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jueves, 23 de julio de 2009

LA CASA DEL IDOLO DE ASTARTE

La Casa Del Idolo De Astarte
Agatha Christie
INTRODUCCION

Astarté (en fenicio Ashtart) es la asimilación fenicia de una diosa mesopotámica que los sumerios conocían como Inanna, los acadios como Ishtar y los israelitas Astaroth y la reina del cielo.
Representaba el culto a la madre naturaleza, a la vida y a la fertilidad, así como la exaltación del amor y los placeres carnales. Con el tiempo se tornó en diosa de la guerra y recibía cultos sanguinarios de sus devotos. Se la solía representar desnuda o apenas cubierta con velos, de pie sobre un león.
Contenido
Nombre
Astarte es cognada en nombre, origen y funciones con la diosa Ishtar de los textos de la Mesopotamia. Otra translitera es ’Ashtart.
En griego Astarte Αστάρτη, Astártē)
En la mitología griega Astarte se corresponde en parte con la diosa Afrodita y en parte con Deméter.
En hebreo (y en fenicio) se llamaba עשתרת (transliterado Ashtóreth).
Astoret es el nombre peyorativo hebreo correspondiente a la diosa cananea. En la Biblia hebrea a menudo se la presenta como el complemento femenino del dios Baal (Jue 2.13; 10.6; 1 S 7.3, 4; 12.10) y se la conoce también con el nombre de Asera o Ashera (Jue 6.25; 1 R 18.19). Como su culto se basaba en la prostitución (tanto masculina como femenina), se cree que el nombre Astoret es una forma hebrea del nombre semítico Astarte modificado por los judíos con las vocales de la palabra bōshet (‘abominación’).
Su nombre suele encontrarse en el Antiguo Testamento en la forma plural Ashtaroth.
En ugarítico ‘ṯtrt (también ‘Aṯtart o ‘Athtart, transliterado Atirat).
En acadio
DAs-tar-tú (también Astártu).
En etrusco Uni-Astre (según las tablillas de Pyrgi).
Astar: diosa de Abisinia (actual Etiopía).
Athar: diosa de la fecundidad y la lluvia en Arabia del sur.
Ishtar: diosa de Mesopotamia
Inanna: diosa sumeria del amor, la naturaleza y la fertilidad.
Todas ellas estaban identificadas invariablemente con el planeta Venus
De acuerdo con el libro The Early History of God, Astarte sería la encarnación correspondiente a la Edad de Hierro (después del 1200 a. C.) de la diosa Ashera, de la Edad de Bronce (antes del 1200 a. C.).

Etimologías
Los nombres Astarte e Ishtar están relacionados con el planeta Venus. Son cognados de:
el nombre hebreo Estēr (Esther).
el latín stella (estrella)
el español «estrella», el nombre Estela
el germano sterno
el inglés star (estrella)
el nombre vascuence Itziar[cita requerida] ,aunque hay quien cree sería Lizarra.

Culto
El culto a Astarte, muy común entre los vecinos de Israel, pronto llegó a popularizarse también, según parece, entre los israelitas (Jue 2.13; 3.7; 1 S 7.3, 4; 1 R 11.5). Se luchó continuamente contra esta forma de idolatría. Salomón perdió su reino por haber transigido con este culto (1 Reyes 11.33). En la reforma de Josías todo lo relacionado con Astoret se arrancó y se quemó como primer paso hacia la purificación del (2 Reyes 23.4–7).

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Estos relatos son contados por los miembros del Club de los Martes que se reúnen cada
semana. En la cual cada uno de los miembros y por turno expone un problema o algún
misterio que cada uno conozca personalmente y del que, desde luego sepa la solución.
Para así el resto del grupo poder dar con la solución del problema o misterio.
El grupo esta formado por seis personas:
Miss Marple, Mujer ya mayor pero especialista en resolver cualquier tipo de misterio.
Raymond West: Sobrino de Miss Marple y escritor.
Sir Henry Clithering:Hombre de mundo y comisionado de Scotland Yard.
Doctor Pender: Anciano clérigo de parroquia
Mr. Petherick:Notable abogado
Joyce Lempriére:Joven artista
Y ahora doctor Pender, ¿qué va usted a contarnos?
El anciano clérigo sonrió amablemente.
—Mi vida ha transcurrido en lugares tranquilos—dijo—. He sido testigo de muy pocos
acontecimientos memorables. No obstante, en cierta ocasión, cuando era joven, tuve una
extraña y trágica experiencia.
—¡Ah! —exclamó Joyce Lempriére en tono alentador.
—Nunca la he olvidado —continuó el clérigo—. Entonces me causó una profunda
impresión, e incluso ahora, con un ligero esfuerzo de mi memoria, puedo sentir de nuevo
todo el horror y la angustia de aquel terrible momento en que vi caer muerto a un hombre al
parecer sin causa aparente.
—Ha conseguido ponerme la piel de gallina, Pender—se lamentó sir Henry.
—A mí sí que se me puso la piel de gallina, como usted dice —replicó el otro—. Desde
entonces nunca he vuelto a reírme de las personas que emplean la palabra «atmósfera».
Existe. Hay ciertos lugares saturados de buenos o malos influjos que hacen sentir sus
efectos.
—Esa casa, The Larches, es uno de esos lugares infortunados —señaló miss Marpie—. El
viejo Mr. Smither perdió todo su dinero y tuvo que abandonarla. Luego la alquilaron los
Carlslake y Johnny se cayó por la escalera y se rompió una pierna, y Mrs. Carlslake se vio
obligada a marcharse al sur de Francia para reponerse. Ahora la tienen los Burden y he oído
decir que el pobre Mr Burden tendrá que ser operado de urgencia.
—Hay mucha superstición en lo que toca a todos estos temas —dijo Mr. Petherick—. Y por
culpa de muchos de los estúpidos rumores que corren se ocasionan innumerables daños a
estas fincas.
—Yo he conocido un par de fantasmas que tenían una robusta personalidad —comentó sir
Henry con una risita.
—Creo —dijo Raymond— que deberíamos dejar que el doctor Pender continuara su
historia.
Joyce se puso en pie para apagar las dos lámparas, dejando la habitación iluminada
solamente por el resplandor de las llamas.
—Atmósfera —explicó—. Ahora podemos continuar.
El doctor Pender le dirigió una sonrisa y, tras acomodarse en su butaca y quitarse las gafas,
comenzó su relato con voz suave y evocadora.
—Ignoro si alguno de ustedes conocerá Dartmoor. El lugar de que les hablo se halla situado
cerca de los límites de Dartmoor Era una preciosa finca, aunque estuvo varios años en venta
sin encontrar comprador Tal vez resulta algo apartada en invierno, pero la vista es
magnífica y la casa misma posee características ciertamente curiosas y originales. Fue
adquirida por un hombre llamado Haydon, sir Richard Haydon. Yo lo había conocido en la
universidad y, aunque le perdí de vista durante algunos años, seguíamos manteniendo lazos
de amistad y acepté con agrado su invitación de ir al Bosque Silencioso, como se llamaba
su nueva propiedad.
»La reunión no era muy numerosa. Estaba el propio Richard Haydon, su primo Elliot
Haydon y una tal lady Mannering con su hija, una joven pálida e inconspicua, llamada
Violeta. El capitán Rogers con su esposa, buenos jinetes, personas curtidas que sólo vivían
para los caballos y la caza. En la casa estaba también el joven doctor Symonds y miss
Diana Ashley. Yo había oído algo sobre esta última. Su fotografía aparecía a menudo en las
revistas de sociedad y era una de las bellezas destacadas de la temporada. Desde luego era
realmente atractiva. Morena, alta, con un hermoso cutís de tono crema pálido y unos ojos
oscuros y rasgados que le daban una pícara expresión oriental. Poseía además una
maravillosa voz, profunda y musical.
»Vi en seguida que mi amigo Richard Haydon estaba muy interesado por la muchacha y
deduje que aquella reunión había sido organizada únicamente por ella. De los sentimientos
de ella no estaba tan seguro. Era caprichosa al conceder sus favores. Un día hablaba con
Richard como si los demás no existiéramos y, al otro, el favorito era su primo Elliot y no
parecía notar la existencia de Richard, para acabar dedicándole sus más seductoras sonrisas
al tranquilo y retraído doctor Symonds.
»La mañana que siguió a mi llegada, nuestro anfitrión nos mostró el lugar. La casa en sí no
era nada extraordinaria, y estaba sólidamente construida con granito de Devonshire para
resistir las inclemencias del tiempo. No era romántica, pero si muy confortable. Desde sus
ventanas se divisaba el panorama del páramo y las vastas colinas coronadas por peñascos
moldeados por el viento.
»En las laderas de los peñascos más cercanos a nosotros había varios círculos de menhires,
reliquias de los remotos días de la Edad de Piedra. En otra colina se veía un túmulo
recientemente excavado y en el que habían sido encontrados diversos objetos de bronce.
Haydon sentía un gran interés por las antigüedades y nos hablaba con gran entusiasmo de
aquel lugar que, según nos explicó, era particularmente rico en reliquias del pasado.
»Se habían encontrado restos de refugios neolíticos, de druidas celtas, de romanos, e
incluso indicios de los primeros fenicios.
»—Pero este lugar es el más interesante de todos —nos dijo—. Ya conocéis su nombre, el
Bosque Silencioso. Bien, no es difícil comprender por qué se llama así.
»Señaló con el brazo. En aquella zona, el paisaje se mostraba especialmente desolado;
rocas, brezos, helechos, pero a unos cien metros de la casa había una magnífica y espesa
arboleda.
»—Es una reliquia de tiempos muy remotos —dijo Haydon—. Los árboles han ido
muriendo, pero han sido replantados y en conjunto se ha conservado tal como estaba tal vez
en tiempos de los fenicios. Vengan a verlo.
»Todos le seguimos. Al entrar en el bosquecillo me sentí invadido por una curiosa
opresión. Creo que fue el silencio, ningún pájaro parecía anidar en aquellos árboles. Se
podía palpar la desolación y el horror en el aire. Vi que Haydon me contemplaba con una
extraña sonrisa.
»—¿No le causa alguna sensación este lugar, Pender? —me preguntó—. ¿De hostilidad?
¿O de intranquilidad?
»—No me gusta —repliqué tranquilamente.
»—Está en su derecho. Este lugar fue la plaza fuerte de uno de los antiguos enemigos de la
fe. Este es el Bosque de Astarté.
»—¿Astarte?
»—Astarté, Isthar, Ashtoreth o como quiera llamarla. Yo prefiero el nombre fenicio de
Astarté. Creo que se conoce otro Bosque de Astarté en este país, al norte de la muralla de
Adriano. No tengo pruebas, pero me gusta pensar que el de aquí es el auténtico. Ahí, en el
centro de ese espeso círculo de árboles, se llevaban a cabo los ritos sagrados.
»—Ritos sagrados —murrnuró Diana Ashley con mirada soñadora—. Me gustaría saber
cómo eran.
»—Nada recomendables— dijo el capitán Rogers con una risa estruendosa pero
inexpresiva—. Imagino que algo fuertes.
»Haydon no le prestó atención.
»—En el centro del bosque debía de haber un templo —dijo—. No es que haya conseguido
encontrar alguno, pero me he dejado llevar un poco por mi imaginación.
»Para entonces ya habíamos penetrado en un pequeño claro en el centro de la arboleda,
donde se elevaba una especie de glorieta de piedra. Diana Ashley miró inquisitivamente a
Haydon.
»—Yo la llamo la Casa del Idolo —dijo éste—. Es la Casa del Idolo de Astarté.
»Y avanzó hacia ella. En su interior, sobre un tosco pilar de ébano, reposaba una curiosa
imagen que representaba a una mujer con cuernos en forma de media luna y que estaba
sentada sobre un león.
»—Astarté de los fenicios —dijo Haydon—. La diosa de la Luna.
»—¡La diosa de la Luna! —exclamó Diana—. Oh, organicemos una fiesta pagana para esta
noche. Disfrazados. Vendremos aquí a medianoche para celebrar los ritos de Astarté.
»Yo hice un gesto brusco y Elliot Haydon, el primo de Richard Haydon, se volvió
rápidamente hacia mí.
»—A usted no le gusta todo esto, ¿verdad, Pender? —me dijo.
»—Sí —repliqué en tono grave—, no me gusta. —Me miró con extrañeza.
»—Pero si es una broma. Dick no puede saber si esto era realmente un bosque sagrado.
Sólo es pura imaginación. Le gusta jugar con la idea. Y de todos modos, si de verdad lo
fuera...
»—¿Y si lo fuera...?
»—Bueno —dijo con una sonrisa un tanto incómoda—. Usted no puede creer en esas cosas,
¿no? Es un párroco.
»—Precisamente, no estoy seguro de como párroco no deha creer en ello.
»—Aun así, todo es ya parte del pasado.
»—No estaría tan seguro —dije pensativo—. Yo sólo sé una cosa. Por lo general no soy
hombre que se deje impresionar fácilmente por un ambiente, pero desde que he penetrado
en este círculo de árboles, tengo una extraña sensación de maldad y amenaza a mi alrededor
» Miró intranquilo por encima de su hombro.
»—Sí —dijo--, es curioso en cierto modo. Sé lo que quiere decir, pero supongo que es sólo
nuestra imaginación lo que nos produce esa sensación. ¿Qué dice a esto, Symonds?
»El doctor guardó silencio unos momentos antes de replicar con calma:
»—No me gusta esto y no sé decirles por qué. Pero sea por lo que sea no me gusta.
»En aquel momento se acercó a mi Violeta Mannering.
»—Aborrezco este lugar —exclamó—, lo aborrezco. Salgamos de aquí.
»Echamos a andar y los demás nos siguieron. Sólo Diana Ashley se resistía a marcharse.
Volví la cabeza y la vi ante la casa del ídolo contemplando fijamente la imagen.
»El día era magnífico y excepcionalmente caluroso, y la idea de Diana Ashley de celebrar
una fiesta de disfraces aquella noche fue recibida con entusiasmo general. Hubo las
acostumbradas risas, los cuchicheos, el frenesí de los preparativos y, cuando hicimos
nuestra aparición a la hora de la cena, no faltaron exclamaciones de alegría. Rogers y su
esposa iban disfrazados de hombres del neolítico, lo cual explicaba la repentina
desaparición de ciertas alfombras. Richard Haydon se presentó como un marino fenicio y
su primo como un capitán de bandidos. El doctor Symonds se vistió de cocinero, lady
Mannering de enfermera y su hija de esclava circasiana. Yo mismo me había arreglado para
parecerme en lo posible a un monje. Diana Ashley bajó la última y nos quedamos algo
decepcionados al verla aparecer envuelta en un dominó negro.
»—Lo Desconocido —declaró con aire alegre—, eso es lo que soy. Y ahora, por lo que más
quieras, vamos a cenar.
»Después de cenar salimos afuera. Hacía una noche deliciosa y cálida, y empezaba a salir la
luna.
»Paseamos de un lado a otro, charlando, y el tiempo pasó muy de prisa. Debió de ser
aproximadamente una hora más tarde cuando nos dimos cuenta de que Diana Ashley no
estaba con nosotros.
»—Seguro que no se ha ido a la cama —dijo Richard Haydon.
»Violeta Mannering negó con la cabeza. No —dijo—. La vi marcharse en esa dirección
hará cosa de un cuarto de hora.
»Y al hablar señaló el bosquecillo de árboles que se alzaban negros y sombríos a la luz de
la luna.
»—Quisiera saber qué se propone —dijo Richard Haydon-~. Alguna diablura, seguro.
Vayamos a ver.
»Avanzamos en pelotón intrigados por saber qué tramaba miss Ashley. No obstante, yo
sentía de nuevo cierto recelo ante la idea de penetrar en el oscuro cinturón de árboles. Algo
más Fuerte que yo parecía retenerme y me urgía a que no entrara allí. Sentí más claramente
que nunca el maleficio de aquel lugar. Creo que algunos de los demás experimentaron la
misma sensación que yo, aunque no lo hubieran adinitido por nada del mundo. Los árboles
estaban tan juntos que no dejaban penetrar la luz de la luna y, a nuestro alrededor, se oían
multitud de ruidos, susurros y suspiros. Era un lugar que imponía y, de común acuerdo,
todos nos mantuvimos juntos.
»De pronto llegamos al claro del centro de la arboleda y nos quedamos como clavados en el
suelo, pues en el umbral de la Casa del Idolo se alzaba una figura resplandeciente, envuelta
en una vestidura de gasa muy sutil y con dos cuernos en forma de media luna surgiendo de
entre la oscura cabellera.
»—¡Cielo santo! —exclamó Richard Haydon mientras su frente se perlaba de sudor.
»Pero Violeta Mannering fue más aguda.
»—¡Vaya, si es Diana! —observó—. ¿Y qué ha hecho? Oh, no sé qué es, pero está muy
distinta.
»La figura del umbral elevó sus manos y, dando un paso hacia delante, en voz alta y dulce,
recitó:
»—Soy la sacerdotisa de Astarté. Guardaos de acercaros a mí porque llevo la muerte en mi
mano.
»—No hagas eso, querida —protestó lady Mannering—. Nos estás poniendo nerviosos de
verdad.
»Haydon avanzó hacia ella.
»—¡Dios mío, Diana! —exclamó—. Estás maravilla.
»Mis ojos se habían acostumbrado ya a la luz de la luna y podía ver con más claridad.
Desde luego, como había dicho Violeta, Diana estaba muy distinta. Su rostro tenía una
expresión mucho más oriental, sus ojos rasgados un brillo cruel y sus labios la sonrisa más
extraña que viera jamás en mi vida.
»—¡Cuidado! —exclamó—. No os acerquéis a la diosa. Si alguien pone la mano sobre mí,
morirá.
»—Estás maravillosa, Diana —dijo Haydon--, pero ahora ya basta. No sé por qué, pero esto
no me gusta en absoluto.
»Iba avanzando sobre la hierba y ella extendió una mano hacia él.
»—Detente —gritó—. Un paso más y te aniquilaré con la magia de Astarté.
»Richard Haydon se echó a reír apresurando el paso y entonces ocurrió algo muy curioso.
Vaciló un momento, tuvimos la sensación de que tropezaba y cayó al suelo cuan largo era.
»No se levantó, sino que permaneció tendido en el lugar donde cayó.
»De pronto, Diana comenzó a reírse histéricamente. Fue un sonido extraño y horrible que
rompió el silencio del claro.
»Elliot se adelantó y lanzó una exclamación de disgusto.
»—No puedo soportarlo —exclamó--. Levántate, Dick, levántate, hombre.
»Pero Richard Haydon seguía inmóvil en el lugar en que había caído. Elliot Haydon llegó
hasta él y, arrodillándose a su lado, le dio la vuelta. Se inclinó sobre él y escudriñó su
rostro.
»Luego se puso bruscamente en pie, medio tambaleándose.
»—Doctor —dijo—, doctor venga, por amor de Dios. Yo... yo creo que está muerto.
»Symonds corrió hacia el caído y Elliot se vino hacia nosotros caminando muy despacio.
Se miraba las manos de un modo que no supe comprender.
»En aquel momento Diana lanzó un grito salvaje.
»—Lo he matado —gritó--. ¡oh, Dios mío! No quise hacerlo, pero lo he matado.
»Y cayó desvanecida sobre la hierba.
»Mrs. Rogers lanzó un grito.
»—Salgamos de este horrible lugar —gimió—. Aquí puede ocurrirnos cualquier cosa. ¡Oh
es espanto!.
»Elliot me cogió por un hombro.
»—No es posible, hombre —murmuró—. Le digo que no es posible. Un hombre no puede
ser asesinado así. Va... va contra la naturaleza.
»Traté de calmarlo.
»—Debe de haber alguna explicación —respondí—. Su primo puede haber tenido un fallo
cardíaco repentino a causa de la sorpresa y la excitación...
»Me interrumpió.
»—Usted no lo comprende —dijo extendiendo sus manos y pude contemplar en ellas una
mancha roja.
»—Dick no ha muerto del corazón, sino apuñalado... apuñalado en medio del corazón y no
hay arma alguna.
»Lo miré con incredulidad. En aquel momento Symonds acababa de examinar el cadáver y
se aproximó a nosotros, pálido y temblando de pies a cabeza.
»—Es que estamos todos locos? —se preguntó—. ¿Qué tiene este lugar para que sucedan
en él cosas semejantes?
»—Entonces es cierto.
» Asintió.
»—La herida es igual a la que hubiera producido una daga larga y fina, pero aquí no hay
ninguna daga.
»Nos miramos unos a otros.
»Pero tiene que estar aquí -.exclamó Elliot Haydon—. Debe haberse caído. Tiene que estar
por el suelo. Busquémosla.
»Todos buscamos en vano. Violeta Mannering exclamó de pronto:
»—Diana llevaba algo en la mano. Una especie de daga. Yo la vi claramente. Vi cómo
brillaba cuando le amenazó.
»Elliot Haydon meneó la cabeza.
»—El no llegó siquiera a tres metros de ella.
»Larry Mannering se había inclinado sobre la muchacha tendida en el suelo.
»—Ahora no tiene nada en la mano —anunció—, y no veo nada por el suelo. ¿Estás segura
de que la viste, Violeta? Yo no la recuerdo.
»El doctor Symonds se acercó a la joven.
»—Debemos llevarla a la casa —sugirió—. Rogers, ¿quiere ayudarme?
»Entre los dos llevamos a la muchacha de nuevo a la casa y luego regresamos en busca del
cadáver de sir Richard.
El doctor Pender se interrumpió mirando a su alrededor —Ahora sabemos más cosas —
dijo-- gracias a la afición por las novelas policíacas. Hasta un chiquillo de la calle sabe que
un cadáver debe dejarse donde se encuentra. Pero entonccs no teníamos estos
conocimientos y por tanto llevamos el cuerpo de Richard Haydon a su dormitorio de la casa
cuadrada de granito y enviamos al mayordomo para que fuese a buscar a la policía en su
bicicleta: un paseo de unas doce millas.
»Fue entonces cuando Elliot Haydon me llevó aparte.
»—Escuehe —me dijo—. Voy a volver al bosque. Hay que encontrar el arma.
»Si es que la hubo —dije en tono dubitativo.
»Cogiéndome por un brazo, me sacudió con fuerza.
»—Se le han metido todas esas ideas supersticiosas en la cabeza. Usted cree que esta
muerte ha sido sobrenatural. Pues yo voy a volver al bosquecillo para averiguarlo.
»Me mostré extrañamente contrario a que hiciera esto. Hice lo posible por disuadirlo, pero
sin resultado. Sólo imaginar aquel círculo de árboles se me ponía la piel de gallina y sentí el
fuerte presentimiento de otro desastre, pero Elliot estaba decidido. Creo que también estaba
asustado, aunque no quería admitirlo. Se marchó dispuesto a dar con la solución del
misterio.
»Fue una noche horrible, nadie pudo conciliar el sueño, ni intentarlo siquiera. La policía,
cuando llegó, se mostró del todo incrédula ante lo ocurrido. Manifestaron el deseo de
interrogar a miss Ashley, pero tuvieron que desistir puesto que el doctor Symonds se opuso
con vehemencia. Miss Ashley había vuelto en sí después de su desmayo o trance y le había
dado un sedante para dormir, por lo que no debía ser molestada hasta el día siguiente.
»Hasta las siete de la mañana, nadie pensó en ElIiot Haydon, cuando Symonds preguntó de
pronto dónde estaba. Yo expliqué lo que Elliot había hecho y el rostro de Symonds se tomó
todavía más pálido y preocupado.
»—Ojalá no hubiera ido. Es una temeridad —dijo.
»—¿No pensará que haya podido ocurrirle algo?
»—Espero que no. Creo, padre, que será mejor que usted y yo vayamos a ver.
»Sabía que no le faltaba razón, pero necesité todo mi valor y fuerza de voluntad para
hacerlo. Salimos juntos y penetramos una vez más en la arboleda maldita. Le llamamos un
par de veces y no respondió. Al cabo de uno instantes llegamos al claro, que se nos
apareció pálido y fantasmal a la temprana luz de la mañana. Symonds se agarró a mi brazo
y yo ahogué una exclamación. La noche anterior, cuando lo vimos bañado por la luz de la
luna, había el cuerpo de un hombre tendido de bruces sobre la hierba. Ahora, a la luz del
amanecer, nuestros ojos contemplaron el mismo cuadro. Elliot Haydon estaba tendido
exactamente en el mismo lugar donde cayera su primo.
»—¡Dios mío! —dijo Symonds—. ¡A él también le ha ocurrido!
»Echamos a correr por el cesped. Elliot Haydon estaha inconsciente, pero respiraba
débilmente y esta vez no cabía la menor duda de la causa de la tragedia. Una larga daga de
bronce permanecía clavada en la herida.
»—Le ha atravesado el hombro y no el corazón. Es una suerte —dijo el médico—. Palabra
que no sé qué pensar De todas formas, no está muerto y podrá contarnos lo ocurrido.
»Pero eso fue precisamente lo que Elliot Haydon no pudo hacer. Su descripción fue
extremadamente vaga. Había buscado el arma en vano y, al fin, dando por terminada la
búsqueda, se aproximó a la Casa del Idolo. Fue entonces cuando tuvo la sensación de que
alguien le observaba desde el cinturón de árboles. Luchó por librarse de aquella impresión
sin poder conseguirlo. Describió cómo empezó a soplar un viento extraño y helado que
parecía venir no de los árboles, sino del interior de la Casa del idolo. Se volvió para
escudriñar su interior y, al ver la pequeña imagen de la diosa, creyó sufrir una ilusión
óptica. La figura fue creciendo y creciendo, y luego de pronto creyó percibir como un golpe
en las sienes que le hizo tambalearse y, mientras caía, sintió un dolor ardiente y agudo en el
hombro izquierdo.
»Esta vez, la daga fue identificada como la misma que había sido encontrada en el túmuto
de la colina y que fue comprada por Richard Haydon. Nadie sabía dónde la guardaba, si en
la Casa del Idolo o en la suya.
»La policía opinaba que había sido apuñalado por rniss Ashley, pero dado que todos
declaramos que no había estado en ningún momento a menos de tres metros de distancia de
él, no podían tener esperanzas de sostener la acusación contra ella. Por consiguiente, todo
fue y continúa siendo un misterio. »
Se hizo un profundo silencio.
—Parece que no haya nada que decir —habló al fin Joyce Lempriére—. Es todo tan
horrible y misterioso. ¿Ha encontrado usted alguna explicación, doctor Pender?
El anciano asintió.
—Sí —sontestó—. Tengo una explicación, una cierta explicación, eso es todo. Una
bastante curiosa, pero en mi mente quedan aún ciertos aspectos sin aclarar.
—He asistido a sesiones de espiritismo —dijo Joyce— y pueden ustedes decir lo que
gusten, pero en ellas ocurren cosas muy extrañas. Supongo que pueden explicarse por algún
tipo de hipnotismo. La muchacha se convirtió realmente en una sacerdotisa de Astarté y
supongo que, de una manera u otra, debió apuñalarlo. Tal vez le arrojara la daga que miss
Mannering vió en su mano.
—O pudo ser una jabalina —sugirió Rayrnond West—. Al fin y al cabo, la luz de la luna no
es muy fuerte. Podía llevar una especie de lanza en la mano y cIavársela a distancia. Y
luego entra en juego el hipnotismo colectivo. Quiero decir que todos ustedes estaban
preparados para verle caer víctima de un poder sobrenatural y eso vieron.
—He visto realizar cosas maravillosas con lanzas y cuchillos en los escenarios —afirmó sir
Henry—. Creo que es posible que un hombre estuviera oculto en el cinturón de árboles y
desde allí arrojara un cuchillo o una daga con suficiente puntería, suponiendo, desde luego,
que fuese un profesional. Admito que es una idea un tanto descabellada, pero me parece la
única teoría realmente aceptable. Recuerden que el otro hombre tuvo la impresión de que
alguien le observaba desde los árboles. Y en cuanto a que miss Mannering dijera que miss
Ashley tenía una daga en la mano que ninguno de los otros vio, eso no me sorprende. Si
tuvieran mi experiencia sabrían que la impresión de cinco personas acerca de la misma cosa
difiere tan ampliamente que resulta casi increíble.
Mr. Petherick carraspeo
—Pero en todas esas teorías parece que hemos pasado por alto un factor esencial —
declaró—. ¿Qué fue del arma? Difícilmente hubiera podido librarse miss Ashley de una
jabalina, estando como estaba de pie en medio de un espacio abierto. Y si un asesino oculto
hubiera arrojado una daga, ésta debería seguir aún en la herida cuando dieron la vuelta al
cadáver. Creo que debemos descartar todas esas teorías absurdas y ceñirnos a los hechos
concretos.
—¿Y adónde nos conducen?
—Bien, una cosa parece clara. Nadie estaba cerca del hombre cuando cayó al suelo, de
modo que tuvo que ser él mismo quien se apuñalase. En resumen, un suicidio.
—¿Pero por qué diablos iba a querer suicidarse? -preguntó Raymond West con tono de
incredulidad. El abogado carraspeó de nuevo.
—Oh, eso nos llevaría a formular una vez más una question teórica —dijo—. Y de
momento no me interesan las teorías. A mí me parece, excluyendo lo sobrenatural, en lo
que no creo ni por un momento, que ésa es la única manera en que pudieron ocurrir las
cosas: se mató él y, al caer, alargó los brazos extrayendo la daga de la herida y arrojándola
lejos entre los árboles. Esta es, aunque un tanto improbable, una explicación posible.
—Yo no lo aseguraría —replicó miss Marple—. Todo esto me ha dejado muy perpleja,
pero ocurren cosasmuy curiosas. El año pasado, en una fiesta al aire libre en casa de lady
Sharpy, el hombre que estaba arreglando el reloj del golf tropezó con uno de los hoyos y
perdió completamente el conocimiento por espacio de cinco minutos.
—Sí, querida tía —dijo Raymond en tono amable—, pero a él no le apuñalaron, ¿no es
cierto?
—Claro que no, querido —contestó miss Marpie—. Eso es lo que voy a explicar. Claro que
existe sólo un medio de que pudieran apuñalar al pobre sir Richard, pero primero quisiera
saber qué es lo que le hizo caer Desde luego pudo ser la raíz de un árbol. Debía ir mirando
a la joven y con la escasa luz de la luna es fácil tropezar con esas cosas.
—¿Dice usted que sólo existe un medio en que sir Richard pudo ser apuñalado, miss
Marple? —pregun-tó el clérigo mirándola con curiosidad.
—Es muy triste y no me gusta pensarlo. El era diestro, ¿verdad? Quiero decir que, para
clavarse él mismo la daga en el hombro izquierdo, tuvo que utilizar la mano derecha.
Siempre me dio mucha pena el pobre Jack Baynes. Cuando estuvo en la guerra, se disparó
en un pie después de una batalla, en Arras, ¿recuerdan? Me lo contó cuando fui a verlo al
hospital. Estaba muy avergonzado. No creo que este pobre hombre, Elliot Haydon, se
beneficie gran cosa con su malvado crimen.
—Elliot Haydon -exclamó Raymond—. ¿Crees que fue él?
—No veo que pudiera hacerlo otra persona —dijo miss Marple abriendo los ojos con
sorpresa—. Quiero decir que, como dice sabiamente Mr. Petherick, hay que considerar los
hechos y descartar toda esa atmósfera de deidades paganas, que no me resulta agradable.
Fue el primero que se aproximó a Richard y le dio la vuelta. Y para hacerlo, tuvo que
volverse de espaldas a todos. Yendo vestido de capitán de bandidos seguro que llevaba
algún arma en el cinturón. Recuerdo que una vez bailé con un hombre disfrazado así
cuando era jovencita. Llevaba cinco clases de cuchillos y dagas, y no hará falta que les diga
lo molesto que resultaba para la pareja.
Todas las miradas se volvieron hacia el doctor Pender
—Yo supe la verdad —exclamó— cinco años después de ocurrida la tragedia. Me llegó en
forma de carta escrita por Elliot Haydon. En ella me decía que siempre imaginó que yo
sospechaba de él. Dijo que fue víctima de una tentación repentina. El también amaba a
Diana Ashley, pero era sólo un pobre ahogado que luchaha por abrirse camino. Quitando a
Richard de en medio y heredando su título y hacienda, veía abrirse ante él un futuro
maravilloso. Sacó la daga de su cinturón al arrodillarse junto a su primo, se la clavó y la
devolvió a su sitio, y luego se hirió él mismo para alejar sospechas. Me escribió la noche
antes de partir con una expedición al Polo Sur, por si no regresaba. No creo que tuviera
intención de regresar y sé que, como ha dicho miss Marpie, su crimen no le proporcionó
ningún beneficio. «Por espacio de cinco años —me escribió— he vivido en un infierno.
Espero que por lo menos pueda expiar mi crimen muriendo con honor»
Hubo una pausa.
—Y murió con honor —dijo sir Henry—. Ha cambiado usted los nombres de los personajes
de su historia, doctor Pender, pero creo reconocer al hombre al que usted se refiere.
—Como les dije —terminó el clérigo—, no creo que esta confesión explique todos los
hechos. Sigo pensando todavía que en aquel bosque había algo maligno, una influencia que
impulsó a Elliot Haydon a cometer su crimen. Incluso ahora no puedo recordar sin
estremecerme la Casa del Idolo de Astarté.

LA AVENTURA DE LA LIGA DE LOS PELIRROJOS


LA AVENTURA DE LA LIGA DE
LOS PELIRROJOS
ARTHUR CONAN DOYLE

Había ido yo a visitar a mi amigo el señor Sherlock Holmes, cierto día de otoño del año
pasado, y me lo encontré muy enzarzado en conversación con un caballero anciano muy
voluminoso, de cara rubicunda y cabellera de un subido color rojo. Iba ya a retirarme,
disculpándome por mi entremetimiento, pero Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón,
y cerró la puerta a mis espaldas.
–Mi querido Watson, no podía usted venir en mejor momento –me dijo con expresión cordial.
–Creí que estaba usted ocupado.
–Lo estoy, y muchísimo.
–Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado.
–De ninguna manera. Señor Wilson, este caballero ha sido compañero y colaborador mío en
muchos de los casos que mayor éxito tuvieron, y no me cabe la menor duda de que también
en el de usted me será de la mayor utilidad.
El voluminoso caballero hizo mención de ponerse en pie y me saludó con una inclinación de
cabeza, que acompañó de una rápida mirada interrogadora de sus ojillos medio hundidos en
círculos de grasa.
–Tome asiento en el canapé –dijo Holmes, dejándose caer otra vez en su sillón, y juntando las
yemas de los dedos, como era costumbre suya cuando se hallaba de humor reflexivo–. De
sobra sé, mi querido Watson, que usted participa de mi afición a todo lo que es raro y se sale
de los convencionalismos y de la monótona rutina de la vida cotidiana. Usted ha demostrado
el deleite que eso le produce como el entusiasmo que le ha impulsado a escribir la crónica de
tantas de mis aventurillas, procurando embellecerlas hasta cierto punto, si usted me permite la
frase.
–Desde luego, los casos suyos despertaron en mi el más vivo interés –le contesté.
–Recordará usted que hace unos días, antes que nos lanzásemos a abordar el sencillo
problema que nos presentaba la señorita Mary Sutherland, le hice la observación de que los
efectos raros y las combinaciones extraordinarias debíamos buscarlas en la vida misma, que
resultaba siempre de una osadía infinitamente mayor que cualquier esfuerzo de la
imaginación.
–Sí, y yo me permití ponerlo en duda.
–En efecto, doctor, pero tendrá usted que venir a coincidir con mi punto de vista, porque, en
caso contrario, iré amontonando y amontonando hechos sobre usted hasta que su razón se
quiebre bajo su peso y reconozca usted que estoy en lo cierto. Pues bien: el señor Jabez
Wilson aquí presente, ha tenido la amabilidad de venir a visitarme esta mañana, dando
comienzo a un relato que promete ser uno de los más extraordinarios que he escuchado
desde hace algún tiempo.
Me habrá usted oído decir que las cosas más raras y singulares no se presentan con mucha
frecuencia unidas a los crímenes grandes, sino a los pequeños, y también, de vez en cuando,
en ocasiones en las que puede existir duda de si, en efecto, se ha cometido algún hecho
delictivo. Por lo que he podido escuchar hasta ahora, me es imposible afirmar si en el caso
actual estamos o no ante un crimen, pero el desarrollo de los hechos es, desde luego, uno de
los más sorprendentes de que he tenido jamás ocasión de enterarme. Quizá, señor Wilson,
tenga usted la extremada bondad de empezar de nuevo el relato. No se lo pido únicamente
porque mi amigo el doctor Watson, no ha escuchado la parte inicial, sino también porque la
índole especial de la historia despierta en mí el vivo deseo de oír de labios de usted todos los
detalles posibles. Por regla general, me suele bastar una ligera indicación acerca del
desarrollo de los hechos para guiarme por los millares de casos similares que se me vienen a
la memoria. Me veo obligado a confesar que, en el caso actual, y según yo creo firmemente,
los hechos son únicos.
El voluminoso cliente enarcó el pecho, como si aquello le enorgulleciera un poco, y sacó del
bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado. Mientras él repasaba la columna de
anuncios, adelantando la cabeza, después de alisar el periódico sobre sus rodillas, yo le
estudié a él detenidamente, esforzándome, a la manera de mi compañero, por descubrir las
indicaciones que sus ropas y su apariencia exterior pudieran proporcionarme.
No saqué, sin embargo, mucho de aquel examen.
A juzgar por todas las señales, nuestro visitante era un comerciante inglés de tipo corriente,
obeso, solemne, y de lenta comprensión. Vestía unos pantalones abolsados de tela de pastor
a cuadros grises, una levita negra y no demasiado limpia, desabrochada delante, chaleco gris
amarillento con albertina de pesado metal, de la que colgaba para adorno un trozo, también
de metal, cuadrado y agujereado. A su lado, sobre una silla, había un raído sombrero de copa
y un gabán marrón descolorido con el arrugado cuello de terciopelo. En resumidas cuentas, y
por mucho que yo le mirase, nada de notable distinguí en aquel hombre, fuera de su pelo rojo
vivísimo, y la expresión de disgusto y pesar extremados que se leía en sus facciones.
La mirada despierta de Sherlock Holmes me sorprendió en mi tarea, y mi amigo movió la
cabeza, sonriéndome, en respuesta a las miradas mías interrogadoras:
–Fuera de los hechos evidentes de que en tiempos estuvo dedicado a trabajos manuales, de
que toma rapé, de que es francmasón, de que estuvo en China y de que en estos últimos
tiempos ha estado muy atareado en escribir, no puedo sacar nada más en limpio.
El señor Jabez Wilson se irguió en su asiento, puesto el dedo índice sobre el periódico, pero
con los ojos en mi compañero.
–Pero, por vida mía, ¿cómo ha podido usted saber todo eso, señor Holmes? ¿Cómo averiguó,
por ejemplo, que yo he realizado trabajos manuales? Todo lo que ha dicho es tan verdad
como el evangelio, y empecé mi carrera como carpintero de un barco.
–Por sus manos, señor. La derecha es un número mayor de medida que su mano izquierda.
Usted trabajó con ella y los músculos de la misma están más desarrollados.
–Bien, pero ¿y lo del rapé y la francmasonería?
–No quiero hacer una ofensa a su inteligencia explicándole de qué manera he descubierto
eso, especialmente porque, contrariando bastante las reglas de vuestra orden, usa usted un
alfiler de corbata que representa un arco y un compás.
–¡Ah! Se me había pasado eso por alto. Pero ¿y lo de la escritura?
–¿Y qué otra cosa puede significar el que el puño derecho de su manga esté tan lustroso en
una anchura de cinco púas, mientras que el izquierdo muestra una superficie lisa cerca del
codo, indicando el punto en que lo apoya sobre el pupitre?
–Bien, ¿y lo de China?
–El pez que lleva usted tatuado más arriba de la muñeca sólo ha podido ser dibujado en
China. Yo llevo realizado un pequeño estudio acerca de los tatuajes, y he contribuido incluso a
la literatura que trata de ese tema. El detalle de colorear las escamas del pez con un leve
color sonrosado es completamente característico de China. Si, además de eso, veo colgar de
la cadena de su reloj una moneda china, el problema se simplifica aún más.
El señor Jabez Wilson se rió con risa torpona, y dijo:
–¡No lo hubiera creído! Al principio me pareció que lo que había hecho usted era una cosa por
demás inteligente, pero ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún
mérito.
–Comienzo a creer, Watson –dijo Holmes–, que son un error de parte mía el dar
explicaciones. Omne i gnotum pro magrnfi co, como no ignora usted, y si yo sigo siendo tan
ingenuo, mi pobre celebridad, mucha o poca, va a naufragar. ¿Puede enseñarme usted ese
anuncio, señor Wilson?
–Sí, ya lo encontré –contestó él, con su dedo grueso y colorado fijo hacia la mitad de la
columna–. Aquí está. De aquí empezó todo. Léalo usted mismo, señor.
Le quité el periódico y leí lo que sigue:
«A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.– Con cargo al legado del difunto Ezekiah Hopkins,
Penn. , EE.UU., se ha producido otra vacante que da derecho a un miembro de la Liga a
un salario de cuatro libras semanales a cambio de servicios de carácter puramente
nominal. Todos los pelirrojos sanos de cuerpo y de inteligencia, y de edad superior a
los veintiún años, pueden optar al puesto. Presentarse personalmente el lunes, a las
once, a Duncan Ross, en las oficinas de la Liga, Pope’s Court núm. 7, Fleet Street.»
–¿Qué diablos puede significar esto? –exclamé después de leer dos veces el extraordinario
anuncio.
Holmes se rió por lo bajo, y se retorció en su sillón, como solía hacer cuando estaba de buen
humor.
–¿Verdad que esto se sale un poco del camino trillado? –dijo–. Y ahora, señor Wilson,
arranque desde la línea de salida, y no deje nada por contar acerca de usted, de su familia y
del efecto que el anuncio ejerció en la situación de usted. Pero antes, doctor, apunte el
periódico y la fecha.
–Es el Morning Chronicle del veintisiete de abril de mil ochocientos noventa. Exactamente, de
hace dos meses.
–Muy bien. Veamos, señor. Wilson.
–Pues bien: señor Holmes, como le contaba a usted –dijo Jabez Wilson, secándose el sudor
de la frente –yo poseo una pequeña casa de préstamos en Coburg Square, cerca de la City.
El negocio no tiene mucha importancia, y durante los últimos años no me ha producido sino
para ir tirando. En otros tiempos podía permitirme tener dos empleados, pero en la actualidad
sólo conservo uno; y aun a éste me resultaría difícil poder pagarle, de no ser porque se
conforma con la mitad de la paga, con el propósito de aprender el oficio.
–¿Cómo se llama este joven de tan buen conformar? –preguntó Sherlock Holmes.
–Se llama Vicente Spaulding, pero no es precisamente un mozalbete. Resultaría difícil
calcular los años que tiene. Yo me conformaría con que un empleado mío fuese lo inteligente
que es él; sé perfectamente que él podría ganar casi doble de lo que yo puedo pagarle, y
mejorar de situación. Pero, después de todo, si él está satisfecho, ¿porqué voy a revolverle yo
el magín? naturalmente, ¿por qué va usted a hacerlo? Es para usted una verdadera fortuna el
poder disponer de un empleado que quiere trabajar por un salario inferior al del mercado. En
una época como la que atravesamos, no son muchos los patronos que están en la situación
de usted. Me está pareciendo que su empleado es tan extraordinario como su anuncio.
–Bien, pero también tiene sus defectos ese hombre –dijo el señor Wii-son–. Por ejemplo, el de
largarse por ahí con el aparato fotográfico en las horas en que debenía estar cultivando su
inteligencia, para luego venir y meterse en la bodega, lo mismo que un conejo en la
madriguera, a revelar sus fotografías. Ese es el mayor de sus defectos; pero, en conjunto, es
muy trabajador. Y carece de vicios.
–Supongo que seguirá trabajando con usted.
–Sí, señor. Yo soy viudo, nunca tuve hijos y, en la actualidad, componen mi casa él y una
chica de catorce años, que sabe cocinar algunos platos sencillos y hacer la limpieza. Los tres
llevamos una vida tranquila, señor; y gracias a eso, estamos bajo techado, pagamos nuestras
deudas, y no pasamos de ahí. Fue el anuncio lo que primero nos sacó de quicio. Spaulding se
presentó en la oficina, hoy hace exactamente ocho semanas, con este mismo periódico en la
mano, y me dijo: «iOjalá Dios que yo fuese pelirrojo, señor Wilson!» Yo le pregunté: «¿De qué
se trata?» Y él me contestó:«Pues que se ha producido otra vacante en la Liga de los
Pelirrojos. Para quien lo sea, equivale a una pequeña fortuna, y, según tengo entendido, son
más las vacantes que los pelirrojos, de modo que los albaceas testamentarios andan locos no
sabiendo qué hacer con el dinero. Si mi pelo cambiase de color, ahí tenía yo un huequecito a
pedir de boca donde meterme.» «Pero bueno, ¿de qué se trata?», le pregunté. Mire, señor
Holmes, yo soy un hombre muy de su casa. Como el negocio vino a mí, en vez de ir yo en
busca del negocio, se pasan semanas enteras sin que yo ponga el pie fuera del felpudo de la
puerta del local. Por esa razón vivía sin enterarme mucho de las cosas de fuera, y recibía con
gusto cualquier noticia. «¿Nunca oyó us-ted hablar de la Liga de los Pelirrojos?», me preguntó
con asombro. «Nunca.-Sí que es extraño, siendo como es usted uno de los candidatos
elegibles para ocupar las vacantes.¿Y qué supone en dinero?», le pregunté. «Una minucia.
Nada más que un par de centenares de libras al año, pero casi sin trabajo, y sin que le
impidan gran cosa dedicarse a sus propias ocupaciones. » Se imaginará usted fácilmente que
eso me hizo afinar el oído, ya que mi negocio no marchaba demasiado bien desde hacía
algunos años, y un par de centenares de libras más me habrían venido de perlas.
«Explíqueme bien ese asunto», le dije. «Pues bien –me contestó mostrándome el anuncio–:
usted puede ver por sí mismo que la Liga tiene una vacante, y en el mismo anuncio viene la
dirección en que puede pedir todos los detalles. Según a mí se me alcanza, la Liga fue
fundada por un millonario norteamericano, Ezekiah Hopkins, hombre raro en sus cosas. Era
pelirrojo, y sentía mucha simpatía por los pelirrojos; por eso, cuando él falleció, se vino a
saber que había dejado su enorme fortuna encomendada a los albaceas, con las
instrucciones pertinentes a fin de proveer de empleos cómodos a cuantos hombres tuviesen el
pelo de ese mismo color. Por lo que he oído decir, el sueldo es espléndido, y el trabajo
escaso. » Yo le contesté:
«Pero serán millones los pelirrojos que los soliciten. » «No tantos como usted se imagina –me
contestó–. Fíjese en que el ofrecimiento está limitado a los londinenses, y a hombres mayores
de edad. El norteamericano en cuestión marchó de Londres en su juventud, y quiso favorecer
a su vieja y querida ciudad. Me han dicho, además, que es inútil solicitar la vacante cuando se
tiene el pelo de un rojo claro o de un rojo oscuro; el único que vale es el color rojo auténtico,
vivo, llameante, rabioso. Si le interesase solicitar la plaza, señor Wilson, no tiene sino
presentarse; aunque quizá no valga la pena para usted el molestarse por unos pocos
centenares de libras. » La verdad es, caballeros, como ustedes mismos pueden verlo, que mi
pelo es de un rojo vivo y brillante, por lo que me pareció que, si se celebraba un concurso, yo
tenía tantas probabilidades de ganarlo como el que más de cuantos pelirrojos había
encontrado en mi vida. Vicente Spaulding parecía tan enterado del asunto que pensé que
podría serme de utilidad, de modo, pues, que le di la orden de echar los postigos por aquel
día, y de acompañarme inmediatamente. Le cayó muy bien lo de tener un día de fiesta, de
modo, pues, que cerramos el negocio, y marchamos hacia la dirección que figuraba en el
anuncio. Yo no creo que vuelva a contemplar un espectáculo como aquél en mi vida, señor
Holmes. Procedentes del Norte, del Sur, del Este e este, todos cuantos hombres tenían un
algo de rubicundo en los cabellos se habían largado a la City respondiendo al anuncio. Fieet
Street estaba obstruida de pelirrojos, y Pope’s Court producía la impresión del carrito de un
vendedor de naranjas. Jamás pensé que pudieran ser tantos en el país como los que se
congregaron por un solo anuncio. Los había allí de todos los matices: rojo pajizo, limón,
naranja, ladrillo, perro stter, irlandés, hígado, arcilla. Pero, según hizo notar Spaulding, no
eran muchos los de un auténtico rojo, vivo y llameante. Viendo que eran tantos los que
esperaban, estuve a punto de renunciar, de puro desánimo; pero Spaulding no quiso ni oír
hablar de semejante cosa. Yo no sé cómo se las arregló, pero el caso es que a fuerza de
empujar a éste, apartar al otro, y chocar con el de más allá, me hizo cruzar por entre aquella
multitud, llevándome hasta la escalera que conducía a las oficinas.
–Fue la suya una experiencia divertidísima –comentó Holmes, mientras
su cliente se callaba y refrescaba su memoria con un pellizco de rapé–. Prosiga, por favor, el
interesante relato.
–En la oficina no había sino un par de sillas de madera y una mesa de ta-bla, a la que estaba
sentado un hombre pequeño, y cuyo pelo era aún más rojo que el mío. Conforme se
presentaban los candidatos, les decía algunas palabras, pero siempre se las arreglaba para
descalificarlos por algún defectillo. Después de todo, no parecía cosa tan sencilla el ocupar
una vacante. Pero cuando nos llegó la vez a nosotros, el hombrecillo se mostró más inclinado
hacia mí que hacia todos los demás, y cerró la puerta cuando estuvimos dentro, a fin de poder
conversar reservadamente con nosotros. «Este señor se llama Jabez Wilson –le dijo mi
empleado–y desearía ocupar la vacante que hay en la Liga. » «Por cierto, que se ajusta a
cuándo no he visto pelo tan hermoso. » Dio un paso atrás, torció a un lado la cabeza, y me
estuvo contemplando el pelo hasta que me sentí invadido de rubor. Y de pronto, se abalanzó
hacia mí, me dio un fuerte apretón de manos, y me felicitó calurosamente por mi éxito. «El
titubear constituiría una injusticia –dijo–. Pero estoy seguro de que sabrá disculpar el que yo
tome una precaución elemental. » Y acto continuo me agarró del pelo con ambas manos, y
tiró hasta hacerme gritar de dolor. Al soltarme, me dijo:
«Tiene usted lágrimas en los ojos, de lo cual deduzco que no hay trampa. Es preciso que
tengamos sumo cuidado, porque ya hemos sido engañados en dos ocasiones, una de ellas
con peluca postiza, y la otra con el tinte. Podría contarle a usted anécdotas del empleo de
cera de zapatero remendón, como para que se asquease de la condición humana. » Dicho
esto, se acercó a la ventana, y anunció a voz en grito a los que estaban debajo, que había
sido ocupada la vacante. Se alzó un gemir de desilusión entre los que esperaban, y la gente
se desbandó, no quedando más pelirrojos a la vista que mi gerente y yo. » «Me llamo Duncan
Ross –dijo éste– y soy uno de los que cobran pensión procedente del legado de nuestro noble
bienhechor. ¿Es usted casado, señor Wilson? ¿Tiene usted familia?» Contesté que no la
tenía. La cara de aquel hombre se nubló en el acto, y me dijo con mucha gra-vedad: ¡Vaya por
Dios, qué inconveniente más grande! ¡Cuánto lamento oírle decir eso! Como es natural, la
finalidad del legado es la de que aumenten y se propaguen los pelirrojos, y no sólo su
conservación. Es una gran desgracia que usted sea un hombre sin familia.» También mi cara
se nubló al oír aquello, señor Holmes, viendo que, después de todo, se me escapaba la
vacante; pero, después de pensarlo por espacio de algunos minutos, sentencio que eso no
importaba. «Tratándose de otro -dijo- esa objeción podría ser fatal, pero estiraremos la cosa
en favor de una persona de un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá usted hacerse cargo de
sus nuevas obligaciones?» «Hay un pequeño inconveniente, puesto que yo tengo un negocio
mío», contesté. ¡Oh! No se preocupe por eso, señor Wilson –dijo Vicente Spaulding–. Yo me
cuidaré de su negocio. ¿Cuál será el horario?», pregunté. «De diez a dos.» Pues bien: el
negocio de préstamos se hace principalmente a eso del anochecido, señor Holmes,
especialmente los jueves y los viernes, es decir, los días anteriores al de paga; me venia,
pues, perfecta-mente el ganarme algún dinerito por las mañanas. Además, yo sabía que mi
empleado es una buena persona y que atendería a todo lo que se le presen-tase. «Ese
horario me convendría perfectamente –le dije–. ¿Y el sueldo?» «Cuatro libras a la semana.»
¿En qué consistirá el trabajo?» «El trabajo es puramente nominal.¿Qué entiende usted por
puramente nominal?» «Pues que durante esas horas tendrá usted que hacer acto de
presencia en esta oficina, o por lo menos en este edificio. Si usted se ausenta del mismo,
pierde para siempre su empleo. Sobre este punto es terminante el testamento. Si usted se
ausenta de la oficina en esas horas, falta a su compromiso.» «Son nada más que cuatro horas
al día, y no se me ocurrirá ausentarme», le contesté. «Si lo hiciese, no le valdrían excusas –
me dijo el señor Duncan Ross–. Ni por enfermedad, negocios, ni nada. Usted tiene que
permanecer aquí, so pena de perder la colocación.» «¿Y el trabajo?» «Consiste en copiarla
Enciclopedia Británica. En este estante tiene usted el primer volumen. Usted tiene que
procurarse tinta, plumas, y papel secante, pero no-sotros le suministramos esta mesa y esta
silla. ¿Puede usted empezar mañana?» «Desde luego que sí», le contesté. «Entonces, señor
Jabez Wilson, adiós, y permítame felicitarle una vez más por el importante empleo que ha
tenido usted la buena suerte de conseguir.» Se despidió de mí con una reverencia,
indicándome que podía retirarme, y yo me volví a casa con mi empleado, sin saber casi qué
decir ni qué hacer, de tan satisfecho como estaba con mi buena suerte. Pues bien: me pasé el
día dando vueltas en mi cabeza al asunto, y para cuando llegó la noche, volví a sentirme
abatido, porque estaba completamente convencido de que todo aquello no era sino una
broma o una superchería, aunque no acertaba a imaginarme qué finalidad podían proponerse.
Parecía completamente imposible que hubiese nadie capaz de hacer un testamento
semejante, y de pagar un sueldo como aquél por un trabajo tan sencillo como el de copiar la
Enciclopedia Británica. Vicente Spaulding hizo todo cuanto le fue posible por darme ánimos,
pero a la hora de acostarme había yo acabado por desechar del todo la idea. Sin embargo,
cuando llegó la mañana resolví ver en qué quedaba aquello, compré un frasco de tinta de a
penique, me proveí de una pluma de escribir y de siete pliegos de papel de oficio, y me puse
en camino para Pope’s Court. Con gran sorpresa y satisfacción mía, encontré las cosas todo
lo bien que podían estar. La mesa estaba a punto, y el señor Duncan Ross presente para
cerciorarse de que yo me ponía a trabajar. Me señaló para empezar la letra A, y luego se
retiró; pero de vez en cuando aparecía por allí para comprobar que yo seguía en mi sitio. A las
dos, me despidió, me felicitó por la cantidad de trabajo que había hecho, y cerró la puerta del
despacho después de salir yo. Un día tras otro, las cosas siguieron de la misma forma, y el
gerente se presentó el sábado, poniéndome encima de la mesa cuatro soberanos de oro, en
pago del trabajo que yo había realizado durante la semana. Lo mismo ocurrió la semana
siguiente, y la otra. Me presenté todas las maña-nas a las diez, y me ausenté a las dos. Poco
a poco, el señor Duncan Ross se limitó a venir una vez durante la mañana, y al cabo de un
tiempo, dejó de venir del todo. Como es natural, yo no me atreví a pesar de eso, a
ausentarme de la oficina un solo momento, porque no tenía la seguridad de que él no iba a
presentarse, y el empleo era tan bueno, y me venía tan bien, que no me arriesgaba a
perderlo. Transcurrieron de idéntica manera ocho semanas, durante las cuales yo escribí lo
referente a los Abades, Arqueros, Armaduras, Arquitectura y Atica, esperanzado de llegar, a
fuerza de diligencia, muy pronto a la b. Me gasté algún dinero en papel de oficio, y ya tenía
casi lleno un estante con mis escritos. Y de pronto, se acaba todo el asunto.
–¿Que se acabó?
–Sí, señor. Y eso ha ocurrido esta mañana mismo. Me presenté como de costumbre al trabajo
a las diez, pero la puerta estaba cerrada con llave, y en mitad de la hoja de la misma, clavado
con una tachuela, había un trocito de cartulina. Aquí lo tiene, puede leerlo usted mismo.
Nos mostró un trozo de cartulina blanca, más o menos del tamaño de un papel de cartas, que
decía lo siguiente:
HA QUEDADO DISUELTA
LA LIGA DE LOS PELIRROJOS
9 OCTUBRE 1890
Sherlock Holmes y yo examinamos aquel breve anuncio y la cara afligida que había detrás del
mismo, hasta que el lado cómico del asunto se sobrepuso de tal manera a toda otra
consideración, que ambos rompimos en una carcajada estruendosa.
–Yo no veo que la cosa tenga nada de divertida –exclamó nuestro cliente, sonrojándose hasta
la raíz de sus rojos cabellos–. Si no pueden ustedes hacer en favor mío otra cosa que reírse,
me dirigiré a otra parte.
–No, no –le contestó Holmes, empujándolo hacia el sillón del que había empezado a
levantarse–. Por nada del mundo me perdería yo este asunto suyo. Se sale tanto de la rutina,
que resulta un descanso. Pero no se me ofenda si le digo que hay en el mismo algo de
divertido. Vamos a ver, ¿qué pasos dio usted al encontrarse con ese letrero en la puerta?
–Me dejó de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entré en las oficinas de al lado, pero nadie
sabía nada. Por último, me dirigí al dueño de la casa, que es contador y vive en la planta baja,
y le pregunté si podía darme al-guna noticia sobre lo ocurrido a la Liga de Pelirrojos. Me
contestó que ja-más había oído hablar de semejante sociedad. Entonces le pregunté por el
señor Duncan Ross, y me contestó que era la vez primera que oía ese nombre. «Me refiero,
señor, al caballero de la oficina número cuatro», le dije. ¿Cómo? ¿El caballero pelirrojo?»
«Ese mismo.» «Su verdadero nombre es William Morris. Se trata de un procurador, y me
alquiló la habitación temporalmente, mientras quedaban listas sus propias oficinas. Ayer se
trasladó a ellas.» «¿Y dónde podría encontrarlo?» «En sus nuevas oficinas. Me dio su
dirección. Eso es, King Edward Street número diecisiete, junto a San Pablo.» Marché hacia
allí, señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección, me encontré con que se trataba de
una fábrica de rodilleras artificia-les, y nadie había oído hablar allí del señor William Morris, ni
del señor Duncan Ross.
–¿Y qué hizo usted entonces? –le preguntó Holmes.
Me dirigí a mi casa de Saxe-Coburg Square, y consulté con mi empleado. No supo darme
ninguna solución, salvo la de decirme que esperase, porque con seguridad que recibiría
noticias por carta. Pero esto no me basta a, señor Holmes. Yo no quería perder una
colocación como aquélla así como así; por eso, como había oído decir que usted llevaba su
bondad hasta aconsejar a la pobre gente que lo necesita, me vine derecho a usted.
–Y obró usted con gran acierto –dijo Holmes–. El caso de usted resulta extraordinario, y lo
estudiaré con sumo gusto. De lo que usted me ha infor-mado, deduzco que aquí están en
juego cosas mucho más graves de lo que a primera vista parece.
–¡Que si se juegan cosas graves! –dijo el señorJabez Wilson–. Yo, por mi parte, pierdo nada
menos que cuatro libras semanales.
–Por lo que a usted respecta –le hizo notar Holmes– no veo que usted tenga queja alguna
contra esta extraordinaria Liga. Todo lo contrario; por lo que le he oído decir, usted se ha
embolsado unas treinta libras, dejando fuera de consideración los minuciosos conocimientos
que ha adquirido sobre cuantos temas caen bajo la letra A. A usted no le han causado ningún
perjuicio.
–No, señor. Pero quiero saber de esa gente, enterarme de quiénes son, y qué se propusieron
haciéndome esta jugarreta, porque se trata de una jugarreta. La broma les salió cara, ya que
les ha costado treinta y dos libras.
–Procuraremos ponerle en claro esos extremos. Empecemos por un par de preguntas, señor
Wilson. Ese empleado suyo que fue quien primero le llamó la atención acerca del anuncio,
¿qué tiempo llevaba con usted?
–Cosa de un mes.
–¿Cómo fue el venir a pedirle empleo?
–Porque puse un anuncio.
-¿se presentaron más aspirantes que él?
–Se presentaron en número de una docena.
–¿Por qué se decidió usted por él?
–Porque era listo y se ofrecía barato.
–A mitad de salario, ¿verdad?
–Sí.
–¿Cómo es ese Vicente Spaulding?
–Pequeño, grueso, muy activo, imberbe, aunque no bajará de los treinta años. Tiene en la
frente una mancha blanca de salpicadura de algún ácido.
Holmes se irguió en su asiento, muy excitado, y dijo:
–Me lo imaginaba. ¿Nunca se fijó usted en si tiene las orejas agujereadas como para llevar
pendientes?
–Sí, señor. Me contó que se las había agujereado una gitana cuando era todavía muchacho.
–¡Ejem! –dijo Holmes, recostándose de nuevo en su asiento–. ¿Y sigue todavía en casa de
usted?
–Sí, señor; no hace sino un instante que lo dejé.
–~Y estuvo bien atendido el negocio de usted durante su ausencia?
–No tengo queja alguna, señor. De todos modos, poco es el negocio que se hace por las
mañanas.
–Con esto me basta, señor Wilson. Tendré mucho gusto en exponerle mi opinión acerca de
este asunto dentro de un par de días. Hoy es sábado; espero haber llegado a una conclusión
allá para el lunes.
–Veamos, Watson –me dijo Holmes, una vez que se hubo marchado nuestro visitante–. ¿Qué
saca usted en limpio de todo esto?
–Yo no saco nada –le contesté, con franqueza–. Es un asunto por demás misterioso.
–Por regla general –me dijo Holmes– cuanto más estrambótica es una cosa, menos
misteriosa suele resultar. Los verdaderamente desconcertantes son esos crímenes vulgares y
adocenados, de igual manera que un rostro corriente es el más difícil de identificar. Pero en
este asunto de ahora ten-dré que actuar con rapidez.
–¿Y qué va usted a hacer? –le pregunté.
–Fumar –me respondió–. Es un asunto que me llevará sus tres buenas pipas, y yo le pido a
usted que no me dirija la palabra durante cincuenta minutos.
Sherlock Holmes se hizo un ovillo en su sillón, levantando las rodillas hasta tocar su nariz
aguileña, y de ese modo permaneció con los ojos cerrados y la negra pipa de arcilla
apuntando fuera igual que el pico de algún ex-traordinario pajarraco. Yo había llegado a la
conclusión de que se había dormido, y yo mismo estaba cabeceando; pero Holmes Saltó de
pronto de su asiento con el gesto de un hombre que ha tomado una resolución, y dejó la pipa
encima de la repisa de la chimenea, diciendo:
–Esta tarde toca Sarasatc en St. James Hall. ¿Qué opina usted, Watson? ¿Pueden sus
enfermos prescindir de usted durante a unas oras?
–Hoy no tengo nada que hacer. Mi clientela no me acapara nunca mucho.
–En ese caso, póngase el sombrero y acompáñeme. Pasaré primero por la City, y por el
camino podemos almorzar alguna cosa. Me he fijado en que el programa incluye mucha
música alemana, que resulta más de mi gusto que la italiana y la francesa. Es música
introspectiva, y yo quiero hacer un examen de conciencia. Vamos.
Hasta Aldersgatc hicimos el viaje en el ferrocarril subterráneo; un corto paseo nos llevó hasta
Saxe-Coburg Square, escenario del extraño relato que habíamos escuchado por la mañana.
Era ésta una placita ahogada, pequeña, de quiero y no puedo, en la que cuatro hileras de
desaseadas casas de ladrillo de dos pisos miraban a un pequeño cercado, de verjas, dentro
del cual una raquítica cespedera y unas pocas matas de ajado laurel luchaban valerosamente
contra una atmósfera cargada de humo y adversa. Tres bolas doradas y un rótulo marrón con
el nombre «Jabez Wilson», en letras blancas, en una casa que hacía esquina, servían de
anuncio al local en que nuestro pelirrojo cliente realizaba sus transacciones. Sherlock Holmes
se detuvo delante del mismo, ladeó la cabeza y lo examinó detenidamente con ojos que
brillaban entre sus encogidos párpados. Después caminó despacio calle arriba, y luego calle
abajo hasta la esquina, siempre con la vista clavada en los edificios. Regresó, por último,
hasta la casa del prestamista, y, después de golpear con fuerza dos o tres veces en el suelo
con el bastón, se acercó a la puerta y llamó. Abrió en el acto un joven de aspecto despierto,
bien afeitado y le invitó a entrar.
–No, gracias; quería sólo preguntar por dónde se va a Stran –dijo Holmes.
–Tres a la derecha, y luego cuatro a la izquierda –contestó el empleado, apresurándose a
cerrar.
–He ahí un individuo listo –comentó Holmes cuando nos alejábamos–. En mi opinión, es el
cuarto en listeza de Londres, y en cuanto a audacia, quizá pueda aspirar a ocupar el tercer
lugar. He tenido antes de ahora ocasión e intervenir en asuntos relacionados con él.
–Es evidente –dije yo– que el empleado del señor Wilson entra por mucho en este misterio de
la Liga de los Pelirrojos. Estoy seguro de que usted le preguntó el camino únicamente para
tener ocasión de echarle la vista encima.
–No a él.
–¿A quién, entonces?
–A las rodilleras de sus pantalones.
–¿Y qué vio usted en ellas?
–Lo que esperaba ver.
–¿Y por qué golpeó usted el suelo de la acera?
–Mi querido doctor, éstos son momentos de observar, no de hablar. Somos espías en campo
enemigo. Ya sabemos algo de Saxe-Coburg Square. Exploremos ahora las travesías que
tiene en su parte posterior.
La carretera por la que nos metimos al doblar a esquina de la apartada plaza de Saxe-Coburg
presentaba con ésta el mismo contraste que la cara de un cuadro con su reverso. Estábamos
ahora en una de las arterias principales por donde discurre el tráfico de la City hacia el Norte y
hacia el Oeste. La calzada hallábase bloqueada por el inmenso río del tráfico comercial que
fluía en una doble marca hacia dentro y hacia fuera, en tanto que los andenes hormigueaban
de gentes que caminaban presurosas. Contemplando la hilera de tiendas elegantes y de
magníficos locales de negocio, resultaba difícil hacerse a la idea de que, en efecto,
desembocasen por el otro lado en la plaza descolorida y muerta que acabábamos de dejar.
–Veamos –dijo Holmes, en pie en la esquina y dirigiendo su vista por la hilera de edificios
adelante–. Me gustaría poder recordar el orden en que están aquí las casas. Una de mis
aficiones es la de conocer Londres al dedi-llo. Tenemos el Mortimer’s, el despacho de
tabacos, la tiendecita de periódicos, la sucursal Coburg del City and Suburban Bank, el
restaurante vegetalista y el depósito de las carrocerías McFarlane. Y con esto pasamos a la
otra manzana. Y ahora, doctor, ya hemos hecho nuestro trabajo, y es tiempo de que
tengamos alguna distracción. Un bocadillo, una taza de café, y acto seguido a los dominios
del violín, donde todo es dulzura, delicadeza y armonía, y donde no existen clientes pelirrojos
que nos molesten con sus rompecabezas.Era mi amigo un músico entusiasta que no se
limitaba a su gran destreza de ejecutante, sino que escribía composiciones de verdadero
mérito. Permaneció toda la tarde sentado en su butaca sumido en la felicidad más completa;
de cuando en cuando marcaba gentilmente con el dedo el compás de la música, mientras que
su rostro de dulce sonrisa, y sus ojos ensoñadores se parecían tan poco a los de Holmes el
sabueso, a los de Holmes el perseguidor implacable, agudo, ágil, de criminales, como es
posible concebir. Los dos aspectos de su singular temperamento se afirmaban
alternativamente, y su extremada exactitud y astucia representaban, según yo pensé muchas
veces, la reacción contra el humor poético y contemplativo que, en ocasiones, se sobreponía
dentro de él. Ese vaivén de su temperamento lo hacía pasar desde la más extrema languidez
a una devoradora energía; y, según yo tuve oportunidad de saberlo bien, no se mostraba
nunca tan verdaderamente formidable como cuando se había pasado días enteros
descansando ociosamente en su sillón, entregado a sus improvisaciones y a sus libros de
letra gótica. Era entonces cuando le acometía de súbito el anhelo vehemente de la caza, y
cuando su brillante facultad de razonar se elevaba hasta el nivel de la intuición, llegando al
punto de quienes no estaban familiarizados con sus métodos le mirasen de soslayo, como a
persona cuyo saber no era el mismo de los demás mortales. Cuando aquella tarde lo vi tan
arrebujado en la música de St. James Hall, tuve la sensación de que quizá se les venían
encima malos momentos a aquellos en cuya persecución se había lanzado.
–Seguramente que querrá usted ir a su casa, doctor --me dijo cuando salíamos.
–Sí, no estaría de más.
–Y yo tengo ciertos asuntos que me llevarán varias horas. Este de la plaza de Coburg es cosa
grave.
–¿Cosa grave? ¿Por qué?
–Está preparándose un gran crimen. Tengo toda clase de razones para creer que llegaremos
a tiempo de evitarlo. Pero el ser hoy sábado complica bastante las cosas. Esta noche lo
necesitaré a usted.
–¿A qué hora?
–Con que venga a las diez será suficiente.
–Estaré a las diez en Baker Street.
–Perfectamente. ¡Oiga, doctor! Échese el revólver al bolsillo, porque quizá la cosa sea
peligrosilia.
Me saludó con un vaivén de la mano, giró sobre sus tacones, y desapareció instantaneamente
entre la multitud.
Yo no me tengo por más torpe que mis convecinos, pero siempre que te-nía que tratar con
Sherlock Holmes me sentía como atenazado por mi pro-pia estupidez. En este caso de ahora,
yo había oído todo lo que él había oído, había visto lo que él había visto y, sin embargo, era
evidente, a juzgar por sus palabras, que él veía con claridad no solamente lo que había
ocurrido, sino también lo que estaba a punto de ocurrir, mientras que a mí se me presentaba
todavía todo cl asunto como grotesco y confuso. Mientras iba en coche hasta mi casa de
Kensington, medité sobre todo lo ocurrido, desde el extraordinario relato del pelirrojo copista
de la Enciclopedia, hasta la visita a Saxe-Coburg Squarc, y las frases ominosas con que
Holmes se había despedido de mí. ¿Qué expedición nocturna era aquélla, y por qué razón
tenía yo que ir armado? ¿Adónde iríamos, y qué era lo que teníamos que hacer? Holmes me
había insinuado que el empleado barbilampiño del prestamista era un hombre temible, un
hombre que quizás estaba desarrollando un juego de gran alcance. Intenté desenredar el
enigma, pero renuncié a ello con desesperanza, dejando de lado el asunto hasta que la noche
me trajese una explicación.
Eran las nueve y cuarto cuando salí de mi casa y me encaminé, cruzando el parque y
siguiendo por Oxford Street, hasta Baker Street. Había parados delante de la puerta dos
coches hanso, y al entrar en el vestíbulo oí ruido de voces en el piso superior. Al entrar en la
habitación de Holmes, encontré a éste en animada conversación con dos hombres, en uno de
los cuales reconocí al agente oficial de Policía PeterJones; el otro era un hombre alto,
delgado, caritristón, de sombrero muy lustroso y levita abrumadoramente respetable.
–¡Ajá! Ya está completa nuestra expedición –dijo Holmes, abrochándose la zamarra de
marinero, y cogiendo del perchero su pesado látigo de caza–. Creo que usted, Watson,
conoce ya al señorJones, de Scotland Yard. Permítame que le presente al señor
Merryweather, que será esta noche compañero nuestro de aventuras.
–Otra vez salimos de caza por parejas, como usted ve, doctor –me dijo Jones con su
prosopopeya habitual–. Este amigo nuestro es asombroso para levantar la pieza. Lo que él
necesita es un perro viejo que le ayude a cazarla.
–Espero que, al final de nuestra caza, no resulte que hemos estado persiguiendo fantasmas –
comentó, lúgubre, el señor Merryweather.
–Caballero, puede usted depositar una buena dosis de confianza en el señor Holmes –dijo
con engreimiento el agente de Policía–. el tiene pequeños métodos propios, y éstos son, si él
no se ofende porque yo se lo diga, demasiado teóricos y fantásticos, pero lleva dentro de sí
mismo a un detective hecho y derecho. No digo nada de más afirmando que en una o dos
ocasiones, tales como el asunto del asesinato de Sholto y del tesoro de Agra, ha andado más
cerca de la verdad que la organización policíaca.
–Me basta con que diga usted eso, señor Jones –respondió con deferencia el desconocido–.
Pero reconozco que echo de menos mi partida de cartas. Por vez primera en veintisiete años,
dejo de jugar mi partida de cartas un sábado por la noche.
–Creo –le hizo notar Sherlock Holmes– que esta noche se juega usted algo de mucha mayor
importancia que todo lo que se ha jugado hasta ahora, y que la partida le resultará más
emocionante. Usted, señor Merryweather , se juega unas treinta mil libras esterlinas, y usted,
Jones, la oportunidad de echarle el guante al individuo a quien anda buscando.
–A John Clay, asesino, ladrón, quebrado fraudulento y falsificador. Se trata de un individuo
joven, señor Merryweather, pero marcha a la cabeza de su profesión, y preferiría esposarlo a
él mejor que a ningún otro de los criminales de Londres. Este John Clay es hombre
extraordinario. Su abuelo era duque de sangre real, y el nieto cursó estudios en Eton y en
Oxford. Su cerebro funciona con tanta destreza como sus manos, y aunque encontramos
rastros suyos a la vuelta de cada esquina, jamás sabemos dónde dar con él. Esta semana
violenta una casa en Escocia, y a la siguiente va y viene por Cornwall recogiendo fondos para
construir un orfanato. Llevo persiguiéndolo varios años, y nunca pude ponerle los ojos encima.
–Espero tener el gusto de presentárselo esta noche. También yo he tenido mis más y mis
menos con el señor John Clay, y estoy de acuerdo con usted en que va a la cabeza de su
profesión. Pero son ya las diez bien pasa-das, y es hora de que nos pongamos en camino. Si
ustedes suben en el primer coche, Watson y yo los seguiremos en el segundo.
Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante nuestro largo trayecto en coche, y
se arrellanó en su asiento, tarareando melodías que había oído aquella tarde. Avanzamos
traqueteando por un laberinto inacabable de calles alumbradas con gas, y desembocamos,
por fin, en Farringdon Street.
–Ya estamos llegando –comenté mi amigo–. Este Merryweather es director de un banco, y el
asunto le interesa de una manera personal. Me pareció asimismo bien el que nos
acompañase Jones. No es mala persona, aunque en su profesión resulte un imbécil perfecto.
Posee una positiva buena cualidad. Es valiente como un bulI-dog, y tan tenaz como una
langosta cuando cierra sus garras sobre alguien. Ya hemos llegado, y nos esperan.
Estábamos en la misma concurrida arteria que habíamos visitado por la mañana. Despedimos
a nuestros coches y, guiados por el señor Merryweather, nos metimos por un estrecho pasaje,
y cruzamos una puerta lateral que se abrió al llegar nosotros. Al otro lado había un corto
pasillo, que terminaba en una pesadísima puerta de hierro. También ésta se abrió,
dejándonos pasar a una escalera de piedra y en curva, que terminaba en otra formidable
puerta. El señor Merryweathcr se detuvo para encender una linterna, y luego nos condujo por
un corredor oscuro y que olía a tierra; luego, después de abrir una tercera puerta,
desembocamos en una inmensa bóveda ó bodega en que había amontonadas por todo su
alrededor jaulas de embalaje con cajas macizas dentro.
–Desde arriba no resulta usted muy vulnerable –hizo notar Holmes, manteniendo en alto la
linterna y revisándolo todo con la mirada.
–Ni desde abajo –dijo cl señor Merrywcather, golpeando con su bastón en las losas con que
estaba empedrado el suelo–. ¡Por vida mía, esto suena a hueco! –exclamó, alzando
sorprendido la vista.
–Me veo obligado a pedir a usted que permanezca un poco más tranquilo –le dijo con
severidad Holmes–. Acaba usted de poner en peligro todo el éxito de la expedición. ¿Puedo
pedirle que tenga la bondad de sentarse encima de una de estas cajas, sin intervenir en
nada?
El solemne señor Merryweathcr se encaramé a una de las jaulas de embalaje mostrando gran
disgusto en su cara, mientras Holmes se arrodillaba en el suelo y, sirviéndose de la linterna y
de una lente de aumento, comenzo a escudrinar minuciosamente las rendijas entre losa y
losa. Le bastaron pocos segundos para llegar al convencimiento, porque se puso ágilmente en
pie y se guardó su lente en el bolsillo.
–Tenemos por delante lo menos una hora –dijo a modo de comentario–, porque nada pueden
hacer mientras el prestamista no se haya metido en la cama. Pero cuando esto ocurra,
pondrán inmediatamente manos a la obra, pues cuanto antes le den fin, más tiempo les
quedará para la fuga. Doctor, en este momento nos encontramos, según usted habrá ya
adivinado, en los sótanos de la sucursal que tiene en la City uno de los principales bancos
londinenses. El señor Merryweather es el presidente del consejo de dirección, y él explicará a
usted por qué razones puede esta bodega despertar ahora mismo vivo interés en los
criminales más audaces de Londres.
–Se trata del oro francés que aquí tenemos –cuchicheó el director–. Hemos recibido ya varias
advertencias de que quizá se llevase a cabo una tentativa para robárnoslo.
-¿El oro francés?
–Sí. Hace algunos meses se nos presentó la conveniencia de reforzar nuestros recursos, y
para ello tomamos en préstamo treinta mil napoleones de oro al Banco de Francia. Ha corrido
la noticia de que no habíamos tenido necesidad de desempaquetar el dinero, y que éste se
encuentra aún en nuestra bodega. Esta jaula sobre la que estoy sentado encierra dos mil
napoleones empaquetados entre capas superpuestas de plomo. En este momento, nuestras
reservas en oro son mucho más elevadas de lo que es corriente guardar en una sucursal, y el
consejo de dirección tenía sus recelos por este motivo.
–Recelos que estaban muy justificados –hizo notar Holmes–. Es hora ya de que pongamos en
marcha nuestros pequeños planes. Calculo que de aquí a una hora las cosas habrán hecho
crisis. Para empezar, señor Merryweather, es preciso que corra la.pantalla de esa linterna
sorda.
-¿vamos a permanecer en la oscuridad?
–Eso me temo. Traje conmigo un juego de cartas, pensando que, en fin de cuentas, siendo
como somos una partie carrée, quizá no se quedara usted sin echar su partidita habitual.
Pero, según he observado, los preparativos del enemigo se hallan tan avanzados, que no
podemos correr el riesgo de tener luz encendida. Y, antes que nada, tenemos que tomar
posiciones. Esta gente es temeraria y, aunque los situaremos en desventaja, podrían
causarnos daño si no andamos con cuidado. Yo me situaré detrás de esta jaula, y ustedes
escóndanse detrás de aquéllas. Cuando yo los enfoque con una luz, ustedes los cercan
rápidamente. Si ellos hacen fuego, no sienta remordimientos de tumbarlos a tiros, Watson.
Coloqué mi revólver, con el gatillo levantado, sobre la caja de madera detrás de la cual estaba
yo parapetado. Holmes corrió la cortina delantera de su linterna, y nos dejó sumidbos en
negra oscuridad, en la oscuridad más absoluta en que yo me encontré hasta entonces. El olor
del metal caliente seguía atestiguándonos que la luz estaba encendida, pronta a brillar
instantáneamente. Aquellas súbitas tinieblas, y el aire frío y húmedo de la bodega, ejercieron
una impresión deprimente y amortiguadora sobre mis nervios, tensos por la más viva
expectacion.
–Sólo les queda un camino para la retirada –cuchicheó Holmes–; el de volver a la casa y salir
a Saxe-Coburg Square. Habrá usted hecho ya lo que le pedí, ¿verdad?
–Un inspector y dos funcionarios esperan en la puerta delantera.
–Entonces, les hemos tapado todos los agujeros. Silencio, pues, y a esperar.
¡Qué larguísimo resultó aquello! Comparando notas más tarde, resulta que la espera fue de
una hora y cuarto, pero yo tuve la sensación de que había transcurrido la noche y que debía
de estar alboreando por encima de nuestras cabezas. Tenía los miembros entumecidos y
cansados, porque no me atrevía a cambiar de postura, pero mis nervios habían alcanzado el
más alto punto de tensión, y mi oído se había agudizado hasta el punto de que no sólo
escuchaba la suave respiración de mis compañeros, sino que distinguía por su mayor
volumen la inspiración del voluminoso Jones, de la nota suspirante del director del banco.
Desde donde yo estaba, podía mirar por encima del cajón hacia el piso de la bodega. Mis ojos
percibieron de pronto el brillo de una luz.
Empezó por ser nada más que una leve chispa en las losas del empedrado, y luego se alargó
hasta convertirse en una línea amarilla; de pronto, sin ninguna advertencia ni ruido, pareció
abrirse un desgarrón, y apareció una mano blanca, femenina casi, que tanteó por el centro de
la pequeña superficie de luz. Por espacio de un minuto o más, sobresalió la mano del suelo,
con sus inquietos dedos. Se retiró luego tan súbitamente como había aparecido,. y todo volvió
a quedar sumido en la oscuridad, menos una chispita cárdena, reveladora de una grieta. entre
las losas.
Pero esa desaparición fue momentánea. Una de las losas, blancas y anchas, giró sobre uno
de sus lados, produciendo un ruido chirriante, de desgarramiento, dejando abierto un hueco
cuadrado, por el que se proyectó hacia fuera la luz de una linterna. Asomó por encima de los
bordes una cara barbilampiña, infantil, que miró con gran atención a su alrededor y luego,
haciendo palanca con las manos a un lado y otro de la abertura, se alzó hasta sacar pr’mero
los hombros, luego la cintura, y apoyó por fin una rodilla encima del borde. Un instante
después se irguio en pie a un costado del agujero, ayudando a subir a un compañero, delgado
y pequeño como él, de cara pálida y una mata de pelo de un rojo vivo.
–No hay nadie –cuchicheó–. ¿Tienes el cortafrío y los talegos?... ¡Válgame Dios! ¡Salta,
Archie, salta, yo le haré frente!
Sherlock Holmes había saltado de su escondite, agarrando al intruso por el cuello de la ropa.
El otro se zambulló en el agujero, y yo pude oír el desgarrón de sus faldones en los que Jones
había hecho presa. Centelleó la luz en el cañón de un revólver, pero el látigo de caza de
Holmes cayó sobre la muñeca del individuo, y el arma fue a parar al suelo, produciendo un
ruido metálido sobre las losas.
–Es inútil, John Clay –le dijo Holmes, sin alterarse–; no tiene usted la menor probabilidad a su
favor.
–Ya lo veo –contestó el otro con la mayor sangre fría–. Supongo que mi compañero está a
salvo, aunque, por lo que veo, se han quedado ustedes con las colas de su chaqueta.
–Le esperan tres hombres a la puerta -le dijo Holmes.
–¿Ah, sí? Por lo visto no se le ha escapado a usted detalle. Le felicito.
–Y y o a usted –le contestó Holmes–. Su idea de los pelirrojos tuvo gran novedad y eficacia.
–En seguida va usted a encontrarse con su compinche –dijo Jones–. Es más ágil que
yo descolgándose por los agujeros. Alargue las manos mientras le coloco las pulseras.–Haga
el favor de no tocarme con sus manos sucias --comentó el preso, en el momento en que se
oyó el clic de las esposas al cerrarse–. Quizás ignore que corre por mis venas sangre real.
Tenga también la amabilidad de darme el tratamiento de señor y de pedirme las cosas por
favor.
–Perfectamente –dijo Jones, abriendo los ojos y con una risita–. ¿Se digna, señor, caminar
escaleras arriba, para que podamos llamar a un coche y conducir a su alteza hasta la
Comisaría?
–Así está mejor –contestó John Clay serenamente. Nos saludó a los tres con una gran
inclinación cortesana, y salió de allí tranquilo, custodiado por el detective.
–Señor Holmes –dijo el señor Merryweather, mientras íbamos tras ellos, después de salir de
la bodega–, yo no sé cómo podrá el banco agradecérselo y recompensárselo. No cabe duda
de que usted ha sabido descubrir y desbaratar del modo más completo una de las tentativas
más audaces de robo de bancos que yo he conocido.
–Tenía mis pequeñas cuentas que saldar con el señor John Clay –contestó Holmes–. El
asunto me ha ocasionado algunos pequenos desembolsos que espero que el banco me
reembolsará. Fuera de eso, estoy ampliamente recompensado con esta experiencia, que es
en muchos aspectos única, y con haberme podido enterar del extraordinario relato de la Liga
de los Pelirrojos.
Ya de mañana, sentados frente a sendos vasos de whisky con soda en Baker Street, me
explicó Holmes:
–Comprenda usted, Watson; resultaba evidente desde el principio que la única finalidad
posible de ese fantástico negocio del anuncio de la Liga y del copiar la Enciclopedia, tenía que
ser el alejar durante un numero determinado de horas todos los días a este prestamista, que
tiene muy poco de listo. El medio fue muy raro, pero la verdad es que habría sido difícil
inventar otro mejor. Con seguridad que fue el color del pelo de su cómplice lo que sugirió la
idea al cerebro ingenioso de Clay. Las cuatro libras semanales eran un espejuelo que
forzosamente tenía que atraerlo, ¿y qué suponía eso para ellos que se jugaban en el asunto
muchos millares? Insertan el anuncio; uno de los granujas alquila temporalmente la oficina, y
el otro incita al prestamista a que se presente a solicitar el empleo, y entre los dos se las
arreglan para conseguir que esté ausente todos los días laborables. Desde que me enteré de
que el empleado trabajaba a mitad de sueldo, vi con claridad que tenía algún motivo
importante para ocupar aquel empleo.
-¿ Y cómo llegó. usted a adivinar ese motivo?
–Si en la casa u iese habido mujeres, habría sospechado que se trataba de un vulgar enredo
amoroso. Pero no había que pensar en ello. El negocio que el prestamista hacía era pequeño,
y no a ia nada dentro de la casa que pudiera explicar una preparación tan complicada y un
desembolso como el que estaban haciendo. Por consiguiente, era por fuerza algo que estaba
fuera de la casa. ¿Qué podía ser? Me dio en qué pensar a afición del empleado a la
fotografía, y el truco suyo de desaparecer en la bodega... ¡La bodega! En ella estaba uno de
los extremos de la complicada madeja. Pregunté detalles acerca del misterioso empleado, y
me encontré con que tenía que habérmelas con uno de los criminales más calculadores y
audaces de Londres. Este hombre estaba realizando en la bodega algún trabajo que le exigía
varias horas todos los días, y esto por espacio de meses. ¿Qué puede ser?, volví a
preguntarme. No me quedaba sino pensar que estaba abriendo un túnel que desembocaría en
algún otro edificio. A ese punto había llegado cuando fui a visitar e llugar de la acción. Lo
sorprendí a usted cuando golpeé el suelo con mi bastón. Lo que yo buscaba era descubrir si
la bodega se extendía hacia la parte delantera o hacia la parte posterior. No daba a la parte
delantera. Tiré entonces de la campanilla, y acudió, como yo esperaba, el empleado. El y yo
hemos librado algunas escaramuzas, pero nunca nos habíamos visto. Apenas si me fijé en su
cara. Lo que yo deseaba ver eran sus rodillas. Usted mismo debió de fijarse en lo
desgastadas y llenas de arrugas y de manchas que estaban. Pregonaban las horas que se
había pasado socavando el agujero. Ya sólo quedaba por determinar hacia dónde lo abrían.
Doblé la esquina, me fijé en que el City and Suburban Bank daba al local de nuestro amigo, y
tuve la sensación de haber resuelto el problema. Mientras usted, después del concierto,
marchó en coche a su casa, yo me fui de visita a Scotland Yard, y a casa del presidente del
directorio del banco, con el resultado que usted ha visto.
–¿Y cómo pudo usted afirmar que realizarían esta noche su tentativa? –le pregunté.
–Pues bien: al cerrar las oficinas de la Liga daban con ello a entender que ya les tenía sin
cuidado la presencia del señor Jabez Wilson; en otras palabras, que habían terminado su
túnel. Pero resultaba fundamental que lo aprovechasen pronto, ante la posibilidad de que
fuese descubierto, o el oro trasladado a otro sitio. Les convenía el sábado, mejor que otro día
cualquiera, porque les proporcionaba dos días para huir. Por todas esas razones yo creí que
vendrían esta noche.
–Hizo usted sus deducciones magníficamente –exclamé con admiración sincera–. La cadena
es larga, pero, sin embargo, todos sus eslabones suenan a cosa cierta.
–Me libré de mi fastidio –contestó Holmes, bostezando–. Por desgracia, ya estoy sintiendo
que otra vez se apodera de mí. Mi vida se desarrolla en un largo esfuerzo para huir de las
vulgaridades de la existencia. Estos pequeños problemas me ayudan a conseguirlo.
–Y es usted un benefactor de la raza humana – le dije yo.
Holmes se encogió de hombros, y contestó a modo de comentarlo:
–Pues bien: en fin de cuentas, quizá tengan alguna pequeña utilidad. L ‘homme c’est rien,
l’oeuvre c’est tout, según escribió Gustavo Flaubert a George Sand.

FIN

miércoles, 22 de julio de 2009

LOS CUATRO SOSPECHOSOS


Los cuatro Sospechosos

Agatha Christie


La conversación giraba en torno a los crímenes que quedaban sin resolver y sin castigo. Cada uno por turno dio su opinión: el coronel Bantry, su simpática y gordezuela esposa, Jane Helier, el doctor Lloyd e incluso miss Marple. El único que no habló fue el que, en opinión de la mayoría, estaba más capacitado para ello. Sir Henry Clithering, ex comisionado de Scotland Yard, permanecía silencioso, retorciéndose el bigote o más bien dicho, tirando de él y con una media sonrisa en sus labios, como si le divirtiera algún pensamiento.
—Sir Henry —le dijo finalmente Mrs. Bantry—, si no dice usted algo, gritaré. ¿Hay muchos crímenes que quedan impunes?
—Usted piensa en los titulares de la prensa, Mrs.
Bantry: SCOTLAND YARD FRACASA DE NUEVO y, a continuación, la lista de crímenes sin resolver.
—Que en realidad deben ser un porcentaje muy pequeño, supongo —dijo el doctor Lloyd.
—Sí, los cientos de crímenes que se resuelven y los responsables castigados rara vez se pregonan. Pero eso no es precisamente lo que discutimos. Los crímenes no descubiertos y los crímenes que quedan impunes son dos cosas por completo distintas. En la primera categoría entran todos los crímenes de los que Scotland Yard ni siquiera ha oído hablar, los que nadie ni siquiera sabe que se han cometido.
—Pero supongo que no debe haber muchos de ésosdijo —Mrs. Bantry.
—¿No?
—¡Sir Henry! ¿No querrá usted decir que sí los hay?
—Yo creo —dijo miss Marple pensativa— que debe de haber muchísimos.
La encantadora anciana, con su aire tranquilo y anticuado, hizo esta declaración con la mayor placidez.
—Mi querida miss Marple... —empezó el coronel Bantry.
—Claro que muchas personas son estúpidas —dijo miss Marple—. Y a las personas estúpidas se las descubre hagan lo que hagan. Pero también hay muchas que no lo son y uno se estremece al pensar lo que serían capaces de hacer de no tener principios muy arraigados.
—Sí —replicó sir Henry—, hay muchísimas personas que no son estúpidas. Muchas veces un crimen llega a descubrirse por un fallo insignificante y uno no deja de hacerse siempre la misma pregunta. De no haber sido por aquel fallo, ¿hubiese llegado a descubrirse?
—Pero esto es muy serio, —Clithering—dijo el coronel Bantry—, pero que muy grave.
—¿De veras?
—¿Pero qué dice usted? ¡Lo es! Claro que es serio.
—Usted dice que hay crímenes que quedan impunes, pero ¿es eso cierto? Tal vez no reciban el castigo de la ley, pero la causa y el efecto actúan aun fuera de la ley. Decir que cada crimen conlleva su propio castigo parecerá muy tópico y, no obstante, en mi opinión, nada hay más cierto.
—Tal vez —dijo el coronel Bantry—, pero eso no altera la gravedad.., la gravedad...
Se detuvo desorientado.
Sir Henry Clithering sonrío.
—El noventa y nueve por ciento de la gente sin duda comparte su opinión —comentó--. Pero, ¿sabe usted?, no es la culpabilidad lo importante, sino la inocencia. Eso es lo que nadie aprecia.
—No lo entiendo —exclamó Jane Helier.
—Yo sí —replicó miss Marple—. Cuando Mrs. Trent descubrió que le faltaba media corona que llevaba en el bolso, la persona más afectada fue la asistenta, Mrs. Arthur. Desde luego los Trent pensaron que había sido ella, pero eran buenas personas y, como sabían que tenía una familia numerosa y un marido aficionado a la bebida, pues... naturalmente no quisieron tomar medidas extremas. Pero cambiaron totalmente su actitud hacia ella. Ya no la dejaban al cuidado de la casa cuando se ausentaban y otras personas empezaron a comportarse con ella de un modo semejante. Y luego se descubrió de pronto que había sido la institutriz. Mrs. Trent la descubrió, a través de una puerta que se reflejaba en un espejo, por pura casualidad, a la que yo prefiero llamar Providencia. Y creo que eso es lo que quiere decir sir Henry. La mayoría de las personas se hubieran interesado únicamente por saber quién cogió el dinero, que resultó ser la más insospechada, como en las novelas policíacas. Pero, para quien realmente era importante, casi cuestión de vida o muerte, descubrir la verdad era para Mrs. Arthur, que no había hecho nada. Eso es lo que quiso usted decir, ¿verdad, sir Henry?
—Sí, miss Marple, ha dado usted en el clavo. La asistenta de su historia tuvo suerte en el caso que ha expuesto: se demostró su inocencia. Pero algunas personas pueden pasar toda su vida oprimidas por el peso de una sospecha completamente injusta.
—¿Se refiere usted a algún caso en particular, sir Henry? —preguntó Mrs. Bantry con astucia y con verdadera curiosidad.
—Pues, a decir verdad, sí, Mrs. Bantry. Uno muy curioso. Un caso en el que pensábamos que se había cometido un crimen, pero no teníamos la más remota posibilidad de probarlo.
—Veneno, supongo —exclamó Jane—. Algo que no deja rastro.
El doctor Lloyd se removió inquieto y sir Henry negó con la cabeza.
—No, querida señorita. ¡No fue el veneno secreto de las flechas de los indios sudamericanos! ¡Ojalá hubiera sido algo así. Tuvimos que habérnoslas con algo mucho más prosaico, tanto, que no cabe la esperanza de dar con el responsable. Un anciano que se cayó por la escalera y se desnucó, uno de tantos accidentes, lamentables accidentes, que ocurren a diario.
—¿Y que sucedió en realidad?
—¿Quién puede decirlo? —Sir Henry se encogió de hombros—. ¿Le empujaron por detrás? ¿Ataron un cordón de lado a lado de la escalera, que luego fue quitado cuidadosamente? Eso nunca lo sabremos.
—Pero usted cree que... bueno, que no fue un accidente ¿Por qué? —quiso saber el médico.
—Ésa es una historia bastante larga, pero... bueno, sí, estamos casi seguros. Como les digo, no hay posibilidad de poder culpar a nadie, las pruebas serían demasiado vagas. Pero el caso se puede mirar también desde otra perspectiva, la que mencionaba antes. Cuatro son las personas que pudieron hacerlo. Una es culpable, pero las otras tres son inocentes. Y, a menos que se averigüe la verdad, permanecerán bajo la terrible sombra de la duda.
—Creo —dijo Mrs. Bantry— que será mejor que nos cuente usted toda la historia.
—En realidad no creo que sea necesario que me extienda tanto —replicó sil- Henry—. Puedo resumir el principio. Es sobre una sociedad secreta alemana: "La Mano Vengadora" , algo parecido a la Camorra o a la idea que la gente tiene de ella. Una organización dedicada a la extorsión y el terrorismo. La cosa empezó repentinamente después de la guerra y se extendió con sorprendente rapidez, y fueron numerosas las víctimas de la organización. Las autoridades no pudieron con ella, porque sus secretos eran guardados celosamente y era casi imposible encontrar a nadie que quisiera traicionarlos.
En Inglaterra no se oyó hablar mucho de ella, pero en Alemania estaba causando un efecto paralizador Finalmente fue disuelta gracias a los esfuerzos de un hombre, un tal doctor- Rosen, que en un tiempo fue un miembro notable del Servicio Secreto. Se hizo miembro de la sociedad, se infiltró en sus círculos más íntimos y fue, tal como les digo, el instrumento que la desmoronó.
Pero, en consecuencia, se convirtió en un hombre marcado y se consideró prudente que abandonara Alemania, al menos durante algún tiempo. Se vino a Inglaterra y fuimos informados por la policía de Berlín. Se entrevistó personalmente conmigo y advertí enseguida lo resignado de su actitud. No le cabía la menor duda de lo que le reservaba el futuro.
—Me cogerán, sir Henry —me dijo—, no cabe la menor duda. —Era un hombre alto, de hermosas facciones y voz profunda, que sólo delataba su nacionalidad por su ligera pronunciación gutural—. Es una conclusión inevitable. No me importa, estoy preparado. Ya afronté ese riesgo al emprender esta empresa. He hecho lo que me propuse. La organización no podrá volver a levantarse, pero quedan muchos de sus miembros en libertad y se vengarán de la única manera que pueden: con mi vida. Es sólo cuestión de tiempo, pero desearía alargarlo lo más posible. Estoy reuniendo y preparando material muy interesante, el resultado de toda una vida de trabajo. Y si fuera posible, me gustaría poder completar mi tarea.
Habló con sencillez, pero con cierta grandeza que no pude dejar de admirar. Le dije que tomaríamos toda clase de precauciones, pero no me dejó insistir
—Algún día, más pronto o más tarde, me cogerán—repetía—. Y cuando ese día llegue, no se preocupe. No me cabe la menor duda de que habrá hecho todo lo posible por evitarlo.
Luego me expuso sus proyectos, que eran bastante sencillos. Se proponía adquirir una casita en el campo donde vivir tranquilamente y continuar su trabajo. Por fin escogió un pueblecito de Somerset, King’s Gnaton, situado a unas siete millas de la estación de ferrocarril y singularmente preservado de la civilización. Compró una casita preciosa en la que llevó a cabo algunas reformas y mejoras, y se instaló en ella muy contento, acompañado de su sobrina Greta, un secretario, una vieja criada alemana que le había servido fielmente durante casi cuarenta años y un mañoso jaidinero externo, que era nativo de King’s Gnaton.
—Los cuatro sospechosos —comentó Mr. Lloyd con voz apagada.
—Exacto, los cuatro sospechosos. No hay mucho más que decir. La vida transcurrió apaciblemente en King’s Gnaton durante cinco meses y entonces ocurrió la desgracia. El doctor Rosen se cayó una mañana por la escalera y fue hallado muerto media hora más tarde. En el momento en que debió ocurrir el accidente, Gertrud estaba en la cocina con la puerta cerrada y no oyó nada, o por lo menos eso dijo. Miss Greta estaba en el jardín plantando unos bulbos, también según dijo. El jardinero, Dobbs, estaba en el cobertizo, desayunando, según dijo. Y el secretario había ido a dar un paseo y tampoco tenemos otra cosa mejor que su palabra.
Ninguno de ellos tiene una coartada ni es capaz de atestiguar la declaración de los demás. Pero una cosa es cierta: nadie del exterior pudo hacerlo ya que la presencia de un extraño hubiera sido advertida con seguridad en el pueblecito de King’s Gnaton. La puerta principal y la de atrás estaban cerradas, y cada uno de los habitantes de la casa tenía su llave. De modo que ya ven que los sospechosos se reducen a estos cuatro: Greta, la hija de su propio hermano; Gertrud, que llevaba cuarenta años sirviéndole fielmente; Dobbs que nunca había salido de King’s Gnaton, y Charles Templeton, el secretario.
—Sí —intervino el coronel Bantry—. ¿Qué nos dice de él? A mí me parece el más sospechoso. ¿Qué sabía usted de él?
—Pues lo que sé de él es lo que le deja completamente al margen de sospechas, por lo menos de momento
—dijo sir Henry en tono grave—. Charles Templeton era uno de mis hombres.
—¡Oh! —exclamó el coronel Bantry visiblemente sorprendido.
—Sí, quise tener a alguien en la casa y que al mismo tiempo no llamara la atención en el pueblo. Rosen realmente necesitaba un secretario y yo le proporcioné a Templeton. Es un caballero, habla alemán a la perfección y es, en conjunto, un tipo muy capacitado.
—Pues entonces, ¿de quién sospecha usted? —preguntó Mrs. Bantry con extrañeza—. Todos parecen tan... buenos y tan inocentes.
—Sí, eso parece, pero podemos considerar el caso desde un ángulo distinto. Fraülein Greta era su sobrina y una muchacha encantadora, pero la guerra nos ha demostrado a menudo que un hermano puede volverse contra su hermana, un padre contra su hijo, etcétera, etcétera, y que las más encantadoras y gentiles jovencitas eran capaces de cosas sorprendentes. Lo mismo puede aplicarse a Gertrud y quién sabe qué otros factores pudieron obrar en su caso. Tal vez una disputa con su señor, un creciente resentimiento más intenso debido a los largos años de fidelidad. Las mujeres que tienen tantos años y pertenecen a esa clase, algunas veces pueden vivir increíblemente amargadas. ¿Y Dobbs? ¿Queda eliminado por no tener relación alguna con la familia? Con dinero se consiguen muchas cosas. Pudieron aproximarse a él de algún modo y sobornarlo.
Una cosa parece segura: debió llegar algún mensaje u orden del exterior. De otro modo, ¿por qué aquellos cinco meses de espera? No, los agentes de "La Mano Vengadora" debieron estar trabajando. No estarían seguros de la perfidia de Rosen y debieron retrasar su venganza hasta aseguraise de su posible traición sin ninguna duda. Luego, cuando verificaron sus sospechas, debieron enviar su mensaje al espía que tenían dentro de su misma casa. El mensaje que decía: «Mata».
—¡Qué horror-! —dijo Jane Helier con un estremecimiento.
—Pero ¿cómo llegaría el mensaje? Ese es el punto que traté de aclarar como única esperanza para resolver el misterio. Una de esas cuatro personas debió de ser abordada por alguien o comunicarse con ellos de alguna manera. La orden debía ser ejecutada, lo sabía muy bien, tan pronto como fuera recibido el aviso. Era la peculiaridad de "La Mano Vengadora".
Me puse a trabajar de una forma que probablemente les parecerá ridículamente meticulosa. ¿Quiénes habían estado en la casa aquella mañana? No descarté a nadie. Aquí está la lista.
Y sacando un sobre de su bolsillo, escogió un papel entre los que contenía.
—El carnicero, que trajo la carne de ternera. Hice averiguaciones y resultaron exactas.
El chico del colmado trajo un paquete de harina de maíz, dos Iibras de azúcar; una de mantequilla y otra de café. Fueron investigados y resultaron correctos.
El cartero trajo dos circulares para miss Rosen, una carta de la localidad para Gertrud, tres para el doctor Rosen, una con sello extranjero, y dos para Mr Templeton, una de ellas también con sello extranjero.
Sir Heniy hizo una pausa y luego extrajo varios documentos del sobre.
—Tal vez les interese verlos. Me fueron entregados por los interesados o bien recogidos de la papelera. No necesito decirles que fueron examinados por expertos para ver si se encontraban en ellos rastros de tinta invisible, etc.etc. No se ha encontrado nada.
Todos se acercaron para mirar Las catálogos para la señorita Rosen eran de un jardinero y de un establecimiento de peletería de Londres muy importante. El doctor Rosen recibió una factura de las semillas compradas a un jardinero local para su jardín y otra de una papelería de Londres. La carta dirigida a él decía lo siguiente:
Mi querido Rosen:
Acabo de regresar de la finca de Mr. Helmuth Spath. El otro día vi a Udo Johnson. Había venido para visitar a Ronald Periy, y me dijo que él y Edgar Jackson acaban de llegar de Tsingtau. Con toda Ecuanimidad, no puedo decir que envidie su viaje. Envíame pronto noticias tuyas. Como ya te dije antes: guárdate de cierta persona. Ya sabes a quién me refiero, aun que no estés de acuerdo conmigo. Tuya,
Georgine
—El correo de Mr. Templeton consistía en esta factura que como ustedes ven enviaba su sastre y una carta de un amigo de Alemania —prosiguió sir Henry—. Esta última, desgraciadamente, la rompió durante su paseo. Y por último tenemos la carta que recibió Gertrud.
Querida Mrs. Smvartz:
Esperamos que pueda usted asistir a la reunión del viernes por la noche. El vicario dice que tiene la esperanza de que vendrá y será usted bien venida. La receta del beicon era estupenda y le doy las gracias por ella. confio en que se encuentre bien de salud y podamos verla el viernes.
Queda de usted afictísima.
Emma Greene
El doctor Lloyd sonrió afablemente, al igual que Mrs. Bantry.
—Creo que esta última carta puede eliminarse —dijo el doctor
—Yo opino lo mismo —replicó sir Henry—, pero tomé la precaución de comprobar que existía esa tal Mrs. Greene y que se celebraba la reunión. Ya saben, nunca está de más ser precavido.
—Esto es lo que dice siempre nuestra amiga miss Marple —comentó el doctor Lloyd sonriendo—. Está usted ensimismada, miss Marple. ¿En qué piensa?
La aludida se sobresaltó.
—jQué tonta soy! —exclamó—. Me estaba preguntando por qué en la carta del doctor Rosen la palabra Ecuanimidad estaba escrita con mayúscula.
Mrts. Bantry exclamó:
—Es cierto. ¡Oh!
—Sí querida —respondió miss Marple—. ¡Pensé que usted lo notaría!
—En esa carta hay un aviso definitivo —dijo el coronel Bantry—. Es lo primero que me llamó la atención. Me fijo más de lo que ustedes creen. Sí, un aviso definitivo... ¿contra quién?
—Hay algo muy curioso con respecto a esa carta —explicó sir Henry—. Según Templeton, el doctor Rosen la abrió durante el desayuno y se la alargó diciendo que no sabía quién podía ser aquel individuo.
—¡Pero si no era un hombre! —dijo Jane Helier—. ¡Está firmada por una tal «Georgina»!
—Es difícil decirlo —dijo el doctor Lloyd—. Tal vez el nombre sea Georgey y no Georgina, aunque parezca más bien lo contrario. En todo caso, resulta un tanto chocante, porque esta letra no parece de mujer
—Eso es igualmente curoso —dijo el coronel Bantry—, que la enseñara fingiendo no saber quién se la escribía. Tal vez pretendía observar la reacción de alguien al verla, pero ¿de quién?, ¿del chico o de ella?
—¿ tal vez de la cocinera? —insinuó Mrs. Bantry—. Quizá se encontrase en la habitación sirviendo el desayuno. Pero lo que no comprendo es... es muy curioso que... Frunció el entrecejo contemplando la carta. Miss Marple se acercó a ella y, señalando la hoja de papel con un dedo, cuchichearon entre sí.
—Pero, ¿por qué rompió la otra carta el secretario?
—preguntó Jane Helier de pronto—. Parece... ¡oh! No sé... parece extraño.¿ Por qué había de recibir cartas de Alemania? Aunque, claro, si como usted dice está por encima de toda sospecha...
—Pero sir Henry no ha dicho eso —replicó miss Marple a toda prisa, abandonando su conversación con Mrs. Bantry—. Ha dicho que los sospechosos son cuatro. De modo que incluye a Mr. Templeton. ¿Tengo razón, sir Heniy?
—Sí, miss Marple. La amarga experiencia me ha enseñado una cosa: nunca diga que nadie está por encima de toda sospecha. Acabo de darles razones por las cuales tres de estas personas pudieran ser culpables, por improbable que parezca. Entonces no apliqué el mismo procedimiento a Charles Templeton, pero al fin tuve que seguir la regla que acabo de mencionar.
Y me vi obligado a reconocer esto: que todo ejército, toda marina y toda policía tienen cierto número de traidores en sus filas, por mucho que se odie admitir la idea. Y por ello examiné el caso contra Charles Templeton sin el menor apasionamiento.
Me hice muchas veces la pregunta que miss Helier acaba de exponer. ¿Por qué fue el único que no pudo presentar la carta que recibieira con sello alemán? ¿Por qué recibía correspondencia de Alemania?
Esta última pregunta era del todo inocente y por lo tanto se la hice a él, siendo su respuesta bastante sencilla. La hermana de su madre estaba casada con un alemán y la carta era de una prima suya alemana. De modo que me enteré de algo que ignoraba hasta entonces, que Charles Templeton tenía parientes alemanes. Y eso le colocó inmediatamente en la lista de sospechosos. Es uno de mis hombres, un muchacho en el que siempre he confiado, pero para ser justo y ecuánime debo admitir que es el que encabeza la lista.
Pero ahí lo tienen: ¡No lo sé! No lo sé y, con toda probabilidad, nunca lo sabré. No se trata sólo de castigar a un asesino, sino de algo que considero cien veces más importante. Se trata, quizá, de la posibilidad de haber arruinado la carrera de un hombre honrado a causa de meras sospechas, sospechas que por otra parte no me atrevo a despreciar.
Miss Marple carraspeó y dijo en tono amable:
—Entonces, sir Henry, si no le he entendido mal, ¿de quien sospecha principalmente es del joven Templeton?
—Sí, en cierto sentido. Y en teoría los cuatro habrían de verse igualmente afectados por esta situación, pero no es ése el caso. Dobbs, por ejemplo, aun cuando yo lo considere sospechoso, eso no altera en modo alguno su vida. En el pueblo nadie recela de que la muerte del doctor Rosen no fuese accidental. Gertrud tal vez se haya visto algo más afectada. La situación puede representar alguna diferencia, por ejemplo, en la actitud de Fraülein Rosen hacia ella, aunque dudo de que eso le afecte excesivamente.
En cuanto a Greta Rosen... bueno, aquí llegamos al punto crucial de todo este asunto. Greta es una joven muy hermosa y Charles Templeton un muchacho apuesto, convivieron cinco meses bajo el mismo techo sin otras distracciones exteriores y ocurrió lo inevitable. Se enamoraron el uno del otro, aunque no quieren admitir el hecho con palabras.
Y luego ocurrió la catástrofe. Ya habían transcurrido tres meses, y un día o dos después de mi regreso, Greta Rosen vino a verme. Había vendido la casita y regresaba a Alemania, una vez arreglados los asuntos de su tío. Acudió a mí, aunque sabía que me había retirado, porque en realidad deseaba verme por un asunto personal. Tras dar algunos rodeos al fin me abrió su corazón. ¿Cuál era mi opinión? Aquella carta con sello alemán, la que Charles había roto, la había preocupado y seguía preocupándola. ¿Había dicho la verdad? Sin duda debió decirla. Claro que creía su historia, pero... ¡oh!, si pudiera saberlo con absoluta certeza.
¿Comprenden? El mismo sentimiento, el deseo de confiar, pero la terrible sospecha persistiendo en el fondo de su mente, a pesar de luchar contra ella. Le hablé con absoluta franqueza, pidiéndole que hiciera lo mismo, y le pregunté si Charles y ella estaban enamorados.
—Creo que sí —me contestó—. Oh, sí, eso es. Eramos tan felices. Los días pasaban con tanta alegría.
Los dos lo sabíamos, pero no había prisa, teníamos toda la vida por delante. Algún día me diría que me amaba y yo le contestaría que yo también. ¡Ah! ¡Pero puede usted imaginárselo! Ahora todo ha cambiado. Una nube negra se ha interpuesto entre nosotros, nos mostramos retraídos y cuando nos vemos no sabemos qué decirnos. Quizás a él le ocurre lo mismo. Nos decimos interiormente: ¡Si estuviéramos seguros! Por eso, sir Henry, le suplico que me diga: «Puede estar segura, quienquiera que matase a mi tío no fue Charles Templeton». ¡Dígamelo! ¡Oh, se lo suplico! ¡Se lo suplico, se lo suplico!
Y maldita sea -exclamó sir Henry, dejando caer su puño con fuerza sobre la mesa—, no pude decírselo. Se fueron separando más y más los dos. Entre ellos se interponía la sospecha como un fantasma que no podían apartar.
Se reclinó en la butaca con el rostro abatido y grave mientras movía la cabeza con desaliento.
—Y no hay nada más que hacer, a menos —volvió a enderezarse con una sonrisa burlona— a menos que miss Marple pueda ayudarnos. ¿Puede usted, miss Marple? Tengo el presentimiento de que esa carta está en su línea. La de la reunión benéfica. ¿No le recuerda alguien o algo que le haga ver este asunto muy claro?
¿No puede hacer algo por ayudar a dos jóvenes desesperados que desean ser felices?
Tras la sonrisa burlona se escondía cierta ansiedad en su pregunta. Había llegado a formarse una gran opinión del poder deductivo de aquella solterona frágil y anticuada, y la miró con cierta esperanza en los ojos.
Miss Marple carraspeó y se arregló la manteleta de encaje.
—Me recuerda un poco a Annie Poultny —admitió-. Claro que la carta está clarísima, para Mrs. Bantry y para mí. No me refiero a la que habla de la reunión benéfica, sino a la otra. Al haber vivido tanto en Londres y no tener ninguna afición por la jardinería, sir Henry, no es de extrañar que no lo haya notado usted.
—¿Eh? —exclamó sir Henry—. ¿Notado qué?
Mrs. Bantry alargó la mano y escogió una de las cartas, un catálogo que abrió y leyó pausadamente:
Mr. Helmuth Spath. Lila, una flor maravillosa, su tallo alcanza una altura inusitada. Espléndida para cortar y adornar el jardín. Una novedad de sorprendente belleza. Udo Johnson. Amarilla y cálida. De aroma peculiar y agradable.
Edgar Jackson. Crisantemo de hermosa forma y color rojo ladrillo muy brillante. Ronald Perry. Rojo brillante. Sumamente decorativa.
Tsingtau. Color naranja brillante, flor muy vistosa para jardín y de larga duración una vez cortada. Ecuanimidad...
Recordarán ustedes que esta palabra aparecía en la caría escrita también en mayúscula.
Flor de extraordinaria perfección en su forma. Tonos rosa y blanco.
Mrs. Bantry, dejando el catálogo, terminó diciendo con una gran excitación:
—Y ¡Dalias!
—Las letras iniciales de sus nombres componen la palabra «MUERTE» -explicó miss Marple satisfecha.
—Pero la carta la recibió el propio doctor Rosen —objetó sir Henry.
—Esa fue la maniobra más inteligente— explicó miss Marple—. Eso y la amenaza que se encerraba en ella.
¿Qué es lo que haría al recibir una carta de alguien desconocido y llena de nombres extraños para él? Pues, naturalmente, mostrársela a su secretario y pedirle su opinión.
—Entonces, después de todo...
—¡0h, no! —exclamó miss Marple—. El secretario, no. Vaya, eso precisamente demuestra que no fue él. De ser así, nunca hubiera permitido que se encontrase la carta e igualmente no se le hubiese ocurrido destruir una carta dirigida a él y con sello alemán. Su inocencia resulta evidente y , si me permito decirlo, deslumbran te..
—Entonces, ¿quién...?
—Pues parece casi seguro, todo lo seguro que puede ser, algo en este mundo. Había otra persona presente durante el desayuno y pudo... es natural, dadas las circunstancias, alargar la mano y leer la carta. Y así fue. Recuerden que recibió un catálogo de jardinería en el mismo correo...
—Greta Rosen —dijo sir Henry despacio—. Entonces su visita...
—Los caballeros nunca saben ver a través de estas cosas —replicó miss Marple—. Y me temo que muchas veces a las viejas nos ven como a... brujas, porque vemos cosas que a ellos les pasan inadvertidas, pero es así. Una sabe mucho de las de su propio sexo por desgracia. No me cabe la menor duda de que se alzó una barrera entre ellos. El joven sintió una repentina e inexplicable aversión hacia ella. Sospechaba puramente por instinto y no podía ocultarlo. Y creo que la visita que le hizo la joven a usted fue sólo puro despecho. En realidad se sentía bastante segura, pero antes de marcharse quiso que usted fijara definitivamente sus sospechas en el pobre Mr. Templeton. Debe usted reconocer que, hasta después de su visita, no le parecieron completamente justificadas sus propias sospechas.
—Estoy convencido de que no fue nada de lo que ella dijo... —comenzó a decir sir Henry.
—Los caballeros —continuó miss Marple con calma— nunca ven estas cosas.
—Y esa joven... —se detuvo—... Icomete semejante crimen a sangre fría y queda impune!
—¡Oh, no, sir Henry! —dijo miss Marple—. Impune no. Usted y yo no lo creemos. Recuerde lo que dijo no hace mucho rato. No. Greta Rosen no escapará a su castigo. Para empezar, deberá vivir entre gente extraña, chantajistas y terroristas, que no le harán ningún bien y probablemente la arrastrarán a un final miserable. Como usted dice, no vale la pena preocuparse por el culpable, es el inocente quien importa. Mr. Templeton, me atrevo a aventurar, se casará con su prima alemana ya que el hecho de que rompiera su carta resulta... bueno, un tanto sospechoso, empleando la palabra en un sentido distinto al que le hemos dado toda la noche. Parece ser que lo hizo como si temiese que Greta la viera y le pidiera que se la dejase leer. Sí, creo que entre ellos debió de haber algo. Y luego está Dobbs, a quien, como usted dice, las sospechas no le afectarán mucho. Probablemente lo único que le interesa son sus desayunos. Y la pobre Gertrud, que me recuerda a Annie Poultny. Pobrecilla Annie Poultny. Cincuenta años sirviendo fielmente a miss Lamh y luego sospecharon que había hecho desaparecer su testamento, aunque no pudo probarse. Aquello destrozó el corazón de aquella criatura tan fiel. Y después de su muerte, se encontró en un compartimiento secreto en la caja donde guardaban el té y donde la propia miss Lamb lo había guardado para mayor seguridad. Pero era ya demasiado tarde para la pobre Annie.
Por eso me preocupa esa pobre mujer alemana. Cuando se es viejo, uno se amarga fácilmente. Lo siento mucho más por ella que por Mr. Templeton, que es joven, bien parecido y, según comentaba usted, goza de bastante popularidad entre las damas. ¿Querrá usted escribirle a ella, sir Henry, para decirle que su inocencia está fuera de toda duda? Con su señor muerto y el peso de las sospechas... ¡Oh! ¡No quiero ni pensarlo!
—Le escribiré, miss Marple—-dijo sir Henry mirándola con curiosidad—. ¿Sabe una cosa? Nunca llegaré a comprenderla. Siempre repara usted en algo que no esperaba.
—Me temo que mi experiencia resulta insignificante —replicó miss Marple humildemente—. Apenas si salgo de St. Mary Mead.
—¡Y no obstante ha resuelto usted lo que podríamos llamar un problema internacional! —dijo sir Henry—.
Porque lo ha resuelto. De eso estoy completamente convencido.
Miss Marple enrojeció y luego, parpadeando, explicó:
—Creo que fui bien educada para lo que se acostumbraba en mis tiempos. Mi hermana y yo tuvimos una institutriz alemana, una persona muy sentimental. Nos enseñó el lenguaje de las flores, un estudio casi olvidado hoy en día, pero encantador. Un tulipán amarillo, por ejemplo, simboliza el Amor Sin Esperanza, mientras un Aster Chino significa Muero de Celos a Tus pies. Esa carta estaba firmada: Georgine, que me parece recordar significa dalia en alemán y eso lo dejaba todo muy claro. Ojalá pudiera recordar el significado de dalia, pero escapa a mi memoria, que ya no es tan buena como antes.
—De todas formas no significa MUERTE.
—No, desde luego. Horrible, ¿no? En este mundo hay cosas muy tristes.
—Sí —replicó Mrs. Bantry con un suspiro—. Es una suerte tener flores y amigos.
—Observen que nos coloca en último lugar —dijo el doctor Lloyd.
—Un admirador solía enviarme orquídeas rojas cada noche —dijo Jane Helier con aire soñador.
—«Espero sus favores», eso es lo que significa —dijo miss Marple con agudeza.
Sir Henry carraspeó de un modo peculiar y volvió la cabeza.
Miss Marpie lanzó una repentina exclamación.
—Acabo de recordarlo. La dalia significa «Traición y Falsedad».
—Maravilloso —replicó sir Henry—. Absolutamente maravilloso.

Y suspiró.

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