Arthur Conan Doyle
Las aventuras de Sherlock Holmes
I.
Escándalo en Bohemia
Para Sherlock Holmes, ella es
siempre la mujer. Rara vez le oí mencionarla de otro modo. A sus ojos, ella
eclipsa y domina a todo su sexo. Y no es que sintiera por Irene Adler nada
parecido al amor. Todas las emociones, y en especial ésa, resultaban
abominables para su inteligencia fría y precisa pero admirablemente equilibrada.
Siempre lo he tenido por la máquina de observar y razonar más perfecta que ha
conocido el mundo; pero como amante no habría sabido qué hacer. Jamás hablaba
de las pasiones más tiernas, si no era con desprecio y sarcasmo. Eran cosas
admirables para el observador, excelentes para levantar el velo que cubre los
motivos y los actos de la gente. Pero para un razonador experto, admitir tales
intrusiones en su delicado y bien ajustado temperamento equivalía a introducir
un factor de distracción capaz de sembrar de dudas todos los resultados de su
mente. Para un carácter como el suyo, una emoción fuerte resultaba tan
perturbadora como la presencia de arena en un instrumento de precisión o la
rotura de una de sus potentes lupas. Y sin embargo, existió para él una mujer,
y esta mujer fue la difunta Irene Adler, de dudoso y cuestionable recuerdo.
Últimamente, yo había visto poco
a Holmes. Mi matrimonio nos había apartado al uno del otro. Mi completa felicidad
y los intereses hogareños que se despiertan en el hombre que por primera vez
pone casa propia bastaban para absorber toda mi atención; mientras tanto,
Holmes, que odiaba cualquier forma de vida social con toda la fuerza de su alma
bohemia, permaneció en nuestros aposentos de Baker Street, sepultado entre sus
viejos libros y alternando una semana de cocaína con otra de ambición, entre la
modorra de la droga y la fiera energía de su intensa personalidad. Como
siempre, le seguía atrayendo el estudio del crimen, y dedicaba sus inmensas
facultades y extraordinarios poderes de observación a seguir pistas y aclarar
misterios que la policía había abandonado por imposibles. De vez en cuando, me
llegaba alguna vaga noticia de sus andanzas: su viaje a Odesa para intervenir
en el caso del asesinato de Trepoff, el esclarecimiento de la extraña tragedia
de los hermanos Atkinson en Trincomalee y, por último, la misión que tan
discreta y eficazmente había llevado a cabo para la familia real de Holanda.
Sin embargo, aparte de estas señales de actividad, que yo me limitaba a
compartir con todos los lectores de la prensa diaria, apenas sabía nada de mi
antiguo amigo y compañero.
Una noche ––la del 20 de marzo de
1888–– volvía yo de visitar a un paciente (pues de nuevo estaba ejerciendo la
medicina), cuando el camino me llevó por Baker Street. Al pasar frente a la
puerta que tan bien recordaba, y que siempre estará asociada en mi mente con
mi noviazgo y con los siniestros incidentes del Estudio en escarlata, se apoderó de mí un fuerte deseo de volver a
ver a Holmes y saber en qué empleaba sus extraordinarios poderes. Sus
habitaciones estaban completamente iluminadas, y al mirar hacia arriba vi pasar
dos veces su figura alta y delgada, una oscura silueta en los visillos. Daba
rápidas zancadas por la habitación, con aire ansioso, la cabeza hundida sobre
el pecho y las manos juntas en la espalda. A mí, que conocía perfectamente sus
hábitos y sus humores, su actitud y comportamiento me contaron toda una historia.
Estaba trabajando otra vez. Había salido de los sueños inducidos por la droga y
seguía de cerca el rastro de algún nuevo problema. Tiré de la campanilla y me
condujeron a la habitación que, en parte, había sido mía.
No estuvo muy efusivo; rara vez
lo estaba, pero creo que se alegró de verme. Sin apenas pronunciar palabra,
pero con una mirada cariñosa, me indicó una butaca, me arrojó su caja de
cigarros, y señaló una botella de licor y un sifón que había en la esquina.
Luego se plantó delante del fuego y me miró de aquella manera suya tan
ensimismada.
––El matrimonio le sienta bien ––comentó––.
Yo diría, Watson, que ha engordado usted siete libras y media desde la última
vez que le vi.
––Siete ––respondí.
––La verdad, yo diría que algo
más. Sólo un poquito más, me parece a mí, Watson. Y veo que está ejerciendo de
nuevo. No me dijo que se proponía volver a su profesión. ––Entonces, ¿cómo lo
sabe?
––Lo veo, lo deduzco. ¿Cómo sé
que hace poco sufrió usted un remojón y que tiene una sirvienta de lo más torpe
y descuidada?
––Mi querido Holmes ––dije––,
esto es demasiado. No me cabe duda de que si hubiera vivido usted hace unos
siglos le habrían quemado en la hoguera. Es cierto que el jueves di un paseo
por el campo y volví a casa hecho una sopa; pero, dado que me he cambiado de
ropa, no logro imaginarme cómo ha podido adivinarlo. Y respecto a Mary Jane, es
incorregible y mi mujer la ha despedido; pero tampoco me explico cómo lo ha
averiguado.
Se rió para sus adentros y se
frotó las largas y nerviosas manos.
––Es lo más sencillo del mundo ––dijo––.
Mis ojos me dicen que en la parte interior de su zapato izquierdo, donde da la
luz de la chimenea, la suela está rayada con seis marcas casi paralelas.
Evidentemente, las ha producido alguien que ha raspado sin ningún cuidado los
bordes de la suela para desprender el barro adherido. Así que ya ve: de ahí mi
doble deducción de que ha salido usted con mal tiempo y de que posee un
ejemplar particularmente maligno y rompebotas de fregona londinense. En cuanto
a su actividad profesional, si un caballero penetra en mi habitación apestando
a yodoformo, con una mancha negra de nitrato de plata en el dedo índice
derecho, y con un bulto en el costado de su sombrero de copa, que indica dónde
lleva escondido el estetoscopio, tendría que ser completamente idiota para no
identificarlo como un miembro activo de la profesión médica.
No pude evitar reírme de la
facilidad con la que había explicado su proceso de deducción.
––Cuando le escucho explicar sus
razonamientos ––comenté––, todo me parece tan ridículamente simple que yo
mismo podría haberlo hecho con facilidad. Y sin embargo, siempre que le veo
razonar me quedo perplejo hasta que me explica usted el proceso. A pesar de que
considero que mis ojos ven tanto como los suyos.
––Desde luego ––respondió,
encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en una butaca––. Usted ve, pero no
observa. La diferencia es evidente. Por ejemplo, usted habrá visto muchas veces
los escalones que llevan desde la entrada hasta esta habitación.
––Muchas veces.
––¿Cuántas veces?
––Bueno, cientos de veces.
––¿Y cuántos escalones hay?
––¿Cuántos? No lo sé.
––¿Lo ve? No se ha fijado. Y eso
que lo ha visto. A eso me refería. Ahora bien, yo sé que hay diecisiete escalones,
porque no sólo he visto, sino que he observado. A propósito, puesto que está
usted interesado en estos pequeños problemas, y dado que ha tenido la
amabilidad de poner por escrito una o dos de mis insignificantes experiencias,
quizá le interese esto ––me alargó una carta escrita en papel grueso de color
rosa, que había estado abierta sobre la mesa––. Esto llegó en el último reparto
del correo ––dijo––. Léala en voz alta.
La carta no llevaba fecha, firma,
ni dirección.
«Esta noche pasará a visitarle, a las ocho
menos cuarto, un caballero que desea consultarle sobre un asunto de la máxima
importancia. Sus recientes servicios a una de las familias reales de Europa han
demostrado que es usted persona a quien se pueden confiar asuntos cuya
trascendencia no es posible exagerar. Estas referencias de todas partes nos han
llegado. Esté en su cuarto, pues, a la hora dicha y no se tome a ofensa que el
visitante lleve una máscara.»
––Esto sí que es un misterio ––comenté––.
¿Qué cree usted que significa?
––Aún no dispongo de datos. Es un
error capital teorizar antes de tener datos. Sin darse cuenta, uno empieza a
deformar los hechos para que se ajusten a las teorías, en lugar de ajustar las
teorías a los hechos. Pero en cuanto a la carta en sí, ¿qué deduce usted de
ella?
Examiné atentamente la escritura
y el papel en el que estaba escrita.
––El hombre que la ha escrito es,
probablemente, una persona acomodada ––comenté, esforzándome por imitar los
procedimientos de mi compañero––. Esta clase de papel no se compra por menos de
media corona el paquete. Es especialmente fuerte y rígido.
––Especial, ésa es la palabra ––dijo
Holmes––. No es en absoluto un papel inglés. Mírelo contra la luz.
Así lo hice, y vi una E grande
con una g pequeña, y una P y una G grandes con una t pequeña, marcadas en la
fibra misma del papel.
––¿Qué le dice esto? ––preguntó
Holmes.
––El nombre del fabricante, sin
duda; o más bien, su monograma.
––Ni mucho menos. La G grande con
la t pequeña significan Gesellschaft,
que en alemán quiere decir «compañía»; una contracción habitual, como cuando
nosotros ponemos «Co.». La P, por supuesto, significa papier. Vamos ahora con lo de Eg. Echemos un vistazo a nuestra
Geografía del Continente ––sacó de una estantería un pesado volumen de color
pardo––. Eglow, Eglonitz..., aquí está: Egria. Está en un país de habla
alemana... en Bohemia, no muy lejos de Carlsbad. «Lugar conocido por haber sido
escenario de la muerte de Wallenstein, y por sus numerosas fábricas de cristal
y papel.» ¡Ajá, muchacho! ¿Qué saca usted de esto?
Le brillaban los ojos y dejó
escapar de su cigarrillo una nube triunfante de humo azul.
––El papel fue fabricado en
Bohemia ––dije yo.
––Exactamente. Y el hombre que
escribió la nota es alemán. ¿Se ha fijado usted en la curiosa construcción de
la frase «Estas referencias de todas partes nos han llegado»? Un francés o un
ruso no habría escrito tal cosa. Sólo los alemanes son tan desconsiderados con
los verbos. Por tanto, sólo falta descubrir qué es lo que quiere este alemán
que escribe en papel de Bohemia y prefiere ponerse una máscara a que se le vea
la cara. Y aquí llega, si no me equivoco, para resolver todas nuestras dudas.
Mientras hablaba, se oyó
claramente el sonido de cascos de caballos y de ruedas que rozaban contra el bordillo
de la acera, seguido de un brusco campanillazo. Holmes soltó un silbido.
––Un gran señor, por lo que oigo ––dijo––.
Sí ––continuó, asomándose a la ventana––, un precioso carruaje y un par de purasangres.
Ciento cincuenta guineas cada uno. Si no hay otra cosa, al menos hay dinero en
este caso, Watson.
––Creo que lo mejor será que me
vaya, Holmes.
––Nada de eso, doctor. Quédese
donde está. Estoy perdido sin mi Boswell. Y esto promete ser interesante. Sería
una pena perdérselo.
––Pero su cliente...
––No se preocupe por él. Puedo
necesitar su ayuda, y también puede necesitarla él. Aquí llega. Siéntese en
esa butaca, doctor, y no se pierda detalle.
Unos pasos lentos y pesados, que
se habían oído en la escalera y en el pasillo, se detuvieron justo al otro
lado de la puerta. A continuación, sonó un golpe fuerte y autoritario.
––¡Adelante! ––dijo Holmes.
Entró un hombre que no mediría
menos de dos metros de altura, con el torso y los brazos de un Hércules. Su
vestimenta era lujosa, con un lujo que en Inglaterra se habría considerado
rayano en el mal gusto. Gruesas tiras de astracán adornaban las mangas y el
delantero de su casaca cruzada, y la capa de color azul oscuro que llevaba
sobre los hombros tenía un forro de seda roja como el fuego y se sujetaba al
cuello con un broche que consistía en un único y resplandeciente berilo. Un
par de botas que le llegaban hasta media pantorrilla, y con el borde superior
orlado de lujosa piel de color pardo, completaba la impresión de bárbara
opulencia que inspiraba toda su figura. Llevaba en la mano un sombrero de ala
ancha, y la parte superior de su rostro, hasta más abajo de los pómulos,
estaba cubierta por un antifaz negro, que al parecer acababa de ponerse, ya
que aún se lo sujetaba con la mano en el momento de entrar. A juzgar por la
parte inferior del rostro, parecía un hombre de carácter fuerte, con labios
gruesos, un poco caídos, y un mentón largo y recto, que indicaba un carácter
resuelto, llevado hasta los límites de la obstinación.
––¿Recibió usted mi nota? ––preguntó
con voz grave y ronca y un fuerte acento alemán––. Le dije que vendría a verle ––nos
miraba a uno y a otro, como si no estuviera seguro de a quién dirigirse.
––Por favor, tome asiento ––dijo
Holmes––. Éste es mi amigo y colaborador, el doctor Watson, que de vez en
cuando tiene la amabilidad de ayudarme en mis casos. ¿A quién tengo el honor de
dirigirme?
––Puede usted dirigirse a mí como
conde von Kramm, noble de Bohemia. He de suponer que este caballero, su amigo,
es hombre de honor y discreción, en quien puedo confiar para un asunto de la
máxima importancia. De no ser así, preferiría muy mucho comunicarme con usted
solo.
Me levanté para marcharme, pero
Holmes me cogió por la muñeca y me obligó a sentarme de nuevo.
––O los dos o ninguno ––dijo––.
Todo lo que desee decirme a mí puede decirlo delante de este caballero.
El conde encogió sus anchos
hombros.
––Entonces debo comenzar ––dijo––
por pedirles a los dos que se comprometan a guardar el más absoluto secreto durante
dos años, al cabo de los cuales el asunto ya no tendrá importancia. Por el
momento, no exagero al decirles que se trata de un asunto de tal peso que
podría afectar a la historia de Europa.
––Se lo prometo ––dijo Holmes.
––Y yo.
––Tendrán que perdonar esta
máscara ––continuó nuestro extraño visitante––. La augusta persona a quien represento
no desea que se conozca a su agente, y debo confesar desde este momento que el
título que acabo de atribuirme no es exactamente el mío.
––Ya me había dado cuenta de ello
––dijo Holmes secamente.
––Las circunstancias son muy
delicadas, y es preciso tomar toda clase de precauciones para sofocar lo que
podría llegar a convertirse en un escándalo inmenso, que comprometiera
gravemente a una de las familias reinantes de Europa. Hablando claramente, el
asunto concierne a la Gran Casa de Ormstein, reyes hereditarios de Bohemia.
––También me había dado cuenta de
eso ––dijo Holmes, acomodándose en su butaca y cerrando los ojos.
Nuestro visitante se quedó
mirando con visible sorpresa la lánguida figura recostada del hombre que, sin
duda, le había sido descrito como el razonador más incisivo y el agente más
energético de Europa. Holmes abrió lentamente los ojos y miró con impaciencia a
su gigantesco cliente.
––Si su majestad condescendiese a
exponer su caso ––dijo––, estaría en mejores condiciones de ayudarle.
El hombre se puso en pie de un
salto y empezó a recorrer la habitación de un lado a otro, presa de incontenible
agitación. Luego, con un gesto de desesperación, se arrancó la máscara de la
cara y la tiró al suelo.
––Tiene usted razón ––exclamó––.
Soy el rey. ¿Por qué habría de ocultarlo?
––¿Por qué, en efecto? ––murmuró
Holmes––. Antes de que vuestra majestad pronunciara una palabra, yo ya sabía
que me dirigía a Guillermo Gottsreich Segismundo von Ormstein, gran duque de
Cassel-Falstein y rey hereditario de Bohemia.
––Pero usted comprenderá ––dijo
nuestro extraño visitante, sentándose de nuevo y pasándose la mano por la
frente blanca y despejada––, usted comprenderá que no estoy acostumbrado a
realizar personalmente esta clase de gestiones. Sin embargo, el asunto era tan
delicado que no podía confiárselo a un agente sin ponerme en su poder. He
venido de incógnito desde Praga con el fin de consultarle.
––Entonces, consúlteme, por favor
––dijo Holmes cerrando una vez más los ojos.
––Los hechos, en pocas palabras,
son estos: hace unos cinco años, durante una prolongada estancia en Varsovia,
trabé relación con la famosa aventurera Irene Adler. Sin duda, el nombre le
resultará familiar.
––Haga el favor de buscarla en mi
índice, doctor ––murmuró Holmes, sin abrir los ojos.
Durante muchos años había seguido
el sistema de coleccionar extractos de noticias sobre toda clase de personas y
cosas, de manera que era difícil nombrar un tema o una persona sobre los que
no pudiera aportar información al instante. En este caso, encontré la
biografía de la mujer entre la de un rabino hebreo y la de un comandante de
estado mayor que había escrito una monografía sobre los peces de las grandes
profundidades.
––Veamos ––dijo Holmes––. ¡Hum!
Nacida en Nueva Jersey en 1858. Contralto... ¡Hum! La Scala... ¡Hum! Prima donna
de la ópera Imperial de Varsovia... ¡Ya! Retirada de los escenarios de
ópera... ¡Ajá! Vive en Londres... ¡Vaya! Según creo entender, vuestra majestad
tuvo un enredo con esta joven, le escribió algunas cartas comprometedoras y
ahora desea recuperar dichas cartas.
––Exactamente. Pero ¿cómo...?
––¿Hubo un matrimonio secreto?
––No.
––¿Algún certificado o documento
legal?
––Ninguno.
––Entonces no comprendo a vuestra
majestad. Si esta joven sacara a relucir las cartas, con propósitos de
chantaje o de cualquier otro tipo, ¿cómo iba a demostrar su autenticidad?
––Está mi letra.
––¡Bah! Falsificada.
––Mi papel de cartas personal.
––Robado.
––Mi propio sello.
––Imitado.
––Mi fotografia.
––Comprada.
––Estábamos los dos en la
fotografía.
––¡Válgame Dios! Eso está muy
mal. Verdaderamente, vuestra majestad ha cometido una indiscreción.
––Estaba loco... trastornado.
––Os habéis comprometido
gravemente.
––Entonces era sólo príncipe
heredero. Era joven. Ahora mismo sólo tengo treinta años.
––Hay que recuperarla.
––Lo hemos intentado en vano.
––Vuestra majestad tendrá que
pagar. Hay que comprarla.
––No quiere venderla.
––Entonces, robarla.
––Se ha intentado cinco veces. En
dos ocasiones, ladrones pagados por mí registraron su casa. Una vez extraviamos
su equipaje durante un viaje. Dos veces ha sido asaltada. Nunca hemos obtenido
resultados.
––¿No se ha encontrado ni rastro
de la foto?
––Absolutamente ninguno.
Holmes se echó a reír.
––Sí que es un bonito problema ––dijo.
––Pero para mí es muy serio ––replicó
el rey en tono de reproche.
––Mucho, es verdad. ¿Y qué se
propone ella hacer con la fotografia?
––Arruinar mi vida.
––Pero ¿cómo?
––Estoy a punto de casarme.
––Eso he oído.
––Con Clotilde Lothman von Saxe-Meningen,
segunda hija del rey de Escandinavia. Quizá conozca usted los estrictos
principios de su familia. Ella misma es el colmo de la delicadeza. Cualquier
sombra de duda sobre mi conducta pondría fin al compromiso.
––¿Y qué dice Irene Adler?
––Amenaza con enviarles la
fotografía. Y lo hará. Sé que lo hará. Usted no la conoce, pero tiene un carácter
de acero. Posee el rostro de la más bella de las mujeres yla mentalidad del más
decidido de los hombres. No hay nada que no esté dispuesta a hacer con tal de
evitar que yo me case con otra mujer... nada.
––¿Estáis seguro de que no la ha
enviado aún?
––Estoy seguro.
––¿Por qué?
––Porque ha dicho que la enviará
el día en que se haga público el compromiso. Lo cual será el lunes próximo.
––Oh, entonces aún nos quedan
tres días ––dijo Holmes, bostezando––. Es una gran suerte, ya que de momento
tengo que ocuparme de uno o dos asuntos de importancia. Por supuesto, vuestra
majestad se quedará en Londres por ahora...
––Desde luego. Me encontrará
usted en el Langham, bajo el nombre de conde von Kramm.
––Entonces os mandaré unas líneas
para poneros al corriente de nuestros progresos.
––Hágalo, por favor. Aguardaré
con impaciencia.
––¿Y en cuanto al dinero?
––Tiene usted carta blanca.
––¿Absolutamente?
––Le digo que daría una de las
provincias de mi reino por recuperar esa fotografía.
––¿Y para los gastos del momento?
El rey sacó de debajo de su capa
una pesada bolsa de piel de gamuza y la depositó sobre la mesa.
––Aquí hay trescientas libras en
oro y setecientas en billetes de banco ––dijo.
Holmes escribió un recibo en una
hoja de su cuaderno de notas y se lo entregó.
––¿Y la dirección de mademoiselle? ––preguntó.
––Residencia
Briony, Serpentine Avenue,
St. John's Wood. Holmes tomó nota.
––Una pregunta más ––añadió––.
¿La fotografia era de formato corriente?
––Sí lo era.
––Entonces, buenas noches,
majestad, espero que pronto podamos darle buenas noticias. Y buenas noches,
Watson ––añadió cuando se oyeron las ruedas del carricoche real rodando calle
abajo––. Si tiene usted la amabilidad de pasarse por aquí mañana a las tres de
la tarde, me encantará charlar con usted de este asuntillo.
2
A las tres en punto yo estaba en
Baker Street, pero Holmes aún no había regresado. La casera me dijo que había
salido de casa poco después de las ocho de la mañana. A pesar de ello, me senté
junto al fuego, con la intención de esperarle, tardara lo que tardara. Sentía
ya un profundo interés por el caso, pues aunque no presentara ninguno de los
aspectos extraños y macabros que caracterizaban a los dos crímenes que ya he
relatado en otro lugar, la naturaleza del caso y la elevada posición del
cliente le daban un carácter propio. La verdad es que, independientemente de la
clase de investigación que mi amigo tuviera entre manos, había algo en su
manera magistral de captar las situaciones y en sus agudos e incisivos
razonamientos, que hacía que para mí fuera un placer estudiar su sistema de
trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles con los que desentrañaba los
misterios más enrevesados. Tan acostumbrado estaba yo a sus invariables éxitos
que ni se me pasaba por la cabeza la posibilidad de que fracasara.
Eran ya cerca de las cuatro
cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo con pinta de borracho,
desastrado y con patillas, con la cara enrojecida e impresentablemente
vestido. A pesar de lo acostumbrado que estaba a las asombrosas facultades de
mi amigo en el uso de disfraces, tuve que mirarlo tres veces para convencerme
de que, efectivamente, se trataba de él. Con un gesto de saludo desapareció en
el dormitorio, de donde salió a los cinco minutos vestido con un traje de
tweed y tan respetable como siempre. Se metió las manos en los bolsillos,
estiró las piernas frente a la chimenea y se echó a reír a carcajadas durante
un buen rato.
––¡Caramba, caramba! ––exclamó,
atragantándose y volviendo a reír hasta quedar fláccido y derrengado, tumbado
sobre la silla.
––¿Qué pasa?
––Es demasiado gracioso. Estoy
seguro de que jamás adivinaría usted en qué he empleado la mañana y lo que he
acabado haciendo.
––Ni me lo imagino. Supongo que
habrá estado observando los hábitos, y quizá la casa, de la señorita Irene
Adler.
––Desde luego, pero lo raro fue
lo que ocurrió a continuación. Pero voy a contárselo. Salí de casa poco
después de las ocho de la mañana, disfrazado de mozo de cuadra sin trabajo.
Entre la gente que trabaja en las caballerizas hay mucha camaradería, una
verdadera hermandad; si eres uno de ellos, pronto te enterarás de todo lo que
desees saber. No tardé en encontrar la residencia Briony. Es una villa de lujo,
con un jardín en la parte de atrás pero que por delante llega justo hasta la
carretera; de dos pisos. Cerradura Chubbs en la puerta. Una gran sala de estar
a la derecha, bien amueblada, con ventanales casi hasta el suelo y esos ridículos
pestillos ingleses en las ventanas, que hasta un niño podría abrir. Más allá no
había nada de interés, excepto que desde el tejado de la cochera se puede
llegar a la ventana del pasillo. Di la vuelta a la casa y la examiné
atentamente desde todos los puntos de vista, pero no vi nada interesante.
»Me dediqué entonces a rondar por
la calle y, tal como había esperado, encontré unas caballerizas en un callejón
pegado a una de las tapias del jardín. Eché una mano a los mozos que limpiaban
los caballos y recibí a cambio dos peniques, un vaso de cerveza, dos cargas de
tabaco para la pipa y toda la información que quise sobre la señorita Adler,
por no mencionar a otra media docena de personas del vecindario que no me
interesaban lo más mínimo, pero cuyas biografías no tuve más remedio que escuchar.
––¿Y qué hay de Irene Adler? ––pregunté.
––Bueno, trae de cabeza a todos
los hombres de la zona. Es la cosa más bonita que se ha visto bajo un sombrero
en este planeta. Eso aseguran los caballerizos del Serpentine, hasta el último
hombre. Lleva una vida tranquila, canta en conciertos, sale todos los días a
las cinco y regresa a cenar a las siete en punto. Es raro que salga a otras
horas, excepto cuando canta. Sólo tiene un visitante masculino, pero lo ve mucho.
Es moreno, bien parecido y elegante. Un tal Godfrey Norton, del Inner Temple.
Ya ve las ventajas de tener por confidente a un cochero. Le han llevado una
docena de veces desde el Serpentine y lo saben todo acerca de él. Después de
escuchar todo lo que tenían que contarme, me puse otra vez a recorrer los
alrededores de la residencia Briony, tramando mi plan de ataque.
»Evidentemente, este Godfrey
Norton era un factor importante en el asunto. Es abogado; esto me sonó mal.
¿Qué relación había entre ellos y cuál era el motivo de sus repetidas visitas?
¿Era ella su cliente, su amiga o su amante? De ser lo primero, probablemente
habría puesto la fotografía bajo su custodia. De ser lo último, no era tan
probable que lo hubiera hecho. De esta cuestión dependía el que yo continuara
mi trabajo en Briony o dirigiera mi atención a los aposentos del caballero en
el Temple. Se trataba de un aspecto delicado, que ampliaba el campo de mis
investigaciones. Temo aburrirle con estos detalles, pero tengo que hacerle
partícipe de mis pequeñas dificultades para que pueda usted comprender la
situación.
––Le sigo atentamente ––respondí.
––Estaba todavía dándole vueltas
al asunto cuando llegó a Briony un coche muy elegante, del que se apeó un
caballero. Se trataba de un hombre muy bien parecido, moreno, de nariz
aguileña y con bigote. Evidentemente, el mismo hombre del que había oído
hablar. Parecía tener mucha prisa, le gritó al cochero que esperara y pasó como
una exhalación junto a la doncella, que le abrió la puerta, con el aire de
quien se encuentra en su propia casa.
»Permaneció en la casa una media
hora, y pude verle un par de veces a través de las ventanas de la sala de
estar, andando de un lado a otro, hablando con agitación y moviendo mucho los
brazos. A ella no la vi. Por fin, el hombre salió, más excitado aún que cuando
entró. Al subir al coche, sacó del bolsillo un reloj de oro y lo miró con
preocupación. "¡Corra como un diablo! ––ordenó––. Primero a Gross &
Hankey, en Regent Street, y luego a la iglesia de Santa Mónica, en Edgware Road.
¡Media guinea si lo hace en veinte minutos!"
»Allá se fueron, y yo me
preguntaba si no convendría seguirlos, cuando por el callejón apareció un pequeño
y bonito landó, cuyo cochero llevaba la levita a medio abrochar, la corbata
debajo de la oreja y todas las correas del aparejo salidas de las hebillas.
Todavía no se había parado cuando ella salió disparada por la puerta y se metió
en el coche. Sólo pude echarle un vistazo, pero se trata de una mujer deliciosa,
con una cara por la que un hombre se dejaría matar.
»––A la iglesia de Santa Mónica,
John ––ordenó––. Y medio soberano si llegas en veinte minutos.
»Aquello era demasiado bueno para
perdérselo, Watson. Estaba dudando si hacer el camino corriendo o agarrarme a
la trasera del landó, cuando apareció un coche por la calle. El cochero no
parecía muy interesado en un pasajero tan andrajoso, pero yo me metí dentro
antes de que pudiera poner objeciones. "A la iglesia de Santa Mónica ––dije––,
y medio soberano si llega en veinte minutos." Eran las doce menos veinticinco
y, desde luego, estaba clarísimo lo que se estaba cociendo.
»Mi cochero se dio bastante
prisa. No creo haber ido tan rápido en la vida, pero los otros habían llegado
antes. El coche y el landó, con los caballos sudorosos, se encontraban ya
delante de la puerta cuando nosotros llegamos. Pagué al cochero y me metí
corriendo en la iglesia. No había ni un alma, con excepción de las dos personas
que yo había seguido y de un clérigo con sobrepelliz que parecía estar
amonestándolos. Los tres se encontraban de pie, formando un grupito delante
del altar. Avancé despacio por el pasillo lateral, como cualquier desocupado
que entra en una iglesia. De pronto, para mi sorpresa, los tres del altar se
volvieron a mirarme y Godfrey Norton vino corriendo hacia mí, tan rápido como
pudo.
»––¡Gracias a Dios! ––exclamó––.
¡Usted servirá! ¡Venga, venga!
»––¿Qué pasa? ––pregunté yo.
»––¡Venga, hombre, venga, tres
minutos más y no será legal!
»Prácticamente me arrastraron al
altar, y antes de darme cuenta de dónde estaba me encontré murmurando respuestas
que alguien me susurraba al oído, dando fe de cosas de las que no sabía nada y,
en general, ayudando al enlace matrimonial de Irene Adler, soltera, con
Godfrey Norton, soltero. Todo se hizo en un instante, y allí estaban el
caballero dándome las gracias por un lado y la dama por el otro, mientras el
clérigo me miraba resplandeciente por delante. Es la situación más ridícula en
que me he encontrado en la vida, y pensar en ello es lo que me hacía reír hace
un momento. Parece que había alguna irregularidad en su licencia, que el cura
se negaba rotundamente a casarlos sin que hubiera algún testigo, y que mi
feliz aparición libró al novio de tener que salir a la calle en busca de un
padrino. La novia me dio un soberano, y pienso llevarlo en la cadena del reloj
como recuerdo de esta ocasión.
––Es un giro bastante inesperado
de los acontecimientos ––dije––. ¿Y qué pasó luego?
––Bueno, me di cuenta de que mis
planes estaban a punto de venirse abajo. Daba la impresión de que la parejita
podía largarse inmediatamente, lo cual exigiría medidas instantáneas y
enérgicas por mi parte. Sin embargo, en la puerta de la iglesia se separaron:
él volvió al Temple y ella a su casa. «Saldré a pasear por el parque a las
cinco, como de costumbre», dijo ella al despedirse. No pude oír más. Se
marcharon en diferentes direcciones, y yo fui a ocuparme de unos asuntillos
propios.
––¿Que eran...?
––Un poco de carne fría y un vaso
de cerveza ––respondió, haciendo sonar la campanilla––. He estado demasiado ocupado
para pensar en comer, y probablemente estaré aún más ocupado esta noche. Por
cierto, doctor, voy a necesitar su cooperación.
––Estaré encantado.
––¿No le importa infringir la
ley?
––Ni lo más mínimo.
––¿Y exponerse a ser detenido?
––No, si es por una buena causa.
––¡Oh, la causa es excelente!
––Entonces, soy su hombre.
––Estaba seguro de que podía
contar con usted.
––Pero ¿qué es lo que se propone?
––Cuando la señora Turner haya
traído la bandeja se lo explicaré claramente. Veamos ––dijo, mientras se
lanzaba vorazmente sobre el sencillo almuerzo que nuestra casera había traído––.
Tengo que explicárselo mientras como, porque no tenemos mucho tiempo. Ahora son
casi las cinco. Dentro de dos horas tenemos que estar en el escenario de la
acción. La señorita Irene, o mejor dicho, la señora, vuelve de su paseo a las
siete. Tenemos que estar en villa Briony cuando llegue.
––Y entonces, ¿qué?
––Déjeme eso a mí. Ya he
arreglado lo que tiene que ocurrir. Hay una sola cosa en la que debo insistir.
Usted no debe interferir, pase lo que pase. ¿Entendido?
––¿He de permanecer al margen?
––No debe hacer nada en absoluto.
Probablemente se producirá algún pequeño alboroto. No intervenga. El resultado
será que me harán entrar en la casa. Cuatro o cinco minutos después se abrirá
la ventana de la sala de estar. Usted se situará cerca de esa ventana abierta.
––Sí.
––Tiene usted que fijarse en mí,
que estaré al alcance de su vista.
––Sí.
––Y cuando yo levante la mano,
así, arrojará usted al interior de la habitación una cosa que le voy a dar, y
al mismo tiempo lanzará el grito de «¡Fuego!». ¿Me sigue?
––Perfectamente.
––No es nada especialmente
terrible ––dijo, sacando del bolsillo un cilindro en forma de cigarro––. Es un
cohete de humo corriente de los que usan los fontaneros, con una tapa en cada
extremo para que se encienda solo. Su tarea se reduce a eso. Cuando empiece a
gritar ¡fuego!, mucha gente lo repetirá. Entonces, usted se dirigirá al
extremo de la calle, donde yo me reuniré con usted al cabo de diez minutos. Espero
haberme explicado bien.
––Tengo que mantenerme al margen,
acercarme a la ventana, fijarme en usted, aguardar la señal y arrojar este
objeto, gritar «¡Fuego!», y esperarle en la esquina de la calle.
––Exactamente.
––Entonces, puede usted confiar
plenamente en mí.
––Excelente. Creo que ya va
siendo hora de que me prepare para el nuevo papel que he de representar.
Desapareció en su dormitorio,
para regresar a los cinco minutos con la apariencia de un afable y sencillo sacerdote
disidente. Su sombrero negro de ala ancha, sus pantalones con rodilleras, su
chalina blanca, su sonrisa simpática y su aire general de curiosidad
inquisitiva y benévola, no podrían haber sido igualados más que por el mismísimo
John Hare. Holmes no se limitaba a cambiarse de ropa; su expresión, su forma de
actuar, su misma alma, parecían cambiar con cada nuevo papel que asumía. El
teatro perdió un magnífico actor y la ciencia un agudo pensador cuando Holmes
decidió especializarse en el delito.
Eran las seis y cuarto cuando
salimos de Baker Street, y todavía faltaban diez minutos para las siete cuando
llegamos a Serpentine Avenue. Ya oscurecía, y las farolas se iban encendiendo
mientras nosotros andábamos calle arriba y calle abajo frente a la villa Briony,
aguardando la llegada de su inquilina. La casa era tal como yo la había
imaginado por la sucinta descripción de Sherlock Holmes, pero el vecindario
parecía menos solitario de lo que había esperado. Por el contrario, para
tratarse de una calle pequeña en un barrio tranquilo, se encontraba de lo más
animada. Había un grupo de hombres mal vestidos fumando y riendo en una
esquina, un afilador con su rueda, dos guardias reales galanteando a una
niñera, y varios jóvenes bien vestidos que paseaban de un lado a otro con
cigarros en la boca.
––¿Sabe? ––comentó Holmes
mientras deambulábamos frente a la casa––. Este matrimonio simplifica bastante
las cosas. Ahora la fotografía se ha convertido en un arma de doble filo. Lo
más probable es que ella tenga tan pocas ganas de que la vea el señor Godfrey
Norton, como nuestro cliente de que llegue a ojos de su princesa. Ahora la
cuestión es: ¿dónde vamos a encontrar la fotografia?
––Eso. ¿Dónde?
––Es muy improbable que ella la
lleve encima. El formato es demasiado grande como para que se pueda ocultar
bien en un vestido de mujer. Sabe que el rey es capaz de hacer que la asalten y
registren. Ya se ha intentado algo parecido dos veces. Debemos suponer, pues,
que no la lleva encima.
––Entonces, ¿dónde?
––Su banquero o su abogado.
Existe esa doble posibilidad. Pero me inclino a pensar que ninguno de los dos
la tiene. Las mujeres son por naturaleza muy dadas a los secretos, y les gusta
encargarse de sus propias intrigas. ¿Por qué habría de ponerla en manos de otra
persona? Puede fiarse de sí misma, pero no sabe qué presiones indirectas o
políticas pueden ejercerse sobre un hombre de negocios. Además, recuerde que
tiene pensado utilizarla dentro de unos días. Tiene que tenerla al alcance de
la mano. Tiene que estar en la casa.
––Pero la han registrado dos
veces.
––¡Bah! No sabían buscar.
––¿Y cómo buscará usted?
––Yo no buscaré.
––¿Entonces...?
––Haré que ella me lo indique.
––Pero se negará.
––No podrá hacerlo. Pero oigo un
ruido de ruedas. Es su coche. Ahora, cumpla mis órdenes al pie de la letra.
Mientras hablaba, el fulgor de
las luces laterales de un coche asomó por la curva de la avenida. Era un
pequeño y elegante landó que avanzó traqueteando hasta la puerta de la villa
Briony. En cuanto se detuvo, uno de los desocupados de la esquina se lanzó como
un rayo a abrir la puerta, con la esperanza de ganarse un penique, pero fue
desplazado de un codazo por otro desocupado que se había precipitado con la
misma intención. Se entabló una feroz disputa, a la que se unieron los dos
guardias reales, que se pusieron de parte de uno de los desocupados, y el
afilador, que defendía con igual vehemencia al bando contrario. Alguien recibió
un golpe y, en un instante, la dama, que se había apeado del carruaje, se
encontró en el centro de un pequeño grupo de acalorados combatientes, que se
golpeaban ferozmente con puños y bastones. Holmes se abalanzó entre ellos para
proteger a la dama pero, justo cuando llegaba a su lado, soltó un grito y cayó
al suelo, con la sangre corriéndole abundantemente por el rostro. Al verlo
caer, los guardias salieron corriendo en una dirección y los desocupados en
otra, mientras unas cuantas personas bien vestidas, que habían presenciado la
reyerta sin tomar parte en ella, se agolpaban para ayudar a la señora y atender
al herido. Irene Adler, como pienso seguir llamándola, había subido a toda
prisa los escalones; pero en lo alto se detuvo, con su espléndida figura
recortada contra las luces de la sala, volviéndose a mirar hacia la calle.
––¿Está malherido ese pobre
caballero? ––preguntó.
––Está muerto ––exclamaron varias
voces.
––No, no, todavía le queda algo
de vida ––gritó otra––. Pero habrá muerto antes de poder llevarlo al hospital.
––Es un valiente ––dijo una mujer––.
De no ser por él le habrían quitado el bolso y el reloj a esta señora. Son una
banda, y de las peores. ¡Ah, ahora respira!
––No puede quedarse tirado en la
calle. ¿Podemos meterlo en la casa, señora?
––Claro. Tráiganlo a la sala de
estar. Hay un sofá muy cómodo. Por aquí, por favor.
Lenta y solemnemente fue
introducido en la residencia Briony y acostado en el salón principal, mientras
yo seguía observando el curso de los acontecimientos desde mi puesto junto a la
ventana. Habían encendido las lámparas, pero sin correr las cortinas, de manera
que podía ver a Holmes tendido en el sofá. Ignoro si en aquel momento él
sentía algún tipo de remordimiento por el papel que estaba representando, pero
sí sé que yo nunca me sentí tan avergonzado de mí mismo como entonces, al ver a
la hermosa criatura contra la que estaba conspirando, y la gracia y amabilidad
con que atendía al herido. Y sin embargo, abandonar en aquel punto la tarea que
Holmes me había confiado habría sido una traición de lo más abyecto. Así pues,
hice de tripas corazón y saqué el cohete de humo de debajo de mi impermeable.
Al fin y al cabo, pensé, no vamos a hacerle ningún daño. Sólo vamos a impedirle
que haga daño a otro.
Holmes se había sentado en el
diván, y le vi moverse como si le faltara aire. Una doncella se apresuró a abrir
la ventana. En aquel preciso instante le vi levantar la mano y, obedeciendo su
señal, arrojé el cohete dentro de la habitación mientras gritaba: «¡Fuego!».
Apenas había salido la palabra de mis labios cuando toda la multitud de
espectadores, bien y mal vestidos ––caballeros, mozos de cuadra y criadas––, se
unió en un clamor general de «¡Fuego!». Espesas nubes de humo se extendieron
por la habitación y salieron por la ventana abierta. Pude entrever figuras que
corrían, y un momento después oí la voz de Holmes dentro de la casa, asegurando
que se trataba de una falsa alarma. Deslizándome entre la vociferante multitud,
llegué hasta la esquina de la calle y a los diez minutos tuve la alegría de
sentir el brazo de mi amigo sobre el mío y de alejarme de la escena del
tumulto. Holmes caminó de prisa y en silencio durante unos pocos minutos,
hasta que nos metimos por una de las calles tranquilas que llevan hacia Edgware
Road.
––Lo hizo usted muy bien, doctor ––dijo––.
Las cosas no podrían haber salido mejor. Todo va bien.
––¿Tiene usted la fotografia?
––Sé dónde está.
––¿Y cómo lo averiguó?
––Ella me lo indicó, como yo le
dije que haría.
––Sigo a oscuras.
––No quiero hacer un misterio de
ello ––dijo, echándose a reír––. Todo fue muy sencillo. Naturalmente, usted se
daría cuenta de que todos los que había en la calle eran cómplices. Estaban
contratados para esta tarde.
––Me lo había figurado.
––Cuando empezó la pelea, yo
tenía un poco de pintura roja, fresca, en la palma de la mano. Eché a correr,
caí, me llevé las manos a la cara y me convertí en un espectáculo patético. Un
viejo truco.
––Eso también pude figurármelo.
––Entonces me llevaron adentro.
Ella tenía que dejarme entrar. ¿Cómo habría podido negarse? Y a la sala de
estar, que era la habitación de la que yo sospechaba. Tenía que ser ésa o el
dormitorio, y yo estaba decidido a averiguar cuál. Me tendieron en el sofá,
hice como que me faltaba el aire, se vieron obligados a abrir la ventana y
usted tuvo su oportunidad.
––¿Y de qué le sirvió eso?
––Era importantísimo. Cuando una
mujer cree que se incendia su casa, su instinto le hace correr inmediatamente
hacia lo que tiene en más estima. Se trata de un impulso completamente
insuperable, y más de una vez le he sacado partido. En el caso del escándalo de
la suplantación de Darlington me resultó muy útil, y también en el asunto del
castillo de Arnsworth. Una madre corre en busca de su bebé, una mujer soltera
echa mano a su joyero. Ahora bien, yo tenía muy claro que para la dama que nos
ocupa no existía en la casa nada tan valioso como lo que nosotros andamos buscando,
y que correría a ponerlo a salvo. La alarma de fuego salió de maravilla. El
humo y los gritos eran como para trastornar unos nervios de acero. Ella respondió
a la perfección. La fotografía está en un hueco detrás de un panel corredizo,
encima mismo del cordón de la campanilla de la derecha. Se plantó allí en un
segundo, y vi de reojo que empezaba a sacarla. Al gritar yo que se trataba de
una falsa alarma, la volvió a meter, miró el cohete, salió corriendo de la
habitación y no la volví a ver. Me levanté, presenté mis excusas y salí de la
casa. Pensé en intentar apoderarme de la fotografía en aquel mismo momento;
pero el cochero había entrado y me observaba de cerca, así que me pareció más
seguro esperar. Un exceso de precipitación podría echarlo todo a perder.
––¿Y ahora? ––pregunté.
––Nuestra búsqueda prácticamente
ha concluido. Mañana iré a visitarla con el rey, y con usted, si es que quiere
acompañarnos. Nos harán pasar a la sala de estar a esperar a la señora, pero
es probable que cuando llegue no nos encuentre ni a nosotros ni la fotografía.
Será una satisfacción para su majestad recuperarla con sus propias manos.
––¿Y cuándo piensa ir?
––A las ocho de la mañana. Aún no
se habrá levantado, de manera que tendremos el campo libre. Además, tenemos que
darnos prisa, porque este matrimonio puede significar un cambio completo en su
vida y costumbres. Tengo que telegrafiar al rey sin perder tiempo.
Habíamos llegado a Baker Street y
nos detuvimos en la puerta. Holmes estaba buscando la llave en sus bolsillos
cuando alguien que pasaba dijo:
––Buenas noches, señor Holmes.
Había en aquel momento varias
personas en la acera, pero el saludo parecía proceder de un joven delgado con
impermeable que había pasado de prisa a nuestro lado.
––Esa voz la he oído antes ––dijo
Holmes, mirando fijamente la calle mal iluminada––. Me pregunto quién demonios
podrá ser.
3
Aquella noche dormí en Baker
Street, y estábamos dando cuenta de nuestro café con tostadas cuando el rey de
Bohemia se precipitó en la habitación.
––¿Es verdad que la tiene? ––exclamó,
agarrando a Sherlock Holmes por los hombros y mirándolo ansiosamente a los
ojos.
––Aún no.
––Pero ¿tiene esperanzas?
––Tengo esperanzas.
––Entonces, vamos. No puedo
contener mi impaciencia.
––Tenemos que conseguir un coche.
––No, mi carruaje está esperando.
––Bien, eso simplifica las cosas.
Bajamos y nos pusimos otra vez en
marcha hacia la villa Briony.
––Irene Adler se ha casado ––comentó
Holmes.
––¿Se ha casado? ¿Cuándo?
––Ayer.
––Pero ¿con quién?
––Con un abogado inglés
apellidado Norton.
––¡Pero no es posible que le ame!
––Espero que sí le ame.
––¿Por qué espera tal cosa?
––Porque eso libraría a vuestra
majestad de todo temor a futuras molestias. Si ama a su marido, no ama a
vuestra majestad. Si no ama a vuestra majestad, no hay razón para que
interfiera en los planes de vuestra majestad.
––Es verdad. Y sin embargo... ¡En
fin!... ¡Ojalá ella hubiera sido de mi condición! ¡Qué reina habría sido!
Y con esto se hundió en un
silencio taciturno que no se rompió hasta que nos detuvimos en Serpentine
Avenue. La puerta de la villa Briony estaba abierta, y había una mujer mayor de
pie en los escalones de la entrada. Nos miró con ojos sardónicos mientras bajábamos
del carricoche. ––El señor Sherlock Holmes, supongo ––dijo.
––Yo soy el señor Holmes ––respondió
mi compañero, dirigiéndole una mirada interrogante y algo sorprendida.
––En efecto. Mi señora me dijo
que era muy probable que viniera usted. Se marchó esta mañana con su marido, en
el tren de las cinco y cuarto de Charing Cross, rumbo al continente.
––¿Cómo? ––Sherlock Holmes
retrocedió tambaleándose, poniéndose blanco de sorpresa y consternación––.
¿Quiere decir que se ha marchado de Inglaterra?
––Para no volver.
––¿Y los papeles? ––preguntó el
rey con voz ronca––. ¡Todo se ha perdido!
––Veremos.
Holmes pasó junto a la sirvienta
y se precipitó en la sala, seguido por el rey y por mí. El mobiliario estaba
esparcido en todas direcciones, con estanterías desmontadas y cajones abiertos,
como si la señora los hubiera vaciado a toda prisa antes de escapar. Holmes
corrió hacia el cordón de la campanilla, arrancó una tablilla corrediza y,
metiendo la mano, sacó una fotografía y una carta. La fotografía era de la propia
Irene Adler en traje de noche; la carta estaba dirigida a «Sherlock Holmes,
Esq. Para dejar hasta que la recojan». Mi amigo la abrió y los tres la leímos
juntos. Estaba fechada la medianoche anterior, y decía lo siguiente:
«Mi querido señor Sherlock
Holmes: La verdad es que lo hizo usted muy bien. Me tomó completamente por
sorpresa. Hasta después de la alarma de fuego, no sentí la menor sospecha.
Pero después, cuando comprendí que me había traicionado a mí misma, me puse a
pensar. Hace meses que me habían advertido contra usted. Me dijeron que si el
rey contrataba a un agente, ése sería sin duda usted. Hasta me habían dado su
dirección. Y a pesar de todo, usted me hizo revelarle lo que quería saber. Aun
después de entrar en sospechas, se me hacía dificil pensar mal de un viejo
clérigo tan simpático y amable. Pero, como sabe, también yo tengo experiencia
como actriz. Las ropas de hombre no son nada nuevo para mí. Con frecuencia me
aprovecho de la libertad que ofrecen. Ordené a John, el cochero, que le
vigilara, corrí al piso de arriba, me puse mi ropa de paseo, como yo la llamo,
y bajé justo cuando usted salía.
»Bien; le seguí hasta su puerta y
así me aseguré de que, en efecto, yo era objeto de interés para el célebre
Sherlock Holmes. Entonces, un tanto imprudentemente, le deseé buenas noches y
me dirigí al Temple para ver a mi marido.
»Los dos estuvimos de acuerdo en
que, cuando te persigue un antagonista tan formidable, el mejor recurso es la huida.
Así pues, cuando llegue usted mañana se encontrará el nido vacío. En cuanto a
la fotografia, su cliente puede quedar tranquilo. Amo y soy amada por un
hombre mejor que él. El rey puede hacer lo que quiera, sin encontrar obstáculos
por parte de alguien a quien él ha tratado injusta y cruelmente. La conservo
sólo para protegerme y para disponer de un arma que me mantendrá a salvo de
cualquier medida que él pueda adoptar en el futuro. Dejo una fotografía que tal
vez le interese poseer. Y quedo, querido señor Sherlock Holmes, suya
afectísima.
Irene NORTON, née ADLER.»
––¡Qué mujer! ¡Pero qué mujer! ––exclamó
el rey de Bohemia cuando los tres hubimos leído la epístola––. ¿No le dije lo
despierta y decidida que era? ¿Acaso no habría sido una reina admirable? ¿No
es una pena que no sea de mi clase?
––Por lo que he visto de la dama,
parece, verdaderamente, pertenecer a una clase muy diferente a la de vuestra
majestad ––dijo Holmes fríamente––. Lamento no haber sido capaz de llevar el
asunto de vuestra majestad a una conclusión más feliz.
––¡Al contrario, querido señor! ––exclamó
el rey––. No podría haber terminado mejor. Me consta que su palabra es inviolable.
La fotografia es ahora tan inofensiva como si la hubiesen quemado.
––Me alegra que vuestra majestad
diga eso.
––He contraído con usted una
deuda inmensa. Dígame, por favor, de qué manera puedo recompensarle. Este
anillo... ––se sacó del dedo un anillo de esmeraldas en forma de serpiente y
se lo extendió en la palma de la mano.
––Vuestra majestad posee algo que
para mí tiene mucho más valor ––dijo Holmes.
––No tiene más que decirlo. ––Esta
fotografia.
El rey se le quedó mirando,
asombrado.
––¡La fotografía de Irene! ––exclamó––.
Desde luego, si es lo que desea.
––Gracias, majestad. Entonces, no
hay más que hacer en este asunto. Tengo el honor de desearos un buen día.
Hizo una inclinación, se dio la
vuelta sin prestar atención a la mano que el rey le tendía, y se marchó conmigo
a sus aposentos.
Y así fue como se evitó un gran
escándalo que pudo haber afectado al reino de Bohemia, y cómo los planes más
perfectos de Sherlock Holmes se vieron derrotados por el ingenio de una mujer.
Él solía hacer bromas acerca de la inteligencia de las mujeres, pero
últimamente no le he oído hacerlo. Y cuando habla de Irene Adler o menciona su
fotografía, es siempre con el honroso título de la mujer.
2. La Liga de los Pelirrojos
Un día de otoño del año pasado,
me acerqué a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, y lo encontré
enfrascado en una conversación con un caballero de edad madura, muy corpulento,
de rostro encarnado y cabellos rojos como el fuego. Pidiendo disculpas por mi
intromisión, me disponía a retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente
de un tirón y cerró la puerta a mis espaldas.
––No podría haber llegado en
mejor momento, querido Watson ––dijo cordialmente.
––Temí que estuviera usted
ocupado. ––Lo estoy, y mucho.
––Entonces, puedo esperar en la
habitación de al lado.
––Nada de eso. Señor Wilson, este
caballero ha sido mi compañero y colaborador en muchos de mis casos más afortunados,
y no me cabe duda de que también me será de la mayor ayuda en el suyo.
El corpulento caballero se medio
levantó de su asiento y emitió un gruñido de salutación, acompañado de una rápida
mirada interrogadora de sus ojillos rodeados de grasa.
––Siéntese en el canapé ––dijo
Holmes, dejándose caer de nuevo en su butaca y juntando las puntas de los
dedos, como solía hacer siempre que se sentía reflexivo––. Me consta, querido
Watson, que comparte usted mi afición a todo lo que sea raro y se salga de los
convencionalismos y la monótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted
muestras de sus gustos con el entusiasmo que le ha impelido a narrar y, si me
permite decirlo, embellecer en cierto modo tantas de mis pequeñas aventuras.
––La verdad es que sus casos me
han parecido de lo más interesante ––respondí.
––Recordará usted que el otro
día, justo antes de que nos metiéramos en el sencillísimo problema planteado
por la señorita Mary Sutherland, le comenté que si queremos efectos extraños y
combinaciones extraordinarias, debemos buscarlos en la vida misma, que siempre
llega mucho más lejos que cualquier esfuerzo de la imaginación.
––Un argumento que yo me tomé la
libertad de poner en duda.
––Así fue, doctor, pero aun así
tendrá usted que aceptar mi punto de vista, pues de lo contrario empezaré a
amontonar sobre usted datos y más datos, hasta que sus argumentos se hundan
bajo el peso y se vea obligado a darme la razón. Pues bien, el señor Jabez
Wilson, aquí presente, ha tenido la amabilidad de venir a visitarme esta mañana,
y ha empezado a contarme una historia que promete ser una de las más curiosas
que he escuchado en mucho tiempo. Ya me ha oído usted comentar que las cosas
más extrañas e insólitas no suelen presentarse relacionadas con los crímenes
importantes, sino con delitos pequeños e incluso con casos en los que podría
dudarse de que se haya cometido delito alguno. Por lo que he oído hasta ahora,
me resulta imposible saber si en este caso hay delito o no, pero desde luego el
desarrollo de los hechos es uno de los más extraños que he oído en la vida.
Quizá, señor Wilson, tenga usted la bondad de empezar de nuevo su relato. No
se lo pido sólo porque mi amigo el doctor Watson no ha oído el principio, sino
también porque el carácter insólito de la historia me tiene ansioso por
escuchar de sus labios hasta el último detalle. Como regla general, en cuanto
percibo la más ligera indicación del curso de los acontecimientos, suelo ser
capaz de guiarme por los miles de casos semejantes que acuden a mi memoria. En
el caso presente, me veo en la obligación de reconocer que los hechos son,
hasta donde alcanza mi conocimiento, algo nunca visto.
El corpulento cliente hinchó el
pecho con algo parecido a un ligero orgullo, y sacó del bolsillo interior de su
gabán un periódico sucio y arrugado. Mientras recorría con la vista la columna
de anuncios, con la cabeza inclinada hacia adelante, yo le eché un buen
vistazo, esforzándome por interpretar, como hacía mi compañero, cualquier
indicio que ofrecieran sus ropas o su aspecto.
Sin embargo, mi inspección no me
dijo gran cosa. Nuestro visitante tenía todas las trazas del típico comerciante
británico: obeso, pomposo y algo torpe. Llevaba pantalones grises a cuadros
con enormes rodilleras, una levita negra y no demasiado limpia, desabrochada
por delante, y un chaleco gris-amarillento con una gruesa cadena de latón y
una pieza de metal con un agujero cuadrado que colgaba a modo de adorno. Junto
a él, en una silla, había un raído sombrero de copa y un abrigo marrón
descolorido con cuello de terciopelo bastante arrugado. En conjunto, y por
mucho que lo mirase, no había nada notable en aquel hombre, con excepción de
su cabellera pelirroja y de la expresión de inmenso pesar y disgusto que se
leía en sus facciones.
Mis esfuerzos no pasaron desapercibidos
para los atentos ojos de Sherlock Holmes, que movió la cabeza, sonriendo, al
adivinar mis inquisitivas miradas.
––Aparte de los hechos evidentes
de que en alguna época ha realizado trabajos manuales, que toma rapé, que es masón,
que ha estado en China y que últimamente ha escrito muchísimo, soy incapaz de
deducir nada más ––dijo.
El señor Jabez Wilson dio un
salto en su silla, manteniendo el dedo índice sobre el periódico, pero con los
ojos clavados en mi compañero.
––¡En nombre de todo lo santo!
¿Cómo sabe usted todo eso, señor Holmes? ––preguntó––. ¿Cómo ha sabido, por
ejemplo, que he trabajado con las manos? Es tan cierto como el Evangelio que
empecé siendo carpintero de barcos.
––Sus manos, señor mío. Su mano
derecha es bastante más grande que la izquierda. Ha trabajado usted con ella y
los músculos se han desarrollado más.
––Está bien, pero ¿y lo del rapé
y la masonería?
––No pienso ofender su
inteligencia explicándole cómo he sabido eso, especialmente teniendo en cuenta
que, contraviniendo las estrictas normas de su orden, lleva usted un alfiler
de corbata con un arco y un compás.
––¡Ah, claro! Lo había olvidado.
¿Y lo de escribir?
––¿Qué otra cosa podría
significar el que el puño de su manga derecha se vea tan lustroso en una
anchura de cinco pulgadas, mientras que el de la izquierda está rozado cerca
del codo, por donde se apoya en la mesa?
––Bien. ¿Y lo de China?
––El pez que lleva usted tatuado
justo encima de la muñeca derecha sólo se ha podido hacer en China. Tengo
realizado un pequeño estudio sobre los tatuajes e incluso he contribuido a la
literatura sobre el tema. Ese truco de teñir las escamas con una delicada
tonalidad rosa es completamente exclusivo de los chinos. Y si, además, veo una
moneda china colgando de la cadena de su reloj, la cuestión resulta todavía más
sencilla.
El señor Jabez Wilson se echó a
reír sonoramente. ––¡Quién lo iba a decir! ––exclamó––. Al principio me pareció
que había hecho usted algo muy inteligente, pero ahora me doy cuenta de que,
después de todo, no tiene ningún mérito. ––Empiezo a pensar, Watson ––dijo
Holmes––, que cometo un error al dar explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como usted sabe, y mi pobre reputación,
en lo poco que vale, se vendrá abajo si sigo siendo tan ingenuo. ¿Encuentra
usted el anuncio, señor Wilson?
––Sí, ya lo tengo ––respondió
Wilson, con su dedo grueso y colorado plantado a mitad de la columna––. Aquí
está. Todo empezó por aquí. Léalo usted mismo, señor.
Tomé el periódico de sus manos y
leí lo siguiente:
«A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.––Con cargo al
legado del difunto Ezekiah Hopkins, de Lebanon, Pennsylvania, EE.UU., se ha
producido otra vacante que da derecho a un miembro de la Liga a percibir un
salario de cuatro libras a la semana por servicios puramente nominales. Pueden
optar al puesto todos los varones pelirrojos, sanos de cuerpo y de mente, y
mayores de veintiún años. Presentarse en persona el lunes a las once a Duncan
Ross, en las oficinas de la Liga, 7 Pope's Court, Fleet Street.»
––¿Qué diablos significa esto? ––exclamé
después de haber leído dos veces el extravagante anuncio.
Holmes se rió por lo bajo y se
removió en su asiento, como solía hacer cuando estaba de buen humor.
––Se sale un poco del camino
trillado, ¿no es verdad? ––dijo––. Y ahora, señor Wilson, empiece por el principio
y cuéntenoslo todo acerca de usted, su familia y el efecto que este anuncio
tuvo sobre su vida. Pero primero, doctor, tome nota del periódico y la fecha.
––Es el Morning Chronicle del 27
de abril de 1890. De hace exactamente dos meses.
––Muy bien. Vamos, señor Wilson.
––Bueno, como ya le he dicho,
señor Holmes ––dijo Jabez Wilson secándose la frente––, poseo una pequeña casa
de préstamos en Coburg Square, cerca de la City. No es un negocio importante,
y en los últimos años me daba lo justo para vivir. Antes podía permitirme tener
dos empleados, pero ahora sólo tengo uno; y tendría dificultades para pagarle
si no fuera porque está dispuesto a trabajar por media paga, mientras aprende
el oficio.
––¿Cómo se llama ese joven de tan
buen conformar? ––preguntó Sherlock Holmes.
––Se llama Vincent Spaulding, y
no es tan joven. Resulta dificil calcular su edad. No podría haber encontrado
un ayudante más eficaz, señor Holmes, y estoy convencido de que podría mejorar
de posición y ganar el doble de lo que yo puedo pagarle. Pero, al fin y al
cabo, si él está satisfecho, ¿por qué habría yo de meterle ideas en la cabeza?
––Desde luego, ¿por qué iba a
hacerlo? Creo que ha tenido usted mucha suerte al encontrar un empleado más
barato que los precios del mercado. No todos los patrones pueden decir lo mismo
en estos tiempos. No sé qué es más extraordinario, si su ayudante o su
anuncio.
––Bueno, también tiene sus
defectos ––dijo el señor Wilson––. Jamás he visto a nadie tan aficionado a la
fotografía. Siempre está sacando instantáneas cuando debería estar cultivando
la mente, y luego zambulléndose en el sótano como un conejo en su madriguera
para revelar las fotos. Ese es su principal defecto; pero en conjunto es un
buen trabajador. Y no tiene vicios.
––Todavía sigue con usted,
supongo.
––Sí, señor. Él y una chica de
catorce años, que cocina un poco y se encarga de la limpieza. Eso es todo lo
que tengo en casa, ya que soy viudo y no tengo más familia. Los tres llevamos
una vida muy tranquila, sí señor, y nos dábamos por satisfechos con tener un
techo bajo el que cobijarnos y pagar nuestras deudas. Fue el anuncio lo que nos
sacó de nuestras casillas. Hace justo ocho semanas, Spaulding bajó a la oficina
con este mismo periódico en la mano diciendo:
»––¡Ay, señor Wilson, ojalá fuera
yo pelirrojo!
»––¿Y eso porqué? ––pregunté yo.
»––Mire ––dijo––: hay otra plaza
vacante en la Liga de los Pelirrojos. Eso significa una pequeña fortuna para
el que pueda conseguirla, y tengo entendido que hay más plazas vacantes que
personas para ocuparlas, de manera que los albaceas andan como locos sin saber
qué hacer con el dinero. Si mi pelo cambiara de color, este puestecillo me
vendría a la medida.
»––Pero ¿de qué se trata? ––pregunté––.
Verá usted, señor Spaulding, yo soy un hombre muy casero y como mi negocio
viene a mí, en lugar de tener que ir yo a él, muchas veces pasan semanas sin
que ponga los pies más allá del felpudo de la puerta. Por eso no estoy muy
enterado de lo que ocurre por ahí fuera y siempre me agrada recibir noticias.
»––¿Es que nunca ha oído hablar
de la Liga de los Pelirrojos? ––preguntó Spaulding, abriendo mucho los ojos.
»––Nunca.
»––¡Caramba, me sorprende mucho,
ya que usted podría optar perfectamente a una de las plazas!
»––¿Y qué sacaría con ello?
»––Bueno, nada más que un par de
cientos al año, pero el trabajo es mínimo y apenas interfiere con las demás
ocupaciones que uno tenga.
»Como podrá imaginar, aquello me
hizo estirar las orejas, pues el negocio no marchaba demasiado bien en los últimos
años, y doscientas libras de más me habrían venido muy bien.
»––Cuénteme todo lo que sepa ––le
dije.
»––Bueno ––dijo, enseñándome el
anuncio––, como puede ver, existe una vacante en la Liga y aquí está la
dirección en la que deben presentarse los aspirantes. Por lo que yo sé, la Liga
fue fundada por un millonario americano, Ezekiah Hopkins, un tipo bastante
excéntrico. Era pelirrojo y sentía una gran simpatía por todos los pelirrojos,
de manera que cuando murió se supo que había dejado toda su enorme fortuna en
manos de unos albaceas, con instrucciones de que invirtieran los intereses en
proporcionar empleos cómodos a personas con dicho color de pelo. Según he oído,
la paga es espléndida y apenas hay que hacer nada.
»––Pero tiene que haber millones de
pelirrojos que soliciten un puesto de esos ––dije yo.
»––Menos de los que usted cree ––respondió––.
Verá, la oferta está limitada a los londinenses mayores de edad. Este
americano procedía de Londres, de donde salió siendo joven, y quiso hacer algo
por su vieja ciudad. Además, he oído que es inútil presentarse si uno tiene el
pelo rojo claro o rojo oscuro, o de cualquier otro tono que no sea rojo intenso
y brillante como el fuego. Pero si usted se presentara, señor Wilson, le aceptarían
de inmediato. Aunque quizá no valga la pena que se tome esa molestia sólo por
unos pocos cientos de libras.
»Ahora bien, es un hecho, como
pueden ver por sí mismos, que mi cabello es de un tono rojo muy intenso, de manera
que me pareció que, por mucha competencia que hubiera, yo tenía tantas
posibilidades como el que más. Vincent Spaulding parecía estar tan informado
del asunto que pensé que podría serme útil, de modo que le dije que echara el
cierre por lo que quedaba de jornada y me acompañara. Se alegró mucho de poder
hacer fiesta, así que cerramos el negocio y partimos hacia la dirección que
indicaba el anuncio.
»No creo que vuelva a ver en mi
vida un espectáculo semejante, señor Holmes. Del norte, del sur, del este y
del oeste, todos los hombres cuyo cabello presentara alguna tonalidad rojiza
se habían plantado en la City en respuesta al anuncio. Fleet Street se
encontraba abarrotada de pelirrojos, y Pope's Court parecía el carro de un
vendedor de naranjas. Jamás pensé que hubiera en el país tantos pelirrojos como
los que habían acudido atraídos por aquel solo anuncio. Los había de todos los
matices: rojo pajizo, limón, naranja, ladrillo, de perro setter, rojo hígado,
rojo arcilla... pero, como había dicho Spaulding, no había muchos que presentaran
la auténtica tonalidad rojo-fuego. Cuando vi que eran tantos, me desanimé y
estuve a punto de echarme atrás; pero Spaulding no lo consintió. No me explico
cómo se las arregló, pero a base de empujar, tirar y embestir, consiguió
hacerme atravesar la multitud y llegar hasta la escalera que llevaba a la oficina.
En la escalera había una doble hilera de personas: unas que subían esperanzadas
y otras que bajaban rechazadas; pero también allí nos abrimos paso como
pudimos y pronto nos encontramos en la oficina.
––Una experiencia de lo más
divertido ––comentó Holmes, mientras su cliente hacía una pausa y se refrescaba
la memoria con una buena dosis de rapé––. Le ruego que continúe con la
interesantísima exposición.
––En la oficina no había nada más
que un par de sillas de madera y una mesita, detrás de la cual se sentaba un
hombre menudo, con una cabellera aún más roja que la mía. Cambiaba un par de
palabras con cada candidato que se presentaba y luego siempre les encontraba
algún defecto que los descalificaba. Por lo visto, conseguir la plaza no era
tan sencillo como parecía. Sin embargo, cuando nos llegó el turno, el hombrecillo
se mostró más inclinado por mí que por ningún otro, y cerró la puerta en
cuanto entramos, para poder hablar con nosotros en privado.
»––Éste es el señor Jabez Wilson ––dijo
mi empleado––, y aspira a ocupar la plaza vacante en la Liga.
»––Y parece admirablemente dotado
para ello ––respondió el otro––. Cumple todos los requisitos. No recuerdo haber
visto nada tan perfecto.
»Retrocedió un paso, torció la
cabeza hacia un lado y me miró el pelo hasta hacerme ruborizar. De pronto, se
abalanzó hacia mí, me estrechó la mano y me felicitó calurosamente por mi
éxito.
»––Sería una injusticia dudar de
usted ––dijo––, pero estoy seguro de que me perdonará usted por tomar una
precaución obvia ––y diciendo esto, me agarró del pelo con las dos manos y
tiró hasta hacerme chillar de dolor––. Veo lágrimas en sus ojos ––dijo al
soltarme––, lo cual indica que todo está como es debido. Tenemos que ser muy
cuidadosos, porque ya nos han engañado dos veces con pelucas y una con tinte. Podría
contarle historias sobre tintes para zapatos que le harían sentirse asqueado
de la condición humana ––se acercó a la ventana y gritó por ella, con toda la
fuerza de sus pulmones, que la plaza estaba cubierta. Desde abajo nos llegó un
gemido de desilusión, y la multitud se desbandó en distintas direcciones hasta
que no quedó una cabeza pelirroja a la vista, exceptuando la mía y la del
gerente.
»––Me llamo Duncan Ross ––dijo
éste––, y soy uno de los pensionistas del fondo legado por nuestro noble
benefactor. ¿Está usted casado, señor Wilson? ¿Tiene usted familia?
»Le respondí que no. Al instante
se le demudó el rostro.
»––¡Válgame Dios! ––exclamó muy
serio––. Esto es muy grave, de verdad. Lamento oírle decir eso. El legado,
naturalmente, tiene como objetivo la propagación y expansión de los
pelirrojos, y no sólo su mantenimiento. Es un terrible inconveniente que sea
usted soltero.
»Al oír aquello, puse una cara
muy larga, señor Holmes, pensando que después de todo no iba a conseguir la
plaza; pero después de pensárselo unos minutos, el gerente dijo que no
importaba.
»––De tratarse de otro ––dijo––,
la objeción habría podido ser fatal, pero creo que debemos ser un poco
flexibles a favor de un hombre con un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá hacerse
cargo de sus nuevas obligaciones?
»––Bueno, hay un pequeño
problema, ya que tengo un negocio propio ––dije.
»––¡Oh, no se preocupe de eso,
señor Wilson! ––dijo Vincent Spaulding––. Yo puedo ocuparme de ello por usted.
»––¿Cuál sería el horario? ––pregunté.
»––De diez a dos.
»Ahora bien, el negocio del
prestamista se hace principalmente por las noches, señor Holmes, sobre todo
las noches del jueves y el viernes, justo antes del día de paga; de manera que
me vendría muy bien ganar algún dinerillo por las mañanas. Además, me constaba
que mi empleado era un buen hombre y que se encargaría de lo que pudiera
presentarse.
»––Me viene muy bien ––dije––. ¿Y
la paga?
»––Cuatro libras a la semana.
»––¿Y el trabajo?
»––Es puramente nominal.
»––¿Qué entiende usted por
puramente nominal?
»––Bueno, tiene usted que estar
en la oficina, o al menos en el edificio, todo el tiempo. Si se ausenta, pierde
para siempre el puesto. El testamento es muy claro en este aspecto. Si se
ausenta de la oficina durante esas horas, falta usted al compromiso.
»––No son más que cuatro horas al
día, y no pienso ausentarme ––dije.
»––No se acepta ninguna excusa ––insistió
el señor Duncan Ross––. Ni enfermedad, ni negocios, ni nada de nada. Tiene
usted que estar aquí o pierde el empleo.
»––¿Y el trabajo?
»––Consiste en copiar la Enciclopedia Británica. En ese estante
tiene el primer volumen. Tendrá usted que poner la tinta, las plumas y el papel
secante; nosotros le proporcionamos esta mesa y esta silla. ¿Podrá empezar
mañana?
»––Desde luego.
»––Entonces, adiós, señor Jabez
Wilson, y permítame felicitarle una vez más por el importante puesto que ha
tenido la suerte de conseguir.
»Se despidió de mí con una
reverencia y yo me volví a casa con mi empleado, sin apenas saber qué decir ni
qué hacer, tan satisfecho me sentía de mi buena suerte.
»Me pasé todo el día pensando en
el asunto y por la noche volvía a sentirme deprimido, pues había logrado
convencerme de que todo aquello tenía que ser una gigantesca estafa o un
fraude, aunque no podía imaginar qué se proponían con ello. Parecía
absolutamente increíble que alguien dejara un testamento semejante, y que se
pagara semejante suma por hacer algo tan sencillo como copiar la Enciclopedia Británica. Vincent
Spaulding hizo todo lo que pudo por animarme, pero a la hora de acostarme yo ya
había decidido desentenderme del asunto. Sin embargo, a la mañana siguiente
pensé que valla la pena probar, así que compré un tintero de un penique, me
hice con una pluma y siete pliegos de papel, y me encaminé a Pope's Court.
»Para mi sorpresa y satisfacción,
todo salió a pedir de boca. Encontré la mesa ya preparada para mí, y al señor
Duncan Ross esperando a ver si me presentaba puntualmente al trabajo. Me dijo
que empezara por la letra A y me dejó solo; pero se dejaba caer de vez en
cuando para comprobar que todo iba bien. A las dos me deseó buenas tardes, me
felicitó por lo mucho que había escrito y cerró la puerta de la oficina cuando
yo salí.
»Todo siguió igual un día tras
otro, señor Holmes, y el sábado se presentó el gerente y me abonó cuatro
soberanos por el trabajo de la semana. Lo mismo ocurrió a la semana siguiente,
y a la otra. Yo llegaba cada mañana a las diez y me marchaba a las dos de la
tarde. Poco a poco, el señor Duncan Ross se limitó a aparecer una vez cada
mañana y, con el tiempo, dejó de presentarse. Aun así, como es natural, yo no
me atrevía a ausentarme de la habitación ni un instante, pues no estaba seguro
de cuándo podría aparecer, y el empleo era tan bueno y me venía tan bien que
no quería arriesgarme a perderlo.
»De este modo transcurrieron ocho
semanas, durante las cuales escribí sobre Abades, Armaduras, Arquerías, Arquitectura
y Ática, y esperaba llegar muy pronto a la B si me aplicaba. Tuve que gastar
algo en papel, y ya tenía un estante casi lleno de hojas escritas. Y de pronto,
todo se acabó.
––¿Que se acabó?
––Sí, señor. Esta misma mañana.
Como de costumbre, acudí al trabajo a las diez en punto, pero encontré la puerta
cerrada con llave y una pequeña cartulina clavada en la madera con una
chincheta. Aquí la tiene, puede leerla usted mismo.
Extendió un trozo de cartulina
blanca, del tamaño aproximado de una cuartilla. En ella estaba escrito lo
siguiente:
«HA QUEDADO DISUELTA
LA LIGA DE LOS PELIRROJOS.
9 de octubre de 1890»
Sherlock Holmes y yo examinamos
aquel conciso anuncio y la cara afligida que había detrás, hasta que el
aspecto cómico del asunto dominó tan completamente las demás consideraciones
que ambos nos echamos a reír a carcajadas.
––No sé qué les hace tanta gracia
––exclamó nuestro cliente, sonrojándose hasta las raíces de su llameante
cabello––. Si lo mejor que saben hacer es reírse de mí, más vale que recurra a
otros.
––No, no ––exclamó Holmes, empujándolo
de nuevo hacia la silla de la que casi se había levantado––. Le aseguro que no
dejaría escapar su caso por nada del mundo. Resulta reconfortantemente
insólito. Pero, si me perdona que se lo diga, el asunto presenta algunos
aspectos bastante graciosos. Dígame, por favor: ¿qué pasos dio usted después
de encontrar esta tarjeta en la puerta?
––Me quedé de una pieza, señor.
No sabía qué hacer. Entonces entré en las oficinas de al lado, pero en ninguna
de ellas parecían saber nada del asunto. Por último, me dirigí al
administrador, un contable que vive en la planta baja, y le pregunté si sabía
qué había pasado con la Liga de los Pelirrojos. Me respondió que jamás había
oído hablar de semejante sociedad. Entonces le pregunté por el señor Duncan
Ross. Me dijo que era la primera vez que oía ese nombre.
»––Bueno ––dije yo––, me refiero
al caballero del número 4.
»––Cómo, ¿el pelirrojo?
»––Sí.
»––¡Oh! ––dijo––. Se llama
William Morris. Es abogado y estaba utilizando el local como despacho provisional
mientras acondicionaba sus nuevas oficinas. Se marchó ayer.
»––¿Dónde puedo encontrarlo?
»––Pues en sus nuevas oficinas.
Me dio la dirección. Sí, eso es, King Edward Street, número 17, cerca de San
Pablo. »Salí disparado, señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección me
encontré con que se trataba de una fábrica de rodilleras artificiales y que
allí nadie había oído hablar del señor William Morris ni del señor Duncan Ross.
––¿Y qué hizo entonces? ––preguntó
Holmes.
––Volví a mi casa en Saxe-Coburg
Square y pedí consejo a mi empleado. Pero no pudo darme ninguna solución,
aparte de decirme que, si esperaba, acabaría por recibir noticias por carta.
Pero aquello no me bastaba, señor Holmes. No estaba dispuesto a perder un
puesto tan bueno sin luchar, y como había oído que usted tenía la amabilidad
de aconsejar a la pobre gente necesitada, me vine directamente a verle.
––E hizo usted muy bien ––dijo
Holmes––. Su caso es de lo más notable y me encantará echarle un vistazo. Por
lo que me ha contado, me parece muy posible que estén en juego cosas más graves
que lo que parece a simple vista.
––¡Ya lo creo que son graves! ––dijo
el señor Jabez Wilson––. ¡Como que me he quedado sin cuatro libras a la semana!
––Por lo que a usted respecta ––le
hizo notar Holmes––, no veo que tenga motivos para quejarse de esta
extraordinaria Liga. Por el contrario, tal como yo lo veo, ha salido usted ganando
unas treinta libras, y eso sin mencionar los detallados conocimientos que ha
adquirido sobre todos los temas que empiezan por la letra A. Usted no ha
perdido nada.
––No, señor. Pero quiero
averiguar algo sobre ellos, saber quiénes son y qué se proponían al hacerme esta
jugarreta... si es que se trata de una jugarreta. La broma les ha salido
bastante cara, ya que les ha costado treinta y dos libras.
––Procuraremos poner en claro
esos puntos para usted. Pero antes, una o dos preguntas, señor Wilson. Ese
empleado suyo, que fue quien le hizo fijarse en el anuncio..., ¿cuánto tiempo
llevaba con usted?
––Entonces llevaba como un mes
más o menos.
––¿Cómo llegó hasta usted?
––En respuesta a un anuncio.
––¿Fue el único aspirante?
––No, recibí una docena.
––¿Y por qué lo eligió a él?
––Porque parecía listo y se
ofrecía barato.
––A mitad de salario, ¿no es así?
––Eso es.
––¿Cómo es este Vincent
Spaulding?
––Bajo, corpulento, de
movimientos rápidos, barbilampiño, aunque no tendrá menos de treinta años. Tiene
una mancha blanca de ácido en la frente.
Holmes se incorporó en su asiento
muy excitado.
––Me lo había figurado ––dijo––.
¿Se ha fijado usted en si tiene las orejas perforadas, como para llevar pendientes?
––Sí, señor. Me dijo que se las
había agujereado una gitana cuando era muchacho.
––¡Hum! ––exclamó Holmes,
sumiéndose en profundas reflexiones––. ¿Sigue aún con usted?
––¡Oh, sí, señor! Acabo de
dejarle.
––¿Y el negocio ha estado bien
atendido durante su ausencia?
––No tengo ninguna queja, señor.
Nunca hay mucho trabajo por las mañanas.
––Con eso bastará, señor Wilson.
Tendré el gusto de darle una opinión sobre el asunto dentro de uno o dos días.
Hoy es sábado; espero que para el lunes hayamos llegado a una conclusión.
––Bien, Watson ––dijo Holmes en
cuanto nuestro visitante se hubo marchado––. ¿Qué saca usted de todo esto?
––No saco nada ––respondí con
franqueza––. Es un asunto de lo más misterioso.
––Como regla general ––dijo
Holmes––, cuanto más extravagante es una cosa, menos misteriosa suele resultar.
Son los delitos corrientes, sin ningún rasgo notable, los que resultan
verdaderamente desconcertantes, del mismo modo que un rostro vulgar resulta más
difícil de identificar. Tengo que ponerme inmediatamente en acción.
––¿Y qué va usted a hacer? ––pregunté.
––Fumar ––respondió––. Es un
problema de tres pipas, así que le ruego que no me dirija la palabra durante
cincuenta minutos.
Se acurrucó en su sillón con sus
flacas rodillas alzadas hasta la nariz de halcón, y allí se quedó, con los ojos
cerrados y la pipa de arcilla negra sobresaliendo como el pico de algún pájaro
raro. Yo había llegado ya a la conclusión de que se había quedado dormido, y de
hecho yo mismo empezaba a dar cabezadas, cuando de pronto saltó de su asiento
con el gesto de quien acaba de tomar una resolución, y dejó la pipa sobre la
repisa de la chimenea.
––Esta noche toca Sarasate en el
St. James Hall ––comentó––. ¿Qué le parece, Watson? ¿Podrán sus pacientes
prescindir de usted durante unas pocas horas?
––No tengo nada que hacer hoy. Mi
trabajo nunca es muy absorbente.
––Entonces, póngase el sombrero y
venga. Antes tengo que pasar por la City, y podemos comer algo por el camino.
He visto que hay en el programa mucha música alemana, que resulta más de mi
gusto que la italiana o la francesa. Es introspectiva yyo quiero reflexionar.
¡En marcha!
Viajamos en el Metro hasta Aldersgate, y una corta caminata
nos llevó a Saxe––Coburg Square, escenario de la singular historia que
habíamos escuchado por la mañana. Era una placita insignificante, pobre pero de
aspecto digno, con cuatro hileras de desvencijadas casas de ladrillo, de dos
pisos, rodeando un jardincito vallado, donde un montón de hierbas sin cuidar y
unas pocas matas de laurel ajado mantenían una dura lucha contra la atmósfera
hostil y cargada de humo. En la esquina de una casa, tres bolas doradas y un rótulo
marrón con las palabras «JABEZ WILSON» en letras de oro anunciaban el local
donde nuestro pelirrojo cliente tenía su negocio. Sherlock Holmes se detuvo
ante la casa, con la cabeza ladeada, y la examinó atentamente, con los ojos brillándole
bajo los párpados fruncidos. A continuación, caminó despacio calle arriba y
calle abajo, sin dejar de examinar las casas. Por último, regresó frente a la
tienda del prestamista y, después de dar dos o tres fuertes golpes en el suelo
con el bastón, se acercó a la puerta y llamó. Abrió al instante un joven con
cara de listo y bien afeitado, que le invitó a entrar.
––Gracias ––dijo Holmes––. Sólo
quería preguntar por dónde se va desde aquí al Strand.
––La tercera a la derecha y la
cuarta a la izquierda ––respondió sin vacilar el empleado, cerrando a continuación
la puerta.
––Un tipo listo ––comentó Holmes
mientras nos alejábamos––. En mi opinión, es el cuarto hombre más inteligente
de Londres; y en cuanto a audacia, creo que podría aspirar al tercer puesto. Ya
he tenido noticias suyas anteriormente.
––Es evidente ––dije yo––que el
empleado del señor Wilson desempeña un importante papel en este misterio de la
Liga de los Pelirrojos. Estoy seguro de que usted le ha preguntado el camino
sólo para poder echarle un vistazo.
––No a él.
––Entonces, ¿a qué?
––A las rodilleras de sus
pantalones.
––¿Y qué es lo que vio?
––Lo que esperaba ver.
––¿Para qué golpeó el pavimento?
––Mi querido doctor, lo que hay
que hacer ahora es observar, no hablar. Somos espías en territorio enemigo. Ya
sabemos algo de Saxe-Coburg Square. Exploremos ahora las calles que hay
detrás.
La calle en la que nos metimos al
dar la vuelta a la esquina de la recóndita Saxe––Coburg Square presentaba con
ésta tanto contraste como el derecho de un cuadro con el revés. Se trataba de
una de las principales arterias por donde discurre el tráfico de la City hacia
el norte y hacia el oeste. La calzada estaba bloqueada por el inmenso río de
tráfico comercial que fluía en ambas direcciones, y las aceras no daban abasto
al presuroso enjambre de peatones. Al contemplar la hilera de tiendas elegantes
y oficinas lujosas, nadie habría pensado que su parte trasera estuviera pegada
a la de la solitaria y descolorida plaza que acabábamos de abandonar.
––Veamos ––dijo Holmes, parándose
en la esquina y mirando la hilera de edificios––. Me gustaría recordar el
orden de las casas. Una de mis aficiones es conocer Londres al detalle. Aquí
está Mortimer's, la tienda de tabacos, la tiendecita de periódicos, la sucursal
de Coburg del City and Suburban Bank, el restaurante vegetariano y las cocheras
McFarlane. Con esto llegamos a la siguiente manzana. Y ahora, doctor, nuestro
trabajo está hecho yya es hora de que tengamos algo de diversión. Un bocadillo,
una taza de café y derechos a la tierra del violín, donde todo es dulzura,
delicadeza y armonía, y donde no hay clientes pelirrojos que nos fastidien con
sus rompecabezas.
Mi amigo era un entusiasta de la
música, no sólo un intérprete muy dotado, sino también un compositor de
méritos fuera de lo común. Se pasó toda la velada sentado en su butaca, sumido
en la más absoluta felicidad, marcando suavemente el ritmo de la música con
sus largos y afilados dedos, con una sonrisa apacible y unos ojos lánguidos y
soñadores que se parecían muy poco a los de Holmes el sabueso, Holmes el implacable,
Holmes el astuto e infalible azote de criminales. La curiosa dualidad de la
naturaleza de su carácter se manifestaba alternativamente, y muchas veces he
pensado que su exagerada exactitud y su gran astucia representaban una
reacción contra el humor poético y contemplativo que de vez en cuando
predominaba en él. Estas oscilaciones de su carácter lo llevaban de la
languidez extrema a la energía devoradora y, como yo bien sabía, jamás se
mostraba tan formidable como después de pasar días enteros repantigado en su
sillón, sumido en sus improvisaciones y en sus libros antiguos. Entonces le
venía de golpe el instinto cazador, y sus brillantes dotes de razonador se
elevaban hasta el nivel de la intuición, hasta que aquellos que no estaban
familiarizados con sus métodos se le quedaban mirando asombrados, como se mira
a un hombre que posee un conocimiento superior al de los demás mortales.
Cuando le vi aquella tarde, tan absorto en la música del St. James Hall, sentí
que nada bueno les esperaba a los que se había propuesto cazar.
––Sin duda querrá usted ir a su
casa, doctor ––dijo en cuanto salimos.
––Sí, ya va siendo hora.
––Y yo tengo que hacer algo que
me llevará unas horas. Este asunto de Coburg Square es grave.
––¿Por qué es grave?
––Se está preparando un delito
importante. Tengo toda clase de razones para creer que llegaremos a tiempo de
impedirlo. Pero el hecho de que hoy sea sábado complica las cosas. Necesitaré
su ayuda esta noche.
––¿A qué hora?
––A las diez estará bien.
––Estaré en Baker Street a las
diez.
––Muy bien. ¡Y oiga, doctor!
Puede que haya algo de peligro, así que haga el favor de echarse al bolsillo
su revólver del ejército.
Se despidió con un gesto de la
mano, dio media vuelta y en un instante desapareció entre la multitud.
No creo ser más torpe que
cualquier hijo de vecino, y sin embargo, siempre que trataba con Sherlock
Holmes me sentía como agobiado por mi propia estupidez. En este caso había
oído lo mismo que él, había visto lo mismo que él, y sin embargo, a juzgar por
sus palabras, era evidente que él veía con claridad no sólo lo que había
sucedido, sino incluso lo que iba a suceder, mientras que para mí todo el
asunto seguía igual de confuso y grotesco. Mientras me dirigía a mi casa en
Kensington estuve pensando en todo ello, desde la extraordinaria historia del
pelirrojo copiador de enciclopedias hasta la visita a Saxe––Coburg Square y
las ominosas palabras con que Holmes se había despedido de mí. ¿Qué era
aquella expedición nocturna, y por qué tenía que ir armado? ¿Dónde íbamos a ir
y qué íbamos a hacer? Holmes había dado a entender que aquel imberbe empleado
del prestamista era un tipo de cuidado, un hombre empeñado en un juego
importante. Traté de descifrar el embrollo, pero acabé por darme por vencido, y
decidí dejar de pensar en ello hasta que la noche aportase alguna explicación.
A las nueve y cuarto salí de
casa, atravesé el parque y recorrí Oxford Street hasta llegar a Baker Street.
Había dos coches aguardando en la puerta, y al entrar en el vestíbulo oí voces
arriba. Al penetrar en la habitación encontré a Holmes en animada conversación
con dos hombres, a uno de los cuales identifiqué como Peter Jones, agente de
policía; el otro era un hombre larguirucho, de cara triste, con un sombrero muy
lustroso y una levita abrumadoramente respetable.
––¡Ajá! Nuestro equipo está
completo ––dijo Holmes, abotonándose su chaquetón marinero y cogiendo del
perchero su pesado látigo de caza––. Watson, creo que ya conoce al señor
Jones, de Scotland Yard. Permítame que le presente al señor Merryweather, que
nos acompañará en nuestra aventura nocturna.
––Como ve, doctor, otra vez vamos
de caza por parejas ––dijo Jones con su retintín habitual––. Aquí nuestro amigo
es único organizando cacerías. Sólo necesita un perro viejo que le ayude a
correr la pieza.
––Espero que al final no resulte
que hemos cazado fantasmas ––comentó el señor Merryweather en tono sombrío.
––Puede usted depositar una
considerable confianza en el señor Holmes, caballero ––dijo el policía con aire
petulante––. Tiene sus métodos particulares, que son, si me permite decirlo,
un poco demasiado teóricos y fantasiosos, pero tiene madera de detective. No
exagero al decir que en una o dos ocasiones, como en aquel caso del crimen de
los Sholto y el tesoro de Agra, ha llegado a acercarse más a la verdad que el
cuerpo de policía.
––Bien, si usted lo dice, señor
Jones, por mí de acuerdo ––dijo el desconocido con deferencia––. Aun así, confieso
que echo de menos mi partida de cartas. Es la primera noche de sábado en
veintisiete años que no juego mi partida.
––Creo que pronto comprobará ––dijo
Sherlock Holmesque esta noche se juega usted mucho más de lo que se ha jugado
en su vida, y que la partida será mucho más apasionante. Para usted, señor
Merryweather, la apuesta es de unas treinta mil libras; y para usted, Jones, el
hombre al que tanto desea echar el guante.
––John Clay, asesino, ladrón,
estafador y falsificador. Es un hombre joven, señor Merryweather, pero se
encuentra ya en la cumbre de su profesión, y tengo más ganas de ponerle las
esposas a él que a ningún otro criminal de Londres. Un individuo notable, este
joven John Clay. Es nieto de un duque de sangre real, y ha estudiado en Eton y
en Oxford. Su cerebro es tan ágil como sus manos, y aunque encontramos rastros
suyos a cada paso, nunca sabemos dónde encontrarlo a él. Esta semana puede
reventar una casa en Escocia, y a la siguiente puede estar recaudando fondos
para construir un orfanato en Cornualles. Llevo años siguiéndole la pista y jamás
he logrado ponerle los ojos encima.
––Espero tener el placer de
presentárselo esta noche. Yo también he tenido un par de pequeños roces con el
señor John Clay, y estoy de acuerdo con usted en que se encuentra en la cumbre
de su profesión. No obstante, son ya más de las diez, y va siendo hora de que
nos pongamos en marcha. Si cogen ustedes el primer coche, Watson y yo los
seguiremos en el segundo.
Sherlock Holmes no se mostró muy
comunicativo durante el largo trayecto, y permaneció arrellanado, tarareando
las melodías que había escuchado por la tarde. Avanzamos traqueteando a través
de un interminable laberinto de calles iluminadas por farolas de gas, hasta que
salimos a Farringdon Street.
––Ya nos vamos acercando ––comentó
mi amigo––. Este Merryweather es director de banco, y el asunto le interesa de
manera personal. Y me pareció conveniente que también nos acompañase Jones. No
es mal tipo, aunque profesionalmente sea un completo imbécil. Pero posee una
virtud positiva: es valiente como un bulldog y tan tenaz como una langosta cuando
cierra sus garras sobre alguien. Ya hemos llegado, y nos están esperando.
Nos encontrábamos en la misma
calle concurrida en la que habíamos estado por la mañana. Despedimos a nuestros
coches y, guiados por el señor Merryweather, nos metimos por un estrecho
pasadizo y penetramos por una puerta lateral que Merryweather nos abrió.
Recorrimos un pequeño pasillo que terminaba en una puerta de hierro muy pesada.
También ésta se abrió, dejándonos pasar a una escalera de piedra que terminaba
en otra puerta formidable. El señor Merryweather se detuvo para encender una
linterna y luego nos siguió por un oscuro corredor que olía a tierra, hasta llevarnos,
tras abrir una tercera puerta, a una enorme bóveda o sótano, en el que se
amontonaban por todas partes grandes cajas y cajones.
––No es usted muy vulnerable por
arriba ––comentó Holmes, levantando la linterna y mirando a su alrededor.
––Ni por abajo ––respondió el
señor Merryweather, golpeando con su bastón las losas que pavimentaban el
suelo––. Pero... ¡válgame Dios! ¡Esto suena a hueco! ––exclamó, alzando
sorprendido la mirada.
––Debo rogarle que no haga tanto
ruido ––dijo Holmes con tono severo––. Acaba de poner en peligro el éxito de
nuestra expedición. ¿Puedo pedirle que tenga la bondad de sentarse en uno de
esos cajones y no interferir?
El solemne señor Merryweather se
instaló sobre un cajón, con cara de sentirse muy ofendido, mientras Holmes se
arrodillaba en el suelo y, con ayuda de la linterna y de una lupa, empezaba a
examinar atentamente las rendijas que había entre las losas. A los pocos
segundos se dio por satisfecho, se puso de nuevo en pie y se guardó la lupa en
el bolsillo.
––Disponemos por lo menos de una
hora ––dijo––, porque no pueden hacer nada hasta que el bueno del prestamista
se haya ido a la cama. Entonces no perderán ni un minuto, pues cuanto antes
hagan su trabajo, más tiempo tendrán para escapar. Como sin duda habrá
adivinado, doctor, nos encontramos en el sótano de la sucursal en la City de
uno de los principales bancos de Londres. El señor Merryweather es el
presidente del consejo de dirección y le explicará qué razones existen para
que los delincuentes más atrevidos de Londres se interesen tanto en su sótano
estos días.
––Es nuestro oro francés ––susurró
el director––. Ya hemos tenido varios avisos de que pueden intentar robarlo.
––¿Su oro francés?
––Sí. Hace unos meses creímos
conveniente reforzar nuestras reservas y, por este motivo, solicitamos al
Banco de Francia un préstamo de treinta mil napoleones de oro. Se ha filtrado
la noticia de que no hemos tenido tiempo de desembalar el dinero y que éste se
encuentra aún en nuestro sótano. El cajón sobre el que estoy sentado contiene
dos mil napoleones empaquetados en hojas de plomo. En estos momentos, nuestras
reservas de oro son mucho mayores que lo que se suele guardar en una sola
sucursal, y los directores se sienten intranquilos al respecto.
––Y no les falta razón para ello ––comentó
Holmes––. Y ahora, es el momento de poner en orden nuestros planes. Calculo
que el movimiento empezará dentro de una hora. Mientras tanto, señor
Merryweather, conviene que tapemos la luz de esa linterna.
––¿Y quedarnos a oscuras?
––Me temo que sí. Traía en el
bolsillo una baraja y había pensado que, puesto que somos cuatro, podría usted
jugar su partidita después de todo. Pero, por lo que he visto, los preparativos
del enemigo están tan avanzados que no podemos arriesgarnos a tener una luz
encendida. Antes que nada, tenemos que tomar posiciones. Esta gente es muy
osada y, aunque los cojamos por sorpresa, podrían hacernos daño si no andamos
con cuidado. Yo me pondré detrás de este cajón, y ustedes escóndanse detrás de
aquéllos. Cuando yo los ilumine con la linterna, rodéenlos inmediatamente. Y
si disparan, Watson, no tenga reparos en tumbarlos a tiros.
Coloqué el revólver, amartillado,
encima de la caja de madera detrás de la que me había agazapado. Holmes corrió
la pantalla de la linterna sorda y nos dejó en la más negra oscuridad, la
oscuridad más absoluta que yo jamás había experimentado. Sólo el olor del
metal caliente nos recordaba que la luz seguía ahí, preparada para brillar en
el instante preciso. Para mí, que tenía los nervios de punta a causa de la
expectación, había algo de deprimente y ominoso en aquellas súbitas tinieblas
y en el aire frío y húmedo de la bóveda.
––Sólo tienen una vía de retirada
––susurró Holmes––, que consiste en volver a la casa y salir a Saxe––Coburg
Square. Espero que habrá hecho lo que le pedí, Jones.
––Tengo un inspector y dos
agentes esperando delante de la puerta.
––Entonces, hemos tapado todos
los agujeros. Y ahora, a callar y esperar.
¡Qué larga me pareció la espera!
Comparando notas más tarde, resultó que sólo había durado una hora y cuarto,
pero a mí me parecía que ya tenía que haber transcurrido casi toda la noche y
que por encima de nosotros debía estar amaneciendo ya. Tenía los miembros
doloridos y agarrotados, porque no me atrevía a cambiar de postura, pero mis
nervios habían alcanzado el límite máximo de tensión, y mi oído se había
vuelto tan agudo que no sólo podía oír la suave respiración de mis compañeros,
sino que distinguía el tono grave y pesado de las inspiraciones del corpulento
Jones, de las notas suspirantes del director de banco. Desde mi posición podía
mirar por encima del cajón el piso de la bóveda. De pronto, mis ojos captaron
un destello de luz.
Al principio no fue más que una
chispita brillando sobre el pavimento de piedra. Luego se fue alargando hasta
convertirse en una línea amarilla; y entonces, sin previo aviso ni sonido,
pareció abrirse una grieta y apareció una mano, una mano blanca, casi de mujer,
que tanteó a su alrededor en el centro de la pequeña zona de luz. Durante un
minuto, o quizá más, la mano de dedos inquietos siguió sobresaliendo del
suelo. Luego se retiró tan de golpe como había aparecido, y todo volvió a
oscuras, excepto por el débil resplandor que indicaba una rendija entre las
piedras.
Sin embargo, la desaparición fue
momentánea. Con un fuerte chasquido, una de las grandes losas blancas giró
sobre uno de sus lados y dejó un hueco cuadrado del que salía proyectada la
luz de una linterna. Por la abertura asomó un rostro juvenil y atractivo, que
miró atentamente a su alrededor y luego, con una mano a cada lado del hueco, se
fue izando, primero hasta los hombros y luego hasta la cintura, hasta apoyar
una rodilla en el borde. Un instante después estaba de pie junto al agujero,
ayudando a subir a un compañero, pequeño y ágil como él, con cara pálida y una
mata de pelo de color rojo intenso.
––No hay moros en la costa ––susurró––.
¿Tienes el formón y los sacos? ¡Rayos y truenos! ¡Salta, Archie, salta, que me
cuelguen sólo a mí!
Sherlock Holmes había saltado
sobre el intruso, agarrándolo por el cuello de la chaqueta. El otro se zambulló
de cabeza en el agujero y pude oír el sonido de la tela rasgada al agarrarlo
Jones por los faldones. Brilló a la luz el cañón de un revólver, pero el látigo
de Holmes se abatió sobre la muñeca del hombre, y el revólver rebotó con ruido
metálico sobre el suelo de piedra.
––Es inútil, John Clay ––dijo
Holmes suavemente––. No tiene usted ninguna posibilidad.
––Ya veo ––respondió el otro con
absoluta sangre fría––. Confío en que mi colega esté a salvo, aunque veo que se
han quedado ustedes con los faldones de su chaqueta.
––Hay tres hombres esperándolo en
la puerta ––dijo Holmes.
––¡Ah, vaya! Parece que no se le
escapa ningún detalle. Tengo que felicitarle.
––Y yo a usted ––respondió Holmes––.
Esa idea de los pelirrojos ha sido de lo más original y astuto.
––Pronto volverá usted a ver a su
amigo ––dijo Jones––. Es más rápido que yo saltando por agujeros. Extienda las
manos para que le ponga las esposas.
––Le ruego que no me toque con
sus sucias manos ––dijo el prisionero mientras las esposas se cerraban en torno
a sus muñecas––. Quizá ignore usted que por mis venas corre sangre real. Y
cuando se dirija a mí tenga la bondad de decir siempre «señor» y «por favor».
––Perfectamente ––dijo Jones,
mirándolo fijamente y con una risita contenida––. ¿Tendría el señor la bondad
de subir por la escalera para que podamos tomar un coche en el que llevar a
vuestra alteza a la comisaría?
––Así está mejor ––dijo John Clay
serenamente. Nos saludó a los tres con una inclinación de cabeza y salió
tranquilamente, custodiado por el policía.
––La verdad, señor Holmes ––dijo
el señor Merryweather mientras salíamos del sótano tras ellos––, no sé cómo
podrá el banco agradecerle y recompensarle por esto. No cabe duda de que ha
descubierto y frustrado de la manera más completa uno de los intentos de robo a
un banco más audaces que ha conocido mi experiencia.
––Tenía un par de cuentas
pendientes con el señor John Clay ––dijo Holmes––. El asunto me ha ocasionado
algunos pequeños gastos, que espero que el banco me reembolse, pero aparte de
eso me considero pagado de sobra con haber tenido una experiencia tan
extraordinaria en tantos aspectos, y con haber oído la increíble historia de
la Liga de los Pelirrojos.
––Como ve, Watson ––explicó
Holmes a primeras horas de la mañana, mientras tomábamos un vaso de whisky con
soda en Baker Street––, desde un principio estaba perfectamente claro que el
único objeto posible de esta fantástica maquinación del anuncio de la Liga y
el copiar la Enciclopedia era quitar de enmedio durante unas cuantas horas al
día a nuestro no demasiado brillante prestamista. Para conseguirlo, recurrieron
a un procedimiento bastante extravagante, pero la verdad es que sería difícil
encontrar otro mejor. Sin duda, fue el color del pelo de su cómplice lo que
inspiró la idea al ingenioso cerebro de Clay. Las cuatro libras a la semana
eran un cebo que no podía dejar de atraerlo, ¿y qué significaba esa cantidad
para ellos, que andaban metidos en una jugada de varios miles? Ponen el
anuncio; uno de los granujas alquila temporalmente la oficina, el otro incita
al prestamista a que se presente, y juntos se las arreglan para que esté ausente
todas las mañanas. Desde el momento en que oí que ese empleado trabajaba por
medio salario, comprendí que tenía algún motivo muy poderoso para ocupar aquel
puesto. ––Pero ¿cómo pudo adivinar cuál era ese motivo?
––De haber habido mujeres en la
casa, habría sospechado una intriga más vulgar. Sin embargo, eso quedaba
descartado. El negocio del prestamista era modesto, y en su casa no había nada
que pudiera justificar unos preparativos tan complicados y unos gastos como los
que estaban haciendo. Por tanto, tenía que tratarse de algo que estaba fuera de
la casa. ¿Qué podía ser? Pensé en la afición del empleado a la fotografia, y en
su manía de desaparecer en el sótano. ¡El sótano! Allí estaba el extremo de
este enmarañado ovillo. Entonces hice algunas averiguaciones acerca de este
misterioso empleado, y descubrí que tenía que habérmelas con uno de los
delincuentes más calculadores y audaces de Londres. Algo estaba haciendo en el
sótano... algo que le ocupaba varias horas al día durante meses y meses. ¿Qué
podía ser?, repito. Lo único que se me ocurrió es que estaba excavando un
túnel hacia algún otro edificio.
»Hasta aquí había llegado cuando
fuimos a visitar el escenario de los hechos. A usted le sorprendió el que yo
golpeara el pavimento con el bastón. Estaba comprobando si el sótano se
extendía hacia delante o hacia detrás de la casa. No estaba por delante.
Entonces llamé a la puerta y, tal como había esperado, abrió el empleado.
Habíamos tenido alguna que otra escaramuza, pero nunca nos habíamos visto el
uno al otro. Yo apenas le miré la cara; lo que me interesaba eran sus
rodillas. Hasta usted se habrá fijado en lo sucias, arrugadas y gastadas que
estaban. Eso demostraba las muchas horas que había pasado excavando. Sólo quedaba
por averiguar para qué excavaban. Al doblar la esquina y ver el edificio del
City and Suburban Bank pegado espalda con espalda al local de nuestro amigo,
consideré resuelto el problema. Mientras usted volvía a su casa después del
concierto, yo hice una visita a Scodand Yard y otra al director del banco, con
el resultado que ha podido usted ver.
––¿Y cómo pudo saber que
intentarían dar el golpe esta noche? ––pregunté.
––Bueno, el que clausuraran la
Liga era señal de que ya no les preocupaba la presencia del señor Jabez Wilson;
en otras palabras, tenían ya terminado el túnel. Pero era esencial que lo
utilizaran en seguida, antes de que lo descubrieran o de que trasladaran el oro
a otra parte. El sábado era el día más adecuado, puesto que les dejaría dos
días para escapar. Por todas estas razones, esperaba que vinieran esta noche.
––Lo ha razonado todo
maravillosamente ––exclamé sin disimular mi admiración––. Una cadena tan larga
y, sin embargo, cada uno de sus eslabones suena a verdad.
––Me salvó del aburrimiento ––respondió,
bostezando––. ¡Ay, ya lo siento abatirse de nuevo sobre mí! Mi vida se consume
en un prolongado esfuerzo por escapar de las vulgaridades de la existencia. Estos
pequeños problemas me ayudan a conseguirlo.
––Y además, en beneficio de la
raza humana ––añadí yo. Holmes se encogió de hombros.
––Bueno, es posible que, a fin de
cuentas, tenga alguna pequeña utilidad ––comentó––. L'homme c'est ríen, l'oeuvre c'est tout, como le escribió Gustave
Flaubert a George Sand.
3. Un caso de identidad
––Querido amigo ––dijo Sherlock
Holmes mientras nos senta amos a uno y otro lado de la chimenea en sus aposentos
de Baker Street––. La vida es infinitamente más extraña que cualquier cosa que
pueda inventar la mente humana. No nos atreveríamos a imaginar ciertas cosas
que en realidad son de lo más corriente. Si pudiéramos salir volando por esa
ventana, cogidos de la mano, sobrevolar esta gran ciudad, levantar con cuidado
los tejados y espiar todas las cosas raras que pasan, las extrañas
coincidencias, las intrigas, los engaños, los prodigiosos encadenamientos de
circunstancias que se extienden de generación en generación y acaban conduciendo
a los resultados más extravagantes, nos parecería que las historias de ficción,
con sus convencionalismos y sus conclusiones sabidas de antemano, son algo
trasnochado e insípido.
––Pues yo no estoy convencido de
eso ––repliqué––. Los casos que salen a la luz en los periódicos son, como regla
general, bastante prosaicos y vulgares. En los informes de la policía podemos
ver el realismo llevado a sus últimos límites y, sin embargo, debemos confesar
que el resultado no tiene nada de fascinante ni de artístico.
––Para lograr un efecto realista
es preciso ejercer una cierta selección y discreción ––contestó Holmes––. Esto
se echa de menos en los informes policiales, donde se tiende a poner más
énfasis en las perogrulladas del magistrado que en los detalles, que para una
persona observadora encierran toda la esencia vital del caso. Puede creerme, no
existe nada tan antinatural como lo absolutamente vulgar.
Sonreí y negué con la cabeza.
––Entiendo perfectamente que
piense usted así ––dije––. Por supuesto, dada su posición de asesor extraoficial,
que presta ayuda a todo el que se encuentre absolutamente desconcertado, en
toda la extensión de tres continentes, entra usted en contacto con todo lo
extraño y fantástico. Pero veamos ––recogí del suelo el periódico de la mañana––,
vamos a hacer un experimento práctico. El primer titular con el que me encuentro
es: «Crueldad de un marido con su mujer». Hay media columna de texto, pero sin
necesidad de leerlo ya sé que todo me va a resultar familiar. Tenemos,
naturalmente, a la otra mujer, la bebida, el insulto, la bofetada, las
lesiones, la hermana o casera comprensiva. Ni el más ramplón de los escritores
podría haber inventado algo tan ramplón.
––Pues resulta que ha escogido un
ejemplo que no favorece nada a su argumentación ––dijo Holmes, tomando el periódico
y echándole un vistazo––. Se trata del proceso de separación de los Dundas, y
da la casualidad de que yo intervine en el esclarecimiento de algunos pequeños
detalles relacionados con el caso. El marido era abstemio, no existía otra mujer,
y el comportamiento del que se quejaba la esposa consistía en que el marido
había adquirido la costumbre de rematar todas las comidas quitándose la
dentadura postiza y arrojándosela a su esposa, lo cual, estará usted de
acuerdo, no es la clase de acto que se le suele ocurrir a un novelista corriente.
Tome una pizca de rapé, doctor, y reconozca que me he apuntado un tanto con
este ejemplo suyo.
Me alargó una cajita de rapé de
oro viejo, con una gran amatista en el centro de la tapa. Su esplendor contrastaba
de tal modo con las costumbres hogareñas y la vida sencilla de Holmes que no
pude evitar un comentario.
––¡Ah! ––dijo––. Olvidaba que
llevamos varias semanas sin vernos. Es un pequeño recuerdo del rey de Bohemia,
como pago por mi ayuda en el caso de los documentos de Irene Adler.
––¿Y el anillo? ––pregunté,
mirando un precioso brillante que refulgía sobre su dedo.
––Es de la familia real de
Holanda, pero el asunto en el que presté mis servicios era tan delicado que no
puedo confiárselo ni siquiera a usted, benévolo cronista de uno o dos de mis
pequeños misterios.
––¿Y ahora tiene entre manos
algún caso? ––pregunté interesado.
––Diez o doce, pero ninguno
presenta aspectos de interés. Ya me entiende, son importantes, pero sin ser
interesantes. Precisamente he descubierto que, por lo general, en los asuntos
menos importantes hay mucho más campo para la observación y para el rápido
análisis de causas y efectos, que es lo que da su encanto a las
investigaciones. Los delitos más importantes suelen tender a ser sencillos,
porque cuanto más grande es el crimen, más evidentes son, como regla general,
los motivos. En estos casos, y exceptuando un asunto bastante enrevesado que me
han mandado de Marsella, no hay nada que presente interés alguno. Sin embargo,
es posible que me llegue algo mejor antes de que pasen muchos minutos porque,
o mucho me equivoco, o ésa es una cliente.
Se había levantado de su asiento
y estaba de pie entre las cortinas separadas, observando la gris y monótona
calle londinense. Mirando por encima de su hombro, vi en la acera de enfrente
a una mujer grandota, con una gruesa boa de piel alrededor del cuello, y una
gran pluma roja ondulada en un sombrero de ala ancha que llevaba inclinado
sobre la oreja, a la manera coquetona de la duquesa de Devonshire. Bajo esta
especie de palio, la mujer miraba hacia nuestra ventana, con aire de
nerviosismo y de duda, mientras su cuerpo oscilaba de delante a atrás y sus
dedos jugueteaban con los botones de sus guantes. De pronto, con un arranque
parecido al del nadador que se tira al agua, cruzó presurosa la calle y oímos
el fuerte repicar de la campanilla.
––Conozco bien esos síntomas ––dijo
Holmes, tirando su cigarrillo a la chimenea––. La oscilación en la acera
significa siempre un affaire du coeur. Necesita consejo, pero no está segura
de que el asunto no sea demasiado delicado como para confiárselo a otro. No
obstante, hasta en esto podemos hacer distinciones. Cuando una mujer ha sido
gravemente perjudicada por un hombre, ya no oscila, y el síntoma habitual es
un cordón de campanilla roto. En este caso, podemos dar por supuesto que se
trata de un asunto de amor, pero la doncella no está verdaderamente indignada,
sino más bien perpleja o dolida. Pero aquí llega en persona para sacarnos de
dudas.
No había acabado de hablar cuando
sonó un golpe en la puerta y entró un botones anunciando a la señorita Mary
Sutherland, mientras la dama mencionada se cernía sobre su pequeña figura negra
como un barco mercante, con todas sus velas desplegadas, detrás de una barquichuela.
Sherlock Holmes la acogió con la espontánea cortesía que le caracterizaba y,
después de cerrar la puerta e indicarle con un gesto que se sentara en una
butaca, la examinó de aquella manera minuciosa y a la vez abstraída, tan
peculiar en él.
––¿No le parece ––dijo–– que
siendo corta de vista es un poco molesto escribir tanto a máquina?
––Al principio, sí ––respondió
ella––, pero ahora ya sé dónde están las letras sin necesidad de mirar.
Entonces, dándose cuenta de
pronto de todo el alcance de las palabras de Holmes, se estremeció violentamente
y levantó la mirada, con el miedo y el asombro pintados en su rostro amplio y
amigable.
––¡Usted ha oído hablar de mí,
señor Holmes! ––exclamó––. ¿Cómo, si no, podría usted saber eso?
––No le dé importancia ––dijo
Holmes, echándose a reírSaber cosas es mi oficio. Es muy posible que me haya
entrenado para ver cosas que los demás pasan por alto. De no ser así, ¿por qué
iba usted a venir a consultarme?
––He acudido a usted, señor,
porque me habló de usted la señora Etherege, a cuyo marido localizó usted con
tanta facilidad cuando la policía y todo el mundo le habían dado ya por
muerto. ¡Oh, señor Holmes, ojalá pueda usted hacer lo mismo por mí! No soy
rica, pero dispongo de una renta de cien libras al año, más lo poco que saco
con la máquina, y lo daría todo por saber qué ha sido del señor Hosmer Angel.
––¿Por qué ha venido a
consultarme con tantas prisas? ––preguntó Sherlock Holmes, juntando las puntas
de los dedos y con los ojos fijos en el techo.
De nuevo, una expresión de
sobresalto cubrió el rostro algo inexpresivo de la señorita Mary Sutherland.
––Sí, salí de casa disparada ––dijo––
porque me puso furiosa ver con qué tranquilidad se lo tomaba todo el señor
Windibank, es decir, mi padre. No quiso acudir a la policía, no quiso acudir
a usted, y por fin, en vista de que no quería hacer nada y seguía diciendo que
no había pasado nada, me enfurecí y me vine derecha a verle con lo que tenía
puesto en aquel momento.
––¿Su padre? ––dijo Holmes––. Sin
duda, querrá usted decir su padrastro, puesto que el apellido es diferente.
––Sí, mi padrastro. Le llamo
padre, aunque la verdad es que suena raro, porque sólo tiene cinco años y dos
meses más que yo.
––¿Vive su madre?
––Oh, sí, mamá está
perfectamente. Verá, señor Holmes, no me hizo demasiada gracia que se volviera
a casar tan pronto, después de morir papá, y con un hombre casi quince años más
joven que ella. Papá era fontanero en Tottenham
Court Road, y al morir dejó un
negocio muy próspero, que mi madre siguió manejando con ayuda del señor Hardy,
el capataz; pero cuando apareció el señor Windibank, la convenció de que
vendiera el negocio, pues el suyo era mucho mejor: tratante de vinos.
»Sacaron cuatro mil setecientas
libras por el traspaso y los intereses, mucho menos de lo que habría conseguido
sacar papá de haber estado vivo.
Yo había esperado que Sherlock
Holmes diera muestras de impaciencia ante aquel relato intrascendente e incoherente,
pero vi que, por el contrario, escuchaba con absoluta concentración.
––Esos pequeños ingresos suyos ––preguntó––,
¿proceden del negocio en cuestión?
––Oh, no señor, es algo aparte,
un legado de mi tío Ned, el de Auckland. Son valores neozelandeses que rinden
un cuatro y medio por ciento. El capital es de dos mil quinientas libras,
pero yo sólo puedo cobrar los intereses.
––Eso es sumamente interesante ––dijo
Holmes––. Disponiendo de una suma tan elevada como son cien libras al año, más
el pico que usted gana, no me cabe duda de que viajará usted mucho y se
concederá toda clase de caprichos. En mi opinión, una mujer soltera puede darse
la gran vida con unos ingresos de sesenta libras.
––Yo podría vivir con muchísimo
menos, señor Holmes, pero comprenderá usted que mientras siga en casa no quiero
ser una carga para ellos, así que mientras vivamos juntos son ellos los que
administran el dinero. Por supuesto, eso es sólo por el momento. El señor
Windibank cobra mis intereses cada trimestre, le da el dinero a mi madre, y yo
me las apaño bastante bien con lo que gano escribiendo a máquina. Saco dos peniques
por folio, y hay muchos días en que escribo quince o veinte folios.
––Ha expuesto usted su situación
con toda claridad ––dijo Holmes––. Le presento a mi amigo el doctor Watson,
ante el cual puede usted hablar con tanta libertad como ante mí mismo. Ahora,
le ruego que nos explique todo lo referente a su relación con el señor Hosmer
Angel.
El rubor se apoderó del rostro de
la señorita Sutherland, que empezó a pellizcar nerviosamente el borde de su chaqueta.
––Le conocí en el baile de los
instaladores del gas ––dijo––. Cuando vivía papá, siempre le enviaban invitaciones,
y después se siguieron acordando de nosotros y se las mandaron a mamá. El
señor Windibank no quería que fuéramos. Nunca ha querido que vayamos a ninguna
parte. Se ponía como loco con que yo quisiera ir a una fiesta de la escuela
dominical. Pero esta vez yo estaba decidida a ir, y nada me lo iba a impedir.
¿Qué derecho tenía él a impedírmelo? Dijo que aquella gente no era adecuada
para nosotras, cuando iban a estar presentes todos los amigos de mi padre. Y
dijo que yo no tenía un vestido adecuado, cuando tenía uno violeta precioso,
que prácticamente no había sacado del armario. Al final, viendo que todo era
en vano, se marchó a Francia por asuntos de su negocio, pero mamá y yo fuimos
al baile con el señor Hardy, nuestro antiguo capataz, y allí fue donde conocí
al señor Hosmer Angel.
––Supongo ––dijo Holmes–– que
cuando el señor Windibank regresó de Francia, se tomaría muy a mal que ustedes
dos hubieran ido al baile.
––Bueno, pues se lo tomó bastante
bien. Recuerdo que se echó a reír, se encogió de hombros y dijo que era inútil
negarle algo a una mujer, porque ésta siempre se sale con la suya.
––Ya veo. Y en el baile de los
instaladores del gas conoció usted a un caballero llamado Hosmer Angel, según
tengo entendido.
––Así es. Le conocí aquella noche
y al día siguiente nos visitó para preguntar si habíamos regresado a casa sin
contratiempos, y después le vimos... es decir, señor Holmes, le vi yo dos
veces, que salimos de paseo, pero luego volvió mi padre y el señor Hosmer Angel
ya no vino más por casa.
––¿No?
––Bueno, ya sabe, a mi padre no
le gustan nada esas cosas. Si de él dependiera, no recibiría ninguna visita, y
siempre dice que una mujer debe sentirse feliz en su propio círculo familiar.
Pero por otra parte, como le decía yo a mi madre, para eso se necesita tener un
círculo propio, y yo todavía no tenía el mío.
––¿Y qué fue del señor Hosmer
Angel? ¿No hizo ningún intento de verla?
––Bueno, mi padre tenía que volver
a Francia una semana después y Hosmer escribió diciendo que sería mejor y más
seguro que no nos viéramos hasta que se hubiera marchado. Mientras tanto,
podíamos escribirnos, y de hecho me escribía todos los días. Yo recogía las
cartas por la mañana, y así mi padre no se enteraba.
––¿Para entonces ya se había
comprometido usted con ese caballero?
––Oh, sí, señor Holmes. Nos
prometimos después del primer paseo que dimos juntos. Hosmer.. el señor
Angel... era cajero en una oficina de Leadenhall Street... y...
––¿Qué oficina?
––Eso es lo peor, señor Holmes,
que no lo sé.
––¿Y dónde vivía?
––Dormía en el mismo local de las
oficinas.
––¿Y no conoce la dirección?
––No... sólo que estaban en
Leadenhall Street.
––Entonces, ¿adónde le dirigía
las cartas?
––A la oficina de correos de
Leadenhall Street, donde él las recogía. Decía que si las mandaba a la oficina,
todos los demás empleados le gastarían bromas por cartearse con una dama, así
que me ofrecí a escribirlas a máquina, como hacía él con las suyas, pero se
negó, diciendo que si yo las escribía se notaba que venían de mí, pero si
estaban escritas a máquina siempre sentía que la máquina se interponía entre
nosotros. Esto le demostrará lo mucho que me quería, señor Holmes, y cómo se
fijaba en los pequeños detalles.
––Resulta de lo más sugerente ––dijo
Holmes––. Siempre he sostenido el axioma de que los pequeños detalles son, con
mucho, lo más importante. ¿Podría recordar algún otro pequeño detalle acerca
del señor Hosmer Angel?
––Era un hombre muy tímido, señor
Holmes. Prefería salir a pasear conmigo de noche y no a la luz del día, porque
decía que no le gustaba llamar la atención. Era muy retraído y caballeroso.
Hasta su voz era suave. De joven, según me dijo, había sufrido anginas e
inflamación de las amígdalas, y eso le había dejado la garganta débil y una
forma de hablar vacilante y como susurrante. Siempre iba bien vestido, muy pulcro
y discreto, pero padecía de la vista, lo mismo que yo, y usaba gafas oscuras
para protegerse de la luz fuerte.
––Bien, ¿y qué sucedió cuando su
padrastro, el señor Windibank, volvió a marcharse a Francia?
––El señor Hosmer Angel vino otra
vez a casa y propuso que nos casáramos antes de que regresara mi padre. Se mostró
muy ansioso y me hizo jurar, con las manos sobre los Evangelios, que, ocurriera
lo que ocurriera, siempre le sería fiel. Mi madre dijo que tenía derecho a
pedirme aquel juramento, y que aquello era una muestra de su pasión. Desde un
principio, mi madre estuvo de su parte e incluso parecía apreciarle más que yo
misma. Cuando se pusieron a hablar de casarnos aquella misma semana, yo
pregunté qué opinaría mi padre, pero ellos me dijeron que no me preocupara por
mi padre, que ya se lo diríamos luego, y mamá dijo que ella lo arreglaría todo.
Aquello no me gustó mucho, señor Holmes. Resultaba algo raro tener que pedir su
autorización, no siendo más que unos pocos años mayor que yo, pero no quería
hacer nada a escondidas, así que escribí a mi padre a Burdeos, donde su empresa
tenía sus oficinas en Francia, pero la carta me fue devuelta la mañana misma de
la boda.
––¿Así que él no la recibió?
––Así es, porque había partido
para Inglaterra justo antes de que llegara la carta.
––¡Ajá! ¡Una verdadera lástima!
De manera que su boda quedó fijada para el viernes. ¿Iba a ser en la iglesia?
––Sí, señor, pero en privado. Nos
casaríamos en San Salvador, cerca de King's Cross, y luego desayunaríamos en
el hotel St. Pancras. Hosmer vino a buscarnos en un coche, pero como sólo
había sitio para dos, nos metió a nosotras y él cogió otro cerrado, que
parecía ser el único coche de alquiler en toda la calle. Llegamos las primeras
a la iglesia, y cuando se detuvo su coche esperamos verle bajar, pero no bajó.
Y cuando el cochero se bajó del pescante y miró al interior, allí no había
nadie. El cochero dijo que no tenía la menor idea de lo que había sido de él,
habiéndolo visto con sus propios ojos subir al coche. Esto sucedió el viernes
pasado, señor Holmes, y desde entonces no he visto ni oído nada que arroje alguna
luz sobre su paradero.
––Me parece que la han tratado a
usted de un modo vergonzoso ––dijo Holmes.
––¡Oh, no señor! Era demasiado
bueno y considerado como para abandonarme así. Durante toda la mañana no paró
de insistir en que, pasara lo que pasara, yo tenía que serle fiel, y que si
algún imprevisto nos separaba, yo tenía que recordar siempre que estaba
comprometida con él, y que tarde o temprano él vendría a reclamar sus derechos.
Parece raro hablar de estas cosas en la mañana de tu boda, pero lo que después
ocurrió hace que cobre sentido.
––Desde luego que sí. Según eso,
usted opina que le ha ocurrido alguna catástrofe imprevista.
––Sí, señor. Creo que él temía
algún peligro, pues de lo contrario no habría hablado así. Y creo que lo que él
temía sucedió.
––Pero no tiene idea de lo que
puede haber sido.
––Ni la menor idea.
––Una pregunta más: ¿Cómo se lo
tomó su madre?
––Se puso furiosa y dijo que yo
no debía volver a hablar jamás del asunto.
––¿Y su padre? ¿Se lo contó
usted?
––Sí, y parecía pensar, lo mismo
que yo, que algo había ocurrido y que volvería a tener noticias de Hosmer.
Según él, ¿para qué iba nadie a llevarme hasta la puerta de la iglesia y luego
abandonarme? Si me hubiera pedido dinero prestado o si se hubiera casado
conmigo y hubiera puesto mi dinero a su nombre, podría existir un motivo; pero
Hosmer era muy independiente en cuestiones de dinero y jamás tocaría un solo
chelín mío. Pero entonces, ¿qué había ocurrido? ¿Y por qué no escribía? ¡Oh, me
vuelve loca pensar en ello! No pego ojo por las noches.
Sacó de su manguito un pañuelo y
empezó a sollozar ruidosamente en él.
––Examinaré el caso por usted ––dijo
Holmes, levantándose––, y estoy seguro de que llegaremos a algún resultado concreto.
Deje en mis manos el asunto y no se siga devanando la mente con él. Y por
encima de todo, procure que el señor Hosmer Angel se desvanezca de su memoria,
como se ha desvanecido de su vida.
––Entonces, ¿cree usted que no lo
volveré a ver?
––Me temo que no.
––Pero ¿qué le ha ocurrido,
entonces?
––Deje el asunto en mis manos. Me
gustaría disponer de una buena descripción de él, así como de cuantas cartas suyas
pueda usted proporcionarme.
––Puse un anuncio pidiendo
noticias suyas en el Chronicle del sábado pasado ––dijo ella––. Aquí está el recorte,
y aquí tiene cuatro cartas suyas.
––Gracias. ¿Y la dirección de
usted?
––Lyon Place 31, Camberwell.
––Por lo que he oído, la
dirección del señor Angel no la supo nunca. ¿Dónde está la empresa de su padre?
––Es viajante de Westhouse &
Marbank, los grandes importadores de clarete de Fenchurch Street.
––Gracias. Ha expuesto usted el
caso con mucha claridad. Deje aquí los papeles, y acuérdese del consejo que le
he dado. Considere todo el incidente como un libro cerrado y no deje que afecte
a su vida.
––Es usted muy amable, señor
Holmes, pero no puedo hacer eso. Seré fiel a Hosmer. Me encontrará esperándole
cuando vuelva.
A pesar de su ridículo sombrero y
de su rostro inexpresivo, había un algo de nobleza que imponía respeto en la
sencilla fe de nuestra visitante. Dejó sobre la mesa su montoncito de papeles
y se marchó prometiendo acudir en cuanto la llamáramos.
Sherlock Holmes permaneció
sentado y en silencio durante unos cuantos minutos, con las puntas de los
dedos juntas, las piernas estiradas hacia adelante y la mirada fija en el
techo. Luego tomó del estante la vieja y grasienta pipa que le servía de
consejera y, después de encenderla, se recostó en su butaca, emitiendo densas
espirales de humo azulado, con una expresión de infinita languidez en el
rostro.
––Interesante personaje, esa
muchacha ––comentó––. Me ha parecido más interesante ella que su pequeño
problema que, dicho sea de paso, es de lo más vulgar. Si consulta usted mi
índice, encontrará casos similares en Andover, año 77, y otro bastante parecido
en La Haya el año pasado.
––Parece que ha visto en ella
muchas cosas que para mí eran invisibles ––le hice notar.
––Invisibles no, Watson,
inadvertidas. No sabía usted dónde mirar y se le pasó por alto todo lo importante.
No consigo convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugerentes que
son las uñas de los pulgares, de los graves asuntos que penden de un cordón de
zapato. Veamos, ¿qué dedujo usted del aspecto de esa mujer? Descríbala.
––Pues bien, llevaba un sombrero
de paja de ala ancha y de color pizarra, con una pluma rojo ladrillo. Chaqueta
negra, con abalorios negros y una orla de cuentas de azabache. Vestido marrón,
bastante más oscuro que el café, con terciopelo morado en el cuello y los
puños. Guantes tirando a grises, con el dedo índice de la mano derecha muy
desgastado. En los zapatos no me fijé. Llevaba pendientes de oro, pequeños y
redondos, y en general tenía aspecto de persona bastante bien acomodada, con un
estilo de vida vulgar, cómodo y sin preocupaciones.
Sherlock Holmes aplaudió suavemente
y emitió una risita.
––¡Por mi vida, Watson, está
usted haciendo maravillosos progresos! Lo ha hecho muy bien, de verdad. Claro
que se le ha escapado todo lo importante, pero ha dado usted con el método y
tiene buena vista para los colores. No se fie nunca de las impresiones
generales, muchacho, concéntrese en los detalles. Lo primero que miro en una
mujer son siempre las mangas. En un hombre, probablemente, es mejor fijarse antes
en las rodilleras de los pantalones. Como bien ha dicho usted, esta mujer tenía
terciopelo en las mangas, un material sumamente útil para descubrir rastros. La
doble línea justo por encima de las muñecas, donde la mecanógrafa se apoya en
la mesa, estaba perfectamente definida. Una máquina de coser del tipo manual
deja una marca semejante, pero sólo en la manga izquierda y en el lado más
alejado del pulgar, en vez de cruzar la manga de parte a parte, como en este
caso. Luego le miré la cara y, advirtiendo las marcas de unas gafas a ambos
lados de su nariz, aventuré aquel comentario acerca de escribir a máquina
siendo corta de vista, que tanto pareció sorprenderla.
––También me sorprendió a mí.
––Pues resultaba bien evidente. A
continuación, miré hacia abajo y quedé muy sorprendido e interesado al
observar que, aunque sus zapatos se parecían mucho, en realidad estaban
desparejados: uno tenía un pequeño adorno en la punta y el otro era de punta
lisa. Y de los cinco botones de cada zapato, uno tenía abrochados sólo los dos
de abajo, y el otro el primero, el tercero y el quinto. Ahora bien, cuando ve
usted que una joven, por lo demás impecablemente vestida, ha salido de su casa
con los zapatos desparejados y a medio abotonar, no tiene nada de
extraordinario deducir que salió a toda prisa.
––¿Y qué más? ––pregunté
vivamente interesado, como siempre, por los incisivos razonamientos de mi
amigo.
––Advertí, de pasada, que antes
de salir de casa, pero después de haberse vestido del todo, había escrito una
nota. Usted ha observado que el guante derecho tenía roto el dedo índice, pero
no se fijó en que tanto el guante como el dedo estaban manchados de tinta
violeta. Había escrito con prisas y metió demasiado la pluma en el tintero. Ha
tenido que ser esta mañana, pues de no ser así la mancha no estaría tan clara
en el dedo. Todo esto resulta entretenido, aunque bastante elemental, pero hay
que ponerse a la faena, Watson. ¿Le importaría leerme la descripción del señor
Hosmer Angel que se da en el anuncio?
Levanté a la luz el pequeño
recorte impreso. «Desaparecido, en la mañana del día 14, un caballero llamado
Hosmer Angel. Estatura, unos cinco pies y siete pulgadas; complexión fuerte,
piel atezada, cabello negro con una pequeña calva en el centro, patillas
largas y bigote negro; gafas oscuras, ligero defecto en el habla. La última vez
que se le vio vestía levita negra con solapas de seda, chaleco negro con una
cadena de oro y pantalones grises de paño, con polainas marrones sobre botines
de elástico. Se sabe que ha trabajado en una oficina de Leadenhall Street.
Quien pueda aportar noticias, etc., etc.»
––Con eso basta ––dijo Holmes––.
En cuanto a las cartas... ––continuó, echándolas un vistazo–– son de lo más
vulgar. No hay en ellas ninguna pista del señor Angel, salvo que cita una vez a
Balzac. Sin embargo, presentan un aspecto muy notable, que sin duda le llamará
la atención.
––Que están escritas a máquina ––dije
yo.
––No sólo eso, hasta la firma
está a máquina. Fíjese en el pequeño y pulcro «Hosmer Angel» escrito al pie. Y,
como verá, hay fecha pero no dirección completa, sólo «Leadenhall Street», que
es algo muy inconcreto. Lo de la firma resulta muy sugerente... casi podría
decirse que concluyente.
––¿De qué?
––Querido amigo, ¿es posible que
no vea la importancia que esto tiene en el caso?
––Mentiría si dijera que la veo,
a no ser que lo hiciera para poder negar que la firma era suya, en caso de que
se le demandara por ruptura de compromiso.
––No, no se trata de eso. Sin
embargo, voy a escribir dos cartas que dejarán zanjado el asunto. Una, para una
firma de la City; y la otra, al padrastro de la joven, el señor Windibank,
pidiéndole que venga a visitarnos mañana a las seis de la tarde. Ya es hora de
que tratemos con los varones de la familia. Y ahora, doctor, no hay nada que
hacer hasta que lleguen las respuestas a las cartas, así que podemos desentendernos
del problemilla por el momento.
Tenía tantas razones para confiar
en las penetrantes dotes deductivas y en la extraordinaria energía de mi amigo,
que supuse que debía existir una base sólida para la tranquila y segura
desenvoltura con que trataba el singular misterio que se le había llamado a
sondear. Sólo una vez le había visto fracasar, en el caso del rey de Bohemia y
la fotografía de Irene Adler, pero si me ponía a pensar en el misterioso enredo
de El signo de los Cuatro o en las extraordinarias circunstancias que
concurrían en el Estudio en escarlata, me sentía convencido de que no había
misterio tan complicado que él no pudiera resolver.
Lo dejé, pues, todavía chupando
su pipa de arcilla negra, con el convencimiento de que, cuando volviera por
allí al día siguiente, encontraría ya en sus manos todas las pistas que
conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita Mary
Sutherland.
Un caso profesional de extrema
gravedad ocupaba por entonces mi atención, y pasé todo el día siguiente a la
cabecera del enfermo. Eran ya casi las seis cuando quedé libre y pude saltar a
un coche que me llevara a Baker Street, con cierto miedo de llegar demasiado
tarde para asistir al desenlace del pequeño misterio. Sin embargo, encontré a
Sherlock Holmes solo, medio dormido, con su larga y delgada figura enroscada en
los recovecos de su sillón. Un formidable despliegue de frascos y tubos de
ensayo, más el olor picante e inconfundible del ácido clorhídrico, me
indicaban que había pasado el día entregado a los experimentos químicos que
tanto le gustaban.
––Qué, ¿lo resolvió usted? ––pregunté
al entrar.
––Sí, era el bisulfato de bario.
––¡No, no! ¡El misterio! ––exclamé.
––¡Ah, eso! Creía que se refería
a la sal con la que he estado trabajando. No hay misterio alguno en este
asunto, como ya le dije ayer, aunque tiene algunos detalles interesantes. El
único inconveniente es que me temo que no existe ninguna ley que pueda castigar
a este granuja.
––Pues, ¿de quién se trata? ¿Y qué
se proponía al abandonar a la señorita Sutherland?
Apenas había salido la pregunta
de mi boca y Holmes aún no había abierto los labios para responder, cuando
oímos fuertes pisadas en el pasillo y unos golpes en la puerta.
––Aquí está el padrastro de la chica,
el señor James Windibank ––dijo Holmes––. Me escribió diciéndome que vendría a
las seis. ¡Adelante!
El hombre que entró era
corpulento, de estatura media, de unos treinta años de edad, bien afeitado y de
piel cetrina, con modales melosos e insinuantes y un par de ojos grises
extraordinariamente agudos y penetrantes. Dirigió una mirada inquisitiva a
cada uno de nosotros, depositó su reluciente chistera sobre un aparador y, con
una ligera inclinación, se sentó en la silla más próxima.
––Buenas tardes, señor James
Windibank ––dijo Holmes––. Creo que es usted quien me ha enviado esta carta
mecanografiada, citándose conmigo a las seis.
––Sí, señor. Me temo que llego un
poco tarde, pero no soy dueño de mi tiempo, como usted comprenderá. Lamento
mucho que la señorita Sutherland le haya molestado con este asunto, porque creo
que es mucho mejor no lavar en público los trapos sucios. Vino en contra de
mis deseos, pero es que se trata de una muchacha muy excitable e impulsiva,
como ya habrá notado, y no es fácil controlarla cuando se le ha metido algo en
la cabeza. Naturalmente, no me importa tanto tratándose de usted, que no tiene
nada que ver con la policía oficial, pero no es agradable que se comente fuera
de casa una desgracia familiar como ésta. Además, se trata de un gasto inútil,
porque, ¿cómo iba usted a poder encontrar a ese Hosmer Angel?
––Por el contrario ––dijo Holmes
tranquilamente––, tengo toda clase de razones para creer que lograré encontrar
al señor Hosmer Angel.
El señor Windibank tuvo un violento
sobresalto y se le cayeron los guantes.
––Me alegra mucho oír eso ––dijo.
––Es muy curioso ––comentó Holmes––
que una máquina de escribir tenga tanta individualidad como lo que se escribe a
mano. A menos que sean completamente nuevas, no hay dos máquinas que escriban
igual. Algunas letras se gastan más que otras, y algunas se gastan sólo por un
lado. Por ejemplo, señor Windibank, como puede ver en esta nota suya, la «e»
siempre queda borrosa y hay un pequeño defecto en el rabillo de la «r». Existen
otras catorce características, pero éstas son las más evidentes.
––Con esta máquina escribimos
toda la correspondencia
en la oficina, y es lógico que
esté un poco gastada ––dijo nuestro visitante, mirando fijamente a Holmes con
sus ojillos brillantes.
––Y ahora le voy a enseñar algo
que constituye un estudio verdaderamente interesante, señor Windibank ––continuó
Holmes––. Uno de estos días pienso escribir otra pequeña monografía acerca de
la máquina de escribir y su relación con el crimen. Es un tema al que he
dedicado cierta atención. Aquí tengo cuatro cartas presuntamente remitidas por
el desaparecido. Todas están escritas a máquina. En todos los casos, no sólo
las «es» están borrosas y las «erres» no tienen rabillo, sino que podrá usted
observar, si mira con mi lupa, que también aparecen las otras catorce
características de las que le hablaba antes.
El señor Windibank saltó de su
silla y recogió su sombrero.
––No puedo perder el tiempo
hablando de fantasías, señor Holmes ––dijo––. Si puede coger al hombre, cójalo,
y hágamelo saber cuando lo tenga.
––Desde luego ––dijo Holmes,
poniéndose en pie y cerrando la puerta con llave––. En tal caso, le hago saber
que ya lo he cogido.
––¿Cómo? ¿Dónde? ––exclamó el
señor Windibank, palideciendo hasta los labios y mirando a su alrededor como
una rata cogida en una trampa.
––Vamos, eso no le servirá de
nada, de verdad que no ––dijo Holmes con suavidad––. No podrá librarse de ésta,
señor Windibank. Es todo demasiado transparente y no me hizo usted ningún
cumplido al decir que me resultaría imposible resolver un asunto tan sencillo.
Eso es, siéntese y hablemos.
Nuestro visitante se desplomó en
una silla, con el rostro lívido y un brillo de sudor en la frente.
––No ... no constituye delito ––balbuceó.
––Mucho me temo que no. Pero,
entre nosotros, Windibank, ha sido una jugarreta cruel, egoísta y despiadada,
llevada a cabo del modo más ruin que jamás he visto. Ahora, permítame exponer
el curso de los acontecimientos y contradígame si me equivoco.
El hombre se encogió en su
asiento, con la cabeza hundida sobre el pecho, como quien se siente completamente
aplastado. Holmes levantó los pies, apoyándolos en una esquina de la repisa de
la chimenea, se echó hacia atrás con las manos en los bolsillos y comenzó a
hablar, con aire de hacerlo más para sí mismo que para nosotros.
––Un hombre se casó con una mujer
mucho mayor que él, por su dinero ––dijo––, y también se beneficiaba del dinero
de la hija mientras ésta viviera con ellos. Se trataba de una suma considerable
para gente de su posición y perderla habría representado una fuerte
diferencia. Valía la pena hacer un esfuerzo por conservarla. La hija tenía un
carácter alegre y comunicativo, y además era cariñosa y sensible, de manera
que resultaba evidente que, con sus buenas dotes personales y su pequeña renta,
no duraría mucho tiempo soltera. Ahora bien, su matrimonio significaba, sin
lugar a dudas, perder cien libras al año. ¿Qué hace entonces el padrastro para
impedirlo? Adopta la postura más obvia: retenerla en casa y prohibirle que
frecuente la compañía de gente de su edad. Pero pronto se da cuenta de que eso
no le servirá durante mucho tiempo. Ella se rebela, reclama sus derechos y por
fin anuncia su firme intención de asistir a cierto baile. ¿Qué hace entonces
el astuto padrastro? Se le ocurre una idea que honra más a su cerebro que a su
corazón. Con la complicidad y ayuda de su esposa, se disfraza, ocultando con
gafas oscuras esos ojos penetrantes, enmascarando su rostro con un bigote y un
par de pobladas patillas, disimulando el timbre claro de su voz con un susurro
insinuante... Y, doblemente seguro a causa de la miopía de la chica, se
presenta como el señor Hosmer Angel y ahuyenta a los posibles enamorados
cortejándola él mismo.
––Al principio era sólo una broma
––gimió nuestro visitante––. Nunca creímos que se lo tomara tan en serio.
––Probablemente, no. Fuese como
fuese, lo cierto es que la muchacha se lo tomó muy en serio; y, puesto que
estaba convencida de que su padrastro se encontraba en Francia, ni por un
instante se le pasó por la cabeza la sospecha de una traición. Se sentía
halagada por las atenciones del caballero, y la impresión se veía aumentada por
la admiración que la madre manifestaba a viva voz. Entonces el señor Angel
empezó a visitarla, pues era evidente que, si se querían obtener resultados,
había que llevar el asunto tan lejos como fuera posible. Hubo encuentros y un
compromiso que evitaría definitivamente que la muchacha dirigiera su afecto
hacia ningún otro. Pero el engaño no se podía mantener indefinidamente. Los
supuestos viajes a Francia resultaban bastante embarazosos. Evidentemente, lo
que había que hacer era llevar el asunto a una conclusión tan dramática que
dejara una impresión permanente en la mente de la joven, impidiéndole mirar a
ningún otro pretendiente durante bastante tiempo. De ahí esos juramentos de
fidelidad pronunciados sobre el Evangelio, y de ahí las alusiones a la
posibilidad de que ocurriera algo la misma mañana de la boda. James Windibank
quería que la señorita Sutherland quedara tan atada a Hosmer Angel y tan
insegura de lo sucedido, que durante diez años, por lo menos, no prestara
atención a ningún otro hombre. La llevó hasta las puertas mismas de la iglesia
y luego, como ya no podía seguir más adelante, desapareció oportunamente,
mediante el viejo truco de entrar en un coche por una puerta y salir por la
otra. Creo que éste fue el encadenamiento de los hechos, señor Windibank.
Mientras Holmes hablaba, nuestro
visitante había recuperado parte de su aplomo, y al llegar a este punto se
levantó de la silla con una fría expresión de burla en su pálido rostro.
––Puede que sí y puede que no,
señor Holmes ––dijo––. Pero si es usted tan listo, debería saber que ahora
mismo es usted y no yo quien está infringiendo la ley. Desde el principio, yo
no he hecho nada punible, pero mientras mantenga usted esa puerta cerrada se
expone a una demanda por agresión y retención ilegal.
––Como bien ha dicho, la ley no
puede tocarle ––dijo Holmes, girando la llave y abriendo la puerta de par en
par––. Sin embargo, nadie ha merecido jamás un castigo tanto como lo merece
usted. Si la joven tuviera un hermano o un amigo, le cruzaría la espalda a
latigazos. ¡Por Júpiter! ––exclamó acalorándose al ver el gesto de burla en la
cara del otro––. Esto no forma parte de mis obligaciones para con mi cliente,
pero tengo a mano un látigo de caza y creo que me voy a dar el gustazo de...
Dio dos rápidas zancadas hacia el
látigo, pero antes de que pudiera cogerlo se oyó un estrépito de pasos en la escalera,
la puerta de la entrada se cerró de golpe y pudimos ver por la ventana al señor
Windibank corriendo calle abajo a toda la velocidad de que era capaz.
––¡Ahí va un canalla con
verdadera sangre fría! ––dijo Holmes, echándose a reír mientras se dejaba caer
de nuevo en su sillón––. Ese tipo irá subiendo de delito en delito hasta que
haga algo muy grave y termine en el patíbulo. En ciertos aspectos, el caso no
carecía por completo de interés.
––Todavía no veo muy claros todos
los pasos de su razonamiento ––dije yo.
––Pues, desde luego, en un
principio era evidente que este señor Hosmer Angel tenía que tener alguna buena
razón para su curioso comportamiento, y estaba igualmente claro que el único
hombre que salía beneficiado del incidente, hasta donde nosotros sabíamos, era
el padrastro. Luego estaba el hecho, muy sugerente, de que nunca se hubiera
visto juntos a los dos hombres, sino que el uno aparecía siempre cuando el otro
estaba fuera. Igualmente sospechosas eran las gafas oscuras y la voz susurrante,
factores ambos que sugerían un disfraz, lo mismo que las pobladas patillas.
Mis sospechas se vieron confirmadas por ese detalle tan curioso de firmar a
máquina, que por supuesto indicaba que la letra era tan familiar para la joven
que ésta reconocería cualquier minúscula muestra de la misma. Como ve, todos
estos hechos aislados, junto con otros muchos de menor importancia, señalaban
en la misma dirección.
––¿Y cómo se las arregló para
comprobarlo?
––Habiendo identificado a mi
hombre, resultaba fácil conseguir la corroboración. Sabía en qué empresa
trabajaba este hombre. Cogí la descripción publicada, eliminé todo lo que se
pudiera achacar a un disfraz ––las patillas, las gafas, la vozy se la envié a
la empresa en cuestión, solicitando que me informaran de si alguno de sus
viajantes respondía a la descripción. Me había fijado ya en las peculiaridades
de la máquina, y escribí al propio sospechoso a su oficina, rogándole que
acudiera aquí. Tal como había esperado, su respuesta me llegó escrita a máquina,
y mostraba los mismos defectos triviales pero característicos. En el mismo
correo me llegó una carta de Westhouse & Marbank, de Fenchurch Street,
comunicándome que la descripción coincidía en todos sus aspectos con la de su
empleado James Windibank. Voílá tout!
––¿Y la señorita Shutherland?
––Si se lo cuento, no me creerá.
Recuerde el antiguo proverbio persa: «Tan peligroso es quitarle su cachorro a
un tigre como arrebatarle a una mujer una ilusión.» Hay tanta sabiduría y
tanto conocimiento del mundo en Hafiz como en Horacio.
4. El misterio de Boscombe Valley
Estábamos una mañana sentados mi esposa y yo
cuando la doncella trajo un telegrama. Era de Sherlock Holmes y decía lo
siguiente:
«¿Tiene un par de días libres? Me han
telegrafiado desde el oeste de Inglaterra a propósito de la tragedia de
Boscombe Valley. Me alegraría que usted me acompañase. Atmósfera y paisaje
maravillosos. Salgo de Paddington en el tren de las 11.15».
––¿Qué dices a esto, querido? ––preguntó
mi esposa, mirándome directamente––. ¿Vas a ir?
––No sé qué decir. En estos
momentos tengo una lista de pacientes bastante larga.
––¡Bah! Anstruther se encargará
de ellos. Últimamente se te ve un poco pálido. El cambio te sentará bien, y
siempre te han interesado mucho los casos del señor Sherlock Holmes.
––Sería un desagradecido si no me
interesaran, en vista de lo que he ganado con uno solo de ellos ––respondí––.
Pero si voy a ir, tendré que hacer el equipaje ahora mismo, porque sólo me
queda media hora.
Mi experiencia en la campaña de
Afganistán me había convertido, por lo menos, en un viajero rápido y dispuesto.
Mis necesidades eran pocas y sencillas, de modo que, en menos de la mitad del
tiempo mencionado, ya estaba en un coche de alquiler con mi maleta, rodando en
dirección a la estación de Paddington. Sherlock Holmes paseaba andén arriba y
andén abajo, y su alta y sombría figura parecía aún más alta y sombría a causa
de su largo capote gris de viaje y su ajustada gorra de paño.
––Ha sido usted verdaderamente
amable al venir, Watson ––dijo––. Para mí es considerablemente mejor tener al
lado a alguien de quien fiarme por completo. La ayuda que se encuentra en el
lugar de los hechos, o no vale para nada o está influida. Coja usted los dos
asientos del rincón y yo sacaré los billetes.
Teníamos todo el compartimento
para nosotros, si no contamos un inmenso montón de papeles que Holmes había
traído consigo. Estuvo hojeándolos y leyéndolos, con intervalos dedicados a
tomar notas y a meditar, hasta que dejamos atrás Reading. Entonces hizo de
pronto con todos ellos una bola gigantesca y la tiró a la rejilla de los
equipajes.
––¿Ha leído algo acerca del caso?
––preguntó.
––Ni una palabra. No he leído un
periódico en varios días. ––La prensa de Londres no ha publicado relatos muy
completos. Acabo de repasar todos los periódicos recientes a fin de hacerme
con los detalles. Por lo que he visto, parece tratarse de uno de esos casos
sencillos que resultan extraordinariamente difíciles.
––Eso suena un poco a paradoja.
––Pero es una gran verdad. Lo que
se sale de lo corriente constituye, casi invariablemente, una pista. Cuanto más
anodino y vulgar es un crimen, más difícil resulta resolverlo. Sin embargo, en
este caso parece haber pruebas de peso contra el hijo del asesinado.
––Entonces, ¿se trata de un
asesinato?
––Bueno, eso se supone. Yo no
aceptaré nada como seguro hasta que haya tenido ocasión de echar un vistazo en
persona. Voy a explicarle en pocas palabras la situación, tal y como yo la he
entendido.
»Boscombe Valley es un distrito
rural de Herefordshire, situado no muy lejos de Ross. El mayor terrateniente de
la zona es un tal John Turner, que hizo fortuna en Australia y regresó a su
país natal hace algunos años. Una de las granjas de su propiedad, la de
Hatherley, la tenía arrendada al señor Charles McCarthy, otro ex australiano.
Los dos se habían conocido en las colonias, por lo que no tiene nada de raro
que cuando vinieron a establecerse aquí procuraran estar lo más cerca posible
uno del otro. Según parece, Turner era el más rico de los dos, así que McCarthy
se convirtió en arrendatario suyo, pero al parecer seguían tratándose en términos
de absoluta igualdad y se los veía mucho juntos. McCarthy tenía un hijo, un
muchacho de dieciocho años, y Turner tenía una hija única de la misma edad,
pero a ninguno de los dos les vivía la esposa. Parece que evitaban el trato
con las familias inglesas de los alrededores y que llevaban una vida retirada,
aunque los dos McCarthy eran aficionados al deporte y se los veía con
frecuencia en las carreras de la zona. McCarthy tenía dos sirvientes: un hombre
y una muchacha. Turner disponía de una servidumbre considerable, por lo menos
media docena. Esto es todo lo que he podido averiguar sobre las familias.
Pasemos ahora a los hechos.
»E13 de junio ––es decir, el
lunes pasado––, McCarthy salió de su casa de Hatherley a eso de la tres de la
tarde, y fue caminando hasta el estanque de Boscombe, una especie de laguito
formado por un ensanchamiento del arroyo que corre por el valle de Boscombe.
Por la mañana había estado con su criado en Ross y le había dicho que tenía que
darse prisa porque a las tres tenía una cita importante. Una cita de la que no
regresó vivo.
»Desde la casa de Hatherley hasta
el estanque de Boscombe hay como un cuarto de milla, y dos personas le vieron
pasar por ese terreno. Una fue una anciana, cuyo nombre no se menciona, y la
otra fue William Crowder, un guarda de caza que está al servicio del señor
Turner. Los dos testigos aseguran que el señor McCarthy iba caminando solo. El
guarda añade que a los pocos minutos de haber visto pasar al señor McCarthyvio
pasar a su hijo en la misma dirección, con una escopeta bajo el brazo. En su
opinión, el padre todavía estaba al alcance de la vista y el hijo iba
siguiéndolo. No volvió a pensar en el asunto hasta que por la tarde se enteró
de la tragedia que había ocurrido.
»Hubo alguien más que vio a los
dos McCarthy después de que William Crowder, el guarda, los perdiera de vista.
El estanque de Boscombe está rodeado de espesos bosques, con sólo un pequeño
reborde de hierba y juncos alrededor. Una muchacha de catorce años, Patience
Moran, hija del guardés del pabellón de Boscombe Valley, se encontraba en uno
de los bosques cogiendo flores. Ha declarado que, mientras estaba allí, vio en
el borde del bosque y cerca del estanque al señor McCarthy y su hijo, que
parecían estar discutiendo acaloradamente. Oyó al mayor de los McCarthy
dirigirle a su hijo palabras muy fuertes, y vio a éste levantar la mano como
para pegar a su padre. La violencia de la escena la asustó tanto que echó a
correr, y cuando llegó a su casa le contó a su madre que había visto a los dos
McCarthy discutiendo junto al estanque de Boscombe y que tenía miedo de que
fueran a pelearse. Apenas había terminado de hablar cuando el joven McCarthy
llegó corriendo al pabellón, diciendo que había encontrado a su padre muerto en
el bosque y pidiendo ayuda al guardés. Venía muy excitado, sin escopeta ni
sombrero, y vieron que traía la mano y la manga derechas manchadas de sangre fresca.
Fueron con él y encontraron el cadáver del padre, tendido sobre la hierba
junto al estanque. Le habían aplastado la cabeza a golpes con algún arma pesada
y roma. Eran heridas que podrían perfectamente haberse infligido con la culata
de la escopeta del hijo, que se encontró tirada en la hierba a pocos pasos del
cuerpo. Dadas las circunstancias, el joven fue detenido inmediatamente, el
martes la investigación dio como resultado un veredicto de «homicidio intencionado»,
y el miércoles compareció ante los magistrados de Ross, que han remitido el
caso a la próxima sesión del tribunal. Éstos son los hechos principales del
caso, según se desprende de la investigación judicial y el informe policial.
––El caso no podría presentarse
peor para el joven ––comenté––. Pocas veces se han dado tantas pruebas circunstanciales
que acusasen con tanta insistencia al criminal.
––Las pruebas circunstanciales
son muy engañosas ––respondió Holmes, pensativo––. Puede parecer que indican
claramente una cosa, pero si cambias un poquito tu punto de vista, puedes
encontrarte con que indican, con igual claridad, algo completamente diferente.
Sin embargo, hay que confesar que el caso se presenta muy mal para el joven, y
es muy posible que verdaderamente sea culpable. Sin embargo, existen varias
personas en la zona, y entre ellas la señorita Turner, la hija del
terrateniente, que creen en su inocencia y que han contratado a Lestrade, al
que usted recordará de cuando intervino en el Estudio en escarlata, para que
investigue el caso en beneficio suyo. Lestrade se encuentra perdido y me ha
pasado el caso a mí, y ésta es la razón de que dos caballeros de edad mediana
vuelen en este momento hacia el oeste, a cincuenta millas por hora, en lugar de
digerir tranquilamente su desayuno en casa.
––Me temo ––dije–– que los hechos
son tan evidentes que este caso le reportará muy poco mérito.
––No hay nada tan engañoso como
un hecho evidente ––respondió riendo––. Además, bien podemos tropezar con algún
otro hecho evidente que no le resultara tan evidente al señor Lestrade. Me
conoce usted lo suficientemente bien como para saber que no fanfarroneo al
decir que soy capaz de confirmar o echar por tierra su teoría valiéndome de medios
que él es totalmente incapaz de emplear e incluso de comprender. Por usar el
ejemplo más a mano, puedo advertir con toda claridad que la ventana de su
cuarto está situada a la derecha, y dudo mucho que el señor Lestrade se hubiera
fijado en un detalle tan evidente como ése.
––¿Cómo demonios...?
––Mi querido amigo, le conozco
bien. Conozco la pulcritud militar que le caracteriza. Se afeita usted todas
las mañanas, y en esta época del año se afeita a la luz del sol, pero como su
afeitado va siendo cada vez menos perfecto a medida que avanzamos hacia la
izquierda, hasta hacerse positivamente chapucero a la altura del ángulo de la
mandíbula, no puede caber duda de que ese lado está peor iluminado que el otro.
No puedo concebir que un hombre como usted se diera por satisfecho con ese
resultado si pudiera verse ambos lados con la misma luz. Esto lo digo sólo a
manera de ejemplo trivial de observación y deducción. En eso consiste mi
oficio, y es bastante posible que pueda resultar de alguna utilidad en el caso
que nos ocupa. Hay uno o dos detalles menores que salieron a relucir en la
investigación y que vale la pena considerar. ––¿Como qué?
––Parece que la detención no se
produjo en el acto, sino después de que el joven regresara a la granja Hatherley.
Cuando el inspector de policía le comunicó que estaba detenido, repuso que no
le sorprendía y que no se merecía otra cosa. Este comentario contribuyó a
disipar todo rastro de duda que pudiera quedar en las mentes del jurado encargado
de la instrucción.
––Como que es una confesión ––exclamé.
––Nada de eso, porque a continuación
se declaró inocente.
––Viniendo después de una serie
de hechos tan condenatoria fue, por lo menos, un comentario de lo más
sospechoso.
––Por el contrario ––dijo Holmes––.
Por el momento ésa es la rendija más luminosa que puedo ver entre los nubarrones.
Por muy inocente que sea, no puede ser tan rematadamente imbécil que no se dé
cuenta de que las circunstancias son fatales para él. Si se hubiera mostrado
sorprendido de su detención o hubiera fingido indignarse, me habría parecido
sumamente sospechoso, porque tal sorpresa o indignación no habrían sido
naturales, dadas las circunstancias, aunque a un hombre calculador podrían
parecerle la mejor táctica a seguir. Su franca aceptación de la situación le
señala o bien como a un inocente, o bien como a un hombre con mucha firmeza y
dominio de sí mismo. En cuanto a su comentario de que se lo merecía, no resulta
tan extraño si se piensa que estaba junto al cadáver de su padre y que no cabe
duda de que aquel mismo día había olvidado su respeto filial hasta el punto de
reñir con él e incluso, según la muchacha cuyo testimonio es tan importante,
de levantarle la mano como para pegarle. El remordimiento y el arrepentimiento
que se reflejan en sus palabras me parecen señales de una mentalidad sana y no
de una mente culpable.
––A muchos los han ahorcado con
pruebas bastante menos sólidas ––comenté, meneando la cabeza.
––Así es. Y a muchos los han
ahorcado injustamente.
––¿Cuál es la versión de los
hechos según el propio joven?
––Me temo que no muy alentadora
para sus partidarios, aunque tiene un par de detalles interesantes. Aquí la
tiene, puede leerla usted mismo.
Sacó de entre el montón de
papeles un ejemplar del periódico de Herefordshire, encontró la página y me
señaló el párrafo en el que el desdichado joven daba su propia versión de lo
ocurrido. Me instalé en un rincón del compartimento y lo leí con mucha
atención. Decía así:
«Compareció a continuación el
señor James McCarthy, hijo único del fallecido, que declaró lo siguiente: “Había
estado fuera de casa tres días, que pasé en Bristol, y acababa de regresar la
mañana del pasado lunes, día 3. Cuando llegué, mi padre no estaba en casa y la
doncella me dijo que había ido a Ross con John Cobb, el caballerizo. Poco
después de llegar, oí en el patio las ruedas de su coche; miré por la ventana
y le vi bajarse y salir a toda prisa del patio, aunque no me fijé en qué
dirección se fue. Cogí entonces mi escopeta y eché a andar en dirección al
estanque de Boscombe, con la intención de visitar las conejeras que hay al otro
lado. Por el camino vi a William Crowder, el guarda, tal como él ha declarado;
pero se equivocó al pensar que yo iba siguiendo a mi padre. No tenía ni idea de
que él iba delante de mí. A unas cien yardas del estanque oí el grito de ¡cui!, que mi padre y yo utilizábamos
normalmente como señal. Al oírlo, eché a correr y lo encontré de pie junto al
estanque. Pareció muy sorprendido de verme y me preguntó con bastante mal humor
qué estaba haciendo allí. Nos enzarzamos en una discusión que degeneró en
voces, y casi en golpes, pues mi padre era un hombre de temperamento muy
violento. En vista de que su irritación se hacía incontrolable, lo dejé, y emprendí
el camino de regreso a Hatherley. Pero no me había alejado ni ciento cincuenta
yardas cuando oí a mis espaldas un grito espantoso, que me hizo volver
corriendo. Encontré a mi padre agonizando en el suelo, con terribles heridas en
la cabeza. Dejé caer mi escopeta y lo tomé en mis brazos, pero expiró casi en
el acto. Permanecí unos minutos arrodillado a su lado y luego fui a pedir
ayuda a la casa del guardés del señor Turner, que era la más cercana. Cuando
volví junto a mi padre no vi a nadie cerca, y no tengo ni idea de cómo se
causaron sus heridas. No era una persona muy apreciada, a causa de su carácter
frío y reservado; pero, por lo que yo sé, tampoco tenía enemigos declarados. No
sé nada más del asunto:”
»El juez instructor: ¿Le dijo su
padre algo antes de morir? »El testigo: Murmuró algunas palabras, pero lo único
que entendí fue algo sobre una rata.
»El juez: ¿Cómo interpretó usted
aquello?
»El testigo: No significaba nada
para mí. Creí que estaba delirando.
»El juez: ¿Cuál fue el motivo de
que usted y su padre sostuvieran aquella última discusión?
»El testigo: Preferiría no
responder.
»El juez: Me temo que debo
insistir.
»El testigo: De verdad que me
resulta imposible decírselo. Puedo asegurarle que no tenía nada que ver con la
terrible tragedia que ocurrió a continuación.
»El juez: El tribunal es quien
debe decidir eso. No es necesario advertirle que su negativa a responder puede
perjudicar considerablemente su situación en cualquier futuro proceso a que
pueda haber lugar.
»El testigo: Aun así, tengo que
negarme.
»El juez: Según tengo entendido,
el grito de culi era una señal habitual entre usted y su padre.
»El testigo: Así es.
»El juez: En tal caso, ¿cómo es
que dio el grito antes de verle a usted, cuando ni siquiera sabía que había
regresado usted de Bristol?
»El testigo (bastante
desconcertado): No lo sé.
»Un jurado: ¿Novio usted nada que
despertara sus sospechas cuando regresó al oír gritar a su padre y lo encontró
herido de muerte?
»El testigo: Nada concreto.
»El juez: ¿Qué quiere decir con
eso?
»El testigo: Al salir corriendo
al claro iba tan trastornado y excitado que no podía pensar más que en mi
padre. Sin embargo, tengo la vaga impresión de que al correr vi algo tirado en
el suelo a mi izquierda. Me pareció que era algo de color gris, una especie de
capote o tal vez una manta escocesa. Cuando me levanté al dejar a mi padre
miré a mi alrededor para fijarme, pero ya no estaba.
»––¿Quiere decir que desapareció
antes de que usted fuera a buscar ayuda?
»––Eso es, desapareció.
»––¿No puede precisar lo que era?
»––No, sólo me dio la sensación
de que había algo allí.
»––¿A qué distancia del cuerpo?
»––A unas doce yardas.
»––¿Y a qué distancia del lindero
del bosque?
»––Más o menos a la misma.
»––Entonces, si alguien se lo
llevó, fue mientras usted se encontraba a unas doce yardas de distancia.
»––Sí, pero vuelto de espaldas.
»Con esto concluyó el
interrogatorio del testigo.»
––Por lo que veo ––dije echando
un vistazo al resto de la columna––, el juez instructor se ha mostrado bastante
duro con el joven McCarthy en sus conclusiones. Llama la atención, y con toda
la razón, sobre la discrepancia de que el padre lanzara la llamada antes de
verlo, hacia su negativa a dar detalles de la conversación con el padre y
sobre su extraño relato de las últimas palabras del moribundo. Tal como él
dice, todo eso apunta contra el hijo.
Holmes se rió suavemente para sus
adentros y se estiró sobre el mullido asiento.
––Tanto usted como el juez
instructor se han esforzado a fondo ––dijo–– en destacar precisamente los
aspectos más favorables para el muchacho. ¿No se da usted cuenta de que tan
pronto le atribuyen demasiada imaginación como demasiado poca? Demasiado poca,
si no es capaz de inventarse un motivo para la disputa que le haga ganarse las
simpatías del jurado; demasiada, si es capaz de sacarse de la mollera una cosa
tan outré como la alusión del moribundo a una rata y el incidente de la prenda
desaparecida. No señor, yo enfocaré este caso partiendo de que el joven ha
dicho la verdad, y veremos adónde nos lleva esta hipótesis. Y ahora, aquí tengo
mi Petrarca de bolsillo, y no pienso decir ni una palabra más sobre el caso
hasta que lleguemos al lugar de los hechos.
Comeremos en Swindon, y creo que
llegaremos dentro de veinte minutos.
Eran casi las cuatro cuando nos
encontramos por fin en el bonito pueblecito campesino de Ross, tras haber
atravesado el hermoso valle del Stroud y cruzado el ancho y reluciente Severn.
Un hombre delgado, con cara de hurón y mirada furtiva y astuta, nos esperaba en
el andén. A pesar del guardapolvo marrón claro y de las polainas de cuero que
llevaba como concesión al ambiente campesino, no tuve dificultad en reconocer a
Lestrade, de Scodand Yard. Fuimos con él en coche hasta «El Escudo de
Hereford», donde ya se nos había reservado una habitación.
––He pedido un coche ––dijo
Lestrade, mientras nos sentábamos a tomar una taza de té––.,Conozco su carácter
enérgico y sé que no estará a gusto hasta que haya visitado la escena del
crimen.
––Es usted muy amable y halagador
––respondió Holmes––. Pero todo depende de la presión barométrica.
Lestrade pareció sorprendido.
––No comprendo muy bien––dijo.
––¿Qué marca el barómetro?
Veintinueve, por lo que veo. No hay viento, ni se ve una nube en el cielo.
Tengo aquí una caja de cigarrillos que piden ser fumados, y el sofá es muy
superior a las habituales abominaciones que suelen encontrarse en los hoteles
rurales. No creo probable que utilice el coche esta noche.
Lestrade dejó escapar una risa
indulgente.
––Sin duda, ya ha sacado usted
conclusiones de los periódicos ––dijo––. El caso es tan vulgar como un palo de
escoba, y cuanto más profundiza uno en él, más vulgar se vuelve. Pero, por
supuesto, no se le puede decir que no a una dama, sobre todo a una tan
voluntariosa. Había oído hablar de usted e insistió en conocer su opinión, a
pesar de que yo le repetí un montón de veces que usted no podría hacer nada
que yo no hubiera hecho ya. Pero, ¡caramba! ¡Ahí está su coche en la puerta!
Apenas había terminado de hablar
cuando irrumpió en la habitación una de las jóvenes más encantadoras que he
visto en mi vida. Brillantes ojos color violeta, labios entreabiertos, un toque
de rubor en sus mejillas, habiendo perdido toda noción de su recato natural
ante el ímpetu arrollador de su agitación y preocupación.
––¡Oh, señor Sherlock Holmes! ––exclamó,
pasando la mirada de uno a otro, hasta que, con rápida intuición femenina, la
fijó en mi compañero––. Estoy muy contenta de que haya venido. He venido a
decírselo. Sé que James no lo hizo. Lo sé, y quiero que usted empiece a
trabajar sabiéndolo también. No deje que le asalten dudas al respecto. Nos
conocemos el uno al otro desde que éramos niños, y conozco sus defectos mejor
que nadie; pero tiene el corazón demasiado blando como para hacer daño ni a una
mosca. La acusación es absurda para cualquiera que lo conozca de verdad.
––Espero que podamos demostrar su
inocencia, señorita Turner ––dijo Sherlock Holmes––. Puede usted confiar en que
haré todo lo que pueda.
––Pero usted ha leído las
declaraciones. ¿Ha sacado alguna conclusión? ¿No ve alguna salida, algún punto
débil? ¿No cree usted que es inocente?
––Creo que es muy probable.
––¡Ya lo ve usted! ––exclamó
ella, echando atrás la cabeza y mirando desafiante a Lestrade––. ¡Ya lo oye!
¡Él me da esperanzas!
Lestrade se encogió de hombros.
––Me temo que mi colega se ha
precipitado un poco al sacar conclusiones ––dijo.
––¡Pero tiene razón! ¡Sé que
tiene razón! James no lo hizo. Y en cuanto a esa disputa con su padre, estoy
segura de que la razón de que no quisiera hablar de ella al juez fue que discutieron
acerca de mí.
––¿Y por qué motivo?
––No es momento de ocultar nada.
James y su padre tenían muchas desavenencias por mi causa. El señor McCarthy
estaba muy interesado en que nos casáramos. James y yo siempre nos hemos
querido como hermanos, pero, claro, él es muy joven y aún ha visto muy poco de
la vida, y... y... bueno, naturalmente, todavía no estaba preparado para meterse
en algo así. De ahí que tuvieran discusiones, y ésta, estoy segura, fue una
más.
––¿Y el padre de usted? ––preguntó
Holmes––. ¿También era partidario de ese enlace?
––No, él también se oponía. El
único que estaba a favor era McCarthy.
Un súbito rubor cubrió sus
lozanas y juveniles facciones cuando Holmes le dirigió una de sus penetrantes
miradas inquisitivas.
––Gracias por esta información ––dijo––.
¿Podría ver a su padre si le visito mañana?
––Me temo que el médico no lo va
a permitir.
––¿El médico?
––Sí, ¿no lo sabía usted? El
pobre papá no andaba bien de salud desde hace años, pero esto le ha acabado de
hundir. Tiene que guardar cama, y el doctor Willows dice que está hecho polvo y
que tiene el sistema nervioso destrozado. El señor McCarthy era el único que
había conocido a papá en los viejos tiempos de Victoria.
––¡Ajá! ¡Así que en Victoria! Eso
es importante.
––Sí, en las minas.
––Exacto; en las minas de oro,
donde, según tengo entendido, hizo su fortuna el señor Turner.
––Eso es.
––Gracias, señorita Turner. Ha
sido usted una ayuda muy útil.
––Si mañana hay alguna novedad,
no deje de comunicármela. Sin duda, irá usted a la cárcel a ver a James. Oh,
señor Holmes, si lo hace dígale que yo sé que es inocente.
––Así lo haré, señorita Turner.
––Ahora tengo que irme porque
papá está muy mal y me echa de menos si lo dejo solo. Adiós, y que el Señor le
ayude en su empresa.
Salió de la habitación tan
impulsivamente como había entrado y oímos las ruedas de su carruaje traqueteando
calle abajo.
––Estoy avergonzado de usted,
Holmes ––dijo Lestrade con gran dignidad, tras unos momentos de silencio––.
¿Por qué despierta esperanzas que luego tendrá que defraudar? No soy
precisamente un sentimental, pero a eso lo llamo crueldad.
––Creo que encontraré la manera
de demostrar la inocencia de James McCarthy ––dijo Holmes––. ¿Tiene usted
autorización para visitarlo en la cárcel?
––Sí, pero sólo para usted y para
mí.
––En tal caso, reconsideraré mi
decisión de no salir. ¿Tendremos todavía tiempo para tomar un tren a Hereford
y verlo esta noche?
––De sobra.
––Entonces, en marcha. Watson, me
temo que se va a aburrir, pero sólo estaré ausente un par de horas.
Los acompañé andando hasta la
estación, y luego vagabundeé por las calles.del pueblecito, acabando por
regresar al hotel, donde me tumbé en el sofá y procuré interesarme en una
novela policiaca. Pero la trama de la historia era tan endeble en comparación
con el profundo misterio en el que estábamos sumidos, que mi atención se
desviaba constantemente de la ficción a los hechos, y acabé por tirarla al
otro extremo de la habitación y entregarme por completo a recapacitar sobre
los acontecimientos del día. Suponiendo que la historia del desdichado joven
fuera absolutamente cierta, ¿qué cosa diabólica, qué calamidad absolutamente
imprevista y extraordinaria podía haber ocurrido entre el momento en que se
separó de su padre y el instante en que, atraído por sus gritos, volvió
corriendo al claro? Había sido algo terrible y mortal, pero ¿qué? ¿Podrían mis
instintos médicos deducir algo de la índole de las heridas? Tiré de la campanilla
y pedí que me trajeran el periódico semanal del condado, que contenía una
crónica textual de la investigación. En la declaración del forense se afirmaba
que el tercio posterior del parietal izquierdo y la mitad izquierda del
occipital habían sido fracturados por un fuerte golpe asestado con un objeto
romo. Señalé el lugar en mi propia cabeza. Evidentemente, aquel golpe tenía
que haberse asestado por detrás. Hasta cierto punto, aquello favorecía al
acusado, ya que cuando se le vio discutiendo con su padre ambos estaban frente
a frente. Aun así, no significaba gran cosa, ya que el padre podía haberse
vuelto de espaldas antes de recibir el golpe. De todas maneras, quizá valiera
la pena llamar la atención de Holmes sobre el detalle. Luego teníamos la curiosa
alusión del moribundo a una rata. ¿Qué podía significar aquello? No podía
tratarse de un delirio. Un hombre que ha recibido un golpe mortal no suele
delirar. No, lo más probable era que estuviera intentando explicar lo que le
había ocurrido. Pero ¿qué podía querer decir? Me devané los sesos en busca de
una posible explicación. Y luego estaba también el asunto de la prenda gris que
había visto el joven McCarthy. De ser cierto aquello, el asesino debía haber
perdido al huir alguna prenda de vestir, probablemente su gabán, y había tenido
la sangre fría de volver a recuperarla en el mismo instante en que el hijo se
arrodillaba, vuelto de espaldas, a menos de doce pasos. ¡Qué maraña de
misterios e improbabilidades era todo el asunto! No me extrañaba la opinión de
Lestrade, a pesar de lo cual tenía tanta fe en la perspicacia de Sherlock
Holmes que no perdía las esperanzas, en vista de que todos los nuevos datos
parecían reforzar su convencimiento de la inocencia del joven McCarthy.
Era ya tarde cuando regresó
Sherlock Holmes. Venía solo, ya que Lestrade se alojaba en el pueblo.
––El barómetro continúa muy alto ––comentó
mientras se sentaba––. Es importante que no llueva hasta que hayamos podido
examinar el lugar de los hechos. Por otra parte, para un trabajito como ése uno
tiene que estar en plena forma y bien despierto, y no quiero hacerlo estando
fatigado por un largo viaje. He visto al joven McCarthy.
––¿Y qué ha sacado de él?
––Nada.
––¿No pudo arrojar ninguna luz?
––Absolutamente ninguna. En algún
momento me sentí inclinado a pensar que él sabía quién lo había hecho y estaba
encubriéndolo o encubriéndola, pero ahora estoy convencido de que está tan a
oscuras como todos los demás. No es un muchacho demasiado perspicaz, aunque sí
bien parecido y yo diría que de corazón noble.
––No puedo admirar sus gustos ––comenté––,
si es verdad eso de que se negaba a casarse con una joven tan encantadora como
esta señorita Turner.
––Ah, en eso hay una historia
bastante triste. El tipo la quiere con locura, con desesperación, pero hace
unos años, cuando no era más que un mozalbete, y antes de conocerla bien a
ella, porque la chica había pasado cinco años en un internado, ¿no va el muy
idiota y se deja atrapar por una camarera de Bristol, y se casa con ella en el
juzgado? Nadie sabe una palabra del asunto, pero puede usted imaginar lo
enloquecedor que tenía que ser para él que le recriminaran por no hacer algo
que daría los ojos por poder hacer, pero que sabe que es absolutamente
imposible. Fue uno de esos arrebatos de locura lo que le hizo levantar las
manos cuando su padre, en su última conversación, le seguía insistiendo en
que le propusiera matrimonio a la señorita Turner. Por otra parte, carece de
medios económicos propios y su padre, que era en todos los aspectos un hombre
muy duro, le habría repudiado por completo si se hubiera enterado de la verdad.
Con esta esposa camarera es con la que pasó los últimos tres días en Bristol,
sin que su padre supiera dónde estaba. Acuérdese de este detalle. Es
importante. Sin embargo, no hay mal que por bien no venga, ya que la camarera,
al enterarse por los periódicos de que el chico se ha metido en un grave
aprieto y es posible que lo ahorquen, ha roto con él y le ha escrito comunicándole
que ya tiene un marido en los astilleros Bermudas, de modo que no existe un
verdadero vínculo entre ellos. Creo que esta noticia ha bastado para consolar
al joven McCarthy de todo lo que ha sufrido.
––Pero si él es inocente,
entonces, ¿quién lo hizo?
––Eso: ¿Quién? Quiero llamar su
atención muy concretamente hacia dos detalles. El primero, que el hombre
asesinado tenía una cita con alguien en el estanque, y que este alguien no
podía ser su hijo, porque el hijo estaba fuera y él no sabía cuándo iba a
regresar. El segundo, que a la víctima se le oyó gritar culi, aunque aún no
sabía que su hijo había regresado. Éstos son los puntos cruciales de los que
depende el caso. Y ahora, si no le importa, hablemos de George Meredith, y
dejemos los detalles secundarios para mañana.
Tal como Holmes había previsto,
no llovió, y el día amaneció despejado y sin nubes. A las nueve en punto,
Lestrade pasó a recogernos con el coche y nos dirigimos a la granja Hatherley y
al estanque de Boscombe.
––Hay malas noticias esta mañana ––comentó
Lestrade––. Dicen que el señor Turner, el propietario, está tan enfermo que no
hay esperanzas de que viva.
––Supongo que será ya bastante
mayor ––dijo Holmes.
––Unos sesenta años; pero la vida
en las colonias le destrozó el organismo, y llevaba bastante tiempo muy flojo
de salud. Este suceso le ha afectado de muy mala manera. Era viejo amigo de
McCarthy, y podríamos añadir que su gran benefactor, pues me he enterado de que
no le cobraba renta por la granja Hatherley.
––¿De veras? Esto es interesante ––dijo
Holmes.
––Pues, sí. Y le ha ayudado de
otras cien maneras. Por aquí todo el mundo habla de lo bien que se portaba con
él.
––¡Vaya! ¿Y no le parece a usted
un poco curioso que este McCarthy, que parece no poseer casi nada y deber
tantos favores a Turner, hable, a pesar de todo, de casar a su hijo con la
hija de Turner, presumible heredera de su fortuna, y, además, lo diga con
tanta seguridad como si bastara con proponerlo para que todo lo demás viniera
por sí solo? Y aún resulta más extraño sabiendo, como sabemos, que el propio
Turner se oponía a la idea. Nos lo dijo la hija. ¿No deduce usted nada de eso?
––Ya llegamos a las deducciones y
las inferencias ––dijo Lestrade, guiñándome un ojo––. Holmes, ya me resulta
bastante difícil bregar con los hechos, sin tener que volar persiguiendo
teorías y fantasías.
––Tiene usted razón ––dijo Holmes
con fingida humildad––. Le resulta a usted muy difícil bregar con los hechos.
––Pues al menos he captado un
hecho que a usted parece costarle mucho aprehender ––replicó Lestrade, algo
acalorado.
––¿Y cuál es?
––Que el señor McCarthy, padre,
halló la muerte a manos del señor McCarthy, hijo, y que todas las teorías en
contra no son más que puras pamplinas, cosa de lunáticos.
––Bueno, a la luz de la luna se
ve más que en la niebla ––dijo Holmes, echándose a reír––. Pero, o mucho me
equivoco o eso de la izquierda es la granja Hatherley.
––En efecto.
Era una construcción amplia, de
aspecto confortable, de dos plantas, con tejado de pizarra y grandes manchas
amarillas de liquen en sus muros grises. Sin embargo, las persianas bajadas y
las chimeneas sin humo le daban un aspecto desolado, como si aún se sintiera en
el edificio el peso de la tragedia. Llamamos a la puerta y la doncella, a
petición de Holmes, nos enseñó las botas que su señor llevaba en el momento de
su muerte, y también un par de botas del hijo, aunque no las que llevaba
puestas entonces. Después de haberlas medido cuidadosamente por siete u ocho
puntos diferentes, Holmes pidió que le condujeran al patio, desde donde todos
seguimos el tortuoso sendero que llevaba al estanque de Boscombe.
Cuando seguía un rastro como
aquél, Sherlock Holmes se transformaba. Los que sólo conocían al tranquilo
pensador y lógico de Baker Street habrían tenido dificultades para reconocerlo.
Su rostro se acaloraba y se ensombrecía. Sus cejas se convertían en dos líneas
negras y marcadas, bajo las cuales relucían sus ojos con brillo de acero.
Llevaba la cabeza inclinada hacia abajo, los hombros encorvados, los labios
apretados y las venas de su cuello largo y fibroso sobresalían como cuerdas de
látigo. Los orificios de la nariz parecían dilatarse con un ansia de caza
puramente animal, y su mente estaba tan concentrada en lo que tenía delante que
toda pregunta o comentario caía en oídos sordos o, como máximo, provocaba un
rápido e impaciente gruñido de respuesta. Fue avanzando rápida y
silenciosamente a lo largo del camino que atravesaba los prados y luego
conducía a través del bosque hasta el estanque de Boscombe. El terreno era húmedo
y pantanoso, lo mismo que en todo el distrito, y se veían huellas de muchos
pies, tanto en el sendero como sobre la hierba corta que lo bordeaba por ambos
lados. A veces, Holmes apretaba el paso; otras veces, se paraba en seco; y en
una ocasión dio un pequeño rodeo, metiéndose por el prado. Lestrade y yo
caminábamos detrás de él: el policía, con aire indiferente y despectivo,
mientras que yo observaba a mi amigo con un interés que nacía de la convicción
de que todas y cada una de sus acciones tenían una finalidad concreta.
El estanque de Boscombe, que es
una pequeña extensión de agua de unas cincuenta yardas de diámetro, bordeada de
juncos, está situado en el límite entre los terrenos de la granja Hatherley y
el parque privado del opulento señor Turner. Por encima del bosque que se
extendía al otro lado podíamos ver los rojos y enhiestos pináculos que
señalaban el emplazamiento de la residencia del rico terrateniente. En el lado
del estanque correspondiente a Hatherley el bosque era muy espeso, y había un
estrecho cinturón de hierba saturada de agua, de unos veinte pasos de anchura,
entre el lindero del bosque y los juncos de la orilla. Lestrade nos indicó el
sitio exacto donde se había encontrado el cadáver, y la verdad es que el suelo
estaba tan húmedo que se podían apreciar con claridad las huellas dejadas por
el cuerpo caído. A juzgar por su rostro ansioso y sus ojos inquisitivos, Holmes
leía otras muchas cosas en la hierba pisoteada. Corrió de un lado a otro, como
un perro de caza que sigue una pista, y luego se dirigió a nuestro acompañante.
––¿Para qué se metió usted en el
estanque? ––preguntó. ––Estuve de pesca con un rastrillo. Pensé que tal vez
podía encontrar un arma o algún otro indicio. Pero ¿cómo demonios...?
––Tch, tch. No tengo tiempo. Ese
pie izquierdo suyo, torcido hacia dentro, aparece por todas partes. Hasta un
topo podría seguir sus pasos, y aquí se meten entre los juncos. ¡Ay, qué
sencillo habría sido todo si yo hubiera estado aquí antes de que llegaran
todos, como una manada de búfalos, chapoteando por todas partes! Por aquí
llegó el grupito del guardés, borrando todas las huellas en más de dos metros
alrededor del cadáver. Pero aquí hay tres pistas distintas de los mismos pies ––sacó
una lupa y se tendió sobre el impermeable para ver mejor, sin dejar de hablar,
más para sí mismo que para nosotros––. Son los pies del joven McCarthy. Dos
veces andando y una corriendo tan aprisa que las puntas están marcadas y los
tacones apenas se ven. Esto concuerda con su relato. Echó a correr al ver a su
padre en el suelo. Y aquí tenemos las pisadas del padre cuando andaba de un
lado a otro. ¿Y esto qué es? Ah, la culata de la escopeta del hijo, que se
apoyaba en ella mientras escuchaba. ¡Ajá! ¿Qué tenemos aquí? ¡Pasos de
puntillas, pasos de puntillas! ¡Y, además, de unas botas bastante raras, de
puntera cuadrada!
Vienen, van, vuelven a venir...
por supuesto, a recoger el abrigo. Ahora bien, ¿de dónde venían?
Corrió de un lado a otro,
perdiendo a veces la pista y volviéndola a encontrar, hasta que nos adentramos
bastante en el bosque y llegamos a la sombra de una enorme haya, el árbol más
grande de los alrededores. Holmes siguió la pista hasta detrás del árbol y se
volvió a tumbar boca abajo, con un gritito de satisfacción. Se quedó allí
durante un buen rato, levantando las hojas y las ramitas secas, recogiendo en
un sobre algo que a mí me pareció polvo y examinando con la lupa no sólo el
suelo sino también la corteza del árbol hasta donde pudo alcanzar. Tirada
entre el musgo había una piedra de forma irregular, que también examinó
atentamente, guardándosela luego. A continuación siguió un sendero que
atravesaba el bosque hasta salir a la carretera, donde se perdían todas las
huellas.
––Ha sido un caso sumamente
interesante ––comentó, volviendo a su forma de ser habitual––. Imagino que esa
casa gris de la derecha debe ser el pabellón del guarda. Creo que voy a entrar
a cambiar unas palabras con Moran, y tal vez escribir una notita. Una vez
hecho eso, podemos volver para comer. Ustedes pueden ir andando hasta el coche,
que yo me reuniré con ustedes en seguida.
Tardamos unos diez minutos en
llegar hasta el coche y emprender el regreso a Ross. Holmes seguía llevando la
piedra que había recogido en el bosque.
––Puede que esto le interese,
Lestrade ––comentó, enseñándosela––. Con esto se cometió el asesinato.
––No veo ninguna señal.
––No las hay.
––Y entonces, ¿cómo lo sabe?
––Debajo de ella, la hierba
estaba crecida. Sólo llevaba unos días tirada allí. No se veía que hubiera sido
arrancada de ningún sitio próximo. Su forma corresponde a las heridas. No hay
rastro de ninguna otra arma.
––¿Y el asesino?
––Es un hombre alto, zurdo, que
cojea un poco de la pierna derecha, lleva botas de caza con suela gruesa y un
capote gris, fuma cigarros indios con boquilla y lleva una navaja mellada en el
bolsillo. Hay otros varios indicios, pero éstos deberían ser suficientes para
avanzar en nuestra investigación.
Lestrade se echó a reír.
––Me temo que continúo siendo
escéptico ––dijo––. Las teorías están muy bien, pero nosotros tendremos que
vérnoslas con un tozudo jurado británico.
––Nous verrons ––respondió Holmes muy tranquilo––. Usted siga su
método, que yo seguiré el mío. Estaré ocupado esta tarde y probablemente
regresaré a Londres en el tren de la noche.
––¿Dejando el caso sin terminar?
––No, terminado.
––¿Pero el misterio...?
––Está resuelto.
––¿Quién es, pues, el asesino?
––El caballero que le he
descrito.
––Pero ¿quién es?
––No creo que resulte tan difícil
averiguarlo. Esta zona no es tan populosa.
Lestrade se encogió de hombros.
––Soy un hombre práctico ––dijo––,
y la verdad es que no puedo ponerme a recorrer los campos en busca de un caballero
zurdo con una pata coja. Sería el hazmerreír de Scotland Yard.
––Muy bien ––dijo Holmes,
tranquilamente––. Ya le he dado su oportunidad. Aquí están sus aposentos.
Adiós. Le dejaré una nota antes de marcharme.
Tras dejar a Lestrade en sus
habitaciones, regresamos a nuestro hotel, donde encontramos la comida ya
servida. Holmes estuvo callado y sumido en reflexiones, con una expresión de
pesar en el rostro, como quien se encuentra en una situación desconcertante.
––Vamos a ver, Watson ––dijo
cuando retiraron los platos––. Siéntese aquí, en esta silla, y deje que le predique
un poco. No sé qué hacer y agradecería sus consejos. Encienda un cigarro y
deje que me explique.
––Hágalo, por favor.
––Pues bien, al estudiar este
caso hubo dos detalles de la declaración del joven McCarthy que nos llamaron la
atención al instante, aunque a mí me predispusieron a favor y a usted en
contra del joven. Uno, el hecho de que el padre, según la declaración, lanzara
el grito de cuü antes de ver a su hijo. El otro, la extraña mención de una rata
por parte del moribundo. Dése cuenta de que murmuró varias palabras, pero esto
fue lo único que captaron los oídos del hijo. Ahora bien, nuestra investigación
debe partir de estos dos puntos, y comenzaremos por suponer que lo que declaró
el muchacho es la pura verdad.
––¿Y qué sacamos del cuii?
––Bueno, evidentemente, no era
para llamar al hijo, porque él creía que su hijo estaba en Bristol. Fue pura
casualidad que se encontrara por allí cerca. El cuü pretendía llamar la atención
de la persona con la que se había citado, quienquiera que fuera. Pero ese cuíi
es un grito típico australiano, que se usa entre australianos. Hay buenas
razones para suponer que la persona con la que McCarthy esperaba encontrarse en
el estanque de Boscombe había vivido en Australia.
––¿Y qué hay de la rata?
Sherlock Holmes sacó del bolsillo
un papel doblado y lo desplegó sobre la mesa.
––Aquí tenemos un mapa de la
colonia de Victoria ––dijo––. Anoche telegrafié a Bristol pidiéndolo.
Puso la mano sobre una parte del
mapa y preguntó:
––¿Qué lee usted aquí?
––ARAT ––leí.
––¿Y ahora? ––levantó la mano.
––BALLARAT.
––Exacto. Eso es lo que dijo el
moribundo, pero su hijo sólo entendió las dos últimas sílabas: a rat, una rata.
Estaba intentando decir el nombre de su asesino. Fulano de Tal, de Ballarat.
––¡Asombroso! ––exclamé.
––Evidente. Con eso, como ve,
quedaba considerablemente reducido el campo. La posesión de una prenda gris
era un tercer punto seguro, siempre suponiendo que la declaración del hijo
fuera cierta. Ya hemos pasado de la pura incertidumbre a la idea concreta de
un australiano de Ballarat con un capote gris.
––Desde luego.
––Y que, además, andaba por la
zona como por su casa, porque al estanque sólo se puede llegar a través de la
granja o de la finca, por donde no es fácil que pase gente extraña.
––Muy cierto.
––Pasemos ahora a nuestra
expedición de hoy. El examen del terreno me reveló los insignificantes detalles
que ofrecí a ese imbécil de Lestrade acerca de la persona del asesino.
––¿Pero cómo averiguó todo
aquello?
––Ya conoce usted mi método. Se
basa en la observación de minucias.
––Ya sé que es capaz de calcular
la estatura aproximada por la longitud de los pasos. Y lo de las botas también
se podría deducir de las pisadas.
––Sí, eran botas poco corrientes.
––Pero ¿lo de la cojera?
––La huella de su pie derecho
estaba siempre menos marcada que la del izquierdo. Cargaba menos peso sobre
él. ¿Por qué? Porque renqueaba... era cojo.
––¿Y cómo sabe que es zurdo?
––A usted mismo le llamó la
atención la índole de la herida, tal como la describió el forense en la investigación.
El golpe se asestó de cerca y por detrás, y sin embargo estaba en el lado
izquierdo. ¿Cómo puede explicarse esto, a menos que lo asestara un zurdo? Había
permanecido detrás del árbol durante la conversación entre el padre y el hijo.
Hasta se fumó un cigarro allí. Encontré la ceniza de un cigarro, que mis amplios
conocimientos sobre cenizas de tabaco me permitieron identificar como un
cigarro indio. Como usted sabe, he dedicado cierta atención al tema, y he
escrito una pequeña monografía sobre las cenizas de ciento cuarenta variedades
diferentes de tabaco de pipa, cigarros y cigarrillos. En cuanto encontré la
ceniza, eché un vistazo por los alrededores y descubrí la colilla entre el
musgo, donde la habían tirado. Era un cigarro indio de los que se lían en
Rotterdam.
––¿Y la boquilla?
––Se notaba que el extremo no
había estado en la boca. Por lo tanto, había usado boquilla. La punta estaba
cortada, no arrancada de un mordisco, pero el corte no era limpio, de lo que
deduje la existencia de una navaja mellada.
––Holmes ––dije––, ha tendido
usted una red en torno a ese hombre, de la que no podrá escapar, y ha salvado
usted una vida inocente, tan seguro como si hubiera cortado la cuerda que le
ahorcaba. Ya veo en qué dirección apunta todo esto. El culpable es...
––¡El señor John Turner! ––exclamó
el camarero del hotel, abriendo la puerta de nuestra sala de estar y haciendo
pasar a un visitante.
El hombre que entró presentaba
una figura extraña e impresionante. Su paso lento y renqueante y sus hombros
cargados le daban aspecto de decrepitud, pero sus facciones duras, marcadas y
arrugadas, así como sus enormes miembros, indicaban que poseía una extraordinaria
energía de cuerpo y carácter. Su barba enmarañada, su cabellera gris y sus cejas
prominentes y lacias contribuían a dar a su apariencia un aire de dignidad y
poderío, pero su rostro era blanco ceniciento, y sus labios y las esquinas de
los orificios nasales presentaban un tono azulado. Con sólo mirarlo, pude
darme cuenta de que era presa de alguna enfermedad crónica y mortal.
––Por favor, siéntese en el sofá ––dijo
Holmes educadamente––. ¿Recibió usted mi nota?
––Sí, el guarda me la trajo.
Decía usted que quería verme aquí para evitar el escándalo.
––Me pareció que si yo iba a su
residencia podría dar que hablar.
––¿Y por qué quería usted verme? ––miró
fijamente a mi compañero, con la desesperación pintada en sus cansados ojos,
como si su pregunta ya estuviera contestada.
––Sí, eso es ––dijo Holmes,
respondiendo más a la mirada que a las palabras––. Sé todo lo referente a
McCarthy.
El anciano se hundió la cara
entre las manos.
––¡Que Dios se apiade de mí! ––exclamó––.
Pero yo no habría permitido que le ocurriese ningún daño al muchacho. Le doy mi
palabra de que habría confesado si las cosas se le hubieran puesto feas en el
juicio.
––Me alegra oírle decir eso ––dijo
Holmes muy serio.
––Ya habría confesado de no ser
por mi hija. Esto le rompería el corazón... y se lo romperá cuando se entere
de que me han detenido.
––Puede que no se llegue a eso ––dijo
Holmes.
––¿Cómo dice?
––Yo no soy un agente de la
policía. Tengo entendido que fue su hija la que solicitó mi presencia aquí, y
actúo en nombre suyo. No obstante, el joven McCarthy debe quedar libre.
––Soy un moribundo ––dijo el
viejo Turner––. Hace años que padezco diabetes. Mi médico dice que podría no
durar ni un mes. Pero preferiría morir bajo mi propio techo, y no en la cárcel.
Holmes se levantó y se sentó a la
mesa con la pluma en la mano y un legajo de papeles delante.
––Limítese a contarnos la verdad ––dijo––.
Yo tomaré nota de los hechos. Usted lo firmará y Watson puede servir de testigo.
Así podré, en último extremo, presentar su confesión para salvar al joven McCarthy.
Le prometo que no la utilizaré a menos que sea absolutamente necesario.
––Perfectamente ––dijo el anciano––.
Es muy dudoso que yo viva hasta el juicio, así que me importa bien poco, pero
quisiera evitarle a Alice ese golpe. Y ahora, le voy a explicar todo el
asunto. La acción abarca mucho tiempo, pero tardaré muy poco en contarlo.
»Usted no conocía al muerto, a
ese McCarthy. Era el diablo en forma humana. Se lo aseguro. Que Dios le libre
de caer en las garras de un hombre así. Me ha tenido en sus manos durante
estos veinte años, y ha arruinado mi vida. Pero primero le explicaré cómo caí
en su poder.
»A principios de los sesenta, yo
estaba en las minas. Era entonces un muchacho impulsivo y temerario, dispuesto
a cualquier cosa; me enredé con malas compañías, me aficioné a la bebida, no
tuve suerte con mi mina, me eché al monte y, en una palabra, me convertí en lo
que aquí llaman un salteador de caminos. Éramos seis, y llevábamos una vida de
lo más salvaje, robando de vez en cuando algún rancho, o asaltando las
carretas que se dirigían a las excavaciones. Me hacía llamar Black Jack de
Ballarat, y aún se acuerdan en la colonia de nuestra cuadrilla, la Banda de
Ballarat.
»Un día partió un cargamento de
oro de Ballarat a Melbourne, y nosotros lo emboscamos y lo asaltamos. Había
seis soldados de escolta contra nosotros seis, de manera que la cosa estaba
igualada, pero a la primera descarga vaciamos cuatro monturas. Aun así, tres de
los nuestros murieron antes de que nos apoderáramos del botín. Apunté con mi
pistola a la cabeza del conductor del carro, que era el mismísimo McCarthy.
Ojalá le hubiese matado entonces, pero le perdoné aunque vi sus malvados
ojillos clavados en mi rostro, como si intentara retener todos mis rasgos. Nos
largamos con el oro, nos convertimos en hombres ricos, y nos vinimos a
Inglaterra sin despertar sospechas. Aquí me despedí de mis antiguos
compañeros, decidido a establecerme y llevar una vida tranquila y respetable.
Compré esta finca, que casualmente estaba a la venta, y me propuse hacer algún
bien con mi dinero, para compensar el modo en que lo había adquirido. Me casé,
y aunque mi esposa murió joven, me dejó a mi querida Alice. Aunque no era más
que un bebé, su minúscula manita parecía guiarme por el buen camino como no lo
había hecho nadie. En una palabra, pasé una página de mi vida y me esforcé por
reparar el pasado. Todo iba bien, hasta que McCarthy me echó las zarpas encima.
»Había ido a Londres para tratar
de una inversión, y me lo encontré en Regent Street, prácticamente sin nada que
ponerse encima.
»––Aquí estamos, Jack ––me dijo,
tocándome el brazo––. Vamos a ser como una familia para ti. Somos dos, mi hijo
y yo, y tendrás que ocuparte de nosotros. Si no lo haces... bueno... Inglaterra
es un gran país, respetuoso de la ley, y siempre hay un policía al alcance de
la voz.
»Así que se vinieron al oeste,
sin que hubiera forma de quitármelos de encima, y aquí han vivido desde
entonces, en mis mejores tierras, sin pagar renta. Ya no hubo para mí reposo,
paz ni posibilidad de olvidar; allá donde me volviera, veía a mi lado su cara
astuta y sonriente. Y la cosa empeoró al crecer Alice, porque él en seguida se
dio cuenta de que yo tenía más miedo a que ella se enterara de mi pasado que de
que lo supiera la policía. Me pedía todo lo que se le antojaba, y yo se lo daba
todo sin discutir: tierra, dinero, casas, hasta que por fin me pidió algo que
yo no le podía dar: me pidió a Alice.
»Resulta que su hijo se había
hecho mayor, igual que mi hija, y como era bien sabido que yo no andaba bien de
salud, se le ocurrió la gran idea de que su hijo se quedara con todas mis
propiedades. Pero aquí me planté. No estaba dispuesto a que su maldita estirpe
se mezclara con la mía. No es que me disgustara el muchacho, pero llevaba la
sangre de su padre y con eso me bastaba. Me mantuve firme. McCarthy me
amenazó. Yo le desafié a que hiciera lo peor que se le ocurriera. Quedamos
citados en el estanque, a mitad de camino de nuestras dos casas, para hablar
del asunto.
»Cuando llegué allí, lo encontré
hablando con su hijo, de modo que encendí un cigarro y esperé detrás de un
árbol a que se quedara solo. Pero, según le oía hablar, iba saliendo a flote
todo el odio y el rencor que yo llevaba dentro. Estaba instando a su hijo a que
se casara con mi hija, con tan poca consideración por lo que ella pudiera
opinar como si se tratara de una buscona de la calle. Me volvía loco al pensar
que yo y todo lo que yo más quería estábamos en poder de un hombre semejante.
¿No había forma de romper las ataduras? Me quedaba poco de vida y estaba
desesperado. Aunque conservaba las facultades mentales y la fuerza de mis miembros,
sabía que mi destino estaba sellado. Pero ¿qué recuerdo dejaría y qué sería de
mi hija? Las dos cosas podían salvarse si conseguía hacer callar aquella
maldita lengua. Lo hice, señor Holmes, y volvería a hacerlo. Aunque mis pecados
han sido muy graves, he vivido un martirio para purgarlos. Pero que mi hija
cayera en las mismas redes que a mí me esclavizaron era más de lo que podía
soportar. No sentí más remordimientos al golpearlo que si se hubiera tratado de
una alimaña repugnante y venenosa. Sus gritos hicieron volver al hijo, pero yo
ya me había refugiado en el bosque, aunque tuve que regresar a por el capote que
había dejado caer al huir. Ésta es, caballeros, la verdad de todo lo que
ocurrió.
––Bien, no me corresponde a mí
juzgarle ––dijo Holmes, mientras el anciano firmaba la declaración escrita que
acababa de realizar––. Y ruego a Dios que nunca nos veamos expuestos a
semejante tentación.
––Espero que no, señor. ¿Y qué se
propone usted hacer ahora?
––En vista de su estado de salud,
nada. Usted mismo se da cuenta de que pronto tendrá que responder de sus
acciones ante un tribunal mucho más alto que el de lo penal. Conservaré su
confesión y, si McCarthy resulta condenado, me veré obligado a utilizarla. De
no ser así, jamás la verán ojos humanos; y su secreto, tanto si vive usted
como si muere, estará a salvo con nosotros.
––Adiós, pues ––dijo el anciano
solemnemente––. Cuando les llegue la hora, su lecho de muerte se les hará más
llevadero al pensar en la paz que han aportado al mío ––y salió de la
habitación tambaleándose, con toda su gigantesca figura sacudida por
temblores.
––¡Que Dios nos asista! ––exclamó
Sherlock Holmes después de un largo silencio––. ¿Por qué el Destino les gasta
tales jugarretas a los pobres gusanos indefensos? Siempre que me encuentro con
un caso así, no puedo evitar acordarme de las palabras de Baxter y decir: «Allá
va Sherlock Holmes, por la gracia de Dios».
James McCarthy resultó absuelto
en el juicio, gracias a una serie de alegaciones que Holmes preparó y sugirió
al abogado defensor. El viejo Turner aún vivió siete meses después de nuestra
entrevista, pero ya falleció; y todo parece indicar que el hijo y la hija
vivirán felices y juntos, ignorantes del negro nubarrón que envuelve su pasado.
5. Las cinco semillas de naranja
Cuando repaso mis notas y apuntes
de los casos de Sherlock Holmes entre los años 1882 y 1890, son tantos los que
presentan aspectos extraños e interesantes que no resulta fácil decidir cuáles
escoger y cuáles descartar. No obstante, algunos de ellos ya han recibido
publicidad en la prensa y otros no ofrecían campo para las peculiares
facultades que mi amigo poseía en tan alto grado, y que estos escritos tienen
por objeto ilustrar. Hay también algunos que escaparon a su capacidad analítica
y que, como narraciones, serían principios sin final; y otros sólo quedaron
resueltos en parte, y su explicación se basa más en conjeturas y suposiciones
que en la evidencia lógica absoluta a la que era tan aficionado. Sin embargo,
hay uno de estos últimos tan notable en sus detalles y tan sorprendente en sus
resultados que me siento tentado de hacer una breve exposición del mismo, a
pesar de que algunos de sus detalles nunca han estado muy claros y, probablemente,
nunca lo estarán.
El año 87 nos proporcionó una
larga serie de casos de mayor o menor interés, de los cuales conservo notas.
Entre los archivados en estos doce meses, he encontrado una crónica de la
aventura de la Sala Paradol, de la Sociedad de Mendigos Aficionados, que
mantenía un club de lujo en la bóveda subterránea de un almacén de muebles; los
hechos relacionados con la desaparición del velero británico Sophy Anderson;
la curiosa aventura de la familia Grice Patersons en la isla de Uffa; y, por
último, el caso del envenenamiento de Camberwell. Como se recordará, en este
último caso Sherlock Holmes consiguió, dando toda la cuerda al reloj del
muerto, demostrar que le habían dado cuerda dos horas antes y que, por lo
tanto, el difunto se había ido a la cama durante ese intervalo... una
deducción que resultó fundamental para resolver el caso. Es posible que en el
futuro acabe de dar forma a todos estos, pero ninguno de ellos presenta características
tan sorprendentes como el extraño encadenamiento de circunstancias que me
propongo describir a continuación.
Nos encontrábamos en los últimos
días de septiembre, y las tormentas equinocciales se nos habían echado encima
con excepcional violencia. Durante todo el día, el viento había aullado y la
lluvia había azotado las ventanas, de manera que hasta en el corazón del
inmenso y artificial Londres nos veíamos obligados a elevar nuestros
pensamientos, desviándolos por un instante de las rutinas de la vida, y
aceptar la presencia de las grandes fuerzas elementales que rugen al género
humano por entre los barrotes de su civilización, como fieras enjauladas. Según
avanzaba la tarde, la tormenta se iba haciendo más ruidosa, y el viento aullaba
y gemía en la chimenea como un niño. Sherlock Holmes estaba sentado
melancólicamente a un lado de la chimenea, repasando sus archivos criminales,
mientras yo me sentaba al otro lado, enfrascado en uno de los hermosos relatos
marineros de Clark Russell, hasta que el fragor de la tormenta de fuera pareció
fundirse con el texto, y el salpicar de la lluvia se transformó en el batir de
las olas. Mi esposa había ido a visitar a una tía suya, y yo volvía a
hospedarme durante unos días en mis antiguos aposentos de Baker Street.
––Caramba ––dije, levantando la
mirada hacia mi compañero––. ¿Eso ha sido el timbre de la puerta? ¿Quién podrá
venir a estas horas? ¿Algún amigo suyo?
––Exceptuándole a usted, no tengo
ninguno ––respondió––. No soy aficionado a recibir visitas.
––¿Un cliente, entonces?
––Si lo es, se trata de un caso
grave. Nadie saldría en un día como éste y a estas horas por algo sin importancia.
Pero me parece más probable que se trate de una amiga de la casera.
Sin embargo, Sherlock Holmes se
equivocaba en esta conjetura, porque se oyeron pasos en el pasillo y unos
golpes en la puerta. Holmes estiró su largo brazo para apartar de su lado la
lámpara y acercarla a la silla vacía en la que se sentaría el recién llegado.
––Adelante ––dijo.
El hombre que entró era joven, de
unos veintidós años a juzgar por su fachada, bien arreglado y elegantemente vestido,
con cierto aire de refinamiento y delicadeza. El chorreante paraguas que
sostenía en la mano y su largo y reluciente impermeable hablaban bien a las
claras de la furia temporal que había tenido que afrontar. Miró ansiosamente a
su alrededor a la luz de la lámpara, y pude observar su rostro pálido y sus
ojos abatidos, como los de quien se siente abrumado por una gran inquietud.
––Le debo una disculpa ––dijo,
alzándose hasta los ojos sus gafas––. Espero no interrumpir. Me temo que he
traído algunos rastros de la tormenta y la lluvia a su acogedora habitación.
––Déme su impermeable y su
paraguas ––dijo Holmes––. Pueden quedarse aquí en el perchero hasta que se
sequen. Veo que viene usted del suroeste.
––Sí, de Horsham.
––Esa mezcla de arcilla y yeso
que veo en sus punteras es de lo más característico.
––He venido en busca de consejo.
––Eso se consigue fácilmente.
––Y de ayuda.
––Eso no siempre es tan fácil.
––He oído hablar de usted, señor
Holmes. El mayor Prendergast me contó cómo le salvó usted en el escándalo del
club Tankerville.
––¡Ah, sí! Se le acusó
injustamente de hacer trampas con las cartas.
––Me dijo que usted es capaz de
resolver cualquier problema.
––Eso es decir demasiado.
––Que jamás le han vencido.
––Me han vencido cuatro veces:
tres hombres y una mujer.
––¿Pero qué es eso en comparación
con el número de sus éxitos?
––Es cierto que por lo general he
sido afortunado.
––Entonces, lo mismo puede
suceder en mi caso.
––Le ruego que acerque su silla
al fuego y me adelante algunos detalles del mismo.
––No se trata de un caso
corriente.
––Ninguno de los que me llegan lo
es. Soy como el último tribunal de apelación.
––Aun así, me permito dudar,
señor, de que en todo el curso de su experiencia haya oído una cadena de sucesos
más misteriosa e inexplicable que la que se ha forjado en mi familia.
––Me llena usted de interés ––dijo
Holmes––. Le ruego que nos comunique para empezarlos hechos principales y luego
ya le preguntaré acerca de los detalles que me parezcan más importantes.
El joven arrimó la silla y estiró
los empapados pies hacia el fuego.
––Me llamo John Openshaw ––dijo––,
pero por lo que yo puedo entender, mis propios asuntos tienen poco que ver con
este terrible enredo. Se trata de una cuestión hereditaria, así que, para que
se haga usted una idea de los hechos, tengo que remontarme al principio de la
historia.
»Debe usted saber que mi abuelo
tuvo dos hijos: mi tío Elías y mi padre Joseph. Mi padre tenía una pequeña
industria en Coventry, que amplió cuando se inventó la bicicleta. Patentó la
llanta irrompible Openshaw, y su negocio tuvo tanto éxito que pudo venderlo y
retirarse con una posición francamente saneada.
»Mi tío Elías emigró a América
siendo joven, y se estableció como plantador en Florida, donde parece que le
fue muy bien. Durante la guerra sirvió con las tropas de Jackson, y más tarde
con las de Hood, donde alcanzó el grado de coronel. Cuando Lee depuso las
armas, mi tío regresó a su plantación, donde permaneció tres o cuatro años.
Hacia mil ochocientos sesenta y nueve o mil ochocientos setenta, regresó a
Europa y adquirió una pequeña propiedad en Sussex, cerca de Horsham. Había
amasado una considerable fortuna en los Estados Unidos, y si se marchó de allí
fue por su aversión a los negros y su disgusto por la política republicana de
concederles la emancipación y el voto. Era un hombre muy particular, violento e
irritable, muy malhablado cuando se enfurecía, y de carácter muy reservado.
Durante todos los años que vivió en Horsham, no creo que jamás viniera a la
ciudad. Tenía un huerto y dos o tres campos alrededor de su casa, y allí solía
hacer ejercicio, aunque muchas veces no salía de su habitación en semanas
enteras. Bebía mucho brandy y fumaba sin parar, pero no se trataba con nadie y
no quería amigos; ni siquiera quería ver a su hermano.
»No le importaba verme a mí, y de
hecho llegó a cogerme gusto, porque la primera vez que me vio era un chaval de
doce años. Esto debió ser hacia mil ochocientos setenta y ocho, cuando ya
llevaba ocho o nueve años en Inglaterra. Le pidió a mi padre que me permitiera
ir a vivir con él, y se portó muy bien conmigo, a su manera. Cuando estaba
sobrio, le gustaba jugar al backgammon y a las damas, y me nombró representante
suyo ante la servidumbre y los proveedores, de manera que para cuando cumplí
dieciséis años yo ya era el amo de la casa. Controlaba todas las llaves y podía
ir donde quisiera y hacer lo que me diera la gana, siempre que no invadiera su
intimidad. Había, sin embargo, una curiosa excepción, porque tenía un cuartito,
una especie de trastero en el ático, que siempre estaba cerrado y en el que no
permitía que entrara yo ni ningún otro. Con la curiosidad propia de los chicos,
yo había mirado más de una vez por la cerradura, pero nunca pude ver nada,
aparte de la obligada colección de baúles y bultos viejos que es de esperar en
una habitación así.
»Un día... esto fue en marzo de
mil ochocientos ochenta y tres... depositaron una carta con sello extranjero
sobre la mesa del coronel. Era muy raro que recibiera cartas, porque todas sus
facturas las pagaba al contado y no tenía amigos de ninguna clase. "¡De la
India! ––dijo al cogerla––. ¡Matasellos de Pondicherry! ¿Qué puede ser
esto?" La abrió apresuradamente y del sobre cayeron cinco semillas de
naranja secas, que tintinearon sobre la bandeja. Casi me eché a reír, pero la
risa se me borró de los labios al ver la cara de mi tío. Tenía la boca abierta,
los ojos saltones, la piel del color de la cera, y miraba fijamente el sobre
que aún sostenía en su mano temblorosa. "K. K. K.", gimió, añadiendo
luego: "¡Dios mío, Dios mío, mis pecados me han alcanzado al fin!"
»––¿Qué es eso, tío? ––exclamé.
»––¡La muerte! ––dijo él, y
levantándose de la mesa se retiró a su habitación, dejándome estremecido de
horror. Recogí el sobre y vi, garabateada en tinta roja sobre la solapa
interior, encima mismo del engomado, la letra K repetida tres veces. No había
nada más, a excepción de las cinco semillas secas. ¿Cuál podía ser la razón de
su incontenible espanto? Dejé la mesa del desayuno y, al subir las escaleras,
me lo encontré bajando con una llave vieja y oxidada, que debía ser la del ático,
en una mano, y una cajita de latón, como de caudales, en la otra.
»––¡Pueden hacer lo que quieran,
que aún los ganaré por la mano! ––dijo con un juramento––. Dile a Mary que
encienda hoy la chimenea de mi habitación y haz llamar a Fordham, el abogado de
Horsham.
»Hice lo que me ordenaba, y
cuando llegó el abogado me pidieron que subiera a la habitación. El fuego ardía
vivamente, y en la rejilla había una masa de cenizas negras y algodonosas,
como de papel quemado; a un lado, abierta y vacía, estaba tirada la caja de
latón. Al mirar la caja, advertí con sobresalto que en la tapa estaba grabada
la triple K que había leído en el sobre por la mañana.
»––Quiero, John, que seas testigo
de mi testamento ––dijo mi tío––. Dejo mi propiedad, con todas sus ventajas e
inconvenientes, a mi hermano, tu padre, de quien, sin duda, la heredarás tú.
Si puedes disfrutarla en paz, mejor para ti. Si ves que no puedes, sigue mi
consejo, hijo mío, y déjasela a tu peor enemigo. Lamento dejaros un arma de dos
filos como ésta, pero no sé qué giro tomarán los acontecimientos. Haz el favor
de firmar el documento donde el señor Fordham te indique.
»Firmé el papel como se me
indicó, y el abogado se lo llevó. Como puede usted suponer, este curioso incidente
me causó una profunda impresión, y no hacía más que darle vueltas en la cabeza,
sin conseguir sacar nada en limpio. No conseguía librarme de una vaga sensación
de miedo que dejó a su paso, aunque la sensación se fue debilitando con el paso
de las semanas, y no sucedió nada que perturbara la rutina habitual de
nuestras vidas. Sin embargo, pude observar un cambio en mi tío. Bebía más que
nunca y estaba más insociable que de costumbre. Pasaba la mayor parte del tiempo
en su habitación, con la puerta cerrada por dentro, pero a veces salía en una
especie de frenesí alcohólico, y se lanzaba fuera de la casa para recorrer el
jardín con un revólver en la mano, gritando que él no tenía miedo a nadie y que
no se dejaría acorralar, como oveja en el redil, ni por hombres ni por
diablos, Sin embargo, cuando se le pasaban los ataques, corría
precipitadamente a la puerta, cerrándola y atrancándola, como quien ya no
puede hacer frente a un terror que surge de las raíces mismas de su alma. En
tales ocasiones he visto su rostro, incluso en días fríos, tan cubierto de
sudor como si acabara de sacarlo del agua.
»Pues bien, para acabar con esto,
señor Holmes, y no abusar de su paciencia, llegó una noche en la que hizo una
de aquellas salidas de borracho y no regresó. Cuando salimos a buscarlo, lo
encontramos tendido boca abajo en un pequeño estanque cubierto de espuma verde
que hay al extremo del jardín. No presentaba señales de violencia, y el agua
sólo tenía dos palmos de profundidad, de manera que el jurado, teniendo en
cuenta su fama de excéntrico, emitió un veredicto de suicidio. Pero yo, que
sabía cómo se rebelaba ante el mero pensamiento de la muerte, tuve muchas
dificultades para convencerme de que había salido deliberadamente a buscarla.
No obstante, el asunto quedó definitivamente zanjado, y mi padre entró en
posesión de la finca y de unas catorce mil libras que mi tío tenía en el
banco.
––Un momento ––le interrumpió
Holmes––. Ya puedo anticipar que su declaración va a ser una de las más
notables que jamás he escuchado. Déjeme anotar la fecha en que su tío recibió
la carta y la fecha de su supuesto suicidio.
––La carta llegó el diez de marzo
de mil ochocientos ochenta y tres. La muerte ocurrió siete semanas después, la
noche del dos de mayo.
––Gracias. Continúe, por favor.
––Cuando mi padre se hizo cargo
de la finca de Horsham, por indicación mía, llevó a cabo una minuciosa
inspección del ático que siempre había permanecido cerrado. Encontramos allí
la caja de latón, aunque su contenido había sido destruido. En el interior de
la tapa había una etiqueta de papel, con las iniciales K. K. K., repetidas una
vez más, y las palabras «Cartas, informes, recibos y registro» escritas debajo.
Suponemos que esto indicaba la naturaleza de los papeles que había destruido
el coronel Openshaw. Por lo demás, no había en el ático nada de mayor
importancia, aparte de muchísimos papeles revueltos y cuadernos con anotaciones
de la vida de mi tío en América. Algunos eran de la época de la guerra, y
demostraban que había cumplido bien con su deber, y que había ganado fama de
soldado valeroso. Otros llevaban fecha del período de reconstrucción de los
estados del sur, y trataban principalmente de política, resultando evidente
que había participado de manera destacada en la oposición a los políticos
especuladores que habían llegado del norte.
»Pues bien, a principios del
ochenta y cuatro mi padre se trasladó a vivir a Horsham, y todo fue muy bien
hasta enero del ochenta y cinco. Cuatro días después de Año Nuevo, oí a mi
padre lanzar un fuerte grito de sorpresa cuando nos disponíamos a desayunar.
Allí estaba sentado, con un sobre recién abierto en una mano y cinco semillas
de naranja secas en la palma extendida de la otra. Siempre se había reído de lo
que él llamaba mi disparatada historia sobre el coronel, pero ahora que a él le
sucedía lo mismo se le veía muy asustado y desconcertado.
»––Caramba, ¿qué demonios quiere
decir esto, John? ––tartamudeó.
»A mí se me había vuelto de plomo
el corazón.
»––¡Es el K. K. K.! ––dije.
»Mi padre miró el interior del
sobre.
»––¡Eso mismo! ––exclamó––. Aquí
están las letras. Pero ¿qué es lo que hay escrito encima?
»––«Deja los papeles en el reloj
de sol» ––leí, mirando por encima de su hombro.
»––¿Qué papeles? ¿Qué reloj de
sol?
»—El reloj de sol del jardín. No
hay otro ––dije yo––. Pero los papeles deben ser los que el tío destruyó.
»––¡Bah! ––dijo él, echando mano
a todo su valor––. Aquí estamos en un país civilizado, y no aceptamos esta
clase de estupideces. ¿De dónde viene este sobre?
»––De Dundee ––respondí, mirando
el matasellos.
»––Una broma de mal gusto ––dijo
él––. ¿Qué tengo yo que ver con relojes de sol y papeles? No pienso hacer caso
de esta tontería.
»––Yo, desde luego, hablaría con
la policía ––dije.
»––Para que se rían de mí por
haberme asustado. De eso, nada.
»––Pues deja que lo haga yo.
»––No, te lo prohilfo. No pienso
armar un alboroto por semejante idiotez.
»De nada me valió discutir con
él, pues siempre fue muy obstinado. Sin embargo, a mí se me llenó el corazón de
malos presagios.
»El tercer día después de la
llegada de la carta, mi padre se marchó de casa para visitar a un viejo amigo
suyo, el mayor Freebody, que está al mando de uno de los cuarteles de Portsdown
Hill. Me alegré de que se fuera, porque me parecía que cuanto más se alejara
de la casa, más se alejaría del peligro. Pero en esto me equivoqué. Al segundo
día de su ausencia, recibí un telegrama del mayor, rogándome que acudiera
cuanto antes. Mi padre había caído en uno de los profundos pozos de cal que
abundan en la zona, y se encontraba en coma, con el cráneo roto. Acudí a toda
prisa, pero expiró sin recuperar el conocimiento. Según parece, regresaba de
Fareham al atardecer, y como no conocía la región y el pozo estaba sin vallar,
el jurado no vaciló en emitir un veredicto de «muerte por causas accidentales».
Por muy cuidadosamente que examiné todos los hechos relacionados con su
muerte, fui incapaz de encontrar nada que sugiriera la idea de asesinato. No
había señales de violencia, ni huellas de pisadas, ni robo, ni se habían visto
desconocidos por los caminos. Y sin embargo, no necesito decirles que no me
quedé tranquilo, ni mucho menos, y que estaba casi convencido de que había sido
víctima de algún siniestro complot.
»De esta manera tan macabra entré
en posesión de mi herencia. Se preguntará usted por qué no me deshice de ella.
La respuesta es que estaba convencido de que nuestros apuros se derivaban de
algún episodio de la vida de mi tío, y que el peligro sería tan apremiante en
una casa como en otra.
»Mi pobre padre halló su fin en
enero del ochenta y cinco, y desde entonces han transcurrido dos años y ocho
meses. Durante este tiempo, he vivido feliz en Horsham y había comenzado a
albergar esperanzas de que la maldición se hubiera alejado de la familia,
habiéndose extinguido con la anterior generación. Sin embargo, había empezado
a sentirme tranquilo demasiado pronto. Ayer por la mañana cayó el golpe, exactamente
de la misma forma en que cayó sobre mi padre.
El joven sacó de su chaleco un
sobre arrugado y, volcándolo sobre la mesa, dejó caer cinco pequeñas semillas
de naranja secas.
––Éste es el sobre ––prosiguió––.
El matasellos es de Londres, sector Este. Dentro están las mismas palabras que
aparecían en el mensaje que recibió mi padre: «K. K. K.», y luego «Deja los
papeles en el reloj de sol».
––¿Y qué ha hecho usted? ––preguntó
Holmes.
––Nada.
––¿Nada?
––A decir verdad ––hundió la
cabeza entre sus blancas y delgadas manos––, me sentí indefenso. Me sentí como
uno de esos pobres conejos cuando la serpiente avanza reptando hacia él. Me
parece estar en las garras de algún mal irresistible e inexorable, del que
ninguna precaución puede salvarme.
––Tch,
tch ––exclamó Sherlock Holmes––. Tiene
usted que actuar, hombre, o está perdido. Sólo la energía le puede salvar. No
es momento para entregarse a la desesperación.
––He acudido a la policía.
––¿Ah, sí?
––Pero escucharon mi relato con
una sonrisa. Estoy convencido de que el inspector ha llegado a la conclusión
de que lo de las cartas es una broma, y que las muertes de mis parientes
fueron simples accidentes, como dictaminó el jurado, y no guardan relación con
los mensajes.
Holmes agitó en el aire los puños
cerrados.
––¡Qué increíble imbecilidad! ––exclamó.
––Sin embargo, me han asignado un
agente, que puede permanecer en la casa conmigo.
––¿Ha venido con usted esta
noche?
––No, sus órdenes son permanecer
en la casa. Holmes volvió a gesticular en el aire.
––¿Por qué ha acudido usted a mí?
––preguntó––. Y sobre todo: ¿por qué no vino inmediatamente?
––No sabía nada de usted. Hasta
hoy, que le hablé al mayor Prendergast de mi problema, y él me aconsejó que
acudiera a usted.
––Lo cierto es que han pasado dos
días desde que recibió usted la carta. Deberíamos habernos puesto en acción
antes. Supongo que no tiene usted más datos que los que ha expuesto... ningún
detalle sugerente que pudiera sernos de utilidad.
––Hay una cosa ––dijo John
Openshaw. Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un trozo de papel azulado
y descolorido, que extendió sobre la mesa, diciendo––: Creo recordar vagamente
que el día en que mi tío quemó los papeles, me pareció observar que los bordes
sin quemar que quedaban entre las cenizas eran de este mismo color. Encontré
esta hoja en el suelo de su habitación, y me inclino a pensar que puede tratarse
de uno de aquellos papeles, que posiblemente se cayó de entre los otros y de
este modo escapó de la destrucción. Aparte de que en él se mencionan las
semillas, no creo que nos ayude mucho. Yo opino que se trata de una página de
un diario privado. La letra es, sin lugar a dudas, de mi tío.
Holmes cambió de sitio la lámpara
y los dos nos inclinamos sobre la hoja de papel, cuyo borde rasgado indicaba
que, efectivamente, había sido arrancada de un cuaderno. El encabezamiento
decía «Marzo de 1869», y debajo se leían las siguientes y enigmáticas anotaciones:
«4. Vino Hudson. Lo mismo de
siempre.
7. Enviadas semillas a McCauley,
Paramore y Swain de St. Augustine.
9. McCauley se largó.
10. John Swain se largó.
11. Visita a Paramore. Todo va
bien.»
––Gracias ––dijo Holmes, doblando
el papel y devolviéndoselo a nuestro visitante––. Y ahora, no debe usted
perder un instante, por nada del mundo. No podemos perder tiempo ni para
discutir lo que me acaba de contar. Tiene que volver a casa inmediatamente y
ponerse en acción.
––¿Y qué debo hacer?
––Sólo puede hacer una cosa. Y
tiene que hacerla de inmediato. Tiene que meter esta hoja de papel que nos ha
enseñado en la caja de latón que antes ha descrito. Debe incluir una nota
explicando que todos los demás papeles los quemó su tío, y que éste es el único
que queda. Debe expresarlo de una forma que resulte convincente. Una vez hecho
esto, ponga la caja encima del reloj de sol, tal como le han indicado. ¿Ha comprendido?
––Perfectamente.
––Por el momento, no piense en
venganzas ni en nada por el estilo. Creo que eso podremos lograrlo por medio de
la ley; pero antes tenemos que tejer nuestra red, mientras que la de ellos ya
está tejida. Lo primero en lo que hay que pensar es en alejar el peligro
inminente que le amenaza. Lo segundo, en resolver el misterio y castigar a los
culpables.
––Muchas gracias ––dijo el joven,
levantándose y poniéndose el impermeable––. Me ha dado usted nueva vida y esperanza.
Le aseguro que haré lo que usted dice.
––No pierda un instante. Y sobre
todo, tenga cuidado mientras tanto, porque no me cabe ninguna duda de que corre
usted un peligro real e inminente. ¿Cómo piensa volver?
––En tren, desde Waterloo.
––Aún no son las nueve. Las
calles estarán llenas de gente, así que confío en que estará usted a salvo. Sin
embargo, toda precaución es poca.
––Voy armado.
––Eso está muy bien. Mañana me
pondré a trabajar en su caso.
––Entonces, ¿le veré en Horsham?
––No, su secreto se oculta en
Londres. Es aquí donde lo buscaré.
––Entonces vendré yo a verle
dentro de uno o dos días y le traeré noticias de la caja y los papeles. Seguiré
su consejo al pie de la letra.
Nos estrechó las manos y se
marchó. Fuera, el viento seguía rugiendo y la lluvia golpeaba y salpicaba en
las ventanas. Aquella extraña y disparatada historia parecía habernos llegado
arrastrada por los elementos enfurecidos, como si la tempestad nos hubiera
arrojado a la cara un manojo de algas. Y ahora parecía que los elementos se la
habían tragado de nuevo.
Sherlock Holmes permaneció un
buen rato sentado en silencio, con la cabeza inclinada hacia adelante y los
ojos clavados en el rojo resplandor del fuego. Luego encendió su pipa y,
echándose hacia atrás en su asiento, se quedó contemplando los anillos de humo
azulado que se perseguían unos a otros hasta el techo.
––Creo, Watson, que entre todos
nuestros casos no ha habido ninguno más fantástico que éste ––dijo por fin. ––Exceptuando,
tal vez, el del Signo de los Cuatro.
––Bueno, sí. Exceptuando, tal
vez, ése. Aun así, me parece que este John Openshaw se enfrenta a mayores
peligros que los Sholto.
––¿Pero es que ya ha sacado una
conclusión concreta acerca de la naturaleza de dichos peligros? ––pregunté.
––No existe duda alguna sobre su
naturaleza ––respondió.
––¿Cuáles son, pues? ¿Quién es
este K. K. K., y por qué persigue a esta desdichada familia?
Sherlock Holmes cerró los ojos y
colocó los codos sobre los brazos de su butaca, juntando las puntas de los
dedos.
––El razonador ideal ––comentó––,
cuando se le ha mostrado un solo hecho en todas sus implicaciones, debería
deducir de él no sólo toda la cadena de acontecimientos que condujeron al
hecho, sino también todos los resultados que se derivan del mismo. Así como
Cuvier podía describir correctamente un animal con sólo examinar un único
hueso, el observador que ha comprendido a la perfección un eslabón de una serie
de incidentes debería ser capaz de enumerar correctamente todos los demás,
tanto anteriores como posteriores. Aún no tenemos conciencia de los resultados
que se pueden obtener tan sólo mediante la razón. Se pueden resolver en el
estudio problemas que han derrotado a todos los que han buscado la solución
con la ayuda de los sentidos. Sin embargo, para llevar este arte a sus niveles
más altos, es necesario que el razonador sepa utilizar todos los datos que han
llegado a su conocimiento, y esto implica, como fácilmente comprenderá usted,
poseer un conocimiento total, cosa muy poco corriente, aun en estos tiempos de
libertad educativa y enciclopedias. Sin embargo, no es imposible que un hombre
posea todos los conocimientos que pueden resultarles útiles en su trabajo, y
esto es lo que yo he procurado hacer en mi caso. Si no recuerdo mal, en los
primeros tiempos de nuestra amistad, usted definió en una ocasión mis límites
de un modo muy preciso.
––Sí ––respondí, echándome a reír––.
Era un documento muy curioso. Recuerdo que en filosofía, astronomía y política,
le puse un cero. En botánica, irregular; en geología, conocimientos profundos
en lo que respecta a manchas de barro de cualquier zona en cincuenta millas a
la redonda de Londres. En química, excéntrico; en anatomía, poco sistemático;
en literatura, sensacionalista, y en historia del crimen, único. Violinista,
boxeador, esgrimista, abogado y autoenvenenador a base de cocaína y tabaco.
Creo que ésos eran los aspectos principales de mi análisis.
Holmes sonrió al escuchar el
último apartado.
––Muy bien ––dijo––. Digo ahora,
como dije entonces, que uno debe amueblar el pequeño ático de su cerebro con
todo lo que es probable que vaya a utilizar, y que el resto puede dejarlo
guardado en el desván de la biblioteca, de donde puede sacarlo si lo necesita.
Ahora bien, para un caso como el que nos han planteado esta noche es evidente
que tenemos que poner en juego todos nuestros recursos. Haga el favor de pasarme
la letra K de la Enciclopedia americana que hay en ese estante junto a usted.
Gracias. Ahora, consideremos la situación y veamos lo que se puede deducir de
ella. En primer lugar, podemos comenzar por la suposición de que el coronel
Openshaw tenía muy buenas razones para marcharse de América. Los hombres de su
edad no cambian de golpe todas sus costumbres, ni abandonan de buena gana el
clima delicioso de Florida por una vida solitaria en un pueblecito inglés. Una
vez en Inglaterra, su extremado apego a la soledad sugiere la idea de que
tenía miedo de alguien o de algo, así que podemos adoptar como hipótesis de trabajo
que fue el miedo a alguien o a algo lo que le hizo salir de América. ¿Qué era
lo que temía? Eso sólo podemos deducirlo de las misteriosas cartas que
recibieron él y sus herederos. ¿Recuerda usted de dónde eran los matasellos de
esas cartas?
––El primero era de Pondicherry,
el segundo de Dundee, y el tercero de Londres.
––Del este de Londres. ¿Qué
deduce usted de eso?
––Todos son puertos de mar. El que
escribió las cartas estaba a bordo de un barco.
––Excelente. Ya tenemos una
pista. No cabe duda de que es probable, muy probable, que el remitente se
encontrara a bordo de un barco. Y ahora, consideremos otro aspecto. En el caso
de Pondicherry, transcurrieron siete semanas entre la amenaza y su ejecución;
en el de Dundee, sólo tres o cuatro días. ¿Qué le sugiere eso?
––La distancia a recorrer era
mayor.
––Pero también la carta venía de
más lejos.
––Entonces, no lo entiendo.
––Existe, por lo menos, una posibilidad
de que el barco en el que va nuestro hombre, u hombres, sea un barco de vela.
Parece como si siempre enviaran su curioso aviso o prenda por delante de ellos,
cuando salían a cumplir su misión. Ya ve el poco tiempo transcurrido entre el
crimen y la advertencia cuando ésta vino de Dundee. Si hubieran venido de
Pondicherry en un vapor, habrían llegado al mismo tiempo que la carta. Y sin
embargo, transcurrieron siete semanas. Creo que esas siete semanas representan
la diferencia entre el vapor que trajo la carta y el velero que trajo al
remitente.
––Es posible.
––Más que eso: es probable. Y
ahora comprenderá usted la urgencia mortal de este nuevo caso y por qué insistí
en que el joven Openshaw tomara precauciones. El golpe siempre se ha producido
al cabo del tiempo necesario para que los remitentes recorran la distancia.
Pero esta vez la carta viene de Londres, y por lo tanto no podemos contar con
ningún retraso.
––¡Dios mío! ––exclamé––. ¿Qué
puede significar esta implacable persecución?
––Es evidente que los papeles que
Openshaw conservaba tienen una importancia vital para la persona o personas que
viajan en el velero. Creo que está muy claro que deben ser más de uno. Un
hombre solo no habría podido cometer dos asesinatos de manera que engañasen a
un jurado de instrucción. Deben ser varios, y tienen que ser gente decidida y
de muchos recursos. Están dispuestos a hacerse con esos papeles, sea quien sea
el que los tenga en su poder. Así que, como ve, K. K. K. ya no son las
iniciales de un individuo, sino las siglas de una organización.
––¿Pero de qué organización?
––¿Nunca ha oído usted... ––Sherlock
Holmes se echó hacia adelante y bajó la voz–– ...nunca ha oído usted hablar del
Ku Klux Klan?
––Nunca.
Holmes pasó las hojas del libro
que tenía sobre las rodillas.
––Aquí está ––dijo por fin––. «Ku
Klux Klan: Palabra que se deriva del sonido producido al amartillar un rifle.
Esta terrible sociedad secreta fue fundada en los estados del sur por
excombatientes del ejército confederado después de la guerra civil, y
rápidamente fueron surgiendo agrupaciones locales en diferentes partes del
país, en especial en Tennessee, Louisiana, las Carolinas,
Georgia y Florida. Empleaba la fuerza con fines políticos, sobre todo para
aterrorizar a los votantes negros y para asesinar o expulsar del país a los que
se oponían a sus ideas. Sus ataques solían ir precedidos de una advertencia que
se enviaba ala víctima, bajo alguna forma extravagante pero reconocible: en
algunas partes, un ramito de hojas de roble; en otras, semillas de melón o de
naranja. Al recibir aviso, la víctima podía elegir entre abjurar públicamente
de su postura anterior o huir del país. Si se atrevía a hacer frente a la
amenaza, encontraba indefectiblemente la muerte, por lo general de alguna manera
extraña e imprevista. La organización de la sociedad era tan perfecta, y sus
métodos tan sistemáticos, que prácticamente no se conoce ningún caso de que
alguien se enfrentara a ella y quedara impune, ni de que se llegara a
identificar a los autores de ninguna de las agresiones. La organización
funcionó activamente durante algunos años, a pesar de los esfuerzos del
gobierno de los Estados Unidos y de amplios sectores de la comunidad sureña.
Pero en el año 1869 el movimiento se extinguió de golpe, aunque desde entonces
se han producido algunos resurgimientos esporádicos de prácticas similares.»
––Se habrá dado cuenta ––dijo
Holmes, dejando el libro–– de que la repentina disolución de la sociedad coincidió
con la desaparición de Openshaw, que se marchó de América con sus papeles.
Podría existir una relación de causa y efecto. No es de extrañar que él y su
familia se vean acosados por agentes implacables. Como comprenderá, esos
registros y diarios podrían implicar a algunos de los personajes más destacados
del sur, y puede que muchos de ellos no duerman tranquilos hasta que sean
recuperados.
––Entonces, la página que hemos
visto...
––Es lo que parecía. Si no
recuerdo mal, decía: «Enviadas semillas a A, B y C». Es decir, la sociedad les
envió su aviso. Luego, en sucesivas anotaciones se dice que A y B se largaron,
supongo que de la región, y por último que C recibió una visita, me temo que
con consecuencias funestas para el tal C. Bien, doctor, creo que podemos
arrojar un poco de luz sobre estas tinieblas, y creo que la única oportunidad
que tiene el joven Openshaw mientras tanto es hacer lo que le he dicho. Por
esta noche, no podemos hacer ni decir más, así que páseme mi violín y
procuremos olvidar durante media hora el mal tiempo y las acciones, aun peores,
de nuestros semejantes.
La mañana amaneció despejada, y
el sol brillaba con una luminosidad atenuada por la neblina que envuelve la
gran ciudad. Sherlock Holmes ya estaba desayunando cuando yo bajé.
––Perdone que no le haya esperado
––dijo––. Presiento que hoy voy a estar muy atareado con este asunto del joven
Openshaw.
––¿Qué pasos piensa dar? ––pregunté.
––Dependerá más que nada del
resultado de mis primeras averiguaciones. Puede que, después de todo, tenga que
ir a Horsham.
––¿Es que no piensa empezar por
allí?
––No, empezaré por la City. Toque
la campanilla y la doncella le traerá el café.
Mientras aguardaba, cogí de la
mesa el periódico, aún sin abrir, y le eché una ojeada. Mi mirada se clavó en
unos titulares que me helaron el corazón.
––Holmes ––exclamé––. Ya es
demasiado tarde.
––¡Vaya! ––dijo él, dejando su
taza en la mesa––. Me lo temía. ¿Cómo ha sido? ––hablaba con tranquilidad, pero
pude darme cuenta de que estaba profundamente afectado.
––Acabo de tropezarme con el
nombre de Openshaw y el titular «Tragedia junto al puente de Waterloo». Aquí
está la crónica: «Entre las nueve y las diez de la pasada noche, el agente de
policía Cook, de la división H, de servicio en las proximidades del puente de
Waterloo, oyó un grito que pedía socorro y un chapoteo en el agua. Sin
embargo, la noche era sumamente oscura y tormentosa, por lo que, a pesar de la
ayuda de varios transeúntes, resultó imposible efectuar el rescate. No
obstante, se dio la alarma y, con la ayuda de la policía fluvial, se consiguió
por fin recuperar el cuerpo, que resultó ser el de un joven caballero cuyo
nombre, según se deduce de un sobre que llevaba en el bolsillo, era John
Openshaw, y que residía cerca de Horsham. Se supone que debía ir corriendo para
tomar el último tren de la estación de Waterloo, y que debido a las prisas y la
oscuridad reinante, se salió del camino y cayó por el borde de uno de los pequeños
embarcaderos para los barcos fluviales. El cuerpo no presenta señales de
violencia, y parece fuera de dudas que el fallecido fue víctima de un
desdichado accidente, que debería servir para llamar la atención de nuestras
autoridades acerca del estado en que se encuentran los embarcaderos del río.»
Permanecimos sentados en silencio
durante unos minutos, y jamás había visto a Holmes tan alterado y deprimido
como entonces.
––Esto hiere mi orgullo, Watson ––dijo
por fin––. Ya sé que es un sentimiento mezquino, pero hiere mi orgullo. Esto se
ha convertido en un asunto personal y, si Dios me da salud, le echaré el guante
a esa cuadrilla. ¡Pensar que acudió a mí en busca de ayuda y que yo lo envié a
la muerte! ––se levantó de un salto y empezó a dar zancadas por la habitación,
presa de una agitación incontrolable, con sus enjutas mejillas cubiertas de
rubor y sin dejar de abrir y cerrar nerviosamente sus largas y delgadas manos––.
Tienen que ser astutos como demonios ––exclamó al fin–– ¿Cómo se las arreglaron
para desviarle hasta allí? El embarcadero no está en el camino directo a la
estación. No cabe duda de que el puente, a pesar de la noche que hacía, debía
estar demasiado lleno de gente para sus propósitos. Bueno, Watson, ya veremos
quién vence a la larga. ¡Voy a salir!
––¿A ver a la policía?
––No, yo seré mi propia policía.
Cuando yo haya tendido mi red, podrán hacerse cargo de las moscas, pero no
antes. Pasé todo el día dedicado a mis tareas profesionales, y no regresé a
Baker Street hasta bien entrada la noche. Sherlock Holmes no había vuelto aún.
Eran casi las diez cuando llegó, con aspecto pálido y agotado. Se acercó al aparador,
arrancó un trozo de pan de la hogaza y lo devoró ávidamente, ayudándolo a
pasar con un gran trago de agua.
––Viene usted hambriento ––comenté.
––Muerto de hambre. Se me olvidó
comer. No había tomado nada desde el desayuno.
––¿Nada?
––Ni un bocado. No he tenido
tiempo de pensar en ello.
––¿Y qué tal le ha ido?
––Bien.
––¿Tiene usted una pista?
––Los tengo en la palma de la
mano. La muerte del joven Openshaw no quedará sin venganza. Escuche, Watson, vamos
a marcarlos con su propia marca diabólica. ¿Qué le parece laidea?
––¿A qué se refiere?
Tomó del aparador una naranja, la
hizo pedazos y exprimió las semillas sobre la mesa. Cogió cinco de ellas y las
metió en un sobre. En la parte interior de la solapa escribió «De S. H. a J.
C.». Luego lo cerró y escribió la dirección: «Capitán Calhoun, Barco Lone Star, Savannah, Georgia».
––Le estará esperando cuando
llegue a puerto ––dijo riendo por lo bajo––. Eso le quitará el sueño por la noche.
Será un anuncio de lo que le espera, tan seguro como lo fue para Openshaw.
––¿Y quién es este capitán
Calhoun?
––El jefe de la banda. Cogeré a
los otros, pero primero él.
––¿Cómo lo ha localizado?
Sacó de su bolsillo un gran
pliego de papel, completamente cubierto de fechas y nombres.
––He pasado todo el día ––explicó––
en los registros de Lloyd's examinando periódicos atrasados, y siguiendo las
andanzas de todos los barcos que atracaron en Pondicherry en enero y febrero
del ochenta y tres. Había treinta y seis barcos de buen tonelaje que pasaron
por allí durante esos meses. Uno de ellos, el Lone Star, me llamó
inmediatamente la atención, porque, aunque figuraba como procedente de Londres,
el nombre, «Estrella Solitaria», es el mismo que se aplica a uno de los estados
de la Unión.
––Texas, creo.
––No sé muy bien cuál; pero
estaba seguro de que el barco era de origen norteamericano.
––Y después, ¿qué?
––Busqué en los registros de
Dundee, y cuando comprobé que el Lone
Star había estado allí en enero del ochenta y cinco, mi sospecha se
convirtió en certeza. Pregunté entonces qué barcos estaban atracados ahora
mismo en el puerto de Londres.
––¿Y...?
––El Lone Star había llegado la semana pasada. Me fui hasta el muelle
Albert y descubrí que había zarpado con la marea de esta mañana, rumbo a su
puerto de origen, Savannah. Telegrafié a Gravesend y me dijeron que había
pasado por allí hacía un buen rato. Como sopla viento del este, no me cabe duda
de que ahora debe haber dejado atrás los Goodwins y no andará lejos de la isla
de Wight.
––¿Y qué va a hacer ahora?
––Oh, ya les tengo puesta la mano
encima. Me he enterado de que él y los dos contramaestres son los únicos
norteamericanos que hay a bordo. Los demás son finlandeses y alemanes.
También he sabido que los tres
pasaron la noche fuera del barco. Me lo contó el estibador que estuvo subiendo
su cargamento. Para cuando el velero llegue a Savannah, el vapor correo habrá
llevado esta carta, y el telégrafo habrá informado a la policía de Savannah de
que esos tres caballeros son reclamados aquí para responder de una acusación de
asesinato.
Sin embargo, siempre existe una
grieta hasta en el mejor trazado de los planes humanos, y los asesinos de John
Openshaw no recibirían nunca las semillas de naranja que les habrían anunciado
que otra persona, tan astuta y decidida como ellos, les iba siguiendo la
pista. Las tormentas equinocciales de aquel año fueron muy prolongadas y
violentas. Durante semanas, esperamos noticias del Lone Star de Savannah, pero no nos llegó ninguna. Por fin nos
enteramos de que en algún punto del Atlántico se había avistado el codaste destrozado
de una lancha, zarandeado por las olas, que llevaba grabadas las letras «L.
S.», y eso es todo lo más que llegaremos nunca a saber acerca del destino final
del Lone Star.
6. El hombre del labio retorcido
Isa Whitney, hermano del difunto
Elías Whitney, D. D., director del Colegio de Teología de San Jorge, era
adicto perdido al opio. Según tengo entendido, adquirió el hábito a causa de
una típica extravagancia de estudiante: habiendo leído en la universidad la
descripción que hacía De Quincey de sus ensueños y sensaciones, había empapado
su tabaco en láudano con la intención de experimentar los mismos efectos. Descubrió,
como han hecho tantos otros, que resulta más fácil adquirir el hábito que
librarse de él, y durante muchos años vivió esclavo de la droga, inspirando una
mezcla de horror y compasión a sus amigos y familiares. Todavía me parece que
lo estoy viendo, con la cara amarillenta y fofa, los párpados caídos y las
pupilas reducidas a un puntito, encogido en una butaca y convertido en la
ruina y los despojos de un buen hombre.
Una noche de junio de 1889 sonó
el timbre de mi puerta, aproximadamente a la hora en que uno da el primer
bostezo y echa una mirada al reloj. Me incorporé en mi asiento, y mi esposa
dejó su labor sobre el regazo y puso una ligera expresión de desencanto.
––¡Un paciente! ––dijo––. Vas a
tener que salir.
Solté un gemido, porque acababa
de regresar a casa después de un día muy fatigoso.
Oímos la puerta que se abría,
unas pocas frases presurosas, y después unos pasos rápidos sobre el linóleo.
Se abrió de par en par la puerta de nuestro cuarto, y una dama vestida de
oscuro y con un velo negro entró en la habitación.
––Perdonen ustedes que venga tan
tarde ––empezó a decir; y en ese mismo momento, perdiendo de repente el dominio
de sí misma, se abalanzó corriendo sobre mi esposa, le echó los brazos al
cuello y rompió a llorar sobre su hombro––. ¡Ay, tengo un problema tan grande! ––sollozó––.
¡Necesito tanto que alguien me ayude!
––¡Pero si es Kate Whitney! ––dijo
mi esposa, alzándole el velo––. ¡Qué susto me has dado, Kate! Cuando entraste
no tenía ni idea de quién eras.
––No sabía qué hacer, así que me
vine derecho a verte. Siempre pasaba lo mismo. La gente que tenía dificultades
acudía a mi mujer como los pájaros a la luz de un faro. ––Has sido muy amable
viniendo. Ahora, tómate un poco de vino con agua, siéntate cómodamente y
cuéntanoslo todo. ¿0 prefieres que mande a james a la cama?
––Oh, no, no. Necesito también el
consejo y la ayuda del doctor. Se trata de Isa. No ha venido a casa en dos
días. ¡Estoy tan preocupada por él!
No era la primera vez que nos
hablaba del problema de su marido, a mí como doctor, a mi esposa como vieja
amiga y compañera del colegio. La consolamos y reconfortamos lo mejor que
pudimos. ¿Sabía dónde podía estar su marido? ¿Era posible que pudiéramos
hacerle volver con ella?
Por lo visto, sí que era posible.
Sabía de muy buena fuente que últimamente, cuando le daba el ataque, solía
acudir a un fumadero de opio situado en el extremo oriental de la City. Hasta
entonces, sus orgías no habían pasado de un día, y siempre había vuelto a casa,
quebrantado y tembloroso, al caer la noche. Pero esta vez el maleficio llevaba
durándole cuarenta y ocho horas, y sin duda allí seguía tumbado, entre la escoria
de los muelles, aspirando el veneno o durmiendo bajo sus efectos. Su mujer
estaba segura de que se le podía encontrar en «El Lingote de Oro», en Upper
Swandam Lane. Pero ¿qué podía hacer ella? ¿Cómo iba ella, una mujer joven y
tímida, a meterse en semejante sitio y sacar a su marido de entre los rufianes
que le rodeaban?
Así estaban las cosas y, desde
luego, no había más que un modo de resolverlas. ¿No podía yo acompañarla hasta
allí? Sin embargo, pensándolo bien, ¿para qué había de venir ella? Yo era el
consejero médico de Isa Whitney y, como tal, tenía cierta influencia sobre él.
Podía apañármelas mejor si iba solo. Le di mi palabra de que antes de dos horas
se lo enviaría a casa en un coche si de verdad se encontraba en la dirección
que me había dado.
Y así, al cabo de diez minutos,
había abandonado mi butaca y mi acogedor cuarto de estar, y viajaba a toda
velocidad en un coche de alquiler rumbo al este, con lo que entonces me parecía
una extraña misión, aunque sólo el futuro me iba a demostrar lo extraña que era
en realidad.
Sin embargo, no encontré grandes
dificultades en la primera etapa de mi aventura. Upper Swandam Lane es una callejuela
miserable, oculta detrás de los altos muelles que se extienden en la orilla norte
del río, al este del puente de Londres. Entre una tienda de ropa usada y un
establecimiento de ginebra encontré el antro que iba buscando, al que se
llegaba por una empinada escalera que descendía hasta un agujero negro como la
boca de una caverna. Ordené al cochero que aguardara y bajé los escalones,
desgastados en el centro por el paso incesante de pies de borrachos. A la luz
vacilante de una lámpara de aceite colocada encima de la puerta, encontré el
picaporte y penetré en una habitación larga y de techo bajo, con la atmósfera
espesa y cargada del humo pardo del opio, y equipada con una serie de literas
de madera, como el castillo de proa de un barco de emigrantes.
A través de la penumbra se podían
distinguir a duras penas numerosos cuerpos, tumbados en posturas extrañas y
fantásticas, con los hombros encorvados, las rodillas dobladas, las cabezas
echadas hacia atrás y el mentón apuntando hacia arriba; de vez en cuando, un
ojo oscuro y sin brillo se fijaba en el recién llegado. Entre las sombras negras
brillaban circulitos de luz, encendiéndose y apagándose, según que el veneno ardiera
o se apagara en las cazoletas de las pipas metálicas. La mayoría permanecía
tendida en silencio, pero algunos murmuraban para sí mismos, y otros conversaban
con voz extraña, apagada y monótona; su conversación surgía en ráfagas y luego
se desvanecía de pronto en el silencio, mientras cada uno seguía mascullando
sus propios pensamientos, sin prestar atención a las palabras de su vecino. En
el extremo más apartado había un pequeño brasero de carbón, y a su lado un
taburete de madera de tres patas, en el que se sentaba un anciano alto y
delgado, con la barbilla apoyada en los puños y los codos en las rodillas,
mirando fijamente el fuego.
Al verme entrar, un malayo de
piel cetrina se me acercó rápidamente con una pipa y una porción de droga,
indicándome una litera libre.
––Gracias, no he venido a
quedarme ––dije––. Hay aquí un amigo mío, el señor Isa Whitney, y quiero hablar
con él. Hubo un movimiento y una exclamación a mi derecha y, atisbando entre
las tinieblas, distinguí a Whitney, pálido, ojeroso y desaliñado, con la mirada
fija en mí.
––¡Dios mío! ¡Es Watson! ––exclamó.
Se encontraba en un estado lamentable, con todos sus nervios presa de temblores––.
Oiga, Watson, ¿qué hora es?
––Casi las once.
––¿De qué día?
––Del viernes, diecinueve de
junio.
––¡Cielo santo! ¡Creía que era
miércoles! ¡Y es miércoles! ¿Qué se propone usted asustando a un amigo? ––sepultó
la cara entre los brazos y comenzó a sollozar en tono muy agudo.
––Le digo que es viernes, hombre.
Su esposa lleva dos días esperándole. ¡Debería estar avergonzado de sí mismo!
––Y lo estoy. Pero usted se
equivoca, Watson, sólo llevo aquí unas horas... tres pipas, cuatro pipas... ya
no sé cuántas. Pero iré a casa con usted. ¿Ha traído usted un coche?
––Sí, tengo uno esperando.
––Entonces iré en él. Pero
seguramente debo algo. Averigüe cuánto debo, Watson. Me encuentro incapaz. No
puedo hacer nada por mí mismo.
Recorrí el estrecho pasadizo
entre la doble hilera de durmientes, conteniendo la respiración para no inhalar
el humo infecto y estupefaciente de la droga, y busqué al encargado. Al pasar
al lado del hombre alto que se sentaba junto al brasero, sentí un súbito tirón
en los faldones de mi chaqueta y una voz muy baja susurró: «Siga adelante
yluego vuélvase a mirarme». Las palabras sonaron con absoluta claridad en mis
oídos. Miré hacia abajo. Sólo podía haberlas pronunciado el anciano que tenía
a mi lado, y sin embargo continuaba sentado tan absorto como antes, muy flaco,
muy arrugado, encorvado por la edad, con una pipa de opio caída entre sus
rodillas, como si sus dedos la hubieran dejado caer de puro relajamiento.
Avancé dos pasos y me volvía mirar. Necesité todo el dominio de mí mismo para
no soltar un grito de asombro. El anciano se había vuelto de modo que nadie
pudiera verlo más que yo. Su figura se había agrandado, sus arrugas habían desaparecido,
los ojos apagados habían recuperado su fuego, y allí, sentado junto al brasero
y sonriendo ante mi sorpresa, estaba ni más ni menos que Sherlock Holmes. Me
indicó con un ligero gesto que me aproximara y, al instante, en cuanto volvió
de nuevo su rostro hacia la concurrencia, se hundió una vez más en una
senilidad decrépita y babeante.
––¡Holmes! ––susurré––. ¿Qué
demonios está usted haciendo en este antro?
––Hable lo más bajo que pueda ––respondió––.
Tengo un oído excelente. Si tuviera usted la inmensa amabilidad de librarse de
ese degenerado amigo suyo, me alegraría muchísimo tener una pequeña conversación
con usted.
––Tengo un coche fuera.
––Entonces, por favor, mándelo a
casa en él. Puede fiarse de él, porque parece demasiado hecho polvo como para
meterse en ningún lío. Le recomiendo también que, por medio del cochero, le
envíe una nota a su esposa diciéndole que ha unido su suerte a la mía. Si me
espera fuera, estaré con usted en cinco minutos.
Resultaba dificil negarse a las
peticiones de Sherlock Holmes, porque siempre eran extraordinariamente
concretas y las exponía con un tono de lo más señorial. De todas maneras, me
parecía que una vez metido Whitney en el coche, mi misión había quedado
prácticamente cumplida; y, por otra parte, no podía desear nada mejor que
acompañar a mi amigo en una de aquellas insólitas aventuras que constituían su
modo normal de vida. Me bastaron unos minutos para escribir la nota, pagar la
cuenta de Whitney, llevarlo hasta el coche y verle partir a través de la noche.
Muy poco después, una decrépita figura salía del fumadero de opio yyo caminaba
calle abajo en compañía de Sherlock Holmes. Avanzó por un par de calles
arrastrando los pies, con la espalda encorvada y el paso inseguro; y de
pronto, tras echar una rápida mirada a su alrededor, enderezó el cuerpo y
estalló en una alegre carcajada.
––Supongo, Watson ––dijo––, que
está usted pensando que he añadido el fumar opio a las inyecciones de cocaína y
demás pequeñas debilidades sobre las que usted ha tenido la bondad de emitir
su opinión facultativa.
––Desde luego, me sorprendió
encontrarlo allí.
––No más de lo que me sorprendió
a mí verle a usted.
––Yo vine en busca de un amigo.
––Y yo, en busca de un enemigo.
––¿Un enemigo?
––Sí, uno de mis enemigos
naturales o, si se me permite decirlo, de mis presas naturales. En pocas palabras,
Watson, estoy metido en una interesantísima investigación, y tenía la esperanza
de descubrir alguna pista entre las divagaciones incoherentes de estos adictos,
como me ha sucedido otras veces. Si me hubieran reconocido en aquel antro, mi
vida no habría valido ni la tarifa de una hora, porque ya lo he utilizado
antes para mis propios fines, y el bandido del dueño, un antiguo marinero de
las Indias Orientales, ha jurado vengarse de mí. Hay una trampilla en la parte
trasera del edificio, cerca de la esquina del muelle de San Pablo, que podría
contar historias muy extrañas sobre lo que pasa a través de ella las noches sin
luna.
––¡Cómo! ¡No querrá usted decir
cadáveres!
––Sí, Watson, cadáveres. Seríamos
ricos si nos dieran mil libras por cada pobre diablo que ha encontrado la
muerte en ese antro. Es la trampa mortal más perversa de toda la ribera del
río, y me temo que Neville St. Clair ha entrado en ella para no volver a salir.
Pero nuestro coche debería estar aquí ––se metió los dos dedos índices en la
boca y lanzó un penetrante silbido, una señal que fue respondida por un
silbido similar a lo lejos, seguido inmediatamente por el traqueteo de unas
ruedas y las pisadas de cascos de caballo.
––Y ahora, Watson ––dijo Holmes,
mientras un coche alto, de un caballo, salía de la oscuridad arrojando dos
chorros dorados de luz amarilla por sus faroles laterales––, ¿viene usted
conmigo o no?
––Si puedo ser de alguna
utilidad...
––Oh, un camarada de confianza
siempre resulta útil. Y un cronista, más aún. Mi habitación de Los Cedros tiene
dos camas.
––¿Los Cedros?
––Sí, así se llama la casa del
señor St. Clair. Me estoy alojando allí mientras llevo a cabo la investigación.
––¿Y dónde está?
––En Kent, cerca de Lee. Tenemos
por delante un trayecto de siete millas.
––Pero estoy completamente a
oscuras.
––Naturalmente. Pero en seguida
va a enterarse de todo. ¡Suba aquí! Muy bien, John, ya no le necesitaremos.
Aquí tiene media corona. Venga a buscarme mañana a eso de las once. Suelte las
riendas y hasta mañana.
Tocó al caballo con el látigo y
salimos disparados a través de la interminable sucesión de calles sombrías y
desiertas, que poco a poco se fueron ensanchando hasta que cruzamos a toda
velocidad un amplio puente con balaustrada, mientras las turbias aguas del río
se deslizaban perezosamente por debajo. Al otro lado nos encontramos otra
extensa desolación de ladrillo y cemento envuelta en un completo silencio,
roto tan sólo por las pisadas fuertes y acompasadas de un policía o por los
gritos y canciones de algún grupillo rezagado de juerguistas. Una oscura
cortina se deslizaba lentamente a través del cielo, y una o dos estrellas
brillaban débilmente entre las rendijas de las nubes. Holmes conducía en
silencio, con la cabeza caída sobre el pecho y toda la apariencia de
encontrarse sumido en sus pensamientos, mientras yo, sentado a su lado, me consumía
de curiosidad por saber en qué consistía esta nueva investigación que parecía
estar poniendo a prueba sus poderes, a pesar de lo cual no me atrevía a
entrometerme en el curso de sus reflexiones. Llevábamos recorridas varias
millas, y empezábamos a entrar en el cinturón de residencias suburbanas, cuando
Holmes se desperezó, se encogió de hombros y encendió su pipa con el aire de un
hombre satisfecho por estar haciéndolo lo mejor posible.
––Watson, posee usted el don
inapreciable de saber guardar silencio ––dijo––. Eso le convierte en un compañero
de valor incalculable. Le aseguro que me viene muy bien tener alguien con
quien hablar, pues mis pensamientos no son demasiado agradables. Me estaba
preguntando qué le voy a decir a esta pobre mujer cuando salga esta noche a
recibirme a la puerta.
––Olvida usted que no sé nada del
asunto.
––Tengo el tiempo justo de
contarle los hechos antes de llegar a Lee. Parece un caso ridículamente sencillo
y, sin embargo, no sé por qué, no consigo avanzar nada. Hay mucha madeja, ya
lo creo, pero no doy con el extremo del hilo. Bien, Watson, voy a exponerle el
caso clara y concisamente, y tal vez usted pueda ver una chispa de luz donde
para mí todo son tinieblas.
––Adelante, pues.
––Hace unos años...
concretamente, en mayo de mil ochocientos ochenta y cuatro, llegó a Lee un
caballero llamado Neville St. Clair, que parecía tener dinero en abundancia.
Adquirió una gran residencia, arregló los terrenos con muy buen gusto y, en
general, vivía a lo grande. Poco a poco, fue haciendo amistades entre el
vecindario, y en mil ochocientos ochenta y siete se casó con la hija de un
cervecero de la zona, con la que tiene ya dos hijos. No trabajaba en nada
concreto, pero tenía intereses en varias empresas y venía todos los días a
Londres por la mañana, regresando por la tarde en el tren de las cinco catorce
desde Cannon Street. El señor St. Clair tiene ahora treinta y siete años de
edad, es hombre de costumbres moderadas, buen esposo, padre cariñoso, y
apreciado por todos los que le conocen. Podríamos añadir que sus deudas actuales,
hasta donde hemos podido averiguar, suman un total de ochenta y ocho libras y
diez chelines, y que su cuenta en el banco, el Capital & Counties Bank,
arroja un saldo favorable de doscientas veinte libras. Por tanto, no hay razón
para suponer que sean problemas de dinero los que le atormentan.
»El lunes pasado, el señor
Neville St. Clair vino a Londres bastante más temprano que de costumbre,
comentando antes de salir que tenía que realizar dos importantes gestiones, y
que al volver le traería al niño pequeño un juego de construcciones. Ahora
bien, por pura casualidad, su esposa recibió un telegrama ese mismo lunes, muy
poco después de marcharse él, comunicándole que había llegado un paquetito muy
valioso que ella estaba esperando, y que podía recogerlo en las oficinas de la
Compañía Naviera Aberdeen. Pues bien, si conoce usted Londres, sabrá que las
oficinas de esta compañía están en Fresno Street, que hace esquina con Upper
Swandam Lane, donde me ha encontrado usted esta noche. La señora St. Clair almorzó,
se fue a Londres, hizo algunas compras, pasó por la oficina de la compañía,
recogió su paquete, y exactamente a las cuatro treinta y cinco iba caminando
por Swandam Lane camino de la estación. ¿Me sigue hasta ahora?
––Está muy claro.
––Quizá recuerde usted que el
lunes hizo muchísimo calor, y la señora St. Clair iba andando despacio, mirando
por todas partes con la esperanza de ver un coche de alquiler, porque no le
gustaba el barrio en el que se encontraba. Mientras bajaba de esta manera por
Swandam Lane, oyó de repente un grito o una exclamación y se quedó helada de
espanto al ver a su marido mirándola desde la ventana de un segundo piso y, según
le pareció a ella, llamándola con gestos. La ventana estaba abierta y pudo
verle perfectamente la cara, que según ella parecía terriblemente agitada. Le
hizo gestos frenéticos con las manos y después desapareció de la ventana tan
repentinamente que a la mujer le pareció que alguna fuerza irresistible había tirado
de él por detrás. Un detalle curioso que llamó su femenina atención fue que,
aunque llevaba puesta una especie de chaqueta oscura, como la que vestía al
salir de casa, no tenía cuello ni corbata.
»Convencida de que algo malo le
sucedía, bajó corriendo los escalones ––pues la casa no era otra que el
fumadero de opio en el que usted me ha encontrado–– y tras atravesar a toda
velocidad la sala delantera, intentó subir por las escaleras que llevan al primer
piso. Pero al pie de las escaleras le salió al paso ese granuja de marinero
del que le he hablado, que la obligó a retroceder y, con la ayuda de un danés
que le sirve de asistente, la echó a la calle a empujones. Presa de los temores
y dudas más enloquecedores, corrió calle abajo y, por una rara y afortunada
casualidad, se encontró en Fresno Street con varios policías y un inspector que
se dirigían a sus puestos de servicio. El inspector y dos hombres la acompañaron
de vuelta al fumadero y, a pesar de la pertinaz resistencia del propietario,
se abrieron paso hasta la habitación en la que St. Clair fue visto por última
vez. No había ni rastro de él. De hecho, no encontraron a nadie en todo el
piso, con excepción de un inválido decrépito de aspecto repugnante. Tanto él
como el propietario juraron insistentemente que en toda la tarde no había
entrado nadie en aquella habitación. Su negativa era tan firme que el
inspector empezó a tener dudas, y casi había llegado a creer que la señora St.
Clair había visto visiones cuando ésta se abalanzó con un grito sobre una
cajita de madera que había en la mesa y levantó la tapa violentamente, dejando
caer una cascada de ladrillos de juguete. Era el regalo que él había prometido
llevarle a suhijo.
»Este descubrimiento, y la
evidente confusión que demostró el inválido, convencieron al inspector de que
se trataba de un asunto grave. Se registraron minuciosamente las habitaciones,
y todos los resultados parecían indicar un crimen abominable. La habitación
delantera estaba amueblada con sencillez como sala de estar, y comunicaba con
un pequeño dormitorio que da a la parte posterior de uno de los muelles. Entre
el muelle y el dormitorio hay una estrecha franja que queda en seco durante la
marea baja, pero que durante la marea alta queda cubierta por metro y medio de
agua, por lo menos. La ventana del dormitorio es bastante ancha y se abre desde
abajo. Al inspeccionarla, se encontraron manchas de sangre en el alféizar, y
también en el suelo de madera se veían varias gotas dispersas. Tiradas detrás
de una cortina en la habitación delantera, se encontraron todas las ropas del
señor Neville St. Clair, a excepción de su chaqueta: sus zapatos, sus
calcetines, su sombrero y su reloj... todo estaba allí. No se veían señales de
violencia en ninguna de las prendas, ni se encontró ningún otro rastro del
señor St. Clair. Al parecer, tenían que haberlo sacado por la ventana, ya que
no se pudo encontrar otra salida, y las ominosas manchas de sangre en la
ventana daban pocas esperanzas de que hubiera podido salvarse a nado, porque la
marea estaba en su punto más alto en el momento de la tragedia.
»Y ahora, hablemos de los
maleantes que parecen directamente implicados en el asunto. Sabemos que el
marinero es un tipo de pésimos antecedentes, pero, según el relato de la señora
St. Clair, se encontraba al pie de la escalera a los pocos segundos de la
desaparición de su marido, por lo que dificilmente puede haber desempeñado más
que un papel secundario en el crimen. Se defendió alegando absoluta
ignorancia, insistiendo en que él no sabía nada de las actividades de Hugh
Boone, su inquilino, y que no podía explicar de ningún modo la presencia de las
ropas del caballero desaparecido.
»Esto es lo que hay respecto al
marinero. Pasemos ahora al siniestro inválido que vive en la segunda planta del
fumadero de opio y que, sin duda, fue el último ser humano que puso sus ojos
en el señor St. Clair. Se llama Hugh Boone, y todo el que va mucho por la City
conoce su repugnante cara. Es mendigo profesional, aunque para burlar los
reglamentos policiales finge vender cerillas. Puede que se haya fijado usted
en que, bajando un poco por Threadneedle Street, en la acera izquierda, hay un
pequeño recodo en la pared. Allí es donde se instala cada día ese engendro, con
las piernas cruzadas y su pequeño surtido de cerillas en el regazo. Ofrece un
espectáculo tan lamentable que provoca una pequeña lluvia de caridad sobre la
grasienta gorra de cuero que coloca en la acera delante de él. Más de una vez
lo he estado observando, sin tener ni idea de que llegaría a relacionarme
profesionalmente con él, y me ha sorprendido lo mucho que recoge en poco
tiempo. Tenga en cuenta que su aspecto es tan llamativo que nadie puede pasar a
su lado sin fijarse en él. Una mata de cabello anaranjado, un rostro pálido y
desfigurado por una horrible cicatriz que, al contraerse, ha retorcido el
borde de su labio superior, una barbilla de bulldog y un par de ojos oscuros y
muy penetrantes, que contrastan extraordinariamente con el color de su pelo,
todo ello le hace destacar de entre la masa vulgar de pedigüeños: También
destaca por su ingenio, pues siempre tiene a mano una respuesta para cualquier
pulla que puedan dirigirle los transeúntes. Éste es el hombre que, según acabamos
de saber, vive en lo alto del fumadero de opio y fue la última persona que vio
al caballero que andamos buscando.
––¡Pero es un inválido! ––dije––.
¿Qué podría haber hecho él solo contra un hombre en la flor de la vida?
––Es inválido en el sentido de que
cojea al andar; pero en otros aspectos, parece tratarse de un hombre fuerte y
bien alimentado. Sin duda, Watson, su experiencia médica le habrá enseñado que
la debilidad en un miembro se compensa a menudo con una fortaleza excepcional
en los demás.
––Por favor, continúe con su
relato.
––La señora St. Clair se había
desmayado al ver la sangre en la ventana, y la policía la llevó en coche a su
casa, ya que su presencia no podía ayudarles en las investigaciones. El
inspector Barton, que estaba a cargo del caso, examinó muy detenidamente el
local, sin encontrar nada que arrojara alguna luz sobre el misterio. Se
cometió un error al no detener inmediatamente a Boone, ya que así dispuso de
unos minutos para comunicarse con su compinche el marinero, pero pronto se
puso remedio a esta equivocación y Boone fue detenido y registrado, sin que se
encontrara nada que pudiera incriminarle. Es cierto que había manchas de sangre
en la manga derecha de su camisa, pero enseñó su dedo índice, que tenía un
corte cerca de la uña, y explicó que la sangre procedía de allí, añadiendo que
poco antes había estado asomado a la ventana y que las manchas observadas allí
procedían, sin duda, de la misma fuente. Negó hasta la saciedad haber visto en
su vida al señor Neville St. Clair, y juró que la presencia de las ropas en su
habitación resultaba tan misteriosa para él como para la policía. En cuanto a
la declaración de la señora St. Clair, que afirmaba haber visto a su marido en
la ventana, alegó que estaría loca o lo habría soñado. Se lo llevaron a
comisaría entre ruidosas protestas, mientras el inspector se quedaba en la
casa, con la esperanza de que la bajamar aportara alguna nueva pista.
Y así fue, aunque lo que
encontraron en el fango no era lo que temían encontrar. Lo que apareció al retirarse
la marea fue la chaqueta de Neville St. Clair, y no el propio Neville St.
Clair. ¿Y qué cree que encontraron en los bolsillos?
––No tengo ni idea.
––No creo que pueda adivinarlo.
Todos los bolsillos estaban repletos de peniques y medios peniques: en total,
cuatrocientos veintiún peniques y doscientos setenta medios peniques. No es de
extrañar que la marea no se la llevara. Pero un cuerpo humano es algo muy
diferente. Hay un fuerte remolino entre el muelle y la casa. Parece bastante
probable que la chaqueta se quedara allí debido al peso, mientras el cuerpo
desnudo era arrastrado hacia el río.
––Pero, según tengo entendido,
todas sus demás ropas se encontraron en la habitación. ¿Es que el cadáver iba
vestido sólo con la chaqueta?
––No, señor, los datos pueden ser
muy engañosos. Suponga que este tipo, Boone, ha tirado a Neville St. Clair por
la ventana, sin que le haya visto nadie. ¿Qué hace a continuación? Por
supuesto, pensará inmediatamente en librarse de las ropas delatoras. Coge la
chaqueta, y está a punto de tirarla cuando se le ocurre que flotará en vez de
hundirse. Tiene poco tiempo, porque ha oído el alboroto al pie de la escalera,
cuando la esposa intenta subir, y puede que su compinche el marinero le haya
avisado ya de que la policía viene corriendo calle arriba. No hay un instante
que perder. Corre hacia algún escondrijo secreto, donde ha ido acumulando los
frutos de su mendicidad, y mete en los bolsillos de la chaqueta todas las
monedas que puede, para asegurarse de que se hunda. La tira, y habría hecho lo
mismo con las demás prendas de no haber oído pasos apresurados en la planta
baja, de manera que sólo le queda tiempo para cerrar la ventana antes de que
la policía aparezca.
––Desde luego, parece factible.
––Bien, lo tomaremos como
hipótesis de trabajo, a falta de otra mejor. Como ya le he dicho, detuvieron a
Boone ylo llevaron a comisaría, pero no se le pudo encontrar ningún antecedente
delictivo. Se sabía desde hacía muchos años que era mendigo profesional, pero
parece que llevaba una vida bastante tranquila e inocente. Así están las cosas
por el momento, y nos hallamos tan lejos como al principio de la solución de
las cuestiones pendientes: qué hacía Neville St. Clair en el fumadero de opio,
qué le sucedió allí, dónde está ahora y qué tiene que ver Hugh Boone con su
desaparición. Confieso que no recuerdo en toda mi experiencia un caso que
pareciera tan sencillo a primera vista y que, sin embargo, presentara tantas
dificultades.
Mientras Sherlock Holmes iba
exponiendo los detalles de esta singular serie de acontecimientos, rodábamos a
toda velocidad por las afueras de la gran ciudad, hasta que dejamos atrás las
últimas casas desperdigadas y seguimos avanzando con un seto rural a cada lado
del camino. Pero cuando terminó, pasábamos entre dos pueblecitos de casas
dispersas, en cuyas ventanas aún brillaban unas cuantas luces.
––Estamos a las afueras de Lee ––dijo
mi compañero––. En esta breve carrera hemos pisado tres condados ingleses, partiendo
de Middlesex, pasando de refilón por Surreyyterminando en Kent. ¿Ve aquella
luz entre los árboles? Es Los Cedros, y detrás de la lámpara está sentada una
mujer cuyos ansiosos oídos han captado ya, sin duda alguna, el ruido de los
cascos de nuestro caballo.
––Pero ¿por qué no lleva usted el
caso desde Baker Street?
––Porque hay mucho que investigar
aquí. La señora St. Clair ha tenido la amabilidad de poner dos habitaciones a
mi disposición, y puede usted tener la seguridad de que dará la bienvenida a mi
amigo y compañero. Me espanta tener que verla, Watson, sin traer noticias de su
marido. En fin, aquí estamos. ¡So, caballo, soo!
Nos habíamos detenido frente a
una gran mansión con terreno propio. Un mozo de cuadras había corrido a
hacerse cargo del caballo y, tras descender del coche, seguí a Holmes por un
estrecho y ondulante sendero de grava que llevaba a la casa. Cuando ya
estábamos cerca, se abrió la puerta y una mujer menuda y rubia apareció en el
marco, vestida con una especie de mousseline––de––soie, con apliques de gasa
rosa y esponjosa en el cuello y los puños. Permaneció inmóvil, con su silueta
recortada contra la luz, una mano apoyada en la puerta, la otra a medio alzar
en un gesto de ansiedad, el cuerpo ligeramente inclinado, adelantando la cabeza
y la cara, con ojos impacientes y labios entreabiertos. Era la estampa
viviente misma de la incertidumbre.
––¿Y bien? ––gimió––. ¿Qué hay?
Y entonces, viendo que éramos
dos, soltó un grito de esperanza que se transformó en un gemido al ver que mi
compañero meneaba la cabeza y se encogía de hombros.
––¿No hay buenas noticias?
––No hay ninguna noticia.
––¿Tampoco malas?
––Tampoco.
––Demos gracias a Dios por eso.
Pero entren. Estará usted cansado después de tan larga jornada.
––Le presento a mi amigo el
doctor Watson. Su ayuda ha resultado fundamental en varios de mis casos y, por
una afortunada casualidad, he podido traérmelo e incorporarlo a esta
investigación.
––Encantada de conocerlo ––dijo
ella, estrechándome calurosamente la mano––. Estoy segura que sabrá disculpar las
deficiencias que encuentre, teniendo en cuenta la desgracia tan repentina que
nos ha ocurrido.
––Querida señora ––dije––. Soy un
viejo soldado y, aunque no lo fuera, me doy perfecta cuenta de que huelgan las
disculpas. Me sentiré muy satisfecho si puedo resultar de alguna ayuda para
usted o para mi compañero aquí presente.
––Y ahora, señor Sherlock Holmes ––dijo
la señora mientras entrábamos en un comedor bien iluminado, en cuya mesa
estaba servida una comida fría––, me gustaría hacerle un par de preguntas
francas, y le ruego que las respuestas sean igualmente francas.
––Desde luego, señora.
––No se preocupe por mis
sentimientos. No soy histérica ni propensa a los desmayos. Simplemente, quiero
conocer su auténtica opinión.
––¿Sobre qué punto?
––En el fondo de su corazón,
¿cree usted que Neville está vivo?
Sherlock Holmes pareció incómodo
ante la pregunta. ––¡Francamente! ––repitió ella, de pie sobre la alfombra y
mirándolo fijamente desde lo alto, mientras Holmes se retrepaba en un sillón
de mimbre.
––Pues, francamente, señora: no.
––¿Cree usted que ha muerto?
––Sí.
––¿Asesinado?
––No puedo asegurarlo. Es
posible.
––¿Y qué día murió?
––El lunes.
––Entonces, señor Holmes,
¿tendría usted la bondad de explicar cómo es posible que haya recibido hoy esta
carta suya? Sherlock Holmes se levantó de un salto, como si hubiera recibido
una descarga eléctrica.
––¿Qué? ––rugió.
––Sí, hoy mismo ––dijo ella,
sonriendo y sosteniendo en alto una hojita de papel.
––¿Puedo verla?
––Desde luego.
Se la arrebató impulsivamente y,
extendiendo la carta sobre la mesa, acercó una lámpara y la examinó con detenimiento.
Yo me había levantado de mi silla y miraba por encima de su hombro. El sobre
era muy ordinario, y traía matasellos de Gravesend y fecha de aquel mismo día, o
más bien del día anterior, pues ya era mucho más de medianoche.
––¡Qué mal escrito! ––murmuró
Holmes––. No creo que esta sea la letra de su marido, señora.
––No, pero la de la carta sí que
lo es.
––Observo, además, que la persona
que escribió el sobre tuvo que ir a preguntar la dirección.
––¿Cómo puede saber eso?
––El nombre, como ve, está en
tinta perfectamente negra, que se ha secado sola. El resto es de un color
grisáceo, que demuestra que se ha utilizado papel secante. Si lo hubieran
escrito todo seguido y lo hubieran secado con secante, no habría ninguna letra
tan negra. Esta persona ha escrito el nombre y luego ha hecho una pausa antes
de escribir la dirección, lo cual sólo puede significar que no le resultaba familiar.
Por supuesto, se trata tan sólo de un detalle trivial, pero no hay nada tan
importante como los detalles triviales. Veamos ahora la carta. ¡Ajá! ¡Aquí
dentro había algo más!
––Sí, había un anillo. El anillo
con su sello.
––¿Y está usted segura de que
ésta es la letra de su marido?
––Una de sus letras.
––¿Una?
––Su letra de cuando escribe con
prisas. Es muy diferente de su letra habitual, a pesar de lo cual la conozco
bien. ––«Querida, no te asustes. Todo saldrá bien. Se ha cometido un terrible
error, que quizá tarde algún tiempo en rectificar. Ten paciencia, Neville.»
Escrito a lápiz en la guarda de un libro, formato octavo, sin marca de agua.
Echado al correo hoy en Gravesend, por un hombre con el pulgar sucio. ¡Ajá! Y
la solapa la ha pegado, si no me equivoco, una persona que ha estado mascando
tabaco. ¿Y usted no tiene ninguna duda de que se trata de la letra de su
esposo, señora? ––Ninguna. Esto lo escribió Neville.
––Y lo han echado al correo hoy
en Gravesend. Bien, señora St. Clair, las nubes se despejan, aunque no me atrevería
a decir que ha pasado el peligro.
––Pero tiene que estar vivo,
señor Holmes.
––A menos que se trate de una
hábil falsificación para ponernos sobre una pista falsa. Al fin y al cabo, el
anillo no demuestra nada. Se lo pueden haber quitado.
––¡No, no, es su letra, lo es, lo
es, lo es!
––Muy bien. Sin embargo, puede
haberse escrito el lunes y no haberse echado al correo hasta hoy.
––Eso es posible.
––De ser así, han podido ocurrir
muchas cosas entre tanto. ––Ay, no me desanime usted, señor Holmes. Estoy
segura de que se encuentra bien. Existe entre nosotros una comunicación tan
intensa que si le hubiera pasado algo malo, yo lo sabría. El mismo día en que
le vi por última vez, se cortó en el dormitorio, y yo, que estaba en el
comedor, subí corriendo al instante, con la plena seguridad de que algo había
ocurrido. ¿Cree usted que puedo responder a semejante trivialidad y, sin
embargo, no darme cuenta de que ha muerto?
––He visto demasiado como para no
saber que la intuición de una mujer puede resultar más útil que las
conclusiones de un razonador analítico. Y, desde luego, en esta carta tiene
usted una prueba bien palpable que corrobora su punto de vista. Pero si su
marido está vivo y puede escribirle cartas, ¿por qué no se pone en contacto con
usted?
––No tengo ni idea. Es
incomprensible.
––¿No comentó nada el lunes antes
de marcharse?
––No.
––Y a usted le sorprendió verlo
en Swandan Lane.
––Mucho.
––¿Estaba abierta la ventana?
––Sí.
––Entonces, él podía haberla
llamado.
––Podía, sí.
––Pero, según tengo entendido,
sólo lanzó un grito inarticulado.
––En efecto.
––Que a usted le pareció una
llamada de auxilio.
––Sí, porque agitaba las manos.
––Pero podría haberse tratado de
un grito de sorpresa. El asombro, al verla de pronto a usted, podría haberle hecho
levantar las manos.
––Es posible.
––Y a usted le pareció que
tiraban de él desde atrás.
––Como desapareció tan
bruscamente...
––Pudo haber saltado hacia atrás.
Usted no vio a nadie más en la habitación.
––No, pero aquel hombre confesó
que había estado allí, y el marinero se encontraba al pie de la escalera.
––En efecto. Su esposo, por lo
que usted pudo ver, ¿llevaba puestas sus ropas habituales?
––Pero sin cuello. Vi
perfectamente su cuello desnudo.
––¿Había mencionado alguna vez
Swandam Lane?
––Nunca.
––¿Alguna vez dio señales de
haber tomado opio?
––Nunca.
––Gracias, señora St. Clair.
Estos son los principales detalles que quería tener absolutamente claros.
Ahora comeremos un poco y después nos retiraremos, pues mañana es posible que
tengamos una jornada muy atareada.
Teníamos a nuestra disposición
una habitación amplia y confortable, con dos camas, y no tardé en meterme entre
las sábanas, pues me encontraba fatigado por la noche de aventuras. Sin
embargo, Sherlock Holmes era un hombre que cuando tenía en la cabeza un
problema sin resolver, podía pasar días, y hasta una semana, sin dormir,
dándole vueltas, reordenando los datos, considerándolos desde todos los puntos
de vista, hasta que lograba resolverlo o se convencía de que los datos eran insuficientes.
Pronto me resultó evidente que se estaba preparando para pasar la noche en
vela. Se quitó la chaqueta y el chaleco, se puso una amplia bata azul y empezó
a vagar por la habitación, recogiendo almohadas de la cama y cojines del sofá
y las butacas. Con ellos construyó una especie de diván oriental, en el que se
instaló con las piernas cruzadas, colocando delante de él una onza de tabaco
fuerte y una caja de cerillas. Pude verlo allí sentado a la luz mortecina de la
lámpara, con una vieja pipa de brezo entre los labios, los ojos ausentes, fijos
en un ángulo del techo, desprendiendo volutas de humo azulado, callado, inmóvil,
con la luz cayendo sobre sus marcadas y aguileñas facciones. Así se encontraba
cuando me fui a dormir, y así continuaba cuando una súbita exclamación suya me
despertó, y vi que la luz del sol ya entraba en el cuarto. La pipa seguía
entre sus labios, el humo seguía elevándose en volutas, y una espesa niebla de
tabaco llenaba la habitación, pero no quedaba nada del paquete de tabaco que yo
había visto la noche anterior.
––¿Está despierto, Watson? ––preguntó.
––Sí.
––¿Listo para una excursión
matutina?
––Desde luego.
––Entonces, vístase. Aún no se ha
levantado nadie, pero sé dónde duerme el mozo de cuadras, y pronto tendremos preparado
el coche.
Al hablar, se reía para sus
adentros, le centelleaban los ojos y parecía un hombre diferente del sombrío
pensador de la noche anterior.
Mientras me vestía, eché un
vistazo al reloj. No era de extrañar que nadie se hubiera levantado aún. Eran
las cuatro y veinticinco. Apenas había terminado cuando Holmes regresó para
anunciar que el mozo estaba enganchando el caballo.
––Quiero poner a prueba una
pequeña hipótesis mía ––dijo, mientras se ponía las botas––. Creo, Watson, que
tiene usted delante a uno de los más completos idiotas de toda Europa. Merezco
que me lleven a patadas desde aquí a Charing Cross. Pero me parece que ya tengo
la clave del asunto.
––¿Y dónde está? ––pregunté,
sonriendo.
––En el cuarto de baño ––respondió––.
No, no estoy bromeando ––continuó, al ver mi gesto de incredulidad––. Acabo de
estar allí, la he cogido y la tengo dentro de esta maleta Gladstone. Venga,
compañero, y veremos si encaja o no en la cerradura.
Bajamos lo más rápidamente
posible y salimos al sol de la mañana. El coche y el caballo ya estaban en la
carretera, con el mozo de cuadras a medio vestir aguardando delante. Subimos
al vehículo y salimos disparados por la carretera de Londres. Rodaban por ella
algunos carros que llevaban verduras a la capital, pero las hileras de casas
de los lados estaban tan silenciosas e inertes como una ciudad de ensueño.
––En ciertos aspectos, ha sido un
caso muy curioso ––dijo Holmes, azuzando al caballo para ponerlo al galope––.
Confieso que he estado más ciego que un topo, pero más vale aprender tarde que
no aprender nunca.
En la ciudad, los más
madrugadores apenas empezaban a asomarse medio dormidos a la ventana cuando
nosotros penetramos por las calles del lado de Surrey. Bajamos por Waterloo
Bridge Road, cruzamos el río y subimos a toda velocidad por Wellington Street,
para allí torcer bruscamente a la derecha y llegar a Bow Street. Sherlock
Holmes era bien conocido por el cuerpo de policía, y los dos agentes de la
puerta le saludaron. Uno de ellos sujetó las riendas del caballo, mientras el
otro nos hacía entrar.
––¿Quién está de guardia? ––preguntó
Holmes.
––El inspector Bradstreet, señor.
––Ah, Bradstreet, ¿cómo está
usted? ––un hombre alto y corpulento había surgido por el corredor embaldosado,
con una gorra de visera y chaqueta con alamares––. Me gustaría hablar unas
palabras con usted, Bradstreet.
––Desde luego, señor Holmes. Pase
a mi despacho.
Era un despachito pequeño, con un
libro enorme encima de la mesa y un teléfono de pared. El inspector se sentó ante
el escritorio.
––¿Qué puedo hacer por usted,
señor Holmes?
––Se trata de ese mendigo, el que
está acusado de participar en la desaparición del señor Neville St. Clair, de
Lee.
––Sí. Está detenido mientras prosiguen las
investigaciones.
––Eso he oído. ¿Lo tienen aquí?
––En los calabozos.
––¿Está tranquilo?
––No causa problemas. Pero
cuidado que es guarro.
––¿Guarro?
––Sí, lo más que hemos conseguido
es que se lave las manos, pero la cara la tiene tan negra como un fogonero. En
fin, en cuanto se decida su caso tendrá que bañarse periódicamente en la
cárcel, y si usted lo viera, creo que estaría de acuerdo conmigo en que lo
necesita.
––Me gustaría muchísimo verlo.
––¿De veras? Pues eso es fácil.
Venga por aquí. Puede dejar la maleta.
––No, prefiero llevarla.
––Como quiera. Vengan por aquí,
por favor ––nos guió por un pasillo, abrió una puerta con barrotes, bajó una
escalera de caracol, y nos introdujo en una galería encalada con una hilera de
puertas a cada lado.
––La tercera de la derecha es la
suya ––dijo el inspector––. ¡Aquí está! ––abrió sin hacer ruido un ventanuco en
la parte superior de la puerta y miró al interior––. Está dormido ––dijo––.
Podrán verle perfectamente.
Los dos aplicamos nuestros ojos a
la rejilla. El detenido estaba tumbado con el rostro vuelto hacia nosotros,
sumido en un profundo sueño, respirando lenta y ruidosamente. Era un hombre de
estatura mediana, vestido toscamente, como correspondía a su oficio, con una
camisa de colores que asomaba por los rotos de su andrajosa chaqueta. Tal como
el inspector había dicho, estaba sucísimo, pero la porquería que cubría su
rostro no lograba ocultar su repulsiva fealdad. El ancho costurón de una vieja
cicatriz le recorría la cara desde el ojo a la barbilla, y al contraerse había
tirado del labio superior dejando al descubierto tres dientes en una perpetua
mueca. Unas greñas de cabello rojo muy vivo le caían sobre los ojos yla frente.
––Una preciosidad, ¿no les
parece? ––dijo el inspector.
––Desde luego, necesita un lavado
––contestó Holmes––. Se me ocurrió que podría necesitarlo y me tomé la libertad
de traer el instrumental necesario ––mientras hablaba, abrió la maleta
Gladstone y, ante mi asombro, sacó de ella una enorme esponja de baño.
––¡Ja, ja! Es usted un tipo
divertido ––rió el inspector.
––Ahora, si tiene usted la
inmensa bondad de abrir con mucho cuidado esta puerta, no tardaremos en hacerle
adoptar un aspecto mucho más respetable.
––Caramba, ¿por qué no? ––dijo el
inspector––. Es un descrédito para los calabozos de Bow Street, ¿no les
parece?
Introdujo la llave en la
cerradura y todos entramos sin hacer ruido en la celda. El durmiente se dio
media vuelta y volvió a hundirse en un profundo sueño. Holmes se inclinó hacia
el jarro de agua, mojó su esponja y la frotó con fuerza dos veces sobre el
rostro del preso.
––Permítame que les presente ––exclamó––
al señor Neville St. Clair, de Lee, condado de Kent.
Jamás en mi vida he presenciado
un espectáculo semejante. El rostro del hombre se desprendió bajo la esponja
como la corteza de un árbol. Desapareció su repugnante color pardusco.
Desapareció también la horrible cicatriz que lo cruzaba, y lo mismo el labio
retorcido que formaba aquella mueca repulsiva. Los desgreñados pelos rojos se
desprendieron de un tirón, y ante nosotros quedó, sentado en el camastro, un
hombre pálido, de expresión triste y aspecto refinado, pelo negro y piel
suave, frotándose los ojos y mirando a su alrededor con asombro soñoliento. De
pronto, dándose cuenta de que le habían descubierto, lanzó un alarido y se dejó
caer, hundiendo el rostro en la almohada.
––¡Por todos los santos! ––exclamó
el inspector––. ¡Pero si es el desaparecido! ¡Lo reconozco por las fotografías!
El preso se volvió con el aire
indiferente de quien se abandona en manos del destino.
––De acuerdo ––dijo––. Y ahora,
por favor, ¿de qué se me acusa?
––De la desaparición del señor
Neville St.... ¡Oh, vamos, no se le puede acusar de eso, a menos que lo presente
como un intento de suicidio! ––dijo el inspector, sonriendo––. Caramba, llevo
veintisiete años en el cuerpo, pero esto se lleva la palma.
––Si yo soy Neville St. Clair,
resulta evidente que no se ha cometido ningún delito y, por lo tanto, mi detención
aquí es ilegal.
––No se ha cometido delito
alguno, pero sí un tremendo error ––dijo Holmes––. Más le habría valido
confiar en su mujer.
––No era por ella, era por los
niños ––gimió el detenido––. ¡Dios mío, no quería que se avergonzaran de su
padre! ¡Dios santo, qué vergüenza! ¿Qué voy a hacer ahora?
Sherlock Holmes se sentó junto a
él en la litera y le dio unas palmaditas en el hombro.
––Si deja usted que los
tribunales esclarezcan el caso ––dijo––, es evidente que no podrá evitar la
publicidad. Por otra parte, si puede convencer a las autoridades policiales de
que no hay motivos para proceder contra usted, no veo razón para que los
detalles de lo ocurrido lleguen a los periódicos. Estoy seguro de que el
inspector Bradstreet tomará nota de todo lo que quiera usted declarar para
ponerlo en conocimiento de las autoridades competentes. En tal caso, el asunto
no tiene por qué llegar a los tribunales.
––¡Que Dios le bendiga! ––exclamó
el preso con fervor––. Habría soportado la cárcel, e incluso la ejecución,
antes que permitir que mi miserable secreto cayera como un baldón sobre mis hijos.
»Son ustedes los primeros que
escuchan mi historia. Mi padre era maestro de escuela en Chesterfield, donde
recibí una excelente educación. De joven viajé por el mundo, trabajé en el
teatro y por último me hice reportero en un periódico vespertino de Londres.
Un día, el director quería que se hiciera una serie de artículos sobre la
mendicidad en la capital, y yo me ofrecí voluntario para hacerlo. Éste fue el
punto de partida de mis aventuras. La única manera de obtener datos para mis
artículos era practicando como mendigo aficionado. Naturalmente, cuando
trabajé como actor había aprendido todos los trucos del maquillaje, y tenía
fama en los camerinos por mi habilidad en la materia. Así que decidí sacar
partido de mis conocimientos. Me pinté la cara y, para ofrecer un aspecto lo
más penoso posible, me hice una buena cicatriz y me retorcí un lado del labio
con ayuda de una tira de esparadrapo color carne. Y después, con una peluca
roja y vestido adecuadamente, ocupé mi puesto en la zona más concurrida de la
City, aparentando vender cerillas, pero en realidad pidiendo. Desempeñé mi
papel durante siete horas y cuando volví a casa por la noche descubrí, con
gran sorpresa, que había recogido nada menos que veintiséis chelines y cuatro
peniques.
»Escribí mis artículos y no volví
a pensar en el asunto hasta que, algún tiempo después, avalé una letra de un
amigo y de pronto me encontré con una orden de pago por valor de veinticinco
libras. Me volví loco intentando reunir el dinero y de repente se me ocurrió una
idea. Solicité al acreedor una prórroga de quince días, pedí vacaciones a mis
jefes y me dediqué a pedir limosna en la City, disfrazado. En diez días había
reunido el dinero y pagado la deuda.
»Pues bien, se imaginarán lo
dificil que me resultó someterme de nuevo a un trabajo fatigoso por dos libras
a la semana, sabiendo que podía ganar esa cantidad en un día con sólo pintarme
la cara, dejar la gorra en el suelo y esperar sentado. Hubo una larga lucha
entre mi orgullo y el dinero, pero al final ganó el dinero, dejé el periodismo
y me fui a sentar, un día tras otro, en el mismo rincón del principio, inspirando
lástima con mi espantosa cara y llenándome los bolsillos de monedas. Sólo un
hombre conocía mi secreto: el propietario de un tugurio de Swandam Lane donde
tenía alquilada una habitación. De allí salía cada mañana como un mendigo
mugriento, y por la tarde me transformaba en un caballero elegante, vestido a
la última. Este individuo, un antiguo marinero, recibía una magnífica paga por
sus habitaciones, y yo sabía que mi secreto estaba seguro en sus manos.
»Muy pronto me encontré con que
estaba ahorrando sumas considerables de dinero. No pretendo decir que cualquier
mendigo que ande por las calles de Londres pueda ganar setecientas libras al año
––que es menos de lo que yo ganaba por término medio––, pero yo contaba con
importantes ventajas en mi habilidad para la caracterización y también en mi
facilidad para las réplicas ingeniosas, que fui perfeccionando con la práctica
hasta convertirme en un personaje bastante conocido en la City. Todos los días
caía sobre mí una lluvia de peniques, con alguna que otra moneda de plata
intercalada, y muy mal se me tenía que dar para no sacar por lo menos dos
libras.
»A medida que me iba haciendo
rico, me fui volviendo más ambicioso: adquirí una casa en el campo y me casé,
sin que nadie llegara a sospechar a qué me dedicaba en realidad. Mi querida
esposa sabía que tenía algún negocio en la City. Poco se imaginaba en qué
consistía.
»El lunes pasado, había terminado
mi jornada y me estaba vistiendo en mi habitación, encima del fumadero de
opio, cuando me asomé a la ventana y vi, con gran sorpresa y consternación, a
mi esposa parada en mitad de la calle, con los ojos clavados en mí. Solté un
grito de sorpresa, levanté los brazos para taparme la cara y corrí en busca de
mi confidente, el marinero, instándole a que no permitiese a nadie subir a
donde yo estaba. Oí la voz de mi mujer en la planta baja, pero sabía que no la
dejarían subir. Rápidamente me quité mis ropas, me puse las de mendigo y me
apliqué el maquillaje y la peluca. Ni siquiera los ojos de una esposa podrían
penetrar un disfraz tan perfecto. Pero entonces se me ocurrió que podrían
registrar la habitación y las ropas me delatarían. Abrí la ventana con tal
violencia que se me volvió a abrir un corte que me había hecho por la mañana en
mi casa. Cogí la chaqueta con todas las monedas que acababa de transferir de la
bolsa de cuero en la que guardaba mis ganancias. La tiré por la ventana y
desapareció en las aguas del Támesis. Habría hecho lo mismo con las demás
prendas, pero en aquel momento llegaron los policías corriendo por la escalera
y a los pocos minutos descubrí, debo confesar que con gran alivio por mi
parte, que en lugar de identificarme como el señor Neville St. Clair, se me
detenía por su asesinato.
»Creo que no queda nada por
explicar. Estaba decidido a mantener mi disfraz todo el tiempo que me fuera
posible, y de ahí mi insistencia en no lavarme la cara. Sabiendo que mi esposa
estaría terriblemente preocupada, me quité el anillo y se lo pasé al marinero
en un momento en que ningún policía me miraba, junto con una notita
apresurada, diciéndole que no debía temer nada.
––La nota no llegó a sus manos
hasta ayer ––dijo Holmes.
––¡Santo Dios! ¡Qué semana debe
de haber pasado!
––La policía ha estado vigilando
a ese marinero ––dijo el inspector Bradstreet––, y no me extraña que le haya
resultado difícil echar la carta sin que le vieran. Probablemente, se la
entregaría a algún marinero cliente de su casa, que no se acordó del encargo en
varios días.
––Así debió de ser, no me cabe
duda ––dijo Holmes, asintiendo––. Pero ¿nunca le han detenido por pedir
limosna?
––Muchas veces; pero ¿qué
significaba para mí una multa?
––Sin embargo, esto tiene que
terminar aquí ––dijo Bradstreet––. Si quiere que la policía eche tierra al
asunto, Hugh Boone debe dejar de existir.
––Lo he jurado con el más solemne
de los juramentos que puede hacer un hombre.
––En tal caso, creo que es
probable que el asunto no siga adelante. Pero si volvemos a toparnos con usted,
todo saldrá a relucir. Verdaderamente, señor Holmes, estamos en deuda con usted
por haber esclarecido el caso. Me gustaría saber cómo obtiene esos resultados.
––Éste lo obtuve ––dijo mi amigo––
sentándome sobre cinco almohadas y consumiendo una onza de tabaco. Creo, Watson,
que, si nos ponemos en marcha hacia Baker Street, llegaremos a tiempo para el
desayuno.
7. El carbunclo azul
Dos días después de la Navidad,
pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con la intención de transmitirle las
felicitaciones propias de la época. Lo encontré tumbado en el sofá, con una
bata morada, el colgador de las pipas a su derecha y un montón de periódicos
arrugados, que evidentemente acababa de estudiar, al alcance de la mano. Al
lado del sofá había una silla de madera, y de una esquina de su respaldo
colgaba un sombrero de fieltro ajado y mugriento, gastadísimo por el uso y
roto por varias partes. Una lupa y unas pinzas dejadas sobre el asiento
indicaban que el sombrero había sido colgado allí con el fin de examinarlo.
––Veo que está usted ocupado ––dije––.
¿Le interrumpo?
––Nada de eso. Me alegro de tener
un amigo con el que poder comentar mis conclusiones. Se trata de un caso
absolutamente trivial ––señaló con el pulgar el viejo sombrero––, pero algunos
detalles relacionados con él no carecen por completo de interés, e incluso
resultan instructivos.
Me senté en su butaca y me
calenté las manos en la chimenea, pues estaba cayendo una buena helada y los
cristales estaban cubiertos de placas de hielo.
––Supongo ––comenté–– que, a
pesar de su aspecto inocente, ese objeto tendrá una historia terrible... o tal
vez es la pista que le guiará a la solución de algún misterio y al castigo de
algún delito.
––No, qué va. Nada de crímenes ––dijo
Sherlock Holmes, echándose a reír––. Tan sólo uno de esos incidentes caprichosos
que suelen suceder cuando tenemos cuatro millones de seres humanos apretujados
en unas pocas millas cuadradas. Entre las acciones y reacciones de un enjambre
humano tan numeroso, cualquier combinación de acontecimientos es posible, y
pueden surgir muchos pequeños problemas que resultan extraños y sorprendentes,
sin tener nada de delictivo. Ya hemos tenido experiencias de ese tipo.
––Ya lo creo ––comenté––. Hasta
el punto de que, de los seis últimos casos que he añadido a mis archivos, hay
tres completamente libres de delito, en el aspecto legal.
––Exacto. Se refiere usted a mi
intento de recuperar los papeles de Irene Adler, al curioso caso de la señorita
Mary Sutherland, y a la aventura del hombre del labio retorcido. Pues bien, no
me cabe duda de que este asuntillo pertenece a la misma categoría inocente.
¿Conoce usted a Peterson, el recadero?
––Sí.
––Este trofeo le pertenece.
––¿Es su sombrero?
––No, no, lo encontró. El
propietario es desconocido. Le ruego que no lo mire como un sombrerucho desastrado,
sino como un problema intelectual. Veamos, primero, cómo llegó aquí. Llegó la
mañana de Navidad, en compañía de un ganso cebado que, no me cabe duda, ahora
mismo se está asando en la cocina de Peterson. Los hechos son los siguientes.
A eso de las cuatro de la mañana del día de Navidad, Peterson, que, como usted
sabe, es un tipo muy honrado, regresaba de alguna pequeña celebración y se
dirigía a su casa bajando por Tottenham Court Road. A la luz de las farolas vio
a un hombre alto que caminaba delante de él, tambaleándose un poco y con un
ganso blanco al hombro. Al llegar a la esquina de Goodge Street, se produjo una
trifulca entre este desconocido y un grupillo de maleantes. Uno de éstos le
quitó el sombrero de un golpe; el desconocido levantó su bastón para defenderse
y, al enarbolarlo sobre su cabeza, rompió el escaparate de la tienda que tenía
detrás. Peterson había echado a correr para defender al desconocido contra sus
agresores, pero el hombre, asustado por haber roto el escaparate y viendo una
persona de uniforme que corría hacia él, dejó caer el ganso, puso pies en
polvorosa y se desvaneció en el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham
Court Road. También los matones huyeron al ver aparecer a Peterson, que quedó
dueño del campo de batalla y también del botín de guerra, formado por este
destartalado sombrero y un impecable ejemplar de ganso de Navidad.
––¿Cómo es que no se los devolvió
a su dueño?
––Mi querido amigo, en eso
consiste el problema. Es cierto que en una tarjetita atada a la pata izquierda
del ave decía «Para la señora de Henry Baker», y también es cierto que en el
forro de este sombrero pueden leerse las iniciales «H. B.»; pero como en esta
ciudad nuestra existen varios miles de Bakers y varios cientos de Henry
Bakers, no resulta nada fácil devolverle a uno de ellos sus propiedades
perdidas.
––¿Y qué hizo entonces Peterson?
––La misma mañana de Navidad me
trajo el sombrero y el ganso, sabiendo que a mí me interesan hasta los
problemas más insignificantes. Hemos guardado el ganso hasta esta mañana,
cuando empezó a dar señales de que, a pesar de la helada, más valía comérselo
sin retrasos innecesarios. Así pues, el hombre que lo encontró se lo ha llevado
para que cumpla el destino final de todo ganso, y yo sigo en poder del sombrero
del desconocido caballero que se quedó sin su cena de Navidad.
––¿No puso ningún anuncio?
––No.
––¿Y qué pistas tiene usted de su
identidad?
––Sólo lo que podemos deducir.
––¿De su sombrero?
––Exactamente.
––Está usted de broma. ¿Qué se
podría sacar de esa ruina de fieltro?
––Aquí tiene mi lupa. Ya conoce
usted mis métodos. ¿Qué puede deducir usted referente a la personalidad del
hombre que llevaba esta prenda?
Tomé el pingajo en mis manos y le
di un par de vueltas de mala gana. Era un vulgar sombrero negro de copa redonda,
duro y muy gastado. El forro había sido de seda roja, pero ahora estaba casi
completamente descolorido. No llevaba el nombre del fabricante, pero, tal como
Holmes había dicho, tenía garabateadas en un costado las iniciales «H. B.». El
ala tenía presillas para sujetar una goma elástica, pero faltaba ésta. Por lo
demás, estaba agrietado, lleno de polvo y cubierto de manchas, aunque parecía
que habían intentado disimular las partes descoloridas pintándolas con tinta.
––No veo nada ––dije,
devolviéndoselo a mi amigo.
––Al contrario, Watson, lo tiene
todo a la vista. Pero no es capaz de razonar a partir de lo que ve. Es usted
demasiado tímido a la hora de hacer deducciones.
––Entonces, por favor, dígame qué
deduce usted de este sombrero.
Lo cogió de mis manos y lo
examinó con aquel aire introspectivo tan característico.
––Quizás podría haber resultado
más sugerente ––dijo––, pero aun así hay unas cuantas deducciones muy claras, y
otras que presentan, por lo menos, un fuerte saldo de probabilidad. Por
supuesto, salta a la vista que el propietario es un hombre de elevada
inteligencia, y también que hace menos de tres años era bastante rico, aunque
en la actualidad atraviesa malos momentos. Era un hombre previsor, pero ahora
no lo es tanto, lo cual parece indicar una regresión moral que, unida a su
declive económico, podría significar que sobre él actúa alguna influencia
maligna, probablemente la bebida. Esto podría explicar también el hecho
evidente de que su mujer ha dejado de amarle.
––¡Pero... Holmes, por favor!
––Sin embargo, aún conserva un
cierto grado de amor propio ––continuó, sin hacer caso de mis protestas––. Es
un hombre que lleva una vida sedentaria, sale poco, se encuentra en muy mala
forma física, de edad madura, y con el pelo gris, que se ha cortado hace pocos
días y en el que se aplica fijador. Éstos son los datos más aparentes que se
deducen de este sombrero. Además, dicho sea de paso, es sumamente improbable
que tenga instalación de gas en su casa.
––Se burla usted de mí, Holmes.
––Ni muchos menos. ¿Es posible
que aún ahora, cuando le acabo de dar los resultados, sea usted incapaz de ver
cómo los he obtenido?
––No cabe duda de que soy un
estúpido, pero tengo que confesar que soy incapaz de seguirle. Por ejemplo: ¿de
dónde saca que el hombre es inteligente?
A modo de respuesta, Holmes se
encasquetó el sombrero en la cabeza. Le cubría por completo la frente y quedó
apoyado en el puente de la nariz.
––Cuestión de capacidad cúbica ––dijo––.
Un hombre con un cerebro tan grande tiene que tener algo dentro.
––¿Y su declive económico?
––Este sombrero tiene tres años.
Fue por entonces cuando salieron estas alas planas y curvadas por los bordes.
Es un sombrero de la mejor calidad. Fíjese en la cinta de seda con remates y en
la excelente calidad del forro. Si este hombre podía permitirse comprar un
sombrero tan caro hace tres años, y desde entonces no ha comprado otro, es
indudable que ha venido a menos.
––Bueno, sí, desde luego eso está
claro. ¿Y eso de que era previsor, y lo de la regresión moral?
Sherlock Holmes se echó a reír.
––Aquí está la precisión ––dijo,
señalando con el dedo la presilla para enganchar la goma suj etasombreros––.
Ningún sombrero se vende con esto. El que nuestro hombre lo hiciera poner es
señal de un cierto nivel de previsión, ya que se tomó la molestia de adoptar
esta precaución contra el viento. Pero como vemos que desde entonces se le ha
roto la goma y no se ha molestado en cambiarla, resulta evidente que ya no es
tan previsor como antes, lo que demuestra claramente que su carácter se
debilita. Por otra parte, ha procurado disimular algunas de las manchas
pintándolas con tinta, señal de que no ha perdido por completo su amor propio.
––Desde luego, es un razonamiento
plausible.
––Los otros detalles, lo de la
edad madura, el cabello gris, el reciente corte de pelo y el fijador, se advierten
examinando con atención la parte inferior del forro. La lupa revela una gran
cantidad de puntas de cabello, limpiamente cortadas por la tijera del
peluquero. Todos están pegajosos, y se nota un inconfundible olor a fijador.
Este polvo, fíjese usted, no es el polvo gris y terroso de la calle, sino la
pelusilla parda de las casas, lo cual demuestra que ha permanecido colgado dentro
de casa la mayor parte del tiempo; y las manchas de sudor del interior son una
prueba palpable de que el propietario transpira abundantemente y, por lo
tanto, difícilmente puede encontrarse en buena forma física.
––Pero lo de su mujer... dice
usted que ha dejado de amarle.
––Este sombrero no se ha
cepillado en semanas. Cuando le vea a usted, querido Watson, con polvo de una
semana acumulado en el sombrero, y su esposa le deje salir en semejante
estado, también sospecharé que ha tenido la desgracia de perder el cariño de su
mujer.
––Pero podría tratarse de un
soltero.
––No, llevaba a casa el ganso
como ofrenda de paz a su mujer. Recuerde la tarjeta atada a la pata del ave.
––Tiene usted respuesta para
todo. Pero ¿cómo demonios ha deducido que no hay instalación de gas en su casa?
––Una mancha de sebo, e incluso
dos, pueden caer por casualidad; pero cuando veo nada menos que cinco, creo
que existen pocas dudas de que este individuo entra en frecuente contacto con
sebo ardiendo; probablemente, sube las escaleras cada noche con el sombrero en
una mano y un candil goteante en la otra. En cualquier caso, un aplique de gas
no produce manchas de sebo. ¿Está usted satisfecho?
––Bueno, es muy ingenioso ––dije,
echándome a reír––. Pero, puesto que no se ha cometido ningún delito, como
antes decíamos, y no se ha producido ningún daño, a excepción del extravío de
un ganso, todo esto me parece un despilfarro de energía.
Sherlock Holmes había abierto la
boca para responder cuando la puerta se abrió de par en par y Peterson el
recadero entró en la habitación con el rostro enrojecido y una expresión de
asombro sin límites.
––¡El ganso, señor Holmes! ¡El
ganso, señor! ––decía jadeante.
––¿Eh? ¿Qué pasa con él? ¿Ha
vuelto a la vida y ha salido volando por la ventana de la cocina? ––Holmes rodó
sobre el sofá para ver mejor la cara excitada del hombre.
––¡Mire, señor! ¡Vea lo que ha
encontrado mi mujer en el buche! ––extendió la mano y mostró en el centro de la
palma una piedra azul de brillo deslumbrador, bastante más pequeña que una
alubia, pero tan pura y radiante que centelleaba como una luz eléctrica en el
hueco oscuro de la mano.
Sherlock Holmes se incorporó
lanzando un silbido.
––¡Por Júpiter, Peterson! ––exclamó––.
¡A eso le llamo yo encontrar un tesoro! Supongo que sabe lo que tiene en la
mano.
––¡Un diamante, señor! ¡Una
piedra preciosa! ¡Corta el cristal como si fuera masilla!
––Es más que una piedra preciosa.
Es la piedra preciosa.
––¿No se referirá al carbunclo
azul de la condesa de Morcar? ––exclamé yo.
––Precisamente. No podría dejar
de reconocer su tamaño y forma, después de haber estado leyendo el anuncio en
el Times tantos días seguidos. Es una piedra absolutamente única, y sobre su
valor sólo se pueden hacer conjeturas, pero la recompensa que se ofrece, mil
libras esterlinas, no llega ni a la vigésima parte de su precio en el mercado.
––¡Mil libras! ¡Santo Dios
misericordioso! ––el recadero se desplomó sobre una silla, mirándonos alternativamente
a uno y a otro.
––Ésa es la recompensa, y tengo
razones para creer que existen consideraciones sentimentales en la historia de
esa piedra que harían que la condesa se desprendiera de la mitad de su fortuna
con tal de recuperarla.
––Si no recuerdo mal, desapareció
en el hotel Cosmopolitan ––comenté.
––Exactamente, el 22 de
diciembre, hace cinco días. John Horner, fontanero, fue acusado de haberla sustraído
del joyero de la señora. Las pruebas en su contra eran tan sólidas que el caso
ha pasado ya a los tribunales. Creo que tengo por aquí un informe ––rebuscó
entre los periódicos, consultando las fechas, hasta que seleccionó uno, lo
dobló y leyó el siguiente párrafo:
«Robo de joyas en el hotel
Cosmopolitan. John Horner, de 26 años, fontanero, ha sido detenido bajo la
acusación de haber sustraído, el 22 del corriente, del joyero de la condesa de
Morcar, la valiosa piedra conocida como "el carbunclo azul". James
Ryder, jefe de servicio del hotel, declaró que el día del robo había conducido
a Horner al gabinete de la condesa de Morcar, para que soldara el segundo
barrote de la rejilla de la chimenea, que estaba suelto. Permaneció un rato
junto a Horner, pero al cabo de algún tiempo tuvo que ausentarse. Al regresar
comprobó que Horner había desaparecido, que el escritorio había sido forzado y
que el cofrecillo de tafilete en el que, según se supo luego, la condesa acostumbraba
a guardar la joya, estaba tirado, vacío, sobre el tocador. Ryder dio la alarma
al instante, y Horner fue detenido esa misma noche, pero no se pudo encontrar
la piedra en su poder ni en su domicilio. Catherine Cusack, doncella de la condesa,
declaró haber oído el grito de angustia que profirió Ryder al descubrir el
robo, y haber corrido a la habitación, donde se encontró con la situación ya
descrita por el anterior testigo. El inspector Bradstreet, de la División B,
confirmó la detención de Horner, que se resistió violentamente y declaró su
inocencia en los términos más enérgicos. Al existir constancia de que el detenido
había sufrido una condena anterior por robo, el magistrado se negó a tratar
sumariamente el caso, remitiéndolo a un tribunal superior. Horner, que dio
muestras de intensa emoción durante las diligencias, se desmayó al oír la
decisión y tuvo que ser sacado de la sala.»
––¡Hum! Hasta aquí, el informe de
la policía ––dijo Holmes, pensativo––. Ahora, la cuestión es dilucidar la
cadena de acontecimientos que van desde un joyero desvalijado, en un extremo,
al buche de un ganso en Tottenham Court Road, en el otro. Como ve, Watson,
nuestras pequeñas deducciones han adquirido de pronto un aspecto mucho más
importante y menos inocente. Aquí está la piedra; la piedra vino del ganso y
el ganso vino del señor Henry Baker, el caballero del sombrero raído y todas
las demás características con las que le he estado aburriendo. Así que
tendremos que ponernos muy en serio a la tarea de localizar a este caballero y
determinar el papel que ha desempeñado en este pequeño misterio. Y para eso,
empezaremos por el método más sencillo, que sin duda consiste en poner un
anuncio en todos los periódicos de la tarde. Si esto falla, recurriremos a
otros métodos.
––¿Qué va usted a decir?
––Déme un lápiz y esa hoja de
papel. Vamos a ver: «Encontrados un ganso y un sombrero negro de fieltro en la
esquina de Goodge Street. El señor Henry Baker puede recuperarlos
presentándose esta tarde a las 6,30 en el 221 B de Baker Street». Claro y
conciso.
––Mucho. Pero ¿lo verá él?
––Bueno, desde luego mirará los
periódicos, porque para un hombre pobre se trata de una pérdida importante. No
cabe duda de que se asustó tanto al romper el escaparate y ver acercarse a
Peterson que no pensó más que en huir; pero luego debe de haberse arrepentido
del impulso que le hizo soltar el ave. Pero además, al incluir su nombre nos
aseguramos de que lo vea, porque todos los que le conozcan se lo harán notar.
Aquí tiene, Peterson, corra a la agencia y que inserten este anuncio en los
periódicos de la tarde.
––¿En cuáles, señor?
––Oh, pues en el Globe, el Star, el Pall Mall, la
St. James Gazette, el Evening News, el Standard, el Echo y
cualquier otro que se le ocurra.
––Muy bien, señor. ¿Y la piedra?
––Ah, sí, yo guardaré la piedra.
Gracias. Y oiga, Peterson, en el camino de vuelta compre un ganso y tráigalo aquí,
porque tenemos que darle uno a este caballero a cambio del que se está
comiendo su familia.
Cuando el recadero se hubo
marchado, Holmes levantó la piedra y la miró al trasluz.
––¡Qué maravilla! ––dijo––.
Fíjese cómo brilla y centellea. Por supuesto, esto es como un imán para el crimen,
lo mismo que todas las buenas piedras preciosas. Son el cebo favorito del
diablo. En las piedras más grandes y más antiguas, se puede decir que cada
faceta equivale a un crimen sangriento. Esta piedra aún no tiene ni veinte
años de edad. La encontraron a orillas del río Amoy, en el sur de China, y presenta
la particularidad de poseer todas las características del carbunclo, salvo que
es de color azul en lugar de rojo rubí. A pesar de su juventud, ya cuenta con
un siniestro historial. Ha habido dos asesinatos, un atentado con vitriolo, un
suicidio y varios robos, todo por culpa de estos doce kilates de carbón
cristalizado. ¿Quién pensaría que tan hermoso juguete es un proveedor de carne
para el patíbulo y la cárcel? Lo guardaré en mi caja fuerte y le escribiré unas
líneas a la condesa, avisándole de que lo tenemos.
––¿Cree usted que ese Horner es
inocente?
––No lo puedo saber.
––Entonces, ¿cree usted que este
otro, Henry Baker, tiene algo que ver con el asunto?
––Me parece mucho más probable
que Henry Baker sea un hombre completamente inocente, que no tenía ni idea de
que el ave que llevaba valla mucho más que si estuviera hecha de oro macizo. No
obstante, eso lo comprobaremos mediante una sencilla prueba si recibimos
respuesta a nuestro anuncio.
––¿Y hasta entonces no puede
hacer nada?
––Nada.
––En tal caso, continuaré mi
ronda profesional, pero volveré esta tarde a la hora indicada, porque me gustaría
presenciar la solución a un asunto tan embrollado.
––Encantado de verle. Cenaré a
las siete. Creo que hay becada. Por cierto que, en vista de los recientes
acontecimientos, quizás deba decirle a la señora Hudson que examine cuidadosamente
el buche.
Me entretuve con un paciente, y
era ya más tarde de las seis y media cuando pude volver a Baker Street. Al
acercarme a la casa vi a un hombre alto con boina escocesa y chaqueta
abotonada hasta la barbilla, que aguardaba en el brillante semicírculo de luz
de la entrada. Justo cuando yo llegaba, la puerta se abrió y nos hicieron
entrar juntos a los aposentos de Holmes.
––El señor Henry Baker, supongo ––dijo
Holmes, levantándose de su butaca y saludando al visitante con aquel aire de
jovialidad espontánea que tan fácil le resultaba adoptar––. Por favor, siéntese
aquí junto al fuego, señor Baker. Hace frío esta noche, y veo que su
circulación se adapta mejor al verano que al invierno. Ah, Watson, llega usted
muy a punto. ¿Es éste su sombrero, señor Baker?
––Sí, señor, es mi sombrero, sin
duda alguna.
Era un hombre corpulento, de
hombros cargados, cabeza voluminosa y un rostro amplio e inteligente, rematado
por una barba puntiaguda, de color castaño canoso. Un toque de color en la
nariz y las mejillas, junto con un ligero temblor en su mano extendida, me
recordaron la suposición de Holmes acerca de sus hábitos. Su levita, negra y
raída, estaba abotonada hasta arriba, con el cuello alzado, y sus flacas
muñecas salían de las mangas sin que se advirtieran indicios de puños ni de
camisa. Hablaba en voz baja y entrecortada, eligiendo cuidadosamente sus
palabras, y en general daba la impresión de un hombre culto e instruido,
maltratado por la fortuna.
––Hemos guardado estas cosas
durante varios días ––dijo Holmes–– porque esperábamos ver un anuncio suyo,
dando su dirección. No entiendo cómo no puso usted el anuncio. Nuestro
visitante emitió una risa avergonzada.
––No ando tan abundante de
chelines como en otros tiempos ––dijo––. Estaba convencido de que la pandilla
de maleantes que me asaltó se había llevado mi sombrero y el ganso. No tenía
intención de gastar más dinero en un vano intento de recuperarlos.
––Es muy natural. A propósito del
ave... nos vimos obligados a comérnosla.
––¡Se la comieron! ––nuestro
visitante estaba tan excitado que casi se levantó de la silla.
––Sí; de no hacerlo no le habría
aprovechado a nadie. Pero supongo que este otro ganso que hay sobre el
aparador, que pesa aproximadamente lo mismo y está perfectamente fresco,
servirá igual de bien para sus propósitos.
––¡Oh, desde luego, desde luego! ––respondió
el señor Baker con un suspiro de alivio.
––Por supuesto, aún tenemos las
plumas, las patas, el buche y demás restos de su ganso, así que si usted
quiere...
El hombre se echó a reír de buena
gana.
––Podrían servirme como recuerdo
de la aventura ––dijo––, pero aparte de eso, no veo de qué utilidad me iban a
resultar los disjecta membra de mi
difunto amigo. No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones a
la excelente ave que veo sobre el aparador.
Sherlock Holmes me lanzó una
intensa mirada de reojo, acompañada de un encogimiento de hombros.
––Pues aquí tiene usted su
sombrero, y aquí su ave ––dijo––. Por cierto, ¿le importaría decirme dónde adquirió
el otro ganso? Soy bastante aficionado a las aves de corral y pocas veces he
visto una mejor criada.
––Desde luego, señor ––dijo
Baker, que se había levantado, con su recién adquirida propiedad bajo el brazo––.
Algunos de nosotros frecuentamos el mesón Alpha, cerca del museo... Durante el
día, sabe usted, nos encontramos en el museo mismo. Este año, el patrón, que
se llama Windigate, estableció un Club del Ganso, en el que, pagando unos
pocos peniques cada semana, recibiríamos un ganso por Navidad. Pagué religiosamente
mis peniques, y el resto ya lo conoce usted. Le estoy muy agradecido, señor,
pues una boina escocesa no resulta adecuada ni para mis años ni para mi carácter
discreto.
Con cómica pomposidad, nos dedicó
una solemne reverencia y se marchó por su camino.
––Con esto queda liquidado el
señor Henry Baker ––dijo Holmes, después de cerrar la puerta tras él––. Es indudable
que no sabe nada del asunto. ¿Tiene usted hambre, Watson?
––No demasiada.
––Entonces, le propongo que
aplacemos la cena y sigamos esta pista mientras aún esté fresca.
––Con mucho gusto.
Hacía una noche muy cruda, de manera
que nos pusimos nuestros gabanes y nos envolvimos el cuello con bufandas. En el
exterior, las estrellas brillaban con luz fría en un cielo sin nubes, y el
aliento de los transeúntes despedía tanto humo como un pistoletazo. Nuestras
pisadas resonaban fuertes y secas mientras cruzábamos el barrio de los médicos,
Wimpole Street, Harley Street y Wigmore Street, hasta desembocar en Oxford
Street. Al cabo de un cuarto de hora nos encontrábamos en Bloomsbury, frente al
mesón Alpha, que es un pequeño establecimiento público situado en la esquina
de una de las calles que se dirigen a Holborn. Holmes abrió la puerta del bar y
pidió dos vasos de cerveza al dueño, un hombre de cara colorada y delantal
blanco.
––Su cerveza debe de ser
excelente, si es tan buena como sus gansos ––dijo.
––¡Mis gansos! ––el hombre
parecía sorprendido.
––Sí. Hace tan sólo media hora,
he estado hablando con el señor Henry Baker, que es miembro de su Club del
Ganso.
––¡Ah, ya comprendo! Pero, verá
usted, señor, los gansos no son míos.
––¿Ah, no? ¿De quién son,
entonces?
––Bueno, le compré las dos
docenas a un vendedor de Covent Garden.
––¿De verdad? Conozco a algunos
de ellos. ¿Cuál fue?
––Se llama Breckinridge.
––¡Ah! No le conozco. Bueno, a su
salud, patrón, y por la prosperidad de su casa. Buenas noches.
––Y ahora, vamos a por el señor
Breckinridge ––continuó, abotonándose el gabán mientras salíamos al aire helado
de la calle––. Recuerde, Watson, que aunque tengamos a un extremo de la cadena
una cosa tan vulgar como un ganso, en el otro tenemos un hombre que se va a
pasar siete años de trabajos forzados, a menos que podamos demostrar su inocencia.
Es posible que nuestra investigación confirme su culpabilidad; pero, en
cualquier caso, tenemos una linea de investigación que la policía no ha
encontrado y que una increíble casualidad ha puesto en nuestras manos.
Sigámosla hasta su último extremo. ¡Rumbo al sur, pues, y a paso ligero!
Atravesamos Holborn, bajando por
Endell Street, yzigzagueamos por una serie de callejuelas hasta llegar al
mercado de Covent Garden. Uno de los puestos más grandes tenía encima el
rótulo de Breckinridge, y el dueño, un hombre con aspecto de caballo, de cara
astuta y patillas recortadas, estaba ayudando a un muchacho a echar el cierre.
––Buenas noches, y fresquitas ––dijo
Holmes.
El vendedor asintió y dirigió una
mirada inquisitiva a mi compañero.
––Por lo que veo, se le han
terminado los gansos ––continuó Holmes, señalando los estantes de mármol vacíos.
––Mañana por la mañana podré
venderle quinientos.
––Eso no me sirve.
––Bueno, quedan algunos que han
cogido olor a gas.
––Oiga, que vengo recomendado.
––¿Por quién?
––Por el dueño del Alpha.
––Ah, sí. Le envié un par de
docenas.
––Y de muy buena calidad. ¿De
dónde los sacó usted? Ante mi sorpresa, la pregunta provocó un estallido de cólera
en el vendedor.
––Oiga usted, señor ––dijo con la
cabeza erguida y los brazos en jarras––. ¿Adónde quiere llegar? Me gustan la
cosas claritas.
––He sido bastante claro. Me
gustaría saber quién le vendió los gansos que suministró al Alpha.
––Y yo no quiero decírselo. ¿Qué
pasa?
––Oh, la cosa no tiene
importancia. Pero no sé por qué se pone usted así por una nimiedad.
––¡Me pongo como quiero! ¡Y usted
también se pondría así si le fastidiasen tanto como a mí! Cuando pago buen
dinero por un buen artículo, ahí debe terminar la cosa. ¿A qué viene tanto
«¿Dónde están los gansos?» y «¿A quién le ha vendido los gansos?» y «¿Cuánto
quiere usted por los gansos?» Cualquiera diría que no hay otros gansos en el
mundo, a juzgar por el alboroto que se arma con ellos.
––Le aseguro que no tengo
relación alguna con los que le han estado interrogando ––dijo Holmes con tono
indiferente––. Si no nos lo quiere decir, la apuesta se queda en nada. Pero me
considero un entendido en aves de corral y he apostado cinco libras a que el
ave que me comí es de campo.
––Pues ha perdido usted sus cinco
libras, porque fue criada en Londres ––atajó el vendedor.
––De eso, nada.
––Le digo yo que sí.
––No le creo.
––¿Se cree que sabe de aves más
que yo, que vengo manejándolas desde que era un mocoso? Le digo que todos los
gansos que le vendí al Alpha eran de Londres.
––No conseguirá convencerme.
––¿Quiere apostar algo?
––Es como robarle el dinero,
porque me consta que tengo razón. Pero le apuesto un soberano, sólo para que
aprenda a no ser tan terco.
El vendedor se rió por lo bajo y
dijo:
––Tráeme los libros, Bill.
El muchacho trajo un librito muy
fino y otro muy grande con tapas grasientas, y los colocó juntos bajo la
lámpara.
––Y ahora, señor Sabelotodo ––dijo
el vendedor––, creía que no me quedaban gansos, pero ya verá cómo aún me queda
uno en la tienda. ¿Ve usted este librito?
––Sí, ¿y qué?
––Es la lista de mis proveedores.
¿Ve usted? Pues bien, en esta página están los del campo, y detrás de cada nombre
hay un número que indica la página de su cuenta en el libro mayor. ¡Veamos
ahora! ¿Ve esta otra página en tinta roja? Pues es la lista de mis proveedores
de la ciudad. Ahora, fijese en el tercer nombre. Léamelo.
––Señora Oakshott,117 Brixton
Road... 249 ––leyó Holmes.
––Exacto. Ahora, busque esa
página en el libro mayor. Holmes buscó la página indicada.
––Aquí está: señora Oakshott, 117
Brixton Road, proveedores de huevos y pollería.
––Muy bien. ¿Cuáles la última
entrada?
––Veintidós de diciembre. Veinticuatro
gansos a siete chelines y seis peniques.
––Exacto. Ahí lo tiene. ¿Qué pone
debajo?
––Vendidos al señor Windigate,
del Alpha, a doce chelines.
––¿Qué me dice usted ahora?
Sherlock Holmes parecía
profundamente disgustado. Sacó un soberano del bolsillo y lo arrojó sobre el
mostrador, retirándose con el aire de quien está tan fastidiado que incluso le
faltan las palabras. A los pocos metros se detuvo bajo un farol y se echó a
reír de aquel modo alegre y silencioso tan característico en él.
––Cuando vea usted un hombre con
patillas recortadas de ese modo y el «Pink `Un» asomándole del bolsillo, puede
estar seguro de que siempre se le podrá sonsacar mediante una apuesta ––dijo––.
Me atrevería a decir que si le hubiera puesto delante cien libras, el tipo no
me habría dado una información tan completa como la que le saqué haciéndole
creer que me ganaba una apuesta. Bien, Watson, me parece que nos vamos
acercando al foral de nuestra investigación, y lo único que queda por
determinar es si debemos visitar a esta señora Oakshott esta misma noche o si
lo dejamos para mañana. Por lo que dijo ese tipo tan malhumorado, está claro
que hay otras personas interesadas en el asunto, aparte de nosotros, y yo
creo...
Sus comentarios se vieron
interrumpidos de pronto por un fuerte vocerío procedente del puesto que acabábamos
de abandonar. Al darnos la vuelta, vimos a un sujeto pequeño y con cara de
rata, de pie en el centro del círculo de luz proyectado por la lámpara
colgante, mientras Breckinridge, el tendero, enmarcado en la puerta de su
establecimiento, agitaba ferozmente sus puños en dirección a la figura
encogida del otro.
––¡Ya estoy harto de ustedes y
sus gansos! ––gritaba––. ¡Váyanse todos al diablo! Si vuelven a fastidiarme
con sus tonterías, les soltaré el perro. Que venga aquí la señora Oakshott y
le contestaré, pero ¿a usted qué le importa? ¿Acaso le compré a usted los
gansos?
––No, pero uno de ellos era mío ––gimió
el hombrecillo. ––Pues pídaselo a la señora Oakshott.
––Ella me dijo que se lo pidiera
a usted.
––Pues, por mí, se lo puede ir a
pedir al rey de Prusia. Yo ya no aguanto más. ¡Largo de aquí!
Dio unos pasos hacia delante con
gesto feroz y el preguntón se esfumó entre las tinieblas.
––Ajá, esto puede ahorrarnos una
visita a Brixton Road ––susurró Holmes––. Venga conmigo y veremos qué podemos
sacarle a ese tipo.
Avanzando a largas zancadas entre
los reducidos grupillos de gente que aún rondaban en torno a los puestos iluminados,
mi compañero no tardó en alcanzar al hombrecillo y le tocó con la mano en el
hombro. El individuo se volvió bruscamente y pude ver a la luz de gas que de su
cara había desaparecido todo rastro de color.
––¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ––preguntó
con voz temblorosa.
––Perdone usted ––dijo Holmes en
tono suave––, pero no he podido evitar oír lo que le preguntaba hace un momento
al tendero, y creo que yo podría ayudarle.
––¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo
puede saber nada de este asunto?
––Me llamo Sherlock Holmes, y mi
trabajo consiste en saber lo que otros no saben.
––Pero usted no puede saber nada
de esto.
––Perdone, pero lo sé todo. Anda
usted buscando unos gansos que la señora Oakshott, de Brixton Road, vendió a un
tendero llamado Breckinridge, y que éste a su vez vendió al señor Windigate,
del Alpha, y éste a su club, uno de cuyos miembros es el señor Henry Baker.
––Ah, señor, es usted el hombre
que yo necesito ––exclamó el hombrecillo, con las manos extendidas y los dedos
temblorosos––. Me sería dificil explicarle el interés que tengo en este
asunto.
Sherlock Holmes hizo señas a un
coche que pasaba.
––En tal caso, lo mejor sería
hablar de ello en una habitación confortable, y no en este mercado azotado por
el viento ––dijo––. Pero antes de seguir adelante, dígame por favor a quién
tengo el placer de ayudar.
El hombre vaciló un instante.
––Me llamo John Robinson ––respondió,
con una mirada de soslayo.
––No, no, el nombre verdadero ––dijo
Holmes en tono amable––. Siempre resulta incómodo tratar de negocios con un
alias.
Un súbito rubor cubrió las
blancas mejillas del desconocido.
––Está bien, mi verdadero nombre
es James Ryder.
––Eso es. Jefe de servicio del
hotel Cosmopolitan. Por favor, suba al coche y pronto podré informarle de todo
lo que desea saber.
El hombrecillo se nos quedó
mirando con ojos medio asustados y medio esperanzados, como quien no está
seguro de si le aguarda un golpe de suerte o una catástrofe. Subió por fin al
coche, y al cabo de media hora nos encontrábamos de vuelta en la sala de estar
de Baker Street. No se había pronunciado una sola palabra durante todo el
trayecto, pero la respiración agitada de nuestro nuevo acompañante y su
continuo abrir y cerrar de manos hablaban bien a las claras de la tensión
nerviosa que le dominaba.
––¡Henos aquí! ––dijo Holmes
alegremente cuando penetramos en la habitación––. Un buen fuego es lo más
adecuado para este tiempo. Parece que tiene usted frío, señor Ryder. Por
favor, siéntese en el sillón de mimbre. Permita que me ponga las zapatillas
antes de zanjar este asuntillo suyo. ¡Ya está! ¿Así que quiere usted saber lo
que fue de aquellos gansos?
––Sí, señor.
––O más bien, deberíamos decir de
aquel ganso. Me parece que lo que le interesaba era un ave concreta... blanca,
con una franja negra en la cola.
Ryder se estremeció de emoción.
––¡Oh, señor! ––exclamó––. ¿Puede
usted decirme dónde fue a parar?
––Aquí.
––¿Aquí?
––Sí, y resultó ser un ave de lo
más notable. No me extraña que le interese tanto. Como que puso un huevo
después de muerta... el huevo azul más pequeño, precioso y brillante que jamás
se ha visto. Lo tengo aquí en mi museo.
Nuestro visitante se puso en pie,
tambaleándose, y se agarró con la mano derecha a la repisa de la chimenea.
Holmes abrió su caja fuerte y mostró el carbunclo azul, que brillaba como una
estrella, con un resplandor frío que irradiaba en todas direcciones. Ryder se
lo quedó mirando con las facciones contraídas, sin decidirse entre reclamarlo
o negar todo conocimiento del mismo.
––Se acabó el juego, Ryder ––dijo
Holmes muy tranquilo––. Sosténgase, hombre, que se va a caer al fuego. Ayúdele
a sentarse, Watson. Le falta sangre fría para meterse en robos impunemente.
Déle un trago de brandy. Así. Ahora parece un poco más humano. ¡Menudo
mequetrefe, ya lo creo!
Durante un momento había estado a
punto de desplomarse, pero el brandy hizo subir un toque de color a sus mejillas,
y permaneció sentado, mirando con ojos asustados a su acusador.
––Tengo ya en mis manos casi
todos los eslabones y las pruebas que podría necesitar, así que es poco lo que
puede usted decirme. No obstante, hay que aclarar ese poco para que el caso
quede completo. ¿Había usted oído hablar de esta piedra de la condesa de
Morcar, Ryder?
––Fue Catherine Cusack quien me
habló de ella ––dijo el hombre con voz cascada.
––Ya veo. La doncella de la
señora. Bien, la tentación de hacerse rico de golpe y con facilidad fue demasiado
fuerte para usted, como lo ha sido antes para hombres mejores que usted; pero
no se ha mostrado muy escrupuloso en los métodos empleados. Me parece, Ryder,
que tiene usted madera de bellaco miserable. Sabía que ese pobre fontanero,
Horner, había estado complicado hace tiempo en un asunto semejante, y que eso
le convertiría en el blanco de todas las sospechas. ¿Y qué hizo entonces? Usted
y su cómplice Cusack hicieron un pequeño estropicio en el cuarto de la señora
y se las arreglaron para que hiciesen llamar a Horner. Y luego, después de que
Horner se marchara, desvalijaron el joyero, dieron la alarma e hicieron detener
a ese pobre hombre. A continuación...
De pronto, Ryder se dejó caer
sobre la alfombra y se agarró a las rodillas de mi compañero.
––¡Por amor de Dios, tenga
compasión! ––chillaba––. ¡Piense en mi padre! ¡En mi madre! Esto les rompería
el corazón. Jamás hice nada malo antes, y no lo volveré a hacer. ¡Lo juro! ¡Lo
juro sobre la Biblia! ¡No me lleve a los tribunales! ¡Por amor de Cristo, no lo
haga!
––¡Vuelva a sentarse en la silla!
––dijo Holmes rudamente––. Es muy bonito eso de llorar y arrastrarse ahora,
pero bien poco pensó usted en ese pobre Horner, preso por un delito del que no
sabe nada.
––Huiré, señor Holmes. Saldré del
país. Así tendrán que retirar los cargos contra él.
––¡Hum! Ya hablaremos de eso. Y
ahora, oigamos la auténtica versión del siguiente acto. ¿Cómo llegó la piedra
al buche del ganso, y cómo llegó el ganso al mercado público? Díganos la
verdad, porque en ello reside su única esperanza de salvación.
Ryder se pasó la lengua por los
labios resecos.
––Le diré lo que sucedió, señor ––dijo––.
Una vez detenido Horner, me pareció que lo mejor sería esconder la piedra cuanto
antes, porque no sabía en qué momento se le podía ocurrir a la policía
registrarme a mí y mi habitación. En el hotel no había ningún escondite seguro.
Salí como si fuera a hacer un recado y me fui a casa de mi hermana, que está casada
con un tipo llamado Oakshott y vive en Brixton Road, donde se dedica a engordar
gansos para el mercado. Durante todo el camino, cada hombre que veía se me
antojaba un policía o un detective, y aunque hacía una noche bastante fría,
antes de llegar a Brixton Road me chorreaba el sudor por toda la cara. Mi
hermana me preguntó qué me ocurría para estar tan pálido, pero le dije que estaba
nervioso por el robo de joyas en el hotel. Luego me fui al patio trasero, me
fumé una pipa y traté de decidir qué era lo que más me convenía hacer.
»En otros tiempos tuve un amigo
llamado Maudsley que se fue por el mal camino y acaba de cumplir condena en Pentonville.
Un día nos encontramos y se puso a hablarme sobre las diversas clases de
ladrones y cómo se deshacían de lo robado. Sabía que no me delataría, porque
yo conocía un par de asuntillos suyos, así que decidí ir a Kilburn, que es
donde vive, y confiarle mi situación. Él me indicará cómo convertir la piedra
en dinero. Pero ¿cómo llegar hasta él sin contratiempos? Pensé en la angustia
que había pasado viniendo del hotel, pensando que en cualquier momento me
podían detener y registrar, y que encontrarían la piedra en el bolsillo de mi
chaleco. En aquel momento estaba apoyado en la pared, mirando a los gansos que
correteaban alrededor de mis pies, y de pronto se me ocurrió una idea para
burlar al mejor detective que haya existido en el mundo.
»Unas semanas antes, mi hermana
me había dicho que podía elegir uno de sus gansos como regalo de Navidad, y yo
sabía que siempre cumplía su palabra. Cogería ahora mismo mi ganso y en su
interior llevaría la piedra hasta Kilburn. Había en el patio un pequeño
cobertizo, y me metí detrás de él con uno de los gansos, un magnífico ejemplar,
blanco y con una franja en la cola. Lo sujeté, le abrí el pico y le metí la piedra
por el gaznate, tan abajo como pude llegar con los dedos. El pájaro tragó, y
sentí la piedra pasar por la garganta y llegar al buche. Pero el animal
forcejeaba y aleteaba, y mi hermana salió a ver qué ocurría. Cuando me volví
para hablarle, el bicho se me escapó y regresó dando un pequeño vuelo entre
sus compañeros.
»––¿Qué estás haciendo con ese
ganso, Jem? ––preguntó mi hermana.
»––Bueno ––dije––, como dijiste
que me ibas a regalar uno por Navidad, estaba mirando cuál es el más gordo.
»––Oh, ya hemos apartado uno para
ti ––dijo ella––. Lo llamamos el ganso de Jem. Es aquel grande y blanco. En
total hay veintiséis; o sea, uno para ti, otro para nosotros y dos docenas para
vender.
»––Gracias, Maggie ––dije yo––.
Pero, si te da lo mismo, prefiero ese otro que estaba examinando.
»––El otro pesa por lo menos tres
libras más ––dijo ella––, y lo hemos engordado expresamente para ti.
»––No importa. Prefiero el otro,
y me lo voy a llevar ahora ––dije.
»—Bueno, como quieras ––dijo
ella, un poco mosqueada––. ¿Cuál es el que dices que quieres?
»––Aquel blanco con una raya en
la cola, que está justo en medio.
»––De acuerdo. Mátalo y te lo
llevas.
»Así lo hice, señor Holmes, y me
llevé el ave hasta Kilburn. Le conté a mi amigo lo que había hecho, porque es
de la clase de gente a la que se le puede contar una cosa así. Se rió hasta
partirse el pecho, y luego cogimos un cuchillo y abrimos el ganso. Se me
encogió el corazón, porque allí no había ni rastro de la piedra, y comprendí
que había cometido una terrible equivocación. Dejé el ganso, corrí a casa de
mi hermana y fui derecho al patio. No había ni un ganso a la vista.
»––¿Dónde están todos, Maggie? ––exclamé.
»––Se los llevaron a la tienda.
»––¿A qué tienda?
»––A la de Breckinridge, en
Covent Garden.
»––¿Había otro con una raya en la
cola, igual que el que yo me llevé? ––pregunté.
»––Sí, Jem, había dos con raya en
la cola. Jamás pude distinguirlos.
»Entonces, naturalmente, lo
comprendí todo, y corrí a toda la velocidad de mis piernas en busca de ese
Breckinridge; pero ya había vendido todo el lote y se negó a decirme a quién.
Ya le han oído ustedes esta noche. Pues todas las veces ha sido igual. Mi
hermana cree que me estoy volviendo loco. A veces, yo también lo creo. Y
ahora... ahora soy un ladrón, estoy marcado, y sin haber llegado a tocar la
riqueza por la que vendí mi buena fama. ¡Que Dios se apiade de mí! ¡Que Dios se
apiade de mí!
Estalló en sollozos convulsivos,
con la cara oculta entre las manos.
Se produjo un largo silencio,
roto tan sólo por su agitada respiración y por el rítmico tamborileo de los
dedos de Sherlock Holmes sobre el borde de la mesa. Por fin, mi amigo se
levantó y abrió la puerta de par en par.
––¡Váyase! ––dijo.
––¿Cómo, señor? ¡Oh! ¡Dios le
bendiga!
––Ni una palabra más. ¡Fuera de
aquí!
Y no hicieron falta más palabras.
Hubo una carrera precipitada, un pataleo en la escalera, un portazo y el seco
repicar de pies que corrían en la calle.
––Al fin y al cabo, Watson ––dijo
Holmes, estirando la mano en busca de su pipa de arcilla––, la policía no me
paga para que cubra sus deficiencias. Si Horner corriera peligro, sería
diferente, pero este individuo no declarará contra él, y el proceso no seguirá
adelante. Supongo que estoy indultando a un delincuente, pero también es
posible que esté salvando un alma. Este tipo no volverá a descarriarse. Está
demasiado asustado. Métalo en la cárcel y lo convertirá en carne de presidio
para el resto de su vida. Además, estamos en época de perdonar. La casualidad
ha puesto en nuestro camino un problema de lo más curioso y extravagante, y su
solución es recompensa suficiente. Si tiene usted la amabilidad de tirar de la
campanilla, doctor, iniciaremos otra investigación, cuyo tema principal será
también un ave de corral.
8. La banda de lunares
Al repasar mis notas sobre los
setenta y tantos casos en los que, durante los ocho últimos años, he estudiado
los métodos de mi amigo Sherlock Holmes, he encontrado muchos trágicos,
algunos cómicos, un buen número de ellos que eran simplemente extraños, pero
ninguno vulgar; porque, trabajando como él trabajaba, más por amor a su arte
que por afán de riquezas, se negaba a intervenir en ninguna investigación que
no tendiera a lo insólito e incluso a lo fantástico. Sin embargo, entre todos
estos casos tan variados, no recuerdo ninguno que presentara características
más extraordinarias que el que afectó a una conocida familia de Surrey, los
Roylott de Stoke Moran. Los acontecimientos en cuestión tuvieron lugar en los
primeros tiempos de mi asociación con Holmes, cuando ambos compartíamos un
apartamento de solteros en Baker Street. Podría haberlo dado a conocer antes,
pero en su momento se hizo una promesa de silencio, de la que no me he visto
libre hasta el mes pasado, debido a la prematura muerte de la dama a quien se
hizo la promesa. Quizás convenga sacar los hechos a la luz ahora, pues tengo
motivos para creer que corren rumores sobre la muerte del doctor Grimesby
Roylott que tienden a hacer que el asunto parezca aún más terrible que lo que fue
en realidad.
Una mañana de principios de abril
de 1883, me desperté y vi a Sherlock Holmes completamente vestido, de pie junto
a mi cama. Por lo general, se levantaba tarde, y en vista de que el reloj de la
repisa sólo marcaba las siete y cuarto, le miré parpadeando con una cierta
sorpresa, y tal vez algo de resentimiento, porque yo era persona de hábitos muy
regulares.
––Lamento despertarle, Watson ––dijo––,
pero esta mañana nos ha tocado a todos. A la señora Hudson la han despertado,
ella se desquitó conmigo, y yo con usted.
––¿Qué es lo que pasa? ¿Un
incendio?
––No, un cliente. Parece que ha
llegado una señorita en estado de gran excitación, que insiste en verme. Está
aguardando en la sala de estar. Ahora bien, cuando las jovencitas vagan por la
metrópoli a estas horas de la mañana, despertando a la gente dormida y
sacándola de la cama, hay que suponer que tienen que comunicar algo muy
apremiante. Si resultara ser un caso interesante, estoy seguro de que le gustaría
seguirlo desde el principio. En cualquier caso, me pareció que debía llamarle
y darle la oportunidad.
––Querido amigo, no me lo
perdería por nada del mundo. No existía para mí mayor placer que seguir a
Holmes en todas sus investigaciones y admirar las rápidas deducciones, tan
veloces como si fueran intuiciones, pero siempre fundadas en una base lógica,
con las que desentrañaba los problemas que se le planteaban.
Me vestí a toda prisa, y a los
pocos minutos estaba listo para acompañar a mi amigo a la sala de estar. Una
dama vestida de negro y con el rostro cubierto por un espeso velo estaba
sentada junto a la ventana y se levantó al entrar nosotros.
––Buenos días, señora ––dijo
Holmes animadamente––. Me llamo Sherlock Holmes. Éste es mi íntimo amigo y
colaborador, el doctor Watson, ante el cual puede hablar con tanta libertad
como ante mí mismo. Ajá, me alegro de comprobar que la señora Hudson ha tenido
el buen sentido de encender el fuego. Por favor, acérquese a él y pediré que le
traigan una taza de chocolate, pues veo que está usted temblando.
––No es el frío lo que me hace
temblar ––dijo la mujer en voz baja, cambiando de asiento como se le sugería.
––¿Qué es, entonces?
––El miedo, señor Holmes. El
terror ––al hablar, alzó su velo y pudimos ver que efectivamente se encontraba
en un lamentable estado de agitación, con la cara gris y desencajada, los ojos
inquietos y asustados, como los de un animal acosado. Sus rasgos y su figura
correspondían a una mujer de treinta años, pero su cabello presentaba
prematuras mechas grises, y su expresión denotaba fatiga y agobio. Sherlock
Holmes la examinó de arriba a abajo con una de sus miradas rápidas que lo veían
todo.
––No debe usted tener miedo ––dijo
en tono consolador, inclinándose hacia delante y palmeándole el antebrazo––.
Pronto lo arreglaremos todo, no le quepa duda. Veo que ha venido usted en tren
esta mañana.
––¿Es que me conoce usted?
––No, pero estoy viendo la mitad
de un billete de vuelta en la palma de su guante izquierdo. Ha salido usted muy
temprano, y todavía ha tenido que hacer un largo trayecto en coche
descubierto, por caminos accidentados, antes de llegar a la estación.
La dama se estremeció
violentamente y se quedó mirando con asombro a mi compañero.
––No hay misterio alguno, querida
señora ––explicó Holmes sonriendo––. La manga izquierda de su chaqueta tiene
salpicaduras de barro nada menos que en siete sitios. Las manchas aún están
frescas. Sólo en un coche descubierto podría haberse salpicado así, y eso sólo
si venía sentada a la izquierda del cochero.
––Sean cuales sean sus razones,
ha acertado usted en todo ––dijo ella––. Salí de casa antes de las seis, llegué
a Leatherhead a las seis y veinte y cogí el primer tren a Waterloo. Señor, ya
no puedo aguantar más esta tensión, me volveré loca de seguir así. No tengo a
nadie a quien recurrir... sólo hay una persona que me aprecia, y el pobre no
sería una gran ayuda. He oído hablar de usted, señor Holmes; me habló de usted
la señora Farintosh, a la que usted ayudó cuando se encontraba en un grave
apuro. Ella me dio su dirección. ¡Oh, señor! ¿No cree que podría ayudarme a mí
también, y al menos arrojar un poco de luz sobre las densas tinieblas que me rodean?
Por el momento, me resulta imposible retribuirle por sus servicios, pero dentro
de uno o dos meses me voy a casar, podré disponer de mi renta y entonces verá
usted que no soy desagradecida.
Holmes se dirigió a su
escritorio, lo abrió y sacó un pequeño fichero que consultó a continuación.
––Farintosh ––dijo––. Ah, sí, ya
me acuerdo del caso; giraba en torno a una tiara de ópalo. Creo que fue antes
de conocernos, Watson. Lo único que puedo decir, señora, es que tendré un gran
placer en dedicar a su caso la misma atención que dediqué al de su amiga. En
cuanto a la retribución, mi profesión lleva en sí misma la recompensa; pero es
usted libre de sufragar los gastos en los que yo pueda incurrir, cuando le
resulte más conveniente. Y ahora, le ruego que nos exponga todo lo que pueda
servirnos de ayuda para formarnos una opinión sobre el asunto.
––¡Ay! ––replicó nuestra visitante––.
El mayor horror de mi situación consiste en que mis temores son tan inconcretos,
y mis sospechas se basan por completo en detalles tan pequeños y que a otra
persona le parecerían triviales, que hasta el hombre a quien, entre todos los
demás, tengo derecho a pedir ayuda y consejo, considera todo lo que le digo
como fantasías de una mujer nerviosa. No lo dice así, pero puedo darme cuenta
por sus respuestas consoladoras y sus ojos esquivos. Pero he oído decir, señor
Holmes, que usted es capaz de penetrar en las múltiples maldades del corazón
humano. Usted podrá indicarme cómo caminar entre los peligros que me
amenazan.
––Soy todo oídos, señora.
––Me llamo Helen Stoner, y vivo
con mi padrastro, último superviviente de una de las familias sajonas más
antiguas de Inglaterra, los Roylott de Stoke Moran, en el límite occidental de
Surrey.
Holmes asintió con la cabeza.
––El nombre me resulta familiar ––dijo.
––En otro tiempo, la familia era
una de las más ricas de Inglaterra, y sus propiedades se extendían más allá de
los límites del condado, entrando por el norte en Berkshire y por el oeste en
Hampshire. Sin embargo, en el siglo pasado hubo cuatro herederos seguidos de
carácter disoluto y derrochador, y un jugador completó, en tiempos de la Regencia,
la ruina de la familia. No se salvó nada, con excepción de unas pocas hectáreas
de tierra y la casa, de doscientos años de edad, sobre la que pesa una fuerte
hipoteca. Allí arrastró su existencia el último señor, viviendo la vida
miserable de un mendigo aristócrata; pero su único hijo, mi padrastro, comprendiendo
que debía adaptarse a las nuevas condiciones, consiguió un préstamo de un pariente,
que le permitió estudiar medicina, y emigró a Calcuta, donde, gracias a su talento
profesional y a su fuerza de carácter, consiguió una numerosa clientela. Sin
embargo, en un arrebato de cólera, provocado por una serie de robos cometidos
en su casa, azotó hasta matarlo a un mayordomo indígena, y se libró por muy
poco de la pena de muerte. Tuvo que cumplir una larga condena, al cabo de la
cual regresó a Inglaterra, convertido en un hombre huraño y desengañado.
»Durante su estancia en la India,
el doctor Roylott se casó con mi madre, la señora Stoner, joven viuda del
general de división Stoner, de la artillería de Bengala. Mi hermana Julia y yo
éramos gemelas, y sólo teníamos dos años cuando nuestra madre se volvió a
casar. Mi madre disponía de un capital considerable, con una renta que no
bajaba de las mil libras al año, y se lo confió por entero al doctor Roylott
mientras viviésemos con él, estipulando que cada una de nosotras debía recibir
cierta suma anual en caso de contraer matrimonio. Mi madre falleció poco
después de nuestra llegada a Inglaterra... hace ocho años, en un accidente
ferroviario cerca de Crewe. A su muerte, el doctor Roylott abandonó sus
intentos de establecerse como médico en Londres, y nos llevó a vivir con él en
la mansión ancestral de Stoke Moran. El dinero que dejó mi madre bastaba para
cubrir todas nuestras necesidades, y no parecía existir obstáculo a nuestra felicidad.
»Pero, aproximadamente por
aquella época, nuestro padrastro experimentó un cambio terrible. En lugar de
hacer amistades e intercambiar visitas con nuestros vecinos, que al principio
se alegraron muchísimo de ver a un Roylott de Stoke Moran instalado de nuevo en
la vieja mansión familiar, se encerró en la casa sin salir casi nunca, a no
ser para enzarzarse en furiosas disputas con cualquiera que se cruzase en su
camino. El temperamento violento, rayano con la manía, parece ser hereditario
en los varones de la familia, y en el caso de mi padrastro creo que se
intensificó a consecuencia de su larga estancia en el trópico. Provocó varios
incidentes bochornosos, dos de los cuales terminaron en el juzgado, y acabó
por convertirse en el terror del pueblo, de quien todos huían al verlo
acercarse, pues tiene una fuerza extraordinaria y es absolutamente
incontrolable cuando se enfurece.
»La semana pasada tiró al herrero
del pueblo al río, por encima del pretil, y sólo a base de pagar todo el dinero
que pude reunir conseguí evitar una nueva vergüenza pública. No tiene ningún
amigo, a excepción de los gitanos errantes, y a estos vagabundos les da permiso
para acampar en las pocas hectáreas de tierra cubierta de zarzas que componen
la finca familiar, aceptando a cambio la hospitalidad de sus tiendas y
marchándose a veces con ellos durante semanas enteras. También le apasionan los
animales indios, que le envía un contacto en las colonias, y en la actualidad
tiene un guepardo y un babuino que se pasean en libertad por sus tierras, y
que los aldeanos temen casi tanto como a su dueño.
»Con esto que le digo podrá usted
imaginar que mi pobre hermana Julia y yo no llevábamos una vida de placeres.
Ningún criado quería servir en nuestra casa, y durante mucho tiempo hicimos
nosotras todas las labores domésticas. Cuando murió no tenía más que treinta
años y, sin embargo, su cabello ya empezaba a blanquear, igual que el mío.
––Entonces, su hermana ha muerto.
––Murió hace dos años, y es de su
muerte de lo que vengo a hablarle. Comprenderá usted que, llevando la vida que
he descrito, teníamos pocas posibilidades de conocer a gente de nuestra misma
edad y posición. Sin embargo, teníamos una tía soltera, hermana de mi madre, la
señorita Honoria Westphail, que vive cerca de Harrow, y de vez en cuando se nos
permitía hacerle breves visitas. Julia fue a su casa por Navidad, hace dos
años, y allí conoció a un comandante de Infantería de Marina retirado, al que
se prometió en matrimonio. Mi padrastro se enteró del compromiso cuando
regresó mi hermana, y no puso objeciones a la boda. Pero menos de quince días
antes de la fecha fijada para la ceremonia, ocurrió el terrible suceso que me
privó de mi única compañera.
Sherlock Holmes había permanecido
recostado en su butaca con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en un cojín,
pero al oír esto entreabrió los párpados y miró de frente a su interlocutora.
––Le ruego que sea precisa en los
detalles ––dijo.
––Me resultará muy fácil, porque
tengo grabados a fuego en la memoria todos los acontecimientos de aquel
espantoso período. Como ya le he dicho, la mansión familiar es muy vieja, y en
la actualidad sólo un ala está habitada. Los dormitorios de esta ala se
encuentran en la planta baja, y las salas en el bloque central del edificio. El
primero de los dormitorios es el del doctor Roylott, el segundo el de mi
hermana, y el tercero el mío. No están comunicados, pero todos dan al mismo
pasillo. ¿Me explico con claridad?
––Perfectamente.
––Las ventanas de los tres
cuartos dan al jardín. La noche fatídica, el doctor Roylott se había retirado
pronto, aunque sabíamos que no se había acostado porque a mi hermana le
molestaba el fuerte olor de los cigarros indios que solía fumar. Por eso dejó
su habitación y vino a la mía, donde se quedó bastante rato, hablando sobre su
inminente boda. A las once se levantó para marcharse, pero en la puerta se detuvo
y se volvió a mirarme.
»––Dime, Helen ––dijo––. ¿Has
oído a alguien silbar en medio de la noche?
»––Nunca ––respondí.
»––¿No podrías ser tú, que silbas
mientras duermes?
»––Desde luego que no. ¿Por qué?
»––Porque las últimas noches he
oído claramente un silbido bajo, a eso de las tres de la madrugada. Tengo el
sueño muy ligero, y siempre me despierta. No podría decir de dónde procede,
quizás del cuarto de al lado, tal vez del jardín. Se me ocurrió preguntarte por
si tú también lo habías oído.
»––No, no lo he oído. Deben ser
esos horribles gitanos que hay en la huerta.
»––Probablemente. Sin embargo, si
suena en el jardín, me extraña que tú no lo hayas oído también.
»—Es que yo tengo el sueño más
pesado que tú.
»––Bueno, en cualquier caso, no
tiene gran importancia ––me dirigió una sonrisa, cerró la puerta y pocos
segundos después oí su llave girar en la cerradura.
––Caramba ––dijo Holmes––.
¿Tenían la costumbre de cerrar siempre su puerta con llave por la noche?
––Siempre.
––¿Y por qué?
––Creo haber mencionado que el
doctor tenía sueltos un guepardo y un babuino. No nos sentíamos seguras sin la
puerta cerrada.
––Es natural. Por favor, prosiga
con su relato.
––Aquella noche no pude dormir.
Sentía la vaga sensación de que nos amenazaba una desgracia. Como recordará, mi
hermana y yo éramos gemelas, y ya sabe lo sutiles que son los lazos que atan a
dos almas tan estrechamente unidas. Fue una noche terrible. El viento aullaba
en el exterior, y la lluvia caía con fuerza sobre las ventanas. De pronto,
entre el estruendo de la tormenta, se oyó el grito desgarrado de una mujer
aterrorizada. Supe que era la voz de mi hermana. Salté de la cama, me envolví
en un chal y salí corriendo al pasillo. Al abrir la puerta, me pareció oír un
silbido, como el que había descrito mi hermana, y pocos segundos después un
golpe metálico, como si se hubiese caído un objeto de metal. Mientras yo corría
por el pasillo se abrió la cerradura del cuarto de mi hermana y la puerta giró
lentamente sobre sus goznes. Me quedé mirando horrorizada, sin saber lo que
iría a salir por ella. A la luz de la lámpara del pasillo, vi que mi hermana
aparecía en el hueco, con la cara lívida de espanto y las manos extendidas en
petición de socorro, toda su figura oscilando de un lado a otro, como la de un
borracho. Corrí hacia ella y la rodeé con mis brazos, pero en aquel momento
parecieron ceder sus rodillas y cayó al suelo. Se estremecía como si sufriera
horribles dolores, agitando convulsivamente los miembros. Al principio creí
que no me había reconocido, pero cuando me incliné sobre ella gritó de pronto,
con una voz que no olvidaré jamás: «¡Dios mío, Helen! ¡Ha sido la banda! ¡La
banda de lunares!» Quiso decir algo más, y señaló con el dedo en dirección al
cuarto del doctor, pero una nueva convulsión se apoderó de ella y ahogó sus
palabras. Corrí llamando a gritos a nuestro padrastro, y me tropecé con él,
que salía en bata de su habitación. Cuando llegamos junto a mi hermana, ésta
ya había perdido el conocimiento, y aunque él le vertió brandy por la garganta
y mandó llamar al médico del pueblo, todos los esfuerzos fueron en vano,
porque poco a poco se fue apagando y murió sin recuperar la conciencia. Éste
fue el espantoso final de mi querida hermana.
––Un momento ––dijo Holmes––.
¿Está usted segura de lo del silbido y el sonido metálico? ¿Podría jurarlo?
––Eso mismo me preguntó el juez
de instrucción del condado durante la investigación. Estoy convencida de que
lo oí, a pesar de lo cual, entre el fragor de la tormenta y los crujidos de
una casa vieja, podría haberme equivocado.
––¿Estaba vestida su hermana?
––No, estaba en camisón. En la
mano derecha se encontró el extremo chamuscado de una cerilla, y en la
izquierda una caja de fósforos.
––Lo cual demuestra que encendió
una cerilla y miró a su alrededor cuando se produjo la alarma. Eso es
importante. ¿Y a qué conclusiones llegó el juez de instrucción?
––Investigó el caso
minuciosamente, porque la conducta del doctor Roylott llevaba mucho tiempo
dando que hablar en el condado, pero no pudo descubrir la causa de la muerte.
Mi testimonio indicaba que su puerta estaba cerrada por dentro, y las ventanas
tenían postigos antiguos, con barras de hierro que se cerraban cada noche. Se
examinaron cuidadosamente las paredes, comprobando que eran bien macizas por
todas partes, y lo mismo se hizo con el suelo, con idéntico resultado. La
chimenea es bastante amplia, pero está enrejada con cuatro gruesos barrotes.
Así pues, no cabe duda de que mi hermana se encontraba sola cuando le llegó la
muerte. Además, no presentaba señales de violencia.
––¿Qué me dice del veneno?
––Los médicos investigaron esa
posibilidad, sin resultados.
––¿De qué cree usted, entonces,
que murió la desdichada señorita?
––Estoy convencida de que murió
de puro y simple miedo o de trauma nervioso, aunque no logro explicarme qué fue
lo que la asustó.
––¿Había gitanos en la finca en
aquel momento?
––Sí, casi siempre hay algunos.
––Ya. ¿Y qué le sugirió a usted
su alusión a una banda... una banda de lunares?
––A veces he pensado que se
trataba de un delirio sin sentido; otras veces, que debía referirse a una banda
de gente, tal vez a los mismos gitanos de la finca. No sé si los pañuelos de
lunares que muchos de ellos llevan en la cabeza le podrían haber inspirado
aquel extraño término.
Holmes meneó la cabeza como quien
no se da por satisfecho.
––Nos movemos en aguas muy
profundas ––dijo––. Por favor, continúe con su narración.
––Desde entonces han transcurrido
dos años, y mi vida ha sido más solitaria que nunca, hasta hace muy poco. Hace
un mes, un amigo muy querido, al que conozco desde hace muchos años, me hizo
el honor de pedir mi mano. Se llama Armitage, Percy Armitage, segundo hijo del
señor Armitage, de Crane Water, cerca de Reading. Mi padrastro no ha puesto
inconvenientes al matrimonio, y pensamos casarnos en primavera. Hace dos días
se iniciaron unas reparaciones en el ala oeste del edificio, y hubo que
agujerear la pared de mi cuarto, por lo que me tuve que instalar en la
habitación donde murió mi hermana y dormir en la misma cama en la que ella
dormía. Imagínese mi escalofrío de terror cuando anoche, estando yo acostada
pero despierta, pensando en su terrible final, oí de pronto en el silencio de
la noche el suave silbido que había anunciado su propia muerte. Salté de la
cama y encendí la lámpara, pero no vi nada anormal en la habitación. Estaba
demasiado nerviosa como para volver a acostarme, así que me vestí y, en cuando
salió el sol, me eché a la calle, cogí un coche en la posada Crown, que está
enfrente de casa, y me planté en Leatherhead, de donde he llegado esta mañana,
con el único objeto de venir a verle y pedirle consejo.
––Ha hecho usted muy bien ––dijo
mi amigo––. Pero ¿me lo ha contado todo?
––Sí, todo.
––Señorita Stoner, no me lo ha
dicho todo. Está usted encubriendo a su padrastro.
––¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
Por toda respuesta, Holmes
levantó el puño de encaje negro que adornaba la mano que nuestra visitante
apoyaba en la rodilla. Impresos en la blanca muñeca se veían cinco pequeños
moratones, las marcas de cuatro dedos y un pulgar. ––La han tratado con
brutalidad ––dijo Holmes.
La dama se ruborizó intensamente
y se cubrió la lastimada muñeca.
––Es un hombre duro ––dijo––, y
seguramente no se da cuenta de su propia fuerza.
Se produjo un largo silencio,
durante el cual Holmes apoyó el mentón en las manos y permaneció con la mirada
fija en el fuego crepitante.
––Es un asunto muy complicado ––dijo
por fin––. Hay mil detalles que me gustaría conocer antes de decidir nuestro
plan de acción, pero no podemos perder un solo instante. Si nos desplazáramos
hoy mismo a Stoke Moran, ¿nos sería posible ver esas habitaciones sin que se
enterase su padrastro?
––Precisamente dijo que hoy tenía
que venir a Londres para algún asunto importante. Es probable que esté ausente
todo el día y que pueda usted actuar sin estorbos. Tenemos una sirvienta, pero
es vieja y estúpida, y no me será difícil quitarla de enmedio.
––Excelente. ¿Tiene algo en
contra de este viaje, Watson?
––Nada en absoluto.
––Entonces, iremos los dos. Y
usted, ¿qué va a hacer?
––Ya que estoy en Londres, hay un
par de cosillas que me gustaría hacer. Pero pienso volver en el tren de las
doce, para estar allí cuando ustedes lleguen.
––Puede esperarnos a primera hora
de la tarde. Yo también tengo un par de asuntillos que atender. ¿No quiere
quedarse a desayunar?
––No, tengo que irme. Me siento
ya más aliviada desde que le he'confiado mi problema. Espero volverle a ver
esta tarde ––dejó caer el tupido velo negro sobre su rostro y se deslizó fuera
de la habitación.
––¿Qué le parece todo esto,
Watson? ––preguntó Sherlock Holmes recostándose en su butaca.
––Me parece un asunto de lo más
turbio y siniestro.
––Turbio y siniestro a no poder
más.
––Sin embargo, si la señorita
tiene razón al afirmar que las paredes y el suelo son sólidos, y que la puerta,
ventanas y chimenea son infranqueables, no cabe duda de que la hermana tenía
que encontrarse sola cuando encontró la muerte de manera tan misteriosa.
––¿Y qué me dice entonces de los
silbidos nocturnos y de las intrigantes palabras de la mujer moribunda?
––No se me ocurre nada.
––Si combinamos los silbidos en
la noche, la presencia de una banda de gitanos que cuentan con la amistad del
viejo doctor, el hecho de que tenemos razones de sobra para creer que el doctor
está muy interesado en impedir la boda de su hijastra, la alusión a una banda
por parte de la moribunda, el hecho de que la señorita Helen Stoner oyera un
golpe metálico, que pudo haber sido producido por una de esas barras de metal
que cierran los postigos al caer de nuevo en su sitio, me parece que hay una
buena base para pensar que po demos aclarar el misterio siguiendo esas líneas.
––Pero ¿qué es lo que han hecho
los gitanos?
––No tengo ni idea.
––Encuentro muchas objeciones a
esa teoría.
––También yo. Precisamente por
esa razón vamos a ir hoy a Stoke Moran. Quiero comprobar si las objeciones son
definitivas o se les puede encontrar una explicación. Pero... ¿qué demonio?...
Lo que había provocado semejante
exclamación de mi compañero fue el hecho de que nuestra puerta se abriera de
golpe y un hombre gigantesco apareciera en el marco. Sus ropas eran una curiosa
mezcla de lo profesional y lo agrícola: llevaba un sombrero negro de copa, una
levita con faldones largos y un par de polainas altas, y hacía oscilar en la
mano un látigo de caza. Era tan alto que su sombrero rozaba el montante de la
puerta, y tan ancho que la llenaba de lado a lado. Su rostro amplio, surcado
por mil arrugas, tostado por el sol hasta adquirir un matiz amarillento y
marcado por todas las malas pasiones, se volvía alternativamente de uno a otro
de nosotros, mientras sus ojos, hundidos y biliosos, y su nariz alta y huesuda,
le daban cierto parecido grotesco con un ave de presa, vieja y feroz.
––¿Quién de ustedes es Holmes? ––preguntó
la aparición. ––Ése es mi nombre, señor, pero me lleva usted ventaja ––respondió
mi compañero muy tranquilo.
––Soy el doctor Grimesby Roylott,
de Stoke Moran.
––Ah, ya ––dijo Holmes suavemente––.
Por favor, tome asiento, doctor.
––No me da la gana. Mi hijastra
ha estado aquí. La he seguido. ¿Qué le ha estado contando?
––Hace algo de frío para esta
época del año ––dijo Holmes.
––¿Qué le ha contado? ––gritó el
viejo, enfurecido.
––Sin embargo, he oído que la
cosecha de azafrán se presenta muy prometedora ––continuó mi compañero, imperturbable.
––¡Ja! Conque se desentiende de
mí, ¿eh? ––dijo nuestra nueva visita, dando un paso adelante y esgrimiendo su
látigo de caza––. Ya le conozco, granuja. He oído hablar de usted. Usted es
Holmes, el entrometido.
Mi amigo sonrió.
––¡Holmes el metomentodo!
La sonrisa se ensanchó.
––¡Holmes, el correveidile de
Scofand Yard! Holmes soltó una risita cordial.
––Su conversación es de lo más
amena ––dijo––. Cuando se vaya, cierre la puerta, porque hay una cierta corriente.
––Me iré cuando haya dicho lo que tengo que decir. No se atreva a meterse en
mis asuntos. Me consta que la señorita Stoner ha estado aquí. La he seguido.
Soy un hombre peligroso para quien me fastidia. ¡Fíjese!
Dio un rápido paso adelante,
cogió el atizafuego y lo curvó con sus enormes manazas morenas.
––¡Procure mantenerse fuera de mi
alcance! ––rugió. Y arrojando el hierro doblado a la chimenea, salió de la habitación
a grandes zancadas.
––Parece una persona muy
simpática ––dijo Holmes, echándose a reír––. Yo no tengo su corpulencia, pero
si se hubiera quedado le habría podido demostrar que mis manos no son mucho
más débiles que las suyas ––y diciendo esto, recogió el atizador de hierro y
con un súbito esfuerzo volvió a enderezarlo––. ¡Pensar que ha tenido la
insolencia de confundirme con el cuerpo oficial de policía! No obstante, este
incidente añade interés personal a la investigación, y sólo espero que nuestra
amiga no sufra las consecuencias de su imprudencia al dejar que esa bestia le
siguiera los pasos. Y ahora, Watson, pediremos el desayuno y después daré un
paseo hasta Doctors' Commons, donde espero obtener algunos datos que nos
ayuden en nuestra tarea.
Era casi la una cuando Sherlock
Holmes regresó de su excursión. Traía en la mano una hoja de papel azul,
repleta de cifras y anotaciones.
––He visto el testamento de la
esposa fallecida ––dijo––. Para determinar el valor exacto, me he visto obligado
a averiguar los precios actuales de las inversiones que en él figuran. La renta
total, que en la época en que murió la esposa era casi de 1.100 libras, en la
actualidad, debido al descenso de los precios agrícolas, no pasa de las 750.
En caso de contraer matrimonio, cada hija puede reclamar una renta de 250. Es
evidente, por lo tanto, que si las dos chicas se hubieran casado, este payaso
se quedaría a dos velas; y con que sólo se casara una, ya notaría un bajón
importante. El trabajo de esta mañana no ha sido en vano, ya que ha quedado
demostrado que el tipo tiene motivos de los más fuertes para tratar de impedir
que tal cosa ocurra. Y ahora, Watson, la cosa es demasiado grave como para
andar perdiendo el tiempo, especialmente si tenemos en cuenta que el viejo ya
sabe que nos interesamos por sus asuntos, así que, si está usted dispuesto,
llamaremos a un coche para que nos lleve a Waterloo. Le agradecería mucho que
se metiera el revólver en el bolsillo. Un Eley n.° 2 es un excelente argumento
para tratar con caballeros que pueden hacer nudos con un atizador de hierro.
Eso y un cepillo de dientes, creo yo, es todo lo que necesitamos.
En Waterloo tuvimos la suerte de
coger un tren a Leatherhead, y una vez allí alquilamos un coche en la posada
de la estación y recorrimos cuatro o cinco millas por los encantadores caminos
de Surrey. Era un día verdaderamente espléndido, con un sol resplandeciente y
unas cuantas nubes algodonosas en el cielo. Los árboles y los setos de los
lados empezaban a echar los primeros brotes, y el aire olía agradablemente a
tierra mojada. Para mí, al menos, existía un extraño contraste entre la dulce
promesa de la primavera y la siniestra intriga en la que nos habíamos
implicado. Mi compañero iba sentado en la parte delantera, con los brazos cruzados,
el sombrero caído sobre los ojos y la barbilla hundida en el pecho, sumido
aparentemente en los más profundos pensamientos. Pero de pronto se incorporó,
me dio un golpecito en el hombro y señaló hacia los prados.
––¡Mire allá! ––dijo.
Un parque con abundantes árboles
se extendía en suave pendiente, hasta convertirse en bosque cerrado en su punto
más alto. Entre las ramas sobresalían los frontones grises y el alto tejado de
una mansión muy antigua.
––¿Stoke Moran? ––preguntó.
––Sí, señor; ésa es la casa del
doctor Grimesby Roylott ––confirmó el cochero.
––Veo que están haciendo obras ––dijo
Holmes––. Es allí donde vamos.
––El pueblo está allí ––dijo el
cochero, señalando un grupo de tejados que se veía a cierta distancia a la
izquierda––. Pero si quieren ustedes ir a la casa, les resultará más corto por
esa escalerilla de la cerca y luego por el sendero que atraviesa el campo.
Allí, por donde está paseando la señora.
––Y me imagino que dicha señora
es la señorita Stoner ––comentó Holmes, haciendo visera con la mano sobre los
ojos––. Sí, creo que lo mejor es que hagamos lo que usted dice.
Nos apeamos, pagamos el trayecto
y el coche regresó traqueteando a Leatherhead.
––Me pareció conveniente ––dijo
Holmes mientras subíamos la escalerilla–– que el cochero creyera que venimos
aquí como arquitectos, o para algún otro asunto concreto. Puede que eso evite
chismorreos. Buenas tardes, señorita Stoner. Ya ve que hemos cumplido nuestra
palabra.
Nuestra cliente de por la mañana
había corrido a nuestro encuentro con la alegría pintada en el rostro.
––Les he estado esperando
ansiosamente ––exclamó, estrechándonos afectuosamente las manos––. Todo ha
salido de maravilla. El doctor Roylott se ha marchado a Londres, y no es probable
que vuelva antes del anochecer.
––Hemos tenido el placer de
conocer al doctor ––dijo Holmes, y en pocas palabras le resumió lo ocurrido.
La señorita Stoner palideció hasta los labios al oírlo.
––¡Cielo santo! ––exclamó––. ¡Me
ha seguido!
––Eso parece.
––Es tan astuto que nunca sé
cuándo estoy a salvo de él. ¿Qué dirá cuando vuelva?
––Más vale que se cuide, porque
puede encontrarse con que alguien más astuto que él le sigue la pista. Usted
tiene que protegerse encerrándose con llave esta noche. Si se pone violento,
la llevaremos a casa de su tía de Harrow. Y ahora, hay que aprovechar lo mejor
posible el tiempo, así que, por favor, llévenos cuanto antes a las habitaciones
que tenemos que examinar.
El edificio era de piedra gris
manchada de liquen, con un bloque central más alto y dos alas curvadas, como
las pinzas de un cangrejo, una a cada lado. En una de dichas alas, las ventanas
estaban rotas y tapadas con tablas de madera, y parte del tejado se había
hundido, dándole un aspecto ruinoso. El bloque central estaba algo mejor
conservado, pero el ala derecha era relativamente moderna, y las cortinas de
las ventanas, junto con las volutas de humo azulado que salan de las
chimeneas, demostraban que en ella residía la familia. En un extremo se habían
levantado andamios y abierto algunos agujeros en el muro, pero en aquel
momento no se veía ni rastro de los obreros. Holmes caminó lentamente de un
lado a otro del césped mal cortado, examinando con gran atención la parte
exterior de las ventanas.
––Supongo que ésta corresponde a
la habitación en la que usted dormía, la del centro a la de su difunta hermana,
y la que se halla pegada al edificio principal a la habitación del doctor
Roylott.
––Exactamente. Pero ahora duermo
en la del centro.
––Mientras duren las reformas,
según tengo entendido. Por cierto, no parece que haya una necesidad urgente de
reparaciones en ese extremo del muro.
––No había ninguna necesidad. Yo
creo que fue una excusa para sacarme de mi habitación.
––¡Ah, esto es muy sugerente!
Ahora, veamos: por la parte de atrás de este ala está el pasillo al que dan estas
tres habitaciones. Supongo que tendrá ventanas.
––Sí, pero muy pequeñas.
Demasiado estrechas para que pueda pasar nadie por ellas.
––Puesto que ustedes dos cerraban
sus puertas con llave por la noche, el acceso a sus habitaciones por ese lado
es imposible. Ahora, ¿tendrá usted la bondad de entrar en su habitación y
cerrar los postigos de la ventana?
La señorita Stoner hizo lo que le
pedían, y Holmes, tras haber examinado atentamente la ventana abierta, intentó
por todos los medios abrir los postigos cerrados, pero sin éxito. No existía
ninguna rendija por la que pasar una navaja para levantar la barra de hierro. A
continuación, examinó con la lupa las bisagras, pero éstas eran de hierro
macizo, firmemente empotrado en la recia pared.
––¡Hum! ––dijo, rascándose la
barbilla y algo perplejo––. Desde luego, mi teoría presenta ciertas dificultades.
Nadie podría pasar con estos postigos cerrados. Bueno, veamos si el interior
arroja alguna luz sobre el asunto.
Entramos por una puertecita
lateral al pasillo encalado al que se abrían los tres dormitorios. Holmes se
negó a examinar la tercera habitación y pasamos directamente a la segunda, en
la que dormía la señorita Stoner y en la que su hermana había encontrado la
muerte. Era un cuartito muy acogedor, de techo bajo y con una amplia chimenea
de estilo rural. En una esquina había una cómoda de color castaño, en otra
una cama estrecha con colcha blanca, y a la izquierda de la ventana una mesa
de tocador. Estos artículos, más dos sillitas de mimbre, constituían todo el
mobiliario de la habitación, aparte de una alfombra cuadrada de Wilton que
había en el centro. El suelo y las paredes eran de madera de roble, oscura y
carcomida, tan vieja y descolorida que debía remontarse a la construcción
original de la casa. Holmes arrimó una de las sillas a un rincón y se sentó en
silencio, mientras sus ojos se desplazaban de un lado a otro, arriba y abajo,
asimilando cada detalle de la habitación.
––¿Con qué comunica esta
campanilla? ––preguntó por fin, señalando un grueso cordón de campanilla que
colgaba junto a la cama, y cuya borla llegaba a apoyarse en la almohada.
––Con la habitación de la
sirvienta.
––Parece más nueva que el resto
de las cosas.
––Sí, la instalaron hace sólo dos
años.
––Supongo que a petición de su
hermana.
––No; que yo sepa, nunca la
utilizó. Si necesitábamos algo, íbamos a buscarlo nosotras mismas.
––La verdad, me parece
innecesario instalar aquí un llamador tan bonito. Excúseme unos minutos, mientras
examino el suelo.
Se tumbó boca abajo en el suelo,
con la lupa en la mano, y se arrastró velozmente de un lado a otro, inspeccionando
atentamente las rendijas del entarimado. A continuación hizo lo mismo con las
tablas de madera que cubrían las paredes. Por ultimo, se acercó a la cama y
permaneció algún tiempo mirándola fijamente y examinando la pared de arriba a
abajo. Para terminar, agarró el cordón de la campanilla y dio un fuerte tirón.
––¡Caramba, es simulado! ––exclamó.
––¿Cómo? ¿No suena?
––No, ni siquiera está conectado
a un cable. Esto es muy interesante. Fíjese en que está conectado a un gancho
justo por encima del orificio de ventilación.
––¡Qué absurdo! ¡Jamás me había
fijado!
––Es muy extraño ––murmuró
Holmes, tirando del cordón––. Esta habitación tiene uno o dos detalles muy curiosos.
Por ejemplo, el constructor tenía que ser un estúpido para abrir un orificio de
ventilación que da a otra habitación, cuando, con el mismo esfuerzo, podría
haberlo hecho comunicar con el aire libre.
––Eso también es bastante moderno
––dijo la señorita.
––Más o menos, de la misma época
que el llamador ––aventuró Holmes.
––Sí, por entonces se hicieron
varias pequeñas reformas. ––Y todas parecen de lo más interesante... cordones de
campanilla sin campanilla y orificios de ventilación que no ventilan. Con su
permiso, señorita Stoner, proseguiremos nuestras investigaciones en la
habitación de más adentro. La alcoba del doctor Grimesby Roylott era más grande
que la de su hijastra, pero su mobiliario era igual de escueto. Una cama turca,
una pequeña estantería de madera llena de libros, en su mayoría de carácter
técnico, una butaca junto a la cama, una vulgar silla de madera arrimada a la
pared, una mesa camilla y una gran caja fuerte de hierro, eran los principales
objetos que saltaban a la vista. Holmes recorrió despacio la habitación,
examinándolos todos con el más vivo interés.
––¿Qué hay aquí? ––preguntó,
golpeando con los nudillos la caja fuerte.
––Papeles de negocios de mi padrastro.
––Entonces es que ha mirado usted
dentro.
––Sólo una vez, hace años.
Recuerdo que estaba llena de papeles.
––¿Y no podría haber, por
ejemplo, un gato?
––No. ¡Qué idea tan extraña!
––Pues fíjese en esto ––y mostró
un platillo de leche que había encima de la caja.
––No, gato no tenemos, pero sí
que hay un guepardo y un babuino.
––¡Ah, sí, claro! Al fin y al
cabo, un guepardo no es más que un gato grandote, pero me atrevería a decir que
con un platito de leche no bastaría, ni mucho menos, para safisfacer sus
necesidades. Hay una cosa que quiero comprobar.
Se agachó ante la silla de madera
y examinó el asiento con la mayor atención.
––Gracias. Esto queda claro ––dijo
levantándose y metiéndose la lupa en el bolsillo––. ¡Vaya! ¡Aquí hay algo muy
interesante!
El objeto que le había llamado la
atención era un pequeño látigo para perros que colgaba de una esquina de la
cama. Su extremo estaba atado formando un lazo corredizo.
––¿Qué le sugiere a usted esto,
Watson?
––Es un látigo común y corriente.
Aunque no sé por qué tiene este nudo.
––Eso no es tan corriente, ¿eh?
¡Ay, Watson! Vivimos en un mundo malvado, y cuando un hombre inteligente dedica
su talento al crimen, se vuelve aún peor. Creo que ya he visto suficiente,
señorita Stoner, y, con su permiso, daremos un paseo por el jardín.
Jamás había visto a mi amigo con
un rostro tan sombrío y un ceño tan fruncido como cuando nos retiramos del escenario
de la investigación. Habíamos recorrido el jardín varias veces de arriba
abajo, sin que ni la señorita Stoner ni yo nos atreviéramos a interrumpir el
curso de sus pensamientos, cuando al fin Holmes salió de su ensimismamiento.
––Es absolutamente esencial,
señorita Stoner ––dijo––, que siga usted mis instrucciones al pie de la letra
en todos los aspectos.
––Le aseguro que así lo haré.
––La situación es demasiado grave
como para andarse con vacilaciones. Su vida depende de que haga lo que le digo.
––Vuelvo a decirle que estoy en
sus manos.
––Para empezar, mi amigo y yo
tendremos que pasar la noche en su habitación.
Tanto la señorita Stoner como yo
le miramos asombrados.
––Sí, es preciso. Deje que le
explique. Aquello de allá creo que es la posada del pueblo, ¿no?
––Sí, el «Crown».
––Muy bien. ¿Se verán desde allí
sus ventanas?
––Desde luego.
––En cuanto regrese su padrastro,
usted se retirará a su habitación, pretextando un dolor de cabeza. Y cuando
oiga que él también se retira a la suya, tiene usted que abrir la ventana,
alzar el cierre, colocar un candil que nos sirva de señal y, a continuación,
trasladarse con todo lo que vaya a necesitar a la habitación que ocupaba antes.
Estoy seguro de que, a pesar de las reparaciones, podrá arreglárselas para
pasar allí una noche.
––Oh, sí, sin problemas.
––El resto, déjelo en nuestras
manos.
––Pero ¿qué van ustedes a hacer?
––Vamos a pasar la noche en su
habitación e investigar la causa de ese sonido que la ha estado molestando.
––Me parece, señor Holmes, que ya
ha llegado usted a una conclusión ––dijo la señorita Stoner, posando su mano
sobre el brazo de mi compañero.
––Es posible.
––Entonces, por compasión, dígame
qué ocasionó la muerte de mi hermana.
––Prefiero tener pruebas más
terminantes antes de hablar.
––Al menos, podrá decirme si mi
opinión es acertada, y murió de un susto.
––No, no lo creo. Creo que es probable
que existiera una causa más tangible. Y ahora, señorita Stoner, tenemos que
dejarla, porque si regresara el doctor Roylott y nos viera, nuestro viaje
habría sido en vano. Adiós, y sea valiente, porque si hace lo que le he dicho
puede estar segura de que no tardaremos en librarla de los peligros que la
amenazan.
Sherlock Holmes y yo no tuvimos
dificultades para alquilar una alcoba con sala de estar en el «Crown». Las
habitaciones se encontraban en la planta superior, y desde nuestra ventana
gozábamos de una espléndida vista de la entrada a la avenida y del ala
deshabitada de la mansión de Stoke Moran. Al atardecer vimos pasar en un coche
al doctor Grimesby Roylott, con su gigantesca figura sobresaliendo junto a la
menuda figurilla del muchacho que guiaba el coche. El cochero tuvo alguna
dificultad para abrir las pesadas puertas de hierro, y pudimos oír el áspero
rugido del doctor y ver la furia con que agitaba los puños cerrados, amenazándolo.
El vehículo siguió adelante y, pocos minutos más tarde, vimos una luz que
brillaba de pronto entre los árboles, indicando que se había encendido una
lámpara en uno de los salones.
––¿Sabe usted, Watson? ––dijo
Holmes mientras permanecíamos sentados en la oscuridad––. Siento ciertos
escrúpulos de llevarle conmigo esta noche. Hay un elemento de peligro
indudable.
––¿Puedo servir de alguna ayuda?
––Su presencia puede resultar
decisiva.
––Entonces iré, sin duda alguna.
––Es usted muy amable.
––Dice usted que hay peligro.
Evidentemente, ha visto usted en esas habitaciones más de lo que pude ver yo.
––Eso no, pero supongo que yo
habré deducido unas pocas cosas más que usted. Imagino, sin embargo, que vería
usted lo mismo que yo.
––Yo no vi nada destacable, a
excepción del cordón de la campanilla, cuya finalidad confieso que se me escapa
por completo.
––¿Vio usted el orificio de
ventilación?
––Sí, pero no me parece que sea
tan insólito que exista una pequeña abertura entre dos habitaciones. Era tan
pequeña que no podría pasar por ella ni una rata.
––Yo sabía que encontraríamos un
orificio así antes de venir a Stoke Moran.
––¡Pero Holmes, por favor!
––Le digo que lo sabía. Recuerde
usted que la chica dijo que su hermana podía oler el cigarro del doctor
Roylott. Eso quería decir, sin lugar a dudas, que tenía que existir una comunicación
entre las dos habitaciones. Y tenía que ser pequeña, o alguien se habría
fijado en ella durante la investigación judicial. Deduje, pues, que se trataba
de un orificio de ventilación.
––Pero, ¿qué tiene eso de malo?
––Bueno, por lo menos existe una
curiosa coincidencia de fecha. Se abre un orificio, se instala un cordón y
muere una señorita que dormía en la cama. ¿No le resulta llamativo? ––Hasta
ahora no veo ninguna relación.
––¿No observó un detalle muy
curioso en la cama?
––No.
––Estaba clavada al suelo. ¿Ha
visto usted antes alguna cama sujeta de ese modo?
––No puedo decir que sí.
––La señorita no podía mover su
cama. Tenía que estar siempre en la misma posición con respecto a la abertura y
al cordón... podemos llamarlo así, porque, evidentemente, jamás se pensó en
dotarlo de campanilla.
––Holmes, creo que empiezo a
entrever adónde quiere usted ir a parar ––exclamé––. Tenemos el tiempo justo
para impedir algún crimen artero y horrible.
––De lo más artero y horrible.
Cuando un médico se tuerce, es peor que ningún criminal. Tiene sangre fría y
tiene conocimientos. Palmer y Pritchard estaban en la cumbre de su profesión.
Este hombre aún va más lejos, pero creo, Watson, que podremos llegar más lejos
que él. Pero ya tendremos horrores de sobra antes de que termine la noche;
ahora, por amor de Dios, fumemos una pipa en paz, y dediquemos el cerebro a
ocupaciones más agradables durante unas horas.
A eso de las nueve, se apagó la
luz que brillaba entre los árboles y todo quedó a oscuras en dirección a la
mansión. Transcurrieron lentamente dos horas y, de pronto, justo al sonar las
once, se encendió exactamente frente a nosotros una luz aislada y brillante.
––Ésa es nuestra señal ––dijo
Holmes, poniéndose en pie de un salto––. Viene de la ventana del centro.
Al salir, Holmes intercambió
algunas frases con el posadero, explicándole que íbamos a hacer una visita de
última hora a un conocido y que era posible que pasáramos la noche en su casa.
Un momento después avanzábamos por el oscuro camino, con el viento helado
soplándonos en la cara y una lucecita amarilla parpadeando frente a nosotros en
medio de las tinieblas para guiarnos en nuestra tétrica incursión.
No tuvimos dificultades para
entrar en la finca porque la vieja tapia del parque estaba derruida por varios
sitios. Nos abrimos camino entre los árboles, llegamos al jardín, lo cruzamos,
y nos disponíamos a entrar por la ventana cuando de un macizo de laureles salió
disparado algo que parecía un niño deforme y repugnante, que se tiró sobre la
hierba retorciendo los miembros y luego corrió a toda velocidad por el jardín
hasta perderse en la oscuridad.
––¡Dios mío! ––susurré––. ¿Ha
visto eso?
Por un momento, Holmes se quedó
tan sorprendido como yo, y su mano se cerró como una presa sobre mi muñeca.
Luego, se echó a reír en voz baja y acercó los labios a mi oído.
––Es una familia encantadora ––murmuró––.
Eso era el habuino.
Me había olvidado de los
extravagantes animalitos de compañía del doctor. Había también un guepardo, que
podía caer sobre nuestros hombros en cualquier momento. Confieso que me sentí
más tranquilo cuando, tras seguir el ejemplo de Holmes y quitarme los zapatos,
me encontré dentro de la habitación. Mi compañero cerró los postigos sin hacer
ruido, colocó la lámpara encima de la mesa y recorrió con la mirada la
habitación. Todo seguía igual que como lo habíamos visto durante el día. Luego
se arrastró hacia mí y, haciendo bocina con la mano, volvió a susurrarme al
oído, en voz tan baja que a duras penas conseguí entender las palabras.
––El más ligero ruido sería fatal
para nuestros planes.
Asentí para dar a entender que lo
había oído.
––Tenemos que apagar la luz, o se
vería por la abertura.
Asentí de nuevo.
––No se duerma. Su vida puede
depender de ello. Tenga preparada la pistola por si acaso la necesitamos. Yo me
sentaré junto a la cama, y usted en esa silla.
Saqué mi revólver y lo puse en
una esquina de la mesa.
Holmes había traído un bastón
largo y delgado que colocó en la cama a su lado. Junto a él puso la caja de
cerillas y un cabo de vela. Luego apagó la lámpara y quedamos sumidos en las
tinieblas.
¿Cómo podría olvidar aquella
angustiosa vigilia? No se oía ni un sonido, ni siquiera el de una respiración,
pero yo sabía que a pocos pasos de mí se encontraba mi compañero, sentado con
los ojos abiertos y en el mismo estado de excitación que yo. Los postigos no
dejaban pasar ni un rayito de luz, y esperábamos en la oscuridad más absoluta.
De vez en cuando nos llegaba del exterior el grito de algún ave nocturna, y en
una ocasión oímos, al lado mismo de nuestra ventana, un prolongado gemido
gatuno, que indicaba que, efectivamente, el guepardo andaba suelto. Cada
cuarto de hora oíamos a lo lejos las graves campanadas del reloj de la iglesia.
¡Qué largos parecían aquellos cuartos de hora! Dieron las doce, la una, las
dos, las tres, y nosotros seguíamos sentados en silencio, aguardando lo que
pudiera suceder.
De pronto se produjo un
momentáneo resplandor en lo alto, en la dirección del orificio de ventilación,
que se apagó inmediatamente; le siguió un fuerte olor a aceite quemado y metal
recalentado. Alguien había encendido una linterna sorda en la habitación
contigua. Oí un suave rumor de movimiento, y luego todo volvió a quedar en
silencio, aunque el olor se hizo más fuerte. Permanecí media hora más con los oídos
en tensión. De repente se oyó otro sonido... un sonido muy suave y acariciador,
como el de un chorrito de vapor al salir de una tetera. En el instante mismo en
que lo oímos, Holmes saltó de la cama, encendió una cerilla y golpeó furiosamente
con su bastón el cordón de la campanilla.
––¿Lo ve, Watson? ––gritaba––.
¿Lo ve?
Pero yo no veía nada. En el mismo
momento en que Holmes encendió la luz, oí un silbido suave y muy claro, pero
el repentino resplandor ante mis ojos hizo que me resultara imposible
distinguir qué era lo que mi amigo golpeaba con tanta ferocidad. Pude percibir,
no obstante, que su rostro estaba pálido como la muerte, con una expresión de
horror y repugnancia.
Había dejado de dar golpes y
levantaba la mirada hacia el orificio de ventilación, cuando, de pronto, el silencio
de la noche se rompió con el alarido más espantoso que jamás he oído. Un grito
cuya intensidad iba en aumento, un ronco aullido de dolor, miedo y furia, todo
mezclado en un solo chillido aterrador. Dicen que abajo, en el pueblo, e
incluso en la lejana casa parroquial, aquel grito levantó a los durmientes de
sus camas. A nosotros nos heló el corazón; yo me quedé mirando a Holmes, y él a
mí, hasta que los últimos ecos se extinguieron en el silencio del que habían
surgido.
––¿Qué puede significar eso? ––jadeé.
––Significa que todo ha terminado
––respondió Holmes––. Y quizás, a fin de cuentas, sea lo mejor que habría
podido ocurrir. Coja su pistola y vamos a entrar en la habitación del doctor
Roylott.
Encendió la lámpara con expresión
muy seria y salió al pasillo. Llamó dos veces a la puerta de la habitación sin
que respondieran desde dentro. Entonces hizo girar el picaporte y entró,
conmigo pegado a sus talones, con la pistola amartillada en la mano.
Una escena extraordinaria se
ofrecía a nuestros ojos. Sobre la mesa había una linterna sorda con la pantalla
a medio abrir, arrojando un brillante rayo de luz sobre la caja fuerte, cuya
puerta estaba entreabierta. Junto a esta mesa, en la silla de madera, estaba
sentado el doctor Grimesby Roylott, vestido con una larga bata gris, bajo la
cual asomaban sus tobillos desnudos, con los pies enfundados en unas babuchas
rojas. Sobre su regazo descansaba el corto mango del largo látigo que habíamos
visto el día anterior, el curioso látigo con el lazo en la punta. Tenía la
barbilla apuntando hacia arriba y los ojos fijos, con una mirada terriblemente
rígida, en una esquina del techo. Alrededor de la frente llevaba una curiosa
banda amarilla con lunares pardos que parecía atada con fuerza a la cabeza. Al
entrar nosotros, no se movió ni hizo sonido alguno.
––¡La banda! ¡La banda de
lunares! ––susurró Holmes.
Di un paso adelante. Al instante,
el extraño tocado empezó a moverse y se desenroscó, apareciendo entre los
cabellos la cabeza achatada en forma de rombo y el cuello hinchado de una
horrenda serpiente.
––¡Una víbora de los pantanos! ––exclamó
Holmes––. La serpiente más mortífera de la India. Este hombre ha muerto a los
diez segundos de ser mordido. ¡Qué gran verdad es que la violencia se vuelve
contra el violento y que el intrigante acaba por caer en la fosa que cava para
otro! Volvamos a encerrar a este bicho en su cubil y luego podremos llevar a
la señorita Stoner a algún sitio más seguro e informar a la policía del condado
de lo que ha sucedido.
Mientras hablaba cogió
rápidamente el látigo del regazo del muerto, pasó el lazo por el cuello del
reptil, lo desprendió de su macabra percha y, llevándolo con el brazo bien extendido,
lo arrojó a la caja fuerte, que cerró a continuación.
Éstos son los hechos verdaderos
de la muerte del doctor Grimesby Roylott, de Stoke Moran. No es necesario que
alargue un relato que ya es bastante extenso, explicando cómo comunicamos la
triste noticia a la aterrorizada joven, cómo la llevamos en el tren de la
mañana a casa de su tía de Harrow, o cómo el lento proceso de la investigación
judicial llegó a la conclusión de que el doctor había encontrado la muerte mientras
jugaba imprudentemente con una de sus peligrosas mascotas. Lo poco que aún me
quedaba por saber del caso me lo contó Sherlock Holmes al día siguiente, durante
el viaje de regreso.
––Yo había llegado a una
conclusión absolutamente equivocada ––dijo––, lo cual demuestra, querido
Watson, que siempre es peligroso sacar deducciones a partir de datos insuficientes.
La presencia de los gitanos y el empleo de la palabra «banda», que la pobre
muchacha utilizó sin duda para describir el aspecto de lo que había entrevisto
fugazmente a la luz de la cerilla, bastaron para lanzarme tras una pista completamente
falsa. El único mérito que puedo atribuirme es el de haber reconsiderado
inmediatamente mi postura cuando, pese a todo, se hizo evidente que el peligro
que amenazaba al ocupante de la habitación, fuera el que fuera, no podía venir
por la ventana ni por la puerta. Como ya le he comentado, en seguida me llamaron
la atención el orificio de ventilación y el cordón que colgaba sobre la cama.
Al descubrir que no tenía campanilla, y que la cama estaba clavada al suelo,
empecé a sospechar que el cordón pudiera servir de puente para que algo entrara
por el agujero y llegara a la cama. Al instante se me ocurrió la idea de una
serpiente y, sabiendo que el doctor disponía de un buen surtido de animales de
la India, sentí que probablemente me encontraba sobre una buena pista. La idea
de utilizar una clase de veneno que los análisis químicos no pudieran descubrir
parecía digna de un hombre inteligente y despiadado, con experiencia en
Oriente. Muy sagaz tendría que ser el juez de guardia capaz de descubrir los
dos pinchacitos que indicaban el lugar donde habían actuado los colmillos
venenosos.
»A continuación pensé en el
silbido. Por supuesto, tenía que hacer volver a la serpiente antes de que la
víctima pudiera verla a la luz del día. Probablemente, la tenía adiestrada, por
medio de la leche que vimos, para que acudiera cuando él la llamaba. La hacía
pasar por el orificio cuando le parecía más conveniente, seguro de que bajaría
por la cuerda y llegaría a la cama. Podía morder a la durmiente o no; es
posible que ésta se librase todas las noches durante una semana, pero tarde o
temprano tenía que caer.
»Había llegado ya a estas
conclusiones antes de entrar en la habitación del doctor. Al examinar su silla
comprobé que tenía la costumbre de ponerse en pie sobre ella: evidentemente,
tenía que hacerlo para llegar al respiradero. La visión de la caja fuerte, el
plato de leche y el látigo con lazo, bastó para disipar las pocas dudas que
pudieran quedarme. El golpe metálico que oyó la señorita Stoner lo produjo sin
duda el padrastro al cerrar apresuradamente la puerta de la caja fuerte, tras
meter dentro a su terrible ocupante. Una vez formada mi opinión, ya conoce
usted las medidas que adopté para ponerla a prueba. Oí el silbido del animal,
como sin duda lo oyó usted también, y al momento encendí la luz y lo ataqué.
––Con el resultado de que volvió
a meterse por el respiradero.
––Y también con el resultado de
que, una vez al otro lado, se revolvió contra su amo. Algunos golpes de mi
bastón habían dado en el blanco, y la serpiente debía estar de muy mal humor,
así que atacó a la primera persona que vio. No cabe duda de que soy responsable
indirecto de la muerte del doctor Grimesby Roylott, pero confieso que es poco
probable que mi conciencia se sienta abrumada por ello.
9. El dedo pulgar del ingeniero
Entre todos los problemas que se
sometieron al criterio de mi amigo Sherlock Holmes durante los años que duró
nuestra asociación, sólo hubo dos que llegaran a su conocimiento por
mediación mía, el del pulgar del señor Hatherley y el de la locura del coronel
Warburton. Es posible que este último ofreciera más campo para un observador
agudo y original, pero el otro tuvo un principio tan extraño y unos detalles
tan dramáticos que quizás merezca más ser publicado, aunque ofreciera a mi
amigo menos oportunidades para aplicar los métodos de razonamiento deductivo
con los que obtenía tan espectaculares resultados. La historia, según tengo
entendido, se ha contado más de una vez en los periódicos, pero, como sucede
siempre con estas narraciones, su efecto es mucho menos intenso cuando se
exponen en bloque, en media columna de letra impresa, que cuando los hechos
evolucionan poco a poco ante tus propios ojos y el misterio se va aclarando
progresivamente, a medida que cada nuevo descubrimiento permite avanzar un paso
hacia la verdad completa. En su momento, las circunstancias del caso me
impresionaron profundamente, y el efecto apenas ha disminuido a pesar de los
dos años transcurridos.
Los hechos que me dispongo a
resumir ocurrieron en el verano del 89, poco después de mi matrimonio. Yo había
vuelto a ejercer la medicina y había abandonado por fin a Sherlock Holmes en
sus habitaciones de Baker Street, aunque le visitaba con frecuencia y a veces
hasta lograba convencerle de que renunciase a sus costumbres bohemias hasta el
punto de venir a visitarnos. Mi clientela aumentaba constantemente y, dado que
no vivía muy lejos de la estación de Paddington, tenía algunos pacientes entre
los ferroviarios. Uno de éstos, al que había curado de una larga y dolorosa
enfermedad, no se cansaba de alabar mis virtudes, y tenía como norma enviarme a
todo sufriente sobre el que tuviera la más mínima influencia.
Una mañana, poco antes de las siete,
me despertó la doncella, que llamó a mi puerta para anunciar que dos hombres
habían venido a Paddington y aguardaban en la sala de consulta. Me vestí a
toda prisa, porque sabía por experiencia que los accidentes de ferrocarril casi
nunca son leves, y bajé corriendo las escaleras.
Al llegar abajo, mi viejo aliado
el guarda salió de la consulta y cerró con cuidado la puerta tras él.
––Lo tengo ahí. Está bien ––susurró,
señalando con el pulgar por encima del hombro.
––¿De qué se trata? ––pregunté,
pues su comportamiento parecía dar a entender que había encerrado en mi
consulta a alguna extraña criatura.
––Es un nuevo paciente ––siguió
susurrando––. Me pareció conveniente traerlo yo mismo; así no se escaparía. Ahí
lo tiene, sano y salvo. Ahora tengo que irme, doctor. Tengo mis obligaciones,
lo mismo que usted ––y el leal intermediario se largó sin darme ni tiempo para
agradecerle sus servicios.
Entré en mi consultorio y
encontré un caballero sentado junto a la mesa. Iba discretamente vestido, con
un traje de tweed y una gorra de paño que había dejado encima de mis libros.
Llevaba una mano envuelta en un pañuelo, todo manchado de sangre. Era joven, yo
diría que no pasaría de veinticinco, con un rostro muy varonil, pero estaba
sumamente pálido y me dio la impresión de que sufría una terrible agitación,
que sólo podía controlar aplicando toda su fuerza de voluntad.
––Lamento molestarle tan
temprano, doctor ––dijo––, pero he sufrido un grave accidente durante la noche.
He llegado en tren esta mañana y, al preguntar en Paddington dónde podría
encontrar un médico, este tipo tan amable me acompañó hasta aquí. Le di una
tarjeta a la doncella, pero veo que se la ha dejado aquí en esta mesa.
Cogí la tarjeta y leí: «Victor
Hatherley, ingeniero hidráulico, 16A Victoria Street (3.er piso) ». Aquéllos
eran el nombre, profesión y domicilio de mi visitante matutino.
––Siento haberle hecho esperar ––dije,
sentándome en mi sillón de despacho––. Supongo que acaba de terminar un servicio
nocturno, que ya de por sí es una ocupación monótona.
––Oh, esta noche no ha tenido
nada de monótona ––dijo, rompiendo a reír. Se reía con toda el alma, en tono
estridente, echándose hacia atrás en su asiento y agitando los costados.
Todos mis instintos médicos se alzaron contra aquella risa.
––¡Pare! ––grité––. ¡Contrólese! ––y
le escancié un poco de agua de una garrafa.
No sirvió de nada. Era víctima de
uno de esos ataques histéricos que sufren las personas de carácter fuerte
después de haber pasado una grave crisis. Por fin consiguió serenarse, quedando
exhausto y sonrojadísimo.
––Estoy haciendo el ridículo ––jadeó.
––Nada de eso. Beba esto ––añadí
al agua un poco de brandyy el color empezó a regresar a sus mejillas.
––Ya me siento mejor ––dijo––. Y
ahora, doctor, quizás pueda usted mirar mi dedo pulgar, o más bien el sitio
donde antes estaba mi pulgar.
Desenrolló el pañuelo y extendió
la mano. Incluso mis nervios endurecidos se estremecieron al mirarla. Tenía cuatro
dedos extendidos y una horrible superficie roja y esponjosa donde debería
haber estado el pulgar. Se lo habían cortado o arrancado de cuajo.
––¡Cielo santo! ––exclamé––. Es
una herida espantosa. Tiene que haber sangrado mucho.
––Ya lo creo. En el primer
momento me desmayé, y creo que debí permanecer mucho tiempo sin sentido. Cuando
recuperé el conocimiento, todavía estaba sangrando, así que me até un extremo
del pañuelo a la muñeca y lo apreté por medio de un palito.
––¡Excelente! Usted debería haber
sido médico.
––Verá usted, es una cuestión de
hidráulica, así que entraba dentro de mi especialidad.
––Esto se ha hecho con un
instrumento muy pesado y cortante ––dije, examinando la herida.
––Algo así como una cuchilla de
carnicero ––dijo él. ––Supongo que fue un accidente.
––Nada de eso.
––¡Cómo! ¿Un ataque criminal?
––Ya lo creo que fue criminal.
––Me horroriza usted.
Pasé una esponja por la herida,
la limpié, la curé y, por último, la envolví en algodón y vendajes carbolizados.
Él se dejó hacer sin pestañear, aunque se mordía el labio de vez en cuando.
––¿Qué tal? ––pregunté cuando
hube terminado.
––¡Fenomenal! ¡Entre el brandy y
el vendaje, me siento un hombre nuevo! Estaba muy débil, pero es que lo he
pasado muy mal.
––Quizás sea mejor que no hable
del asunto. Es evidente que le altera los nervios.
––Oh, no; ahora ya no. Tendré que
contárselo todo a la policía; pero, entre nosotros, si no fuera por la convincente
evidencia de esta herida mía, me sorprendería que creyeran mi declaración,
pues se trata de una historia extraordinaria y no dispongo de gran cosa que
sirva de prueba para respaldarla. E, incluso si me creyeran, las pistas que
puedo darles son tan imprecisas que difícilmente podrá hacerse justicia.
––¡Vaya! ––exclamé––. Si tiene
usted algo parecido a un problema que desea ver resuelto, le recomiendo encarecidamente
que acuda a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, antes de recurrir a la
policía.
––Ya he oído hablar de ese tipo ––respondió
mi visitante––, y me gustaría mucho que se ocupase del asunto, aunque desde
luego tendré que ir también a la policía. ¿Podría usted darme una nota de
presentación?
––Haré algo mejor. Le acompañaré
yo mismo a verle.
––Le estaré inmensamente
agradecido.
––Llamaré a un coche e iremos
juntos. Llegaremos a tiempo de tomar un pequeño desayuno con él. ¿Se siente
usted en condiciones?
––Sí. No estaré tranquilo hasta
que haya contado mi historia.
––Entonces, mi doncella irá a
buscar un coche y yo estaré con usted en un momento ––corrí escaleras arriba,
le expliqué el asunto en pocas palabras a mi esposa, y en menos de cinco minutos
estaba dentro de un coche con mi nuevo conocido, rumbo a Baker Street.
Tal como yo había esperado,
Sherlock Holmes estaba haraganeando en su sala de estar, cubierto con un
batín, leyendo la columna de sucesos del Times y fumando su pipa de antes del
desayuno, compuesta por todos los residuos que habían quedado de las pipas del
día anterior, cuidadosamente secados y reunidos en una esquina de la repisa de
la chimenea. Nos recibió con su habitual amabilidad tranquila, pidió más
tocino y más huevos y compartimos un sustancioso desayuno. Al terminar instaló
a nuestro nuevo conocimiento en el sofá, y puso al alcance de su mano una copa
de brandy con agua.
––Se ve con facilidad que ha
pasado por una experiencia poco corriente, señor Hatherley––dijo––. Por favor,
recuéstese ahí y considérese por completo en su casa. Cuéntenos lo que pueda,
pero párese cuando se fatigue, y recupere fuerzas con un poco de estimulante.
––Gracias ––dijo mi paciente––,
pero me siento otro hombre desde que el doctor me vendó, y creo que su desayuno
ha completado la cura. Procuraré abusar lo menos posible de su valioso tiempo,
así que empezaré inmediatamente a narrar mi extraordinaria experiencia.
Holmes se sentó en su butacón,
con la expresión fatigada y somnolienta que enmascaraba su temperamento agudo y
despierto, mientras yo me sentaba enfrente de él, y ambos escuchamos en
silencio el extraño relato que nuestro visitante nos fue contando.
––Deben ustedes saber ––dijo––
que soy huérfano y soltero, y vivo solo en un apartamento de Londres. Mi
profesión es la de ingeniero hidráulico, y adquirí una considerable experiencia
de la misma durante los siete años de aprendizaje que pasé en Venner &
Matheson, la conocida empresa de Greenwich. Hace dos años, habiendo cumplido mi
contrato, y disponiendo además de una buena suma de dinero que heredé a la
muerte de mi pobre padre, decidí establecerme por mi cuenta y alquilé un
despacho en Victoria Street.
»Supongo que, al principio,
emprender un negocio independiente es una experiencia terrible para todo el
mundo. Para mí fue excepcionalmente duro. Durante dos años no he tenido más que
tres consultas y un trabajo de poca monta, y eso es absolutamente todo lo que
mi profesión me ha proporcionado. Mis ingresos brutos ascienden a veintisiete
libras y diez chelines. Todos los días, de nueve de la mañana a cuatro de la
tarde, aguardaba en mi pequeño cubil, hasta que por fin empecé a desanimarme y
llegué a creer que nunca encontraría clientes.
»Sin embargo, ayer, justo cuando
yo estaba pensando en dejar la oficina, mi secretario entró a decir que había
un caballero esperando para verme por una cuestión de negocios. Traía además
una tarjeta con el nombre "Coronel Lysander Stark" grabado. Pisándole
los talones entró el coronel mismo, un hombre de estatura muy superior a la
media, pero extraordinariamente flaco. No creo haber visto nunca un hombre tan
delgado. Su cara estaba afilada hasta quedar reducida a la nariz y la
barbilla, y la piel de sus mejillas estaba completamente tensa sobre sus huesos
salientes. Sin embargo, esta escualidez parecía natural en él, no debida a una
enfermedad, porque su mirada era brillante, su paso vivo y su porte firme. Iba
vestido con sencillez pero con pulcritud, y su edad me pareció más cercana a
los cuarenta que a los treinta.
»––¿El señor Hatherley? ––preguntó
con un ligero acento alemán––. Me ha sido usted recomendado, señor Hatherley,
como persona que no sólo es competente en su profesión, sino también discreta y
capaz de guardar un secreto.
»Hice una inclinación,
sintiéndome tan halagado como se sentiría cualquier joven ante semejante introducción.
»––¿Puedo preguntar quién ha dado esa imagen tan favorable de mí? ––pregunté.
»––Bueno, quizás sea mejor que no
se lo diga por el momento. He sabido, por la misma fuente, que es usted huérfano
y soltero, y que vive solo en Londres.
»––Eso es completamente cierto ––dije––,
pero perdone que le diga que no entiendo qué relación puede tener eso con mi
competencia profesional. Tengo entendido que quería usted verme por un asunto
profesional.
»––En efecto. Pero ya verá usted
que todo lo que digo guarda relación con ello. Tengo un encargo profesional
para usted, pero el secreto absoluto es completamente esencial. Secreto ab-so-lu-to,
¿comprende usted? Y, por supuesto, es más fácil conseguirlo de un hombre que
viva solo que de otro que viva en el seno de una familia.
»––Si yo prometo guardar un
secreto ––dije––, puede estar absolutamente seguro de que así lo haré.
»Mientras yo hablaba, él me
miraba muy fijamente, y me pareció que jamás había visto una mirada tan
inquisitiva y recelosa como la suya.
»––Entonces, ¿lo promete?
»––Sí, lo prometo.
»––¿Silencio completo y absoluto,
antes, durante y después? ¿Ningún comentario sobre el asunto, ni de palabra ni
por escrito?
»––Ya le he dado mi palabra.
»––Muy bien ––de pronto se
levantó, atravesó la habitación como un rayo y abrió la puerta de par en par.
El pasillo estaba vacío.
»––Todo va bien ––dijo, mientras
volvía a sentarse––. Sé que a veces los empleados sienten curiosidad por los
asuntos de sus jefes. Ahora podemos hablar con tranquilidad ––arrimó su silla a
la mía y comenzó a escudriñarme con la misma mirada inquisitiva y dudosa.
»Yo empezaba a experimentar una
sensación de repulsión y de algo parecido al miedo ante las extrañas manías de
aquel hombre esquelético. Ni siquiera el temor a perder un cliente impedía que
diera muestras de impaciencia.
»––Le ruego que exponga su
asunto, señor ––dije––. Mi tiempo es valioso.
»––Que Dios me perdone esta
última frase, pero las palabras salieron solas de mis labios.
»––¿Qué le parecerían cincuenta
guineas por una noche de trabajo? ––preguntó.
»––De maravilla.
»––He dicho una noche de trabajo,
pero una hora sería más aproximado. Simplemente, quiero su opinión acerca de una
prensa hidráulica que se ha estropeado. Si nos dice en qué consiste la avería,
nosotros mismos la arreglaremos. ¿Qué le parece el encargo?
»––El trabajo parece ligero, y la
paga generosa.
»––Exacto. Nos gustaría que
viniera esta noche, en el último tren.
»––¿Adónde?
»––A Eyford, en Berkshire. Es un
pueblecito cerca de los límites de Oxfordshire y a menos de siete millas de
Reading. Hay un tren desde Paddington que le dejará allí a las once y cuarto
aproximadamente.
»––Muy bien.
»––Yo iré a esperarle con un coche.
»––Entonces, ¿hay que ir más
lejos?
»––Sí, nuestra pequeña empresa
está fuera del pueblo, a más de siete millas de la estación de Eyford.
»––Entonces, no creo que podamos
llegar antes de la medianoche. Supongo que no habrá posibilidad de regresar en
tren y que tendré que pasar allí la noche.
»––Sí, no tendremos problema
alguno para prepararle una cama.
»––Resulta bastante incómodo. ¿No
podría ir a otra hora más conveniente?
»––Nos ha parecido mejor que
venga usted de noche. Para compensarle por la incomodidad es por lo que le
estamos pagando a usted, una persona joven y desconocida, unos honorarios con
los que podríamos obtener el dictamen de las figuras más prestigiosas de su
profesión. No obstante, si usted prefiere desentenderse del asunto, aún tiene
tiempo de sobra para hacerlo.
»Pensé en las cincuenta guineas y
en lo bien que me vendrían.
»––Nada de eso ––dije––. Tendré
mucho gusto en acomodarme a sus deseos. Sin embargo, me gustaría tener una
idea más clara de lo que ustedes quieren que haga.
»––Desde luego. Es muy natural
que la promesa de secreto que le hemos exigido despierte su curiosidad. No
tengo intención de comprometerle en nada sin antes habérselo explicado todo.
Supongo que estamos completamente a salvo de oídos indiscretos.
»––Por completo.
»––Entonces, el asunto es el
siguiente: probablemente está usted enterado de que la tierra de batán es un
producto valioso, que sólo se encuentra en uno o dos lugares de Inglaterra.
»––Eso he oído.
»––Hace algún tiempo adquirí una
pequeña propiedad, muy pequeña, a diez millas de Reading, y tuve la suerte de
descubrir que en uno de mis campos había un yacimiento de tierra de batán. Sin
embargo, al examinarlo comprobé que se trataba de un yacimiento relativamente
pequeño, pero que formaba como un puente entre otros dos, mucho mayores,
situados en terrenos de mis vecinos. Esta buena gente ignoraba por completo que
su tierra contuviera algo prácticamente tan valioso como una mina de oro.
Naturalmente, me interesaba comprar sus tierras antes de que descubrieran su
auténtico valor; pero, por desgracia, carecía de capital para hacerlo. Confié
el secreto a unos pocos amigos y éstos propusieron explotar, sin que nadie se
enterara, nuestro pequeño yacimiento, y de ese modo reunir el dinero que nos
permitiría comprar los campos vecinos. Así lo hemos venido haciendo desde hace
algún tiempo, y para ayudarnos en nuestro trabajo instalamos una prensa
hidráulica. Esta prensa, como ya le he explicado, se ha estropeado, y deseamos
que usted nos aconseje al respecto. Sin embargo, guardamos nuestro secreto
celosamente, y si se llegara a saber que a nuestra casa vienen ingenieros
hidráulicos, alguien podría sentirse curioso; y si salieran a relucir los hechos,
adiós a la posibilidad de hacernos con los campos y llevar a cabo nuestros
planes. Por eso le he hecho prometer que no le dirá a nadie que esta noche va a
ir a Eyford. Espero haberme explicado con claridad.
»––He comprendido perfectamente ––dije––.
Lo único que no acabo de entender es para qué les sirve una prensa hidráulica
en la extracción de la tierra, que, según tengo entendido, se extrae como
grava de un pozo.
»––¡Ah! ––dijo como sin darle
importancia––. Es que tenemos métodos propios. Comprimimos la tierra en forma
de ladrillos para así poder sacarlos sin que se sepa qué son. Pero ésos son
detalles sin importancia. Ahora ya se lo he revelado todo, señor Hatherley,
demostrándole que confio en usted ––se levantó mientras hablaba––. Así pues, le
espero en Eyford a las once y cuarto.
» ––Estaré allí sin falta.
»––Y no le diga una palabra a
nadie ––me dirigió una última mirada, larga e inquisitiva, y después, estrechándome
la mano con un apretón frío y húmedo, salió con prisas del despacho.
»Pues bien, cuando me puse a
pensar en todo aquello con la cabeza fría, me sorprendió mucho, como podrán
ustedes comprender, este repentino trabajo que se me había encomendado. Por
una parte, como es natural, estaba contento, porque los honorarios eran, como
mínimo, diez veces superiores a lo que yo habría pedido de haber tenido que
poner precio a mis propios servicios, y era posible que a consecuencia de este
encargo me surgieran otros. Pero por otra parte, el aspecto y los modales de mi
cliente me habían causado una desagradable impresión, y no acababa de convencerme
de que su explicación sobre el asunto de la tierra bastara para justificar el
hacerme ir a medianoche, y su machacona insistencia en que no le hablara a
nadie del trabajo. Sin embargo, acabé por disipar todos mis temores, me tomé
una buena cena, cogí un coche para Paddington y emprendí el viaje, habiendo
obedecido al pie de la letra la orden de contener la lengua.
»En Reading tuve que cambiar no
sólo de tren, sino también de estación, pero llegué a tiempo de coger el
último tren a Eyford, a cuya estación, mal iluminada, llegamos pasadas las
once. Fui el único pasajero que se apeó allí, y en el andén no había nadie, a
excepción de un mozo medio dormido con un farol. Sin embargo, al salir por la
puerta vi a mi conocido de por la mañana, que me esperaba entre las sombras al
otro lado de la calle. Sin decir una palabra, me cogió del brazo y me hizo
entrar a toda prisa en un coche que aguardaba con la puerta abierta. Levantó la
ventanilla del otro lado, dio unos golpecitos en la madera y salimos a toda la
velocidad de que era capaz el caballo.
––¿Un solo caballo? ––interrumpió
Holmes.
––Sí, sólo uno.
––¿Se fijó usted en el color?
––Lo vi a la luz de los faroles
cuando subía al coche. Era castaño.
––¿Parecía cansado o estaba
fresco?
––Oh, fresco y reluciente.
––Gracias. Lamento haberle
interrumpido. Por favor, continúe su interesantísima exposición.
––Como le decía, salimos
disparados y rodamos durante una hora por lo menos. El coronel Lysander Stark
había dicho que estaba a sólo siete millas, pero a juzgar por la velocidad
que parecíamos llevar y por el tiempo que duró el trayecto, yo diría que más
bien eran doce. Permaneció durante todo el tiempo sentado a mi lado sin decir
palabra; y más de una vez, al mirar en su dirección, me di cuenta de que él me
miraba con gran intensidad. Las carreteras rurales no parecían encontrarse en
muy buen estado en esa parte del mundo, porque dábamos terribles botes y
bandazos. Intenté mirar por las ventanillas para ver por dónde íbamos, pero
eran de cristal esmerilado y no se veía nada, excepto alguna luz borrosa y
fugaz de vez en cuando. En un par de ocasiones, aventuré algún comentario para
romper la monotonía del viaje, pero el coronel me respondió sólo con
monosfiabos, y pronto decaía la conversación. Por fin, el traqueteo del camino
fue sustituido por la lisa uniformidad de un sendero de grava, y el carruaje se
detuvo. El coronel Lysander Stark saltó del coche y cuando yo me apeé tras él,
me arrastró rápidamente hacia un porche que se abría ante nosotros. Podría decirse
que pasamos directamente del coche al vestíbulo, de modo que no pude echar ni
un vistazo a la fachada de la casa. En cuanto crucé el umbral, la puerta se
cerró de golpe a nuestras espaldas, y oí el lejano traqueteo de las ruedas del
coche que se alejaba.
»El interior de la casa estaba
oscuro como boca de lobo, y el coronel buscó a tientas unas cerillas, murmurando
en voz baja. De pronto se abrió una puerta al otro extremo del pasillo y un
largo rayo de luz dorada se proyectó hacia nosotros. Se hizo más ancho y
apareció una mujer con un farol en la mano, levantándolo por encima de la
cabeza y adelantando la cara para mirarnos. Pude observar que era bonita y por
el brillo que provocaba la luz en su vestido negro, comprendí que la tela era
de calidad. Dijo unas pocas palabras en un idioma extranjero, que por el tono
parecían una pregunta, y cuando mi acompañante respondió con un ronco monosílabo,
se llevó tal sobresalto que casi se le cae el farol de la mano. El coronel
Stark corrió hacia ella, le susurró algo al oído y luego, tras empujarla a la
habitación de donde había salido, volvió hacia mí con el farol en la mano.
»––¿Tendría usted la amabilidad
de aguardar en esta habitación unos minutos? ––dijo, abriendo otra puerta. Era
una habitación pequeña y recogida, amueblada con sencillez, con una mesa
redonda en el centro, sobre la cual había unos cuantos libros en alemán. El
coronel Stark colocó el farol encima de un armonio situado junto a la puerta––.
No le haré esperar casi nada ––dijo, desapareciendo en la oscuridad.
»Eché una ojeada a los libros que
había sobre la mesa y, a pesar de mi desconocimiento del alemán, pude darme
cuenta de que dos de ellos eran tratados científicos, y que los demás eran de
poesía. Me acerqué a la ventana con la esperanza de ver algo del campo, pero
estaba cerrada con postigos de roble y barras de hierro. Reinaba en la casa un
silencio sepulcral. En algún lugar del pasillo se oía el sonoro tic tac de un
viejo reloj, pero por lo demás el silencio era de muerte. Empezó a apoderarse
de mí una vaga sensación de inquietud. ¿Quiénes eran aquellos alemanes y qué
estaban haciendo, viviendo en aquel lugar extraño y apartado? ¿Y dónde estábamos?
A unas millas de Eyford, eso era todo lo que sabía, pero ignoraba si al norte,
al sur, al este o al oeste. Por otra parte, Reading y posiblemente otras
poblaciones de cierto tamaño, se encontraban dentro de aquel radio, por lo que
cabía la posibilidad de que la casa no estuviera tan aislada, después de todo.
Sin embargo, el absoluto silencio no dejaba lugar a dudas de que nos
encontrábamos en el campo. Me paseé de un lado a otro de la habitación,
tarareando una canción entre dientes para elevar los ánimos, y sintiendo que me
estaba ganando a fondo mis honorarios de cincuenta guineas.
»De pronto, sin ningún sonido
preliminar en medio del silencio absoluto, la puerta de mi habitación se abrió
lentamente. La mujer apareció en el hueco, con la oscuridad del vestíbulo a
sus espaldas y la luz amarilla de mi farol cayendo sobre su hermoso y
angustiado rostro. Se notaba a primera vista que estaba enferma de miedo, y el
advertirlo me provocó escalofríos. Levantó un dedo tembloroso para advertirme
que guardara silencio y me susurró algunas palabras en inglés defectuoso,
mientras sus ojos miraban como los de un caballo asustado a la oscuridad que
tenía detrás.
»––Yo que usted me iría ––dijo,
me pareció que haciendo un gran esfuerzo por hablar con calma––. Yo me iría. No
me quedaría aquí. No es bueno para usted.
»––Pero, señora ––dije––, aún no
he hecho lo que vine a hacer. No puedo marcharme en modo alguno hasta haber
visto la máquina.
»––No vale la pena que espere ––continuó––.
Puede salir por la puerta; nadie se lo impedirá ––y entonces, viendo que yo
sonreía y negaba con la cabeza, abandonó de pronto toda reserva y avanzó un
paso con las manos entrelazadas––. ¡Por amor de Dios! ––susurró––. ¡Salga de
aquí antes de que sea demasiado tarde!
»Pero yo soy algo testarudo por
naturaleza, y basta que un asunto presente algún obstáculo para que sienta más
ganas de meterme en él. Pensé en mis cincuenta guineas, en el fatigoso viaje y
en la desagradable noche que parecía esperarme. ¿Y todo aquello por nada? ¿Por
qué habría de escaparme sin haber realizado mi trabajo y sin la paga que me
correspondía? Aquella mujer, por lo que yo sabía, bien podía estar loca. Así
que, con una expresión firme, aunque su comportamiento me había afectado más
de lo que estaba dispuesto a confesar, volví a negar con la cabeza y declaré mi
intención de quedarme donde estaba. Ella estaba a punto de insistir en sus
súplicas cuando sonó un portazo en el piso de arriba y se oyó ruido de pasos en
las escaleras. La mujer escuchó un instante, levantó las manos en un gesto de
desesperación y se esfumó tan súbita y silenciosamente como había venido.
»Los que venían eran el coronel
Lysander Stark y un hombre bajo y rechoncho, con una barba que parecía una
piel de chinchilla creciendo entre los pliegues de su papada, que me fue
presentado como el señor Ferguson.
»––Éste es mi secretario y
administrador ––dijo el coronel––. Por cierto, tenía la impresión de haber dejado
esta puerta cerrada. Le habrá entrado frío.
»––Al contrario ––dije yo––. La
abrí yo, porque me sentía un poco agobiado.
»Me dirigió una de sus miradas
recelosas.
»––En tal caso ––dijo––, quizás
lo mejor sea poner manos a la obra. El señor Ferguson y yo le acompañaremos a
ver la máquina.
»––Tendré que ponerme el
sombrero.
»––Oh, no hace falta, está en la
casa.
»––¿Cómo? ¿Extraen ustedes la
tierra en la casa?
»––No, no, aquí sólo la
comprimimos. Pero no se preocupe de eso. Lo único que queremos es que examine
la máquina y nos diga lo que anda mal.
»Subimos juntos al piso de
arriba, primero el coronel con la lámpara, después el obeso administrador, y yo
cerrando la marcha. La casa era un verdadero laberinto, con pasillos, corredores,
estrechas escaleras de caracol y puertecillas bajas, con los umbrales
desgastados por las generaciones que habían pasado por ellas. Por encima de la
planta baja no había alfombras ni rastro de muebles, el revoco se desprendía de
las paredes y la humedad producía manchones verdes y malsanos. Procuré adoptar
un aire tan despreocupado como me fue posible, pero no había olvidado las
advertencias de la mujer, a pesar de no haber hecho caso de ellas, y no les
quitaba el ojo de encima a mis dos acompañantes. Ferguson parecía un hombre
huraño y callado, pero, por lo poco que había dicho, pude notar que por lo
menos era un compatriota.
»Por fin, el coronel Lysander
Stark se detuvo ante una puerta baja y abrió el cierre. Daba a un cuartito
cuadrado en el que apenas había sitio para los tres. Ferguson se quedó fuera y
el coronel me hizo entrar.
»––Ahora ––dijo–– estamos dentro
de la prensa hidráulica, y sería bastante desagradable que alguien la pusiera
en funcionamiento. El techo de este cuartito es, en realidad, el extremo del
émbolo, que desciende sobre este suelo metálico con una fuerza de muchas
toneladas. Ahí fuera hay pequeñas columnas hidráulicas laterales, que reciben
la fuerza y la transmiten y multiplican de la manera que usted sabe. La verdad
es que la máquina funciona, pero con cierta rigidez, y ha perdido un poco de
fuerza. ¿Tendrá usted la amabilidad de echarle un vistazo y explicarnos cómo
podemos arreglarla?
»Cogí la lámpara de su mano y
examiné a conciencia la máquina. Era verdaderamente gigantesca y capaz de
ejercer una presión enorme. Sin embargo, cuando salí y accioné las palancas de
control, supe al instante, por el siseo que producía, que existía una pequeña
fuga de agua por uno de los cilindros laterales. Un nuevo examen reveló que
una de las bandas de caucho que rodeaban la cabeza de un eje se había encogido
y no llenaba del todo el tubo por el que se deslizaba. Aquélla, evidentemente,
era la causa de la pérdida de potencia y así se lo hice ver a mis acompañantes,
que escucharon con gran atención mis palabras e hicieron varias preguntas de
tipo práctico sobre el modo de corregir la avería. Después de explicárselo con
toda claridad, volví a entrar en la cámara de la máquina y le eché un buen
vistazo para satisfacer mi propia curiosidad. Se notaba a primera vista que la
historia de la tierra de batán era pura fábula, porque sería absurdo utilizar
una máquina tan potente para unos fines tan inadecuados. Las paredes eran de
madera, pero el suelo era una gran plancha de hierro, y cuando me agaché a
examinarlo pude advertir una capa de sedimento metálico por toda su
superficie. Estaba en cuclillas, rascándolo para ver qué era exactamente,
cuando oí mascullar una exclamación en alemán y vi el rostro cadavérico del
coronel que me miraba desde arriba.
»––¿Qué está usted haciendo? ––preguntó.
»Yo estaba irritado por haber
sido engañado con una historia tan descabellada como la que me había contado,
y contesté:
»––Estaba admirando su tierra de
batán. Creo que podría aconsejarle mejor acerca de su máquina si conociera el
propósito exacto para el que la utiliza.
»En el mismo instante de
pronunciar aquellas palabras, lamenté haber hablado con tanto atrevimiento. Su
expresión se endureció y en sus ojos se encendió una luz siniestra.
»––Muy bien ––dijo––. Va usted a
saberlo todo acerca de la máquina.
»Dio un paso atrás, cerró de
golpe la puertecilla e hizo girar la llave en la cerradura. Yo me lancé sobre
la puerta y tiré del picaporte, pero estaba bien trabado y la puerta resistió
todas mis patadas y empujones.
»––¡Oiga! ––grité––. ¡Eh,
coronel! ¡Déjeme salir!
»Y entonces, en el silencio de la
noche, oí de pronto un sonido que me puso el corazón en la boca. Era el
chasquido de las palancas y el siseo del cilindro defectuoso. Habían puesto en
funcionamiento la máquina. La lámpara seguía en el suelo, donde yo la había
dejado para examinar el piso. A su luz pude ver que el techo negro descendía
sobre mí, despacio y con sacudidas, pero, como yo sabía mejor que nadie, con
una fuerza que en menos de un minuto me reduciría a una pulpa informe. Me
arrojé contra la puerta gritando y ataqué la cerradura con las uñas. Imploré al
coronel que me dejara salir, pero el implacable chasquido de las palancas ahogó
mis gritos. El techo ya sólo estaba a uno o dos palmos por encima de mi cabeza,
y levantando la mano podía palpar su dura y rugosa superficie. Entonces se me
ocurrió de pronto que mi muerte sería más o menos dolorosa según la posición
en que me encontrara. Si me tumbaba boca abajo, el peso caería sobre mi columna
vertebral, y me estremecí al pensar en el terrible crujido. Tal vez fuera mejor
ponerse al revés, pero ¿tendría la suficiente sangre fría para quedarme
tumbado, viendo descender sobre mí aquella mortífera sombra negra? Ya me
resultaba imposible permanecer de pie, cuando mis ojos captaron algo que
inyectó en mi corazón un chorro de esperanza.
»Ya he dicho que, aunque el suelo
y el techo eran de hierro, las paredes eran de madera. Al echar una última y
urgente mirada a mi alrededor, descubrí una fina línea de luz amarillenta
entre dos de las tablas, que se iba ensanchando cada vez más al retirarse hacia
atrás un pequeño panel. Durante un instante, casi no pude creer que allí se
abría una puerta por la que podría escapar de la muerte. Pero al instante
siguiente me lancé a través de ella y caí, casi desmayado, al otro lado. El
panel se había vuelto a cerrar detrás de mí, pero el crujillo de la lámpara y,
unos instantes después, el choque de las dos planchas de metal, me hicieron comprender
por qué poco había escapado.
»Un frenético tirón de la muñeca
me hizo volver en mí, y me encontré caído en el suelo de piedra de un estrecho
pasillo. Una mujer se inclinaba sobre mí y tiraba de mi brazo con la mano
izquierda, mientras sostenía una vela en la derecha. Era la misma buena amiga
cuyas advertencias había rechazado tan estúpidamente.
»––¡Vamos! ¡Vamos! ––me gritaba
sin aliento––. ¡Estarán aquí dentro de un momento! ¡Verán que no está usted
ahí! ¡No pierda un tiempo tan precioso! ¡Venga!
Al menos esta vez no me burlé de
sus consejos. Me puse en pie, un poco tambaleante, y corrí con ella por el
pasillo, bajando luego por una escalera de caracol que conducía a otro corredor
más ancho. Justo cuando llegábamos a éste, oímos ruido de pies que corrían y
gritos de dos voces, una de ellas respondiendo a la otra, en el piso en el que
estábamos y en el de abajo. Mi guía se detuvo y miró a su alrededor como sin saber
qué hacer. Entonces abrió una puerta que daba a un dormitorio, a través de cuya
ventana se veía brillar la luna.
»––¡Es su única oportunidad! ––dijo––.
Está bastante alto, pero quizás pueda saltar.
»Mientras ella hablaba, apareció
una luz en el extremo opuesto del corredor y vi la flaca figura del coronel
Lysander Stark corriendo hacia nosotros con un farol en una mano y un arma
parecida a una cuchilla de carnicero en la otra. Atravesé corriendo la
habitación, abrí la ventana y miré al exterior. ¡Qué tranquilo, acogedor y
saludable se veía el jardín a la luz de la luna! Y no podía estar a más de
diez metros de distancia hacia abajo. Me encaramé al antepecho, pero no me
decidí a saltar hasta haber oído lo que sucedía entre mi salvadora y el rufián
que me perseguía. Si intentaba maltratarla, estaba decidido a volver en su
ayuda, costara lo que costara. Apenas había tenido tiempo de pensar esto cuando
él llegó a la puerta, apartando de un empujón a la mujer; pero ella le echó los
brazos al cuello e intentó detenerlo.
»––¡Fritz! ¡Fritz! ––gritaba en
inglés––. Recuerda lo que me prometiste después de la última vez. Dijiste que
no volvería a ocurrir. ¡No dirá nada! ¡De verdad que no dirá nada!
»––¡Estás loca, Elisa! ––grito
él, forcejeando para desembarazarse de ella––. ¡Será nuestra ruina! Este hombre
ha visto demasiado. ¡Déjame pasar, te digo!
»La arrojó a un lado y, corriendo
a la ventana, me atacó con su pesada arma. Yo me había descolgado y estaba agarrado
con los dedos a la ranura de la ventana, con las manos sobre el alféizar,
cuando cayó el golpe. Sentí un dolor apagado, mi mano se soltó y caí al
jardín.
»La caída fue violenta, pero no
sufrí ningún daño. Me incorporé, pues, y corrí entre los arbustos tan deprisa
como pude, pues me daba cuenta de que aún no estaba fuera de peligro, ni mucho
menos. Pero de pronto, mientras corría, se apoderó de mí un terrible mareo y
casi me desmayé. Me miré la mano, que palpitaba dolorosamente, y entonces vi
por vez primera que me habían cortado el dedo pulgar y que la sangre brotaba a
chorros de la herida. Intenté vendármela con un pañuelo, pero entonces sentí un
repentino zumbido en los oídos y al instante siguiente caí desvanecido entre
los rosales.
»No podría decir cuánto tiempo
permanecí inconsciente. Tuvo que ser bastante tiempo, porque cuando recuperé el
sentido la luna se había ocultado y empezaba a despuntar la mañana. Tenía las
ropas empapadas de rocío y la manga de la chaqueta toda manchada de sangre de
la herida. El dolor de la misma me hizo recordar en un instante todos los detalles
de mi aventura nocturna, y me puse en pie de un salto, con la sensación de que
aún no me encontraba a salvo de mis perseguidores. Pero me llevé una gran
sorpresa al mirar a mi alrededor y comprobar que no había ni rastro de la casa
ni del jardín. Había estado tumbado en un rincón del seto, al lado de la
carretera, y un poco más abajo había un edificio largo, que al acercarme a él resultó
ser la misma estación a la que había llegado la noche antes. De no ser por la
fea herida de mi mano, habría pensado que todo lo ocurrido durante aquellas
terribles horas había sido una pesadilla.
»Medio atontado, llegué a la
estación y pregunté por el tren de la mañana. Salía uno para Reading en menos
de una hora. Vi que estaba de servicio el mismo mozo que había visto al llegar.
Le pregunté si había oído alguna vez hablar del coronel Lysander Stark. El
nombre no le decía nada. ¿Se había fijado, la noche anterior, en el coche que
me esperaba? No, no se había fijado. ¿Había una comisaría de policía cerca de
la estación? Había una, a unas tres millas.
»Era demasiado lejos para mí, con
lo débil y maltrecho que estaba. Decidí esperar hasta llegar a Londres para contarle
mi historia a la policía. Eran poco más de las seis cuando llegué, fui antes
que nada a que me curaran la herida, y luego el doctor tuvo la amabilidad de
traerme aquí. Pongo el caso en sus manos, y haré exactamente lo que usted me
aconseje.
Ambos guardamos silencio durante
unos momentos después de escuchar este extraordinario relato. Entonces Sherlock
Holmes cogió de un estante uno de los voluminosos libros en los que guardaba
sus recortes.
––Aquí hay un anuncio que puede
interesarle ––dijo––. Apareció en todos los periódicos hace aproximadamente un
año. Escuche: «Desaparecido el 9 del corriente, el señor Jeremiah Hayling,
ingeniero hidráulico de 26 años. Salió de su domicilio a las diez de la noche y
no se le ha vuelto a ver. Vestía, etc.». ¡Ajá! Imagino que ésta fue la última
vez que el coronel tuvo necesidad de reparar su máquina.
––¡Cielo santo! ––exclamó mi
paciente––. ¡Eso explica lo que dijo la mujer!
––Sin duda alguna. Es evidente
que el coronel es un hombre frío y temerario, absolutamente decidido a que
nada se interponga en su juego, como aquellos piratas desalmados que no dejaban
supervivientes en los barcos que abordaban. Bueno, no hay tiempo que perder,
así que, si se siente usted capaz, nos pasaremos ahora mismo por Scotland Yard,
como paso previo a nuestra visita a Eyford.
Unas tres horas después, nos
encontrábamos todos en el tren que salla de Reading con destino al pueblecito
de Berkshire. «Todos» éramos Sherlock Holmes, el ingeniero hidráulico, el
inspector Bradstreet de Scodand Yard, un policía de paisano y yo. Bradstreet
había desplegado sobre el asiento un mapa militar de la región y estaba muy
ocupado con sus compases, trazando un círculo con Eyford como centro.
––Aquí lo tienen ––dijo––. Este
círculo tiene un radio de diez millas a partir del pueblo. El sitio que buscamos
tiene que estar en algún punto cercano a esta línea. Dijo usted diez millas,
¿no es así, señor?
––Fue un trayecto de una hora, a
buena velocidad.
––¿Y piensa usted que lo trajeron
de vuelta mientras se encontraba inconsciente?
––Tuvo que ser así. Conservo un
vago recuerdo de haber sido levantado y llevado a alguna parte.
––Lo que no acabo de entender ––dije
yo–– es por qué no lo mataron cuando lo encontraron sin sentido en el jardín.
Puede que el asesino se ablandara ante las súplicas de la mujer.
––No me parece probable. Jamás en
mi vida vi un rostro tan implacable.
––Bueno, pronto aclararemos eso ––dijo
Bradstreet––. Y ahora, una vez trazado el círculo, me gustaría saber en qué
punto del mismo podremos encontrar a la gente que andamos buscando.
––Creo que podría señalarlo con
el dedo ––dijo Holmes tranquilamente.
––¡Válgame Dios! ––exclamó el
inspector––. ¡Ya se ha formado una opinión! Está bien, veamos quién está de
acuerdo. Yo digo que está al sur, porque la región está menos poblada por esa
parte.
––Y yo digo que al este ––dijo mi
paciente.
––Yo voto por el oeste ––apuntó
el policía de paisano––. Por esa parte hay varios pueblecitos muy tranquilos.
––Y yo voto por el norte ––dije
yo––, porque por ahí no hay colinas, y nuestro amigo ha dicho que no observó
que el coche pasara por ninguna.
––Bueno ––dijo el inspector
echándose a reír––. No puede haber más diversidad de opiniones. Hemos recorrido
toda la brújula. ¿A quién apoya usted con el voto decisivo?
––Todos se equivocan.
––Pero no es posible que nos
equivoquemos todos.
––Oh, sí que lo es. Yo voto por
este punto ––colocó el dedo en el centro del círculo––. Aquí es donde los encontraremos.
––¿Y el recorrido de doce millas?
––alegó Hatherley.
––Seis de ida y seis de vuelta.
No puede ser más sencillo. Usted mismo dijo que el caballo se encontraba fresco
y reluciente cuando usted subió al coche. ¿Cómo podía ser eso si había
recorrido doce millas por caminos accidentados?
––Desde luego, es un truco
bastante verosímil ––comentó Bradstreet, pensativo––. Y, por supuesto, no hay
dudas sobre a qué se dedica esa banda.
––Absolutamente ninguna ––corroboró
Holmes––. Son falsificadores de moneda a gran escala, y utilizan la máquina
para hacer la amalgama con la que sustituyen a la plata.
––Hace bastante tiempo que
sabemos de la existencia de una banda muy hábil ––dijo el inspector––. Están
poniendo en circulación monedas de media corona a millares. Les hemos seguido
la pista hasta Reading, pero no pudimos pasar de ahí; han borrado sus huellas
de una manera que indica que se trata de verdaderos expertos. Pero ahora,
gracias a este golpe de suerte, creo que les echaremos el guante.
Pero el inspector se equivocaba,
porque aquellos criminales no estaban destinados a caer en manos de la
justicia.
Cuando entrábamos en la estación
de Eyford vimos una gigantesca columna de humo que ascendía desde detrás de
una pequeña arboleda cercana, cerniéndose sobre el paisaje como una inmensa
pluma de avestruz.
––¿Un incendio en una casa? ––preguntó
Bradstreet, mientras el tren arrancaba de nuevo para seguir su camino.
––Sí, señor ––dijo el jefe de
estación.
––¿A qué hora se inició?
––He oído que durante la noche,
señor, pero ha ido empeorando y ahora toda la casa está en llamas.
––¿De quién es la casa?
––Del doctor Becher.
––Dígame ––interrumpió el
ingeniero––, ¿este doctor Becher es alemán, muy flaco y con la nariz larga y afilada?
El jefe de estación se echó a
reír de buena gana.
––No, señor; el doctor Becher es
inglés, y no hay en toda la parroquia un hombre con el chaleco mejor forrado.
Pero en su casa vive un caballero, creo que un paciente, que sí que es
extranjero y al que, por su aspecto, no le vendría mal un buen filete de
Berkshire.
Aún no había terminado de hablar
el jefe de estación, y ya todos corríamos en dirección al incendio. La
carretera remontaba una pequeña colina, y desde lo alto pudimos ver frente a
nosotros un gran edificio encalado que vomitaba llamas por todas sus ventanas y
aberturas, mientras en el jardín tres bombas de incendios se esforzaban en vano
por dominar el fuego.
––¡Ésa es! ––gritó Hatherley,
tremendamente excitado––. ¡Ahí está el sendero de grava, y ésos son los rosales
donde me caí. Aquella ventana del segundo piso es desde donde salté.
––Bueno, por lo menos ha
conseguido usted vengarse ––dijo Holmes––. No cabe duda de que fue su lámpara
de aceite, al ser aplastada por la prensa, la que prendió fuego a las paredes
de madera; pero ellos estaban tan ocupados persiguiéndole que no se dieron
cuenta a tiempo. Ahora abra bien los ojos, por si puede reconocer entre toda
esa gente a sus amigos de anoche, aunque mucho me temo que a estas horas se
encuentran por lo menos a cien millas de aquí.
Los temores de Holmes se vieron
confirmados, porque hasta la fecha no se ha vuelto a saber ni una palabra de la
hermosa mujer, el siniestro alemán y el sombrío inglés. A primera hora de aquella
mañana, un campesino se había cruzado con un coche que rodaba apresuradamente
en dirección a Reading, cargado con varias personas y varias cajas muy
voluminosas, pero allí se perdió la pista de los fugitivos, y ni siquiera el
ingenio de Holmes fue capaz de descubrir el menor indicio de su paradero.
Los bomberos se sorprendieron
mucho ante los extraños dispositivos que encontraron en la casa, y aún más al
descubrir un pulgar humano recién cortado en el alféizar de una ventana del
segundo piso. Hacia el atardecer sus esfuerzos dieron por fin resultados y
lograron dominar el fuego, pero no sin que antes se desplomara el tejado y la
casa entera quedara tan absolutamente reducida a ruinas que, exceptuando
algunos cilindros retorcidos y algunas tuberías de hierro, no quedaba ni rastro
de la maquinaria que tan cara había costado a nuestro desdichado ingeniero. En
un cobertizo adyacente se encontraron grandes cantidades de níquel y estaño,
pero ni una sola moneda, lo cual podría explicar aquellas cajas tan abultadas
que ya hemos mencionado.
La manera en que nuestro
ingeniero hidráulico fue trasladado desde el jardín hasta el punto donde recuperó
el conocimiento habría quedado en el misterio, de no ser por el mantillo del
jardín, que nos reveló una sencilla historia. Era evidente que había sido
transportado por dos personas, una de ellas con los pies muy pequeños y la otra
con pies extraordinariamente grandes. En conjunto, parecía bastante probable
que el silencioso inglés, menos audaz o menos asesino que su compañero, hubiera
ayudado a la mujer a trasladar al hombre inconsciente fuera del peligro.
––¡Bonito negocio he hecho! ––dijo
nuestro ingeniero en tono de queja mientras ocupábamos nuestros asientos para
regresar a Londres––. He perdido un dedo, he perdido unos honorarios de
cincuenta guineas... Zy qué es lo que he ganado?
––Experiencia ––dijo Holmes,
echándose a reír––. En cierto modo, puede resultarle muy valiosa. No tiene más
que ponerla en forma de palabras para ganarse una reputación de persona interesante
para el resto de su vida.
10. El aristócrata solterón
Hace ya mucho tiempo que el
matrimonio de lord St. Simon y la curiosa manera en que terminó dejaron de ser
temas de interés en los selectos círculos en los que se mueve el infortunado
novio. Nuevos escándalos lo han eclipsado, y sus detalles más picantes han
acaparado las murmuraciones, desviándolas de este drama que ya tiene cuatro
años de antigüedad. No obstante, como tengo razones para creer que los hechos
completos no se han revelado nunca al público en general, y dado que mi amigo
Sherlock Holmes desempeñó un importante papel en el esclarecimiento del
asunto, considero que ninguna biografía suya estaría completa sin un breve
resumen de este notable episodio.
Pocas semanas antes de mi propia
boda, cuando aún compartía con Holmes el apartamento de Baker Street, mi amigo
regresó a casa después de un paseo y encontró una carta aguardándole encima de
la mesa. Yo me había quedado en casa todo el día, porque el tiempo se había
puesto de repente muy lluvioso, con fuertes vientos de otoño, y la bala que me
había traído dentro del cuerpo como recuerdo de mi campaña de Afganistán
palpitaba con monótona persistencia. Tumbado en una poltrona con una pierna
encima de otra, me había rodeado de una nube de periódicos hasta que, saturado
al fin de noticias, los tiré a un lado y me quedé postrado e inerte,
contemplando el escudo y las iniciales del sobre que había encima de la mesa, y
preguntándome perezosamente quién sería aquel noble que escribía a mi amigo.
––Tiene una carta de lo más
elegante ––comenté al entrar él––. Si no recuerdo mal, las cartas de esta mañana
eran de un pescadero y de un aduanero del puerto.
––Sí, desde luego, mi
correspondencia tiene el encanto de la variedad ––respondió él, sonriendo––. Y,
por lo general, las más humildes son las más interesantes. Ésta parece una de
esas molestas convocatorias sociales que le obligan a uno a aburrirse o a
mentir.
Rompió el lacre y echó un vistazo
al contenido.
––¡Ah, caramba! ¡Después de todo,
puede que resulte interesante!
––¿No es un acto social,
entonces?
––No; estrictamente profesional.
––¿Y de un cliente noble?
––Uno de los grandes de
Inglaterra.
––Querido amigo, le felicito.
––Le aseguro, Watson, sin falsa
modestia, que la categoría de mi cliente me importa mucho menos que el interés
que ofrezca su caso. Sin embargo, es posible que esta nueva investigación no
carezca de interés. Ha leído usted con atención los últimos periódicos, ¿no es
cierto?
––Eso parece ––dije
melancólicamente, señalando un enorme montón que había en un rincón––. No
tenía otra cosa que hacer.
––Es una suerte, porque así
quizás pueda ponerme al corriente. Yo no leo más que los sucesos y los anuncios
personales. Estos últimos son siempre instructivos. Pero si usted ha seguido
de cerca los últimos acontecimientos, habrá leído acerca de lord St. Simon y
su boda.
––Oh, sí, y con el mayor interés.
––Estupendo. La carta que tengo
en la mano es de lord St. Simon. Se la voy a leer y, a cambio, usted repasará
esos periódicos y me enseñará todo lo que tenga que ver con el asunto. Esto es
lo que dice:
«Querido señor Sherlock Holmes: Lord Backwater
me asegura que puedo confiar plenamente en su juicio y discreción. Así pues,
he decidido hacerle una visita para consultarle con respecto al dolorosísimo suceso
acaecido en relación con mi boda. El señor Lestrade, de Scotland Yard, se
encuentra ya trabajando en el asunto, pero me ha asegurado que no hay
inconveniente alguno en que usted coopere, e incluso cree que podría resultar
de alguna ayuda. Pasaré a verle a las cuatro de la tarde, y le agradecería que
aplazara cualquier otro compromiso que pudiera tener a esa hora, ya que el
asunto es de trascendental importancia. Suyo afectísimo, ROBERT ST. SIMON.»
––Está fechada en Grosvenor
Mansions, escrita con pluma de ave, y el noble señor ha tenido la desgracia de
mancharse de tinta la parte de fuera de su meñique derecho ––comentó Holmes,
volviendo a doblar la carta.
––Dice que a las cuatro, y ahora
son las tres. Falta una hora para que venga.
––Entonces, tengo el tiempo
justo, contando con su ayuda, para ponerme al corriente del tema. Repase esos
periódicos y ordene los artículos por orden de fechas, mientras yo miro quién
es nuestro cliente ––sacó un volumen de tapas rojas de una hilera de libros de
referencia que había junto a la repisa de la chimenea––. Aquí está ––dijo,
sentándose y abriéndolo sobre las rodillas––. «Robert Walsingham de Vere St.
Simon, segundo hijo del duque de Balmoral»... ¡Hum! Escudo: Campo de azur, con
tres abrojos en jefe sobre banda de sable. Nacido en 1846. Tiene, pues,
cuarenta y un años, que es una edad madura para casarse. Fue subsecretario de
las colonias en una administración anterior. El duque, su padre, fue durante
algún tiempo ministro de Asuntos Exteriores. Han heredado sangre de los
Plantagenet por vía directa y de los Tudor por vía materna. ¡Ajá! Bueno, en
todo esto no hay nada que resulte muy instructivo. Creo que dependo de usted,
Watson, para obtener datos más sólidos.
––Me resultará muy fácil
encontrar lo que busco ––dije yo––, porque los hechos son bastante recientes y
el asunto me llamó bastante la atención. Sin embargo, no me atrevía a hablarle
del tema, porque sabía que tenía una investigación entre manos y que no le
gusta que se entrometan otras cosas.
––Ah, se refiere usted al
insignificante problema del furgón de muebles de Grosvenor Square. Eso ya está
aclarado de sobra... aunque la verdad es que era evidente desde un principio.
Por favor, deme los resultados de su selección de prensa.
––Aquí está la primera noticia
que he podido encontrar. Está en la columna personal del MorningPost y, como
ve, lleva fecha de hace unas semanas. «Se ha concertado una boda», dice, «que,
si los rumores son ciertos, tendrá lugar dentro de muy poco, entre lord Robert
St. Simon, segundo hijo del duque de Balmoral, y la señorita Hatty Doran, hija
única de Aloysius Doran, de San Francisco, California, EE.UU.» Eso es todo.
––Escueto y al grano ––comentó
Holmes, extendiendo hacia el fuego sus largas y delgadas piernas.
––En la sección de sociedad de la
misma semana apareció un párrafo ampliando lo anterior. ¡Ah, aquí está!:
«Pronto será necesario imponer medidas de protección sobre el mercado
matrimonial, en vista de que el principio de libre comercio parece actuar
decididamente en contra de nuestro producto nacional. Una tras otra, las
grandes casas nobiliarias de Gran Bretaña van cayendo en manos de nuestras bellas
primas del otro lado del Atlántico. Durante la última semana se ha producido
una importante incorporación a la lista de premios obtenidos por estas
encantadoras invasoras. Lord St. Simon, que durante más de veinte años se había
mostrado inmune a las flechas del travieso dios, ha anunciado de manera
oficial su próximo enlace con la señorita Hatty Doran, la fascinante hija de un
millonario californiano. La señorita Doran, cuya atractiva figura y bello
rostro atrajeron mucha atención en las fiestas de Westbury House, es hija única
y se rumorea que su dote está muy por encima de las seis cifras, y que aún
podría aumentar en el futuro. Teniendo en cuenta que es un secreto a voces que
el duque de Balmoral se ha visto obligado a vender su colección de pintura en
los últimos años, y que lord St. Simon carece de propiedades, si exceptuamos
la pequeña finca de Birchmoor, parece evidente que la heredera californiana no
es la única que sale ganando con una alianza que le permitirá realizar la fácil
y habitual transición de dama republicana a aristócrata británica».
––¿Algo más? ––preguntó Holmes, bostezando.
––Oh, sí, mucho. Hay otro párrafo
en el Morning Post diciendo que la boda sería un acto absolutamente privado,
que se celebraría en San Jorge, en Hanover Square, que sólo se invitaría a
media docena de amigos íntimos, y que luego todos se reunirían en una casa
amueblada de Lancaster Gate, alquilada por el señor Aloysius Doran. Dos días
después... es decir, el miércoles pasado... hay una breve noticia de que la
boda se ha celebrado y que los novios pasarían la luna de miel en casa de lord
Backwater, cerca de Petersfield. Éstas son todas las noticias que se publicaron
antes de la desaparición de la novia.
––¿Antes de qué? ––preguntó
Holmes con sobresalto.
––De la desaparición de la dama.
––¿Y cuándo desapareció?
––Durante el almuerzo de boda.
––Caramba. Esto es más
interesante de lo que yo pensaba; y de lo más dramático.
––Sí, a mí me pareció un poco
fuera de lo corriente.
––Muchas novias desaparecen antes
de la ceremonia, y alguna que otra durante la luna de miel; pero no recuerdo
nada tan súbito como esto. Por favor, déme detalles.
––Le advierto que son muy
incompletos.
––Quizás podamos hacer que lo
sean menos.
––Lo poco que se sabe viene todo
seguido en un solo artículo publicado ayer por la mañana, que voy a leerle. Se
titula «Extraño incidente en una boda de alta sociedad».
«La familia de lord Robert St.
Simon ha quedado sumida en la mayor consternación por los extraños y dolorosos
sucesos ocurridos en relación con su boda. La ceremonia, tal como se anunciaba
brevemente en la prensa de ayer, se celebró anteayer por la mañana, pero hasta
hoy no había sido posible confirmar los extraños rumores que circulaban de
manera insistente. A pesar de los esfuerzos de los amigos por silenciar el
asunto, éste ha atraído de tal modo la atención del público que de nada
serviría fingir desconocimiento de un tema que está en todas las
conversaciones.
»La ceremonia, que se celebró en
la iglesia de San Jorge, en Hanover Square, tuvo lugar en privado, asistiendo
tan sólo el padre de la novia, señor Aloysius Doran, la duquesa de Balmoral,
lord Backwater, lord Eustace y lady Clara St. Simon (hermano menor y hermana
del novio), y lady Alicia Whittington. A continuación, el cortejo se dirigió a
la casa del señor Aloysius Doran, en Lancaster Gate, donde se había preparado
un almuerzo. Parece que allí se produjo un pequeño incidente, provocado por
una mujer cuyo nombre no se ha podido confirmar, que intentó penetrar por la
fuerza en la casa tras el cortejo nupcial, alegando ciertas reclamaciones que
tenía que hacerle a lord St. Simon. Tras una larga y bochornosa escena, el mayordomo
y un lacayo consiguieron expulsarla. La novia, que afortunadamente había entrado
en la casa antes de esta desagradable interrupción, se había sentado a
almorzar con los demás cuando se quejó de una repentina indisposición y se
retiró a su habitación.
Como su prolongada ausencia
empezaba a provocar comentarios, su padre fue a buscarla; pero la doncella le
dijo que sólo había entrado un momento en su habitación para coger un abrigo y
un sombrero, y que luego había salido a toda prisa por el pasillo. Uno de los
lacayos declaró haber visto salir de la casa a una señora cuya vestimenta
respondía a la descripción, pero se negaba a creer que fuera la novia, por
estar convencido de que ésta se encontraba con los invitados. Al comprobar que
su hija había desaparecido, el señor Aloysius Doran, acompañado por el novio,
se puso en contacto con la policía sin pérdida de tiempo, y en la actualidad se
están llevando a cabo intensas investigaciones, que probablemente no tardarán
en esclarecer este misterioso asunto. Sin embargo, a últimas horas de esta
noche todavía no se sabía nada del paradero de la dama desaparecida. Los
rumores se han desatado, y se dice que la policía ha detenido a la mujer que provocó
el incidente, en la creencia de que, por celos o algún otro motivo, pueda estar
relacionada con la misteriosa desaparición de la novia.»
––¿Y eso es todo?
––Sólo hay una notita en otro de
los periódicos, pero bastante sugerente.
––¿Qué dice?
––Que la señorita Flora Millar,
la dama que provocó el incidente, había sido detenida. Parece que es una
antigua bailarina del Allegro, y que conocía al novio desde hace varios años.
No hay más detalles, y el caso queda ahora en sus manos... Al menos, tal como
lo ha expuesto la prensa.
––Y parece tratarse de un caso
sumamente interesante. No me lo perdería por nada del mundo. Pero creo que
llaman a la puerta, Watson, y dado que el reloj marca poco más de las cuatro,
no me cabe duda de que aquí llega nuestro aristocrático cliente. No se le
ocurra marcharse, Watson, porque me interesa mucho tener un testigo, aunque
sólo sea para confirmar mi propia memoria.
––El señor Robert St. Simon ––anunció
nuestro botones, abriendo la puerta de par en par, para dejar entrar a un caballero
de rostro agradable y expresión inteligente, altivo y pálido, quizás con algo
de petulancia en el gesto de la boca, y con la mirada firme y abierta de quien
ha tenido la suerte de nacer para mandar y ser obedecido. Aunque sus movimientos
eran vivos, su aspecto general daba una errónea impresión de edad, porque iba
ligeramente encorvado y se le doblaban un poco las rodillas al andar. Además,
al quitarse el sombrero de ala ondulada, vimos que sus cabellos tenían las
puntas grises y empezaban a clarear en la coronilla. En cuanto a su atuendo,
era perfecto hasta rayar con la afectación: cuello alto, levita negra, chaleco
blanco, guantes amarillos, zapatos de charol y polainas de color claro. Entró
despacio en la habitación, girando la cabeza de izquierda a derecha y
balanceando en la mano derecha el cordón del que colgaban sus gafas con montura
de oro.
––Buenos días, lord St. Simon ––dijo
Holmes, levantándose y haciendo una reverencia––. Por favor, siéntese en la
butaca de mimbre. Éste es mi amigo y colaborador, el doctor Watson. Acérquese
un poco al fuego y hablaremos del asunto.
––Un asunto sumamente doloroso
para mí, como podrá usted imaginar, señor Holmes. Me ha herido en lo más hondo.
Tengo entendido, señor, que usted ya ha intervenido en varios casos delicados,
parecidos a éste, aunque supongo que no afectarían a personas de la misma clase
social.
––En efecto, voy descendiendo.
––¿Cómo dice?
––Mi último cliente de este tipo
fue un rey.
––¡Caramba! No tenían¡ idea. ¿Y
qué rey?
––El rey de Escandinavia.
––¿Cómo? ¿También desapareció su
esposa?
––Como usted comprenderá ––dijo
Holmes suavemente––, aplico a los asuntos de mis otros clientes la misma
reserva que le prometo aplicar a los suyos.
––¡Naturalmente! ¡Tiene razón,
mucha razón! Le pido mil perdones. En cuanto a mi caso, estoy dispuesto a
proporcionarle cualquier información que pueda ayudarle a formarse una
opinión.
––Gracias. Sé todo lo que ha
aparecido en la prensa, pero nada más. Supongo que puedo considerarlo correcto...
Por ejemplo, este artículo sobre la desaparición de la novia.
El señor St. Simon le echó un
vistazo.
––Sí, es más o menos correcto en
lo que dice.
––Pero hace falta mucha
información complementaria para que alguien pueda adelantar una opinión. Creo
que el modo más directo de conocer los hechos sería preguntarle a usted.
––Adelante.
––¿Cuándo conoció usted a la
señorita Hatty Doran?
––Hace un año, en San Francisco.
––¿Estaba usted de viaje por los
Estados Unidos?
––Sí.
––¿Fue entonces cuando se
prometieron?
––No.
––¿Pero su relación era amistosa?
––A mí me divertía estar con
ella, y ella se daba cuenta de que yo me divertía.
––¿Es muy rico su padre?
––Dicen que es el hombre más rico
de la Costa Oeste.
––¿Y cómo adquirió su fortuna?
––Con las minas. Hace unos pocos
años no tenía nada. Entonces, encontró oro, invirtió y subió como un cohete.
––Veamos: ¿qué impresión tiene
usted sobre el carácter de la señorita... es decir, de su esposa?
El noble aceleró el balanceo de
sus gafas y se quedó mirando al fuego.
––Verá usted, señor Holmes ––dijo––.
Mi esposa tenía ya veinte años cuando su padre se hizo rico. Se había pasado la
vida correteando por un campamento minero y vagando por bosques y montañas, de
manera que su educación debe más a la naturaleza que a los maestros de escuela.
Es lo que en Inglaterra llamaríamos una buena pieza, con un carácter fuerte,
impetuoso y libre, no sujeto a tradiciones de ningún tipo. Es impetuosa...
hasta diría que volcánica. Toma decisiones con rapidez y no vacila en llevarlas
a la práctica. Por otra parte, yo no le habría dado el apellido que tengo el honor
de llevar ––soltó una tosecilla solemne–– si no pensara que tiene un fondo de
nobleza. Creo que es capaz de sacrificios heroicos y que cualquier acto
deshonroso la repugnaría.
––¿Tiene una fotografía suya?
––He traído esto.
Abrió un medallón y nos mostró el
retrato de una mujer muy hermosa. No se trataba de una fotografía, sino de una
miniatura sobre marfil, y el artista había sacado el máximo partido al lustroso
cabello negro, los ojos grandes y oscuros y la exquisita boca. Holmes lo miró
con gran atención durante un buen rato. Luego cerró el medallón y se lo
devolvió a lord St. Simon.
––Así pues, la joven vino a
Londres y aquí reanudaron sus relaciones.
––Sí, su padre la trajo a pasar
la última temporada en Londres. Nos vimos varias veces, nos prometimos y por
fin nos casamos.
––Tengo entendido que la novia
aportó una dote considerable.
––Una buena dote. Pero no mayor
de lo habitual en mi familia.
––Y, por supuesto, la dote es
ahora suya, puesto que el matrimonio es un hecho consumado.
––La verdad, no he hecho
averiguaciones al respecto.
––Es muy natural. ¿Vio usted a la
señorita Doran el día antes de la boda?
––Sí.
––¿Estaba ella de buen humor?
––Mejor que nunca. No paraba de
hablar de la vida que llevaríamos en el futuro.
––Vaya, vaya. Eso es muy
interesante. ¿Y la mañana de la boda?
––Estaba animadísima... Por lo
menos, hasta después de la ceremonia.
––¿Y después observó usted algún
cambio en ella? ––Bueno, a decir verdad, fue entonces cuando advertí las
primeras señales de que su temperamento es un poquitín violento. Pero el
incidente fue demasiado trivial como para mencionarlo, y no puede tener ninguna
relación con el caso.
––A pesar de todo, le ruego que
nos lo cuente.
––Oh, es una niñería. Cuando
íbamos hacia la sacristía se le cayó el ramo. Pasaba en aquel momento por la
primera fila de reclinatorios, y se le cayó en uno de ellos. Hubo un instante
de demora, pero el caballero del reclinatorio se lo devolvió y no parecía que
se hubiera estropeado con la caída. Aun así, cuando le mencioné el asunto, me
contestó bruscamente; y luego, en el coche, camino de casa, parecía
absurdamente agitada por aquella insignificancia.
––Vaya, vaya. Dice usted que
había un caballero en el reclinatorio. Según eso, había algo de público en la
boda, ¿no?
––Oh, sí. Es imposible evitarlo
cuando la iglesia está abierta.
––El caballero en cuestión, ¿no
sería amigo de su esposa?
––No, no; le he llamado caballero
por cortesía, pero era una persona bastante vulgar. Apenas me fijé en su
aspecto. Pero creo que nos estamos desviando del tema.
––Así pues, la señora St. Simon
regresó dula boda en un estado de ánimo menos jubiloso que el que tenía al ir.
¿Qué hizo al entrar de nuevo en casa de su padre?
––La vi mantener una conversación
con su doncella.
––¿Y quién es esta doncella?
––Se llama Alice. Es
norteamericana y vino de California con ella.
––¿Una doncella de confianza?
––Quizás demasiado. A mí me
parecía que su señora le permitía excesivas libertades. Aunque, por supuesto,
en América estas cosas se ven de un modo diferente.
––¿Cuánto tiempo estuvo hablando
con esta Alice?
––Oh, unos minutos. Yo tenía
otras cosas en que pensar.
––¿No oyó usted lo que decían?
––La señora St. Simon dijo algo
acerca de «pisarle a otro la licencia». Solía utilizar esa jerga de los mineros
para hablar. No tengo ni idea de lo que quiso decir con eso.
––A veces, la jerga
norteamericana resulta muy expresiva. ¿Qué hizo su esposa cuando terminó de
hablar con la doncella?
––Entró en el comedor.
––¿Del brazo de usted?
––No, sola. Era muy independiente
en cuestiones de poca monta como ésa. Y luego, cuando llevábamos unos diez minutos
sentados, se levantó con prisas, murmuró unas palabras de disculpa y salió de
la habitación. Ya no la volvimos a ver.
––Pero, según tengo entendido,
esta doncella, Alice, ha declarado que su esposa fue a su habitación, se puso
un abrigo largo para tapar el vestido de novia, se caló un sombrero y salió de
la casa.
––Exactamente. Y más tarde la
vieron entrando en Hyde Park en compañía de Flora Millar, una mujer que ahora
está detenida y que ya había provocado un incidente en casa del señor Doran
aquella misma mañana.
––Ah, sí. Me gustaría conocer
algunos detalles sobre esta dama y sus relaciones con usted.
Lord St. Simon se encogió de
hombros y levantó las cejas.
––Durante algunos años hemos
mantenido relaciones amistosas... podría decirse que muy amistosas. Ella
trabajaba en el Allegro. La he tratado con generosidad, y no tiene ningún
motivo razonable de queja contra mí, pero ya sabe usted cómo son las mujeres,
señor Holmes. Flora era encantadora, pero demasiado atolondrada, y sentía
devoción por mí. Cuando se enteró de que me iba a casar, me escribió unas
cartas terribles; y, a decir verdad, la razón de que la boda se celebrara en la
intimidad fue que yo temía que diese un escándalo en la iglesia. Se presentó
en la puerta de la casa del señor Doran cuando nosotros acabábamos de volver, e
intentó abrirse paso a empujones, pronunciando frases muy injuriosas contra mi
esposa, e incluso amenazándola, pero yo había previsto la posibilidad de que
ocurriera algo semejante, y había dado instrucciones al servicio, que no tardó
en expulsarla. Se tranquilizó en cuanto vio que no sacaría nada con armar
alboroto.
––¿Su esposa oyó todo esto?
––No, gracias a Dios, no lo oyó.
––¿Pero más tarde la vieron
paseando con esta misma mujer?
––Sí. Y al señor Lestrade, de
Scotland Yard, eso le parece muy grave. Cree que Flora atrajo con engaños a mi
esposa hacia alguna terrible trampa.
––Bueno, es una suposición que
entra dentro de lo posible.
––¿También usted lo cree?
––No dije que fuera probable. ¿Le
parece probable a usted?
––Yo no creo que Flora sea capaz
de hacer daño a una mosca.
––No obstante, los celos pueden
provocar extraños cambios en el carácter. ¿Podría decirme cuál es su propia
teoría acerca de lo sucedido?
––Bueno, en realidad he venido
aquí en busca de una teoría, no a exponer la mía. Le he dado todos los datos.
Sin embargo, ya que lo pregunta, puedo decirle que se me ha pasado por la
cabeza la posibilidad de que la emoción de la boda y la conciencia de haber
dado un salto social tan inmenso le hayan provocado a mi esposa algún pequeño
trastorno nervioso de naturaleza transitoria.
––En pocas palabras, que sufrió
un arrebato de locura.
––Bueno, la verdad, si
consideramos que ha vuelto la espalda... no digo a mí, sino a algo a lo que
tantas otras han aspirado sin éxito... me resulta difícil hallar otra
explicación.
––Bien, desde luego, también es
una hipótesis concebible ––dijo Holmes sonriendo––. Y ahora, lord St. Simon,
creo que ya dispongo de casi todos los datos. ¿Puedo preguntar si en la mesa
estaban ustedes sentados de modo que pudieran ver por la ventana?
––Podíamos ver el otro lado de la
calle, y el parque. ––Perfecto. En tal caso, creo que no necesito entretenerlo
más tiempo. Ya me pondré en comunicación con usted.
––Si es que tiene la suerte de
resolver el problema ––dijo nuestro cliente, levantándose de su asiento.
––Ya lo he resuelto.
––¿Eh? ¿Cómo dice?
––Digo que ya lo he resuelto.
––Entonces, ¿dónde está mi
esposa?
––Ése es un detalle que no
tardaré en proporcionarle. Lord St. Simon meneó la cabeza.
––Me temo que esto exija cabezas
más inteligentes que la suya o la mía ––comentó, y tras una pomposa
inclinación, al estilo antiguo, salió de la habitación.
––El bueno de lord St. Simon me
hace un gran honor al colocar mi cabeza al mismo nivel que la suya ––dijo
Sherlock Holmes, echándose a reír––. Después de tanto interrogatorio, no me
vendrá mal un poco de whisky con soda. Ya había sacado mis conclusiones sobre
el caso antes de que nuestro cliente entrara en la habitación.
––¡Pero Holmes!
––Tengo en mi archivo varios
casos similares, aunque, como le dije antes, ninguno tan precipitado. Todo el
interrogatorio sirvió únicamente para convertir mis conjeturas en certeza. En
ocasiones, la evidencia circunstancial resulta muy convincente, como cuando uno
se encuentra una trucha en la leche, por citar el ejemplo de Thoreau.
––Pero yo he oído todo lo que ha
oído usted.
––Pero sin disponer del
conocimiento de otros casos anteriores, que a mí me ha sido muy útil. Hace
años se dio un caso muy semejante en Aberdeen, y en Munich, al año siguiente de
la guerra franco––prusiana, ocurrió algo muy parecido. Es uno de esos casos...
Pero ¡caramba, aquí viene Lestrade! Buenas tardes, Lestrade. Encontrará usted
otro vaso encima del aparador, y aquí en la caja tiene cigarros.
El inspector de policía vestía
chaqueta y corbata marineras, que le daban un aspecto decididamente náutico, y
llevaba en la mano una bolsa de lona negra. Con un breve saludo, se sentó y
encendió el cigarro que le ofrecían.
––¿Qué le trae por aquí? ––preguntó
Holmes con un brillo malicioso en los ojos––. Parece usted descontento.
––Y estoy descontento. Es este
caso infernal de la boda de St. Simon. No le encuentro ni pies ni cabeza al
asunto.
––¿De verdad? Me sorprende usted.
––¿Cuándo se ha visto un asunto
tan lioso? Todas las pistas se me escurren entre los dedos. He estado todo el
día trabajando en ello.
––Y parece que ha salido
mojadísimo del empeño ––dijo Holmes, tocándole la manga de la chaqueta marinera.
––Sí, es que he estado dragando
el Serpentine.
––¿Y para qué, en nombre de todos
los santos?
––En busca del cuerpo de lady St.
Simon.
Sherlock Holmes se echó hacia
atrás en su asiento y rompió en carcajadas.
––¿Y no se le ha ocurrido dragar
la pila de la fuente de Trafalgar Square?
––¿Por qué? ¿Qué quiere decir?
––Pues que tiene usted tantas
posibilidades de encontrar a la dama en un sitio como en otro.
Lestrade le dirigió a mi
compañero una mirada de furia.
––Supongo que usted ya lo sabe
todo ––se burló.
––Bueno, acabo de enterarme de
los hechos, pero ya he llegado a una conclusión.
––¡Ah, claro! Y no cree usted que
el Serpentine intervenga para nada en el asunto.
––Lo considero muy improbable.
––Entonces, tal vez tenga usted
la bondad de explicar cómo es que encontramos esto en él ––y diciendo esto,
abrió la bolsa y volcó en el suelo su contenido; un vestido de novia de seda
tornasolada, un par de zapatos de raso blanco, una guirnalda y un velo de
novia, todo ello descolorido y empapado. Encima del montón colocó un anillo de
boda nuevo––. Aquí tiene, maestro Holmes. A ver cómo casca usted esta nuez.
––Vaya, vaya ––dijo mi amigo,
lanzando al aire anillos de humo azulado––. ¿Ha encontrado usted todo eso al
dragar el Serpentine?
––No, lo encontró un guarda del
parque, flotando cerca de la orilla. Han sido identificadas como las prendas
que vestía la novia, y me pareció que si la ropa estaba allí, el cuerpo no se
encontraría muy lejos.
––Según ese brillante
razonamiento, todos los cadáveres deben encontrarse cerca de un armario ropero.
Y dígame, por favor, ¿qué esperaba obtener con todo esto?
––Alguna prueba que complicara a
Flora Millar en la desaparición.
––Me temo que le va a resultar
dificil.
––¿Conque eso se teme, eh? ––exclamó
Lestrade, algo picado––. Pues yo me temo, Holmes, que sus deducciones y sus
inferencias no le sirven de gran cosa. Ha metido dos veces la pata en otros
tantos minutos. Este vestido acusa a la señorita Flora Millar.
––¿Y de qué manera?
––En el vestido hay un bolsillo.
En el bolsillo hay un tarjetero. En el tarjetero hay una nota. Y aquí está la
nota ––la plantó de un manotazo en la mesa, delante de él––. Escuche esto: «Nos
veremos cuando todo esté arreglado. Ven en seguida. F H. M.». Pues bien, desde
un principio mi teoría ha sido que lady St. Simon fue atraída con engaños por
Flora Millar, y que ésta, sin duda con ayuda de algunos cómplices, es
responsable de su desaparición. Aquí, firmada con sus iniciales, está la nota
que sin duda le pasó disimuladamente en la puerta, y que sirvió de cebo para
atraerla hasta sus manos.
––Muy bien, Lestrade ––dijo
Holmes, riendo––. Es usted fantástico. Déjeme verlo ––cogió el papel con
indiferencia, pero algo le llamó la atención al instante, haciéndole emitir un
grito de satisfacción.
––¡Esto sí que es importante! ––dijo.
––¡Vaya! ¿Le parece a usted?
––Ya lo creo. Le felicito
calurosamente.
Lestrade se levantó con aire
triunfal e inclinó la cabeza para mirar.
––¡Pero...! ––exclamó––. ¡Si lo
está usted mirando por el otro lado!
––Al contrario, éste es el lado
bueno.
––¿El lado bueno? ¡Está usted
loco! ¡La nota escrita a lápiz está por aquí!
––Pero por aquí hay algo que
parece un fragmento de una factura de hotel, que es lo que me interesa, y
mucho.
––Eso no significa nada. Ya me
había fijado ––dijo Lestrade––. «4 de octubre, habitación 8 chelines, desayuno
2 chelines y 6 peniques, cóctel l chelín, comida 2 chelines y 6 peniques,
vaso de jerez 8 peniques.» Yo no veo nada ahí.
––Probablemente, no. Pero aun
así, es muy importante. También la nota es importante, o al menos lo son las
iniciales, así que le felicito de nuevo.
––Ya he perdido bastante tiempo ––dijo
Lestrade, poniéndose en pie––. Yo creo en el trabajo duro, y no en sentarme
junto a la chimenea urdiendo bellas teorías. Buenos días, señor Holmes, y ya
veremos quién llega antes al fondo del asunto ––recogió las prendas, las metió
otra vez en la bolsa y se dirigió a la puerta.
––Le voy a dar una pequeña pista,
Lestrade ––dijo Holmes lentamente––. Voy a decirle la verdadera solución del
asunto. Lady St. Simon es un mito. No existe ni existió nunca semejante
persona.
Lestrade miró con tristeza a mi
compañero. Luego se volvió a mí, se dio tres golpecitos en la frente, meneó
solemnemente la cabeza y se marchó con prisas.
Apenas se había cerrado la puerta
tras él, cuando Sherlock Holmes se levantó y se puso su abrigo.
––Algo de razón tiene este buen
hombre en lo que dice sobre el trabajo de campo ––comentó––. Así pues, Watson,
creo que tendré que dejarle algún tiempo solo con sus periódicos.
Eran más de las cinco cuando
Sherlock Holmes se marchó, pero no tuve tiempo de aburrirme, porque antes de
que transcurriera una hora llegó un recadero con una gran caja plana, que
procedió a desenvolver con ayuda de un muchacho que le acompañaba. Al poco
rato, y con gran asombro por mi parte, sobre nuestra modesta mesa de caoba se
desplegaba una cena fría totalmente epicúrea. Había un par de cuartos de
becada fría, un faisán, un pastel de foie––gras y varias botellas añejas,
cubiertas de telarañas. Tras extender todas aquellas delicias, los dos
visitantes se esfumaron como si fueran genios de las Mil y Una Noches, sin dar
explicaciones, aparte de que las viandas estaban pagadas y que les habían
encargado llevarlas a nuestra dirección.
Poco antes de las nueve, Sherlock
Holmes entró a paso rápido en la sala. Traía una expresión seria, pero había
un brillo en sus ojos que me hizo pensar que no le habían fallado sus
suposiciones.
––Veo que han traído la cena ––dijo,
frotándose las manos.
––Parece que espera usted
invitados. Han traído bastante para cinco personas.
––Sí, me parece muy posible que
se deje caer por aquí alguna visita ––dijo––. Me sorprende que lord St. Simon
no haya llegado aún. ¡Ajá! Creo que oigo sus pasos en la escalera.
Era, en efecto, nuestro visitante
de por la mañana, que entró como una tromba, balanceando sus lentes con más
fuerza que nunca y con una expresión de absoluto desconcierto en sus
aristocráticas facciones.
––Veo que mi mensajero dio con
usted ––dijo Holmes.
––Sí, y debo confesar que el
contenido del mensaje me dejó absolutamente perplejo. ¿Tiene usted un buen
fundamento para lo que dice?
––El mejor que se podría tener.
Lord St. Simon se dejó caer en un
sillón y se pasó la mano por la frente.
––¿Qué dirá el duque ––murmuró––
cuando se entere de que un miembro de su familia ha sido sometido a semejante
humillación?
––Ha sido puro accidente. Yo no
veo que haya ninguna humillación.
––Ah, usted mira las cosas desde
otro punto de vista.
––Yo no creo que se pueda culpar
a nadie. A mi entender, la dama no podía actuar de otro modo, aunque la
brusquedad de su proceder sea, sin duda, lamentable. Al carecer de madre, no
tenía a nadie que la aconsejara en esa crisis.
––Ha sido un desaire, señor, un
desaire público ––dijo lord St. Simon, tamborileando con los dedos sobre la
mesa.
––Debe usted ser indulgente con
esta pobre muchacha, colocada en una situación tan sin precedentes.
––Nada de indulgencias. Estoy
verdaderamente indignado, y he sido víctima de un abuso vergonzoso.
––Creo que ha sonado el timbre ––dijo
Holmes––. Sí, se oyen pasos en el vestíbulo. Si yo no puedo convencerle de que
considere el asunto con mejores ojos, lord St. Simon, he traído un abogado que
quizás tenga más éxito.
Abrió la puerta e hizo entrar a
una dama y a un caballero.
––Lord St. Simon ––dijo––:
permítame que le presente al señor Francis Hay Moulton y señora. A la señora
creo que ya la conocía.
Al ver a los recién llegados,
nuestro cliente se había puesto en pie de un salto y permanecía muy tieso, con
la mirada gacha y la mano metida bajo la pechera de su levita, convertido en
la viva imagen de la dignidad ofendida. La dama se había adelantado rápidamente
para ofrecerle la mano, pero él siguió negándose a levantar la vista.
Posiblemente, ello le ayudó a mantener su resolución, pues la mirada
suplicante de la mujer era dificil de resistir.
––Estás enfadado, Robert ––dijo
ella––. Bueno, supongo que te sobran motivos.
––Por favor, no te molestes en
ofrecer disculpas ––dijo lord St. Simon en tono amargado.
––Oh, sí, ya sé que te he tratado
muy mal, y que debería haber hablado contigo antes de marcharme; pero estaba
como atontada, y desde que vi aquí a Frank, no supe lo que hacía ni lo que
decía. No me explico cómo no caí desmayada delante mismo del altar.
––¿Desea usted, señora Moulton,
que mi amigo y yo salgamos de la habitación mientras usted se explica?
––Si se me permite dar una
opinión ––intervino el caballero desconocido––, ya ha habido demasiado secreto
en este asunto. Por mi parte, me gustaría que Europa y América enteras oyeran
las explicaciones.
Era un hombre de baja estatura,
fibroso, tostado por el sol, de expresión avispada y movimientos ágiles. ––Entonces,
contaré nuestra historia sin más preámbulo ––dijo la señora––. Frank y yo nos
conocimos en el 81, en el campamento minero de McQuire, cerca de las Rocosas,
donde papá explotaba una mina. Nos hicimos novios, Frank y yo, pero un día papá
dio con una buena veta y se forró de dinero, mientras el pobre Frank tenía una
mina que fue a menos y acabó en nada. Cuanto más rico se hacia papá, más pobre
era Frank; llegó un momento en que papá se negó a que nuestro compromiso
siguiera adelante, y me llevó a San Francisco, pero Frank no se dio por vencido
y me siguió hasta allí; nos vimos sin que papá supiera nada. De haberlo sabido,
se habría puesto furioso, así que lo organizamos todo nosotros solos. Frank dijo
que también él se haría rico, y que no volvería a buscarme hasta que tuviera
tanto dinero como papá. Yo prometí esperarle hasta el fin de los tiempos, y
juré que mientras él viviera no me casaría con ningún otro. Entonces, él dijo:
«¿Por qué no nos casamos ahora mismo, y así estaré seguro de ti? No revelaré
que soy tu marido hasta que vuelva a reclamarte». En fin, discutimos el asunto
y resultó que él ya lo tenía todo arreglado, con un cura esperando y todo, de
manera que nos casamos allí mismo; y después, Frank se fue a buscar fortuna y
yo me volví con papá.
»Lo siguiente que supe de Frank
fue que estaba en Montana; después oí que andaba buscando oro en Arizona, y
más tarde tuve noticias suyas desde Nuevo México. Y un día apareció en los
periódicos un largo reportaje sobre un campamento minero atacado por los
indios apaches, y allí estaba el nombre de mi Frank entre las víctimas. Caí
desmayada y estuve muy enferma durante meses. Papá pensó que estaba tísica y
me llevó a la mitad de los médicos de San Francisco. Durante más de un año no
llegaron más noticias, y ya no dudé de que Frank estuviera muerto de verdad.
Entonces apareció en San Francisco lord St. Simon, nosotros vinimos a Londres,
se organizó la boda y papá estaba muy contento, pero yo seguía convencida de
que ningún hombre en el mundo podría ocupar en mi corazón el puesto de mi pobre
Frank.
»Aun así, de haberme casado con
lord St. Simon, yo le habría sido leal. No tenemos control sobre nuestro amor,
pero sí sobre nuestras acciones. Fui con él al altar con la intención de ser
para él tan buena esposa como me fuera posible. Pero puede usted imaginarse lo
que sentí cuando, al acercarme al altar, volví la mirada hacia atrás y vi a
Frank mirándome desde el primer reclinatorio. Al principio, lo tomé por un fantasma;
pero cuando lo miré de nuevo seguía allí, como preguntándome con la mirada si
me alegraba de verlo o lo lamentaba. No sé cómo no caí al suelo. Sé que todo me
daba vueltas, y las palabras del sacerdote me sonaban en los oídos como el zumbido
de una abeja. No sabía qué hacer. ¿Debía interrumpir la ceremonia y dar un
escándalo en la iglesia? Me volví a mirarlo, y me pareció que se daba cuenta de
lo que yo pensaba, porque se llevó los dedos a los labios para indicarme que
permaneciera callada. Luego le vi garabatear en un papel y supe que me estaba
escribiendo una nota. Al pasar junto a su reclinatorio, camino de la salida,
dejé caer mi ramo junto a él y él me metió la nota en la mano al devolverme
las flores. Eran sólo unas palabras diciéndome que me reuniera con él cuando él
me diera la señal. Por supuesto, ni por un momento dudé de que mi principal
obligación era para con él, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que él me
indicara.
»Cuando llegamos a casa, se lo
conté a mi doncella, que le había conocido en California y siempre le tuvo
simpatía. Le ordené que no dijera nada y que preparase mi abrigo y unas cuantas
cosas para llevarme. Sé que tendría que habérselo dicho a lord St. Simon, pero
resultaba muy dificil hacerlo delante de su madre y de todos aquellos grandes
personajes. Decidí largarme primero y dar explicaciones después. No llevaba ni
diez minutos sentada a la mesa cuando vi a Frank por la ventana, al otro lado
de la calle. Me hizo una seña y echó a andar hacia el parque. Yo me levanté, me
puse el abrigo y salí tras él. En la calle se me acercó una mujer que me dijo
no sé qué acerca de lord St. John... Por lo poco que entendí, me pareció que
también ella tenía su pequeño secreto anterior a la boda... Pero conseguí
librarme de ella y pronto alcancé a Frank. Nos metimos en un coche y fuimos a
un apartamento que tenía alquilado en Gordon Square, y allí se celebró mi
verdadera boda, después de tantos años de espera. Frank había caído prisionero
de los apaches, había escapado, llegó a San Francisco, averiguó que yo le
había dado por muerto y me había venido a Inglaterra, me siguió hasta aquí, y
me encontró la mañana misma de mi segunda boda.
––Lo leí en un periódico ––explicó
el norteamericano––. Venía el nombre y la iglesia, pero no la dirección de la
novia.
––Entonces discutimos lo que
debíamos hacer, y Frank era partidario de revelarlo todo, pero a mí me daba
tanta vergüenza que prefería desaparecer y no volver a ver a nadie; todo lo
más, escribirle unas líneas a papá para hacerle saber que estaba viva. Me
resultaba espantoso pensar en todos aquellos personajes de la nobleza, sentados
a la mesa y esperando mi regreso. Frank cogió mis ropas y demás cosas de
novia, hizo un bulto con todas ellas y las tiró en algún sitio donde nadie las
encontrara, para que no me siguieran la pista por ellas. Lo más seguro es que
nos hubiéramos marchado a París mañana, pero este caballero, el señor Holmes,
vino a vernos esta tarde y nos hizo ver con toda claridad que yo estaba
equivocada y Frank tenía razón, y tanto secreto no hacía sino empeorar nuestra
situación. Entonces nos ofreció la oportunidad de hablar a solas con lord St.
Simon, y por eso hemos venido sin perder tiempo a su casa. Ahora, Robert, ya
sabes todo lo que ha sucedido; lamento mucho haberte hecho daño y espero que
no pienses muy mal de mí.
Lord St. Simon no había suavizado
en lo más mínimo su rígida actitud, y había escuchado el largo relato con el
ceño fruncido y los labios apretados.
––Perdonen ––dijo––, pero no
tengo por costumbre discutir de mis asuntos personales más íntimos de una
manera tan pública.
––Entonces, ¿no me perdonas? ¿No
me darás la mano antes de que me vaya?
––Oh, desde luego, si eso le
causa algún placer ––extendió la mano y estrechó fríamente la que le tendían.
––Tenía la esperanza ––surgió
Holmes–– de que me acompañaran en una cena amistosa.
––Creo que eso ya es pedir
demasiado ––respondió su señoría––. Quizás no me quede más remedio que aceptar
el curso de los acontecimientos, pero no esperarán que me ponga a celebrarlo.
Con su permiso, creo que voy a despedirme. Muy buenas noches a todos ––hizo una
amplia reverencia que nos abarcó a todos y salió a grandes zancadas de la
habitación.
––Entonces, espero que al menos
ustedes me honren con su compañía ––dijo Sherlock Holmes––. Siempre es un
placer conocer a un norteamericano, señor Moulton; soy de los que opinan que la
estupidez de un monarca y las torpezas de un ministro en tiempos lejanos no
impedirán que nuestros hijos sean algún día ciudadanos de una única nación que
abarcará todo el mundo, bajo una bandera que combinará los colores de la
Union Jack con las Barras y Estrellas.
––Ha sido un caso interesante ––comentó
Holmes cuando nuestros visitantes se hubieron marchado––, porque demuestra con
toda claridad lo sencilla que puede ser la explicación de un asunto que a
primera vista parece casi inexplicable. No podríamos encontrar otro más
inexplicable. Y no encontraríamos una explicación más natural que la serie de
acontecimientos narrada por esta señora, aunque los resultados no podrían ser
más extraños si se miran, por ejemplo, desde el punto de vista del señor
Lestrade, de Scotland Yard.
––Así pues, no se equivocaba
usted.
––Desde un principio había dos
hechos que me resultaron evidentísimos. El primero, que la novia había acudido
por su propia voluntad a la boda; el otro, que se había arrepentido a los
pocos minutos de regresar a casa. Evidentemente, algo había ocurrido durante la
mañana que le hizo cambiar de opinión. ¿Qué podía haber sido? No podía haber
hablado con nadie, porque todo el tiempo estuvo acompañada del novio. ¿Acaso
había visto a alguien? De ser así, tenía que haber sido alguien procedente de
América, porque llevaba demasiado poco tiempo en nuestro país como para que alguien
hubiera podido adquirir tal influencia sobre ella que su mera visión la
indujera a cambiar tan radicalmente de planes. Como ve, ya hemos llegado, por
un proceso de exclusión, a la idea de que la novia había visto a un americano.
¿Quién podía ser este americano, y por qué ejercía tanta influencia sobre
ella? Podía tratarse de un amante; o podía tratarse de un marido. Sabíamos que
había pasado su juventud en ambientes muy rudos y en condiciones poco normales.
Hasta aquí había llegado antes de escuchar el relato de lord St. Simon. Cuando
éste nos habló de un hombre en un reclinatorio, del cambio de humor de la
novia, del truco tan transparente de recoger una nota dejando caer un ramo de
flores, de la conversación con la doncella y confidente, y de la significativa
alusión a «pisarle la licencia a otro», que en la jerga de los mineros
significa apoderarse de lo que otro ha reclamado con anterioridad, la situación
se me hizo absolutamente clara. Ella se había fugado con un hombre, y este hombre
tenía que ser un amante o un marido anterior; lo más probable parecía lo
último.
––¿Y cómo demonios consiguió
usted localizarlos?
––Podría haber resultado dificil,
pero el amigo Lestrade tenía en sus manos una información cuyo valor
desconocía. Las iniciales, desde luego, eran muy importantes, pero aún más
importante era saber que hacía menos de una semana que nuestro hombre había
pagado su cuenta en uno de los hoteles más selectos de Londres.
––¿De dónde sacó lo de selecto?
––Por lo selecto de los precios.
Ocho chelines por una cama y ocho peniques por una copa de jerez indicaban que
se trataba de uno de los hoteles más caros de Londres. No hay muchos que cobren
esos precios. En el segundo que visité, en Northumberland Avenue, pude ver en
el libro de registros que el señor Francis H. Moulton, caballero norteamericano,
se había marchado el día anterior; y al examinar su factura, me encontré con
las mismas cuentas que habíamos visto en la copia. Había dejado dicho que se le
enviara ?a correspondencia al 226 de Gordon Square, así que allá me encaminé,
tuve la suerte de encontrar en casa a la pareja de enamorados yme atrevía
ofrecerles algunos consejos paternales, indicándoles que sería mucho mejor, en
todos los aspectos, que aclararan un poco su situación, tanto al público en
general como a lord St. Simon en particular. Los invité a que se encontraran
aquí con él y, como ve, conseguí que también él acudiera a la cita.
––Pero con resultados no
demasiado buenos ––comenté yo––. Desde luego, la conducta del caballero no ha
sido muy elegante.
––¡Ah, Watson! ––dijo Holmes
sonriendo––. Puede que tampoco usted se comportara muy elegantemente si,
después de todo el trabajo que representa echarse novia y casarse, se encontrara
privado en un instante de esposa y de fortuna. Creo que debemos ser clementes
al juzgar a lord St. Simon, y dar gracias a nuestra buena estrella, porque no
es probable que lleguemos a encontrarnos en su misma situación. Acerque su
silla y páseme el violín; el único problema que aún nos queda por resolver es cómo
pasar estas aburridas veladas de otoño.
11. La corona de berilos
–– Holmes ––dije una mañana,
mientras contemplaba la calle desde nuestro mirador––, por ahí viene un loco.
¡Qué vergüenza que su familia le deje salir solo!
Mi amigo se levantó perezosamente
de su sillón y miró sobre mi hombro, con las manos metidas en los bolsillos de
su bata. Era una mañana fresca y luminosa de febrero, y la nieve del día
anterior aún permanecía acumulada sobre el suelo, en una espesa capa que
brillaba bajo el sol invernal. En el centro de la calzada de Baker Street, el
tráfico la había surcado formando una franja terrosa y parda, pero a ambos
lados de la calzada y en los bordes de las aceras aún seguía tan blanca como
cuando cayó. El pavimento gris estaba limpio y barrido, pero aún resultaba
peligrosamente resbaladizo, por lo que se veían menos peatones que de
costumbre. En realidad, por la parte que llevaba a la estación del Metro no
venía nadie, a excepción del solitario caballero cuya excéntrica conducta me
había llamado la atención.
Se trataba de un hombre de unos
cincuenta años, alto, corpulento y de aspecto imponente, con un rostro enorme,
de rasgos muy marcados, y una figura impresionante. Iba vestido con estilo
serio, pero lujoso: levita negra, sombrero reluciente, polainas impecables de
color pardo y pantalones gris perla de muy buen corte. Sin embargo, su manera
de actuar ofrecía un absurdo contraste con la dignidad de su atuendo y su
porte, porque venía a todo correr, dando saltitos de vez en cuando, como los
que da un hombre cansado y poco acostumbrado a someter a un esfuerzo a sus
piernas. Y mientras corría, alzaba ybajaba las manos, movía de un lado a otro
la cabeza y deformaba su cara con las más extraordinarias contorsiones.
––¿Qué demonios puede pasarle? ––pregunté––.
Está mirando los números de las casas.
––Me parece que viene aquí ––dijo
Holmes, frotándose las manos.
––¿Aquí?
––Sí, y yo diría que viene a
consultarme profesionalmente. Creo reconocer los síntomas. ¡Ajá! ¿No se lo
dije? ––mientras Holmes hablaba, el hombre, jadeando y resoplando, llegó
corriendo a nuestra puerta y tiró de la campanilla hasta que las llamadas
resonaron en toda la casa.
Unos instantes después estaba ya
en nuestra habitación, todavía resoplando y gesticulando, pero con una
expresión tan intensa de dolor y desesperación en los ojos que nuestras
sonrisas se trasformaron al instante en espanto y compasión. Durante un rato
fue incapaz de articular una palabra, y siguió oscilando de un lado a otro y
tirándose de los cabellos como una persona arrastrada más allá de los límites
de la razón. De pronto, se puso en pie de un salto y se golpeó la cabeza
contra la pared con tal fuerza que tuvimos que correr en su ayuda y arrastrarlo
al centro de la habitación. Sherlock Holmes le empujó hacia una butaca y se
sentó a su lado, dándole palmaditas en la mano y procurando tranquilizarlo con
la charla suave y acariciadora que tan bien sabía emplear y que tan excelentes
resultados le había dado en otras ocasiones.
––Ha venido usted a contarme su
historia, ¿no es así? ––decía––. Ha venido con tanta prisa que está fatigado.
Por favor, aguarde hasta haberse recuperado y entonces tendré mucho gusto en
considerar cualquier pequeño problema que tenga a bien plantearme.
El hombre permaneció sentado algo
más de un minuto con el pecho agitado, luchando contra sus emociones. Por fin,
se pasó un pañuelo por la frente, apretó los labios y volvió el rostro hacia
nosotros.
––¿Verdad que me han tomado por
un loco? ––dijo.
––Se nota que tiene usted algún gran
apuro ––respondió Holmes.
––¡No lo sabe usted bien! ¡Un
apuro que me tiene totalmente trastornada la razón, una desgracia inesperada y
terrible! Podría haber soportado la deshonra pública, aunque mi reputación ha
sido siempre intachable. Y una desgracia privada puede ocurrirle a cualquiera.
Pero las dos cosas juntas, y de una manera tan espantosa, han conseguido
destrozarme hasta el alma. Y además no soy yo solo. Esto afectará a los más
altos personajes del país, a menos que se le encuentre una salida a este
horrible asunto.
––Serénese, por favor ––dijo
Holmes––, y explíqueme con claridad quién es usted y qué le ha ocurrido.
––Es posible que mi nombre les
resulte familiar ––respondió nuestro visitante––. Soy Alexander Holder, de la
firma bancaria Holder & Stevenson, de Threadneedle Street.
Efectivamente, conocíamos bien
aquel nombre, perteneciente al socio más antiguo del segundo banco más importante
de la City de Londres. ¿Qué podía haber ocurrido para que uno de los ciudadanos
más prominentes de Londres quedara reducido a aquella patética condición?
Aguardamos llenos de curiosidad hasta que, con un nuevo esfuerzo, reunió
fuerzas para contar su historia.
––Opino que el tiempo es oro ––dijo––,
y por eso vine corriendo en cuanto el inspector de policía sugirió que procurara
obtener su cooperación. He venido en Metro hasta Baker Street, y he tenido que
correr desde la estación porque los coches van muy despacio con esta nieve. Por
eso me he quedado sin aliento, ya que no estoy acostumbrado a hacer ejercicio.
Ahora ya me siento mejor y le expondré los hechos del modo más breve y más
claro que me sea posible.
»Naturalmente, ustedes ya saben
que para la buena marcha de una empresa bancaria, tan importante es saber
invertir provechosamente nuestros fondos como ampliar nuestra clientela y el
número de depositarios. Uno de los sistemas más lucrativos de invertir dinero
es en forma de préstamos, cuando la garantía no ofrece dudas. En los últimos
años hemos hecho muchas operaciones de esta clase, y son muchas las familias
de la aristocracia a las que hemos adelantado grandes sumas de dinero, con la
garantía de sus cuadros, bibliotecas o vajillas de plata.
»Ayer por la mañana, me
encontraba en mi despacho del banco cuando uno de los empleados me trajo una
tarjeta. Di un respingo al leer el nombre, que era nada menos que... bueno,
quizá sea mejor que no diga más, ni siquiera a usted... Baste con decir que se
trata de un nombre conocido en todo el mundo... uno de los nombres más
importantes, más nobles, más ilustres de Inglaterra. Me sentí abrumado por el
honor e intenté decírselo cuando entró, pero él fue directamente al grano del
negocio, con el aire de quien quiere despachar cuanto antes una tarea
desagradable.
»––Señor Holder ––dijo––, se me
ha informado de que presta usted dinero.
»––La firma lo hace cuando la
garantía es buena ––respondí yo.
»––Me es absolutamente
imprescindible ––dijo él–– disponer al momento de cincuenta mil libras. Por
supuesto, podría obtener una suma diez veces superior a esa insignificancia
pidiendo prestado a mis amigos, pero prefiero llevarlo como una operación
comercial y ocuparme del asunto personalmente. Como comprenderá usted, en mi
posición no conviene contraer ciertas obligaciones.
»––¿Puedo preguntar durante
cuánto tiempo necesitará usted esa suma? ––pregunté.
»––El lunes que viene cobraré una
cantidad importante, y entonces podré, con toda seguridad, devolverle lo que
usted me adelante, más los intereses que considere adecuados. Pero me resulta
imprescindible disponer del dinero en el acto.
»––Tendría mucho gusto en
prestárselo yo mismo, de mi propio bolsillo y sin más trámites, pero la cantidad
excede un poco a mis posibilidades. Por otra parte, si lo hago en nombre de la
firma, entonces, en consideración a mi socio, tendría que insistir en que, aun
tratándose de usted, se tomaran todas las garantías pertinentes.
»––Lo prefiero así, y con mucho ––dijo
él, alzando una caja de tafilete negro que había dejado junto a su silla––.
Supongo que habrá oído hablar de la corona de berilos.
»––Una de las más preciadas
posesiones públicas del Imperio ––respondí yo.
»––En efecto ––abrió la caja y
allí, embutida en blando terciopelo de color carne, apareció la magnífica joya
que acababa de nombrar––. Son treinta y nueve berilos enormes ––dijo––, y el
precio de la montura de oro es incalculable. La tasación más baja fijará el
precio de la corona en más del doble de la suma que le pido. Estoy dispuesto a
dejársela como garantía.
»Tomé en las manos el precioso
estuche y miré con cierta perplejidad a mi ilustre cliente.
»––¿Duda usted de su valor? ––preguntó.
»––En absoluto. Sólo dudo...
»––... de que yo obre
correctamente al dejarla aquí. Puede usted estar tranquilo. Ni en sueños se me
ocurriría hacerlo si no estuviese absolutamente seguro de poder recuperarla en
cuatro días. Es una mera formalidad. ¿Le parece suficiente garantía?
»––Más que suficiente.
»––Se dará usted cuenta, señor
Holder, de que con esto le doy una enorme prueba de la confianza que tengo en
usted, basada en las referencias que me han dado. Confio en que no sólo será
discreto y se abstendrá de todo comentario sobre el asunto, sino que además, y
por encima de todo, cuidará de esta corona con toda clase de precauciones,
porque no hace falta que le diga que se organizaría un escándalo tremendo si
sufriera el menor daño. Cualquier desperfecto sería casi tan grave como
perderla por completo, ya que no existen en el mundo berilos como éstos, y
sería imposible reemplazarlos. No obstante, se la dejo con absoluta confianza,
yvendré a recuperarla personalmente el lunes por la mañana.
»Viendo que mi cliente estaba
deseoso de marcharse, no dije nada más; llamé al cajero y le di orden de que
pagara cincuenta mil libras en billetes. Sin embargo, cuando me quedé solo con
el precioso estuche encima de la mesa, delante de mí, no pude evitar pensar
con cierta inquietud en la inmensa responsabilidad que había contraído. No
cabía duda de que, por tratarse de una propiedad de la nación, el escándalo
sería terrible si le ocurriera alguna desgracia. Empecé a lamentar el haber
aceptado quedarme con ella, pero ya era demasiado tarde para cambiar las cosas,
así que la guardé en mi caja de seguridad privada, y volví a mi trabajo.
»Al llegar la noche, me pareció
que sería una imprudencia dejar un objeto tan valioso en el despacho. No sería
la primera vez que se fuerza la caja de un banquero. ¿Por qué no habría de
pasarle a la mía? Así pues, decidí que durante los días siguientes llevaría
siempre la corona conmigo, para que nunca estuviera fuera de mi alcance. Con
esta intención, llamé a un coche y me hice conducir a mi casa de Streatham,
llevándome la joya. No respiré tranquilo hasta que la hube subido al piso de
arriba y guardado bajo llave en el escritorio de mi gabinete.
»Y ahora, unas palabras acerca
del personal de mi casa, señor Holmes, porque quiero que comprenda perfectamente
la situación. Mi mayordomo y mi lacayo duermen fuera de casa, y se les puede
descartar por completo. Tengo tres doncellas, que llevan bastantes años
conmigo, y cuya honradez está por encima de toda sospecha. Una cuarta
doncella, Lucy Parr, lleva sólo unos meses a mi servicio. Sin embargo, traía excelentes
referencias y siempre ha cumplido a la perfección. Es una muchacha muy bonita,
y de vez en cuando atrae a admiradores que rondan por la casa. Es el único inconveniente
que le hemos encontrado, pero por lo demás consideramos que es una chica
excelente en todos los aspectos.
»Eso en cuanto al servicio. Mi
familia es tan pequeña que no tardaré mucho en describirla. Soy viudo y tengo
un solo hijo, Arthur, que ha sido una decepción para mí, señor Holmes, una
terrible decepción. Sin duda, toda la culpa es mía. Todos dicen que le he
mimado demasiado, y es muy probable que así sea. Cuando falleció mi querida
esposa, todo mi amor se centró en él. No podía soportar que la sonrisa se borrara
de su rostro ni por un instante. Jamás le negué ningún capricho. Tal vez habría
sido mejor para los dos que yo me hubiera mostrado más severo, pero lo hice con
la mejor intención.
»Naturalmente, yo tenía la
intención de que él me sucediera en el negocio, pero no tenía madera de financiero.
Era alocado, indisciplinado y, para ser sincero, no se le podían confiar sumas
importantes de dinero. Cuando era joven se hizo miembro de un club aristocrático,
y allí, gracias a su carácter simpático, no tardó en hacer amistades con gente
de bolsa bien repleta y costumbres caras. Se aficionó a jugar a las cartas y
apostar en las carreras, y continuamente acudía a mí, suplicando que le diese
un adelanto de su asignación para poder saldar sus deudas de honor. Más de una
vez intentó romper con aquellas peligrosas compañías, pero la influencia de
su amigo sir George Burnwell le hizo volver en todas las ocasiones.
»A decir verdad, a mí no me
extrañaba que un hombre como sir George Burnwell tuviera tanta influencia sobre
él, porque lo trajo muchas veces a casa e incluso a mí me resultaba difícil
resistirme a la fascinación de su trato. Es mayor que Arthur, un hombre de
mundo de pies a cabeza, que ha estado en todas partes y lo ha visto todo,
conversador brillante y con un gran atractivo personal. Sin embargo, cuando
pienso en él fríamente, lejos del encanto de su presencia, estoy convencido,
por su manera cínica de hablar y por la mirada que he advertido en sus ojos, de
que no se puede confiar en él. Eso es lo que pienso, y así piensa también mi
pequeña Mary, que posee una gran intuición femenina para la cuestión del
carácter.
»Y ya sólo queda ella por
describir. Mary es mi sobrina; pero cuando falleció mi hermano hace cinco años,
dejándola sola, yo la adopté y desde entonces la he considerado como una hija.
Es el sol de la casa..., dulce, cariñosa, guapísima, excelente administradora
y ama de casa, y al mismo tiempo tan tierna, discreta y gentil como puede ser
una mujer. Es mi mano derecha. No sé lo que haría sin ella. Sólo en una cosa
se ha opuesto a mis deseos. Mi hijo le ha pedido dos veces que se case con él,
porque la ama apasionadamente, pero ella le ha rechazado las dos veces. Creo
que si alguien puede volverlo al buen camino es ella; y ese matrimonio podría
haber cambiado por completo la vida de mi hijo. Pero, ¡ay!, ya es demasiado
tarde. ¡Demasiado tarde, sin remedio!
»Y ahora que ya conoce usted a la
gente que vive bajo mi techo, señor Holmes, proseguiré con mi doloroso relato.
»Aquella noche, después de cenar, mientras tomábamos café en la sala de estar,
les conté a Arthur y Mary lo sucedido y les hablé del precioso tesoro que
teníamos en casa, omitiendo únicamente el nombre de mi cliente. Estoy seguro
de que Lucy Parr, que nos había servido el café, había salido ya de la
habitación; pero no puedo asegurar que la puerta estuviera cerrada. Mary y
Arthur se mostraron muy interesados y quisieron ver la famosa corona, pero a mí
me pareció mejor dejarla en paz.
»––¿Dónde la has guardado? ––preguntó
Arthur.
»––En mi escritorio.
»––Bueno, Dios quiera que no
entren ladrones en casa esta noche ––dijo.
»––Está cerrado con llave ––indiqué.
––Bah, ese escritorio se abre con
cualquier llave vieja. Cuando era pequeño, yo la abría con la llave del armario
del trastero.
ȃsa era su manera normal de
hablar, así que no presté mucha atención a lo que decía. Sin embargo, aquella
noche me siguió a mi habitación con una expresión muy seria.
»––Escucha, papá ––dijo con una
mirada baja––. ¿Puedes dejarme doscientas libras?
»––¡No, no puedo! ––respondí
irritado––. ¡Ya he sido demasiado generoso contigo en cuestiones de dinero!
»––Has sido muy amable ––dijo él––,
pero necesito ese dinero, o jamás podré volver a asomar la cara por el club.
»––¡Pues me parece estupendo! ––exclamé
yo.
»––Sí, papá, pero no querrás que
quede deshonrado ––dijo––. No podría soportar la deshonra. Tengo que reunir ese
dinero como sea, y si tú no me lo das, tendré que recurrir a otros medios.
»Yo me sentía indignado, porque
era la tercera vez que me pedía dinero en un mes.
»––¡No recibirás de mí ni medio
penique! ––grité, y él me hizo una reverencia y salió de mi cuarto sin decir
una palabra más.
»Después de que se fuera, abrí mi
escritorio, comprobé que el tesoro seguía a salvo y lo volví a cerrar con
llave. Luego hice una ronda por la casa para verificar que todo estaba seguro.
Es una tarea que suelo delegar en Mary, pero aquella noche me pareció mejor
realizarla yo mismo. Al bajar las escaleras encontré a Mary junto a la ventana
del vestíbulo, que cerró y aseguró al acercarme yo.
»––Dime, papá ––dijo algo
preocupada, o así me lo pareció––. ¿Le has dado permiso a Lucy, la doncella,
para salir esta noche?
»––Desde luego que no.
»––Acaba de entrar por la puerta
de atrás. Estoy segura de que sólo ha ido hasta la puerta lateral para ver a
alguien, pero no me parece nada prudente y habría que prohibírselo.
»––Tendrás que hablar con ella
por la mañana. O, si lo prefieres, le hablaré yo. ¿Estás segura de que todo
está cerrado?
»––Segurísima, papá.
»––Entonces, buenas noches ––le
di un beso y volví a mi habitación, donde no tardé en dormirme.
»Señor Holmes, estoy esforzándome
por contarle todo lo que pueda tener alguna relación con el caso, pero le ruego
que no vacile en preguntar si hay algún detalle que no queda claro.
––Al contrario, su exposición
está siendo extraordinariamente lúcida.
––Llego ahora a una parte de mi
historia que quiero que lo sea especialmente. Yo no tengo el sueño pesado y,
sin duda, la ansiedad que sentía hizo que aquella noche fuera aún más ligero
que de costumbre. A eso de las dos de la mañana, me despertó un ruido en la
casa. Cuando me desperté del todo ya no se oía, pero me había dado la impresión
de una ventana que se cerrara con cuidado. Escuché con toda mi alma. De
pronto, con gran espanto por mi parte, oí el sonido inconfundible de unos
pasos sigilosos en la habitación de al lado. Me deslicé fuera de la cama,
temblando de miedo, y miré por la esquina de la puerta del gabinete.
»––¡Arthur! ––grité––. ¡Miserable
ladrón! ¿Cómo te atreves a tocar esa corona?
»La luz de gas estaba a media
potencia, como yo la había dejado, y mi desdichado hijo, vestido sólo con
camisa y pantalones, estaba de pie junto a la luz, con la corona en las manos.
Parecía estar torciéndola o aplastándola con todas sus fuerzas. Al oír mi grito
la dejó caer y se puso tan pálido como un muerto. La recogí y la examiné. Le
faltaba uno de los extremos de oro, con tres de los berilos.
»––¡Canalla! ––grité, enloquecido
de rabia––. ¡La has roto! ¡Me has deshonrado para siempre! ¿Dónde están las
joyas que has robado?
»––¡Robado! ––exclamó.
»––¡Sí, ladrón! ––rugí yo,
sacudiéndolo por los hombros.
»––No falta ninguna. No puede
faltar ninguna.
»––¡Faltan tres! ¡Y tú sabes qué
ha sido de ellas! ¿Tengo que llamarte mentiroso, además de ladrón? ¿Acaso no te
acabo de ver intentando arrancar otro trozo?
»––Ya he recibido suficientes
insultos ––dijo él––. No pienso aguantarlo más. Puesto que prefieres insultarme,
no diré una palabra más del asunto. Me iré de tu casa por la mañana y me abriré
camino por mis propios medios.
»––¡Saldrás de casa en manos de
la policía! ––grité yo, medio loco de dolor y de ira––. ¡Haré que el asunto se
investigue a fondo!
»––Pues por mi parte no
averiguarás nada ––dijo él, con una pasión de la que no le habría creído capaz––.
Si decides llamar a la policía, que averigüen ellos lo que puedan.
»Para entonces, toda la casa
estaba alborotada, porque yo, llevado por la cólera, había alzado mucho la voz.
Mary fue la primera en entrar corriendo en la habitación y, al ver la corona y
la cara de Arthur, comprendió todo lo sucedido y, dando un grito, cayó sin
sentido al suelo. Hice que la doncella avisara a la policía y puse
inmediatamente la investigación en sus manos. Cuando el inspector y un agente
de uniforme entraron en la casa, Arthur, que había permanecido todo el tiempo
taciturno y con los brazos cruzados, me preguntó si tenía la intención de
acusarle de robo. Le respondí que había dejado de ser un asunto privado para
convertirse en público, puesto que la corona destrozada era propiedad de la
nación. Yo estaba decidido a que la ley se cumpliera hasta el final.
»––Al menos ––dijo––, no me hagas
detener ahora mismo. Te conviene tanto como a mí dejarme salir de casa cinco minutos.
»––Sí, para que puedas escaparte,
o tal vez para poder esconder lo que has robado ––respondí yo.
»Y a continuación, dándome cuenta
de la terrible situación en la que se encontraba, le imploré que recordara que
no sólo estaba en juego mi honor, sino también el de alguien mucho más
importante que yo; y que su conducta podía provocar un escándalo capaz de
conmocionar a la nación entera. Podía evitar todo aquello con sólo decirme qué
había hecho con las tres piedras que faltaban.
»––Más vale que afrontes la
situación ––le dije––. Te han cogido con las manos en la masa, y confesar no
agravará tu culpa. Si procuras repararla en la medida de lo posible, diciéndonos
dónde están los berilos, todo quedará perdonado y olvidado.
»––Guárdate tu perdón para el que
te lo pida ––respondió, apartándose de mí con un gesto de desprecio.
»Me di cuenta de que estaba
demasiado maleado como para que mis palabras le influyeran. Sólo podía hacer
una cosa. Llamé al inspector y lo puse en sus manos. Se llevó a cabo un
registro inmediato, no sólo de su persona, sino también de su habitación y de
todo rincón de la casa donde pudiera haber escondido las gemas. Pero no se
encontró ni rastro de ellas, y el miserable de mi hijo se negó a abrir la
boca, a pesar de todas nuestras súplicas y amenazas. Esta mañana lo han
encerrado en una celda, y yo, tras pasar por todas las formalidades de la
policía, he venido corriendo a verle a usted, para rogarle que aplique su
talento a la resolución del misterio. La policía ha confesado sin reparos que
por ahora no sabe qué hacer. Puede usted incurrir en los gastos que le parezcan
necesarios. Ya he recibido una recompensa de mil libras. ¡Dios mío! ¿Qué voy a
hacer? He perdido mi honor, mis joyas y mi hijo en una sola noche. ¡Oh, qué
puedo hacer!
Se llevó las manos ala cabeza y
empezó a oscilar de delante a atrás, parloteando consigo mismo, como un niño
que no encuentra palabras para expresar su dolor.
Sherlock Holmes permaneció
callado unos minutos, con el ceño fruncido y los ojos clavados en el fuego de
la chimenea.
––¿Recibe usted muchas visitas? ––preguntó
por fin.
––Ninguna, exceptuando a mi socio
con su familia y, de vez en cuando, algún amigo de Arthur. Sir George Burnwell
ha estado varias veces en casa últimamente. Y me parece que nadie más.
––¿Sale usted mucho?
––Arthur sale. Mary y yo nos
quedamos en casa. A ninguno de los dos nos gustan las reuniones sociales.
––Eso es poco corriente en una
joven.
––Es una chica muy tranquila.
Además, ya no es tan joven. Tiene ya veinticuatro años.
––Por lo que usted ha dicho, este
suceso la ha afectado mucho.
––¡De un modo terrible! ¡Está más
afectada aun que yo!
––¿Ninguno de ustedes dos duda de
la culpabilidad de su hijo?
––¿Cómo podríamos dudar, si yo mismo
le vi con mis propios ojos con la corona en la mano?
––Eso no puede considerarse una
prueba concluyente. ¿Estaba estropeado también el resto de la corona?
––Sí, estaba toda retorcida.
––¿Y no cree usted que es posible
que estuviera intentando enderezarla?
––¡Dios le bendiga! Está usted
haciendo todo lo que puede por él y por mí. Pero es una tarea desmesurada. Al
fin y al cabo, ¿qué estaba haciendo allí? Y si sus intenciones eran honradas,
¿por qué no lo dijo?
––Exactamente. Y si era culpable,
¿por qué no inventó una mentira? Su silencio me parece un arma de dos filos. El
caso presenta varios detalles muy curiosos. ¿Qué opinó la policía del ruido que
le despertó a usted?
––Opinan que pudo haberlo
provocado Arthur al cerrar la puerta de su alcoba.
––¡Bonita explicación! Como si un
hombre que se propone cometer un robo fuera dando portazos para despertar a
toda la casa. ¿Y qué han dicho de la desaparición de las piedras?
––Todavía están sondeando las
tablas del suelo y agujereando muebles con la esperanza de encontrarlas.
––¿No se les ha ocurrido buscar
fuera de la casa?
––Oh, sí, se han mostrado
extraordinariamente diligentes. Han examinado el jardín pulgada a pulgada.
––Dígame, querido señor ––dijo
Holmes––, ¿no le empieza a parecer evidente que este asunto tiene mucha más
miga que la que usted o la policía pensaron en un principio? A usted le parecía
un caso muy sencillo; a mí me parece enormemente complicado. Considere usted
todo lo que implica su teoría: usted supone que su hijo se levantó de la cama,
se arriesgó a ir a su gabinete, forzó el escritorio, sacó la corona, rompió un
trocito de la misma, se fue a algún otro sitio donde escondió tres de las
treinta y nueve gemas, tan hábilmente que nadie ha sido capaz de encontrarlas,
y luego regresó con las treinta y seis restantes al gabinete, donde se exponía
con toda seguridad a ser descubierto. Ahora yo le pregunto: ¿se sostiene en
pie esa teoría?
––Pero ¿qué otra puede haber? ––exclamó
el banquero con un gesto de desesperación––. Si sus motivos eran honrados, ¿por
qué no los explica?
––En averiguarlo consiste nuestra
tarea ––replicó Holmes––. Así pues, señor Holder, si le parece bien iremos a
Streatham juntos y dedicaremos una hora a examinar más de cerca los detalles.
Mi amigo insistió en que yo los acompañara
en la expedición, a lo cual accedí de buena gana, pues la historia que acababa
de escuchar había despertado mi curiosidad y mi simpatía. Confieso que la
culpabilidad del hijo del banquero me parecía tan evidente como se lo parecía a
su infeliz padre, pero aun así, era tal la fe que tenía en el buen criterio de
Holmes que me parecía que, mientras él no se mostrara satisfecho con la
explicación oficial, aún existía base para concebir esperanzas. Durante todo el
trayecto al suburbio del sur, Holmes apenas pronunció palabra, y permaneció
todo el tiempo con la barbilla sobre el pecho, sumido en profundas reflexiones.
Nuestro cliente parecía haber cobrado nuevos ánimos con el leve destello de esperanza
que se le había ofrecido, e incluso se enfrascó en una inconexa charla conmigo
acerca de sus asuntos comerciales. Un rápido trayecto en ferrocarril y una
corta caminata nos llevaron a Fairbank, la modesta residencia del gran
financiero.
Fairbank era una mansión cuadrada
de buen tamaño, construida en piedra blanca y un poco retirada de la carretera.
Atravesando un césped cubierto de nieve, un camino de dos pistas para carruajes
conducía a las dos grandes puertas de hierro que cerraban la entrada. A la
derecha había un bosquecillo del que salía un estrecho sendero con dos setos
bien cuidados a los lados, que llevaba desde la carretera hasta la puerta de
la cocina, y servía como entrada de servicio. A la izquierda salía un sendero
que conducía a los establos, y que no formaba parte de la finca, sino que se
trataba de un camino público, aunque poco transitado. Holmes nos abandonó ante
la puerta y empezó a caminar muy despacio: dio la vuelta a la casa, volvió a la
parte delantera, recorrió el sendero de los proveedores y dio la vuelta al
jardín por detrás, hasta llegar al sendero que llevaba a los establos. Tardó
tanto tiempo que el señor Holder y yo entramos al comedor y esperamos junto a
la chimenea a que regresara. Allí nos encontrábamos, sentados en silencio,
cuando se abrió una puerta y entró una joven. Era de estatura bastante
superiora la media, delgada, con el cabello y los ojos oscuros, que parecían
aún más oscuros por el contraste con la absoluta palidez de su piel. No creo
haber visto nunca una palidez tan mortal en el rostro de una mujer. También sus
labios parecían desprovistos de sangre, pero sus ojos estaban enrojecidos de
tanto llorar. Al avanzar en silencio por la habitación, daba una sensación de
sufrimiento que me impresionó mucho más que la descripción que había hecho el
banquero por la mañana, y que resultaba especialmente sorprendente en ella,
porque se veía claramente que era una mujer de carácter fuerte, con inmensa
capacidad para dominarse. Sin hacer caso de mi presencia, se dirigió directamente
a su tío y le pasó la mano por la cabeza, en una dulce caricia femenina.
––Habrás dado orden de que dejen
libre a Arthur, ¿verdad, papá? ––preguntó.
––No, hija mía, no. El asunto
debe investigarse a fondo.
––Pero estoy segura de que es
inocente. Ya sabes cómo es la intuición femenina. Sé que no ha hecho nada malo.
––¿Y por qué calla, si es
inocente?
––¿Quién sabe? Tal vez porque le
indignó que sospecharas de él.
––¿Cómo no iba a sospechar, si yo
mismo le vi con la corona en las manos?
––¡Pero si sólo la había cogido
para mirarla! ¡Oh, papá, créeme, por favor, es inocente! Da por terminado el
asunto y no digas más. ¡Es tan terrible pensar que nuestro querido Arthur está
en la cárcel!
––No daré por terminado el asunto
hasta que aparezcan las piedras. ¡No lo haré, Mary! Tu cariño por Arthur te
ciega, y no te deja ver las terribles consecuencias que esto tendrá para mí.
Lejos de silenciar el asunto, he traído de Londres a un caballero para que lo
investigue más a fondo.
––¿Este caballero? ––preguntó
ella, dándose la vuelta para mirarme.
––No, su amigo. Ha querido que le
dejáramos solo. Ahora anda por el sendero del establo.
––¿El sendero del establo? ––la
muchacha enarcó las cejas––. ¿Qué espera encontrar ahí? Ah, supongo que es este
señor. Confío, caballero, en que logre usted demostrar lo que tengo por seguro
que es la verdad: que mi primo Arthur es inocente de este robo.
––Comparto plenamente su opinión,
señorita, y, lo mismo que usted, yo también confío en que lograremos demostrarlo
––respondió Holmes, retrocediendo hasta el felpudo para quitarse la nieve de
los zapatos––. Creo que tengo el honor de dirigirme a la señorita Mary Holder.
¿Puedo hacerle una o dos preguntas?
––Por favor, hágalas, si con ello
ayudamos a aclarar este horrible embrollo.
––¿No oyó usted nada anoche?
––Nada, hasta que mi tío empezó a
hablar a gritos. Al oír eso, acudí corriendo.
––Usted se encargó de cerrar las
puertas y ventanas. ¿Aseguró todas las ventanas?
––Sí.
––¿Seguían bien cerradas esta
mañana?
––Sí.
––¿Una de sus doncellas tiene
novio? Creo que usted le comentó a su tío que anoche había salido para verse
con él. ––Sí, y es la misma chica que sirvió en la sala de estar, y pudo oír
los comentarios de mi tío acerca de la corona.
––Ya veo. Usted supone que ella
salió para contárselo a su novio, y que entre los dos planearon el robo.
––¿Pero de qué sirven todas esas
vagas teorías? ––exclamó el banquero con impaciencia––. ¿No le he dicho que vi
a Arthur con la corona en las manos?
––Aguarde un momento, señor
Holder. Ya llegaremos a eso. Volvamos a esa muchacha, señorita Holder. Me imagino
que la vio usted volver por la puerta de la cocina.
––Sí; cuando fui a ver si la
puerta estaba cerrada, me tropecé con ella que entraba. También vi al hombre
en la oscuridad.
––¿Le conoce usted?
––Oh, sí; es el verdulero que nos
trae las verduras. Se llama Francis Prosper.
––¿Estaba a la izquierda de la
puerta... es decir, en el sendero y un poco alejado de la puerta?
––En efecto.
––¿Y tiene una pata de palo?
Algo parecido al miedo asomó en
los negros y expresivos ojos de la muchacha.
––Caramba, ni que fuera usted un
mago ––dijo––. ¿Cómo sabe eso?
La muchacha sonreía, pero en el
rostro enjuto y preocupado de Holmes no apareció sonrisa alguna.
––Ahora me gustaría mucho subir
al piso de arriba ––dijo––. Probablemente tendré que volver a examinar la casa
por fuera. Quizá sea mejor que, antes de subir, eche un vistazo a las ventanas
de abajo.
Caminó rápidamente de una ventana
a otra, deteniéndose sólo en la más grande, que se abría en el vestíbulo y
daba al sendero de los establos. La abrió y examinó atentamente el alféizar con
su potente lupa.
––Ahora vamos arriba ––dijo por
fin.
El gabinete del banquero era un
cuartito amueblado con sencillez, con una alfombra gris, un gran escritorio y
un espejo alargado. Holmes se dirigió en primer lugar al escritorio y examinó
la cerradura.
––¿Qué llave se utilizó para
abrirlo? ––preguntó.
––La misma que dijo mi hijo: la
del armario del trastero.
––¿La tiene usted aquí?
––Es esa que hay encima de la
mesita.
Sherlock Holmes cogió la llave y
abrió el escritorio.
––Es un cierre silencioso ––dijo––.
No me extraña que no le despertara. Supongo que éste es el estuche de la
corona. Tendremos que echarle un vistazo.
Abrió la caja, sacó la diadema y
la colocó sobre la mesa. Era un magnífico ejemplar del arte de la joyería, y
sus treinta y seis piedras eran las más hermosas que yo había visto. Uno de sus
lados tenía el borde torcido y roto, y le faltaba una esquina con tres
piedras.
––Ahora, señor Holder ––dijo
Holmes––, aquí tiene la esquina simétrica a la que se ha perdido tan lamentablemente.
Haga usted el favor de arrancarla.
El banquero retrocedió
horrorizado.
––Ni en sueños me atrevería a
intentarlo ––dijo.
––Entonces, lo haré yo ––con un
gesto repentino, Holmes tiró de la esquina con todas sus fuerzas, pero sin
resultado––. Creo que la siento ceder un poco ––dijo––, pero, aunque tengo una
fuerza extraordinaria en los dedos, tardaría muchísimo tiempo en romperla. Un
hombre de fuerza normal sería incapaz de hacerlo. ¿Y qué cree usted que sucedería
si la rompiera, señor Holder? Sonaría como un pistoletazo. ¿Quiere usted
hacerme creer que todo esto sucedió a pocos metros de su cama, y que usted no
oyó nada?
––No sé qué pensar. Me siento a
oscuras.
––Puede que se vaya iluminando a
medida que avanzamos. ¿Qué piensa usted, señorita Holder?
––Confieso que sigo compartiendo
la perplejidad de mi tío.
––Cuando vio usted a su hijo,
¿llevaba éste puestos zapatos o zapatillas?
––No llevaba más que los
pantalones y la camisa.
––Gracias. No cabe duda de que
hemos tenido una suerte extraordinaria en esta investigación, y si no logramos
aclarar el asunto será exclusivamente por culpa nuestra. Con su permiso, señor
Holder, ahora continuaré mis investigaciones en el exterior.
Insistió en salir solo, explicando
que toda pisada innecesaria haría más dificil su tarea. Estuvo ocupado durante
más de una hora, y cuando por fin regresó traía los pies cargados de nieve y la
expresión tan inescrutable como siempre.
––Creo que ya he visto todo lo
que había que ver, señor Holder ––dijo––. Le resultaré más útil si regreso a
mis habitaciones.
––Pero las piedras, señor Holmes,
¿dónde están?
––No puedo decírselo.
El banquero se retorció las
manos.
––¡No las volveré a ver! ––gimió––.
¿Y mi hijo? ¿Me da usted esperanzas?
––Mi opinión no se ha alterado en
nada.
––Entonces, por amor de Dios,
¿qué siniestro manejo ha tenido lugar en mi casa esta noche?
––Si se pasa usted por mi
domicilio de Baker Street mañana por la mañana, entre las nueve y las diez,
tendré mucho gusto en hacer lo posible por aclararlo. Doy por supuesto que me
concede usted carta blanca para actuar en su nombre, con tal de que recupere
las gemas, sin poner limites a los gastos que yo le haga pagar.
––Daría toda mi fortuna por
recuperarlas.
––Muy bien. Seguiré estudiando el
asunto mientras tanto. Adiós. Es posible que tenga que volver aquí antes de que
anochezca.
Para mí, era evidente que mi
compañero se había formado ya una opinión sobre el caso, aunque ni remotamente
conseguía imaginar a qué conclusiones habría llegado. Durante nuestro viaje de
regreso a casa, intenté varias veces sondearle al respecto, pero él siempre
desvió la conversación hacia otros temas, hasta que por fin me di por vencido.
Todavía no eran las tres cuando llegamos de vuelta a nuestras habitaciones.
Holmes se metió corriendo en la suya y salió a los pocos minutos, vestido como
un vulgar holgazán. Con una chaqueta astrosa y llena de brillos, el cuello
levantado, corbata roja y botas muy gastadas, era un ejemplar perfecto de la
especie.
––Creo que esto servirá ––dijo
mirándose en el espejo que había sobre la chimenea––. Me gustaría que viniera
usted conmigo, Watson, pero me temo que no puede ser. Puede que esté sobre la
buena pista, y puede que esté siguiendo un fuego fatuo, pero pronto saldremos
de dudas. Espero volver en pocas horas.
Cortó una rodaja de carne de una
pieza que había sobre el aparador, la metió entre dos rebanadas de pan y,
guardándose la improvisada comida en el bolsillo, emprendió su expedición.
Yo estaba terminando de tomar el
té cuando regresó; se notaba que venía de un humor excelente, y traía en la
mano una vieja bota de elástico. La tiró a un rincón y se sirvió una taza de
té.
––Sólo vengo de pasada ––dijo––.
Tengo que marcharme en seguida.
––¿Adónde?
––Oh, al otro lado del West End.
Puede que tarde algo en volver. No me espere si se hace muy tarde.
––¿Qué tal le ha ido hasta ahora?
––Así, así. No tengo motivos de
queja. He vuelto a estar en Streatham, pero no llamé a la casa. Es un problema
precioso, y no me lo habría perdido por nada del mundo. Pero no puedo quedarme
aquí chismorreando; tengo que quitarme estas deplorables ropas y recuperar mi
respetable personalidad.
Por su manera de comportarse, se
notaba que tenía más motivos de satisfacción que lo que daban a entender sus meras
palabras. Le brillaban los ojos e incluso tenía un toque de color en sus
pálidas mejillas. Subió corriendo al piso de arriba, y a los pocos minutos oí
un portazo en el vestíbulo que me indicó que había reemprendido su apasionante cacería.
Esperé hasta la medianoche, pero
como no daba señales de regresar me retiré a mi habitación. No era nada raro
que, cuando seguía una pista, estuviera ausente durante días enteros, así que
su tardanza no me extrañó. No sé a qué hora llegó, pero cuando bajé a
desayunar, allí estaba Holmes con una taza de café en una mano y el periódico
en la otra, tan flamante y acicalado como el que más.
––Perdone que haya empezado a
desayunar sin usted, Watson ––dijo––, pero ya recordará que estamos citados
con nuestro cliente a primera hora.
––Pues son ya más de las nueve ––respondí––.
No me extrañaría que el que llega fuera él. Me ha parecido oír la campanilla.
Era, en efecto, nuestro amigo el
financiero. Me impresionó el cambio que había experimentado, pues su rostro,
normalmente amplio y macizo, se veía ahora deshinchado y fláccido, y sus
cabellos parecían un poco más blancos. Entró con un aire fatigado y letárgico,
que resultaba aún más penoso que la violenta entrada del día anterior, y se
dejó caer pesadamente en la butaca que acerqué para él.
––No sé qué habré hecho para
merecer este castigo ––dijo––. Hace tan sólo dos días, yo era un hombre feliz y
próspero, sin una sola preocupación en el mundo. Ahora me espera una vejez
solitaria y deshonrosa. Las desgracias vienen una tras otra. Mi sobrina Mary me
ha abandonado.
––¿Que le ha abandonado?
––Sí. Esta mañana vimos que no
había dormido en su cama; su habitación estaba vacía, y en la mesita del
vestíbulo había una nota para mí. Anoche, movido por la pena y no en tono de
enfado, le dije que si se hubiera casado con mi hijo, éste no se habría
descarriado. Posiblemente fue una insensatez decir tal cosa. En la nota que me
dejó hace alusión a este comentario mío: «Queridísimo
tío: Me doy cuenta de que yo he sido la causa de que sufras este disgusto y
de que, si hubiera obrado de diferente manera, esta terrible desgracia podría
no haber ocurrido. Con este pensamiento en la cabeza, ya no podré ser feliz
viviendo bajo tu techo, y considero que debo dejarte para siempre. No te
preocupes por mi futuro, que eso ya está arreglado. Y, sobre todo, no me
busques, pues sería tarea inútil y no me favorecería en nada. En la vida o en
la muerte, te quiere siempre MARY». ¿Qué quiere decir esta nota, señor Holmes?
¿Cree usted que se propone suicidarse?
––No, no, nada de eso. Quizá sea
ésta la mejor solución. Me parece, señor Holder, que sus dificultades están a
punto de terminar.
––¿Cómo puede decir eso? ¡Señor
Holmes! ¡Usted ha averiguado algo, usted sabe algo! ¿Dónde están las piedras?
––¿Le parecería excesivo pagar
mil libras por cada una?
––Pagaría diez mil.
––No será necesario. Con tres mil
bastará. Y supongo que habrá que añadir una pequeña recompensa. ¿Ha traído usted
su talonario? Aquí tiene una pluma. Lo mejor será que extienda un cheque por
cuatro mil libras.
Con expresión atónita, el
banquero extendió el cheque solicitado. Holmes se acercó a su escritorio, sacó
un trozo triangular de oro con tres piedras preciosas, y lo arrojó sobre la
mesa.
Nuestro cliente se apoderó de él
con un alarido de júbilo.
––¡Lo tiene! ––jadeó––. ¡Estoy
salvado! ¡Estoy salvado!
La reacción de alegría era tan
apasionada como lo había sido su desconsuelo anterior, y apretaba contra el
pecho las gemas recuperadas.
––Todavía debe usted algo, señor
Holder ––dijo Sherlock Holmes en tono más bien severo.
––¿Qué debo? ––cogió la pluma––.
Diga la cantidad y la pagaré.
––No, su deuda no es conmigo. Le
debe usted las más humildes disculpas a ese noble muchacho, su hijo, que se ha
comportado en todo este asunto de un modo que a mí me enorgullecería en mi
propio hijo, si es que alguna vez llego a tener uno.
––Entonces, ¿no fue Arthur quien
las robó?
––Se lo dije ayer y se lo repito
hoy: no fue él.
––¡Con qué seguridad lo dice! En
tal caso, ¡vayamos ahora mismo a decirle que ya se ha descubierto la verdad!
––Él ya lo sabe. Después de
haberlo resuelto todo, tuve una entrevista con él y, al comprobar que no estaba
dispuesto a explicarme lo sucedido, se lo expliqué yo a él, ante lo cual no
tuvo más remedio que reconocer que yo tenía razón, y añadir los poquísimos
detalles que yo aún no veía muy claros. Sin embargo, cuando le vea a usted esta
mañana quizá rompa su silencio.
––¡Por amor del cielo, explíqueme
todo este extraordinario misterio!
––Voy a hacerlo, explicándole
además los pasos por los que llegué a la solución. Y permítame empezar por lo
que a mí me resulta más duro decirle y a usted le resultará más duro escuchar:
sir George Burnwell y su sobrina Mary se entendían, y se han fugado juntos.
––¿Mi Mary? ¡Imposible!
––Por desgracia, es más que
posible; es seguro. Ni usted ni su hijo conocían la verdadera personalidad de
este hombre cuando lo admitieron en su círculo familiar. Es uno de los hombres
más peligrosos de Inglaterra... un jugador arruinado, un canalla sin ningún
escrúpulo, un hombre sin corazón ni conciencia. Su sobrina no sabía nada sobre
esta clase de hombres. Cuando él le susurró al oído sus promesas de amor, como
había hecho con otras cien antes que con ella, ella se sintió halagada, pensando
que había sido la única en llegar a su corazón. El diablo sabe lo que le diría,
pero acabó convirtiéndola en su instrumento, y se veían casi todas las noches.
––¡No puedo creerlo, y me niego a
creerlo! ––exclamó el banquero con el rostro ceniciento.
––Entonces, le explicaré lo que
sucedió en su casa aquella noche. Cuando pensó que usted se había retirado a
dormir, su sobrina bajó a hurtadillas y habló con su amante a través de la
ventana que da al sendero de los establos. El hombre estuvo allí tanto tiempo
que dejó pisadas que atravesaban toda la capa de nieve. Ella le habló de la
corona. Su maligno afán de oro se encendió al oír la noticia, y sometió a la
muchacha a su voluntad. Estoy seguro de que ella le quería a usted, pero hay
mujeres en las que el amor de un amante apaga todos los demás amores, y me
parece que su sobrina es de esta clase. Apenas había acabado de oír las órdenes
de sir George, vio que usted bajaba por las escaleras, y cerró apresuradamente
la ventana; a continuación, le habló de la escapada de una de las doncellas con
su novio el de la pata de palo, que era absolutamente cierta.
»En cuanto a su hijo Arthur, se
fue a la cama después de hablar con usted, pero no pudo dormir a causa de la
inquietud que le producía su deuda en el club. A mitad de la noche, oyó unos
pasos furtivos junto a su puerta; se levantó a asomarse y quedó muy
sorprendido al ver a su prima avanzando con gran sigilo por el pasillo, hasta
desaparecer en el gabinete. Petrificado de asombro, el muchacho se puso encima
algunas ropas y aguardó en la oscuridad para ver dónde iba a parar aquel
extraño asunto. Al poco rato, ella salió de la habitación y, a la luz de la
lámpara del pasillo, su hijo vio que llevaba en las manos la preciosa corona.
La muchacha bajó a la planta baja, y su hijo, temblando de horror, corrió a
esconderse detrás de la cortina que hay junto a la puerta de la habitación de
usted, desde donde podía ver lo que ocurría en el vestíbulo. Así vio cómo ella
abría sin hacer ruido la ventana, le entregaba la corona a alguien que
aguardaba en la oscuridad y, tras volver a cerrar la ventana, regresaba a toda
prisa a su habitación, pasando muy cerca de donde él estaba escondido detrás
de la cortina.
»Mientras ella estuvo a la vista,
él no se atrevió a hacer nada, pues ello comprometería de un modo terrible a la
mujer que amaba. Pero en el instante en que ella desapareció, comprendió la
tremenda desgracia que aquello representaba para usted y se propuso remediarlo
a toda costa. Descalzo como estaba, echó a correr escaleras abajo, abrió la
ventana, saltó a la nieve y corrió por el sendero, donde distinguió una figura
oscura que se alejaba a la luz de la luna. Sir George Burnwell intentó escapar,
pero Arthur le alcanzó y se entabló un forcejeo entre ellos, su hijo tirando
de un lado de la corona y su oponente del otro. En la pelea, su hijo golpeó a
sir George y le hizo una herida encima del ojo. Entonces, se oyó un fuerte
chasquido y su hijo, viendo que tenía la corona en las manos, corrió de vuelta
a la casa, cerró la ventana, subió al gabinete y allí advirtió que la corona
se había torcido durante el forcejeo. Estaba intentando enderezarla cuando usted
apareció en escena.
––¿Es posible? ––dijo el
banquero, sin aliento.
––Entonces, usted le irritó con
sus insultos, precisamente cuando él opinaba que merecía su más encendida
gratitud. No podía explicar la verdad de lo ocurrido sin delatar a una persona
que, desde luego, no merecía tanta consideración por su parte. A pesar de todo,
adoptó la postura más caballerosa y guardó el secreto para protegerla.
––¡Y por eso ella dio un grito y
se desmayó al ver la corona! ––exclamó el señor Holder~. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué
ciego y estúpido he sido! ¡Y él pidiéndome que le dejara salir cinco minutos!
¡Lo que quería el pobre muchacho era ver si el trozo que faltaba había quedado
en el lugar de la lucha! ¡De qué modo tan cruel le he malinterpretado!
––Cuando yo llegué a la casa ––continuó
Holmes––, lo primero que hice fue examinar atentamente los alrededores, por si
había huellas en la nieve que pudieran ayudarme. Sabía que no había nevado
desde la noche anterior, y que la fuerte helada habría conservado las huellas.
Miré el sendero de los proveedores, pero lo encontré todo pisoteado e indescifrable.
Sin embargo, un poco más allá, al otro lado de la puerta de la cocina, había
estado una mujer hablando con un hombre, una de cuyas pisadas indicaba que
tenía una pata de palo. Se notaba incluso que los habían interrumpido, porque
la mujer había vuelto corriendo a la puerta, como demostraban las pisadas con
la punta del pie muy marcada y el talón muy poco, mientras Patapalo se quedaba
esperando un poco, para después marcharse. Pensé que podía tratarse de la
doncella de la que usted me había hablado y su novio, y un par de preguntas me
lo confirmaron. Inspeccioné el jardín sin encontrar nada más que pisadas sin
rumbo fijo, que debían ser de la policía; pero cuando llegué al sendero de los
establos, encontré escrita en la nieve una larga y complicada historia.
»Había una doble línea de pisadas
de un hombre con botas, y una segunda línea, también doble, que, como comprobé
con satisfacción, correspondían a un hombre con los pies descalzos. Por lo que
usted me había contado, quedé convencido de que pertenecían a su hijo. El
primer hombre había andado a la ida y a la venida, pero el segundo había corrido
a gran velocidad, y sus huellas, superpuestas a las de las botas, demostraban
que corría detrás del otro. Las seguí en una dirección y comprobé que llegaban
hasta la ventana del vestíbulo, donde el de las botas había permanecido tanto
tiempo que dejó la nieve completamente pisada. Luego las seguí en la otra
dirección, hasta unos cien metros sendero adelante. Allí, el de las botas se
había dado la vuelta, y las huellas en la nieve parecían indicar que se había
producido una pelea. Incluso habían caído unas gotas de sangre, que confirmaban
mi teoría. Después, el de las botas había seguido corriendo por el sendero;
una pequeña mancha de sangre indicaba que era él el que había resultado herido.
Su pista se perdía al llegar a la carretera, donde habían limpiado la nieve
del pavimento.
»Sin embargo, al entrar en la
casa, recordará usted que examiné con la lupa el alféizar y el marco de la
ventana del vestíbulo, y pude advertir al instante que alguien había pasado
por ella. Se notaba la huella dejada por un pie mojado al entrar. Ya podía
empezar a formarme una opinión de lo ocurrido. Un hombre había aguardado fuera
de la casa junto a la ventana. Alguien le había entregado la joya; su hijo
había sido testigo de la fechoría, había salido en persecución del ladrón,
había luchado con él, los dos habían tirado de la corona y la combinación de
sus esfuerzos provocó daños que ninguno de ellos habría podido causar por sí
solo. Su hijo había regresado con la corona, pero dejando un fragmento en manos
de su adversario. Hasta ahí, estaba claro. Ahora la cuestión era: ¿quién era el
hombre de las botas y quién le entregó la corona?
»Una vieja máxima mía dice que,
cuando has eliminado lo imposible, lo que queda, por muy improbable que parezca,
tiene que ser la verdad. Ahora bien, yo sabía que no fue usted quien entregó la
corona, así que sólo quedaban su sobrina y las doncellas. Pero si hubieran
sido las doncellas, ¿por qué iba su hijo a permitir que lo acusaran a él en su
lugar? No tenía ninguna razón posible. Sin embargo, sabíamos que amaba a su
prima, y allí teníamos una excelente explicación de por qué guardaba silencio,
sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de un secreto deshonroso. Cuando
recordé que usted la había visto junto a aquella misma ventana, y que se
había desmayado al ver la corona, mis conjeturas se convirtieron en
certidumbre.
»¿Y quién podía ser su cómplice?
Evidentemente, un amante, porque ¿quién otro podría hacerle renegar del amor y
gratitud que sentía por usted? Yo sabía que ustedes salían poco, y que su
círculo de amistades era reducido; pero entre ellas figuraba sir George
Burnwell. Yo ya había oído hablar de él, como hombre de mala reputación entre
las mujeres. Tenía que haber sido él el que llevaba aquellas botas y el que se
había quedado con las piedras perdidas. Aun sabiendo que Arthur le había
descubierto, se consideraba a salvo porque el muchacho no podía decir una
palabra sin comprometer a su propia familia.
»En fin, ya se imaginará usted
las medidas que adopté a continuación. Me dirigí, disfrazado de vago, a la casa
de sir George, me las arreglé para entablar conversación con su lacayo, me
enteré de que su señor se había hecho una herida en la cabeza la noche anterior
y, por último, al precio de seis chelines, conseguí la prueba definitiva
comprándole un par de zapatos viejos de su amo. Me fui con ellos a Streatham y
comprobé que coincidían exactamente con las huellas.
––Ayer por la tarde vi un
vagabundo harapiento por el sendero ––dijo el señor Holder.
––Precisamente. Ése era yo. Ya
tenía a mi hombre, así que volví a casa y me cambié de ropa. Tenía que actuar
con mucha delicadeza, porque estaba claro que había que prescindir de
denuncias para evitar el escándalo, y sabía que un canalla tan astuto como él
se daría cuenta de que teníamos las manos atadas por ese lado. Fui a verlo. Al
principio, como era de esperar, lo negó todo. Pero luego, cuando le di todos
los detalles de lo que había ocurrido, se puso gallito y cogió una cachiporra
de la pared. Sin embargo, yo conocía a mi hombre y le apliqué una pistola a la
sien antes de que pudiera golpear. Entonces se volvió un poco más razonable.
Le dije que le pagaríamos un rescate por las piedras que tenía en su poder:
mil libras por cada una. Aquello provocó en él las primeras señales de pesar.
«¡Maldita sea! ––dijo––. ¡Y yo que he vendido las tres por seiscientas!» No
tardé en arrancarle la dirección del comprador, prometiéndole que no presentaríamos
ninguna denuncia. Me fui a buscarlo y, tras mucho regateo, le saqué las piedras
a mil libras cada una. Luego fui a visitar a su hijo, le dije que todo había
quedado aclarado, y por fin me acosté a eso de las dos, después de lo que bien
puedo llamar una dura jornada.
––¡Una jornada que ha salvado a
Inglaterra de un gran escándalo público! ––dijo el banquero, poniéndose en pie––.
Señor, no encuentro palabras para darle las gracias, pero ya comprobará usted
que no soy desagradecido. Su habilidad ha superado con creces todo lo que me
habían contado de usted. Y ahora, debo volver al lado de mi querido hijo para
pedirle perdón por lo mal que lo he tratado. En cuanto a mi pobre Mary, lo que
usted me ha contado me ha llegado al alma. Supongo que ni siquiera usted, con
todo su talento, puede informarme de dónde se encuentra ahora.
––Creo que podemos afirmar sin
temor a equivocarnos ––replicó Holmes ––que está allí donde se encuentre sir
George Burnwell. Y es igualmente seguro que, por graves que sean sus pecados,
pronto recibirán un castigo más que suficiente.