dijo— que es una cosa infernal quitar la vida de este modo. No creo en la pena de muerte ni legal ni moralmente. Puede que hubiera podido contribuir en algo, algo... —le falló la seguridad, la timidez le redujo la voz hasta que se hizo casi inaudible—. No sirve de nada que pida perdón por lo que hice. Hasta está fuera de lugar. Pero lo hago. Pido perdón.
Escalones, lazo, máscara. Pero antes de que le ajustaran la venda, el prisionero escupió su chicle en la mano tendida del capellán. Dewey cerró los ojos y los mantuvo cerrados hasta que oyó el golpe seco que anuncia que la cuerda ha partido el cuello. Como casi todos los funcionarios de la ley americana, Dewey estaba convencido de que la pena capital representa un freno para el crimen violento y creía que si alguna vez la sentencia había sido plenamente merecida, era ésta. La precedente ejecución no le había turbado: Hickock nunca le había parecido gran cosa, sino que lo veía como «un estafador ocasional, que se había salido de su radio de acción, un ser hueco sin ningún valor». Pero Smith, a pesar de que era el verdadero asesino, despertaba en él otra reacción. Había algo en él, un aura de animal exiliado, de criatura herida, que el detective no podía dejar de ver. Recordaba su primer encuentro con Perry en la sala interrogatoria de la policía de Las Vegas: aquel enano sentado en la silla metálica, con sus diminutos pies metidos en unas botas que no llegaban al suelo. Y ahora, cuando Dewey volvió a abrir los ojos, fue aquello lo que vio, los mismos diminutos pies que colgaban, oscilantes.
Dewey había imaginado que con las ejecuciones de Hickock y Smith se sentiría satisfecho, que experimentaría una sensación de liberación, de justicia cumplida. En lugar de ello, descubrió que estaba recordando un incidente ocurrido casi un año atrás, un encuentro casual en el cementerio de Valley View que, ahora retrospectivamente, le parecía que había cerrado el caso Clutter.
Los pioneros que fundaron Garden City, tuvieron que ser gente espartana, pero cuando llegó el momento de establecer un cementerio formal, decidieron, a pesar de la aridez del suelo y las dificultades para transportar agua, crear aquel rico contraste con las polvorientas calles y las austeras llanuras. El resultado, que llamaron Valley View, está situado por encima de la ciudad, en una meseta de altura moderada. Visto hoy, es una oscura isla lamida por el ondulante oleaje de los trigales que la rodean, un buen refugio para un día caluroso, porque se hallan en ella muchos senderos umbríos, gracias a árboles plantados generaciones atrás.
Una tarde del pasado mayo, mes en que los campos arden con el fuego verdeoro del trigo a medio crecer, Dewey llevaba varias horas en Valley View limpiando de malezas la tumba de su padre, deber que había descuidado por mucho tiempo. Dewey tenía cincuenta y un años, cuatro años más que cuando dirigió la investigación del caso Clutter. Pero seguía espigado y ágil y era el principal agente del KBI de la Kansas occidental. La semana anterior, había arrestado a un par de ladrones de ganado. El sueño aquel de establecerse en una granja propia no se había convertido en realidad, pues su esposa no había perdido el miedo a vivir aislada. En cambio, los Dewey se habían construido una casa nueva en la ciudad. Se sentían orgullosos de ella y orgullosos también de sus dos hijos, que ahora ya tenían voz grave y eran tan altos como su padre. El mayor iba a ingresar en la universidad en otoño.
Al acabar de arrancar las hierbas, Dewey se paseó por los senderos silenciosos. Se detuvo ante un tumba señalada con un nombre recientemente grabado: Tate. El juez Tate había muerto de pulmonía el noviembre pasado: coronas, rosas parduscas y cintas descoloridas por la lluvia, todavía cubrían la tierra desnuda. Junto a ella, pétalos de rosas recién esparcidos sobre un montón de tierra más reciente, la tumba de Bonnie Jean Ashida, hija mayor de los Ashida muerta en accidente de coche cuando se hallaba de visita en Garden City. Muertes, nacimientos, bodas... precisamente el otro día se había enterado que el novio de Nancy Clutter, Bobby Rupp, se había marchado y se había casado.
Las tumbas de la familia Clutter, cuatro tumbas reunidas bajo una única piedra gris, se hallaban en una lejana esquina del cementerio, más allá de los árboles, a pleno sol, casi al borde luminoso del trigal.
Al acercarse, Dewey vio que había junto a ellas otro visitante, una esbelta jovencita con guantes blancos, cascada de pelo castaño oscuro y largas y elegantes piernas. Vio que le sonreía y él se preguntó quién podría ser.
—¿Ya me ha olvidado, señor Dewey? Soy Susan Kidwell.
El se echó a reír. Ella se acercó.
—¡Sue Kidwell, si eres tú, que me aspen! —no la había visto desde el proceso. Era entonces una niña—. ¿Cómo estás? ¿Como está tu madre?
—Muy bien, gracias. Sigue dando clase de música en el colegio de Holcomb.
—No he estado por allí últimamente. ¿Algo nuevo?
—Oh, hablan de pavimentar las calles. Pero ya conoce Holcomb. La verdad es que yo no estoy mucho allí. Es mi penúltimo año en la Universidad de Kansas. Sólo estoy en casa pasando unos días.
—Eso es estupendo, Sue. ¿Qué estás estudiando?
—De todo. Arte principalmente. Me encanta. Estoy muy contenta —miró a través de la pradera—. Nancy y yo habíamos planeado ir juntas a la universidad. Pensábamos compartir una habitación. A veces lo recuerdo. De pronto, cuando estoy muy feliz, pienso en todos los planes que habíamos hecho.
Dewey miró la piedra gris que tenía grabados cuatro nombres y la fecha de su muerte, 15 de noviembre de 1959.
—¿Vienes por aquí a menudo?
—De vez en cuando. Caramba, el sol está fuerte —se protegió los ojos con gafas ahumadas—. ¿Se acuerda de Bobby Rupp? Se ha casado con una chica guapísima.
—Eso oí decir.
—Con Colleen Whitehurst. Es de veras hermosa. Y muy simpática además.
—Me alegro por Bobby —y en tono de broma, Dewey añadió—: ¿Y tú? Seguro que tienes montones de admiradores.
—Bueno, nada serio. Pero eso me recuerda algo. ¿Tiene hora? ¡Oh! —exclamó al decirle que eran más de las cuatro—. ¡Tengo que irme corriendo! Pero me ha encantado volver a verle, señor Dewey.
—Yo me he alegrado también, Sue. ¡Buena suerte! —le gritó mientras ella desaparecía sendero abajo, una graciosa jovencita apurada, con el pelo suelto flotando, brillante.
Nancy hubiera podido ser una jovencita igual.
Se fue hacia los árboles, de vuelta a casa, dejando tras de sí el ancho cielo, el susurro de las voces del viento en el trigo encorvado.

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