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jueves, 21 de abril de 2011

EL ESPECTRO DE MADAM CROWL





EL ESPECTRO DE MADAM CROWL



Hace ya unos veinte años que Mrs. Jolliffe no luce aquel esbelto talle que la había distinguido. Ahora tiene más de setenta años, y no le pue­den quedar ya muchos más mojones que contar en el camino que la lle­vará a su morada definitiva. Su pelo, que se peina con raya en medio y tiene recogido bajo la cofia, es ahora más blanco que la nieve, y su rostro es algo más pícaro, aunque igual de afable. De cualquier modo, aún anda tiesa y con paso seguro y ligero.
Estos últimos años se ha dedicado al cuidado de inválidos adultos, tras dejar en manos más jóvenes a la pequeña población que vive en la cuna y anda a cuatro patas. Quienes recuerdan su rostro bonachón entre los primeros que emergen de las sombras de la inexistencia y le deben las primeras lecciones en el deleitoso arte de andar y balbucear, están en la actualidad bastante creciditos también. Algunos de ellos lucen ya algu­nas canas entre los mechones morenos, aquel «lindo pelo» que ella pei­naba con tanto esmero para luego enseñarlo a las madres asombradas, las cuales no se ven ya por la pradera de Golden Friars, pues sus nombres permanecen grabados para siempre en las grises lápidas del camposanto.
Así, si el tiempo madura a unos y marchita a otros, podemos decir que la hora triste y tierna del ocaso ya le ha llegado a nuestra entrañable viejecita del norte, que un día tuvo también en sus brazos a la preciosa Laura Mildmay, la cual entra ahora sonriente en la habitación, le echa los brazos alrededor del cuello y le da dos sonoros besos.
-¡Qué suerte tiene! -exclamó Mrs. Jenner-. Llega a tiempo para escuchar un cuento.
-¿De veras? ¡Qué maravilla!
-¡Pero no es uno de esos cuentos que están escritos! No es ningún cuento, sino una historia verdadera que vi con mis propios ojos. Pero a esta criatura probablemente no le apetezca ahora, justo antes de irse a la cama, que le cuenten una historia de aparecidos y de fantasmas...
-¿De fantasmas? Precisamente lo que más me gustaría oír en este momento.
-Bueno, cariño -dijo Mrs. Jenner-, si no te da miedo, siéntate aquí con nosotras.
-Estaba empezando a contarme lo que le pasó la primera vez que la mandaron a trabajar a casa de una anciana que se estaba muriendo -dice Mrs. Jenner-, y vio allí un fantasma. Pero, Mrs. Jolliffe, por qué no pre­para primero un poco de té y empieza luego...
La buena mujer obedeció y, tras preparar un poco de esta tonificante bebida, tomó un traguito, arrugó ligeramente las cejas para concentrar­se en lo que iba a contar y alzó luego la mirada con un maravilloso gesto de solemnidad.
La buena de Mrs. Jenner y la bonita muchacha estaban atentas a los labios de la anciana, que parecían concitar terror antes incluso de abrirse.
Aquella vieja estancia era un escenario ideal para semejante narra­ción, con la boiserie de roble, los muebles antiguos, las macizas vigas del techo y la majestuosa cama de columnas con cortinas oscuras, dentro de la cual se podían vislumbrar cuantas sombras se quisieran.
Mrs. Jolliffe carraspeó, puso los ojos en blanco y empezó su narra­ción con estas palabras:

El espectro de madam Crowl

Yo soy ahora una mujer vieja, pero la noche que llegué a la finca de
Applewale tenía sólo trece años. Mi tía era allí el ama de llaves, y una especie de calesa estaba esperándome en Lexhoe para llevarme hasta Applewale.
Yo iba con un poco de miedo cuando llegué a Lexhoe, y, al ver el carruaje y el caballo me entraron ganas de volverme con mi madre a Hazelden. Estaba llorando cuando subí a la calesa, y el viejo cochero John Mulbery, que era una persona de gran corazón, me compró medio kilo de manzanas en el Golden Lion para que me alegrara un poco y me dijo que había un bizcocho de grosella y té y chuletas de cerdo esperán­dome, todo bien calentito, en el cuarto de mi tía en Applewale. Hacía una hermosa noche de luna, y empecé a comerme las manzanas miran­do por la ventanilla de la calesa.
Es una vergüenza que los caballeros asusten a una pobre muchacha inocente como era yo entonces. A veces pienso que a lo mejor estaban bromeando. Eran dos caballeros que habían subido también a la calesa.
Al caer la tarde, recién salida la luna, me preguntaron adónde me diri­gía. Bueno, yo les dije que iba a servir a casa de la señora Arabella Crowl, en Applewale, cerca de Lexhoe.
-Ah, entonces -dice uno de ellos- vas a durar poco allí.
Yo lo miré como diciendo « ¿por qué?», pues yo hablaba con el mayor candor y no se me ocurría ocultarles nada, sino que quería más bien resultarles simpática.
-Porque sí -dice él-, y más te vale que no se lo cuentes a nadie. Tú mírala y obsérvala bien: verás que está poseída por el demonio; es un fantasma en toda regla. ¿Llevas alguna biblia?
-Sí, señor -digo yo; pues mi madre me había metido una pequeña biblia en la maleta, y yo sabía que la llevaba conmigo. Y, aunque la letra es demasiado pequeña para mis ojos fatigados, todavía la conservo en mi armario.
Al mirarlo a la cara para decirle «Sí, señor», creí verlo guiñar un ojo a su amigo; aunque no estaba segura.
-Bien -dice él-. No te olvides de ponerla bajo la almohada todas las noches. Te protegerá contra las garras de la vieja.
Me entró tanto miedo cuando dijo aquello que no os lo podéis imaginar. Y me habría gustado preguntarle muchas más cosas sobre la vieja señora, pero yo era demasiado tímida y su amigo y él se liaron a hablar de otros asuntos, y al poco tiempo me apeé, como os he dicho, en Lexhoe.
El corazón me dio un vuelco cuando el vehículo enfiló la oscura ave­nida. Los árboles eran espesos y grandes, casi tan viejos como la vetusta mansión, y ni cuatro personas con los brazos extendidos tocándose con las puntas de los dedos habrían podido abarcar el tronco de uno de ellos.
Bueno, yo llevaba la cabeza sacada por la ventanilla, esperando que apareciera ante mi vista la gran mansión, y de repente nos detuvimos delante de ella.
Era una casa enorme en blanco y negro, con grandes vigas negras horizontales y verticales, y unos gabletes que a la luz de la luna parecían más blancos que una sábana, y sombras de árboles -dos o tres- que se deslizaban por la fachada -se podían contar las hojas-, y todos los crista­les de las ventanas en forma de rombo, que brillaban sobre todo en el ventanal del vestíbulo, y grandes postigos a la antigua usanza, sujetos con bisagras al muro exterior, que tenían el pestillo echado en el resto de las ventanas delanteras, pues no había más que tres o cuatro criados, además de la vieja señora de la casa, y la mayoría de las habitaciones estaban completamente cerradas.
Sentí un nudo en la garganta al ver que se había terminado el viaje, y con aquel caserón tan grande delante de mí, y yo tan cerca de mi tía que no había visto nunca antes, y de madam Crowl, a la que había ido a ser­vir y a la que ya tenía miedo.
Mi tía me besó en el vestíbulo y me llevó a su habitación. Era alta y delgada, cara pálida con ojos negros, y manos largas y finas con guantes negros. Tenía más de cincuenta años, y hablaba muy poco; pero su pala­bra era ley. No tengo nada que reprocharle, pero era una mujer algo severa y creo que habría sido más afectuosa conmigo de haber sido yo hija de su hermana y no de su hermano. Pero ésta es otra historia que no viene a cuento aquí.
El señor de la casa -se llamaba Mr. Chevenix Growl, y era nieto de madam Growl- iba por allí dos o tres veces al año para asegurarse de que la señora era bien tratada. Yo lo vi sólo dos veces en todo el tiempo que pasé en la mansión de Applewale.
Por mi parte, he de decir que cuidé bastante bien a la señora, a pesar de todo; aunque se debió sobre todo a mi tía y a Meg Wyvern, su ayu­danta, que eran unas personas muy responsables y cumplidoras.
Mrs. Wyvern -mi tía la llamaba Meg Wyvern cuando hablaba con ella y Mrs. Wyvern cuando hablaba de ella- era una mujer bastante gruesa y muy alegre de unos cincuenta años, que andaba muy despacio. Cobraba un buen sueldo, pero era un poco sucia y guardaba la ropa de fiesta bajo llave y llevaba puesto casi siempre un vestido de sarga color chocolate, con adornos y madroños rojos, amarillos y verdes, que le duraba muchísimo tiempo.
Nunca me dio nada, ni dos peniques, en todo el tiempo que estuve allí; pero tenía muy buen carácter y estaba siempre riendo, y a la hora del té no paraba de contar historias, y, como me veía tan triste y apena­da, trataba de animarme con sus risas y chascarrillos, y creo que ella me gustaba más que mi tía -a los niños se les gana enseguida con una broma o un cuento-, aunque mi tía siempre fue buena conmigo, sólo que era una mujer algo intransigente y demasiado callada.
Mi tía me llevó a su alcoba para que descansara un poco mientras ella preparaba el té en su cuarto. Pero primero me dio una palmadita en el hombro y me dijo que estaba muy alta para los años que tenía y que me había criado muy bien, y me preguntó si sabía hacer las labores elementales de costura; y me miró a la cara y me dijo que me parecía a mi padre, su hermano, que ya había muerto, pero que esperaba que fuera una cris­tiana mejor que él y que no intentara imitarlo.
Unas palabras demasiado duras para ser la primera vez que ponía el pie en su cuarto, pensé.
Cuando entré en el cuarto contiguo, el del ama de llaves -muy con­fortable, con paredes recubiertas de roble-, encontré un fuego estupen­do alimentado con carbón, turba y leña, todo en un mismo montón, y en la mesa té, bizcocho reciente y carne ahumada; y allí estaba la rolliza Mrs. Wyvern, alegre y parlanchina como siempre (seguro que hablaba más en una hora que mi tía en todo un año.)
Mientras yo estaba aún tomando el té, mi tía subió a ver a madam Growl.
-Ha subido a ver si la vieja Judith Squailes está despierta -dice Mrs. Wyvern-. Judith cuida de madam Growl cuando Mrs. Shutters -ése era el nombre de mi tía- y yo estamos haciendo otra cosa. La señora es una vieja bastante quisquillosa. Te conviene andar con cuidado con ella, pues pierde los estribos y se la llevan los demonios a las primeras de cambio. Para lo vieja que es, tiene un carácter de lo más fuerte que hay.
-¿Cuántos años tiene la señora? -le pregunto.
-Noventa y tres y ocho meses ya cumplidos -dice ella riéndose-. Te aconsejo que no preguntes cosas de ella delante de tu tía. Tú la tomas como es, y ya está.
-Y dígame, por favor, ¿cuál va a ser mi trabajo con la vieja señora? -le pregunto otra vez.
-¿Con la vieja señora? Bueno -dice ella-, tu tía, Mrs. Shutters, te lo dirá; pero supongo que tendrás que estar sentada en su habitación con tus labores cuidando de que no le pase nada y procurando que se dis­traiga con las cosas que tiene encima de la mesa, y llevarle lo que te pida de comer o beber, y tocar fuerte la campanilla si causa problemas.
-¿Está sorda la señora?
-No, ni ciega -me dice ella-; tiene un oído más agudo que un mos­quito, lo que pasa es que está bastante chocha y no recuerda bien las cosas; y le gusta más que le cuenten Barba Azul a que le hablen de los asuntos de la corte o de la nación.
-¿Y por qué se marchó de aquí la muchacha, la que se fue el viernes pasado? Mi tía escribió a mi madre diciéndole que se iba a marchar.
-Sí, se ha marchado.
-¿Por qué? -pregunto otra vez.
-No le gustó a Mrs. Shutters, supongo -dice ella-. No sé. No hables tanto; a tu tía no le gustan las mozas parlanchinas.
-Y otra pregunta, por favor: ¿está bien de salud la vieja señora?
-Bueno, esa pregunta sí puedes hacerla -dice ella-. Últimamente ha estado tosiendo un poco, pero ya está mejor, y me atrevo a decir que tiene cuerda todavía para rato, por lo menos hasta los cien años. ¡Shhh! Ahí viene tu tía por el pasillo.
Y entra mi tía y se pone a hablar con Mrs. Wyvern, y yo, que empiezo a sentirme más a gusto en la casa, doy unos paseos por la habitación mi­rando las cosas que hay. Había unas preciosas piezas de porcelana en el aparador y varios cuadros en la pared; y había también una puerta abier­ta en la boiserie, y veo dentro una extraña chaqueta vieja de cuero, con correas y hebillas y unas mangas más largas que las cortinas de la cama.
-¿Qué haces ahí? -dice mi tía con un tono bastante brusco, volvién­dose hacia mí cuando más distraída la creía-. ¿Qué tienes en la mano?
-¿Esto, tía? -digo yo volviéndome con la chaqueta de cuero en la mano-. No sé qué es, tía.
A pesar de lo pálida que solía estar mi tía, el rubor le afloró a las meji­llas y los ojos se le iluminaron de rabia. Creo que estuvo a punto de darme un buen sopapo; pero me dio sólo un empujón mientras me arre­bataba aquella prenda de las manos, diciendo:
-Mientras estés aquí no metas las narices donde no te importa.
Y, volviéndola a colgar en su sitio, cerró la puerta con brusquedad. Durante todo aquel tiempo, Mrs. Wyvern estuvo desternillándose de risa arrellanada en su sillón.
Al ver que yo estoy llorando, mira a mi tía y, secándose los ojos de tanto reír, le dice:
-¡Vamos, vamos! La muchacha no quería hacer ningún daño. Ven aquí, zagala. No es más que una prenda para una persona chiflada. Tú no nos hagas preguntas y nosotras no te contaremos mentiras; vamos, siéntate y tómate una jarra de cerveza antes de irte a la cama.
Mi cuarto, conviene que lo sepáis, estaba en el piso de arriba, a un lado del de la vieja señora, y el de Mrs. Wyvern estaba al otro lado, y yo debía estar atenta a sus posibles llamadas.
La vieja señora estaba de malas pulgas aquella noche (llevaba así desde después de comer.) A veces se enfurruñaba y entonces no dejaba que la vistieran ni desnudaran. Se decía que había sido muy guapa de joven. Pero en Applewale no quedaba ya nadie con vida que recordara aquellos tiempos. Era terriblemente aficionada a los vestidos, y sus colecciones habrían bastado para llenar siete tiendas por lo menos. Todos eran muy raros y pasados de moda; pero valían una fortuna.
Pues bien, me fui a la cama, donde permanecí un buen rato despier­ta, pues todo era nuevo para mí; y creo que el té me había puesto tam­bién bastante nerviosa, pues no estaba acostumbrada a tomarlo, salvo de vez en cuando en alguna fiesta u ocasión especial. Oí a Mrs. Wyvern hablar y me puse la mano en la oreja para ver si pillaba algo, pero no conseguí oír ni una sola palabra de labios de madam Crowl (creo que no dijo nada.)
Todo el mundo la colmaba de atenciones. Las personas que trabaja­ban en Applewale, que cobraban un buen sueldo y vivían holgadamen­te, sabían que, cuando ella muriera, todas sin excepción se quedarían sin trabajo.
El médico venía dos veces por semana a ver a la anciana, y, como podéis imaginar, todo el mundo hacía lo que él ordenaba. Había una cosa que todos tenían bien claro: bajo ningún concepto debían llevarle la contraria ni burlarse de ella, sino, antes bien, reírle las gracias y com­placerla en todo.
Pues bien, toda aquella noche, y todo el día siguiente, los pasó acos­tada con la ropa puesta y sin decir palabra, y yo encerrada en mi cuarto cosiendo, salvo los momentos en que bajé para tomar mi alimento.
Me habría gustado ver a la vieja señora, y también oírla hablar. Para lo que yo estaba haciendo en aquella casa, lo mismo podía haberme quedado en Lunnon...
Después de comer, mi tía me dio una hora libre para que fuera a pasear. Pero me alegré cuando se terminó el paseo: los árboles eran muy grandes y el lugar umbroso y solitario, y el día estaba nublado, y lloré bastante pensando en mi casa mientras caminaba sola por aquellos para­jes. Al atardecer, con las velas ya encendidas y sola en mi cuarto, vi que estaba abierta la puerta que daba a la estancia de madam Crowl, donde se encontraba mi tía. Fue entonces cuando oí por primera vez la que supuse era la voz de la vieja señora.
Tenía un timbre extraño, como de un ave -no sabría decir cuál en concreto- o un animal; su voz parecía un gemido apagado.
Me froté las orejas para oír lo mejor posible. Pero no pillé ni una sola palabra de cuanto dijo. Sí oí a mi tía contestarle:
-Señora, el Maligno no puede hacer daño a nadie si el Señor no lo permite.
Luego la misma voz extraña de la cama dice otra cosa que tampoco logro distinguir.
Y mi tía le vuelve a contestar:
-Que pongan mala cara, señora, y digan lo que quieran; si el Señor está de nuestro lado, ¿quién podrá contra nosotros?
Seguí con la oreja orientada en dirección de la puerta y conteniendo la respiración, pero ya no volví a oír nada más en aquella habitación. Unos veinte minutos después, mientras hojeaba las fábulas ilustradas de Esopo, noté que la puerta se movía y, mirando en aquella dirección, vi asomar el rostro de mi tía.
-¡Shhh! -me dice en voz baja con una mano en los labios mientras se acerca de puntillas-. Gracias a Dios que se ha dormido por fin; no hagas ruido hasta que vuelva. Voy a bajar a tomar mi taza de té; Mrs. Wyvern y yo volveremos enseguida. Ella seguirá dormida en su habitación. Cuan­do nosotras hayamos subido, tú bajarás luego corriendo y Judith te ser­virá la cena en mi habitación.
Dicho lo cual, se fue.
Yo seguí hojeando el libro ilustrado, aguzando el oído de vez en cuando, como antes, pero sin oír nada, ni siquiera el ruido de la respira­ción; entonces me puse a hablar con las ilustraciones y conmigo misma para distraerme un poco, pues estaba empezando a tener miedo en aquel cuarto tan amplio.
Luego me levanté y me puse a pasear de un lado a otro, mirando esto y aquello, ya sabéis, para distraer la mente. Al final, ¿sabéis qué se me ocurre? Pues' nada menos que mirar dentro del dormitorio de madam Growl.
Era una gran habitación, con una inmensa cama de columnas rodea­da de cortinas de seda con flores estampadas que bajaban casi desde el techo hasta el mismo suelo. Había también un espejo, el mayor que había visto en mi vida. La habitación estaba iluminadísima: conté hasta veintidós velas de cera, todas encendidas. Era un capricho suyo que nadie se atrevía a negarle.
Permanecí junto a la puerta con el oído aguzado mientras contempla­ba embobada la escena. Al no oír respiración alguna, y comprobar que no se movía ni un pliegue de las cortinas, me armé de valor y entré en la habi­tación de puntillas sin dejar de mirar a mi alrededor. Entonces me acerco a mirarme en el gran espejo, y, finalmente, se me pasa por la cabeza: « ¿Por qué no echar un vistazo a la cama, donde está la vieja señora?»
Me consideraréis una descerebrada si os digo que tenía muchísimas ganas de ver a madam Crowl. Pero así era, y yo pensaba para mí: si no la veo ahora, a lo mejor pasan muchos días sin que se me presente una ocasión tan buena.
Pues bien, queridas, voy y me acerco a la cama. Las cortinas están echadas, y las piernas me tiemblan. Pero me armo de valor y me deslizo entre los pesados cortinajes, primero los dedos y luego la mano entera. Espero un poco, pero sigue el mismo silencio sepulcral. Entonces, des­corro lentamente las cortinas y veo tumbada ante mí, como la dama pintada en la lápida de la iglesia de Lexhoe, a la famosa madam Crowl, de Applewale House. Allí estaba ella completamente engalanada. Impo­sible ver algo igual en aquellos días. Satén y seda, escarlata y verde, oro y bordados de filigrana. ¡Virgen santa, qué espectáculo! Una gran peluca empolvada, casi tan alta como ella, le coronaba la cabeza y ¡madre mía, cuánto pellejo! Tenía la garganta, arrugada y fofa, empolvada de blanco y las mejillas de rojo, y unas cejas postizas pardas, que se las pegaba Mrs. Wyvern, y allí estaba ella tan tiesa y orgullosa, con un par de calcetines de seda con espiguilla y unos zapatos de tacones altísimos. Pero, ¡Dios mío!, tenía una nariz retorcida y flacucha y se le veía la mitad del blanco de los ojos... Decían que se colocaba ante el espejo ataviada de aquella manera, riéndose nerviosamente y babeando, con un abanico en la mano y un ramillete de flores en el corpiño. Tenía las manos, pequeñas y arrugadas, pegadas a los costados, y os aseguro que en mi vida había visto unas uñas tan largas, todas ellas terminadas en punta. Tal vez anti­guamente había estado de moda entre la gente de postín llevar las uñas tan largas...
Bueno, estoy segura de que os habríais llevado un buen susto ante aquella visión. Yo no podía ni soltar la cortina ni moverme ni apartar los ojos; hasta mi corazón parecía haberse parado. Y he aquí que de repente abre los ojos, se sienta en la cama, se da la vuelta, posa ruidosamente los dos tacones en el suelo y se me queda mirando fijamente con sus dos ojos grandes y vidriosos, con una malvada risita en los labios arrugados, que deja ver una gran dentadura postiza.
Un cadáver no deja de ser una cosa natural, pero aquello era la cosa más espantosa que jamás se había visto. Apuntando hacia mí con los dedos tiesos, y encorvada por la edad, me dice:
-¡Oye, pequeña granuja! ¿Por qué has dicho que yo maté al niño? Te voy a hacer cosquillas hasta dejarte tiesa.
Si hubiera pensado un instante, me habría dado la media vuelta y escapado rauda. Pero no podía apartar los ojos de ella, y no me quedaba más remedio que recular de la manera que podía, mientras ella seguía chacoloteando como una marioneta, con los dedos apuntándome a la garganta y haciendo todo el tiempo con la lengua un sonido como «sisss-sisss-sisss».
Yo seguía retrocediendo, pero sus dedos estaban ya a sólo unos centí­metros de mi garganta; sabía que perdería el conocimiento si llegaban a tocarme.
Retrocedí otro poco hacia el rincón y solté un terrible alarido -como si me estuvieran arrancando el alma del cuerpo-, y en aquel instante apareció mi tía en la puerta y lanzó un grito seco y la vieja dama se vol­vió hacia ella, y yo aproveché para dar media vuelta y atravesar mi cuar­to y bajar las escaleras como una exhalación.
Os aseguro que estuve llorando un buen rato a lágrima viva en el cuarto del ama de llaves. Mrs. Wyvern se rió bastante cuando le conté lo sucedido; pero mudó el semblante cuando oyó las palabras que me había dicho la vieja señora.
-Repítelas otra vez -me pidió.
Y yo se las repetí. « ¡Oye, pequeña granuja! ¿Por qué has dicho que yo maté al niño? ¡Te voy a hacer cosquillas hasta dejarte tiesa!»
-¿Y dices que ella mató a un niño? -me pregunta.
-Yo no digo eso, Mrs. Wyvern -le contesto.
Después de aquello, Judith siempre estaba conmigo cuando las dos mujeres mayores se ausentaban de la habitación de la vieja señora. Yo habría saltado por la ventana antes que quedarme sola en la habitación con ella.
Una semana después, creo recordar, un día que Mrs. Wyvern estaba conmigo me contó una cosa de madam Crowl que yo no sabía.
Unos setenta años atrás, siendo joven y muy bella, se había casado con el señor Crowl, de Applewale, un viudo con un hijo de nueve años.
Un buen día aquel niño desapareció y nadie supo decir adónde había podido ir. Se le dejaba demasiada libertad; solía salir de casa por la mañana para ir ora a la granja del guarda a desayunar con él, ora a la conejera, y muchas veces ya no volvía hasta la noche. También solía bajar al lago, donde se bañaba y pasaba el día pescando o remando en una barca. Pues bien, nadie supo decir qué le había pasado; sólo que su sombrero había aparecido junto al lago bajo un espino que todavía se puede ver en el día de hoy, por lo que se pensó que se había ahogado. Y el hijo que el señor Crowl había tenido de su segundo matrimonio con la señora acabó heredando la propiedad. Y, como os he dicho, el hijo de éste, nieto de la vieja señora, el señor de Chevenix Crowl, era el titular de la finca en la época en que yo llegué a Applewale.
Mucho antes de que llegara mi tía, aquel suceso había sido la comidi­lla diaria de toda la comarca; la gente comentaba que la madrastra sabía más cosas de las que estaba dispuesta a contar, y que había conseguido camelar a su marido, el viejo señor, con sus zalamerías y halagos. Y como del niño nunca más se volvió a saber nada, con el paso del tiempo la gente fue olvidando aquel suceso.
Y ahora voy a contaros lo que yo vi con mis propios ojos.
Llevaría unos seis meses allí cuando a la vieja señora le sobrevino la última enfermedad. Recuerdo que era invierno.
El médico temía que le hubiera dado un ataque de locura, pues le había ocurrido lo mismo quince años antes, en cuya ocasión la habían tenido que sujetar con una camisa de fuerza, la misma prenda de cuero que yo había visto en el armario junto a la habitación de mi tía.
Pues bien, no ocurrió así, sino que le entró una gran depresión y debilidad y se fue apagando entre muchas toses, hasta un día o dos antes de pasar a mejor vida, cuando le dio por farfullar atropelladamente pala­bras incoherentes y dar chillidos en la cama, como si alguien la estuviera amenazando con un cuchillo en la garganta, y se ponía a hacer cosas fuera de la cama, pero, al no tener suficientes fuerzas para caminar ni permanecer de pie, se caía al suelo, con el rostro oculto entre sus viejas y hechizadas manos e implorando piedad.
Podéis imaginar que ya no volví a entrar en su habitación, sino que me quedaba en la cama muerta de miedo mientras oía sus alaridos y ara­ñazos en el suelo. Muchas de las cosas que decía a grito pelado habrían puesto los pelos de punta al mismísimo diablo.
Mi tía, Mrs. Wyvern, Judith Squailes y una mujer de Lexhoe estaban siempre atendiéndola. Al final, le dieron unos ataques que la dejaron postrada.
El cura estaba allí y rezó por ella; pero nada podían hacer ya por ella los rezos. Además, poco sentido tenía ya el que siguiera con vida, y así pasó por fin a mejor vida y todo se terminó para la vieja madam Crowl, que fue amortajada e introducida en el ataúd. Aquel mismo día escribie­ron al señor de Chevenix para que viniera cuanto antes. Pero éste se encontraba en Francia, una distancia tan grande que el cura y el doctor acordaron que no convenía tenerla durante más tiempo insepulta, toda vez que los únicos que iban a asistir al entierro eran ellos dos, mi tía y el resto de nosotras, de Applewale. Así, la vieja dama de Applewale fue enterrada en la cripta de la iglesia de Lexhoe, y nosotras seguimos viviendo en la gran casa hasta que el señor viniera a darnos a conocer su voluntad y a pagarnos el finiquito que considerara oportuno.
A mí me pusieron en otra habitación, dos puertas más allá de la que había sido la alcoba de madam Crowl. Esto ocurrió la noche antes de que llegara a Applewale el señor de Chevenix.
La habitación que yo ocupaba ahora era bastante amplia, con boiserie de roble, pero sin más muebles que mi cama, que no tenía cortinas, una silla y una mesa, o algo parecido, muy pocos enseres para una habita­ción tan grande. Y el gran espejo en el que la vieja señora tantas y tantas veces se había mirado y remirado de pies a cabeza, ahora que carecía ya de función, lo habían sacado de allí y dejado temporalmente apoyado en una pared de mi habitación, pues como podéis imaginar se sacaron muchas cosas de su alcoba para amortajarla.
Aquel día recibimos la noticia de que el señor llegaría a Applewale a la mañana siguiente; lo cual me alegró sobremanera, pues casi estaba segura de que me volverían a mandar a casa con mi madre. Y me puse a pensar enseguida en todos los de mi casa, y sobre todo en mi hermana Janet y los gatitos y los perros y todo lo demás, y estaba tan nerviosa que no me podía dormir, y el reloj dio las doce y aún seguía despierta, y la habitación más oscura que boca de lobo. Estaba acostada de espaldas a la puerta y miran­do a la pared.
Pues bien, sobre las doce y cuarto veo unos resplandores en la pared como si algo estuviera ardiendo por detrás, y las sombras de la cama, de la silla y de mi bata, que está colgada en la pared, se ponen a bailar como locas en el techo y las paredes; y vuelvo deprisa la cabeza, creyendo que el fuego ha prendido en algo.
¡Y qué veo, Dios bendito! Pues nada menos que a la vieja arpía, emperifollada en sus satenes y terciopelos haciendo muecas con los ojos desencajados y con la cara más fea que se puede imaginar. El bajo de su vestido iba rodeado de un resplandor rojo que parecía estar con­sumiéndole los pies. Venía derecha hacia mí, apuntándome con las uñas de sus manos arrugadas como si fuera a clavármelas. Yo no me podía mover, pero afortunadamente pasó por delante de mí, con una ráfaga de aire frío, derecha a la pared de la recámara, como solía llamar­la mi tía, que era un rincón en el que había estado antes la cama de columnas, cuya puerta estaba abierta de par en par, y alargó las manos para coger algo que había allí dentro. Yo no había visto nunca aquella puerta. Y de repente se vuelve hacia mí pivotando como una marione­ta, y la habitación se queda a oscuras, y yo me veo de pie en la otra punta de la cama, sin saber cómo he llegado hasta allí. Por fin me res­ponde mi lengua y suelto un alarido mientras salgo disparada por la galería y casi arranco de cuajo la puerta de Mrs. Wyvern, a la que doy un susto de espanto.
Podéis imaginar que no pegué ojo aquella noche, y con las primeras luces bajo a ver a mi tía lo más deprisa que me permiten las piernas.
Pues bien, mi tía no me echa ninguna regañina, como me había esperado, sino que me coge de la mano y me mira fijamente a la cara. Me dice que no tenga miedo y luego me pregunta:
-¿Llevaba la aparición alguna llave en la mano?
-Sí -le digo, acordándome de pronto-; una llave muy grande con un extraño ojo de metal.
-Espera -dice soltándome la mano y abriendo el aparador-. ¿Era como ésta? -me pregunta sacando una llave y enseñándomela con el ceño fruncido.
-Esa misma -le contesto.
-¿Estás segura? -vuelve a preguntarme, dándole la vuelta.
-Segurísima -digo yo, creyendo que me voy a desvanecer.
-Bien, esto basta, mozuela -dice pensativa, como rumiando algo y volviéndola a meter donde estaba.
-El señor llegará antes de las doce del mediodía, y debemos contarle lo que has visto -dice, todavía pensativa-; supongo que yo me iré pron­to de aquí, pero es mejor que tú te vayas a casa esta misma tarde, y no te preocupes, que te buscaré otra casa en cuanto pueda.
Aquellas palabras, como podéis imaginar, las recibí como agua de mayo.
Mi tía recogió todas mis cosas y me dio también las tres libras que se me debían. El señor Crowl llegó a Applewale aquel mismo día; era un hombre apuesto, de unos treinta años de edad. Era la segunda vez que lo veía. Pero aquélla era la primera que hablaba conmigo.
Mi tía estuvo hablando con él en el cuarto del ama de llaves; no sé lo que le diría. Yo le tenía a él bastante respeto, por ser el hombre más rico de Lexhoe, y no me atreví a acercarme hasta que me llamaron. Y él me dice sonriendo:
-Cuéntame todo lo que has visto, zagala. Debe de ser un sueño, pues sabes que no existen en el mundo esas cosas que llaman fantasmas o espíritus. Pero, fuera lo que fuera, querida, siéntate aquí y cuéntamelo todo de pe a pa.
Cuando termino, se queda pensando un rato y le dice a mi tía:
-Recuerdo bien ese rincón. En tiempos del viejo sir Oliver, el viejo Wyndel me contó que había una puerta en ese cuarto de la izquierda, la que la chica soñó que había abierto mi abuela. Tendría más de ochenta años cuando me lo contó, y yo era un niño entonces. De eso hace veinte años. La vajilla y las joyas se guardaban allí hasta que pusieron el arma­rio metálico en el cuarto trastero; también me contó que la llave tenía un anillo de metal, y esa llave que tú dices la encontraron en el fondo del arcón donde ella guardaba sus viejos abanicos. Bueno, no me extrañaría nada que encontráramos allí algunas cucharas de plata o diamantes. Vamos, zagala, tienes que subir conmigo y decirme dónde estaban exac­tamente las cosas que viste.
Obedecí con poco entusiasmo. El corazón se me desbocaba en la gar­ganta, y tuve bien agarrada la mano de mi tía todo el rato que estuve en aquella espantosa habitación diciéndoles a los dos por dónde se había movido la aparecida y dónde estaba exactamente la puerta que yo había visto en la pared.
Pero allí había ahora un armario viejo. Lo corrimos y vimos el con­torno de una puerta en la boiserie de roble y el ojo de una cerradura obturado con madera y cepillada con el mismo cuidado que todo lo demás y todo el reborde de la puerta tapado con masilla de color roble, de manera que, de no ser por los goznes que sobresalían ligeramente, nadie habría imaginado que había allí ninguna puerta.
-¡Ahá! -dijo él con una sonrisita-, justo lo que me imaginaba...
Se necesitó sólo un par de minutos para, con un pequeño cincel y un martillo, sacar el trozo de madera de la cerradura. La llave entró perfec­tamente, y, tras darle una vuelta, el cerrojo cedió y la puerta se abrió acompañada de un chirrido.
Había otra puerta dentro, más extraña que la primera, pero que no tenía cierres y se abrió fácilmente. El cuarto era bastante pequeño, con paredes y bóveda de ladrillo; no vimos lo que había dentro, pues estaba más oscuro que boca de lobo.
Mi tía encendió una vela. El caballero la cogió y entró.
Mi tía, de puntillas, trataba de mirar por encima de sus hombros; yo no veía absolutamente nada.
-¡Ahá! -exclama el caballero, retrocediendo-. ¡Qué puede ser eso! Déme el atizador, ¡deprisa! -ordena a mi tía. Y mientras ella va a la chi­menea yo miro por debajo de su brazo y veo agachado en el rincón más lejano a un mono o una cosa despellejada encima del arcón, que podía ser también la vieja bruja más chupada que jamás se ha visto en la tierra.
-¡Virgen santa! -exclama mi tía al darle el atizador y viendo también por encima de sus hombros aquella cosa espantosa-. Tenga cuidado, señor, con lo que hace. ¡Mejor retírese y cierre esa puerta!
Pero, en lugar de obedecerle, entra despacio con el atizador en ristre y asesta a la cosa un batacazo tal que ésta cae estrepitosamente, cabeza incluida, en medio de un montón de huesos y polvo.
Eran los huesos de un niño; todo lo demás se había reducido a polvo al primer impacto. Durante un buen rato nadie dice nada, pero luego él coge la calavera que yacía en el suelo.
A pesar de lo joven que yo era, creí saber perfectamente en qué esta­ban pensando los dos en aquel momento.
-Un gato muerto -dice él retrocediendo y cerrando la puerta-. Vol­veremos después usted y yo, Mrs. Shuttters, a mirar en los estantes más detenidamente. Ahora tengo otros asuntos que tratar con usted. Y esta muchachita me dice usted que se marcha hoy mismo a su casa, ¿no? Supongo que ya tendrá su paga. Bueno, yo quiero hacerle además un regalo -dice él dándome una palmadita en la espalda.
Me dio una libra de oro y yo marché a Lexhoe aproximadamente una hora después en la diligencia, y bien contenta que volví a casa. Y en lo sucesivo nunca volví a ver a madam Crowl de Applewale, gracias a Dios, ni en apariciones ni en sueños. Pero cuando ya era una mujer, mi tía vino a pasar conmigo un día y una noche en Littleham, y me aseguró que se trataba del niño desaparecido hacía tanto tiempo que aquella vieja arpía había encerrado en la oscuridad hasta que se muriera, sin que sus gritos, súplicas y aporreos pudieran ser oídos por nadie. También me dijo que alguien había dejado su sombrero al borde del lago para hacer creer que se había ahogado. Toda su ropa se convirtió al primer toque en una nube de polvo en el cuarto donde se encontraron los huesos. Pero había un puñado de canicas y un cuchillo con mango verde, junto con un par de peniques que el pobre niño llevaba en el bolsillo, supongo, la última vez que se le vio, y que él vio la luz. Y entre los papeles del señor había una copia de la nota escrita después de desaparecer el niño, cuan­do su anciano padre creía que se había escapado o lo habían raptado unos gitanos, en la que se decía que el pequeño llevaba con él un cuchi­llo de mango verde y varias canicas. Y eso es todo lo que tenía que conta­ros sobre la vieja madam Crowl, del caserón de Applewale.

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