.

.

domingo, 3 de abril de 2011

LA JUSTICIA EXTRACTO DE PODERES -- JORGE ADOUM

LA JUSTICIA

Los hombres son esclavos de sus leyes y les encanta quebrantar la justicia.
La justicia, es un arte, cuyo fin es libertar al hombre de las ligaduras de las leyes, pero el hombre es un mal artista que traduce el poder de la justicia en leyes que le encadenan.
El niño construye castillos de naipes con paciencia y cuidado y cuando termina los derrumba con un soplo, seguido de una estrepitosa carcajada.
La ley de los hombres es un taller que fabrica yugos pesados para la cerviz de los débiles.
La ley es la mayor enemiga del hambriento que roba un pan; pero es la mejor amiga del ladrón que roba millones.
La ley es la espada del héroe que mata a millones; y es el hacha del verdugo para aquél que vengó el honor de la hija engañada o de la esposa seducida.
La ley de los hombres es la fuerza del tirano, y la justicia es la obediencia del débil.
Los cráneos de los muertos son las pesas del fuerte en la balanza de la justicia humana.
La ley debe ser la sombra de la justicia, pero cuando el sol está en el cénit.
El hombre no busca la sombra de la ley sino cuando el sol está en el crepúsculo, para trazar su justicia, sobre la tierra, con mayor tamaño.
Quien graba con la mano una ley injusta, sobre su propio corazón, no podrá borrarla sino cuando la hoguera reduzca su corazón a cenizas.
Al arrancar la injusticia de la mente humana, no se la debe trasplantar al corazón.
Hay cinco justicias para los cinco sentidos del hombre:
La justicia ciega es la que golpea el futuro con el látigo del pasado y castiga al hijo por la culpa del Padre.
La justicia sorda que quiere hacer del tirano un eco del Poder y del rico ignorante una copia del sabio.
La justicia muda que sin hablar, inclina el pulgar hacia abajo, para matar al caído y extinguir al débil.
La justicia constipada que huele la hipocresía y la llama diplomacia; a la debilidad la llama suavidad.
Y por último, la justicia sin tacto que encadena al mundo moderno con las leyes del antiguo.
La justicia es hija del dolor: sólo puede administrarla aquél que se baña diariamente con la sangre del corazón.
La justicia es río de la vida: sólo puede contemplarla aquél que yace sentado en la orilla de la Eternidad.
Los legisladores no oyen el grito del miserable porque sus oídos están ensordecidos por el ruido de las leyes; solo el dolorido, el crucificado por la culpa ajena, puede formar de su cruz una balanza justa y fiel.
El hombre que yace en la luz negra, no puede ver a la justicia sentada en la oscuridad luminosa.
Aquel que no suspira con el afligido, no puede oír el grito de sus entrañas.
Aquél que no llora con el infeliz no puede lavar con las propias lágrimas sus heridas.
Aquél que no derrama sus lágrimas sobre la culpa del malvado y por el error del felón, no puede reírse con la aurora, ni alegrarse con el nacimiento de la flor.
Quien se ríe de la culpa ajena, encadena más su alma a la tierra, y aquel que llora por el error del prójimo, se acerca con él a Dios.
La justicia no consiste en eliminar al que ha errado: La justicia consiste en borrar nuestro error de la mente de nuestra víctima.
Nuestros mismos yerros desprendidos de nuestro ser, to-marán por blanco la mente de otro YO nuestro.
El malvado es la creación de las leyes humanas,
Roba el ladrón, porque las leyes le privaron de sus nece-sidades.
Traiciona la esposa, porque el marido le ha privado del verdadero amor y la hastió con su pasión brutal.
Miente el hombre, porque le castigaron cuando habló la verdad.
Se hace, el hombre nacionalista, porque le privaron del derecho de la universalidad.
La humanidad es el río cristalino que conduce lo humano al océano de lo Absoluto; pero las leyes formaron de las aguas del río, ciertos charcos putrefactos, llamados naciones, razas y castas.
El justo no es idólatra para degollar su conciencia ante el ídolo y le llama Dios.
El justo no es vasallo que se arrodilla ante el tirano.
El justo no es delincuente para postrarse ante la ley.
El justo no es nacionalista para matar en nombre de la patria.
El justo no es ignorante para entregarse al sacerdote y le llama: Sombra de Dios en la tierra.
El justo no es usurero que cual sanguijuela absorbe ln sangre de los demás y llama al oficio, comercio.
El justo es Dios, universal, sabio sacerdote y liberal al mismo tiempo.
Todo hombre debe ser Ley en sí mismo, y para ser Ley debe cargar con la culpa ajena.
Aún más, debe ser como el sol que ilumina la flor y el estiércol y brilla sobre el río y sobre el charco.
Un día preguntó el águila de la montaña al sol:
¿Por qué manchas tus rayos dorados con las inmundicias de la tierra?
El sol le contestó; Asciende a mí.
Subió el águila a una altura tal, que ya no veía, de la tie-rra, más que el tamaño de un grano de lenteja, Entonces co-municó el particular al sol.
Este le dijo: Necio, estás todavía en la atmósfera de la tierra y dices que ya no la ves, ¿Qué me importaría a mí de sus inmundicias estando yo a ésta distancia de ella?

Carta de una Desconocida -- Stefan Zweig


Carta de una Desconocida Stefan Zweig


1
PRIMER TIEMPO
Tras unas breves vacaciones en la montaña, R., el famoso novelista, llegó a Viena a primera hora de la mañana, compró un periódico en la estación y, al fijarse en la fecha, recordó que era su cumpleaños. "¡Cuarenta y uno!", pensó súbitamente. No era feliz ni desgraciado al comprobarlo. Tomó un taxi y, tarareando, hojeó el periódico mientras se dirigía a su casa.
El criado le informó de las visitas y llamadas telefónicas habidas durante su ausencia. Un montón de cartas le esperaba encima de una bandeja. Mirándolo con indiferencia, abrió una o dos interesado por sus remitentes, pero dejó de lado, por el momento, un abultado sobre escrito con letra desconocida para él.
Cómodamente instalado en el sillón, bebió su té matinal, finalizó la lectura del periódico y leyó unas cuantas circulares. Después, encendiendo un cigarrillo, cogió de nuevo la última carta, la que había dejado para el final.
Más que una carta ordinaria era un manuscrito integrado por dos docenas de cuartillas, de letra apretada y desconocida, escritas apresuradamente por mano femenina. Instintivamente examinó de nuevo el sobre, por si venía en él una nota aclaratoria. Pero no la había; como no había, en el sobre ni en el largo texto, firma o dirección del remitente. "Extraño", pensó, y se dispuso a leer el manuscrito. Las primeras palabras decían, a manera de encabezamiento: "A ti, que nunca me has conocido". Estaba perplejo. ¿Iba aquello dirigido a él personalmente o a un ser imaginario? Con suma curiosidad reanudó la lectura:
"Mi hijo murió ayer. Durante tres días y tres noches estuve luchando con la muerte, tratando de salvar su frágil vida. Durante cuarenta horas consecutivas, mientras la fiebre abrasaba su pobre cuerpo, le velé al pie de su cama. Le puse compresas frías en la frente; día y noche, noche y día. Sostuve sus manitas inquietas. La tercera noche, mis fuerzas se quebraron. Se me cerraron los ojos sin darme cuenta y debí de dormir tres o cuatro horas en aquella dura silla. Mientras tanto, me lo arrebató la muerte. Y ahí yace mi pobre, mi querido pequeño, en su estrecha cama, tal como murió. Sólo sus ojos, sus inteligentes ojos oscuros, han sido cerrados; sus manos están cruzadas sobre el pecho, sobre su blanca camisa. Arden cuatro cirios, uno en cada esquina de la cama.
No me atrevo a mirarle, tengo miedo de moverme. Las llamas, al oscilar, hacen vagar sombras extrañas sobre su rostro y sus labios cerrados. Se diría que sus rasgos se animan y, por un momento, casi llego a imaginar que en realidad no está muerto, que va a despertar y a decirme con su clara voz algo adorablemente infantil.
Pero sé que está muerto; no quiero volver a mirarle, para no sentir, una vez más, esa loca esperanza y una vez más sufrir el desengaño. Mi hijo murió ayer, ahora lo sé. Ya no me queda nadie en el mundo más que tú; sólo tú, que no me conoces; tú, que vives alegre y despreocupadamente, jugando con los hombres y con las cosas. Sólo tú, que nunca me has conocido y a quien yo nunca he dejado de amar.
He encendido una quinta bujía y la he colocado en la mesa sobre la que te escribo. Lo hago porque no puedo continuar sola, junto a mi hijo muerto, sin abrir mi corazón a alguien; y ¿a quién debo hacerlo en esta hora terrible sino a ti, que has sido y sigues siendo todo para mí?
Quizá no sea capaz de expresarme con claridad. Quizá no seas tú capaz de comprenderme. Siento pesada la cabeza y me duele todo el cuerpo; debo de tener fiebre. La gripe epidémica está asolando este barrio y probablemente he sufrido el contagio. No lo sentiría si de este modo pudiese unirme a mi pequeño. A veces se me oscurece la vista, y acaso no pueda acabar esta carta. Pero voy a intentarlo con todas mis fuerzas. Quiero, por esta primera y última vez, hablarte, amor mío, a ti que nunca me conociste.
Sólo deseo hablar contigo, ahora que puedo contártelo todo por primera vez. Quisiera que conocieras mi vida entera, mi vida que fue en todo momento tuya y de la que nunca has sabido nada. Pero sólo después de mi muerte llegarás a conocer mi secreto, cuando ya no quede nadie a quien debas responder; sólo en el caso de que esto que ahora sacude mis miembros con escalofríos signifique el fin, efectivamente, para mí. Si debo seguir viviendo, romperé esta carta y mantendré el silencio que hasta ahora he guardado. Si, por el contrario, llega a tus manos, sabrás que es una mujer muerta la que te está contando la historia de su vida; la historia de una vida que desde el primero hasta el último momento consciente fue tuya.
No tienes por qué asustarte de mis palabras. Una mujer muerta no necesita nada: ni amor, ni compasión, ni consuelo. Sólo he de pedirte que creas todo lo que mi dolor, que busca amparo en ti, me fuerza a revelarte. Cree mis palabras, ya que no te pido otra cosa: una madre no miente junto al lecho de muerte de su único hijo.
Voy a contarte mi vida entera, esta vida mía que no empieza, realmente, hasta el día en que te vi por primera vez. Todo lo anterior es lóbrego y confuso, el recuerdo de algo semejante a un sótano polvoriento con gentes y cosas grises y aburridas; un lugar que no hablaba a mi corazón.
Cuando apareciste en mi vida, tenía trece años y vivía en la casa donde hoy vives todavía, en la misma casa donde estás leyendo esta carta que es el último aliento de mi vida. Vivía en la misma planta, nuestra puerta enfrente de la tuya. Sin duda no te acuerdas ya de nosotras. Seguramente has olvidado hace tiempo a la pobre viuda de un contable, constantemente enlutada, y a su hija pálida y delgaducha.
Vivíamos muy calladamente, como ejemplares típicos de la burguesía modesta. No es probable que supieras nuestro nombre: no teníamos tarjeta en la puerta y nadie nos venía a ver. Además, ¡hace tanto tiempo! Quince o dieciséis años. Imposible que lo recuerdes, amor mío. Pero yo, ¡con cuánta pasión me acuerdo de cada detalle! Como si acabara de suceder, recuerdo el día, la hora en que oí hablar de ti por primera vez, en que por primera vez te vi. ¿Podría ser de otro modo, si entonces comenzó la vida para mí? Ten un poco de paciencia y déjame contártelo todo desde el principio. No te canses de escucharme durante tan breve espacio de tiempo, ya que yo no me he cansado de amarte durante toda mi vida.
Los inquilinos que ocuparon el piso antes que tú eran profundamente desagradables, soeces y malos; se peleaban constantemente. A pesar de ser ellos mismos muy pobres, nos odiaban por nuestra miseria y por la distancia que guardábamos respecto a ellos dada su plebeyez. El marido bebía con frecuencia y solía pegar a su mujer. A menudo nos despertaba en la noche el ruido de sillas volcadas y de vajilla rota. Una vez que había sido golpeada con más dureza que de costumbre, salió al rellano corriendo con los pelos revueltos, seguida de su marido, que continuó maltratándola hasta que acudieron los vecinos a la escalera y amenazaron con avisar a la policía.
Mi madre no quería nada con ellos, y desde el primer día me prohibió jugar con los niños, quienes aprovechaban cualquier ocasión que se les presentaba para descargar sobre mí todo el mal humor que les producía semejante negativa. Si me encontraban en la calle, me insultaban; cierto día me lanzaron una bola de nieve tan apretada que me produjo un corte en la frente. Todos los vecinos, por instinto, los detestaban, y todos respiramos con mayor libertad el día que se vieron obligados a abandonar la casa - creo que detuvieron al marido por robo.
Durante unos días se vio el letrero "Por alquilar" en la puerta principal. Más tarde fue retirado, y el portero nos informó de que el piso había sido alquilado por un escritor, soltero, que de seguro sería mucho más pacífico. Aquélla fue la primera vez que oí tu nombre.
Pocos días después se inició la limpieza total del piso, seguida prontamente por la llegada de pintores y decoradores. Por supuesto, hacían mucho ruido, pero mi madre estaba contenta porque, según decía, aquello era el fin del desorden.
No te vi durante el traslado. Tu criado, ese hombre pequeño y serio, de pelo gris y buenos modales, que demuestra claramente haber servido en casas grandes, vigilaba la instalación. Dirigíalo todo con aire de entendido y a todos nos impresionaba mucho. Un sirviente de tanta categoría era algo completamente nuevo en aquella casa de vecindad. Por lo demás, era en extremo cortés, si bien mantenía cierta distancia respecto a los demás criados. Trató a mi madre, desde el primer día, con mucho respeto, como a una dama, e incluso con nosotros, los chiquillos, se mostraba amable y deferente. Cuando en ocasiones pronunciaba tu nombre, lo hacía en forma tal que demostraba el respeto que hacia ti sentía y que sus sentimientos eran los de un fiel servidor. ¡Cuánto quería al bueno de Juan por eso y cuánto le envidiaba al mismo tiempo por su privilegio de verte constantemente y de poderte servir!
¿Sabes por qué te cuento todas estas tonterías, amor mío? Porque quiero que comprendas el poder que, desde un principio, tu personalidad llegó a ejercer sobre mí, sobre aquella chiquilla tímida y reservada. Ya antes de que te viera, un halo nimbaba tu persona. Estabas rodeado de una atmósfera de lujo, maravilla y misterio. La gente cuya vida es opaca se siente ávida de novedad. En aquella modesta casa de suburbio, todos esperábamos impacientes tu llegada. En mi caso, la curiosidad alcanzó un grado superlativo cuando una tarde, al volver del colegio, encontré ante la puerta la conductora que traía tus muebles.
Ya habían subido la mayor parte del mobiliario más pesado, y los mozos se ocupaban entonces de las piezas de menor tamaño. Me detuve en la puerta a contemplarlo con admiración. ¡Todo cuanto te pertenecía era tan distinto a lo que yo estaba acostumbrada! Idolos indios, esculturas italianas y grandes cuadros de brillantes colores.
Por último aparecieron los libros, tantos y tan bonitos como nunca hubiera podido imaginar. Estaban amontonados junto a la puerta. Tu criado los limpiaba cuidadosamente, uno a uno. Veía crecer la pila llena de curiosidad. Tu criado no me echó, pero tampoco me dio ánimos, y no me atreví a tocarlos, aunque deseaba ardientemente acariciar la suave piel de las encuadernaciones. Miré tímidamente algunos de los títulos. La mayoría estaban en francés o inglés o en lenguas de las que yo no sabía ni una palabra. Me hubiera gustado permanecer allí contemplándolos durante mucho rato, pero mi madre me llamó y tuve que entrar en casa.
Aunque todavía no te conocía, pensé en ti toda la noche. Yo no tenía más de una docena de libros, baratos y viejos. Los quería más que a nada en el mundo y los leía una y otra vez. Traté de imaginar entonces al hombre poseedor de tantos volúmenes, al hombre que había leído tanto, que sabía tantos idiomas, que era rico e ilustrado. La idea de tantos libros despertaba una especie de etérea veneración.
Traté a solas de verte mentalmente. Debías de ser viejo, con gafas y una larga barba blanca, algo así como nuestro profesor de geografía, pero mucho más amable, agraciado y cortés. No sé por qué estaba segura de que eras guapo, ya que al mismo tiempo te imaginaba casi como un anciano. Aquella noche, sin conocerte, soñé contigo por primera vez.
Te instalaste al día siguiente; pero, a pesar de haber estado pendiente todo el día, no logré verte. El fracaso inflamó mi curiosidad. Al fin, al tercer día, te vi. Me quedé verdaderamente sorprendida al contemplar cuán diferente eras del anciano que mi mente infantil había creado. Era un hombre mayor, simpático y con gafas el que yo había imaginado; tú llegaste con el mismo aspecto que tienes ahora, ya que eres de las pocas personas a las que el tiempo no mutila. Vestías un bonito traje gris de deporte y subiste la escalera de dos en dos, con esa naturalidad que caracteriza tus movimientos. Llevabas el sombrero en la mano, por lo que, con indescriptible sorpresa, pude ver tu rostro radiante y tu cabello juvenil. Tu figura, hermosa, esbelta y apuesta, fue un golpe para mí. Es extraño que yo pudiera descubrir en aquel primer momento eso que en ti nos sorprende continuamente. Descubrí que tú eras dos personas en una: que eras un joven ardiente e irreflexivo, amante del deporte y la aventura, y al mismo tiempo, en tu arte, un hombre altamente culto, que ha leído mucho y con un agudo sentido de la responsabilidad. Inconscientemente sorprendí lo que todos aquellos que frecuentan tu trato llegan a descubrir: que tienes dos vidas. Una de ellas, de todos conocida, es la vida abierta al mundo; la otra, alejada de ese mundo, únicamente tú la conoces plenamente. Yo, una niña de trece años, absorbida por el embrujo de tu atractivo, percibí al primer golpe de vista ese secreto de tu existencia, esa profunda separación de tus dos vidas. Y tal dualidad me atrajo poderosamente.
¿Puedes comprender ahora, amor mío, qué milagro, qué tentador enigma debiste parecerle a aquella niña? Allí estaba el hombre de quien todo el mundo hablaba con respeto porque escribía libros y porque era famoso en la buena sociedad, una sociedad extraña a la mía. De pronto se revelaba como un joven de veinticinco años, animoso e infantil. No necesito decirte que, a partir de aquel momento, en mi pequeño mundo eras tú lo único que me interesaba, que mi vida giraba alrededor de la tuya con la fidelidad propia de una niña de trece años.
Te vigilaba, observaba tus costumbres, la gente que te venía a ver, y todo ello aumentaba, en lugar de disminuir, mi interés por tu personalidad, ya que en la diversidad de tus visitantes se reflejaba la dualidad de tu naturaleza. Algunos de ellos eran jóvenes, estudiantes vestidos con descuido, camaradas de risa y diversión. Otros eran damas que venían en coche. Una vez vino a verte el director de la ópera - aquel gran hombre que, hasta entonces, no había visto más que de lejos y con la batuta en la mano -. Algunas jóvenes, estudiantes todavía de la Escuela de Comercio, se escurrían tímidamente por tu puerta. La mayor parte de tus visitas eran mujeres.
No reflexioné nunca sobre eso, ni siquiera cuando una mañana, al irme al colegio, vi salir de tu casa a una dama cubierta de espesos velos. No tenía más que trece años, y esa inmadurez propia de mi edad me impedía percibir que aquella curiosidad por cuanto a ti se refería era sinónimo de amor.
Pero recuerdo el día y la hora en que deliberadamente te entregué mi corazón. Había ido a dar un paseo con una compañera de colegio y estábamos charlando en la puerta. Llegó un coche. Te apeaste con esa manera impaciente y espontánea que nunca he cesado de admirar y te disponías a entrar. No sé qué impulso me obligó a abrirte la puerta, circunstancia que me puso en tu camino y que por poco nos hace tropezar. Me miraste de un modo cordial, dulce y envolvente, que era casi una caricia. Me sonreíste tiernamente - sí, ésa es la palabra: tiernamente - y dijiste, afable, casi en tono confidencial:
- Muchas gracias, señorita.
Eso fue todo, amor mío. Pero desde ese momento, desde el momento que me miraste tan tiernamente, te pertenecí. Más tarde, mucho más tarde, comprendí que ése era tu modo de mirar a todas las mujeres que se cruzaban en tu vida. Era una mirada acariciadora y resuelta; la mirada del seductor nato. Involuntariamente, mirabas de esa forma a todas las mujeres: la dependienta que te atendía, la camarera que te abría una puerta. No es que tú, conscientemente, desearas a todas aquellas mujeres; pero tu impulso hacia el otro sexo hacía que, involuntariamente, tu mirada fuera ardiente y acariciadora siempre que se posaba sobre una mujer.
A mis trece años no lo comprendí, y solamente experimenté la sensación de estar sumergida en fuego. Creí que tu ternura era solamente para mí, para mí únicamente; en aquel momento se despertó en mí la mujer que más tarde llegaría a ser, la mujer que sería tuya para siempre.
- ¿Quién es? - preguntó mi amiga.
De momento no pude contestar. Me resultaba imposible pronunciar tu nombre.
Se había convertido de pronto en algo sagrado, en mi secreto.
- ¡Oh, no es más que un vecino! - repuse ásperamente.
- Entonces, ¿por qué te sonrojas cuando te mira? - preguntó de nuevo la niña con la malicia de una criatura curiosa.
Me pareció que se burlaba de mí, que iba a descubrir mi secreto, y eso aumentó mi sonrojo. Fui deliberadamente antipática con ella:
- Tonta - dije enfadada. Sentía deseos de pegarle.
Se rió burlonamente hasta que las lágrimas se asomaron a mis ojos a causa de la rabia impotente que sentía. La dejé en la puerta y subí apresuradamente la escalera.
Desde entonces, desde aquella hora, siempre te he amado. Sé muy bien que estás acostumbrado a que las mujeres te lo digan. Pero estoy segura de que ninguna te ha amado tan servilmente, con una fidelidad tan acusada, con tanta devoción, como yo te amé y te amo. Nada puede igualar el amor oculto de una niña.
Es sumiso y sin esperanza, paciente y apasionado, algo que el amor de una mujer de verdad, llena de deseos y de exigencias, nunca puede ser. Nadie más que los niños abandonados es capaz de sentir una pasión semejante. Los otros pueden derramar sus sentimientos en la camaradería, disiparse en las charlas confidenciales. Han leído y oído mucho sobre el amor y saben que a todos llega. Se divierten con él como con un juguete, lo ostentan como el muchacho que fuma su primer cigarrillo.
Pero yo nunca había tenido un confidente; no me habían enseñado ni aconsejado; carecía de experiencia y era confiada. Acepté mi destino sin reserva. Todo cuanto me sucedía, todo cuanto me animaba, se concentraba en ti, en mis fantasías.
Mi padre había muerto hacía mucho tiempo. Mi madre no podía pensar más que en sus preocupaciones y en sus recuerdos, en la dificultad de hacer llegar a fin de mes su exigua pensión de viuda, y poco tenía en común con una niña en la difícil edad del crecimiento. Mis compañeras de colegio, más enteradas que yo y un poco pervertidas, no podían simpatizar conmigo por la frivolidad con que juzgaban mi concepto del amor. La conclusión fue que todo lo que de mí surgía, todo lo que en las otras muchachas de mi edad generalmente se diluye, se concentró en ti. Te convertiste en algo esencial (¿qué palabra expresaría mis sentimientos?). Te convertiste en algo tan esencial como mi propia vida. Nada existía si no se relacionaba contigo. Nada tenía sentido si no te concernía.
Tú lo cambiaste todo. Había pasado inadvertida en la escuela, sin que yo me tomara el menor interés. Entonces, de pronto, fui la primera. Leía un libro detrás de otro, hasta muy entrada la noche, porque sabía que eras un amante de los libros. Ante la sorpresa de mi madre, empecé, casi obstinadamente, a practicar el piano, porque supuse que te gustaba la música. Cosí y arreglé mis vestidos para hacerlos más presentables a tus ojos. Era un verdadero tormento el remiendo que ostentaba mi viejo delantal de colegio (aprovechado de una antigua bata de mi madre). Temía que lo advirtieras y me despreciases por ello, de modo que solía cubrirlo con la cartera de los libros cuando subía por la escalera. Me aterraba la idea de que pudieras ver semejante remiendo. ¡Qué tonta era! Si apenas me volviste a mirar...
No obstante, mis días pasaban esperándote y vigilándote. Teníamos en la puerta una mirilla y a través de ella podía ver la tuya. No te rías de mí, querido. Ni siquiera ahora me avergüenzo de las horas que pasé espiando a través de aquella mirilla. En el vestíbulo hacía mucho frío y también temía despertar las sospechas de mi madre. A pesar de ello, me mantuve en el puesto de observación durante largas tardes y en el curso de meses y años, con un libro en la mano y tensa como una cuerda de violín dispuesta a vibrar al impulso de tu proximidad.
Siempre estaba a tu lado y siempre dispuesta; pero tú ignorabas esa tensión, como ignorabas la del resorte de tu reloj, que fielmente, te señalaba las horas, acompañaba tus pasos con su tictac apenas perceptible y al que no otorgabas más que una rápida mirada, apenas un segundo entre millones.
Sabía todo lo tuyo, cuanto a ti se refería: tus costumbres, las corbatas que llevabas; conocía todos tus trajes. Pronto llegué a familiarizarme con tus visitantes habituales; y tenía mis simpatías y antipatías. Desde los trece a los dieciséis años, todas las horas de mi vida fueron tuyas. ¿Qué tonterías no llegué a cometer? Besaba la cerradura que habías tocado, recogía una colilla que acababas de tirar y la conservaba como algo sagrado porque tus labios la habían oprimido. Mil veces, al atardecer, con un pretexto u otro, salía a la calle para ver dónde tenías encendida la luz y poder así, con mayor precisión, situar tu invisible presencia. Durante las semanas que permanecías ausente (mi corazón parecía detenerse siempre que veía a Juan bajar tu maleta), mi vida carecía de sentido. Triste, mortalmente aburrida y de mal humor, vagaba sin saber qué hacer, tratando únicamente de evitar que mis húmedos ojos traicionaran ante mi madre tal desesperación.
Sé que todo cuanto estoy relatando aquí es una sarta de grotescos absurdos, producto de la fantasía de una niña extravagante. Debería estar avergonzada, pero no lo estoy. Nunca mi amor fue más puro ni más ardiente que en aquel tiempo. Podría contarte, durante horas y días enteros, cómo viví contigo a pesar de que apenas me conocías de vista. No es de extrañar que así fuera, ya que si nos encontrábamos en la escalera y no podía evitar el encuentro, pasaba a tu lado rápidamente y con la cabeza baja, temiendo encontrar tu ardiente mirada, con la misma prisa del que se lanza al agua antes de ser abrasado por una llama.
Durante horas, días, podría referirte cosas de aquellos años que has olvidado hace tiempo, desmenuzar el calendario de tu vida, pero no quiero cansarte con detalles. Unicamente quisiera explicarte un suceso que data de aquella época; la experiencia más espléndida de mi infancia. No debes reírte, ya que, por absurdo que te parezca, tuvo para mí una infinita significación.
Creo que era un domingo. Tú estabas en uno de tus frecuentes viajes, y el criado, después de haber sacudido las alfombras, las arrastraba penosamente por la puerta entreabierta. Eran demasiado pesadas para él y le pregunté, no sin antes haber vencido mi natural timidez, si quería que le ayudara. Me miró sorprendido, pero aceptó. ¿Cómo podrías comprender el respeto, la piadosa veneración que experimenté al entrar en tu casa, al ver tu mundo: el escritorio ante el cual solías sentarte (sobre él había un jarrón de cristal azul con flores), los cuadros, los libros? No pude echar más que una ojeada furtiva, a pesar de que el bondadoso Juan me había permitido ver más de lo que yo nunca hubiera osado pedir. Pero fue suficiente para absorber la atmósfera y proporcionar alimento fresco para mis ensueños infinitos.
Ese breve instante fue el más feliz de mi existencia. Querría explicártelo de forma que pudieras comprender cómo mi vida dependía de la tuya. Querría explicarte aquel minuto y también la hora terrible que le siguió. Como ya te he dicho, mis pensamientos, enteramente ocupados por ti, me habían dejado insensible a todo lo demás, incluso mi madre. No me preocupaba de lo que hacía ni de sus visitantes. Apenas si me di cuenta de que un señor mayor, un comerciante de Innsbruck, pariente lejano de mi madre, solía visitarnos con frecuencia y permanecía largo rato con nosotras. Me gustaba que se llevara a mi madre al teatro, porque así podía pensar en ti sin ser molestada y también podía mirar sin temor por la mirilla, que era mi distracción principal, mi única distracción. Un día mamá me llamó con cierta gravedad y me dijo que teníamos que hablar seriamente. Me puse pálida y mi corazón se contrajo. ¿Sospecharía algo? ¿Me habría delatado? Mi primer pensamiento fue para ti, para mi secreto, lo único que me unía a la vida. Pero también mi madre estaba desconcertada. Nunca me había besado, y en aquella ocasión lo hizo cariñosamente y repetidas veces. Me llevó al sofá y empezó a decirme entrecortadamente, y con la vergüenza pintada en su rostro, que su pariente, que era viudo, le había propuesto casarse y que, en gran parte pensando en mí, había aceptado. Palpité con ansiedad y, no teniendo en mi mente más que a ti, balbuceé:
- Nos quedaremos aquí, ¿verdad?
- No, nos vamos a Innsbruck, donde Fernando tiene una casa muy bonita.
No oí nada más. Todo parecía oscurecerse ante mi vista. Luego me enteré de que me había desmayado. Mi madre le contó a mi padrastro - que aguardaba tras la puerta - que mis manos se agitaron convulsivamente y mi cuerpo pesaba como un saco de plomo. No puedo explicarte lo que sucedió en los días siguientes; cómo yo, una criatura indefensa, luché vanamente contra los mayores. Incluso ahora, si pienso en ello, me tiembla la mano y apenas puedo escribir. Me era imposible revelar el verdadero motivo y, por lo mismo, mi oposición parecía una terquedad infantil.
Nadie me volvió a decir nada. Desde entonces, los preparativos se hicieron a mis espaldas. Aprovechaban las horas que pasaba en el colegio. Cada vez que volvía, alguno de los muebles había sido trasladado o vendido. Mi vida se deshacía. Finalmente, un día, cuando regresé para cenar, me encontré con el piso prácticamente vacío. En las desiertas habitaciones no quedaban más que baúles y paquetes y dos camas provisionales para mamá y para mí. Ibamos a dormir una noche más, para partir al día siguiente hacia Innsbruck.
En aquel último día comprendí, de repente, que a partir de aquel momento no podía ya vivir sin estar a tu lado. Eras toda mi vida. Es difícil decir lo que pensaba, si es que en aquella hora de desesperación era capaz de pensar algo. Mamá no estaba en casa. Tal como iba, con el delantal del colegio, me dirigí a tu puerta. Tenía los miembros rígidos y las articulaciones flojas; creía sufrir la atracción de un imán. Había pensado tirarme a tus pies y pedirte que me tomaras como criada o como esclava.
No puedo remediar el temor que siento al pensar que puedas reírte del apasionamiento de una chiquilla de quince años. Pero no te reirías, amor mío, si pudieras darte cuenta de cómo permanecí en el suelo helado, rígida por el temor, al tiempo que me sentía arrastrada por una fuerza enorme, y cómo mi brazo parecía elevarse a pesar mío. La lucha duró eternos y angustiosos segundos; por último tiré de la campanilla. Aquel agudo sonido resuena todavía en mis oídos. Siguió un largo silencio durante el cual mi corazón cesó de latir y la sangre se detuvo en mis venas mientras esperaba que vinieras.
Pero no viniste. Nadie acudió. Debías de haber salido aquella tarde, y Juan probablemente estaba también fuera. Con la extinguida nota de la campana resonando todavía en mis oídos, me retiré al piso vacío y me eché exhausta sobre un colchón, tan cansada por esos pocos pasos como si hubiera estado caminando durante horas sobre la nieve.
A pesar del cansancio, mi determinación era tan firme como antes: quería verte, hablarte, antes de que me separaran de ti. Puedo asegurarte que mi mente no albergaba ningún deseo impuro; todavía era inocente, quizá porque nunca había pensado en nada más que en ti. Sólo quería verte otra vez, sentirme a tu lado.
Durante toda aquella horrible noche te estuve aguardando, amor mío. Tan pronto como mi madre se hubo dormido, me deslicé al vestíbulo para no perder tu llegada. Era una noche muy fría de enero. Estaba cansada, me dolían los miembros y ya no quedaba ninguna silla donde poderme sentar; así pues, me eché en el suelo y allí permanecí estremecida por la corriente de aire que entraba por debajo de la puerta, apenas vestida, sin abrigo alguno. No quería evitar el frío, por temor a dormirme y no oír tu llegada. Me acometían calambres en la helada oscuridad, y una y otra vez tenía que levantarme para combatirlo. Pero esperé, esperé tu llegada como si mi vida dependiera de ella.
Al fin (debían de ser las dos o las tres de la madrugada) oí abrirse el portal y pasos en la escalera. Se desvaneció la sensación de frío y una oleada de calor me invadió. Abrí la puerta suavemente, con el deseo de salir, de echarme a tus pies..., no sé lo que habría hecho en mi locura. Los pasos se acercaban. Oscilaba la luz de un candil. Temblando sostenía el pestillo. ¿Serías tú el que subía?
Sí, eras tú, querido, pero no ibas solo. Oí una risa amable, el frufrú de un vestido de seda y tu voz, hablando quedo. Una mujer subía contigo...
No sé todavía como sobreviví a la angustia de aquella noche. A las ocho de la mañana siguiente se me llevaron a Innsbruck. Ya no me quedaban fuerzas para luchar.


2
SEGUNDO TIEMPO
Mi hijo murió la noche pasada. Volveré a estar sola una vez más si realmente sigo viviendo. Mañana, hombres extraños, indiferentes, vestidos de negro, traerán un féretro para el cuerpo de mi único hijo. Quizá también vengan algunos amigos con coronas. Mas ¿de qué sirven las flores sobre un féretro? Me ofrecerán consuelo con frases triviales. ¡Palabras, palabras, palabras! ¿Qué ayuda pueden ofrecer las palabras? Todo cuanto sé es que voy a estar sola de nuevo. No hay nada más espantoso que estar sola rodeada de seres humanos.
Lo sé por experiencia. Lo comprendí durante aquellos dos años interminables que habité en Innsbruck, de los dieciséis a los dieciocho, rodeada de mi familia y sintiéndome como una prisionera. Mi padrastro, hombre tranquilo y taciturno, era muy amable conmigo. Mi madre accedía a todos mis caprichos, como si con ello quisiera atenuar una injusticia cometida. Los jóvenes de mi edad se hubieran sentido dichosos de gozar de mi amistad. Pero yo frenaba sus avances con enfado, tercamente. No quería ser feliz ni deseaba vivir contenta lejos de ti; por eso me encerré en un mundo melancólico, lleno de tormento y soledad. No quería llevar los trajes nuevos y alegres que me regalaban. Me negaba a asistir a los conciertos o al teatro y no tomaba parte en las animadas excursiones. Apenas salía de casa. ¿Puedes creer que en los dos años que viví en aquella pequeña ciudad no llegué a conocer más de doce calles?
Gozaba en el sufrimiento; renuncié a la sociedad y a todo placer, embriagándome con el deleite de la mortificación que de este modo añadía al dolor de no verte. Por lo demás, no hubiera permitido que nada me apartara de mi único anhelo: no vivir más que para ti. Sentada en casa, sola, hora tras hora, día tras día, no hacía más que pensar en ti, revolvía sin cesar en mi mente los cien queridos recuerdos, renovaba cada movimiento y cada espera y ensayaba esos episodios en el teatro de mi fantasía. La constante evocación de los años de mi infancia, desde el día en que apareciste en mi vida, ha fijado los detalles en mi memoria hasta tal punto, que puedo recordar cada minuto de aquellos años pasados con la misma precisión que si fuera ayer.
Mi vida seguía dependiendo de la tuya. Compré todos tus libros. Si en los periódicos se mencionaba tu nombre, el día era considerado festivo. ¿Podrías creerme si te dijera que de tanto leer tus libros me los sé de memoria, línea por línea? Si durante la noche alguien me despertara y me leyese una frase al azar, continuaría el relato sin equivocarme; incluso ahora podría hacerlo, después de trece años. Cualquiera de tus palabras era sagrada para mí. El mundo carecía de interés salvo en lo que a ti te concernía. Leía en los periódicos vieneses las reseñas de los conciertos y de los estrenos, y me preguntaba cuáles serían los que te podrían interesar. Cuando se hacía de noche te acompañaba mentalmente y me decía: "Ahora entra en el vestíbulo, ahora toma asiento". Tales eran mis imaginarias fantasías, que se repetían una y mil veces simplemente porque en una ocasión te vi en un concierto.
¿Por qué recordar ahora todas esas cosas? ¿Para qué referir la trágica desesperación de una niña abandonada? ¿Para qué decírtelo, si nunca has sabido nada de mi admiración o de mi pena? Pero ¿seguía siendo niña todavía? Tenía diecisiete, dieciocho años; en la calle, los jóvenes se volvían a mirarme, pero no conseguían sino ponerme de mal humor. Amar a alguien que no fueras tú, o simplemente imaginarlo, era algo de todo punto imposible, ya que el mero acto de ternura por parte de otro hombre me hubiera parecido un crimen. Mi amor seguía siendo tan inmenso como antes, pero, al crecer mi cuerpo y despertarse los sentidos, cambió de carácter, para convertirse en un amor más ardiente, inequívocamente en el amor de una mujer de verdad. Lo que había estado oculto a los ojos de la muchacha inocente, de la niña que había llamado a tu puerta, era ahora mi único anhelo. Quería ser enteramente tuya.
Quienes me trataban me creían reservada y tímida. Pero tenía un propósito inquebrantable. Todo mi ser estaba dirigido a un único fin: volver a Viena, volver a ti. Luché victoriosamente para conseguir mi objetivo, que tan incomprensible y desatinado parecía a los otros. Mi padrastro gozaba de una situación desahogada y me trataba como a una hija. Insistí, sin embargo, en que quería ganarme la vida por mí misma, y al fin logré que consintieran mi regreso a Viena como empleada en una casa de modas que pertenecía a un próximo pariente suyo.
¿Necesito decirte adónde me llevaron mis primeros pasos en aquella brumosa tarde de otoño cuando al fin, ¡al fin!, me encontré en Viena? Dejé mi equipaje en la consigna y tomé un tranvía. ¡Qué despacio avanzaba! Cada parada era un nuevo tormento para mí. Por último llegué a la casa. Mi corazón brincó de alegría cuando vi luz en tu ventana. La ciudad, que tan remota me había parecido, se llenó de vida de repente. Yo misma volvía a vivir, ahora que estaba de nuevo junto a ti, mi eterno sueño. Cuando ya no nos separaba nada más que el fino y brillante cristal, podía ignorar el hecho de que en realidad estaba tan lejos de tu mente como si nos hubieran separado montes, valles y ríos. Era suficiente que pudiera seguir mirando tu ventana. En ella brillaba una luz; aquélla era tu casa, tú estabas allí; aquello era mi mundo. Durante dos años había soñado con aquella hora, y al fin había llegado. Estuve frente a tu ventana toda aquella tarde cálida y brumosa, hasta que la luz se apagó. Entonces busqué mi propio domicilio.
Tarde tras tarde volví al mismo lugar. Trabajaba hasta las seis. El trabajo era pesado, pero me gustaba, ya que el movimiento de la sala de pruebas ocultaba el torbellino de mi corazón. Y al instante de cerrar ruidosamente las puertas, volaba hasta mi querido rincón. Verte de nuevo, encontrarme contigo tan sólo una vez, era todo cuanto deseaba, aunque lo fuera a distancia y me limitase a devorar tu rostro con la mirada. Al fin, después de una semana, te encontré. El encuentro me cogió por sorpresa. Estaba mirando la ventana cuando surgiste de improviso en la calle. Instantáneamente volví a ser niña otra vez, la niña de trece años. Mis mejillas se sonrojaron. A pesar del deseo enorme de contemplar tu rostro, bajé la cabeza involuntariamente y me apresuré a pasar como si me persiguieran. Inmediatamente después sentí haber huido como una colegiala, puesto que tenía conciencia de mis verdaderos deseos. Quería encontrarte; quería que me reconocieras después de todos aquellos años aburridos, que te dieras cuenta de mi presencia, que llegaras a amarme.
Pero durante largo tiempo no te fijaste en mí, no obstante permanecer frente a tu casa cada noche, incluso cuando nevaba o soplaba el crudo viento de los inviernos vieneses. A veces aguardaba en vano muchas horas. A menudo, cuando finalmente salías, lo hacías acompañado de amigos. Por dos veces te vi con una mujer, y el hecho de que al fin yo había despertado, de que mi sentimiento hacia ti era algo nuevo y diferente, me fue revelado por la súbita contracción de mi corazón al ver una mujer desconocida que iba familiarmente cogida de tu brazo. No era ninguna sorpresa para mí. Desde mi infancia recuerdo la gran cantidad de visitas femeninas que recibías; pero entonces aquella visión me produjo un definido dolor físico. Tuve una sensación mixta de enemistad y deseo cuando presencié aquella abierta manifestación de intimidad con otra mujer. Por una vez, estimulada por ese orgullo juvenil del que quizá nunca esté liberada, me abstuve de la visita habitual; pero ¡cuán vacía y horrible me pareció aquella tarde de reto y renuncia al mismo tiempo! Al día siguiente estaba, como siempre, ante tu ventana; esperando llena de humildad, como siempre he esperado frente a tu vida, oculta para mí.
Al fin llegó la hora en que te fijaste en mí. Te vi llegar desde cierta distancia y traté de reunir fuerzas pata evitar la consiguiente huida. Como si la suerte lo hubiera previsto, un carro muy cargado ocupaba la calzada, obstruyéndola, de forma que tuviste que pasar junto a mí. Involuntariamente, tus ojos encontraron mi rostro, e inmediatamente, a pesar de que apenas habías notado la atención de mi mirada, tu faz adquirió aquella expresión que solía mostrar al mirar a las mujeres. Este recuerdo me hirió como una corriente eléctrica (aquella mirada acariciadora y resuelta con la que años antes, siendo niña, se había despertado la mujer). Durante un segundo o dos, tus ojos me miraron, sin que yo pudiera desviar los míos; luego pasaste. Me latía el corazón con tal violencia que me vi obligada a detenerme, y cuando, movida por una curiosidad irresistible, volví la cabeza para verte, continuabas parado y seguías mirándome. El inquisitivo interés de tu expresión me convenció de que no me habías reconocido.
No me reconociste entonces, como nunca me has reconocido. ¿Cómo describir mi desengaño? Aquélla fue la primera de las decepciones, amor mío; la primera vez que soporté la persistente condición de mi destino: el que nunca me hayas reconocido; el que vaya a morir desconocida. ¡Ah!, ¿cómo hacerte comprender mi desengaño? Durante los años que viví en Innsbruck, nunca cesé de pensar en ti. La idea de nuestro próximo encuentro en Viena siempre estaba presente en mi pensamiento. Variaba según mi estado de ánimo, pasando de las más funestas a las más halagüeñas posibilidades. Había imaginado todas las variantes concebibles. En momentos de depresión me había parecido que me despreciarías, que me rechazarías por no ser de tu mundo o por importunarle, por ser fea, insignificante o presuntuosa. Había previsto mentalmente cualquier forma posible de abandono, frialdad o indiferencia. Pero nunca, en el paroxismo de la depresión, en la más clara evidencia de mi insignificancia, había podido sospechar la más horrible de las posibilidades: que nunca hubieras tenido conciencia de mi existencia.
Ahora comprendo (¡tú me lo has enseñado!) que el rostro de una niña o de una mujer es algo extremadamente variable para un hombre. Generalmente no es más que la visión de un momento que se desvanece tan rápidamente como la imagen reflejada en un espejo. Un hombre puede olvidar prontamente el rostro de una mujer porque la edad modifica los rasgos y porque en épocas diferentes los vestidos cambian su aspecto. La mujer adquiere resignación a medida que aumenta su experiencia. Pero yo, todavía una niña, era incapaz de comprender tu olvido. Mi mente había estado tan llena de ti desde el día que te vi, que me había forjado la ilusión de que tú, recíprocamente, a menudo pensabas en mí y me aguardabas. ¿Cómo hubiera podido seguir viviendo si hubiese sabido que no representaba nada para ti, que no ocupaba un lugar en tu memoria? Tu mirada de aquella noche, al mostrarme que por tu parte no existía el más leve lazo, por sutil que fuese, que uniera tu vida con la mía, significó mi primer contacto con la realidad, me trajo el primer aviso de mi destino.
No me reconociste. Dos días después, cuando nuestros caminos volvieron a cruzarse y me miraste con cierta intimidad, no reconociste a la niña que te amaba desde hacía tanto tiempo y en la que habías despertado su sentimiento de mujer; reconociste, simplemente, el rostro agradable de la jovencita de dieciocho años que habías encontrado dos días antes en el mismo sitio. Tu expresión denotaba una agradable sorpresa. Una sonrisa se dibujó en tus labios. Pasaste de largo como entonces, y como entonces detuviste tus pasos de repente. Yo temblaba, me regocijaba, deseaba a toda costa que me hablaras. Sentí que por primera vez tenía vida para ti. Yo también andaba despacio y no traté de huirte. De pronto oí tus pasos muy cerca. Sin volverme, comprendí que en seguida iba a oír tu amada voz dirigiéndose a mí directamente. Estaba casi paralizada por la expectación y mi corazón latía con tanta fuerza que temí sentir la necesidad de detenerme. Estabas a mi lado. Me saludaste cordialmente, como si fuéramos viejos amigos (a pesar de no reconocerme, aunque nunca has llegado a saber nada de mi vida). Tus maneras eran tan llanas y agradables que fui capaz de responderte sin ninguna vacilación. Caminamos a lo largo de la calle y me preguntaste si podíamos cenar juntos. Accedí. ¿Hay algo que yo hubiese podido negarte?
Cenamos en un pequeño restaurante. Probablemente lo habrás olvidado. Para ti debe de ser uno entre tantos. Y yo misma, ¿qué era para ti? Una entre centenares, una aventurera, un nuevo eslabón para tu cadena sin fin. ¿Qué sucedió aquella noche para que me recuerdes? Apenas hablé, porque me sentía tan inmensamente feliz de tenerte a mi lado y de oírte hablar, que no quería desperdiciar ni un momento con palabras o preguntas absurdas. No dejaré nunca de estarte agradecida por aquella hora, por tu manera de justificar mi ardiente admiración. Nunca olvidaré el tacto que desplegaste. No hubo ninguna demostración indebida de ternura ni caricias presurosas. No obstante, me trataste con una confianza tan cordial, tan familiar, desde el primer momento, que me habrías ganado aun en el supuesto de que mi ser no fuera tuyo desde siempre. ¿Podría hacerte comprender lo mucho que representaba para mí el hecho de que mis cinco años de espera infantil se vieran tan colmados?
Se fue haciendo tarde y salimos del restaurante. En la puerta me preguntaste si tenía prisa o si disponía todavía de cierto tiempo. ¿Cómo podía ocultarte que era tuya? Repuse que tenía mucho tiempo. Después de una momentánea vacilación, me dijiste si quería ir a tu casa para seguir charlando. "Encantada", repuse con presteza, delatando así, francamente mis sentimientos. No dejé de observar la sorpresa que te produjo la rapidez de mi consentimiento. No puedo asegurar si te sentiste vejado o complacido, pero lo que sí puedo decirte es que te sorprendiste. Hoy, por supuesto, comprendo tu asombro. Ahora sé que es usual en una mujer, aun en el caso de desear ardientemente el amor de un hombre, fingir disgusto, simular temor o indignación. Para obtener su consentimiento son necesarias súplicas vehementes, mentiras, juramentos y promesas. Sé que únicamente las profesionales del amor, las prostitutas, suelen responder a invitaciones de esa clase alegremente, con un consentimiento perfectamente franco, y acaso también las muchachas inocentes. ¿Cómo podías comprender que, en mi caso, el rápido asentimiento era el grito de un deseo eterno, el despertar de anhelos que habían persistido durante mil días y más?
En todo caso, mi actuación despertó tu interés; me había hecho interesante a tus ojos. Mientras paseábamos juntos sentí que tratabas de clasificarme a través de nuestra charla. Tu percepción, tu conocimiento profundo en toda la gama de las emociones humanas, te hacía comprender certeramente que te encontrabas ante alguien diferente; que aquella bonita y complaciente joven tenía un secreto. Tu curiosidad se había desvelado, y por tus discretas preguntas demostrabas el intento de averiguar mi misterio. Pero mis respuestas eran evasivas. Prefería aparecer como una tonta antes de desvelar mi secreto.
Subimos a tu piso. Perdóname, querido, por decirte que no puedes comprender cuánto significaba para mí subir aquellas escaleras contigo, cómo me embargaba la felicidad hasta casi sofocarme. Incluso ahora apenas puedo pensar en ello sin que las lágrimas pugnen por saltárseme, a pesar de que se han secado mis ojos.
Todo lo de aquella casa había quedado impreso en mi pasión; cada cosa era un símbolo de mi infancia y de mis deseos. Allí estaba la puerta donde mil veces había aguardado tu llegada; la escalera donde oía tus pasos y donde te vi por primera vez; la mirilla a través de la cual había observado tus idas y venidas; la escalera donde una vez me arrodillé; el sonido de la llave en la cerradura, que siempre había sido una señal para mí. Mi infancia y sus pasiones se hallaban encerradas en aquellos pocos palmos de terreno. Allí estaba toda mi vida y surgía ante mí como un huracán, cuando todo se estaba consumando, cuando iba contigo, contigo, a tu casa, a nuestra casa.
No olvides (mi manera de expresarme puede parecerte trivial, pero no encuentro palabras más adecuadas) que hasta tu puerta llegaba mi mundo real, el aburrido y monótono mundo de mi vida anterior. Ante aquella puerta empezaba el mágico mundo de mi imaginación infantil. El reino de Aladino. Piensa cómo, mil veces, mis ojos ardiendo habían estado fijos en aquella puerta por la que estaba pasando en aquel momento, mi cabeza como un torbellino, y tendrás una remota idea de lo que representaba aquel tremendo minuto.
Pasé toda la noche contigo. No podías imaginarte que anteriormente a ti ningún otro hombre hubiera visto mi cuerpo. ¿Cómo podías sospecharlo, si no había opuesto ninguna resistencia ni expresado ninguna vergüenza, por temor a traicionar mi secreto? Aquello te habría alarmado; no te preocupas más que por las cosas que discurren fácilmente, por lo que es leve, imponderable. Temes verte envuelto en cualquier otro destino. Te gusta ofrecerte libremente a todo el mundo, pero no hacer sacrificios. No me juzgues mal cuando te diga que me ofrecí a ti siendo doncella. No te estoy culpando de nada. No me atrajiste, no me desilusionaste ni tampoco me sedujiste. Me eché en tus brazos; salí al encuentro de mi destino. No te guardo más que agradecimiento por aquella noche. Cuando abrí los ojos en la oscuridad y te sentí a mi lado, imaginé que estaba en el cielo y la ausencia de las brillantes estrellas me sorprendió. Mientras dormías a mi lado, te oía respirar, sentía tu presencia. Estaba tan cerca de ti que derramé lágrimas de felicidad.
Me fui temprano, por la mañana. Tenía que irme al trabajo y además quería hacerlo antes de que llegara tu criado. Cuando ya estuve dispuesta para marcharme, me rodeaste con tus brazos y me miraste largamente. ¿Sería que un vago, borroso recuerdo se agitaba en tu mente o simplemente que mi radiante felicidad me hacía parecer hermosa? Me besaste en los labios, y cuando ya me iba preguntaste: "¿No quieres llevarte unas flores?". Había cuatro rosas blancas en el jarrón de cristal azul sobre tu escritorio (lo recordaba desde aquella ojeada fugaz de mi infancia), y me las diste. Las conservé muchos días y solía besarlas a menudo.
Antes de separarnos habíamos convenido un segundo encuentro. Volví a tu casa, y de nuevo estuvo todo lleno de encanto y maravilla. Me concediste aún una tercera noche. Después dijiste que tenías que abandonar Viena durante algún tiempo (¡oh, cómo detestaba tales viajes desde que era niña!), y me prometiste que sabría de ti tan pronto como estuvieras de regreso. No quise darte más que un apartado de correos y no te dije mi nombre. Guardé mi secreto. Una vez más me ofreciste algunas rosas al marcharme.
Día tras día, durante dos meses, me pregunté... No, no quiero describirte la angustia de aquella espera ni mi desesperación. No me quejo ni te reprocho nada en absoluto. Te quiero tal como eres, ardiente y olvidadizo, generoso e infiel. Te quiero tal como siempre has sido. Volviste mucho antes de aquellos dos meses. La luz en tus ventanas me lo indicó, pero no me escribiste. En mis últimas horas no tengo ni una línea escrita por tu mano, ni una línea de aquel a quien he dado mi vida entera. Esperé, esperé desesperadamente. No me llamaste, no me escribiste ni una palabra, ni una sola palabra.


3
TERCER TIEMPO
Mi hijo, que murió ayer, también era tuyo. Era tu hijo, fruto de una de aquellas tres noches. Era tuya, y tuya fui desde entonces, mi amor, hasta la hora en que nació. Me sentía como dignificada por ti y no me hubiera sido posible aceptar las caricias de cualquier otro hombre. Era nuestro hijo, querido; el fruto de un amor consciente y de tu descuidada, pródiga y casi involuntario ternura. Nuestro hijo, nuestro niño, nuestro único hijo. Quizá te asustes, quizá te sorprendas solamente. Te preguntarás por qué nunca te he hablado de este niño; y por qué, habiendo guardado silencio durante tantos años, te hablo de él ahora que yace durmiendo su último sueño, ahora que me acaba de dejar para siempre y que nunca, nunca volverá. ¿Cómo podía decírtelo? Yo era una desconocida, una muchacha que únicamente se había mostrado ansiosa de pasar contigo aquellas tres noches. Nunca hubieras creído que yo, la compañera sin nombre de un encuentro casual, te fuera fiel a ti, que has sido infiel constantemente. Tú nunca hubieras aceptado sin recelo a mi hijo como tuyo.
Incluso en el supuesto de que te hubieras fiado de mi palabra, habrías conservado, no obstante, la secreta sospecha de que aprovechaba el lance casual para ofrecer un padre en buena situación al hijo de otro amante. Hubieras recelado. Siempre se hubiese interpuesto una sombra de desconfianza entre tú y yo. Y yo no lo hubiera podido soportar. Además, te conozco. Quizá te conozca mejor de lo que tú mismo te conoces. Tú amas, pero sin preocuparse, conservando el corazón libre y perfectamente tranquilo; eso es lo que entiendes por amor. Te hubiera resultado insoportable aparecer de improviso convertido en padre; ser responsable del destino de un niño. La libertad te es tan necesaria como el aire que respiras, y yo te habría parecido una cadena. Interiormente, aun en contra de tu conciencia, me habrías odiado como a una rémora personificada. Quizás únicamente de vez en cuando, durante una hora o un breve minuto, te habría parecido una carga, me habrías odiado. Pero mi orgullo no me permitía, ni por un instante, ser una sombra en tu vida. Prefería arrostrar sola las consecuencias antes que ser una carga para ti; quería ser la única entre las mujeres que has tratado íntimamente, en la que sólo pensaras con amor y agradecimiento. De hecho, nunca has pensado en mí. Me has olvidado.
No te acuso, amor mío. Créeme, no me quejo. Debes perdonarme si por un momento, aquí y allí, mi pluma parece bañada en amargura. Debes perdonarme; mi hijo, nuestro hijo, yace entre cuatro cirios oscilantes. El dolor es más fuerte que yo. Perdona mis lamentos. Sé que eres compasivo y siempre estás dispuesto a ayudar. Ayudas al primer extraño que te lo pide. Pero tu caridad es peculiar; no tiene ataduras. Cualquiera puede obtener de ti lo que pueda agarrar con ambas manos. Y aun así, debo confesar que tu bondad discurre lentamente. Necesitas que te lo pidan. Ayudas a aquellos que lo solicitan; ayudas por vergüenza, por debilidad y no por el placer de hacerlo. Déjame decirte abiertamente que aquellos que se ven aquejados por el dolor y el tormento no están más cerca de ti que tus hermanos en la felicidad. No obstante, es duro, muy duro, pedir algo a los de tu clase, incluso a los más amables.
En cierta ocasión, siendo niña todavía, espiaba a través de la mirilla de nuestra puerta y observé como dabas limosna a un pobre que había llamado. Se la diste presta y espontáneamente, casi antes de que hubiera hablado. Pero había cierto nerviosismo y apresuramiento en tus modales, algo así como si quisieras quitártelo de encima cuanto antes; parecías temer el encuentro con sus ojos. Nunca olvidé aquel modo tímido y trabajoso que tenías de dar una limosna, aquel evitar una palabra de agradecimiento. Por eso nunca te busqué en mis tribulaciones. Sé que me habrías concedido cuanta ayuda hubiera necesitado, aun cuando hubieras sospechado que el niño no era tuyo. Me hubieses ofrecido comodidades y dinero, gran cantidad de dinero; pero siempre con una impaciencia encubierta, con un secreto deseo de desprenderte de la preocupación. Incluso llego a creer que me habrías aconsejado deshacerme del futuro ser. Eso era lo que más temía, porque sabía que hubiera hecho todo cuanto tú quisieras. Pero mi hijo era todo para mí. Era tuyo; eras tú vuelto a nacer (tú, pero no esa persona feliz e inconsciente a quien nunca puedo esperar poseer, sino tú siempre para mí, carne de mi carne, íntimamente ligado a mi propia vida). Al fin te poseía para siempre; podía sentir tu sangre discurrir por mis venas; te podía alimentar, acariciar, besar tantas veces como mi alma lo deseara. Por eso me sentí tan feliz cuando me di cuenta de que esperaba un hijo tuyo, y ésa es también la razón por la que te lo oculté. A partir de entonces ya no te podías escapar; eras mío.
Pero no quiero ocultarte que los meses de espera no fueron tan felices como yo había imaginado en los primeros momentos de transporte. Estuvieron llenos de dolor y cuidados, llenos de fatiga ante la crueldad de la gente. Las cosas se me pusieron difíciles. En los últimos meses no pude conservar mi trabajo, porque los parientes de mi padrastro hubiesen advertido el estado en que me hallaba y habrían avisado a mi familia. Tampoco quise pedir dinero a mi madre, de modo que en la última temporada del embarazo me las arreglé con el producto de la venta de las pequeñas joyas que poseía. Una semana antes de internarme, mi lavandera me robó el poco dinero que me quedaba y tuve que acudir a la Maternidad.
El niño, tu hijo, nació allí, en aquel refugio de miserables, entre los muy pobres, las prostitutas y las enfermas. Era un lugar horrible, donde todo resultaba extraño, desconocido. Nos sentíamos extrañas las unas a las otras y yacíamos en nuestra soledad, unidas únicamente por nuestra pobreza y desgracia, llenas de mutuo rencor, amontonadas en aquella sala impregnada de olor a cloroformo y a sangre, y rodeadas de gritos y lamentos. En esas salas, la paciente pierde toda su individualidad, salvo la que permanece en su nombre escrito en lo alto de la gráfica. Lo que yace en la cama es meramente un pedazo de carne estremecida, un objeto de estudio... ¡Ah, las madres que dan a luz en casa, rodeadas de la solicitud impaciente de sus esposos, no saben lo que representa, en este trance, sentirse sola e indefensa ante el cinismo, disfrazado de ciencia, de los médicos jóvenes o la avaricia inconcebible de las enfermeras!
Te pido perdón por hablarte de estas cosas. Nunca más lo volveré a hacer. Durante once años he guardado silencio, y pronto estaré muda para siempre. Una vez por lo menos tenía que hablar alto, hacerte saber cuán costosamente vino al mundo este niño, este niño que fue mi delicia y que ahora reposa eternamente. Había olvidado aquellas horas tan penosas; las habían ocultado sus sonrisas, su voz; las había olvidado en mi felicidad. Ahora, después de muerto, la tortura ha vuelto a tomar forma y por esta vez siento la necesidad de proferirlo.
Pero no te acuso; ni un solo momento te he guardado rencor. Ni siquiera en la agonía del alumbramiento estaba resentida contra ti. No me arrepiento del goce que he disfrutado con tu amor; nunca he cesado de amarte ni de bendecir la hora en que fijaste la meta de mi vida. Si de nuevo se presentara la misma coyuntura, a conciencia de lo que iba a acontecer, pagaría aquella dicha con cualquier castigo y lo cumpliría contenta tantas veces como fuera preciso. 


4
CUARTO TIEMPO
Nuestro hijo murió ayer. Era nuestro, aunque nunca lo conociste. Su brillante personalidad no ha tenido ni el más leve contacto contigo y tus ojos nunca han descansado sobre él. Después de su nacimiento me alejé de ti durante largo tiempo. Mis ansias de verte eran menos intensas y creo que mi amor hacia ti no era tan apasionado. Desde que tenía al niño, mi amor, ciertamente, era menos obsesivo. No quería dividirme entre tú y él, y, por lo tanto, prescindí de ti, que eras feliz e independiente y opté por el niño. El me necesitaba, debía cuidarme de su alimento y le podía besar o acariciar.
Parecía como si me hubiera curado del eterno anhelo. La condena, al fin, había sido levantada con el nacimiento de tu hijo, que me pertenecía de verdad. Desde entonces, pocas veces mis sentimientos me han conducido humildemente hasta tu casa. Un detalle solamente: siempre te he mandado un ramo de rosas blancas el día de tu cumpleaños, como las rosas que me ofreciste después de nuestra primera noche de amor. ¿No se te ha ocurrido preguntarte nunca, durante esos diez u once años, quién te las mandaba? ¿Has recordado si alguna vez ofreciste a una muchacha un ramo de rosas semejante? Yo no lo sé ni lo sabré nunca. Para mí era suficiente el mandártelas desde la oscuridad. Me bastaba revivir en la memoria, una vez al año, el recuerdo de aquella hora.
Nunca viste a nuestro pobre hijo. Hoy me pesa habértelo ocultado, porque estoy segura de que le hubieras querido. Nunca le viste sonreír cuando habría los ojos al despertarse, unos ojos oscuros e inteligentes que recordaban tus ojos, aquellos ojos con los que miraba ávidamente, con alegría, a su madre y al mundo entero. Era tan brillante, tan cariñoso... Tenía toda tu ligereza y tu inquieta imaginación (naturalmente, en la forma que puede manifestarse en un niño). Se pasaba horas enteras jugando con las cosas, enamorado de un objeto cualquiera, igual que tú juegas con la vida; más tarde poniéndose serio se sentaba frente a sus libros. Eras tú, vuelto a nacer. Esa mezcla de alegría y seriedad que te caracteriza, esa dualidad de carácter, se hacía cada vez más palpable en él, y cuanto más se parecía a ti, más le quería. Era buen estudiante y hablaba francés con mucha soltura. Sus cuadernos eran los más cuidados de la clase. ¡Qué hombrecito más tieso y guapo era! Cuando en verano le llevaba a la playa, a Grado, las mujeres solían pararle y acariciaban sus largos cabellos rubios. En Semmering, la gente se volvía a mirarle mientras jugaba en el tobogán. Era tan guapo, tan bueno, tan atractivo... El año pasado ingresó en el pensionado y empezó a llevar el uniforme, un uniforme de paje del siglo dieciocho con una pequeña daga al cinto. Ahora el pobrecito yace únicamente con su camisa; los labios pálidos y las manos cruzadas.
Debes asombrarte ante la costosa educación que escogí para el niño, hecha de lujo y despreocupación. ¿,Cómo era posible que yo pudiera proporcionarle esa brillante iniciación a la vida confortable de los adinerados? Querido, te estoy hablando desde la oscuridad. Te lo diré sin avergonzarme. Por favor, no te estremezcas. Me vendí. No fui una mujer de la calle, una prostituta vulgar, pero me vendí. Mis amigos, mis amantes, eran hombres de posición. Al principio los tuve que buscar, pero muy pronto fueron ellos los que me buscaron, porque yo era (¿te diste cuenta alguna vez?) una mujer hermosa. Todos aquellos a quienes pertenecí me fueron adictos. Todos llegaron a ser fervientes admiradores. Todos me amaron, todos excepto tú, amor mío, excepto tú, a quien yo amé siempre.
¿Me despreciarás ahora por saber lo que hice? Estoy segura de que no. Sé que lo comprenderás, sé que comprenderás que lo hice por ti, por tu otro "yo", por tu hijo. Durante mi estancia en la Maternidad comprobé toda la amargura de la pobreza. Supe que en el mundo el pobre es siempre la eterna víctima. No podía soportar la idea de que tu hijo, tu adorable hijo, fuera a vivir en aquel abismo, entre la corrupción de la calle, respirando el aire viciado de los arrabales. Sus tiernos labios no debían aprender el lenguaje del arroyo; su delicada y blanca piel no podía irritarse por el áspero y sórdido ropaje de los miserables. Tu hijo debía tener lo mejor de todo, toda la riqueza y la alegría del mundo. Tenía que seguir tus pasos en la vida, ser digno de vivir en la misma esfera que tú.
Ese es el motivo, el único, amor mío, por el que me vendí. No me costó ningún sacrificio, ya que las palabras "honor" y "deshonor" no tenían sentido para mí, eran cosas insignificantes. Tú eras el único a quien mi cuerpo podía pertenecer y no me querías; ¿qué importaba, pues, a quién se lo ofrecía? El cariño de mis compañeros, incluso sus muestras de pasión, nunca encontraban en mí ningún eco, aunque muchos de ellos fueran personas a quienes no debía más que respeto y a pesar del recuerdo de mi propio destino, que me hacía simpatizar con ellos por su amor no correspondido. Todos aquellos hombres fueron buenos conmigo; todos ellos me mimaron y me llenaron de afecto, todos me trataron con respeto. Uno de ellos, un viudo, un hombre maduro con título, consiguió, haciendo uso de su influencia, ingresar a mi hijo sin padre, a tu hijo, en el colegio. Aquel hombre me quería como a una hija. Tres o cuatro veces me pidió que me casara con él. Hoy podría ser marquesa y poseer un magnífico castillo en el Tirol. Estaría libre de complicaciones, ya que el chico hubiera tenido un padre afectuoso y yo un marido apacible, distinguido y bondadoso. Insistí en mi negativa a conciencia de que le hacía daño. Es posible que fuera una locura por mi parte. De haber aceptado, llevaría una vida tranquila y retirada en cualquier parte y mi hijo estaría conmigo todavía. ¿Por qué esconderte el motivo de mi negativa? No quería atarme. Quería permanecer libre para ti en todo momento. En lo más recóndito de mi ser, en el inconsciente, continuaba soñando la locura de mi infancia. Quizás algún día me llamarías a tu lado, aunque no fuera más que para una hora. Desde el primer despertar a mi estado de mujer, ¿no había sido mi vida una constante espera, aguardando un acto de tu voluntad?
Al fin, la hora tan esperada llegó realmente. Y ni siquiera esta vez supiste que había llegado, amor mío. Cuando llegó, no me reconociste. Nunca me has reconocido, nunca, nunca. Te encontraba bastante a menudo en teatros, conciertos, en el Prater, por todas partes. Mi corazón latía con violencia cada vez que nos cruzábamos, pero tú siempre pasabas distraído por mi lado. Me había convertido en lo que se refiere a mi apariencia exterior, en otra persona distinta. La tímida persona era ahora una mujer, hermosa según decían, ataviada con vestidos caros, rodeada de admiradores. ¿Cómo podías relacionarme con aquella tímida muchacha que habías conocido a la incierta luz de tu dormitorio? A veces mi acompañante te saludaba, y en aquellas ocasiones esperaba que tu mirada delatara algún estremecimiento al devolver el saludo, pero tu mirada era siempre la de un cortés desconocido, una mirada de respeto, pero nunca de reconocimiento, distante, desesperadamente distante.
Recuerdo que, una vez, esa actitud habitual, ese olvido de mi persona, fue una tortura para mí. Estaba en un palco del teatro de la Opera con un amigo, y tú en el de al lado. Las luces se atenuaron cuando empezó la obertura. Ya no podía ver tu rostro, pero sentía tu respiración tan próxima como si estuviéramos en tu habitación; tu mano, fina y elegante, descansaba en el antepecho cubierto de terciopelo. Me embargaba un infinito deseo de inclinarme a besar humildemente aquella mano, cuyas caricias había conocido. A los acordes de la orquesta, mi deseo se hacía más intenso. Tenía que hacer un verdadero esfuerzo para mantener mis labios alejados de tu querida mano. Cuando acabó el primer acto le dije a mi amigo que me quería marchar. Me resultaba intolerable tenerte sentado a mi lado en la oscuridad, tan próximo y al mismo tiempo tan lejano.
Pero la hora llegó una vez más, únicamente otra vez, la última vez en mi pobre vida. No hace más que un año, al día siguiente de tu cumpleaños. Mis pensamientos habían estado contigo más que nunca, pues solía conceder al día de tu aniversario la categoría de fiesta. Por la mañana temprano compré las rosas blancas enviadas anualmente en recuerdo de un momento que tú ya has olvidado. Por la tarde me llevé a mi hijo de paseo y juntos fuimos a tomar el té. Por la noche estuvimos en el teatro. Quería que considerara aquel día como un místico aniversario de su infancia, a pesar de no poder conocer la razón.
El día siguiente lo pasé con mi amigo de aquella época, un joven y adinerado fabricante de Brünn, con el que había vivido dos años. Estaba apasionadamente enamorado de mí, y él también se quería casar conmigo. Me negué, sin razón aparente alguna, aunque me abrumaba con los regalos y atenciones que tenía para mí y para el niño y por lo simpático que era con su torpe y dócil devoción. Fuimos a un concierto donde nos reunimos con un grupo de gente muy animada. Cenamos en un restaurante de la Ringstrasse. Mientras charlábamos y reíamos propuse trasladarnos a un salón de baile, el Tabarín. En general, semejantes sitios, donde la falsa alegría es siempre expresión de embriaguez parcial, me resultaban odiosos y apenas los frecuentaba. Pero en aquella ocasión una extraña fuerza parecía arrastrarme y me condujo a hacer la proposición, que fue aclamada con júbilo por los otros. Me sentía presa de una impaciencia inexplicable, como si algo extraordinario me estuviera aguardando. Como siempre, acostumbrados a complacerme, todos accedieron a mi ruego. Fuimos al salón de baile, bebimos champán y me asaltó un repentino acceso de animación, poco frecuente en mí. Bebí una copa de champán tras otra, con una alegría casi dolorosa; me uní al coro de una canción agradable y me sentí de humor para bailar con entusiasmo.
Más de pronto noté como si una mano helada o ardiente me hubiera agarrado el corazón. Tú estabas sentado con unos amigos en la mesa inmediata a la nuestra y me mirabas con esa mirada acariciadora y codiciosa, aquella mirada que siempre me había conmovido más allá de la razón. Por primera vez, después de diez años, me volvías a mirar con toda la fuerza de tu inconsciente pasión.
Era tanta mi agitación, que poco faltó para que la copa se cayera de mis temblorosas manos. Afortunadamente, mis compañeros ni se dieron cuenta de mi estado. Sus sentidos estaban un poco embotados entre aquel barullo de risas y de música.
Tu mirada se hacía cada vez más ardiente y enardecía mis sentidos. No estaba segura de si al fin me habías reconocido o si tu deseo se había desvelado por una mujer aparentemente desconocida. Mis mejillas ardían y hablaba sin saber lo que decía. No pudiste por menos de apreciar el efecto que tu mirada me producía. Me hiciste un imperceptible movimiento de cabeza para indicarme que saliera. Luego, después de haber pagado tu nota, te despediste de tus amigos, no sin antes hacerme otra señal para que supiera que me aguardabas fuera. Temblaba como si estuviera aquejada de un acceso de fiebre. Ya no podía contestar si me hablaban ni contener el tumulto de sangre. Afortunadamente, una pareja de negros iniciaba en aquel momento una danza exótica acompañándose de sus gritos agudos y del zapateado. Todos se volvieron para observarlos, y yo aproveché la oportunidad. Ya de pie, le dije a mi amigo que volvería en seguida y salí a tu encuentro.
Me aguardabas en la antesala y tu rostro se iluminó al verme. Con la sonrisa en los labios te dirigiste presuroso hacia mí. Era evidente que no me reconocías, ni a la niña, ni a la muchacha de otros tiempos. De nuevo me convertía para ti en una reciente amistad, en una mujer completamente desconocida.
- ¿Tienes un rato para dedicarme? - me preguntaste en tono confidencial, con el que demostrabas tomarme por una de esas mujeres que cualquiera puede comprar por una noche.
- Sí - repuse, el mismo tembloroso aunque perfectamente consciente "sí" que oíste en mi juventud, hacía más de diez años, en la oscura calle.
- Dime cuándo nos podemos encontrar.
- Cuando quieras - contesté, ya que nunca sentía el menor atisbo de vergüenza en cuanto a ti se refería.
Me miraste con cierta sorpresa, sorpresa que contenía el mismo sabor de duda mezclada con la curiosidad que ya mostraste anteriormente, asombrado ante la rapidez de mi consentimiento.
- ¿Ahora? - preguntaste después de un momento de duda.
- Sí - repuse -; vámonos.
Cuando me dirigía a recoger mi capa al guardarropa recordé que mi amigo Brünn había entregado nuestras cosas juntas y que por ello él tenía el número. No era posible volver a pedírselo y todavía me parecía más imposible renunciar a aquel momento de estar contigo con el que había soñado ardientemente desde hacía tanto tiempo. Hice la elección instantáneamente. Me envolví en el chal y penetré resuelta en la noche húmeda, insensible no sólo a la pérdida de mi capa, sino también a la del hombre bueno y cariñoso con el que había vivido dos años, indiferente al hecho de colocarle públicamente, ante sus amigos, en la grotesca situación de un hombre cuya amante lo abandona a la primera seña de un desconocido.
Interiormente, me daba perfecta cuenta de la bajeza e ingratitud de aquel comportamiento respecto a un buen amigo. Sabía que mi ultrajante locura le alejaría de mí para siempre y que me jugaba el porvenir. Mas ¿qué representaba su amistad, mi vida, comparada con la suerte de sentir tus labios una vez más sobre los míos, de escuchar de nuevo tu adorada voz? Ahora que todo ha pasado te lo puedo decir, puedo decirte cuánto te amé. Creo que, de llamarme tú en mi lecho de muerte, hallaría la fuerza necesaria para levantarme y acudir presurosa a tu encuentro.
En la puerta tomamos un coche que nos llevó a tu casa. De nuevo pude oír tu voz, una vez más sentí el éxtasis de estar a tu lado, y estaba tan embriagada por la alegría y la confusión como lo estuve en otro tiempo. No puedo describírtelo todo: cómo se renovaban en mí, mientras subíamos la escalera tan conocida, mis sentimientos de hacía diez años; cómo vivía simultáneamente en el pasado y en el presente, como si todo mi ser estuviera fundido con el tuyo.
En las habitaciones, casi nada había cambiado. Veíanse algunos nuevos cuadros, muchos más libros, uno o dos muebles nuevos, pero en conjunto conservaba el aspecto familiar de un viejo amigo. Sobre el escritorio estaba el jarrón con las rosas, mis rosas, las mismas que yo había mandado la víspera, día de tu cumpleaños, como recuerdo de la mujer que tú habías olvidado, aquella que no reconocías, ni siquiera entonces, cuando se hallaba junto a ti, cuando sostenías sus manos y besabas sus labios. Pero me confortó el ver allí mis flores, saber que tú estimabas algo que de mí venía, algo como el aliento de mi amor.
Me tomaste en tus brazos. De nuevo permanecí contigo toda una noche inolvidable. En ningún hombre he conocido tanta ternura, aunque apagada después en un olvido inhumano, infinito. ¿Quién era yo, junto a ti en la oscuridad? ¿Era la niña enamorada de otros tiempos, la madre de tu hijo, una desconocida... ?
Pero amaneció. Era ya tarde cuando nos levantamos y me pediste que me quedara a desayunar. Mientras tomábamos el té, que una mano invisible había servido con discreción en el comedor, charlamos tranquilamente. Como entonces, no hubo preguntas indiscretas ni curiosidad sobre mi persona. No me preguntaste mi nombre ni dónde vivía. Yo era para ti, como siempre, una aventurera casual, una mujer sin nombre, una hora ardiente que no deja rastro tras de sí. Me contaste que estabas a punto de iniciar un largo viaje, que te ibas a pasar dos o tres meses al norte de Africa. Tus palabras sonaron en mis oídos como un fúnebre tañido: "Pasado, pasado, pasado y olvidado". Deseé echarme a tus pies, llorando: "¡Llévame contigo para que al fin puedas conocerme, al fin, después de tantos años!". Pero fui tímida, servil, cobarde y dócil. Todo cuanto pude decir fue:
- ¡Qué pena!
Me miraste sonriendo y dijiste:
- ¿De veras lo sientes?
Por un momento creí que iba a perder el sentido. De pie, te miraba fijamente. Luego dije:
- El hombre que yo amo, siempre se va de viaje.
Te miré derecho a los ojos. "Ahora, ahora - pensé -, ahora sí que me recordará." Pero sonreíste simplemente y me dijiste en tono consolador:
- Siempre se vuelve.
- Sí, se vuelve, pero entonces se ha olvidado - repuse.
Debí de hablar con mucho sentimiento, porque mi expresión te conmovió. Te levantaste tú también y me miraste interrogativa y tiernamente. Pusiste tus manos sobre mis hombros:
- Las cosas buenas, nunca se olvidan; nunca te olvidaré.
Tus ojos me estudiaban atentamente, como si quisieras guardar mi imagen en tu memoria. Cuando sentí aquella mirada penetrante, aquella exploración de todo mi ser, no pude por menos de imaginar que el embrujo de tu ceguera se iba al fin a romper. "Me reconocerá, me reconocerá." Mi alma temblaba con expectación.
Pero no me reconociste. No, no me reconociste. Nunca había sido más extraña para ti que en aquel momento, porque, de no ser así, nunca hubieras hecho lo que hiciste unos minutos más tarde. Me habías besado otra vez, me habías besado apasionadamente. El pelo se me desordenó y tuve que volver a arreglarlo. De pie ante el espejo, vi a través de él (y al verlo me cubrí de vergüenza y de horror) que metías en mi manguito, disimuladamente, unos billetes de banco. Apenas pude contener el llanto; tuve que hacer un gran esfuerzo para no gritar y abofetearte. Me estabas pagando la noche que había pasado contigo, a mí, que te había amado desde la infancia; a mí, la madre de tu hijo. Para ti no era más que una prostituta contratada en un salón de baile. No era suficiente que me olvidaras; tenías, además, que humillarme.
Rápidamente recogí mis cosas para poder escapar lo antes posible; mi pena era demasiado grande.
Busqué mi sombrero. Lo vi sobre el escritorio, j unto al jarrón de las rosas blancas, junto a mis rosas. Tuve el deseo irresistible de intentar un último esfuerzo para despertar tu memoria.
- ¿Quieres darme una de tus rosas?
- Desde luego - respondiste sacándolas todas del jarrón.
- ¿Quizá te las regaló alguna mujer que te ama?
- Quizá - repusiste -. No lo sé. Me las mandaron pero no sé quién me las ofrece; por eso las quiero tanto.
Te miré ansiosamente.
- ¡Tal vez te las envió alguna mujer que hayas olvidado!
Estabas sorprendido. Te miré todavía más intensamente. "Reconóceme, por favor, reconóceme al fin", pedían mis ojos. Pero tu sonrisa, a pesar de ser cordial, no daba ninguna muestra de recuerdo. Me volviste a besar, pero no me reconociste.
Salí corriendo, pues mis ojos se estaban llenando de lágrimas y no quería que las vieras. En el recibidor, cuando salía precipitadamente de la habitación, casi choqué con Juan, tu criado. Aturdido, pero celoso de su deber, se apartó rápidamente de mi camino y me abrió la puerta. Entonces, en aquel instante fugitivo, a través de mis ojos arrasados en lágrimas, ¿comprendes?, vi como una luz se hacía en su rostro. En aquel breve instante, estoy segura, ¿comprendes?, me reconoció aquel hombre que no me había vuelto a ver desde la infancia. Me sentí vivamente agradecida. Me hubiera arrodillado a sus pies y le habría besado las manos. Saqué de mi manguito aquellos billetes de banco con los que me habías ofendido y se los tiré. Me miró alarmado (en aquel instante, tengo la certeza, él comprendió más de mi vida que cuanto hayas aprendido tú de ella a lo largo de toda tu existencia). Todo el mundo, todo el mundo me ha querido; todos me han abrumado con su cariño y amabilidad. Unicamente tú, sólo tú, tú, me has olvidado. Tú, solamente tú, has dejado de reconocerme. 


5
QUINTO TIEMPO
Mi hijo, nuestro hijo, ha muerto. No tengo a nadie a quien querer, a nadie en este mundo excepto a ti. Mas ¿qué puedes ser tú para mí, tú que nunca me has reconocido, tú, que cruzaste por mi vida como si hubieras cruzado un arroyo, tú, que hollaste mi alma como si fuera una piedra, tú, que seguiste tu camino ajeno a mi eterna espera? Una vez imaginé que podía conservarte para mí sola; que te poseía, a ti, el evasivo, en el niño. ¡Pero era tu hijo! Por la noche me ha abandonado cruelmente para emprender un largo viaje; me ha olvidado y nunca volverá.
De nuevo estoy sola, más horriblemente sola que nunca. No tengo nada, nada tuyo. Ni el niño, ni una palabra, ni unas líneas de tu letra, ni un lugar en tu memoria. Si alguien mencionara mi nombre en tu presencia, sonaría en tus oídos como el de una extraña. ¿Cómo no estar contenta de morir, si estoy muerta para ti? ¿Por qué no he de abandonarlo todo, si tú me has abandonado?
No te censuro, querido. No deseo introducir mis pesares en tu alegre vida. No temas, no volveré a molestarle nunca más. Sufre conmigo, para que yo pueda dar paso al deseo de gritarte desde el fondo de mi corazón por una sola vez, en la hora amarga de la muerte de mi hijo. Unicamente esta vez voy a hablarte. Luego volveré a la oscuridad y seré de nuevo muda para ti como siempre lo he sido. Ni siquiera llegará a ti mi lamento si sigo viviendo. Sólo en el caso de que muera recibirás esta herencia de una mujer que te ha amado más ardientemente que nadie, una mujer que nunca has conocido, una mujer que ha esperado siempre tu llamada y a quien nunca has llamado. Quizá, quizá cuando recibas este legado querrás verme; entonces, por primera vez, te seré infiel, ya no podré oírte desde el sueño de la muerte. No te dejo ningún retrato ni ningún recuerdo, igual que tú nunca me diste nada, porque no quiero que ahora me reconozcas. Tal fue mi destino en vida, tal quiero que sea mi destino después de muerta. No te llamaré en mi última hora; seguiré mi camino, dejando que ignores mi nombre y mi aspecto. La muerte me será fácil, porque tú no sufrirás por ella. No podría morir si mi muerte hubiera de causarte dolor.
No puedo ya seguir escribiendo... Me pesa tanto la cabeza... ; me duelen los miembros; tengo fiebre. Me parece que tendré que acostarme inmediatamente.
Quizá pronto todo habrá acabado. Quizá por esta única vez, el destino será amable conmigo y no me dejará ver cómo se llevan a mi hijo... No puedo seguir escribiendo. Adiós, querido, adiós. Todo mi agradecimiento para ti. Cuanto sucedió fue bueno a pesar de todo. Te estaré agradecida mientras me quede un soplo de vida. Estoy contenta de habértelo explicado todo. Ahora podrás saber, a pesar de que no lo comprendas plenamente, lo mucho que te he amado y que mi amor nunca será una carga para ti. Me tranquiliza pensar que no te decepcionaré ni habrá cambios en tu brillante y amable vida. Mi muerte, amado mío, no te causará ningún daño. Y eso me consuela.
Mas ¿quién, ¡ah!, quién te mandará ahora las rosas blancas el día de tu cumpleaños? El jarrón permanecerá vacío. Nunca más volverá a respirarse en tu habitación, una vez al año, aquel aroma, aquel aliento de mi existencia. Una última súplica, la primera y la última. Hazlo por mí. No dejes de comprar el día de tu cumpleaños (día en que se suele pensar en uno mismo) algunas rosas, y ponlas en el jarrón. No quiero a nadie más que a ti. Unicamente deseo seguir viviendo en tu recuerdo (solamente un día al año, suavemente, silenciosamente, como siempre he vivido a tu lado). Por favor, hazlo, querido, hazlo por favor... Mi primera súplica y la última... Gracias, gracias, gracias... Te amo, te amo... Adiós... " 


EPILOGO
La carta cayó de sus temblorosas manos. Después meditó larga y profundamente. Sí, sentía vagos recuerdos de la hija de una vecina, de una muchacha, de cierta mujer en un salón de baile, aunque todo era turbio y confuso como el reflejo de una piedra en el lecho de un riachuelo turbulento. Las sombras se perseguían a través de su mente, sin conseguir unirlas en una imagen concreta. Se agitaban en su imagen vagos destellos, pero ni aun así podía recordar. Le parecía haber soñado con aquellas figuras, debía de haber soñado a menudo y vivamente, sin que, a pesar de todo, dejasen de ser unas imágenes de ensueño. Sus ojos se dirigieron al jarrón azul del escritorio. Estaba vacío. Durante muchos años, en el día de su cumpleaños no lo había estado. Tembló. Experimentó la sensación de que se había abierto de repente una puerta invisible, una puerta a través de la que soplaba el aire helado de otro mundo y que invadía el refugio de su habitación. Le llegó como un aviso de muerte y un signo de amor inmortal. Algo informe, apasionado, fluyó en su interior, y el pensamiento de la amante invisible, ardiente e inmaterial, se agitó en su mente como el sonido de una música lejana.
FIN    

º