.

.

viernes, 15 de octubre de 2010

LA ACTRIZ -- Agatha Christie





LA ACTRIZ
Agatha Christie



El desaliñado individuo de la cuarta fila de la platea se inclinó en la 
butaca y contempló incrédulo el escenario, entornando furtivamente 
sus taimados ojos.
—¡Nancy Taylor! —masculló—. ¡Válgame Dios! ¡La pequeña Nancy 
Taylor!
Bajó la vista y miró el programa que tenía en la mano. Había un 
nombre impreso con letra algo mayor que la del resto del elenco.
—¡Olga Stormer! De manera que así te haces llamar ahora. Te crees 
una gran estrella, ¿eh, amiga mía? Y debes de embolsarte un buen 
dinero. Seguro que has olvidado que en otro tiempo tu nombre era 
Nancy Taylor. Me pregunto que ocurriría si Jake Levitt te lo 
recordase.
Al concluir el primer acto, cayó el telón. Un caluroso aplauso resonó 
en la sala. Olga Stormer, la emotiva actriz que había alcanzado 
renombre en los últimos años, añadía un nuevo éxito a su palmarés 
con el personaje de Cora en  El ángel vengador.
Jake Levitt no se sumó a la ovación, pero una sonrisa de 
complacencia ensanchó gradualmente su boca. ¡Dios, qué golpe de 
suerte! Y justo cuando estaba en las últimas. Probablemente ella 
intentaría engatusarlo, pero con él de nada le valdrían sus artimañas. 
Bien llevado, aquel asunto sería una mina de oro.



A la mañana siguiente se pusieron de manifiesto los primeros 
sondeos de Jake Levitt en su mina de oro. Rodeada por los lacados 
rojos y las colgaduras negras de su salón, Olga Stormer leía una 
carta abstraídamente una y otra vez. Su pálido rostro, de facciones 
sobremanera expresivas, se hallaba algo más rígido que de 
costumbre, y de vez en cuando sus ojos de color verde agrisado 
permanecían fijos por un momento en un punto situado más allá del 
papel, como si más que las palabras contemplasen la amenaza que se 
ocultaba tras ellas.
Con aquella extraordinaria voz suya, que podía vibrar de emoción o 
sonar tan nítida y precisa como el tecleo de una máquina de escribir, 
gritó: 
—¡Señorita Jones!
De una habitación contigua salió al instante una pulcra joven con 
gafas, provista de un cuaderno de taquigrafía y un lápiz.
—Hágame el favor de telefonear al señor Danahan y decirle que 
venga inmediatamente.
Syd Danahan, el representante de Olga Stormer, entró en el salón 
con la aprensión propia de un hombre cuya vida se centra en afrontar 
y mantener a raya las extravagancias del temperamento artístico 
femenino. Su rutina cotidiana consistía en persuadir, apaciguar, 
intimidar, unas veces por separado, otras simultáneamente. Para su 
alivio, Olga parecía serena, y se limitó a colocar una nota en la mesa 
frente a él. 
—Léela.
La carta estaba escrita en papel barato y con letra poco cuidada.

Estimada señora:
Anoche tuve el placer de ver su interpretación en El ángel 
vengador. Creo que tenemos una amiga común, la señorita 
Nancy Taylor, que antes vivía en Chicago. Pronto se 
publicará un artículo relacionado con ella. Si le interesa que 
hablemos del mismo, pasaré a visitarla cuando considere 
usted oportuno.
Reciba un respetuoso saludo de
JAKE LEVITT

Danahan quedó un tanto desconcertado.
—No acabo de entenderlo. ¿Quién es esa Nancy Taylor?
—Una muchacha que mejor estaría muerta, Danny —contestó Olga 
con una amargura y un hastío en la voz que delataban sus treinta y 
cuatro años de edad—. Una muchacha que estaba muerta hasta que 
este cuervo la ha traído de nuevo a la vida.
—¡Entonces...!
—Sí, Danny, soy yo. Yo y nadie más que yo.
—Esto implica, pues, un chantaje.
—Sin duda —dijo Olga, asintiendo con la cabeza—, y por un hombre 
que conoce ese arte a la perfección.
Danahan reflexionó sobre el asunto con expresión ceñuda. Olga, con 
la mejilla apoyada en una mano larga y fina, lo observó con ojos 
insondables.
—¿Por qué no mientes? Niégalo todo. ¿Cómo puede estar seguro de 
que no se confunde a causa de un parecido casual?
Olga movió la cabeza en un gesto de negación.
—Levitt vive de chantajear a las mujeres. Está seguro de sobra.
—¿Y avisar a la policía? —sugirió Danahan con escasa convicción.
La irónica sonrisa que asomó a los labios de Olga fue respuesta 
suficiente. Aunque Danahan no se daba cuenta, tras la aparente 
calma de la actriz bullía la impaciencia de un cerebro perspicaz que 
contempla a otro mucho más tardo avanzar trabajosamente por el 
camino que él ha recorrido antes en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Y no crees... esto... que sería sensato... en fin, hablarle tú misma 
a sir Richard de tu pasado? —preguntó Danahan—. Eso le estropearía 
en parte los planes a este sujeto.
—Se lo conté todo a Richard en cuanto me propuso el matrimonio.
—¡Magnífico! —exclamó Danahan con admiración—. Muy inteligente 
por tu parte.
Olga sonrió.
—Mi querido Danny, no fue una cuestión de inteligencia. Tú no lo 
entenderías. En cualquier caso, si este Levitt cumple sus amenazas, 
estoy acabada, y de paso también se irá a pique la carrera 
parlamentaria de Richard. No, tal como yo lo veo, solo hay dos 
soluciones.
—¿Cuáles?
—Pagar, y eso por supuesto nunca terminaría; o desaparecer, 
empezar de cero —El hastío se reflejó de nuevo en su voz—. Y no es 
que me arrepienta de lo que hice. Era una chiquilla desamparada y 
muerta de hambre, Danny, que intentaba a toda costa mantenerme 
en el buen camino. Maté a un hombre de un tiro, un hombre brutal 
que merecía morir. Las circunstancias que me obligaron a ello fueron 
tales que ningún jurado del mundo me habría declarado culpable. 
Ahora lo sé, pero entonces era solo una muchacha asustada... y huí.
Danahan movió la cabeza en un gesto de afirmación.
—¿No habrá, supongo, algo que podamos esgrimir contra él? —
preguntó sin grandes esperanzas.
Olga negó con la cabeza.
—Lo dudo mucho. Es demasiado cobarde para involucrarse en delitos 
graves —De pronto pareció sorprendida por sus propias palabras—. 
¡Cobarde! Tal vez podríamos sacar provecho de eso.
—¿Y si sir Richard va a verlo y lo intimida? —sugirió Danahan.
—Richard es un instrumento demasiado delicado. No puede tratarse a 
esa clase de hombres con guante de seda.
—Bien, pues iré a verlo yo.
—Disculpa, Danny, pero no creo que poseas la sutileza necesaria. 
Aquí se requiere un término medio entre el guante de seda y los 
puños desnudos. Unos mitones, digamos. O sea, una mujer. Sí, 
imagino que una mujer serviría. Una mujer que esté dotada de cierto 
refinamiento y a la vez conozca el lado ruin de la vida por haberlo 
padecido. Olga Stormer, sin ir más lejos. No hables; estoy ideando un 
plan —Se inclinó y hundió la cara entre las manos. De repente volvió 
a erguirse—. ¿Cómo se llama esa chica que quiere ser mi suplente? 
Margaret Ryan, ¿no? La que tiene el pelo como el mío. 
—Tiene un pelo bonito, sí —admitió Danahan sin mucho entusiasmo, 
contemplando el moño de color castaño dorado que coronaba la 
cabeza de Olga—. Es igual que el tuyo, como tú has dicho. Pero esa 
es su única virtud. Pensaba deshacerme de ella la semana próxima.
—Si las cosas salen bien, tendrás que permitirle probablemente que 
sea mi suplente en el papel de Cora —Olga acalló las protestas de 
Danahan con un gesto enérgico—. Danny, contéstame con sinceridad. 
¿Crees que sé actuar? Actuar de verdad, quiero decir. ¿O soy solo 
una mujer atractiva que anda luciendo trajes elegantes?
—¿Actuar? ¡Por Dios, Olga, no ha habido otra como tú desde Eleonora 
Duse!
—En ese caso, si Levitt es realmente tan cobarde como sospecho, el 
plan dará resultado. No, no voy a contártelo. Quiero que te pongas en 
contacto con esa muchacha, Margaret Ryan. Dile que estoy 
interesada en ella y deseo que cene aquí conmigo mañana por la 
noche. Aceptará en el acto. 
—¡Eso sin duda!
—Necesito también un somnífero potente, algo que deje a una 
persona sin sentido un par de horas pero no se note al día siguiente.
Una amplia sonrisa se dibujó en los labios de Danahan. 
—No puedo asegurar que nuestro amigo no tenga luego dolor de 
cabeza, pero no sufrirá ningún daño irreparable.
—¡Estupendo! Ahora márchate, Danny, y deja lo demás en mis 
manos. —Alzando la voz, llamó—: ¡Señorita Jones! 
La joven de las gafas apareció con su habitual prontitud. 
—Tome nota, por favor —dijo Olga. 
Paseándose lentamente por el salón, dictó la correspondencia del día. 
Sin embargo escribió de su puño y letra una de las cartas.



En su sórdida habitación, Jake Levitt sonrió mientras abría el sobre 
esperado.

Estimado señor:
No recuerdo a la señorita de quien me habla, pero conozco a 
tanta gente que a veces, inevitablemente, la memoria me 
falla. Siempre estoy dispuesta a ayudar a cualquier otra 
actriz, y si desea visitarme, esta noche a las nueve me 
encontrará en casa.
Atentamente,
OLGA STORMER

Levitt movió la cabeza en un gesto de ponderación. ¡Una nota 
inteligente! Aun sin admitir nada, expresaba su voluntad de negociar. 
La mina de oro iba por buen camino.



A las nueve en punto Levitt llegó al apartamento de la actriz y llamó 
al timbre. Nadie atendió, y se disponía a llamar de nuevo cuando 
advirtió que la puerta no estaba cerrada con llave. La empujó y pasó 
al vestíbulo. A su derecha vio una puerta abierta que daba a una 
habitación vivamente iluminada. En su interior predominaban los 
colores negro y rojo escarlata. Levitt entró. En la mesa, bajo la 
lámpara, había una hoja de papel donde se leía:

Por favor, espere hasta que vuelva. 
O. Stormer.

Levitt tomó asiento y aguardó. A su pesar, una sensación de 
desasosiego se adueñó de él. No se oía siquiera el vuelo de una 
mosca. Por alguna razón, aquel silencio resultaba sobrecogedor.
Nada anormal ocurría, claro que no. ¿Qué iba a ocurrir? Pero el 
silencio era sepulcral; y sin embargo, pese a aquel silencio, tenía la 
absurda e incómoda sensación de que no se hallaba solo. ¡Tonterías! 
Se enjugó el sudor de la frente. Y la impresión se tornó aún más 
palpable. ¡No estaba solo! Mascullando un juramento, se levantó de 
un salto y empezó a caminar de un lado a otro. Aquella mujer 
regresaría enseguida y entonces...
Se detuvo en seco y ahogó un grito. Bajo las colgaduras negras de 
terciopelo que vestían las ventanas asomaba una mano. Se agachó y 
la tocó. Estaba fría, muy fría. Era la mano de un cadáver.
Apartó de inmediato la cortina y un alarido escapó de su garganta. 
Detrás yacía una mujer boca abajo, con un brazo extendido y el otro 
doblado bajo el cuerpo. El cabello de color castaño dorado le caía en 
alborotados mechones alrededor del cuello.
¡Olga Stormer! Con dedos temblorosos, Levitt palpó la gélida piel de 
su muñeca buscando el pulso. Como esperaba, no percibió los latidos. 
Estaba muerta. Había escapado de él, pues, por el camino más fácil.
De pronto atrajeron su atención los extremos de un cordón rojo 
terminado en grotescas borlas y parcialmente ocultos bajo el pelo. 
Los tocó con cuidado. La cabeza se ladeó, y Levitt entrevió con horror 
un rostro lívido. Lanzó un grito y retrocedió al instante. Se sentía 
mareado. Allí había algo que no alcanzaba a comprender. La breve 
visión de aquel rostro, pese a estar desfigurado, no dejaba lugar a 
dudas. No era un suicidio sino un asesinato. Aquella mujer había sido 
estrangulada y... no era Olga Stormer.
¿Y qué había oído? Un sonido a sus espaldas. Se volvió de inmediato 
y su mirada se posó en los ojos aterrorizados de una criada 
acurrucada contra la pared. Tenía el rostro tan blanco como la cofia y 
el mandil que llevaba puestos. Sin embargo Levitt no comprendió el 
fascinado horror que afloraba a sus ojos hasta que sus palabras, 
apenas un susurro, le revelaron el peligro en que se hallaba.
—¡Dios mío! ¡La ha matado!
Aun entonces se resistió a admitir plenamente la gravedad de la 
situación.
—No, no —replicó—. Ya estaba muerta cuando la he encontrado.
—¡La ha matado usted! ¡Lo he visto! La ha estrangulado con ese 
cordón. Acabo de oír un grito ahogado.
Levitt tenía ahora la frente empapada en sudor. Mentalmente, repasó 
sus acciones de los minutos previos. La criada debía de haber entrado 
en el preciso instante en que él sostenía entre los dedos los extremos 
del cordón. Había visto ladearse la cabeza y oído su grito, el grito de 
él, pensando que procedía de la víctima.
Levitt observó a la criada con expresión de impotencia. Lo que vio en 
su rostro no dejaba lugar a dudas: era miedo y estupidez. Contaría a 
la policía que había presenciado el crimen, y ningún abogado 
defensor lograría hacerla vacilar, de eso estaba seguro. Juraría por su 
vida con inquebrantable convicción que decía la verdad.
¡Qué espantosa e imprevista concatenación de circunstancias! Un 
momento. ¿Era realmente imprevista?
—Esa no es tu señora, ¿sabes? —dijo sin pensar, mirándola con 
atención.
La mecánica respuesta de la criada arrojó luz sobre el asunto.
—No, es una actriz amiga suya. Si es que puede considerárselas 
amigas, porque andaban siempre como el perro y el gato. Esta 
misma noche han tenido una de sus trifulcas.
Levitt lo vio todo claro al instante: le habían tendido una trampa.
—¿Dónde está tu señora? —preguntó.
—Se ha marchado hace diez minutos.
Una trampa. Y él había caído como un necio. Esa Olga Stormer era 
astuta como un demonio. Se había deshecho de una rival, y él 
pagaría por el crimen. ¡Un asesinato! ¡Santo cielo, por asesinato lo 
enviaban a uno a la horca! Y él era inocente. ¡Inocente!
Un furtivo susurro de tela lo arrancó de sus cavilaciones. La criada se 
deslizaba con sigilo hacia la puerta. Empezaba a salir de su estupor. 
Lanzó una mirada indecisa al teléfono y se volvió de nuevo hacia la 
puerta.
Levitt debía impedirle hablar como fuese. Era la única solución. Tanto 
daba ser colgado por un crimen real como por uno inexistente. La 
criada no tenía arma alguna, y él tampoco. Pero él contaba con sus 
manos. De pronto el corazón le dio un vuelco. En la mesa, junto a 
ella, casi bajo su mano, había un pequeño revólver adornado con 
piedras preciosas. Si conseguía cogerlo antes que ella...
El instinto o la mirada de Levitt pusieron sobre aviso a la criada, que 
agarró el revólver cuando él se abalanzaba ya hacia ella y lo apuntó 
contra su pecho. Pese a la torpeza con que lo sujetaba, tenía el dedo 
en el gatillo, y a tan corta distancia difícilmente erraría el tiro. Levitt 
se detuvo en el acto. Un revólver que pertenecía a una mujer como 
Olga Stormer sin duda estaba cargado.
Pero al menos ahora la criada no se interponía ya entre él y la puerta. 
Solo si la atacaba, reuniría valor para disparar. En cualquier caso, 
Levitt no tenía más remedio que arriesgarse. Zigzagueando, corrió 
hasta la puerta, atravesó el vestíbulo y abandonó el apartamento. 
Cerró de un portazo. Desde el interior llegó la voz débil y trémula de 
la criada:
—¡Policía! ¡Un asesinato!
Tendría que gritar más alto para que alguien la oyese. De todos 
modos, no había tiempo que perder. Levitt descendió rápidamente 
por la escalera y salió a la calle. En la acera aflojó el paso y, 
caminando como cualquier transeúnte, dobló la esquina. Ya había 
concebido un plan. Se trasladaría cuanto antes a Gravesend. Esa 
misma noche zarpaba de allí un barco con rumbo a un remoto rincón 
del mundo. Levitt conocía al capitán, un hombre que a cambio de una 
pequeña suma no haría preguntas indiscretas. Una vez a bordo y en 
mar abierto, estaría a salvo.



A las once de la noche sonó el teléfono en casa de Danahan. Era 
Olga.
—Prepara un contrato para la señorita Ryan, ¿de acuerdo? Será mi 
suplente en el papel de Cora. No admito discusión. Después de lo que 
le he hecho esta noche estoy en deuda con ella. ¿Cómo? Sí, creo que 
he salido del apuro. Por cierto, si mañana te cuenta que soy una 
fervorosa espiritista y la he puesto en trance, no reacciones con 
excesiva incredulidad. ¿Que cómo ha sido? Con unas gotas de 
somnífero en el café, seguidas de unos expertos pases. Luego le he 
pintado la cara con maquillaje morado y le he aplicado un torniquete 
en el brazo izquierdo. ¿Perplejo? Pues deberás seguir en tu 
perplejidad hasta mañana. Ahora no tengo tiempo de explicártelo. He 
de quitarme el mandil y la cofia antes de que mi leal Maud vuelva del 
cine. Esta noche ponían un «melodrama precioso», me ha dicho. Pero 
seguro que no era nada comparado con el melodrama que se ha 
perdido. Hoy he representado el mejor papel de mi vida, Danny. Han 
vencido los mitones. Jake Levitt es en efecto un cobarde, y sí, 
Danny..., ¡soy una actriz!

LA LÁMPARA -- Agatha Christie






LA LÁMPARA




Agatha Christie

*********
Sin lugar a dudas, era una casa vieja. Todo el conjunto tenia el sello indeleble de lo antiguo, como sucede en las ciudades de edad remota, construidas alrededor de su catedral. Pero el número diecinueve daba la impresión de ser la más vieja, con el aire solemne de patriarcado y su color gris de insolente arrogancia. Destilaba esa frialdad repulsiva que distingue a todas las casas hace mucho tiempo deshabitadas. Su austera desolación reinaba por encima de las otras moradas.
En cualquier otra ciudad se hubiera dicho que era una casa encantada; pero no en Weyminster, donde los fantasmas carecían de adictos, si bien se respetaban las creencias propias de los «feudos y condados». Por eso, el número diecinueve jamás tuvo el sobrenombre de casa encantada. No obstante, lucía año tras año su rótulo: «Se alquila o vende».
La señora Lancaster miró aprobatoriamente la casa desde el automóvil, sentada junto al verboso agente de fincas, que derrochaba buen humor ante la idea de sacarse de encima el número diecinueve. Éste introdujo la llave en la cerradura sin aminorar sus elogios.
—¿Cuánto tiempo lleva deshabitada? —preguntó secamente la señora Lancaster.
El señor Raddish, algo indeciso, contestó:
—Pues... hace algún tiempo.
—Eso ya se advierte —repuso irónica la señora Lancaster.
El semioscuro recibidor desprendía un hedor siniestro. Una mujer más imaginativa se hubiera estremecido; pero no aquella, eminentemente práctica. Era alta, con abundante pelo castaño oscuro, que tendía a volverse gris, y fríos ojos azules.
Recorrió la casa de sótano a desván, formulando preguntas. Terminada la inspección regresó a una de las habitaciones frontales que daba a la plaza y preguntó al agente:
—¿Qué ocurre con la casa?
El señor Raddish, cogido de sorpresa, contestó débilmente:
—Una casa sin amueblar resulta siempre algo lúgubre.
—Eso no justifica un alquiler tan bajo. Debe de haber algún motivo. ¿Está encantada?
El agente dio un respingo, si bien no contestó.
Ella le observó un momento antes de añadir:
—No creo en fantasmas. Esas tonterías no son obstáculos que me impidan quedarme con la casa. Pero los sirvientes son muy crédulos y se asustan fácilmente. ¿Quiere usted decirme qué cosa se supone encanta este lugar?
—Yo... pues... realmente lo ignoro —tartamudeó el hombre.
—Estoy segura de que lo sabe. No aceptaré la casa si no me lo dice. ¿Qué fue? ¿Un asesinato?
—¡Oh, no! —gritó el señor Raddish, en defensa de la reputación de la finca—. Es... bueno, sólo se trata de un niño.
—¿Un niño?
—Sí.
Luego de una breve pausa, se decidió:
—Desconozco la verdadera historia. Existen muchas versiones. Unos treinta años atrás, un hombre llamado Williams alquiló el número diecinueve. Era un desconocido, sin criados ni amigos, y raras veces lo veían en la calle. Vino acompañado de un hijo un niño de corta edad. Después de permanecer aquí dos meses, se fue a Londres, donde la policía lo identificó, al parecer acusado de algo grave. El hombre no quiso entregarse y se disparó un tiro. El niño continuó solo en la casa bien provisto de alimentos, a la espera de su padre. Desgraciadamente, tenía prohibido que, por ninguna causa, saliera de la casa y hablase con nadie. El pobre no se atrevió a desobedecer. Los vecinos, ignorantes de que el padre se había marchado, a menudo le oían sollozar de noche.
El señor Raddish se detuvo y aspiró fuertemente.
—El niño se murió de hambre —lo dijo con el mismo tono que hubiera empleado para anunciar que empezaba a llover.
—¿Y es el fantasma del niño lo que se supone que vive aquí? —preguntó la señora Lancaster.
—En realidad es algo sin importancia —se apresuró a tranquilizarla—. Nadie ha visto nada. Sólo se trata de un rumor, dicen que oyen llorar al niño.
La señora Lancaster se encaminó a la puerta principal.
—Me gusta mucho la casa. No es fácil que logre nada parecido por este precio. Ya le comunicaré mi decisión.



—Es muy alegre, ¿verdad, papá? La señora Lancaster inspeccionó su nuevo hogar. Alegres alfombras, muebles bien bruñidos e infinidad de chucherías habían transformado el lúgubre aspecto del número diecinueve.
Hablaba a un anciano de hombros caídos y delicado rostro místico. El señor Winburn no se parecía a su hija. El sentido práctico de ella contrastaba fuertemente con la soñadora abstracción de él.
—Sí —contestó con una sonrisa—. Nadie pensaría en que estuvo encantada.
—¡Papá, no digas tonterías! Y menos en nuestro primer día.
El señor Winburn se sonrió.
—Muy bien, querida; estoy de acuerdo en que no existen los fantasmas.
—Por favor —suplicó su hija—. No menciones eso delante de Geoff. ¡Es tan imaginativo!
Geoff era el hijo de la señora Lancaster. La familia estaba formada por el señor Winburn, su hija viuda y Geoffrey.

La lluvia empezó a golpear contra la ventana, insistente.
—Escucha —dijo el señor Winburn—. ¿Oyes pequeños pasos?
—Oigo la lluvia —repuso ella con una sonrisa.
—Son pisadas —afirmó el anciano, inclinándose para escuchar.
La hija se rió divertida.
El señor Winburn se rió también. Tomaban té en el salón y el anciano se hallaba sentado de espaldas a la escalera.
El pequeño Geoffrey bajó lentamente las escaleras de bruñido roble y sin alfombra, con la temerosa precaución de un niño en un lugar extraño. Luego caminó hasta colocarse junto a su madre. El señor Winburn dio un ligero respingo al captar otras pisadas en las escaleras, como de alguien que siguiera a su nieto. Si, era un lento y penoso arrastrar de pies.
Se encogió de hombros. «La lluvia, sin duda», pensó.
—¿Hay bizcochos? —dijo Geoffrey con la naturalidad de quien sólo resalta una circunstancia interesante.
Su madre se apresuró a complacerlo.
—Bien, hijito, ¿te gusta tu nueva casa? —preguntó.
—Muchísimo —respondió el niño con la boca llena—. Mucho, mucho y más mucho.
Después de tan original afirmación, que evidentemente expresaba el más profundo contento, se dio a la tarea de hacer desaparecer los bizcochos en el menor tiempo posible.
Luego de tomar el último bocado, se desató su verborrea.
—Mamaíta, Jane dice que hay desvanes, ¿puedo explorarlos? Quizás encuentre una puerta secreta. Jane dice que no hay ninguna; pero yo creo que sí. Y si no encontraré cañerías de agua —puso cara de éxtasis—. ¿Me dejarás que juegue con ellas? ¿Me permites que vea la caldera?
Pronunció la última palabra con tanto entusiasmo que su abuelo consideró justificada una instalación que sólo mediante un esfuerzo imaginativo facilitaba agua caliente, y también numerosas facturas del lampista.
—Mañana verás los desvanes, cariño. Ahora entretente con tu caja de construcciones en hacer una casa o una locomotora.
—No quiero construir una caza. 
—Casa.
—Casa; ni tampoco una locomotora. 
—Construye una caldera —sugirió el abuelo. 
Geoffrey se animó. 
—¿Con tuberías? 
—Sí, con muchas tuberías.
El niño corrió feliz en busca de su caja de construcciones.
La lluvia no aminoraba. El señor Winburn escuchó. Sí, debió de ser la lluvia, si bien había sonado como si fueran pasos.
Aquella noche tuvo un extraño sueño. Soñó que caminaba por una gran ciudad, donde sólo vivían niños. Eran muchos niños; multitud de ellos. De pronto se vio rodeado de caritas que gritaban: «¿Lo has traído?» Como si entendiera a qué se referían, entristecido, sacudió la cabeza. Entonces los niños se alejaron de él y empezaron a llorar.
La cuidad y los niños se esfumaron al despertarse, pero los sollozos seguían en sus oídos: recordó que Geoffrey dormía en el piso de abajo, pero el llanto procedía de arriba. Se sentó y encendió un fósforo. Instantáneamente, los sollozos cesaron.
El señor Winburn no contó a su hija nada de aquello, pese a estar seguro de que no era una jugarreta de su imaginación. No tardó mucho en oírlos de día. El aullido del viento al filtrarse por las ventanas tenía un sonido distinto y separado de los inconfundibles y lastimeros sollozos.
Tampoco tardó mucho en saber que no era el único en captarlos. Casualmente escuchó el comentario de la doncella: «La niñera no es amable con Geoffrey. El niño ha llorado desconsoladamente esta mañana.» Pero su nieto había bajado a desayunarse rebosante de salud y de felicidad. No, no era Geoff quien había llorado, sino aquel otro niño cuyos arrastrantes pies le sobresaltaban con demasiada frecuencia.
La señora Lancaster era la única que no había oído nada.
No obstante, también sufrió un sobresalto.
—Mamaíta —le dijo su pequeño—. Me gustaría jugar con aquel niño.
Sonriente, alzó la cabeza del escritorio y con tono amable preguntó:
—¿Qué niño?
—No sé su nombre. Lloraba en el desván, sentado en el suelo; pero se fue corriendo al verme —y, despectivo, añadió—: Quizá se avergonzó. Luego, estando yo en mi cuarto de juegos entretenido con mis construcciones, lo vi de pie en el umbral. Miraba lo que yo hacía, y su aspecto era triste, como si quisiera jugar conmigo. Le dije: «Ven y construye una locomotora»; pero no me contestó. Sólo me miraba como si viera un montón de chocolatines y su mamaíta le hubiera prohibido tocarlos —Geoff suspiró en respuesta desalentada a sus propios sentimientos—. Jane dice que no hay ningún niño en la casa y me ha prohibido hablarle de cosas tontas. No quiero a Jane.
La señora Lancaster se levantó.
—Jane tiene razón. No hay niños en ningún lugar de la casa.
—Pero yo lo vi. ¡Oh, mamaíta, déjame jugar con él; parece solo y triste!
Cuando la señora Lancaster se disponía a contestar a su hijo, el anciano denegó con la cabeza y habló suavemente:
—Geoff, ese pobrecito niño está solo, y quizá puedas hacer algo para consolarlo; si bien debes intentarlo sin la ayuda de nadie, como si fuese un acertijo, ¿comprendes?
—¿Es que me hago mayor y por eso tengo que intentarlo yo solo?
—Sí; te haces mayor.
Mientras el muchacho se alejaba de la habitación, la señora Lancaster se volvió un tanto impaciente a su padre.
—Papá, es absurdo animar al niño a creer en los gratuitos cuentos de los sirvientes.
—Ningún sirviente ha dicho nada al niño —replicó el anciano—. Él ha visto... lo que yo oigo, lo que, posiblemente, vería si tuviera su edad.
—¡Bobadas! ¿Por qué no lo veo o lo oigo yo?
El señor Winburn se sonrió cansadamente sin decir nada.
—¿Por qué? —repitió su hija—. ¿Y por qué le dijiste que podía ayudar a... esa cosa? Tú sabes que es imposible.
El anciano, pensativo, la miró.
—¿Por qué no? Recuerda estas palabras:

¿Qué luz tiene el destino para guiar
a los infantes en la oscuridad?
«¡Una comprensión ciega!», replicó el cielo.

—Geoffrey tiene esa comprensión ciega. Todos los niños la poseen. Sólo cuando nos hacemos mayores la perdemos, o la arrojamos de nosotros. Muchos, al volvernos viejos, sentimos de nuevo débiles destellos de esa comprensión. Sin embargo, la luz arde más brillante en la infancia. Por ello pienso que Geoffrey puede ayudar de algún modo a ese niño.
—No lo comprendo —murmuró la señora Lancaster.
—No más que yo. Ese niño está en apuros y quiere ser liberado. ¿Cómo? Lo ignoro. Es terrible pensar en la triste situación de un niño que llora sin consuelo.
Pasado un mes de esta conversación, Geoffrey cayó muy enfermo. El viento del este había sido implacable, y él no era un niño fuerte. El doctor dijo que el caso era grave. Con el señor Winburn fue más claro, y le confesó que no había esperanza.
—El niño no hubiera llegado a edad adulta. Hace mucho tiempo que tiene un pulmón afectado.
La señora Lancaster cuidaba de su hijo cuando por vez primera advirtió la presencia del otro niño. Al principio los sollozos eran casi indistinguibles entre los demás ruidos que provocaba el viento, pero gradualmente se hicieron más claros, más inconfundibles. Al fin los oyó sin lugar a dudas en los momentos de absoluto silencio: sollozos desgarradores, sin esperanza, que partían el corazón.
Geoff, cada vez en peor estado, en su delirio hablaba del niño.
—¡Quiero ayudarle a que huya, quiero! —repetía a gritos.
Luego un largo letargo de muerte lo sumía en una quietud sin casi respiración e inconsciencia. Nada podía hacerse, salvo esperar y vigilar. Días después sobrevino una noche tranquila, sin un soplo de aire.
De repente, Geoff se agitó y sus ojos desmesuradamente abiertos miraron por encima de su madre a la puerta abierta. Ella se inclinó para captar sus palabras medio suspiradas.
—Bueno, ya me voy —dijo, y cayó hacia atrás. 
Aterrada, la señora Lancaster salió de la habitación en busca de su padre. En alguna parte cerca de ellos, el otro niño, alegre, satisfecho, triunfante, desgranaba su risa de plata que hacía eco en la estancia.
—¡Estoy asustada! ¡Estoy asustada! —repitió entre gemidos.
El anciano puso su brazo protector alrededor de los hombros de su hija. Una ráfaga de viento hizo que los dos se sobresaltaran, si bien pasó veloz, dejando tras sí la misma quietud de antes.
La risa había cesado, pero un nuevo y tenue sonido, que apenas podía oírse, fue creciendo hasta hacerse identificable. Eran pasos, pasos ligeros que se alejaban presurosos.
Corrían  acompasados  aquellos alarmantes y familiares piececillos, seguidos de otros que se movían más rápida y ágilmente. Al fin, juntas, las pisadas traspasaron la puerta.
La señora Lancaster, aterrada, exclamó: 
—¡Son dos niños... dos!
Su tez se cubrió con el gris del terror, y quiso aproximarse al lecho del hijo, pero el anciano la contuvo y señaló hacia el exterior.
—Allí.
Los pasitos decrecieron hasta diluirse en la distancia. Luego... todo fue silencio.

UNA CONFLAGRACION IMPERFECTA - AMBROSE BIERCE

 UNA CONFLAGRACION IMPERFECTA

 -

AMBROSE BIERCE


Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me
impresionó vivamente en esa época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando
vivía con mis padres en Wisconsin. Mi padre y yo estabamos en la biblioteca de
nuestra casa, dividiendo el producto de un robo que habíamos cometido esa noche.
Consistía, en su mayor parte, en enseres domésticos, y la tarea de una división
equitativa era dificultosa. Nos pusimos de acuerdo sobre las servilletas,
toallas y cosas parecidas, y la platería se repartió casi perfectamente, pero
ustedes pueden imaginar que cuando se trata de dividir una única caja de música
en dos, sin que sobre nada, comienzan las dificultades. Fue esa caja musical la
que trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado,
mi padre podría estar vivo ahora.
Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, incrustada de costosas maderas,
curiosamente tallada. No solo podía tocar gran variedad de temas sino que
también silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el gallo
todas las mañanas, se le diera cuerda o no, y recitaba los Diez Mandamientos.
Fue esta última maravilla la que ganó el corazón de mi padre y lo llevó a
cometer el único acto deshonroso de su vida, aunque posiblemente hubiera
cometido otros si le hubiera perdonado ese: trató de ocultarme la caja aunque yo
sabía muy bien que en lo que le concernía, el robo había sido llevado a cabo
principalmente para conseguirla.
Mi padre tenía la caja de música escondida bajo la capa; habíamos usado capas
como disfraz. Me había asegurado solemnemente que no la había tomado. Yo sabía
que si, y sabía algo que, evidentemente, él ignoraba: O sea, que la caja
cantaría con la luz del día y lo traicionaría si me era posible prolongar la
división de bienes hasta esa hora. Todo ocurrió como yo lo deseaba: Cuando la
luz de gas empezó a palidecer en la biblioteca y la forma de las ventanas se vio
oscuramente tras las cortinas, un largo cocorocó salió de abajo de la capa del
caballero, seguido de algunos compases del área de Tannhauser y finalizando con
un sonoro click. Sobre la mesa, entre nosotros, había una pequeña hacha de mano
que habíamos usado para penetrar en la infortunada casa; la tome. El anciano,
viendo que ya de nada servía esconderla por más tiempo, sacó la caja de música
de entre su capa y la puso sobre la mesa.
- Córtala en dos si así la prefieres -dijo-. He tratado de salvarla de la
destrucción.
Era un apasionado amante de la música y tocaba la armónica con expresión y
sentimiento.
Dije:
- No discuto la pureza de sus motivos: sería presunción de mi parte querer
juzgar a mi padre. Pero los negocios son los negocios; voy a efectuar la
disolución de nuestra sociedad a menos que usted consienta en usar en futuros
robos un cascabel.
- No -dijo después de reflexionar un momento- no, no podría hacerlo, parecería
una confesión de deshonestidad. La gente diría que desconfías de mi.
No pude dejar de admirar su temple y su sensibilidad; por un momento me sentí
orgulloso de él y dispuesto a disimular su falta, pero un vistazo a la enjoyada
caja de música me decidió, y, como ya lo dije, saqué al anciano de este valle de
lágrimas. Una vez hecho sentí una pizca de desasosiego. No solo era mi padre -el
autor de mis días- sino que sin duda el cadáver sería descubierto. Era ya pleno
día y en cualquier momento mi madre podía entrar a la biblioteca. Bajo tales
circunstancias consideré que lo prudente era suprimirla también, cosa que hice.
Pagué luego a todos los sirvientes y los despedí.
Esa tarde fui a ver al Jefe de Policía, le conté lo que había hecho y le pedí
consejo. Me hubiera resultado muy penoso que los acontecimientos tomaran estado
público. Mi conducta hubiera sido unánimemente condenada y los periódicos la
usarían en mi contra si alguna vez obtenía un cargo de gobierno. El Jefe
comprendió la fuerza de estos razonamientos; él era también un asesino de amplia
experiencia. Después de consultar con el Juez que presidía la Corte de
Jurisdicción Variable me aconsejó esconder los cadáveres en una de las
bibliotecas, tomar un fuerte seguro sobre la casa y quemarla. Cosa que procedí a
hacer.
En la biblioteca había una estantería que mi padre comprara recientemente a un
inventor chiflado y que no había llenado de libros. El mueble tenía la forma y
el tamaño parecidos a esos antiguos roperos que se ven en los dormitorios que no
tienen placards, pero se abría de arriba abajo como un camisón de señora. Tenía
puertas de vidrio. Había amortajado a mis padres y ya estaban bastante rígidos
como para mantenerse erectos de modo que los puse en la biblioteca que la que
había sacado los estantes. Cerré la puerta con llave y pinche unas cortinitas en
las puertecitas de vidrio. El inspector de la compañía de seguros pasó media
docena de veces frente al mueble sin sospechar nada.
Esa noche, después de obtener mi póliza, prendí fuego a la casa y, a través de
los bosques me dirigí a la ciudad, que distaba dos millas, en donde me las
arreglé para encontrarme en el momento en que la alegría estaba en su punto más
alto. Con gritos de aprehensión por la suerte de mis padres me uní a la multitud
y llegué con ellos al lugar del incendio unas dos horas después de haberlo
provocado. La ciudad entera estaba allí cuando llegué precipitadamente. La casa
estaba completamente consumida, pero en el extremo del lecho de encendidas
ascuas, enhiesta e incólume se veía esa biblioteca. El fuego había quemado las
cortinas, dejando a la vista las puertas de vidrio, a través de las cuales la
fiera luz roja iluminaba el interior. Allí estaba mi querido padre, "igualito a
cuando vivía" y a su lado la compañera de pesares y alegrías. No tenían ni un
pelo chamuscado y las vestimentas estaban intactas. Conspicuas eran las heridas
de su cabezas y gargantas, que en la prosecución de mis designios me había visto
obligado a infligirles. La gente guardaba silencio como en presencia de un
milagro. El espanto y el terror habían atado todas las lenguas. Yo mismo me
sentía muy afectado.
Unos tres años después, cuando los acontecimientos aquí relatados habíanse
borrado casi de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar algunos bonos
americanos falsos. Cierto día, mirando distraídamente una mueblería, vi la
réplica exacta de mi biblioteca.
- La compré por una bicoca a un inventor que abandonó el oficio -me explicó el
vendedor-. Decía que era a prueba de fuego porque los poros de la madera fueron
rellenados a presión hidráulica con alumbre y el vidrio está hecho de asbesto.
No creo que sea realmente a prueba de fuego... se la puedo dar al precio de una
biblioteca común.
- No -le dije- si usted no puede garantizar que es a prueba de fuego, no la
llevaré. Y le di los buenos días.
No la hubiera llevado a ningún precio, me despertaba recuerdos sumamente
desagradables.

º