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jueves, 16 de mayo de 2013

El Caso Del Baile De La Victoria - Agatha Christie




 

El Caso Del Baile De La Victoria



Agatha Christie





Una pura casualidad impulsó a mi amigo Hércules Poirot, antiguo jefe de la Force belga, a ocuparse del caso Styles. Su éxito le granjeó notoriedad y decidió dedicarse a solucionar los problemas que muchos crímenes plantean. Después de ser herido en el Somme y de quedar inútil para la carrera militar, me fui a vivir con él a su casa de Londres. Y precisamente porque conozco al dedillo todos los asuntos que se trae entre manos, es lo que me ha sugerido el escoger unos cuantos, los de interés, y darlos a conocer. De momento me parece oportuno comenzar por el más enmarañado, por el que más intrigó en su época al gran público. Me refiero al llamado caso «del baile de la Victoria».
Porque si bien no es el que demuestra mejor los méritos peculiares de Poirot, sus características sensacionales, las personas famosas que figuraron en él y la tremenda publicidad que le dio la Prensa, le prestan el relieve de une cause célebre y además hace tiempo que estoy convencido de que debo dar a conocer al mundo la parte que tomó Poirot en su solución.
Una hermosa mañana de primavera me hallaba yo sentado en las habitaciones del detective. Mi amigo, tan pulcro y atildado como de usual, se aplicaba delicadamente un nuevo cosmético en su poblado bigote. Es característica de su manera de ser una vanidad inofensiva, que casa muy bien con su amor por el orden y por el método en general. Yo había estado leyendo el Daily Newsmonger, pero se había caído al suelo y hallábame sumido en sombrías reflexiones, cuando la voz de mi amigo me llamó a la realidad.
—¿En qué piensa, mon ami? —interrogó.
—En el asunto ese del baile —respondí—. ¡Es espantoso! Todos los periódicos hablan de él —agregué dando un golpecito en la hoja que me quedaba en la mano.
—¿Si?
Yo continué, acalorándome:
—¡Cuánto más se lee más misterioso parece! ¿Quién mató a lord Cronshaw? La muerte de Coco Courtenay, aquella misma noche, ¿fue pura coincidencia? ¿Fue accidental? ¿Tomó deliberadamente una doble dosis de cocaína? ¿Cómo averiguarlo?
Me interrumpí para añadir, tras de una pausa dramática:
—He aquí las preguntas que me dirijo.
Pero con gran contrariedad mía Poirot no demostró el menor interés, no me hizo caso y se miró al espejo, murmurando:
—¡Decididamente esta nueva pomada es una maravilla! —al sorprender entonces una mirada mía se apresuró a decir—: Bien, ¿y qué se responde usted?
Pero antes de que pudiese contestar se abrió la puerta y la patrona anunció al inspector Japp.
Ése era un antiguo amigo y se le acogió con gran entusiasmo.
—¡Ah! ¡Pero si es el buen Japp! —exclamó Poirot—. ¿Qué buen viento le trae por aquí?
—Monsieur Poirot —repuso Japp tomando asiento y dirigiéndome una inclinación de cabeza—. Me han encargado de la solución de un caso digno de usted y vengo a ver si le conviene echarme una mano.
Poirot tenía buena opinión de las cualidades del inspector, aunque deploraba su lamentable falta de método: yo, por mi parte, consideraba que el talento de dicho señor consistía, sobre todo, en el arte sutil de solicitar favores bajo pretexto de prodigarlos.
—Se trata de lo sucedido durante el baile de la Victoria —explicó con acento persuasivo—. Vamos, no me diga que no está intrigado y deseando contribuir a su solución.
Poirot me miró sonriendo.
—Eso le interesa al amigo Hastings —contestó—. Precisamente me estaba hablando del caso. ¿Verdad, mon ami?
—Bueno, que nos ayude —concedió benévolo el inspector—. Y si llega usted a desentrañar el misterio que lo rodea podrá adjudicarse un tanto. Pero vamos a lo que importa. Supongo que conocerá ya los pormenores principales, ¿no es eso?
—Conozco únicamente lo que cuentan los periódicos... y ya sabemos que la imaginación de los periodistas nos extravía muchas veces. Haga el favor de referirme la historia.
Japp cruzó cómodamente las piernas y habló así:
—El martes pasado fue cuando se dio el baile de la Victoria en esta ciudad, como todo el mundo sabe. Hoy se denomina «gran baile» a cualquiera de ellos, siempre que cueste unos chelines, pero éste a que me refiero se celebró en el Colossus Hall y todo Londres, incluyendo a lord Cronshaw y sus amigos, tomó parte en...
—¿Su dossier? —dijo interrumpiéndole Poirot—. Quiero decir su bio... ¡No, no! ¿Cómo le llaman ustedes? Su biografía.
—El vizconde Cronshaw, quinto de este nombre, era rico, soltero, tenía veinticinco años y demostraba gran afición por el mundo del teatro. Se comenta y dice que estaba prometido a una actriz, miss Courtenay, del teatro Albany, que era una dama fascinadora a la que sus amistades conocían con el nombre de «Coco».
—Bien. Continuez!
—Seis personas eran las que componían el grupo capitaneado por lord Cronshaw: él mismo; su tío, el Honorable Eustaquio Beltane; una linda viuda americana, mistress Mallaby; Cristóbal Davidson, joven actor; su mujer, y finalmente, miss Coco Courtenay. El baile era de trajes, como ya sabe, y el grupo Cronshaw representaba los viejos personajes de la antigua Comedia Italiana.
—Eso es. La commedia dell'Arte —murmuró Poirot—. Ya sé.
—Estos vestidos se copiaron de los de un juego de figuras chinescas que forman parte de la colección de Eustaquio Beltane. Lord Cronshaw personificaba a Arlequín; Beltane a Pulchinella; los Davidson eran respectivamente Pierrot y Pierrette; miss Courtenay era, como es de suponer, Colombine. A primera hora de la noche sucedió algo que lo echó todo a perder. Lord Cronshaw se puso de un humor sombrío, extraño, y cuando el grupo se reunió más adelante para cenar en un pequeño reservado, todos repararon en que él y miss Courtenay hablan reñido y no se hablaban. Ella había llorado, era evidente, y estaba al borde de un ataque de nervios. De modo que la cena fue de lo más enojosa y cuando todos se levantaron de la mesa, Coco se volvió a Cristóbal Davidson y le rogó que la acompañara a casa porque ya estaba harta de baile. El joven actor titubeó, miró a lord Cronshaw y finalmente se la llevó al reservado otra vez.
«Pero fueron vanos todos sus esfuerzos para asegurar una reconciliación, por lo que tomó un taxi y acompañó a la ahora llorosa miss Courtenay a su domicilio. La muchacha estaba trastornadísima; sin embargo, no se confió a su acompañante. Únicamente dijo repetidas veces: "Cronshaw se acordará de mí." Esta frase es la única prueba que poseemos de que pudiera no haber sido su muerte accidental. Sin embargo, es bien poca cosa, como ve, para que nos basemos en ella. Cuando Davidson consiguió que se tranquilizase un poco era tarde para volver al Colossus Hall y marchó directamente a su casa, donde, poco después, llegó su mujer y le enteró de la espantosa tragedia acaecida después de su marcha.
«Parece ser que a medida que adelantaba la fiesta iba poniéndose lord Cronshaw cada vez más sombrío. Se mantuvo separado del grupo y apenas se le vio en toda la noche. A la una y treinta, antes del gran cotillón en que todo el mundo debía quitarse la careta, el capitán Digby, compañero de armas del lord, que conocía su disfraz, le vio de pie en un palco contemplando la platea.
—¡Hola, Cronsh! —le gritó—. Baja de ahí y sé más sociable. Pareces un mochuelo en la rama. Ven conmigo y nos divertiremos.
—Está bien. Espérame, de lo contrario nos separará la gente.
Lord Cronshaw le volvió la espalda y salió del palco. El capitán Digby, a quien acompañaba la señora Davidson, aguardó. Pero el tiempo pasaba y lord Cronshaw no aparecía.
Finalmente, Digby se impacientó.
—¿Si creerá ese chiflado que vamos a estarle aguardando toda la noche? Vamos a buscarle.
En ese instante se incorporó a ellos mistress Mallaby.
—Está hecho un hurón —comentó la preciosa viuda.
La búsqueda comenzó sin gran éxito hasta que a mistress Mallaby se le ocurrió que podía hallarse en el reservado donde habían cenado una hora antes. Se dirigieron allá ¡y qué espectáculo se ofreció a sus ojos! Arlequín estaba en el reservado, cierto es, pero tendido en tierra y con un cuchillo de mesa clavado en medio del corazón.
Japp guardó silencio. Poirot, intrigado, dijo con aire suficiente :
Une belle affaire! ¿Y se tiene algún indicio de la identidad del autor de la hazaña? No, es imposible, desde luego.
—-Bien —continuó el inspector—, ya conoce el resto. La tragedia fue doble. Al día siguiente, los periódicos la anunciaron con grandes titulares. Se decía brevemente en ellos que se había descubierto muerta en su cama a miss Courtenay, la popular actriz, y que su muerte se debía, según dictamen facultativo, a una doble dosis de cocaína. ¿Fue un accidente o un suicidio? Al tomar declaración a la doncella, manifestó que, en efecto, miss Courtenay era muy aficionada a aquella droga, de manera que su muerte pudo ser casual, pero nosotros tenemos que admitir también la posibilidad de un suicidio. Lo sensible es que la desaparición de la actriz nos deja sin saber el motivo de la querella que sostuvieron los dos novios la noche del baile. A propósito: en los bolsillos de lord Cronshaw se ha encontrado una cajita de esmalte que ostenta la palabra «Coco» en letras de diamantes. Está casi llena de cocaína. Ha sido identificada por la doncella de miss Courtenay como perteneciente a su señora. Dice que la llevaba siempre consigo, porque encerraba la dosis de cocaína a que rápidamente se estaba habituando.
—¿Era lord Cronshaw aficionado también a los estupefacientes?
—No por cierto. Tenía sobre este punto ideas muy sólidas.
Poirot se quedó pensativo.
—Pero puesto que tenía en su poder la cajita debía saber que miss Courtenay los tomaba. Qué sugestivo es esto, ¿verdad, mi buen Japp?
—Sí, claro —dijo titubeando el inspector.
Yo sonreí.
—Bien, ya conoce los pormenores del caso.
—¿Y han conseguido hacerse o no con alguna prueba?
—Tengo una, una sola. Hela aquí. —Japp se sacó del bolsillo un pequeño objeto que entregó a Poirot. Era un pequeño pompón de seda, color esmeralda, del que pendían varias hebras como si lo hubieran arrancado con violencia de su sitio.
—Lo encontramos en la mano cerrada del muerto —explicó.
Poirot se lo devolvió sin comentarios. A continuación preguntó:
—¿Tenía lord Cronshaw algún enemigo?
—Ninguno conocido. Era un joven muy popular y apreciado.
—¿Quién se beneficia de la muerte?
—Su tío, el honorable Eustaquio Beltane, que hereda su título y propiedades. Tiene en contra uno o dos hechos sospechosos. Varias personas han declarado que oyeron un altercado violento en el reservado y que Eustaquio Beltane era uno de los que disputaban. El cuchillo con que se cometió el crimen se cogió de la mesa y el hecho sugiere de que se llevase a cabo por efecto del calor de la disputa.
—¿Qué responde a esto míster Beltane?
—Declara que uno de los camareros estaba borracho y que él le propinó una reprimenda, y que esto sucedía a la una y no a la una y media de la madrugada. La declaración del capitán Digby determina la hora exacta, ya que sólo transcurrieron diez minutos entre el momento en que habló con Cronshaw y el momento en que descubrió su cadáver.
—Supongo que Beltane, que vestía un traje de Polichinela, debía llevar joroba y un cuello de volantes...
—Ignoro los detalles exactos de los trajes de máscara —repuso Japp, dirigiendo una mirada de curiosidad—. De todos modos no veo que tengan nada que ver con el crimen.
—¿No? —Poirot sonrió con ironía. No se había movido del asiento, pero sus ojos despedían una luz verde, que yo comenzaba a conocer bien—, ¿verdad que había una cortina en el reservado?
—Sí, pero...
—¿Queda detrás espacio suficiente para ocultar a un hombre?
—Sí, en efecto, puede servir de escondite, pero ¿cómo lo sabe, monsieur Poirot, si no ha estado allí?
—No he estado en efecto, mi buen Japp, pero mi imaginación ha proporcionado a la escena esa cortina. Sin ella el drama no tenía fundamento. Y hay que ser razonable. Pero, dígame: ¿enviaron los amigos de Cronshaw a por un médico o no?
—En seguida, claro es. Sin embargo, no había nada que hacer. La muerte debió ser instantánea.
Poirot hizo un movimiento de impaciencia.
—Sí, sí, comprendo. Y ese médico, ¿ha prestado ya declaración en la investigación iniciada?
—Sí.
—¿Dijo algo acerca de algún síntoma poco corriente? ¿Era mortal el aspecto del cadáver?
Japp fijó una mirada penetrante en el hombrecillo.
—Sí, monsieur Poirot. Ignoro adonde quiere ir a parar, pero el doctor explicó que había una tensión, una rigidez en los miembros del cadáver que no podía ni acertaba a explicarse.
—¡Aja! ¡Aja! Mon Dieu! —exclamó Poirot—. Esto da que pensar, ¿no le parece?
Yo vi que a Japp no le preocupaba lo más mínimo.
—¿Piensa tal vez en el veneno, monsieur? ¿Para qué ha de envenenarse primero a un hombre al que se asesta después una puñalada?
—Realmente sería ridículo —manifestó Poirot plácidamente.
—Bueno, ¿desea ver algo, monsieur? ¿Le gustaría examinar la habitación donde se halló el cadáver de lord Cronshaw?
Poirot agitó la mano.
—No, nada de eso. Usted me ha referido ya lo único que puede interesarme: el punto de vista de lord Cronshaw respecto de los estupefacientes.
—¿De manera que no desea ver nada?
—Una sola cosa.
—Usted dirá...
—El juego de las figuras de porcelana china que sirvieron para sacar copia de los trajes de máscara.
Japp le miró sorprendido.
—¡La verdad es que tiene usted gracia! —exclamó después.
—¿Puede hacerme ese favor?
—Desde luego. Acompáñeme ahora mismo a Bergeley Square, si gusta. No creo que míster Beltane ponga reparos.


Partimos en el acto en un taxi. El nuevo lord Cronshaw no estaba en casa, pero a petición de Japp nos introdujeron en la «habitación china» donde se guardaban las gemas de la colección. Japp miró unos instantes a su alrededor, titubeando.
—No se me alcanza cómo va usted a encontrar lo que busca, monsieur —dijo.
Pero Poirot había tirado ya de una silla, colocada junto a la chimenea, y se subía a ella de un salto, más propio de un pájaro que de una persona. En un pequeño estante, colocadas encima del espejo, había seis figuras de porcelana china. Poirot las examinó atentamente, haciendo poquísimos comentarios mientras verificaba la operación.
Les voilà! La antigua Comedia italiana. ¡Tres parejas! Arlequín y Colombina; Pierrot y Pierrette, exquisitos con sus trajes verde y blanco. Polichinela y su compañera vestidos de malva y amarillo. El traje de Polichinela es complicado: Lleva frunces, volantes, joroba, sombrero alto... Sí, de veras es muy complicado.
Volvió a colocar en su sitio las figuritas y se bajó de un salto.
Japp no quedó satisfecho, pero al parecer Poirot no tenía intención de explicarnos nada y el detective tuvo que conformarse. Cuando nos disponíamos a salir de la sala entró en ella el dueño de la casa y Japp hizo las debidas presentaciones.
El sexto vizconde Cronshaw era hombre de unos cincuenta años, de maneras suaves, con un rostro bello pero disoluto. Era un roué que adoptaba la lánguida actitud de un poseur. A mí me inspiró antipatía. Sin embargo, nos acogió de una manera amable y dijo que había oído alabar la habilidad de Poirot. Al propio tiempo se puso a nuestra disposición por entero.
—Sé que la policía hace todo lo que puede —declaró—, pero temo que no llegue nunca a solucionarse el misterio que encierra la muerte de mi sobrino. Le rodean también circunstancias muy misteriosas.
Poirot le miraba con atención.
—¿Sabe si tenía enemigos?
—Ninguno. Estoy bien seguro —Tras de una pausa, Beltane interrogó—: ¿Desea dirigirme alguna otra pregunta?
—Una sola. —Poirot se había puesto serio—. ¿Se reprodujeron exactamente los trajes de máscara de estos figurines?
—Hasta el menor detalle.
—Gracias, milord. No necesito saber más. Muy buenos días.


—¿Y ahora qué? —preguntó Japp en cuanto salimos a la calle—. Porque debo notificar algo al Yard, como ya sabe usted.
—¡Bien! No le detengo. También yo tengo un poco de quehacer y después...
—¿Después?
—Quedará el caso completo.
—¡Qué! ¿Se da cuenta de lo que dice? ¿Sabe ya quién mató a lord Cronshaw?
Parfaitement.
—¿Quién fue? ¿Eustaquio Beltane?
—Ah, mon ami! Ya conoce mis debilidades. Deseo siempre tener todos los cabos sueltos en la mano hasta el último momento. Pero no tema. Lo revelaré todo a su debido tiempo. No deseo honores. El caso será suyo a condición de que me permita llegar al denouement a mi modo.
—Si es que el denouement llega —observó Japp—. Entre tanto, ya se sabe, usted piensa mostrarse tan hermético como una ostra, ¿no es eso? —Poirot sonrió—. Bien, hasta la vista. Me voy al Yard.
Bajó la calle a paso largo y Poirot llamó a un taxi.
—¿Adonde vamos ahora? —le pregunté, presa de viva curiosidad.
—A Chelsea para ver a los Davidson.
—¿Qué opina del nuevo lord Cronshaw? —pregunté mientras le daba las señas al taxista.
—¿Qué dice mi buen amigo Hastings?
—Que me inspira instintiva desconfianza.
—¿Cree que es el «hombre malo» de los libros de cuentos, verdad?
—¿Y usted no?
—Yo creo que ha estado muy amable con nosotros —repuso Poirot sin comprometerse.
—¡Porque tiene sus razones!
Poirot me miró, meneó la cabeza con tristeza y murmuró algo que sonaba como si dijera: «¡Qué falta de método!»


Los Davidson habitaban en el tercer piso de una manzana de casas-mansión. Se nos dijo que míster Davidson había salido pero que mistress Davidson estaba en casa, y se nos introdujo en una habitación larga, de techo bajo, ornada de cortinajes, de alegres colores, estilo oriental. El aire, opresivo, estaba saturado del olor fuerte de los nardos. Mistress Davidson no nos hizo esperar. Era una mujercita menuda, rubia, cuya fragilidad hubiera parecido poética, de no ser por el brillo penetrante, calculador, de los ojos azules.
Poirot le explicó su relación con el caso y ella movió tristemente la cabeza.
—¡Pobre Cronsh... y pobre Coco también! —exclamó al propio tiempo—. Nosotros, mi marido y yo, la queríamos mucho y su muerte nos parece lamentable y espantosa. ¿Qué es lo que desea saber? ¿Debo volver a recordar aquella triste noche?
—Crea, madame, que no abusaré de sus sentimientos. Sobre todo porque ya el inspector Japp me ha contado lo más imprescindible. Deseo ver, solamente, el vestido de máscara que llevó usted al baile.
Mistress Davidson pareció sorprenderse de la singular petición y Poirot continuó diciendo con acento tranquilizador:
—Comprenda, madame, que trabajo de acuerdo con el sistema de mi país. Nosotros tratamos siempre de «reconstruir» el crimen. Y como es probable que desee hacer una representation, esos vestidos tienen su importancia.
Pero mistress Davidson parecía dudar todavía de la palabra de Poirot.
—Ya he oído decir eso, naturalmente —dijo—, pero ignoraba que usted fuera tan amante del detalle. Voy a por el vestido en seguida.
Salió de la habitación para regresar casi en el acto con un exquisito vestido de raso verde y blanco. Poirot lo tomó de sus manos, lo examinó y se lo devolvió con un atento saludo.
Merci, madame! Ya veo que ha tenido la desgracia de perder un pompón, aquí en el hombro.
—Sí, me lo arrancaron bailando. Lo recogí y se lo di al pobre lord Cronshaw para que me lo guardase.
—¿Sucedió eso después de la cena?
—Sí.
—Entonces, ¿muy poco antes de desarrollarse la tragedia, quizá?
Los pálidos ojos de mistress Davidson expresaron leve alarma y replicó vivamente:
—Oh, no, mucho antes. Inmediatamente después de cenar.
—Entiendo. Bien, esto es todo. No queremos molestarla más. Bonjour, madame.
—Bueno —dije cuando salíamos del edificio—. Ya está explicado el misterio del pompón verde.
—¡Hum!
—¡Oiga! ¿Qué quiere decir con eso?
—Se ha fijado, Hastings, en que he examinado el traje, ¿verdad?
—Sí.
Eh bien, el pompón que faltaba no fue arrancado, como dijo esa señora, sino... cortado por unas tijeras, porque todas las hebras son iguales.
—¡Caramba! La cosa se complica...
—Por el contrario —repuso con aire plácido Poirot—, se simplifica cada vez más.
—¡Poirot! ¡Se me acaba la paciencia! —exclamé—. Su costumbre de encontrar todo tan sencillo es un agravante.
—Pero cuando me explico, diga, mon ami, ¿no es cierto que resulta muy simple?
—Sí, y eso es lo que más me irrita: que entonces se me figura que también yo hubiera podido adivinar fácilmente.
—Y lo adivinaría, Hastings, si se tomase el trabajo de poner en orden sus ideas. Sin un método...
—Sí, sí —me apresuré a decir, interrumpiéndole, porque conocía demasiado bien la elocuencia que desplegaba, cuando trataba de su tema favorito—. Dígame: ¿qué piensa hacer ahora? ¿Está dispuesto, de veras, a reconstruir el crimen?
—Nada de eso. El drama ha concluido. Únicamente me propongo añadirle... ¡una arlequinada!


Poirot señaló el martes siguiente como día a propósito para la misteriosa representación y he de confesar que sus preparativos me intrigaron de modo extraordinario. En un lado de la habitación se colocó una pantalla; al otro un pesado cortinaje. Luego vino un obrero con un aparato para la luz y finalmente un grupo de actores que desaparecieron en el dormitorio de Poirot, destinado provisionalmente a cuarto tocador. Japp se presentó poco después de las ocho. Venía de visible mal humor.
—La representación es tan melodramática como sus ideas —manifestó—. Pero, en fin, no tiene nada de malo y, como el mismo Poirot dice, nos ahorrará infinitas molestias y cavilaciones. Yo mismo sigo el rastro, he prometido dejarle hacer las cosas a su manera. ¡Ah! Ya están aquí esos señores.
Llegó primero Su Señoría acompañando a mistress Mallaby, a la que yo no conocía aún. Era una linda morena y parecía estar nerviosa. Les siguieron los Davidson. También vi a Cristóbal Davidson por vez primera. Era un guapo mozo, esbelto y moreno, que poseía los modales graciosos y desenvueltos del verdadero actor.
Poirot dispuso que tomasen todos asiento delante de la pantalla, que estaba iluminada por una luz brillante. Luego apagó las luces y la habitación quedó, a excepción de la pantalla, totalmente sumida en tinieblas.
—Señoras, caballeros, permítanme unas palabras de explicación. Por la pantalla van a pasar por turno seis figuras que son familiares a ustedes: Pierrot y su Pierrette; Polichinela el bufón, y la elegante Polichinela; la bella Colombina coqueta y seductora, y Arlequín, el invisible para los hombres.
Y tras estas palabras de introducción comenzó la comedia. Cada una de las figuras mencionadas por Poirot surgieron en la pantalla, permanecieron en ella un momento en pose y desaparecieron. Cuando se encendieron las luces sonó un suspiro general de alivio. Todos los presentes estaban nerviosos, temerosos, sabe Dios de qué. Si el criminal estaba en medio de nosotros y Poirot esperaba que confesase a la sola presencia de una figura familiar, la estratagema había ya fracasado evidentemente, puesto que no se produjo. Sin embargo, no se descompuso, sino que avanzó un paso, con el rostro animado.
—Ahora, señoras y señores —dijo—, díganme, uno por uno, qué es lo que acaban de ver. ¿Quiere empezar, milord?
Este caballero quedó perplejo.
—Perdón, no le comprendo —dijo.
—Dígame nada más qué es lo que ha visto.
—Ah, pues... he visto pasar por la pantalla a seis personas vestidas como los personajes de la vieja Comedia italiana, o sea, como la otra noche.
—No pensemos en la otra noche, milord —le advirtió Poirot—. Sólo quiero saber lo que ha visto. Madame, ¿está de acuerdo con lord Cronshaw?
Se dirigía a mistress Mallaby.
—Sí, naturalmente.
—¿Cree haber visto seis figuras que representan a los personajes de la Comedia italiana?
—Sí, señor.
—¿Y usted, monsieur Davidson?
—Sí.
—¿Y madame?
—Sí.
—¿Hastings? ¿Japp? ¿Sí? ¿Están ustedes de completo acuerdo?
Poirot nos miró uno a uno; tenía el rostro pálido y los ojos verdes tan claros como los de un gato.
—¡Pues debo decir que se equivocan todos ustedes! —exclamó—. Sus ojos mienten... como mintieron la otra noche en el baile de la Victoria. Ver las cosas con los propios ojos, como vulgarmente se dice, no es ver la verdad. Hay que ver con los ojos del entendimiento; hay que servirse de las pequeñas células grises. ¡Sepan, pues, que lo mismo esta noche que la noche del baile vieron sólo cinco figuras, no seis! ¡Miren ustedes!
Volvieron a apagarse las luces. Y una figura se dibujó en la pantalla: ¡Pierrot!
—¿Quién es? ¿Pierrot, no es eso? —preguntó Poirot con acento severo.
—Sí —gritamos todos, a la vez.
—¡Miren otra vez!
Con un rápido movimiento el actor se despojó del vestido suelto de Pierrot y en su lugar apareció, resplandeciente, ¡Arlequín!
—¡Maldito sea! ¡Maldito sea! —exclamó la voz de Davidson—. ¿Cómo lo ha adivinado?
A continuación sonó el ¡clic! de las esposas y la voz serena, oficial, de Japp, que decía:
—Le detengo, Cristóbal Davidson, por el asesinato del vizconde Cronshaw. Todo lo que pueda decir se utilizará como acusación en contra.


Un cuarto de hora después cenábamos. Poirot, con el rostro resplandeciente, se multiplicaba, hospitalario, respondía de buena gana a nuestras múltiples y continuas preguntas.
—Todo ha sido muy simple. Las circunstancias en que se halló el pompón verde sugería, al punto, que había sido arrancado del vestido de máscara del asesino. Yo alejé a Pierrette del pensamiento, ya que se necesita de una fuerza considerable para clavar un cuchillo de mesa en el pecho de un hombre, y me fijé en Pierrot. Pero éste había salido del baile dos horas antes de verificarse el crimen. De manera que si no regresó al baile para matar a lord Cronshaw pudo matarle antes de marchar. ¿Era esto posible? ¿Quién había visto a lord Cronshaw después de la hora de la cena? Sólo mistress Davidson cuyo testimonio, lo sospecho, fue falso, una mentira deliberada para explicar la desaparición del pompón, que, naturalmente, quitó de su traje de máscara para reemplazar el que su marido perdió. A Arlequín se le vio a la una y media en un palco. También ésta fue una representación. Yo pensé primero en míster Beltane como presunto culpable. Pero era imposible, dado lo complicado de su traje, que hubiera doblado los papeles de Arlequín y de Polichinela. Por otra parte, siendo míster Davidson un joven de la misma edad y estatura que la víctima, así como un actor profesional, la cosa no podía ser más simple.
»No obstante me preocupaba el médico. Porque ningún médico profesional puede dejar de darse cuenta de que existe una diferencia entre una persona que sólo hace diez minutos que ha muerto y la que lleva difunta dos horas. ¡Eh bien! ¡El doctor se había dado cuenta! Sólo que como al colocarle delante del cadáver no se le preguntó "¿cuánto hace que ha muerto?", sino que, por el contrario, se le comunicó que estaba con vida diez minutos antes, guardó silencio. Pero en la investigación habló de la rigidez anormal de los miembros del cadáver, ¡qué no se explicaba!
«Todo concordaba, pues, con mi teoría. Hela aquí: Davidson mató a Cronshaw inmediatamente después de la cena, o sea, después de volver con él, como recordarán ustedes, al comedor. A continuación acompañó a miss Courtenay a casa, dejándola a la puerta del piso en vez de entrar para tratar de calmarla como declaró, y volviendo a escape al Colossus, pero no ya vestido de Pierrot, sino de Arlequín, simple transformación que efectuó en menos de lo que se tarda en contarlo.
El actual lord Cronshaw miró perplejo al detective.
—Si fue así —dijo—, Davidson debió ir al baile dispuesto a matar a mi sobrino. ¿Por qué? Nos falta descubrir el motivo y yo no acierto a adivinarlo.
—¡Ah! Aquí tenemos la segunda tragedia, la de miss Courtenay. Existe un punto sencillo de referencia que hemos pasado por alto. Miss Courtenay murió después de tomar una doble dosis de cocaína..., pero la habitual estaba en la cajita que se encontró sobre el cuerpo de lord Cronshaw. ¿De dónde sacó entonces la droga que la mató? Únicamente una persona pudo proporcionársela: Davidson. Y el hecho lo explica todo. Su amistad con los Davidson, su petición a Cristóbal de que la acompañase a casa. Lord Cronshaw era enemigo acérrimo, casi fanático, de los estupefacientes. Por ello al descubrir que su novia tomaba cocaína sospechó que era Davidson quien se la proporcionaba. El actor lo negó, pero lord Cronshaw sonsacó a miss Courtenay en el baile y le arrancó la verdad. Podía perdonar a la desventurada muchacha, pero no duden ustedes que no hubiera tenido piedad del hombre que tenía como medio de vida el tráfico de los estupefacientes. Si llegaba a descubrirse esto era inminente su ruina y por ello acudió al Colossus dispuesto a procurarse, a cualquier precio, el silencio de lord Cronshaw.
—Entonces ¿fue casual la muerte de Coco?
—Sospecho que fue un accidente que provocó hábilmente el mismo Davidson. Ella estaba furiosa con el lord, ante todo por sus reproches, después por haberle quitado la cajita de cocaína. Davidson le proporcionó más y probablemente le sugeriría que tomase una dosis mayor como desafío «al viejo Cronsh».
—¿Cómo descubrió usted que había en el comedor una cortina? —pregunté yo.
—¡Toma!, mon ami! Si no puede ser más fácil... Recuerde que los camareros entraron y salieron de él sin ver nada sospechoso. De esto se deducía que el cadáver no estaba entonces tendido en el suelo. Tenía forzosamente que estar oculto en cualquier parte y por ello se me ocurrió que debía ser detrás de una cortina. Davidson arrastró el cadáver hasta allí y más adelante, después de llamar la atención en el palco, lo sacó y abandonó definitivamente el baile. Este paso fue uno de los más hábiles que dio. ¡Es muy listo!
Pero en los ojos verdes de Poirot leí lo que no osaba expresar:
—¡No tan listo, sin embargo, como Hércules Poirot!


El caso de la mujer rica - Agatha Christie





 

El caso de la mujer rica


Agatha Christie




A mister Parker Pyne le fue comunicado el nombre de Mrs. Abner Rymer. Lo conocía ya y levantó las cejas.
En aquel momento, su cliente fue introducida en el despacho.
Mrs. Rymer era una mujer alta, de huesos grandes. Tenía una figura desgarbada y ni el vestido de terciopelo ni el grueso abrigo de pieles disimulaban este hecho. Los nudillos de sus grandes manos eran abultados. Tenía la cara ancha y subida de color. Llevaba el cabello negro peinado a la moda y su sombrero ostentaba muchas puntas rizadas de plumas de avestruz.
Se dejó caer en una silla con una inclinación de cabeza.
—Buenos días —dijo con voz áspera—. Si ha de serme útil usted para algo, ¡me hará el favor de decirme cómo puedo gastar el dinero!
—He aquí una pregunta original —murmuró mister Parker Pyne—. Pocas personas la hacen en estos tiempos. ¿Significa que a usted eso le resulta difícil, Mrs. Rymer?
—Sí, me lo resulta —afirmó la dama bruscamente—. Tengo cuatro abrigos de pieles, un montón de vestidos de París y cosas por el estilo. Tengo un coche y una casa en Park Lane. Tengo un yate, pero no me gusta el mar. Tengo toda una tropa de esos criados de alta escuela que le miran a una por encima del hombro. He viajado un poco, he visitado países extranjeros. Y que me condenen si se me ocurre alguna otra cosa que comprar o hacer —y dirigió a mister Parker Pyne una mirada de esperanza.
—Hay hospitales —dijo éste.
—¡Cómo! ¿Quiere decir que regale el dinero? ¡No, eso no me sirve! Permítame que le diga que ese dinero se ganó trabajando, trabajando de verdad. Si se figura que voy a regalarlo como si fuera un montón de basura, bueno, está equivocado. Quiero gastarlo, gastarlo y que me haga algún provecho. Pues bien: si tiene usted alguna idea que valga la pena para conseguirlo, puede contar con una buena retribución.
—Su proposición me interesa —dijo mister Parker Pyne—, pero no ha mencionado usted ninguna casa en el campo.
—La olvidé, pero tengo una. Allí me muero de aburrimiento.
—Debe decirme algo más sobre usted misma. Su problema no es fácil de resolver.
—Se lo diré de buen grado. No me avergüenzo de mi origen. Trabajé en el campo, en una casa de labor, cuando era una muchacha. Y trabajé de firme. Luego me enamoré de Abner, que trabajaba en un molino cercano. Me cortejó durante ocho años y después nos casamos.
—¿Y fueron ustedes felices?
—Yo sí lo fui. Abner era bueno para mí. Pero tuvimos que luchar para vivir. Él se quedó dos veces sin trabajo y entretanto iban viniendo los hijos. Tuvimos cuatro: tres niños y una niña. Y ninguno de ellos llegó a hacerse mayor. Me atrevo a decir que hubiera sido diferente si hubiesen vivido —Sus facciones se dulcificaron y de pronto pareció más joven.
»Abner tenía el pecho delicado. No le dejaron alistarse para la guerra. Prosperó en la granja. Le hicieron capataz. Abner era un hombre listo. Ideó un nuevo método para trabajar. Debo decir que lo trataron bien: le dieron una buena suma por él. Empleó este dinero en sacar adelante otra idea suya. Ésta trajo más dinero. Llegó a ser el patrón y a emplear a sus propios trabajadores. Compró dos negocios que estaban en quiebra y volvió a ponerlos en marcha. Lo demás fue fácil. El dinero continuó entrando y aún entra.
«Tenga en cuenta que, al principio, eso fue muy divertido. Tener una casa, un cuarto de baño de primera clase y criados. No había ya que guisar ni fregar ni lavar. Tan sólo sentarse en los almohadones de seda y tocar el timbre para que sirvieran el té... ¡como lo haría cualquier condesa! Era muy divertido y lo disfrutamos. Y luego vinimos a Londres. Encargué mi ropa a los mejores modistos. Fuimos a París y a la Riviera. Era muy divertido.
—¿Y después?
—Después supongo que me acostumbré a esto —dijo Mrs. Rymer—. Al cabo de poco tiempo ya me pareció menos divertido. Había días en que ni sabíamos lo que queríamos comer... ¡nosotros que podíamos elegir el plato que nos apeteciese más! En cuanto a los baños... bueno, al final un baño diario es suficiente para cualquiera. Y Abner empezó a inquietarse por su salud. Gastamos mucho dinero en médicos, pero no podían hacer nada. Probaron diferentes métodos. Era inútil. Murió —y se detuvo un momento—. Era todavía joven: tenía sólo cuarenta y tres años.
Mister Pyne hizo un gesto afirmativo, de simpatía.
—Han pasado cinco años desde entonces. El dinero continúa entrando. Parece un despilfarro no poder hacer nada con él. Pero, como ya le he dicho, no puedo pensar en comprar nada que no tenga ya de sobras repetido.
—En otras palabras —dijo mister Pyne—, su vida es aburrida. No la disfruta usted.
—Me da asco —continuó Mrs. Rymer tristemente—. No tengo amigos. Los nuevos sólo buscan mi dinero y se ríen de mí a mis espaldas. Los antiguos no quieren tener nada que ver conmigo. Se sienten avergonzados al verme usar el automóvil. ¿Puede hacer o proponerme algo?
—Es posible que pueda —dijo mister Pyne lentamente—. Esto será difícil, pero creo que hay una probabilidad de éxito. Es posible que pueda devolverle lo que ha perdido: su interés por la vida.
—¿Cómo? —preguntó Mrs. Rymer rápida y bruscamente.
—Éste —dijo mister Parker Pyne— es mi secreto profesional. Nunca revelo mis métodos de antemano. El caso es: ¿quiere usted probar suerte? No garantizo el éxito, pero sí creo que hay una probabilidad razonable de alcanzarlo.
—¿Y cuánto costará esto?
—Tendré que adoptar métodos desacostumbrados. Por lo tanto, serán caros. Le pediré a usted mil libras pagadas por adelantado.
—Sabe usted pedir, ¿no es verdad? —dijo Mrs. Rymer, sopesando aquellas palabras—. Bien: me arriesgaré. Estoy acostumbrada a pagar los precios más caros. Sólo que, cuando pago por una cosa, sé ocuparme de conseguirla.
—La tendrá usted —dijo mister Parker Pyne—. No tema.
—Le enviaré el cheque esta tarde —dijo Mrs. Rymer levantándose—. No estoy segura de saber por qué confío en usted. Dicen que los tontos y su dinero se separan pronto. Y me atrevo a decir que soy una tonta. ¡Y usted se atreve a anunciar en todos los periódicos que puede hacer felices a las personas!
—Esos anuncios me cuestan dinero —dijo mister Pyne—. Si yo no pudiese cumplir mi palabra, malgastaría ese dinero.
»Yo sé qué es lo que causa la infelicidad y, en consecuencia, tengo una idea clara de lo que se requiere para producir el estado opuesto.
Mrs. Rymer movió la cabeza con expresión de duda y salió, dejando tras ella una nube formada por una mezcla de perfumes caros.
Entró en el despacho el atractivo Claude Lutrell.
—¿Hay algo para mí?
—El caso no es sencillo —dijo—. No, se trata de un caso difícil. Me temo que tendremos que correr algunos riesgos. Tendremos que intentar algo fuera de lo normal.
—¿Es cosa de Mrs. Oliver?
Mister Pyne sonrió a la mención de aquella novelista de fama mundial.
—Mrs. Oliver —dijo— es, en realidad, la menos adecuada para el caso de todos nosotros. Estoy pensando en un golpe atrevido y audaz. A propósito: ¿podría telefonear al doctor Antrobus?
—¿A Antrobus?
—Sí, necesitamos sus servicios.
Pasó una semana antes de que Mrs. Rymer volviese al despacho de mister Parker Pyne. Éste se puso en pie para recibirla.
—Le aseguro a usted que este aplazamiento ha sido necesario —dijo él—. Se han tenido que preparar muchas cosas y tenía que asegurarme los servicios de un hombre excepcional que ha atravesado con ese objeto media Europa.
Mister Parker Pyne tocó un botón. Entró una joven morena, de aspecto oriental, pero vestida con el blanco uniforme de las enfermeras europeas.
—¿Está todo dispuesto, enfermera De Sara?
—Sí, el doctor Constantine espera.
—¿Qué van ustedes a hacer? —preguntó Mrs. Rymer con un deje que inquietud.
—Vamos a presentarle a usted a un mago oriental, mi querida señora.
Mrs. Rymer siguió a la enfermera al piso inmediato. Allí fue introducida en una habitación que no tenía semejanza alguna con el resto de la casa.
Las paredes estaban cubiertas de bordados orientales. Había allí divanes con suaves almohadones y hermosas alfombras en el suelo. Sobre una cafetera se veía a un hombre levemente inclinado, que se incorporó al enderezó al entrar ella.
—El doctor Constantine —dijo la enfermera.
El doctor vestía a la europea, pero tenía el rostro muy moreno y los ojos oblicuos, de mirada penetrante.
—Así que es usted mi paciente —preguntó en un tono bajo y vibrante.
—Yo no soy una paciente —dijo Mrs. Rymer.
—Su cuerpo no está enfermo —replicó el doctor—, pero su alma está hastiada. Nosotros, los orientales, sabemos curar esa enfermedad. Siéntese y beba una taza de café.
Mrs. Rymer se sentó y aceptó una tacita de la aromática infusión. Mientras la sorbía, el doctor continuó hablando.
—Aquí, en Occidente, tratan solamente el cuerpo. Un error. El cuerpo no es más que un instrumento. En él se ejecuta una melodía. Puede ser una melodía triste, tediosa. Puede ser una melodía deliciosa. Ésta es la que voy a darle. Usted tiene dinero. Lo gastará disfrutándolo. Para usted, la vida volverá a merecer ser vivida. Esto es fácil... fácil... muy fácil...
A Mrs. Rymer la inundó una sensación de languidez. Las figuras del doctor y de la enfermera se hicieron borrosas. Se sentía beatíficamente feliz y muy soñolienta. La figura del doctor creció. Todo el mundo parecía estar creciendo.
El doctor la miró a los ojos.
—Duerma —estaba diciéndole—. Duerma. Sus párpados se cierran. Pronto se quedará dormida. Y dormirá... dormirá...
Los párpados de Mrs. Rymer se cerraron. Y se encontró flotando en un mundo grande y maravilloso.
Cuando sus ojos se abrieron, le pareció que había pasado mucho tiempo. Recordaba vagamente varias cosas: sueños extraños, imposibles... luego, la sensación de despertarse, luego, más sueños. Recordaba algo relativo a un coche y a una muchacha morena y hermosa, con uniforme de enfermera, que se inclinaba sobre ella.
Fuera como fuese, ahora estaba bien despierta y en su propia cama.
Sólo que ¿era su casa? Le parecía diferente. Se diría que ésa no era la deliciosa blandura de su lecho acostumbrado. Era un lecho que, vagamente, le recordaba otros tiempos casi olvidados. Hizo un movimiento y el lecho crujió. La cama de Mrs. Rymer no crujía nunca.
Miró a su alrededor. Decididamente, aquello no era Park Lane. ¿Era un hospital? No, se dijo, no era un hospital. Ni tampoco un hotel. Era una habitación desnuda y las paredes eran de un incierto color lila. Había un lavabo de pino con un jarro y una palangana. Había una cómoda de pino y un delgado baúl. Había prendas de vestir desconocidas para ella, fijas en sus colgadores. Había una cama con una colcha llena de remiendos, y en ésta se encontraba echada no muy cómodamente.
—¿Dónde estoy? —dijo Mrs. Rymer.
La puerta se abrió y entró una mujercita regordeta. Tenía las mejillas coloradas y una expresión de buen humor. Iba arremangada y llevaba un delantal.
—¡Vaya! —exclamó—. Se ha despertado. Entre, doctor.
Mrs. Rymer abrió la boca para decir varias cosas, pero no las dijo, pues el hombre que había entrado en la habitación tras la mujer regordeta no se parecía en lo más mínimo al elegante y moreno doctor Constantine. Era un hombre de edad, encorvado y que miraba a través de unas gafas de gruesos cristales.
—Esto va mejor —dijo, acercándose a la cama y cogiendo la muñeca de Mrs. Rymer—. Pronto estará usted mejor, querida.
—¿Qué he tenido? —preguntó Mrs. Rymer.
—Ha tenido una especie de ataque —contestó el doctor—. Ha estado sin conocimiento durante uno o dos días. Nada que deba inquietarla.
—Nos has dado un buen susto, Hannah —dijo la mujer gorda—. También has delirado y has dicho las cosas más raras.
—Sí, sí, Mrs. Gardner —dijo el doctor conteniéndola—. Pero no debemos excitar a la paciente. Pronto podrá levantarse y andar por ahí, querida.
—Y no te preocupes por el trabajo, Hannah —dijo Mrs. Gardner—. Mrs. Roberts ha venido a ayudarme y todo ha ido perfectamente. Tú limítate a descansar y ponte bien, querida.
—¿Por qué me llama Hannah? —dijo Mrs. Rymer.
—Pero si ése es tu nombre... —contestó Mrs. Gardner asombrada.
—No, no lo es. Mi nombre es Amelia Rymer. Señora de Abner Rymer.
El médico y Mrs. Gardner cambiaron una mirada.
—Bien, descansa, descansa tranquila—dijo Mrs. Gardner.
—Sí, sí, y no se inquiete —añadió el doctor.
Y se retiraron. Mrs. Rymer estaba desconcertada. ¿Por qué la habían llamado Hannah y por qué habían cambiado aquella mirada de divertida incredulidad al darles ella su nombre? ¿Dónde estaba y qué había ocurrido?
Saltó fuera de la cama. Se sentía algo insegura sobre las piernas. Caminó despacio hasta la pequeña ventana y miró fuera, viendo... ¡el patio de una granja! Completamente ofuscada, volvió a la cama. ¿Qué estaba haciendo en una granja que nunca había visto?
Mrs. Gardner entró de nuevo con un bol de sopa sobre una bandeja. Mrs. Rymer empezó sus preguntas:
—¿Qué estoy haciendo en esta casa? ¿Quién me ha traído aquí?
—Nadie te ha traído, querida. Ésta es tu casa. Por lo menos, hace cinco años que vives aquí... y yo sin sospechar que eras propensa a sufrir ataques.
—¿Que vivo aquí? ¿Desde hace cinco años?
—Esto mismo. Pero Hannah, ¿no vas a decirme que no recuerdas esto?
—¡Yo no he vivido nunca aquí! ¡Y nunca la había visto a usted!
—Ya lo ves. Has tenido esta enfermedad y has perdido la memoria.
—Yo nunca he vivido aquí.
—Vaya si has vivido, querida. —De pronto, Mrs. Gardner corrió a la cómoda y le trajo a Mrs. Rymer una fotografía descolorida, colocada en un marco.
Representaba un grupo de cuatro personas: un hombre con barba, una mujer gruesa (Mrs. Gardner), un hombre alto y flaco con una sonrisa tímida y agradable, y alguien con un vestido estampado y un delantal... ¡ella misma!
Estupefacta, Mrs. Rymer fijó la vista en la fotografía. Mrs. Gardner dejó la sopa a su lado y salió con calma de la habitación.
Mrs. Rymer empezó a tomarla maquinalmente. Era una buena sopa, sustanciosa y caliente. Y entretanto, sus pensamientos se agitaban como en un torbellino. ¿Quien era la que estaba loca? ¿Mrs. Gardner o ella? ¡Una de las dos debía estarlo? Pero estaba, además, el médico.
—Yo soy Amelia Rymer —dijo con firmeza—. Yo sé que soy Amelia Rymer y que nadie me diga lo contrario.
Había terminado la sopa y dejó el bol en la bandeja. Vio entonces un periódico doblado, lo cogió y miró la fecha: 19 de octubre. ¿Qué día había ido al despacho de mister Parker Pyne? El 15 o 16. Por lo tanto, debía haber estado enferma tres días.
—¡Ese pillo del doctor! —dijo Mrs. Rymer encolerizada.
Fuese como fuese, estaba sintiendo un ligero consuelo. Había oído hablar de casos en los que
las personas habían olvidado quién eran por espacio de años enteros. Y temió que eso pudiera sucederle a ella.
Empezó a volver las páginas del diario, mirando sus columnas perezosamente cuando, de pronto, encontró un párrafo que le llamó la atención:

«Mrs. Rymer, viuda de Abner Rymer, el rey de los "botoncillos", fue trasladada ayer a un sanatorio particular para enfermos mentales. Durante los últimos días ha insistido en declarar que no era ella, sino una muchacha de servicio llamada Hannah Moorhouse.»

—¡Hannah Moorhouse! De modo que es esto —dijo Mrs. Rymer—. Ella soy yo y yo soy ella. Una especie de sustitución, por lo que me imagino. Está bien: ¡pronto le pondré remedio! Si ese gordo hipócrita de Parker Pyne se ha propuesto hacerme alguna jugarreta...
Pero en aquel momento, atrajo su mirada el nombre de Constantine, que resaltaba en la página impresa. Esta vez encabezaba una información:

DECLARACIONES DEL DOCTOR CONSTANTINE


«En una conferencia de despedida que tuvo lugar anoche, víspera de su partida para Japón, el doctor Claudius Constantine expuso algunas teorías sorprendentes. Declaró que era posible probar la existencia del alma mediante la transferencia de la misma de un cuerpo a otro. En el curso de sus experimentos en Oriente, afirmaba haber efectuado con éxito una doble transferencia: que el alma de un cuerpo hipnotizado A fue transferida a un cuerpo hipnotizado B, y el alma de B al cuerpo de A. Al despertarse el sueño hipnótico, A creyó ser B y B creyó que era A.
»Para que el experimento fuese posible fue preciso encontrar a dos personas que tuviesen una gran semejanza física. Dijo que era un hecho indudable que dos personas muy parecidas estaban "en rapport". Esto se advierte más fácilmente en el caso de los hermanos gemelos, pero dos extraños de muy distinta posición social, pero con una notable semejanza en sus rasgos, presentan la misma total armonía de estructura.»

Mrs. Rymer arrojó el diario lejos.
—¡Canalla! ¡Miserable canalla!
Ahora lo veía todo claro. Aquella era una martingala para apoderarse de su dinero. Esa Hannah Moorhouse era un instrumento de mister Pyne, y quizás inocente. Él y ese demonio de Constantine habían dado este golpe fantástico.
¡Pero ella lo descubriría! ¡Ella revelaría lo que había hecho! ¡Le haría procesar! Ella le diría a todo el mundo...
La indignación de Mrs. Rymer se detuvo de repente. Se había acordado del primer párrafo. Hannah Moorhouse no había sido un dócil instrumento. Había protestado, había declarado su individualidad. ¿Y qué había ocurrido?
—¡Encerrada en un manicomio, pobre muchacha! —dijo Mrs. Rymer. Y un estremecimiento le recorrió la espina dorsal.
Un manicomio. Allí la meten a una y no la dejan salir más. Y cuanto más repite que está cuerda, menos la creen. Allí está y allí se queda. No, Mrs. Rymer no iba a exponerse a que le sucediera esto.
La puerta se abrió y entró Mrs. Gardner.
—¡Ah! Ya has tomado la sopa, querida. Muy bien. Muy pronto estarás mejor.
—¿Cuándo me puse enferma? —dijo Mrs. Rymer.
—Déjame ver... Fue hace tres días... el miércoles. Era el 15. Te encontraste mal hacia las cuatro.
—¡Ah! —La exclamación era muy significativa. A las cuatro, precisamente, había llegado Mrs. Rymer ante el doctor Constantine.
—Te caíste de la silla —dijo Mrs. Gardner—. Y dijiste: «¡Oh!», y otra vez «¡Oh!» Y luego, con voz de sueño, dijiste: «Me duermo. Me duermo.» Y dormida te quedaste y te acostamos. Enviamos a buscar al médico y aquí has estado desde entonces.
—Supongo —se aventuró a decir Mrs. Rymer— que no conoce usted ninguna manera de saber quién soy yo, aparte de la cara, quiero decir...
—¡Vaya cosa rara has dicho! —exclamó Mrs. Gardner—. Para saber quién es una persona, ¿qué mejor que su cara? Pero hay también marcas de nacimiento, si esto te satisface más.
—¿Una marca de nacimiento? —preguntó Mrs. Rymer animándose, pues ella no tenía ninguna señal.
—Una señal parecida a una fresa casi tocando por debajo del codo derecho —dijo Mrs. Gardner—. Compruébalo tú misma.
«Así quedará demostrado», se dijo Mrs. Rymer, que sabía que no tenía marca de fresa alguna debajo del codo derecho. Y se arremangó el camisón. La señal de la fresa estaba allí.
Mrs. Rymer prorrumpió en llanto.
Al cabo de cuatro días, dejó la cama. Había imaginado y rechazado varios planes de acción.
Hubiera podido mostrar el párrafo del diario a Mrs. Gardner y al médico, y explicarse. Pero ¿la creerían? Mrs. Rymer estaba segura de que no.
Hubiera podido acudir a la policía. ¿La creerían? Pensó que tampoco le harían caso.
Hubiera podido ir al despacho de mister Pyne. Sin duda esta idea le gustaba más. En primer lugar, tendría la satisfacción de decirle al pícaro gordo lo que pensaba de él. Pero se presentaba un poderoso obstáculo que la disuadía de poner en práctica este plan. Se hallaba en aquel momento en Cornualles (así lo había sabido) y no tenía dinero para el viaje a Londres. Dos chelines y cuatro peniques en un viejo monedero parecían representar su capacidad financiera.
Y de este modo, al cabo de cuatro días, Mrs. Rymer tomó una valiente decisión: ¡De momento, aceptaría las cosas como estaban! Decían que era Hannah Moorhouse. Muy bien, sería Hannah Moorhouse. Por ahora aceptaría ese papel y luego, cuando hubiese ahorrado el dinero suficiente, iría a Londres y le ajustaría las cuentas al estafador en su guarida.
Habiéndolo decidido así, Mrs. Rymer se hizo cargo de su papel con perfecto buen humor y aun con una especie de sardónica diversión. Se repetía la historia. Aquella vida le recordaba su propia adolescencia. ¡Qué lejos le parecía todo aquello!
El trabajo resultaba un poco duro tras aquellos años de existencia suave, pero al cabo de una semana se había acostumbrado a su nueva vida en la granja.
Mrs. Gardner era una mujer bondadosa, de excelente carácter. Su marido, un hombre grande y taciturno, era también bondadoso. El hombre delgado y tímido de la fotografía se había marchado y ocupaba su lugar otro trabajador, un gigante de cuarenta y cinco años, de palabra y pensamientos lentos, pero con un relámpago de cautela en los ojos azules.
Las semanas fueron pasando. Por fin, llegó un día en que Mrs. Rymer tuvo suficiente dinero para pagar su billete a Londres. Pero no se fue. Aplazó el viaje. Pensó que le quedaba tiempo de sobras para hacerlo. No estaba tranquila en lo que se refería a los centros para perturbados mentales. Aquel bandido de Parker Pyne era listo. Haría declarar a algún médico que estaba loca y la mandaría encerrar sin que nadie supiera una palabra.
—Por otra parte —se decía Mrs. Rymer—, cambiar un poco de modo de vida es saludable.
Se levantaba temprano y trabajaba de firme. Joe Welsh, el nuevo mozo de labranza, estaba enfermo
Llegó el invierno y lo cuidaban ella y Mrs. Gardner. Prácticamente, el gigante dependía de ellas.
Llegó la primavera... el tiempo de los corderitos. Había flores silvestres en los vallados y una navidad traidora en el aire. Joe Welsh se acostumbró a ayudar a Hannah en su trabajo. Hannah zurcía la ropa de Joe.
A veces, los domingos, salían juntos a dar un paseo. Joe era viudo. Hacía cuatro años que su mujer había muerto. Y confesaba con franqueza que, desde entonces, solía beber un poco más de lo necesario.
Ahora no iba mucho a la taberna. Se compró algo de ropa nueva. Mister y Mrs. Gardner se reían con sólo mirarlo.
Y Hannah se reía también de Joe. Le gastaba bromas acerca de su aire desgarbado. Pero esto a Joe no le importaba. Parecía vergonzoso, pero contento.
Después de la primavera, llegó el verano... un buen verano, aquel año. Todos trabajaron mucho.
La cosecha había terminado. En los árboles, las hojas se habían vuelto rojizas y doradas.
Un día, el 8 de octubre, al levantar Hannah la vista de la col que estaba cortando, vio que asomaba por encima de la valla la cabeza de mister Parker Pyne.
—¡Usted! —exclamó Hannah, alias Mrs. Rymer—. Usted...
Y necesitó algún tiempo para sacar todo lo que tenía dentro y, cuando lo hubo dicho todo, se quedó desalentada.
Mister Parker Pyne sonrió suavemente.
—Estoy enteramente de acuerdo con usted —dijo.
—¡Un estafador y un embustero, esto es lo que es usted! —exclamó Mrs. Rymer, repitiendo algo que ya había dicho antes—. Usted, con sus Constantines y sus hipnotismos y esa pobre muchacha, Hannah Moorhouse encerrada con... los locos.
—No —contestó mister Parker Pyne—, en esto me juzga usted mal. Hannah Moorhouse no está en ningún manicomio porque Hannah Moorhouse no ha existido nunca.
—¡De verdad! —replicó Mrs. Rymer—. ¿Y qué me dice de la fotografía suya que he visto con mis propios ojos?
—Falsa —dijo Pyne—. Es algo que se arregla fácilmente.
—¿Y la noticia en el periódico sobre ella?
—Todo el periódico estaba falseado para poder incluir en él los dos artículos que, de un modo natural, fueran convincentes. Y lo fueron.
—¡Ese pillo del doctor Constantine...!
—Un nombre falso: adoptado por un amigo mío que tiene aptitudes para interpretar papeles.
Mrs. Rymer dio un resoplido.
—¡Oh! Y supongo que yo tampoco fui hipnotizada...
—Lo cierto es que no lo fue usted. Bebió con el café una preparación de cáñamo indio. Después de ésta, se le administraron otras drogas, fue transportada aquí en un coche y se le dejó que recobrase el conocimiento.
—Entonces, Mrs. Gardner ha participado en esta historia desde el principio...
Mister Parker Pyne hizo un gesto afirmativo.
—¡Untada por usted, supongo! ¡O engañada con un montón de mentiras!
—Mrs. Gardner confía en mí —dijo mister Pyne—. Una vez salvé a su hijo de ser condenado a trabajos forzados.
Había algo en su actitud que impuso silencio a Mrs. Rymer sobre aquel tema.
—¿Y qué me dice de la marca de nacimiento?
—Está borrándose ya —contestó mister Pyne con una sonrisa—. Dentro de seis meses habrá desaparecido por completo.
—¿Y qué objeto tiene toda esta payasada? Ponerme en ridículo, plantarme aquí como una sirvienta... A mí, que tengo todo ese capital en el banco. Pero me figuro que no necesito preguntarlo. Ha estado usted apropiándoselo, canalla.
—Es cierto —dijo mister Parker Pyne— que obtuve de usted, mientras se hallaba bajo el efecto de las drogas, un poder y que durante su... su ausencia me he hecho cargo de la dirección de sus asuntos financieros. Pero puedo asegurarle, mi querida señora, que aparte de aquellas mil libras del principio, no ha entrado en mi bolsillo dinero alguno de usted. En realidad, gracias a algunas inversiones acertadas, su posición financiera ha prosperado —y la miró con radiante expresión.
—Entonces, ¿por qué...? —empezó a decir Mrs. Rymer.
—Voy a hacerle una pregunta, Mrs. Rymer —dijo mister Pyne—: Es usted una mujer franca y sé que me contestará francamente. Voy a preguntarle si es usted feliz.
—¡Feliz! ¡Vaya una pregunta graciosa! Robarle el dinero a una mujer y preguntarle luego si es feliz. ¡Me gusta su descaro!
—Está usted aún enojada —dijo él—. Nada más natural. Pero deje por un momento mis fechorías. Mrs. Rymer: cuando vino a mi despacho, hace un año, era usted una mujer desdichada. ¿Va a decirme que lo es ahora? Si es así, le presento mis excusas y queda usted en libertad de tomar contra mí las medidas que desee. Además, también le reembolsaré las mil libras que me abonó. A ver, Mrs. Rymer, ¿es usted una mujer desdichada?
—No, no soy desdichada —y su voz adquirió un timbre de admiración—. Usted me metió aquí. Reconozco que, desde que murió Abner, no había sido tan feliz como ahora lo soy. Voy... voy a casarme con un hombre que trabaja aquí: Joe Welsh. Nuestras amonestaciones se publicarán el próximo domingo, es decir, iban a publicarse el próximo domingo.
—Pero ahora, por supuesto —dijo mister Pyne—, todo ha cambiado.
Con el rostro encendido, Mrs. Rymer dio un paso hacia delante.
—¿Qué quiere usted decir... con que ha cambiado? ¿Cree que todo el dinero del mundo me convertiría en una dama? Yo no quiero ser una dama, muchas gracias. Son todas un rebaño de inútiles desvalidas. Joe es lo bastante bueno para mí y yo soy lo bastante buena para él. Nos avenimos bien y vamos a ser felices. Y en cuanto a usted, mister Parker, ¡lárguese y no se meta en lo que no le importa!
Mister Parker Pyne sacó del bolsillo un papel y se lo alargó.
—Es el poder para la dirección de sus asuntos -exclamó—. ¿Debo romperlo? Porque entiendo que ahora se encargará usted del control de su fortuna, ¿no es así?
En el rostro de Mrs. Rymer apareció una extraña expresión. Y rechazó el papel diciendo:
—Recójalo. Le he dicho cosas fuertes... y algunas de ellas las merecía. Es usted un hombre espabilado, pero, de todos modos, tengo confianza en usted. Quiero setecientas libras en el banco de esta localidad. Con ellas compraremos el cortijo que nos gusta. Todo lo demás... bueno, como usted indicó, pueden quedárselo los hospitales.
—No puede usted querer decir que entrega toda su fortuna a los hospitales.
—Esto es, precisamente, lo que quiero decir. Joe es un buen muchacho al que quiero, pero es débil de carácter. Déle dinero y será su ruina. Lo he apartado de la bebida y seguiré manteniéndolo apartado. Gracias a Dios, sé lo que pienso. No voy a dejar que el dinero se interponga entre mí y la Felicidad.
—Es usted una mujer notable —dijo Pyne lentamente—. Sólo una entre mil haría lo que hace usted.
—Entonces, sólo una entre mil tiene sentido común —dijo Mrs. Rymer.
—Me descubro delante de usted —añadió mister Parker Pyne, con un timbre de voz desacostumbrado. Levantó el sombrero con solemnidad y se alejó.
—¡Y acuérdese de que Joe no debe saberlo! —dijo aún Mrs. Rymer.
Y permaneció allí teniendo a su espalda el sol poniente, con una gran col verde-azulada en las manos, la cabeza echada hacia atrás y los hombros firmes. Una gran figura de campesina recortada contra el sol que descendía.


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