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domingo, 21 de noviembre de 2010

AGATHA CHRISTIE -- UNA VISITA INESPERADA



AGATHA
CHRISTIE

UNA VISITA INESPERADA


1
Era poco antes de las doce de una fría noche de noviembre. Volutas de neblina ensombrecían tramos de la oscura y estrecha carretera rural del sur de Gales, flanqueada de árboles, no muy le­jos del canal de Bristol, donde una sirena de nie­bla lanzaba un intermitente aullido melancólico. De vez en cuando se oía el distante ladrido de un perro o el triste ulular de un ave nocturna. Las escasas casas que jalonaban el camino, poco más que un sendero, se encontraban distantes entre sí. En uno de los tramos más oscuros, donde el camino viraba al pasar por delante de una her­mosa casa de tres plantas con un amplio jardín, había un coche con las ruedas delanteras atascadas en la cuneta. Después de pisar el acelerador repetidas veces para sacar el automóvil de la zan­ja, el conductor debió de decidir que no valía la pena seguir intentándolo y el motor enmudeció.
Pasaron unos minutos antes de que el con­ductor bajara del vehículo. Era un hombre fornido, de cabello rubio rojizo, de unos treinta y cinco años de edad. Tenía la piel curtida y llevaba un traje de tweed grueso, un abrigo oscuro y sombrero. Valiéndose de una linterna, empezó a cruzar el jardín hacia la casa y se detuvo a medio camino para estudiar la elegante fachada del edi­ficio del siglo XVIII. Al llegar a las contraventa­nas, vio que el edificio estaba sumido en la oscu­ridad. Echó un vistazo al interior. Al no percibir ningún movimiento, dio unos golpes en el cristal. No hubo respuesta. Al cabo de unos instantes probó con el tirador y la contraventana se abrió. El hombre entró en una estancia sumida en la oscuridad.
Una vez dentro, permaneció inmóvil, a la es­cucha de sonidos o movimientos.
-¿Hola? -llamó-. ¿Hay alguien?
Alumbró la habitación con la linterna y com­probó que se trataba de un estudio bien amueblado con las paredes cubiertas de libros. En el cen­tro de la estancia vislumbró a un hombre atractivo, de mediana edad, sentado en una silla de ruedas frente a los ventanales, con una manta sobre el regazo. Daba la impresión de haberse quedado dormido.
-¡Ah, hola! -dijo el intruso-. No preten­día asustarle, lo siento. Es esta endiablada niebla. He acabado con el coche en la cuneta y no tengo la menor idea de dónde me encuentro. ¡Ah! Perdone, he dejado la puerta abierta. -Se volvió hacia la cristalera, la cerró y corrió las cortinas-. Supongo que me desvié de la carretera general en algún momento -explicó-, hace más de una hora que circulo por estos caminos llenos de curvas.
No hubo respuesta.
-¿Está dormido? -preguntó el intruso, e iluminó la cara del hombre con la linterna.
El hombre no abrió los ojos ni se movió. Cuando el intruso le tocó el hombro para des­pertarle, el cuerpo se derrumbó.
-¡Santo Dios! -exclamó el hombre de la linterna.
Permaneció un momento inmóvil, indeciso, sin saber qué hacer. Iluminó la habitación de nuevo y descubrió un interruptor de la luz junto a la puerta. Cruzó la estancia para encenderlo. Se iluminó la lámpara de un escritorio.
Dejó la linterna sobre la mesa y, sin apartar la vista de la silla de ruedas, la rodeó. Vio una se­gunda puerta con otro interruptor, lo encendió y se iluminaron dos lámparas en dos mesas situa­das de forma estratégica. Luego, se acercó hacia el hombre de la silla de ruedas, pero se sobresaltó al ver a una atractiva joven de unos treinta años, con un vestido de cóctel y chaqueta a juego, de pie junto a una estantería en un vano del estudio. Los brazos le colgaban inertes a ambos lados del cuerpo. No se movió ni habló. Parecía incluso como si intentara no respirar. Hubo un instante de silencio en el que se estudiaron mutuamente. Entonces, el hombre habló:
-¡Está... muerto! -exclamó.
Sin la menor expresión en el rostro, la mujer respondió:
-Sí.
-¿Lo sabía ya?
-Sí.
El hombre se aproximó al cadáver en la silla de ruedas.
-Le han disparado en la cabeza. ¿Quién...? -Enmudeció cuando la mujer reveló la mano derecha, hasta entonces oculta entre los pliegues de su vestido. Llevaba una pistola. El hombre contuvo el aliento. Cuando dedujo que no le estaba amenazando con el arma, se acercó y, con suavidad, le cogió la pistola. ¿Le ha disparado? -preguntó.
-Sí -respondió la mujer al cabo de unos segundos.
El hombre se alejó y depositó el arma sobre una mesa junto a la silla de ruedas, contempló el cadáver unos instantes y echó un vistazo alrede­dor.
-El teléfono está allí -dijo la mujer, seña­lando el escritorio con la cabeza.
-¿El teléfono? -repitió el hombre. Parecía sorprendido.
-Por si quiere llamar a la policía -repuso la mujer con el mismo tono distante.
El hombre la miró con desconcierto.
-Unos minutos más o menos no cambian nada -comentó-. De todos modos, no les será fácil llegar hasta aquí con esta niebla; antes qui­siera saber algo más... -Se interrumpió y obser­vó el cadáver-: ¿Quién es?
-Mi marido -respondió ella-. Se llama Richard Warwick. Yo soy Laura Warwick.
-Vaya... ¿No será mejor que se siente?
Laura Warwick se dirigió con lentitud vaci­lante al extremo de un sofá.
El hombre preguntó:
-¿Puedo ofrecerle algo de beber..., algu­na otra cosa? Debe de haber sido un shock para usted.
-¿Disparar a mi marido? -repuso con tono irónico.
El hombre recuperó la compostura e intentó seguirle:
-Sí, supongo que sí. ¿O es que se trataba de un juego?
-Sí, era un juego -respondió ella imperté­rrita. El hombre frunció el entrecejo con expre­sión perpleja-. De todos modos, aceptaré esa bebida.
El hombre sirvió un coñac de la licorera si­tuada en la mesa, junto a la silla de ruedas. Se lo ofreció a la mujer, que bebió. Pasados unos mi­nutos preguntó:
-Bien, ¿qué le parece si me lo cuenta todo?
Laura Warwick lo miró.
-¿No sería mejor que llamara a la policía?
-Cada cosa a su tiempo. No pasa nada si te­nemos una pequeña charla antes, ¿verdad? -Se sacó los guantes, los metió en el bolsillo de la chaqueta y empezó a desabrocharse el abrigo.
Laura Warwick empezó a perder la compos­tura:
-Yo no... ¿Quién es usted?... ¿Por qué ha venido aquí esta noche? ¡Por el amor de Dios! ¡Dígame quién es usted!

2
-Muy bien -respondió el hombre. Se mesó los cabellos y contempló la habitación como si se preguntara por dónde o cómo empe­zar-. Me llamo Michael Starkwedder, desde luego un apellido inusual. Soy ingeniero, trabajo para la compañía Anglo-Iranian y acabo de re­gresar del golfo Pérsico. -Hizo una pausa corno si estuviera recordando Oriente Medio o, quizá, intentando decidir hasta qué punto era necesario entrar en detalles. Se encogió de hom­bros-. Hace unos días que estoy aquí en Gales, visitando viejos lugares. La familia de mi madre era de esta parte del mundo y me estaba plan­teando la posibilidad de comprarme una casita.
Sacudió la cabeza y sonrió.
-Llevaba dos horas dando vueltas por estos enrevesados caminos del sur de Gales cuando el coche se atascó en una cuneta. A mi alrededor no había más que una niebla espesa, pero caminé a tientas hasta la casa con la esperanza de encontrar un teléfono o incluso, con suerte, cobijo para esta noche. La puerta de la ventana no esta­ba cerrada, así que entré y de repente me encon­tré con... -Hizo un gesto hacia el cadáver en la silla de ruedas.
Laura Warwick le miró con ojos inexpresivos.
-Llamó a la puerta varias veces -murmuró.
-Sí, pero no contestó nadie.
Laura contuvo el aliento.
-No, no respondí -susurró.
Él la miró, como si intentara formarse una opinión sobre ella. Dio un paso hacia el cadáver y después se volvió hacia la mujer.
-Como iba diciendo, la contraventana no estaba cerrada, así que entré.
Laura bajó la mirada hacia la copa de coñac. Habló como si citara un texto:
-La puerta se abre, y entra una visita ines­perada. -Tembló ligeramente-. De niña siem­pre me había asustado ese dicho, «una visita ines­perada». -Echó la cabeza hacia atrás, miró a su huésped inesperado y de pronto exclamó-: ¿Por qué no llama a la policía y acabamos con esto de una vez?
Starkwedder se acercó al cadáver.
-Todavía no -respondió-. Dentro de un momento, quizá. ¿No me quiere decir por qué le disparó?
La voz de Laura volvió a adoptar un tono irónico al responder:
-Podría darle muy buenas razones para ello: en primer lugar, bebía en exceso. Por otro lado, era muy cruel, insoportablemente cruel. Le odiaba desde hace años. -Al ver que Starkwed­der la miraba con severidad, dijo-: ¿Qué espe­raba que le dijera?
-¿Hacía años que le odiaba? -murmuró él. Se acercó al cadáver con lentitud-. Pero algo es­pecial sucedió esta noche, ¿verdad?
-Tiene razón. Sí, algo muy especial sucedió esta noche, así que cogí la pistola y..., y le dispa­ré. Tan simple como eso. -Lanzó una mirada a Starkwedder antes de continuar-. Pero ¿de qué sirve hablar de ello? Al fin y al cabo, lo único que podrá hacer es llamar a la policía, no tengo esca­patoria.
Starkwedder la contempló.
-No es tan fácil como usted cree -observó.
-¿Por qué no?
El se acercó a ella mientras le hablaba de for­ma pausada:
-No es tan fácil hacer lo que usted me está instando a hacer. Es una mujer, una mujer muy atractiva.
Laura le miró fijamente.
-¿Supone eso alguna diferencia? -pre­guntó.
El respondió con ligereza:
-En teoría no, pero en la práctica sí. -Se quitó el abrigo, lo depositó sobre el sillón y se situó de nuevo frente al cuerpo de Richard War­wick.
-¡Ah! Así que estamos hablando de caba­llerosidad -comentó Laura con indiferencia.
-Llámelo curiosidad, si prefiere. Quisiera saber qué ha sucedido aquí.
Laura guardó silencio un instante antes de responder:
-Ya se lo he dicho.
Starkwedder comenzó a caminar alrededor de la silla de ruedas sin apartar la vista del cadá­ver. Parecía fascinado.
-Me ha contado los hechos desnudos, tal vez -admitió-. Pero nada más que eso.
-También le he proporcionado un móvil -repuso Laura-. No hay nada más que contar. De todos modos, ¿por qué tendría que creer en mis palabras? Podría inventar lo que me diera la gana. Sólo tiene mi palabra de que Richard era un hombre cruel que bebía y me hacía la vida im­posible. Y de que le odiaba.
-Sin duda puedo aceptar esta última afir­mación sin más -respondió Starkwedder sin dejar de estudiar el cuerpo-. Después de todo, hay bastantes indicios que dan prueba de ello. -Se volvió a acercar al sofá y miró a Laura-: Pero aún así, ¿no cree que es una solución un poco drástica? Dice que le odiaba desde hace años. ¿Por qué no le dejó? Seguro que hubiera sido más sencillo.
Laura titubeó al responder:
-No... no tengo dinero propio.
-Mi querida señora, si hubiera podido probar que era un hombre cruel, adicto a la bebida y todo lo demás, podría haberse divorciado (o separado) de él y haber obtenido una pensión, o como sea que se llame.
Laura, sin saber qué decir, se levantó y, dán­dole la espalda, se acercó a la mesa para dejar el vaso.
-¿Tiene hijos? -inquirió Starkwedder.
-No, gracias a Dios -contestó. -Entonces, ¿por qué no le dejó?
Confusa, Laura se volvió hacia su interlo­cutor.
-Bueno... ahora heredaré todo el dinero.
-Se equivoca. No van a permitir que se aproveche del resultado de un crimen. ¿O acaso pensaba que...? -Titubeó-. ¿Qué es lo que pensaba?
-No sé qué quiere decir.
Starkwedder se sentó en el sillón.
-Usted no es una mujer estúpida -comen­tó-. Incluso si heredara todo el dinero de su marido, no le serviría de mucho si se pasa el resto de su vida entre rejas. -Se acomodó en el sillón y agregó-: Supongamos que yo no hubiera venido esta noche. ¿Qué hubiera hecho?
-¿Acaso importa?
-Quizá no, pero me interesa. ¿Cuál hubiese sido su versión de los hechos si yo no hubiera llegado y le hubiera pillado con las manos en la masa? ¿Hubiera alegado que había sido un acci­dente? ¿Un suicidio?
-No lo sé. -Laura parecía desesperada; cruzó la estancia en dirección al sofá v se sentó sin mirar a Starkwedder-. No tengo ni idea. Lo cierto es que... que no he tenido tiempo de pen­sarlo.
-No, quizá no... pero no creo que se tratara de un acto premeditado, sino que actuó por im­pulso. -Se levantó del sillón y se acercó a la pared-. De hecho, creo que se debió a algo que dijo su marido. ¿Qué fue?
-No importa -respondió Laura.
-¿Qué dijo? ¿Qué fue lo que dijo?
Laura le miró sin pestañear.
-Eso es algo que no revelaré jamás a nadie. Starkwedder regresó al sofá y se colocó de­trás de ella.
-Se lo preguntarán en el juicio -dijo.
-No contestaré. No pueden obligarme. -Pero su abogado tendrá que saberlo -replicó él-. Quizá eso suponga una gran diferencia para usted.
Laura se volvió hacia él.
-¿Es que no lo entiende? No tengo ninguna esperanza, estoy preparada para lo peor.
-¿Por qué? ¿Sólo porque entré por esa ven­tana? Si no lo hubiera hecho...
-¡Pero lo hizo!
-Sí, lo hice, y por ello usted va a cargar con el muerto. ¿Es eso lo que piensa?
Laura no respondió. El se acercó a un extre­mo del sofá y sacó un paquete de cigarrillos.
-Tenga -dijo mientras le ofrecía un ciga­rrillo y cogía otro para sí-. Bien, ahora vamos a retroceder un poco en el tiempo. Hacía años que usted odiaba a su marido, y esta noche dijo algo que colmó su paciencia, así que cogió la pistola... -Se detuvo en seco, se incorporó y se dirigió a la mesa que se encontraba junto a la silla de rue­das y contempló la pistola-. Por cierto, ¿qué hacía aquí sentado con una pistola al lado? No es algo muy normal.
-Ah, eso. Es que solía disparar a los gatos. Starkwedder la miró con expresión de sorpresa.
-¿A los gatos?
-Bien, supongo que tendré que contarle al­gunas cosas -repuso Laura con resignación.




3


Starkwedder la miró confundido.
-¿Y bien? -la instó.
Laura respiró hondo y, con la mirada al fren­te, comenzó a hablar:
-A Richard le gustaba la caza mayor, así es como nos conocimos, en Kenia. Por entonces era diferente, o quizá es que mostraba sus virtu­des y no sus defectos. Tenía buenas cualidades, ¿sabe?, era generoso y valiente. Muy valiente; re­sultaba muy atractivo para las mujeres.
Alzó la vista, como si viese a Starkwedder por primera vez, y él, devolviéndole la mirada, le encendió el cigarrillo y luego se encendió el suyo.
-Prosiga -pidió.
-Nos casamos poco después de conocernos -continuó ella-, pero dos años más tarde sufrió un accidente terrible: le atacó un león. Tuvo suerte de salir con vida, pero desde entonces fue un semiinválido, no podía caminar bien. -Se in­clinó hacia atrás, tenía aspecto más relajado.
Starkwedder se sentó en un escabel delante de ella.
Laura dio una calada al cigarrillo y luego exhaló el humo.
-Dicen que las desgracias mejoran el carác­ter, pero no fue así en el caso de Richard. En lu­gar de ello, se acentuaron todos sus defectos: el rencor, una vena sádica, la bebida... Hacía la vida imposible a todos los habitantes de la casa, pero se lo permitíamos porque, ya sabe, todos decían «pobre Richard, es tan triste ser un inválido». No deberíamos haberlo aguantado, por supues­to, ahora soy consciente de ello. Lo único que conseguimos con eso fue animarle a pensar que po­día hacer lo que quisiera.
Laura se incorporó y se acercó a la mesa jun­to al sofá para tirar la ceniza en el cenicero.
-Lo que más le gustaba era la caza. Desde que nos mudamos a esta casa, se sentaba aquí cada noche cuando todos dormían y Angell, su mayordomo y factótum, supongo que podría­mos llamarle así, le traía el coñac y una de sus pistolas. Después, ordenaba abrir los ventanales y se sentaba aquí, al acecho del brillo de los ojos de un gato, de un conejo o incluso de un perro. Claro que últimamente no había muchos cone­jos, con la epidemia esa... ¿cómo se llama?, mixi­matosis, o algo así. Pero sí mataba bastantes ga­tos. -Dio otra calada al cigarrillo-. También les disparaba durante el día... y a los pájaros.
-¿No se quejaban los vecinos?
-Por supuesto -replicó Laura mientras se sentaba de nuevo en el sofá-. Sólo hace un par de años que estamos aquí. Antes vivíamos en Norfolk, donde entre las víctimas de Richard hubo dos o tres animales domésticos y recibi­mos muchas quejas. Por eso nos mudamos aquí, porque es una casa aislada y sólo tenemos un ve­cino en varios kilómetros a la redonda. Por otro lado, abundan las ardillas, los pájaros y los gatos abandonados.
Hizo una pausa y luego prosiguió:
-En realidad, el problema en Norfolk se debió a una mujer que vino un día a casa a reco­lectar dinero para la fiesta del pueblo. Cuando se marchó calle abajo, Richard comenzó a disparar a diestro y siniestro y, según nos explicó después entre carcajadas, la mujer «se asustó como un cervatillo». Dijo que el trasero le temblaba como una gelatina. La mujer acudió a la policía y se produjo un revuelo.
-Ya lo imagino -replicó Starkwedder lacónico.
-No obstante, Richard salió airoso. Tenía el permiso en regla de todas sus armas, como era de esperar, y además aseguró a la policía que sólo las utilizaba para cazar conejos. Justificó las que­jas de la señorita Butterfield aduciendo que era una solterona que se imaginaba cosas, juró que jamás se le hubiera ocurrido dispararle. Richard era una persona muy convincente, y no tuvo problema en conseguir que la policía le creyera.
Starkwedder se levantó del escabel y se acer­có al cadáver.
-Al parecer, su marido poseía un sentido del humor bastante perverso -comentó con acritud mientras echaba un vistazo a la mesa jun­to a la silla de ruedas-. Así pues, tener una pis­tola a su lado era su rutina nocturna; pero no es posible que esperara cazar algo esta noche, no con esta niebla.
-Siempre pedía que le pusieran una pistola allí -comentó Laura-. Todas las noches, era como un niño con su juguete. A veces disparaba a la pared y hacía dibujos. Allí, fíjese -dijo se­ñalando los ventanales-. A la izquierda, detrás de la cortina.
Starkwedder levantó la cortina de la izquier­da y vio un dibujo de agujeros de bala en el marco.
-Dios santo, marcó sus iniciales «R.W.» en la pared con agujeros de bala. Increíble. -Dejó caer la cortina y regresó junto a Laura-. Debo admitir que tenía muy buena puntería. Debía de ser terrible vivir con él.
-Lo era-repuso Laura-. Pero ¿es necesa­rio que continuemos hablando de todo esto? No hacemos más que postergar lo inevitable. Tiene que llamar a la policía, no hay otra opción. ¿No ve que sería más clemente por su parte hacerlo de una vez? ¿O es que quiere que lo haga yo? ¿Es eso? Pues bien, lo haré.
Se acercó al teléfono, pero Starkwedder le sujetó la mano en el momento en que levantaba el auricular.
-Primero tenemos que hablar -le dijo.
-Ya hemos hablado. De todos modos, no hay nada de que hablar.
-Sí que lo hay. Quizá sea estúpido por mi parte, pero tenemos que encontrar una salida.
-¿Una salida? ¿Para mí? -repuso Laura incrédula.
-Sí, para usted. -Él se alejó unos pasos y luego se volvió hacia ella-. ¿Es usted valiente? ¿Sería capaz de mentir si fuera necesario? ¿Men­tir de forma convincente?
Laura le miró.
-Está loco -dijo.
-Probablemente -convino él.
Ella sacudió la cabeza, perpleja.
-No sabe lo que está haciendo -dijo.
-Sé muy bien lo que estoy haciendo -re­plicó Starkwedder-. Me estoy convirtiendo en su cómplice.
-Pero ¿por qué? ¿Por qué?
Starkwedder la observó un instante antes de responder.
-Sí, ¿por qué? -repitió-. Por una razón muy simple, supongo. Es usted una mujer muy atractiva y me horroriza la idea de que pase los mejores años de su vida entre rejas. Es tan duro como estar colgado de una soga y no morir. Además, la situación no parece muy prometedo­ra para usted. Su marido era un inválido, por lo que cualquier alegato de provocación por su parte se basaría sólo en su palabra, y, como no parece muy dispuesta a darla, no creo que un ju­rado la absuelva.
Laura le miró.
-Usted no me conoce -dijo-. Quizá sea mentira todo lo que le he dicho.
-Quizá -concedió él con tono alegre-. Y quizá yo sea un idiota, pero le creo.
Laura se sentó en el escabel, de espaldas a él. Ninguno de los dos habló durante unos minu­tos. Después, se volvió hacia él; sus ojos brilla­ban con renovada esperanza. Le miró inquisitiva y asintió levemente.
-Sí -dijo-. Puedo mentir si es necesario.
-Bien. Ahora dígame -se acercó a la mesa junto a la silla de ruedas y echó la ceniza en el ce­nicero-, ¿quién hay en esta casa? ¿Quién vive aquí?
-Está la madre de Richard. Y está Benny... la señorita Bennett, una mezcla de ama de llaves y secretaria. Una ex enfermera. Hace años que está con nosotros y siente devoción por Richard. Después está Angell, ya lo he mencionado antes, creo. Podríamos decir que es el enfermero y el mayordomo. Suele cuidar de Richard.
Starkwedder se sentó sobre un brazo del sofá.
-¿Vive algún sirviente en la casa?
-No, ninguno se queda a dormir, todos vie­nen durante el día. Y También esta Jan, claro.
-¿Jan? ¿Quién es Jan?
Laura le miró con recelo antes de responder. Después, con cierta reticencia, explicó:
-Es el medio hermano pequeño de Richard. Él... él vive con nosotros.
Starkwedder se acercó al escabel donde esta­ba Laura.
-Cuéntemelo todo -insistió-. ¿Qué es lo que no quiere decirme de Jan?
Laura titubeó un momento.
-Jan es un encanto -dijo-, es muy cari­ñoso, pero no es como las demás personas. Es... es lo que llaman un retrasado.
-Entiendo -murmuró Starkwedder com­prensivo-. Pero usted le aprecia mucho, ¿no es así?
-Sí -admitió Laura-. Le aprecio mucho, ésa es la verdadera razón por la que no podía abandonar a Richard. Por Jan. Si Richard se hu­biera salido con la suya, hubiera enviado a Jan a un manicomio.
Starkwedder dio una vuelta alrededor de la silla de ruedas, mientras observaba pensativo el cuerpo de Richard Warwick.
-Ya veo -murmuró-. ¿Con eso la amenazaba? ¿Que si le dejaba enviaría al chico a un manicomio?
-Sí -respondió ella-. Si yo hubiera creído que podía ganar lo suficiente para mantener a Jan v a mí misma... pero no sabía cómo. Además, claro está, Richard era el tutor legal de Jan.
-¿Era Richard amable con él? -preguntó Starkwedder.
-A veces -respondió.
-¿Y las otras veces?
-A menudo le decía que iba a mandarlo fuera. Le decía: «Serán muy amables contigo, te cuidarán bien. Además, estoy seguro de que Laura te visitará una o dos veces al año.» Jan se ponía muy nervioso y empezaba a tartamudear, rogándole que no lo hiciera. Al final, Richard se echaba atrás en la silla y reía a carcajadas.
-Comprendo -comentó Starkwedder mientras observaba a la mujer. Tras una pausa, repitió pensativo-: Comprendo.
Laura se incorporó y se acercó a la mesa que estaba junto al sillón para apagar el cigarrillo.
-No tiene por qué creerme -exclamó-. No tiene por qué creer ni una palabra de lo que le digo, quizá me lo esté inventando todo.
-Ya le he dicho que correría ese riesgo -re­plicó Starkwedder mientras se sentaba de nuevo en el brazo del sofá-. Bien, ¿y qué clase de mu­jer es Benny? ¿Es astuta? ¿Lista?
-Es muy eficiente y competente. Starkwedder chasqueó los dedos.
-Explíqueme una cosa -dijo-. ¿Cómo es posible que nadie en la casa haya oído el dis­paro?
-Bueno, la madre de Richard es bastante mayor y está algo sorda. La habitación de Benny se encuentra en el otro lado de la casa, y el dor­mitorio de Angell está bastante alejado, separado por una puerta de doble paño. Jan duerme en el dormitorio, encima de esta habitación, pero siempre se acuesta temprano y tiene un sueño muy profundo.
-Todo muy conveniente -comentó Stark­wedder.
-¿Qué sugiere? ¿Que hagamos que parezca un suicidio?
Starkwedder volvió a contemplar el cadáver.
-No -respondió sacudiendo la cabeza-. Me temo que no hay posibilidad de que parezca un suicidio. -Se acercó a la silla de ruedas y es­tudió a Richard Warwick antes de preguntar-: Supongo que era diestro, ¿no?
-Sí.
-Me lo temía. En ese caso, no pudo haberse disparado a sí mismo desde este ángulo -dijo, mientras señalaba la sien izquierda de Warwick-. Además, no hay rastros de quemadura. -Perma­neció pensativo unos segundos y agregó-: No, la pistola tuvo que ser disparada desde cierta distan­cia. El suicidio queda descartado. -Calló de nuevo antes de continuar-. Pero existe la posibilidad del accidente, claro.
Tras un silencio, Starkwedder comenzó a ex­plicar lo que tenía en mente:
-Digamos, por ejemplo, que yo llegué esta noche, tal como ocurrió en realidad, y que trope­cé y entré de golpe por la contraventana. -Se acercó a los ventanales y fingió entrar de un tro­piezo-. Richard pensó que era un ladrón y me disparó a ciegas. Por lo que me ha explicado de sus costumbres, sería algo muy plausible. Entonces yo me acerqué a él -se dirigió deprisa al cuerpo inerte en la silla de ruedas- y le quité la pistola.
Laura le interrumpió.
-Y el arma se disparó durante el forcejeo, ¿no es eso?
-Sí-convino él, pero se corrigió-: No, eso no sirve. Como ya he dicho, la policía se dará cuenta enseguida de que el arma no fue disparada desde tan cerca. -Se detuvo a pensar y luego continuó-: Digamos que le quité el arma... -Sa­cudió la cabeza y dejó caer los brazos en un gesto de frustración-. No, eso no sirve. Si ya le había quitado el arma, ¿por qué tenía que matarle? No es fácil -suspiró-. Bueno, vamos a considerarlo un asesinato, un simple y llano asesinato. Pero tiene que ser un asesinato cometido por una per­sona o personas desconocidas. -Se acercó a la ventana, apartó la cortina y miró hacia afuera como si buscara inspiración.
-¿Un ladrón, quizá? -sugirió Laura. Starkwedder permaneció pensativo un ins­tante y dijo:
-Bueno, supongo que podría ser un ladrón, pero es un poco artificial. -Vaciló, calló y luego añadió-: ¿Qué tal si fuera un enemigo? Suena un poco melodramático, pero, por lo que me ha contado, su marido parece el tipo de persona que tiene enemigos. ¿Me equivoco?
-Supongo que no -respondió Laura con cautela-. Supongo que Richard tenía enemigos, pero...
-Ahora no importan los peros -la inte­rrumpió Starkwedder, mientras apagaba el ciga­rrillo en el cenicero de la mesa junto a la silla de ruedas y se acercaba al sofá-. Cuénteme todo sobre los enemigos de Richard. El número uno sería, supongo, la señorita del trasero de gelati­na, la mujer a la que disparó. Aunque, de todos modos, no es probable que sea una asesina; segu­ro que sigue viviendo en Norfolk, así que es difí­cil pensar que viniese a Gales para acabar con Ri­chard. -Se sentó en un extremo del sofá-. ¿Quién podría tener algo contra él?
Laura parecía dubitativa. Comenzó a cami­nar y a desabrocharse la chaqueta.
-Bueno -dijo-, había un jardinero, hace cosa de un año... Richard le despidió y se negó a darle una recomendación. El hombre no se lo tomó muy bien y le amenazó.
-¿Quién era? ¿Un hombre de la zona? -preguntó Starkwedder.
-Sí. Era de Llanfechan, a unos seis kilóme­tros de aquí. -Una vez desabrochada la chaque­ta, se la quitó y la depositó sobre el brazo del sofá.
Starkwedder frunció el entrecejo.
-No me convence el jardinero -dijo-. Apuesto a que tiene una buena coartada; que estaba en casa y, si no la tiene, o si sólo puede co­rroborarla su mujer, quizá el pobre hombre aca­be en prisión por un crimen que no ha cometido. No, no nos sirve. Lo que necesitamos es un enemigo del pasado, alguien que no resulte fácil de rastrear.
Laura se paseaba alrededor del sofá intentado pensar mientras Starkwedder hablaba.
-¿Y alguien que conociera Richard en sus tiempos de cazador de tigres y leones? ¿Alguna persona de Kenia, de Sudáfrica o de la India? De algún lugar que la policía no pueda investigar con facilidad.
-Si pudiera pensar en alguien... -respon­dió Laura con desesperación-. Si pudiera re­cordar alguna de esas historias que me contaba Richard...
-Tampoco disponemos de ninguna prueba a mano -masculló Starkwedder-. Ya sabe, un turbante sij, un cuchillo Mao Mao o una flecha envenenada. -Starkwedder se llevó las manos ala frente, intentando concentrarse-. ¡Maldita sea! Lo que queremos es una persona con un motivo, alguien al que Richard humillara. -Se acercó a Laura y le instó-: ¡Piense! ¡Vamos! ¡Piense!
-No... no puedo pensar -respondió ella con voz quebrada por la frustración.
-Me ha explicado qué tipo de hombre era su marido, seguro que hubo algún incidente, al­guna persona... ¡Dios santo! Tiene que haber alguien.
Laura caminaba por la estancia desesperada tratando de pensar en algo.
-Alguien que le amenazara, que le amenazara con razón -la animó Starkwedder. Laura se volvió hacia él.
-Sí, hubo alguien, acabo de acordarme.... Un hombre. Richard atropelló a su hijo.

4
Starkwedder miró a Laura.
-¿Richard atropelló a un niño? -preguntó exaltado-. ¿Cuándo ocurrió?
-Hace unos dos años, cuando vivíamos en Norfolk. El padre de la criatura le amenazó va­rias veces.
El se sentó en el escabel.
-Bien, ésa podría ser una posibilidad. Ex­plíqueme todo lo que recuerde sobre el caso.
Laura caviló unos instantes antes de hablar.
-Richard regresaba a su casa desde Cromer -dijo-. Había bebido mucho, cosa habitual en él. Atravesó un pequeño pueblo a cien kilóme­tros por hora; haciendo eses, aparentemente. El niño salió corriendo a la carretera desde una fonda. Richard lo atropelló y el crío murió al instante.
-¿Su marido podía conducir, a pesar de su discapacidad? -preguntó Starkwedder. -Sí, podía. Tuvieron que construir un coche especial, con los mandos a su alcance, pero sí, podía conducir ese vehículo.
-Ya -dijo-. ¿Qué pasó con lo del niño? La policía pudo haberle arrestado por homicidio.
-Hubo una investigación, por supuesto -ex­plicó Laura, y su voz se tiñó de una nota amarga al añadir-, pero Richard fue eximido de toda culpa.
-¿Hubo algún testigo?
-Bueno, estaba el padre de la criatura, que lo vio todo, y también una enfermera (la enfer­mera Warburton), que acompañaba a Richard en el coche. Tuvo que declarar, pero según ella Ri­chard no conducía a más de cincuenta kilómetros por hora y, además, sólo había bebido una copita de jerez. Según su versión, el accidente fue inevi­table: el niño se había lanzado a toda carrera con­tra el coche. La creyeron a ella, no al padre del crío, que dijo que Richard conducía de forma te­meraria y a gran velocidad. Tengo entendido que el pobre hombre no ocultó su rabia al expresar sus sentimientos. -Laura se trasladó al sillón y añadió-: Cualquiera habría creído a la enferme­ra Warburton; era la viva imagen de la honesti­dad, la verdad, la moderación y todas esas cosas.
-¿No iba usted en el coche? -preguntó Starkwedder.
-No. Yo estaba en casa.
-Entonces, ¿cómo sabe que lo que dijo esa enfermera no es verdad?
Laura se sentó en la butaca.
-Oh, Richard hablaba del asunto con la mayor tranquilidad del mundo -dijo con tono amargo-. Recuerdo cuando volvieron del inte­rrogatorio. Dijo: «Bravo, Warbie, menuda ac­tuación. Seguramente me has librado de una buena condena.» A lo que ella respondió: «No merece haberse librado, señor Warwick. Usted sabe que conducía muy rápido, lo de ese pobre niño es terrible.» Pero Richard respondió: «¡Ol­vídese de ello! Ya le he compensado lo suficien­te. De todos modos, qué más da un mocoso más o menos en este mundo superpoblado; de buena se ha librado. Le aseguro que no tendré proble­mas para conciliar el sueño.»
Starkwedder se levantó del escabel y, mirando por encima del hombro el cadáver de Richard Warwick, dijo con tono severo:
-Cuanto más oigo hablar de su marido, más dispuesto estoy a creer que lo que ocurrió esta noche fue un homicidio justificado más que un asesinato. -Se acercó a Laura y continuó-: Ahora bien. Ese hombre cuyo hijo fue atropellado , ¿cómo se llama?
-Tenía un apellido escocés, me parece -res­pondió Laura-. Mac, Mac algo. ¿McLeod? ¿McCrae? No lo recuerdo.
-Intente recordarlo. ¿Vive aún en Norfolk?
-No, no -dijo Laura-. Sólo estaba aquí de visita. Para ver a los parientes de su mujer, creo. Era de Canadá, si no recuerdo mal.
-Canadá... eso sí está lejos -observó Starkwedder-. Tomaría tiempo encontrarle. Sí -dijo, situándose detrás del sofá-, creo que tiene posibilidades. Pero, por Dios, intente re­cordar su nombre. -Se dirigió hacia su abrigo, sacó sus guantes de un bolsillo y se los puso. A continuación, echando un vistazo alrededor, preguntó-: ¿Hay algún periódico por aquí?
-¿Periódico? -repitió Laura sorprendida.
-Uno que no sea de hoy. De ayer o antea­yer sería mejor.
Laura se encaminó a una alacena situada de­trás de la butaca.
-Aquí hay algunos viejos. Los guardamos para encender la chimenea.
Starkwedder abrió la alacena y sacó un dia­rio. Después de revisar la fecha, anunció:
-Este servirá. -Cerró la puerta de la alace­na, llevó el periódico al escritorio y de un cajón sacó unas tijeras.
-¿Qué piensa hacer? -inquirió Laura.
-Vamos a crear algunas pruebas. -Abrió y cerró las tijeras a modo de demostración. Ella le miró confundida.
-Pero suponga que la policía logra encon­trar a ese hombre. ¿Qué pasaría entonces? El le sonrió.
-Si aún vive en Canadá, les tomará su tiem­po. Y, cuando le encuentren, sin duda tendrá una coartada para esta noche; el encontrarse a varios miles de kilómetros de distancia será más que su­ficiente y, para entonces, ya será un poco tarde para investigar las cosas por aquí. De todos mo­dos, no podemos hacer mucho más, pero al menos nos dará un respiro.
Laura parecía preocupada.
-No me gusta -dijo.
Starkwedder la miró.
-Mi querida joven, no puede permitirse el lujo de escoger. Lo que tiene que hacer es recor­dar el nombre de ese hombre.
-No lo consigo -insistió ella.
-¿McDougall, tal vez? ¿O Mackintosh? -sugirió.
Ella se apartó de él llevándose las manos a los oídos.
-¡Basta! -exclamó-. No hace más que em­peorarlo. Ya ni siquiera estoy segura de que fuera Mac algo.
-Bueno, si no puede recordarlo, no puede -concedió Starkwedder-. Tendremos que arre­glárnoslas sin el nombre. ¿No recuerda la fecha, por casualidad, o algún otro dato que pudiera ser útil?
-Sí, la fecha sí. Fue el 15 de mayo. Sorprendido, Starkwedder preguntó:
-Muy bien, y, ¿cómo diablos se acuerda de eso?
Ella respondió con tono amargo:
-Porque ocurrió el día de mi cumpleaños.
-Ya... Bien, con eso resolvemos un pequeño problema. Además, parece que hemos tenido suerte. Este periódico es del 15. -Recortó la fecha.
Acercándose a la mesa, Laura señaló que la fecha del periódico era del 15 de noviembre, no de mayo.
-Sí -admitió él-, pero son los números lo que más cuesta. Ahora, mayo. Mayo es una pala­bra corta. Aquí hay una M. Ahora una A, una Y y una O.
-¿Qué diablos está haciendo?
Por toda respuesta, mientras se sentaba en la silla del escritorio, él dijo:
-¿Tiene pegamento?
Laura estaba a punto de coger un pote de pe­gamento de un casillero, pero él la detuvo.
-No toque nada. No queremos que deje sus huellas. -Starkwedder cogió el pote de pegamento con la mano enguantada y quitó la tapa-. Cómo convertirse en un criminal en un día... -dijo-. Ah, y aquí hay un bloc de papel... de esos que se encuentran en todas partes. -Lo cogió del casillero y procedió a pegar las letras y las palabras en una hoja-. Ahora, mire esto. Uno, dos... tres. Es un poco engorroso con los guantes, pero aquí lo tiene. «15 de mayo. Cuenta saldada.» Vaya, la palabra «cuenta» se ha despe­gado. -Volvió a pegarla-. Ya está. ¿Qué le parece?
Arrancó la hoja del bloc y se la enseñó, des­pués se levantó y se acercó al cadáver de Richard Warwick en la silla de ruedas.
-Lo meteremos en el bolsillo de su chaque­ta. -Mientras lo hacía, un encendedor cayó al suelo-. ¿Qué es esto?
Laura emitió un lamento e intentó coger el encendedor, pero Starkwedder ya lo había hecho y lo estaba examinando.
-Démelo -exclamó ella sin aliento-. ¡Dé­melo!
Sorprendido, Starkwedder se lo dio.
-Es... es mi encendedor -explicó ella sin que viniera a cuento.
-Muy bien, de modo que es su encendedor. No es motivo para alterarse así. -La contem­pló-. No estará perdiendo la calma, ¿verdad?
Laura se alejó en dirección al sofá. Por el camino frotó el encendedor contra la falda como para eliminar cualquier huella digital, procurando que Starkwedder no la viera.
-No, por supuesto que no -le aseguró.
Una vez comprobado que el mensaje estaba bien sujeto en el bolsillo superior de la chaqueta, Starkwedder se dirigió al escritorio, tapó el pote de pegamento, se quitó los guantes y extrajo un pañuelo.
-¡Ya está! -anunció-. Listos para el si­guiente paso. ¿Dónde está esa copa de la que be­bía hasta ahora?
Laura cogió la copa de la mesa donde la ha­bía depositado. Dejó el encendedor encima de la mesa, se acercó a Starkwedder, que cogió la copa. Se disponía a borrar las huellas dactilares, pero se detuvo en seco.
-No -murmuró-. No; sería una estupidez.
-¿Por qué? -inquirió Laura.
-Bueno, tiene que haber alguna huella -ex­plicó-, tanto en la copa como en la licorera. Las del asistente, para empezar, y probablemente también las de su marido. Si no las hubiera, la policía sospecharía. -Bebió un sorbo de la copa-. Ahora tengo que encontrar una manera de explicar las mías -añadió-. No es fácil ser un criminal ¿verdad?
-¡Oh, no lo haga! -exclamó ella-. No se involucre en esto. Podrían sospechar de usted. Con aire divertido, él respondió:
-Soy un tipo bastante respetable, muy por encima de toda sospecha. Además, en cierto sen­tido, ya estoy involucrado. Mi coche está allí fuera, atascado en el barro. No se preocupe, lo único que podrían presentar en mi contra es un poco de perjurio y unas pequeñas inexactitudes sobre el elemento tiempo, pero no lo harán, si usted desempeña bien su papel.
Asustada, Laura permaneció sentada sobre el escabel, de espaldas a él. Starkwedder se volvió hacia ella.
-¿Y bien? -dijo-. ¿Está lista?
-¿Lista? ¿Para qué? -preguntó Laura.
-Venga, tiene que recuperar la compostura. -Me siento... estúpida... -murmuró ella-.
No... no puedo pensar.
-No tiene que pensar. Sólo tiene que obede­cer órdenes. ¿Tiene en casa algún tipo de caldera?
-¿Una caldera? -repitió Laura, y después respondió-: Bueno, está la caldera del agua.
-Magnífico. -Cogió el periódico, recogió los trocitos de papel y se lo entregó a Laura-. Lo primero que hará es ir a la cocina y meter esto en la caldera. Luego subirá, se quitará la ropa y se pondrá una bata, un negligé o lo que sea que utilice. -Hizo una pausa-. ¿Tiene aspirinas?
-Sí -respondió Laura desconcertada.
Como si pensara y planificara al mismo tiempo, Starkwedder continuó:
-Bien, pues arrójelas al váter. Luego vaya donde alguien... su suegra o, cómo se llama, ¿la señorita Bennett?, y diga que tiene jaqueca y que necesita una aspirina. Mientras esté con quienquiera que sea, deje la puerta abierta. Por cierto, oirá un disparo.
-¿Qué disparo? -repuso Laura sin apartar los ojos.
Starkwedder se dirigió a la mesa que estaba junto a la silla de ruedas y cogió la pistola.
-Yo me ocuparé de eso -dijo. Examinó el arma-. Mmm, parece extranjera. Un recuerdo de guerra, ¿no es así?
Laura se levantó del escabel.
-No lo sé -le dijo-. Richard tenía varias pistolas extranjeras.
-Me pregunto si está registrada -dijo Starkwedder como para sí mismo, mientras sos­tenía la pistola.
Laura se sentó en el sofá.
-Richard tenía licencia, un permiso para las armas de su colección.
-Supongo que sí debía tener uno, pero eso no significa que todas estuviesen registradas a su nombre. Las personas suelen ser bastante descuidadas con estas cosas. ¿Hay alguien que pudiera saberlo con certeza?
-Tal vez Angell. ¿Es importante? Starkwedder empezó a pasearse por la habi­tación.
-Bueno, dada la manera en la que estamos construyendo esta historia, lo más probable es que el viejo Mac nosequé (el padre del niño al que atropelló Richard) irrumpiera en el estudio hecho una furia empuñando su propia arma. Pero también podría haber ocurrido a la inversa. Ese hombre entra de repente. Richard, que está medio dormido, coge su pistola, pero el hombre se la quita y dispara. Admito que suena un poco rocambolesco, pero no tenemos muchas opcio­nes; es inevitable correr ciertos riesgos.
Starkwedder depositó el arma sobre la mesa junto a la silla de ruedas.
-Bien, ¿hemos pensado en todo? Espero que sí. Cuando llegue la policía, no se percatará del hecho de que le hayan disparado quince o veinte mi­nutos más temprano. Por esta carretera y con la niebla que hay, tardarán lo suyo. -Se dirigió a la cortina de los ventanales, la levantó y echó un vis­tazo a los orificios que había en la pared-. «R. W.» Muy bonito, intentaré añadir el punto final.
Starkwedder devolvió la cortina a su lugar, regresó al sofá y se sentó.
-Cuando oiga el disparo -explicó a Lau­ra-, debe mostrarse alarmada y traer aquí abajo a la señorita Bennett y a cualquier otra persona a quien pueda reunir. Su versión es que no sabe nada. Fue a dormir, se despertó con un intenso dolor de cabeza, fue a buscar una aspirina... y eso es todo lo que sabe. ¿Lo comprende?
Ella asintió.
-Muy bien -dijo él-. Yo me ocupo del resto. ¿Se encuentra mejor?
-Creo que sí -susurró Laura.
-Entonces haga lo que tiene que hacer. Laura vaciló.
-Usted... no tiene por qué hacer esto -comentó-. No tiene que hacerlo, no debería invo­lucrarse.
-No volvamos otra vez a lo mismo. Todos tenemos nuestra propia manera de... ¿cómo lo diría?, de divertirnos. Usted se ha divertido dis­parando a su marido y ahora me divierto yo. Digamos que siempre he deseado comprobar cómo me las arreglaría con una historia de detectives en la vida real. -Le dedicó una leve sonrisa tranqui­lizadora-. Bien, ¿puede hacer lo que le pido?
Laura asintió.
-De acuerdo. Ah, veo que lleva reloj. ¿Qué hora tiene?
Laura le mostró su reloj de pulsera y él ajus­tó la hora del suyo.
-Poco menos de diez minutos para... Le daré tres... no, cuatro minutos. Cuatro minutos para ir a la cocina, quemar ese periódico en la caldera, subir a la primera planta, cambiarse de ropa e ir a buscar a la señorita Bennett o a quien sea. ¿Podrá hacerlo? -Le sonrió.
Laura asintió.
-Bien. Exactamente a las doce menos cinco oirá un disparo. En marcha.
Ella se dirigió a la puerta, pero de pronto se volvió y le miró, insegura de sí misma. Starkwedder cruzó la habitación para abrirle la puerta.
-No me defraudará, ¿verdad? -preguntó.
-No -respondió ella con un hilo de voz. -Bien.
Laura se disponía a abandonar la habitación cuando Starkwedder vio su chaqueta en uno de los brazos del sofá. La llamó y se la entregó con una sonrisa. Ella salió de la habitación y él cerró la puerta.

5
Después de cerrar la puerta, Starkwedder repasó mentalmente lo que tenía que hacer. Al cabo de unos instantes, consultó el reloj y extrajo un cigarrillo. Cuando se disponía a coger el encendedor de la mesa, vio una foto de Laura en una de las estanterías. La cogió y la miró y, con una sonrisa, la devolvió a su lugar antes de en­cender el cigarrillo. Depositó de nuevo el encen­dedor sobre la mesa y sacó un pañuelo para lim­piar todas las huellas que pudiera haber en los brazos del sillón y en el retrato. Después devol­vió la silla a su lugar, retiró el cigarrillo de Laura del cenicero, se dirigió a la mesa junto a la silla de ruedas e hizo lo propio con su colilla. A conti­nuación limpió la superficie del escritorio, colo­có las tijeras en su lugar y arregló el secante. Echó un vistazo alrededor, en el suelo, en busca de trocitos de papel. Encontró uno cerca del es­critorio y lo introdujo en el bolsillo de su panta­lón. Pasó el pañuelo por el interruptor de la luz y la silla del escritorio, se acercó a los ventanales, cerró ligeramente las cortinas y con la linterna alumbró el camino del exterior.
Demasiado duro para dejar pisadas, pensó para sí. Colocó la linterna sobre la mesa y cogió la pistola. Luego de comprobar que estuviese cargada, la limpió con el pañuelo, se dirigió al es­cabel y depositó el arma encima. Después de mi­rar el reloj de nuevo, se colocó el sombrero, la bufanda y los guantes. Con el abrigo colgado del brazo, se disponía a apagar las luces cuando se acordó de eliminar las huellas del paño y el pomo de la puerta. A continuación apagó las luces, y regresó al escabel mientras se ponía el abri­go. Tomó el arma pero, cuando iba a disparar contra las iniciales de la pared, cayó en la cuenta de que estaban ocultas por la cortina.
¡Maldita sea!, pensó. Cogió la silla del escri­torio y la utilizó para correr la cortina y mante­nerla sujeta. Regresó a su posición junto al esca­bel, disparó y se acercó a la pared para examinar el resultado. ¡No está mal!, se congratuló.
Mientras devolvía la silla del escritorio a su posición, Starkwedder oyó voces en el pasillo y se precipitó al exterior por la contraventana lle­vándose la pistola consigo. Unos instantes des­pués reapareció, cogió la linterna y volvió a salir corriendo.
Cuatro personas acudieron a la biblioteca desde distintas partes de la casa. La madre de Ri­chard Warwick, una anciana alta e imponente, vestía una bata y caminaba con la ayuda de un bastón.
-¿Qué ocurre, Jan? -preguntó al adoles­cente en pijama con rostro inocente que estaba a su lado-. ¿Qué es todo este jaleo en medio de la noche? -inquirió mientras se les unía una mujer de edad madura y pelo cano con bata de frane­la-. Benny -ordenó a ésta-, dime qué ocurre.
En ese momento llegó Laura, y la señora Warwick prosiguió:
-¿Habéis perdido la cabeza? Laura, ¿qué pasa? Jan... ¿Me va a decir alguien qué sucede en esta casa?
-Apuesto a que es Richard -dijo el mu­chacho, que aparentaba unos diecinueve años, aunque su voz y sus maneras eran las de un niño-. Debe de estar disparando contra la nie­bla otra vez. -Y añadió con cierto tono de irri­tación-: Decidle que no debería despertarnos así. Estaba profundamente dormido, y también lo estaba Benny. ¿No es verdad, Benny? Ten cuidado, Laura, Richard es peligroso.
-Fuera la niebla es muy espesa -comentó Laura-. He echado un vistazo desde la ventana del rellano y apenas se distingue el camino. No sé a qué le puede estar disparando con esta niebla. Es absurdo. Además, me pareció oír un grito.
La señorita Bennett fue la primera en entrar en la biblioteca. Mujer alerta y activa, como correspondía a una ex enfermera de hospital, habló con tono algo oficioso:
-No veo por qué te has de alterar así, Lau­ra. No es más que Richard, divirtiéndose como de costumbre. Además, yo no he oído ningún disparo. Estoy segura de que no pasa nada, te es­tás imaginando cosas. Aún así, es un hombre muy egoísta, y se lo diré. Richard -llamó al en­trar en la habitación-. Richard, ¿sabes qué hora es? ¡Nos has asustado!
Cubierta con una bata, Laura entró en la ha­bitación detrás de la señorita Bennett. Encendió la luz y se acercó al sofá, seguida de Jan. El mu­chacho miró a la señorita Bennett, que contem­plaba a Richard Warwick en su silla de ruedas.
-¿Qué pasa, Benny? -preguntó Jan-. ¿Qué ocurre?
-Es Richard -respondió la ex enfermera con la voz extrañamente serena-. Se ha suici­dado.
-¡Mirad! -exclamó el joven Jan señalando la mesa-. Ha desaparecido su pistola.
Se oyó una voz proveniente del jardín: -¿Hola? ¿Todo bien ahí dentro?
Jan miró por la ventana del vano y gritó: -¡Hay alguien fuera!
-¿Fuera? -repitió la señorita Bennett-. ¿Quién? -Se disponía a abrir la cortina cuando Starkwedder entró de pronto por la contraven­tana. La señorita Bennett dio un paso atrás, alar­mada, y Starkwedder preguntó con tono apre­miante:
-¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Qué ha pasado? -Posó la mirada en Richard Warwick-. ¡Ese hombre está muerto! -exclamó-. Le han dis­parado. -Miró con actitud desconfiada alrede­dor, estudiando a los presentes.
-¿Quién es usted? -preguntó la señorita Bennett-. ¿De dónde ha salido?
-Se me ha atascado el coche en la cuneta -respondió él-. Llevo horas perdido, y he su­bido hasta la casa para pedir ayuda. Oí un dispa­ro, y alguien salió corriendo por la contraventa­na y ha chocado conmigo. -Exhibiendo una pistola, Starkwedder añadió-: Se le cayó esto.
-¿Hacia adónde iba ese hombre? -pre­guntó la señorita Bennett.
-¿Cómo diablos voy a saberlo con esta nie­bla?
Jan permanecía delante del cuerpo de Ri­chard, observándolo.
-Alguien ha matado a Richard -gritó.
-Eso parece -convino Starkwedder-. Convendría que llamasen a la policía. -Dejó la pistola en la mesa, cogió la licorera y se sirvió una copa de coñac-. ¿Quién es?
---Mi esposo -respondió Laura inexpresi­vamente mientras se sentaba en el sofá.
Con tono de preocupación, Starkwedder se dirigió a ella:
-Beba esto. -Laura levantó la vista hacia él-. Ha sufrido un shock. El coñac le sentará bien -añadió enfáticamente. Mientras ella cogía la copa, Starkwedder, de espaldas a los demás, le dedicó una sonrisa de connivencia para llamar su atención sobre la manera en que había resuelto el problema de las huellas dactilares. Alejándose de ella, lanzó su sombrero sobre el sillón y, des­pués, al notar que la señorita Bennett se estaba inclinando sobre el cadáver de Richard War­wick, se volvió rápidamente-. No toque nada, señora -le dijo-. Esto parece un asesinato y, si es así, no debemos tocar nada.
Irguiéndose, la señorita Bennett se apartó del cuerpo con gesto horrorizado.
-¿Un asesinato? -exclamó-. ¡No puede ser!
La señora Warwick, madre del difunto, en­tró en el estudio, preguntando:
-¿Qué ha ocurrido?
-¡Han matado a Richard! -le dijo Jan. Pa­recía más entusiasmado que preocupado.
-Silencio, Jan -ordenó la señorita Bennett.
-¿Qué has dicho? -preguntó la señora Warwick en voz baja.
-Ha dicho que le han asesinado -le infor­mó Benny, señalando a Starkwedder.
-Richard -susurró la señora Warwick, mientras Starkwedder se situaba de espaldas a la contraventana.
Jan se acercó al cadáver y exclamó:
-¡Mirad, tiene algo en el pecho, un papel! Y hay algo escrito.
Estiró el brazo para cogerlo, pero Starkwed­der le detuvo:
-No lo toques. Ni se te ocurra tocarlo. -Se inclinó sobre el cuerpo y leyó-: «15 de mayo. Cuenta saldada.»
-¡Dios Santo! MacGregor -exclamó la se­ñorita Bennett, situándose detrás del sofá.
Laura se puso de pie. La señora Warwick frunció el entrecejo.
-¿Quieres decir aquel hombre..., el padre del niño que fue atropellado?
-Claro, MacGregor -murmuró Laura para sí misma mientras se sentaba en el sillón. Jan se acercó al cadáver.
-Mirad, está hecho de recortes de periódico
-dijo ansioso. Extendió el brazo, pero Stark­wedder volvió a impedírselo.
-No lo toques -ordenó-. Hay que dejar todo tal cual para la policía. -Se dirigió al telé­fono-. ¿Les parece bien si...?
-No -dijo la señora Warwick-. Lo haré yo.
-Haciéndose cargo de la situación y armándose de valor, fue hasta el escritorio y empezó a marcar.
Jan se acercó nervioso al escabel y se arrodi­lló encima.
-El hombre que salió corriendo -pregun­tó a la señorita Bennett-, ¿crees que...?
-Sssh, Jan -le hizo callar ésta, mientras la señora Warwick hablaba por teléfono con voz tenue y autoritaria:
-¿Es la comisaría? Le llamo de la casa del señor Richard Warwick. El señor Warwick aca­ba de ser encontrado... muerto. Le han asesi­nado.
Los demás la escuchaban atentamente.
-No; fue encontrado por un desconocido -dijo-. Un hombre cuyo coche se ha averiado cerca de la casa, creo... Sí, se lo diré. Llamaré a la fonda. ¿Podrá llevarlo uno de sus coches cuando hayan terminado aquí?... Muy bien.
Colgando, la señora Warwick anunció:
-La policía estará aquí tan pronto se lo permita la niebla. Mandarán dos coches, uno de los cuales regresará de inmediato para llevar a este caballero -señaló a Starkwedder- a la fonda del pueblo. Quieren que pase la noche allí para hablar con él mañana.
-Bueno, puesto que de todos modos no puedo hacer nada con el coche en la zanja, no ten­go inconveniente -repuso Starkwedder.
En ese momento se abrió la puerta que daba al pasillo y un hombre de cuarenta y tantos años, estatura media y cabello negro, entró en la habi­tación atándose el cordón de la bata. Se detuvo apenas cruzado el umbral.
-¿Ocurre algo, señora? -preguntó a la señora Warwick. Luego, mirando más allá, vio el cuerpo de Richard Warwick-. ¡Dios mío! -exclamó.
-Me temo que se ha producido una horrible tragedia, Angell -respondió la señora War­wick-. Han matado al señor Richard, y la policía está de camino. -Se volvió hacia Starkwed­der y dijo-: Este es Angell, el asistente de Richard.
El asistente respondió con una leve y distraí­da inclinación de la cabeza.
-Dios mío -repitió, sin dejar de contem­plar el cadáver de su difunto patrón.


6


A las once de la mañana siguiente, la biblio­teca de Richard Warwick parecía más acogedora que en la brumosa noche anterior, aunque sólo fuera porque el sol brillaba sobre un día despejado y frío, y porque las contraventanas estaban abiertas de par en par. El cadáver de Richard Warwick había sido retirado durante la noche, y su silla de ruedas colocada en el vano. En el lugar que había ocupado hasta entonces había un si­llón. La mesita había sido despojada de todo, ex­cepto de la licorera y el cenicero. Un apuesto joven de veintitantos años, de pelo corto, chaqueta de tweed y pantalones azul marino, leía un libro de poemas sentado en la silla de ruedas. Después de unos instantes se puso de pie.
-Hermoso -dijo-. Oportuno y hermoso. -Su voz era suave y melodiosa, con un pronun­ciado acento galés.
Cerró el libro y lo devolvió a su lugar en las estanterías. A continuación, después de observar la habitación durante un par de minutos, salió a la terraza. Casi de inmediato, un hombre de edad madura, complexión robusta y mirada impasi­ble, que llevaba un maletín en la mano, entró en la habitación desde el pasillo. Avanzó hasta el si­llón que miraba a la terraza, dejó el maletín enci­ma y dirigió la vista al exterior.
-¡Sargento Cadwallader! -llamó.
El joven volvió a la habitación.
-Buenos días, inspector Thomas -dijo, y luego recitó-: «Estaciones de nieblas y dulces frutos, amigo inseparable del ascendente sol.»
El inspector, que había empezado a desabo­tonarse el abrigo, se detuvo y miró al joven sar­gento.
-¿Perdón? -dijo.
-Es Keats -le informó el sargento, con cierto aire de suficiencia.
El inspector le dedicó una mirada hosca, lue­go se encogió de hombros, se quitó el abrigo, lo colocó sobre la silla de ruedas y volvió a buscar su maletín.
-Parece mentira que haga un día tan bonito -dijo el sargento Cadwallader-. Cuando uno piensa en lo que nos costó llegar hasta aquí anoche. La peor neblina que he visto en años. «La amarilla niebla que frota su espalda contra la ventana.» T. S. Eliot. -Esperó que el inspector reaccionara ante su cita, pero no hubo respuesta, de modo que continuó-: No me sorprende que
haya habido tantos accidentes en la carretera de Cardiff.
-Podría haber sido peor -comentó el ins­pector.
-Yo no estaría tan seguro -repuso el sar­gento-. El de Porthcawl... menudo accidente. Un muerto y dos niños gravemente heridos. Y la madre llorando destrozada en medio de la carre­tera. «La hermosa doncella se fue llorando...»
-¿Han terminado ya con las huellas dactila­res? -le interrumpió el inspector.
Comprendiendo que lo mejor era volver al asunto que tenían entre manos, el_ sargento Cadwallader dijo:
-Sí, señor. Lo tengo todo aquí. -Se dirigió al escritorio, cogió una carpeta y la abrió.
El inspector le siguió, se sentó y dejó su ma­letín debajo del escritorio, antes de empezar a examinar la primera hoja de huellas dactilares.
-¿No hubo problemas para tomar las hue­llas a las personas de la casa? -preguntó.
-Ninguno -respondió el sargento-. Fueron muy serviciales. Se mostraron ansiosos por colaborar, no podía ser de otro modo.
-No siempre es así. Me he encontrado con más de uno que se niega, es como si creyeran que sus huellas acabarán en el fichero de delincuen­tes. -Respiró hondo, estiró los brazos y conti­nuó estudiando las huellas-. Veamos, el señor Warwick es el difunto. La señora Laura Warwick, su esposa. La señora mayor Warwick, su madre. El joven Jan Warwick, la señorita Ben­nett y... ¿quién es éste? ¿Angle? Oh, Angell. Ah, sí, su asistente, ¿no es así? Hay otros dos juegos de huellas, veamos... Hmmm. En la parte exte­rior de la ventana, en la licorera, en la copa de co­ñac, huellas de Richard Warwick, de Angell y de la señora Laura Warwick, en el encendedor... y en la pistola. Estas son las de ese Michael Stark­wedder. Le sirvió coñac a la señora Warwick, y fue él quien trajo la pistola desde el jardín.
Cadwallader se alejó del escritorio, dirigién­dose al centro de la habitación.
-El señor Starkwedder -refunfuñó.
-¿No le cae bien? -preguntó el inspector.
-¿Qué hacía aquí? Es lo que me gustaría sa­ber -respondió el sargento-. ¡Atascarse en una zanja justo delante de una casa en la que se ha producido un asesinato!
El inspector se giró hacia su joven colega.
-Anoche usted casi metió el coche en una zanja de camino a esta casa en la que se había producido un asesinato. En cuanto a lo que hace aquí, lleva en los alrededores una semana, busca una casa.
El sargento no parecía muy convencido pero el inspector añadió con tono irónico:
-Parece que su abuela era galesa y que de pequeño solía venir aquí a pasar las vacaciones. Más tranquilo, el sargento concedió:
-Ah, si su abuela era galesa, eso es otra cosa. -Se dirigió al sillón que había junto a los venta­nales, se sentó, alzó el brazo derecho y decla­mó-: «Un camino lleva a Londres, el otro a Ga­les. El mío lleva al mar, junto a las blancas velas oscilantes.» Un gran poeta, John Masefield. Muy subestimado.
El inspector abrió la boca para quejarse, pero se limitó a sonreír.
-En cualquier momento llegará el informe sobre Starkwedder de Abadan -informó al sar­gento-. ¿Tiene sus huellas para compararlas?
-Envié a Jones a la fonda donde pasó la noche -repuso Cadwallader-, pero se había ido al taller a ocuparse de la reparación de su coche. Jones llamó al taller, habló con él y le pidió que se presentara en la comisaría lo antes posible.
-Bien -dijo el inspector-. Aquí hay un segundo grupo de huellas no identificadas. La palma de la mano de un hombre sobre la mesa que había junto al cadáver, e impresiones borro­sas tanto en el exterior como en el interior del ventanal.
-Apostaría a que son de MacGregor -dijo el sargento chasqueando los dedos.
-Sí, puede ser -admitió el inspector-. Pero no estaban en la pistola. Cualquiera que utilice una pistola para matar a alguien es, sin duda, suficientemente sensato como para ponerse guantes.
-No lo sé. Un tipo desequilibrado como ese MacGregor, desquiciado tras la muerte de su hijo, no pensaría en ello.
-Bueno, pronto nos enviarán una descrip­ción de MacGregor desde Norwich -dijo el inspector.
-Es una historia triste, como quiera que se la mire. Un hombre, su mujer fallecida recientemente, y su único hijo muerto por conducción temeraria.
-Si es que hubo conducción temeraria -ob­servó el inspector-. En tal caso habrían condenado a Warwick por homicidio, o al menos por un delito de imprudencia temeraria. De hecho, ni siquiera le retiraron el carnet de conducir. -Abrió el maletín y extrajo el arma del crimen.
-A veces se miente de forma temeraria
-murmuró el sargento-. «Señor, Señor, hasta qué punto está el mundo volcado a la mentira.» Shakespeare.
Su superior se limitó a mirarlo. El sargento recuperó la compostura y se levantó del escabel.
-La palma de la mano de un hombre sobre la mesa -murmuró el inspector mientras se di­rigía hacia la mesa, con el arma en la mano. El sargento se acercó-. Qué extraño.
-Tal vez hayan tenido un invitado en casa
-sugirió el sargento Cadwallader.
-Tal vez -convino el inspector-. Pero, si no recuerdo mal, la señora Warwick dijo que ayer no recibieron visitas. Puede que ese asistente, Angell, sepa decirnos más. Vaya a buscarlo, ¿quiere?
-Sí, señor.
Una vez a solas, el inspector se inclinó sobre la silla como si contemplara el cuerpo que había estado allí. Luego se dirigió al ventanal y salió al exterior mirando a izquierda y derecha. Exami­nó la cerradura de las contraventanas, y ya se disponía a volver a la habitación cuando se topó con el sargento y Angell, que vestía una chaque­ta de alpaca gris, camisa blanca, corbata negra y pantalones a rayas
-¿Es usted Henry Angell? -preguntó el inspector.
-Sí, señor.
-Siéntese allí, por favor -dijo el inspector, señalando el sofá.
Angell obedeció.
-Bien -continuó el inspector-. Era el en­fermero y asistente del señor Richard Warwick. ¿Durante cuánto tiempo?
-Durante tres años y medio, señor -res­pondió Angell. Su actitud era correcta, pero su mirada furtiva.
-¿Le gustaba su trabajo?
-No tenía motivos de queja, señor.
-¿Cómo era trabajar para el señor War­wick?
-Bueno, era difícil.
-Pero tenía sus ventajas, ¿verdad?
-Sí, señor -admitió Angell-. Tenía un sa­lario excelente.
-Y eso compensaba los inconvenientes, ¿no es así? -repuso el inspector.
-Sí, señor. Intento ahorrar algún dinero. El inspector se sentó en el sillón, colocando la pistola sobre la mesa junto a la silla.
-¿Qué hacía antes de ser contratado por el señor Warwick? -preguntó.
-La misma clase de trabajo, señor. Puedo enseñarle mis referencias. Nunca se han quejado de mi labor. He tenido algunos patrones (o pa­cientes) verdaderamente difíciles. El señor James Walliston, por ejemplo. Ahora es un paciente voluntario en un hospital psiquiátrico. Una per­sona muy difícil, señor. -Bajó la voz para aña­dir-: ¡Drogas!
-Ya -dijo el inspector-. Supongo que el señor Warwick no consumía drogas.
-No, señor. Su único refugio era el coñac. -Lo bebía en abundancia, ¿no es así? -pre­guntó el inspector.
-Sí, señor. Bebía mucho, pero no era un al­cohólico, si sabe lo que quiero decir. Nunca perdía el control.
El inspector hizo una pausa antes de pregun­tar:
-¿Y qué es toda esa historia de armas y dis­paros contra animales?
-Bueno, era su pasatiempo, señor. Lo que en la profesión llamamos una compensación. Tengo entendido que en su época había sido un gran cazador. Menudo arsenal tiene en el dormi­torio. -Hizo un gesto en dirección a una habi­tación en la otra parte de la casa-. Rifles, esco­petas, pistolas y revólveres.
-Ya veo -dijo el inspector-. Bien, eche un vistazo a esta pistola.
Angell se levantó y se acercó a la mesa, pero de pronto vaciló.
-No pasa nada -le tranquilizó el inspec­tor-. Puede sostenerla sin miedo.
Angell cogió la pistola con cautela.
-¿La reconoce?
-Es difícil decirlo, señor. Parece una de las del señor Warwick, pero no sé mucho acerca de armas de fuego. No podría decirle con certeza qué arma tenía anoche en la mesa junto a él.
-¿No tenía la misma cada noche?
-Oh, no, tenía sus caprichos, señor -dijo Angell-. Las cambiaba continuamente. -Devolvió el arma al inspector.
-¿De qué le podía servir un arma anoche, con tanta neblina?
-Era un hábito, señor -respondió An­gell-. Podríamos decir que estaba acostumbrado a ello.
-Bien, vuelva a sentarse, por favor.
Angell lo hizo en un extremo del sofá. El inspector estudió el cañón de la pistola, antes de preguntar:
-¿Cuándo vio al señor Warwick por última vez?
-Hacia las diez menos cuarto de anoche, señor. Tenía una botella de coñac y una copa junto a él, y la pistola que había elegido. Le arreglé la manta y le deseé buenas noches.
-¿Nunca se acostaba? -preguntó el ins­pector.
-No, señor. Al menos no en el sentido ha­bitual del término. Siempre dormía en su silla. A las seis de la mañana le traía el té y después le lle­vaba al dormitorio, donde se bañaba, afeitaba, etc., y luego dormía hasta la hora de la comida. Sufría de insomnio, de modo que prefería quedarse en la silla. Era un hombre bastante excén­trico.
El inspector Thomas se levantó y se dirigió a las contraventanas, dejando la pistola sobre la mesita al pasar.
-¿Y esto estaba cerrado cuando le dejó? -preguntó señalando las ventanas.
-Sí, señor. Anoche había mucha niebla y no quería que entrara en la casa.
-Muy bien. La ventana estaba cerrada. ¿Con pestillo?
-No, señor. Nunca la cerramos con pestillo. -Para que pudiera abrirla si quería, ¿no? -dijo el inspector.
-Así es, señor. Podía acercarse en su silla de ruedas y abrir las contraventanas si se disipaba la niebla.
-Ya. -El inspector permaneció pensativo unos instantes, y luego preguntó-: ¿No oyó un disparo anoche?
-No, señor.
El inspector se acercó al sofá y miró a An­gell.
-¿No le parece extraño?
-En realidad no, señor. Verá, mi habitación está lejos. Al otro lado de un pasillo y una puerta de doble paño en el otro extremo de la casa.
-¿No le parece un poco incómodo, si su pa­trón le necesitaba?
-Oh, no, señor. Tenía un timbre que sona­ba en mi habitación.
-¿Y anoche no tocó ese timbre en ningún momento?
-No, señor. Si lo hubiese hecho, me habría despertado de inmediato. Es, si me permite de­cirlo, un timbre muy fuerte, señor.
El inspector Thomas se inclinó sobre el brazo del sofá para plantear la cuestión de otro modo.
-¿Usted...? -empezó con tono de impa­ciencia controlada, pero le interrumpió el estri­dente timbre del teléfono.
Esperó a que Cadwallader respondiera, pero el sargento parecía estar soñando con los ojos abiertos. Movía los labios sin emitir ningún sonido, tal vez inmerso en una reflexión poética. De pronto reparó en que el inspector le miraba y en que el teléfono estaba sonando.
-Lo siento, señor, pero se me estaba ocu­rriendo un poema -explicó mientras se dirigía al escritorio para contestar el teléfono-. Sar­gento Cadwallader -dijo. Hubo una pausa, y añadió-: Ah, sí, desde luego. -Después de otra pausa, se volvió hacia el inspector-: Es la policía de Norwich, señor.
El inspector cogió el teléfono y se sentó.
-¿Eres tú, Edmundson? -preguntó-. Ha­bla Thomas... Lo tengo, de acuerdo... Sí... Calgary, sí... Sí, la tía, ¿cuándo murió?... ¿Dos me­ses?... Sí, ya veo... Dieciocho, calle Cuarenta y cuatro, Calgary. -Levantó la vista hacia Cadwa­llader y le hizo un gesto para que anotara la direc­ción-. Sí... Lo era, claro... Sí, despacio, por favor. -Volvió a mirar al sargento con expresión elo­cuente-. Estatura media -repitió-. Ojos azu­les, cabello y barba oscuros... Sí, lo que tú digas, tú recuerdas el caso... Ah, ya lo había hecho, ¿verdad?... ¿Un tipo violento?... Sí... ¿Me lo envías? Bien, gracias, Edmundson. ¿Cuál es tu opi­nión?... Sí, sí, conozco la sentencia, pero ¿qué te pareció a ti?... Ah, ya lo había hecho, ¿no es así?... Una o dos veces previamente... Sí, claro, harías al­guna concesión... Muy bien. Gracias.
El inspector colgó el auricular y dijo al sar­gento:
-Bien, ya tenemos parte de la información sobre MacGregor. Parece que cuando murió su mujer regresó a Inglaterra desde Canadá para dejar a su hijo con una tía de su esposa que vivía en North Walsham, pues acababa de conseguir un empleo en Alaska y no podía llevarse al niño consigo. Aparentemente la muerte del niño le destrozó y juró vengarse de Warwick. No es tan raro después de un accidente así. En cualquier caso, regresó a Canadá. Tienen su dirección y mandarán un cable a Calgary. La tía con la que iba a dejar al niño murió hace dos meses. -Se volvió hacia Angell-. Usted estaba aquí en aquel entonces, ¿no es así? Cuando ocurrió el accidente de tráfico en North Walsham en el que murió un niño atropellado.
-Oh, sí, señor. Lo recuerdo con claridad.
El inspector se acercó al asistente. Viendo que la silla del escritorio había quedado vacante, el sargento Cadwallader aprovechó la ocasión para sentarse.
-¿Qué fue lo que sucedió? -preguntó el inspector a Angell-. Hábleme del accidente.
-El señor Warwick conducía por la carrete­ra y un niño salió corriendo de una casa, o puede que de una fonda. Sí, creo que de una fonda. Era imposible frenar. El señor Warwick lo atropelló irremediablemente.
-Conducía a mucha velocidad, ¿verdad? -preguntó el inspector.
-Oh, no, señor. Eso quedó muy claro en la investigación, el señor Warwick iba por debajo del límite de velocidad.
-Al menos eso fue lo que dijo -comentó el inspector.
-Era la verdad, señor -insistió Angell-. La enfermera Warburton (una enfermera que el señor Warwick había contratado por aquel en­tonces) estaba en el coche, y ella corroboró su versión.
El inspector fue hasta un extremo del sofá.
-¿Miró el velocímetro justo en ese mo­mento?
-Si no recuerdo mal, sí que lo vio -respon­dió Angell suavemente-. Iban a cuarenta kilóme­tros por hora. El señor Warwick fue exculpado.
-Pero el padre del niño no estuvo de acuerdo,
-Es normal, señor -fue el comentario de Angell.
-¿El señor Warwick había estado be­biendo?
La respuesta de Angell fue evasiva:
-Creo que había tomado una copa de co­ñac, señor. -Él y el inspector intercambiaron miradas. Luego éste se dirigió a los ventanales, sacó un pañuelo y se sonó la nariz.
-Bueno, creo que es suficiente por ahora -dijo.
Angell se levantó y salió al pasillo, pero vol­vió a entrar en la habitación.
-Disculpe, señor -dijo-. ¿Mataron al señor Warwick con su propia pistola?
El inspector se volvió hacia él.
-Aún no lo sabemos. Quienquiera que le disparó, chocó con el señor Starkwedder, que subía hacia la casa en busca de ayuda para su ve­hículo atascado. En la colisión, el hombre dejó caer una pistola. El señor Starkwedder la reco­gió: esta pistola. -Señaló el arma que estaba so­bre la mesa.
-Comprendo, señor. Gracias. -dijo An­gell mientras volvía hacia la puerta.
-Por cierto -añadió el inspector-, ¿reci­bieron alguna visita ayer por la noche?
Angell reflexionó un momento.
-No que recuerde ahora mismo, señor. -Y abandonó la habitación cerrando la puerta. El inspector volvió al escritorio.
-Si quiere saber mi opinión -dijo al sar­gento-, ese tipo es una mala pieza. No es nada en particular, pero me da mala espina.
-Comparto su opinión -respondió Cad­wallader-. No es alguien en quien confiaría y, si me apura, diría que hay algo sospechoso acer­ca de ese accidente.
Al advertir de pronto que su superior se ha­llaba a su lado, el sargento se levantó rápidamen­te de su silla. El inspector cogió las notas que Cadwallader había estado tomando y comenzó a examinarlas.
-Ahora me pregunto si Angell sabe algo acerca de anoche que no nos haya contado... ¿Qué es esto? «La niebla llega en noviembre, pero pocas veces en diciembre.» Esto no es Keats, espero.
-No -dijo el sargento Cadwallader con tono orgulloso-. Es Cadwallader.


7
El inspector le devolvió la libreta con brusque­dad. En ese instante se abrió la puerta y entró la señorita Bennett, quien volvió a cerrarla con deli­cadeza detrás de sí.
-La señora Warwick está ansiosa por verle. Quiero decir la madre del señor Warwick. Aunque no lo reconozca, creo que no está muy bien de salud, así que por favor sea amable con ella. ¿La verá ahora?
-Oh, por supuesto -respondió el inspec­tor-. Dígale que pase.
La señorita Bennett abrió la puerta, hizo unas señas, y la señora Warwick entró.
-Todo va bien, señora Warwick -le asegu­ró el ama de llaves, cerrando la puerta al abando­nar la habitación.
-Buenos días, señora -dijo el inspector. La mujer no respondió al saludo, sino que fue directamente al grano:
-Inspector, ¿ha hecho algún progreso?
-Es muy pronto para decirlo, señora, pero no le quepa la menor duda de que estamos ha­ciendo todo cuanto está a nuestro alcance.
La señora se sentó en el sofá y apoyó el bas­tón en uno de los brazos.
-Ese hombre, MacGregor, ¿ha sido visto por aquí? ¿Le ha identificado alguien?
-Le estamos investigando -informó el ins­pector-. Pero hasta ahora no hay ningún dato sobre un extraño en la zona.
-Ese pobre niño -prosiguió la señora Warwick-. El que atropelló Richard, quiero decir. Supongo que el padre se desquició, me di­jeron que se mostraba muy violento por aquellas fechas. Tal vez sea normal, pero ¡dos años des­pués! Parece increíble.
-Sí -convino el inspector-, es mucho tiempo para esperar.
-Pero era escocés, por supuesto -recordó ella-. Un MacGregor. Gente obstinada, los es­coceses.
-Desde luego -exclamó el sargento Cad­wallader, pensando en voz alta-. Hay pocas vi­siones más impresionantes que la de un escocés en acción -dijo, pero el inspector le lanzó una mirada de desaprobación que le hizo callar.
-¿Su hijo no recibió ninguna advertencia? -preguntó el inspector-. ¿Ninguna carta de amenaza? ¿Nada por el estilo?
-No; estoy segura de que no recibió nada-respondió la mujer con firmeza-. Richard me lo habría contado, le hubiera hecho reír.
-¿No se lo hubiese tomado en serio? -su­girió el inspector.
-Richard siempre se reía del peligro. Parecía orgullosa de su hijo.
-Después del accidente -continuó el ins­pector-, ¿ofreció su hijo alguna compensación al padre del niño?
-Por supuesto. Richard no era un hombre malo. Pero fue rechazada. Rechazada con indig­nación, diría yo.
-Comprendo -murmuró el inspector.
-Tengo entendido que la esposa de MacGregor había fallecido. El niño era todo lo que le quedaba en el mundo. Realmente fue una tra­gedia.
-Pero en su opinión no fue culpa de su hijo, ¿verdad? -preguntó el inspector. Como la señora Warwick no respondía, insistió-: No fue culpa de su hijo, ¿verdad?
La mujer permaneció en silencio unos ins­tantes más, antes de responder:
-Le he oído.
-¿Tal vez no está de acuerdo?
La señora Warwick se volvió, avergonzada, rascando un cojín con el dedo.
-Richard bebía demasiado -dijo finalmen­te-. Y, por supuesto, aquel día había estado be­biendo.
-¿Una copa de coñac? -insinuó el inspector.
-¡Una copa de coñac! -exclamó la señora Warwick con una risa amarga-. Había estado be­biendo mucho. Bebía en gran cantidad. Esa licore­ra de allí... -Señaló la licorera de la mesa que esta­ba junto al sillón del ventanal-. Se la llenaban cada noche, y casi siempre estaba vacía por la mañana.
Sentándose en el escabel, el inspector le dijo con voz serena:
-Así que usted cree que su hijo tuvo la cul­pa del accidente.
-Por supuesto que la tuvo. Nunca albergué la menor duda al respecto.
-Pero fue exculpado -le recordó el ins­pector.
La señora Warwick rió con amargura.
-Esa enfermera que iba en el coche con él, esa tal Warburton -espetó-, era una ingenua y adoraba a Richard. Además, no me extrañaría que él le hubiese recompensado generosamente por su testimonio.
-¿Lo sabe con certeza? -preguntó el ins­pector bruscamente.
La señora Warwick respondió con un tono igualmente brusco:
-No sé nada, pero saco mis propias conclu­siones.
El inspector se puso en pie, se dirigió hacia el sargento Cadwallader y cogió sus notas mien­tras la señora Warwick seguía hablando.
-Le digo todo esto ahora -puntualizó-, porque usted quiere la verdad, ¿no es así? Quiere estar seguro de que existían suficientes motivos para que el padre de aquel niño cometiera un ase­sinato. Pues bien, en mi opinión los había. Sim­plemente que jamás pensé que después de tanto tiempo... -Su voz se debilitó hasta apagarse.
El inspector levantó la vista de las notas.
-¿No oyó nada anoche? -preguntó.
-Estoy un poco sorda, ya sabe -respondió ella-. No supe que ocurría algo hasta que oí a los demás hablando y pasando por delante de mi puerta. Bajé y Jan dijo: «Han matado a Richard. Han matado a Richard.» Al principio pensé... -se pasó una mano por los ojos- pensé que era una broma.
-¿Jan es su hijo menor? -preguntó el ins­pector.
-No es mi hijo. Me divorcié de mi esposo hace muchos años. Él se volvió a casar. Jan es hijo de su segundo matrimonio. -Hizo una pausa y continuó-: Parece más complicado de lo que es en realidad. Cuando sus padres murie­ron, el niño vino aquí. Richard y Laura se acaba­ban de casar. Laura siempre ha sido muy buena con el medio hermano de Richard, ha sido como una hermana mayor para él.
Hizo una pausa, y el inspector aprovechó la oportunidad para que volviera a hablar de Ri­chard.
-Lo comprendo -dijo-. Pero volviendo a su hijo Richard...
-Quería mucho a mi hijo, inspector, pero eso no me impedía ver sus defectos, que en gran medida se debían al accidente que le dejó lisiado. Era un hombre orgulloso que amaba la vida al aire libre, y tener que hacer una vida de inválido era mortificante para él. Por decirlo de alguna manera, no mejoró su carácter.
-Entiendo. ¿Diría que su vida matrimonial era feliz?
-No tengo la menor idea -Estaba claro que la señora Warwick no pensaba decir nada más al respecto-. ¿Hay algo más que desee sa­ber, inspector?
-No, gracias, señora Warwick. Pero me gustaría hablar con la señorita Bennett.
La mujer se puso en pie y el joven sargento se dirigió a la puerta para abrírsela.
-Sí, por supuesto -dijo-. La señorita Ben­nett (la llamamos Benny) es la persona que más podrá ayudarle, tan práctica y eficiente como es.
-¿Lleva mucho tiempo con usted? -pre­guntó el inspector.
-Oh, sí, muchos años. Cuidó de Jan cuando era pequeño, y antes de eso también nos ayudó con Richard. Se ocupó de todos nosotros, es una persona muy fiel. -Y, agradeciendo el gesto del sargento con una inclinación de la cabeza, aban­donó la habitación.


8
Después de cerrar la puerta, el sargento Cad­wallader miró al inspector.
-Así que Richard Warwick era un bebedor, ¿eh? -comentó-. No es la primera vez que lo oigo decir, ¿sabe? Y todas esas pistolas y rifles y escopetas. Un poco tarambana, si quiere saber mi opinión.
-Tal vez -respondió lacónico el inspector.
Sonó el teléfono. Esperando que contestara el sargento, el inspector le dirigió una mirada elocuente, pero Cadwallader estaba absorto en sus notas, que examinaba mientras se sentaba en el sillón, completamente ajeno a los timbrazos. Al cabo de unos instantes, y al comprender que la cabeza del sargento estaba en otra parte, sin duda en proceso de componer un nuevo poema, el inspector suspiró, se dirigió al escritorio y le­vantó el auricular.
-Sí -dijo-. Sí, yo mismo. ¿Ha llegado Starkwedder? ¿Le han tomado las huellas?...
Bien... sí... Bueno, díganle que espere... Sí, estaré allí en media hora más o menos... Quiero hacerle unas cuantas preguntas más... Sí, adiós.
Hacia el final de la conversación, la señorita Bennett había entrado en la habitación y ahora aguardaba junto a la puerta. Al verla, el sargento se levantó del sillón y se acercó a ella.
-¿Sí? -dijo la señorita Bennett con una inflexión interrogativa. Se dirigía al inspector-. ¿Quería hacerme algunas preguntas? Tengo mu­cho trabajo esta mañana.
-Sí, señorita Bennett -respondió el ins­pector-. Quiero que me cuente su versión del accidente de Norfolk, el que acabó con la vida de aquel niño.
-¿El hijo de MacGregor?
-Sí, el mismo. Me han dicho que ayer se acordó rápidamente de su nombre.
La señorita Bennett se volvió para cerrar la puerta.
-Así es. Tengo buena memoria para los nombres.
-Y sin duda -continuó el inspector- el suceso le dejó algunas impresiones. Pero usted no estaba en el coche, ¿verdad?
Ella se dirigió al sofá.
-No, yo no estaba en el coche -dijo-, sino la enfermera que el señor Warwick tenía por aquel entonces. La enfermera Warburton.
-¿La interrogaron durante la investigación?
-No -respondió la señorita Bennett-. Pero Richard nos lo contó al volver. Dijo que el padre del niño le había amenazado, que había dicho que se lo haría pagar. No lo tomamos en se­rio, por supuesto.
El inspector se le acercó.
-¿Se formó alguna impresión particular so­bre el accidente? -preguntó.
-No sé a qué se refiere.
El inspector la observó durante unos instantes, y luego dijo:
-Quiero decir que si piensa que ocurrió porque el señor Warwick había estado bebiendo.
La señorita Bennett hizo un gesto desdeñoso.
-Oh, supongo que su madre le dijo eso -es­petó-. Pues bien, no debe creer todo lo que le diga. Tiene prejuicios contra la bebida. Su mari­do (el padre de Richard) bebía.
-Entonces usted cree -sugirió el inspec­tor- que la versión de Richard Warwick era verdad, que conducía dentro del límite de velo­cidad establecido y que no hubiera podido evitar el accidente.
-No veo por qué debo dudar de ello. La en­fermera Warburton corroboró su relato.
-¿Y se podía confiar en su palabra? -pre­guntó el inspector.
Ofendida por lo que parecía considerar una calumnia a su profesión, ella respondió con acri­tud:
-No veo por qué no. Después de todo, la gente no va por ahí diciendo mentiras... no sobre cosas tan importantes, ¿no cree?
El sargento Cadwallader intervino:
-¿Es eso cierto? ¡Vaya! Por la manera como hablan en ocasiones, se diría que no sólo estaban dentro del límite de velocidad, sino que además circulaban marcha atrás.
El inspector se giró lentamente y miró al sar­gento. La señorita Bennett también miró al joven con aire de sorpresa. Avergonzado, Cadwa­llader bajó la vista sobre sus notas, y el inspector se volvió hacia la señorita Bennett.
-Lo que intento decir es esto -le dijo-: En el dolor y la tensión del momento, es fácil que un hombre amenace con vengarse por un ac­cidente que ha segado la vida de su hijo. Pero si lo piensa, si las cosas son como se han explicado, sin duda habría llegado a la conclusión de que el accidente no había sido culpa de Richard.
-Ah -dijo la señorita Bennett-. Ya entiendo.
El inspector se paseaba lentamente por la ha­bitación.
-Pero si conducía el coche de manera errá­tica y por encima del límite de velocidad; si el coche avanzaba, digámoslo así, fuera de con­trol...
-¿Le dijo eso Laura? -preguntó la señorita Bennett.
El inspector se giró para mirarla, sorprendi­do por la mención de la esposa del difunto.
-¿Qué le hace pensar que me lo dijo ella?
-No lo sé. Simplemente me lo preguntaba. -Con expresión confundida, echó un vistazo al reloj-. ¿Eso es todo? Esta mañana tengo mu­cho que hacer. -Se dirigió hacia la puerta y se disponía a salir cuando el inspector dijo:
-Me gustaría hablar con el joven Jan.
-Oh, está bastante alterado -dijo ella con aspereza-. Le estaría agradecida si no hablara con él. Apenas he conseguido que se calme un poco.
-Lo siento, pero me temo que tendremos que hacerle un par de preguntas -insistió el ins­pector.
La señorita Bennett volvió a entrar en la ha­bitación y cerró la puerta.
-¿Por qué no encuentra a ese MacGregor y le interroga? -sugirió-. No puede andar muy lejos.
-Le encontraremos. No se preocupe -le aseguró el inspector.
-Eso espero -replicó la señorita Ben­nett-. La venganza no es de cristianos.
-Desde luego -convino el inspector, y añadió con elocuencia-: Sobre todo cuando el accidente no fue culpa del señor Warwick y no se pudo evitar.
Ella le miró con dureza.
Hubo un silencio, y luego el inspector re­pitió:
-Me gustaría hablar con Jan, por favor.
-No sé si le encontraré -dijo la señorita Bennett-. Puede haber salido. -Y abandonó la habitación. El inspector miró al sargento hacien­do un gesto con la cabeza hacia la puerta, y éste la siguió fuera.
En el pasillo, la señorita Bennett reprendió al sargento Cadwallader:
-No le agobien -dijo, y de pronto volvió a entrar en la habitación-. No agobie al muchacho -pidió al inspector-. Se altera fácilmente. Es muy temperamental.
El inspector la contempló y luego preguntó: -¿Alguna vez se pone violento? Dirigiéndose al centro de la habitación, ella explicó:
-No, claro que no. Es un chico muy dulce. Muy dócil. Sencillamente quise decir que po­drían ponerle nervioso. No es bueno que un niño se mezcle en un asesinato. Porque no es más que eso en realidad: un niño.
El inspector se sentó en la silla frente al escri­torio.
-No tiene por qué preocuparse, señorita Bennett, se lo aseguro -le dijo-. Comprende­mos la situación.

9
La puerta se abrió, y el sargento entró con Jan, que se acercó al inspector.
-¿Me busca a mí? -exclamó nervioso-. ¿Le han cogido ya? ¿Tiene sangre en la ropa?
-Jan -le amonestó la señorita Bennett-, compórtate. Responde a las preguntas que te haga este caballero.
Jan se giró hacia la señorita Bennett, y luego hacia el inspector.
-Oh, sí, lo haré -prometió-. ¿Pero yo no puedo hacer ninguna pregunta?
-Por supuesto que puedes hacerlas -le aseguró el inspector con tono cariñoso.
La señorita Bennett se sentó en el sofá.
-Esperaré mientras le interrogan -dijo.
El inspector se puso de pie, se dirigió hacia la puerta y la abrió.
-No, gracias, señorita Bennett -dijo con firmeza-. No la necesitaremos. Además, ¿no dijo que tiene mucho que hacer esta mañana?
-Preferiría quedarme -insistió.
-Lo siento -replicó el inspector con tono severo-. Siempre hablamos con las personas a solas.
La señorita Bennett lo miró y luego al sar­gento Cadwallader. Comprendiendo que había sido derrotada, lanzó un suspiro de irritación, se levantó y se marchó. El inspector cerró la puerta detrás de ella y se dirigió al sofá. El sargento fue hasta el vano, preparándose para tomar más no­tas.
-No creo -dijo el inspector a Jan- que hayas estado antes en relación directa con un asesinato, ¿verdad?
-No, nunca -respondió Jan ansioso-. Es muy emocionante, ¿no? -Se arrodilló sobre el escabel-. ¿Tienen pistas; huellas, manchas de sangre o algo así?
-Pareces muy interesado por la sangre -ob­servó el inspector con una sonrisa afable.
-Lo estoy. Me gusta la sangre. Es un color hermoso, ¿verdad? Un rojo tan intenso... -Caminó hasta un extremo del sofá y se sentó, rien­do nervioso-. Richard disparaba contra cosas, y luego sangraban. Es muy gracioso, ¿verdad? Quiero decir que es gracioso que Richard, que siempre disparaba contra cosas, haya sido el ob­jeto de un disparo. ¿No le parece gracioso?
El inspector respondió con un tono suave y algo seco:
-Supongo que tiene su lado cómico. -Hizo una pausa-. ¿Te entristece la muerte de tu her­mano, quiero decir, de tu medio hermano?
-¿Entristecerme? -Jan pareció sorprendi­do-. ¿Por qué habría de entristecerme?
-Bueno, pensé que tal vez... le querías mu­cho -sugirió el inspector.
-¡Quererle! -exclamó Jan, asombrado-.
¿A Richard? Oh, no, nadie podía quererle.
-Pero supongo que su esposa sí le quería. Otro gesto de sorpresa.
-¿Laura? -exclamó-. No, no lo creo. Siempre se ponía de mi lado.
-¿De tu lado? ¿Qué quieres decir?
De pronto, Jan pareció asustado.
-Sí, sí -exclamó-. Cuando Richard quería que me enviaran fuera.
-¿Que te enviaran fuera?
-A uno de esos lugares... Ya sabe, adonde te encierran y ya no puedes salir. Dijo que quizá Lau­ra iría a verme, a veces. -Jan tembló un poco, lue­go se incorporó y miró al sargento Cadwallader-. No me gustaría que me encerraran -añadió con voz trémula-. Detestaría que lo hicieran.
Se dirigió a los ventanales y salió a la terraza.
-Me gustan los lugares abiertos -dijo desde fuera-. Me gusta mi ventana abierta, y mi puerta, y saber que siempre puedo salir. -Vol­vió a entrar en la habitación-. Pero ya nadie puede encerrarme, ¿verdad?
-No, chico -le aseguró el inspector-. No lo creo.
-Ya no, ahora que Richard ha muerto -aña­dió Jan, e incluso pareció que alardeara.
-¿Así que Richard te quería hacer encerrar? -preguntó el inspector.
-Laura dice que sólo me lo decía para to­marme el pelo -repuso Jan-. Dijo que eso era todo, y que no tenía nada que temer, que mien­tras ella estuviese aquí no permitiría que me encerraran. -Se fue a sentar sobre el brazo dere­cho del sillón-. Quiero a Laura -prosiguió con nervioso entusiasmo-. La quiero muchísi­mo. Lo pasamos muy bien juntos. Buscamos mariposas y huevos de pájaros, y jugamos jun­tos. Bezique. ¿Conoce ese juego? Es un juego inteligente. Y a otros juegos de cartas. Oh, es muy divertido hacer cosas con Laura.
El inspector se acercó a él y se apoyó en el brazo derecho del sillón. Le preguntó con tono afable:
-Supongo que no recuerdas nada sobre ese accidente que ocurrió cuando vivías en Norfolk, ¿verdad? Cuando atropellaron aun niño.
-Oh, sí, lo recuerdo -respondió Jan con tono alegre-. Interrogaron a Richard.
-¿Qué más recuerdas?
-Ese día comimos salmón. Richard y Warby volvieron juntos. Warby estaba un poco aturdida, pero Richard se estaba riendo.
-¿Warby? -preguntó el inspector-. ¿Te refieres a la enfermera Warburton?
-Sí, Warby. No me gustaba mucho. Pero ese día Richard estaba tan encantado con ella que no dejaba de repetir «Muy buena actuación, Warby».
La puerta se abrió de pronto y apareció Lau­ra Warwick. El sargento se dirigió hacia ella, y Jan la saludó:
-Hola, Laura.
-¿Interrumpo? -preguntó Laura al ins­pector.
-No, claro que no, señora Warwick. ¿Quie­re sentarse?
Laura avanzó hacia el interior de la habita­ción, y el sargento cerró la puerta detrás de ella.
-Jan... -empezó Laura, pero se interrum­pió.
-Le estaba preguntando -explicó el ins­pector- si recordaba algo acerca del accidente de Norfolk. En el que murió el niño MacGregor.
Ella se sentó en el extremo del sofá.
-¿Lo recuerdas, Jan?
-Claro que lo recuerdo -respondió el mu­chacho-. Lo recuerdo todo. -Se volvió hacia el inspector-. Ya se lo he dicho, ¿no es así?
El inspector no le respondió directamente. En lugar de ello, se movió lentamente hacia el extremo derecho del sofá y, dirigiéndose a Lau­ra, preguntó:
-¿Qué sabe usted acerca del accidente, señora
Warwick? ¿Se discutió aquel día a la hora de la comida, cuando su esposo volvió del interrogatorio?
-No lo recuerdo -respondió ella.
Jan se levantó de golpe y se acercó a ella.
-Oh, claro que lo recuerdas, Laura. ¿Acaso no recuerdas cuando Richard dijo que un mocoso más o menos en el mundo no tenía importancia? Laura se puso de pie.
-Por favor... -dijo al inspector.
-No pasa nada, señora Warwick -la tran­quilizó el inspector-. Es importante que llegue­mos a la verdad de aquel accidente. Después de todo, presumiblemente es la causa de lo que ocu­rrió aquí anoche.
Laura cruzó la habitación y se sentó en otro sofá.
-Oh, sí -suspiró-. Lo sé.
-Según su suegra -continuó el inspector-, ese día su esposo había estado bebiendo.
-Supongo que sí -admitió Laura-. No me extrañaría.
El inspector se sentó en el extremo del sofá. -¿Llegó a ver o conocer a ese MacGregor?
-No -dijo ella-. No estuve en los interrogatorios.
-Parece que amenazó con vengarse -comentó el inspector.
Laura esbozó una sonrisa triste.
-Debió de afectarle la razón, supongo -convino.
Jan, cada vez más nervioso, se acercó a ellos.
-Si tuviese un enemigo -exclamó agresi­vo- haría exactamente lo mismo. Esperaría lar­go rato, y luego me acercaría cautelosamente en la oscuridad con mi pistola. Y después... -Dis­paró contra el sillón con un arma imaginaria-. ¡Pum, pum, pum!
-Calla, Jan -le ordenó ella.
Jan pareció entristecido.
-¿Estás enfadada conmigo, Laura? -pre­guntó de modo pueril.
-No, cielo -le tranquilizó-. No estoy en­fadada. Pero intenta no alterarte tanto.
-No estoy alterado.
Mientras él hablaba, oyeron voces en el pasi­llo. Era Starkwedder.
-Buenos días, señorita Bennett. ¿Dónde está el inspector Thomas? Quisiera hablar con él. ¿Está ahí dentro?
Se oyó la respuesta de la señorita Bennett:
-Buenos días, agente. Están ahí dentro, am­bos... No sé qué está pasando.
-He traído esto para el inspector -dijo el agente-. Tal vez pueda dárselo al sargento Cad­wallader.
-¿Qué pasa? -preguntó Laura.
El inspector se dirigió a la puerta.
-Parece que el señor Starkwedder ha vuelto -respondió.


10
La puerta se abrió y Starkwedder entró en la habitación. El sargento Cadwallader aprovechó la oportunidad para marcharse y su voz se oyó en el pasillo al hablar con el agente que había acompañado a Starkwedder. Mientras tanto, el joven Jan se hundió en el sillón y observaba todo lo que acontecía.
-Mire -espetó Starkwedder al entrar en la estancia-, no puedo perder todo el día en la co­misaría, les he dado mis huellas y he insistido en que me trajeran aquí; tengo cosas que hacer, ten­go dos citas con un agente inmobiliario. -De pronto se percató de la presencia de Laura-. Oh... buenos días, señora Warwick. Siento mu­chísimo lo ocurrido.
-Buenos días -respondió Laura con aire distante.
El inspector se acercó a la silla junto al sillón.
-Señor Starkwedder, ¿no apoyaría anoche por casualidad la mano en esta mesa y después empujaría la ventana para abrirla? -preguntó el inspector.
Starkwedder se aproximó a él.
-No lo sé -reconoció-. Es posible, ¿es importante? No lo recuerdo.
Cadwallader regresó a la habitación con una carpeta en la mano. Después de cerrar la puerta se acercó al inspector.
-Aquí están las huellas del señor Starkwed­der -le informó-, las ha traído el agente junto con el informe de balística.
-Vamos a ver -dijo el inspector-. La bala que mató a Richard Warwick procedía de esta pistola. En cuanto a las huellas, pronto lo averi­guaremos. -Se acercó a la silla junto al escrito­rio y comenzó a estudiar los documentos.
Transcurridos unos minutos Jan, que había estado pendiente de los movimientos de Stark­wedder, preguntó:
-Usted acaba de regresar de Abadan, ¿verdad? ¿Cómo es?
-Muy caluroso -fue la respuesta de Stark­wedder antes de volverse hacia Laura-. ¿Cómo se encuentra hoy, señora Warwick? ¿Está me­jor? -preguntó mientras se acercaba a un extre­mo del sofá para sentarse.
-Sí, gracias -respondió ella-. He superado el shock.
-Bien -replicó Starkwedder.
El inspector se acercó a Starkwedder.
-Sus huellas -anunció- se encuentran en la ventana, la licorera, la copa y el encendedor, pero las huellas de la mesa no son suyas, se trata de huellas desconocidas. -Recorrió la habita­ción con la vista-. Asunto resuelto, entonces -continuó-. Dado que no hubo ninguna visita anoche... -Miró a Laura.
-No -le aseguró ésta.
-Entonces tienen que ser de MacGregor -estableció el inspector.
-¿De MacGregor? -preguntó Starkwed­der con los ojos clavados en Laura.
-Parece usted sorprendido -comentó el inspector.
-Sí, más bien -reconoció Starkwedder-. Quiero decir, lo normal hubiera sido que llevara guantes.
El inspector se acercó al sargento Cadwalla­der, que permanecía de pie.
-Tiene razón -convino-, utilizó la pistola con guantes.
-¿Hubo alguna discusión? -preguntó Starkwedder a Laura-. ¿Se oyó algo más aparte del disparo?
Ella hizo un esfuerzo por responder.
-Yo... Benny y yo sólo oímos el disparo, pero de todos modos no hubiéramos oído nada desde arriba.
Cadwallader estaba contemplando el jardín desde una pequeña ventana. Al ver que alguien cruzaba la hierba, se apostó junto a uno de los ventanales, por donde entró un atractivo hom­bre de unos treinta y tantos años, de altura supe­rior a la media, cabello rubio, ojos azules y cierto aire militar. El hombre se detuvo con aspecto preocupado. Jan, el primero en percibir su pre­sencia, gritó exaltado:
-Julian!, ¡Julian!
El recién llegado miró a Jan y luego a Laura.
-¡Laura! -exclamó-, acabo de enterarme. Lo... lo siento muchísimo.
-Buenos días, mayor Farrar -le saludó el inspector.
Julian se volvió hacia éste.
-Qué asunto tan extraño -comentó-, po­bre Richard.
-Estaba aquí en la silla de ruedas -le expli­có Jan emocionado-. Tenía el cuerpo encogido y un trozo de papel sobre el pecho. ¿Sabes qué ponía? «Cuenta saldada.» ¡Qué emocionante!, ¿verdad?
Farrar pasó por delante de él.
-Sí, claro que es emocionante -le aseguró mientras dirigía una mirada inquisidora a Stark­wedder.
El inspector presentó a los dos hombres:
-Este es el señor Starkwedder. El ma­yor Farrar, que podría ser nuestro próximo di­putado, ya ha presentado su candidatura para el escaño.
Starkwedder se levantó y ambos hombres se estrecharon la mano. El inspector hizo señas al sargento de que se acercara. Mientras conversa­ban, Starkwedder brindó una explicación a Farrar.
-Se me atascó el coche en la cuneta y me acerqué a la casa para llamar por teléfono y pedir ayuda. Un hombre salió corriendo de la casa y casi me derribó.
-¿En qué dirección huyó? -preguntó Fa­rrar.
-No tengo ni idea. Se desvaneció en la nie­bla como por arte de magia. -Starkwedder dio media vuelta mientras Jan, arrodillado en el si­llón con los ojos clavados en Farrar, dijo:
-Ya le dijiste a Richard que algún día le ma­tarían, ¿verdad, Julian?
Hubo un silencio y todos miraron a Julian Farrar, que permaneció pensativo un instante.
-¿Ah, sí? No lo recuerdo -replicó con brusquedad.
-Sí que lo dijiste, una noche durante la cena. Ya sabes, tú y Richard estabais discutiendo por algo y tú dijiste: «Uno de estos días alguien te meterá una bala en la cabeza.»
-Una profecía extraordinaria -observó el inspector.
Farrar se sentó en un extremo del escabel.
-Bueno -dijo-, Richard y sus armas eran bastante molestas de por sí, a nadie le gustaban.
Por ejemplo, estaba ese hombre, ¿le recuerdas, Laura? Vuestro jardinero, Griffiths, el que Ri­chard despidió un buen día. Griffiths me dijo en más de una ocasión: «Uno de estos días mataré al señor Warwick.»
-Griffiths no haría algo así -exclamó Laura.
Farrar parecía arrepentido.
-No, claro que no -reconoció-, no quería decir eso, simplemente era el tipo de cosa que se decía sobre Richard. -Para ocultar su bo­chorno, sacó la pitillera y extrajo un cigarrillo.
El inspector se sentó en la silla del escritorio con aire pensativo. Starkwedder estaba de pie cerca de Jan, que le estudiaba con interés.
-Ojalá hubiera estado aquí anoche -comentó Farrar a nadie en particular-. Esa era mi intención.
-Pero con esa niebla tan terrible era impo­sible que vinieras -comentó Laura.
-Sí -respondió Farrar-. Los miembros del comité vinieron a cenar y cuando empezó a caer la niebla, se marcharon a casa temprano. Pensé entonces en acercarme pero al final deseché la idea. -Se palpó los bolsillos en busca del en­cendedor y preguntó-: ¿Alguien ha visto mi encendedor? Creo que lo he perdido.
Echó un vistazo alrededor y de pronto lo descubrió sobre la mesa junto al sillón, donde Laura lo había dejado la noche anterior. Farrarse incorporó y lo recogió bajo la atenta mirada de Starkwedder.
-Aquí está. No sabía dónde lo había dejado. -Julian... -comenzó Laura.
-¿Sí? -Farrar le ofreció un cigarrillo y ella lo aceptó-. Siento mucho lo sucedido. Si puedo hacer algo...
-Sí, lo sé -respondió ella mientras Farrar le encendía el cigarrillo.
-¿Sabe disparar, señor Starkwedder? -pre­guntó Jan-. Yo sí, Richard a veces me dejaba probar, sólo a veces, claro, y yo no soy tan bue­no como él.
-¿Ah, sí? -contestó Starkwedder-. ¿Qué tipo de pistola te dejaba utilizar?
Mientras Jan acaparaba la atención de Stark­wedder, Laura susurró a Julian Farrar:
Julian, necesito hablar contigo.
La voz de Farrar fue igual de queda.
-¡Ten cuidado! -le advirtió.
-Era una 22 -explicaba Jan a Starkwed­der-. Soy bastante bueno, ¿verdad, Julian? -Jan se levantó y se acercó a Farrar-. ¿Recuer­das aquella vez que me llevaste a la feria? Tumbé dos botellas, ¿verdad?
-Por supuesto, muchacho. Tienes buen ojo, y eso es lo importante; también lo tienes para el críquet. -Farrar se trasladó a un extremo del sofá y agregó-: Fue un partido sensacional el que celebramos el verano pasado.
Jan sonrió jubiloso y se sentó en el escabel frente al inspector, que ahora examinaba los do­cumentos del escritorio. Hubo una pausa. Stark­wedder sacó un cigarrillo y le preguntó a Laura:
-¿Le importa si fumo?
-Por supuesto que no.
Starkwedder se volvió hacia Farrar.
-¿Me deja su encendedor?
-Claro que sí, aquí tiene.
-Bonito encendedor -comentó Starkwedder al encender el cigarrillo.
Laura hizo un gesto involuntario pero se contuvo.
-Sí -respondió Farrar con aire indiferen­te-, funciona mejor que la mayoría.
-Parece... excepcional -comentó Stark­wedder mientras miraba de reojo a Laura. Devolvió el encendedor a Farrar y murmuró unas palabras de agradecimiento.
Jan se levantó del escabel y se colocó detrás de la silla del inspector.
-Richard tiene muchas armas -le dijo-. Y tiene una que solía utilizar en África para matar elefantes. ¿Quiere verlas? Están en el dormitorio de Richard, por allí -dijo indicándole el camino.
-Muy bien -dijo el inspector mientras se incorporaba-. Enséñanoslas. -Sonrió al mu­chacho y agregó-: ¿Sabes?, nos estás ayudando mucho, deberíamos incorporarte al cuerpo de policía.
Apoyó una mano en el hombro del muchacho, le condujo hasta la puerta y el sargento la abrió.
-No es necesario que se quede, señor Stark­wedder -comentó el inspector desde la puer­ta-. Puede ocuparse de sus asuntos, pero man­téngase en contacto.
-De acuerdo -respondió Starkwedder mientras Jan, el inspector y el sargento abando­naban la estancia.


11
Una vez la policía hubo abandonado la habi­tación con Jan, un silencio tenso se cernió sobre los presentes. Starkwedder dijo:
-Bien, supongo que he de comprobar si han logrado sacar mi coche de la cuneta; no pasamos por delante al venir hacia aquí.
-No -respondió Laura-, el sendero co­mienza en el otro lado de la carretera.
-Ya veo -respondió Starkwedder mientras se dirigía a los ventanales. Al salir a la terraza, comen­tó-: ¡Qué diferente se ve todo con la luz del día!
Tan pronto se marchó, Laura y Farrar se mi­raron.
-Julian! -exclamó ella-. ¡El encendedor! ¡Dije que era mío!
-¿Dijiste que era tuyo? ¿Al inspector?
-No. A él.
-A ese tipo... -comenzó Farrar, pero en­mudeció al ver a Starkwedder pasearse por la te­rraza-. Laura...
-¡Ten cuidado! -le advirtió ella mientras se acercaba a la pequeña ventana del vano y mi­raba al exterior-. Quizá nos esté escuchando.
-¿Quién es? -preguntó Farrar-. ¿Le co­noces?
Laura se acercó al centro de la estancia.
-No, no le conozco -dijo-. Tuvo un ac­cidente con el coche y vino anoche, justo des­pués de...
Julian le rozó la mano tendida sobre el res­paldo del sofá.
-No pasa nada, Laura. Sabes que haré todo lo que pueda.
-Julian... las huellas dactilares.
-¿Qué huellas?
-En esa mesa y en el cristal de la ventana. ¿Son tuyas?
Farrar retiró la mano de la suya para indicar que Starkwedder volvía a pasar por la terraza. Sin volverse hacia la ventana, ella se apartó de él y dijo en voz alta:
-Es muy amable de tu parte, Julian, estoy convencida de que puedes ayudarnos con mu­chas cosas.
Starkwedder deambulaba por la terraza. Cuando hubo desaparecido de vista, Laura dijo:
-¿Son tuyas estas huellas dactilares, Julian? Piensa.
Farrar permaneció pensativo un instante y luego dijo:
-Las de la mesa quizá sí.
-¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer?
De nuevo distinguieron a Starkwedder caminando de un lado a otro de la terraza. Laura dio una calada al cigarrillo.
-La policía sospecha de un hombre llamado MacGregor -dijo.
-Muy bien -respondió él-. Es probable que sigan pensando así.
-Pero imagina...
Farrar la interrumpió.
-Debo marcharme, tengo una reunión -dijo mientras se incorporaba-. No pasa nada -la tranquilizó con unas palmadas en el hombro-. No te preocupes, yo me ocuparé de que estés bien.
La expresión de Laura era de incompren­sión, casi de desesperación. Pero Farrar, al pare­cer ajeno a ello, se dirigió a los ventanales. Al sa­lir, se encontró con Starkwedder, que entraba de nuevo en el estudio. Farrar se apartó con cortesía para evitar chocar con él.
-¿Se marcha usted a alguna parte? -pre­guntó Starkwedder.
-Sí. Estos días voy bastante ajetreado. Las elecciones se celebran dentro de una semana.
-Ya -respondió Starkwedder-. Perdone mi ignorancia, pero ¿qué partido representa us­ted? ¿El conservador?
-Soy liberal -respondió Farrar con al­tivez.
-¡Ah! ¿Todavía existen?
Julian Farrar suspiró y se marchó sin pro­nunciar palabra. Starkwedder dedicó a Laura una mirada dura.
-Ya veo -dijo con furia contenida-, o al menos estoy empezando a ver.
-¿Qué quiere decir?
-Es su amiguito, ¿verdad? -dijo mientras se acercaba a ella-. Vamos, ¿sí o no?
-Ya que lo pregunta, ¡sí, lo es! -respondió desafiante.
Starkwedder la miró y dijo:
-Hay muchas cosas que no me dijo anoche, ¿no es cierto? Por eso cogió su encendedor tan deprisa y dijo que era suyo. -Starkwedder se alejó unos pasos y se volvió hacia ella-. ¿Cuán­to tiempo hace que dura esta historia entre uste­des dos?
-Bastante -respondió ella con un hilo de voz. -¿Nunca pensó en abandonar a Warwick y marcharse con él?
-No. Está la carrera política de Julian, po­dría arruinarle.
Starkwedder se sentó malhumorado en un extremo del sofá.
-Seguro que no, hoy en día no. ¿No acep­tan todos el adulterio con tranquilidad?
-Son circunstancias muy especiales -intentó explicar Laura-. Era amigo de Richard, y tratándose de un inválido...
-Sí, ya veo. Es cierto que no representaría muy buena publicidad para él -replicó Stark­wedder.
Laura se acercó al sofá y se quedó de pie, de­lante de él.
-¿Supongo que piensa que debería habér­selo explicado anoche? -comentó con frialdad. El apartó los ojos de su mirada.
-No tenía ninguna obligación -murmuró. Laura pareció tranquilizarse.
-No pensé que importara... -dijo-. Quiero decir... lo único en lo que podía pensar era en que había matado a Richard.
Pareció ganarse de nuevo a simpatía de Starkwedder, pues éste murmuró:
-Entiendo. -Después de una pausa añadió-: Yo tampoco podía pensar en nada más. -Enmu­deció de nuevo y después alzó los ojos hacia ella-. ¿Quiere probar un pequeño experimento? ¿Dón­de se encontraba ayer cuando disparó a Richard?
-¿Dónde me encontraba? -repitió Laura perpleja.
-Sí, eso he dicho.
Después de pensarlo un momento, ella res­pondió.
-Allí -señaló los ventanales.
-Acérquese al lugar desde donde disparó -le pidió Starkwedder.
Laura se levantó y comenzó a deambular nerviosa por la habitación.
-No... no lo recuerdo -dijo-. No me pida que lo recuerde. -Parecía asustada.
-Su marido le dijo algo -le recordó Stark­wedder-, algo que hizo que usted cogiera la pis­tola. -Se levantó del sofá y se dirigió a la mesa junto al sillón para apagar el cigarrillo-. Vamos, representemos la escena-continuó-. Allí está la mesa y la pistola -dijo mientras cogía el cigarrillo de Laura y lo depositaba en el cenicero-. Estaban discutiendo y usted cogió la pistola, cójala...
-¡No quiero! -exclamó ella.
-No sea tonta. No está cargada. Vamos, có­jala.
Reticente, Laura lo hizo.
-Recuerde que la atrapó con fuerza, no como ahora. La cogió con fuerza y disparó. Muéstreme cómo lo hizo.
Sosteniendo la pistola con torpeza, ella se alejó unos pasos de él.
-Yo... yo -balbució.
-Vamos, muéstremelo -ordenó con fuerza Starkwedder.
Laura intentó apuntar el arma.
-Vamos, ¡dispare! No está cargada. Mientras Laura seguía titubeando, él le arre­bató la pistola.
-¡Me lo imaginaba! -exclamó-. Jamás ha disparado un arma en su vida, no sabe cómo ha­cerlo. -Con la vista clavada en la pistola agre­gó-: Usted no disparó a su marido.
-Sí que lo hice -insistió ella.
-No, no lo hizo.
Laura preguntó con tono asustado:
-¿Por qué iba a decir entonces que lo hi­ce yo?
Starkwedder respiró hondo. Se acercó al sofá y se dejó caer en él.
-La respuesta me parece bastante evidente: porque fue Julian Farrar quien le mató.
-¡No! -exclamó ella casi en un grito.
-¡Sí!
-¡No!
-Le digo que sí -insistió él.
-Si fue Julian, ¿por qué diablos iba a decir que lo hice yo?
Starkwedder le dirigió una mirada desapa­sionada.
-Porque usted pensó, con bastante acierto, que yo la encubriría, y tuvo razón. -Starkwed­der se reclinó en el sofá antes de proseguir-. Sí, jugó muy bien conmigo. Pero se acabó, ¿lo entiende? Que me aspen si voy a contar un montón de mentiras para salvar el pellejo del mayor Fa­rrar.
Se hizo un silencio. Laura sonrió y fue hacia la mesa junto al sillón para recoger el cigarrillo. Se volvió hacia Starkwedder y dijo:
-¡Sí que lo hará! ¡Tendrá que hacerlo! ¡Ya le ha dado su versión a la policía! ¡Ahora no pue­de cambiarla!
-¿Qué? -respondió él perplejo.
Laura se sentó en el sillón.
-Por mucho que sepa o crea saber -pun­tualizó-, tendrá que ajustarse a su versión. Ahora es usted cómplice, lo dijo usted mismo -explicó.
Starkwedder se levantó y exclamó:
-¡Menuda zorra! -La miró con desprecio sin pronunciar palabra y, girando sobre los talo­nes, se marchó.
Laura le observó avanzar por el jardín. Hizo ademán de seguirle y llamarle, pero cambió de opinión y, con aire abatido, abandonó el estudio por la puerta del pasillo.


12
Ese mismo día, a última hora de la tarde, Ju­lian Farrar caminaba nervioso de un lado a otro del estudio. Las ventanas de la terraza estaban abiertas; el sol, a punto de ocultarse tras el ho­rizonte, proyectaba una luz dorada sobre el jardín. Farrar había sido citado por Laura War­wick, que al parecer necesitaba verle con ur­gencia. Mientras esperaba, Farrar consultó su reloj repetidas veces.
Con aire disgustado, echó un vistazo a la te­rraza y después se adentró de nuevo en la habita­ción, no sin antes mirar de nuevo el reloj. En ese instante vio un periódico sobre la mesa situada junto al sillón y lo cogió. Se trataba de un diario local, The Western Echo, que publicaba en pri­mera página un artículo sobre la muerte de Ri­chard Warwick: «Prominente residente local asesinado por un agresor misterioso», rezaba el titular. Farrar se sentó y comenzó a leer el ar­tículo con nerviosismo. Pasados unos minutos, dejó el periódico a un lado, se dirigió a la ventana y, con un último vistazo a la habitación, se aden­tró en el jardín. Había recorrido la mitad del te­rreno cuando oyó un ruido a sus espaldas. Dio media vuelta y comenzó a farfullar:
-Laura, lo siento, yo... -Pero se detuvo en seco al comprobar que la persona que venía en su dirección no era Laura Warwick, sino Angell, el asistente del difunto Richard Warwick.
-Señor, la señora Warwick me ha pedido que le comunique que bajará enseguida -dijo Angell-. Pero yo me preguntaba si sería posible hablar un momento con usted.
-Claro. ¿De qué se trata?
Angell se acercó a Julian Farrar y dio unos pasos más alejándose de la casa, como si le preo­cupara que alguien pudiera oír lo que tenía que decir.
-¿Y bien? -preguntó Farrar al adivinar sus intenciones.
-Señor, siento cierta preocupación sobre mi situación en esta casa y quería consultarlo con usted.
Preocupado por sus propios asuntos, Julian Farrar no estaba interesado en aquello.
-Y bien, ¿cuál es el problema?
Angell reflexionó un momento antes de contestar:
-Con la muerte del señor Warwick, pierdo mi puesto de trabajo.
-Sí, supongo que sí. Pero, no creo que ten­ga dificultad en encontrar otro, ¿verdad?
-Espero que no, señor.
-Usted es un hombre cualificado, ¿no es cierto? -preguntó Farrar.
-Oh, sí. Además, siempre tengo la posibili­dad de trabajar en un hospital o en un centro pri­vado, ya lo sé.
-Entonces, ¿qué le preocupa? -indagó Fa­rrar.
-Pues bien, señor, las circunstancias en las que este trabajo ha llegado a su término han sido muy desagradables para mí.
-Hablando en cristiano, no le gusta la idea de haberse visto involucrado en un asesinato. ¿Es eso?
-Podríamos decirlo así, señor -asintió el asistente.
-Pues bien, me temo que nadie puede hacer nada al respecto. De todos modos, supongo que la señora Warwick le dará buenas referencias. -Farrar sacó la pitillera y la abrió.
-No creo que haya ningún problema al res­pecto, señor -respondió Angell-. La señora Warwick es una persona muy agradable, encan­tadora, si me permite decirlo.
Farrar, que había decidido esperar a Laura, estaba a punto de regresar a la casa, pero se giró al percibir algo extraño en la actitud del asis­tente.
-¿Qué quiere decir? -preguntó con voz queda.
-No quisiera causar ninguna molestia a la señora Warwick -respondió Angell con voz melosa.
Antes de replicar, Farrar extrajo un cigarrillo de la pitillera.
-¿Quiere decir que está alargando su estadía por deferencia a ella?
-Es cierto, señor -confirmó Angell-, que la ayudo con los asuntos de la casa, pero no es eso lo que quería decir exactamente. -Guardó silencio un instante antes de continuar-. De hecho, es una cuestión de conciencia, señor.
-¿Qué puñetas quiere decir? -espetó Fa­rrar irritado.
Angell parecía incómodo, pero su voz sonó segura cuando respondió:
-Creo que no se da cuenta de la dificultad de mi situación, señor, al tener que declarar ante la policía, quiero decir. Es mi deber como ciuda­dano ayudar a la policía en todo lo que me sea posible pero, al mismo tiempo, quisiera perma­necer fiel a mis patronos.
Farrar se giró para encender el cigarrillo.
-Habla usted como si hubiese alguna clase de conflicto -comentó.
-Si lo piensa bien, señor, se dará cuenta de que es inevitable. Podríamos decir que se da un conflicto de lealtades.
Farrar lo miró.
-¿Adónde quiere llegar, Angell?
-La policía, señor, no puede evaluar la si­tuación -respondió Angell-. Quizá, y sólo quizá, esta situación pudiera resultar muy im­portante en un caso como éste. Sabe usted, hace bastante tiempo que padezco insomnio.
-¿Es necesario que hablemos de sus dolen­cias? -preguntó Farrar.
-Me temo que sí, señor, pues aunque ayer me retiré temprano, fui incapaz de conciliar el sueño.
-Cuánto lo siento -respondió Farrar con acritud-. Pero realmente...
-Verá, señor -continuó Angell, haciendo caso omiso de la interrupción-, dada la ubica­ción de mi dormitorio en esta casa, he llegado a tener conocimiento de ciertos asuntos de los que quizá la policía no sea plenamente consciente.
-¿Qué intenta decir?
-El difunto señor Warwick -respondió Angell- era un hombre enfermo e inválido. En estas tristes circunstancias, era de esperar que una mujer atractiva como la señora Warwick buscara, ¿cómo diría yo?, otro vínculo en otra parte.
-Así que se trata de eso -dijo Farrar-. Creo que no me agrada su tono, Angell.
-No, señor. Pero no se precipite en su jui­cio. Si lo piensa bien, quizá comprenda lo difícil que es mi situación, pues poseo una informa­ción que, de momento, no he compartido con la policía, pero que quizá sería mi deber hacerlo.
Farrar lo miró con frialdad.
-Creo que lo de ir a la policía es un farol; lo que usted quiere decir es que podría remover el asunto a no ser que... -Se detuvo antes de com­pletar la frase-. ¿A no ser qué?
Angell se encogió de hombros.
-Como usted bien dice, soy enfermero ti­tulado. Pero a veces, mayor Farrar, pienso que me gustaría establecer mi propio negocio, un pe­queño centro, no exactamente una clínica sino un lugar en el que pudiera acoger a cinco o seis pacientes. Con la ayuda de un asistente, claro. Seguramente los pacientes serían hombres difíci­les de cuidar en casa por sus problemas con el al­cohol, ya sabe. Por desgracia, aunque he logrado ahorrar una suma considerable, no es suficiente, y por ello me preguntaba si...
Farrar completó la frase por él:
-Usted se preguntaba si yo, o si yo y la señora Warwick, podríamos ayudarle con su pro­vecto.
-Sólo me lo preguntaba, señor -respondió Angell con tono dócil-. Sería muy bondadoso por su parte.
-Sí que lo sería, ¿verdad? -respondió Fa­rrar sarcástico.
-Usted ha sugerido, con cierta precipita­ción -prosiguió Angell-, que amenazaba con remover el asunto, supongo que está pensando en el escándalo. Pero no es ésa mi intención, señor. Jamás soñaría con hacer algo así.
-¿Adónde quiere llegar, Angell? -pregun­tó Farrar a punto de perder los estribos-. Porque es obvio que pretende llegar a alguna parte.
Angell sonrió con modestia antes de respon­der. Cuando habló fue con voz queda pero firme:
-Como le decía, señor, anoche no podía dormir; así que estaba tumbado en la cama escu­chando la sirena de niebla (siempre he pensa­do que es un sonido muy deprimente), cuando de pronto creí oír una persiana chocando con­tra una ventana, un ruido muy molesto cuando se intenta conciliar el sueño. Me levanté, miré por la ventana y me pareció que se trataba de la persiana de la despensa, situada casi debajo de la mía.
-¿Y bien?
-Decidí bajar a cerrar la persiana -conti­nuó Angell-. Y cuando lo hacía, oí un disparo. En ese momento no le di mayor importancia, pues pensé: Ya está otra vez el señor Warwick haciendo de las suyas, aunque es imposible que vea nada con esta neblina. Después me dirigí a la despensa y cerré la persiana. No se por qué, pero mientras estaba allí me invadió cierta inquietud. Además, al otro lado de la ventana, oí unos pasos en dirección a la casa.
-Se refiere al camino que lleva a... -le inte­rrumpió Farrar volviendo los ojos en esa direc­ción.
-Sí, señor -confirmó Angell-. El camino que va desde la terraza, rodea la casa y pasa por delante de las dependencias del servicio. Nadie utiliza ese camino, señor, excepto usted cuando lo toma como atajo para ir a su casa.
El asistente guardó silencio y clavó los ojos en Farrar, quien simplemente respondió: -Prosiga.
-Como le decía, me sentía un poco inquieto, pensaba que quizá había algún merodeador por la casa, así que no puede imaginarse el alivio que sen­tí al verle pasar por delante de la ventana de la des­pensa. Caminaba deprisa, en dirección a su casa.
Farrar guardó silencio y después dijo:
-Realmente no entiendo cuál es el sentido de lo que me explica. ¿Acaso tiene alguno?
Con un carraspeo de disculpa, Angell res­pondió.
-Sólo me preguntaba, señor, si había usted mencionado a la policía que ayer estuvo aquí vi­sitando al señor Warwick. Si no es así, y supo­niendo que me interrogaran de nuevo sobre los acontecimientos de anoche...
Farrar le interrumpió.
-¿Supongo que es consciente de que la pena por chantaje es muy dura? -preguntó con sequedad.
-¿Chantaje, señor? -respondió Angell con aire sorprendido-. No sé qué quiere decir, tan sólo se trata de mi deber para con la policía...
-La policía ya está satisfecha con la identi­dad de la persona que asesinó al señor Warwick, de hecho a ese tipo sólo le faltó firmar con su nombre, por lo que no es muy probable que va­yan a hacerle más preguntas.
-Le aseguro, señor -repuso Angell con tono alarmado-, que sólo quería...
-Sé muy bien que es imposible que recono­ciera a nadie en la niebla tan espesa de anoche, sólo se ha inventado esta historia para... -Farrar enmudeció al ver que Laura Warwick salía al jardín.


13
-Siento haberte hecho esperar, Julian -se disculpó Laura mientras se acercaba. Parecía sorprendida de ver a Angell y Julian Farrar conversando.
-Señor, quizá pueda hablar más tarde con usted sobre este pequeño asunto -murmuró Angell antes de marcharse. Hizo una pequeña reverencia a Laura, cruzó el jardín con paso rápi­do y viró al llegar a la esquina de la casa.
Laura siguió su marcha y después dijo con apremio:
-Julian, tengo que...
Él le interrumpió.
-¿Por qué has mandado por mí, Laura?
-preguntó enfadado.
-Te he estado esperando todo el día -res­pondió ella sorprendida.
-He estado muy ocupado toda la mañana
-repuso él-, y esta tarde he tenido varias reu­niones; no puedo dejar esas cosas cuando están tan cerca las elecciones. De todos modos, ¿no crees que sería mejor que no nos viéramos por una temporada?
-Pero necesitamos hablar de varias cosas. Farrar la tomó del brazo para alejarla de la casa.
-¿Sabes que Angell ha intentado chanta­jearme?
-¿Angell? -exclamó Laura incrédula.
-Sí, está claro que sabe lo nuestro y tam­bién sabe, o al menos dice saber, que estuve aquí anoche.
Ella ahogó un grito.
-¿Quieres decir que te vio?
-Dice que me vio -replicó Farrar.
-Pero es imposible que te viera con esa niebla.
-Me ha contado una historia sobre que bajó a la despensa para cerrar una persiana y que me vio pasar cuando regresaba a casa. También dice que oyó un disparo poco antes pero que no le dio mayor importancia.
-¡Dios mío! ¡Qué horror! ¿Qué vamos a hacer?
Farrar fue a consolarla con un abrazo, pero echó una ojeada a la casa y se abstuvo. Después la observó con detenimiento.
-Todavía no sé qué vamos a hacer, tendre­mos que pensar en algo.
-No le vas a pagar, ¿verdad?
-No. Si empiezas, es el principio del fin. Pero, por otro lado, ¿qué puede hacerse? -pre­guntó a la vez que se pasaba la mano por la fren­te-. Pensé que nadie sabía que estuve aquí anoche, estoy convencido de que mi ama de llaves lo ignora. Pero la cuestión es: ¿es cierto que me vio Angell o sólo finge haberme visto?
-¿Qué sucederá si acude a la policía? -pre­guntó Laura con voz temblorosa.
-No sé. Tenemos que pensar, pensar con cuidado. -Comenzó a caminar de un lado a otro-. Podríamos ignorarle aduciendo que es un farol y que está mintiendo, que yo jamás salí de casa anoche.
-Pero están las huellas dactilares -objetó Laura.
-¿Qué huellas?
-Te has olvidado de las huellas de la me­sa -le recordó ella-. La policía cree que son de MacGregor, pero si Angell les cuenta esta historia, querrán tomar tus huellas, y enton­ces...
-Ya -masculló Farrar-. Bien, pues en­tonces tendré que reconocer que estuve aquí e inventarme alguna historia, que vine para ver a Richard y que conversamos...
-Podrías decir que se encontraba en perfec­to estado cuando te marchaste.
Farrar la miró sin afecto alguno.
-¡Qué fácil haces que parezca todo! -replicó-. ¿De verdad puedo decir eso? -añadió sarcástico.
-¡Tendrás que decir algo! -respondió Laura a la defensiva.
-Sí, que apoyé la mano cuando me incliné a ver... -Tragó saliva al revivir la escena.
-Siempre y cuando piensen que las huellas son de MacGregor -dijo Laura.
-¡MacGregor! ¡MacGregor! -espetó él fu­rioso-. ¿Qué demonios te hizo sacar ese men­saje del periódico y ponerlo sobre el cuerpo de Richard? ¿No estabas corriendo un gran riesgo?
-Sí... no... ¡No lo sé! -chilló Laura confundida.
Farrar la contempló con desprecio.
-Teníamos que pensar en algo -suspiró Laura-. Yo... yo no podía pensar. Fue idea de Michael,
-¿Michael?
-Michael Starkwedder.
-¿Quieres decirme que él te ayudó? -pre­guntó Farrar incrédulo.
-¡Sí, lo hizo! Por eso quería verte, para ex­plicarte...
Farrar se acercó a Laura y masculló:
-¿Qué tiene que ver ese Michael -enfatizó el nombre de pila de Starkwedder-, ese Michael Starkwedder en todo esto?
-Entró y me encontró allí, con la pistola en la mano y...
-¡Dios Santo! -exclamó él al tiempo que se apartaba de ella-. Y de alguna manera le convenciste de que...
-Creo que él me convenció a mí -murmu­ró ella con tristeza mientras daba un paso hacia Farrar-. ¡Oh, Julian!
Laura estaba a punto de rodearle el cuello con los brazos, pero él la apartó.
-Ya te lo he dicho, haré todo lo que pueda -le aseguró-. No creas que no, pero...
Laura le observó.
-Has cambiado -comentó con voz queda.
-Lo siento, pero es que no puedo sentir lo mismo -reconoció Farrar, desesperado-. Después de lo sucedido, no puedo sentir lo mismo.
-Yo sí. Al menos eso creo. No importa lo que hayas hecho, Julian, siempre sentiré lo mismo.
-Nuestros sentimientos no importan ahora -dijo Farrar-. Tenemos que ajustarnos a los hechos.
Ella le miró.
-Lo sé. Dije a Starkwedder que yo... bueno, ya sabes, que fui yo.
Farrar la contempló con incredulidad. -¿Le dijiste eso a Starkwedder?
-Sí.
-¿Y estuvo de acuerdo en ayudarte? ¿Un extraño? ¡Ese hombre debe de estar loco!
-Sí, quizá esté un poco loco, pero fue reconfortante tenerle allí.
-¡Así que no hay hombre que se te resista! ¿Se trata de eso? -exclamó Farrar, y se giró. Después se volvió hacia Laura de nuevo-. De todos modos, un asesinato... -Enmudeció al tiempo que sacudía la cabeza.
-Intentaré no pensar en ello -contestó ella-. No fue premeditado, Julian, fue un im­pulso -agregó con tono casi suplicante.
-No es necesario que hablemos más de ello. Ahora tenemos que pensar en lo que vamos a hacer.
-Ya lo sé, están tus huellas y el encendedor.
-Sí -recordó Farrar-, debió de caerse cuando me incliné sobre el cuerpo.
-Starkwedder sabe que es tuyo -dijo Lau­ra-. Pero no puede hacer nada al respecto, aho­ra ya se ha comprometido y no puede cambiar su versión de los hechos.
Farrar la observó un instante. Cuando habló de nuevo fue con cierto tono heroico:
-Llegado el caso, Laura, yo asumiré la cul­pa -le aseguró.
-¡No, no quiero que hagas eso! -exclamó ella y le agarró el brazo, pero lo soltó tras lanzar una ojeada nerviosa a la casa-. ¡No quiero que lo hagas! -repitió.
-No creas que no entiendo cómo sucedió -dijo Farrar-. Cogiste la pistola y le disparaste sin saber lo que hacías, y...
Laura ahogó un grito.
-¿Qué? ¿Acaso pretendes que diga que le maté yo? -espetó.
-En absoluto -respondió Farrar con aire avergonzado-. Ya te he dicho que estoy dispuesto a asumir la culpa si fuera necesario. Laura sacudió la cabeza, perpleja.
-Pero si decías que sabías cómo había ocu­rrido...
Él la observó.
-Escucha, no creo que fuera un acto delibe­rado ni premeditado. Sé que no lo fue, sé que le disparaste porque...
Laura 1e interrumpió:
-¿Que yo le disparé? ¿Realmente crees que yo le disparé?
Farrar se dio la vuelta al tiempo que excla­maba:
-¡Dios mío! Va a ser imposible, ni siquiera somos capaces de ser honestos con nosotros mismos. Laura parecía desesperada. Intentó tranquilizarse antes de replicar con énfasis:
-¡Yo no le disparé y tú lo sabes!
Hubo un silencio. El se volvió lentamente hacia ella.
-Entonces ¿quién lo hizo? -preguntó. De pronto lo comprendió y añadió-: ¡Laura! No estarás diciendo que yo le maté.
Se encontraban frente a frente. Guardaron silencio durante un instante. Luego Laura dijo:
-Oí el disparo, Julian. -Respiró hondo an­tes de continuar-. Oí el disparo y tus pasos mientras te alejabas por el camino. Bajé, y allí estaba Richard, muerto.
Pasado un instante, Farrar respondió con suavidad:
-Laura, yo no le maté. -Alzó la vista al cie­lo como en busca de inspiración y después clavó los ojos en ella-. Vine para hablar con Richard -explicó-, para decirle que después de las elec­ciones tendríamos que llegar a algún acuerdo so­bre el divorcio. Oí un disparo poco antes de lle­gar, pensé que se trataba de uno de los juegos de Richard, como siempre. Entré, y allí estaba, muerto. El cuerpo todavía estaba caliente.
Ella le miró perpleja.
-¿Caliente? -repitió.
-No llevaba más de uno o dos minutos muerto. Como es natural, pensé que le habías matado tú, ¿quién más podía haber sido?
-No lo comprendo -murmuró ella.
-Supongo... supongo que pudo ser un sui­cidio -aventuró Farrar, pero Laura le interrum­pió.
-No, no pudo ser, porque... -Enmudeció al oír los gritos exaltados del joven Jan en el inte­rior de la casa.

14
Farrar y Laura corrieron hacia la casa y casi chocaron con Jan cuando salió por la contraven­tana de la terraza.
-¡Laura! -gritó mientras le empujaba ha­cia la biblioteca-. Laura, ahora que Richard ha muerto, todas sus pistolas, rifles y cosas así me pertenecen, ¿verdad? Quiero decir, yo soy su hermano, soy el hombre de la familia.
Julian Farrar les siguió a la biblioteca, se acercó al sillón y se sentó en el brazo mientras Laura trataba de tranquilizar a Jan, que no cesa­ba de quejarse.
-Benny no me deja coger las pistolas, las ha guardado con llave en el armario de allá arriba. -Señaló con un gesto hacia la puerta-. Pero son mías, estoy en mi derecho. Dile que me dé la llave.
-Escucha, Jan, cariño -comenzó Laura, pero Jan no quería ser interrumpido. Se dirigió rá­pido hacia la puerta y dio media vuelta gritando:
-Me trata como a un niño. Todos me tratan como a un niño, pero soy un hombre. Ten­go diecinueve años, soy casi mayor de edad.
-Abrió los brazos como si intentara abarcar sus pistolas-. Todas las cosas de Richard me perte­necen. Haré lo mismo que él, dispararé contra las ardillas, los pájaros y los gatos. -Rió histéri­co-. Quizá dispare también contra las personas que no me gustan.
-No debes excitarte, Jan -le advirtió Laura.
-No estoy excitado -respondió enfurru­ñado-. Pero no voy a dejar que... que me victi­micen. Ahora soy el señor de la casa y todos ha­rán lo que yo diga. -Se detuvo un instante y después se dirigió a Farrar-: Yo también podría ser juez de paz si quisiera, ¿verdad, Julian?
-Todavía eres demasiado joven para eso
-contestó Farrar.
Jan se encogió de hombros y se volvió hacia Laura.
-Todos me tratáis como a un niño -volvió a lamentarse-. Pero ahora que Richard ha muerto ya no podéis. -Fue hasta el sofá, se sen­tó y se cruzó de piernas-. Además, supongo que ahora también soy rico, ¿verdad? Esta casa me pertenece, nadie puede mandarme, ahora mandaré yo. No dejaré que la tonta de Benny me diga lo que tengo que hacer, si Benny intenta darme órdenes, yo... ¡yo ya sé lo que haré!
Laura se acercó a él.
-Jan, cariño -susurró con dulzura-, éste es un momento muy difícil para todos, y las co­sas de Richard no pertenecerán a nadie hasta que vengan los abogados, lean el testamento y lo autentifiquen. ¿Lo comprendes?
La voz de Laura tuvo un efecto balsámico y tranquilizador sobre Jan. El joven la miró, le ro­deó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en su regazo.
-Comprendo lo que dices, Laura -dijo-. Te quiero, Laura. Te quiero mucho.
-Sí, cariño -murmuró ella con dulzura-. Yo también te quiero.
-Estás contenta de que Richard haya muer­to, ¿verdad? -preguntó Jan de repente. Sorprendida, ella respondió:
-No, claro que no.
-Sí que lo estás -replicó él, astuto-. Aho­ra podrás casarte con Julian.
Laura lanzó una rápida mirada a Julian, que se puso en pie mientras Jan continuaba hablando.
-Sé que hace mucho tiempo que quieres ca­sarte con Julian. Todos piensan que no me doy cuenta de las cosas, o que no sé nada, pero no es así. Ahora estáis bien, la situación se ha arreglado y estáis contentos. Estáis contentos porque... -Calló al oír la voz de la señorita Bennett en el pasillo llamándolo.
Jan rió.
-¡Benny, tonta! -gritó mientras daba saltos en el sofá.
-Pórtate bien con Benny -le reprendió Laura mientras le ayudaba a ponerse en pie-. Está muy preocupada por todo -añadió mien­tras lo acompañaba hasta la puerta-. Tienes que ayudar a Benny, Jan, porque ahora eres el hom­bre de la familia.
Jan abrió la puerta, miró a Laura y después a Julian.
-De acuerdo, de acuerdo -prometió con una sonrisa-. Lo haré. -Abandonó la habita­ción, cerró la puerta tras de sí y comenzó a gritar «¡Benny!».
Laura se volvió hacia Farrar, que se acercó a ella.
-No tenía ni idea de que supiera lo nuestro -exclamó ella.
-Ese es el problema con las personas como Jan. Nunca sabes cuánto saben. Es muy... quiero decir... se altera muy rápido, ¿verdad?
-Sí, se pone nervioso muy rápido -reco­noció Laura-. Pero ahora que no está Richard para burlarse de él, se tranquilizará, será más normal, estoy segura.
Farrar parecía dudoso.
-No lo sé -comenzó, pero se detuvo al en­trar Starkwedder por la contraventana de la te­rraza.
-Hola -dijo con tono alegre.
-Hola -respondió Farrar titubeante.
-¿Cómo va todo? ¿Felices como perdices? -preguntó Starkwedder mientras los contem­plaba. Sonrió-: Ya veo, dos son compañía y tres son multitud. No debería haber entrado por la contraventana así, un caballero se hubiera dirigi­do a la puerta principal y hubiera llamado al tim­bre, ¿no es así? Pero, saben, yo no soy ningún caballero.
-Por favor... -comenzó Laura, pero Stark­wedder la interrumpió.
-De hecho -explicó-, he venido por dos razones. En primer lugar, para despedirme, ya han verificado mis antecedentes y las altas esfe­ras de Abadan han confirmado que soy un hom­bre bueno y honesto. Así que ya soy libre de marcharme.
-Siento que se vaya tan pronto -dijo Laura.
-Muy amable por su parte -respondió Starkwedder con cierta acritud-, sobre todo si se tiene en cuenta la manera en que me he entrometido en este asesinato familiar. -Contempló a Laura un instante y después se acercó a la silla del escritorio-. Pero he entrado por la contraventana por otra razón. La policía me ha acom­pañado en su coche y, aunque no se mostraron muy comunicativos, creo que se traen algo entre manos.
Laura ahogó un grito de consternación.
-¿La policía ha vuelto?
-Sí -confirmó Starkwedder.
-Pero pensé que ya habían acabado esta ma­ñana.
Starkwedder le dirigió una mirada astuta. -¡Por eso digo que se traen algo entre ma­nos! -exclamó.
Laura y Farrar se acercaron al oír unas voces en el pasillo. La puerta se abrió y entró la madre de Richard Warwick, muy erguida y dueña de sí misma, a pesar de seguir caminando con ayuda de un bastón.
-¡Benny! -exclamó por encima del hom­bro antes de dirigirse a Laura-. ¡Ah! Estás aquí, Laura. Te estábamos buscando.
Farrar se aproximó a la señora Warwick y la ayudó a sentarse en el sillón.
-Qué amable por tu parte volver a pasar por aquí, Julian, con lo ocupado que estás -comentó.
-Hubiera venido antes, señora Warwick -respondió Farrar-, pero hoy ha sido un día especialmente ajetreado. Si puedo hacer algo para ayudar... -Enmudeció al entrar en el estudio la señorita Bennett seguida del inspector Thomas.
El policía, que se detuvo en el centro de la habitación, llevaba un maletín en la mano. Stark­wedder se sentó en la silla del escritorio y encen­dió un cigarrillo mientras el sargento Cadwalla­der entraba acompañado de Angell.
-No encuentro al joven Warwick, señor -dijo el sargento al inspector mientras se acer­caba a los ventanales de la terraza.
-Está fuera en algún lugar, ha salido a dar un paseo -anunció la señorita Bennett.
-No importa -dijo el inspector. Observó a todos los presentes. Su actitud había cambiado y ahora mostraba cierta severidad.
Después de esperar un momento a que ha­blara, la señora Warwick preguntó con frial­dad:
-¿Debo suponer que tiene más preguntas que hacer, inspector Thomas?
-Sí, señora Warwick, me temo que sí.
La voz de la señora Warwick sonó cansada cuando preguntó:
-¿Todavía no tiene noticias de ese MacGre­gor?
-Al contrario -respondió el inspector.
-¿Lo han encontrado? -preguntó la seño­ra Warwick, ansiosa.
-Sí.
Todos reaccionaron con manifiesta agita­ción. Laura y Farrar se mostraron incrédulos mientras que Starkwedder se volvió hacia el ins­pector.
La voz severa de la señorita Bennett rasgó el silencio:
-Entonces, ¿le han arrestado?
El inspector la miró antes de responder.
-Creo que eso es imposible, señorita Bennett.
-¿Imposible? -exclamó-. Pero, ¿por qué?
-Porque está muerto -respondió el inspector con voz seca.


15
El anuncio del inspector Thomas fue recibi­do con un silencio atónito. Laura susurró con voz titubeante y temerosa:
-¿Qué ha dicho?
-He dicho que ese MacGregor ha muerto. Todos emitieron un grito de sorpresa. El ins­pector inició la explicación:
-John MacGregor murió en Alaska hace más de dos años, poco después de regresar de In­glaterra a Canadá.
-¡Muerto! -exclamó Laura, incrédula.
En ese momento Jan cruzó la terraza y de­sapareció de vista.
-Esto lo cambia todo, ¿no es así? -conti­nuó el inspector-. No fue John MacGregor quien colocó esa nota de venganza sobre el cadá­ver del señor Warwick. Pero es obvio, ¿no creen?, que la dejó alguien que conocía la historia de MacGregor y del accidente en Norfolk. -Se acercó al escabel y colocó el maletín encima-:
Lo cual nos limita, de forma definitiva, a alguna persona de esta casa.
-¡No! -protestó la señorita Bennett al tiempo que se acercaba al inspector-. ¿No pudo haber sido...?
-¿Sí, señorita Bennett? -la instó el inspec­tor y esperó un instante, pero ella se vio incapaz de continuar. Desesperada, se alejó hacia los ventanales.
El inspector centró su atención en la madre de Richard Warwick.
-Como usted comprenderá -dijo inten­tando mostrarse compasivo-, esto cambia las cosas.
-Sí, por supuesto -respondió ella antes de ponerse en pie-. ¿Me necesita para algo más, inspector?
-De momento no, señora Warwick.
-Gracias -murmuró ella mientras se diri­gía a la puerta que Angell se apresuró a abrirle.
Julian Farrar también se incorporó para acompañarla, luego regresó y se colocó pensati­vo detrás del sillón. Mientras tanto, el inspector Thomas había abierto el maletín y extrajo una pistola.
Angell seguía a la señora Warwick cuando el inspector le llamó con tono imperioso:
-¡Angell!
Sobresaltado, el asistente regresó al estudio y cerró la puerta.
-¿Sí, señor? -respondió.
El inspector se acercó a él llevando en la mano lo que era sin duda el arma del crimen.
-Es acerca de esta pistola; esta mañana no estaba seguro, pero ¿puede o no puede decir con certeza si pertenecía al señor Warwick?
-No quisiera equivocarme, inspector -res­pondió Angell-. Tenía muchas pistolas.
-Se trata de una pistola europea -le infor­mó el inspector mostrándole el arma-, supongo que es un recuerdo de alguna parte.
Jan volvió a cruzar la terraza en dirección contraria, sin que nadie le viera, con una pistola que intentaba ocultar.
Angell echó un vistazo a la pistola que el ins­pector tenía en la mano.
-El señor Warwick poseía algunas pistolas extranjeras, señor -dijo-. Pero él mismo se ocupaba de sus armas y no dejaba que yo las to­cara.
El inspector se volvió hacia Farrar.
-Mayor -dijo-, seguramente usted tiene recuerdos de la guerra. ¿Le dice algo esta arma? Farrar lanzó un rápido vistazo a la pistola.
-No, me temo que no.
El inspector introdujo de nuevo el arma en el maletín.
-El sargento Cadwallader y yo -anunció volviéndose hacia los presentes- queremos examinar la colección de armas del señor Warwick. Creo entender que tenía licencia para la mayoría.
-¡Oh, sí! -le aseguró Angell-. Las licen­cias se encuentran en uno de los cajones de su dormitorio, y todas las pistolas y el resto de las armas están en el armario de las armas.
El sargento Cadwallader se acercó a la puer­ta, pero la señorita Bennett le impidió abando­nar la habitación.
-Un momento. Querrá usted la llave del ar­mario-dijo al tiempo que sacaba una del bolsillo.
-¿Lo ha cerrado con llave? -inquirió el inspector-. ¿Por qué?
La respuesta de la señorita Bennett fue igual de lacónica:
-Creo que esa pregunta es innecesaria. Tantas armas, y la munición... es muy peligroso, todo el mundo lo sabe.
El sargento disimuló una sonrisa. Tomó la llave que le tendió la gobernanta, se dirigió a la puerta y se detuvo en el umbral por si el inspec­tor deseaba acompañarle. Disgustado por el co­mentario de la señorita Bennett, el inspector agregó:
-Necesito hablar con usted de nuevo, Angell. -Dicho esto, cogió el maletín, abandonó la habitación seguido por el sargento y dejó la puerta abierta para Angell.
Sin embargo, el asistente no le siguió de inmediato sino que, después de lanzar una mirada nerviosa a Laura, que estaba sentada con los ojos clavados en la puerta, se acercó a Farrar y mur­muró:
-Sobre ese pequeño asunto, señor. Estoy impaciente por arreglarlo pronto...
Con voz entrecortada, Farrar respondió:
-Creo... creo que podré hacer algo al res­pecto.
-Gracias, señor -contestó Angell con una leve sonrisa-. Muchas gracias. -El asistente estaba a punto de trasponer la puerta cuando Fa­rrar le dijo con tono autoritario:
-¡No! Espere un momento, Angell.
El asistente se volvió hacia él y Farrar gritó:
-¡Inspector Thomas!
Hubo una pausa tensa. Un momento más tarde, el inspector apareció por la puerta con el sargento detrás:
-¿Sí, señor Farrar?
Farrar adoptó una actitud distendida al tiem­po que se acercaba al sillón.
-Antes de que empiece con las preguntas rutinarias -comentó-, hay algo que debería haberle dicho. De hecho, hubiera tenido que mencionárselo esta mañana, pero estábamos to­dos tan consternados... La señora Warwick aca­ba de informarme de que desean identificar unas huellas dactilares. Aquí, en la mesa, me parece que dijo; pues bien, con toda probabilidad serán mías.
Hubo un silencio. El inspector se acercó a Farrar lentamente antes de preguntarle:
-¿Estuvo usted aquí anoche, mayor Farrar?
-Sí. Vine a conversar con Richard después de cenar, como suelo hacer a menudo.
-¿Y le encontró...?
-Le encontré muy malhumorado y depre­sivo, así que no me quedé mucho tiempo.
-¿A qué hora fue eso? -preguntó el ins­pector.
Farrar reflexionó un instante y luego res­pondió:
-No me acuerdo, quizá a las diez, o a las diez y media.
El inspector le observó.
-¿Podría ser un poco más preciso? -in­quirió.
-Lo siento, pero no -fue la respuesta de Farrar.
Después de un silencio ligeramente tenso, el inspector preguntó con un tono que pretendía ser indiferente.
-¿Supongo que no discutirían acaloradamente?
-No, por supuesto que no -respondió Fa­rrar. Después consultó su reloj y agregó-: Ten­go que asistir a una reunión en el ayuntamiento y no puedo retrasarme. -Dio media vuelta y se dirigió a la contraventana-. Así que, si no le im­porta... -dijo al llegar a la terraza.
-No puede hacer esperar a los del ayuntamiento -convino el inspector mientras se acer­caba a él-. Pero estoy seguro de que entenderá, mayor Farrar, que me gustaría tener una declara­ción completa sobre sus movimientos de anoche. Quizá podamos hacerlo mañana por la ma­ñana. -Hizo una pausa antes de proseguir-: Se dará cuenta, claro, de que no tiene obligación al­guna de declarar, que es un acto plenamente vo­luntario por su parte, y que tiene derecho a exi­gir la presencia de su abogado.
La madre de Richard Warwick había entrado de nuevo en la habitación, pero permaneció en silencio mientras escuchaba las últimas pala­bras del inspector. Farrar contuvo el aliento al asimilar las palabras que acababa de pronunciar el inspector.
-Lo comprendo, perfectamente -dijo-. ¿Qué le parece mañana a las diez? Mi abogado estará presente.
Farrar salió por la terraza y el inspector se volvió hacia Laura Warwick.
-¿Vio al mayor Farrar cuando vino aquí anoche? -le preguntó.
-Yo, yo... -comenzó ella titubeante, pero Starkwedder acudió en su ayuda.
-No creo que a la señora Warwick le ape­tezca contestar ninguna pregunta ahora mismo -manifestó al inspector.

16
Starkwedder y el inspector Thomas se miraron en silencio durante un instante. A continua­ción, habló éste:
-¿Qué ha dicho usted, señor Starkwedder? -preguntó.
-He dicho que no creo que a la señora War­wick le apetezca contestar más preguntas por el momento.
-¿De verdad? ¿Acaso es asunto suyo? La madre de Richard Warwick se unió a la discusión.
-El señor Starkwedder tiene razón -terció.
El inspector se volvió hacia Laura con expre­sión inquisidora. Pasados unos instantes, ésta murmuró:
-No, no quiero responder más preguntas ahora mismo.
Satisfecho, Starkwedder sonrió al inspector, el cual dio media vuelta y abandonó la habitación acompañado del sargento. Angell les siguió y cerró la puerta detrás de sí. En ese momento Laura dijo:
-Pero debería hablar, debo... debo decirles.
-El señor Starkwedder tiene razón, Laura -la interrumpió la señora Warwick-. Cuanto menos digas ahora, mejor. -Caminó unos pa­sos por la habitación apoyándose en el bastón antes de añadir-: Debemos ponernos en contacto con el señor Adams de inmediato. -Se volvió hacia Starkwedder y explicó-: Es nues­tro abogado. -Miró a la señorita Bennett-. Llámale ahora, Benny.
La señorita Bennett asintió y se acercó al te­léfono, pero la señora Warwick la detuvo.
-No; utiliza el supletorio de arriba -le in­dicó y agregó-: Laura, acompáñala.
Laura se puso en pie titubeante y lanzó una mirada confusa a su suegra. Pero ésta meramente dijo:
-Quiero hablar con el señor Starkwedder.
-Pero... -protestó Laura, aunque la señora Warwick la interrumpió.
-No te preocupes, querida, haz lo que te digo.
Laura dudó un instante, pero luego salió al pasillo seguida de la señorita Bennett, que cerró la puerta tras de sí. La señora Warwick se acercó a Starkwedder.
-No sé de cuánto tiempo disponemos -dijo deprisa al tiempo que lanzaba una mirada a la puerta-. Quiero que me ayude.
El se sorprendió.
-¿Cómo? -preguntó.
-Usted es un hombre inteligente, y un ex­traño. Ha llegado a nuestras vidas desde el exte­rior, no sabemos nada de usted, no tiene nada que ver con ninguno de nosotros.
Starkwedder asintió.
-Una visita inesperada, ¿eh? -murmuró. Se sentó en un brazo del sofá-. Ya me lo han dicho antes -comentó.
-Como es usted un extraño -prosiguió ella-, voy a pedirle que haga algo por mí. -Sa­lió a la terraza y miró en ambas direcciones.
Pasado un instante, Starkwedder dijo:
-Sí, ¿señora Warwick?
Mientras entraba en la habitación, ella co­menzó a hablar con tono apremiante.
-Hasta esta noche había una explicación ra­zonable para esta tragedia. Un hombre al que mi hijo había hecho daño al matar accidentalmente a su hijo había venido a vengarse. Sé que suena melodramático pero, después de todo, cosas así se leen en los periódicos.
-Si usted lo dice -comentó él mientras se preguntaba a dónde conducía esa conversación.
-Pero me temo que ahora ya no existe esa explicación, con lo cual el asesinato de mi hijo vuelve a la familia. -Se acercó al sillón-. Hay dos personas que no pueden haber disparado a mi hijo y ésas son su mujer y la señorita Bennett, pues estaban juntas cuando se produjo el disparo.
Starkwedder le lanzó una fugaz mirada y dijo «Vaya».
-No obstante -añadió la señora War­wick-, a pesar de que Laura no pudo haber ma­tado a su marido, puede saber quién fue.
-Eso la convertiría en cómplice. Ella y ese Julian Farrar, ¿a eso se refiere?
Ella torció el gesto.
-No -respondió. Se alejó del sillón y lan­zó otra mirada a la puerta antes de agregar-: Ju­lian Farrar no disparó a mi hijo.
Starkwedder se levantó del brazo del sofá.
-¿Cómo puede saberlo? -preguntó.
-Lo sé -contestó la señora Warwick mien­tras se alejaba unos pasos de él para luego volverse-. Voy a contarle a usted, un extraño, algo que nadie de mi familia sabe: soy una mujer a la que no le queda mucho tiempo de vida.
-Lo siento -comenzó Starkwedder, pero ella levantó la mano para interrumpirle-. No se lo digo para que me compadezca, sino para ex­plicar algo que, en caso contrario, sería difícil de explicar. Hay veces en las que uno elige una línea de acción que no elegiría si le quedaran varios años de vida.
-¿Por ejemplo? -preguntó Starkwedder. Ella le observó.
-En primer lugar, tengo que explicarle otra cosa, señor Starkwedder, debo contarle algo so­bre mi hijo. -La señora Warwick se sentó en el sofá-. Yo quería mucho a mi hijo; de niño y du­rante su juventud tenía muchas virtudes. Tenía éxito, era ingenioso, valiente, de carácter alegre, era una gran compañía. -Se detuvo como si estuviera recordando-. Tengo que reconocer que también tenía los defectos asociados con esas cualidades: le frustraban las limitaciones, los obstáculos. Tenía una veta cruel y una especie de arrogancia fatal. Todo funcionaba bien siempre y cuando tuviera éxito, pero su carácter no le permitía enfrentarse a las adversidades, y hacía tiempo que yo venía observando su declive.
Starkwedder se sentó en el escabel frente a ella.
-Si dijera que se había convertido en un monstruo -prosiguió la madre de Richard Warwick-, parecería una exageración, pero de alguna forma lo era, un monstruo egoísta, orgu­lloso y cruel. Como él había sufrido, sentía nece­sidad de hacer sufrir a los demás. -En su voz había amargura-. Así que todos comenzaron a sufrir por su culpa, ¿me comprende?
-Creo que sí -murmuró él.
La voz de la señora Warwick volvió a dulci­ficarse cuando continuó.
-Pues bien, tengo mucho cariño a mi nuera, es una chica de gran espíritu, bondadosa y fuerte. Richard la deslumbró, pero no sé si realmente se enamoró de él. De todos modos, he de reco­nocer que hizo todo lo que una esposa podía hacer para que la enfermedad e inactividad de Richard fueran soportables.
Reflexionó un instante antes de continuar con voz triste:
-Pero Richard no quería su ayuda, la recha­zaba. A veces pienso que incluso la odiaba, quizá sea eso más natural de lo que pensamos. Así que creo que me entenderá cuando le diga que al fi­nal sucedió lo inevitable: Laura se enamoró de otro hombre.
Starkwedder la observó con atención.
-¿Por qué me cuenta todo esto? -pre­guntó.
-Porque es usted un extraño -respondió ella-. Todos estos amores, odios y tribulacio­nes no significan nada para usted, así que puede escuchar sin verse afectado.
-Quizá.
Como si no le hubiera oído, ella prosiguió.
-Así que se llegó a un punto en el que parecía que la única manera de resolver todas las difi­cultades era con la muerte de Richard.
Starkwedder continuó observándola con atención.
-Así que ¿la muerte de Richard era conve­niente? -murmuró.
-Sí.
Hubo un silencio. Entonces Starkwedder se incorporó, rodeó el escabel y se acercó a la mesa para apagar el cigarrillo.
-Perdóneme si soy tan directo, señora Warwick -se disculpó- pero ¿acaso se está confesando autora de un asesinato?


17
La señora Warwick guardó silenció unos instantes antes de responder con tono brusco:
-Voy a hacerle una pregunta, señor Stark­wedder. ¿Puede entender que una persona que haya concebido una vida se sienta con el derecho de acabar con esa vida?
Starkwedder se paseó por la habitación pen­sando en esas palabras hasta que finalmente de­claró:
-Se conocen casos de madres que han matado a sus hijos, sí, pero suele ser por alguna razón sórdida (un seguro, por ejemplo) o quizá tienen ya dos o tres hijos y no quieren los problemas de otro niño. -Se volvió hacia ella-: ¿Le beneficia económicamente la muerte de Richard?
-No.
Starkwedder asintió.
-Disculpe mi franqueza -comenzó, pero la señora Warwick le interrumpió al preguntar con aspereza:
-¿Comprende lo que intento decirle?
-Creo que sí. Dice que es posible que una mujer mate a su hijo. -Se dirigió al sofá y se in­clinó sobre él-. Y usted me está diciendo, para ser más exactos, que mató a su hijo. ¿Es sólo una teoría? ¿Debo entender que se trata de un hecho?
-No estoy confesando nada -respondió la señora Warwick-. Simplemente estoy mos­trándole cierto punto de vista. Es posible que surja una emergencia cuando yo ya no esté aquí para solucionarla. Si ello sucediera, quiero que tenga esto y que lo utilice. -Sacó un sobre del bolsillo y se lo tendió.
Starkwedder lo tomó no sin puntualizar:
-Todo esto me parece muy bien, pero yo tampoco estaré aquí. Regreso a Abadan para continuar con mi trabajo.
Ella hizo un ademán, como si considerara insignificante la objeción.
-Supongo que no estará desconectado de la civilización -comentó-. Habrá periódicos, ra­dio y otras cosas en Abadan.
-Sí -convino-, disponemos de todos esos lujos occidentales.
-Entonces guarde ese sobre. ¿Ve a quién está dirigido?
El echó un vistazo.
-Al comisario. -Se acercó al sillón-. Pero no tengo muy claro qué tiene usted en mente.
Para ser mujer, sabe guardar muy bien un secre­to porque, o bien cometió el asesinato usted mis­ma o sabe quién lo hizo. Se trata de eso, ¿verdad?
Ella apartó la mirada al responder:
-No es mi intención discutir este asunto. Él se sentó en el sillón.
-Aun así -insistió-, me gustaría saber qué tiene en mente.
-Me temo que no se lo voy a decir. Como usted bien dice, soy una mujer que sabe guardar bien un secreto.
Starkwedder decidió cambiar de táctica y dijo:
-El asistente, el hombre que cuidaba de su hijo... -Hizo una pausa como si intentara re­cordar su nombre.
-Angell -le dijo la señora Warwick-. ¿Qué sucede con él?
-¿Es de su agrado?
-No, la verdad es que no -respondió-. Pero es eficiente, y Richard no era una persona fácil de tratar.
-Supongo que no. Pero Angell lo soporta­ba todo, ¿no es así?
-Valía la pena -fue la seca respuesta de la señora Warwick.
Starkwedder se incorporó y comenzó a pa­searse por el estudio. Después se volvió hacia la señora Warwick para obtener más información.
-¿Tenía Richard algo contra él?
-¿Algo contra él? ¿Qué quiere decir? Ah, ya veo; ¿me pregunta si Richard sabía algo que pudiera perjudicar a Angell?
-Sí, eso quiero decir. ¿Tenía algún tipo de control sobre él?
La señora Warwick reflexionó un instante antes de responder:
-No, creo que no.
-Me estaba preguntando...
-Se pregunta si Angell mató a mi hijo. Lo dudo, lo dudo mucho.
-Ya veo que no le convence esta teoría -comentó él-. Es una lástima, pero así es.
La señora Warwick se puso en pie: -Gracias, señor Starkwedder, ha sido usted muy amable. -Y le tendió la mano.
Divertido por su actitud brusca, él le estre­chó la mano. A continuación se acercó a la puer­ta y la abrió. La señora Warwick salió por ella y Starkwedder la cerró. Con una sonrisa, se dirigió al escabel. Vaya, ¡que me zurzan!, pensó mien­tras contemplaba el sobre de nuevo. ¡Menuda mujer!
La señorita Bennett entró en el estudio. Starkwedder introdujo apresurado el sobre en un bolsillo mientras ella cerraba la puerta tras de sí y se acercaba al sofá. Parecía disgustada y preo­cupada.
-¿Qué le ha contado? -preguntó. Sorprendido, él intentó ganar tiempo.
-¿Qué quiere decir? -respondió.
-La señora Warwick, ¿qué le ha dicho? A fin de evitar una respuesta directa, Stark­wedder simplemente respondió:
-Parece disgustada.
-Claro que lo estoy -replicó-. Sé de lo que esa mujer es capaz.
Starkwedder miró al ama de llaves con dete­nimiento antes de preguntar:
-¿De qué es capaz? ¿De asesinato?
La señorita Bennett dio un paso en su direc­ción.
-¿Es eso lo que ha intentado que usted cre­yera? Pues no es cierto.
-Bueno, uno nunca puede estar seguro; después de todo, podría ser verdad.
-Pero no es así -insistió ella.
-¿Cómo puede saberlo?
-Lo sé. ¿Acaso cree que hay algo que yo no sepa de las personas de esta casa? Hace años que trabajo para ellos -se sentó en el sillón-, y los aprecio mucho a todos.
-¿Incluido el difunto Richard Warwick? La señorita Bennett parecía ensimismada, pero contestó.
-Solía apreciarle... hace tiempo.
Hubo un silencio. Starkwedder, sentado en el escabel, la contempló antes de murmurar: -Prosiga.
-Cambió -dijo ella-. Se le torció el carácter, cambió totalmente, a veces podía ser un de­monio.
-Sí, parece que todos están de acuerdo en eso.
-Pero si le hubiera conocido antes... Starkwedder la interrumpió:
-Yo no creo que las personas cambien.
-Richard sí -insistió ella.
-No es así -le contradijo él. Se puso en pie y comenzó a pasearse por la habitación-. Creo que se equivoca, estoy convencido de que siem­pre tuvo un demonio en su interior. Yo diría que era una de esas personas que necesitaba ser feliz y tener éxito, porque si no era así... Esas perso­nas esconden su verdadera personalidad todo el tiempo que sea necesario hasta conseguir lo que quieren pero, en el fondo, esa veta mezquina siempre está allí. -Se volvió hacia la señorita Bennett-. Apostaría a que su crueldad siempre estuvo allí. Seguramente era un bravucón en el colegio. Resultaba atractivo para las mujeres, como es natural, pues a éstas les atraen los tipos duros. Yo diría que la caza mayor era una vía de escape para su sadismo. -Starkwedder señaló los trofeos de caza que colgaban de la pared y se acercó a los ventanales.
»Richard Warwick debió de ser un gran egoísta -continuó-. Esa es la impresión que tengo por la forma en que todos hablan de él. Disfrutaba haciéndose pasar por un hombre bondadoso, generoso, con éxito, encantador y todo lo demás. Pero esa veta cruel estaba allí, y cuando tuvo el accidente se arrancó la másca­ra y pudieron verle como era en realidad.
La señorita Bennett se puso en pie.
-No creo que sea asunto suyo -exclamó indignada-. Usted es un extraño y no sabe nada.
-Quizá no, pero he oído muchas cosas -objetó Starkwedder-. Por algo, todo el mun­do acude a mí.
-Sí, supongo que sí. De hecho, aquí estoy yo hablando con usted, ¿verdad? -reconoció-. Eso es porque no nos atrevemos a hablar entre nosotros. -Le miró con expresión suplicante-. Ojalá no tuviera que marcharse.
Starkwedder sacudió la cabeza.
-Realmente no he ayudado en nada, lo úni­co que hice fue entrar y descubrir el cadáver.
-¿No fue Laura quien descubrió a Richard? -repuso la señorita Bennett. Y añadió-: ¿O es que Laura y usted...?


18
Starkwedder miró a la señorita Bennett y sonrió.
-Es usted muy astuta -observó.
Ella clavó los ojos en él.
-Usted la ayudó, ¿verdad? -preguntó con tono acusador.
Starkwedder se alejó de ella.
-Se está imaginando cosas -respondió.
-No, no es así. Quiero que Laura sea feliz, no sabe cuánto lo deseo.
Starkwedder se volvió hacia ella y exclamó:
-Maldita sea, yo también.
Ella le miró sorprendida.
-En ese caso, tengo que... tengo -dijo Starkwedder, que había posado la vista en la te­rraza por casualidad y había descubierto al joven Jan con una pistola en la mano; indicó al ama que guardara silencio. Se acercó a los ventanales, abrió la puerta y gritó-: ¿Qué estás haciendo?
En ese instante, la señorita Bennett vio a Jan en el jardín blandiendo una pistola. Corrió hacia los ventanales y gritó:
Jan, ¡dame esa arma!
Pero Jan salió corriendo mientras gritaba:
-¡Ven a buscarla!
La señorita Bennett corrió tras él, gritando desesperada:
-Jan! ¡Jan!
En ese momento entró Laura en la habita­ción.
-¿Dónde está el inspector? -preguntó. Starkwedder negó con la cabeza. Laura se acercó a él.
-Michael, tienes que escucharme -le im­ploró-, Julian no ha matado a Richard.
-¿Es eso cierto? -respondió Starkwedder con frialdad-. Te lo ha dicho él, ¿no es así?
-No me crees, pero es cierto -replicó ella con tono desesperado.
-Eso significa que tú le crees.
-No. Sé que es verdad -replicó Laura-. Verás, él pensaba que yo había matado a Ri­chard.
-No me sorprende -repuso él con morda­cidad-. También lo creía yo, ¿no?
Laura pareció todavía más desesperada al in­sistir:
-Él pensaba que yo había matado a Ri­chard, era incapaz de asimilarlo, le hacía... le hacía verme de una manera diferente.
Starkwedder la observó con frialdad.
-Pero, cuando pensaste que había sido él quien había matado a Richard ¡ni te inmutaste! -Starkwedder sonrió-. ¡Las mujeres son maravillosas! -murmuró. Se acercó al sofá y se apoyó en el brazo-. ¿Qué es lo que hizo que Farrar se perjudicara a sí mismo dicien­do que estuvo aquí anoche? ¿No me digas que se debe a un puro y simple amor a la verdad?
-Fue Angell -respondió Laura-. Angell vio, o dice haber visto, a Julian aquí.
-Sí -comentó él con una risita amarga-, creí detectar cierto hedor a chantaje; es un mal bicho ese Angell.
-Dice que vio a Julian justo después del dis­paro. ¡Estoy asustada! El círculo se está estre­chando, tengo miedo.
Starkwedder la cogió por los hombros.
-No tienes por qué estar asustada -le ase­guró-, todo saldrá bien.
Laura sacudió la cabeza.
-No es verdad -gimió.
-Todo saldrá bien, créeme -insistió sacu­diéndola ligeramente por los hombros.
Ella le observó con ojos inquisidores. -¿Sabremos alguna vez quién mató a Ri­chard? -preguntó.
Starkwedder la miró sin responder. Se acer­có a los ventanales y contempló el jardín.
-Tu señorita Bennett está segura de cono­cer todas las respuestas.
-Siempre está segura de todo, pero a veces se equivoca -replicó Laura.
Starkwedder vislumbró algo en el exterior e hizo señas a Laura para que se acercara. Ella co­rrió hacia él y tomó la mano que le tendía.
-Mira, Laura -exclamó observando el jar­dín-. ¡Me lo imaginaba!
-¿Qué sucede?
-¡Sssh! -le advirtió.
En ese preciso instante entró la señorita Ben­nett desde el pasillo.
-¡Señor Starkwedder! -dijo-. ¡Vaya a la siguiente habitación, el inspector está allí! ¡Rá­pido!
Starkwedder y Laura salieron al pasillo. Tan pronto como se hubieron marchado, la señorita Bennett se dirigió al jardín, donde la luz del día comenzaba a desvanecerse.
-Vamos, Jan -llamó-, no juegues más. ¡Entra!


19
La señorita Bennett esperó a Jan junto a los ventanales. Jan entró con aspecto iracundo y triunfante a la vez, y con una pistola en la mano.
-Veamos, Jan, ¿de dónde has sacado eso? -preguntó ella.
-Te creías muy lista, ¿eh, Benny? -respon­dió él, beligerante-. Muy lista porque habías guardado las pistolas de Richard allí, bajo llave. -Señaló el pasillo con un gesto-. Pero encontré una llave que abría el armario de las pistolas. Ahora tengo una pistola, igual que Richard. Ten­dré muchas pistolas y dispararé a cosas. -Alzó la que llevaba y apuntó a la señorita Bennett, que se estremeció-. Ten cuidado, Benny -conti­nuó con una risita-, quizá te dispare.
Ella intentó no parecer demasiado asustada mientras decía con el tono más suave de que era capaz:
Tú no harías una cosa semejante, Jan. Sé que no lo harías.
Él continuó apuntándola, pero después bajó el arma.
La señorita Bennett se relajó levemente v, tras una pausa, Jan exclamó con dulzura y cierta ansiedad:
-No, no lo haría. Claro que no lo haría. -Después de todo, tú no eres un niño insensato -dijo ella con tono tranquilizador-.
Ahora eres un hombre, ¿verdad?
Jan esbozó una amplia sonrisa. Se acercó al escritorio y se sentó en la silla.
-Sí, soy un hombre -convino-. Ahora que Richard ha muerto, soy el hombre de la casa.
-Por eso sé que no me matarías. Sólo matarías a un enemigo.
-Exacto -exclamó él entusiasmado. Escogiendo sus palabras con cuidado, la se­ñorita Bennett dijo:
-Durante la guerra, si pertenecías a la Re­sistencia y matabas a un enemigo hacías una muesca en la culata de tu arma.
-¿Ah, sí? -respondió Jan examinando la pistola-. ¿Eso hacían? -Miró a la señorita Bennett emocionado-. ¿Había personas que te­nían muchas muescas?
-Sí. Había personas que tenían bastantes muescas.
Jan soltó una carcajada de satisfacción. -¡Qué divertido! -exclamó.
-Claro que a algunas personas no les gusta matar, pero a otras sí.
-A Richard le gustaba.
-Sí, a Richard le gustaba matar cosas -reconoció ella. Se alejó de él con gesto tranquilo y agregó-: A ti también te gusta matar cosas, ¿verdad, Jan?
El sacó una navaja del bolsillo y comenzó a grabar una muesca en la pistola.
-Matar es emocionante -comentó con cierta irritación.
La señorita Bennett lo miró.
-Tú no querías que Richard te enviara lejos de aquí, ¿verdad, Jan? -preguntó con voz queda.
-Dijo que lo haría -respondió Jan vehe­mente-. ¡Era un monstruo!
La señorita Bennett se situó detrás de la silla de Jan.
-Una vez dijiste a Richard -le recordó-que le matarías si te enviaba fuera.
-¿Ah, sí? -respondió él con indiferencia.
-¿Pero no le mataste? -preguntó ella ento­nando las palabras como si fueran un media pre­gunta.
-No, no le maté.
-Fue algo cobarde por tu parte.
-¿Ah, sí? -preguntó Jan con un brillo ma­licioso en los ojos.
-Sí, creo que sí, decir que le ibas a matar y luego no hacerlo... -La señorita Bennett caminaba alrededor del escritorio pero tenía los ojos clavados en la puerta-. Si alguien me amenazara con mandarme fuera querría matarle, y lo haría.
-¿Quién dice que no lo hice? -respondió Jan-. Quizá sí fui yo.
-Ah, no, seguro que no fuiste tu -dijo ella desdeñosa-. Sólo eres un niño, no te hubieras atrevido.
Jan se levantó de la silla.
-¿Crees que no me hubiera atrevido? -chi­lló-. ¿Es eso lo que crees?
-Claro que lo creo. -Parecía estar provo­cándolo de forma deliberada-. Está claro que nunca te hubieras atrevido a matar a Richard, para eso tendrías que ser muy valiente y ma­duro.
Jan le dio la espalda y se acercó a los venta­nales.
-Tú no lo sabes todo, Benny -dijo, heri­do-. No, Benny, no lo sabes todo.
-¿Hay alguna cosa que no sepa? ¿Te estás burlando de mí, Jan? -La señorita Bennett aprovechó ese momento para abrir ligeramente la puerta. Jan se encontraba junto a los ventanales, desde donde un haz de luz del sol poniente iluminaba la habitación.
-Sí, me estoy burlando de ti -le gritó-. Y lo hago porque soy mucho más listo que tú.
Jan se volvió y la señorita Bennett dio un respingo involuntario.-Sé cosas que tú no sabes -agregó él.
-¿Qué sabes tú que yo no sepa? -pregun­tó ella intentando no sonar demasiado ansiosa.
Jan no respondió, simplemente esbozó una sonrisa misteriosa al tiempo que se sentaba en el escabel. Ella se acercó a él.
-¿No me lo vas a decir? -preguntó de nue­vo con tono persuasivo-. ¿No me vas a confiar tu secreto?
Jan se apartó de ella.
-Yo no confío en nadie -respondió con acritud.
-Me pregunto si es cierto que has sido muy listo.
Jan soltó una risita nerviosa.
-Empiezas a darte cuenta de lo listo que soy -le dijo.
Ella le miró con expresión especulativa.
-Quizá haya muchas cosas que desconozco sobre ti -convino.
-Muchas -le aseguró Jan-. Y yo sé mu­chas cosas de todos los demás, pero no siempre las cuento. A veces me levanto por la noche y deambulo por la casa, veo muchas cosas y en­cuentro muchas cosas, pero no las aireo.
Con aire de complicidad, ella preguntó:
-¿Tienes algún gran secreto ahora?
Jan pasó una pierna por encima del escabel y se sentó a horcajadas.
-¡Un gran secreto! -exclamó encantado-.
Te asustarías si lo supieras -agregó con una risa casi histérica.
-¿De verdad? ¿De verdad me asustaría? ¿Tendría miedo de ti? -inquirió mientras se si­tuaba delante de Jan y le miraba fijamente.
Él alzó la vista. La expresión de júbilo se des­vaneció de su rostro y su voz sonó muy seria cuando respondió:
-Sí, tendrías mucho miedo de mí.
Ella continuó estudiándole con deteni­miento.
-No sabía cómo eras en realidad, Jan -reconoció-. Ahora empiezo a comprenderlo.
Los cambios de humor de Jan comenzaban a ser más pronunciados, y con tono desquiciado exclamó:
-En realidad nadie sabe nada de mí ni de las cosas que puedo hacer. El tonto de Richard sen­tado siempre allí disparando a los pájaros... Nunca pensó que alguien le dispararía a él, ¿verdad?
-No -respondió ella-, ése fue su error. Jan se levantó.
-Sí, ése fue su error -convino-. Pensaba que podía echarme de aquí, pero le di una lec­ción.
-¿Ah, sí? ¿Cómo?
Jan la miró con picardía, guardó silencio y fi­nalmente dijo:
-No te lo voy a decir.-Dímelo, Jan -suplicó ella.
-No. -Se acercó al sillón y se subió enci­ma, con la pistola apoyada en la mejilla-. No, no se lo voy a decir a nadie.
La señorita Bennett se acercó a él.
-Quizá tengas razón -le dijo-. Quizá pueda adivinar lo que hiciste, pero no voy a de­cirlo, porque es tu secreto, ¿no es así?
-Sí, es mi secreto -respondió él mientras se levantaba y comenzaba a caminar nervioso por la habitación-. Nadie sabe cómo soy -exclamó alterado-. Soy peligroso, más vale que tengáis cuidado, soy peligroso.
La señorita Bennett le dedicó una mirada triste.
-Richard no sabía lo peligroso que eras -dijo-, debió de sorprenderse mucho.
Jan regresó junto al sillón y la observó con detenimiento.
-Sí, sí que se sorprendió -convino-. Puso cara rara y cuando acabó todo, inclinó la cabeza hacia adelante, había sangre, y no se movía. ¡Le enseñé una lección! Ahora ya no me enviará fuera.
Jan fue hasta un extremo del sofá y se sentó mientras movía la pistola de un lado a otro de­lante de la señorita Bennett, que intentaba conte­ner las lágrimas.
-¡Mira! -exclamó Jan-. Mira, ¿ves? He hecho una muesca en la pistola. -Le dio unos golpecitos con la navaja.
-¡Vaya! -exclamó ella al tiempo que se acercaba a él-. ¡Qué emocionante! -Intentó coger la pistola de la mano tendida de Jan, pero él la apartó.
-¡Ah, no! ¡Eso sí que no! -gritó mientras se incorporaba con rapidez-. Nadie me va a quitar mi pistola. Si la policía intenta arrestarme, les dispararé.
-No será necesario hacer eso -le aseguró la señorita Bennett-. Eres tan listo que jamás sospecharán de ti.
-¡La policía es tonta! ¡La policía es tonta! -gritó Jan jubiloso-. ¡Richard es tonto! -Mien­tras blandía el arma ante la figura imaginaria de Richard vio que se abría la puerta. Con una exclamación de alarma, huyó deprisa hacia el jardín.
La señorita Bennett se derrumbó llorando sobre el sofá en el momento en el que el inspec­tor Thomas entró en la habitación seguido del sargento Cadwallader.

20


-¡Tras él! ¡Rápido! -gritó el inspector al sargento al irrumpir en el estudio.
El sargento salió corriendo a la terraza mien­tras Starkwedder entraba desde la puerta del pa­sillo seguido de Laura, que fue a otear el jardín. Angell fue el siguiente en aparecer y también se acercó a los ventanales. Detrás de él llego la señora Warwick, que permaneció de pie, erguida, en el umbral de la puerta.
El inspector Thomas se volvió hacia la seño­rita Bennett.
-Vamos, vamos... -la tranquilizó-. No se ponga así, lo ha hecho muy bien.
Con voz entrecortada, ella respondió:
-Lo sabía desde el principio. Conozco a Jan mejor que nadie, sabía que Richard le estaba em­pujando demasiado lejos, y sabía que Jan se esta­ba volviendo peligroso.
-Jan! -exclamó Laura. Exhaló un suspiro de aflicción y murmuró-: No, no..., Jan no.
-Se acercó a la silla del escritorio y se sentó-. No puedo creerlo -dijo con voz entrecortada.
La señora Warwick fulminó a la señorita Bennett con la mirada y con desdén le dijo:
-¿Cómo has podido, Benny? Pensé que al menos tú serías fiel.
La respuesta de ella fue desafiante:
-Hay ocasiones en que la verdad es más im­portante que la lealtad. Ustedes no veían, ningu­no de ustedes, que Jan se estaba volviendo peli­groso, es un chico encantador, muy dulce, pero... -Embargada por el dolor, no pudo con­tinuar.
La señora Warwick avanzó con pasos lentos hasta el sillón, donde se sentó y permaneció con la mirada ausente.
El inspector, con tono pausado, completó la frase de la señorita Bennett:
-Pero hay veces en las que, al superar deter­minada edad, se vuelven peligrosos porque ya no comprenden lo que hacen, no disponen del juicio ni el control de un adulto. -Se acercó a la señora Warwick y le dijo-: No se preocupe, señora, me ocuparé de que le traten con considera­ción, creo que podrá establecerse con facilidad que no era responsable de sus acciones, lo cual significa que se le confinará en un lugar confor­table; usted sabe que esto hubiera sucedido pronto de todos modos. -Y tras estas palabras salió de la habitación.
-Sí, ya sé que tienes razón -reconoció la señora Warwick-. Disculpa, Benny. Dices que nadie más sabía que era peligroso, pero no es cierto. Yo lo sabía pero era incapaz de hacer nada al respecto.
-Alguien tenía que hacer algo -respondió Benny.
Se hizo el silencio en la habitación, pero la tensión aumentó mientras esperaban a que el sargento Cadwallader regresara con Jan.
Sin embargo, a un centenar de metros de la casa, junto a la carretera sobre la que poco a poco se cernía la niebla, tenía lugar una dramáti­ca escena. El sargento había acorralado a Jan frente a un muro, pero éste blandía el arma sin dejar de gritar:
-¡No se acerque, nadie me va a encerrar, le voy a disparar, no bromeo, no le tengo miedo a nadie!
El sargento se detuvo a unos seis metros de Jan.
-Vamos, muchacho -dijo con tono per­suasivo-, nadie va a hacerte daño, pero las pis­tolas son muy peligrosas. Dámela y regresa conmigo a la casa. Podrás hablar con tu familia, ellos te ayudarán.
El sargento avanzó unos pasos hacia el joven, que comenzó a gritar con histerismo.
-¡Lo digo en serio, le dispararé, no me im­portan los policías, usted no me asusta!
-Claro que no, no tienes por qué tener mie­do de mí, jamás te haría daño. Regresa conmigo a la casa, vamos.
Dio un paso más pero Jan levantó el arma y disparó dos veces. Erró el primer tiro pero el segundo alcanzó a Cadwallader en la mano iz­quierda. El sargento gimió de dolor pero se abalanzó sobre Jan y le derribó. Durante el for­cejeo, el arma se disparó accidentalmente cuando apuntaba al pecho de Jan, que soltó un grito y enmudeció.
Horrorizado, el sargento se inclinó sobre él, incrédulo.
-Oh, no -murmuró-. Pobre muchacho, ¡no! No puedes estar muerto. Por favor, Señor... -Le tomó el pulso y meneó la cabeza.
Se puso en pie y se alejó unos pasos. Sólo en­tonces notó que la mano le sangraba a borboto­nes. Se la envolvió con un pañuelo y corrió de regreso a la casa, sujetándose el brazo izquierdo al tiempo que gemía de dolor.
Llegó a la puerta de la terraza tambaleán­dose.
-¡Señor! -gritó mientras el inspector y los demás acudían corriendo a su encuentro.
-¿Qué diablos ha sucedido?
Con respiración entrecortada, el sargento respondió:
-Tengo que contarle algo terrible. Starkwedder le ayudó a entrar y, con pasos vacilantes, el sargento se sentó en el escabel. El inspector se acercó a su lado.
-¡Su mano! -exclamó.
-Yo me ocupo de eso -murmuró Stark­wedder al tiempo que cogía el brazo de Cadwa­llader, retiraba el pañuelo manchado de sangre, sacaba el suyo del bolsillo y le envolvía la mano.
-Se estaba formando una capa de niebla -comenzó a explicar Cadwallader-. Era difícil ver con claridad. Me disparó en la carretera cerca del bosquecillo.
Laura, con expresión horrorizada, se dirigió a los ventanales.
-Me disparó dos veces -dijo el sargento-, y la segunda me alcanzó en la mano.
La señorita Bennett se llevó la mano a la boca.
-Intenté arrancarle la pistola -continuó el sargento-, pero me vi limitado por la mano...
-¿Y qué sucedió? -le instó el inspector.
-Tenía el dedo en el gatillo -agregó el sar­gento-, y se disparó. La bala le atravesó el cora­zón. Está muerto.


21
Las palabras del sargento Cadwallader fueron recibidas con un sombrío silencio. Laura se sentó en la silla del escritorio y clavó los ojos en el suelo. La señora Warwick inclinó la cabeza y se apoyó en el bastón. Starkwedder comenzó a pasearse por la habitación.
-¿Está seguro de que ha muerto? -pre­guntó el inspector.
-Lo estoy -respondió el sargento-. Po­bre muchacho, me gritaba desafiante mientras disparaba, como si disfrutara con ello.
El inspector se dirigió a los ventanales.
-¿Dónde está? -inquirió.
-Le acompañaré para mostrárselo -contestó el sargento mientras se levantaba.
-No, usted se queda aquí -le ordenó su superior.
-Me encuentro bien -insistió el sargen­to-, puedo aguantar hasta que regresemos a co­misaría. -Salió a la terraza tambaleándose, se volvió hacia los presentes con expresión com­pungida y murmuró-: «Uno no debería tener miedo cuando está muerto.» Es de Alexander Pope. -El sargento sacudió la cabeza y se alejó con pasos lentos.
El inspector se volvió hacia la señora War­wick y el resto de los presentes.
-No puedo decirle cuánto lo siento, pero quizá fuera la mejor solución -dijo antes de se­guir al sargento al jardín.
La señora Warwick le observó mientras se alejaba.
-¡La mejor solución! -exclamó con furia y desesperación a la vez.
-Sí -suspiró la señorita Bennett-, es lo mejor. Ahora es libre, pobre muchacho. -Se acercó a la señora Warwick y la ayudó a levan­tarse-. Vamos, querida, esto ha sido demasiado para usted.
La mujer la miró.
-Iré... iré a recostarme -murmuró mien­tras la señorita Bennett la acompañaba a la puer­ta. Starkwedder extrajo un sobre del bolsillo v se lo entregó a la señora Warwick.
-Creo que es mejor que le devuelva esto -comentó.
Ella se volvió hacia él.
-Sí -respondió-, ya no será necesario.
La señora Warwick y la señorita Bennett abandonaron la habitación. Starkwedder estaba a punto de cerrar la puerta detrás de ellas cuando se percató de la presencia de Angell junto a los ventanales. El asistente se acercó a Laura, que estaba sentada frente al escritorio.
-Si me lo permite, señora, quisiera decirle cuánto lo siento. Si puedo hacer cualquier cosa, sólo tiene que...
Sin alzar la vista, Laura repuso:
-No precisamos más de su ayuda, Angell. Recibirá un cheque por sus servicios y quisiera que abandonara esta casa hoy mismo.
-Sí, señora. Gracias -contestó Angell sin mostrar ningún sentimiento, y abandonó el es­tudio.
Oscurecía en la habitación y los últimos rayos de sol proyectaban sombras sobre las paredes. Starkwedder miró a Laura.
-¿No vas a denunciarle por chantaje?
-No -replicó ella con languidez.
-Es una lástima. -Starkwedder se acer­có-. Supongo que será mejor que me marche. Voy a despedirme. -Se detuvo un instante pero Laura no se volvió hacia él-. No sufras dema­siado -agregó.
-Pues sí -respondió Laura con emoción.
-¿Porque le querías? -preguntó Stark­wedder.
Laura lo miró.
-Sí, y porque ha sido por mi culpa. Richard tenía razón, tendríamos que haber enviado al pobre Jan a algún lugar, encerrarlo allí donde no pudiera hacer daño a nadie. Fui yo la que no lo permití, así que por mi culpa asesinó a Richard.
-Vamos, Laura, no dramatices -respondió Starkwedder con sequedad-. Richard murió porque se lo merecía; podría haberse mostrado amable con el muchacho, ¿no? No te tortures, lo que tienes que hacer ahora es ser feliz, feliz por siempre jamás, como dicen los cuentos.
-¿Feliz? ¿Con Julian? -contestó ella con amargura-. ¡No sé cómo! Ya no es lo mismo.
-¿Quieres decir entre Farrar y tú?
-Sí, cuando pensaba que Julian había matado a Richard las cosas no cambiaron para mí, seguía queriéndole igual. -Hizo una pausa antes de continuar-. Incluso estaba dispuesta a decir que lo había hecho yo.
-Lo sé. Qué ingenua. ¡Cómo les gusta a las mujeres hacerse las mártires!
-Pero cuando Julian pensó que lo había hecho yo -prosiguió con vehemencia-, cambió su actitud hacia mí por completo. Es cierto que intentó comportarse con decencia y no incrimi­narme, pero eso es todo. -Se sentó en el escabel con desilusión-. Ya no me quería.
Starkwedder se acercó a ella.
-Mira -dijo-, los hombres y las mujeres no reaccionan de la misma manera. Los hombres son más sensibles y las mujeres más duras. Un hombre no puede tomarse un asesinato a la ligera pero, al parecer, una mujer sí. Lo cierto es que si un hombre comete un asesinato por una mu­jer, la mujer le apreciará más, pero un hombre es diferente.
Laura lo miró.
-Tú no sentiste lo mismo -comentó-cuando pensaste que yo había matado a Richard. Me ayudaste.
-Eso fue diferente. -Starkwedder parecía desconcertado-. Tenía que ayudarte.
¿Por qué? -preguntó Laura.
El no contestó de inmediato. Después, con voz queda, dijo:
-Todavía quiero ayudarte.
-¿No te das cuenta de que volvemos a en­contrarnos en el punto de partida? En cierta ma­nera fui yo quien mató a Richard porque... porque me obcequé con el tema de Jan.
Starkwedder se sentó en el escabel junto a ella.
-Eso es lo que te corroe por dentro, ¿no es así? -preguntó-. Saber que Jan mató a Ri­chard, pero no tiene por qué ser necesariamente cierto.
Laura le lanzó una mirada escrutadora.
-¿Cómo puedes decir eso? -repuso-. Yo lo oí, todos lo oímos, Jan lo confesó, alardeó de ello.
-Es cierto. Sí, lo sé, pero ¿cuánto sabes acerca del poder de la sugestión? Tu querida señorita Bennett jugó con Jan muy bien, consiguió que se alterara (no puede negarse que el muchacho era muy influenciable), y le agradaba la idea, como a muchos adolescentes, de tener poder, in­cluso de ser un asesino. Benny le colocó el an­zuelo delante y él lo mordió. Había matado a Ri­chard y había grabado una muesca en la pistola, así que era un héroe. -Se incorporó-. Pero tú no sabes, nadie sabe, si lo que dijo era verdad.
-¡Dios Santo! ¡Pero si disparó al sargento!
-Sí, realmente era un asesino en potencia -reconoció Starkwedder-. Es posible que dis­parara a Richard, pero no puedes estar segura, quizá... quizá fue otra persona.
Ella le miró incrédula.
-Pero ¿quién?
Starkwedder reflexionó un instante.
-La señorita Bennett, quizá -sugirió mien­tras se sentaba en el sillón-. Después de todo, os tiene mucho aprecio. Quizá pensó que sería lo mejor para todos. Quizá incluso la señora Warwick, o tu amante Julian, que después fingió pensar que lo habías hecho tú, una estrategia muy inteligente que te embaucó por completo.
Laura se levantó.
-Realmente no crees lo que estás diciendo -le recriminó-, sólo intentas consolarme. El la miró con exasperación.
-Mi querida amiga, cualquiera pudo haber disparado a Richard, incluso MacGregor.
-¿MacGregor? Pero si está muerto.
-Claro que está muerto. Tenía que estarlo. -Se dirigió hacia un extremo del sofá-. Mira, voy a demostrarte cómo pudo haber sido MacGregor el asesino. Digamos que decidiera matar a Richard en venganza por el accidente en el que falleció su hijo. -Starkwedder se sentó en el brazo del sofá-. Pues bien, primero tiene que desprenderse de su propia identidad. No debía de ser difícil para él fingir su fallecimiento en al­gún lugar remoto de Alaska. Le costaría algo de dinero y algún testimonio falso, es obvio, pero estas cosas pueden arreglarse. Después cambia de nombre y se forja una nueva identidad en otro país, con otro trabajo.
Laura le contempló antes de sentarse en el si­llón. Cerró los ojos y respiró hondo, luego los abrió y le miró de nuevo.
Starkwedder continuó con su especulación.
-Se mantiene al día de lo que sucede aquí. Sabe que abandonáis Norfolk y que venís a esta parte del mundo. Comienza a elaborar un plan. Se afeita la barba, se tiñe el pelo y todas esas cosas. Entonces, en una noche de bruma se dirige aquí. Digamos que todo sucedió así. -Starkwedder se incorporó y se dirigió a los ventanales-. Imagi­nemos que MacGregor dice a Richard: «Tengo una pistola y tú también. Contemos hasta tres y disparemos los dos. He venido a vengar la muerte de mi hijo.»
Laura le contempló horrorizada.
-¿Sabes? -continuó él-, no creo que tu marido fuera tan buen deportista como piensas. Tal vez no hubiera esperado a contar hasta tres. Dices que tenía muy buena puntería, pero esta vez falló, y la bala salió por aquí -hizo un ade­mán mientras salía a la terraza- hacia el jardín, donde hay multitud de balas. Pero MacGregor no yerra el tiro: dispara y lo mata. -Starkwedder regresó a la habitación-. Deja caer la pistola junto al cuerpo, toma la de Richard, sale por el ventanal y regresa después.
-¿Regresa? ¿Por qué regresa?
El la contempló unos segundos sin respon­der. Después, tomando aliento, dijo:
-¿No te lo imaginas?
Laura lo miró sorprendida y sacudió la ca­beza.
-No, no tengo ni idea -replicó. Starkwedder continuó mirándola fijamente. Luego dijo:
-Bien, supón que MacGregor tiene un acci­dente con el coche y no puede huir. ¿Qué más puede hacer? Sólo una cosa: venir a la casa y descubrir el cuerpo.
-Hablas... -dijo Laura con voz entrecortada- hablas como si supieras exactamente lo que sucedió.
Starkwedder fue incapaz de contenerse.
-¡Claro que lo sé! -exclamó con vehemen­cia-. ¿No lo comprendes? ¡Yo soy MacGregor! -Y se apoyó contra las cortinas al tiempo que sacudía la cabeza con desesperación.
Laura se levantó con expresión incrédula. Se acercó a él, incapaz de comprender el significado de sus palabras.
-Tú... -murmuró-, tú...
Starkwedder se acercó a ella con lentitud.
-Jamás pensé que sucedería esto -le dijo con voz entrecortada por la emoción-. Quiero decir, encontrarte a ti y descubrir que me impor­tabas y que... ¡Dios mío! ¡Es inútil! -Mientras ella le miraba aturdida, Starkwedder tomó su mano y la besó en la palma-. Adiós, Laura -dijo con brusquedad.
Salió por el ventanal y desapareció en medio de la niebla. Laura corrió tras él gritando:
-¡Espera! ¡Espera! ¡Vuelve!
La niebla formaba volutas y la sirena de Bris­tol comenzó a sonar.
-¡Vuelve, Michael! ¡Vuelve! -No obtuvo respuesta-. ¡Vuelve, Michael! ¡Regresa, te lo suplico! ¡Tú también me importas!
Laura escuchó con atención, pero sólo dis­tinguió el motor de un coche que arrancaba y se alejaba.
La sirena de niebla continuó sonando mien­tras ella se dejaba caer contra la ventana y rom­pía a llorar.




FIN

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