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miércoles, 30 de septiembre de 2009

MUERTE EN EL NILO


MUERTE EN EL NILO
Agatha Christie
*
Lady Grayle estaba nerviosa. Desde que había subido a
bordo del Fayoum, se quejaba de todo. No le gustaba su
camarote. Podía soportar el sol de la mañana, pero no el de la
tarde. Su sobrina, Pamela Grayle, le cedió amablemente su
propio camarote, situado al otro lado. Lady Grayle lo aceptó
de mala gana.
Reprendió a su enfermera, Mrs. Mac Naughton, por no
haberle traído el chal que quería y por haber empaquetado la
almohada pequeña en lugar de dejarla fuera. Y había
reprendido a su esposo, sir George, por haberse equivocado
de collar. Lo que ella quería era lapislázuli y no coralina.
¡George era un tonto!
Sir George le dijo, apurado:
—Lo siento, querida, lo siento. Voy a cambiarlo. Hay tiempo de
sobra.
No reprendió a Basil West, el secretario particular de su
esposo, porque nadie amonestaba a Basil, cuya sonrisa le
desarmaba a uno antes de empezar.
Pero lo peor cayó sobre el intérprete árabe, un personaje
imponente y ricamente vestido al que nada inmutaba. Cuando
lady Grayle descubrió a un extraño en uno de los sillones de
mimbre y se dio cuenta de que era un compañero de viaje, los
cálices de su ira se vertieron como si fuesen agua.
—En las oficinas me dijeron con toda claridad que nosotros
seríamos los únicos pasajeros! ¡Que era el final de la
temporada y no vendría nadie más!
—Es cierto, señora —dijo Mohamet—. Solamente usted y la
compañía. Un caballero, nada más.
—Pero a mí me dijeron que seríamos únicamente nosotros.
—Muy cierto, señora.
—¡No es cierto! ¡Es una mentira! ¿Qué hace este hombre
aquí?
—Vino más tarde, señora. Después de haber tomado
ustedes los billetes. No decidió venir hasta esta mañana.
—¡Esto es una perfecta estafa!
—Muy cierto, señora, pero éste es un caballero muy
tranquilo, muy fino y muy tranquilo.
—¡Usted es un tonto! No entiendo nada. Miss Mac Naughton,
¿dónde está? Oh, está aquí. Le he dicho y repetido que esté
cerca de mí. Puedo desmayarme. Ayúdeme a ir al camarote y
déme una aspirina, y no deje que Mohamet se me acerque.
Dice continuamente: «Muy cierto, señora», y acabaría por
hacerme chillar.
Miss Mac Naughton le ofreció el brazo sin decir una palabra.
Era una mujer alta, de treinta y cinco años, una belleza
morena, de maneras tranquilas. Instaló a lady Grayle en su
camarote, la recostó en almohadones, le administró una
aspirina y escuchó su débil lista de quejas.
Lady Grayle tenía cuarenta y ocho años. Desde los dieciséis
había padecido la dolencia de tener demasiado dinero. Se
había casado con aquel baronet empobrecido, sir George
Grayle, hacía diez años.
Era una mujer grande, no mal parecida en cuanto a sus
rasgos, pero tenía un rostro inquieto y arrugado, y el abuso de
los cosméticos había venido a acentuar los estragos del
tiempo y del carácter. Su cabello había sido sucesivamente
rubio platino y rojo anaranjado, y en consecuencia, parecía
viejo. Vestía con exagerada riqueza y llevaba demasiadas
joyas.
Terminó con estas palabras, que la silenciosa Mac Naughton
recibió con la misma impasibilidad:
—¡Dígale a sir George que debe echar a ese hombre fuera
del barco! Yo debo estar tranquila después de todo lo que he
tenido que soportar últimamente —y cerró los ojos.
—Sí, lady Grayle —dijo miss Mac Naughton, y salió del
camarote.
El ofensivo pasajero llegado en el último momento
continuaba en su sillón de mimbre. De espaldas a Luxor,
estaba observando, a través del Nilo, las distintas montañas
que aparecían doradas sobre una línea verde oscuro. Miss Mac
Naughton le dirigió una viva mirada de apreciación en el
momento de pasar por delante de él.
Encontró a sir George en el salón. Tenía en la mano una
sarta de cuentas que observaba detenidamente con aire de
duda.
—Dígame, miss Mac Naughton, ¿cree usted que éstas
servirán?
Miss Mac Naughton miró un momento el lapislázuli.
—Muy bonito, de verdad —dijo.
—¿Usted cree que lady Grayle quedará contenta?
—Oh, no. Yo no diría tanto, sir George. Ya lo ve, nada la deja
contenta. Ésta es la pura verdad. A propósito, me ha dado un
mensaje para usted. Quiere que usted se deshaga ahora de
este último pasajero.
Sir George se quedó pasmado.
—¿Cómo puedo hacer eso? ¿Qué le podría decir al hombre?
—No puede, por supuesto —y la voz de Elsie Mac Naughton
era animada y bondadosa—. Dígale a ella que no hay nada que
hacer —añadió con tono alentador—. Esto le servirá.
—¿Lo cree usted así? —dijo él con un rostro cómicamente
patético.
La voz de Elsie Mac Naughton se hizo aún más afectuosa al
decir.
—En realidad, sir George, no debería usted tomarse estas
cosas tan en serio. Es sólo cosa de su salud, ya lo sabe. No se
lo tome en serio.
—¿Cree usted que su estado es realmente grave,
enfermera?
Por el rostro de ella pasó una sombra. Su voz tenía un
acento algo extraño al contestar:
—Sí. A mí... a mí no me gusta su estado. Pero le ruego que
no se preocupe, sir George. No debe, no debe realmente
preocuparse —y con una sonrisa amistosa se alejó de allí.
Pamela entró lánguida y fresca con su vestido blanco.
—¡Hola, Nunks! —le dijo a su tío.
—¡Hola, Pam, querida!
—¿Qué tienes aquí? ¡Oh, qué bonito!
—Me alegro de que te guste. ¿Te parece que tu tía pensará
igual?
—Mi tía es incapaz de encontrar nada a su gusto. No puedo
imaginar cómo te casaste con esa mujer, tío Nunks.
George calló mientras reaparecía en su memoria un confuso
panorama de carreras deportivas desgraciadas, acreedores
apremiantes y una mujer guapa, aunque dominadora.
—¡Mi pobre querido tío! —dijo Pamela—. Me figuro que
tuviste que hacerlo. Pero está dándonos a los dos una vida
bastante infernal, ¿no es verdad?
—Desde que se puso enferma... —empezó a decir George.
Pamela le interrumpió.
—¡No está enferma! No lo está de verdad. Siempre consigue
hacer lo que quiere. Cuando tú estabas en Assuán, ella estaba
siempre tan alegre como... como un grillo. Apuesto a que miss
Mac Naughton sabe que está engañándonos.
—No sé lo que haríamos sin miss Mac Naughton —dijo sir
George con un suspiro.
—Es una mujer atractiva —admitió Pamela—. Claro que no
estoy embobada con ella como tú, Nunks. ¡Oh, tú sí lo estás!
No me contradigas. Crees que es admirable. Nunca sé qué es
lo que piensa. De todos modos, sabe manejar muy bien a la
vieja gata. Nos es muy útil.
—Escucha, Pam, no debes hablar de tu tía de ese modo. No
digas eso, es muy buena contigo.
—Sí, paga todas nuestras facturas, ¿verdad? Pero nos da
una vida infernal.
Sir George pasó a otro tema menos penoso.
—¿Qué vamos a hacer con ese individuo que ha venido a
viajar con nosotros? Tu tía quiere el barco para ella sola.
—Pero no puede tenerlo —dijo Pamela fríamente—. Este
hombre es perfectamente presentable. Se llama Parker Pyne.
Creo que es un empleado del estado salido del Ministerio de
Información, si existe tal cosa. Lo gracioso es que me parece
haber oído este nombre en alguna parte. ¡Basil! —el secretario
acababa de entrar.
—¿Dónde he visto el nombre de Parker Pyne?
—Primera página de The Times, columna de los que están
en apuros —contestó el joven prestamente—: «¿Es usted
feliz? Si no lo es, consulte a mister Parker Pyne.»
—¡Estupendo! ¡Qué divertido! Vamos a contarle todas
nuestras penas desde aquí hasta El Cairo.
—Yo no tengo ninguna —dijo Basil sencillamente—. Vamos a
deslizarnos por el dorado Nilo y ver los templos —y después
de una viva mirada a sir George, que había cogido un diario,
añadió—, juntos.
La última palabra había sido tan sólo murmurada, pero
Pamela la recogió y sus miradas se cruzaron.
—Tienes razón, Basil —dijo ligeramente—. Vivir es bonito.
Sir George se levantó y salió. Y el rostro de Pamela se
ensombreció.
—¿Qué te pasa, querida?
—Mi detestable tía política.
—No te apenes —dijo Basil rápidamente—. ¿Qué importa lo
que se le meta en la cabeza? No la contradigas. Ya lo ves
—acabó riendo—-, éste es un buen modo de disimular las
cosas.
Entró en la sala la benévola figura de mister Parker Pyne.
Venía seguida de la figura pintoresca de Mohamet, preparado
para pronunciar su discurso en tono convincente.
—Señoras, caballeros, ahora empezamos. Dentro de pocos
momentos pasaremos por delante de los templos de Karnak, a
la derecha. Les contaré ahora la historia del muchachito que
fue a comprar un cordero asado para su padre...
Mister Parker Pyne se enjugó la frente. Acababa de regresar
de una visita al templo de Dendera. Se daba cuenta de que
montar en borrico no era un ejercicio adecuado para su
corpulencia. Estaba ocupado en cambiarse de camisa, cuando
llamó su atención una nota colocada derecha sobre su
tocador. Decía así:

«Muy señor mío:
Le agradeceré que desista de visitar el templo de Abydos y
permanezca en el barco, pues deseo consultarle.
Suya atentamente,
ARIADNE GRAYLE»

Una sonrisa contrajo el blando rostro de mister Parker
Pyne. Tomando una hoja de papel, destornilló su estilográfica
y escribió:

«Mi distinguida lady Grayle:
Siento no poder complacerla, pero estoy actualmente de
vacaciones y no me encargo de ningún asunto
profesional.»

Y firmando con su nombre, envió la carta con un camarero.
Acababa de vestirse cuando le trajeron otra nota.

«Mi querido mister Parker Pyne:
Me hago cargo del hecho de que se encuentra de
vacaciones, pero estoy dispuesta a abonarle cien libras
como honorarios por la consulta.
Atentamente suya,
ARIADNE GRAYLE»

Mister Parker Pyne levantó las cejas y golpeó sus dientes
con la pluma estilográfica con expresión pensativa. Deseaba
ver Abydos, pero cien libras son cien libras. Y Egipto estaba
saliéndole mucho más condenadamente caro de lo que había
imaginado. Así pues, escribió:

«Distinguida lady Grayle:
No visitaré el templo de Abydos.
Respetuosamente suyo,
PARKER PYNE»


La negativa de mister Parker Pyne a dejar el barco fue una
gran fuente de dolor para Mohamet.
—Templo precioso. Todos mis señores desean verlo. Tome
su coche. Tome su asiento. Y le llevan los marineros.
Mister Parker Pyne rechazó todas estas tentadoras ofertas.
Los otros se alejaron. Mister Parker Pyne esperó en la
cubierta. En un momento dado, se abrió la puerta del
camarote de lady Grayle, que lentamente se acercó en
persona.
—Una tarde muy calurosa —observó graciosamente—. Veo
que se ha quedado usted, mister Pyne. Ha obrado con buen
juicio. ¿Tomamos un poco de té en la sala?
Mister Parker Pyne se levantó prestamente y la siguió. No
podía negarse que sentía curiosidad.
Parecía como sí lady Grayle tuviese alguna dificultad en
entrar en materia. Iba revoloteando de un tema a otro. Por
último, habló con una voz alterada:
—¡Mister Pyne, lo que voy a decirle es estrictamente
confidencial! Usted lo entiende así, ¿no es verdad?
—Naturalmente.
Ella guardó silencio e inspiró profundamente. Mister Parker
Pyne esperó.
—Quiero saber si mi marido está o no envenenándome.
Mister Parker Pyne se lo esperaba todo, menos esto.
Y manifestó su asombro claramente.
—Ésta es una acusación muy grave, lady Grayle.
—Bien, yo no soy una tonta ni he nacido ayer. Hace algún
tiempo que tengo mis sospechas. Siempre que George se va,
yo me encuentro mejor. La comida me sienta bien y me
encuentro como si fuese otra mujer. Debe de haber alguna
razón para esto.
—Lo que me dice es muy grave, lady Grayle. Debe recordar
que yo no soy un detective. Soy, si quiere usted decirlo así, un
especialista del corazón...
—¡Oiga! —exclamó ella interrumpiéndole—, ¿y cree usted
que todo esto no me inquieta? No es un policía lo que busco
(sé guardarme yo sola, gracias). Lo que busco es la
certidumbre. Tengo que saberlo. No soy una mala mujer,
mister Pyne. Trato bien a los que me tratan bien. Un
compromiso es un compromiso. Yo he cumplido las
obligaciones que contraje. He pagado las deudas de mi marido
y no le he escatimado el dinero en ningún momento.
Mister Parker Pyne sintió una momentánea punzada de
compasión por sir George.
—Y en cuanto a la muchacha, ha tenido ropa y reuniones y
esto y lo otro y lo de más allá. Una vulgar gratitud es todo lo
que pido.
—La gratitud no es una cosa que pueda presentarse cuando
se la piden a uno, lady Grayle.
—¡Tonterías! —replicó ella, y continuó—. Bueno, ahí lo tiene.
¡Averigüe la verdad! Cuando la sepa...
—Cuando la sepa, ¿qué pasará, lady Grayle?
—Eso es cosa mía —y su boca se cerró de golpe.
Mister Parker Pyne vaciló un momento y luego dijo:
—Usted me excusará, lady Grayle, pero tengo la impresión
de que no es completamente franca conmigo.
—Eso es absurdo. Le he dicho claramente lo que deseo que
descubra.
—Sí, pero no me ha dicho por qué razón lo desea.
Sus miradas se encontraron. Ella fue quien la bajó primero.
—Yo diría que esta razón es evidente —dijo.
—No, tengo dudas sobre este punto.
—¿Qué punto es éste?
—¿Qué es lo que desea?, ¿que sus sospechas resulten o no
resulten fundadas?
—¡Verdaderamente, mister Pyne...! —Y la dama se puso en
pie temblando de indignación.
Mister Parker Pyne afirmó suavemente con la cabeza.
—Sí, sí —dijo—. Pero de este modo no contesta a mi
pregunta, ya comprende.
—¡Oh! —Y pareció que le faltaban las palabras.
Rápidamente, salió de la habitación.
Una vez solo, mister Parker Pyne se quedó muy pensativo.
Y tan absorto se hallaba en sus meditaciones, que se
sobresaltó al advertir que otra persona se había sentado
frente a él. Era miss Mac Naughton.
—Me parece que han regresado ustedes muy pronto —dijo
él.
—Los otros no han regresado. Yo he dicho que tenía dolor
de cabeza y he vuelto sola. —Y preguntó después de vacilar un
momento—. ¿Dónde está lady Grayle?
—Supongo que echada en su camarote.
—¡Oh, entonces todo va bien! No quiero que sepa que he
vuelto.
—Entonces, ¿no ha vuelto a causa de ella?
—No. He vuelto para verlo a usted.
Mister Parker Pyne se quedó sorprendido. A primera vista,
hubiera dicho que miss Mac Naughton era eminentemente
capaz de resolver sus propias dificultades sin necesidad de
pedir consejos a nadie. Al parecer, estaba equivocado.
—Lo he observado desde que subió usted a bordo —dijo
ella—. Creo que es usted una persona de mucha experiencia y
buen criterio. Y tengo gran necesidad de ser aconsejada.
—Y, no obstante, perdóneme, miss Mac Naughton, no
pertenece usted al tipo de mujeres que generalmente buscan
consejos. Hubiera dicho que era una persona que se
complacía en fiarse de su propio juicio.
—Normalmente, sí. Pero me encuentro en una situación
muy especial —y vaciló un momento—. No tengo la costumbre
de hablar de mí misma, pero en esta ocasión creo que es
necesario. Mister Pyne, cuando salí de Inglaterra con ella,
lady Grayle era un caso manifiestamente normal. Hablando
más claro: no le pasaba nada. Quizás esto no sea
completamente cierto, pues el exceso de ocio y de dinero
producen un estado patológico. Si hubiese tenido unos
cuantos suelos que fregar diariamente y cinco o seis chiquillos
que cuidar, lady Grayle hubiera sido una mujer perfectamente
sana y mucho más feliz.
Mister Parker Pyne asintió.
—Como enfermera de hospital, he visto muchos de estos
casos nerviosos. Lady Grayle disfrutaba su mal estado de
salud. A mí me correspondía no quitar importancia a sus
sufrimientos, usar todo el tacto posible... y disfrutar por mi
parte el viaje tanto como pudiera.
—Es una conducta muy inteligente —dijo mister Parker
Pyne.
—Pero, mister Pyne, las cosas no están como estaban. El
sufrimiento de que ahora se queja lady Grayle es real y no
imaginario.
—¿Qué quiere usted decir?
—He llegado a sospechar que están envenenando a lady
Grayle.
—¿Desde cuándo tiene usted esta sospecha?
—Desde hace tres semanas.
—¿Sospecha... de alguna persona en particular?
Ella bajó los ojos. Por primera vez, le faltó a su voz el tono
sincero.
—No.
—Confiéseme, miss Mac Naughton, que sospecha de una
persona en particular y que esta persona es sir George Grayle.
—¡Oh, no, no! ¡No puedo creer esto de él! Es tan patético,
tan infantil... No podría ser un envenenador a sangre fría —y
había un deje de angustia en su voz.
—Y sin embargo, usted ha advertido que, siempre que sir
George está ausente, su esposa se encuentra mejor y que los
períodos de enfermedad corresponden con los de su regreso.
Ella no contestó.
—¿De qué veneno sospecha usted? ¿Arsénico?
—Algo de esa clase: arsénico o antimonio.
—¿Y qué medidas ha tomado?
—He hecho cuanto he podido para inspeccionar lo que lady
Grayle come o bebe.
Mister Parker Pyne hizo un gesto afirmativo.
—¿Cree usted que la misma lady Grayle tiene alguna
sospecha? —preguntó con tono natural.
—Oh, no. Estoy segura de que no la tiene.
—Se equivoca en esto. Lady Grayle tiene sospechas.
Miss Mac Naughton dio muestras de un gran asombro.
—Lady Grayle es más capaz de guardar un secreto de lo que
usted se imagina —dijo mister Parker Pyne—. Es una mujer
que sabe muy bien cómo dirigirse a sí misma.
—Esto me sorprende muchísimo —dijo miss Mac Naughton
lentamente.
—Me gustaría hacerle otra pregunta, miss Mac Naughton.
¿Cree que lady Grayle siente simpatía por usted?
—Nunca he pensado en ello.
Y aquí fueron interrumpidos. Entró Mohamet con el rostro
radiante y la ropa flotando tras él.
—Lady oír que usted ha vuelto. La llama. Dice ¿por qué no
ha ido con ella?
Elsie Mac Naughton se levantó apresuradamente, y lo
mismo hizo mister Parker Pyne.
—¿Le iría bien una consulta por la mañana temprano?
—preguntó.
—Sí, ésa sería la mejor hora. Lady Grayle se despierta tarde.
Entretanto, tendré mucho cuidado, vigilaré todo lo posible.
—Pienso que lady Grayle lo tendrá también.
Miss Mac Naughton desapareció.
Mister Parker Pyne no vio a lady Grayle hasta un momento
antes de la comida. Estaba sentada, fumando un cigarrillo y
quemando lo que parecía ser una carta. No dio señales de
advertir su presencia, de lo que él dedujo que estaba aún
ofendida.
Después de comer, jugó una partida de bridge con sir
George, Pamela y Basil. Todos parecían estar distraídos y el
juego terminó temprano.
Algunas horas más tarde, mister Parker Pyne fue
despertado. Lo despertó Mohamet.
—Vieja señora muy enferma. Enfermera muy asustada.
Intento traer médico.
Mister Parker Pyne se vistió rápidamente. Llegó a la puerta
del camarote de lady Grayle al mismo tiempo que Basil West.
Sir George y Pamela estaban dentro. Elsie Mac Naughton
trabajaba desesperadamente para auxiliar a su paciente. Al
llegar mister Parker Pyne, la pobre mujer sufrió una
convulsión final. Su cuerpo arqueado se retorció y se puso
rígido. Luego cayó sobre sus almohadas.
Mister Parker Pyne sacó de allí a Pamela con dulzura.
—¡Qué horrible! —dijo la muchacha medio sollozando—.
¡Qué horrible! ¿Está... está...?
—¿Muerta? Sí, me temo que todo ha terminado.
Y la puso bajo el cuidado de Basil. Sir George salió del
camarote como atontado.
—Nunca creí que estuviese realmente enferma —iba
murmurando—. Nunca lo pensé ni por un momento.
Mister Parker Pyne pasó por su lado y entró en el camarote.
Elsie Mac Naughton tenía el rostro blanco y alargado.
—¿Han enviado a buscar un médico? —preguntó.
—Sí —Él le preguntó a su vez—: ¿Estricnina?
—Sí. Estas convulsiones son inconfundibles. ¡Oh, no puedo
creerlo! —Y cayó sobre una silla, llorando.
Luego a él pareció ocurrírsele una idea. Dejo el camarote
con rapidez y se fue a la sala. En un cenicero había un trozo
de papel no quemado. Podían distinguirse sólo unas pocas
palabras legibles:
—Vaya, esto es interesante —dijo mister Parker Pyne.
Mister Parker Pyne se hallaba en el despacho de un
importante funcionario de El Cairo.
—De modo que ésta es la prueba —dijo con aire pensativo.
—Sí, muy completa. El hombre debe de ser un tonto de
remate.
—Yo no diría que sir George sea un hombre de cerebro.
—De todos modos —dijo el otro recapitulando—, lady Grayle
muere con señales inconfundibles de envenenamiento por
estricnina. Se encuentra un paquete de estricnina en el
camarote de sir George y ahora otro paquete en el bolsillo de
su smoking.
—Muy completo —dijo mister Parker Pyne—. Y a propósito:
¿de dónde venía la estricnina?
—Hay una ligera duda sobre este punto. La enfermera tenía
un poco para el caso de que lady Grayle tuviese molestias en
el corazón, pero ella misma se ha contradicho una o dos
veces. Primero dijo que su provisión estaba intacta, y ahora
dice que no lo está.
—Muy inverosímil en ella esta inseguridad —fue el
comentario de mister Parker Pyne.
—En mi opinión, los dos estaban de acuerdo. Tienen
debilidad el uno por el otro.
—Es posible, pero si miss Mac Naughton hubiese preparado
un asesinato, lo hubiera hecho mucho mejor. Es una joven
muy apta.
—Bueno, ahí lo tiene usted. En mi opinión, sir George está
metido en ello. No tiene la menor probabilidad de escabullirse.
—Bien, bien —dijo mister Parker Pyne—. Tengo que ver qué
es lo que puedo hacer.
Y se fue a buscar a la bonita sobrina.
Pamela estaba blanca de indignación.
—¡Nunca jamás he hecho tal cosa! ¡Jamás... jamás... jamás!
—Entonces, ¿quién lo ha hecho? —preguntó mister Parker
Pyne plácidamente.
Pamela se acercó más a él.
—¿Sabe usted lo que creo? Que lo hizo ella misma.
Últimamente se había vuelto muy rara. Acostumbraba a
imaginar cosas.
—¿Qué cosas?
—Cosas extrañas. Basil, por ejemplo. Estaba siempre
insinuando que Basil se había enamorado de ella. Y Basil y yo
somos... somos...
—Bien lo veo —dijo seguidamente mister Parker Pyne
sonriendo.
—Y todo eso de Basil es pura imaginación. Pienso que
quería mal al pobrecito Nunks, y que inventó esa historia y se
la contó a usted y luego puso la estricnina en el camarote y en
su bolsillo y se envenenó. Hay gente que ha hecho cosas así.
¿No es verdad?
—Las han hecho —admitió mister Parker Pyne—. Pero no
creo que lady Grayle lo haya hecho. Si me permite que lo diga,
ella no era una persona de ese tipo.
—Pero las desilusiones...
—Sí. Me gustaría preguntarle a mister West acerca de esto.
Encontró al joven en su habitación. Basil contestó a sus
preguntas con bastante animación.
—No quisiera parecer vanidoso, pero se había encaprichado
de mí. Ésta es la razón de que no me atreviese a comunicar
mis relaciones con Pamela. Hubiera obligado a sir George a
despedirme.
—¿Cree que la idea de miss Grayle tiene probabilidades de
ser cierta?
—Me parece que es posible —contestó el joven con tono
dubitativo.
—Pero no es bastante buena —dijo mister Parker Pyne con
calma—. No, debemos encontrar algo mejor. —Y, durante uno
o dos minutos, se perdió en sus meditaciones—. Sería mejor
una confesión —dijo animadamente, y añadió, sacando su
pluma estilográfica y una hoja de papel—: ¿Quiere hacer el
favor de escribirla en un momento?
Basil West le dirigió una mirada de estupor.
—¿Yo? ¿Qué quiere usted decir?
—Mi querido joven —el tono de mister Parker Pyne era casi
paternal— lo sé todo. Cómo le hizo usted la corte a la buena
señora. Cómo ella sintió escrúpulos. Cómo se enamoró de
usted la sobrinita bonita y pobre. Cómo dispuso su plan.
Envenenamiento lento. Esto podía pasar por una muerte
natural por gastroenteritis y, en cualquier caso, sería
atribuida a sir George ya que tenía usted buen cuidado de que
los reiterados ataques coincidiesen con su presencia.
»Luego descubrió que la dama tenía sus sospechas y que
había hablado conmigo del asunto. ¡Acción rápida! Sustrajo
usted algo de estricnina de la provisión de miss Mac
Naughton. Dejó una cantidad en el camarote de sir George y
un poco más en su bolsillo, y puso una dosis suficiente en un
sello que envió a la dama acompañado de una nota que decía
que era un «sello de los ensueños».
»Era una idea romántica. Ella lo tomaría tan pronto como la
enfermera la hubiera dejado sola y nadie sabría nada del
asunto. Pero cometió usted una equivocación, mi joven
caballero. Es inútil pedirle a una mujer que queme cartas.
Nunca lo hacen. Y yo tengo toda esa bonita correspondencia,
incluso la nota relativa al sello.
Basil West se había puesto verde. Toda su agradable
expresión había desaparecido. Y ahora tenía la de una rata
enjaulada.
—¡Maldito sea! —exclamó con un gruñido—. Es decir, que lo
sabe todo. ¡Condenado entrometido, fisgón Parker!
Mister Parker Pyne se libró de una agresión gracias a la
aparición del testigo que, previsoramente, había traído para
que escuchase detrás de la puerta semicerrada.
Mister Parker Pyne estaba de nuevo discutiendo el caso con
su amigo, el importante funcionario.
—¡Y yo no tenía ni una brizna de prueba! Sólo un fragmento
de papel casi indescifrable que contenía las palabras: ¡Queme
esto! Deduje, pues, toda la historia e hice la prueba con él. Dio
resultado. Había tropezado con la verdad. Fue efecto de las
cartas. Lady Grayle había quemado hasta el último pedazo de
papel que él le había escrito, pero él no lo sabía.
»Era realmente una mujer excepcional. Yo estaba perplejo
cuando acudió a mí. Lo que deseaba era que yo le dijese que
su esposo estaba envenenándola. En este caso, ella se
proponía escaparse con el joven West. Pero quería actuar con
nobleza. Curioso carácter.
—Esa pobre jovencita va a sufrir —dijo el otro.
—Soportará el disgusto —contestó mister Parker Pyne
duramente—. Es joven. Tengo la esperanza de que sir George
disfrute un poco antes de que sea demasiado tarde. Y Elsie
Mac Naughton será muy buena con él.
Y su expresión era radiante. Luego, suspiró diciendo:
—Pienso ir de incógnito a Grecia. Verdaderamente ¡necesito
unas vacaciones!

ACCIDENTE

ACCIDENTE


Agatha Christie




—Y le aseguro... que es la misma mujer... ¡sin la menor duda!
El capitán Haydock miró el rostro de su amigo y suspiró. Hubiera deseado que Evans no se mostrara tan absoluto. Durante el curso de su carrera, el viejo capitán de marina había aprendido a no preocuparse por las cosas que no le concernían. Su amigo Evans, inspector retirado del C.I.D., tenía una filosofía muy distinta. «Hay que actuar según la información recibida»... Había sido su lema en sus primeros tiempos, y ahora lo había ampliado hasta buscar él mismo la información.
El inspector Evans había sido un policía muy listo y despierto, que ganó justamente el puesto alcanzado. Incluso ahora, ya retirado del cuerpo e instalado en la casita de sus sueños, su instinto profesional seguía en activo.
—Nunca pude olvidar una cara —repetía satisfecho—. La señora Anthony... sí, es la señora Anthony sin lugar a dudas. Cuando usted dijo la señora Merrowdene... la reconocí en el acto.
El capitán Haydock movióse intranquilo. Los Merrowdene eran sus vecinos más próximos, aparte del propio Evans, y el que éste identificara a la señora Merrowdene con una antigua heroína de un caso célebre, le contrariaba.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo con voz débil.
—Nueve años —replicó Evans con la precisión de siempre—. Nueve años y tres meses. ¿Recuerda el caso?
—Vagamente.
—Anthony resultó ser un consumidor de arsénico —dijo Evans—, y por eso la absolvieron.
—Bueno, ¿por qué no habían de hacerlo?
—Por ninguna razón. Es el único veredicto que podían pronunciar dada la evidencia. Absolutamente correcto.
—Entonces —replicó Haydock—, no veo por qué ha de preocuparse.
—¿Quién se preocupa?
—Yo creía que usted.
—En absoluto.
—El caso pasó a la historia —continuó el capitán—. Si la señora Merrowdene tuvo la desgracia en otro tiempo de ser juzgada y absuelta por un crimen...
—Por lo general no se considera una desgracia el ser absuelto —intervino Evans.
—Ya sabe a lo que me refiero —dijo el capitán Haydock irritado—. Si la pobre señora tuvo que pasar esa amarga experiencia, no es asunto nuestro el sacarlo a relucir, ¿no le parece?
Evans no respondió.
—Vamos, Evans. Esa señora es inocente... usted mismo acaba de decirlo.
—Yo no dije que fuera inocente, sino que fue absuelta.
—Es lo mismo.
El capitán Haydock, que había empezado a vaciar su pipa contra el costado de su silla, se detuvo para mirarle en actitud expectante.
—¡Hola, hola, hola! —dijo—. ¿Conque esas tenemos, eh? ¿Usted cree que no era inocente?
—Yo no diría eso. Sólo... no sé. Anthony tenía la costumbre de tomar arsénico, y su esposa lo adquiría para él. Un día, por error, tomó demasiado. ¿La equivocación fue suya o de su esposa? Nadie pudo decirlo, y el juez, muy sensatamente, dudó de ella. Eso está muy bien y no veo nada malo en ello, pero de todas formas... me gustaría saber...
El capitán Haydock volvió a dedicar toda su atención a la pipa.
—Bien —dijo tranquilo—; no es asunto nuestro.
—No estoy tan seguro.
—Pero, seguramente...
—Escúcheme un momento. Este hombre, Merrowdene... anoche en su laboratorio manipulando entre sus tubos de ensayo... ¿recuerda lo que dijo?
—Sí. Mencionó el experimento de Marsh con respecto al arsénico. Dijo que usted debiera saberlo muy bien... que era cosa de su ramo... y se rió. No lo hubiera dicho si hubiese pensado por un momento...
Evans le interrumpió.
—Quiere usted decir que no lo hubiera dicho de haberlo sabido. Llevan ya tiempo casados... ¿seis años, me dijo usted? Apuesto lo que quiera a que no tiene la menor idea de que su esposa fue la célebre señora Anthony.
—Y desde luego no lo sabrá por mí —dijo el capitán Haydock.
Evans continuó sin prestarle atención.
—Acabe de interrumpirme. Según el experimento de Marsh, Merrowdene calentó una sustancia en un tubo de ensayo, y el residuo metálico se disolvió en agua y luego lo precipitó agregándole nitrato de plata. Esta era la prueba de los cloratos. Un experimento claro y sencillo, pero tuve oportunidad de leer estas palabras en un libro que estaba abierto sobre la mesa. «H2 SO4 descompone cloratos con evolución de Cl2O4. Si se calienta, explota violentamente, por lo tanto la mezcla debe guardarse en lugar frío y se utiliza sólo en cantidades muy pequeñas.»
Haydock, profundamente extrañado, miró a su amigo de hito en hito.
—Bueno, ¿y qué?
—Sólo esto. En mi profesión tenemos también que llevar a cabo ciertos experimentos... para probar un crimen. Hay que ir añadiendo los hechos... pesarlos, separar el residuo de los prejuicios y la incompetencia general de los testigos. Pero hay otra prueba... mucho más precisa... ¡Pero bastante peligrosa! Un asesino raramente se contenta con un crimen. Si se le da tiempo y nadie sospecha de él, cometerá otro. Usted coge a un hombre...¿Ha asesinado o no a su esposa?... Tal vez el caso no esté demasiado claro. Examine su pasado... si descubre que ha tenido varias esposas... y que todas murieron... digamos... de un modo extraño... ¡entonces puede estar bien seguro! No le hablo legalmente, comprenda, sino de la certeza moral, y una vez se sabe, puede buscarse la evidencia.
—¿Y bien?
—Voy al grano. Eso está muy bien cuando existe un pasado que revisar. Pero supongamos que usted detiene a un asesino que acaba de cometer su primer crimen. Entonces esa prueba no dará resultado. Pero el detenido es absuelto y empieza una nueva vida bajo otro supuesto nombre. ¿Repetirá o no su crimen?
—Es una idea horrible.
—¿Sigue usted pensando que no es asunto nuestro?
—Sí; no tiene usted motivos para pensar que la señora Merrowdene sea otra cosa que una mujer inocente.
El ex inspector guardó silencio unos instantes, y luego dijo despacio:
—Le dije que examinamos su pasado y no encontramos nada. Eso no es del todo cierto. Tenía padrastro y cuando cumplió los dieciocho años se enamoró de cierto joven... y su padrastro hizo valer su autoridad para separarlos. Un día, cuando paseaban por una parte peligrosa de los acantilados, hubo un accidente... el padrastro se aproximó demasiado al borde de las rocas... perdió pie y cayó, matándose.
—No pensará...
—Fue un accidente. ¡Accidente! La dosis extra de Anthony fue un accidente. No hubiera sido procesada nunca de no haberse sospechado que había otro hombre... que por cierto escapó. Al parecer, no quedó satisfecho como el jurado. Le aseguro, Haydock, que por lo que respecta a esa mujer tengo miedo de que ocurra... ¡otro accidente!
El anciano capitán se encogió de hombros.
—Bueno, no sé cómo va usted a prevenirse contra eso.
—Ni yo tampoco —repuso Evans con pesar.
—Yo de usted dejaría las cosas tal como están —dijo el capitán Haydock—. Nunca se saca ningún bien de entrometerse en los asuntos ajenos.
Pero aquel consejo no habría de seguirlo el inspector, que era un hombre paciente, pero decidido. Cuando se hubo despedido de su amigo, echó a andar hacia el pueblo, dando vueltas en su mente a las posibilidades de una acción inmediata y de éxito.
Al entrar en un estanco para comprar sellos, tropezó con el objeto de sus preocupaciones, Jorge Merrowdene. El ex profesor de química era un Hombrecillo menudo, de aspecto soñador y modales amables y correctos, que por lo general andaba siempre distraído. Reconoció al inspector, saludándole afectuosamente, y se agachó para recoger las cartas que por efecto del choque se le habían caído al suelo. Evans se agachó también, y por ser más rápido de movimientos, pudo recogerlas primero, devolviéndolas a su propietario con unas palabras de disculpa.
Al hacerlo pudo echarles un vistazo, y la de encima del montón volvió a despertar sus sospechas. Iba dirigida a una conocida agencia de seguros.
Al instante tomó una resolución, y el distraído Jorge Merrowdene se encontró sin darse cuenta caminando hacia el pueblo en compañía del ex inspector, y tampoco hubiera podido decir cómo surgió en su conversación el tema de los seguros de vida.
Evans no tuvo dificultad en lograr su objeto. Merrowdene por su propia voluntad le comunicó que acababa de asegurar su vida en beneficio de su esposa, y quiso saber lo que Evans opinaba de la compañía en cuestión.
—He hecho algunas inversiones poco acertadas —le explicó—, Y como resultado, mis rentas han disminuido. Si me ocurriera algo, mi esposa quedaría en mala situación. Con este seguro de vida queda todo arreglado.
—¿Ella no se opuso? —preguntó Evans—. Algunas señoras no suelen querer. Dicen que trae mala suerte...
—¡Oh!, Margarita es muy práctica —repuso Merrowdene sonriendo—. Y nada supersticiosa. En realidad, me parece que la idea fue suya. No le gusta verme preocupado.
Evans tenía ya la información que deseaba y dejó a Merrowdene, sumamente preocupado. El difunto señor Anthony también había asegurado su vida en favor de su mujer pocas semanas antes de su muerte.
Acostumbrado a confiar en su instinto, tenía plena certeza en su interior, pero el saber cómo debía actuar era cosa muy distinta. Él deseaba no detener al criminal con las manos en la masa, sino impedir que se cometiera otro crimen, y eso era mucho más difícil.
Todo el día estuvo pensativo. Aquella tarde se celebraba una fiesta al aire libre en la finca del alcalde, y Evans asistió a ella, entreteniéndose en el juego de la pesca, adivinando el peso de un cerdo y tirando a los cocos, con la misma mirada abstraída. Incluso consultó a Zara, la Adivinadora de la Bola de Cristal, sonriendo al recordar cómo la había perseguido durante sus tiempos de inspector.
No prestó gran atención al discurso de la voz cantarina y misteriosa, hasta que el final de una frase atrajo su atención.
—...y de pronto... muy pronto... se verá complicado en un asunto de vida o muerte... para otra persona. Una decisión... Tiene usted que tomar una decisión. Tiene que andar con cuidado... con mucho... mucho cuidado. Si cometiera un error... el más pequeño error...
—¿Eh...? ¿Qué es eso? —preguntó con brusquedad.
La adivinadora se estremeció. El inspector Evans sabía que todo aquello eran tonterías, pero no obstante estaba impresionado.
—Le prevengo... que no debe cometer ni el más pequeño error. Si lo hace veo con toda claridad el resultado: una muerte.
¡Qué extraño! ¡Una muerte! ¡Qué curioso que se le hubiera ocurrido decir eso!
—Si cometo un error el resultado será una muerte, ¿es eso?
—Sí.
—En ese caso —dijo Evans poniéndose en pie y entregándole el precio de la consulta—, no debo cometer errores, ¿no es así?
Lo dijo en tono intrascendente, pero al salir de la tienda tenía las mandíbulas apretadas. Era fácil decirlo pero no tanto el estar seguro de no cometerlo. No podía equivocarse. Una vida, una valiosa vida humana, dependía de ello.
Y nadie podía ayudarle. Miró a lo lejos la figura de su amigo Haydock. «Deje las cosas como están», le diría, y eso es lo que, a la sazón, no podía hacer.
Haydock estaba hablando con una mujer que al separarse de él se aproximó a Evans. Era la señora Merrowdene, y el inspector, siguiendo sus impulsos, apresuróse a detenerla.
La señora Merrowdene era una mujer bastante atractiva. Tenía una frente ancha y unos serenos ojos castaños muy bonitos, así como la expresión plácida. Su aspecto era el de las Madonnas italianas, que acentuaba peinándose con raya en medio y ondas sobre las orejas. Su voz era profunda, casi somnolienta.
Al ver a Evans le dedicó una sonrisa de bienvenida.
—Me pareció que era usted, señora Anthony... quiero decir, señora Merrowdene —dijo en tono ligero y deliberado, mientras la observaba. Vio que abría un poco más los ojos, y que tomaba aliento, pero su mirada no desfalleció, sosteniendo la suya con firmeza y orgullo.
—Estoy buscando a mi esposo —dijo tranquila—. ¿Le ha visto por aquí?
—La última vez que le vi, iba en esa dirección.
Echaron a andar en la dirección indicada, charlando animadamente. El inspector sentía aumentar su admiración. ¡Qué mujer! ¡Qué dominio de sí misma! ¡Qué destreza! Una mujer notable... y muy peligrosa. Sí... estaba seguro de que era peligrosa.
Aún se sentía intranquilo, aunque estaba satisfecho de su paso inicial. Sabiendo que la había reconocido, no era de esperar que se atreviera a intentar nada. Quedaba la cuestión de Merrowdene. Si pudiera avisarle... Encontraron al hombrecillo abstraído en la contemplación de una muñeca de porcelana que fue un premio en el juego de la pesca. Su esposa le sugirió que volvieran a casa, a lo que él se avino en seguida. Luego la señora Merrowdene volvióse al inspector.
—¿No quiere venir con nosotros a tomar una taza de té, señor Evans?
¿No había un ligero tono de reto en su voz? A él se lo pareció.
—Gracias, señora Merrowdene. Con muchísimo gusto lo acepto.
Y fueron caminando juntos mientras comentaban temas vulgares. Brillaba el sol, soplaba una ligera brisa y todo parecía agradable y sonriente. La doncella había ido a la fiesta, según le explicó la señora Merrowdene cuando llegaron a la encantadora casita. Fue a su habitación a quitarse el sombrero, y al regresar se dispuso a preparar el té calentando el agua sobre un infiernillo de plata. De un estante cerca de la chimenea cogió tres pequeños boles con sus tres platos correspondientes.
—Tenemos un té chino muy especial —explicó—. Y siempre lo tomamos al estilo chino... en bol, y nunca lo hacemos en taza.
Se interrumpió mirando al interior de uno de ellos, que fue a cambiar con una exclamación de disgusto.
—Jorge... eres terrible. Ya has vuelto a coger un bol de ésos.
—Lo siento, querida —dijo el profesor disculpándose—. Tienen una medida tan a propósito... Los que encargué aún no me los han enviado.
—Cualquier día nos envenenarás a todos —dijo su esposa sonriendo—Mary los encuentra en el laboratorio y los trae aquí sin molestarse en lavarlos, a menos que tengan algo muy visible en su interior. Vaya, el otro día pusiste en uno cianuro potásico, y la verdad, Jorge, eso es peligrosísimo.
Merrowdene pareció ligeramente irritado.
—Mary no tiene por qué coger las cosas de mi laboratorio, ni tocar nada de allí.
—Pero a menudo dejamos allí las tazas después de tomar el té. ¿Cómo va ella a saberlo? Sé razonable, querido.
El profesor marchó a su dormitorio murmurando entre dientes, y con una sonrisa la señora Merrowdene echó el agua hirviendo sobre el té y apagó la llama del infiernillo de plata.
Evans estaba intrigado, pero al fin creyó ver un rayo de luz. Por alguna razón desconocida, la señora Merrowdene estaba mostrando sus cartas. ¿Es que aquello iba a ser el «accidente»? ¿Decía todo aquello con el propósito de preparar su coartada de antemano y de manera que cuando algún día ocurriera el «accidente» él se viera obligado a declarar en su favor? Qué tonta era, porque antes de todo eso...
De pronto contuvo el aliento. La señora Merrowdene había servido el té en tres boles. Uno lo colocó delante de él, otro ante ella, y el tercero en una mesita que había cerca de la chimenea, junto a la butaca donde solía sentarse su esposo, y fue al colocar esta última cuando sus labios se curvaron en una sonrisa especial. Fue aquella sonrisa la que le convenció.
¡Ahora lo sabía!
Una mujer notable... y peligrosa. Sin esperar... y sin preparación. Esta tarde, aquella misma tarde... con él como testigo. Su osadía le cortó la respiración.
Era inteligente... endiabladamente inteligente. No podría probar nada. Ella contaba con que él no sospecharía... por la sencilla razón de ser «demasiado pronto». Una mujer de inteligencia y acción rápidas.
Tomó aliento antes de inclinarse ligeramente hacia delante.
—Señora Merrowdene, soy hombre de raros caprichos. ¿Me perdonará usted uno?
Ella le miró intrigada, pero sin recelo.
Evans se levantó y cogiendo el bol que había ante ella, lo sustituyó por el que estaba dispuesto de antemano sobre la mesita.
—Quiero que usted beba éste.
Sus ojos se encontraron con los suyos... firmes, indomables, mientras el color iba desapareciendo paulatinamente de su rostro.
Alargando la mano cogió la taza. Evans contuvo el aliento.
¿Y si hubiera cometido un error?
Ella la llevó a sus labios..., pero en el último momento, con un escalofrío, se apresuró a verter el contenido del bol en una maceta de helechos. Luego volvió a sentarse, mirándole retadora.
El exhaló un profundo suspiro y volvió a sentarse.
—¿Y bien? —dijo ella.
Su tono había cambiado. Ahora era ligeramente burlón... y desafiante.
Evans le contestó tranquilo:
—Es usted una mujer muy inteligente, señora Merrowdene. Y creo que me comprende. No habrá repetición. ¿Sabe a qué me refiero?
—Sé a qué se refiere.
Su voz carecía de expresión. Evans inclinó la cabeza satisfecho. Era una mujer inteligente y no quería verse ahorcada.
—A su salud y a la de su esposo —brindó llevándose el té a sus labios.
Luego su rostro cambió..., contorsionándose horriblemente...; quiso levantarse..., gritar...; su cuerpo se agarrotaba..., estaba congestionado... Cayó desplomado en el sillón... presa de convulsiones.
La señora Merrowdene se inclinó hacia delante observándole con una sonrisa, y le dijo... en tono suave:
—Cometió usted un error, señor Evans. Pensó que yo quería matar a Jorge. ¡Qué tonto fue usted... qué tonto!
Permaneció unos minutos contemplando al muerto..., el tercer hombre que había amenazado con interponerse en su camino y separarla del hombre que amaba.
Su sonrisa se acentuó. Parecía más que nunca una madonna, y al fin, levantando la voz, gritó:
—Jorge..., Jorge! ¡Oh! Ven en seguida. Me temo que ha ocurrido un lamentable accidente. Pobre señor Evans...

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