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sábado, 4 de julio de 2009

EL NUMERO 13

EL NUMERO 13

Montague Rhodes James





Viborg es una de las ciudades de Jutlandia, de mayor prestigio e
importancia. Es sede de un obispado, tiene una hermosa catedral —restaurada
casi en su totalidad—, un encantador parque, un lago bellísimo y muchas
cigüeñas. Hald, a su vez, es uno de los lugares más atractivos de Dinamarca, y
Finderup, también otro donde Marsk Stig asesinó al rey Eric Glipping, el día de
Santa Cecilia del año 1286. En el siglo XVII, abrieron su tumba y dicen que la
calavera de Eric conservaba las huellas de cincuenta y seis mazazos. De todos
modos, mi intención no es exponer una guía turística.
Viborg tiene excelentes hoteles; el Preisler y el Fénix son algunos de los
mejores. Mi primo, personaje principal del relato, la primera vez que visitó
Viborg, se dirigió al León de Oro. Sin embargo, nunca más volvió a alojarse en
ese lugar. Tal vez las páginas siguientes expliquen la razón.
El León de Oro es uno de los pocos edificios de la ciudad que
sobrevivieron al gran incendio de 1726, que devastó la catedral casi en su
totalidad, así como la Sognekirke, la Raadhuus y otras construcciones tan
antiguas como interesantes. El León de Oro es una casa de ladrillo rojo. Su
frente es de ladrillo, con altos gabletes almenados y una leyenda en la parte
superior de la puerta principal. El patio por donde entran los vehículos es de
madera y estuco, de matices blancos y negros.
Cuando mi primo llegó al león de Oro, los últimos rayos del sol hacían
brillar cada detalle de la imponente fachada. El aspecto anticuado del lugar
impactó a mi primo, por lo que pronosticó días placenteros y entretenidos. Esa
posada conservaba todas las características de un lugar clásico de la vieja
Jutlandia.
No eran los negocios, en el sentido vulgar de la palabra, el motivo del viaje
de Mr. Anderson a Viborg. Estaba realizando algunas investigaciones sobre la
historia de la Iglesia en Dinamarca y se había enterado de que el Rigsarkiv de
Viborg conservaba algunos documentos, salvados del incendio, sobre los
últimos días del Catolicismo Romano en ese país.
Por lo tanto, se propuso dedicar el tiempo necesario, tal vez dos o tres
semanas, al examen y copia de esos documentos. En el león de Oro esperaba
contar con una amplia habitación que fuera dormitorio y a la vez estudio. Mr.
Anderson le informó lo que deseaba al posadero y éste, tras meditar unos
instantes, sugirió que lo mejor para conformar al caballero sería que él mismo
visitara los cuartos más amplios y eligiera el más conveniente. Mr. Anderson
aceptó la idea.
El piso superior fue descartado de inmediato: tantas escaleras exigían un
esfuerzo excesivo luego de un día de trabajo; en el segundo piso, no había
cuartos de la amplitud requerida, pero en el primero había dos o tres
habitaciones que se adecuaban con total precisión a las exigencias del caballero,
al menos en cuanto al tamaño.
El posadero recomendó con énfasis la Número 17, pero Mr. Anderson
advirtió que sus ventanas se abrían sólo hacia el muro ciego de la casa vecina,
por lo que durante la tarde, debía ser muy oscura. Prefería, por su parte, la
Número 12 y la Número 14. Las dos daban a la calle y tenían las ventajas de una
iluminación adecuada más una vista agradable, ventajas que aceleraron con
creces la elección.
Eligió, entonces, el cuarto Número 12. Éste tenía, al igual que los cuartos
vecinos, tres ventanas, todas sobre una misma pared. Sus dimensiones eran
poco habituales: el techo era muy alto y su longitud llamaba la atención. Carecía
de chimenea y en su lugar había una antigua estufa de hierro forjado, sobre la
que era posible observar un bajorrelieve que representaba a Abraham
sacrificando a Isaac, con la inscripción: I Bog Mose, Cap. 22 (es decir, Génesis
XXII). No había otro objeto interesante. El único cuadro atractivo era un viejo
grabado en colores de la ciudad, cercano a 1820.
La hora de la cena se acercaba. Cuando Anderson, ya más despabilado
luego de su baño habitual, descendió las escaleras, faltaban unos minutos para
que la campanilla sonase. Dedicó el tiempo que faltaba a observar la nómina de
huéspedes de la posada. Según una costumbre de Dinamarca, los nombres
estaban expuestos en una amplia pizarra, dividida en casilleros que sumaban la
cantidad de habitaciones del lugar, cada uno con el número correspondiente y
el nombre de su huésped. No encontró nada de mucho interés. Se habían
registrado un abogado (o Sagförer), un alemán y algunos viajantes de
Copenhague. El único detalle que generó asombro fue la ausencia del Número
13 en la lista de habitaciones, un detalle que Anderson ya había observado en
otros hoteles que visitó en Dinamarca. Sin embargo, no pudo evitar un
pensamiento: ¿la supersticiosa reacción que suele provocar este número tendría
tanta difusión y vigencia como para que fuera un obstáculo, a punto tal que un
viajero no pudiera instalarse en la habitación con ese número? Decidió
preguntarle al posadero si él o sus colegas, en verdad, se habían encontrado con
muchos huéspedes que rechazaron ocupar el cuarto Número 13.
No pudo contarme nada interesante (yo registro los hechos tal como me
los transmitió) sobre lo ocurrido, durante la cena. El resto de la velada, en la que
se dedicó a ordenar ropas, libros y papeles, tampoco tuvo trascendencia alguna.
Alrededor de las once, decidió irse a acostar, pero tal como le sucede a muchas
personas, le era casi imposible dormir sin haber leído unas páginas. Recordó
entonces que el libro que venía leyendo en el tren, el único que en ese momento
podía conformarlo, estaba en el bolsillo de su abrigo, colgado a la entrada del
comedor.
Tardó un instante en bajar y tomar el libro. Puesto que los corredores
tenían muy buena iluminación, le costó poco hallar el camino de regreso a su
cuarto. Al menos, eso fue lo que creyó. Pero al llegar allí, giró el picaporte, la
puerta se resistió a abrirse y él pudo escuchar, en el interior de la habitación,
pasos que se dirigían hacia la entrada. Por supuesto, se había confundido de
cuarto. ¿El suyo estaba a la derecha o a la izquierda? Miró el número: era el 13.
El suyo, por lo tanto, debía estar a la izquierda, y así nomás fue. Ya en la cama,
leyó como de costumbre un par de páginas, apagó la luz y se dispuso a dormir.
Recién en ese momento reflexionó que, aunque en la pizarra del hotel no había
ningún cuarto con el número 13, existía, indudablemente, en la posada. Se
arrepintió de no haberlo ocupado él mismo. Quizá podría haber favorecido al
propietario ocupándolo y dándole la oportunidad de contar que un distinguido
caballero inglés había vivido en él durante tres semanas con sumo placer.
Aunque, quizás, tenía uso como habitación de servicio o algo por el estilo.
Incluso, seguramente, no era tan amplio ni agradable como su propio cuarto.
Con ojos somnolientos, observó su habitación, bajo la luz del crepúsculo que
daba la lámpara de la calle. Curioso brillo, sin duda, pensó. Las habitaciones
suelen parecer más amplias cuanto menos iluminadas están y este cuarto, por el
contrario, parecía haber disminuido en longitud y aumentado
proporcionalmente en altura. En fin, era más importante dormir que malgastar
el tiempo en reflexiones incoherentes. Así que se dispuso a hacerlo.
Al día siguiente de su llegada, Anderson se dirigió al Rigsarkiv de Viborg.
Lo recibieron, como suele hacerse en Dinamarca, con la mayor amabilidad, y
pusieron a su disposición cuanto necesitaba. Le facilitaron documentos cuya
cantidad e interés superó con creces sus expectativas. Además de los
documentos oficiales, encontró una carpeta con gran cantidad de cartas del
obispo Jörgen Friis, último obispo católico residente en esa sede, que describía
muchos detalles entretenidos y a la vez "íntimos", de la vida privada de
diversos personajes de la época. Abundaban las menciones acerca de cierta casa
de la ciudad, propiedad del obispo, deshabitada. Su inquilino anterior había
provocado un escándalo y esto significó un obstáculo para los partidarios de la
Reforma. Era un ser infame para la ciudad, a causa de sus prácticas, tan secretas
como condenables; sus adversarios decían también que había vendido su alma
al diablo. ¿Qué mejor prueba de la tremenda corrupción e impiedad de la
Iglesia de Babilonia que la protección que el propio obispo brindaba a
Troldmand, esa víbora que se nutría de sangre? El obispo afrontaba con coraje
tales acusaciones: acentuaba su repudio por los adeptos a llevar a cabo dichas
prácticas secretas, y solicitaba a sus opositores que presentaran el caso a un
tribunal eclesiástico, con el fin de que se investigase con la mayor severidad
posible. Nadie más interesado que él en castigar a Mag. Nicolás Francken, si en
verdad era culpable de los delitos que se le imputaban.
Antes de que cerraran el archivo, Anderson apenas tuvo tiempo para
echar una ojeada fugaz a la carta siguiente, escrita por Rasmus Nielsen, el jefe
de los protestantes. Esa lectura le bastó para darse una idea general de su
contenido: los cristianos ya no se sometían a las decisiones de los obispos de
Roma. El tribunal eclesiástico no era ni podía serlo el más competente para
dictaminar sobre una causa de tal gravedad e importancia.
Mr. Anderson abandonó el archivo acompañado por el anciano que lo
organizaba. Mientras caminaban, no pudieron evitar que la conversación girase
en torno a los documentos previamente mencionados.
Herr Scavenius, el archivista de Viborg, si bien estaba muy informado
sobre los documentos que tenía a su cargo, no era un especialista en los que se
referían al período de la Reforma. Tal vez por esa razón se mostró muy atraído
por los comentarios de Anderson. Leería con mucho interés, declaró, el artículo
que Mr. Anderson iba a escribir basándose en esos documentos.
—En cuanto a esa casa del obispo Friis —agregó—, es todo un enigma
conocer el sitio exacto donde pudo haber estado. He estudiado minuciosamente
la topografía de la antigua Viborg, y sin embargo, en el viejo inventario de
propiedades del obispo —datado en 1560, y que está casi completo en nuestro
archivo— falta la parte correspondiente a los bienes que tenía en la ciudad. No
importa. Tal vez algún día pueda encontrarla.
Tras un breve paseo —no recuerdo con precisión por dónde—, Anderson
regresó al León de Oro, donde lo aguardaban su cena, su solitario y su cama. Ya
en el pasillo, recordó que había olvidado comentarle al posadero la ausencia del
cuarto Número 13, pero decidió verificar si existía una habitación con ese
número, antes de alarmar con una alusión.
La respuesta no se demoró. La puerta con su número pintado con toda
claridad de ese estilo, allí estaba. Evidentemente alguien ocupaba el cuarto,
pues al acercarse a la puerta, oyó el rumor de pasos y de voces, o de una sola
voz, tal vez. En cuanto se detuvo un momento para verificar el número, el ruido
de pasos cesó de inmediato, al parecer muy cerca de la puerta. Anderson,
asombrado, creyó escuchar una respiración jadeante, como de una persona
profundamente convulsionada. Se dirigió a su cuarto y una vez más se
sorprendió por encontrarlo mucho más pequeño de lo que le había parecido en
el primer momento cuando lo habitó. La pequeña decepción que le hizo sentir
era fácil de remediar: si lo deseaba, podía mudarse a otra habitación. En ese
momento, necesitó un pañuelo que estaba en su maleta. Un sirviente había
colocado la maleta sobre un taburete, contra la pared, en el otro extremo del
cuarto. Pero iba a recibir una sorpresa: la maleta ya no estaba. Indudablemente,
algún sirviente —en un exceso de prudencia— la había guardado luego de
ubicar su contenido en el guardarropa. Allí, sin embargo, no había nada.
Comenzaba a preocuparse. De inmediato descartó la posibilidad de un robo,
pues en Dinamarca rara vez sucede. Era indudable que alguien había cometido
un estúpido error, lo cual eso no es tan raro, por lo que decidió increpar a la
mucama. De todos modos, no era una necesidad urgente y podía esperar hasta
la mañana. Resolvió entonces no molestar a la servidumbre. Fue hasta la
ventana derecha y contempló la calle desierta. Se enfrentó con la pared ciega de
un alto edificio. No había transeúntes, la noche era oscura; nada interesante
despertaba su atención.
Al estar la luz situada a sus espaldas, pudo observar su propia sombra,
reflejada en la pared del edificio de enfrente. A la izquierda también veía la
sombra del huésped del cuarto Número 11, un hombre de barba, que se
paseaba en mangas de camisa y al que descubrió cepillándose el cabello y luego
cubriéndose con una bata de noche. A la derecha se veía la silueta del huésped
del cuarto Número 13. Ésta, tal vez, se presentaba más interesante. Estaba igual
que Mr. Anderson, apoyado en el alféizar de la ventana, contemplando la calle.
Parecía un hombre alto y delgado... ¿o tal vez una mujer? De todos modos, la
persona desconocida se cubría la cabeza con algo parecido a un velo, antes de
irse a la cama. Anderson dedujo que debía tener en la habitación una lámpara
con pantalla roja, porque el reflejo de una luz rojiza danzaba en la pared de
enfrente. Se asomó para ver si podía ver algo, pero sólo distinguió los pliegues
de una tela clara, que parecía blanca, sobre el alféizar.
Al escuchar el ruido de unos pasos que se acercaban por la calle, el
Número 13 pareció darse cuenta de que estaba expuesto a curiosas miradas y,
con gran habilidad y rapidez, se apartó de la ventana; su luz roja se desvaneció.
Anderson, que había estado fumando, dejó la colilla del cigarrillo sobre el
alféizar y se fue a dormir.
A la mañana siguiente lo despertó la mucama, que le traía agua caliente y
todo lo neesario para un baño personal. Anderson se incorporó, y luego de
pensar muy bien sus palabras, dijo, en el danés más correcto que pudo articular:
—No debió mover mi maleta. ¿Dónde está?
Como suele suceder, la criada se echó a reír y salió del cuarto sin decirle
nada.
Anderson, muy irritado, se sentó en la cama, dispuesto a llamarla otra vez.
De repente, fijó su vista en el extremo opuesto de la habitación. Sobre el
taburete estaba su maleta, en el mismo lugar en el que había visto que el
sirviente la dejó al entrar al cuarto por primera vez. Se trató de una ingrata
sorpresa para un hombre que siempre se jactaba de un profundo poder de
percepción. No quiso explicarse por qué la había ignorado la noche anterior. Al
fin de cuentas, era obvio que volvía a estar allí.
La luz del día no sólo le permitió ver la maleta sino comprobar las
verdaderas proporciones del cuarto, incluyendo sus tres ventanas, y verificar
que, después de todo, había elegido correctamente. Mientras terminaba de
vestirse, se asomó a la ventana del medio para ver el estado del tiempo. Y aquí
se llevó una segunda sorpresa. Su distracción, la noche anterior, sin duda había
llegado al extremo. Habría podido jurar que estuvo fumando un cigarrillo,
asomado a la última ventana de la derecha, antes de irse a dormir. Ahora
descubría la colilla sobre el alféizar, pero de la ventana del medio.
Salió de su habitación para ir a desayunar. Estaba retrasado, si bien el
Número 13 lo estaba aún más: sus botas todavía se hallaban al lado de la
puerta. Dedujo que el Número 13 era un hombre, no una mujer. Sin embargo,
en ese instante miró el número de la puerta: era el 14. Sin duda había pasado
junto al Número 13 sin darse cuenta. Tres errores estúpidos en tan sólo doce
horas eran mucho para un hombre metódico y fanático de la precisión, de modo
que volvió para asegurarse. El cuarto vecino al Número 14 era el Número 12, el
suyo. No existía en absoluto un cuarto con el Número 13.
Tras dedicarle unos minutos a repasar cuanto había comido y bebido en
las últimas veinticuatro horas, Anderson decidió olvidarse del asunto. Si la vista
o el cerebro empezaban a fallarle, ya tendría otras oportunidades de saberlo. Si
otra era la explicación, estaba frente a una experiencia llena de interés. De
cualquier modo, convenía estar atento ante cada uno de los acontecimientos.
Durante el día, Anderson continuó el estudio de la correspondencia
episcopal ya mencionada. Y su decepción fue grande cuando descubrió que
estaba incompleta. Sólo pudo hallar una carta más relacionada con el asunto de
Mag. Nicolás Francken, redactada por el obispo Jörgen Friis, quien la dirigía a
Rasmus Nielsen. Decía así:
"De ningún modo podemos aceptar vuestras declaraciones acerca de
nuestro tribunal, por lo que estaremos dispuestos a combatirlos, y si fuera
necesario, hasta el último de los extremos en aquella opinión. No obstante ello,
dado que nuestro fiel y bienamado Mag. Nicolás Francken, a quien se han
atrevido a acusar con cargos tan falsos como maliciosos, ha sido
repentinamente sustraído a nuestro afecto, es evidente que, por esta ocasión, el
caso queda cerrado. Mas en cuanto a vuestras declaraciones, en las que
aseguran que el Apóstol y Evangelista San Juan, en su divino Apocalipsis, cita a
la Sacra Iglesia Romana con el símbolo de la Mujer vestida de púrpura y grana,
sabed que...", etcétera.
A pesar de sus investigaciones, Anderson no encontró respuesta alguna a
esa carta ni tampoco algún dato sobre la forma en que fue "sustraído" el casus
belli. Sólo dedujo que Francken había padecido una muerte súbita. Apenas dos
días mediaban entre la carta de Nielsen, evidentemente redactada cuando
Francken vivía, y la del obispo, por lo que se podía sospechar que había sido
una muerte inesperada.
Anderson visitó Hald durante la tarde y tomó el té en Baekkelund.
Aunque estaba algo nervioso, no descubrió alteración alguna en la vista o en su
mente. Sus experiencias anteriores le habían hecho dudar de eso.
Durante la cena, le tocó sentarse frente al posadero.
—¿Por qué razón —preguntó luego de cambiar una conversación
intrascendenteen la mayoría de los hoteles de este país no existe un cuarto
Número 13? Por lo que veo, aquí sucede lo mismo.
El posadero lo miró sonriendo.
—Es curioso que usted lo haya notado. La verdad, yo mismo me lo
pregunté varias veces. Un hombre erudito, me dije, no debe hacerle caso a tales
supersticiones. Yo estudié aquí, en la escuela secundaria de Viborg, y nuestro
viejo maestro siempre descartaba esas creencias. Hace muchos años que murió.
Era un hombre maravilloso, muy hábil con las manos y con la mente. Recuerdo
a mis compañeros, un día en que nevaba...
Y continuó con sus recuerdos.
—Entonces, ¿usted cree que no hay ninguna razón válida para omitir el
Número 13? —insistió Anderson.
—Por supuesto. Bueno, escuche, mi pobre padre me inició en el oficio.
Primero tuvo un hotel en Aarhuus, y luego, cuando nacimos nosotros, llegó
aquí a Viborg, su ciudad natal. Dirigió el Fénix hasta su muerte, en 1876. Allí
hice mis primeras armas como hotelero, en Silkeborg, y apenas hace dos años
compré esta casa.
Luego detalló en forma minuciosa las características del establecimiento
en el momento en que se hizo cargo.
—Y cuando usted vino aquí, ¿había un cuarto Número 13?
—No, justo iba a decírselo. Usted sabe, en un sitio como éste, atendemos a
viajantes de comercio sobre todo. Y no se le ocurra ofrecerles una habitación
con el Número 13. Preferirían dormir en la calle antes que eso. A mí me importa
un bledo el número de las habitaciones, y a menudo se los he dicho. Ellos
siguen con la idea de que les trae mala suerte. Y se pueden pasar el día
contando cuentos de historias sobre viajantes que han dormido en una
habitación Número 13 y que nunca han vuelto a ser los mismos, o que han
perdido los mejores clientes, o..., bueno, imagínese cosas así... —concluyó el
posadero, tras buscar en vano una frase más.
—Entonces, ¿para qué usa usted el cuarto Número 13? —preguntó
Anderson, y al decirlo sintió una extrema ansiedad, que desentonaba con la
importancia de su pregunta.
—¿El cuarto Número 13? Si acabo de decirle que no hay ningún cuarto con
ese número en esta posada. Pensé que ya se había dado cuenta; además, si
hubiera una habitación Número 13, estaría exactamente al lado de la suya.
—Sí, claro; lo que pasa es que... Sinceramente, anoche me pareció ver una
puerta con el Número 13 en ese pasillo, y estoy casi seguro de no haberme
equivocado también con haberla visto anteanoche.
Herr Kristensen, como Anderson lo esperaba, se echó a reír, y repitió una
y mil veces que en esa posada no había ni hubo jamás una habitación Número
13.
Anderson sintió algo de alivio ante la firmeza de la respuesta, aunque aún
persistían sus dudas. Entonces pensó que la única manera de resolver de una
vez por todas el problema era invitar al posadero, esa noche, a su habitación. Lo
sedujo con algunas fotografías de ciudades inglesas que había traído y con un
buen cigarro.
Herr Kristensen, contento por la invitación, la aceptó con ganas.
Acordaron encontrarse a las diez. Mr. Anderson se retiró en ese momento, para
escribir unas cartas. Aunque lo avergonzara aceptarlo, era innegable que la
existencia o no de ese bendito cuarto Número 13 comenzaba a preocuparlo, a tal
punto que, para regresar a su habitación, lo hizo por el lado del Número 11,
para no tener que cruzar la puerta Número 13 o el lugar que correspondía a la
puerta. Al entrar, inspeccionó con rapidez su habitación, pero no advirtió nada
que no fuera esa idea imprecisa de que estaba más pequeña que de costumbre;
por su maleta no debía preocuparse, la había vaciado y ubicado bajo la cama.
Por un momento logró olvidarse del Número 13 y se puso a escribir.
Sus vecinos no lo molestaban. Sólo se escuchaba, de vez en cuando, el
gemido de una puerta y el ruido de un par de botas arrojadas al pasillo; o el
canto de algún viajante que lo recorría. Sobre la calle mal empedrada se
escuchaba, cada tanto, algún carro, o bien los pasos veloces de algún transeúnte.
Anderson terminó sus cartas y pidió un whisky con soda. Se dirigió hacia
la ventana para observar el edificio de enfrente y las sombras reflejadas sobre su
pared.
Si mal no recordaba, el cuarto Número 14 lo ocupaba un abogado, persona
grave y formal, que muy poco hablaba durante las comidas; por lo general, se
limitaba a revisar una pila de papeles que ubicaba junto a su plato.
Al parecer, tenía el hábito de liberar sus instintos cuando se encontraba
solo. No cabía otra posibilidad para los movimientos con que en ese momento
se divertía. La sombra en la pared de enfrente demostraba, con toda claridad,
que estaba bailando. Una y otra vez, su delgada figura se acercaba a la ventana,
agitaba y alzaba los brazos con gran agilidad, junto a una pierna macilenta.
Debía estar descalzo en un piso que mostraba gran solidez. Ningún ruido
denunciaba sus movimientos. El Sagförer Herr Anders Jensen, bailando a las
diez de la noche en un cuarto de hotel parecía un argumento justo para una
pintura histórica de gran estilo. Los pensamientos de Anderson, tal como los de
Emily en Los misterios de Udolfo comenzaron a "formar por sí mismos los
siguientes versos":
A mi hotel al regresar,
A eso de la hora diez,
Percibe en mí un malestar
El camarero esta vez.
Indiferente, la puerta
Cierro, y tiro el calzado,
No escuchando las reyertas
Que en mis vecinos alertas
Mi feroz danza despierta.
Y como la ley conozco,
De sus comentarios hoscos
Sonrío con desenfado.
Si el posadero no hubiese golpeado a la puerta, sin duda el lector ahora
tendría frente a sí un poema mucho más extenso. A juzgar por el gesto de
asombro que mostró al entrar en la habitación, Herr Kristensen se hallaba
sorprendido, tal como Anderson en otras ocasiones, por algo inusual en el
interior del cuarto. Evitó todo comentario. Demostró gran interés en las
fotografías de Anderson, las que le sirvieron de excusa para retomar aspectos
autobiográficos. Tal vez, la conversación se hubiese encauzado para el tema del
cuarto Número 13 si no fuese que el abogado, de repente, se puso a cantar de
una manera que no podía dejar dudas a nadie de que estaba borracho o
completamente loco. Su voz, aguda y chillona, revelaba un tono agrietado, tal
como si no hubiese cantado desde hacía mucho tiempo. Cantaba hasta llegar a
alturas increíbles, y luego proseguía en un ronco y desgarrado gemido, como el
viento feroz del invierno en el hueco de una chimenea o el de un órgano cuyas
notas saturaban los tubos. Ante sonido tan aterrador, Anderson no dudó de
que, de haber estado solo, se habría acercado al cuarto de algún viajante en
busca de refugio y compañía.
El posadero, boquiabierto, se tiró sobre la silla.
—No entiendo nada —dijo al fin, secándose el sudor de la frente—. Es
aterrador. Ya lo había escuchado antes, pero pensaba que era u n gato.
—¿Estará loco? —preguntó Anderson.
—Seguramente. ¡Pero qué cosa más decadente! Tan buen cliente según
dicen, le va muy bien con los negocios. Y tiene mujer e hijos que mantener...
En ese momento, alguien sacudió la puerta con golpes secos y perentorios
e interrumpió sin esperar la respuesta. Era el abogado, en bata de dormir y con
el cabello despeinado. Demostraba furor.
—Perdón, señor —comenzó—, pero le pediría por favor que dejara de...
Se interrumpió, asombrado, ya que ninguno de los presentes era
responsable de los estruendos y los cantos. Luego de una breve pausa, el salvaje
alarido se repitió con mayor estridencia.
—En nombre de Dios, ¿qué significa esto? —exclamó el abogado—. ¿De
dónde viene? ¿Qué es? ¿Acaso me estoy volviendo loco?
—Viene de su cuarto, Herr Jensen. ¿No habrá un gato o algún animal
encerrado en la chimenea?
Acabó de decir eso, y Anderson comprendió lo inútil de su explicación.
Todo era preferible a guardar un silencio que taladraría ese gemido atroz, o a
contemplar el débil rostro del posadero, que se aferraba, temblando, al respaldo
del sillón.
—Imposible —repuso el abogado—. No hay chimenea allí. Si vine a este
cuarto es porque estaba seguro de que el ruido provenía de aquí. Pero sin duda
viene del cuarto vecino al mío.
—¿No había ninguna puerta entre su habitación y la mía? —inquirió
Anderson, sabiendo lo que preguntaba.
—No, señor —respondió Herr Jensen, seco.
—Por lo menos, esta mañana no la había.
—¡Ah! —dijo Anderson—. ¿Y esta noche?
—No estoy seguro —dudó el abogado.
De pronto, la voz que cantaba o gemía en el cuarto vecino se transformó
en una risa sofocada, un gruñido que estremeció a los tres hombres. Luego,
retornó un absoluto silencio.
—Y bien, ¿usted qué tiene qué decir, Herr Kristensen? —increpó el
abogado—. ¿Qué significa todo esto?
—¡Por Dios! —respondió Kristensen—. ¿Qué quiere que le diga? Yo
tampoco entiendo nada. ¡Ojalá no deba escuchar nunca más un sonido así en
toda mi vida!
—Lo mismo digo —respondió Herr tensen, y murmuró luego algunas
palabras que Anderson reconoció —aunque no podía asegurarlo—: era la
última frase del Salterio, omnis spiritus laudet Dominum.
—Debemos hacer algo —propuso Anderson—. ¿Por qué no vamos los tres
e ingresamos en el cuarto contiguo?
—¡Pero si es el de Herr Jensen! —protestó el posadero—. ¿De qué servirá?
Él acaba de salir de ahí.
—Ya no estoy tan seguro —dijo Jensen—. Creo que este caballero tiene
razón. Tenemos que ir a ver qué pasa.
Las únicas armas de defensa de que disponían eran un bastón y un
paraguas; con ellas, la expedición se agrupó en el pasillo, presa de cierto temor.
En el corredor dominaba un silencio total, aunque por debajo de la puerta de al
lado filtrábase un poco de luz. Anderson y el abogado se acercaron. Jensen, tras
hacer girar el picaporte, arremetió con violencia. Fue en vano: la puerta no se
abrió.
—Herr Kristensen —dijo Jensen—. Será mejor que cuanto antes llame a
varios de sus empleados, los más fuertes, porque debemos aclarar esto.
El posadero aprobó y se alejó rápidamente, deseoso de abandonar el
campo de operaciones. Jensen y Anderson permanecieron en el corredor, sin
dejar de observar la puerta.
—No hay duda, es el Número 13 —dijo el segundo.
—Sí. Ahí está la puerta de mi cuarto, allá la del suyo —repuso Jensen.
—Mi habitación tiene tres ventanas durante el día —comentó Anderson,
ocultando una risa nerviosa.
—¡Por Dios, también la mía! —contestó el abogado, girando hacia la
posición de Anderson. De esa manera, quedó de espaldas a la puerta. Y, en ese
momento, la puerta se entreabrió, y de ella surgió un brazo, envuelto en
harapos amarillentos, aunque se veía la piel desnuda, cubierta por un vello
grisáceo y salvaje. La mano intentó clavarse en el hombro de Jensen.
Anderson tuvo el tiempo de empujar a Jensen a un lado, mientras profería
un grito que llamaba al rechazo y al terror. La puerta volvió a cerrarse y desde
el interior del cuarto, escucharon una risa ahogada.
Jensen no pudo ver nada, pero cuando Anderson, apresuradamente, le
sintetizó lo ocurrido, se mostró muy convulsionado y propuso abandonar la
expedición y encerrarse en uno de los dos cuartos.
En ese momento llegaron el dueño de la posada y dos robustos sirvientes,
los tres muy serios y preocupados. Jensen los recibió con una cantidad de
explicaciones, las que no resultaron estimulantes.
Los hombres abandonaron las barras que habían traído y anunciaron, sin
posibilidad de arrepentirse, que no estaban dispuestos a arriesgar la vida en ese
antro diabólico. El posadero estaba cada vez más nervioso e indeciso: sabía que,
de no desafiar el peligro, se arruinaría, su posada se vendría abajo y tampoco
estaba demasiado decidido a afrontarlo.
Por suerte, Anderson halló una estrategia para reanimar a la tropa
desmoralizada.
—¿Dónde está el tan afamado coraje danés? El enemigo no es un alemán
y, si así lo fuera, somos cinco contra uno.
Tal exhortación estimuló a ambos sirvientes y a Jensen. juntos embistieron
la puerta.
—¡Un momento! —los contuvo Anderson—. No pierdan la cordura.
Usted, Herr Kristensen, quédese aquí, con la lámpara, uno de ustedes rompa la
puerta, pero no entren cuando ceda —ordenó.
Los hombres asintieron. El más joven avanzó hacia la puerta; alzó la barra
de hierro y dio un rotundo golpe a la parte superior. El resultado fue diferente
al que esperaban. No se escuchó el seco crujido de la madera, sino un ruido
sordo y opaco, como si golpearan contra un muro hermético. El hombre tiró a
un costado la herramienta con un grito de dolor, y comenzó a frotarse el codo.
Todos acudieron hacia él. Anderson, luego, miró nuevamente hacia la puerta.
Había desaparecido. Miró otra vez hacia la puerta del corredor, cuyo revoque
mostraba el destrozo profundo producido por la barra. El Número 13 había
dejado de existir.
Todos, por un instante, permanecieron inmóviles ante la pared desnuda.
Desde el patio trasero se escuchó el canto de un gallo, y cuando Anderson giró
la cabeza descubrió a través del ventanal, en el fondo del extenso pasillo, las
primeras luces del alba.
—Tal vez —insinuó el posadero— para esta noche los señores preferirán
otro cuarto... ¿Uno con dos camas?
Ni Jensen ni Anderson rechazaron la propuesta. Luego de la reciente
experiencia, preferían permanecer juntos. Por esa misma razón decidieron que,
cuando cada uno de ellos ingresara en su cuarto para tomar lo que necesitaba
para pasar la noche, el otro lo acompañaría para iluminarlo. Los dos
comprobaron que ambos cuartos, el Número 12 como el Número 14, tenían tres
ventanas.
A la mañana siguiente, los expedicionarios se reunieron en el cuarto
Número 12. El posadero, como es natural, no quería la participación de
extraños, pero a la vez tenía mucho interés en que el misterio se aclarase lo
antes posible. Por lo tanto, había ordenado a los dos sirvientes que por el
momento trabajaran de carpinteros. Movieron los muebles y, tras arrancar
varios tablones, dejaron al descubierto la superficie del piso más cercano al
Número 14.
El lector, por supuesto, pensará que descubrieron un esqueleto, por
ejemplo, el de Mag. Nicolas Francken. No fue así. Sólo encontraron, entre las
vigas que sostenían el piso, una pequeña caja de cobre, que contenía un
pergamino plegado prolijamente, donde había escritas unas veinte líneas. Tanto
Anderson como Jensen, quien se confesó un discreto paleógrafo, se
entusiasmaron con el descubrimiento, que podía facilitar el esclarecimiento de
fenómenos extraordinarios.
Tengo en mi poder un ejemplar de una obra de astrología que jamás he
leído. En su portada tiene una xilografía de Hans Sebald Beham, que representa
a un grupo de sabios reunidos en torno a una mesa. Tal vez este detalle permita
que los especialistas descubran algo. Ahora no está a mi alcance y no puedo
recordar el título. Las páginas blancas del principio y del final llevan una
escritura que aún no he podido descifrar, a pesar de haber transcurrido ya diez
años. Tampoco he podido descubrir en qué sentido debería leerse, y mucho
menos a qué lengua pertenece tal escritura. Anderson y Jensen, tras someter a
un examen el documento encontrado en la caja de cobre, no lograron
conclusiones fehacientes.
Después de dos días de un análisis minucioso, Jensen, el más audaz de los
dos, puso en práctica la hipótesis de que la escritura sea latín o danés antiguo.
Anderson renunció a toda hipótesis y se limitó a donar —en actitud muy
digna— la caja y el pergamino al Museo de la Sociedad Histórica de Viborg.
Escuché este relato de sus propios labios, unos meses más tarde y después
de una visita a la biblioteca, en un bosque próximo a Upsala. En la biblioteca me
había burlado o nos habíamos burlado del contrato en el cual Daniel Salthenius
—posteriormente profesor de hebreo en Könisberg— vendía su alma al diablo.
Anderson, en verdad, no parecía muy entretenido.
—¡Qué muchacho estúpido! —exclamó, refiriéndose a Salthenius, que aún
era estudiante cuando cometió esa torpeza—. No se debe invocar a quien se
desconoce.
Y cuando yo sugerí las interpretaciones habituales, se limitó a encogerse
de hombros, con una queja. Esa misma tarde me contó el episodio que acabo de
relatar, aunque evitó sacar conclusiones y se negó a juzgar la hipótesis que yo
formulé por mi cuenta.

UNA BROMA EXTRAÑA



UNA BROMA EXTRAÑA





Agatha Christie


—Y ésta —dijo Juana Helier completando la presentación— es la señorita Marple.
Como era actriz, supo darle la entonación a la frase, una mezcla de respeto y triunfo.
Resultaba extraño que el objeto tan orgullosamente proclamado fuese una solterona de aspecto amable y remilgado. En los ojos de los dos jóvenes que acababan de trabar conocimiento con ella gracias a Juana, se leía incredulidad y una ligera decepción. Era una pareja muy atractiva; ella, Charmian Straud, esbelta y morena... él, era Eduardo Rossiter, un gigante rubio y afable.
Charmian dijo algo cortada:
—¡Oh!, estamos encantados de conocerla.
Mas sus ojos no corroboraban tales palabras y los dirigió interrogadores a Juana Helier.
—Querida —dijo ésta respondiendo a la mirada—, es maravillosa. Dejádselo todo a ella. Te dije que la traería aquí y eso he hecho —Dirigióse a la señorita Marple—. Usted lo arreglará. Le será fácil.
La señorita Marple volvió sus ojos de un color azul de porcelana hacia el señor Rossiter.
—¿No quiere decirme de qué se trata? —le dijo.
—Juana es amiga nuestra —intervino Charmian, impaciente—. Eduardo y yo estamos en un apuro. Y Juana nos dijo que si veníamos a su fiesta nos presentaría a alguien que era... que haría... que podría...
Eduardo acudió en su ayuda.
—Juana nos dijo que era usted la última palabra en sabuesos, señorita Marple.
Los ojos de la solterona parpadearon de placer, mas protestó con modestia:
—¡Oh, no, no! Nada de eso. Lo que pasa es que viviendo en un pueblecito como vivo yo, una aprende a conocer a sus semejantes. ¡Pero la verdad es que ha despertado usted mi curiosidad! Cuénteme su problema.
—Me temo que sea algo vulgar... Se trata de un tesoro enterrado —explicó Eduardo Rossiter.
—¿De veras? ¡Pues me parece muy interesante!
—¿Sí? ¡Como la Isla del Tesoro! Nuestro problema carece de detalles románticos. No hay un mapa señalado con una calavera y dos tibias cruzadas, ni indicaciones como por ejemplo..., «cuatro pasos a la izquierda; dirección noroeste». Es terriblemente prosaico... Ni tan solo sabemos dónde hemos de escarbar.
—¿Lo ha intentado ya?
—Yo diría que hemos removido dos acres cuadrados. Todo el terreno lo hemos convertido casi en un huerto, y sólo nos falta decidir si sembramos coles o patatas.
—¿Podemos contárselo todo? —dijo Charmian con cierta brusquedad.
—Pues claro, querida.
—Entonces busquemos un sitio tranquilo. Vamos, Eduardo.
Y abrió la marcha en dirección a una salita del segundo piso, luego de abandonar aquella estancia tan concurrida y llena de humo.
Cuando estuvieron sentados, Charmian comenzó su relato.
—¡Bueno, ahí va! La historia comienza con tío Mathew, nuestro tío... o mejor dicho, tío abuelo de los dos. Era muy viejo. Eduardo y yo éramos sus únicos parientes. Nos quería y siempre dijo que a su muerte repartiría su dinero entre nosotros. Bien, murió (el mes de marzo pasado) y dejó dispuesto que todo debía repartirse entre Eduardo y yo. Tal vez por lo que he dicho le parezca a usted algo dura... no quiero decir que hizo bien en morirse... los dos le queríamos..., pero llevaba mucho tiempo enfermo. El caso es que ese «todo» que nos había dejado resultó ser prácticamente nada. Y eso, con franqueza, fue un golpe para los dos, ¿no es cierto, Eduardo?
El bueno de Eduardo asintió:
—Habíamos contado con ello —explicó—. Quiero decir que cuando uno sabe que va a heredar un buen puñado de dinero..., bueno, no se preocupa demasiado en ganarlo. Yo estoy en el ejército... y no cuento con nada más, aparte de mi paga... y Charmian no tiene un real. Trabaja como directora de escena de un teatro... cosa muy interesante..,, pero que no da dinero. Teníamos el propósito de casarnos, pero no nos preocupaba la parte monetaria, porque ambos sabíamos que llegaría un día en que heredaríamos.
—¡Y ahora resulta que no heredamos nada! —exclamó Charmian—. Lo que es más, Ansteys... que es la casa solariega, y que tanto queremos Eduardo y yo, tendrá que venderse. ¡Y no podemos soportarlo! Pero si no encontramos el dinero de tío Mathew, tendremos que venderla.
—Charmian, tú sabes que todavía no hemos llegado al punto vital —dijo el joven.
—Bien, habla tú entonces.
Eduardo volvióse hacia la señora Marple.
—Verá usted —dijo—. A medida que tío Mathew iba envejeciendo se volvía cada vez más suspicaz, y no confiaba en nadie.
—Muy inteligente por su parte —replicó la señorita Marple—. La corrupción de la naturaleza humana es inconcebible.
—Bueno, tal vez tenga usted razón. De todas formas, tío Mathew lo pensó así. Tenía un amigo que perdió todo su dinero en un Banco, y otro que se arruinó por confiar en su abogado y él mismo perdió algo en una compañía fraudulenta. De este modo se fue convenciendo de que lo único seguro era convertir el dinero en barras de oro y plata y enterrarlo en algún lugar adecuado.
—¡Ah! —dijo la señorita Marple—. Empiezo a comprender algo.
—Sí. Sus amigos discutían con él, haciéndole ver que de este modo no obtendría interés alguno de aquel capital, pero él sostenía que eso no le importaba. «El dinero —decía— hay que guardarlo en una caja debajo de la cama o enterrarlo en el jardín». Y cuando murió era muy rico. Por eso suponemos que debió enterrar su fortuna. Descubrimos que había vendido valores y sacado grandes sumas de dinero de vez en cuando, sin que nadie sepa lo que hizo con ellas. Pero parece probable que fiel a sus principios comprara oro para enterrarlo y quedar tranquilo —explicó Charmian.
—¿No dijo nada antes de morir? ¿No dejó ningún papel? ¿O una carta?
—Esto es lo más enloquecedor de todo. No lo hizo. Había estado inconsciente durante varios días, pero recobró el conocimiento antes de morir. Nos miró a los dos, se rió.., con una risita débil y burlona, y dijo: «Estaréis muy bien, pareja de tortolitos.» Y señalándose un ojo... el derecho... nos lo guiñó. Y entonces murió...
—Se señaló un ojo —repitió la señorita Marple, pensativa.
—¿Saca alguna consecuencia de esto? —preguntóle Eduardo con ansiedad—. A mí me hace pensar en el cuento de Arsenio Lupin. Algo escondido en un ojo de cristal. Pero nuestro tío Mathew no tenía ningún ojo de cristal.
—No —dijo la señorita Marple meneando la cabeza—. No se me ocurre nada, de momento.
—¡Juana nos dijo que usted nos diría en seguida dónde teníamos que buscar! —se lamentó Charmian, contrariada.
—No soy precisamente una adivina. —La señorita Marple sonreía—. No conocí a su tío, ni sé la clase de hombre que era, ni he visto la casa que les legó ni sus alrededores.
—¿Y si visitase aquello lo sabría? —preguntó Charmian.
—Bueno, la verdad es que entonces resultaría bastante sencillo —replicó la señorita Marple.
—¡Sencillo! —repitió Charmian—. ¡Venga usted a Ansteys y vea si descubre algo!
Tal vez no esperaba que la señorita Marple tomara en serio sus palabras, pero la solterona repuso con presteza:
—Bien, querida, es usted muy amable. Siempre he deseado tener ocasión de buscar un tesoro enterrado. ¡Y además en beneficio de una pareja de enamorados! —concluyó con una sonrisa resplandeciente.

—¡Ya ha visto usted! —exclamó Charmian con gesto dramático.
Acababan de realizar el recorrido completo de Ansteys. Estuvieron en la huerta, convertida en un campo atrincherado. En los bosquecillos, donde se había cavado al pie de cada árbol importante, y contemplaron tristemente lo que antes fuera una cuidada pradera de césped. Subieron al ático, contemplando los viejos baúles y cofres con su contenido esparcido por el suelo. Bajaron al sótano, donde cada baldosa había sido levantada. Midieron y golpearon las paredes y la señorita Marple inspeccionó todos los muebles que tenían o pudieran tener algún cajón secreto.
Sobre una mesa había un montón de papeles.., todos los que había dejado el fallecido Mathew Straud. No se destruyó ninguno y Charmian y Eduardo repasaban una y otra vez... las facturas, invitaciones y correspondencia comercial, con la esperanza de descubrir alguna pista.
—Cree usted que nos hemos olvidado de mirar en algún sitio? —le preguntó Charmian a la señorita Marple.
—Me parece que ya lo han mirado todo, querida —dijo la solterona moviendo la cabeza—. Tal vez si me permitís decirlo, habéis mirado demasiado. Siempre he pensado que hay que tener un plan. Es como mi amiga la señorita Eldritch que tenía una doncella estupenda que enceraba el linóleum a las mil maravillas, pero era tan concienzuda que incluso enceró el suelo del cuarto de baño, y cuando la señora Eldritch salía de la ducha, la alfombrita se escurrió bajo sus pies, y tuvo tan mala caída que se rompió una pierna. Fue muy desagradable, pues naturalmente, la puerta del cuarto de baño estaba cerrada y el jardinero tuvo que coger una escalera y entrar por la ventana... con gran disgusto de la señora Eldritch, que era una mujer muy pudorosa.
Eduardo removióse inquieto.
—Por favor, perdóneme —apresuró a decir la señorita Marple—. Siempre tengo tendencia a salirme por la tangente. Pero es que una cosa me recuerda otra, y algunas veces me resulta provechoso. Lo que quise decir es que tal vez si intentáramos aguzar nuestro ingenio y pensar en un lugar apropiado...
—Piénselo usted, señorita Marple —dijo Eduardo, contrariado—. Charmian y yo tenemos el cerebro en blanco.
—Vamos, vamos. Claro... es una dura prueba para ustedes. Si no les importa voy a repasar bien estos papales. Es decir, si no hay nada personal... no me gustaría que pensaran ustedes que me meto en lo que no me importa.
—Oh, puede hacerlo. Pero me temo que no va a encontrar nada.
Sentóse a la mesa y metódicamente fue mirando el fajo de documentos... y clasificándolos en varios montoncitos. Cuando hubo concluido se quedó mirando al vacío durante varios minutos.
Eduardo le preguntó, no sin cierta malicia:
—¿Y bien, señorita Marple?
Miss Marple se rehizo con un ligero sobresalto.
—Le ruego me perdone. Estos documentos me han servido de gran ayuda.
—¿Ha descubierto algo importante?
—¡Oh!, no, nada de eso. Pero creo que ya sé qué clase de hombre era su tío Mathew... bastante parecido a mi tío Enrique, que era muy aficionado a las bromas. Un solterón sin duda... me pregunto por qué... ¿tal vez a causa de un desengaño prematuro? Metódico hasta cierto punto, pero poco amigo de sentirse atado..., como casi todos los solterones.
A espaldas de la señorita Marple, Charmian hizo un gesto a Eduardo que significaba: «Está loca del todo.»
Miss Marple seguía hablando de su difunto tío Enrique.
—Era muy aficionado a las charadas —explicaba—. Para algunas personas las charadas resultan muy difíciles y les molestan. Un mero juego de palabras puede irritarles. También era un hombre receloso. Siempre pensaba que los criados le robaban. Y algunas veces era verdad, aunque no siempre. Se convirtió en su obsesión. Hacia el fin de su vida pensó que envenenaban su comida, y se negó a comer otra cosa que huevos pasados por agua. Decía que nadie podía alterar el contenido de un huevo. Pobre tío Enrique, ¡era tan alegre en otros tiempos! Le gustaba mucho tomar café después de cenar. Solía decir: «Este café es muy negro», y con ello quería significar que deseaba otra taza.
Eduardo pensó que si oía algo más sobre tío Enrique se volvería loco.
—Le gustaban mucho las personas jóvenes —proseguía la señorita Marple—, pero se sentía inclinado a atormentarlos un poco... no sé si me entenderán... Solía poner bolsas de caramelos donde los niños no pudieran alcanzarlas.
Dejando los cumplidos aun lado, Charmian exclamó:
—¡Me parece horrible!
—¡Oh, no, querida!, sólo era un viejo solterón, y no estaba acostumbrado a los pequeños. Y la verdad es que no era nada tonto. Acostumbraba a guardar mucho dinero en la casa, y tenía un escondite seguro. Armaba mucho alboroto por ello... diciendo lo bien escondido que estaba. Y por hablar demasiado, una noche entraron los ladrones y abrieron un boquete en el escondrijo.
—Le estuvo muy bien empleado —exclamó Eduardo.
—Pero no encontraron nada —replicó la señorita Marple—. La verdad es que guardaba su dinero en otra parte... detrás de unos libros de sermones, en la biblioteca. ¡Decía que nadie los sacaba nunca de aquel estante!
—Oiga, es una idea —le interrumpió Eduardo, excitado—. ¿Qué le parece si miráramos en la biblioteca?
Charmian meneó la cabeza.
—¿Crees que no he pensado en eso? El martes pasado miré todos los libros cuando tú fuiste a Portsmouth. Los saqué uno por uno y los sacudí. Tampoco en la biblioteca hay nada.
Eduardo exhaló un suspiro y levantándose de su asiento se dispuso a deshacerse con tacto de su insoportable visitante.
—Ha sido usted muy amable al intentar ayudarnos. Siento que no haya servido de nada. Comprendo que hemos abusado de su tiempo. No obstante... sacaré el coche y podrá alcanzar el tren de las tres treinta...
—¡Oh! —repuso la señorita Marple—, pero antes tenemos que encontrar el dinero, ¿verdad? No debe darse por vencido, señor Rossiter. Si la primera vez no tiene éxito, hay que intentarlo otra y otra, y otra vez.
—¿Quiere decir que va a continuar intentándolo?
—Pues para hablar con exactitud —replicó la solterona— todavía no he empezado. Primero se coge la liebre... como dice la señora Beeton en su libro de cocina... un libro estupendo, pero terriblemente imposible... la mayoría de sus recetas empiezan diciendo: «Se toma una docena de huevos y una libra de mantequilla.» Déjeme pensar..., ¿por dónde iba? Oh, sí. Bien, ya tenemos, por así decirlo, nuestra liebre, que es, naturalmente, el tío Mathew, y ahora sólo nos falta decidir dónde podría haber escondido el dinero. Puede que sea bien sencillo.
—¿Sencillo? —se extrañó Charmian.
—Oh, sí, querida. Estoy segura de que habrá utilizado el medio más fácil. Un cajón secreto... ésa es mi solución.
Eduardo dijo con sequedad:
—No pueden guardarse muchos lingotes de oro en un cajoncito secreto.
—No, no, claro que no. Pero no hay razón para creer que el dinero fuese convertido en oro.
—Él siempre decía...
—¡Y mi tío Enrique siempre hablaba de su escondrijo! Por eso creo firmemente que lo dijo para despistar. Los diamantes pueden esconderse con facilidad en un cajón secreto.
—Pero ya lo hemos mirado todo. Hicimos venir a un técnico para que examinase los muebles.
—¿De veras, querida? Hizo usted muy bien. Yo diría que el escritorio de su tío es el lugar más apropiado. ¿Es aquél que está apoyado contra la pared?
—Sí. Voy a enseñárselo.
Charmian se acercó al mueble y lo abrió. En su interior aparecieron varios casilleros y cajoncitos. Luego, accionando una puertecita que había en el centro, tocó un resorte situado en el interior del cajón de la izquierda, El fondo de la caja del centro se adelantó y la joven la sacó dejando un hueco descubierto. Estaba vacío.
—¿No es casualidad? —exclamó la señorita Marple—. Mi tío Enrique tenía un escritorio igual que éste sólo que era de madera de nogal y éste es de caoba.
—De todas maneras —dijo Charmian—, como puede usted ver, aquí no hay nada.
—Me imagino —replicó la señorita Marple— que ese experto que trajeron ustedes sería joven..., y no lo sabía todo. La gente era muy mañosa para construir sus escondrijos en aquellos tiempos. A veces hay un secreto dentro de otro secreto.
Y quitándose una horquilla de entre sus cuidados cabellos grises, la enderezó y apretó con ella un punto de la caja secreta en el que parecía haber un diminuto agujero tal vez producido por la carcoma, y sin grandes dificultades sacó un cajón pequeñito. En él apareció un fajo de cartas descoloridas y un papel doblado.
Eduardo y Charmian se apoderaron del hallazgo. Eduardo desplegó el papel con dedos temblorosos, mas lo dejó caer con una exclamación de disgusto.
—¡Una receta de cocina! ¡Jamón al horno! ¡Bah!
Charmian estaba desatando la cinta que sujetaba el fajo de cartas. Y sacando una exclamó:
—¡Cartas de amor!
—¡Qué interesante! —exclamó la señorita Marple—. Tal vez nos explique la razón de que no se casara su tío.
Charmian leyó:

«Mi querido Mathew, debo confesarte que el tiempo se me ha hecho muy largo desde que recibí tu última carta. Trato de ocuparme en las distintas tareas que me fueron encomendadas, y me digo a menudo lo afortunada que soy al poder ver tantas partes del globo, aunque bien poco pensaba, cuando me fui a América, que iba a viajar hasta estas lejanas islas.»

Charmian hizo una pausa.
—¿Dónde está fechado esto? ¡Oh, en Hawai!

«Cielos, estos nativos están todavía muy lejos de ver la luz. Viven semidesnudos y en un estado completamente salvaje; pasan la mayor parte del tiempo nadando o bailando, y adornándose con guirnaldas de flores. El señor Gray ha conseguido convertir a algunos, pero es una tarea difícil y él y su esposa se sienten muy descorazonados. Yo procuro hacer lo que puedo por animarle, mas yo también me siento triste a menudo por la razón que puedes adivinar, querido Mathew. La ausencia es una dura prueba para un corazón enamorado. Tus renovadas promesas de amor me causaron gran alegría. Ahora y siempre te pertenecerá mi corazón, querido Mathew y seré siempre tuya,
betty martin.

P. D.: Dirijo mi carta a nuestra mutua amiga Matilde Graves, como de costumbre. Espero que el Cielo perdone este subterfugio.»

Eduardo lanzó un silbido.
—¡Una misionera! Conque ése fue el amor de tío Mathew. Me pregunto por qué no se casaron.
—Al parecer recorrió casi todo el mundo —dijo Charmian examinando las misivas—. Mauricio... toda clase de sitios. Probablemente moriría víctima de la fiebre amarilla o algo así.
Una risa divertida les sobresaltó. La señorita Marple lo estaba pasando en grande.
—Vaya, vaya —dijo—. ¡Fíjense en esto ahora!
Estaba leyendo para sí la receta de jamón al horno, y al ver sus miradas interrogadoras, prosiguió en voz alta:

«Jamón al horno con espinacas. Se toma un pedazo bonito de jamón, rellénese de dientes de ajo y cúbrase con azúcar moreno. Cuézase a fuego lento. Servirlo con un borde de puré de espinacas.»

—¿Qué opinan de esto?
—Yo creo que debe resultar un asco —dijo Eduardo.
—No, no, tiene que resultar muy bueno..., pero, ¿qué opinan de todo esto?
—¿Usted cree que se trata de una clave... o algo parecido? —exclamó Eduardo con el rostro iluminado y cogiendo el papel—. Escucha, Charmian, ¡podría ser! Por otra parte, no hay razón para guardar una receta de cocina en un lugar secreto.
—Exacto —repuso la señorita Marple.
—Ya sé lo que puede ser... una tinta simpática —dijo Charmian—. Vamos a calentarlo. Enciende una bombilla.
Pero hecha la prueba, no apareció ningún signo de escritura invisible.
—La verdad —dijo miss Marple, carraspeando—, creo que lo están complicando demasiado. Esta receta es sólo una indicación por así decir. Según mi parecer, son las cartas lo significativo.
—¿Las cartas?
—Especialmente la firma.
Mas Eduardo apenas la escuchaba, y gritó excitado:
—¡Charmian! ¡Ven aquí! Tiene razón... Mira... los sobres son bastante antiguos, pero las cartas fueron escritas muchos años después.
—Exacto —repuso la señorita Marple.
—Sólo se ha tratado de que parezcan antiguas. Apuesto a que el propio tío Mathew lo hizo...
—Precisamente —le confirmó la solterona.
—Todo esto es un engaño. Nunca existió esa misionera. Debe tratarse de una clave.
—Mis queridos amigos... no hay necesidad de complicar tanto las cosas. Su tío en realidad era un hombre muy sencillo. Quería gastarles una pequeña broma. Eso es todo.
Por primera vez le dedicaron toda su atención.
—¿Qué es exactamente lo que quiere usted decir, señorita Marple? —preguntó Charmian.
—Quiero decir que en este preciso momento tiene usted el dinero en la mano.
Charmian miró el papel.
—La firma, querida. Ahí es donde está la solución. La receta es sólo una indicación. Ajos, azúcar moreno y lo demás, ¿qué es en realidad? Jamón y espinacas. ¿Qué significa? Una tontería. Así que está bien claro que lo importante son las cartas. Y entonces si consideran lo que su tío hizo antes de morir... guiñarles un ojo, según dijeron ustedes. Bien... eso, como ven, les da la pista.
—¿Está usted loca, o lo estamos todos? —exclamó Charmian.
—Sin duda, querida, debe haber oído alguna vez la expresión que se emplea para significar que algo no es cierto, ¿o es que ya no se utiliza hoy en día? Tengo más vista que Betty Martin.
Eduardo susurró mirando la carta que tenía en la mano:
—Betty Martin...
—Claro, señor Rossiter. Como usted acaba de decir, no existe... no ha existido jamás semejante persona. Las cartas fueron escritas por su tío, y me atrevo a asegurar que se debió divertir de lo lindo. Como usted dice, la escritura de los sobres es mucho más antigua... en resumen, los sobres no corresponden a las cartas, porque el matasello de una de ellas data de 1851.
Hizo una pausa y repitió con énfasis.
—Mil ochocientos cincuenta y uno. Y eso lo explica todo, ¿verdad?
—A mí no me dice nada absolutamente —repuso Eduardo.
—Pues está bien claro —replicó la señorita Marple—. Confieso que no se me hubiera ocurrido, a no ser por mi sobrino-nieto Lionel. Es un muchacho encantador y un apasionado coleccionista de sellos. Sabe todo lo referente a la filatelia. Fue él quien me habló de ciertos sellos raros y rarísimos, y de un nuevo hallazgo que había sido vendido en subasta. Y ahora recuerdo que mencionó uno.., de 1851 de 2 céntimos y color azul. Creo que vale unos veinticinco mil dólares. ¡Imagínese! Me figuro que los demás también serán ejemplares raros y de precio. No dudo de que su tío los compraría por medio de intermediarios y tendría buen cuidado en «despistar», como se dice en los relatos de detectives.
Eduardo lanzó un gemido y, sentándose, escondió el rostro entre las manos.
—¿Qué te ocurre? —quiso saber Charmian.
—Nada. Es sólo de pensar que a no ser por la señorita Marple, pudimos haber quemado esas cartas para no profanar los recuerdos sentimentales de nuestro tío.
—¡Ah! —replicó la señorita Marple—. Eso es lo que no piensan nunca esos viejos aficionados a las bromas. Recuerdo que mi tío Enrique envió a su sobrina favorita un billete de cinco libras como regalo de Navidad. Los metió dentro de una felicitación que pegó de modo que el billete quedara dentro y lo escribió encima: «Con cariño y mis mejores augurios. Esto es todo lo que puedo mandarte este año.» La pobre chica se disgustó mucho porque le creyó un tacaño y arrojó al fuego la felicitación. Y claro, entonces él tuvo que darle otro billete.
Los sentimientos de Eduardo hacia tío Enrique habían sufrido un cambio radical.
—Miss Marple —dijo—, voy a buscar una botella de champaña; brindemos a la salud de su tío Enrique.

EL CUARTO HOMBRE

AGATHA CHRISTIE
EL CUARTO HOMBRE



EL CUARTO HOMBRE
Agatha Christie

El canónigo Parfitt jadeaba. El correr para alcanzar el tren no era cosa que conviniera
a un hombre de sus años. Su figura ya no era lo que fue y con la pérdida de su esbelta
silueta había ido adquiriendo una tendencia a quedarse sin aliento, que el propio canónigo
solía explicar con dignidad diciendo «¡Es el corazón!»
Exhalando un suspiro de alivio se dejó caer en una esquina del compartimento de
primera. El calorcillo de la calefacción le resultaba muy agradable. Fuera estaba nevando.
Además era una suerte haber conseguido situarse en una esquina siendo el viaje de noche y
tan largo. Debieron haber puesto coche-cama en aquel tren.
Las otras tres esquinas estaban ya ocupadas, y al observarlo, el canónigo Parfitt se
dio cuenta de que el hombre sentado en la más alejada, le sonreía con aire de
reconocimiento. Era un caballero pulcramente afeitado, de rostro burlón y cabellos oscuros
que comenzaban a blanquear en las sienes. Su profesión era sin duda alguna la de abogado,
y nadie le hubiera tomado por otra cosa ni un momento siquiera. Sir Jorge Durand era
ciertamente un abogado muy famoso.
—Vaya, Parfitt —comenzó con aire jovial—. Se ha echado usted una buena carrerita,
¿no?
—Y con lo malo que es para mi corazón —repuso el canónigo—. Qué casualidad
encontrarle, sir Jorge. ¿Va usted muy al norte?
—Hasta Newcastle —replicó sir Jorge—. A propósito —añadió—: ¿Conoce usted al
doctor Campbell Clark?
Y el caballero sentado en el mismo lado que el canónigo inclinó la cabeza complacido.
—Nos encontramos en la estación —continuó el abogado—. Otra coincidencia.
El canónigo Parfitt vio al doctor Campbell Clark con gran interés. Había oído aquel
nombre muy a menudo. El doctor Clark estaba en la primera fila de los médicos especialistas
en enfermedades mentales, y su último libro El problema del subconsciente había sido la
obra más discutida del año.
El canónigo Parfitt vio una mandíbula cuadrada, unos ojos azules de mirada firme, y
una cabeza de cabellos rojizos sin una cana, pero que iban clareándose rápidamente.
Asimismo tuvo la impresión de hallarse ante una vigorosa personalidad.
Debido a una lógica asociación de ideas, el canónigo miró el asiento situado frente al
suyo esperando encontrar allí otra persona conocida, mas el cuarto ocupante del
departamento resultó ser totalmente extraño... tal vez un extranjero. Era un hombrecillo
moreno de aspecto insignificante, que embutido en un grueso abrigo parecía dormir.
—¿Es usted el canónigo Parfitt de Bradchester? —preguntó el doctor Clark con voz
agradable.
El canónigo pareció halagado. Aquellos «sermones científicos» habían sido un gran
acierto... especialmente desde que la prensa se había ocupado de ellos. Bueno, aquello era
lo que necesitaba la Iglesia... modernizarse.
—He leído su libro con gran interés, doctor Campbell Clark —le dijo—. Aunque es
demasiado técnico para mí, y me resu
—¿Prefiere hablar o dormir, canónigo? —le preguntó—. Confieso que sufro de
insomnio y, por lo tanto, me inclino en favor de lo primero.
—¡Oh, desde luego! De todas maneras —explicó el canónigo—, yo casi nunca duermo
en estos viajes nocturnos y el libro que he traído es muy aburrido.
—Realmente formamos una reunión muy interesante —observó el doctor con una
sonrisa—. La Iglesia, la Ley y la profesión médica.
—Es difícil que no podamos formar opinión entre los tres, ¿verdad? El punto de vista
espiritual de la Iglesia, el mío puramente legal y mundano, y el suyo, doctor, que abarca el
mayor campo, desde lo puramente patológico a lo... superpsicológico. Entre los tres
podríamos cubrir cualquier terreno por completo.
—No tanto como usted imagina —dijo el doctor Clark—. Hay otro punto de vista que
ha pasado usted por alto y que es en este aspecto muy importante.
—¿A cuál se refiere? —quiso saber el abogado.
—Al punto de vista del hombre de la calle.
—¿Es tan importante? ¿Acaso el hombre de la calle no se equivoca generalmente?
—¡Oh, casi siempre! Pero posee lo que le falta a toda opinión experta... el punto de
vista personal. Ya sabe que no puede prescindir de las relaciones personales. Lo he
descubierto en mi profesión. Por cada paciente que acude realmente enfermo, hay por lo
menos cinco que no tienen otra cosa que incapacidad para vivir felizmente con los inquilinos
que habitan en la misma casa. Lo llaman de mil maneras... desde «rodilla de fregona» a
«calambre de escribiente», pero es todo lo mismo: asperezas producidas por el roce diario
de una mentalidad con otra.
—Tendrá usted muchísimos pacientes con «nervios», supongo —comenzó el
canónigo, cuyos nervios eran excelentes.
—Ah, ¿qué es lo que quiere usted decir con eso? —El doctor volvióse hacia él con
gesto rápido e impulsivo—. ¡Nervios! La gente suele emplear esa palabra y reírse después,
como ha hecho usted. «Esto no tiene importancia —dicen— ¡Sólo son nervios!» ¡Dios mío!,
ahí tiene usted el quid de todo. Se puede contraer una enfermedad corporal y curarla, pero
hasta la fecha se sabe poco más de las oscuras causas de las ciento y una forma de las
enfermedades nerviosas que se sabía... bueno... durante el reinado de la reina Isabel.
—Dios mío —exclamó el canónigo Parfitt un tanto asombrado por su salida—. ¿Es
cierto?
—Y creo que es un signo de gracia —continuó el doctor Campbell—. Antiguamente
considerábamos al hombre como un simple animal con inteligencia y un cuerpo al que daba
más importancia que a nada.
—Inteligencia, cuerpo y alma —corrigió el clérigo con suavidad.
—¿Alma? —El doctor sonrió de un modo extraño—. ¿Qué quiere decir exactamente?
Nunca ha estado muy claro, ya sabe. A través de todas las épocas no se han atrevido
ustedes a dar una definición exacta.
El canónigo aclaró su garganta dispuesto a pronunciar un discurso, pero ante su
disgusto, no le dieron oportunidad, ya que el médico continuó:
—¿Está seguro de que la palabra es alma... y no puede ser almas?
—¿Almas? —preguntó sir Jorge Durand enarcando las cejas con expresión divertida.
—Sí —Campbell Clark dirigió su atención hacia él inclinándose hacia delante para
tocarle en el pecho—. ¿Está usted seguro —dijo en tono grave—, que hay un solo ocupante
en esta estructura... porque esto es lo que es, ya sabe... envidiable residencia que no se
alquila amueblada por siete, veintiuno, cuarenta y uno, setenta y un años... los que sean? Y
al final el inquilino traslada sus cosas... poco a poco... y luego se marcha de la casa de
golpe... y ésta se viene abajo convertida en una masa de ruinas y decadencia. Usted es el
dueño de la casa, admitamos eso, pero nunca se percata de la presencia de los demás...
criados de pisar quedo, en los que apenas repara, a no ser por el trabajo que realizan...
trabajo que usted no tiene conciencia de haber hecho. O amigos... estados de ánimo que se
apoderan de uno y le hacen ser un «hombre distinto», como se dice vulgarmente. Usted es
el rey del castillo, ciertamente, pero puede estar seguro de que allí está también instalado
tranquilamente el «pillastre redomado».
—Mi querido Clark —replicó el abogado—, me hace usted sentirme realmente
incómodo. ¿Es que mi interior es, en realidad, campo de batalla en que luchan distintas
personalidades? ¿Es la última palabra de la ciencia?
Ahora fue el médico quien se encogió de hombros.
—Su cuerpo lo es —dijo en tono seco—. ¿Por qué no puede serlo también la mente?
—Muy interesante —exclamó el canónico Parfitt—. ¡Ahí Maravillosa ciencia...
maravillosa ciencia!
Y para sus adentros agregó:
—Puedo preparar un sermón muy atrayente basado en esta idea.
Mas el doctor Campbell Clark se había vuelto a reclinar en su asiento una vez pasada
su excitación momentánea.
—A decir verdad —observó con su aire profesional—, es un caso de doble
personalidad el que me lleva esta noche a Newcastle. Un caso interesantísimo. Un individuo
neurótico, desde luego, pero un caso auténtico.
—Doble personalidad —repitió sir Jorge Durand pensativo—. No es tan raro según
tengo entendido. Existe también la pérdida de memoria, ¿no es cierto? El otro día surgió un
caso así ante el Tribunal de Testamentarias.
El doctor Clark asintió.
—Desde luego, el caso clásico fue el de Felisa Bault. ¿No recuerda haberlo oído?
—Claro que sí —expuso el canónigo Parfitt—. Recuerdo haberlo leído en los
periódicos... pero de eso hace mucho tiempo... por lo menos siete años.
El doctor Campbell asintió.
—Esa muchacha se convirtió en una de las figuras más célebres de Francia, y
acudieron a verla científicos de todo el mundo. Tenía cuatro personalidades nada menos, y
se las conocía por Felisa Primera, Felisa Segunda, Felisa Tercera y Felisa Cuarta.
—¿Y no cabía la posibilidad de que fuera un truco premeditado? —preguntó sir Jorge.
—Las personalidades de Felisa Tres y Felisa Cuatro ofrecían algunas dudas —admito
el médico—. Pero el hecho principal persiste. Felisa Bault era una campesina de Bretaña. Era
la tercera de cinco hermanos, hija de un padre borracho y de una madre retrasada mental.
En uno de sus ataques de alcoholismo el padre estranguló a su mujer, siendo, si no recuerdo
mal, desterrado por vida. Felisa tenía entonces cinco años. Unas personas caritativas se
interesaron por la criatura, y Felisa fue criada y educada por una dama inglesa que tenía una
especie de hogar para niños desvalidos. Aunque consiguió muy poco de Felisa, la describe
como una niña anormal, lenta y estúpida, que aprendió a leer y escribir sólo con gran
dificultad y cuyas manos eran torpes. Esa dama, la señora Slater, intentó prepararla para el
servicio doméstico y le buscó varias casas donde trabajar cuando tuvo la edad conveniente,
mas en ninguna estuvo mucho tiempo debido a su estupidez y profunda pereza.
El doctor hizo una pausa, y el canónigo, mientras se arropaba aún más en su manta
de viaje se dio cuenta de pronto de que el hombre sentado frente a él se había movido
ligeramente, y sus ojos, que antes tuviera cerrados, ahora estaban abiertos y en ellos
brillaba una expresión indescifrable que sobresaltó al clérigo. Era como si hubiese estado
regocijándose interiormente por lo que oyera.
—Existe una fotografía de Felisa Bault tomada cuando tenía diecisiete años
—prosiguió el médico—. Y en ella aparece como una burda campesina de recia constitución,
sin nada que indique que pronto iba a ser una de las personas más famosas de Francia.
»Cinco años más tarde, cuando contaba veintidós, Felisa Bault tuvo una enfermedad
nerviosa, y al reponerse empezaron a manifestarse los extraños fenómenos. Lo que sigue a
continuación son hechos atestiguados por muchísimos científicos eminentes. La personalidad
llamada Felisa Primera era completamente distinta a la Felisa Bault de los últimos años.
Felisa Primera escribía apenas el francés, no hablaba ningún otro idioma, y no sabía tocar el
piano. Felisa Segunda, por el contrario, hablaba correctamente el italiano y algo de alemán.
Su letra era distinta por completo de la de Felisa Primera, y escribía y se expresaba a la
perfección en francés. Podía discutir de política, arte y era muy aficionada a tocar el piano.
Felisa Tercera tenía muchos puntos en común con Felisa Segunda. Era inteligente y al
parecer bien educada, pero en la parte moral era un contraste absoluto. Aparecía como una
criatura depravada... pero en un sentido parisiense, no provinciano. Conocía todo el argot de
París, y las expresiones del demi monde elegante. Su lenguaje era obsceno, y hablaba mal
de la religión y la «gente buena» en los términos más blasfemos. Y por fin surgió la Felisa
Cuarta... una criatura soñadora piadosa y clarividente, pero esta cuarta personalidad fue
poco satisfactoria y duradera, y se la consideró un truco deliberado por parte de Felisa
Tercera... una especie de broma que le gastaba al público crédulo. Debo decir que, aparte
de la posible excepción de la Felisa Cuarta, cada personalidad era distinta y separada y no
tenía conocimiento de las otras. Felisa Segunda fue sin duda la más predominante y algunas
veces duraba hasta quince días, luego Felisa Primera, aparecía bruscamente por espacio de
uno o dos días. Después, tal vez la Felisa Tercera o Cuarta, pero estas dos últimas, rara vez
denominaban más de unas pocas horas. Cada cambio iba acompañado de un fuerte dolor de
cabeza y sueño profundo, y en cada caso sufría la pérdida completa de la memoria de los
otros estados, y la personalidad en cuestión tomaba vida a partir del momento en que la
había abandonado, inconsciente del tiempo.
—Muy notable —murmuró el canónigo—. Muy notable. Hasta ahora sabemos apenas
nada de las maravillas del universo.
—Sabemos que hay algunos impostores muy astutos —observó el abogado en tono
seco.
—El caso de Felisa Bault fue investigado por abogados, así como por médicos y
científicos —replicó el doctor Campbell con presteza—. Recuerde que Maitre Quimbellier llevó
a cabo la investigación más profunda y confirmó la opinión de los científicos. Y al fin y al
cabo, ¿por qué hemos de sorprendernos tanto? ¿No tenemos los huevos de dos yemas? ¿Y
los plátanos gemelos? ¿Por qué no ha de poder darse el caso de la doble personalidad... o en
este caso, la cuádruple personalidad... en un solo cuerpo?
—¿La doble personalidad? —protestó el canónigo.
El doctor Campbell Clark volvió sus penetrantes ojos azules hacia él.
—¿Cómo podríamos llamarle si no?
—Menos mal que estas cosas son únicamente un capricho de la naturaleza —observó
sir Jorge—. Si el caso fuera corriente se prestarían muchas complicaciones.
—Desde luego, son casos muy anormales —convino el médico—. Fue una lástima que
no pudiera efectuarse otro estudio más prolongado, pero puso fin a todo, la inesperada
muerte de Felisa.
—Hubo algo raro sino recuerdo mal —dijo el abogado despacio.
El doctor Campbell Clark asintió.
—Fue algo inesperado. Una mañana la muchacha fue encontrada muerta en su cama.
Había sido estrangulada, pero ante la estupefacción de todos, demostró sin lugar a dudas
que se había estrangulado ella misma. Las señales de su cuello eran las de sus dedos. Un
sistema de suicidio que aunque no es físicamente imposible, requiere una extraordinaria
fuerza muscular y una voluntad casi sobrehumana. Nunca se supo lo que había impulsado a
suicidarse. Claro que su equilibrio mental siempre había sido insuficiente. Sin embargo, ahí
tiene. Se ha corrido para siempre la cortina sobre el misterio de Felisa Bault.
Fue entonces cuando el ocupante de la cuarta esquina se echó a reír.
Los otros tres hombres saltaron como si hubieran oído un disparo. Habían olvidado
por completo la existencia del cuarto, y cuando se volvieron hacia el lugar donde se hallaba
sentado y todavía arrebujado en su abrigo, rió de nuevo.
—Deben perdonarme, caballeros —dijo en perfecto inglés, aunque con un ligero
acento extranjero, y se incorporó mostrando un rostro pálido con un pequeño bigotillo—. Sí,
deben ustedes perdonarme —dijo con una cómoda inclinación de cabeza—. Pero la verdad:
¿es que la ciencia dice alguna vez la última palabra?
—¿Sabe algo del caso que estábamos discutiendo? —le preguntó el doctor
cortésmente.
—¿Del caso? No. Pero la conocí.
—¿A Felisa Bault?
—Sí. Y a Annette Ravel también. No han oído hablar de Annette Ravel, ¿verdad? Y, no
obstante, la historia de una, es la historia de la otra. Créame, no sabrán nada de Felisa Bault
si no conocen también la historia de Annette Ravel.
Sacó un reloj para consultar la hora.
—Falta media hora hasta la próxima parada. Tengo tiempo de contarles la historia...
es decir, si a ustedes les interesa escucharla.
—Cuéntela, por favor —dijo el médico.
—Me encantaría oírla —exclamó el pastor.
Sir Jorge Durand limitóse a adoptar una actitud de atenta escucha.
—Mi nombre, caballeros —comentó el extraño compañero de viaje— es Raúl
Latardeau. Usted acaba de mencionar a una dama inglesa, la señorita Slater, que se ocupa
en obras de caridad. Yo la conocí en Bretaña, en un pueblecito pesquero, y cuando mis
padres fallecieron víctimas de un accidente ferroviario, fue la señorita Slater quien vino a
rescatarme y me salvó de algo equivalente a los reformatorios ingleses. Tenía unos veinte
chiquillos a su cuidado... niños y niñas. Entre éstas se encontraban Felisa Baúl y Annette
Ravel. Si no consigo hacerles comprender la personalidad de Annette, caballeros, no
comprenderán nada. Era hija de lo que ustedes llaman una filie de joie que había muerto
tuberculosa abandonada por su amante. La madre fue bailarina y Annette también tenía el
deseo de bailar. Cuando la vi por primera vez tenía once años, y era una niña vivaracha de
ojos brillantes y prometedores... una criatura todo fuego y vida. Y en seguida, en seguida...
me convirtió en su esclavo. «Raúl, haz esto; Raúl, haz lo otro...», y yo obedecía. Yo la
idolatraba y ella lo sabía.
»Solíamos ir a la playa... los tres... ya que Felisa venía con nosotros. Y allí Annette,
quitándose los zapatos y las medias bailaba sobre la arena, y luego, cuando le faltaba el
aliento, nos contaba lo que quería llegar a ser.
»—Veréis, yo seré famosa. Sí, muy famosa. Tendré cientos y miles de medias de
seda... de la seda más fina, y viviré en un piso maravilloso. Todos mis adoradores serán
jóvenes, guapos y ricos, cuando yo baile, todo París irá a verme. Gritarán y se volverán
locos con mis danzas. Y durante los inviernos no bailaré. Iré al sur a gozar del sol. Allí hay
pueblecitos con naranjos, y comeré naranjas. Y en cuanto a ti, Raúl nunca te olvidaré por
muy rica que sea. Te protegeré para que estudies una carrera. Felisa será mi doncella... no,
sus manos son demasiado torpes. Míralas qué grandes y toscas.
»Felisa se ponía furiosa al oír esto, y entonces Annette continuaba pinchándola.
»—Es tan fina, Felisa... tan elegante y distinguida. Es una princesa disfrazada... ja,
ja.
»—Mi padre y mi madre estaban casados, y los tuyos no —replicaba Felisa con
rencor.
»—Sí, y tu padre mató a tu madre. Bonita cosa ser la hija de un asesino.
»—Y el tuyo dejó morir a tu madre —era la contestación de Felisa.
»—Ah, sí —Annette se ponía pensativa—: Pauvre maman. Hay que conservarse fuerte
y bien.
»—Yo soy fuerte como un caballo —presumía Felisa.
»Y desde luego lo era. Tenía dos veces la fuerza de cualquier niña del Hogar y nunca
estaba enferma.
»Pero era estúpida, ¿comprenden?, estúpida como una bestia bruta. A menudo me he
preguntado porqué seguía a Annette como lo hacía. Era una especie de fascinación. Algunas
veces creo que la odiaba, y no es de extrañar, puesto que Annette no era amable con ella.
Se burlaba de su lentitud y estupidez, provocándola delante de los demás. Yo había visto a
Felisa ponerse lívida de rabia. Algunas veces pensé que iba a rodear la garganta de Annette
con sus dedos hasta acabar con su vida. No era lo bastante inteligente como para contestar
a los improperios de Anette, pero con el tiempo aprendió una respuesta que nunca fallaba.
Era el referirse a su propia salud y fuerza. Había aprendido lo que yo siempre supe: que
Annette envidiaba su fortaleza física, y ella atacaba instintivamente el punto débil de la
armadura de su enemiga.
»Un día Annette vino hacia mí muy contenta. "Raúl —dijo—, hoy vamos a divertirnos
con esa estúpida de Felisa."
»—¿Qué es lo que vas a hacer?
»—Ven detrás del cobertizo y te lo diré.
»Parece que Annette había encontrado cierto libro, parte del cual no entendía y,
desde luego, estaba por encima de su cabecita. Era una de las primeras obras de
hipnotismo.
—Conseguí que un objeto brillante, el pomo de metal de mi casa, diese vueltas. Hice
que Felisa lo mirase anoche. "Míralo fijamente —le dije—. No apartes los ojos de él." Y
entonces lo hice girar, Raúl. Estaba asustada. Sus ojos tenían una expresión tan extraña...
tan extraña. "Felisa, tú harás siempre lo que yo diga", le dije: "Haré siempre lo que tú digas,
Annette", me contestó. Y luego... y luego... dije: "Mañana llevarás un cabo de vela al patio y
empezarás a comerla a las doce. Y si alguien te pregunta dirás que es la mejor galleta que
has probado en tu vida." ¡Oh, Raúl, imagínate!
»—Pero ella no hará una cosa así —protesté.
»—El libro dice que sí. No es que yo lo crea del todo... ¡pero, oh, Raúl, si lo que dice
el libro es cierto, lo que nos vamos a divertir!
»A mí también me pareció divertido. Lo comunicamos a nuestros compañeros y a las
doce estábamos todos en el patio. A la hora exacta apareció Felisa con el cabo de la vela en
la mano. ¿Y creerán ustedes, caballeros, que empezó a mordisquearlo solemnemente?
¡Todos nos desternillábamos de risa! De vez en cuando alguno de los niños se acercaba a
ella y le decía muy serio: ¿Es bueno lo que comes, Felisa? Y ella respondía: "Sí, es una de
las mejores galletas que he probado en mi vida."
»Y entonces nos ahogábamos de risa. Al fin nos reímos tan fuerte que el ruido
pareció despertar a Felisa y se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Parpadeó extrañada,
miró la vela y luego a todos, pasándose la mano por la frente.
»—Pero, ¿qué es lo que estoy haciendo aquí? —murmuró.
»—Te estás comiendo una vela de sebo —le gritamos.
»—Yo te lo hice hacer. Yo te lo hice hacer —exclamó Annette bailándola su alrededor.
»Felisa la miró fijamente unos instantes y luego se fue acercando a ella.
»—¿De modo que has sido tú... has sido tú quien me puso en ridículo? Creo recordar.
¡Ah! Te mataré por esto.
»Habló en tono tranquilo, pero Annette echó a correr refugiándose detrás de mí.
»—¡Sálvame, Raúl! Me da miedo Felisa. Ha sido sólo una broma, Felisa. Sólo una
broma ¿Comprendes?
»—No me gustan esta clase de bromas —replicó Felisa—. Te odio. Os odio a todos.
»Y echándose a llorar se marchó corriendo.
»Yo creo que Annette estaba asustada por el resultado de su experimento, y no
intentó repetirlo, pero a partir de aquel día su ascendencia sobre Felisa se fue haciendo más
fuerte.
»Ahora creo que Felisa siempre la odió, pero sin embargo no podía apartarse de su
lado y solía seguirla como un perro.
»Poco después de esto, caballeros, me encontraron un empleo y sólo volví al Hogar
durante mis vacaciones. No se había tomado en serio el deseo de Annette de ser bailarina,
pero su voz se hizo más bonita a medida que iba creciendo, y la señorita Slater consintió
gustosamente en dejarla aprender canto.
»Annette no era perezosa, y trabajaba febrilmente, sin descanso, y la señorita Slater
se vio obligada a impedir que se excediera, y en cierta ocasión me habló de ella.
»—Tú siempre has apreciado mucho a Annette —me dijo—. Convéncela para que no
se esfuerce demasiado. Últimamente tose de una manera que no me gusta.
»Mi trabajo me llevó lejos poco después de esta conversación. Recibí una o dos
cartas de Annette al principio, pero luego silencio, los cinco años que permanecí en el
extranjero.
»Por pura casualidad, cuando regresé a París me llamó la atención un cartel anuncio
con el nombre de Annette Ravelli y su fotografía. La conocí en seguida. Aquella noche fui al
teatro en cuestión. Annette cantaba en francés e italiano, y en escena estaba maravillosa.
Después fui a verla a su camerino y me recibió en seguida.
»—Vaya, Raúl —exclamó tendiéndome las manos—. ¡Esto es maravilloso! ¿Dónde has
estado todos estos años?
»Yo se lo hubiera dicho, pero no deseaba escucharme.
»—¡Ves, ya casi he llegado!
»Y con un gesto triunfal me señaló el camerino lleno de flores.
»—La señorita Slater debe estar orgullosa de tu éxito.
»—¿Esa vieja? No, por cierto. Ella me había destinado al Conservatorio... a los
conciertos... pero yo soy una artista. Y es aquí, en los teatros de variedades, donde puedo
expresar mi personalidad.
»En aquel momento entró un hombre de mediana edad, atractivo y distinguido. Por
su comportamiento comprendí en seguida que se trataba del mecenas de Annette. Me miró
de soslayo y Annette le explicó:
»—Es un amigo de la infancia. Está de paso en París, ha visto mi retrato en un
anuncio, et voilá.
»Aquel hombre era muy amable y cortés, y delante de mí sacó una pulsera de
brillantes y rubíes que colocó en la muñeca de Annette. Cuando me levanté para marcharme
ella me dirigió una mirada de triunfo diciéndome en un susurro:
»—He llegado, ¿verdad? ¿Comprendes? Tengo el mundo a mis pies.
»Pero al salir del camerino la oí toser con una tos seca y dura. Sabía muy bien lo que
significaba. Era la herencia de su madre tuberculosa.
»Volví a verla dos años más tarde. Había ido a buscar refugio junto a la señorita
Slater. Su carrera estaba arruinada. Era tal lo avanzado de su enfermedad, que los médicos
dijeron que nada podía hacerse.
»¡Ah! ¡Nunca olvidaré cómo la vi entonces! Estaba echada en una especie de
cobertizo montado en el jardín. La tenían día y noche al aire libre. Sus mejillas estaban
hundidas y sus ojos brillantes y febriles.
»Me saludó con tal desesperación que me quedé estupefacto.
»—Cuánto me alegro de verte, Raúl. ¿Tú ya sabes bien lo que dicen... que no me
pondré bien? Lo dicen a mis espaldas, ¿comprendes? Conmigo son todos amables y tratan
de consolarme. ¡Pero no es cierto, Raúl, no es cierto! Yo no me dejaré morir. ¿Morir? ¿Con la
vida tan hermosa que se extiende ante mí? Es la voluntad de vivir lo que importa. Todos los
grandes médicos lo dicen. Yo no soy de esos seres débiles que se abandonan. Ya empiezo a
sentirme mejor... muchísimo mejor, ¿oyes?
»Y se incorporó, apoyándose sobre un codo para dar más énfasis a sus palabras,
luego cayó hacia atrás, presa de un ataque de tos que estremeció su delgado cuerpo.
»—La tos no es nada —consiguió decir—. Y las hemorragias no me asustan.
Sorprenderé a los médicos. Es la voluntad lo que importa. Recuerda, Raúl, yo viviré.
»Era una pena. ¿Comprenden? Una pena.
»En aquel momento llegaba Felisa Bault con una bandeja y un vaso de leche caliente,
que dio a Annette, mirando como lo bebía con expresión que no pude descifrar... como con
cierta satisfacción.
»Annette también captó aquella mirada, y dejó caer el vaso, que se hizo pedazos.
»—¿La has visto? Así es como me mira siempre. ¡Ella se alegra de que vaya a morir!
Sí, disfruta. Ella es fuerte y sana. Mírala... ¡nunca ha estado enferma! ¡Ni un solo día! Y todo
para nada. ¿De qué le sirve ese corpachón? ¿Qué va a sacar de él?
»Felisa se agachó para coger los pedazos de cristal.
»—No me importa lo que diga —comenzó con voz inexpresiva—. ¿A mí qué? Soy una
chica respetable. Y en cuanto a ella, sabrá lo que es el Purgatorio dentro de poco. Yo soy
cristiana y nada digo.
»—¡Tú me odias! —exclamó Annette—. Siempre me has odiado. ¡Ah!, pero de todas
maneras puedo encantarte. Puedo hacer que hagas mi voluntad. Mira, ahora mismo, si te lo
pidiera sin ninguna duda te pondrías de rodillas ante mí encima de la hierba.
»—No seas absurda —dijo Felisa intranquila.
»—Pues sí que lo harás. Lo harás... para complacerme. Arrodíllate. Yo, Annette, te lo
pido. Arrodíllate, Felisa.
»No sé si sería por el maravilloso mandato de su voz, o por un motivo más profundo,
pero el caso es que Felisa obedeció. Se puso de rodillas lentamente, con los brazos
extendidos hacia delante y el rostro ausente mirando estúpidamente al vacío.
»Annette, echando la cabeza hacia atrás, rió con todas sus fuerzas.
»—¡Mira qué cara más estúpida pone! ¡Qué ridícula está! ¡Ya puedes levantarte,
Felisa, gracias! Es inútil que frunzas el ceño. Soy tu ama, y tienes que hacer lo que yo diga.
«Desplomóse exhausta sobre las almohadas, y Felisa, recogiendo la bandeja, se alejó
lentamente. Una vez volvióse a mirar por encima del hombro, y el profundo resentimiento
de su mirada me sobresaltó.
»Yo no estaba allí cuando murió Annette, pero, al parecer, fue terrible. Se aferraba a
la vida con desesperación, luchando contra la muerte como una posesa, y gritando: "No
moriré. Tengo que vivir... vivir..."
»Me lo contó la señorita Slater, cuando seis meses más tarde fui a verla. "Mi pobre
Raúl —me dijo con tono amable—. Tú la querías, ¿verdad?"
»—Siempre la quise... siempre. Pero ¿de qué hubiera podido servirle? No hablemos
de eso. Ahora está muerta... ella... tan alegre... y tan llena de vida.
»La señorita Slater era mujer comprensiva y se puso a hablar de otras cosas. Estaba
preocupada por Felisa. La joven había sufrido una extraña crisis nerviosa y desde entonces
su comportamiento era muy extraño.
»—¿Sabes —me dijo la señorita Slater tras una ligera vacilación— que está
aprendiendo a tocar el piano?
»Yo lo ignoraba y me sorprendió mucho. ¡Felisa... aprendiendo a tocar el piano! Yo
hubiera jurado que era totalmente incapaz de distinguir una nota de otra.
»—Dicen que tiene talento —continuó la señorita Slater—. No comprendo. Siempre la
había considerado..., bueno, Raúl, tú mismo sabes que fue siempre una niña estúpida.
«Asentí.
»—Su comportamiento es tan extraño que no sé qué pensar.
»Pocos minutos después entré en la sala de lectura. Felisa tocaba el piano... la misma
tonadilla que oí cantar a Annette en París. Comprendan, caballeros, que me quedé de una
pieza. Y luego, al oírme, se interrumpió de pronto volviéndose a mirarme con ojos llenos de
malicia e inteligencia. Por un momento pensé..., bueno, no voy a decirles lo que pensé
entonces.
»—Tiens! —exclamó—. De manera que es usted... monsieur Raúl.
»No puedo describir cómo lo dijo. Para Annette nunca había dejado de ser Raúl, pero
Felisa, desde que volvimos a encontrarnos de mayores, siempre me llamaba monsieur Raúl.
Mas entonces lo dijo de un modo distinto..., como si el monsieur fuera algo divertido.
»—Vaya, Felisa —le contesté—, te veo muy cambiada.
»—¿Sí? —replicó pensativa—. Es curioso, pero no te pongas serio, Raúl...,
decididamente te llamaré Raúl... ¿Acaso no jugábamos juntos cuando éramos niños...? La
vida se ha hecho para reír. Hablemos de la pobre Annette... que está muerta y enterrada.
¿Estará en el Purgatorio, o dónde?
»Y tarareó cierta canción..., desentonando bastante, pero las palabras llamaron mi
atención.
»—¡Felisa! —exclamé—. ¿Sabes italiano?
»—¿Por qué no, Raúl? Yo no soy tan estúpida como parecía —y se rió de mi
confusión.
»—No comprendo... —comencé a decir.
»—Pues yo te lo explicaré. Soy una magnífica actriz, aunque nadie lo sospechaba.
Puedo representar muchos papeles... y muy bien, por cierto.
»Volvió a reír y salió corriendo de la habitación antes de que pudiera detenerla.
»La volví a ver antes de marcharme. Estaba durmiendo en un sillón y roncaba
pesadamente. La estuve mirando fascinado..., aunque me repelía. De pronto se despertó
sobresaltada, y sus ojos apagados y sin vida se encontraron con los míos.
»—Monsieur Raúl —murmuró mecánicamente.
»—Sí, Felisa. Yo me marcho. ¿Querrás tocar algo antes de que me vaya?
»—¿Yo? ¿Tocar? ¿Se está riendo de mí, monsieur Raúl?
»—¿No recuerdas que esta mañana tocaste para mí?
»Felisa meneó la cabeza.
»—¿Tocar yo? ¿Cómo es posible que sepa tocar una pobre chica como yo?
»Hizo una pausa como si reflexionara, y luego se acercó a mí.
»—¡Monsieur Raúl, ocurren cosas extrañas en esta casa! Le gastan a una bromas.
Varían las horas del reloj. Sí, sí, sé lo que digo. Y todo eso es obra de ella.
»—¿De quién? —pregunté sobresaltado.
»—De Annette, esta malvada. Cuando vivía siempre me estaba atormentando, y
ahora que ha muerto, vuelve del otro mundo para seguir mortificándome.
»La miré fijamente. Ahora comprendo que estaba al borde del terror y sus ojos
estaban a punto de salir de sus órbitas.
»—Es mala. Le aseguro que es mala. Sería capaz de quitar a cualquiera el pan de la
boca, la ropa y el alma...
»De pronto se agarró a mí.
»—Tengo miedo, se lo aseguro..., miedo. Oigo su voz..., no en mis oídos... sino
aquí... en mi cabeza —se tocó la frente—. Se me llevará muy lejos... y entonces, ¿qué
haré... qué será de mí?
»Su voz se fue elevando hasta convertirse en un alarido y vi en sus ojos el terror de
las bestias acorraladas.
»De pronto sonrió..., fue una sonrisa agradable, llena de astucia, que me hizo
estremecer.
»—Si llegara eso, monsieur Raúl..., tengo mucha fuerza en mis manos..., tengo
mucha fuerza en las manos.
»Nunca me había fijado particularmente en sus manos. Entonces las miré y me
estremecí a pesar mío. Eran unos dedos gruesos, brutales, y como Felisa había dicho,
extraordinariamente fuertes. No sabría explicarles la sensación de náuseas que me invadió.
Con unas manos como aquéllas su padre debió estrangular a su madre.
»Aquélla fue la última vez que vi a Felisa Bault. Inmediatamente después marché al
extranjero..., a Sudamérica. Regresé dos años después de su muerte. Algo había leído en
los periódicos de su vida y muerte repentina. Y esta noche me he enterado de más
detalles... por ustedes. Felisa Tercera y Felisa Cuarta... Me estoy preguntando si... ¡Era una
buena actriz! ¿Saben?»
El tren fue aminorando su velocidad, y el hombre sentado en la esquina se irguió
para abrochar mejor su abrigo.
—¿Cuál es su teoría? —preguntó el abogado.
—Apenas puedo creerlo... —comenzó a decir el canónigo Parfitt.
El médico nada dijo, pero miraba fijamente a Raúl Letardeau.
—Es capaz de quitarle a uno el pan de la boca, la ropa..., el alma... —repitió el
francés poniéndose en pie—. Les aseguro, messieurs, que la historia de Felisa Bault es la
historia de Annette Ravel. Ustedes no la conocieron, caballeros. Yo sí... y amaba mucho la
vida.
Con la mano en el pomo de la puerta, dispuesto a apearse, se volvió de pronto,
yendo a dar un golpecito en el pecho del canónigo.
—Monsieur le docteur acaba de decir que esto —le dio un golpe en el estómago y el
pastor pegó un respingo— es sólo una coincidencia. Dígame, si encontrara un ladrón en su
casa, ¿qué haría? Pegarle un tiro, ¿no?
—No —exclamó el canónigo—. No..., quiero decir... que en este país, no.
Pero sus palabras se perdieron en el aire mientras la puerta del compartimento se
cerraba de golpe.
El clérigo, el abogado y el médico se habían quedado solos. El cuarto asiento estaba
vacío.


F I N

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