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lunes, 24 de enero de 2011

PRIMERO -- UNA HIJA ES UNA HIJA -- AGATHA CHRISTIE

UNA HIJA ES UNA HIJA
AGATHA CHRISTIE

LIBRO PRIMERO

1

Ann Prentice, erguida en el andén de la estación Vic­toria, agitaba la mano a modo de saludo.
El tren que iba hacia el transbordador se alejó en medio de fuertes sacudidas, la cabeza morena de Sarah desapareció y Ann Prentice volvióse, caminando despa­cio por el andén hacia la salida.
Experimentaba esa extraña mezcla de sensaciones que ocasiona la marcha de un ser querido.
Querida Sarah... cuánto iba a echarla de menos... Claro que no serían más que cuatro semanas... Pero el piso iba a parecer tan vacío... Ella y Edith solas, dos abu­rridas mujeres de mediana edad...
Sarah era tan inquieta, tan llena de vitalidad, tan segura de todo... Y sin embargo, no era más que una chiquilla muy querida de cabello oscuro...
¡Qué horrible! ¡Qué forma de pensar! ¡Cómo se mo­lestaría Sarah! Lo único en que Sarah -y todas las chicas de su edad- parecía insistir era en una actitud de indife­rencia casual por parte de sus padres. «Sin aspavientos, madre», decía, ansiosa.
Claro que todas aceptaban tributos en especie. El que se les llevara la ropa a la tintorería y se fuera a recogerla después, teniendo que pagarla a menudo. Difíciles llamadas telefónicas. («Si llamaras tú a Carol, mamá, sería todo mucho más sencillo.») El ordenar el constante desorden. («Cielo, ya pensaba haber recogido todo, pero es que tengo que salir pitando.»)
"Cuando yo era joven», pensaba Ann...
Volvían los recuerdos. Su hogar había sido chapado a la antigua. Su madre contaba ya más de cuarenta años cuando ella nació, y su padre tendría unos quince o die­ciséis años más que la esposa. La marcha de la casa había sido dictada a gusto del padre.
Allí nadie había dado el cariño por descontado, sino que todos lo expresaban.
«Ésta, es mi niña querida.» «¡El encanto de papá!» «¿Puedo traerte alguna cosa, mamaíta?»
La limpieza de la casa, los recados, las cuentas de las tiendas, las invitaciones y los escritos sociales habían sido hechos con la colaboración de Ann, con la mayor naturalidad. Las hijas estaban para servir a los padres, no al revés.
Al pasar junto al quiosco de libros, Ann se preguntó de pronto: «¿Qué sería lo mejor?»
Cosa sorprendente, la respuesta no parecía sencilla.
Al recorrer con la mirada las publicaciones expues­tas, en busca de algo que leer aquella tarde ante la chimenea encendida, llegó a la conclusión inesperada de que en realidad carecía de importancia. Era todo cues­tión de convenciones, nada más. Como hablar en argot. En un momento determinado se decía que las cosas eran «superiores», más tarde que eran «divinas» o «mara­villosas», o que «no podría estar más de acuerdo conti­go» y que esto o lo otro gustaba «con locura».
Los hijos atendían a los padres o los padres atendían a los hijos... no suponía diferencia alguna en la subya­cente y vital relación de una persona con otra. Entre ellas dos existía, Ann estaba convencida, un cariño profundo y auténtico. ¿Y entre ella y su propia madre? Al volver atrás en el pensamiento pensó que bajo la ter­nura y el afecto superficiales había habido, en realidad, la misma indiferencia amable y casual que estaba ahora de moda fingir.
Sonriendo para sí, Ann compró un libro de bolsillo, una obra que recordaba haber leído hacía algunos años y que le había gustado. Tal vez ahora la resultara algo sentimental, pero no tenía importancia, ya que Sarah no estaría allí...
«Voy a echarla de menos -pensó Ann-, ya lo creo que la echaré en falta... pero en cambio tendré bastante paz...»
»Para Edith también supondrá un descanso -siguió pensando-. Se molesta siempre que se cambia de pla­nes o se alteran las comidas.»
Y es que Sarah y sus amistades estaban siempre yendo y viniendo, telefoneando y cambiando de plan. «Mamá, cielo, ¿te importa que hoy comamos temprano? Queremos ir al cine.» «¿Eres tú, mamá? Te llamo para decirte que por fin no voy a comer.»
A Edith, fiel servidora después de veinte años, que hacía ahora el triple de lo que una vez esperara, tales interrupciones de la rutina normal la exasperaban.
Edith, según frase de Sarah, se amargaba con fre­cuencia.
Y no es que Sarah no se saliera con la suya siempre que quería. Edith podía reñir y refunfuñar, pero adoraba a Sarah.
Iba a haber mucho silencio a solas con Edith. Paz, pero mucho silencio... Un extraño escalofrío estremeció a Ann... Reflexionó: «Ya nada sino tranquilidad... Una tranquilidad que irá alargándose vagamente cuesta abajo hacia la vejez y la muerte. Nada que esperar con ilusión. Pero ¿qué deseo? -se preguntó-. Lo he tenido todo. Amor y felicidad con Patrick. Una hija. He tenido cuanto deseaba de la vida. Ahora... se acabó. A partir de ahora Sarah continuará donde yo me detengo. Se casará, ten­drá hijos. Seré abuela».
Sonrió para sí. Disfrutaría siendo abuela. Se imagina­ba nietos guapos y vivarachos. Chiquillos traviesos con el pelo negro y rebelde de Sarah, niñas regordetas. Les leería... les contaría cuentos...
Seguía sonriendo ante la idea... pero la sensación de frío permanecía. Si al menos viviera Patrick... Volvió a surgir en ella el viejo dolor rebelde. Hacía tanto tiempo ya... cuando Sarah contaba sólo tres años... tanto tiempo que la sensación de esta pérdida y la angustia se habían curado. Ahora podía pensar en Patrick con dulzura, sin dolor. El joven e impetuoso marido al que tanto amara... tan lejos ahora... tan lejano en el pasado.
Pero hoy la rebeldía brotaba de nuevo. Si Patrick estuviera aún con vida, Sarah se alejaría de ellos... a Suiza, a practicar deportes invernales, hacia un marido y un hogar, a su debido tiempo... y ella y Patrick se quedarían aquí juntos, más viejos, más tranquilos, pero compar­tiendo la vida y sus altibajos. No estaría sola...
Ann Prentice salió al atestado vestíbulo de la esta­ción. «Qué aire tan siniestro tienen todos esos autobuses rojos -pensó-, formados en filas, como monstruos que esperan que se les alimente.» Era increíble su aspecto de poseer una vida sensible propia... una vida que tal vez fuera parte del alma de su hacedor, el Hombre.
Qué mundo tan ajetreado, ruidoso, abarrotado, todos entrando y saliendo, apresurándose, corriendo, hablando, riendo, quejándose, lleno de saludos y despedidas.
Y de pronto, una vez más, sintió aquel frío latido... de soledad.
«Ya era hora de que Sarah se fuera... me estoy volviendo demasiado dependiente de ella -siguió pensan­do-. Y quizá le esté volviendo a ella demasiado depen­diente de mí. No debo hacerlo. No hay que aferrarse a los jóvenes... impedirles que vivan su propia vida. Eso estaría mal... muy mal...»
Debía irse borrando, mantenerse bien en segundo plano, animar a Sarah para que hiciera sus propios pla­nes... sus propias amistades.
Y entonces sonrió, pues la verdad es que Sarah no necesitaba que le dieran ánimos. Sarah tenía muchos amigos y siempre estaba haciendo planes, apresurándo­se de acá para allá con la mayor confianza y disfrutando de todo. Adoraba a su madre, pero la trataba con una es­pecie de paciencia cariñosa, como a alguien a quien se excluye de toda comprensión y participación, debido a su avanzada edad.
Para Sarah cuarenta y un años eran una edad avanzada, mientras que a Ann le resultaba un verdadero esfuer­zo considerarse a sí misma como alguien de mediana edad. Y no es que intentara mantener a raya al tiempo. Apenas se maquillaba y su ropa tenía aún el aire ligera-mente rural de una joven matrona que visita la ciudad: chaquetas y faldas sencillas y una pequeña sarta de perlas auténticas.
-No comprendo por qué soy tan tonta -se dijo en voz alta, suspirando-. Supongo que es el hecho de despedir a Sarah.
¿Cómo decían los franceses? Partir c 'est mourir un peu...
Sí, es verdad... Sarah, arrebatada por el importante y ruidoso tren, había muerto para su madre, por el momento. «Y yo para ella. Es curioso... la distancia. Separa­ción en el espacio...»
Sarah vivía una vida. Ella, Ann, otra... Tenía una vida propia.
Una sensación ligeramente placentera sustituyó al frío interior del que se había sentido consciente con an­terioridad. Ahora podría escoger cuándo levantarse, qué haría... podría planificar su jornada. Podría acostarse temprano, y cenar en una bandeja... o ir al teatro o al cine. O tomar un tren e ir a vagar por el campo... cami­nando por bosques desnudos mientras el cielo azul aso­maba entre el dibujo complicado y recio de las ramas...
Desde luego, podía hacer todo aquello siempre que se le antojara. Pero cuando dos personas viven juntas hay tendencia a que una de ellas trace el molde. Pen­sándolo bien, Ann había disfrutado mucho con las vivaces entradas y salidas de Sarah.
No cabía duda de que ser madre era muy entreteni­do. Era como volver a vivir la propia vida... sin muchas de las agonías de la juventud. Al saber ahora lo poco que importaban ciertas cosas, uno podía sonreír con in­dulgencia ante las crisis que surgían.
-De verdad, mamá -decía Sarah con intensidad-, es de una enorme importancia. No sonrías. ¡Nadie cree que todo su futuro está en juego!
Pero a los cuarenta y un años se sabía que la vida de uno está en juego muy raras veces. La vida era mucho más elástica y resistente de lo que a uno le gustaba creer.
Mientras prestaba sus servicios con una ambulancia, durante la guerra, Ann se dio cuenta por vez primera de lo mucho que importaban las pequeñas cosas de la vida. Las pequeñas envidias y celos, los pequeños placeres, el roce de un cuello, sabañones dentro de un zapato de­masiado prieto... todo aquello resultaba de una impor­tancia inmediata mucho mayor que el gran hecho de que se podía morir en cualquier instante. Éste debiera haber resultado un pensamiento solemne, abrumador, pero la verdad es que uno se acostumbraba a él en se­guida... y las pequeñeces se afianzaban, incluso parecían mayores por su insistencia, sólo porque, en el fondo, quedaba el pensamiento de que el tiempo era muy breve. También aprendió algo acerca de las extrañas inconsistencias de la naturaleza humana, de lo difícil que resultaba clasificar a las personas en «buenas» o «malas», como se sintiera inclinada a hacer en los tiempos de su dogmatismo juvenil. Había presenciado un valor increíble para salvar a una víctima... y luego, el mismo individuo que arriesgara su vida descendía hasta robar cualquier menudencia del individuo que acababa de salvar.
Las personas, de hecho, no estaban hechas de una sola pieza.
Mientras permanecía indecisa en la acera, el sonoro bocinazo de un taxi sustrajo a Ann de sus especulacio­nes abstractas hacia consideraciones más prácticas. ¿Qué haría ahora, en ese instante?
Por la mañana no había pensado sino en que Sarah se iba a Suiza. A la noche cenaría con James Grant. El querido James, siempre tan amable y considerado. «Vas a sentirte un poco tristona cuando Sarah se haya ido. Sal y vamos a festejar algo.» Ciertamente, James era un encanto. Sarah se burlaba y llamaba a James «tu amigo pukka Sahib, cariño». Pero James era una persona muy querida. Cierto que a veces resultaba algo difícil mante­ner la atención fija cuando contaba una de sus larguísi­mas e intrincadas anécdotas, pero disfrutaba tanto di­ciéndolas... Y además, cuando se ha conocido a una persona durante más de veinticinco años, lo menos que se puede hacer es escucharle con amabilidad.
Ann echó un vistazo a su reloj. Podría acercarse a los almacenes del ejército y la marina. Edith necesitaba al­gunos artículos para la cocina. Aquella decisión solucio­nó su problema inmediato. Pero mientras examinaba cazos y preguntaba los precios (¡realmente fantásticos ahora!), se sentía consciente de aquel extraño pánico en el fondo de su mente.
Por fin, dejándose llevar de un impulso, se acercó a una cabina telefónica y marcó un número.
-¿Puedo comunicarme con dame Laura Whitstable, por favor?
-¿De parte de quién?
-De la señora Prentice.
-Un momento, señora.
Hubo una pausa y luego una voz profunda y sonora preguntó:
-¿Ann?
-Oh, Laura, ya sé que no debería llamarte a estas horas del día, pero acabo de despedir a Sarah y me pre­guntaba si estarías muy ocupada hoy...
La voz anunció con decisión:
- Será mejor que comas conmigo. Pan de centeno y requesón. ¿Te parece bien?
- Cualquier cosa me parecería bien. Eres un ángel.
-Te espero. A la una y cuarto.


Faltaba un minuto para la una y cuarto cuando Ann despidió el taxi en la calle Harley y tocó el timbre.
El competente Harkness abrió la puerta, le sonrió dándole la bienvenida y dijo:
-Suba directamente, señora Prentice. Dame Laura tardará aún unos minutos.
Ann subió las escaleras con ligereza. El comedor de la casa había sido convertido en sala de recibir, mientras que el piso superior de la elevada casa quedaba cómo­damente independiente. En la salita habían dispuesto una pequeña mesa con la comida. La habitación parecía más propia de un hombre que de una mujer. Sillas gran-des y un tanto destartaladas pero cómodas, cantidad de libros, algunos sobre las sillas, y cortinas de terciopelo de buena calidad y rico colorido.
Ann no esperó mucho tiempo. Dame Laura, prece­dida por su voz que sonaba escaleras arriba como un triunfal contrabajo, entró en la sala y besó a su invitada con afecto.
Dame Laura Whitstable contaba sesenta y cuatro años. De ella emanaba ese aire que tienen la realeza o los personajes públicos bien conocidos. Todo en ella era de tamaño algo mayor que natural: su voz, su busto, parecido a una estantería, la masa recogida de cabello color gris hierro, la nariz como un pico de ave.
-Estoy encantada de verte, niña. Estás preciosa, Ann. Veo que te has comprado un ramito de violetas. Muy acertado por tu parte. Es la flor a que más te pareces.
-¿La humilde violeta? La verdad, Laura...
-Dulzura otoñal, bien oculta entre las hojas.
- Eso no es propio de ti, Laura. ¡Por lo general eres tan brusca!
- Me produce dividendos, pero a veces es un autén­tico esfuerzo. Vamos a comer inmediatamente. Bassett, ¿dónde está Bassett? Ah, aquí está. Para ti hay lenguado, Ann, supongo que te alegrará saberlo. Y un vaso de vino blanco.
- Oh, Laura, no debías haberte molestado. Requesón y pan de centeno me hubieran bastado.
-Sólo hay requesón para mí. Vamos, siéntate. ¿Así que tu hija Sarah se ha ido a Suiza? ¿Por cuánto tiempo?
-Tres semanas.
-Qué bien.
El anguloso Bassett había salido de la estancia.
Mientras tomaba su requesón con aire de gustarle, dame Laura indagó con astucia:
-Y la vas a echar de menos. Pero no me has telefoneado ni venido aquí a decirme eso. Vamos, vamos, Ann, cuéntamelo. No tenemos mucho tiempo. Ya sé que me quieres, pero cuando la gente me llama y quiere verme al instante, por lo general la atracción está en mi sabiduría superior.
- Me siento terriblemente culpable -aclaró Ann en tono de disculpa.
- Tonterías, querida. La verdad es que resulta un cumplido.
-Oh, Laura -se lanzó Ann apresuradamente-, soy una tonta redomada, ¡lo sé! Pero me había entrado una especie de de pánico. ¡Allí, en la estación Victoria, entre todos los autobuses! Me sentía... me sentía tan enormemente sola... Sí, ya veo...
-No era sólo el hecho de que Sarah se iba y la echaría de menos. Era algo más que eso...
Laura Whitstable asintió con la cabeza, en tanto que sus astutos ojos grises observaban a Ann desapasionadamente.
-Porque -siguió la última, despacio-, después de todo, uno siempre está solo... en realidad...
-¿Así que acabas de descubrirlo? Así sucede, en verdad, más pronto o más tarde. Y lo curioso es que resul­ta un golpe, por regla general. ¿Cuántos años tienes, Ann? ¿Cuarenta y uno? Muy buena edad para efectuar tu descubrimiento. Si lo dejas para más tarde puede resultar devastador. Si lo descubres cuando eres demasiado joven... hace falta mucho valor para aceptarlo.
- ¿Te has sentido verdaderamente sola alguna vez, Laura? -preguntó Ann con curiosidad.
- Oh, sí. A mí me llegó cuando tenía veintiséis años... de hecho, en medio de una reunión familiar de lo más cariñosa. Me sorprendió y atemorizó... pero lo acepté. No hay que negar nunca la verdad. Hay que aceptar el hecho de que sólo tenemos una compañía en este mundo que está con nosotros desde la cuna hasta la tumba... nosotros mismos. Si llegas a un acuerdo con dicha compañía... aprendes a vivir contigo misma. Ésa es la respuesta. Pero no siempre es fácil.
Ann suspiró.
-La vida carece absolutamente de sentido... te lo estoy contando todo, Laura... no son sino años que van prolongándose, sin nada con que llenarlos. Bah, supon­go que no soy sino una mujer tonta e inútil...
-Vamos, vamos, mantén el sentido común. Durante la guerra ejecutaste una tarea muy buena y eficiente, aunque no espectacular; has educado a Sarah con bue­nos modales y enseñándole a disfrutar de la vida, y a tu manera, tranquila, también tú disfrutas de ella. Todo ello es muy satisfactorio. En realidad, si vinieras a mi sala de consulta te despacharía sin cobrarte siquiera... y eso que soy una vieja avarienta.
-Laura, querida, eres un gran consuelo. Pero supon­go que, a decir verdad, me preocupo demasiado por Sarah.
-¡Bobadas!
-Temo siempre tanto convertirme en una de esas madres posesivas y obsesivas que devoran realmente a sus retoños.
-Se habla tanto de madres posesivas -pronunció con sequedad Laura-, que muchas mujeres temen demostrar un afecto normal hacia sus hijos.
-¡Pero el ser posesivo es malo!
-Claro que sí. Me lo encuentro a diario. Madres que tienen a sus hijos amarrados a las cintas de su delantal, padres que monopolizan a sus hijas. Pero no siempre es culpa de ellos. Una vez tuve en mi habitación un nido de pájaros, Ann. A su debido tiempo los pequeñuelos dejaron el nido, pero uno no quería marchar. Quería se­guir en el nido, que lo alimentaran, negándose a enfren­tarse al esfuerzo de dejarse caer por el borde. La madre se angustió mucho. Le enseñaba, volaba una y otra vez desde el borde del nido, le piaba, agitaba las alas. Luego se negó a alimentarlo. Le traía comida en el pico, pero se quedaba en el extremo opuesto del cuarto, llamán­dolo. Bien, hay seres humanos que son así. Niños que no quieren crecer, que no desean enfrentarse a las difi­cultades de la vida adulta. No es la educación que han recibido. Son ellos mismos.
Hizo una pausa antes de proseguir.
-Existe el deseo de ser poseído igual que el de po­seer. ¿Se trata de una madurez tardía? ¿O es cierta caren­cia inherente de la calidad de ser adulto? Aún sabemos muy poco de la personalidad humana.
- De todos modos -cortó Ann, poco interesada en ge­neralidades-, ¿no te parece que soy una madre posesiva?
- Siempre he pensado que la relación entre tú y Sarah es de lo más satisfactoria. Diría que entre vosotras hay cierto amor natural -añadió pensativa-: Claro que Sarah es joven para su edad.
A mí siempre me ha parecido que es mayor para su edad.
-Yo no diría eso. Me da la impresión de que no tiene mentalidad de diecinueve años.
-Pero es muy positiva, tiene gran seguridad. Y es muy compleja. Llena de ideas propias.
-Llena de las ideas en boga, querrás decir. Pasará mucho tiempo antes de que tenga ideas que puedan llamarse propias realmente. Y hoy día todos los jóvenes parecen positivos. Necesitan que se les dé seguridad, ésa es la razón. Vivimos en una época de incertidum­bre en la que todo es inestable y los jóvenes lo sienten, Ahí radica la mitad de los problemas de hoy día: en la falta de estabilidad. Hogares destrozados. Carencia de valores morales. Una planta joven, sabes, tiene que estar sujeta a una estaca muy firme. -Laura sonrió de pronto.- Como todas las viejas, aunque yo sea una muy distinguida, suelto un sermón. -Terminó con el reque­són.
- ¿Sabes por qué tomo esto?
-¿Porque es sano?
-¡Bah! Me gusta. Desde una vez que pasé mis vaca­ciones en una granja en el campo. Y otra razón es para ser diferente. Uno adquiere posturas. Todos lo hacemos. Tenemos que hacerlo. Y yo más que la mayoría. Pero gracias a Dios sé que lo hago. Pero, hablando de ti, Ann, créeme no te pasa nada malo. Estás lanzándote al segundo vuelo, eso es todo.
-¿Qué es eso de mi segundo vuelo, Laura? No que­rrás decir... -vaciló.
-No quiero decir nada físico. Hablo en términos mentales. Las mujeres tienen suerte, aunque el noventa y nueve por ciento no lo sabe. ¿A qué edad se lanzó santa Teresa a reformar monasterios? A los cincuenta. Y podría citar muchos casos más. De los veinte a los cuarenta las mujeres se hallan absortas biológicamente... y con toda razón. Se preocupan de los niños, los maridos, los amantes... las relaciones personales. O subliman todas estas cosas y se lanzan a una carrera, de forma típicamente femenina y emocional. Pero la segunda flora­ción natural es de la mente y el espíritu y su edad cuando una alcanza la madurez. Según van envejeciendo, las mujeres se interesan más en cosas impersonales. Los in­tereses masculinos se reducen, los de las mujeres se am­plían. A los sesenta un hombre se repite, por lo general, como un gramófono. A la misma edad, una mujer, si tiene cierto individualismo, es un ser interesante.
Ann pensó en James Grant y sonrió.
-Las mujeres se proyectan hacia algo nuevo. Oh, también cometen grandes tonterías a esa edad. A veces se sienten esclavizadas por el sexo. Pero la edad madu­ra es una edad de grandes posibilidades.
-¡Qué consoladora eres, Laura! ¿Crees que debería ocupar mi tiempo libre en algo? ¿Algún trabajo social determinado?
-¿Cuánto amas a tus semejantes? -preguntó Laura Whitstable con gravedad-. Las obras de poco sirven sin el fuego interior. No hagas cosas que no deseas hacer para que te den luego palmaditas en la espalda por ha­cerlas. Nada, si se me permite decirlo, produce un resul­tado más odioso. Si disfrutas visitando a ancianas enfer­mas o llevando a chiquillos feos y maleducados a la playa, hazlo, desde luego. A muchos les gusta. No, Ann, no te obligues a ciertas actividades. Recuerda que toda tierra tiene que permanecer alguna vez en barbecho. Hasta ahora tu cosecha ha sido la maternidad. No puedo imaginarte como una reformista, una artista o un expo­nente de los servicios sociales. Eres una mujer corrien­te, Ann, pero muy agradable. Espera. Limítate a esperar tranquila con fe y esperanza, y verás. Algo que valga la pena surgirá para llenar tu vida.
Vaciló para seguir al instante:
- Nunca has tenido un amorío, ¿verdad?
-No -enrojeció Ann-. ¿Crees... crees que debería?
Dame Laura lanzó una especie de terrible resoplido, un amplio sonido explosivo que sacudió visiblemente los vasos en la mesa.
-¡Toda esa fraseología moderna! En tiempos victorianos temíamos al sexo, ¡incluso forrábamos las patas de los muebles! Ocultad todo lo que sea sexual, haced que desaparezca de la vista. Era fatal. Pero hoy hemos llegado al extremo opuesto. Tratamos las cuestiones sexuales como algo que se encarga en la farmacia. Está a la altura de las medicinas con el azufre y la penicilina. Muchas jóvenes vienen a preguntarme: «¿Cree que debería tener un amante?» «¿Le parece que debería tener un hijo?» Casi da la impresión que el acostarse con un hombre en vez de placer es un deber sagrado. Tú no eres una mujer apasionada, Ann. Eres una mujer con una muy profunda capacidad de afecto y ternura. Eso puede incluir el sexo, pero lo sexual no es primordial en ti. Si me pides que profetice te diré que a su debido tiempo volverás a ca­sarte.
-Oh, no, no creo que pudiera hacerlo.
-¿Por qué te has comprado hoy un ramillete de vio­letas y te lo has prendido en la ropa? Sueles comprar flores para las habitaciones, pero por lo general no te pones ninguna. Esas violetas son un símbolo, Ann. Las has comprado porque, muy dentro de ti, sientes la pri­mavera.., tu segunda primavera se aproxima.
-Querrás decir el veranillo de San Martín -replicó Ann, de mala gana.
-Sí, si quieres llamarlo de ese modo.
-La verdad, Laura, es que es una idea muy bonita, pero sólo he comprado las violetas porque la mujer que las vendía tenía el aspecto de estar helada y triste.
-Eso es lo que tú crees. Pero no es sino la razón superficial. Profundiza en los motivos reales, Ann. Apren­de a conocerte. Es lo más importante de la vida... inten­tar llegar a conocerse a sí mismo. Cielos, son más de las dos. Debo darme prisa. ¿Qué harás esta tarde?
-Voy a cenar con James Grant.
-¿El coronel Grant? Sí, ya. Un tipo agradable. -Le relucieron los ojos-. Hace mucho que anda detrás de ti, Ann.
Ann Prentice rió y se ruborizó.
-Oh, no es más que simple hábito.
-Te ha pedido varias veces que te cases con él, ¿no?
-Sí, pero no son sino bobadas. Oh, Laura, ¿no crees que... tal vez... debería? Si los dos nos encontramos solos...
-¡En el matrimonio no hay «deberías» que valgan, Ann! Y la compañía inadecuada es peor que carecer de ella. Pobre coronel Grant... y no es que me apiade de él, en verdad. Un hombre que está siempre pidiendo a una mujer que se case con él y no consigue hacerle cambiar de parecer, es un hombre que disfruta en secreto con las causas perdidas. Si hubiera estado en Dunkerke hu­biera disfrutado... ¡pero me atrevo a decir que mejor le hubiera sentado la carga de la Brigada Ligera! ¡Cómo nos gustan en este país las derrotas y errores... y qué vergüenza nos dan siempre nuestras victorias!



2


Ann volvió a su piso, donde la fiel Edith le saludó con cierta frialdad.
-Le había preparado un buen gallo para comer -le dijo desde la puerta de la cocina-. Y flan de caramelo.
-Lo siento mucho. He comido con dame Laura. Pero te he telefoneado a tiempo para decirte que no vendría a comer, ¿no es así?
-Aún no había preparado el gallo -admitió Edith de mala gana. Era una mujer alta y delgada, con el cuerpo derecho de un granadero y una boca fruncida en gesto de desaprobación-. No es propio de usted el dudar y cambiar de idea. Claro que con la señorita Sarah no me sorprendería. He encontrado los guantes de vestir que andaba buscando cuando ya se había ido y era demasia­do tarde. Estaban metidos en la parte de atrás del sofá.
-Qué lástima -Ann cogió los guantes de lana tejidos en colores alegres-. Se ha ido muy contenta.
-Así lo imagino.
-Sí, todo el grupo estaba de lo más animado.
-Puede que no vuelvan tan contentos. A lo mejor con muletas, que es lo más probable.
-Oh, no, Edith, no digas eso.
-Son peligrosos esos sitios de Suiza. Se le rompen a uno los brazos o las piernas y luego no quedan bien. Se gangrenan bajo el yeso y es el fin de uno. Y además con un olor horrible.
- Bueno, esperemos que eso no le pase a Sarah -dijo Ann, muy acostumbrada a las lúgubres predicciones que Edith hacía con patente delicia.
- No nos va a parecer la misma casa sin la señorita Sarah. No vamos ni a reconocerla, de callada que va a estar.
- Te servirá un poco de descanso, Edith.
- ¿Descanso? -dijo indignada la mujer-. ¿Y para qué quiero descansar? Es mejor desgastarse que oxidarse, eso es lo que mi madre me decía siempre y lo que he hecho toda la vida. Ahora que la señorita se ha ido y sus amigos no van a estar entrando y saliendo en cualquier momento, puedo hacer una limpieza a fondo. Este sitio lo necesita.
- El piso está limpísimo, Edith.
- Eso es lo que piensa usted. Pero yo lo sé mejor.
Hay que quitar todas las cortinas, sacudirlas bien. Y a las arañas de cristal les vendría bien una enjabonada... ¡Oh! hay un centenar de cosas por hacer.
Los ojos de Edith relucían de placer anticipado.
-Busca a alguien que te ayude.
- ¿Quién, yo? Ni hablar. Me gusta que las cosas estén bien hechas y no se puede confiar en muchas de esas mujeres, hoy día. Aquí tiene usted cosas bonitas y las cosas bonitas deben estar bien cuidadas. Pero con tanto cocinar y una cosa y otra nunca puedo dedicarme a lo mío, como debiera.
-Pero cocinas de maravilla, Edith. Y lo sabes muy bien.
Una ligera sonrisa de agradecimiento transformó la habitual expresión de profundo desagrado de Edith.
-Bah, cocinar -dijo como sin darle importancia-. Eso no es nada. No es lo que yo llamo trabajar de verdad, ni mucho menos.
Dirigiéndose a la cocina preguntó:
- ¿A qué hora desea el té?
-Oh, todavía no. Hacia las cuatro y media.
- Si yo fuera usted apoyaría los pies en algo y echaría un sueñecito. Así estaría fresca para la noche. Bien puede disfrutar de un poco de paz, ahora que la tiene.
Ann rió. Se dirigió a la salita y dejó que Edith la aco­modara bien en el diván.
-Me cuidas como si fuese una niñita, Edith.
- Bueno, no era mucho más que eso cuando entré a trabajar con su mamá, y no ha cambiado mucho. Ha lla­mado el coronel Grant para decir que no se le olvide que era el restaurante Mogador a las ocho. Ya lo sabe, le he dicho. Pero así son los hombres.., dándole demasia­da importancia a todo, y los militares son los peores.
- Ha sido muy amable al pensar que me sentiría sola esta noche e invitarme.
- No tengo nada en contra del coronel -dijo Edith juiciosamente-. Sí que es un poco exagerado con las cosas, pero es un verdadero caballero. -Se detuvo y al cabo añadió-: Mirándolo bien, podría usted elegir algo peor que el coronel.
- ¿Qué has dicho, Edith?
-He dicho -le devolvió la mirada sin pestañear- que hay otros peores... Oh, bueno, supongo que ahora no veremos mucho a ese señorito Gerry, ahora que la seño­rita Sarah se ha ido.
-No te gusta, ¿verdad, Edith?
-Bueno, sí y no, no sé si me comprende. Hay algo en él... que no puede negarse. Pero no es de los constantes. Marlene, la hija de mi hermana, se casó con uno así. No conserva un empleo más de seis meses. Y pase lo que pase nunca es su culpa.
Edith salió de la sala y Ann se apoyó contra los almohadones, cerrando los ojos.
El sonido del tráfico llegaba leve y apagado a través de la ventana cerrada; era un zumbido agradable, como el de abejas lejanas. Sobre la mesa, cerca de ella, un flo­rero lleno de junquillos amarillos despedía al aire su dulce fragancia. Se sintió llena de paz y contento. Echaría de menos a Sarah, pero Iba a resultar un descanso ser ella misma por cierto tiempo.
Qué pánico tan extraño le había entrado por la mañana.
Se preguntó en qué consistiría la fiestecilla de James, por la noche.
El Mogador era un restaurante pequeño y un tanto anticuado, con buena comida y buen vino y cierto aire de calma.
Ann fue la primera del grupo en llegar y encontrar al coronel Grant sentado en el bar de la recepción, abriendo y cerrando el reloj.
-Oh, Ann -se puso en pie de un salto-. Ya estás aquí. -Su mirada recorrió con aprobación el vestido negro de ceremonia de la mujer y la hilera de perlas que rodeaba su cuello-. Es estupendo que una linda mujer pueda ser puntual.
-Sólo llego con tres minutos de retraso -le sonrió Ann.
James Grant era un hombre alto, con un cierto aire rígido de militar, cabello gris cortado muy corto y una barbilla obstinada. En conjunto, su aspecto era agrada­ble.
Volvió a consultar su reloj.
-Bueno, ¿por qué no aparecerán los demás? Tendre­mos la mesa lista para las ocho y cuarto, así que primero beberemos algo. ¿Un jerez? Lo prefieres a un combinado, ¿no?
-Sí, por favor. ¿Quiénes son los demás?
-Los Massingham. ¿Les conoces?
-Claro.
-Y Jennifer Graham. Es prima carnal mía, pero no sé si tú le has...
-Creo que la conocí una vez contigo.
-El otro hombre es Richard Cauldfield. Le encontré hace unos días. No le había visto desde hacía años. Ha pasado casi toda la vida en Birmania. Se siente un poco desplazado de regreso en su país.
-Sí, lo supongo.
- Es simpático. Una historia bastante triste. Se le murió la esposa al dar a luz a su primer hijo. La quería mucho. No se recuperó en mucho tiempo. Le pareció que tenía que irse al instante... por eso se marchó a Bir­mania.
-¿Y la criatura?
- Oh, también murió.
-Qué triste.
-Ah, aquí están los Massingham.
La señora Massingham, a la que Sarah siempre llama­ba «Mem Sahib», se les acercó mostrando una dentadura deslumbrante. Era una mujer delgada y tensa, de piel desecada y descolorida por los años vividos en la India. Su esposo era un individuo bajo y fuerte, con un estilo de conversación entrecortado.
- Me alegra volver a verte -dijo la mujer estrechando con calor la mano de Ann-. Y qué agradable salir a cenar vestida como es debido. La verdad es que nunca puedo ponerme un traje de noche. Todos dicen siempre: «No te cambies». ¡Pienso que la vida es monótona hoy día, y la de cosas que una tiene que hacer! ¡Creo que me paso la vida en el fregadero! No creo que podamos quedarnos en este país. Estamos pensando en ir a Kenia.
-Muchas personas están yéndose -añadió el marido-. Hartos. Es ese condenado gobierno.
-Ah, aquí está Jennifer -cortó el coronel-. Con Cauldfield.
Jennifer Graham era una mujer alta, de rostro caballuno, de unos treinta y tantos años, que relinchaba al reír. Richard Cauldfield era un hombre de mediana edad y rostro curtido.
Se sentó junto a Ann, que empezó a darle conversación.
¿Llevaba mucho tiempo en Inglaterra? ¿Qué tal le parecía todo?
El hombre repuso que le costaba habituarse. Todo era tan distinto de antes de la guerra. Había estado bus­cando trabajo... pero no era fácil, al menos para un hombre de su edad.
-No, creo que es cierto. Y sin embargo, parece mal.
-Sí, después de todo, aún estoy al principio de mi cincuentena -sonrió con aire infantil, como excusándo­se-. Tengo un pequeño capital. Estoy pensando en com­prarme una casita en el campo. Y dedicarme a la jardi­nería, para vender las flores. O a criar pollos.
- ¡Pollos no! -dijo Ann-. Tengo varias amistades que lo han intentado, pero los pollos siempre parecen contraer enfermedades.
- Sí, tal vez la jardinería me iría mejor. Quizá no se consigan grandes beneficios, pero sería una vida agradable. -Suspiró-. Todo parece andar tan revuelto... Tal vez si tuviéramos un cambio de gobierno...
Ann asintió dudosa. Era la panacea habitual.
-Debe ser muy difícil tomar una decisión sobre a qué dedicarse, exactamente. Muy inquietante.
-Oh, yo no me inquieto. No creo en las preocupa­ciones. Si un hombre tiene fe en sí mismo y auténtica decisión, todas las dificultades se resuelven solas.
Era una afirmación dogmática, y Ann pareció vacilar.
-Me lo pregunto.
-Le aseguro que así es. No aguanto a las personas que siempre están quejándose acerca de su mala suerte.
-Oh, estoy de acuerdo en eso -exclamó Ann con tal fervor que él alzó las cejas, interrogante.
-Parece como si usted tuviera cierta experiencia en el asunto.
-La tengo. Uno de los amigos de mi hija anda siem­pre viniendo a contarnos su última desgracia. Solía sim­patizar con él, pero actualmente se ha vuelto reiterativo y me resulta aburrido.
-Las historias de mala suerte son aburridas -dijo la señora Massingham desde el otro lado de la mesa.
-De quién hablas, ¿del joven Gerald Lloyd? -preguntó el coronel-. Nunca llegará muy lejos.
-¿Así que tiene una hija? -preguntó por lo bajo Ri­chard Cauldfield a Ann-. ¿Una hija lo bastante mayor para tener un amigo?
-Oh, sí, Sarah tiene diecinueve años.
-¿Y la quiere usted mucho?
-Naturalmente.
Vio una momentánea expresión de dolor en la cara de él y recordó la historia que le contara el coronel Grant. Pensó que Richard Cauldfield era un hombre so­litario.
-Parece usted muy joven para tener una hija crecida -siguió él en voz baja.
-Eso es lo que se dice a una mujer de mi edad -rió Ann.
- Quizá. Pero lo digo de veras. Su marido está... -va­ciló-, ¿muerto?
-Sí, hace mucho tiempo.
- ¿Por qué no ha vuelto a casarse?
Pudiera haber sido una pregunta impertinente, pero el auténtico interés de su voz la salvó de cualquier falsa acusación de ese tipo. Ann volvió a sentir que Richard Cauldfield era una persona sencilla. Quería saberlo de verdad.
-Oh, porque... -se detuvo, para añadir luego con sin­ceridad y veracidad-: Amaba mucho a mi esposo. Cuando murió no volví a enamorarme de nadie más. Y ade­más estaba Sarah, claro.
-Sí. Sí.... con usted es exactamente lo que debía de ocurrir.
Grant se puso en pie sugiriendo que pasaran al res­taurante. En la mesa redonda Ann se sentó entre su anfi­trión y el mayor Massingham. No pudo seguir su téte-á­-téte con Cauldfield, que hablaba con cierta languidez con la señorita Graham.
-Tal vez sean el uno para el otro, ¿eh? -musitó el co­ronel a su oído-. Él necesita una esposa, ¿sabes?
Por alguna razón, la insinuación desagradó a Ann. ¡Jennifer Graham, nada menos, con su voz fuerte y sono­ra y su risa de relincho! No era en absoluto el tipo de mujer que Cauldfield necesitaba para casarse.
Les sirvieron ostras y el grupo se dispuso a comer y charlar.
-¿Sarah se ha ido esta mañana?
-Sí, James. Espero que tengan unas buenas nevadas.
-Sí, aunque en esta época del año es algo dudoso. De todos modos, espero que se divierta. Es una chica guapa, Sarah. Por cierto, espero que el joven Lloyd no formará parte del grupo.
- Oh, no, acaba de entrar en la sociedad de su tío. No puede marcharse.
-Muy bien. Tienes que cortar todo eso de raíz, Ann.
-No creo que se tenga demasiada autoridad para cor­tar mucho hoy día, James.
-Hum, imagino que no. Pero al menos la has alejado por una temporada.
- Sí, pensé que sería un buen plan.
-Conque sí, ¿eh? No eres ninguna tonta, Ann. Espe­remos que se interese por algún otro muchacho allá.
- Sarah es muy joven todavía, james. No creo que el asunto de Gerry Lloyd fuera nada serio.
- Tal vez no. Pero parecía muy preocupada por él la última vez que la vi.
- Preocuparse es típico de Sarah. Sabe con exactitud lo que cada cual debiera hacer y obliga a que lo hagan. Es muy leal para con sus amigos.
- Es una buena chica. Y muy atractiva. Pero nunca lo será tanto como tú, Ann; es más dura... lo que hoy se dice una chica dura.
-No creo que Sarah sea nada dura -sonrió Ann-. Es la forma de actuar de su generación.
-Tal vez... pero algunas de esas chicas podrían tomar lecciones de encanto de sus madres.
La miraba cariñosamente y Ann pensó para sí, con una oleada de calor poco corriente: «Querido James. Qué amable es conmigo. Verdaderamente me considera perfecta. ¿Seré una tonta al no aceptar lo que me ofrece? Ser amada y querida...»
Por desgracia, en aquel instante, el coronel Grant empezó a contarle la historia de uno de sus subalternos y la esposa de un mayor en la India. Era una anécdota larga, que ya había oído por tres veces con anterioridad.
El cálido afecto murió. Frente a ella vio a Richard Cauldfield, calibrándole. Un poco demasiado confiado en sí mismo, demasiado dogmático... no, se corrigió, no realmente... Sólo era una armadura defensiva que él levantaba contra un mundo extraño y probablemente hostil.
La verdad es que tenía una cara triste. Una cara soli­taria...
Pensó que tenía muchas cualidades buenas. Sería amable, honrado y estrictamente justo. Obstinado, con toda probabilidad, y con prejuicios en ocasiones. Un hombre poco acostumbrado a reírse de las cosas o a que se rieran de él. La clase de hombre que se abriría si se sintiera verdaderamente querido...
-...y ¿quieres creerme? -el coronel había llegado al triunfante final de su historieta-. ¡Sayce lo había sabido todo el tiempo!
Con sobresalto Ann volvió de sus dudas inmediatas y rió con la debida proporción.


3


Ann se despertó a la mañana siguiente, preguntándose por un instante dónde se hallaba. No cabía duda, la tenue silueta de la ventana debiera haberse hallado a la derecha, no a la izquierda... La puerta, el armario...
Entonces cayó en la cuenta. Había estado soñando; soñando que había vuelto, como una adolescente, a su antigua morada de Applestream. Había vuelto llena de excitación y su madre y una Edith más joven le habían dado la bienvenida. Había corrido por el jardín, lanzan-do exclamaciones a diestro y siniestro, entrando al fin en la casa. Todo estaba como siempre: el vestíbulo bas­tante oscuro y la entrada de la sala de estar, cubierta de tejido de malla. Y entonces, cosa curiosa, su madre le había dicho:
-Hoy tomaremos el té aquí.
Y la había conducido a otra habitación nueva y desconocida. Una habitación atrayente, con tapicerías alegres, flores, luz de sol. Y alguien le decía:
-No tenías ni idea que estas habitaciones se hallaban aquí, ¿verdad? ¡Las encontramos el año pasado! Fue una verdadera sorpresa.
Había más cuartos nuevos y una pequeña escalera Ann no desapareció. Siguió echada, sonriendo para sí.
-Tiene el desayuno preparado. Se lo traeré.
Edith se detuvo en el momento de salir, mirando con curiosidad a su señora.
-Tiene aire de estar contenta consigo misma esta mañana. Debió de pasarlo bien anoche.
-¿Anoche? -por un momento Ann se perdió-. Oh, sí, sí. Lo pasé muy bien. Edith, al despertar estaba soñando que había vuelto de nuevo a casa. Estabas allí, era verano y en la casa había aposentos nuevos de los que nunca habíamos tenido noticia.
-Mejor que no los tuviéramos, diría yo. Ya era bastante grande tal y como era. Una casona grande, vieja y destarta­lada. ¡Cuando pienso en lo que aquella estufa debía con-sumir en carbón! Menos mal que entonces era barato.
-Eras muy joven, Edith, y yo también.
-Ah, no podemos volver atrás el reloj, ¿verdad? No, por mucho que queramos. Aquellos tiempos han muerto y se han ido para siempre.
-Muerto e ido para siempre -repitió Ann suavemente.
-Y no es que no me halle satisfecha de como me hallo. Tengo salud y fuerza, aunque dicen que es cuando se llega a la madurez cuando tenemos más de esos bultos internos. Ya lo he pensado un par de veces, últi­mamente.
-Estoy segura que no tienes nada de eso, Edith.
-Ah, pero es que una no lo sabe. Ni idea hasta que la llevan a una al hospital, le abren y para entonces, por lo general, es demasiado tarde.
Y Edith salió del cuarto con su lúgubre semblante.
Unos minutos después regresó con una bandeja con el desayuno de Ann, compuesto de café y tostadas.
-Aquí tiene, señora. Siéntese y le arrebujaré la almohada por detrás con más estancias al final de ella. Todo había sido de lo más interesante y mavarilloso.
Ahora que se hallaba despierta, seguía todavía en el sueño. Era Ann, la jovencita, una criatura que se encon­traba al comienzo de la vida. ¡Aquellas salas no descu­biertas! ¿Cuándo las habían encontrado? ¿Últimamente? ¿O hacía años?
La realidad se filtraba despacio a través del estado confuso y agradable del sueño. Todo había sido un sueño, un sueño feliz. Cortado ahora con cierto dolor: el dolor de la nostalgia. Porque no había vuelta. Qué extraño que un sueño acerca de descubrimientos de habitaciones adicionales en una casa ocasionara un pla­cer de éxtasis tan raro. Se sintió triste al comprender que aquellos aposentos no habían existido nunca.
Ann permaneció tendida en la cama, contemplando cómo la silueta de la ventana se volvía más clara. Debía ser bastante tarde, lo menos las nueve. Las mañanas eran muy oscuras ahora. Sarah se despertaría al sol y la nieve de Suiza.
Pero, por alguna razón, Sarah apenas le pareció real entonces. Sarah se hallaba lejos, remota, indistinta...
Lo real era la casa de Cumberland, los visillos, la luz del sol, las flores... su madre. Y Edith, respetuosamente atenta, con aire decididamente desaprobador, como siempre, pese a su rostro joven, sin arrugas.
Ann sonrió y llamó:
-¡Edith!
Edith entró y corrió las cortinas.
-Bien -dijo con tono de aprobación-. Ha tenido usted un buen descanso. No iba a despertarla. No hace un día nada bueno. Yo diría que tendremos niebla.
A través de la ventana se veía todo amarillo. No era un plan muy atrayente, pero la sensación de bienestar de
- Qué buena eres conmigo, Edith -dijo Ann impulsi­vamente, mirando a la mujer.
Edith enrojeció violentamente, llena de confusión.
- Sé cómo hay que hacer las cosas, eso es todo. Y además, alguien tiene que cuidar de usted. Usted no es de esas señoras de cabeza dura. Por ejemplo, esa dame Laura... ni el mismo Papa de Roma podría enfrentársele.
- Dame Laura es una gran personalidad, Edith.
- Ya lo sé. La he oído por la radio. Con sólo mirarla se sabe que es alguien. Por lo que he oído, hasta consi­guió casarse. ¿Fue el divorcio o la muerte lo que les separó?
-Oh, él murió.
-Mejor para él, diría yo. No es la clase de mujeres que ningún hombre encontraría cómoda para vivir... aunque no puedo negar que algunos hombres prefie­ren que sea su mujer la que lleve los pantalones.
Edith se dirigió a la puerta, añadiendo entretanto:
- No se dé prisa, queridita. Descanse bien, quédese en la cama, reflexione en sus lindos pensamientos y dis­frute de sus vacaciones.
«Vacaciones -pensó Ann divertida-. ¿Así lo llama?»
Y sin embargo, en cierto modo, era verdad. Era un interregno en la trama prefabricada de su vida. Cuando se vive con una criatura a la que se ama, siempre se tiene una ansiedad clavada en el fondo de la mente. «¿Es feliz?» «¿Son A. o B. o C. buenos amigos para ella?» «Algo debió de pasar en el baile de anoche. Me pregunto qué sería.»
Nunca se había entrometido ni hecho preguntas. Se daba cuenta de que Sarah debía sentirse libre de guardar silencio o hablar... debía aprender sus propias lecciones de la vida, elegir sus propias amistades. Pero, querién­dola, no podía apartar de la mente sus problemas. Y
Sarah podía necesitarla en cualquier momento. Si Sarah se volvía a su madre buscando simpatía, o ayuda prácti­ca, la madre debería estar allí, dispuesta...
A veces Ann se había dicho a sí misma: «Debo estar preparada para ver a Sarah infeliz algún día, y no obstan­te, no hablar, a menos que ella quiera oírme».
Lo que la preocupaba últimamente era el resentido y quejoso joven, Gerald Lloyd, y el que Sarah se hallara cada vez más absorta en él. Le aliviaba pensar que Sarah estaría separada de él al menos durante tres semanas, conociendo a muchos otros jóvenes.
Sí, con Sarah en Suiza, podía alejarla tranquilamente de su pensamiento y relajarse. Relajarse allí, en su có­modo lecho y pensar en lo que haría ese día. Lo había pasado francamente bien en la fiestecita de la noche an­terior. El querido James... tan amable... y sin embargo, tan aburrido, ¡pobrecito! ¡Aquellas inacabables historias suyas! Verdaderamente, los hombres al alcanzar los cuarenta y cinco años deberían hacer el voto de no contar anécdotas ni historietas. ¿Se imaginarían siquiera cómo se sentían los ánimos de sus amigos al empezar: «No sé si os lo he contado alguna vez, pero una cosa divertida le ocurrió a fulanito...» y así de corrido?
Claro que se le podía contestar:
-Sí, James, ya me lo has contado tres veces.
Pero el pobrecito se sentiría herido. No, no podía hacérsele eso a James.
Y el otro hombre, Richard Cauldfield. Era mucho más joven, desde luego, pero seguramente también él se dedicaría alguna vez a repetir largas y aburridas his­torias...
Se quedó pensando... tal vez... pero no lo creía. No, más propio de él sería ceñirse a la ley, volverse didácti­co. Tendría prejuicios, ideas preconcebidas. Habría que tomarle el pelo, tomárselo con suavidad... Puede que a veces fuera un poco absurdo, pero en realidad era un encanto... un solitario... un hombre muy solo... Sintió pena por él. Estaba tan perdido en esta vida moderna y frustrada de Londres... Se preguntó qué clase de trabajo encontraría. No era tan fácil. Seguramente compraría su granja o sus viveros de plantas y se instalaría en el campo.
Se preguntó si volvería a verle. Pronto tendría que invitar a cenar a James. Podría sugerirle que trajera consigo a Richard Cauldfield. Sería una acción simpática... se le veía tan claramente solo. E invitaría a otra mujer. Podrían ir al teatro...
Qué ruido hacía Edith. Se hallaba en la salita conti­gua, pero parecía como si un ejército de hombres estu­viera empaquetando la casa. Portazos, golpes y de vez en cuando el alarido de la aspiradora. Edith debía estar disfrutando.
Al cabo de un rato Edith asomó por la puerta. Tenía la cabeza envuelta con un trapo del polvo y en sus ojos brillaba la mirada exaltada y fanática de una sacerdotisa que practica una orgía ritual.
-Supongo que saldrá a comer. Me he equivocado con la niebla. Va a resultar un buen día. No es que se me haya olvidado el gallo, no. Pero si lo he conservado hasta ahora, puedo guardarlo hasta la noche. No puede negarse que estas neveras conservan las cosas... pero de todos modos les quitan el sabor. Eso es lo que yo digo.
Ann miró a Edith y se echó a reír.
-Bien, bien, saldré a comer.
-Haga lo que quiera, claro, a mí no me importa.
-Sí, Edith, pero no te mates. ¿Por qué no llamas a la señora Hopper para que te ayude, si es que tienes que limpiar el piso de arriba abajo?
-¡La señora Hopper! ¡La señora Hopper! Buena le daría yo. La última vez que vino le dejé limpiar ese cor­tador de bronce de su mamá y lo dejó lleno de cercos. Limpiar el linóleo es todo lo que esas mujeres saben hacer, y cualquiera puede hacerlo. ¿Recuerda los objetos de acero grabado que teníamos en Applestream? Aque­llo sí que había que cuidar bien. Y yo me enorgullecía de ello, se lo digo. Ah, bueno, usted tiene aquí algunos hermosos muebles que se enceran de maravilla. Es una lástima que haya tantas cosas empotradas.
-Así se ahorra trabajo.
- Para mi gusto se parece demasiado a un hotel. Así que ¿va a salir? Puedo levantar todas las alfombras.
-¿Puedo volver esta noche? ¿O prefieres que me vaya a un hotel?
-Vamos, señorita Ann, no bromee. Por cierto, esa ca­zuela doble que me trajo de los almacenes no es nada buena. Por un lado es demasiado grande y por otro, tiene una forma difícil para remover por dentro. Quiero una como la vieja.
-Me temo que ya no las hacen, Edith.
-Este gobierno... -dijo Edith, disgustada-. ¿Y qué hay de aquellos platos de porcelana para soufflé de que le hablé? A la señorita Sarah le gusta tomarlo servido de esa forma.
-Se me olvidó que me los habías encargado. Supon­go que los encontraré sin dificultad.
- Muy bien. Entonces ya tiene algo que hacer.
- La verdad, Edith -exclamó Ann, exasperada-. Me tratas como a una niñita a la que se le manda a jugar con la cuerda a la calle.
-Como la señorita Sarah está fuera, usted parece mucho más joven, debo admitirlo. Pero sólo le sugería, señora... -Edith se estiró en toda su altura y habló con avinagrada propiedad- si por casualidad pasara usted cerca de alguno de los grandes almacenes...
-Muy bien, Edith. Vete a saltar con tu propia cuerda a la sala.
-Vaya, he dicho la verdad -dijo Edith, ofendida, reti­rándose.
Los golpes y portazos comenzaron de nuevo y pron­to se le añadió otro sonido, la delgada y desentonada voz de Edith, elevándose cantando un himno religioso especialmente lúgubre:


Ésta es la tierra de llanto y penas
Sin sol ni luz ni alegría.
Oh, báñanos, báñanos en tu sangre
Para que clamemos nuestras faltas.


Ann disfrutó en la sección de porcelana de los almacenes del ejército y la marina. Pensó que, en la actuali­dad, cuando hay tantas cosas hechas mal y toscamente, daba gusto ver la buena porcelana, cristal o cerámica que el país sabía producir todavía.
Los avisos prohibitivos de «Sólo para exportación» no disminuían su estimación de los artículos expuestos en brillantes hileras. Pasó junto a las mesas que exhibían las piezas rechazadas para exportación, donde siempre solía haber compradoras mirando anhelantes para con-seguir alguna pieza interesante.
Hoy, Ann misma tuvo suerte. Había un juego de de­sayuno casi completo, compuesto por amplias y redon­das tazas de cerámica marrón cristalizada con dibujos y muy bonita. El precio era razonable y lo adquirió justo a tiempo. Otra mujer se acercó mientras daba su direc­ción, y dijo excitada:
-Me quedo con esto.
-Lo siento, señora, me temo que ya está vendido.
-Lo siento mucho -dijo Ann con poca sinceridad, y se alejó muy animada por haber conseguido un buen éxito.
Había hallado también unos preciosos platos para soufflé, del tamaño adecuado pero de cristal, no de por­celana, y esperaba que Edith los aceptaría sin muchas protestas.
Desde la sección de porcelanas cruzó la calle a la de jardinería. La jardinera que tenía colocada en la parte exterior de la ventana de su piso estaba casi desinte­grándose y quería encargar otra.
Se hallaba hablando con el vendedor cuando una voz tras ella saludó:
-Vaya, buenos días, señora Prentice.
Se volvió y se encontró con Richard Cauldfield. El placer del hombre ante el encuentro era tan evidente, que Ann no pudo menos de sentirse halagada.
- Qué curioso encontrarla aquí. Realmente es una maravillosa coincidencia. La verdad es que estaba pen­sando en usted. ¿Sabe? Anoche deseaba preguntarle dónde vivía y si me permitiría visitarla alguna vez. Pero luego pensé que quizás usted lo consideraría una im­pertinencia por mi parte. Debe usted tener muchas amistades y...
- Claro que debe venir a visitarme -le interrumpió Ann-. Yo había estado pensando en invitar a cenar al co­ronel Grant y sugerirle que le trajera a usted con él.
-¿Lo dice de veras?
Su ansiedad y alegría eran tan patentes que Ann sintió un latido de simpatía. Pobre hombre, debía de sentirse solo. Aquella feliz sonrisa suya era totalmente juvenil.
-Acabo de encargar una jardinera para mi ventana
-le explicó-. Es lo más aproximado a un jardín que se puede tener en un piso.
-Sí, supongo que sí.
-¿Qué hace usted aquí?
-He estado mirando incubadoras...
-Así que sigue empeñado en su idea de criar pollos.
-En cierto modo. He estado mirando el equipo más moderno para aves de corral. Al parecer, ese eléctrico es lo último que ha salido.
Se dirigieron juntos a la salida. Richard Cauldfield soltó precipitadamente:
-Me pregunto... claro que tal vez esté ya comprome­tida... si querría almorzar conmigo... es decir, si no tiene nada mejor que hacer.
-Muchas gracias. Me gustaría mucho. La verdad es que Edith, mi sirvienta, está en plena orgía de limpieza a fondo y me ha dicho con toda firmeza que no vuelva a comer.
Richard Cauldfield pareció muy sorprendido y nada divertido.
-Eso es muy arbitrario, ¿no?
- Edith tiene privilegios.
- De todas maneras, no se debe dejar que los sirvien­tes hagan lo que quieran, ¿sabe?
«Me está haciendo un reproche», pensó Ann divertida, y añadió con dulzura:
-No hay muchos servidores a los que dejar que hagan su voluntad. Además, Edith es más una amiga que una sir­vienta. Lleva conmigo muchos años.
-Ah, comprendo.
Sintió que le habían corregido con suavidad, pero se quedó con su impresión. Aquella linda y amable mujer se estaba dejando avasallar por una doméstica tirana. No era la clase de mujer que supiera enfrentarse a las cosas. Demasiado dulce y de naturaleza sumisa.
-¿Limpieza a fondo? ¿Es ésta la época adecuada del año? -preguntó con vaguedad.
-Verdaderamente, no. Debería hacerse en marzo. Pero mi hija se ha ido a pasar unas semanas a Suiza, así que es una oportunidad. Cuando está en casa hay dema­siado revuelo.
-¿Supongo que la echará de menos?
-Sí.
-Al parecer, a las chicas de hoy no les gusta mucho estar en casa. Imagino que están ansiosas de vivir su propia vida.
-Creo que no tanto como antes. La novedad ha dejado de serlo.
-Oh. Hace un hermoso día, ¿verdad? ¿Le gustaría pa­sear por el parque, o se cansará?
-No, claro que no. Precisamente iba a sugerírselo.
Cruzaron la calle Victoria y por un estrecho callejón salieron al fin a la estación del parque de St. James. Cauldfield contempló las estatuas de Epstein.
-¿Ve usted algo en ellas? ¿Cómo se puede llamar arte a cosas semejantes?
-Oh, ya lo creo que sí. Decididamente.
-¿No será verdad que le gustan?
-No, personalmente, no. Soy una anticuada y me sigue gustando la escultura clásica y las cosas que me en­señaron a apreciar. Pero ello no significa que mi gusto sea correcto. Creo que uno debe ser educado para apre­ciar las nuevas formas de arte. Otro tanto ocurre con la música.
-¡Música! No puede usted llamarla música.
-Señor Cauldfield, ¿no le parece que es usted un tanto estrecho de miras?
Richard Gouldfield volvió bruscamente la cabeza para mirarla. Ann estaba sofocada, un poco nerviosa, pero le miró de frente y sin pestañear.
-¿Lo soy? Quizá sí. Supongo que cuando se ha estado lejos mucho tiempo se tiende a regresar al hogar y criti­car cuanto no es estrictamente lo que uno recuerda. -De pronto sonrió.- Tendrá que llevarme de la mano.
- Oh, también yo soy terriblemente anticuada -inter­puso Ann de prisa-. Sarah se ríe de mí con frecuencia. Pero lo que sí me parece es que es una gran pena... ¿cómo se lo explicaría?... cerrar la mente justo cuando uno va... bueno, envejeciendo. Por un lado, uno se vuel­ve aburrido... y por otro, tal vez estemos perdiendo algo que tiene importancia.
Richard caminó en silencio un rato. Al fin dijo:
- Suena absurdo oírla hablar de envejecer. Es usted la persona más joven que he conocido en mucho tiempo. Mucho más joven que algunas de esas alarmantes jóve­nes. La verdad es que me asustan.
- Sí, a mí también me asustan un poco. Pero siempre las encuentro muy amables.
Habían llegado al parque de St. James. El sol brillaba claro y la temperatura era casi cálida.
- ¿A dónde iremos?
- Vamos a ver los pelícanos.
Miraron complacidos las aves, charlando de las distin­tas especies de fauna acuática. Completamente distendido y tranquilo, Richard era natural como un muchacho, resul­taba un compañero encantador. Charlaban y reían juntos y se sentían extraordinariamente dichosos en la recíproca compañía.
- ¿Nos sentamos un ratito al sol? -preguntó Richard al cabo de un momento-. No tendrá frío, ¿verdad?
- No. Estoy bien.
Se sentaron en un par de sillas y contemplaron el agua. La escena, con los suaves colores, era como una estampa japonesa.
-Qué bello puede resultar Londres -comentó Ann en voz baja-. No siempre se da uno cuenta.
- No. Es casi una revelación.
Guardaron silencio durante un par de minutos, al cabo de los cuales Richard habló:
-Mi esposa siempre solía decir que Londres era el sitio ideal en donde estar a la llegada de la primavera. Decía que los retoños verdes y los almendros, y por fin las lilas, tenían más significado contra un fondo de ladri­llos y cemento. Añadía que en el campo todo se daba en confusión y era todo demasiado grande para observarlo bien. Pero en un jardín urbano, la primavera llegaba de la noche a la mañana.
- Creo que tenía razón.
- Murió... hace mucho -dijo Richard con esfuerzo y sin mirar a Ann.
- Lo sé. El coronel Grant me lo contó.
Richard se volvió a mirarla.
- ¿Le dijo cómo murió?
- Sí.
-Es algo que siempre me reprocharé. Siempre me parecerá que yo la maté.
Al cabo de un momento de vacilación Ann habló:
- Comprendo lo que siente. En su lugar sentiría lo mismo. Pero no es cierto, usted lo sabe.
-Es cierto.
-No. No desde su... desde el punto de vista de una mujer. La responsabilidad de aceptar ese riesgo pertene­ce a la mujer. Va implícita en... en su amor. Ella desea al hijo, recuérdelo. Su mujer... ¿deseaba la criatura?
- Oh, sí. Afine estaba muy dichosa con la idea. También yo. Era una muchacha sana y fuerte. No parecía haber razón alguna para que algo malo sucediera. Un nuevo silencio.
-Lo lamento... mucho -dijo Ann.
-Ya ha pasado mucho tiempo.
- ¿La criatura murió también?
-Sí. En cierto modo me alegro de ello, ¿sabe? Siento que se lo hubiera reprochado a la pobrecita. Habría re­cordado siempre el precio que hubo que pagar por su vida.
- Hábleme de su esposa.
Allí sentado, bajo el pálido sol invernal, él le habló de Aline. Lo bonita y alegre que había sido. Y los repen­tinos silencios en que caía, cuando él tenía que pregun­tarle en qué pensaba y a dónde se alejaba tanto. Hubo un momento en que confesó, como admirado:
-Hace años que no hablo de ella con nadie.
- Prosiga -le animó Ann con dulzura.
Todo había sido tan breve... demasiado breve. Un noviazgo de tres meses, la boda...
-...las ceremonias de siempre; la verdad es que no­sotros no queríamos, pero su madre insistió.
Habían pasado la luna de miel recorriendo Francia en automóvil, visitando los castillos del Loira.
-Se ponía nerviosa en un coche, ¿sabe? -añadió sin venir a cuento-. Solía poner la mano en mi rodilla. Parecía darle confianza. No sé por qué se ponía nerviosa. Jamás había sufrido un accidente. -Tras una pausa, siguió-: A veces, cuando todo hubo pasado, solía sentir su mano cuando conducía en Birmania. La imaginaba, ¿comprende? Parecía increíble que se hubiera ido así... alejándose de la vida...
Sí, pensaba Ann; así era como se sentía... como algo increíble. Así había sentido ella lo de Patrick. Tenía que estar en alguna parte. Tenía que hacerla sentir su presencia. No podía alejarse de aquella manera, sin dejar nada detrás. ¡Qué abismo tan terrible entre los vivos y los muertos!
Richard proseguía. Le hablaba de la casita que hallaron en una calle sin salida, con un arbusto de lilas y un peral.
Después, cuando su voz brusca y áspera llegó al final de las frases entrecortadas, volvió a decir como asom­brándose:
-No sé por qué le he contado todo esto.
Pero lo sabía. Cuando preguntó a Ann con cierto nerviosismo si le parecería bien que comiesen en su club...
-...creo que tienen una especie de anexo para seño­ras... ¿o prefiere usted un restaurante?
Y cuando ella le respondió que prefería el club, y se levantaron y fueron caminando hacia Pall Mall, lo sabía en el fondo de su mente, aunque no se decidía a reco­nocerlo aún.
Era su adiós a Aline, aquí, en la belleza fría e irreal del parque en invierno.
Dejaría su recuerdo allí, junto al lago, con las ramas desnudas de los árboles que destacaban sus dibujos con­tra el cielo.
Por última vez la atrajo a la vida, llena de juventud y fuerza, y con la tristeza de su muerte. Era un lamento, un oratorio, un himno de alabanza... tal vez un poco de todo.
Pero también era un entierro.
Dejó a Aline allí, en el parque y caminó por las ca­lles de Londres con Ann.


4


- ¿Está la señora Prentice en casa? -preguntó Laura Whitstable.
- No, en este momento no está. Pero creo que no tar­dará. ¿Quiere entrar y esperar, señora? Sé que le gustaría verla.
Edith se hizo a un lado respetuosamente para que dame Laura entrase.
-La esperaré al menos quince minutos. Hace bastante que no la he visto.
- Sí, señora.
Edith la condujo a la sala de estar y se arrodilló para encender la estufa eléctrica. Dame Laura recorrió la es­tancia con la vista y lanzó una exclamación.
- Veo que han cambiado la posición de los muebles. Ese escritorio solía estar en el rincón. Y el sofá está en un sitio distinto.
- La señora Prentice pensó que sería agradable cam­biar. Entré un día de la calle y allí estaba ella, moviendo y levantando las cosas. «Oh, Edith -me dijo-, ¿no crees que el cuarto está mucho mejor así? Hay más espacio.» Bueno, a mí no me parecía que era ninguna mejora pero, naturalmente, no se lo dije. Las señoras tienen sus caprichos. Sólo le dije: «Vamos, no vaya a hacerse daño, señora. El andar levantando y arrastrando cargas es lo peor para las entrañas, y una vez que se han desplazado ya no vuelven fácilmente a su sitio». Yo lo sé. Le pasó a mi cuñada. Se hizo daño limpiando las ventanas. Y se quedó en un sofá por el resto de sus días.
-Seguramente totalmente innecesario. Gracias a Dios ya nos hemos librado de ese mito de creer que el echarse en un sofá es la panacea para toda enfermedad.
-Ahora ni siquiera le dan a una un mes de permiso después de dar a luz -dijo Edith con tono de reproche-. Por ejemplo, a mi pobre sobrinita la obligaron a andar al quinto día.
- Ahora somos una raza mucho más sana de lo que jamás fuimos.
- Así lo espero, seguro. Yo de niña era enormemente delicada. No creían que pudieran sacarme adelante. Me solían dar como ataques y espasmos, algo horrible. Y en invierno me ponía morada... el frío me entraba en el corazón.
Sin interesarse en lo más mínimo por los pasados su­frimientos de Edith, dame Laura estudiaba la habitación cambiada.
- Creo que el cambio ha sido bueno -comentó al fin-. La señora Prentice tiene razón. Me pregunto por qué no lo haría antes.
- Haciendo el nido -repuso Edith significativamente.
-¿Cómo?
-Haciendo el nido. He visto cómo lo hacen los pája­ros. Apresurándose, con ramitas en el pico.
-Oh.
Las dos mujeres se miraron. Sin que cambiaran de expresión, parecieron entenderse. Dame Laura preguntó como sin darle importancia:
-¿Ven mucho al coronel Grant últimamente?
-Pobre señor -dijo Edith moviendo la cabeza-. Si me lo pregunta le diré que creo ha recibido su conger. Es una palabra francesa para explicar que le han puesto a uno de patitas en la calle -dijo como aclarando.
-Oh, congé... ya, comprendo.
-Era un caballero simpático -siguió Edith hablando de él en pasado, como si fuera su funeral y estuviera pronunciando el epitafio-. ¡Ah, bueno!
Al salir de la habitación concluyó:
- Ya le diré a quién no va a gustarle la habitación or­denada de nuevo; a la señorita Sarah. No le gustan los cambios.
Laura Whitstable alzó sus cejas en forma interrogante. Luego sacó un libro de una estantería y empezó a volver las páginas un tanto distraídamente.
Al cabo de un rato oyó el sonido de la llave en la ce­rradura y la puerta del piso se abrió. Dos voces, la de Ann y la de un hombre, sonaron animadas y alegres en el pequeño vestíbulo.
-Oh, correo -dijo la voz de Ann-. Es una carta de Sarah.
Entró en la salita con la carta en la mano y se detuvo en seco, con momentánea confusión.
-¡Vaya, Laura, qué alegría verte! -Se volvió hacia el hombre que la había seguido a la estancia-. El señor Cauldfield, dame Laura Whitstable.
Dame Laura le catalogó en seguida.
Tipo convencional. Podía resultar testarudo. Honrado. De buen corazón. Sin sentido del humor. Segura-mente sensible. Muy enamorado de Ann.
Empezó a hablarle a su modo desenfadado.
- Le diré a Edith que nos traiga té -musitó Ann, sa­liendo del cuarto.
-Para mí no, querida -interrumpió dame Laura-. Son casi las seis.
- Bueno, Richard y yo sí queremos; hemos estado en un concierto. ¿Qué quieres tomar?
-Coñac con soda.
-Muy bien.
-¿Le gusta la música, señor Cauldfield? -preguntó dame Laura.
-Sí, sobre todo la de Beethoven.
- A todos los ingleses les gusta Beethoven. A mí me da sueño, lamento decirlo, pero es que no soy demasia­do aficionada a la música.
-¿Un cigarrillo, dame Laura?
Cauldfield sacó su pitillera.
-No, gracias, sólo fumo puros. -Mirándole astutamente añadió-: Así que usted es del tipo de hombres que prefiere té a cócteles o jerez a las seis.
- No, no creo. No me gusta mucho el té. Pero en cierto modo parece irle bien a Ann... ¡Qué tontería!
- Nada de eso. Demuestra usted perspicacia. No quiero decir que Ann no beba combinados o jerez, por-que lo hace, pero es esencialmente el tipo de mujer que resulta más atractiva sentada tras una bandeja con una tetera... una bandeja cubierta de piezas de bella plata georgiana con tazas y platillos de porcelana fina.
- ¡Tiene usted absolutamente toda la razón!
Richard estaba encantado.
- Conozco a Ann desde hace muchos años. La quiero mucho.
-Lo sé. Me ha hablado mucho de usted. Y además he oído hablar de usted a otras personas.
Dame Laura le sonrió animosa.
-Oh, sí. Soy una de las mujeres más conocidas de In­glaterra. Siempre presidiendo comités o ventilando mis ideas por la radio o dictando pautas sobre lo que es be­neficioso para la Humanidad. No obstante, me doy cuenta de una cosa, y es que, sea lo que fuere que uno consigue de la vida, siempre resulta ser poco, y casi siempre cualquier otro podría haber hecho lo mismo con cierta facilidad.
- Oh, vamos -protestó Richard-. ¿No cree que ésa es una conclusión muy pesimista?
- No debería serlo. La humildad debe estar siempre respaldando todo esfuerzo.
- Me parece que no estoy de acuerdo con usted.
-¿No?
- No. Creo que si un hombre (o una mujer, natural-mente) quiere conseguir algo que valga la pena, la pri­mera condición es que crea en sí mismo.
- ¿Y por qué?
- Vamos, dame Laura, seguro que...
- Soy una anticuada. Yo preferiría que un hombre se conociera y creyera en Dios.
- Conocimiento... creencia, ¿acaso no son la misma cosa?
-Con su permiso; no son la misma cosa. Una de mis teorías favoritas (totalmente irrealizable, claro, es la más agradable de las teorías) es que todos debieran pasar un mes al año en medio del desierto. Acampados junto a un pozo, por supuesto, y con abundancia de dátiles o lo que se coma en los desiertos.
-Podría ser muy agradable -sonrió Richard-. Pero yo pediría algunos de los mejores libros del mundo.
-Ah, pero ahí está la cuestión. Nada de libros. Los li­bros son una droga a la que es fácil habituarse. Con lo suficiente para comer y beber y nada, absolutamente nada que hacer, uno tendría por lo menos una oportuni­dad bastante grande de conocerse a sí mismo.
-¿No cree que la mayoría nos conocemos bastante bien?
Richard seguía sonriendo con incredulidad.
-Desde luego que no. En estos tiempos no nos queda un momento para reconocer nada, excepto nuestras ca­racterísticas más agradables.
-Vamos a ver, ¿qué estáis discutiendo? -preguntó Ann, que entraba con una copa en la mano-. Aquí tienes tu coñac, Laura. Edith nos traerá el té.
-Estoy exponiendo mi teoría sobre la meditación en el desierto.
-Ésa es una de las razones de Laura -rió Ann-. ¡Uno se sienta en el desierto sólo a averiguar lo horrible que puede ser!
-¿Acaso todos tienen que resultar horribles? -la pre­gunta de Richard sonó seca-. Ya sé que los psicólogos lo dicen, pero la verdad, ¿por qué?
-Porque si sólo nos queda tiempo para conocernos parcialmente, sólo elegiremos, como decía, lo mejor de nosotros mismos -interpuso dame Laura.
-Todo eso está muy bien, Laura -dijo Ann-, pero una vez que uno se ha sentado en el desierto y descu­bierto cuán horrible es, ¿de qué le va a servir? ¿Acaso podremos cambiar?
-Creo que sería muy poco probable... pero al menos nos serviría de guía para saber lo que uno hará posible-mente en ciertas circunstancias, y lo que es aún más im­portante, por qué lo hace.
-¿Acaso no somos capaces de imaginar muy bien lo que vamos a hacer en determinadas circunstancias? Quiero decir, no hay sino que imaginárselas.
-¡Oh, Ann, Ann! Piensa en la cantidad de hombres que ensayan en su mente lo que van a decirle a su jefe, a su novia, a su vecino. Lo tienen todo pesado y calculado y entonces, cuando llega el momento, se les traba la lengua o dicen algo totalmente distinto. Las personas que en secreto se sienten totalmente seguras de estar a la altura de cualquier circunstancia son las que pierden la cabeza por completo, mientras que las que temen no resultar adecuadas se sorprenden a sí mismas dominan-do por entero la situación.
-Sí, pero no eres totalmente objetiva. Lo que quieres decir ahora es que las personas ensayan conversaciones y acciones imaginarias como a ellas les gustaría que fue­sen. Seguramente saben muy bien que no ocurriría en realidad. Pero creo que fundamentalmente sabemos muy bien lo que son nuestras reacciones y... bueno, nuestro carácter.
-Oh, querida niña -dame Laura alzó las manos-. Así que tú crees conocer a Ann Prentice... me pregunto si será así.
Edith entró con la bandeja del té.
-No me creo especialmente atractiva -sonrió Ann.
-Carta de la señorita Sarah, señora -interrumpió Edith-. Se la había dejado en el dormitorio.
-Oh, gracias, Edith.
Ann dejó al lado de su plato la carta aún sin abrir. Dame Laura le lanzó una rápida mirada.
Richard Cauldfield bebió rápidamente el té y se ex­cusó.
-Está siendo discreto -comentó Ann-. Cree que deseamos hablar a solas.
Dame Laura miró con atención a su amiga. Estaba muy sorprendida ante el cambio de Ann. Su suave atrac­tivo había florecido en una especie de belleza. Laura Whitstable había observado el fenómeno con anteriori­dad, y conocía la causa. Aquella irradiación, aquella mi-rada feliz sólo podían significar una cosa: Ann estaba enamorada. Qué injusto era -reflexionaba dame Laura- que las mujeres enamoradas parecieran más hermosas y los hombres enamorados asemejaran a ovejas tristes.
-¿Qué has hecho últimamente, Ann?
-Oh, no sé. Andar por ahí. Nada de particular. -Richard Cauldfield es un nuevo amigo, ¿verdad?
-Sí. Sólo hace unos diez días que le conozco. Le conocí en la cena de James Grant.
Contó a Laura algunas cosas de Richard, concluyendo con una ingenua pregunta:
-Te gusta, ¿no es verdad?
-Sí, mucho -repuso con rapidez Laura, si bien aún no se había formado una opinión sobre Richard Cauld­field.
-Siento que ha debido de tener una vida muy triste. Dame Laura había oído repetir la frase con cierta fre­cuencia. Reteniendo una sonrisa preguntó:
- ¿Qué noticias manda Sarah?
-Oh, Sarah dice que se divierte como una loca. La nieve ha sido perfecta y nadie parece haberse roto nada.
Laura repuso con ironía que iba a ser una desilusión para Edith y ambas rieron.
- Esta carta es de Sarah. ¿Te importa que la abra? -se excusó Ann.
-Claro está que no.
Ann rasgó el sobre y leyó la breve misiva. Luego rió con ternura y se la pasó a dame Laura. La carta decía:
Mamá querida:
-La nieve sigue perfecta. Todos dicen que es la mejor temporada que jamás se ha dado. Lou se exami­nó, pero por desgracia no ha pasado. Roger me ha es­tado escoltando mucho, lo que es amabilísimo por su parte, ya que es muy importante en el mundo del esquí. Jane dice que es porque se interesa por mí, pero yo no lo creo. Creo que se trata de un sádico pla­cer al verme hecha nudos y aterrizando de cabeza en un montón de nieve. Lady Cronsham está aquí, con ese horrible suramericano. Son verdaderamente bla­tant. Me he entusiasmado con uno de los guías (in-creíblemente guapo), que por desgracia está tan acos­tumbrado a que todas le admiren que no le intereso nada. Por fin he aprendido a bailar el vals sobre hielo.
¿Cómo vas tú, cielo? Espero que salgas mucho con todos tus amigos. No te alejes mucho con el viejo co­ronel; ¡a veces hay en su mirada un alegre chispazo! ¿Qué tal el profesor? ¿Te ha contado últimamente al­guna simpática y salvaje costumbre matrimonial?
Hasta pronto. Mucho cariño,
SARAH
Dame Laura le devolvió la carta.
- Parece que Sarah se divierte... Supongo que el pro­fesor será ese amigo tuyo arqueólogo.
- Sí. Sarah siempre me toma el pelo acerca de él. Tenía toda la intención de invitarle a comer, pero he es­tado muy ocupada.
- Eso parece.
Ann doblaba y desdoblaba la carta de Sarah. Al fin, medio suspirando, exclamó:
-¡Oh, Señor!
- ¿Por qué esa exclamación, Ann?
- Bueno, supongo que tendré que decírtelo. De todos modos lo habrás adivinado ya, seguramente. Ri­chard Cauldfield me ha pedido que nos casemos.
- ¿Cuándo?
-Hoy.
-¿Y vas a casarte?
-Creo que sí... ¿por qué digo eso? Claro que sí.
-¡Vas de prisa, Ann!
-¿Quieres decir que aún no le conozco lo bastante? Oh, pero los dos nos sentimos seguros.
-Y sabes mucho acerca de él... a través del coronel Grant. Me alegro mucho por ti, querida. Pareces muy feliz.
-Supongo que te sonará tonto, Laura, pero le quiero.
-¿Por qué iba a sonarme tonto? Sí, es patente que le quieres.
-Y él a mí.
-También eso es visible. ¡Jamás he visto un hombre con más aire de borrego!
-¡Richard no parece un borrego!
-Un hombre enamorado siempre lo parece. Debe de ser una ley de la naturaleza.
-¿Pero te gusta, Laura? -insistió Ann.
Esta vez Laura Whitstable no respondió tan de prisa, sino que dijo lentamente:
-Es un tipo de hombre muy sencillo, Ann.
-¿Sencillo? Tal vez. Pero ¿verdad que es muy agrada­ble?
-Bueno, puede que tenga sus dificultades. Y es sen­sible, ultrasensible.
-Es inteligente por tu parte el observarlo, Laura. Al­gunos no lo habrían notado.
-Yo no soy «algunos». -Tras un momento de vacila­ción, inquirió-: ¿Se lo has dicho ya a Sarah?
-No, desde luego que no. Ya te lo he dicho. Me lo ha pedido hoy.
-Lo que quería decir es si le has hablado de él en tus cartas, si le has preparado el terreno, por así de­cirlo.
-No... no, no realmente. -Se detuvo antes de aña­dir-: Tendré que escribírselo.
-Sí.
-No creo que a Sarah le importe mucho, ¿verdad?
-Es difícil decirlo.
- Es siempre tan cariñosa conmigo. Nadie sabe lo ca­riñosa que puede ser Sarah... quiero decir, sin que lle­gue a decir cosas. Claro... Supongo... -Ann miró implo­rante a su amiga-. Puede que le parezca raro.
-Es muy posible. ¿Te importaría?
-Oh, a mí no. Pero a Richard seguramente sí.
-Sí... sí. Bueno, Richard tendrá que aguantarlo, ¿no? Pero desde luego yo se lo contaría todo a Sarah antes de que vuelva. Le dará tiempo para irse acostumbrando a la idea. ¿Cuándo piensas casarte, por cierto?
- Richard quiere que nos casemos cuanto antes. Y la verdad es que no tenemos que esperar nada, ¿no?
-Nada en absoluto. Cuanto antes os caséis, mejor, diría yo.
- Ha habido mucha suerte. Richard acaba de conse­guir un empleo... con Hellner Hnos. Una vez conoció en Birmania a uno de los socios más jóvenes. Qué suer­te, ¿eh?
-Querida, todo parece ir sobre ruedas -repitió de nuevo con dulzura-: Me alegro mucho por ti.
Y levantándose, Laura Whitstable se acercó a Ann y la besó.
- Pero bueno, ¿por qué ese ceño?
- Es por Sarah... espero que no le importe.
-Mi querida Ann, qué vida vives, ¿la tuya o la de Sarah?
- La mía, claro, pero...
-¡Si a Sarah le importa, que le importe! Se le pasará. Te quiere, Ann.
-Oh, ya lo sé.
-Es un inconveniente ser querido. Casi todos lo descubren más pronto o más tarde. Cuanto menos te quie­ran menos habrás de sufrir. Qué suerte tengo de que muchos me detesten cordialmente, y el resto sólo sienta una animosa indiferencia.
- Laura, eso no es cierto. Yo...
- Adiós, Ann. Y no obligues a tu Richard a que te diga que le gusto. Lo cierto es que le he disgustado vio-lentamente. Pero no tiene la menor importancia.
Aquella misma noche, en una cena en público, el erudito sentado junto a dame Laura se sintió herido al final de su exposición acerca de una innovación revolu­cionaria en el campo de la terapia de choque al observar que ella le miraba con una expresión vacía.
- No estabas escuchando -le reprochó.
-Lo siento, David. Escuchaba a una madre y a su hija.
- Ah, un caso.
La miró, ansioso.
- No, no es un caso. Son amigas.
-Supongo que se tratará de una de esas madres pose­sivas.
- No. En este caso se trata de una hija posesiva.


5


- Bueno, Ann, querida -decía Geoffrey Fane-. Claro que te felicito... o lo que se diga en estas ocasiones. Ejem... si me permites, te diré que es un tipo con mucha suerte... sí, muy afortunado. No le conozco, ¿verdad? No me parece recordar su nombre.
-No. Sólo le conozco desde hace algunas semanas. El profesor Fane la contempló por encima de sus lentes, como era su costumbre.
-Vaya -el tono era desaprobador-. ¿No es todo un poco repentino? ¿Bastante impetuoso?
-No, no creo.
-Los matawayala guardan un período de noviazgo como de año y medio, por lo menos...
- Deben de ser muy precavidos. Yo creía que los sal­vajes obedecían a impulsos primitivos.
- Los matawayala están muy lejos de ser salvajes -re­plicó escandalizado Fane-. Tienen una cultura muy destacada. Sus ritos matrimoniales son extrañamente com­plejos. En la víspera de la ceremonia, los amigos de la novia... ejem... quizá sea mejor que no entremos en detalles. Pero la verdad es muy interesante, y parece suge­rir que, en tiempos, el matrimonio ritual de los sumos sacerdotes... no, realmente no debo seguir. En cuanto el regalo de boda, ¿qué te gustaría, Ann?
- No tienes por qué hacerme un regalo de bodas, Geoffrey.
- Por lo general es algo de plata, ¿verdad? Creo que compré una copa... no, no, eso es para bautizos... ¿cu­charas, tal vez? ¿O algo para poner las tostadas? Ah, ya sé, un florero para rosas. Pero, Ann, querida, ¿sabes algo de ese individuo? Quiero decir, ¿le conoce alguien...? Porque se leen tantas cosas extraordinarias...
-No me recogió en el muelle ni he hecho un seguro de vida en su favor.
Geoffrey Fane la miró de nuevo ansioso, y sintió ali­vio al ver que ella reía.
-Está bien, está bien. Creí que estabas enfadada con-migo. Pero hay que tener cuidado. ¿Qué tal le ha senta­do a la pequeña?
-Escribí a Sarah..., está en Suiza, ya sabes. -El rostro de Ann se ensombreció un momento-, pero no me ha contestado. Claro que apenas si ha tenido tiempo de es­cribir, pero yo esperaba...
-Es difícil acordarse de contestar las cartas. A mí me cuesta cada vez más. Me pidieron que diera en marzo una serie de charlas en Oslo. Pensaba contestarles. Se me olvidó por completo. Y encontré la carta ayer... en el bolsillo de una chaqueta vieja.
-Bueno, todavía hay mucho tiempo -le consoló Ann.
Geoffrey Fane la miró con sus dulces y tristes ojos azules.
-Pero la invitación era para marzo del año pasado, Ann querida.
-Oh... pero Geoffrey, ¿cómo puede estar tanto tiem­po una carta en el bolsillo de una chaqueta?
-Era muy vieja. Una manga estaba casi arrancada, y por eso no me la ponía mucho. Yo... ejem... la dejé a un lado.
- Alguien debería cuidar de ti, Geoffrey.
- Yo prefiero mucho más que no me cuiden. Una vez tuve una patrona muy eficaz, cocinera excelente, pero una de esas inveteradas personas que han de ordenarlo todo. Llegó a tirarme las notas sobre los hechiceros bul­yano, que atraen las lluvias. Una pérdida irreparable. Su excusa era que estaban en el cubo del carbón... pero como yo le dije: un cubo de carbón no es una papelera, señora... señora... como quiera que se llamase. Me temo que las mujeres no tienen sentido de la medida. Dan una importancia absurda a la limpieza y limpian casi como ejecutando un acto ritual.
-Algunos dicen que lo es. Laura Whitstable, la conoces, claro, me dejó horrorizada por el siniestro significa-do que parece imputar a quienes se lavan el cuello dos veces al día. ¡Al parecer, cuanto más sucio, más limpio de corazón!
-¿De veras? Bueno, debo irme -suspiró-. Te echaré de menos, Ann. Te echaré de menos más de lo que crees.
-Pero no vas a perderme, Geoffrey. No me marcho. Richard tiene un empleo en Londres. Estoy segura que te gustará.
-No será lo mismo -volvió a suspirar el hombre-. No, no, cuando una mujer bonita se casa con otro... -le apretó la mano-. Has significado mucho para mí, Ann. Casi me atreví a esperar... pero no, no, no hubiera podi­do ser. Un viejo despistado como yo. No, te hubieras aburrido. Pero te tengo mucho afecto, Ann, y te deseo felicidad de todo corazón. ¿Sabes a qué me has recorda­do siempre? Aquellos versos de Homero.
Geoffrey, citó con deleite un largo párrafo en griego.
-Eso -sonrió.
-Gracias, Geoffrey. No sé lo que significa...
- Significa que...
- No, no me lo digas. No sería tan hermoso como un sonido. Qué idioma tan bello es el griego. Adiós, queri­do Geoffrey, y gracias... no te olvides del sombrero... ése no es tu paraguas, es la sombrilla de Sarah y... espe­ra un minuto... aquí tienes tu cartera.
Cerró la puerta tras él.
Edith asomó la cabeza por la puerta de la cocina, ha-blando sin que le preguntaran.
- Tan inútil como un crío, ¿verdad? Y no es que esté chiflado. Inteligente para lo suyo, me parece a mí. Aunque yo diría que esas tribus nativas por las que tanto se preocupa tienen unas mentes de lo más retor­cidas. Aquella figura de madera que le trajo la puse en el fondo del armario de la ropa blanca. Necesita un sostén y una hoja de parra. Y sin embargo, el viejo profesor no tiene un mal pensamiento en la cabeza. Ni es tan viejo tampoco.
-Tiene cuarenta y cinco años.
- Ya ve. Es toda su ciencia lo que le ha dejado tan calvo. Mi sobrino perdió todo su pelo a causa de las fie­bres. Se quedó como un huevo. Pero después de un tiempo le creció un poquito. Aquí tiene dos cartas.
- ¿Una devuelta? Oh, Edith -se demudó la cara de Ann-, es mi carta a Sarah. Qué tonta soy. La mandé al hotel, sin poner el nombre del pueblo. No sé qué me pasa.
-Yo sí -repuso Edith significativamente.
- Hago las cosas más estúpidas... Esta otra es de dame Laura... qué amable... tengo que telefonearla. Fue a la salita y marcó un número.
-¿Laura? Acabo de recibir-tu nota. Qué amable eres. Nada me gusta más que un Picasso. Siempre he deseado tener uno propio. Lo pondré sobre el escritorio. Eres demasiado buena conmigo. ¡Oh, Laura, qué idiota he sido! Escribí a Sarah contándoselo todo... y me han de-vuelto la carta. Sólo puse Hotel des Alpes, Suiza. ¿Pue­des imaginarme tan boba?
- Hum -sonó la voz profunda de dame Laura-. Qué interesante.
-¿Qué quieres decir?
- Lo que he dicho.
- Te conozco ese tono de voz. Estás insinuando algo. Estás queriendo decir que yo no deseaba de verdad que Sarah recibiese mi carta o algo así. Me irrita esa teoría tuya de que todos los errores son realmente deliberados.
- No es particularmente mi teoría.
- ¡Bueno, pues de todas maneras no es verdad! Aquí estoy, con Sarah que volverá pasado mañana sin saber nada de nada, y tendré que contárselo todo, lo que va a ser mucho más embarazoso. No voy a saber cómo empezar.
-Sí. Eso es lo que te ha pasado por no querer que Sarah recibiese la carta.
-Pero sí que quería. No seas tan pesada.
Al otro lado del hilo se oyó una risita.
- Además, es una teoría ridícula -se enfadó Ann-. Bueno, Geoffrey Fane acaba de salir de aquí. Había encontrado una invitación para dar unas conferencias en Oslo en marzo del año pasado y desde entonces tenía perdida la carta. ¿Quieres decirme que la perdió a propósito?
-¿Quería dar efectivamente conferencias en Oslo? -inquirió la dama.
-Lo supongo... bueno, no lo sé.
-Interesante -repitió dame Laura con voz maliciosa y colgó.


Richard Cauldfield compró un ramo de narcisos en la florista de la esquina.
Se sentía dichoso. Tras sus primeras dudas estaba en­trando en la rutina de su nuevo empleo. Merrick Hell­ner, su jefe, era un hombre simpático, y su amistad, ini­ciada en Birmania, resultaba estable en Inglaterra. El trabajo no era técnico. Era un trabajo administrativo y ru­tinario, en el que los conocimientos acerca de Birmania y el Oriente resultaban útiles. Richard no era un hombre brillante, pero sí consciente, trabajador y con mucho sentido común.
Había olvidado las primeras desilusiones de su llega-da a Inglaterra. Era como iniciar una nueva vida con todo a su favor. Trabajo que le iba, un jefe amistoso y simpático y el plan casi inmediato de casarse con la mujer que amaba.
Todos los días se maravillaba de nuevo de que Ann le quisiera. ¡Qué dulce era, tan suave y atractiva! Y sin embargo, a veces, cuando se había visto forzado a dictar la ley, un tanto dogmáticamente, al alzar la vista veía que ella le miraba con sonrisa maliciosa. No estaba acostumbrado a que se rieran de él y al principio no es-taba seguro de que le gustara... pero tenía que admitir al fin que de Ann lo soportaba y hasta disfrutaba con ello.
-¿Verdad que estamos siendo un tanto pedantes, cariño? -decía por ejemplo Ann.
Al principio él fruncía el entrecejo, para luego unirse a su risa y admitir:
-Supongo que estoy siendo un tanto dictatorial.
-Eres muy buena para mí, Ann. Me vuelves mucho más humano.
-Ambos somos buenos el uno para el otro -contradi­jo ella con rapidez.
- No puedo hacer mucho por ti... excepto cuidarte.
- No me cuides demasiado. No fomentes mis debili­dades.
-¿Tus debilidades? No tienes ninguna.
-Oh, sí que tengo, Richard. Me gusta que la gente esté a gusto conmigo. No me gusta molestar en nada. Me disgustan las discusiones o los aspavientos.
-¡Gracias a Dios! No soportaría una esposa regañona, siempre protestando. ¡Y he visto algunas, te lo aseguro! Es lo que más admiro en ti, Ann, que siempre eres tan dulce, de humor tan tranquilo. Queridísima, qué felices vamos a ser.
-Sí, creo que lo seremos -repuso con dulzura.
Pensó que Richard había cambiado mucho desde que se conocieran. Ya no tenía los gestos agresivos de un hombre a la defensiva. Se había vuelto, como él mismo decía, mucho más humano. Más seguro de sí, y por ello más tolerante y amistoso.
Richard tomó los narcisos y subió al piso de Ann, que era el tercero. Tomó el ascensor, tras ser amable-mente saludado por el portero, que para entonces le co­nocía muy bien de vista.
Edith abrió la puerta y al fondo del pasillo oyó la voz de Ann un tanto jadeante.
-Edith, Edith, ¿has visto mi bolso? Lo he dejado en algún sitio.
- Buenas tardes, Edith -saludó Richard al entrar.
Jamás se sentía cómodo con Edith e intentaba en­mascarar el hecho con una especie de humor adicional que no sonaba natural del todo.
-Buenas tardes, señor -repuso Edith con respeto.
-Edith -la voz de Ann sonó urgente en el dormito­rio-. ¿No me has oído? ¡Ven!
Salió al pasillo en el instante en que Edith decía:
- Es el señor Cauldfield, señora.
- ¿Richard? -Ann se acercó con aire sorprendido y condujo al hombre a la salita, ordenando a Edith por en-cima del hombro masculino-: Debes encontrarme ese bolso. Mira a ver si lo he dejado en el cuarto de Sarah, por favor.
-A la próxima perderá la cabeza -murmuró Edith al salir.
Richard frunció el entrecejo. La libertad expresiva de Edith ofendía su sentido del decoro. Quince años atrás un sirviente no hubiera hablado de aquella forma.
- Richard... no te esperaba hoy. Creí que venías a comer mañana.
Su voz sonaba un tanto inquieta, como con sorpresa.
-Mañana me parecía muy lejos -sonrió él-, y te quería traer esto.
Al entregarle las flores, mientras ella lanzaba una ex­clamación de placer, Richard observó que había ya profusión de flores en el cuarto. En la mesita baja, junto al fuego, había un jarrón con jacintos y también se veían floreros con tulipanes tempranos y narcisos.
- Tienes un aire muy festivo -comentó.
- Claro; hoy vuelve Sarah.
- Oh, sí... sí, es cierto. ¿Sabes que se me había olvidado del todo?
-Oh, Richard.
El tono contenía un reproche. Era cierto. Se le había olvidado. Sabía perfectamente el día de la llegada, pero cuando Ann y él fueron al teatro la noche anterior nin­guno de los dos hizo referencia al suceso. Y sin embar­go, habían hablado de ello y se habían puesto de acuer­do en que la tarde en que Sarah volviera, tendría a Ann para sí sola, y que él iría a comer al día siguiente para conocer a su futura hijastra.
-Lo siento, Ann. La verdad es que se me ha pasado. Pareces muy ilusionada -añadió con una leve nota de decepción.
- Bueno, la vuelta al hogar de una hija es siempre algo especial, ¿no te parece?
-Supongo que sí.
- Me voy a la estación a recibirla. -Miró su reloj-. Oh, ando bien. Además, supongo que el tren que em­palma con el barco traerá retraso. Por lo general, eso ocurre.
Edith irrumpió en la habitación con el bolso de Ann en una mano.
- En el armario de la ropa blanca... allí es donde lo había dejado.
-Claro, cuando buscaba las fundas de las almohadas. ¿Has puesto las sábanas verdes en la cama de Sarah? ¿No se te habrá olvidado?
-Bueno, ¿cuándo se me olvida?
- ¿Y te has acordado de los cigarrillos?
-Sí.
- ¿Y Toby y Jumbo?
-Sí, sí, sí.
Meneando la cabeza con indulgencia, Edith volvió a salir.
- Edith -la llamó otra vez Ann, tendiéndole los narci­sos-. Ponlos en un jarrón, ¿quieres?
- ¡Va a ser difícil encontrar uno! No importa; ya en­contraré algo.
Y salió, llevándose las flores.
- Estás tan entusiasmada como una niña, Ann.
-Es lógico. Es maravilloso volver a ver a Sarah.
-Cuánto hace que no la ves... ¿tres semanas? -la pre­gunta era un poco burlona, aunque cariñosa, y sin em­bargo con cierta tirantez.
- Supongo que resulto ridícula -le sonrió Ann, desar­mándole-, pero quiero mucho a Sarah. Tú no querrías que fuera lo contrario, ¿eh?
-Naturalmente que no. Estoy deseando conocerla. -Es muy impulsiva y cariñosa. Estoy segura de que os llevaréis bien.
-Yo también -añadió con una sonrisa-. Si es hija tuya, será una persona muy dulce.
-Qué amable eres al decir eso, Richard. -Apoyó sus manos en los hombros de él y alzó su rostro para besar-le, murmurando-: Querido Richard. Tendrás paciencia, ¿verdad? Quiero decir que... tal vez nuestro matrimonio la sorprenda un poco. Si yo no hubiera sido tan tonta con aquella carta...
-Vamos, no te atormentes, querida. Ya sabes que puedes confiar en mí. Es posible que a Sarah le siente un poco mal al principio, pero le haremos comprender que es una idea estupenda. Te aseguro que nada de cuanto diga me ofenderá.
-Oh, no dirá nada. Sarah tiene buenos modales... Pero le disgustan mucho los cambios.
-Vamos, anímate, cariño. Después de todo no puede poner objeción a las amonestaciones, ¿no?
Ann no contestó a la broma. Seguía con aire preocu­pado.
-Si tan sólo se lo hubiera escrito en seguida...
- ¡Tienes todo el aspecto de una cría a la que sorpren­den robando mermelada! -rió Richard-. Todo saldrá bien, amor mío. Sarah y yo seremos pronto amigos.
Ann le miró, dudosa. La animada seguridad del hom­bre la hizo reaccionar de forma extraña. Hubiera preferi­do notarle algo nervioso. Pero él seguía:
- Cariño, no tienes que dejar que las cosas te preocu­pen tanto.
-Normalmente no me preocupan.
- Pues ahora sí. Mírate... asustada... cuando todo es perfectamente sencillo y claro.
- Es que soy... bueno, tímida. No sé exactamente qué voy a decir, cómo plantear la cosa.
-Por qué no decir: «Sarah, éste es Richard Cauld­field. Voy a casarme con él dentro de tres semanas».
- ¿Así, de pronto?
Ann sonrió pese a sí misma y Richard le devolvió la sonrisa.
-¿No crees que es la mejor manera?
-Tal vez sí. -Vaciló.- Lo que no te das cuenta es que yo me siento tan... tan enormemente estúpida.
-¿Estúpida? -la miró, serio.
-Una se siente estúpida al tener que decirle a su hija ya crecida que va a volver a casarse.
-La verdad es que no veo por qué.
-Supongo que es porque los jóvenes, inconscientemente, le consideran a uno como pasado ya para esas cosas. Para ellos somos viejos. Creen que el amor... quiero decir, el enamorarse... es un monopolio de la ju­ventud. Tiene que sonarles ridículo que una pareja de mediana edad se enamore y se case.
-No hay nada ridículo en ello -repuso él con cierta aspereza.
- Para nosotros no, porque nosotros somos de mediana edad.
Richard frunció el ceño. Su voz, al hablar, tenía cier­ta dureza.
-Mira, Ann, ya sé que tú y Sarah os queréis mucho.
Me atrevería a decir que puede que la chica se sienta herida y celosa por mi causa. Lo comprendo, es natural y estoy dispuesto a no darme por enterado. Hasta diría que al principio me va a tener manía... pero se le pasará. Hay que hacerle comprender que tú tienes derecho a vivir tu propia vida y hallar tu propia felicidad.
Ann se ruborizó un tanto.
-Sarah no va a escatimarme mi «felicidad-, como tú lo llamas. Sarah no tiene nada de mezquina ni exigente. Es la criatura más generosa del mundo.
-La verdad es que te estás exaltando por nada, Ann. Por cuanto sabes, Sarah tal vez se alegre mucho de saber que te casas. Será libre de vivir su propia vida.
-Vivir su propia vida -Ann repitió la frase con burla-. La verdad, Richard, hablas como en una novela victoriana.
- Lo cierto es que las madres nunca quieren que el pájaro vuele del nido.
- Te equivocas, Richard... te equivocas por completo.
-No quiero molestarte, cariño, pero a veces incluso la madre más cariñosa puede resultar abrumadora. Mira, me acuerdo de cuando yo era un muchacho. Quería mucho a mis padres, pero la vida con ellos era a veces como para volverse loco. Siempre preguntándome a qué hora volvería y a dónde iba. «No te olvides de la llave.» «Procura no hacer ruido cuando entres.» «La última vez se te olvidó apagar la luz del vestíbulo.» «Qué, ¿que vas a salir otra vez esta noche? No pareces estar muy a gusto en casa, con todo lo que hacemos por ti.» -Se detuvo-. Estaba a gusto en casa... pero ¡oh Dios!, cuánto deseaba estar libre.
-Todo eso lo comprendo, desde luego.
-Así que no debes darte por ofendida si Sarah busca su independencia más de lo que puedas creer. Recuerda que hoy día hay muchas carreras abiertas a las mujeres.
- Sarah no es del tipo que quiere hacer carrera.
-Eso dices tú, pero piensa que casi todas las chicas tienen un empleo.
- En gran parte eso es cuestión de necesidad, ¿no?
- ¿Qué quieres decir?
-Llevas quince años de retraso, Richard -repuso Ann, impaciente-. Una vez sí, fue la moda de «vivir tu propia vida» y «salir al mundo». Las chicas aún lo hacen, pero ya no tiene atractivo. Con los impuestos, los dere­chos reales por las herencias y todo lo demás, por lo ge­neral una chica hace bien en prepararse para algo. Sarah no tiene ninguna inclinación especial. Está muy bien en idiomas modernos y sigue un curso de decoración flo­ral. Una amiga nuestra tiene una tienda de ese tipo y hemos decidido que Sarah la ayudará. Creo que lo pasa­rá bien... pero no es más que un empleo, nada más. No hay que ser tan grandilocuente sobre eso de la indepen­dencia. Sarah adora su casa y se siente aquí perfecta-mente feliz.
-Siento haberte molestado, Ann, pero...
Se interrumpió al ver asomar la cabeza de Edith, cuyo rostro tenía la expresión de quien ha oído lo que pasa y se da por enterada.
- No quiero interrumpirles, señora, pero ¿ya sabe la hora que es?
Ann miró su reloj.
- Hay mucho... oh, es exactamente la misma hora de cuando miré antes. Richard -se llevó el reloj al oído-, se ha parado. ¿Qué hora es, Edith?
- Pasan veinte minutos de la hora.
- Cielos... no llegaré. Pero esos trenes siempre se re­trasan, ¿verdad? ¿Dónde está mi bolso? Oh, aquí. Gracias a que hay muchos taxis a esta hora. No, Richard, no vengas conmigo. Mira, quédate y toma el té con nosotras. Sí, por favor, en serio. Creo que sería lo mejor. De ver-dad. Debo irme.
Salió corriendo de la estancia. La puerta de la calle se cerró de golpe. El movimiento de la piel que llevaba puesta había arrancado dos tulipanes del florero. Edith se agachó a recogerlos y los volvió a meter con cuidado, mientras decía:
-El tulipán es la flor preferida de la señorita Sarah... siempre lo ha sido... sobre todo de color malva.
-Toda esta casa parece girar alrededor de la señorita Sarah.
Richard habló con cierta irritación.
Edith le lanzó una rápida mirada. Su rostro permane­ció imperturbable, desaprobador. Dijo en voz carente de entonación:
-Ah, la señorita Sarah tiene algo, no se puede negar. Muchas veces he notado de muchas señoritas jóvenes que lo dejan todo tirado, esperan que se les ordene todo, que una corra todo el día detrás de ellas para reco­ger las cosas... ¡y sin embargo, no hay nada que una no haría por ellas! Otras, en cambio, no molestan nada, todo lo tienen en orden, no dan quehacer... y ya ve, una no parece quererles igual. Se diga lo que se quiera, es un mundo injusto. Sólo un político chiflado es capaz de hablar de igualdad de oportunidades. Unos lo tienen todo y otros ni un céntimo, y así es la vida.
Al hablar se movía por el cuarto, enderezando un par de objetos y alisando los almohadones.
Richard encendió un cigarrillo y dijo en tono agra­dable:
-Usted lleva muchos años con la señora Prentice, ¿verdad, Edith?
-Más de veinte. Veintidós. Trabajé para su madre antes de que la señorita Ann se casara con el señor Prentice. Era todo un caballero.
Richard alzó la vista, clavándola en la mujer. Su per­sonalidad ultrasensible le hizo imaginar que había habi­do cierto énfasis en la palabra.
-¿Le ha dicho la señora Prentice que pronto nos ca­saremos?
-No había necesidad -asintió Edith con la cabeza.
-Yo... espero que seremos buenos amigos, Edith -dijo
Richard un tanto pomposamente, porque era tímido.
-Así lo espero, señor -su tono era lúgubre.
-Me temo que será más trabajo para usted, pero le buscaremos alguien que la ayude -insinuó Richard, to­davía con timidez.
-No me gustan las interinas. Si estoy sola sé el terre­no que piso. Sí, tener un señor en casa va a suponer cambios. Las comidas serán distintas, para empezar.
-Yo' no como mucho -le aseguró él.
-Es la clase de comidas. A los señores no les gustan las bandejas.
-Y a las mujeres un poco demasiado.
-Puede ser -admitió Edith, añadiendo con voz espe­cialmente fúnebre-: Pero no niego que un señor en casa alegra la vida, por así decirlo.
Richard se sintió casi agradecido.
-Es muy amable por su parte, Edith -dijo con calor.
-Oh, puede confiaren mí, señor. No me voy a ir y dejar a la señora Prentice. No la dejaría por nada. Ade­más, nunca ha sido mi costumbre marcharme cuando había problemas a la vista.
-¿Problemas? ¿Qué quiere decir con eso?
-Tensiones.
Richard repitió de nuevo lo que la mujer acababa de decir.
- ¿Tensiones?
Edith le sostuvo la mirada sin pestañear.
-Nadie me ha pedido mi opinión. Y no soy de las que la dan sin que se la pidan, pero le diré esto. Si la señorita Sarah hubiese vuelto a casa y les hubiera en­contrado casados y todo concluido, bueno, habría sido mejor, no sé si me entiende.
Sonó el timbre de la puerta y casi al instante otra vez y otra.
- Y seguro que sé quién es ahora -concluyó Edith.
Salió al vestíbulo. Al abrir la puerta se oyeron dos voces, de hombre y de mujer, risas y exclamaciones.
- Edith, viejo encanto -era una rica voz de contralto-. ¿Dónde está mamá? Entra, Gerry. Tira esos esquíes en la cocina.
- No, en mi cocina ni hablar.
- ¿Dónde está mamá? -repitió Sarah Prentice, entran-do en la sala y hablando a voces.
Era una muchacha alta y morena, cuyo vigor y vita­lidad exuberante sorprendieron a Richard Cauldfield. Había visto fotografías de Sarah en el piso, pero las fotos jamás representan la vida. Esperaba una edición juvenil de Ann (una edición más dura y moderna), pero el mismo tipo. Sin embargo, Sarah Prentice se parecía a su alegre y encantador padre. Era exótica, como llena de ansiedad, y su mera presencia pareció transformar la at­mósfera del piso.
-Oh, qué preciosos tulipanes -exclamó inclinándose sobre el florero-. Tienen ese aroma ligeramente ácido tan propio de comienzos de primavera. Yo...
Sus ojos se abrieron asombrados cuando vio a Cauld­field.
Éste se le acercó, diciendo:
- Mi nombre es Richard Cauldfield. Sarah le tendió la mano y le preguntó con cortesía:
- ¿Espera a mamá?
- Me temo que ha ido a la estación a buscarla... hace como cinco minutos.
- ¡Pobrecita tonta! ¿Por qué no le avisaría Edith a tiempo? ¡Edith!
-Se le había parado el reloj.
- Relojes de madres... Gerry... ¿Dónde estás, Gerry?
Un joven bastante guapo, de rostro descontento, apa­reció un instante con una maleta en cada mano.
-Gerry, el robot humano -se presentó-. ¿Dónde te dejo todo esto, Sarah? ¿Por qué no tenéis mozos en los pisos?
- Los hay, pero nunca aparecen cuando llega uno con maletas. Llévalas a mi cuarto, Gerry. Oh, le presento al señor Lloyd, señor...
- Cauldfield.
Edith entró y fue aprisionada por Sarah, que le dio un sonoro beso.
- Edith, es maravilloso ver otra vez tu cara de gato avinagrado.
-Conque gato avinagrado -repuso Edith, indignada-. Y no me bese, señorita Sarah. Debería ponerse más en su lugar.
- No te hagas la enfadada, Edith. Sabes muy bien que estás encantada de verme. ¡Qué limpio está todo! Todo sigue igual. Las cortinas y la caja de concha de mamá... ah, veo que habéis cambiado de sitio el sofá. Y el escri­torio, que solía estar allí.
- Su mamá dice que así hay más espacio.
- No. Yo lo quiero como estaba. Gerry... Gerry, ¿dónde estás?
- ¿Y ahora qué? -preguntó el muchacho, aparecien­do. Sarah ya estaba moviendo el escritorio. Richard fue a ayudarla, pero Gerry dijo, animoso-: No se moleste, señor, yo lo haré. ¿Dónde lo quieres, Sarah?
-Donde solía estar. Allí.
Una vez que hubieron movido el escritorio y vuelto el sofá a su antiguo sitio, Sarah lanzó un suspiro y dijo: -Así está mejor.
-Yo no estoy tan seguro -replicó Gerry, observando con mirada crítica.
-Bueno, pues yo sí. Me gusta que todo esté igual; de otro modo no es un hogar. ¿Dónde está el almohadón de los pájaros, Edith?
- En la tintorería.
-Ah, bueno, no importa. Voy a ver mi cuarto. -Se detuvo en el umbral para añadir-: Prepara unas bebidas, Gerry. Sirve una al señor Cauldfield. Ya sabes dónde está todo.
- Seguro. -Gerry miró a Richard.- ¿Qué desea, señor? ¿Martini, ginebra con naranja? ¿Ginebra rosa?
Richard se movió con súbita decisión.
-No, gracias. Nada. Debo marcharme.
-¿No quiere esperar a que vuelva la señora Prentice? -Gerry resultaba encantador y amable-. No creo que tarde. En cuanto descubra que el tren ha llegado antes que ella, volverá corriendo.
-No. Tengo que irme. Diga a la señora Prentice que... ejem... la cita sigue en pie para... mañana.
Saludó a Gerry y salió al vestíbulo. Desde el dormi­torio de Sarah, a lo largo del pasillo, podía oír su voz dirigiéndose a Edith en un torrente de palabras.
Pensó que era mejor no quedarse. El primer plan de Ann y de él había sido correcto. A la noche hablaría con Sarah y al día siguiente él se presentaría a comer y em­pezaría a hacer amistad con su futura hijastra.
Se sentía alterado porque Sarah no era como se la imaginara. La había creído enmadrada por Ann, depen­diendo de ella. Su belleza, su aplomo, le habían sorprendido.
Hasta entonces había sido una mera abstracción. Ahora resultaba una realidad.



6


Sarah volvió a la sala atándose una bata de brocado.
-Tenía que quitarme esa ropa de esquiar. La verdad es que necesito un baño. ¡Qué sucios son los trenes! ¿Me has preparado un trago, Gerry?
-Aquí tienes.
-Gracias. ¿Se ha ido ese hombre? Mejor.
-¿Quién era?
-Nunca le he visto -Sarah se echó a reír-. Debe de ser uno de los ligues de mamá.
Entró Edith a correr las cortinas y Sarah le preguntó: -¿Quién era, Edith?
-Un amigo de su madre, señorita Sarah.
Tiró fuerte de las cortinas y se acercó a otra ventana.
-Ya era hora de que volviera a casa a elegir los ami­gos de mamá -replicó Sarah, alegremente.
-Ah -fue el comentario de Edith, al correr la segunda cortina, y luego, fijando la vista en Sarah-: ¿No le ha gustado?
-No.
Tras de musitar algo, Edith salió de la habitación.
-¿Qué ha dicho, Gerry?
-Creo que algo como que era una pena.
-Qué raro.
- Sonaba misterioso.
- Oh, ya sabes cómo es Edith. ¿Por qué no vendrá mamá? ¿Por qué ha de ser tan vaga?
-Por lo general no lo es. Al menos a mí no me lo parece.
-Has sido muy amable al venir a esperarme, Gerry. Siento no haberte escrito, pero ya sabes cómo es la vida. ¿Cómo te las has arreglado para salir de la oficina a tiempo para llegar a Victoria?
Hubo una ligera pausa antes de que Gerry pudiera contestar.
- Oh, no ha sido muy difícil, dadas las circunstancias. Sarah se incorporó, alerta y mirándole.
-Vamos, Gerry, suelta. ¿Qué ha pasado?
-Nada. Por lo menos, las cosas no han salido muy bien.
- Dijiste que serías paciente y dominarías tu genio -soltó, acusadora.
-Lo sé, cariño, pero no tienes ni idea de lo que ha sido. Dios mío, volver de un sitio como Corea, donde es casi un infierno, pero donde al menos casi todos los in­dividuos son decentes, para encerrarse en un despacho de la City, donde se habla sólo de dinero. No te puedes imaginar cómo es tío Luke. Gordo y brillante, con oji­llos de cerdo. «Me alegro mucho de que hayas vuelto, muchacho. -Gerry imitaba muy bien. Soltaba las pala­bras de forma untuosa y asmática-. Ejem... ah... espero que ahora que todo lo demás ha concluido, vendrás a la oficina y... ejem... ah... te dedicarás de lleno a los asun­tos. Andamos... ejem... escasos de empleados... Me atre­vo a decir que se te presenta... ejem, un excelente por-venir si te lanzas de lleno al trabajo. Claro que tendrás que empezar desde abajo. Nada de... ejem... favores...ése es mi lema. Ya te has divertido bastante... ahora ve-remos si eres capaz de sentar cabeza.»
Gerry se puso en pie y empezó a dar zancadas por el cuarto.
-Divertirse... eso es lo que ese viejo gordo llama al servicio activo en el ejército. Palabra, me gustaría verle amenazado por un amarillo soldado chino comunista. Esas sanguijuelas ricas sentadas en sus traseros en un despacho, sin pensar más que en el dinero... que ruede...
- Oh, cállate, Gerry -cortó Sarah, impaciente-. Lo que pasa es que tu tío no tiene imaginación. Además, tú mismo dijiste que tenías que conseguir un empleo y tener dinero. Admito que es desagradable, pero ¿qué otra alternativa hay? La verdad es que tienes suerte de tener un tío rico en la City. ¡La mayoría daría un ojo por lo mismo!
- ¿Y por qué es rico? Porque nada en un dinero que tendría que ser mío. ¿Por qué el tío abuelo Harry tuvo que dejárselo a él, en vez de a mi padre, que era el her­mano mayor...?
- Eso no importa. Además, para cuando te hubiese llegado el turno, seguramente no quedaría ya dinero. Todo se habría ido en derechos reales.
- Pero es injusto, lo admitirás.
-Todo es siempre, injusto. Pero de nada sirve darle vueltas. Además, resultas pesado. Una se cansa de no oír más que historias de mala suerte.
-La verdad es que no eres muy comprensiva, Sarah.
-No. Mira, yo creo en la franqueza absoluta. Creo que deberías tener un gesto y dejar del todo el trabajo o dejar de gruñir y dar gracias a tu buena estrella de tener un tío rico en la City, con ojos de cerdo y asma. Vaya, creo que por fin oigo a mamá.
Ann acababa de abrir la puerta con su llave. Entró apresuradamente en el salón.
-¡Sarah, cariño!
- Mamá... por fin. -Sarah envolvió a su madre en un abrazo-. ¿Qué ha sido de ti?
-La culpa es de mi reloj. Se había parado.
- Bueno, Gerry ha ido a esperarme, así que no me he encontrado sola.
Ann le saludó cordialmente, si bien por dentro se sintió molesta. Había esperado que aquel asunto de Gerry se desvanecería.
- Deja que te mire, encanto -siguió Sarah-. Estás de lo más elegante. Ese sombrero es nuevo, ¿no? Tienes muy buen aspecto, mamá.
-Y tú también. Tan tostada.
- Sol en la nieve. Edith está terriblemente desilusio­nada porque no he vuelto envuelta en vendajes. Hubie­ras preferido que me hubiese roto algunos huesos, ¿verdad Edith?
Edith, que entraba con el té, no respondió directa-mente.
-He traído tres tazas, aunque supongo que la señori­ta Sarah y el señor Lloyd no tomarán nada, ya que veo que han estado bebiendo ginebra.
-Suena como si fuéramos unos disipados, Edith. Ade­más, también se lo hemos ofrecido a ese señor... como se llame. ¿Quién es, madre? Se llama algo así como co­liflor.
-El señor Cauldfield ha dicho que no podía esperar, señora -interpuso Edith-. Vendrá mañana, como habían acordado previamente.
-¿Quién es Cauldfield, mamá, y por qué tiene que venir mañana? Estoy segura de que no nos apetece que venga.
-Toma otro trago, Gerry -cortó rápida Ann.
- No, gracias, señora Prentice. Lo cierto es que debo irme. Adiós, Sarah.
Sarah le acompañó a la puerta. Él le dijo:
- ¿Qué te parece si vamos al cine esta noche? Hay una buena película en el Academy.
- Oh, qué divertido. No... será mejor que no. Des­pués de todo es mi primera noche en casa. Creo que debo pasarla con mamá. La pobrecita va a desilusionarse si salgo corriendo en seguida.
- Creo, Sarah, que eres una hija buenísima.
- Bueno, es que mamá es un cielo.
-Oh, ya lo sé.
-Claro que hace un montón de preguntas. Ya sabes, qué has hecho y con quién has estado. Pero en conjun­to, para una madre, es muy prudente. Mira, Gerry, si puedo te llamaré más tarde.
Sarah volvió a la sala y empezó a mordisquear un pastel.
- Éstos son los especiales de Edith. De lo más dul­ces. No comprendo de dónde saca los ingredientes. Bueno, mamá, cuéntame todo lo que has hecho. ¿Has salido con el coronel Grant y los demás amigos y te has divertido?
Ann se detuvo y Sarah se la quedó mirando.
- ¿Pasa algo, madre?
-¿Pasar? No. ¿Por qué?
-Tienes un aire raro.
-¿Yo?
- Madre, pasa algo. La verdad es que estás de lo más rara. Vamos, cuéntamelo. Nunca te he visto una expresión más culpable. Vamos, mamá, ¿qué pasa? ¿qué has hecho?
-Nada, de verdad... al menos. Oh, Sarah, cariño... debes creer que no supondrá ninguna diferencia. Todo seguirá igual, sólo que...
La voz de Ann se quebró y calló. «Qué cobarde soy -pensó para sí-. ¿Por qué una hija nos hace sentirnos tan cohibidas?»
Entretanto, Sarah la contemplaba. De pronto empezó a sonreír de lo más amistosamente.
- Creo... vamos, mamá, suéltalo ya. ¿Estás intentando decirme poco a poco que voy a tener un padrastro?
- Oh, Sarah -Ann suspiró de alivio-. ¿Cómo lo has adivinado?
-No ha sido tan difícil. Nunca he visto a nadie pasar tan mal rato. ¿Creías que iba a importarme?
-Lo supongo. ¿Y no te importa? ¿De verdad?
-No. La verdad es que creo que haces bien. Después de todo, papá murió hace dieciséis años. Deberías tener cierta vida sexual antes de que sea tarde. Estás justo en lo que llaman la edad peligrosa. Y eres demasiado anti­cuada para tener un amante.
Ann miró desalentada a su hija. Pensaba en lo difícil que iba a ser todo, más de lo que ella había pensado.
-Sí -proseguía Sarah, asintiendo con la cabeza-. Conti­go tiene que ser el matrimonio.
«Qué absurda y querida criatura», pensó Ann, sin ex­teriorizar su pensamiento.
- Todavía estás de muy buen ver -siguió Sarah con el candor devastador de la juventud-. Eso es porque tienes una piel preciosa. Pero estarías muchísimo más guapa si te depilaras las cejas.
-Me gustan como son -repuso Ann, obstinada.
- Eres muy atractiva, cariño. Me sorprende que no te casaras antes. Por cierto, ¿quién es? Diré tres nombres: uno, el coronel Grant; dos, el profesor Fane, y tres, ese melancólico polaco de nombre impronunciable. Pero estoy casi segura de que es el coronel. Ha estado persi­guiéndote desde hace años.
-No es James Grant. Es... es Richard Cauldfield -sol­tó Ann sin aliento.
-¿Quién es Richard Cauld...? Mamá, ¿no será ese hombre que estaba antes aquí?
Ann asintió con la cabeza.
-Pero no puedes, mamá. Es pomposo y horrible.
- No tiene nada de horrible -cortó con brusquedad.
- La verdad, mamá, podías haber elegido mejor.
-Sarah, no sabes de qué estás hablando. Yo... le quiero mucho.
- ¿Quieres decir que estás enamorada de él? -Sarah parecía francamente incrédula-. ¿Quieres decir que sientes pasión por él?
Ann volvió a asentir.
-Mira. No puedo tomarlo en serio.
Ann cuadró los hombros.
-Sólo has visto a Richard un instante. Cuando le co­nozcas mejor estoy segura de que te gustará mucho.
- Parece tan agresivo...
-Es porque se sentía tímido.
-Bueno -Sarah hablaba muy despacio-. Es tu fune­ral, claro.
Madre e hija guardaron silencio unos instantes. Ambas se sentían violentas.
-Sabes, mamá, la verdad es que necesitas que al­guien cuide de ti. No hago sino irme unas semanas y vas y haces una tontería.
-¡Sarah! -Ann le miró, enfadada-. Eres descortés.
-Lo siento, cielo, pero creo en la franqueza absoluta.
- Bueno, pues yo creo que no.
-¿Cuánto tiempo dura esta historia?
Pese a sí misma, Ann se echó a reír.
-Verdaderamente, Sarah, te pareces a un padre es­tricto en un drama victoriano. Conocí a Richard hace tres semanas.
-¿Dónde?
-Con James Grant. James le conoce desde hace años. Acaba de regresar de Birmania.
- ¿Tiene dinero?
Ann se sentía a un tiempo irritada y conmovida. Qué ridícula resultaba la chiquilla, tan ansiosa en sus pregun­tas. Controlando su irritación, repuso con voz irónica:
- Posee ingresos independientes y es muy capaz de mantenerme. Trabaja con Hellner Hnos., una importante firma de la City. La verdad, Sarah, cualquiera pensaría que yo soy tu hija en vez de al revés.
-Bueno, alguien ha de cuidar de ti, querida -repuso Sarah muy en serio-. No eres capaz de cuidar de ti misma. Yo te quiero mucho y no quiero que cometas un disparate. ¿Es soltero, divorciado o viudo?
-Perdió a su esposa hace muchos años. Murió de parto de su primera criatura y ésta murió también. Sarah suspiró, meneando la cabeza.
-Ahora lo comprendo todo. Así es cómo te ha conquistado. Tú siempre te emocionas con los melodramas.
-¡Deja de portarte de un modo absurdo, Sarah!
- ¿Tiene hermanas y madre... y todo eso?
-No creo que tenga ningún pariente.
- Al menos eso es algo bueno. ¿Tiene casa? ¿Dónde viviréis?
- Aquí, supongo. Hay mucho sitio y su trabajo está en Londres. No te importará, ¿verdad, Sarah?
- Oh, a mí no me importa. Pienso solamente en ti.
- Cariño, eres un encanto. Pero yo sé mejor lo que me conviene. Estoy convencida de que Richard y yo se-remos muy felices juntos.
-¿Cuándo pensáis casaros?
- Dentro de tres semanas.
- ¿Dentro de tres semanas? Oh, no puedes casarte tan pronto.
-No hay por qué esperar.
- Por favor, mamá. Retrásalo un poco. Dame tiempo para... para hacerme a la idea. Por favor, mamá.
- No sé... tendremos que ver...
- Seis semanas; espera seis semanas.
-Aún no está nada decidido. Richard viene a comer mañana. Tú... Sarah... serás amable con él, ¿verdad?
-Claro que sí, ¿qué crees?
-Gracias, mi cielo.
-Anímate, madre, no hay por qué preocuparse.
-Estoy segura de que llegaréis a estimaros mucho -dijo Ann débilmente.
Sarah guardó silencio.
Ann añadió sintiendo de nuevo ira:
- Al menos podrías intentarlo...
-Te he dicho que no necesitas preocuparte. -Al cabo de unos segundos, añadió-: Supongo que preferirás que me quede esta noche.
-¿Por qué, querías salir?
- Pensaba que tal vez... pero no quiero dejarte sola, mamá.
Ann sonrió a su hija, y la vieja relación entre ambas volvió a establecerse con normalidad.
- Oh, no me sentiré sola. La verdad es que Laura me había pedido que fuese a una conferencia...
- ¿Qué tal el viejo caballo de batalla? ¿Tan infatigable como siempre?
-Oh, sí, igual. Le había dicho que no, pero no me cuesta nada telefonear.
Tampoco le costaría nada llamar a Richard... pero rechazó el pensamiento. Mejor estar alejada de Richard hasta que Sarah y él se vieran al día siguiente.
-Entonces está bien. Voy a llamar a Gerry.
-Oh, ¿vas a salir con Gerry?
-Sí, ¿por qué no? -el tono era desafiante.
Pero Ann no aceptó el reto. Repuso con dulzura: -Sólo preguntaba...



7


-¿Gerry?
-Sí, Sarah.
-No quiero ver esa película. ¿No podemos ir a charlar a alguna parte?
-Claro que sí. ¿Salimos a tomar algo?
-Imposible. Edith me ha atiborrado.
La miró de reojo, preguntándose qué la habría alterado. Hasta estar sentados ante unas bebidas, Sarah no vol­vió a hablar. Entonces soltó bruscamente:
Gerry, mamá vuelve a casarse.
-¡Caramba! -la sorpresa era auténtica-. ¿Tú no tenías ni idea?
-¿Cómo iba a tenerla? Le ha conocido después de irme yo.
-Qué rápida.
-Demasiado. ¡En algunas cosas mamá no tiene senti­do común!
-¿Quién es?
-El hombre que estaba allí esta tarde. Se llama Coli­flor1, o algo así.
-Oh, ese hombre.
- Sí. ¿No crees que es del todo imposible?
- Bueno, no me he fijado mucho en él. Parecía un tipo corriente.
-Es la persona menos adecuada para mamá.
-Supongo que ella es el mejor juez -objetó Gerry con suavidad.
-No, no lo es. La pega de mamá es que es débil.
Siente pena por la gente. Y mamá necesita alguien que cuide de ella.
-Al parecer, ella piensa lo mismo -le sonrió el muchacho.
-No te rías, Gerry, hablo en serio. Coliflor no es el
tipo que conviene a mamá. -Bueno, es asunto suyo.
-Tengo que cuidar de ella. Siempre he sentido eso.
Sé mucho más de la vida que ella y soy mucho más dura.
Gerry no discutió la afirmación. En conjunto estaba de acuerdo. Pese a todo se sintió inquieto.
- De todos modos, Sarah -dijo despacio-, si ella quiere casarse de nuevo...
Sarah le interrumpió con rapidez:
- Oh, y yo estoy de acuerdo con eso. Mamá debería casarse otra vez. Ya se lo he dicho. Prácticamente padece penuria de vida sexual. Pero decididamente, Coliflor no.
-No crees... -Gerry se interrumpió, vacilante.
- ¿Qué? -...que sentirías lo mismo... ¿por cualquiera?
-Estaba un poco nervioso pero le salieron las frases-. Después de todo, no puedes saber que Coliflor no le conviene. No has hablado ni dos palabras con él. ¿No te parece que a lo mejor estás... -tuvo que armarse de valor para soltar la última palabra, pero lo hizo- ejem, celosa?
Sarah se sulfuró.
-¿Celosa? ¿Yo? ¿Quieres decir porque será mi padras­tro? ¡Mi querido Gerry! ¿No dije hace tiempo... antes de irme a Suiza... que mamá debería casarse otra vez?
-Sí. Pero es distinto decir cosas que admitirlas cuan-do ocurren de verdad -dijo Gerry con un relámpago de percepción.
- No soy de naturaleza celosa. Sólo pienso en la feli­cidad de mamá -añadió Sarah virtuosamente.
- Si yo fuera tú, no iría entrometiéndome en vidas ajenas -dijo Gerry con decisión.
- Pero es mi propia madre.
- Bueno, seguramente sabe mejor que nadie lo que le conviene.
-Te repito que mi madre es débil.
- Además, no puedes hacer nada.
Gerry pensaba que Sarah se estaba alterando por nada. Estaba harto de Ann y sus asuntos y quería ha­blar de sí mismo.
- Creo que voy a largarme -cambió Gerry con brus­quedad.
- ¿Largarte de la oficina de tu tío? Oh, Gerry.
- No aguanto más. Cada vez que llego quince minu­tos tarde me arma un follón.
-Bueno, hay que llegar puntual al trabajo, ¿no?
- ¡Miserable gusano! Hojeando libros de contabilidad, pensando sólo en el dinero mañana, tarde y noche.
-Pero, Gerry, si te vas, ¿qué harás?
- Oh, ya encontraré algo.
- Ya has probado muchas cosas.
- ¿Quieres decir que siempre me echan? Bueno, esta vez no voy a esperar a que lo hagan.
- Pero, Gerry, ¿crees que eso es de sentido común? -Sarah le miraba con solicitud preocupada, casi maternal-. Me refiero a que es tu tío, y casi el único pariente que tienes, y tú dices siempre que le sobra el dinero.
- ¿Y que si me porto bien me lo dejará todo? Supon­go que eso es lo que quieres decir.
-Bueno, bastante sueles protestar sobre tu tío abue­lo, aquel que no le dejó la pasta a tu padre.
-Si hubiera tenido un sentimiento familiar como es debido, ahora no me vería yo teniendo que dar jabón a los magnates de la City. Creo que este país está podrido hasta el tuétano. Me parece que me voy a largar, pero del todo.
-¿Al extranjero?
- Sí, a algún sitio donde haya porvenir.
Ambos quedaron en silencio, pensando en una ne­bulosa vida con porvenir.
Sarah, cuyos pies estaban siempre más firmemente plantados en el suelo que los de Gerry, comentó aguda-mente:
- ¿Se puede hacer algo sin capital? Y tú no lo tienes, ¿verdad?
- Ya sabes que no. Bah, supongo que habrá muchas cosas que uno pueda hacer.
-Por ejemplo, ¿qué puedes tú hacer, en realidad?
-¿Por qué has de ser tan condenadamente deprimente, Sarah?
-Lo siento. Lo que quería decir es si estás especialmente preparado para algo.
-Sé mandar hombres y sirvo para vivir al aire libre. No para estar encerrado en una oficina.
-Oh, Gerry -suspiró Sarah.
-¿Qué pasa?
-No sé. La vida parece difícil. Todas estas guerras han desequilibrado las cosas.
Se quedaron mirando al vacío con aire deprimido.
Por fin Gerry, magnánimo, dijo que daría a su tío otra oportunidad. Sarah aplaudió su decisión.
-Será mejor que me vaya a casa. Mamá ya habrá vuel­to de su conferencia.
-¿De qué trataba?
-No sé. «Adónde vamos y por qué.» Ese tipo de charlas. -Se puso en pie.- Gracias, Gerry. Me has ayudado mucho.
- Intenta no tener prejuicios, Sarah. Si a tu madre le gusta ese tipo y va a ser feliz con él, eso es lo que im­porta.
- Si mamá va a ser feliz con él, todo está bien.
-Después de todo, tú también te casarás, supongo... cualquier día de éstos...
Lo dijo sin mirarla. Sarah contempló sus manos, ab­sorta.
- Algún día, supongo -murmuró-. No tengo especial ansia...
Ambos guardaron silencio, algo violentos, mientras en el aire temblaba una sensación placentera...


Durante la comida, al día siguiente, Ann se sentía tranquila. Sarah se estaba portando admirablemente. Sa­ludó a Richard con afabilidad y mantuvo una conversa­ción cortés.
Ann se sentía orgullosa de su hija, con su bonito ros­tro juvenil y sus modales correctos. Debería haber com­prendido que podía confiar en Sarah... que Sarah nunca le dejaría mal.
Lo que sí anhelaba es que Richard demostrara una forma de ser más favorable. Estaba nervioso, se daba cuenta de ello. Se sentía ansioso de causar buena impre­sión, como ocurre con frecuencia en esos casos, y su misma ansiedad le hacía parecer distante. Su tono resul­taba didáctico, casi pedante. Deseoso de parecer cómo-do, daba la impresión de dominar al grupo. La misma deferencia que Sarah le demostraba, subrayaba la impre­sión causada por el hombre. Sus afirmaciones eran exce­sivamente positivas y parecían indicar que ninguna opi­nión era posible sino la suya. Ann, que conocía bien la verdadera timidez de su naturaleza, se sentía molesta.
Pero ¿cómo iba a saberlo Sarah? Estaba contemplan-do el lado peor de Richard, cuando tan importante era que viera el mejor. Hacía que Ann se sintiera nerviosa Y a disgusto, lo que, como pronto pudo percibir, fastidiaba a Richard.
Una vez concluida la comida y servido el café, Ann les dejó, con la excusa de tener que telefonear, pues tenía una extensión en su dormitorio. Esperaba que, de­jándoles solos, Richard se sentiría más cómodo y se mostraría más como era. Una vez que ella se quitara de en medio, las cosas irían arreglándose.
Cuando Sarah hubo llenado de nuevo la taza de Ri­chard, pronunció un par de frases corteses y la conversación cesó.
Richard luchaba consigo mismo. Pensaba que el triunfo estaba en la franqueza. En conjunto se sentía fa­vorablemente impresionado por Sarah. Ésta no había mostrado hostilidad alguna. Lo importante era demos­trarle lo bien que comprendía la situación. Antes de venir había estado ensayando lo que diría. Como tantas cosas previamente ensayadas, las palabras salieron inex­presivas y artificiales. Para sentirse cómodo se había revestido de una alegría confiada, que nada tenía que ver con su verdadera y dolorosa cortedad.
Mira, jovencita, hay un par de cosas que me gustaría decirte.
-Ah, ¿sí?
Sarah volvió hacia él un rostro atractivo, pero en aquel momento totalmente desprovisto de expresión. Esperó cortés y Richard se sintió aún más nervioso.
-Deseo decirte que comprendo muy bien lo que sientes. Todo esto ha debido de resultarte un golpe. Tú y tu madre habéis estado siempre muy unidas. Es per­fectamente natural que resientas la intromisión de al­guien en vuestras vidas. Es lógico que te sientas un tanto herida y celosa por ello.
- Nada de eso, se lo aseguro -afirmó Sarah en tono correcto y amable.
Richard, preocupado con sus pensamientos, no se fijó en lo que, de hecho, era una advertencia.
Siguió tartamudeando:
- Como decía, todo es normal, así que no te atosiga­ré. Puedes ser tan fría como desees conmigo. Cuando decidas que podemos ser amigos, estaré dispuesto a salir a mitad de camino. Lo único que has de pensar es en la felicidad de tu madre.
- En ella pienso.
- Hasta ahora, lo ha hecho todo por ti. Ahora hay que tomarle a ella en consideración. Tú deseas verla feliz, estoy seguro. Y debes recordar lo siguiente: tienes que vivir tu propia vida.., la tienes toda por delante. Tienes tus propios amigos, tus propias esperanzas y ambicio­nes. Si te casaras o consiguieras un empleo, tu madre se quedaría sola, y se sentiría muy abandonada. Éste es el momento en que tienes que ponerla a ella por delante y considerarte tú en segundo lugar.
Se detuvo esperando la reacción de Sarah. Pensó que lo había expuesto bastante bien.
La voz de Sarah, cortés, pero con un imperceptible deje impertinente, interrumpió sus autofelicitaciones.
-¿Dirige usted la palabra en público a menudo?
-¿Por qué? -preguntó, sobresaltado.
-Pienso que debe ser bastante bueno en esas cosas.
Estaba recostada en su butaca, admirándose las uñas. El hecho de que fueran de color carmín, cosa que detes­taba Richard intensamente, aumentó su irritación. Había reconocido al fin que se hallaba frente a frente con un ser hostil.
Con esfuerzo dominó su mal humor, y el resultado fue que, cuando habló, su tono era casi paternalista.
-Tal vez te estuviera soltando un pequeño rollo, hija mía. Pero quería llamarte la atención acerca de algunas cosas en las que tal vez no hubieras pensado. Y puedo asegurarte una cosa: tu madre no va a quererte menos porque me quiera a mí, estate segura.
-¿De veras? Qué amable es usted al decírmelo -comentó Sarah con ironía.
Ya no había duda sobre la hostilidad.
Si Richard hubiese abandonado sus defensas, si se hubiese limitado a decir:
«Lo estoy echando todo a perder, Sarah. Me siento cortado y desdichado, lo cual me hace decir lo que no quiero, pero amo mucho a Ann y quiero que me apre­cies, si puedes», tal vez hubiera fundido el hielo de Sarah, pues era una criatura de corazón generoso.
Pero en lugar de ello, su tono se hizo más tenso aún:
-Los jóvenes tienden a ser egoístas. Por lo general, no piensan sino en sí mismos. Pero tú has de pensar en la felicidad de tu madre. Tiene derecho a una vida pro­pia, derecho a tomar la felicidad donde la encuentre. Necesita que alguien la cuide y la proteja.
Sarah alzó la mirada y le contempló cara a cara. La mirada de sus ojos desconcertó al hombre. Era dura y parecía calculadora.
-No puedo estar más de acuerdo con usted -dijo inesperadamente.
Ann volvió a la habitación, con cierto nerviosismo.
-¿Queda algo de café?
Sarah llenó con cuidado una taza, se puso en pie y se la tendió a su madre.
- Aquí tienes, mamá. Has llegado en el momento opor­tuno. Ya hemos tenido nuestra pequeña conversación.
Salió del cuarto. Ann miró interrogante a Richard, cuyo rostro aparecía encendido.
- Tu hija ha decidido que no le gusto.
-Ten paciencia con ella, Richard. Por favor, sé pa­ciente.
-No te preocupes, Ann, estoy perfectamente dis­puesto a ser paciente.
-Comprende, para ella ha sido un golpe.
-Lo sé.
- Sarah tiene de verdad un corazón muy cariñoso. Es una niña tan tierna...
Richard no replicó. Consideraba a Sarah una jovenci­ta odiosa, pero aquello era algo que no podía decir a su madre.
-Todo saldrá bien -le dijo consolador.
-Ya lo sé. Sólo que hace falta tiempo.
Ambos se sentían desgraciados y no sabían qué más decir.


Sarah se había retirado a su dormitorio. Sin ver, sacó ropa del armario y la tendió en la cama.
-¿Qué hace, señorita Sarah? -preguntó sorprendida Edith, entrando.
-Oh, repasando la ropa. Tal vez haya algo que nece­sita limpiarse. O coser, o algo.
- Ya he cuidado de todo. No tiene que molestarse. Sarah no respondió. Edith la miró y vio que las lágrimas iban acumulándose en los ojos de la muchacha.
-Vamos, vamos, no se lo tome así.
- Es odioso, Edith, completamente odioso. ¿Qué puede ver mamá en él? ¡Oh, todo está echado a per­der, arruinado... nada será ya lo mismo nunca!
- Vamos, señorita Sarah. De nada sirve que se alte­re. Cuanto menos palabras menos perdones. Hay que aguantar lo que no tiene remedio.
Sarah rió como loca.
- ¡Más vale prevenir que lamentar! ¡Piedra que rueda no cría musgo! Vete, Edith, vete.
Edith meneó la cabeza con simpatía y salió, cerrando la puerta.
Sarah lloró apasionadamente, como una niña. Estaba destrozada de pena. Como una niña sólo veía tinieblas por doquier, sin nada que alegrara la oscuridad. Entre sollozos, repetía bajito:
-Oh, mamá, mamá, mamá...



8


- Oh, Laura, cuánto me alegra verte.
Laura Whitstable se sentó en una silla recta. Nunca se recostaba.
-Bien, Ann, ¿cómo va todo?
- Sarah está siendo difícil -suspiró-, me parece.
- Bueno, era de esperar, ¿verdad?
Dame Laura hablaba animadamente, como sin darle importancia. Pero miraba a Ann con cierta preocupa­ción.
- No tienes muy buen aspecto, querida.
-Lo sé. No duermo bien y me duele la cabeza.
- No tomes las cosas demasiado en serio.
-Es fácil decirlo, Laura. No tienes idea de cómo es todo el tiempo. En cuanto Sarah y Richard están juntos, discuten.
- Sarah está celosa, claro.
- Eso temo.
- Bueno, como decía, era de esperar. Sarah es aún casi una niña. Todos los niños sufren porque sus madres presten su tiempo y su atención a otras personas. Pero estarías preparada para ello, Ann.
- Sí, en cierto modo. Aunque Sarah siempre había parecido muy independiente y madura. Pero, como tú dices, yo estaba preparada. Para lo que no lo estaba era para ver a Richard celoso de Sarah.
-Esperabas que Sarah hiciera el tonto, pero creías que él tendría más sentido común.
-Sí.
-Es un hombre fundamentalmente inseguro de sí. Un hombre con más confianza en su persona, se reiría y mandaría a Sarah al diablo.
Ann se pasó la mano por la frente en un gesto exas­perado.
-De veras, Laura, ¡no te imaginas cómo están! Riñen por las menores bobadas y me miran para ver de qué lado voy a ponerme.
-Muy interesante.
-Muy interesante para ti, sin duda, pero nada diverti­do para mí.
-¿De parte de quién te pones?
-De ninguno, si puedo, pero a veces...
-Sí, Ann...
Ann guardó silencio un instante y luego:
-Mira, Laura, Sarah es más lista que Richard en todo.
-¿Qué quieres decir?
-Bueno, Sarah siempre se porta con corrección... ex­ternamente. Cortés, ya sabes, y todo lo demás. Pero sabe cómo irritar a Richard. Le... le atormenta. Entonces él estalla y se vuelve totalmente irrazonable. Oh, ¿por qué no pueden gustarse mutuamente?
-Porque hay una auténtica y real antipatía entre ellos, imagino. ¿No estás de acuerdo? ¿O crees que sólo son celos por ti?
-Me temo que tengas razón, Laura.
¿Sobre qué cosas discuten?
-Las más tontas. Por ejemplo, ya sabes que cambié la disposición de los muebles, moviendo el escritorio y el sofá... y Sarah volvió a cambiarlo todo, porque detesta las alteraciones... Bueno, pues de pronto una día Ri­chard dijo: «¿Creí que te gustaba el escritorio allí, Ann». Respondí que me parecía que daba más espacio, pero Sarah replicó: «Bueno, pues a mí me gusta como ha estado siempre». E inmediatamente Richard dijo en ese tono dominante que tiene a veces: «No es cuestión de lo que a ti te guste, Sarah, sino de lo que quiera tu madre. Y ahora mismo lo vamos a poner como a ella le gusta». Y movió el escritorio y me preguntó: «Así es cómo lo quieres, ¿no?». Y yo respondí más o menos que sí. Y él se volvió a Sarah y dijo: «¿Alguna objeción, jovencita?». Y Sarah, mirándole, respondió con suavidad y cortesía: «Oh, no, lo que diga mamá; yo no cuento». Y sabes, Laura, aunque yo había apoyado a Richard, la verdad es que sentía como Sarah. Adora su hogar y las cosas que hay en él, y Richard no comprende en lo más mínimo sus sentimientos. Ay, no sé qué hacer.
-Sí, tiene que ser una tensión para ti.
-Supongo que irá pasando.
Ann miró esperanzada a su amiga.
-Yo no contaría con ello.
-¡La verdad es que no consuelas mucho, Laura!
-De nada sirve contar cuentos de hadas.
-Los dos son poco amables. Deberían darse cuenta de lo desgraciada que me hacen. La verdad es que estoy enferma.
-El sentir pena de ti misma no va a ayudarte, Ann.
-Pero es que soy tan desdichada...
-Y ellos también, querida. Compadécete de ellos. Sarah, pobre niña, se siente desesperadamente triste... e imagino que también Richard.

-¡Oh, Señor, y pensar que éramos tan felices hasta que volvió Sarah!
Dame Laura alzó ligeramente las cejas. Calló unos instantes, al cabo de los cuales inquirió:
- Os casáis... ¿cuándo?
- El trece de marzo.
- Aún quedan casi dos semanas. Lo retrasasteis... ¿por qué?
- Sarah me lo suplicó. Dijo que le daría más tiempo para hacerse a la idea. Insistió e insistió hasta que tuve que ceder.
-Sarah... comprendo. ¿Y Richard se molestaría?
- Claro que se molestó. La verdad es que estaba muy enfadado. Siempre anda diciendo que toda la vida he mimado a Sarah. ¿Crees que es cierto?
-No, no lo creo. Pese a todo tu cariño hacia Sarah, nunca la has mimado en demasía. Y hasta ahora Sa­rah siempre ha mostrado consideración hacia ti... tanta como es posible en un ser joven y egoísta.
-Laura, ¿no crees que debería...? -Se detuvo.
- No creo que deberías ¿qué?
- Oh, nada. Pero a veces siento que no puedo aguan­tar mucho más...
Se detuvo al oír el ruido de la puerta de la calle. Sarah entró en la sala y pareció alegrarse de ver a Laura Whitstable.
- Oh, Laura, no sabía que estabas aquí.
-¿Qué tal mi ahijada?
Sarah se acercó y la besó. Tenía las mejillas frías del aire de la calle.
-Estoy bien.
Murmurando algo, Ann salió. Los ojos de Sarah la si­guieron y al volverse tropezaron con los de dame Laura. Los de Sarah se apartaron, culpables.
-Sí -Laura asintió vigorosamente-, tu madre ha estado llorando.
- Bueno, no es culpa mía -exclamó indignada y vir­tuosa.
- ¿No? Tú quieres a tu madre, ¿verdad?
- Adoro a mi madre. Ya lo sabes.
-Entonces, ¿por qué la haces infeliz?
- No soy yo. Yo no hago nada.
- Riñes con Richard, ¿no?
- ¡Oh, eso! ¡Nadie puede evitarlo! ¡Es imposible! ¡Si sólo mamá se diera cuenta de lo imposible que es! Creo que un día se dará cuenta.
-¿Tienes que ordenar las vidas ajenas? En mis tiem­pos acusábamos a los padres de hacer eso con sus hijos. Al parecer, hoy es al revés.
Sarah se sentó en el brazo del sillón de dame Laura, y habló con tono de confidencias:
- Pero es que estoy muy preocupada. Comprende, no va a ser feliz con él.
- No es asunto tuyo, Sarah.
- Pero no puedo evitar que me importe. Porque no quiero que mamá sea desdichada. Y lo será. Mamá es tan... desvalida. Necesita que la cuiden.
Laura Whitstable aprisionó en las suyas las manos tostadas de Sarah. Habló con tal fuerza que hizo que Sarah la escuchase con atención y cierta alarma.
- Escúchame, Sarah. Escúchame bien. Ten cuidado. Ten mucho cuidado.
- ¿Qué quieres decir?
-Ten mucho cuidado con permitir que tu madre haga algo que lamentará toda su vida -insistió con énfa­sis Laura Whitstable.
-Eso es lo que...
- Te lo advierto -la cortó Laura-. Nadie más va a hacerlo. -De pronto olfateó el aire, aspirando fuerte por la nariz-. Huelo algo en el aire, Sarah, y voy a decirte qué es. Es el olor de alguien que se quema como ofrenda... y a mí no me gustan las piras de sacrificios.
Antes de que pudieran hablar nada más, Edith abrió la puerta anunciando:
-El señor Lloyd.
Sarah se alzó de un salto.
-Hola, Gerry. -Se volvió a Laura.- Te presento a Gerry Lloyd. Mi madrina, Laura Whitstable.
Una vez que se dieron la mano, Gerry dijo:
-Creo que anoche la oí por la radio.
-Qué halagador.
-Dando la segunda charla de la serie «Cómo seguir vivo en la actualidad». Me impresionó mucho.
-Qué embustero -dijo dame Laura, mirándole con repentino humor en la mirada.
-Sí, de veras. Parecía usted conocer todas las respuestas.
-Ah. Siempre es más fácil decir a los demás cómo hacer el pastel que hacerlo una misma. Y también mucho más divertido. Aunque es pernicioso para el ca­rácter. Me doy perfecta cuenta de que cada día me vuel­vo más odiosa.
-Oh, tú no eres capaz -dijo Sarah.
-Sí, lo soy, niña. Casi he llegado al punto de dar buenos consejos a la gente... pecado imperdonable. Ahora voy a ver a tu madre, Sarah.


En cuanto Laura Whitstable salió de la estancia, Gerry anunció:
Me voy de este país, Sarah.
La muchacha le contempló llena de asombro.
-Oh, Gerry, ¿cuándo?
-De inmediato. El jueves próximo.
-¿A dónde?
-Suráfrica.
-Pero eso está lejísimos.
-Bastante.
-No volverás en muchos años!
-Seguramente no.
-¿Qué vas a hacer allí?
-Cultivar naranjas. Me voy con otros dos. Será diver­tido.
-Oh, Gerry, ¿tienes que irte?
-Bueno, estoy harto de este país. Es demasiado fácil y evasivo. Yo no sirvo aquí y el país no me sirve.
-¿Qué hay de tu tío?
- Oh, ya no nos hablamos; pero la tía Lena ha sido muy amable. Me ha dado un cheque y una cosa para las mordeduras de serpientes.
Sonrió.
-Pero ¿qué sabes tú de cultivar naranjas, Gerry?
- Nada en absoluto, pero imagino que pronto apren­deré.
-Te echaré de menos... -suspiró Sarah.
-Supongo que no... por mucho tiempo. -Gerry ha­blaba entrecortadamente, evitando mirarla directamen­te-. Cuando uno se halla al otro lado del mundo pronto es olvidado.
- No...
La miró con rapidez.
-¿No?
La joven negó con la cabeza.
Se miraron y apartaron la vista, violentos.
- Lo hemos pasado bien... juntos -dijo Gerry.
-Sí...
-A veces las personas ganan mucho dinero con na­ranjas.
- Supongo que sí.
-Creo que es una vida bastante buena... para una mujer, me refiero. -Gerry elegía cuidadosamente las palabras-. Buen clima... mucho servicio... y todo eso.
- Sí.
- Pero supongo que te casarás con algún tipo...
-Oh, no. Es un gran error casarse demasiado joven. No pienso casarme en muchísimo tiempo.
- Crees que... pero algún cerdo te hará cambiar de opinión -concluyó pesimista.
- Soy de naturaleza muy fría -le tranquilizó Sarah. Se mantenían separados, torpes, sin mirarse. Por fin Gerry, muy pálido, dijo en voz ahogada:
- Mi adorada Sarah... estoy loco por ti. ¿Lo sabías?
-¿De veras?
Despacio, como a duras penas, se aproximaron uno al otro. Los brazos de Gerry la rodearon. Tímidamente, con admiración, se besaron...
«Qué extraño -pensaba Gerry-, ser tan torpe.» Había sido un muchacho alegre, que había tenido experiencias con muchas chicas. Pero esto no eran «chicas», ésta era su muy querida Sarah...
-Gerry.
-Sarah...
Volvió a besarla.
-No olvidarás, Sarah querida, ¿verdad? Lo bien que lo hemos pasado juntos... y todo.
-Claro que no olvidaré.
-¿Me escribirás?
-No me gusta escribir cartas.
Pero me escribirás. Por favor, cariño. Me sentiré tan solo...
Sarah se separó de él y rió un tanto nerviosa.
- No estarás solo. Habrá muchas otras chicas.
-Si hay, imagino que no valdrán nada. Pero no creo que haya otra cosa más que naranjas.
- Mándame una caja, de vez en cuando.
-Claro que sí. Oh, Sarah, haría cualquier cosa por ti.
- Bueno, entonces trabaja mucho. Haz que tus huer­tos sean un éxito.
-Lo haré, te lo juro. Lo haré.
-Ojalá no tuvieras que irte ahora, precisamente -suspiró Sarah-. Ha sido un gran consuelo tenerte a mi lado para hablar.
- ¿Cómo está Coliflor? ¿Te gusta más?
-No. Nunca dejamos de discutir. Pero -su voz sona­ba triunfal-, ¡creo que estoy ganando, Gerry!
- Quieres decir que tu madre... -la miró, incómodo.
-Creo que está empezando a darse cuenta de lo im­posible que es.
- Sarah -Gerry parecía aún más incómodo-, quisiera que no lo hicieras...
- ¿Pelear con Coliflor? Lucharé con uñas y dientes. No cederé. Tengo que salvar a mamá.
-Quisiera que no te entrometieras, Sarah. Tu madre debe saber lo que desea.
-Te lo he dicho antes de ahora. Es débil. Siente pena por la gente y pierde el juicio. La estoy salvando de un matrimonio desgraciado.
- Bueno -afirmó Gerry, haciendo alarde de valor-, sigo pensando que estás celosa.
- ¡Muy bien! -Sarah se enfureció.
- ¡Ya has dicho lo que pensabas! Ahora puedes irte.
-Vamos, no te enfades conmigo. Creo que sabes lo que haces.
- Claro que lo sé.
Ann se hallaba en su dormitorio, sentada frente al to­cador, cuando entró Laura Whitstable.
-¿Te sientes ya mejor, querida?
-Sí. Me he portado tontamente. No debo dejar que las circunstancias me alteren los nervios.
-Acaba de llegar un joven muy apuesto. Gerald Lloyd. ¿Es el que...?
-Sí. ¿Qué te ha parecido?
-Sarah está enamorada de él, desde luego.
-Oh, espero que no -Ann pareció turbada.
-De nada sirve que lo esperes.
- Es que no va a terminar en nada serio.
- ¿Tan poco satisfactorio es?
-Así lo temo -suspiró-. Nunca se sujeta a nada. Es atractivo. No se puede evitar el que le guste a una, pero...
- ¿No tiene estabilidad?
-Da la impresión que nunca hará nada de provecho. Sarah está siempre hablando de la mala suerte que ha tenido, pero yo no creo que sea sólo eso. Y Sarah conoce muchos jóvenes agradables.
-Y les encuentra aburridos. Las chicas agradables y de valer (y Sarah vale mucho) siempre se sienten atraí­das por los perdedores. Parece una ley de la naturaleza. Debo confesar que yo misma he encontrado atractivo al joven.
-¿Tú también, Laura?
-Tengo debilidades femeninas, Ann. Buenas noches, querida. Que tengas suerte.
Richard llegó al piso poco antes de las ocho, pues iba a cenar en él con Ann. Sarah iba a cenar y a bailar fuera. Se hallaba en la salita cuando él llegó, y se pinta­ba las uñas. El aire olía a dulces.
-Hola, Richard -dijo alzando la vista y prosiguiendo con su operación.
Richard la miró, irritado. Se sentía preocupado por la manía creciente que iba sintiendo hacia Sarah. Había teni­do muy buenos propósitos, imaginándose a sí mismo como un padrastro amable, amistoso, indulgente, casi cari­ñoso. Había estado preparado para los recelos primeros, pero creído que pronto vencería los infantiles prejuicios.
Y ahora le parecía que era Sarah, y no él, quien dominaba la situación. Su frío desdén y disgusto traspasa­ban su sensitiva piel, hiriéndole y humillándole. Richard nunca se había creído gran cosa y el trato que Sarah le daba le hacía sentirse aún inferior. Todos sus esfuerzos, primero para aplacarla, luego para dominarla, habían re­sultado desastrosos. Siempre parecía decir y hacer lo que no debía. Tras su creciente animosidad hacia Sarah parecía ir creciendo también una irritación creciente respecto a Ann. Ann debería apoyarle. Ann debería volverse contra Sarah y ponerle en su lugar. Sus esfuerzos por hacer las paces, para conseguir un término medio, molestaban a Richard. Aquello no servía para nada y Ann tendría que darse cuenta.
Sarah estiró una mano para que se secara, volviéndo­la de un lado y de otro.
Consciente de que haría mejor callándose, Richard no pudo evitar el comentario:
-Parece como si hubieras metido los dedos en san­gre. No comprendo por qué las chicas tenéis que poneros así las uñas.
-Ah, ¿no?
Buscando un tema menos peligroso, Richard prosi­guió:
- Esta mañana he visto a tu amigo, el joven Lloyd. Me ha dicho que se va a Suráfrica.
- Se va el jueves.
-Tendrá que arrimar el hombro si quiere tener éxito allí. No es lugar para los perezosos.
- Imagino que lo sabe todo acerca de Suráfrica.
-Todos esos sitios son parecidos. Necesitan hombres con agallas.
-Gerry tiene muchas agallas, si es que tiene que em­plear esa expresión.
- ¿Qué tiene de malo?
- Nada, sólo que me parece una palabra bastante desagradable -dijo la muchacha con una fría mirada-, eso es todo.
Richard enrojeció.
- Es una pena que tu madre no te educara con mejo­res modales.
-¿He sido descortés? -Sarah abrió los ojos con ino­cencia.
- Lo siento mucho.
La exagerada excusa no hizo nada por aplacarle.
- ¿Dónde está tu madre? -preguntó con brusquedad.
-Cambiándose. Estará aquí en un instante.
Sarah abrió el bolso y estudió su rostro con atención. Empezó a retocarlo, volviendo a pintarse los labios, las cejas. Se había maquillado hacía rato, y sus actos estaban calculados para fastidiar a Richard. Sabía que sentía una extraña y anticuada aversión por las mujeres que se ma­quillaban en público.
-Vamos, Sarah, no te pintes demasiado -dijo en tono que quería ser carente de interés.
- ¿Qué quiere decir? -bajó el espejito para mirarle.
-Quiero decir todas estas pinturas. A los hombres no les gusta tanto maquillaje, te lo aseguro. Sencillamente, vas a parecer...
-Una fulana, supongo.
-Yo no he dicho tal cosa -dijo, irritado.
- Pero lo implicaba. -Sarah metió todos sus instru­mentos en el bolso-. Además, ¿qué demonios le impor­ta a usted?
-Mira, Sarah...
- Lo que me pongo en la cara es asunto mío. No es asunto suyo, señor meticón.
Sarah temblaba de rabia, lloraba casi.
Richard se enfureció por completo. Le gritó:
- Eres una insufrible y malhumorada mocosa. ¡Eres absolutamente imposible!
Ann entraba en ese instante. Se detuvo en el umbral y exclamó con congoja:
- Por Dios, ¿qué pasa ahora?
Sarah salió corriendo. Ann miró a Richard.
-Estaba diciéndole que se pinta demasiado.
Ann suspiró con exasperación.
- La verdad, Richard, podrías tener más sentido común. ¿Qué puede importarte a ti?
-Ah, muy bien -Richard empezó a dar largas zancadas, irritado-, por lo visto quieres que tu hija parezca una fulana.
- Sarah no parece tal cosa -repuso con sequedad-. Es un comentario horrible. Hoy día todas las chicas se ma­quillan. Eres anticuado en tus ideas, Richard.
-¡Anticuado! ¡Pasado de moda...! No tienes muy buena opinión de mí, ¿verdad, Ann?
- Oh, Richard, ¿por qué hemos de reñir? ¿No te das cuenta que al decir lo que has dicho de Sarah me criti­cas a mí?
- No puedo decir que seas una madre especialmente prudente. No, si Sarah es una muestra de la educación que le has dado.
-Eso que dices es cruel y no es cierto. Sarah no tiene nada de malo.
-Que Dios proteja al hombre que se casa con una mujer que tiene una hija única.
Richard se dejó caer en el sofá.
Los ojos de Ann se llenaron de lágrimas.
-Tú sabías lo de Sarah cuando me pediste que me casara contigo. Entonces te dije cuánto la quería y lo que significaba para mí.
-¡No sabía que estabas absolutamente ciega por ella! ¡No oigo más que Sarah, Sarah, Sarah, desde la mañana hasta la noche!
-Oh, cariño -Ann fue a sentarse junto a él-. Ri­chard, intenta ser razonable. Yo pensaba que Sarah sentiría celos de ti... pero no creí que tú ibas a tenerlos de ella.
-No estoy celoso de Sarah -repuso Richard, malhumorado.
-Sí lo estás, cariño. Oh, Señor -Ann se recostó abru­mada, y cerró los ojos-. Lo cierto es que no sé qué hacer.
-¿Dónde entro yo? En ninguna parte. Sencillamente, no cuento para ti. Retrasaste nuestra boda... sólo porque
Sarah te lo pidió...
-Quería darle un poco más de tiempo para que se hiciera a la idea.
-¿Y se ha hecho? Se pasa todo el tiempo haciendo lo imposible por molestarme.
-Sé que está siendo difícil... pero la verdad, Richard, me parece que exageras. La pobre Sarah apenas abre la boca sin que te pongas furioso.
-La pobre Sarah, la pobre Sarah. ¿Lo ves? ¡Eso es lo que sientes!
Después de todo, Richard, Sarah es apenas poco más que una niña. Hay que perdonarle más. Pero tu eres un hombre... un ser humano adulto.
-Es porque te amo tanto, Ann -de pronto Richard se sintió desarmado.
-Oh, queridísimo mío.
-Éramos tan felices.., antes de que volviera Sarah.
-Lo sé...
-Y ahora... parece que estoy perdiéndote todo el tiempo.
-Pero no me pierdes, Richard.
-Ann, amor mío... ¿me quieres aún?
Ann respondió con súbita pasión:
-Más que nunca, Richard. Más que nunca.
La cena fue un éxito. Edith se había esmerado y el piso, libre de la tempestuosa influencia de Sarah, volvía a ser el marco tranquilo que siempre fuera.
Richard y Ann charlaron, rieron, recordaron incidentes pasados y para ambos la paz fue bien venida.
Una vez que regresaron a la salita para tomar café y una copa de Benedictine, Richard dijo:
-Ha sido una velada maravillosa. Serena. Ann, queri­da, tendría que ser siempre así.
-Así será, Richard.
-No lo dices en serio, Ann. Mira, he estado pensando. La verdad es algo desagradable, pero hay que enfrentarse a ella. Francamente, temo que Sarah y yo jamás intime­mos. Si intentamos vivir los tres juntos la vida va a resultar imposible. De hecho, sólo hay una solución.
-¿Qué quieres decir?
-Para soltarlo rápidamente: Sarah tiene que salir de aquí.
-No, Richard. Eso es imposible.
-Cuando las chicas son desgraciadas en casa se van a vivir por su cuenta.
-Sarah no tiene más que diecinueve años, Richard.
-Hay sitios donde viven las chicas. Residencias o en familias convenientes.
Ann movió la cabeza con decisión.
No creo que te des cuenta de lo que estás insinuan­do, Sugieres que, porque deseo volver a casarme, voy a mandar a mi propia hija... echarla de casa.
-Las muchachas quieren ser independientes y vivir por su cuenta.
-Sarah, no. No desea marcharse a vivir por su cuenta. Éste es de siempre su hogar, Richard. Ni siquiera es mayor de edad.
- Bueno, a mí me parece un buen plan. Podemos pa­sarle una buena pensión... Yo contribuiré. No tiene por qué sentirse escatimada. Se sentirá feliz sola, y nosotros solos. No veo nada malo en este proyecto.
- Tú has dicho antes de cenar que yo antepongo a Sarah -empezó Ann despacio-. En cierto modo, Ri­chard, es cierto... No se trata de a quién de los dos quiero más. Pero pienso en vosotros... sé que los inte­reses de Sarah están por encima de los tuyos. Porque, Richard, Sarah es mi responsabilidad. No dejaré de tener esa responsabilidad hasta que Sarah sea toda una mujer... y aún no lo es.
-Las madres nunca quieren que sus hijos crezcan.
- A veces eso es cierto, pero honradamente, no creo que sea el caso de Sarah y mío. Yo veo lo que tú no puedes ver... que Sarah es aún muy joven e inde­fensa.
-¡Indefensa! -exclamó sarcástico.
- Si, eso mismo -afirmó Ann-. No está segura de sí, ni de la vida. Cuando esté lista para salir al mundo deseará irse... y entonces yo estaré muy dispuesta a ayudarle. Pero aún no está lista.
Richard suspiró.
- Supongo que, sencillamente, no se puede discutir con las madres.
- Yo no voy a mandar a mi hija fuera de casa -repuso Ann con firmeza insospechada-. Hacerlo, sin que ella lo deseara, sería algo mal hecho.
- Bueno, si estás convencida...
- Lo estoy. Pero Richard, querido, ten paciencia. No comprendes, no eres tú el intruso, es Sarah. Y lo siente. Pero sé que con el tiempo aprenderá a apreciarte. Porque me quiere de veras, Richard. Y, al final, no querrá que yo sea desgraciada.
Richard la contempló con una sonrisa ligeramente irónica.
-Mi dulce Ann, eres una soñadora incurable. Ella se acercó al alcance de su brazo.
- Querido Richard... te quiero... Oh, ojalá no tuviera tanto dolor de cabeza.
-Te traeré una aspirina...
Pensó, dolido, que, de un tiempo a esta parte, todas las conversaciones que mantenía con Ann con­cluían en aspirina.



9


Durante dos días hubo una paz inesperada y bien ve­nida. Ann se sentía más animada. Después de todo las cosas no estaban resultando tan mal. Con el tiempo, como ella había dicho, todo iría encajando. Su súplica a Richard había tenido éxito. Dentro de una semana estarían casados... y después, creía ella, la vida sería más normal. Seguramente Sarah dejaría de resentir tanto la presencia de Richard y se interesaría más por cosas exte­riores.
-Hoy me siento mucho mejor -le comentó a Edith. Pensó que ahora el transcurrir un día sin un dolor de cabeza era casi un fenómeno.
-Calma en la tempestad, se diría -asintió Edith-. Como gatos y perros, la señorita Sarah y el señor Cauld­field. Se diría que se tienen una manía natural.
-Pero creo que a Sarah se le va pasando, ¿verdad?
-Yo no me haría falsas ilusiones si fuera usted, seño­ra -dijo Edith, lúgubre como siempre.
-Pero es que no pueden seguir siempre así.
-Yo no estaría tan segura.
¡Esta Edith, siempre pesimista! ¡Cómo disfrutaba prediciendo desastres!
Últimamente todo ha ido mejor -repitió.
Ah, es porque el señor Cauldfield ha estado aquí casi siempre durante el día, cuando la señorita Sarah está en su asunto de las flores y la tiene a usted por las noches. Además, está preocupada con eso de que el señorito Gerry se va al extranjero. Pero una vez que se casen ustedes, les va a tener a los dos aquí juntos. Y entre los dos me la van a destrozar a usted.
- Oh, Edith.
Ann se sintió acongojada. El símil era horrible.
Y era exactamente lo que había estado pensando.
- No puedo soportarlo -dijo, desesperada-. Detesto las escenas y las peleas que tienen continuamente.
- Cierto. Usted ha vivido siempre tranquila y protegi­da, y eso es lo que le conviene.
- ¿Y qué puedo hacer? ¿Qué harías tú, Edith?
- De nada sirve quejarse. Me lo enseñaron de niña. «Esta vida no es sino un valle de lágrimas.»
-¿Es cuanto se te ocurre para consolarme?
- Estas cosas se nos envían para probarnos -siguió Edith, sentenciosa-. ¡Si al menos fuera usted de esas señoras que disfrutan con las broncas! Hay muchas que les gusta. Por ejemplo, la segunda esposa de mi tío. No hay nada que le guste más que darle a la lengua de mala manera. Y la tiene bien mala... pero mire, cuando ha soltado lo que quería, no siente rencor alguno ni vuelve a pensar en ello. Aclara la atmósfera, por así decirlo. Yo se lo achaco a su sangre irlandesa. Su madre era de Li­merick. No hay maldad en ellos, pero siempre están de­seando pelear. La señorita Sarah es algo así. Recuerdo que usted me dijo que el señor era medio irlandés. Le gusta soltar el gas, a la señorita Sarah, pero nunca se ha visto una muchacha de mejor corazón. Si me pregunta, 1 le diré que es bueno que el señorito Gerry se vaya al otro lado del mar. Nunca se sujetará en serio a un sitio. La señorita Sarah encontrará mejores muchachos.
-Me temo que le quiere mucho, Edith.
-Yo no me preocuparía. La ausencia enternece el corazón, dicen, pero mi tía solía añadir «el del otro. «Ojos que no ven, corazón que no siente», es un proverbio más auténtico. Vamos, usted no se preocupe por ella ni por nadie más. Aquí tiene ese libro que tanto quería leer, y que cogió de la biblioteca. Yo le traeré una taza de café y unas galletas. Disfrute mientras pueda.
La insinuación ligeramente siniestra de las tres últi­mas palabras fue ignorada por Ann, que dijo: -Eres un gran consuelo, Edith.
El jueves, Gerry Lloyd se marchó y cuando Sarah vol­vió a casa su pelea con Richard fue mayor que nunca.
Ann les dejó para refugiarse en su propia habitación. Se tumbó en la oscuridad, tapados los ojos con las manos, apretándose con los dedos la frente dolorida mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Una y otra vez repetía para sí por lo bajo:
-No puedo soportarlo... no puedo soportarlo...
Luego oyó el final de una frase de Richard, gritando casi al salir de la sala:
-...y tu madre no va a escaparse siempre con uno de sus eternos dolores de cabeza.
Después el portazo de la calle.
Los pasos de Sarah sonaron en el pasillo, lentos y va­cilantes hacia su propia habitación. Ann la llamó: -Sarah.
Se abrió la puerta. La voz de Sarah, algo arrepentida, preguntó:
-¿Sola en la oscuridad?
-Me duele la cabeza. Enciende la lamparita del rin­cón, por favor.
Sarah lo hizo así. Se acercó despacio a la cama, desviados los ojos. Tenía un aire infantil y perdido que llegó al corazón de Ann, aunque sólo unos segundos antes se sintiera violentamente enfadada con ella.
-Sarah. ¿Tienes que hacerlo?
-Hacer ¿qué?
-¿Discutir con Richard todo el tiempo? ¿No sientes nada por mí? ¿No te das cuenta de lo infeliz que me haces? ¿No quieres que sea feliz?
-Claro que quiero que seas feliz. ¡Ésa es la cuestión!
-No te comprendo. Me haces perfectamente desgra­ciada. A veces me parece que no puedo seguir adelan­te... Todo es tan distinto...
-Sí, todo es distinto. Él lo ha echado todo a perder. Quiere que me vaya de aquí. Pero tú no le consentirás que te haga echarme, ¿verdad?
Ann se enfadó.
-Claro que no. ¿Quién ha insinuado tal cosa?
-Él. Hace un momento. Pero no lo harás, ¿verdad? Es como una pesadilla. -De pronto Sarah empezó a llorar-. Todo anda mal. Todo. Desde que volví de Suiza. Gerry se ha ido... seguramente no volveré a verle más... Y tú te has vuelto en contra mía...
-¡Yo no me he vuelto en contra tuya! No digas tales cosas.
-Oh, madre... mamá.
La muchacha cayó de rodillas junto a la cama, sollo­zando incontrolablemente.
Sólo repetía a intervalos aquella querida palabra:
«Madre».
Al día siguiente, en la bandeja de desayuno, Ann en­contró una nota de Richard:


Querida Ann: Las cosas no pueden seguir así. Ten­dremos que pensar un plan. Creo que hallarás a Sarah más dócil de lo que crees. Tuyo siempre.
RICHARD.


Ann frunció el entrecejo. ¿Estaría Richard engañán­dose a propósito? ¿O habría sido la explosión de Sarah la noche anterior histérica más que nada? Era posible la segunda explicación. Ann estaba segura de que Sarah sufría el dolor de la cría que se separa de su madre y del primer adiós al amado. Después de todo, ya que Richard la disgustaba, tal vez fuera cierto que se sentiría más feliz fuera de casa...
Cediendo a un impulso Ann tomó el teléfono y marcó el número de Laura Whitstable.
-¿Laura? Aquí Ann.
-Buenos días. Qué llamada tan temprana.
-Oh, es que estoy al borde de mis fuerzas. La cabeza no cesa de dolerme y me siento enferma. Las cosas no pueden seguir así. Quería pedirte consejo.
-Yo no doy consejos. Es algo muy peligroso. Ann no le hizo caso.
-Escucha, Laura, ¿crees... que sería conveniente... que sería bueno... que... que Sarah fuese a vivir por su cuenta... quiero decir, que compartiera un piso con una amiga... o algo parecido?
Tras una pausa, dame Laura preguntó:
-¿Parece desearlo?
-Bueno... no... exactamente no. Quiero decir que era una idea.
-¿Sugerida por quien? ¿Por Richard?
-Bueno... sí.
-Muy práctica.
-¿A ti te lo parece? -indagó Ann, ansiosa.
Quiero decir que lo es desde el punto de vista de Richard. Richard sabe lo que desea... y va a por ello.
-Pero ¿qué te parece a tí?
- Ya te lo he dicho, Ann. Yo no doy consejos. ¿Qué dice Sarah?
Ann vaciló.
- No lo he tratado verdaderamente con ella... todavía.
-Pero seguramente tendrás cierta idea.
- No creo que quiera, por ahora -hubo de responder de mala gana.
-¡Ah!
- Pero tal vez yo debería insistir.
-¿Por qué? ¿Para curarte de tus dolores de cabeza?
- No, no -exclamó horrorizada-. Sólo por su propia felicidad.
- ¡Eso suena magnífico! Siempre desconfío de los sentimientos nobles. Explícate, ¿quieres?
-Bueno, me he estado preguntando si es que tal vez soy de la clase de madres que se aferran a sus hijos. Y si no sería mejor para Sarah el que se alejara algo de mí. Para así poder desarrollar su propia personalidad.
- Sí, sí, muy moderno.
-La verdad, ¿sabes?, yo creo que la idea le gustaría. Al principio no me gustaba a mí, pero ahora... ¡Oh, di lo que piensas!
-Mi pobre Ann.
-¿Por qué dices «mi pobre Ann»?
-Me has preguntado lo que pensaba.
-No me ayudas mucho, Laura.
- En el sentido que tú quieres, no lo deseo.
-Comprende, Richard se está volviendo difícil de manejar. Esta mañana me ha enviado una especie de ultimátum... Pronto me pedirá que elija entre él y Sarah.
¿Y a quién elegirás?
-Oh, no, Laura. No quería decir que habíamos llaga do a ese punto.
-Tal vez suceda.
-Eres enloquecedora, Laura. Ni siquiera intentas ayudarme.
Ann colgó el auricular, furiosa.


A las seis de la tarde telefoneó Richard Cauldfield. Fue Edith quien respondió al teléfono.
-¿Está la señora Prentice?
- No, señor. Ha salido a ese comité al que suele ir... Hogar de Ancianas o algo así. No volverá hasta casi las siete.
- ¿Y la señorita Sarah?
- Acaba de llegar. ¿Desea hablar con ella?
-No. Me acercaré ahí.
Richard recorrió la distancia entre su pisito y el edifi­cio de Ann con paso firme y rápido. Había pasado la noche sin dormir, llegando al fin a una resolución defi­nitiva. Aunque era hombre que tardaba en tomar sus decisiones, una vez tomadas se aferraba a ellas con obsti­nación.
Las cosas no podían seguir como estaban. Tendría que hacérselo entender primero a Sarah y luego a Ann. ¡La muchacha estaba agotando a su madre con sus pata­letas y su terquedad! ¡Su pobre y tierna Ann! Pero no sólo sentía por ella pensamientos amorosos. Sin querer casi reconocerlo, sentía cierto resentimiento. Continuamente evadía la cuestión mediante artificios femeni­nos... dolores de cabeza, hundimiento en medio de la batalla... ¡Ann tendría que enfrentarse a las cosas!
Las dos mujeres... ¡Toda aquella tontería femenina tenía que acabar!
Tocó el timbre, fue admitido por Edith y entró en la salita. Sarah, con un vaso en la mano, se volvió, apoyada en la repisa de la chimenea.
- Buenas tardes, Richard.
-Buenas tardes, Sarah.
-Lamento lo de anoche, Richard -dijo Sarah con esfuerzo-. Me temo que fui bastante grosera.
- Está bien -Richard hizo un gesto magnánimo con la mano-. No hablemos más de ello.
-¿Quiere un trago?
-No, gracias.
-Creo que mamá tardará un poco. Ha ido a...
- No importa. He venido a verte a ti.
- ¿A mí?
Los ojos de Sarah se oscurecieron y estrecharon. Se aproximó a Richard, sentándose, y observándole con desconfianza.
-Quiero hablar contigo. Me resulta perfectamente claro que no podemos seguir como vamos. Con tantas discusiones y rencores. Por un lado, no está bien para con tu madre. Y tú quieres a tu madre, estoy seguro.
-Naturalmente -repuso con voz neutra.
-Entonces, entre nosotros, tenemos que darle un respiro. Dentro de una semana estaremos casados. Cuando volvamos de nuestra luna de mil, ¿qué clase de vida crees que va a ser la de nosotros tres viviendo en este piso?
-Un infierno, supongo.
-¿Lo ves? Tú misma lo reconoces. Bueno, quiero hacer constar que no te echo a ti toda la culpa.
-Es muy magnánimo por su parte, Richard.
El tono de Sarah era decidido y cortés. Pero él no conocía aún lo bastante a Sarah para reconocer la señal de peligro.
-Es una pena que no nos llevemos bien. Para ser francos, yo sé que te desagrado.
-Si quiere saberlo, sí.
-Está bien. Por mi parte, no te tengo un cariño es­pecial.
-Me odia como al veneno.
-Oh, vamos, yo no diría tanto.
- Yo sí.
-Bueno, digámoslo de esta forma: nos desagrada­mos. A mí no me importa mucho el que me aprecies o no. Me voy a casar con tu madre, no contigo. He intentado ser amigo tuyo, pero tú no lo has querido... así que hemos de hallar una solución. Estoy dispuesto a hacer lo que pueda, en otro modo.
-¿Qué otro modo? -seguía la desconfianza.
-Puesto que no puedes aguantar la vida en esta casa, haré lo posible por ayudarte a organizar tu propia vida en otro sitio donde te halles más dichosa. Cuando Ann sea mi esposa, estoy dispuesto a mantenerla por com­pleto. Habrá mucho dinero para ti. Puedes tener un bo­nito piso que compartir con una amiga. Amueblarlo y decorarlo totalmente a tu gusto.
-Qué hombre tan maravillosamente generoso es, Ri­chard.
Los ojos de Sarah se habían estrechado hasta parecer dos ranuras.
Él no sospechó la burla. Interiormente se aplaudía a sí mismo. Después de todo, la cosa estaba resultando sencilla. La chica sabía perfectamente bien lo que le convenía. Todo iba a resultar de lo más amistoso.
Le sonrió animosamente.
- Bueno, no me gusta ver a las personas desdichadas. Y comprendo, cosa que tu madre no, que los jóvenes desean siempre seguir su propio camino y ser independientes. Te sentirás mucho más feliz por tu cuenta que viviendo aquí como perro y gato.
- Así que eso es lo que sugiere, ¿eh?
-Es una buena idea. Todos contentos.
Sarah se echó a reír. Richard la miró con sorpresa.
-No va a librarse de mí tan fácilmente.
-Pero...
-No me iré, se lo digo. No me iré...
Ninguno de los dos oyó la llave de Ann en la puerta de la calle. La abrió y se los encontró lanzándose furiosas miradas. Sarah temblaba y repetía con histeria:
- No me iré... no me iré... no me iré...
- Sarah...
Los dos se volvieron bruscamente. Sarah corrió hacia su madre.
- Cariño, cariño, no le dejarás que me eche, ¿verdad? Para vivir en un piso con una amiga. Odio a las amigas. No quiero estar sola. Quiero estar contigo. No me eches, madre. No... no...
-Claro que no -repuso Ann, rápida y suavemente-. Está bien, mi cielo. ¿Qué le has estado diciendo? -pre­guntó con aspereza a Richard.
- Le estaba haciendo una sugerencia perfectamente normal.
-Me odia, y hará que tú me odies.
Sarah sollozaba entrecortadamente. No era más que una niña histérica.
-No, no, Sarah -decía Ann con tono tranquilizador-, no seas absurda. -Hizo una señal a Richard-. Hablare­mos de ello en otro momento.
-No. -Richard apretó la mandíbula.- Hablaremos aquí y ahora. Tenemos que solucionar la cuestión.
-Oh, por favor.
Ann dio un paso hacia adelante, se llevó la mano a la cabeza, en un gesto de dolor, y se sentó en el sofá.
De nada servirá que intentes escapar diciendo que le duele la cabeza, Ann. La cuestión es quién es antes, ¿Sarah o yo?
Ésa no es la cuestión.
¡Yo digo que lo es! Hay que solucionar esto para siempre. No puedo aguantar mucho más.
El tono elevado de la voz de Richard penetró el ce­rebro de Ann, encendiendo sus nervios en una ola de dolor. La reunión del comité había resultado difícil, había salido cansada y sentía ahora que su vida, tal y corno la estaba viviendo en esos días, era totalmente Inaguantable.
- No puedo hablarte ahora, Richard -dijo débilmen­te-. De veras que no. No lo soporto más.
- Y yo te digo que hay que zanjar el problema. O bien Sarah se va de aquí o me voy yo.
Un leve espasmo recorrió el cuerpo de Sarah. Alzó la barbilla, contemplando a Richard.
-Mi plan es perfectamente lógico -siguió éste-. Ya se lo he indicado a Sarah. No parecía importarle mucho hasta el momento de entrar tú.
- No me iré.
-Pero, niña, puedes venir a ver a tu madre cuando te plazca, ¿no?
Sarah se volvió apasionadamente hacia Ann, arrodi­llándose a su lado.
- Madre, mamá, no vas a alejarme de ti. ¿Verdad que no, verdad que no? Tú eres mi madre.
El rostro de Ann enrojeció. Con repentina firmeza dijo: -No voy a pedir a mi única hija que se vaya de casa a menos que lo quiera ella.
-Querría irse... si no fuera por fastidiarme -gritó Richard.
- ¡Eso es lo que tú eres capaz de creer! -le saltó Sarah.
- Sujeta tu lengua.
Ann se llevó ambas manos a la cabeza.
- No puedo soportar esto. Os lo advierto a los dos, no puedo resistirlo...
-Madre -exclamó Sarah, suplicante.
- De nada te servirá, Ann -decía Richard, furioso-. ¡Ya está bien de dolores de cabeza! Tienes que elegir, maldita sea.
- Mamá -Sarah estaba fuera de sí. Se aferraba a Ann como una criatura asustada-. No permitas que te vuelva en contra mía. Mamá... no le dejes...
- No lo soporto más -Ann seguía sujetándose la cabeza entre las manos-. Es mejor que te vayas, Richard.
-¿Qué? -se la quedó mirando.
-Por favor, vete. Olvídame... De nada sirve...
Él volvió a enfurecerse. Al hablar su tono era duro:
- ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?
-Debo tener paz -repuso, distraída-, no puedo se­guir así...
- Mamá... -volvió a musitar Sarah.
-Ann -la voz de Richard estaba llena de un dolor incrédulo.
- No sirve de nada... no sirve de nada, Richard -exclamó Ann desesperadamente.
Sarah se volvió contra el hombre, furiosa e infantil.
-Vete, no te queremos, ¿lo oyes? No te queremos... Su rostro, que hubiera parecido feo de no ser tan infantil, estaba iluminado por el triunfo.
Él no le hizo ningún caso. Miraba a Ann. Preguntó muy bajo:
-¿Lo dices en serio? No... volveré.
La voz de Ann sonó exhausta.
-Lo sé... lo sé... Es que... no puede ser, Richard, Adiós...
El hombre salió despacio de la habitación.
-¡Cariño! -exclamó Sarah, y hundió la cara en el re­gazo de su madre.
Mecánicamente, la mano de Ann acarició la cabeza de su hija. Pero sus ojos estaban clavados en la puerta por la que acababa de salir Richard.
Un instante después oyó el portazo de la calle, que se cerraba decididamente.
Sintió el mismo frío que había sentido aquel día en la estación Victoria, unido a una gran desolación.
Richard bajaba las escaleras, salía al portal... a la calle... Se alejaba de su vida...


1 En inglés, caulflower. (N. del E.)

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