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domingo, 4 de abril de 2010

El problema final -- SHERLOCK HOLMES

El problema final

Arthur Conan Doyle

Con extremada tristeza tomo hoy mi pluma para escribir estas últimas palabras, con las que dejaré para siempre constancia de los singulares dones que distinguían a mi amigo, el señor Sherlock Holmes. De un modo incoherente y, viéndolo ahora en profundidad, totalmente inadecuado, me propuse dar cuenta de las extrañas experiencias que tuve en su compañía: desde el primer encuentro casual que nos uniría en la época de Estudio en escarlata hasta los tiempos de su intervención en el asunto del «Tratado naval», una intervención que tuvo el incuestionable efecto de evitar un serio embrollo internacional. Tenía la intención de haberme detenido aquí y de callarme todo lo relativo a aquel suceso que dejó un vacío tal en mi vida, que un lapso de dos años no ha podido llenar. Me veo forzado, no obstante, a continuar, debido a las recientes cartas en las que el coronel Moriarty defiende la memoria de su hermano; no me queda más remedio que exponer los hechos ante el público exactamente como ocurrieron. Sólo yo sé toda la verdad sobre el asunto y me alegra que haya llegado el momento en el que deja de ser bueno y provechoso el callarse. Por lo que sé, solamente se han dado tres informes en la prensa pública: el del Journal de Genève del 6 de mayo de 1891; el del despacho de noticias Reuter, aparecido en los periódicos ingleses del 7 de mayo, y finalmente las cartas a las que acabo de aludir. Los dos primeros eran extremadamente concisos, mientras que el último es, como en seguida pasaré a demostrar, una absoluta desnaturalización de los hechos. De mí depende que por primera vez se cuente lo que de verdad tuvo lugar entre el profesor Moriarty y el señor Sherlock Holmes.

Debe recordarse que, tras mi matrimonio y mi posterior inicio en la práctica privada de la medicina, la relación verdaderamente íntima que había existido entre Holmes y yo quedó hasta cierto punto modificada. Seguía viniendo a verme de cuando en cuento, siempre que necesitaba que alguien le acompañara en las investigaciones; pero estas visitas se fueron haciendo cada vez más raras, hasta que en el año 1890 fueron tan escasas que sólo hubo tres casos[1] de los que yo pudiera guardar alguna anotación. Durante el invierno de ese año y en el inicio de la primavera de 1891 leí en los periódicos que el Gobierno francés le había contratado en relación con un asunto de suprema importancia y recibí dos pequeñas notas suyas, la una fechada en Narbonne y la otra en Nimes, de lo que deduje que su estancia en Francia iba a ser probablemente larga. Me sorprendió, por tanto, verle entrar en mi consultorio la noche del 24 de abril. Me chocó su aspecto, porque parecía más delgado y más pálido de lo normal en él.

– Sí, me he estado cuidando muy poco últimamente –observó en respuesta a mi mirada más que a mis palabras–. Estos últimos días han sido muy agitados. ¿Le importaría que cerrara las contraventanas?

La lámpara sobre la mesa en la que yo había estado leyendo era la única luz que había en la habitación. Holmes, caminando pegado a la pared, llegó junto a ellas y las cerró de golpe, echando después el pestillo.

– ¿Tiene miedo de algo? –pregunté yo.

– Pues sí, lo tengo.

– ¿De qué?

– De las pistolas de aire comprimido[2].

– Mi querido Holmes, ¿qué quiere decir con esto?

– Creo que me conoce lo suficiente, Watson, para saber que no soy en absoluto un hombre nerviosos. Al mismo tiempo es una estupidez más que una valentía el negarse a reconocer que uno corre peligro. ¿Podría darme una cerilla?

Sacó su pitillera como si agradeciera el efecto relajante del tabaco.

– Debo excusarme por aparecer a semejante hora –dijo–, y además tengo que pedirle que por una vez sea tan poco convencional como para permitirme que salga de su casa saltando por el muro posterior de su jardín.

– ¿Pero qué significa todo esto? –pregunté.

Alargó la mano y a la luz de la lámpara vi que tenía dos nudillos quemados y que le sangraban.

– Ya ve que no se trata de una nadería –dijo sonriendo–. Por el contrario, es algo lo suficientemente importante como para que un hombre se deje en ellos sus manos. ¿Está la señora Watson en casa?

– Está de visita fuera de la ciudad.

– ¡Estupendo! ¿Está usted solo, pues?

– Más o menos.

– Esto me facilita el proponerle que se venga conmigo una semana al continente.

– ¿Adónde?

– ¡Oh!, a cualquier lado. Me es igual.

Había algo extraño en todo esto. No era normal en Holmes tomarse unas vacaciones sin más, y había algo en la palidez y en el cansancio de su rostro que me decía que debía de estar sufriendo una fuerte tensión nerviosa. Vio la pregunta en mi mirada y, juntando las manos y apoyando los codos en las rodillas, me explicó la situación.

– Es posible que nunca haya oído hablar del profesor Moriarty –dijo.

– Nunca.

– Sí, ahí está lo maravilloso del asunto –exclamó–. La maldad de ese hombre impregna todo Londres y nadie ha oído hablar de él. Esto es lo que le coloca en la cumbre del crimen. Le digo, Watson, hablando con toda seriedad, que si pudiera derrotar a ese hombre, si pudiera librar a la sociedad de él, me parecería haber alcanzado la cima de mi carrera y podría disponerme a llevar una vida más plácida. Entre nosotros, los recientes casos en los que he prestado mis servicios a la Familia Real de Escandinavia y a la República francesa me han dejado en situación de poder llevar una vida apacible, lo que me sería muy grato, y de poder concentrarme en mis investigaciones químicas. Pero no podría descansar, Watson, no podría sentarme tranquilamente en un sillón sabiendo que un hombre como el profesor Moriarty se está paseando libremente por las calles de Londres.

– ¿Qué es lo que ha hecho?

– Hizo una carrera extraordinaria. Es un hombre de buena familia y recibió una esmerada educación; tiene, además, por naturaleza, unas excepcionales dotes para las matemáticas. A la edad de veintiún años escribió un tratado sobre el Teorema del Binomio, que estuvo muy en boga en Europa. Fundándose en esto, ganó una cátedra de matemáticas en una de esas pequeñas Universidades nuestras y todo parecía indicar que tenía ante sí una brillantísima carrera. Pero ese hombre tenía una tendencia hereditaria de lo más diabólico. Llevaba en la sangre un instinto criminal que, en lugar de atenuarse, se acentuó, haciéndose infinitamente más peligrosos, debido a sus extraordinarias facultades mentales. En la Universidad empezaron a correr rumores sobre él, obligándole por último a renunciar a la cátedra y volver a Londres, en donde se estableció como tutor en el Ejército. Esto es lo que sabe la gente, pero lo que voy a contarle es lo que yo he descubierto.

»Como bien sabe usted, Watson, no hay nadie en Londres que conozca tan bien como yo el mundo del crimen. Durante años no he dejado de ser consciente de que tras el malhechor existe un poder oculto, un cierto poder organizado, que actúa en la sombra sin salirse de la ley y que siempre ampara al delincuente. Una y otra vez, en los casos diferentes –casos de falsificación, robos, asesinatos–, he sentido la presencia de esta fuerza y he colegido que había actuado en muchos de esos crímenes sin descubrir, en los que no fui directamente consultado. Durante todos estos años he puesto todo mi empeño en atravesar el velo que lo envuelve, y por último, me llegó el momento, y dando con el hilo lo seguí; éste me llevó, tras un sinfín de astutas vueltas y revueltas, hasta el ex profesor Moriarty, la celebridad matemática.

»Es el Napoleón del crimen. Es la mente organizativa de la mitad de los hechos depravados de los que se tiene conocimiento y de casi todos los que pasan inadvertidos en esta gran ciudad. Es un genio, un filósofo, un pensador abstracto. Tiene un cerebro de primer orden. Permanece sentado, inmóvil, como una araña en el centro de su red; pero esta red tiene miles de hilos y el conoce muy bien el modo de vibrar de cada uno. El mismo hace poco. Sólo planea. Pero sus agentes son numerosos y están espléndidamente organizados. Que hay un crimen que cometer, pongamos por caso un documento que hacer desaparecer, una casa que desvalijar, un hombre que quitar de en medio; se le hace llegar al profesor y el asunto se organiza y se lleva a cabo. Pueden coger al agente. En ese caso se encuentra el dinero necesario para su fianza o defensa. Pero nunca se coge al poder central que se sirve de él; nunca pasa más allá de la sospecha. Esta era la organización que yo había deducido, Watson, y a la que dediqué toda mi energía con el fin de sacarla a la luz y acabar con ella.

»Pero el profesor estaba rodeado de medidas de seguridad tan bien concebidas que, hiciera lo que hiciera, parecía imposible conseguir una evidencia que pudiera declararle culpable en presencia de un tribunal. Usted conoce mis facultades, mi querido Watson, y, sin embargo, al cabo de tres meses tuve que confesarme a mí mismo que por fin había dado con un antagonista que era intelectualmente igual a mí. Mi horror por sus crímenes se perdió en medio de mi admiración por su habilidad. Pero finalmente cometió un error, sólo un pequeño, un mínimo error, que era más de lo que podía permitirse, estando yo tan cerca de él. No deseché la oportunidad y, partiendo de ese punto, he tejido mi red en torno a él, teniendo ahora todo dispuesto para cerrarla. Dentro de tres días, es decir, el próximo martes, el asunto estará maduro, y el profesor, con todos los miembros principales de su banda, estará en manos de la policía. Después vendrá el mayor juicio del siglo, la aclaración de más de cuarenta misterios y la horca para todos ellos. Pero si actuamos prematuramente, ¿comprende usted?, podrían escaparse de nuestras manos incluso en el último momento.

»Ahora bien, si pudiera haber hecho esto sin el conocimiento del profesor Moriarty, todo hubiera ido bien. Pero él era demasiado astuto para eso. Siguió todos los pasos que yo di para extender mis redes en torno suyo. Una y otra vez luchó para escaparse de ellas, pero una y otra vez le gané la partida. Le diré, amigo mío, que si se escribiera un informe detallado de esta silenciosa competición, ocuparía su lugar como el trozo escrito sobre la caza y captura más brillante de la historia detectivesca. Nunca llegué tal alto, nunca un oponente me había seguido tan de cerca. El hilaba fino, pero yo aún más. Esta mañana di el último paso y sólo necesitaba tres días para dar por concluido el asunto. Estaba sentado en mi habitación reflexionando sobre ello, cuando se abrió la puerta y vi al profesor Moriarty ante mí.

»Tengo unos nervios a toda prueba, Watson, pero tengo que confesar que tuve un sobresalto cuando vi al mismo hombre que tanto lugar había ocupado en mis pensamientos parado en el umbral de mi puerta. Su aspecto me era casi familiar. Es extremadamente delgado y alto, con la frente muy blanca y protuberante y los ojos profundamente hundidos. Va cuidadosamente afeitado, lo que resalta su palidez, dándole una apariencia casi ascética; conserva en sus rasgos algo del catedrático que fue. Tiene la espalda curvada por el mucho estudio, y lleva el rostro echado para delante, no parando éste nunca de oscilar lentamente de un lado a otro de un modo curiosamente reptilesco. Me observó con gran curiosidad desde sus fruncidos ojos.

»– Tiene usted menos desarrollo frontal del que yo hubiera esperado –dijo finalmente–. Es una costumbre muy peligrosa esa de tener el dedo en el gatillo de un arma cargada metida en el bolsillo del batín.

»El hecho es que, al entrar él en la habitación, me di cuenta al instante del gran peligro personal en que me encontraba. El único escape que él podía concebir en ese momento era el de cerrarme la boca. En un instante saqué el revólver del cajón y me lo metí en el bolsillo y en ese momento le estaba apuntado a través de la tela. Tras su observación, saqué el arma y la deposité amenazante sobre la mesa. El seguía sonriendo y pestañeando, pero había algo en su mirada que me hizo sentirme encantado de tener el arma a mano.

»– Evidentemente usted no me conoce –dijo.

»– Todo lo contrario –contesté yo–, creo que es evidente que le conozco bastante bien. Le ruego que tome asiento. Disponde de cinco minutos si tiene algo que decir.

»– Todo lo que tengo que decir ya ha pasado por su pensamiento –dijo.

»– Entonces posiblemente mi respuesta ha pasado por el suyo –contesté.

»– ¿Se mantiene firme en su propósito?

»– Absolutamente.

»Se echó la mano al bolsillo y yo cogí la pistola de encima de la mesa. Pero no sacó de éste sino una agenda en la que tenía descuidadamente anotadas algunas fechas.

»– Se cruzó usted en mi camino el 4 de enero –dijo–. El 23 me molestó; a mediados de febrero volvió usted a causarme un serio trastorno; a finales de marzo obstaculizó absolutamente mis planes y ahora, cuando ya va a finalizar abril, su continua persecución me ha puesto en una situación en la que corro serio peligro de perder mi libertad. La situación se está haciendo imposible.

»– ¿Qué sugiere usted? –dije.

»– Debe renunciar a lo que se propone, señor Holmes –dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro–. Realmente debe hacerlo, ¿sabe?

»– Después del lunes –dije yo.

»– ¡Venga ya! –dijo–. Estoy seguro de que un hombre de su inteligencia en seguida se dará cuenta de que este asunto no tiene más que una solución. Es necesario que se aparte de mi camino. Ha hecho usted que las cosas tomaran un cariz tal que ahora sólo nos queda una salida. Ha supuesto para mí un placer el verle luchar a brazo partido en este asunto y puedo decir, sin exagerar, que me causaría una gran pena el verme forzado a tomar medidas extremas. Sonríe usted, caballero, pero le aseguro que es así.

»– El peligro forma parte de mi trabajo –observé.

»– No se trata de peligro –dijo–. Es la destrucción inevitable. Está usted obstaculizando el paso no de una sola persona, sino de toda una poderosa organización, cuyo alcance, con toda su inteligencia, sería usted incapaz de conseguir. Quítese de en medio, señor Holmes, si no quiere ser aplastado.

»– Lo siento –dije yo, levantándome–, pero el placer de la conversación me ha hecho olvidar que un asunto de importancia me está esperando en otro lugar.

»Se levantó y me miró en silencio moviendo tristemente la cabeza.

»– Bueno, bueno –dijo finalmente–. Es una pena, pero yo he hecho lo que he podido. Conozco los movimientos de su juego. No puede hacer nada antes del lunes. Ha sido un duelo entre usted y yo, señor Holmes. Usted esperaba verme sentado en el banquillo de los acusados y yo le digo que nunca me verá. Esperaba vencerme y yo le digo que nunca lo hará. Si cuenta con la suficiente inteligencia como para acarrearme la destrucción, esté seguro de que yo no me quedaré atrás.

»– Me ha hecho usted varios cumplidos, señor Moriarty –dije yo–. Déjeme devolvérselos a mi vez diciéndole que, si me asegurara lo primero, estaría encantado de aceptar, en interés público, lo segundo.

»– Puedo prometerle lo uno pero no lo otro –dijo gruñeno, y luego, volviendo hacia mí su curvada espalda, salió de la habitación, husmeándolo todo sin dejar de parpadear.

»Esta fue mi singular entrevista con el profesor Moriarty. Confieso que me dejó bastante perturbado. Su grave y precisa manera de hablar de una idea de sinceridad, que un simple fanfarrón no podría producir. Por supuesto, usted se dirá: ¿Por qué no tomar precauciones policiales contra él? La razón es que yo estoy totalmente convencido de que el golpe lo darán sus agentes. Tengo todas las pruebas de que será así.

– ¿Le han atacado ya alguna vez?

– Mi querido Watson, el profesor Moriarty no es un hombre que deje crecer la hierba bajo sus pies. Salí a eso del mediodía por unos asuntos que tenía que arreglar en Oxford Street. Al pasar la esquina que va desde Bentinck Street hasta el cruce de Welbeck Street, apenas tuve tiempo de ver un furgón de dos caballos que venía zumbando hacia mí, cuando se me echó encima a la velocidad del rayo. Salté a la acera y me salvé por una fracción de segundo. El furgón giró rápidamente en Marylebone Lane y desapareció en un instante. Tras esto no volví a salirme de la acera, Watson, pero, cuando bajaba por Vere Street un ladrillo vino a caer desde el tejado de una de las casas y se hizo añicos a mis pies. Llamé a la policía e hice que examinaran el lugar. Había tejas y ladrillos acumulados en el tejado preparados para hacer una reparación y me habrían convencido de que el viento había hecho caer uno de éstos. Por supuesto yo sabía algo más, pero no tenía ninguna prueba. Tras esto tomé un simón y me fui a las habitaciones de mi hermano en Pall Mall, donde he pasado el día. Ahora he venido a verle a usted, y en el camino me atacó un matón armado de una porra. Le derribé y ahora está custodiado por la policía; pero puedo decirle con toda seguridad que nunca se establecerá conexión alguna entre el tipo contra cuyos dientes me acabo de despellejar los nudillos y el catedrático de matemáticas retirado, quien, me atrevería a decir, se encuentra a diez millas de distancia solucionando problemas en una pizarra. No se que preguntará ahora, Watson, por qué lo primero que hice al entrar en su casa fue cerrar las contraventanas y por qué me he visto obligado a pedirle permiso para salir de su casa utilizando una salida menos llamativa que la puerta principal.

A menudo había sentido admiración por el valor de mi amigo, pero nunca más que ahora, al verle examinar la serie de incidentes cuya combinación debía de haber constituido un día de horror para él.

– ¿Pasará aquí la noche? –dije.

– No, amigo mío; sería un huésped peligroso para usted. Ya he hecho mis planes y todo irá bien. Las cosas han llegado tan lejos, que pueden seguir avanzando sin mi ayuda siempre y cuando se lleve a cabo el arresto; mi presencia será, empero, necesaria a la hora de dictar sentencia. Es obvio, por tanto, que lo mejor que puedo hacer ahora es alejarme durante los pocos días que quedan, antes de que la policía esté en libertad de actuar. Sería para mí un gran placer, pues, si pudiera usted acompañarme al continente.

– Mi clientela me está dando poco trabajo estos días –dije–. Y además tengo un colega en el vecindario que me sustituiría de buen grado. Me encantaría ir.

– ¿Y salir mañana por la mañana?

– Si fuera necesario.

– ¡Oh, sí, es de lo más necesario! Entonces éstas son sus instrucciones y le ruego, mi querido Watson, que las cumpla al pie de la letra, porque desde este momento es usted mi pareja en una partida de dobles en la que usted y yo nos enfrentamos contra el más inteligente de los granujas y el sindicato del crimen más poderoso de Europa. Ahora escuche. Enviará usted por un recadero de confianza el equipaje que tengo intención de llevar, sin dirección, a la estación Victoria esta noche. Mañana por la mañana enviará a buscar un simón pidiéndole a la persona que vaya que no coja ni el primero ni el segundo que le salgan al encuentro. Se montará en ese simón y se dirigirá a la Lowther Arcade, en donde ésta da al Strand, dándole la dirección escrita al cochero y pidiéndole que no la tire. Tenga preparado el importe, y en el momento en que se detenga el carruaje precipítese en la Arcade y atraviésela, calculando el tiempo que va a llevarle, para estar en el otro lado a las nueve y cuarto. Encontrará una pequeña berlina esperándole pegada al bordillo y conducida por un tipo vestido con un pesado abrigo negro con el cuello ribeteado de rojo. Se subirá en ésta y llegará a la estación Victoria a tiempo de coger el Continental Express.

– ¿Dónde me encontraré con usted?

– En la estación. El segundo compartimiento de primera clase empezando por la cabeza del tren está reservado para nosotros.

– ¿El compartimiento es nuestro lugar de cita?

– Sí.

En vano le pedí a Holmes que se quedara a pasar la noche. Era evidente que pensaba que podría causar problemas en el techo bajo el que se hallaba, y éste era el motivo que le obligaba a partir. Con algunas precipitadas palabras respecto a nuestros planes para el día siguiente se levantó y salió conmigo al jardín, escalando el muro que da a Mortimer Street; inmediatamente después le oí llamar a un taxi y alejarse en él.

A la mañana siguiente obedecí sus órdenes al pie de la letra. Me procuré un simón, tomando todas las precauciones para evitar que fuera uno que hubieran podido situar allí a propósito para engañarme, e inmediatamente después del desayuno me dirigí a Lowther Arcade y la atravesé a toda velocidad que me permitieron las piernas. Me esperaba una berlina con un corpulento cochero envuelto en un abrigo oscuro; éste, no bien hube yo subido, hizo sonar el látigo y al instante empezamos a traquetear hacia la estación Victoria. Al llegar allí giró el carruaje y se alejó a toda prisa sin mirarme siquiera.

Hasta aquí todo había ido admirablemente. Tenía el equipaje esperándome y no tuve dificultad en encontrar el compartimiento que Holmes me había indicado; tanto menos cuanto que era el único en todo el tren con el cartel de «Reservado». Mi única fuente de ansiedad era ahora el que Holmes no acababa de aparecer. En el reloj de la estación faltaban siete minutos para la hora de salida del tren. En vano busqué entre los grupos de viajeros y acompañantes la ágil figura de mi amigo. No había signos de su presencia. Pasé cinco minutos ayudando a un venerable sacerdote italiano, quien se empeñaba en hacerle comprender a un maletero en un inglés chapurreado que su equipaje tenía que ser registrado vía París. Luego, tras echar otro vistazo alrededor, volví a mi compartimiento, en donde encontré que el maletero, a pesar del cartel de reservado, me había puesto a mi decrépito amigo italiano como compañero de viaje. De nada me valió explicarle que su presencia era una intrusión, porque mi italiano era todavía más limitado que su inglés; con que me encogí de hombros resignadamente y seguí buscando ansiosamente con la mirada a mi amigo. Me dio un escalofrío al pensar que su ausencia podría significar que algo le había sucedido durante la noche. Ya habían cerrado las puertas y el tren empezaba a silbar cuando…

– Mi querido Watson –dijo una voz–, ni siquiera ha tenido el detalle de decirme buenos días.

Me volví asombrado. El anciano sacerdote había vuelto su cara hacia mí. En un instante se le suavizaron las arrugas, la nariz se le separó de la barbilla; el labio inferior dejó de sobresalir y la boca de temblar; los apagados ojos se le iluminaron y la encogida figura se estiró. Tras esto, todo el montaje se derrumbó y Holmes reapareció con la misma rapidez con que había desaparecido.

– ¡Santo cielo! –exclamé–. ¡Qué susto me ha dado!

– Todas las precauciones siguen siendo necesarias –susurró–. Tengo razones para pensar que nos siguen de cerca. ¡Ah! ¡Mire, ahí está en persona! Moriarty.

El tren ya había empezado a moverse cuando Holmes empezó a hablar. Mirando hacia atrás vi a un hombre alto que se abría paso a empujones entre la muchedumbre, agitando la mano como si con esto indicara su deseo de que el tren se detuviera. Era demasiado tarde, sin embargo, porque íbamos ganando velocidad rápidamente y un momento después salíamos de la estación.

– Con todas las precauciones que hemos tomado, nos hemos salvado por poco –dijo Holmes riéndose. Se levantó y, quitándose la negra sotana y el sombrero que habían constituido su disfraz, los metió en una bolsa de mano.

– ¿Ha leído el periódico, Watson?

– No.

– ¿No ha leído nada, entonces, de lo que ha pasado en Baker Street?

– ¿Baker Street?

– Prendieron fuego a nuestra casa ayer por la noche. No causó grandes daños.

– ¡Santo cielo! Esto es intolerable.

– Debieron de perderme por completo la pista después de que arrestaran al matón. De no ser así, no hubieran pensado que yo había de volver a mi casa. Habían tomado la precaución de vigilarle a usted, y eso es lo que lo ha traído a Moriarty hasta la estación Victoria. ¿Cometió usted algún error al venir hacia aquí?

– Hice exactamente lo que me aconsejó.

– ¿Encontró la berlina esperándole?

– Sí, me estaba esperando.

– ¿Reconoció al cochero?

– No.

– Era mi hermano Mycroft. Es una ventaja el poder apañárselas en casos semejantes sin tener que tomar un mercenario. Pero ahora tenemos que planear lo que vamos a hacer con Moriarty.

– Puesto que esto es un expreso y los horarios del barco están en correspondencia con éste, creo que nos lo hemos quitado de encima de un modo bastante efectivo.

– Mi querido Watson, evidentemente usted no se da cuenta de lo que significan mis palabras cuando digo que ser puede considerar a este hombre en el mismo plano intelectual que yo. No se imaginará usted que, si yo fuera el perseguidor, iba a dejar que me detuviera un obstáculo tan mínimo. ¿Por qué, pues, va usted a considerarlo como un hombre mediocre?

– ¿Qué hará?

– Lo que yo haría.

– ¿Qué haría usted, pues?

– Tomar un tren particular.

– Pero ya será tarde.

– En absoluto. El tren se para en Canterbury y siempre hay por lo menos un cuarto de hora de retraso en la salida del barco. Nos cogerá allí.

– Uno pensaría que somos nosotros los criminales. Hagamos que lo arresten al llegar nosotros.

– Eso echaría a perder el trabajo de tres meses. Cogeríamos al pez gordo, pero los pequeños saldrían disparados, escapándose de la red. El lunes los tendremos a todos. No, no podemos permitirnos un arresto ahora.

– ¿Entonces, qué?

– Nos apearemos en Canterbury.

– ¿Y entonces?

– Bueno, entonces tendremos que hacer el recorrido hasta Newhaven en esos trenes de vía estrecha que se paran en todas las estaciones y desde allí cruzaremos a Dieppe. Moriarty volverá a hacer lo que yo haría. Continuará hasta París, señalará nuestro equipaje y esperará dos días en el depósito. Mientras tanto, nosotros nos compraremos un par de bolsos de viaje, iremos favoreciendo con todas nuestras compras a los fabricantes de todos los países por lo que pasemos y seguiremos nuestro apacible camino hacia Suiza, vía Luxemburgo y Basilea.

Soy un viajero lo bastante experimentado para que me preocupará la pérdida de mi equipaje, pero debo confesar que me incomodaba un poco la idea de verme forzado a andarme zafando y escondiendo de un hombre cuyo negro historial estaba plagado de crímenes. Era evidente, sin embargo, que Holmes entendía la situación más claramente que yo. Así pues, nos apeamos en Canterbury sólo para descubrir que teníamos que esperar una hora para coger un tren con dirección a Newhaven.

Estaba todavía mirando con pesar hacia el furgón de equipaje que desaparecía rápidamente de mi vista con todo mi guardarropa en su interior, cuando Holmes me tiró de la manga y me señaló la vía.

– Mire, ya viene –dijo.

A lo lejos, por entre los bosques de Kentish, surgía una fina columna de humo. Un minuto después vimos un vagón con su máquina tomando a toda velocidad abierta curva de entrada en la estación. Apenas habíamos tenido tiempo de ocultarnos tras una pila de equipajes cuando éste pasó por delante con su estrepitoso traqueteo y nos lanzó una bocanada de aire caliente a la cara.

– Ahí va –dijo Holmes, mientras mirábamos cómo el tren se alejaba balanceándose al pasar por las agujas–. La inteligencia de nuestro amigo, como ve, tiene sus límites. Hubiera dado un coup-de-maître[3] de haber deducido y obrado en consecuencia con lo que yo hubiera deducido.

– ¿Y qué es lo que hubiera hecho en el caso de que nos hubiera adelantado?

– No cabe duda de que hubiera atacado con fines asesinos. Sin embargo, es éste un juego que admite dos jugadores. Lo que nos debemos plantear ahora es si almorzamos aquí a una hora que sería la propia del desayuno o corremos el riesgo de morirnos de hambre antes de llegar a la cantina de la estación de Newhaven.

Esa noche hicimos el camino hasta Bruselas, donde pasamos dos días, llegamos el tercer día hasta Estrasburgo. En la mañana del lunes, Holmes telegrafió a la policía de Londres, y por la noche teníamos la respuesta aguardándonos en el hotel. Holmes rasgó el sobre y luego, maldiciendo, lo echó a la chimenea.

– ¡Debería haberlo supuesto! –gruño–. ¡Se ha escapado!

– ¡Moriarty!

– Han atrapado a todos los de su banda menos a él. Se les ha escapado de las manos. Evidentemente, al irme yo unos días fuera del país, no hubo nadie capaz de enfrentarse con él. Pero de verdad pensaba que les había dejado todo hecho. Creo que lo mejor que puede hacer es volver a Inglaterra, Watson.

– ¿Por qué?

– Porque yo sería para usted una compañía peligrosa si se quedara. Este hombre se ha quedado sin ocupación; está perdido si vuelve a Londres. Si le conozco bien, creo que dedicará todas sus energías a vengarse de mí. Así lo dijo en nuestra breve entrevista y creo que lo decía en serio. De verdad, le recomiendo que vuelva junto a su clientela.

No era muy acertado darle un consejo semejante a alguien que, además de ser un veterano del Ejército, era un viejo amigo suyo. Nos sentamos en la salle-à-manger[4] de la estación de Estrasburgo y discutimos la cuestión durante media hora, pero esa misma noche ya habíamos reanudado viaje y nos dirigíamos hacia Ginebra.

Estuvimos durante una encantadora semana vagabundeando por el valle del Ródano y luego, dejando éste a un lado en Leuk, nos encaminamos hacia el puerto de Gemmi, todavía cubierto de nieve y, una vez atravesado éste, hacia Meiringen, pasando por Interlaken. Fue un viaje precioso, con el delicado verde primaveral en la llanura y la virginal blancura invernal en lo alto de las montañas; pero yo me daba perfecta cuenta de que Holmes no olvidaba ni siquiera un solo instante la sombra que le perseguía. Puedo incluso decir, por su manera de escrutar con una rápida mirada las caras con que nos cruzábamos, que él parecía estar convencido de que, estuviéramos donde estuviéramos, ya fuera en los hogareños pueblecitos alpinos como en el solitario puerto de montaña, no podíamos pasear libres del peligro que nos iba siguiendo los pasos.

En una ocasión recuerdo que nos encontrábamos paseando, tras atravesar el puerto de Gemmi, a orillas del melancólico Daubensee, cuando una gran roca que se había desprendido de las crestas que se levantaban a nuestra derecha cayó, rodando estrepitosamente, al lago justo detrás de donde estábamos nosotros. En un momento Holmes se subió a la cresta y, de pie en un elevado pináculo, estiraba el cuello en todas las direcciones. De nada le sirvió a nuestro guía el asegurarle que el desprendimiento de rocas era algo bastante común en aquel lugar en primavera. No dijo nada, pero me sonrió con la cara del hombre que acaba de ver el cumplimiento de lo que estaba esperando.

Y, sin embargo, a pesar de toda esta vigilancia no se deprimió nunca. Por el contrario, no recuerdo haberle visto nunca de tan buen humor. Una y otra vez volvía al hecho de que, si pudiera estar seguro de que la sociedad estaba libre del profesor Moriarty, con sumo gusto daría por concluida su carrera.

– Creo que puedo decir sin estar muy desencaminado, Watson, que no he vivido completamente en vano –observó en una ocasión–. Si mi historial se cerrara esta noche no dejaría de ser ecuánime al examinarlo. El aire de Londres es más dulce con mi presencia. En más de mil casos nunca he utilizado mis facultades en beneficio del mal. Últimamente me está tentando el investigar los problemas que nos proporciona la Naturaleza más que aquellos más superficiales de lo que es responsable nuestro artificial estado de sociedad. Sus Memorias llegarán a su punto final, Watson, el día en el que yo corone mi carrera con la captura o extinción del criminal más peligroso y competente de Europa.

Seré breve, pero exacto, en lo poco que me queda por contar. No es un tema en el que me guste demorarme y, sin embargo, soy consciente de que es mi deber no omitir ningún detalle.

Fue el 3 de mayo cuando llegamos al pueblecito de Meringen, donde nos alojamos en la Englischer Hof, llevada entonces por el viejo Meter Steiler. Nuestro patrón era un hombre inteligente y hablaba un inglés excelente, por haber trabajado tres años como camarero en el Grosvenor Hotel[5] de Londres. Siguiendo su consejo, en la tarde del 4 salimos juntos con la intención de cruzar las colinas y de pasar la noche en el Hamlet de Rosenlaui. No obstante, nos dio instrucciones para que, bajo ningún concepto, pasáramos las cataratas de Reichenbach, que están a medio camino de la colina, sin dar una pequeña vuelta para verlas.

Es, de verdad, un lugar que impone terror. El torrente acrecentado por las nieves fundidas se sume en un tremendo abismo del que sube una fina lluvia que lo envuelve todo como si se tratara del humo de una casa ardiendo. El hecho por el que se precipita el propio río es una inmensa sima limitada por unas rocas negras y resbaladizas que se estrecha en un pozo de incalculable profundidad, de aspecto cremoso e hirviente, en el que se arremolina la corriente al pasar por entre sus mellados bordes. El continuo movimiento de la corriente verdosa cayendo desde lo alto y la espesa cortina de siseante agua pulverizada que no deja de subir desde el abismo, marean a un hombre con su torbellino y clamor constantes. Nos quedamos en el borde, observando el brillo del agua que se estrellaba contra las rocas muy por debajo de donde estábamos y escuchando el grito casi humano, parecido a un intenso gemido, que producía la nube de agua que subía desde el abismo.

Han abierto un camino que rodea media catarata con el fin de permitir una vista completa, pero éste acaba bruscamente y el viajero ha de volver por donde ha venido. Ya nos habíamos dado la vuelta para disponernos a regresar, cuando vimos a un muchacho suizo que venia corriendo por éste con una carta en la mano. Llevaba el membrete del hotel que acabábamos de abandonar y el patrón la enviaba a mi nombre. Decía que a los pocos minutos de salir nosotros había llegado una dama inglesa que se encontraba al borde de la muerte. Había pasdo el invierno en Davos Platz[6] y se encontraba de viaje ahora para reunirse con unos amigos en Lucerna, cuando le había sobrevenido una súbita hemorragia. Pensaban que sólo viviría unas horas, pero supondría un gran consuelo para ella que la viera un médico inglés y, si yo fuera tan amable de volver, etc., etc. El bueno de Steiler me aseguraba en una posdata que él mismo consideraría mi asentimiento como un gran favor, ya que la dama se había negado en redondo a que la viera un médico suizo, y él se encontraba en una situación de gran responsabilidad.

No se podía ignorar tal llamada. Era imposible negarse al requerimiento de una compatriota que se encontraba al borde de la muerte en tierra extraña. Y, sin embargo, sentía escrúpulos de dejar a Holmes. Finalmente acordamos que el muchacho suizo se quedaría con él haciéndole de guía y compañero y yo volvería a Meiringen. Mi amigo dijo que se quedaría un rato en la catarata y luego iría paseando tranquilamente por las colinas hasta Rosenlaui, donde yo me reuniría con él por la noche. Al alejarme vi a Holmes apoyado en una roca con los brazos cruzados y la mirada fija en el correr tumultuoso de las aguas. Esta sería la última visión que tendría de él en este mundo.

Cuando estaba casi al pie del camino de bajada miré hacia atrás. Era imposible ver las cataratas desde allí, pero se veía el serpenteante sendero que sube por la ladera de la colina hasta ésta. Recuerdo que vi a un hombre que iba caminando a toda prisa por el sendero. Me fijé en él por la energía con que caminaba, pero desapareció de mi mente, apresurado como iba a cumplir mi encargo.

Debió de llevarme un poco más de una hora llegar a Meiringen. El viejo Steiler estaba en el porche del hotel.

– Bien –dije corriendo hacia él–, espero que no esté peor.

Hizo un gesto de sorpresa y empezó a parpadear sin saber de qué le estaba hablando, y en ese momento me dio un vuelco el corazón.

– ¿No ha escrito usted esto? –dije, sacando la carta de mi bolsillo–. ¿No hay una mujer enferma en el hotel?

– Pues claro que no –exclamó–. Pero la carta lleva el membrete del hotel. ¡Ajá! Debe de haberla escrito el caballero inglés que llegó después de que ustedes se fueran. Dijo…

Pero yo no esperé a las explicaciones del patrón. Con un estremecimiento de miedo eché a correr calle abajo y me encaminé al sendero del que acaba de descender. Me había llevado una hora bajar. A pesar de todos mis esfuerzos pasaron otras dos antes de que me volviera a encontrar en la catara de Reichenbach. El bastón de paseo de Holmes seguía apoyado en la roca donde yo le había dejado. Pero no había indicios de su presencia y de nada me sirvió gritar. La única respuesta que obtuve era mi propia voz, que multiplicaba el eco de los riscos que me rodeaban.

Fue la visión del bastón de paseo lo que me dejó frío. No había ido, pues, a Rosenlaui. Se había quedado en aquel estrecho sendero de no más de tres pies de anchura con una pared que se levantaba a pico a un lado y una caída semejante por el otro, hasta que su enemigo lo había alcanzado. El joven suizo había desaparecido también. Lo más probable es que también él trabajara para Moriarty y los hubiera dejado solos. ¿Y qué había sucedido después? ¿Quién nos lo iba a decir?

Me quedé quieto un rato, intentado recobrar el dominio de mí mismo, porque estaba totalmente aturdido por el horror. Luego empecé a pensar en los propios métodos de Holmes y a ponerlos en práctica interpretando esta tragedia. Sólo que, ¡ay!, era demasiado sencillo. Durante nuestra conversación no habíamos ido hasta el final del sendero y el bastón señalada el lugar en el que nos habíamos quedado. La tierra negruzca está siempre blanda, debido a la incesante lluvia, y un pájaro hubiera dejado sus huellas en ella. Dos líneas de pisadas estaban claramente impresas a lo largo del camino y ambas seguían el camino hasta más allá de donde yo estaba. No había ninguna que volviera hacia mí. A unas yardas del final el suelo era un amasijo de barro totalmente surcado de pisadas, y las zarzas y los helechos del borde del abismo estaban todos arrancados y aplastados. Me tumbé boca abajo y ahora no podía ver sino el brillo de la humedad aquí y allí en la negras paredes y allá abajo en las profundidades del abismo el brillo de aguas tumultuosas. Grité, pero sólo me respondió el grito casi humano de la catarata.

Pero el destino había previsto que, después de todo, tuviera una última palabra de agradecimiento de mi amigo y compañero. Ya he dicho que su bastón de paseo estaba apoyado en la roca que sobresalía del sendero. Vi algo que brillaba encima de ésta y, levantando la mano, descubrí que el brillo procedía de la pitillera de plata que solía llevar consigo. Al cogerla cayó al suelo un cuadrado de papel sobre el que ésta había sido depositada. Lo desplegué y vi que consistía en tres páginas arrancadas de su libro de notas y que estaban dirigidas a mí. Como correspondían a su carácter, la dirección era tan precisa y la escritura tan firme y clara como si las hubiera escrito cómodamente sentado en su estudio.

«Mi querido Watson –decía–, le escribo estas líneas gracias a la cortesía del señor Moriarty, que me ha dejado elegir el momento para discutir por última vez cuestiones que se interponen entre nosotros. Me ha hecho un breve resumen de los métodos que ha seguido para esquivar a la policía inglesa y mantenerse al tanto de nuestros movimientos. Estos confirman la ya muy alta opinión que me había formado de sus habilidades. Estoy contento de saber que podré librar a la sociedad de los efectos de su presencia, aunque me temo que sea a un precio que supondrá un gran dolor para mis amigos y en especial, mi querido Watson, para usted. No obstante, ya le he explicado que mi carrera había llegado, en cualquier caso, a su momento crítico, y ninguna otra solución posible sería tan de mi agrado como ésta. De hecho, si puedo serle totalmente sincero, estaba casi seguro de que la carta procedente de Meiringen era una treta y permití que se fuera con la convicción de que sería algo así lo que sucedería a continuación. Dígale al inspector Patterson que los documentos que necesita para declarar culpable a la banda están en el casillero “M”, guardados en un sobre azul en el que está escrito “Moriarty”. Dispuse el reparto de mis propiedades antes de abandonar Inglaterra, cediéndole todo a mi hermano Mycroft. Salude en mi nombre a la señora Watson y créame, querido amigo, que nunca he dejado de serlo suyo sinceramente.

SHERLOCK HOLMES.»

Pocas palabras bastan para contar el resto. Tras el examen del lugar llevado a cabo por expertos no quedó duda de que una pelea personal entre los dos hombres determinó, como no habría podido ser de otro modo en semejante lugar y situación, en un despeñarse en el abismo abrazados el uno al otro. Todo intento de recuperación de los cuerpos era una imposibilidad, y allí, en la profundidad de aquella horrorosa caldera de aguas turbulentas, yacerán para siempre el más peligroso de los criminales y el más grande defensor de la ley de su generación. Nunca se volvió a encontrar al joven suizo y no cabe la menor duda de que era uno de los numerosos agentes que trabajaban para Moriarty. En cuanto a la banda, todavía hoy ha de estar en la memoria de las gentes cómo los hechos que Holmes había ido acumulando ponían totalmente al descubierto su organización y cómo pesaba sobre ellos la mano del hombre ahora muerto. Pocos detalles relativos a éste salieron a la luz durante el proceso, y el que ahora me haya visto obligado a hacer una exposición exacta de su carrera se debe a esos imprudentes paladines que intentan limpiar su memoria, atacando a aquél a quien siempre consideraré como el mejor y el más inteligente de los hombres que yo haya conocido[7].



[1] Estos tres casos debieron de ser «La aventura del pabellón Wisteria» (es Su último saludo), «Estrella de Plata» (en este volumen) y «La aventura de la diadema de berilo» (en Las aventuras de Sherlock Holmes).

[2] Este tipo de pistolas no tiene nada que ver con las escopetas de aire comprimido de feria. La primera arma de este tipo fue construida en 1530 por el armero alemán Günter de Nuremberg, y fue perfeccionada por otros compratriotas suyos como Lobsinger (1550) y Mavin (1600). Por aquella época ya se llegó a fabricar un modelo capaz de atravesar una puerta de más de dos centímetros de grosor, pero se prohibió en venta.

[3] «Golpe maestro». (En francés en el original.)

[4] «Comedor». (En francés en el original.)

[5] El Grosvenor Hotel se abrió en 1861, poco después de terminada la estación Victoria. Es un hermoso edificio de 90 metros de ancho por 30 de alto, que da a la calle del palacio de Buckingham.

[6] Pequeña ciudad suiza que fue a finales del siglo pasado un famoso centro de curación de la tuberculosis, enfermedad real o literariamente endémica en el siglo XIX. Es en este lugar donde está localizada la acción de la novela del escritor alemán Thomas Mann (1875-1955), La montaña mágica.

[7] Este final recuerda el de la muerte de Sócrates en el Felón de Platón: «Tal fue el final de nuestro amigo, del que podemos decir que, entre sus contemporáneos, fue el mejor, el más inteligente y honrado de los hombres que hayamos conocido.» El propio Conan Doyle tenía una buena opinión sobre este cuento y, cuando hizo su lista de «las doce mejores historias», lo colocó en cuarto lugar.

EL ENFERMO INTERNO


EL ENFERMO INTERNO


Arthur Conan Doyle

«Aunque la ley británica no haya podido protegerlo, la espada
de la justicia sigue presente para vengarle.»

Doctor Trevelyan

Al dar una ojeada a la serie un tanto incoherente de memorias con las que he tratado de ilustrar algunas de las peculiaridades mentales de mi amigo el señor Sherlock Holmes, me ha chocado la dificultad que siempre he experimentado al elegir ejemplos que respondan en todos los aspectos a mi propósito. Y es que en aquellos casos en los que Holmes ha efectuado algún tour-de-force de razonamiento analítico y ha demostrado el valor de sus peculiares métodos de investigación, los hechos en sí han sido a menudo tan endebles o tan vulgares que no he encontrado justificación para exponerlos ante el público. Por otra parte, ha ocurrido con frecuencia que ha intervenido en alguna investigación cuyos hechos han sido de un carácter de lo más notable y dramático, pero en la que su participación en determinar sus causas ha sido menos pronunciada de lo que yo, como biógrafo suyo, pudiera desear. El asuntillo que he relatado bajo el título Estudio en escarlata y aquel otro caso relacionado con la desaparición de la Gloria Scott, pueden servir como ejemplos de esas Escila y Caribdis que siempre están amenazando a su historiador. Bien puede ser que, en el caso sobre el que ahora me dispongo a escribir, el papel interpretado por mi amigo no quede suficientemente acentuado y, sin embargo, toda la secuencia de circunstancias es tan notable que no me es posible omitirla sin más en esta serie.

No puedo estar seguro de la fecha exacta, pues algunos de mis memorandos al respecto se han extraviado, pero debió de ser hacia el final del primer año durante el cual Holmes y yo compartimos habitaciones en Baker Street. Hacía un tiempo tempestuoso propio de octubre y los dos nos habíamos quedado todo el día en casa, yo porque temía enfrentarme al cortante viento otoñal con mi quebrantada salud, mientras que él estaba sumido en una de aquellas complicadas investigaciones químicas que tan profundamente le absorbían mientras se entregaba a ellas. Al atardecer, sin embargo, la rotura de un tubo de ensayo puso un final prematuro a su búsqueda y le hizo abandonar su silla con una exclamación de impaciencia y el ceño fruncido.
—Una jornada de trabajo perdida, Watson —dijo, acercándose a la ventana—. ¡Ajá! Han salido las estrellas y ha menguado el viento. ¿Qué me diria de un paseo a través de Londres?
Yo estaba cansado de nuestra pequeña sala de estar y asentí con placer, mientras me protegía del aire nocturno con una bufanda subida hasta la nariz. Durante tres horas caminamos los dos, observando el caleidoscopio siempre cambiante de la vida, con sus mareas menguante y creciente a lo largo de Fleet Street y del Strand. Holmes se había despojado de su malhumor temporal, y su conversación característica, con su aguda observación de los detalles y sutil capacidad deductiva, me mantenía divertido y subyugado. Dieron las diez antes de que llegáramos a Baker Street. Un brougham esperaba ante nuestra puerta.
—¡Hum! Un médico... y de medicina general, según veo —comentó Holmes—. No lleva largo tiempo en el oficio, pero tiene mucho trabajo. ¡Supongo que ha venido a consultarnos! ¡Es una suerte que hayamos vuelto!
Yo estaba suficientemente familiarizado con los métodos de Holmes para poder seguir su razonamiento, y ver que la índole y el estado de los diversos instrumentos médicos en el cesto de mimbre colgado junto al farolillo dentro del coche le había proporcionado los datos para su rápida deducción. La luz de nuestra ventana, arriba, denotaba que esta tardía visita nos estaba efectivamente dedicada. Con cierta curiosidad respecto a qué podía habernos enviado un colega médico a semejantes horas, seguí a Holmes hasta nuestro sanctum.

Un hombre de cara pálida y flaca, con rubias patillas, se levantó de su asiento junto al fuego apenas entramos nosotros. Su edad tal vez no rebasara los treinta y tres o treinta y cuatro años, pero su semblante ojeroso y el color poco saludable de su tez indicaban una existencia que le había minado el vigor y le había despojado de su juventud. Sus ademanes eran tímidos y nerviosos, como los de un hombre muy sensible, y la mano blanca y delgada que apoyaba en la repisa de la chimenea era la de un artista más bien que la de un cirujano. Su indumentaria era discreta y oscura: levita negra, pantalones gris marengo y un toque de color en su corbata.
—Buenas noches, doctor —le saludó Holmes afablemente—. Me tranquiliza ver que sólo lleva unos minutos esperando.
—¿Ha hablado con mi cochero, pues?
—No, me lo ha dicho la vela en la mesa lateral. Le ruego que vuelva a sentarse y me haga saber en qué puedo servirle.
—Soy el doctor Percy Trevelyan —dijo nuestro visitante—, y vivo en el número 403 de Brook Street.
—¿No es usted el autor de una monografía sobre oscuras lesiones nerviosas? —inquirí.
La satisfacción arreboló sus pálidas mejillas al oír que su obra me era conocida.
—Tan rara vez oigo hablar de ella que ya la consideraba como definitivamente desaparecida —dijo—. Mis editores me dan las noticias más desalentadoras sobre su cifra de ventas. Supongo que usted también es médico...
—Cirujano militar retirado.
—Mi afición han sido siempre las enfermedades de origen nervioso. Hubiera deseado hacer de ellas mi única especialidad, pero, como es natural, hay que aceptar lo primero que se ponga a mano. Sin embargo, esto se sale de nuestro asunto, señor Sherlock Holmes, y me consta lo muy valioso que es su tiempo. Lo cierto es que ha ocurrido recientemente una singular cadena de acontecimientos en mi domicilio de Brook Street y esta noche las cosas han llegado a un extremo que me ha impedido esperar ni una hora más para venir a pedirle consejo y ayuda.
Sherlock Holmes se sentó y encendió su pipa.
—Gustosamente procuraré darle ambas cosas —repuso—. Le ruego que me haga un relato detallado sobre las circunstancias que le han inquietado.
—Alguna de ellas es tan trivial —dijo el doctor Treveyan—, que en realidad casi me avergüenzo de mencionarla. Pero el asunto es tan inexplicable y el cariz que recientemente ha tomado es tan enrevesado, que se lo explicaré todo y usted juzgará lo que es esencial y lo que no lo es.

»Para empezar, me veo obligado a decir algo acerca de mis estudios universitarios. Los cursé en la Universidad de Londres, y estoy seguro de que no creerán que me dedico indebidas alabanzas si digo que mis profesores consideraban como muy prometedora mi carrera estudiantil. Después de graduarme, seguí dedicándome a la investigación, ocupando una plaza menor en el King’s College Hospital, y tuve la suerte de suscitar un interés considerable con mis trabajos sobre la patología de la catalepsia y ganar finalmente el premio y la medalla Bruce Pinkerton por la monografía sobre lesiones nerviosas a la que acaba de aludir su amigo. No exageraría si dijera que en aquella época existía la impresión general de que me esperaba una carrera distinguida.
»Pero mi gran obstáculo consistía en mi perentoria necesidad de un capital. Como usted comprenderá perfectamente, un especialista con miras altas tiene que comenzar en alguna de una docena de calles de los alrededores de Cavendish Square, todas las cuales exigen alquileres enormes y grandes gastos de amueblamiento. Además de este desembolso preliminar, ha de estar en condiciones para mantenerse varios años y para alquilar un carruaje y un caballo presentables. Esto se hallaba mucho más allá de mis posibilidades, y sólo podía esperar que, a fuerza de economías, en diez años pudiera ahorrar lo bastante para permitirme colgar la placa. Pero de pronto un incidente inesperado abrió ante mí una perspectiva totalmente nueva.
»Se trató de la visita de un caballero llamado Blessington, que era para mí un perfecto desconocido. Vino una mañana a mis habitaciones y al instante fue al grano.
»—¿Es usted el mismo Percy Trevelyan que ha cursado una carrera tan distinguida y últimamente ha ganado un gran premio? -preguntó.
»Yo me incliné.
» —Contésteme con franqueza —prosiguió—, pues como verá, ello redunda en su interés. Tiene usted toda la inteligencia que proporciona el éxito a un hombre. ¿Tiene también el tacto?
»No pude evitar una sonrisa ante la brusquedad de esta pregunta.
»—Confio tener el que me corresponde —repliqué.
»—¿Alguna mala costumbre? Supongo que no le dará por la bebida, ¿verdad?
» —Verdaderamente, caballero... —exclamé.
»—¿Muy bien! ¡Todo muy bien! Pero no tenía más remedio que preguntárselo. Y con todas estas cualidades, ¿cómo es que no ejerce?
»Me encogí de hombros.
»—Vamos, hombre, vamos —exclamó con voz estentórea—, la vieja historia de siempre: «Hay más en un cerebro que en su bolsillo», ¿no es así? ¿Y qué diría si yo le instalara en Brook Street?
»Me quedé mirándole estupefacto.
»—¡Sí, pero obro en mi interés, no en el de usted!
—gritó—. Le hablaré con perfecta franqueza, y si usted está de acuerdo, yo lo estaré también. Sepa que tengo unos cuantos miles de libras para invertir, y creo que voy a jugármelos con usted.
»—¿Pero por qué? —balbuceé.
»—Es como cualquier otra especulación, se lo aseguro, y más conveniente que la mayoría de ellas.
»—¿Y qué debo hacer yo, pues?
»—Se lo explicaré. Yo buscaré la casa, la amueblaré, pagaré las criadas y lo administraré todo. Lo único que debe usted hacer es desgastar el asiento de su silla en el gabinete de consulta. Le dejaré que disponga de dinero de bolsillo y de todo lo necesario. Después, usted me entregará las tres cuartas partes de lo que gane y se reservará para sí el otro cuarto.
»Y tal fue la extraña proposición, señor Holmes, con la que se me presentó ese Blessington. No le cansaré con el relato de nuestros regateos y negociaciones, pero terminaron con mi traslado a la casa el día de la Anunciación y el comienzo de mi labor prácticamente en las mismas condiciones que él había sugerido. El vino a vivir conmigo, en la categoría de un paciente interno. Tenía, según parece, el corazón débil y necesitaba una constante supervisión médica. Convirtió las dos mejores habitaciones de la primera planta en sala de estar y dormitorio para él. Era hombre de hábitos singulares, que evitaba las compañías y muy rara vez salía de casa. Su vida era irregular, pero en un aspecto era la regularidad personificada. Cada noche, a la misma hora, entraba en mi consultorio, examinaba los libros, depositaba cinco chelines y tres penique por cada guinea que yo hubiera ganado y se llevaba el resto para guardarlo en la caja fuerte de su habitación.
»Puedo afirmar confiadamente que jamás tuvo motivo para lamentar su especulación. Desde el primer día, ésta fue un éxito. Unos cuantos casos acertados y la reputación que yo me había forjado en el hospital me situaron en seguida en primera fila. En el transcurso de los últimos años he hecho de él un hombre rico.
»Y esto es todo, señor Holmes, en lo tocante a mi historia pasada y mis relaciones con el señor Blessington. Sólo me queda por explicar lo que ha ocurrido y me ha traído aquí esta noche.
»Hace unas semanas, el señor Blessington acudió a mí, presa, según me pareció, de una considerable agitación. Me habló de un robo que, según dijo, se había perpetrado en el West End. Recuerdo que se mostró exageradamente alarmado al respecto, hasta el punto de declarar que no pasaría ni un día más sin que añadiéramos unos cerrojos más sólidos a nuestras puertas y ventanas. Durante una semana se mantuvo en un peculiar estado de inquietud, acechando continuamente desde la ventana y dejando de practicar el breve paseo que usualmente constituía el preludio de su cena. Por su actitud, tuve la impresión de que era presa de un miedo mortal causado por alguien o por algo, pero, cuando le interrogué al respecto, se mostró tan efusivo que me vi obligado a abandonar ese tema. Gradualmente, con el paso del tiempo sus temores parecieron extinguirse, y ya había reanudado sus hábitos anteriores, cuando un nuevo acontecimiento lo redujo al penoso estado de postración en el que ahora se encuentra.
»Lo que ocurrió fue lo siguiente. Hace dos días recibí la carta que ahora le leeré. No lleva dirección ni fecha:

« Un noble ruso que ahora reside en Inglaterra, se alegraría de procurarse la asistencia profesional del doctor Percy Trevelyan. Hace años que es víctima de ataques de catalepsia, en los que, como es bien sabido, el doctor Trevelyan es una autoridad. Tiene la intención de visitarle mañana, a las seis y cuarto de la tarde, si el doctor Trevelyan cree conveniente encontrarse en su casa.»

»Esta carta me interesó muchísimo, pues la principal dificultad en el estudio de la catalepsia es la rareza de esta enfermedad. Comprenderá, pues, que me encontrase en mi consultorio cuando, a la hora convenida, el botones hizo pasar al paciente.
»Era un hombre de avanzada edad, delgado, de expresión grave y aspecto corriente, sin corresponder ni mucho menos al concepto que uno se forma sobre un noble ruso. Mucho más me impresionó la apariencia de su acompañante. Era un joven alto, sorprendentemente apuesto, con una cara morena y de expresión fiera, y las extremidades y pecho de un Hércules. Con la mano bajo el brazo del otro al entrar, le ayudó a sentarse en una silla con una ternura que difícilmente se hubiera esperado de él, dado su aspecto.
»—Excuse mi intromisión, doctor —me dijo en inglés con un ligero ceceo—. Es mi padre, y su salud es para mí una cuestión de la más extrema importancia.
»Me emocionó esta ansiedad filial y dije:
»—Supongo que querrá quedarse aquí durante la visita.
»—¡Por nada del mundo! —gritó con una expresión de horror—. Esto es para mí más penoso de lo que yo pueda expresar. Si llegara a ver a mi padre en uno de estos terribles ataques, estoy convencido de que no podría sobrevivir a ello. Mi sistema nervioso es excepcionalmente sensible. Con su permiso, yo me quedaré en la sala de espera mientras usted reconoce a mi padre.
»Como es natural, asentí y el joven se retiró. El paciente y yo nos entregamos entonces a una conversación sobre su caso, y yo tomé notas exhaustivas. No era hombre notable por su inteligencia y sus respuestas eran con frecuencia oscuras, cosa que atribuí a sus ilimitados conocimientos de nuestro idioma. De pronto, sin embargo, mientras yo escribía, dejó de contestar a mis preguntas y, al volverme hacia él, me causó una fuerte impresión verle sentado muy enhiesto en su silla, mirándome con una cara rígida y totalmente inexpresiva. Una vez más, era presa de su misteriosa enfermedad.
»Mi primer sentimiento, como ya he dicho, fue de compasión y horror, pero mucho me temo que el segundo fuese de satisfacción profesional. Tomé nota del pulso y la temperatura de mi paciente, palpé la rigidez de sus músculos y examiné sus reflejos. No había nada acusadamente anormal en ninguno de estos factores, lo cual coincidía con mis anteriores experiencias. En estos casos yo había obtenido buenos resultados con la inhalación de nitrito de amilo, y el actual parecía una admirable oportunidad para poner a prueba sus virtudes. La botella estaba abajo, en mi laboratorio, por lo que, dejando a mi paciente sentado en su silla, corrí a buscarla. Me retrasé un poco, buscándola, digamos cinco minutos, y regresé. ¡Imagine mi estupefacción al encontrar vacía la habitación! ¡El paciente se había marchado!
»Desde luego, lo primero que hice fue correr en seguida a la sala de espera. El hijo había desaparecido también. La puerta del vestíbulo de entrada había quedado entornada, pero no cerrada. Mi botones, que hace pasar a los pacientes, es un chico nuevo en el oficio y nada tiene de avispado. Espera abajo, y sube para acompañarlos hasta la salida cuando yo toco el timbre del consultorio. No había oído nada, y el asunto quedó envuelto en el misterio. Poco después, llegó el señor Blessington de su paseo, pero no le conté nada de lo sucedido, puesto que, para ser sincero, he adoptado la costumbre de mantener con él, dentro de lo posible un mínimo de comunicación.
»Pues bien, no pensaba yo que volviera a saber algo más del ruso y su hijo, y puede imaginar mi asombro cuando esta tarde, a la misma hora, ambos entraron en mi consultorio, tal como habían hecho antes.
»—Creo doctor que le debo mis sinceras excusas por mi brusca partida de ayer —dijo mi paciente.
»—Confieso que me sorprendió mucho —repuse.
»—Lo cierto es —explicó— que, cuando me recupero de estos ataques, mi mente siempre queda como nublada respecto a todo lo que haya ocurrido antes. Me desperté en una habitación desconocida, tal como me pareció entonces a mí, y me dirigí hacia la calle, como aturdido, mientras usted se encontraba ausente.
»—Y yo —añadió el hijo—, al ver a mi padre atravesar la puerta de la sala de espera, pensé, como es natural, que había terminado la visita. Hasta que llegamos a casa, no empecé a comprender lo que en realidad había sucedido.
»—Bien —dije yo, riéndome—, nada malo ha ocurrido, excepto que el hecho me intrigó muchísimo. Por consiguiente, caballero, si me hace el favor de pasar a la sala de espera, yo continuaré gustosamente la visita que ayer tuvo un final tan repentino.
»Durante una media hora, comenté con el anciano sus síntomas y después, tras haberle extendido una receta, le vi marcharse apoyado en el brazo de su hijo.
»Ya le he dicho que el señor Blessington elegía generalmente esta hora del día para salir a hacer su ejercicio. Llegó poco después y subió al piso. Momentos más tarde le oí bajar precipitadamente y entró atropelladamente en mi consultorio, como el hombre al que ha enloquecido el pánico.
»—¿Quién ha entrado en mi habitación? —gritó.
»—Nadie —contesté.
»—¡Mentira! —chilló—. ¡Suba y lo verá!
»Pasé por alto la grosería de su lenguaje, ya que parecía casi desquiciado a causa del miedo. Cuando subí con él, me señaló unas huellas de pisadas en la alfombra de color claro.
»—¿Se atreverá a decir que son mías? —gritó.
»Desde luego, eran mucho más grandes que las que él hubiese podido dejar y eran evidentemente muy recientes. Como saben, esta tarde ha llovido de firme y los únicos visitantes han sido ellos dos. Debió de ocurrir, pues, que el hombre de la sala de espera, por alguna razón desconocida y mientras yo estaba ocupado con el otro, hubiera subido a la habitación de mi paciente interno. Allí nada se tocó ni nada había desaparecido, pero la evidencia de aquellas huellas demostraba que la intrusión era un hecho del que no se podía dudar.

»El señor Blessington parecía más excitado por el suceso de cuanto yo hubiese creído posible, aunque, desde luego, la situación era apta para turbar la tranquilidad de cualquiera. Llegó incluso a sentarse en una butaca, llorando, y apenas pude conseguir que hablara con coherencia. Fue sugerencia suya que yo viniese a verle a usted y, claro, en seguida vi que era una idea acertada, ya que no cabe duda de que el incidente es de lo más singular, aunque se tenga la impresión de que él exagera enormemente su importancia. Si quieren ustedes volver conmigo en mi brougham, al menos podrán calmarlo, aunque me cuesta imaginar que pueda dar una explicación a este notable suceso.

Sherlock Holmes escuchó esta larga narración con una atención que a mí me indicaba que le había despertado un vivo interés. Su cara era tan impasible como siempre, pero sus párpados habían descendido con mayor pesadez sobre sus ojos, y el humo se había ensortijado con más espesor al salir de su pipa, como para dar énfasis a cada episodio curioso en el relato del doctor. Al llegar nuestro visitante a la conclusión del mismo, Holmes se levantó de un salto sin pronunciar palabra, me entregó mi sombrero, cogió el suyo de la mesa y seguimos al doctor Trevelyan hasta la puerta. Al cabo de un cuarto de hora, nos apeábamos ante la puerta de la residencia del médico en Brook Street, una de aquellas casas sombrías y de fachada lisa que uno asocia con la práctica médica en el West End. Nos abrió un botones muy jovencito y en seguida empezamos a subir por la amplia y bien alfombrada escalera.
Sin embargo, una singular interrupción nos obligó a inmovilizamos. La luz en la parte alta se apagó de repente y de la oscuridad brotó una voz aguda y temblorosa.
—¡Tengo una pistola —chilló—, y les juro que dispararé si se acercan más!
—¡Esto ya es insultante, señor Blessington! —gritó a su vez el doctor Trevelyan.
—Ah, es usted, doctor —dijo la voz con un gran suspiro de alivio—. Pero estos otros señores... ¿son lo que pretenden ser?
Fuimos conscientes de un largo examen a través de la oscuridad.
—Sí, sí, está bien —aprobó por último la voz—. Pueden subir. Siento que mis precauciones les hayan molestado.
Mientras hablaba, volvió a encender la luz de gas en la escalera y nos encontramos ante un hombre de singular catadura, cuya apariencia, al igual que su voz, atestiguaba unos nervios maltrechos. Estaba muy gordo, pero al parecer en otro tiempo lo había estado mucho más, ya que la piel colgaba flácidamente en su rostro, formando bolsas, como las mejillas de un perro sabueso. Tenía un color enfermizo y sus cabellos, escasos y pajizos, parecían erizados por la intensidad de su emoción. Sostenía en su mano una pistola, pero al avanzar nosotros se la guardó en el bolsillo.
—Buenas noches, señor Holmes —dijo—. Le agradezco muchísimo que haya venido. Nadie ha necesitado nunca más que yo sus consejos. Supongo que el doctor Trevelyan le ha contado esa intolerable intrusión en mis habitaciones.
—Así es —contestó Holmes—. ¿Quiénes son estos dos hombres, señor Blessington, y por qué desean molestarlo?
—Bueno —contestó el paciente residente no sin cierto nerviosismo—, es dificil, claro, decirlo. No esperará que conteste a esto, señor Holmes.
—¿Quiere decir que no lo sabe?
—Venga, hágame el favor. Tenga la bondad de entrar aquí.
Indicó el camino hasta su dormitorio, que era amplio y estaba confortablemente amueblado.
—¿Ve esto? —dijo, señalando una gran caja negra junto al extremo de su cama—. Nunca he sido un hombre muy rico, señor Holmes, y sólo he hecho una inversión en toda mi vida, como les puede decir el doctor Trevelyan. Pero yo no creo en los bancos; nunca confiaría en un banquero, señor Holmes. Entre nosotros, lo poco que tengo se encuentra en esta caja, de modo que comprenderá lo que significa para mí que gente desconocida se abra paso hasta mis habitaciones.
Holmes miró inquisitivamente a Blessington y meneó la cabeza.
—No me es posible aconsejarle si, como observo, trata usted de engañarme —dijo.
—¡Pero si se lo he contado todo!
Holmes giró sobre sus talones con una expresión de disgusto.
—Buenas noches, doctor Trevelyan —dijo.
-¿Y no me da ningún consejo? -gritó Blessington con voz quebrada.
—El consejo que le doy, señor, es que diga la verdad.
Un minuto después nos encontrábamos en la calle y echábamos a andar hacia casa. Habíamos cruzado Oxford Street y recorrido la mitad de Harley Street, y aún no había oído ni una sola palabra de mi compañero.
—Lamento haberle hecho salir a causa de una gestión tan inútil, Watson — dijo por fin—. No obstante, en el fondo no deja de ser un caso interesante.
—Poco es lo que entiendo en él —confesé.
—Resulta evidente que hay dos hombres, acaso más, pero dos por lo menos, que por alguna razón están decididos a echarle mano a ese Blessington. No me cabe la menor duda de que, tanto en la primera como en la segunda ocasión, aquel joven penetró en el dormitorio de Blessington, mientras su compinche, valiéndose de un truco ingenioso, impedía toda interferencia por parte del doctor.
—¿Y la catalepsia?
—Una imitación fraudulenta, Watson, aunque no me atrevería a insinuarle tal cosa a nuestro especialista. Es una dolencia muy fácil de imitar. Yo mismo lo he hecho.
—¿Y qué más?
—Por pura casualidad, Blessington estuvo ausente en cada ocasión. La razón de ellos para elegir una hora tan inusual para una consulta médica era, obviamente, la de asegurarse de que no hubiera otros pacientes en la sala de espera. Ocurrió, sin embargo, que esta hora coincidía con el paseo acostumbrado de Blessington, lo cual parece indicar que no estaban muy familiarizados con la rutina cotidiana de éste. Desde luego, si meramente hubieran ido en pos de algún tipo de botín, habrían hecho al menos alguna tentativa para buscarlo. Además, sé leer en los ojos de un hombre cuando es su piel lo que corre peligro. Es inconcebible que ese individuo se haya hecho dos enemigos tan vengativos como éstos parecen ser, sin él saberlo. Tengo la certeza, por tanto, de que sabe quiénes son estos hombres, y de que por motivos que él conoce suprime este dato. Cabe la posibilidad de que mañana se muestre de un talante más comunicativo.
—¿No existe otra alternativa grotescamente improbable, sin duda, pero con todo concebible? —sugerí—. ¿No podría toda la historia del ruso cataléptico y su hijo ser una invención del doctor Trevelyan, que con finalidades propias haya visitado las habitaciones de Blessington?
A la luz del gas, pude ver que Holmes exhibía una sonrisa divertida ante este brillante planteamiento mío.
-Mi querido amigo —dijo—, fue una de las primeras soluciones que se me ocurrieron, pero pronto pude corroborar el relato del doctor. Aquel joven dejó en la alfombra de la escalera huellas que hicieron superfluo pedir que me enseñaran las que había marcado en la habitación. Si le digo que sus zapatos eran de punta cuadrada en vez de puntiagudos como los de Blessington, y que su longitud era superior en más de una pulgada a los del doctor, reconocerá que no puede haber ninguna duda en cuanto a su identidad. Pero ahora podemos dormir sobre este asunto, pues me sorprendería que por la mañana no oyéramos algo más referente a Brook Street.

La profecía de Sherlock Holmes no tardó en cumplirse. Lo cierto es que se cumplió de un modo harto dramático. A las siete y media de la mañana siguiente, con las primeras luces del día, le vi de pie y en bata junto a mi cama.
—Un brougham nos está esperando, Watson —me dijo.
—¿Qué ocurre, pues?
—El caso de Brook Street.
—¿Alguna noticia fresca?
—Trágica pero ambigua —me contestó, subiendo la persiana—. Fíjese en esto: una hoja de una libreta de notas, con «Por el amor de Dios, venga en seguida. P.T.», garrapateado en ella con un lápiz. Nuestro amigo el doctor estaba en apuros cuando lo escribió. Dése prisa, amigo mío, pues se trata de una llamada urgente.
En poco más de un cuarto de hora nos encontramos de nuevo en casa del médico. Este salió corriendo a recibirnos con el horror pintado en su cara.
-¡Vaya calamidad! —gritó, llevándose las manos a las sienes.
-¿Qué ha sucedido?
—Blessington se ha suicidado.
Holmes dejó escapar un silbido.
—Sí, se ha ahorcado durante la noche.
Habíamos entrado y el médico nos había precedido hasta lo que era, evidentemente, la sala de espera.

—¡Apenas sé lo que hago! —exclamó—. La policía ya está arriba. Es algo que me ha causado una impresión tremenda.
—¿Cuándo lo descubrió?
—Cada mañana se hace subir una taza de té a primera hora. Cuando entró la camarera, a eso de las siete, el desdichado estaba colgado en el centro de la habitación. Había atado la cuerda al gancho en el que estuvo suspendida una lámpara de gran peso, y había saltado precisamente desde lo alto de la caja fuerte que nos enseñó ayer.
Holmes permaneció unos momentos en profunda cavilación.
-Con su permiso -dijo por fin—, me gustaría subir y echar un vistazo a lo sucedido.
Subimos los dos seguidos por el doctor.
Fue una visión espantosa la que presenciamos al cruzar la puerta del dormitorio. Ya he hablado de la impresión de flaccidez que causaba aquel hombre llamado Blessington, pero, colgado del gancho, esta impresión se intensificaba y exageraba hasta que su apariencia apenas era humana. El cuello estaba retorcido como el de un pollo desplumado, y esto hacía que el resto del difunto pareciera más obeso y antinatural por contraste. Sólo llevaba su camisón largo y por debajo de éste aparecían sus hinchados tobillos y deformes pies. Junto a él, un inspector de policía de porte marcial tomaba notas en una libreta.
—¡Ah, señor Holmes! —exclamó cordialmente al entrar mi amigo—. Me alegra mucho verle.
—Buenos días, señor Lanner —contestó Holmes—. Estoy seguro de que no me considerará como un intruso. ¿Ha oído hablar de los hechos que han desembocado en este final?
—Sí, algo he oído de ellos.
—¿Se ha formado alguna opinión?
—Por lo que puedo saber, el miedo privó a este hombre de su sano juicio. Como ve, ha dormido en esta cama; hay en ella su impresión, y bien profunda. Como usted sabe, hacia las cinco de la mañana es cuando se producen más suicidios. Y ésta debió de ser, más o menos, la hora en que se ahorcó. Al parecer, fue cosa muy bien estudiada.
—Yo diría que lleva muerto como unas tres horas, a juzgar por la rigidez de los músculos —dije yo.
—¿Ha observado algo peculiar en la habitación, señor Lanner? —preguntó Holmes.
—He encontrado un destornillador y unos cuantos tornillos en el lavabo. Asimismo, parece ser que durante la noche fumó lo suyo. Aquí hay cuatro colillas de cigarro que encontré en la chimenea.
—¡Hum! —hizo Holmes-. ¿Ha visto su boquilla para cigarros?
—No, no he visto ninguna.
—¿Su cigarrera, pues?
—Sí, estaba en el bolsillo de su chaqueta.
Holmes la abrió y olisqueó el único cigarro que contenía.
—Esto es un habano, y estas colillas corresponden a unos cigarros del tipo peculiar que importan los holandeses de sus colonias en las Indias Orientales. Suelen ir envueltos en paja y, dada su longitud, son más delgados que los de cualquier otra marca.
Cogió las cuatro colillas y las examinó con su lupa de bolsillo.
—Dos de ellos fueron fumados con boquilla y los otros dos sin ella —prosiguió—. Dos fueron cortados por una navaja no muy afilada y las puntas de los otros dos fueron mordidas por una dentadura en excelente condición. Esto no es un suicidio, señor Lanner, es un asesinato muy bien planeado y realizado a sangre fría.
—¡Imposible! —exclamó el inspector.
—¿Por qué?
—¿Por qué alguien había de asesinar a un hombre por un procedimiento tan torpe como el de colgarlo?
—Esto es lo que tenemos que averiguar.
—¿Cómo pudieron entrar?
—Por la puerta principal.
—Estaba atrancada.
—Pues fue atrancada después de salir ellos.
—¿Cómo lo sabe?
—Vi sus trazas. Excúseme un momento y podré ofrecerle más información al respecto.
Holmes se acercó a la puerta, hizo funcionar la cerradura y la examinó a su manera metódica. Después sacó la llave, que estaba puesta por el interior y la inspeccionó también. La cama, la alfombra, las sillas, la repisa de la chimenea, la cuerda y el difunto fueron examinados por turno, hasta que se declaró satisfecho y, con mi ayuda y la del inspector, bajó aquellos pobres restos y los depositó reverentemente bajo una sábana.
—¿Qué se sabe de esta cuerda? —preguntó.
—Ha sido cortada de aquí —contestó el doctor Trevelyan, sacando un gran rollo que había debajo de la cama—. Tenía un temor morboso al fuego y siempre guardaba esto junto a sí para poder escapar por la ventana en caso de que ardiese la escalera.
—Esto les debe haber allanado el camino —comentó Holmes pensativo—. Sí, los hechos en sí son muy simples, y me sorprendería que por la tarde no pudiera ofrecerle también los motivos de los mismos. Me llevaré esta fotografía de Blessington que veo sobre la repisa de la chimenea, ya que puede ayudarme en mis investigaciones.
—¡Pero no nos ha dicho usted nada! —exclamó el doctor.
—Bien, no puede haber duda en cuanto a la secuencia de los acontecimientos —repuso Holmes—. Interv-nieron tres sujetos: el hombre joven, el viejo y un tercero sobre cuya identidad carezco de pistas. Es innecesario observar que los dos primeros son los mismos que se presentaron disfrazados como el conde ruso y su hijo, por lo que tenemos una descripción muy completa de ellos. Les franqueó la entrada un cómplice situado dentro de la casa. Si me permite ofrecerle un breve consejo, inspector, yo arrestaría al botones, que, según tengo entendido, bien poco tiempo lleva a su servicio, doctor.
—Es que ese joven tunante no aparece —contestó el doctor Trevelyan—. La camarera y la cocinera lo han estado buscando hace unos momentos.
Holmes se encogió de hombros.
—Ha representado en este drama un papel que ha tenido su importancia — dijo—. Después de subir los tres hombres por la escaléra, cosa que hicieron de puntillas, con el de más edad en primer lugar, el más joven en segundo y el hombre desconocido detrás...
—¡Mi querido Holmes! —no pude por menos que exclamar.
—Es que no puede haber discusión en cuanto a la superposición de huellas. Tuve la ventaja de saber la noche pasada a quién pertenecía cada una de ellas. Subieron así los tres a la habitación del señor Blessington, cuya puerta encontraron cerrada. Sin embargo, con la ayuda de un alambre forzaron la llave y le dieron vuelta. Incluso sin lupa, percibirán ustedes los arañazos en la guarda donde fue aplicada la presión.
»Al entrar en la habitación, su primera acción debió de consistir en amordazar al señor Blessington. Puede que éste durmiera, o puede que quedara tan paralizado por el terror que fuese incapaz de gritar. Estas paredes son gruesas y es concebible que su chillido, si es que tuvo tiempo para proferir uno, no lo oyera nadie.
»Una vez inmovilizado, me resulta evidente que tuvo lugar alguna clase de consulta. Probablemente, se trató de algo similar a un procedimiento judicial. Debió de haber durado bastante tiempo, ya que fue entonces cuando se fumaron estos cigarros. El hombre de más edad estaba sentado en este sillón de mimbre, y era él quien utilizaba la boquilla. El hombre más joven se sentaba algo más allá, pues dejaba caer su ceniza en esta cómoda. El tercer individuo paseaba de un lado a otro. Creo que Blessington estaba sentado en la cama, aunque erguido, pero de esto no puedo estar absolutamente seguro.
»Pues bien, la sesión terminó ahorcando a Blessington. La operación estaba tan prevista que tengo la impresión de que habían traído consigo una especie de garrucha o polea que pudiera servir como horca. Es concebible que aquel destornillador y aquellos tornillos estuvieran destinados a montarla. Sin embargo, al ver el gancho, como es natural se ahorraron este trabajo. Una vez concluida su tarea, se marcharon, y la puerta fue atrancada detrás de ellos por su compinche.

Habíamos escuchado todos, con el más profundo interés, este bosquejo de los hechos nocturnos que Holmes había deducido de unos signos tan sutiles e imperceptibles que, incluso cuando ya nos los había indicado, apenas nos era posible seguirle en sus razonamientos. El inspector se ausentó presuroso para indagar sobre el botones, mientras Holmes y yo regresábamos a Baker Street para desayunar.
—Volveré a las tres —me dijo una vez terminada nuestra colación—. Tanto el inspector como el doctor se reunirán aquí conmigo a esta hora, y espero que, para entonces, habré disipado cualquier punto oscuro que el caso pueda todavía presentar.
Nuestros visitantes llegaron a la hora concertada, pero dieron las cuatro menos cuarto antes de que mi amigo hiciera su aparición. Sin embargo, por su expresión al entrar, pude ver que todo le había salido redondo.
—¿Alguna noticia, inspector?
—Hemos dado con el muchacho, señor.
—Excelente. Y yo he dado con los hombres.
—¡Ha dado usted con ellos! —gritamos los tres a la vez.
—Al menos he conseguido su identidad. El llamado Blessington es, tal como yo esperaba, bien conocido en la jefatura de policía, y lo mismo cabe decir de sus asaltantes. Sus nombres son Biddle, Hayward y Moffat.
—¡La banda del banco Worthingdon! —exclamó el inspector.
—Exactamente —confirmó Holmes.
—¡Entonces Blessington tenía que ser Sutton!
—Esto es.
—Pues bien, con esto, todo queda tan claro como un cristal —dijo el inspector.
Pero Trevelyan y yo nos miramos desconcertados.
—Recordarán, sin duda, el asunto del gran robo en el banco Worthingdon - dijo Holmes—, en el que tomaron parte cinco hombres, estos cuatro y un quinto llamado Cartwright. Tobin, el vigilante, fue asesinado, y los ladrones huyeron con siete mil libras. Esto ocurrió en 1875. Los cinco fueron detenidos, pero las pruebas contra ellos no tenían nada de concluyentes. Ese Blessington, o Sutton, que era el peor de la pandilla, se convirtió en delator y, debido a su declaración, Cartwright fue ahorcado y los otros tres fueron sentenciados a quince años cada uno. Cuando salieron en libertad el otro día, unos años antes de cumplir toda la condena, se confabularon, como han podido ver, para buscar al traidor y vengar la muerte de su compañero. Por dos veces trataron de llegar hasta él y fallaron, pero a la tercera, como saben, se salieron con la suya. ¿Hay algo más que pueda explicar, doctor Trevelyan?
—Creo que lo ha expuesto todo con notable claridad—dijo el doctor—. Sin duda, el día que se mostró tan excitado fue aquél en que leyó en los periódicos que habían soltado a aquellos hombres.
—Precisamente. Sus temores acerca de un robo no eran más que una pantalla.
—Pero ¿por qué no podía contarle a usted todo esto?
—Pues bien, mi estimado señor, puesto que conocía el carácter vengativo de sus antiguos asociados, trataba de ocultar su identidad ante todos, tanto tiempo como le fuera posible. Su secreto era vergonzoso y no podía decidirse a divulgarlo. No obstante, por miserable que fuese, seguía viviendo bajo el amparo de la ley británica, y no me cabe duda, inspector, de que aunque este escudo no haya podido protegerlo, la espada de la justicia sigue presente para vengarle.
Tales fueron las singulares circunstancias relacionadas con el paciente interno y el médico de Brook Street. A partir de aquella noche, nada ha sabido la policía de los tres asesinos, y en Scotland Yard hay la sospecha de que figuraban entre los pasajeros del malhadado vapor Norah Crema, que desapareció hace unos años con toda su tripulación en la costa portuguesa, a varias millas al norte de Oporto. La acción judicial contra el botones tuvo que interrumpirse por falta de pruebas, y el «Misterio de Brook Street», como fue llamado, nunca ha sido tratado a fondo en ningún texto accesible al público.

FIN

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