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martes, 8 de junio de 2010

El Vampiro de Sussex - Arthur Conan Doyle



El Vampiro de Sussex

Arthur Conan Doyle


Holmes acabó de leer cuidadosamente una nota que le había llegado en el último reparto de correo. Luego, con una risita contenida, que era en él lo más cercano a la risa, me la tendió.
-Como ejemplo de mezcla de lo moderno y lo medieval, de lo práctico y lo demencialmente fantástico, creo que éste debe ser indudablemente el límite -dijo-. ¿Qué le parece, Watson?
Leí lo que sigue:
46 0ld Jewry 19 de noviembre.
Asunto: Vampiros.
Señor: nuestro cliente, el señor Robert Ferguson, de Ferguson & Muirhead, mayorista de té, de Mincing Lane, nos ha dirigido una consulta con fecha de la presente en relación a los vampiros. Dado que nuestra firma está enteramente especializada en impuestos de maquinaria, el asunto difícilmente queda dentro de nuestra esfera de actividades, y, en consecuencia, hemos recomendado al señor Ferguson que le visite a usted y le exponga el caso. No nos hemos olvidado del éxito de su intervencion en el caso Matilda Briggs.
Somos, señor, de usted muy atentamente,
Morrison, Morrison y dodd.
E.J.C.

-Matilda Briggs no era el nombre de ninguna joven, Watson -dijo Holmes, en tono reminiscente-. Era un buque relacionado con la rata gigante de Sumatra. Es una historia que el mundo no está todavía preparado para oír. Pero, ¿qué sabemos de vampiros? ¿Entra eso en nuestra esfera de actividades? Cualquier cosa es mejor que la inactividad, pero lo cierto es que parece como si nos hubieran trasladado a un cuento fantástico de los hermanos Grimm. Extienda el brazo, Watson, y veamos qué nos cuenta la V.
Me eché hacia atrás y tomé el enorme fichero al que Holmes había aludido. Lo sostuvo sobre las rodillas, y su mirada fue pasando, lenta y amorosamente, por el registro donde los viejos casos se mezclaban con la información acumulada a lo largo de su vida.
-Viaje del Gloria Scott -leyó-. Fue un feo asunto. Me parece recordar que usted lo puso por escrito, Watson, aunque no puedo felicitarle por el resultado. Victor Lynch, el falsificador. Veneno... lagarto venenoso, o gila. Un caso notable, ése. Vittoria, la bella del circo. Vanderbilt y el ladrón ambulante. Víboras. Victor, el asombro de Hammersmith. ¡Vaya, vaya! ¡Querido viejo índice! Nada se le escapa. Escuche esto, Watson: Vampirismo en Hungría. Y también: Vampiros en Transilvania.
Recorrió impacientemente las páginas con la mirada, pero al cabo de una breve lectura ensimismada dejó a un lado el enorme registro con un gruñido de decepción.
-¡Basura, Watson! ¡Basura! ¿Qué tenemos nosotros que ver con cadáveres andarines que sólo se quedan en sus tumbas si se les clava una estaca en el corazón? Es pura chifladura.
-Pero, indudablemente -dije yo-, el vampiro no es necesariamente un muerto. Una persona viva podría tener la costumbre. He leído algo, por ejemplo, de viejos que chupaban la sangre de jóvenes para apoderarse de su juventud.
-Tiene usted razón, Watson. En una de esas referencias se menciona esta leyenda. Pero, ¿vamos a prestar seriamente atención a esta clase de cosas? Esta agencia pisa fuertemente el suelo, y así debe seguir. El mundo es suficientemente ancho para nosotros. No necesitamos fantasmas. Me temo que no podemos tomarnos al señor Robert Ferguson demasiado en serio. Quizá esta nota sea suya, y pueda arrojar alguna luz sobre lo que le preocupa.
Tomó una segunda carta que había permanecido olvidada sobre la mesa mientras había estado absorto en la primera. Empezó a leerla con una sonrisa divertida en el rostro, pero esa expresión se fue mutando en otra de intenso interés y concentración. Cuando terminó, permaneció algún rato perdido en meditaciones, jugueteando con la carta entre los dedos. Finalmente, se despertó sobresaltado de su ensueño.
-Mansión Cheeseman, Lamberley. ¿Dónde está Lamberley?
-Está en Sussex, al sur de Horsham.
-No muy lejos, ¿eh? ¿Y la mansión Cheeseman?
-Conozco esa zona, Holmes. Está llena de viejas casas que llevan los nombres de los hombres que las construyeron hace siglos. Tiene usted las mansiones Odley, y Harvey, y Carriton... A la gente se la ha olvidado, pero sus hombres viven en sus casas.
-Precisamente -dijo Holmes, fríamente. Era una de las peculiaridades de su modo de ser, orgulloso y reservado, el que, si bien almacenaba muy rápida y cuidadosamente en el cerebro toda nueva información, raras veces daba muestras de agradecimiento a aquel que se la hubiera proporcionado-. Estoy por afirmar que sabremos muchas más cosas de la mansión Cheeseman, en Lamberley, antes de haber terminado con esto. La carta es, tal como esperaba, de Robert Ferguson. A propósito, dice que le conoce a usted.
-¿Que me conoce?
-Mejor lea la carta.
Me tendió la carta. Llevaba el encabezamiento citado. Decía así:
Querido mister Holmes: me ha sido usted recomendado por mis abogados, pero, a decir verdad, el asunto es tan extraordinariamente delicado que resulta sumamente difícil hablar de él. Concierne a un amigo mío en cuyo nombre actúo. Este caballero se casó hará como cinco años con una dama peruana, hija de un negociante peruano al que había conocido en relación con la importancia de nitratos. La dama era muy hermosa, pero su cuna extranjera y su distinta religión determinaron siempre una separación de intereses y de sentimientos entre marido y mujer, de modo que, al cabo de un tiempo, el amor de mi amigo hacia ella pudo enfriarse, y pudo considerar aquel matrimonio como un error. Sentía que había aspectos del modo de ser de su mujer que nunca podría explorar ni entender. Esto era tanto más penoso cuanto que ella era la esposa más amante que hombre pueda desear, y, según toda apariencia, absolutamente leal.
Ahora vayamos al punto que le expondré más claramente cuando hablemos. Lo cierto es que esta nota pretende solamente darle una idea general de la situación y averiguar si está usted dispuesto a intervenir en el asunto. La dama empezó a mostrar ciertos rasgos extraños, totalmente ajenos a su carácter habitual, que es dulce y apacible. El hombre había estado ya casado, y tenía un hijo de su primera mujer. El muchacho tenía quince años, y era un chico muy simpático y afectuoso, aunque desdichadamente lisiado a consecuencia de un accidente en su infancia. En dos ocasiones se sorprendió a la mujer en el momento de atacar al pobre muchacho, sin la menor provocación por parte de éste. Una de las veces le golpeó con un bastón, causándole un gran moretón en el brazo.
Eso no fue nada, sin embargo, si se compara con su conducta con su propio hijo, un niñito que aún no ha cumplido el año. En cierta ocasión, hace cosa de un mes, este niño había sido dejado solo por su aya durante unos pocos minutos. Un fuerte grito del niño, como de dolor, hizo volver al aya. Cuando ésta entró corriendo en la habitación, vio a su ama, la señora de la casa, inclinada sobre el niño y, aparentemente mordiéndole en el cuello. El niño tenía en el cuello una pequeña herida por la que salía un hilillo de sangre. El aya quedó tan horrorizada que quiso llamar al marido, pero la dama le imploró que no lo hiciera, e incluso le dio cinco libras como precio de su silencio. No dio ninguna explicación, y de momento, no se habló más del asunto.
Aquello dejó, sin embargo, una impresión terrible en el aya, y, desde entonces, vigiló estrechamente a su ama, y montó una guardia más cuidadosa sobre el niño, al que quería tiernamente. Le pareció que, del mismo modo que ella vigilaba a la madre, la madre la vigilaba a ella, y que, cada vez que se veía obligada a dejar solo al niño, la madre esperaba llegar hasta él. El aya guardó al niño día y noche, y día y noche la silenciosa madre vigilante parecía estar al acecho como el lobo acecha al cordero. Esto le parecerá increíble, y, sin embargo, le ruego que se lo tome con toda seriedad, porque la vida de un niño y la cordura de un hombre puede depender de ello.
Finalmente llegó el día tremendo en que los hechos no pudieron seguir siendo ocultados al marido. Los nervios del aya no resistieron; no podía seguir soportando la tensión, y se lo contó todo al hombre. A él le pareció aquello una historia tan descabellada como ahora puede parecérselo a usted. Sabía que la suya era una esposa amante, y, salvo por los ataques contra su hijastro, una madre amante. ¿Cómo, entonces, era posible que hubiera herido a su querido niñito? Le dijo al aya que estaba disparatando, que sus sospechas eran las de una demente, y que no podían tolerarse semejantes infundios contra la señora. Mientras hablaban, se oyó un grito de dolor. Aya y amo se abalanzaron juntos hacia el cuarto del niño. Imagínese sus sentimientos, señor Holmes, cuando vio a su mujer levantarse de la posición de arrodillada, junto a la cuna, y vio sangre en el cuello al descubierto del niño y sobre la sábana. Profiriendo un grito de horror, volvió hacia la luz el rostro de su mujer y le vio sangre alrededor de los labios. Era ella, ella, más allá de toda duda, la que había bebido sangre del pobre niño.
Así está la cosa. La mujer está ahora confinada en su habitación. No ha habido explicaciones. El marido está medio enloquecido. El sabe, como yo, muy poco de vampirismo, aparte del nombre. Habíamos pensado que era algún cuento fantástico de tierras lejanas. Y, sin embargo, aquí, en Inglaterra, en el corazón mismo de Sussex... Bueno, todo esto podríamos discutirlo mañana por la mañana. ¿Acepta usted recibirme? ¿Querrá emplear sus notables talentos en ayudar a un hombre aturdido? Si es así, tenga la amabilidad de cablegrafiar a Ferguson, Mansión Cheeseman, Lamberley, y estaré en sus habitaciones a las diez.
Sinceramente suyo,
Robert Ferguson.
P.S.-Creo que su amigo Watson jugaba al rugby en el equipo de Blackheath cuando yo era tres cuartos en el de Richmond. Es la única referencia de orden personal que puedo darle.

-Claro que lo recuerdo -dije, dejando la carta-. El grandullón Bob Ferguson, el mejor tres cuartos que nunca tuvo Richmond. Fue siempre un tipo excelente. Es muy suyo el preocuparse por el problema de un amigo.
Holmes me miró pensativamente y meneó la cabeza.
-Watson, jamás lograré alcanzar sus fronteras -dijo-. Hay en usted posibilidades inexploradas. Haga el favor de enviar un cable, como un buen chico: «Estudiaré su caso gustosamente.»
-¡Su caso!
-No debemos permitir que piense que esta agencia es un asilo de retrasados mentales. Claro que es su caso. Envíele el cable y olvídese del asunto hasta mañana.
La mañana siguiente, puntualmente a las diez, Ferguson entraba en nuestra salita. Yo le recordaba como un hombre alto y flaco, de miembros sueltos, con una veloz carrera que le había permitido burlar a muchos defensas contrarios. Creo que no hay cosa más penosa que encontrarse con los restos naufragados de un atleta que se ha conocido en su plenitud. Su fuerte estructura estaba abatida, su pelo rubio era ralo, y estaba cargado de hombros. Temí suscitar en él impresiones correlativas.
-Hola, Watson -dijo; y su voz seguía siendo grave y cordial-. No tiene usted exactamente el mismo aspecto del hombre al que yo tiré por encima de las cuerdas en Old Deer Park. Supongo que yo también debo estar un tanto cambiado. Pero han sido estos últimos uno o dos días los que me han envejecido. He visto por su telegrama, señor Holmes, que es inútil que me presente como emisario de otra persona.
-Es más fácil el trato directo
-Desde luego. Pero puede usted suponer lo difícil que resulta hablar así de la mujer que uno está obligado a proteger y ayudar. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo voy a acudir a la policía con semejante historia? Pero hay que proteger a los niños. ¿Es que está loca, señor Holmes? ¿Llevará esto en la sangre? ¿Ha conocido usted algún caso parecido en su carrera? Por el amor de Dios, deme algún consejo, porque ya no doy más de mí.
-Es muy natural, señor Ferguson. Ahora siéntese y cálmese, y deme algunas respuestas claras. Puedo asegurarle que yo sí puedo dar muchísimo más de mí, y que confío en encontrar alguna solución. Ante todo, dígame qué pasos ha dado. ¿Sigue su mujer cerca de los niños?
-Tuvimos una escena terrible. Es una mujer amantísima, señor Holmes. Si alguna vez una mujer ha amado a su marido en cuerpo y alma, ésa es ella. Le partió el corazón el que yo hubiera descubierto ese secreto, ese horrible e increíble secreto. Ni siquiera dijo nada. No dio a mis reproches otra respuesta que una expresión como enloquecida y desesperada en sus ojos al mirarme, luego se fue corriendo a su habitación y se encerró en ella. Desde entonces se ha negado a verme. Tiene una doncella llamada Dolores que ya estaba a su servicio antes de que se casara... Es una amiga más que una criada. Le lleva la comida.
-Entonces, ¿el niño no está en peligro inmediato?
-La señora Mason, el aya, ha jurado que no le dejará ni de día ni de noche. Puedo confiar por entero en ella. Más que por él estoy inquieto por el pobrecito Jack, porque tal como le dije en mi nota, ha sido atacado por ella dos veces.
-¿Pero sin sufrir heridas?
-No. Le golpeó salvajemente. Es una cosa todavía más terrible si se tiene en cuenta que es un pobre inválido inofensivo -las duras facciones de Ferguson se dulcificaron al hablar de su chico-. Uno pensaría que la condición del muchacho ablandaría el corazón de cualquiera. Una caída en la niñez y la columna vertebral deformada, señor Holmes. Pero, por dentro, el más dulce y afectuoso de los corazones.
Holmes había tomado la carta del día anterior y la estaba releyendo.
-¿Qué otros ocupantes tiene su casa, señor Ferguson?
-Dos criados que no hace mucho que están a nuestro servicio. Un mozo de cuadras, Michael, que duerme en la casa. Mi mujer, yo mismo, mi chico Jack, el pequeño, Dolores y la señora Mason. Eso es todo.
-Conjeturo que no conocía usted bien a su esposa en la época de su matrimonio.
-Hacía sólo unas pocas semanas que la conocía.
-¿Cuánto tiempo ha estado con ella la doncella Dolores?
-Algunos años.
-Entonces, ¿Dolores debe conocer mejor que usted el carácter de su mujer?
-Sí, podría decirse que sí.
Holmes anotó algo.
-Imagino -dijo- que puedo ser más útil en Lamberley que aquí. Es eminentemente un caso de investigación personal. Si la dama permanece en su habitación, nuestra presencia no puede irritarla ni incomodarla. Naturalmente, nos alojaremos en la posada.
Ferguson tuvo un gesto de alivio.
-Esto es lo que yo esperaba, señor Holmes. Hay un tren excelente que sale a las dos de la estación Victoria, si puede venir.
-Claro que iremos. Ahora tenemos un bache de trabajo. Puedo concederle indivisamente mis energías. Naturalmente, Watson nos acompaña. Pero hay uno o dos puntos de los que quisiera estar seguro antes de partir. Esa desdichada dama, tal como lo entiendo, ha atacado, aparentemente, a ambos niños: a su propío hijo y al del primer matrimonio de usted.
-Así es.
-Pero estos ataques toman formas diferentes, ¿no es cierto? Golpeó a su hijastro.
-Una vez con un bastón, y otra muy salvajemente con las manos.
-¿No dio ninguna explicación de porqué le golpeaba?
-Ninguna, salvo que le odiaba. Una y otra vez dijo esto.
-Bueno, no se desconoce esto en las madrastras. Celos póstumos, por decirlo de algún modo. ¿Es celosa la dama por naturaleza?
-Sí, es muy celosa... Es celosa con toda la fuerza de su vehemente amor tropical.
-Pero el muchacho... Tiene quince años, creo haber entendido, y probablemente estará muy desarrollado mentalmente, puesto que su cuerpo está tan limitado en la acción. ¿No dio él ninguna explicación de esos ataques?
-No. Declaró que no había ninguna razón para ellos.
-¿Hicieron buenas migas en otro tiempos?
-No; nunca hubo amor entre ellos.
-Y, sin embargo, dice usted que es un chico muy afectuoso.
-En todo el mundo no puede haber otro hijo tan ferviente. Mi vida es su vida. Está absorto en todo lo que digo y hago.
Holmes anotó nuevamente algo. Permaneció un rato perdido en sus pensamientos.
-Sin duda, usted y su hijo eran grandes camaradas antes de este segundo matrimonio. Estaban muy cerca el uno del otro, ¿no es cierto?
-Sí, muy cierto.
-Y el chico, siendo tan afectuoso de naturaleza, estaría muy apegado, sin duda, a la memoria de su madre.
-Sí, mucho.
-Parece ser, desde luego, un interesantísimo muchacho. Otro punto acerca de esos ataques. ¿Los extraños ataques contra el niño pequeño, y las agresiones contra su hijo, se produjeron en los mismos períodos?
-En el primer caso, así fue. Fue como si se hubiera adueñado de ella una especie de frenesí, y hubiera descargado su furia contra ambos. En el segundo caso Jack fue la única víctima. La señora Mason no tenía quejas en torno al niño.
-Eso, ciertamente, complica las cosas.
-No acabo de seguirle, señor Holmes.
-Probablemente no. Uno se forma teorías provisionales, y espera a que el tiempo o nuevos conocimientos las desbaraten. Una mala costumbre, señor Ferguson, pero el hombre es débil. Me temo que su viejo amigo, aquí presente, haya dado una visión exagerada de mis métodos científicos. Sin embargo, en el punto en que estamos, me limitaré a decir que su problema no me parece insoluble, y que puede contar con que estaremos en la estación Victoria a las dos.
Era ya entrada la tarde de un triste y brumoso día de noviembre cuando, tras dejar el equipaje en la posada Chequers, de Lamberley, viajamos en coche por un largo y serpenteante camino arcilloso de Sussex, y llegamos finalmente a la vieja casa de campo aislada en que vivía Ferguson. Era un edificio grande y complicado, muy antiguo en su parte central, muy nuevo en las alas, con altas chimeneas estilo Tudor y un techo picudo de lajas de Horsham cubiertas de liquen. Los peldaños de la entrada estaban redondeados por el desgaste, y los viejos azulejos que adornaban el pórtico tenían el emblema de un queso y un hombre, en honor al constructor original (1). En el interior, los techos estaban estriados por macizas vigas de roble, y los suelos irregulares se combaban en pronunciadas curvas. Un olor a cosa vieja y enmohecida invadía todo aquel vetusto edificio.

Había una gran sala central, y a ella nos condujo Ferguson. Allí, en una gran chimenea anticuada cuyo manto de hierro llevaba inscrita la fecha 1670, brillaba y chisporroteaba un espléndido fuego de troncos.
Mirando a mi alrededor, vi que la habitación era una singularísima mezcla de fechas y sitios. Las paredes medio artesonadas podían muy bien haber pertenecido al caballero campesino del siglo diecisiete. Estaban ornamentadas, sin embargo, en la parte inferior por una línea de acuarelas modernas elegidas con gusto, mientras que en la parte superior, donde un yeso amarillento ocupaba el lugar del roble, colgaba una hermosa colección de utensilios y armas sudamericanos, que se había traído sin duda consigo la dama peruana que estaba en el piso de arriba. Holmes se puso en pie, con esa pronta curiosidad que surgía de su impaciente cerebro, y la examinó con bastante atención. Volvió con mirada pensativa.
-¡Vaya! -exclamó- ¡Vaya!
Un spaniel, que había permanecido en una cesta en un rincón, se echó a andar lentamente hacia su amo, avanzando con dificultad. Sus patas traseras se movían irregularmente, y la cola le arrastraba por el suelo. Lamió la mano de Ferguson.
-¿Qué ocurre, señor Holmes?
-El perro. ¿Qué le ocurre?
-Eso quisiera saber el veterinario. Una especie de parálisis. Meningitis espinal, pensó él. Pero se le va pasando. Pronto estará bien... ¿no es verdad, Carlo?
Un temblor de asentimiento recorrió la cola fláccida. Los ojos tristones del animal nos miraron a todos sucesivamente. Sabia que estábamos hablando de su caso.
-¿Le vino de repente?
-En una sola noche.
-¿Cuánto tiempo hace?
-Puede que cuatro meses.
-Muy notable. Muy sugerente.
-¿Qué ve usted en ello, señor Holmes?
-Una confirmación de lo que ya pensaba.
-Por el amor de Dios, ¿qué piensa usted, señor Holmes? ¡Puede que para usted sea un simple ejercicio intelectual, pero para mí es la vida o la muerte! ¡Mi mujer una asesina frustrada! ¡Mi hijo en constante peligro! No juegue conmigo, señor Holmes. Esto es terriblemente serio, demasiado serio.
El grandullón tres cuartos de rugby temblaba de pies a cabeza. Holmes le puso la mano en el hombro, tranquilizadoramente.
-Me temo que la solución, señor Ferguson, sea cual sea, le reserva un dolor -dijo-. Se lo atenuaré todo lo que pueda. Por el momento no puedo decir más, pero espero tener algo definitivo antes de salir de esta casa.
-¡Dios quiera que así sea! Si ustedes me disculpan, caballeros, subiré a la habitación de mi mujer, y veré si se ha producido algún cambio.
Estuvo ausente algunos minutos, durante los cuales Holmes reanudó su examen de los objetos curiosos de la pared. Cuando nuestro anfitrión volvió, estaba claro, por su expresión abatida, que no había hecho ningún progreso. Le acompañaba una joven, alta, esbelta, de tez morena.
-El té está listo, Dolores -dijo Ferguson-. Cuídese de que su ama tenga todo lo que desee.
-Está muy mala -exclamó la muchacha, mirando a su amo con ojos indignados-. No pide comida. Está muy mala. Necesita un médico. Me daba miedo estar sola con ella sin un médico.
Ferguson me miró con una interrogación en los ojos.
-Me encantaría ser de alguna utilidad.
-¿Recibirá su ama al doctor Watson?
-Que venga. No se lo preguntaré. Necesita un médico.
-Entonces, iré con usted de inmediato.
Seguí a la muchacha, que temblaba presa de un fuerte nerviosismo, por las escaleras y por un viejo pasillo. A su extremo había una maciza puerta lacada de hierro. Se me ocurrió, al verla, que si Ferguson trataba de llegar por la fuerza junto a su mujer la cosa no le resultaría fácil. La muchacha se sacó una llave del bolsillo, y las pesadas planchas de roble crujieron sobre sus viejos goznes. Entré, y ella me siguió rápidamente, cerrando la puerta detrás suyo.
En la cama había una mujer, evidentemente con mucha fiebre. Estaba consciente sólo a medias, pero cuando entré unos ojos asustados, pero hermosos, me miraron con miedo. Al ver a un extraño, pareció sentir alivio, y con un suspiro dejó caer nuevamente la cabeza sobre la almohada. Avancé hacia ella pronunciando algunas palabras de confortación, y permaneció quieta mientras le tomaba el pulso y la temperatura. Uno y otra estaban altos, y, sin embargo, mi impresión fue que su condición era más de excitación mental y nerviosa que no de auténtica enfermedad.
-Ha estado así un día, dos días. Temo que se muera -dijo la muchacha.
La mujer volvió hacia mí su hermoso rostro encendido.
-¿Dónde está mi marido?
-Está abajo, y le gustaría verla.
-No le veré. No le veré -y pareció entrar de nuevo en el delirio-. ¡Un diablo! ¡Un diablo! ¡Oh! ¿Qué puedo hacer con ese demonio?
-¿Puedo ayudarla en algo?
-No. Nadie puede ayudarme. Se acabó. Todo está destruido. Haga lo que haga, todo está destruido.
La mujer debía sufrir alguna extraña ilusión. Yo era incapaz de imaginarme al honrado Bob Fergusón como diablo o demonio.
-Señora -dije-, su marido la quiere a usted tiernamente. Está muy apenado por lo que ocurre.
De nuevo volvió hacia mí aquellos ojos magníficos.
-Me quiere. Sí. Pero, ¿es que yo no le quiero a él? ¿No le quiero hasta el punto de sacrificarme antes que romper su querido corazón? Así es como le quiero. Y, sin embargo, él podría pensar de mí... pudo hablarme de aquel modo...
-Está muy dolorido, pero es incapaz de entender.
-No, no puede entender. Pero debería confiar.
-¿Por qué no habla con él? -sugerí.
-No, no; no puedo olvidar aquellas palabras terribles, ni su expresión. No le veré. Ahora váyase. No puede hacer nada por mí. Dígale solamente una cosa. Quiero a mi hijo. Tengo derecho a mi hijo. Este es el único mensaje que puedo enviarle.
Se volvió de cara a la pared y no dijo más.
Volví a la sala de abajo donde Ferguson y Holmes seguían todavía sentados junto al fuego. Ferguson escuchó pensativamente mi narración de la entrevista.
-¿Cómo puedo mandarle a su hijo? -dijo-. ¿Cómo voy a saber qué extraño impulso puede entrarle? ¿Cómo podré jamás olvidar cómo se levantó del lado de la cuna con sangre en los labios? -se estremeció al recordar-. El niño está seguro con la señora Mason, y debe seguir con ella.
Una doncella de elegante uniforme, la única cosa moderna que podía verse en la casa, había traído un poco de té. Mientras lo estaba sirviendo, se abrió la puerta y un jovencito entró en la habitación. Era un muchacho que llamaba la atención: cara pálida, cabello rubio, expresivos ojos azul pálido que se encendían en súbita llama de emoción y alegría cuando su mirada se posaba en su padre. Se abalanzó hacia él y le rodeó el cuello con los brazos, con el abandono de una adolescente enamorada.
-Oh, papá -gritó-, no sabía que ya estuvieras de vueltas. Habría estado aquí esperándote. ¡Oh! ¡Qué contento estoy de verte!
Ferguson se liberó suavemente del abrazo, con ciertas muestras de turbación.
-Querido muchacho -dijo, dando unos tiernos golpecitos en la rubia cabeza-, he vuelto pronto porque he podido convencer a mis amigos, el señor Holmes y el doctor Watson, para que vinieran a pasar la velada con nosotros.
-¿Es el señor Holmes, el detective?
-Sí.
El jovencito nos miró de un modo penetrante y, según me pareció, poco amistoso.
-¿Qué me dice de su otro hijo, señor Ferguson? -preguntó Holmes- ¿Podríamos ver al bebé?
-Pídele a la señora Mason que baje al niño -dijo Ferguson. El muchacho se marchó con un andar extraño, bamboleante, que delató a mis ojos médicos que sufría de una afección espinal. Volvió al poco rato, y, detrás suyo, venía una mujer alta y delgada que llevaba en sus brazos a un hermosísimo niño, de ojos negros y pelo rubio, una maravillosa mezcla de lo sajón y lo latino. Ferguson, evidentemente estaba loco por aquel niño, ya que lo tomó en sus brazos y lo acarició tiernamente.
-Y pensar que alguien pueda tener el corazón tan duro como para hacerle daño -murmuró, bajando la mirada hacia la pequeña mancha rojo vivo del cuello del querubín.
Fue en aquel momento cuando casualmente miré a Holmes, viéndole una expresión singularísimamente concentrada. Su cara estaba inmóvil, como tallada en marfil, y sus ojos, que por un momento habían mirado a padre e hijo, estaban ahora enfocados, con vehemente curiosidad, en algo que se encontraba al otro extremo de la habitación. Siguiendo su mirada, no pude suponer otra cosa sino que a través de la ventana contemplaba el melancólico jardín mojado. Cierto que había una persiana medio cerrada por la parte de fuera, obstruyendo la visión, pero, con todo, era indudablemente la ventana lo que Holmes miraba con concentrada atención. Luego sonrió, y su mirada volvió al bebé. En su cuello regordete estaba la pequeña señal hinchada. Sin decir nada, Holmes la examinó atentamente. Finalmente, tomó y agitó levemente uno de los pequeños puños que revoloteaban ante su cara.
-Adiós, hombrecito. Has tenido un extraño comienzo en la vida. Aya, quisiera tener unas palabras con usted en privado.
Se la llevó aparte y le habló vehemente durante algunos minutos. Sólo pude oír las últimas palabras, que fueron: «Espero que su inquietud no tarde en quedar apaciguada.» La mujer, que parecía ser una criatura de la especie huraña y silenciosa, se retiró con el niño.
-¿Como es la señora Mason? -preguntó Holmes.
-No muy convincente externamente, como puede ver, pero tiene un corazón de oro, y quiere muchísimo al niño.
-¿Te gusta la señora Mason, Jack? -Holmes se volvió repentinamente hacia el muchacho, cuya expresiva cara se ensombreció. Negó con la cabeza.
-Jacky tiene agrados y desagrados muy acentuados -dijo Ferguson, rodeando con el brazo los hombros del muchacho-. Afortunadamente, yo estoy entre sus agrados.
El chico apoyó arrulladoramente la cabeza en el pecho de su padre. Ferguson lo separó suavemente.
-Vete ya, Jacky, pequeño -dijo; y contempló a su hijo con mirada amorosa hasta que hubo desaparecido-. Ahora, señor Holmes -prosiguió, cuando el chico se hubo ido-, realmente me doy cuenta de que le he metido en un problema sin solución, porque ¿qué puede hacer aparte de concederme su simpatía? Debe ser un asunto extremadamente delicado y complejo desde su punto de vista.
-Es ciertamente delicado -dijo mi amigo, con una sonrisa divertida-, pero ahora no se me representa complejo. Ha sido un caso propio para la deducción intelectual; pero cuando esta deducción intelectual original se ve confirmada punto por punto por numerosos incidentes independientes, entonces lo subjetivo se hace objetivo, y podemos decir confiadamente que hemos llegado a la meta. De hecho, ya había llegado a ella antes de salir de Baker Street; el resto ha sido meramente observación y confirmación.
Ferguson se llevó su manaza a la arrugada frente.
-Por el amor del cielo, Holmes -dijo, roncamente-, si es usted capaz de ver la verdad de este asunto, no me mantenga en la inquietud. ¿En qué posición me encuentro? ¿Qué debo hacer? No me importa cómo haya llegado usted a establecer los hechos, mientras realmente los conozca.
-Desde luego, le debo una explicación, y la tendrá. Pero, ¿me permite llevar las cosas a mi manera? ¿Puede recibirnos la dama, Watson?
-Está enferma, pero goza de toda su razón.
-Muy bien. Sólo en su presencia podremos aclararlo todo. Subamos a verla.
-No me recibirá -exclamó Ferguson.
-Oh, sí, lo hará -dijo Holmes. Garrapateó unas pocas líneas en un papel-. Usted, al menos, tiene la entrée, Watson. ¿Tendrá la bondad de entregarle esta nota a la dama?
Subí nuevamente, y entregué la nota a Dolores, que abrió la puerta cautamente. Al cabo de un minuto oí un grito en el interior, un grito en el que parecían mezclarse la alegría y la sorpresa, Dolores sacó la cabeza por la puerta.
-Les recibirá. Escuchará -dijo.
Ferguson y Holmes subieron a mi llamada. Cuando entramos en la habitación, Ferguson dio uno o dos pasos hacia su mujer, que se había incorporado en la cama; pero ella hizo con la mano ademán de detenerle. Ferguson se dejó caer en un sillón, y Holmes y yo nos sentamos a su lado, después de una inclinación de cabeza a la dama, que miró a Holmes con los ojos dilatados por el asombro.
-Creo que podríamos prescindir de Dolores -dijo Holmes-. Oh, muy bien, señora, si prefiere que se quede, no tengo nada que objetar. Mire, señor Ferguson, soy un hombre ocupado, con muchas visitas, y mis métodos tienen que ser breves y directos. La operación quirúrgica más rápida es la menos dolorosa. Permítame que antes que nada le diga algo que tranquilizará su espíritu. Su mujer es muy buena, muy amante, y ha sido tratada muy mal.
Ferguson se puso en pie con un grito de alegría.
-Demuéstreme esto, señor Holmes, y estaré en deuda con usted para siempre.
-Lo haré, pero al hacerlo le heriré profundamente en otra dirección.
-No me importa, si libera de culpa a mi mujer. Todo lo demás que hay en el mundo no es nada comparado con eso.
-Permítame contarle, entonces, el curso de los razonamientos que pasaron por mi mente en Baker Street. La idea de un vampiro me resultaba absurda. Y, sin embargo, su observación era precisa. Usted había visto a la dama levantarse de junto a la cuna del niño con sangre en los labios.
-Cierto.
-¿No se le ocurrió que puede chuparse una herida con propósitos distintos al de extraer sangre? ¿Acaso no hubo una reina en la historia de Inglaterra que chupó una herida para sacar de ella el veneno?
-¡Veneno!
-Cosa corriente en Sudamérica. Mi instinto percibió la presencia de esas armas de la pared antes de haberlas visto. Hubiera podido tratarse de otro veneno, pero eso fue lo que se me ocurrió. Cuando vi el pequeño carcaj vacío junto al pequeño arco de cazar pájaros, eso era exactamente lo que esperaba ver. Si el niño resultaba pinchado con una de esas flechas impregnadas en curare o en cualquier otro alcaloide diabólico, moriría a menos que se chupara el veneno de la herida. ¡Y el perro! Si alguien fuera a usar un veneno como ése, ¿no lo probaría primero para comprobar que no había perdido sus virtudes? No había previsto al perro, pero al menos lo entendí, y encajó en mi reconstrucción. ¿Entiende ahora? Su mujer temía un ataque de esa clase. Vio que se producía, y salvó la vida del niño; y, sin embargo, no quiso contarle a usted la verdad, porque sabía cuánto quería usted al muchacho, y temió romperle el corazón.
-¡Jacky!
-Le estuve observando hace unos momentos, cuando usted acariciaba al pequeño. Su cara se reflejaba claramente en la ventana, porque la persiana cerrada convertía al cristal en espejo. Vi en esa cara tantos celos, tanto odio cruel, como raras veces he visto en un rostro humano.
-¡Mi Jacky!
-Tiene usted que afrontarlo, señor Ferguson. Es todavía más penoso por cuanto que ha sido un amor deformado, un amor demencialmente exagerado hacia usted, y probablemente hacia su difunta madre, el que le ha inducido a actuar. Su alma entera está consumida por el odio a ese espléndido niñito, cuya salud y belleza contrastan con su propia deficiencia.
-¡Santo Dios! ¡Es increíble!
-¿He dicho la verdad, señora?
La mujer sollozaba, con la cara hundida entre las almohadas. En aquel momento se volvió hacia su marido.
-¿Cómo podía decírtelo, Bob? Sabía qué golpe sería para ti. Era mejor que esperara, y que lo supieras por otros labios que los míos. Cuando este caballero, que parece poseer poderes mágicos, me escribió que lo sabía todo, me sentí extremadamente feliz.
-Creo que mi receta para el señorito Jacky sería un año de viaje por mar -dijo Holmes, poniéndose en pie-. Sólo me queda una cosa oscura, señora. Podemos entender perfectamente sus ataques contra Jacky. La paciencia de una madre tiene un limite. Pero, ¿cómo se atrevió a dejar solo al niño estos últimos dos días?
-Se lo había contado a la señora Mason. Ella sabía.
-Exacto. Eso pensé.
Ferguson estaba junto a la cama, conteniendo los sollozos, con las manos tendidas, tembloroso.
-Creo, Watson, que es el momento de marchamos -dijo Holmes, en un susurro-. Si coge usted de un brazo a la excesivamente fiel Dolores, yo la cogeré del otro. Eso. Ahora -añadió, cerrando la puerta detrás suyo-, creo que podemos dejar que arreglen entre ellos lo que queda pendiente.
Sólo tengo una anotación más sobre este caso. Se trata de la carta que escribió Holmes como respuesta final a aquella con que empezaba este relato. Decía así:

Baker Streeet, 21 de noviembre.
Asunto: Vampiros.
Señor: en respuesta a su carta del 19, me permito comunicarle que he estudiado el caso de su cliente, el señor Robert Ferguson, de Ferguson & Muirhead, mayoristas de té, de Mincing Lane, y que el asunto ha sido llevado a una satisfactoria conclusión. Agradeciéndole su recomendación, soy de ustedes, atento, seguro servidor,
Sherlock Holmes.

(1) El nombre de la mansión, «Cheeseman», está formado por «cheese», queso, y «man», hombre. Literalmente: «hombre de queso».

FIN








El tratado naval - Arthur Conan Doyle



El tratado naval

Arthur Conan Doyle
El mes de julio que siguió a mi boda se hizo digno de mención por tres casos en los que tuve el privilegio de verme asociado con Sherlock Holmes y estudiar de cerca sus métodos. Tengo estos casos recogidos en mis notas bajo los encabezamientos de «La aventura de la segunda mancha», «La aventura del tratado naval» y «La aventura del capitán cansado». El primero de éstos, sin embargo, trata de asuntos de tal importancia e implica a tantas de las primeras familias del reino, que hasta pasados muchos años no podrá hacerse público. No obstante, ningún otro caso de los que Sherlock Holmes haya llevado ha ilustrado de un modo tan claro el valor de sus métodos analíticos o ha impresionado tan profundamente a quienes trabajaban con él en ese momento. Todavía conservo un informe casi literal de la entrevista en la que demostró la verdad de los hechos en relación con dicho caso a Monsieur Dubuque, de la policía de París, y a Fritz von Waldbaum, el conocido especialista de Dantzig, quienes habían malgastado sus energías en lo que se demostraría que no eran sino cuestiones secundarias. Habrá que esperar, pues, al inicio de un nuevo siglo para poder contar la historia con seguridad. Entre tanto, paso al segundo, el cual también prometía en su momento tener una importancia nacional y que fue notable por ciertos incidentes que le otorgaron un carácter bastante singular.
Durante mis días escolares tuve como íntimo amigo a un muchacho llamado Percy Phelps, que era exactamente de mi misma edad, aunque iba dos clases por delante de mí. Era un chico brillante, que arrambló con todos los premios de daba la escuela, y terminó sus proezas escolares ganando una beca que le llevaría a terminar su triunfante carrera en Cambridge. Recuerdo que estaba muy bien relacionado e incluso, cuando no éramos más que unos niños, sabíamos muy bien que el hermano de su madre era Lord Holdhurst, el gran político conservador. Poco bien le hacía en la escuela este llamativo parentesco; por el contrario, se nos antojaba que andar persiguiéndolo por todo el patio, dándole con el aro de croquet en las espinillas, era un juego bastante divertido. Pero todo cambió cuando salió al mundo. Supe vagamente que sus aptitudes y la influencia que tenía en su mano le habían ganado una buena posición en el Foreign Office; después se borró de mi mente, hasta que la siguiente carta me recordó su existencia:

BRIARBRAE, WOKING

Mi querido Watson: Sin duda recordará al «Renacuajo» Phelps que hacía quinto curso en el mismo año en que usted hacía tercero. Es incluso posible que haya sabido que, por medio de las influencias de mi tío, pude conseguir un buen puesto en el Foreign Office y que me encontraba en una situación de confianza y honor, hasta que un horrible infortunio vino a destrozar de repente mi carrera.
De nada sirve que le escriba ahora los detalles de ese horrible suceso. En el caso de que usted acceda a la petición que voy a hacerle, es probable que tenga que narrárselos entonces. Acabo de recobrarme de una encefalitis que me ha durado nueve semanas y todavía me encuentro extremadamente débil. ¿Cree usted que podría traer a su amigo, el señor Holmes, a verme aquí? Me gustaría tener su opinión sobre el caso, aunque las autoridades me aseguran que ya no hay nada que hacer. Por favor, intente hacerlo venir lo antes posible. Cada minuto que pasa parece una hora mientras siga viviendo en este horrible suspense. Dígale que, si no le he pedido consejo antes, no ha sido debido a que no tuviera en consideración su talento, sino a que desde que me sobrevino este duro golpe no he estado totalmente en mis cabales. Ahora vuelvo a estar en disposición de pensar, aunque no me atrevo demasiado a hacerlo por temor a una recaída. Estoy todavía tan débil que, como ve, he tenido que escribirle al dictado. Inténtelo y trágamelo aquí.
Su antiguo compañero de escuela.
PERCY PHELPS

Al leer esta carta hubo algo que me emocionó; esas reiteradas súplicas para que le llevara a Holmes tenían algo de lastimoso. Así que, con lo emocionado que estaba, incluso aunque hubiera sido un asunto difícil, lo hubiera intentado; pero, por supuesto, sabía perfectamente que Holmes amaba tanto su trabajo, que estaba siempre tan dispuesto a prestar ayuda, como dispuesto estaba su cliente a recibirla. Mi mujer estaba de acuerdo conmigo en que no se debía perder un momento en exponerle el asunto, así que una hora después de desayunar me encontraba de nuevo, una vez más, en las viejas habitaciones de Baker Street.
Holmes, ataviado con un batín, estaba sentado en su mesa de trabajo, trabajando afanosamente en una investigación química. Una larga y curvada retorta estaba hirviendo furiosamente sobre la llama azulada del mechero de Bunsen y las gotas destiladas se iban condensando en una medida de dos litros. Mi amigo apenas levantó la vista cuando entré y, viendo que su investigación debía de tener mucha importancia, me senté en un sillón y esperé. Introducía su pipeta de cristal en una botella y en otra, extrayendo de ellas unas cuantas gotas, finalmente puso sobre la mesa un tubo de ensayo que contenía cierta solución. En la mano derecha tenía un trocito de papel de tornasol.
– Llega en un momento crítico, Watson –dijo–. Si el papel permanece azul, es que todo va bien. Si se pone rojo, significa la vida de un hombre –lo introdujo en el tubo de ensayo y el papel adquirió un color carmesí apagado y sucio–. ¡Hum!, ya me lo había imaginado yo –exclamó–. En seguida estoy con usted, Watson. Encontrará tabaco en la babucha persa.
Se volvió hacia su escritorio y escribió varios telegramas, que entregó al botones. Tras esto se dejó caer en la silla que estaba enfrente de mí, levantando las rodillas hasta que sus manos estrecharon sus largos y finos tobillos.
– Un pequeño asesinato de lo más común –dijo–. Imagino que usted tiene algo mejor. Parece anunciar un crimen. ¿Qué pasa, Watson?
Le alargué la carta, que leyó con la máxima atención.
– No dice mucho, ¿verdad? –observó, mientras me la devolvía.
– Casi nada.
– Y, sin embargo, la caligrafía es interesante.
– Pero si no es la suya.
– Precisamente por eso, es la de una mujer.
– ¡No, seguro que es la de un hombre!
– No, la de una mujer; una mujer de carácter singular. Mire, al inicio de una investigación tiene su importancia saber si el cliente tiene una relación íntima con alguien que, para bien o para mal, posee una naturaleza excepcional. Esto me ha despertado un interés en el caso. Si está usted preparado, partiremos en seguida para Woking y veremos a ese diplomático cuya situación es tan funesta y a la dama a quien dictó su carta.
Tuvimos la suerte de pillar uno de los primeros trenes en Waterloo, y en menos de una hora nos encontrábamos entre los bosques de abetos y los brezos de Woking. Briarbrae resultó ser una amplia casa construida en medio de una gran extensión de terreno, a pocos minutos de la estación. Tras entregar nuestras tarjetas de visita, nos hicieron pasar a un salón elegantemente decorado, donde a los pocos minutos se nos unió un hombre bastante corpulento, que nos recibió con gran hostilidad. Estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta, pero sus mejillas eran tan sonrosadas y sus ojos tan alegres, que seguía dando la impresión de un muchacho regordete y travieso.
– Qué contento estoy de que hayan venido –dijo, dándonos efusivamente la mano–. Percy lleva toda la mañana preguntando por ustedes; pobre hombre, se agarra a un clavo ardiendo. Su padre y su madre me pidieron que los recibiera yo, ya que para ellos es en extremo dolorosa la sola mención del asunto.
– Todavía no tenemos detalles –observó Holmes–. Veo que usted no es un miembro de la familia.
Nuestro conocido pareció sorprendido y, mirando el suelo, empezó a reír.
– Por supuesto, se ha fijado usted en las iniciales «J. H.» de mi medallón –dijo–. Por un momento pensé que se le había ocurrido algo inteligente. Mi nombre es Joseph Harrison y, como Percy va a casarse con mi hermana Annie, seremos al menos parientes políticos. Encontrará a mi hermana en la habitación de Percy; ha estado entregada a sus cuidados durante estos dos últimos meses. Quizá sería mejor que entráramos cuanto antes, porque sé cuán impaciente está.
La estancia a la que fuimos introducidos se hallaba en el mismo piso que el salón. Estaba amueblada en parte como un cuarto de estar y en parte como un dormitorio; había jarrones de flores dispuestos con un gusto exquisito en todos los rincones de la habitación. Un hombre joven, muy pálido y como agotado, yacía en un sofá junto a la ventana abierta, por donde entraban el agradable aroma del jardín y la suave brisa del verano. Una mujer estaba sentada a su lado y se levantó al entrar nosotros.
– ¿Me retiro, Percy? –preguntó.
El agarró con fuerza su mano para detenerla.
– ¿Cómo está usted, Watson? –dijo cordialmente–. Nunca lo hubiera reconocido con ese bigote y me atrevería a decir que usted no juraría que la persona que está viendo soy yo. Supongo que él es su célebre amigo, el señor Sherlock Holmes, ¿no es así?
Les presenté con pocas palabras y nos sentamos. El hombre corpulento nos había dejado, pero su hermana permanecía allí con su mano entre las del inválido. era un mujer de una apariencia impresionante, un poco baja y gruesa, pero con un hermosos cutis aceitunado, unos ojos grandes y oscuros, como de italiana, y un cabello abundante de un negro oscurísimo. Su magnífica tez contrastaba con la palidez de su compañero, quien a su lado parecía todavía más fatigado y ojeroso.
– No les haré perder tiempo –dijo él, levantándose del sofá–. Entraré sin más preámbulos en el tema. Yo era un hombre feliz y de éxito, señor Holmes, y a punto de casarme, cuando un inesperado y horroroso infortunio vino a echar por tierra todas mis esperanzas.
»Trabajaba, como ya le habrá dicho Watson, en el Foreign Office, donde rápidamente ascendí hasta una posición de responsabilidad. Cuando esta Administración hizo a mi tío ministro de Asuntos Exteriores, él empezó a darme misiones de importancia y, como yo las resolviera con éxito, llegó por último a tener la máxima confianza en mi habilidad y tacto.
»Hace aproximadamente diez semanas (para ser más exacto el 23 de mayo pasado) me llamó a su despacho privado y, tras felicitarme por el buen trabajo que había hecho, me informó de que tenía para mí una nueva misión de confianza.
»Esto –dijo, tomando de su escritorio un rollo de papel gris– es el original de ese tratado secreto entre Inglaterra e Italia, sobre el cual siento decir que ya corren rumores en la Prensa. Es extremadamente importante que no haya ninguna filtración más. Las embajadas francesas o rusas pagarían enormes cantidades de dinero por conocer el contenido de estos documentos. No deberían salir de mi despacho, pero es absolutamente necesario hacer una copia de ellos. ¿Tienes escritorio en tu oficina?
»– Sí, señor.
»– Entonces, coge el tratado y guárdalo allí. Daré instrucciones para que tengas que quedarte cuando se vayan los otros, de modo que puedas hacerlo a tus anchas sin temor a que alguien te esté vigilando. Cuando termines, vuelve a guardar bajo llave en tu escritorio tanto el original como la copia y entrégamelos personalmente mañana por la mañana.
»Tomé los documentos y…
– Perdóneme un inciso –dijo Holmes–. ¿Estaban solos durante aquella conversación?
– Absolutamente.
– ¿Es una estancia amplia?
– Treinta pies en cada dirección.
– ¿En el centro?
– Sí, más o menos.
– ¿Hablando bajo?
– La voz de mi tío es siempre muy baja. Yo casi no hablé.
– Gracias –dijo Holmes, entornando los ojos–. Por favor, tenga la bondad de seguir.
– Hice exactamente lo que me había indicado y esperé hasta que los otros empleados se marcharon. Uno de ellos, que trabaja en el mismo despacho que yo, Charles Gorot, tenía que terminar un trabajo atrasado, así que le dejé allí y me fui a cenar. Cuando volví se había ido. Quería terminar cuanto antes mi trabajo, porque sabía que el señor Harrison, a quien acaban ustedes de ver, estaba en la ciudad y tomaría el tren de las once para volver a Woking y yo quería cogerlo también.
»Cuando me puse a examinar el tratado, en seguida me di cuenta de que tenía una importancia tal, que mi tío no había exagerado nada con lo que había dicho. Sin entrar en detalles, puedo decir que definía la posición de Gran Bretaña en relación con la Triple Alianza y predecía la política que iba a llevar ese país en el caso de que la flota francesa aventajara en importancia a la italiana en el marco del Mediterráneo. Las cuestiones tratadas eran puramente navales. Al final estaban las rúbricas de los altos dignatarios que lo habían firmado. Les eché una mirada y me apliqué a la tarea de copiarlo.
»Era un largo documento, escrito en francés, y contenía veintiséis artículos separados. Copiaba lo más de prisa que podía, pero a las nueve sólo había terminado nueve artículos y perdí las esperanzas de poder coger el tren. Me sentía soñoliento y estúpido, en parte debido a la cena y en parte también debido a un largo día de trabajo. Una taza de café me despejaría. Hay un portero que se queda toda la noche en un pequeño garito situado al pie de las escaleras; éste tiene la costumbre de preparar café en su infernillo de alcohol para los oficiales que se quedan haciendo horas extraordinarias. Toqué el timbre, pues, para que viniera.
»Para mi sorpresa fue una mujer la que respondió a la llamada; una mujer de edad, grande, de cara tosca, que llevaba un delantal. Me explicó que era la mujer del portero, que hacía los recados; le pedí que me subiera un café.
»Escribí dos artículos más y, entonces, sintiéndome todavía más soñoliento, me levanté y paseé arriba y debajo de la habitación para estirar las piernas. El café seguía sin venir y me preguntaba cuál sería la causa de este retraso. Abrí la puerta y me encaminé por el pasillo con el fin de descubrirlo. Era un corredor poco iluminado que partía de la habitación en la que había estado trabajando, constituyendo su única salida. Terminaba en una escalera curva con el garito del portero en el corredor que está al final de la escalera. A mitad de camino de la escalera hay un descansillo al que da otro corredor formando un ángulo recto con éste. Este segundo corredor lleva, a través de una escalera, a una puerta lateral que es usada por los sirvientes y también como atajo por los empleados cuando entran desde Charles Street.
»Aquí tiene un plano esquemático del lugar.
– Gracias. Creo que le sigo bastante bien.
– Es muy importante que tenga en consideración este punto. Bajé las escaleras y llegué al hall, donde encontré al portero profundamente dormido en su garito y el agua hirviendo furiosamente en el hervidor sobre el infernillo, salpicando todo el suelo. Alargué la mano y estaba a punto de darle un meneo al hombre, que seguía plácidamente dormido, cuando sonó con fuerza una de las campanillas situadas sobre su cabeza y se despertó sobresaltado.
»– Señor Phelps, ¡señor! –dijo, mirándome atónito.
»– He bajado a ver si mi café estaba preparado.
»– Estaba hirviendo el agua cuando me quedé dormido, señor.
»Me miró a mí y luego miró hacia arriba, a la campanilla que todavía seguía estremeciéndose, y su asombro iba en aumento.
»– Si usted está aquí, señor, ¿quién ha tocado entonces la campanilla? –preguntó.
»– La campanilla –dije yo–. ¿De qué campanilla se trata?
»– Es la campanilla de la habitación en la que usted estaba trabajando.
»Me quedé helado. Alguien, pues, estaba en mi habitación donde el preciosos tratado estaba extendido encima de mi mesa. Subí frenéticamente las escaleras y avancé corriendo por el corredor. No había nadie en éste, señor Holmes. No había nadie en la habitación. Todo estaba tal como lo había dejado, salvo que alguien había cogido de mi escritorio el documento que me había sido encomendado. La copia estaba allí, pero el original había desaparecido.
Holmes se arrellanó en su asiento y se frotó las manos. Me di cuenta de que el problema le llegaba al corazón.
– Dígame, por favor, ¿qué hizo usted entonces? –murmuró.
– Al momento me di cuenta de que el ladrón debía de haber subido las escaleras desde la puerta lateral. Tenía que haberme encontrado con él si hubiera venido por el otro lado.
– ¿Estaba convencido de que no podía haber estado durante todo el rato oculto en la habitación, o en el corredor que usted acaba de describir como mal iluminado?
– Es absolutamente imposible. Ni siquiera una rata podría ocultarse ni en la habitación ni en el pasillo. No hay escondite posible.
– Gracias. Le ruego que siga.
– El portero, viendo en la palidez de mi rostro que había algo que temer, me había seguido escaleras arriba. Echamos los dos a correr por el pasillo y por las escaleras que llevaban a Charles Street. La puerta al pie de la escalera estaba cerrada, pero no tenía la llave echada. La abrimos de un golpe y nos precipitamos fuera. Recuerdo claramente que al hacerlo oímos tres campanadas en el carillón de una iglesia vecina. Eran las diez menos cuarto.
– Esto tiene mucha importancia –dijo Holmes, tomando nota en el puño de la camisa.
– La noche era muy oscuro y caía una lluvia fina y cálida. No había nadie en Charles Street, pero al fondo, en Whitehall, el tráfico, como es normal allí, era muy denso. Corrimos por la acera, sin que nos importara el ir descubiertos, y en la última esquina de la calle encontramos un policía que estaba allí parado.
»– Acaba de haber un robo –dijo jadeando–. Un documento de mucho valor ha sido robado del Foreign Office. ¿Ha pasado alguien por aquí?
»– Llevo un cuarto de hora aquí parado –dijo–; solamente ha pasado una persona en este tiempo, una señora mayor, alta, que llevaba un chal de cachemira.
»– ¡Ah!, esa es mi mujer –exclamó el portero–. ¿No ha pasado nadie más?
»– Nadie.
»– Entonces el ladrón debe de haber seguido el otro camino –exclamó mi compañero, tirándome de la manga.
»Pero yo no estaba satisfecho con esto, y los intentos que hacía para alejarme de allí aumentaban mis sospechas.
»– ¿Qué camino siguió la señora? –exclamé.
»– No lo sé, señor. La vi pasar, pero no tenía ninguna razón especial para fijarme en ella. Parecía llevar prisa.
»– ¿Cuánto tiempo hace de esto?
»– Oh, no hace mucho rato.
»– ¿Durante estos últimos cinco minutos?
»– Pues sí, no pueden haber pasado más de cinco.
»– Está perdiendo el tiempo, señor –gritó el portero–, y ahora un minuto puede ser muy importante. Le doy mi palabra de que mi mujer no tiene nada que ver en esto; vayamos ahora al otro extremo de la calle. Bueno, si no quiere usted, lo haré yo –y con esto salió corriendo en la otra dirección.
»Pero al cabo de un momento le había alcanzado y le cogí por la manga.
»– ¿Dónde vive? –dije yo.
»– En el número 16 de Ivy Lane, Brixton –contestó él–; pero no se deje llevar por un rastro falso, señor Phelps. Vamos hacia el otro extremo de la calle y veamos si se oye algo.
»No perdía nada siguiendo su consejo. Con el policía nos apresuramos calle abajo, pero sólo para descubrir otra calle rebosante de tráfico, mucha gente yendo y viniendo, pero todos ellos iban apresurados, deseosos de encontrar un lugar donde guarecerse en una noche tan húmeda. No había un gandul que nos pudiera decir quién había pasado.
»Entonces volvimos a la oficina y buscamos sin resultado por las escaleras y por el pasillo. El pasillo que lleva hasta la habitación está cubierto por un linóleo color cremosos que muestra fácilmente cualquier tipo de huella, pero no encontramos ni un rasguño ni una pisada.
– ¿Había estado lloviendo toda la noche?
– Desde las siete, más o menos.
– ¿Cómo puede ser, entonces, que la mujer que entró a eso de las nueve no dejara ninguna huella de sus embarradas botas?
– Me alegra que toque ese punto. Se me ocurrió entonces. Las asistentas que se encargan de hacer los recados tiene la costumbre de quitarse las botas en la garita del portero, poniéndose zapatillas de suela lisa.
– Eso lo deja claro. Así que no había huellas, aunque la noche estaba siendo húmeda, ¿no? La sucesión de los acontecimientos tiene un interés extraordinario. ¿Qué hizo después?
– También examinamos la habitación. No había posibilidad de que hubiera una puerta secreta, y las ventanas están a casi treinta pies del suelo. Las dos estaban cerradas por dentro. La alfombra impedía la posibilidad de una trampilla y el techo está sencillamente encalado. Apostaría por mi vida que quien quiera que fuese el que robó mis documentos sólo pudo entrar por la puerta.
– ¿Qué me dice de la chimenea?
– No la hay. Hay, en cambio, una estufa. El cordón de la campanilla cuelga de un alambre colocado justo a la derecha de mi escritorio. El que llamara tuvo que venir directamente a mi escritorio para hacerlo. ¿Pero para qué quiere hacer sonar la campanilla un criminal? Es un misterio insoluble.
– Ciertamente el incidente no es habitual. ¿Qué pasos dio después? ¿Examinó la habitación, como supongo que hizo, para ver si el intruso había dejado algún tipo de rastro tras de sí, una colilla o un guante tirado en el suelo, una horquilla de pelo o cualquier otra baratija?
– No había nada de eso.
– ¿Ningún olor especial?
– No pensamos en ello.
– Ah, un aroma de tabaco nos serviría de mucho en una investigación de este tipo.
– Yo no fumo nunca, de modo que me hubiera dado cuenta si hubiera olido a tabaco. No había ninguna pista de este tipo. El único hecho tangible era que la mujer del portero, la señora Tangey, se había apresurado a abandonar el lugar. El no dio ninguna explicación de este hecho, salvo que ésta era más o menos la hora en la que la mujer solía volver a casa. El policía y yo estábamos de acuerdo en que el mejor plan era dar caza a la mujer antes de que pudiese deshacerse de los documentos, en la presunción de que era ella quien los tenía.
»A esas alturas la alarma había llegado ya a Scotland Yard y el señor Forbes, el detective, llegó rápidamente y tomó en sus manos el caso, dando muestras de una gran energía. Alquilamos un simón y a la media hora llegamos a la dirección que nos habían dado. Abrió la puerta una joven, que resultó ser la hija mayor de la señora Tangey. Su madre todavía no había vuelto y nos hizo pasar al cuarto delantero de la casa a esperar.
»Al cabo de diez minutos aproximadamente llamaron a la puerta de la casa con los nudillos, y aquí cometimos un error del que me siento culpable. En vez de abrir nosotros la puerta, dejamos a la chica que lo hiciera. La oímos decir: «Madre, hay dos hombres esperándola», y un instante después oímos los pasos de alguien que avanzaba precipitadamente por el pasillo hacia del interior de la casa. Forbes abrió la puerta de golpe y ambos corrimos a la habitación trasera o cocina, pero la mujer había llegado antes que nosotros.
»– Pero, ¡cómo!, si es el señor Phelps, el de la oficina –exclamó.
»– Vamos, vamos, ¿quién creyó que éramos cuando huyó de nosotros? –preguntó mi compañero.
»– Pensé que eran los agentes de seguros –dijo ella–; hemos tenido problemas con un vendedor.
»– Esa no es razón suficiente –contestó Forbes–. Tenemos razones para creer que usted ha cogido unos importantes documentos en el Foreign Office y corrió hasta aquí para dejarlos. Tiene que venir con nosotros a Scotland Yard para ser cacheada.
»Protestó y se resistió en vano. Trajeron un carruaje y los tres volvimos en él. Previamente habíamos inspeccionado la cocina, y especialmente el fuego, con el fin de saber si ella no habría intentado eliminar los papeles mientras estuvo sola. No había indicios, sin embargo, de cenizas o trozos de papel.
»Cuando llegamos a Scotland Yard fue conducida de inmediato a la mujer que efectúa los cacheos a las mujeres. Esperé en una agonía de suspense hasta que ésta volvió con el informe. No había indicios de los documentos.
»Entonces, por primera vez, me hice plenamente consciente del horror de mi situación. Hasta aquí había estado tan seguro de que recuperaría los documentos rápidamente, que no me había atrevido a pensar en cuáles serían las consecuencias si no lo conseguía. Pero ahora ya no quedaba nada por hacer y tenía tiempo para darme cuenta de mi situación. ¡Era horrible! Watson le habrá dicho que en la escuela yo era un chico nervioso y sensible. Es mi naturaleza. Pensé en mi tío y en sus colegas del Gabinete; en la vergüenza que tendría que pasar por mi culpa, en la que tendría que pasar yo y todos los que tenían relación conmigo. ¿Qué importaba que yo fuera la víctima de un extraordinario accidente? No hay lugar para los accidentes cuando los intereses diplomáticos están en juego. Estaba arruinado; vergonzosamente, desesperadamente arruinado. No sé lo que hice. Imagino que debí de hacer una escena. Tengo un vago recuerdo de un grupo de oficiales apiñados en torno a mí intentando aplacarme. Uno de ellos me condujo hasta Waterloo y me metió en un tren. Creo que hubiera hecho todo el camino a mi lado de no ser porque el doctor Ferrier, que vive aquí al lado, volvía de la ciudad en ese mismo tren. El doctor se hizo amablemente cargo de mí, y menos mal que lo hizo, porque tuve un ataque en la estación y antes de que llegara a mi casa me había vuelto ya un maníaco delirante.
»Puede usted imaginarse el estado de cosas aquí cuando el doctor, al llamar a la puerta, los sacó de la cama y me encontraron a mí en semejante estado. La pobre Annie, a quien ven ustedes aquí, y mi madre tenían el corazón destrozado. El detective había dado al doctor Ferrier la información suficiente en la estación para que éste pudiera darles una idea de lo que había sucedido, y su narración no echaba ningún parche al problema. Era evidente que yo había caído enfermo con una enfermedad que sería larga; así que Joseph fue desalojado de su alegre habitación, que convirtieron en un cuarto de enfermo para mí. Aquí he yacido durante más de nueve semanas, señor Holmes, inconsciente y delirante debido a la fiebre. De no haber sido por la señorita Harrison y por los cuidados del doctor no estaría ahora hablando con ustedes. Ella me ha cuidado durante el día, y por la noche contrataron los servicios de una enfermera, porque en mis ataques era capaz de cualquier cosa. Poco a poco fui recobrando la razón, pero no ha sido sino en estos tres últimos días cuando he recuperado la memoria. Algunas veces deseo no haberla recobrado nunca. La primera cosa que hice fue telegrafiar al señor Forbes, en cuyas manos estaba el caso. Este vino y me aseguró que, aunque se había hecho todo lo posible, no se habían encontrado pruebas ni pistas. Habían interrogado al portero y a su mujer de todos los modos posibles, sin conseguir hacer un poco de luz sobre el asunto. Las sospechas de la policía fueron a recaer entonces sobre el joven Gorot que, como usted recordará, se quedó fuera de hora en la oficina aquella noche. El haberse quedado y su apellido francés eran los dos únicos puntos que podían sugerir una sospecha; pero de hecho yo no empecé a trabajar hasta que él ya se había ido; y su gente, aunque de ascendencia hugonota, tiene una simpatía y unas costumbres tan inglesas como las de usted y como las mías. No se encontró nada por lo que pudiera estar implicado en el asunto y aquí renunciaron a seguir investigando. He recurrido a usted, señor Holmes, como mi última esperanza; si me falla, perderé para siempre mi honor y mi posición.
El inválido se hundió de nuevo en los cojines, agotado por el largo monólogo, mientras su enfermera le servía un vaso de cierto medicamento estimulante. Holmes estaba sentado en silencio con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, en una actitud que podría parecer apática a un extraño, pero que yo sabía que denotaba la más intensa abstracción.
– Su informe ha sido tan explícito –dijo por último–, que me ha dejado poco lugar a que le haga más preguntas. Queda, sin embargo, una de suma importancia. ¿Le había dicho usted a alguna persona algo sobre la especial tarea que tenía que llevar a cabo?
– No, a nadie.
– ¿Ni siquiera a la señorita Harrison, aquí presente, por ejemplo?
– No. No volví a Woking en el espacio de tiempo que hubo entre recibir la orden y ejecutarla.
– ¿Y nadie de sus familiares o amigos había estado, por casualidad, a verle?
– Nadie.
– ¿Alguno de ellos sabe el camino que hay que seguir para llegar a su oficina?
– Oh, ¡claro! Todos ellos han sido introducidos por mí alguna vez.
– De todos modos, por supuesto, si no dijo nada a nadie sobre ese trabajo, estas preguntas son irrelevantes.
– No dije nada.
– ¿Sabe usted algo sobre el portero?
– Nada, excepto que es un soldado retirado.
– ¿De qué regimiento?
– Oh, me parece haber oído que de los «Coldstream Guards».
– Gracias. No me cabe duda de que podré conseguir más detalles por medio de Forbes. Las autoridades son excelentes a la hora de amontonar hechos, aunque no siempre los usan en su propio beneficio. ¡Qué cosa más bonita es una rosa!
Fue detrás del diván, abrió la ventana y, tomando en su mano el tallo inclinado de una rosa cubierta de musgo, contempló la exquisita mezcla del carmesí con el verde. Esta faceta de su carácter era nueva para mí porque nunca le había visto demostrar un interés profundo por los objetos naturales.
– No hay nada donde la deducción sea tan necesaria como en la religión –dijo, recostándose en las contraventanas–. El razonador puede construir con ella una ciencia exacta. Siempre me ha parecido que la seguridad suprema en la bondad de la Providencia descansa en las flores. Todas las demás cosas, nuestros poderes, nuestros deseos, nuestro alimento, todos son realmente necesarios en primera instancia para nuestra existencia. Pero esta rosa se nos da por añadidura. Su aroma y su color son un adorno de la vida, no una condición de ésta. Sólo la bondad se da por añadidura y por eso, repito, tenemos mucho que esperar de las flores.
Percy Phelps y su enfermera miraron a Holmes durante esta demostración con sorpresa y un tanto de desilusión escrita en sus rostros. El había caído en una ensoñación, con la rosa entre sus dedos. Pasó un rato antes de que la joven rompiera el silencio.
– ¿Ve usted alguna posibilidad de solucionar este misterio, señor Holmes? –preguntó con cierta aspereza.
– Oh, ¡el misterio! –contestó él, volviendo con un sobresalto a las realidades de la vida–. Sería absurdo negar que el caso es oscuro y complicado; pero puedo prometerles que estudiaré el asunto y que les haré saber los puntos que me impresionen.
– ¿Ve alguna pista?
– Me ha proporcionado usted siete, pero, por supuesto, debo comprobarlas antes de pronunciarme sobre su valor.
– ¿Sospecha de alguien?
– Sospecho de mí.
– ¿Qué?
– De llegar a conclusiones demasiado rápidas.
– Entonces vaya a Londres y compruebe sus conclusiones.
– Su consejo es excelente, señorita Harrison –dijo Holmes, levantándose–. Creo, Watson, que no podemos hacer nada mejor. No se deje llevar por falsas esperanzas, señor Phelps. El asunto está muy enmarañado.
– Estaré en un estado febril hasta que le vuelva a ver –exclamó el diplomático.
– Bueno, vendré en el mismo tren mañana, aunque es más que probable que mi informe sea negativo.
– Dios le bendiga por su promesa de venir –exclamó nuestro cliente–. Me hace cobrar nuevos ánimos el saber que se está haciendo algo. A propósito, tuve una carta de Lord Holdhurst.
– ¡Ah!, ¿qué decía?
– Se mostraba frío, pero no severo. Me atrevería a decir que mi grave enfermedad ha evitado que lo fuera. Volvía a repetir que el asunto era de suma importancia y añadía que no se daría paso alguno en relación con mi futuro (con lo cual, por supuesto, se refería a mi destitución) hasta que me hubiera recuperado y tuviera la oportunidad de reparar mi infortunio.
– Bueno, fue razonable y considerado –dijo Holmes–. Vamos, Watson, que tenemos un buen día de trabajo ante nosotros.
El señor Joseph Harrison nos condujo a la estación, y en seguida nos encontramos inmersos en el rápido traqueteo de un tren que venía de Portsmouth. Holmes se hundió en sus pensamientos y apenas abrió la boca hasta que pasamos Clapham Junction.
– Qué agradable es llegar a Londres a través de una de estas líneas que le permiten a uno ver las casas desde arriba, como en este caso.
Pensé que bromeaba porque la visión era bastante sórdida, pero en seguida se explicó.
– Mire esos grandes grupos de edificios que se levantan aislados por encima de los tejados de pizarra; parecen islas de ladrillo en un mar plomizo.
– Son los internados.
– ¡Los faros, muchacho, los faros! ¡Almenaras del futuro! Cápsulas con cientos de pequeñas, brillantes semillas en cada uno; de ellas surgirá el inglés del mañana, más inteligente, mejor. Supongo que ese hombre, Phelps, no beberá, ¿no?
– No creo.
– Ni yo tampoco. Pero estamos obligados a tener en cuenta todas las posibilidades. El pobre diablo se ha metido en aguas demasiado profundas y la cuestión que ahora se plantea es si podremos o no sacarlo a flote sano y salvo. ¿Qué piensa usted de la señorita Harrison?
– Es una muchacha con un carácter muy fuerte.
– Sí, pero, o yo estoy equivocado, o se trata de una muchacha bastante sensata. Ella y su hermano son los únicos hijos de un fabricante de hierro sentado en algún lugar camino de Northumberland. Phelps se comprometió con ella con ocasión de un viaje que realizó el año pasado; ella vino después, con su hermano como escolta, para que él le presentara a su familia. Entonces sucedió este accidente y ella se quedó a cuidar a su amado, mientras que su hermano Joseph, encontrándose cómodo, decidió quedarse también. He estado haciendo alguna investigación por mi cuenta. Pero hoy ha de ser un día lleno de ellas.
– Mi clientela… –empecé a decir yo.
– Oh, si usted encuentra sus casos más interesantes que los míos… –dijo Holmes con aspereza.
– Iba a decir que mi clientela bien puede ir tirando sin mí por un día o dos; al fin y al cabo es el período más tranquilo del año.
– Excelente –dijo él, recobrando su buen humor–. Entonces estudiaremos juntos este asunto. Creo que debemos empezar por ir a ver a Forbes. Probablemente él podrá darnos todos los detalles que precisamos, hasta que sepamos por dónde ha de abordarse el asunto.
– Usted dijo que tenía una pista.
– Bueno, tenemos varias, pero sólo podremos saber si valen para algo mediante una investigación posterior. El crimen más difícil de rastrear es aquel que carece de un objetivo claro. Ahora bien, éste sí que tiene un objetivo. ¿Quién va a beneficiarse? Están el embajador francés y el ruso; está asimismo quienquiera que sea el que vaya a vendérselo al uno o al otro, y está Lord Holdhurst.
– ¡Lord Holdhurst!
– Bueno, se puede concebir que un hombre de Estado se encuentre en una situación en la que no le importaría que cierto documento desapareciera de un modo accidental.
– No un hombre de Estado con un historial tan honorable como el de Lord Holdhurst.
– Es una posibilidad y no podemos permitirnos el lujo de desecharla. Veremos a este honorable Lord hoy y descubriremos si puede decirnos algo. Entretanto ya he puesto en marcha algunas investigaciones.
– ¿Ya?
– Sí, envié telegramas desde la estación de Woking a todos los periódicos de la tarde de Londres. Este anuncio aparecerá en todos ellos.
Me tendió una hoja de papel arrancada de su cuaderno de notas. En ésta aparecía escrito a lápiz:

«Diez libras de recompensa a quien pueda dar información sobre el número del vehículo que depositó a un pasajero en la puerta, o alrededores del Foreign Office en Charles Street, a las diez menos cuarto de la noche del pasado 23 de mayo. Dirigirse al 221B de Baker Street.»

– ¿Cree usted que el ladrón fue en simón?
– Si no fue así, tampoco nos perjudica el intentar saberlo. Pero, si el señor Phelps tiene razón al afirmar que no hay escondite posible ni en la habitación ni en los pasillos, la persona debe de haber venido desde el exterior. Si entró desde la calle en una noche tan pasada por agua, sin dejar, no obstante, huella alguna sobre el linóleo, que fue examinado pocos minutos después de que esa persona hubiera pasado, en ese caso es altamente probable que viniera en un simón. Sí, creo que podemos deducir con seguridad que vino en un simón.
– Suena probable.
– Esta es una de las pistas de que hablaba. Puede llevarnos hasta algo. Y, por supuesto, está además la campanilla, que es la característica más distintiva del caso. ¿Por qué tenía que sonar la campanilla? ¿Intentaba llevar a cabo una fanfarronada el ladrón que lo hizo? ¿O lo hizo alguien que estaba con el ladrón con la intención de evitar el crimen? ¿O fue un accidente? ¿O fue…?
Se hundió de nuevo en la intensa y profunda reflexión de la que había salido; pero a mí me pareció, acostumbrado como estaba a todos sus estados de ánimo, que había caído en la cuenta de una nueva posibilidad.
Eran las tres y veinte cuando llegamos al final de nuestro recorrido y, tras un breve almuerzo en la cantina de la estación, rápidamente nos pusimos en camino en dirección a Scotland Yard. Holmes ya había telegrafiado a Forbes, y lo encontramos esperándonos; un hombre pequeño, de aspecto zorruno, con una expresión aguda, pero no por ello más amable, en el rostro. Fue decididamente seco en su comportamiento con nosotros, especialmente cuando supo el motivo que nos llevaba a él.
– Conozco sus métodos, señor Holmes –dijo agriamente–. Está dispuesto a usar toda la información que la policía puede poner a su disposición para intentar terminar el caso por sí mismo y desacreditarla.
– Todo lo contrario –dijo Holmes–. De los cincuenta y tres últimos casos que he tenido, mi nombre sólo ha aparecido en cuatro, llevándose toda la fama la policía en los otros cuarenta y nueve. No le culpo por no saber esto, porque es joven y sin experiencia; pero, si desea progresar en su nuevo cargo, trabaje conmigo, no contra mí.
– Estaría encantado de que me diera alguna otra indicación –dijo el detective cambiando sus modales–. Hasta ahora no he tenido ningún éxito con este caso.
– ¿Qué pasos ha dado?
– Hemos seguido la pista a Tangey, el portero. Dejó el ejército con un buen informe sobre su conducta y no podemos encontrar nada contra él. Su mujer es una mala persona, sin embargo. Imagino que sabe más del asunto de lo que intenta aparentar.
– ¿La han seguido?
– Tenemos a una de nuestras mujeres detectives tras ella. La señora Tangey bebe, y nuestro detective ha estado con ella en dos ocasiones en las que estaba bastante chispa, pero no pudo sacarle nada.
– Creo que tuvieron a los agentes de seguros en casa.
– Sí, pero les pagaron.
– ¿De dónde procedía el dinero?
– No vimos nada irregular en lo que al dinero se refiere. Les debían la pensión de él; no han dado muestras de que les sobre el dinero.
– ¿Qué explicación dio al hecho de que acudiera ella cuando el señor Phelps llamó para pedir un café?
– Dijo que su marido estaba muy cansado y quería ayudarlo.
– Bueno, esto estaría ciertamente de acuerdo con el hecho de que él fue encontrado, un poco más tarde, dormido en la silla. No hay nada contra ellos, pues, salvo el carácter de la mujer. ¿Le preguntó por qué llevaba tanta prisa aquella noche? Su apremio llamó la atención del número de policía.
– Era más tarde de lo habitual y quería llegar a casa.
– ¿Le hizo ver que usted y el señor Phelps, que salieron por lo menos veinte minutos después de ella, llegaron allí antes?
– Ella lo explica por la diferencia entre un coche de punto y el tranvía.
– ¿Hizo alguna aclaración de por qué cuando llegó a casa se precipitó hacia la cocina?
– Porque tenía allí el dinero con el que pagar a los corredores.
– Por lo menos tiene una respuesta para todo. ¿Le preguntó si al salir se había encontrado con alguien o había visto a alguien merodeando sospechosamente por Charles Street?
– No vio a nadie, salvo al número de policía.
– Bueno, parece que le ha hecho un concienzudo interrogatorio cruzado. ¿Qué más ha hecho?
– El empleado, Gorot; le hemos estado siguiendo la pista durante estas últimas nueve semanas, pero sin resultado. No tenemos ninguna prueba contra él.
– ¿Algo más?
– Bueno, no contamos con ningún otro hecho sobre el que podamos seguir una investigación.
– ¿Se ha formado usted ya alguna teoría sobre cómo pudo llegar a sonar esa campanilla?
– Bueno, tengo que confesar que ese asunto me puede. Quienquiera que lo haya hecho tiene que tener una sangre fría impresionante para así, sin más, ir y hacer sonar la alarma.
– Sí, es algo bastante extraño. Muchas gracias por todo lo que me ha dicho. Sabrá de mí en el caso de que pueda entregarle al hombre. ¡Vamos Watson!
– ¿Dónde vamos a ir ahora? –pregunté al dejar la oficina.
– Vamos a ir a entrevistarnos con Lord Holdhurst, el ministro del Gabinete y futuro primer ministro de Inglaterra.
Tuvimos la suerte de que Lord Holdhurst estaba todavía en su despacho de Downing Street y, tras hacerle llegar Holmes su tarjeta de visita, nos hizo pasar al instante. El político nos recibió con esa extremada cortesía, un poco pasada de moda, que le caracteriza; nos ofreció asiento en dos lujosos y cómodos sillones situados a ambos lados de la chimenea. El, de pie sobre la alfombra que se extendía entre ambos, con su esbelta y ligera figura, su rostro agudo y pensativo y su rizado cabello prematuramente cano, parecía representar el tipo, ya no demasiado común, del noble que es noble de verdad.
– Su nombre me es muy familiar, señor Holmes –dijo sonriendo–. Y, por supuesto, no puedo fingir que desconozco el objeto de su visita. Sólo ha habido un suceso en estas oficinas que puede haber requerido su presencia aquí. Pero, permítame que le pregunte por cuenta de quién actúa.
– Del señor Percy Phelps –contestó Holmes.
– ¡Ah, mi infortunado sobrino! Como usted puede comprender, nuestro parentesco me hace todavía más difícil el intentar protegerle de un modo u otro. Temo que este incidente tendrá un efecto muy perjudicial en su carrera.
– Pero, ¿y si encontramos el documento?
– ¡Ah!, en ese caso sería diferente.
– Me gustaría hacerle unas preguntas, Lord Holdhurst.
– Estaré encantado de poder ofrecerle toda la información que se encuentra en mi poder.
– ¿Fue en esta habitación en donde le dio a su sobrino las instrucciones de cómo debía llevarse a cabo la copia del documento?
– Esta era.
– Entonces difícilmente pudo haber alguien que sorprendiera su conversación.
– Por supuesto.
– ¿Le había mencionado a alguien que tenía la intención de entregar el tratado a alguien con el fin de hacer una copia?
– Nunca.
– ¿Está seguro de ello?
– Absolutamente.
– Bueno, puesto que ni usted se lo dijo a nadie, ni el señor Phelps se lo dijo a nadie, ni nadie más sabía algo sobre el asunto, la presencia del ladrón en la habitación fue, pues, algo puramente accidental. Vio una posibilidad y no la dejó escapar.
El político sonrió:
– Eso ya no es de mi competencia –dijo.
Holmes se quedó un momento pensativo.
– Hay otro aspecto del asunto, también muy importante, que me gustaría comentar con usted –dijo–. Tengo entendido que usted temía las graves consecuencias que acarrearía el hecho de que se llegaran a conocer ciertos detalles del tratado, ¿no es así?
Una sombra cubrió el expresivo rostro del político.
– Verdaderamente, graves consecuencias.
– ¿Y las ha habido ya?
– No, todavía no.
– ¿Si el tratado hubiera llegado, pongamos por caso, al Ministerio de Asuntos Exteriores francés o ruso, lo sabría?
– Sí, tendría que saberlo –dijo Lord Holdhurst, poniendo una expresión de disgusto en el rostro.
– Entonces, puesto que han pasado casi diez semanas y todavía no se sabe nada, ¿sería incierto suponer que el tratado no ha llegado a ellos?
Lord Holdhurst se encogió de hombros.
– No podemos suponer que el ladrón cogió el tratado para enmarcarlo y colgarlo de la pared.
– Posiblemente esté esperando a poder venderlo a mejor precio.
– Si espera un poco más, ya no podrá venderlo en absoluto. Dentro de unos cuantos meses el tratado dejará de ser secreto.
– Eso es muy importante –dijo Holmes–. Por supuesto, no está fuera de lo posible que el ladrón se encuentre aquejado de una súbita enfermedad.
– ¿Un ataque de encefalitis, por ejemplo? –preguntó el político, lanzándole una rápida mirada.
– Yo no diría eso –dio Holmes imperturbable–. Y ahora nos vamos, Lord Holdhurst; ya le hemos quitado mucho de su valioso tiempo, y sólo nos queda desearle que tenga usted un buen día.
– Le deseo suerte en su investigación, sea quien sea el criminal –contestó el noble caballero, al tiempo que nos despedía con una reverencia.
– Es un buen tipo –dijo Holmes cuando salimos a Whitehall–. Pero tiene enormes dificultades para mantener su posición. Anda lejos de ser rico y tiene muchos gastos. ¿Se dio cuenta de que sus botines tenían echadas medias suelas? Ahora, Watson, no quiero tenerle alejado más tiempo de sus obligaciones. No haré nada más hoy, a no ser que alguien conteste al anuncio que puse en el periódico. Pero le estaría agradecido en extremo si quisiera acercarse conmigo mañana a Woking; cogeremos el mismo tren que hemos cogido hoy.
Me reuní, pues, con él a la mañana siguiente e hicimos el viaje juntos hasta Woking. Nadie había contestado al anuncio, dijo, y nada había sucedido que echara una nueva luz sobre el asunto. Tenía, cuando así lo deseaba, la profunda inexpresividad de un piel roja. Y yo no pude deducir por su aspecto si estaba o no satisfecho con la situación del caso. Recuerdo que su conversación giró en torno al sistema Bertillon de medidas y expresó una entusiasta admiración por el sabio francés.
Encontramos a nuestro cliente todavía bajo los cuidados de su fiel enfermera, pero tenía mucho mejor aspecto que antes. Cuando entramos, se levantó sin dificultad del sofá y nos saludó.
– ¿Alguna novedad? –preguntó con vehemencia.
– Mi informe, como esperaba, es negativo –dijo Holmes–. He visto a Forbes y a su tío y he puesto en marcha una o dos investigaciones que nos pueden llevar hasta algo.
– ¿No está, pues, descorazonado?
– En absoluto.
– ¡Dios le bendiga por decir tal cosa! –exclamó la señorita Harrison.
– La verdad terminará por salir a la luz si seguimos siendo valerosos y no perdemos la paciencia.
– Nosotros podemos darle más noticias de las que usted ha podido darnos –dijo Phelps volviéndose a sentar en el sofá.
– Esperaba que tuvieran algo que decirme.
– Sí, ayer por la noche nos sucedió algo que podría ser serio –su expresión se fue haciendo más grave según hablaba y su mirada expresaba un tipo de sentimiento parecido al miedo–. ¿Sabe usted –dijo– que empiezo a creer que estoy siendo, sin darme cuenta, el centro de una monstruosa conspiración que no sólo atenta contra mi honor sino también contra mi propia vida?
– ¡Ah! –exclamó Holmes.
– Parece increíble, porque no tengo, que yo sepa, un solo enemigo en este mundo. Y, sin embargo, a partir de la experiencia de ayer por la noche, no puedo llegar a otra conclusión.
– Por favor, tenga la bondad de contarme cómo fue.
– Tiene que saber que ayer por la noche fue la primera vez que dormí sin una enfermera en la habitación. Me encontraba muchísimo mejor que los días pasados, tanto, que decidí que podía pasar sin ella. Tenía, no obstante, una lamparilla encendida. Bueno, a eso de las dos de la madrugada me había hundido en un sueño ligero, cuando un ruidito me despertó de repente. Era similar al ruido que hacen los ratones al roer las tablas del entarimado y me quedé un rato escuchando, pensando que esa debía de ser la causa. Entonces se hizo más fuerte, hasta que al final oí en la ventana un golpe agudo y metálico. Me senté asombrado. Ahora ya no había duda sobre la procedencia del ruido. Los más débiles los había producido alguien al intentar forzar los bastidores de la ventana y el segundo lo produjo el pestillo al saltar
»Tras esto, todo quedó en silencio durante unos minutos, como si la persona estuviera esperando a ver si el ruido me había despertado o no. Entonces oí un tenue chirrido, al tiempo que la ventana se iba abriendo lentamente. No pude aguantar más, porque mis nervios ya no son lo que eran y, saltando de la cama, abrí de golpe las contraventanas. Había un hombre agazapado en la ventana. Apenas pude verlo, porque echó a correr con la velocidad del relámpago. Iba envuelto en algo parecido a una capa, que le ocultaba la parte inferior del rostro. Sólo estoy seguro de una cosa, y es que llevaba un arma en la mano. Me pareció un cuchillo. Vi claramente el brillo de éste cuando él se volvió antes de echar a correr.
– Esto es de lo más interesante; y dígame, ¿qué hizo usted entonces?
– Habría saltado por la ventana y le hubiera seguido, si me hubiera sentido más fuerte. Lo que hice fue tocar la campanilla y levantar a toda la casa. Me llevó un rato porque las campanillas suenan en la cocina y todos los sirvientes duermen arriba. Grité, por tanto, lo cual hizo bajar a Joseph, que se encargó de despertar al resto. Joseph y el mozo de cuadra encontraron pisadas en el macizo de flores que está debajo de la ventana, pero el tiempo ha sido tan seco últimamente, que pensaron que sería imposible seguirlas por todo el césped. No obstante, me han dicho que hay un lugar en la cerca de madera que bordea la carretera que muestra signos como si alguien hubiera pasado por encima rompiendo un listón al hacerlo. Todavía no he dicho nada a la policía local, porque pensé que haría mejor en saber primero su opinión sobre el asunto.
Este relato de nuestro cliente pareció tener un efecto extraordinario sobre Sherlock Holmes. Se levantó de su asiento y se puso a ir y venir por la habitación en un estado incontrolable de excitación.
– Las desgracias nunca vienen solas –dijo Phelps sonriendo, aunque era evidente que este suceso le había dejado un tanto estremecido.
– Ya ha sufrido usted lo suyo, verdaderamente –dijo Holmes–. ¿Cree que sería capaz de dar una vuelta conmigo alrededor de la casa?
– ¡Oh, sí! Me agradaría mucho que me diera un poco el sol. Joseph vendrá también.
– ¡Y yo también! –dijo la señorita Harrison.
– Siento mucho tener que decirle que no –dijo Holmes moviendo la cabeza–. Creo que tengo que pedirle que se quede sentada exactamente en el mismo lugar en el que está ahora.
La joven dama volvió a ocupar su asiento con cierto aire de disgusto. Sin embargo, su hermano se había unido a nosotros y salimos los cuatro juntos. Dimos la vuelta por el césped que bordea la casa hasta llegar a la ventana de la habitación que ocupaba el joven diplomático. Había, como él había dicho, algunas huellas en el macizo de flores, pero eran totalmente borrosas e imprecisas. Holmes se inclinó un momento sobre ellas, tras lo cual se irguió de nuevo encogiéndose de hombros.
– No creo que nadie pueda sacar mucho en claro de esto –dijo–. Demos una vuelta entera a la casa y veamos por qué el ladrón escogió esta habitación en particular. Yo pensaría que las amplias ventanas del salón y del comedor le habrían atraído más.
– Se ven más desde la carretera –sugirió el señor Joseph Harrison.
– ¡Ah, sí, claro! Hay aquí una puerta por la que quizá haya intentado pasar. ¿Para qué la usan?
– Es la puerta lateral, que utilizan los comerciantes. Por supuesto, por la noche está cerrada con llave.
– ¿Les había sucedido algo parecido en alguna otra ocasión?
– Nunca –dijo nuestro cliente.
– ¿Tiene en casa plata o algo que pueda atraer a los ladrones?
– Nada de valor.
Holmes se dio un paseo alrededor de la casa. Llevaba las manos en los bolsillos y mostraba un aspecto bastante negligente, algo inusual en él.
– A propósito –le dijo a Joseph Harrison–, creo que ha encontrado usted un lugar por donde el tipo pudo haber saltado la cerca; echémosle un vistazo.
El joven nos condujo hasta un lugar en donde podía verse que la parte superior de uno de los listones que formaban el cercado estaba resquebrajado. Había un trocito de madera colgando. Holmes lo arrancó y lo examinó con aire crítico.
– ¿Cree usted que esto lo hicieron anoche? Parece que tiene bastante tiempo, ¿no?
– Bueno, posiblemente.
– No hay huellas que indiquen que alguien haya saltado desde el otro lado. No, no creo que este lugar vaya a sernos útil en nuestra búsqueda. Volvamos al dormitorio y recapacitemos sobre el asunto.
Percy Phelps caminaba despacio, apoyándose en el brazo de su futuro cuñado. Holmes atravesó la pradera a paso ligero y llegamos junto a la ventana abierta muchos antes que los otros dos.
– Señorita Harrison –dijo Holmes, poniendo mucho cuidado en su modo de dirigirse a ella–, tiene usted que quedarse todo el día en el lugar en el que está ahora. No consienta que nada le impida hacerlo. Esto tiene una importancia vital.
– Claro que lo haré, si así lo desea usted –dijo la muchacha asombrada.
– Cuando se vaya a dormir, cierre por fuera la puerta de esta habitación y guarde la llave. Prométame que lo hará.
– Pero ¿y Percy?
– Vendrá a Londres con nosotros.
– ¿Y yo voy a quedarme aquí?
– Es por su bien, ¡puede serle usted muy útil! ¡Rápido! ¡Prométamelo!
Asintió con la cabeza en el mismo momento en que llegaban los otros.
– ¿Por qué te quedas ahí haciendo muecas, Annie? –le gritó su hermano–. Sal a que te dé el sol.
– No, gracias, Joseph; tengo un ligero dolor de cabeza y esta habitación es deliciosamente fresca y sedante.
– ¿Qué propone que hagamos ahora, señor Holmes? –dijo nuestro cliente.
– Bueno, no debemos perder de vista la investigación principal por andarnos preocupando de un asuntillo sin importancia. Me prestaría una gran ayuda si pudiera usted venir a Londres con nosotros.
– ¿Ahora mismo?
– Bueno, lo antes posible, siempre que no le suponga un trastorno. Digamos dentro de una hora.
– Me siento lo bastante fuerte, si es que de verdad puedo serle útil en algo.
– Utilísimo.
– Posiblemente quiera que me quede a pasar la noche allí.
– Eso es lo que iba a proponerle.
– En ese caso, si mi amigo nocturno vuelve a visitarme, verá que el pájaro ha volado. Estamos todos en sus manos, señor Holmes: tiene usted que decirnos lo que quiere que hagamos. ¿A lo mejor prefiere que Joseph venga con nosotros para hacerse cargo de mí?
– Oh, no; mi amigo Watson es médico, sabe, y se ocupará de usted. Comeremos aquí, si nos lo permite, y después partiremos juntos hacia la ciudad.
Se decidió hacerlo tan como él lo había sugerido, si bien la señorita Harrison, de acuerdo con la sugerencia de Holmes, se excusó por no abandonar la habitación. Yo no podía concebir cuál era el objeto de la maniobra de mi amigo, a no ser que se propusiera mantener a la dama alejada de Phelps, quien, lleno de alegría por haber recobrado la salud y por las perspectivas de acción, comió con nosotros en el comedor. Holmes nos tenía reservada, sin embargo, otra sorpresa todavía más grande, porque, tras acompañarnos hasta la estación e introducirnos en el vagón, nos anunció con toda calma que no tenía la intención de abandonar Woking.
– Hay todavía dos o tres pequeñas cuestiones que me gustaría aclarar antes de ir –dijo–. Su ausencia, señor Phelps, me será de alguna manera útil. Watson, cuando lleguen a Londres, hágame el favor de dirigirse rápidamente con nuestro amigo a Baker Street y de quedarse allí con él hasta que volvamos a vernos. Es una suerte que sean antiguos compañeros de escuela, porque así tendrán mucho de que hablar. El señor Phelps puede ocupar el cuarto de huéspedes y yo volveré a estar con ustedes mañana a la hora del desayuno, ya que hay un tren que me dejará a las ocho en la estación de Waterloo.
– ¿Pero que pasará con nuestra investigación en Londres? –preguntó Phelps pesaroso.
– Podremos hacerla mañana. Creo que en este momento puedo ser más útil aquí.
– Dígales en Briarbrae que espero estar de vuelta mañana por la noche –gritó Phelps cuando el tren empezaba a dejar el andén.
– No espero volver a Briarbrae –contestó Holmes, despidiéndonos con la mano mientras el tren iba saliendo cada vez más de prisa de la estación.
Phelps y yo hablamos de ello durante el viaje, pero ninguno de los dos pudo imaginarse una razón satisfactoria que explicara este nuevo acontecimiento.
– Supongo que querrá encontrar alguna pista relativa al robo de anoche, si es que se trataba de un robo. Por mi parte, no creo que se tratara de un robo ordinario.
– ¿Qué idea tiene usted, pues, del asunto?
– Puede usted achacárselo o no a la debilidad de mis nervios, pero palabra que creo que soy el centro de una profunda intriga política y que, por alguna razón que se me escapa, los conspiradores apuntan contra mi vida. Suena exaltado y absurdo, pero ¡considere los hechos! ¿Por qué iba un ladrón a intentar forzar la ventana de un dormitorio en el que no podía haber posibilidad de robo y por qué iba a llevar un cuchillo en la mano?
– ¿Está usted seguro de que no era una ganzúa?
– Oh, no; era un cuchillo. Vi claramente el brillo de la hoja.
– Pero ¿por qué demonios le van a perseguir con tal animosidad?
– ¡Ah!, esa es la cuestión.
– Bueno, si Holmes tiene el mismo punto de vista, eso estaría conforme con el hecho de que él se haya quedado allí, ¿no? Suponiendo que su teoría sea correcta, si puede echarle el guante a quien le amenazó a usted anoche, habrá avanzado mucho en la búsqueda de la persona que se llevó el tratado naval. Es absurdo suponer que tiene usted dos enemigos; uno que le roba mientras el otro atenta contra su vida.
– Pero el señor Holmes dijo que no iba a ir a Briarbrae.
– Le conozco desde hace algún tempo –dije yo–, y sé que nunca hace nada si no cuenta con una buena razón para hacerlo.
Y con esto nuestra conversación saltó a otros tópicos.
Pero fue un día agotador para mí. Phelps estaba todavía muy débil tras su larga enfermedad y sus infortunios le habían vuelto quejica y nervioso. En vano me propuse atraer su interés hacia otros temas tales como Afganistán, India, los problemas sociales; cualquier cosa que le quitara de la cabeza el problema que le tenía obsesionado. Siempre terminaba volviendo al desaparecido tratado; preguntándose, haciendo conjeturas, especulando sobre lo que estaría haciendo Holmes, lo que decidiría Lord Holdhurst, las noticias que tendríamos por la mañana. Al ir avanzando la tarde, su excitación se hizo casi dolorosa.
– ¿Tiene una fe implícita en Holmes? –preguntó.
– Le he visto llevar a cabo hechos asombrosos.
– ¿Pero logró esclarecer alguna vez algún otro asunto tan oscuro como éste?
– Oh, sí; le he visto resolver casos que presentaban menos pistas que el suyo.
– ¿Pero alguno en el que tantos intereses estuvieron en juego?
– Eso no lo sé. Lo que sí sé seguro es que ha actuado en representación de tres de las casas reinantes de Europa en asuntos vitales.
– Pero usted lo conoce bien, Watson. Es un tipo tan inescrutable, que nunca sé que pensar de él. ¿Cree que tiene esperanzas? ¿Cree que cuenta con acabar el asunto con éxito?
– No ha dicho nada.
– Eso es un mal signo.
– Por el contrario, me he dado cuenta de que cuando no sabe por dónde va, lo dice. Es cuando huele algo, pero todavía no está lo bastante seguro de que está en lo cierto, cuando se muestra más taciturno. Ahora, querido amigo, no podemos evitar los problemas poniéndonos nerviosos con ellos, así que le suplico que se acueste con el fin de que pueda estar usted fresco para lo que nos aguarde mañana, sea lo que sea.
Finalmente pude persuadir a mi compañero de que siguiera mi consejo, aunque sabía, por el estado de excitación en que se encontraba, que no dormiría nada. En realidad, su estado de ánimo era contagioso, porque yo me pasé la mitad de la noche dando vueltas en la cama, rumiando aquel extraño asunto e inventándome cientos de teorías, cada una de ellas, si cabe, más imposible que la anterior. ¿Por qué se había quedado Holmes en Woking? ¿Por qué le había pedido a la señorita Harrison que se quedara en la habitación del enfermo todo el día? Me devané los sesos hasta que me quedé dormido en el empeño de encontrar una explicación que abarcara todos los hechos.
Eran las siete cuando me desperté, y rápidamente me encaminé al cuarto de Phelps, encontrándolo ojeroso y agotado tras haber pasado la noche en blanco. Su primera pregunta fue si Holmes había llegado ya.
– Estará aquí a la hora prometida –dije yo–, y ni un instante antes o después.
Y mis palabras fueron ciertas, porque poco después de las ocho un taxi se paró ante la casa nuestro amigo salió de él. De pie, junto a la ventana, vimos que traía vendado la mano izquierda y que su rostro estaba pálido y con un aire lúgubre. Entró en la casa, pero pasó un rato antes de que subiera.
– Parece un hombre vencido –exclamó Phelps.
Me vi forzado a contestar que era verdad.
– Después de todo –dije yo–, la clave del asunto es probable que se encuentre aquí en la ciudad.
Phelps exhaló un gemido.
– No sé como será –dijo él–, pero había esperado tanto su vuelta… Pero ayer no llevaba la mano vendad, ¿verdad? ¿A qué puede deberse?
– ¿No estará usted herido, Holmes? –pregunté yo, cuando nuestro amigo entró en la habitación.
– ¡Qué va! Sólo es un rasguño debido a mi propia torpeza –contestó, dándonos los buenos días–. Este caso suyo, señor Phelps, es ciertamente uno de los más oscuros que yo haya investigado.
– Temía que lo encontrara más allá de sus posibilidades.
– Ha sido una importante experiencia.
– Esta venda habla por sí sola de las aventuras que ha corrido –dije–. ¿No nos contará lo que sucedió?
– Después del desayuno mi querido Watson. Recuerde que vengo de respirar el aire matutino de Surrey. Supongo que ningún taxista habrá contestado a mi anuncio, ¿no? Bueno, bueno, no podemos esperar estar marcando tantos todo el rato.
La mesa estaba puesta y, en el mismo momento en que yo iba a hacer sonar la campanilla, entró la señora Hudson con el té y el café. Unos minutos después trajo las bandejas cubiertas y todos nos sentamos a la mesa; Holmes hambriento, yo curioso y Phelps en un estado de profunda depresión.
– La señora Hudson se ha superado para la ocasión –dijo Holmes destapando una fuente de pollo al curry–. Su cocina es un poco limitada, pero, como escocesa que es, tiene una buena idea de lo que debe ser un auténtico desayuno. ¿Qué tiene usted ahí, Watson?
– Jamón y huevos –contesté yo.
– ¡Bien! ¿Qué va usted a tomar, señor Phelps? ¿Pollo al curry, huevos o se servirá de la bandeja que tiene a su lado?
– Gracias, no puedo comer nada –dijo Phelps.
– Bueno, entonces –dijo Holmes haciéndome un travieso guiño–, supongo que no tendrá ningún inconveniente en servirme de esa bandeja que tiene a su lado, ¿no es así?
Phelps destapó la bandeja y, al hacerlo, lanzó un grito y se quedó mirándola con el rostro tan pálido como el plato que tenía ante sí. En el centro de la bandeja había un pequeño cilindro de papel color azul grisáceo. Lo cogió, lo devoró con la mirada y después se puso a bailar locamente por toda la habitación, cayendo después en un sillón tan debilitado y exhausto por la emoción, que tuvimos que echarle brandy por la garganta para evitar que se desmayara.
– ¡Venga! ¡Venga! –decía Holmes, intentando calmarlo mientras le daba unos ligeros golpecitos en el hombro–. Ha sido demasiado esto de lanzárselo así de sorpresa; pero Watson, aquí presente, sabe que no puedo resistirme a dar un toque de dramatismo a las cosas.
Phelps cogió su mano y se la besó.
– Dios le bendiga –exclamó–. Ha salvado usted mi honor.
– Bueno, el mío también estaba en juego, ¿sabe? –dijo Holmes–. Le aseguro que es para mí tan odioso el fracasar en un caso, como puede serlo para usted el cometer un error en algo que se le ha encargado.
Phelps metió el precioso documento en el bolsillo más escondido de su levita.
– No me atrevo a seguir interrumpiéndoles el desayuno por más tiempo y, sin embargo, me muero por saber cómo lo consiguió y dónde estaba.
Sherlock Holmes se bebió una taza de café, aplicándose después a los huevos con jamón. Tras esto se levantó, encendió su pipa y se acomodó en su sillón.
– Les diré lo que hice en primer lugar y cómo me las apañé después –dijo–. Tras dejarlos en la estación me fui, dando un encantador paseo por el maravilloso escenario de Surrey, hasta un bonito pueblecito llamado Ripley, donde tomé el té y tuve la precaución de llenar mi cantimplora y echarme al bolsillo una bolsa de bocadillos. Me quedé allí hasta la tarde, tras emprender el camino de regreso a Woking, me encontré en la carretera a la puerta de Briarbrae, justo después de la puesta del sol.
»Bueno, esperé hasta que no hubo nadie en la carretera (no es una carretera muy frecuentada a ninguna hora) y después trepé por la cerca.
– Seguramente la cancela de la cerca estaría abierta, ¿no? –exclamó de repente Phelps.
– Sí; pero tengo un gusto peculiar en estos asuntos. Escogí el sitio en el que se levantan los tres abetos y, amparado por su protección, salté dentro, seguro de que no existía la menor posibilidad de que alguien pudiera verme desde la casa. Me agaché en los matorrales que hay a ese lado de la cerca, y fui reptando de uno a otro (el lamentable estado de las rodilleras de mis pantalones es testigo de ello), hasta que alcancé el macizo de rododendros que está justo enfrente de la ventana de su habitación. Allí me quedé agazapado y esperé el desarrollo de los acontecimientos.
»Todavía no habían bajado la persiana de su habitación y veía a la señorita Harrison sentada allí leyendo junto a la mesa. Eran las diez y cuarto cuando cerró el libro, atrancó las contraventanas y se retiró. La oí cerrar la puerta y tuve la casi absoluta seguridad de que había dado la vuelta a la llave.
– ¿La llave? –exclamó Phelps.
– Sí, le había dado instrucciones a la señorita Harrison para que cerrara la puerta por fuera y se llevara la llave cuando se fuera a la cama. Llevó a cabo mis instrucciones al pie de la letra y sin su cooperación no tendría usted ahora ese documento en el bolsillo de su levita. Ella se fue, las luces se apagaron y yo me quedé solo, en cuclillas, tras el macizo de rododendros.
»Hacía una buena noche, pero de todos modos fue una espera aburrida. Por supuesto, había en ella algo de esa suerte de excitación que siente el cazador cuando está tumbado en su puesto junto al agua esperando el comienzo de la gran caza. Fue muy larga, sin embargo, casi tan larga, Watson, como aquella vez en la que usted y yo tuvimos que esperar en una horripilante habitación, cuando andábamos investigando aquel problemilla de «La banda de lunares». El reloj de una iglesia de Woking daba los cuartos y más de una vez pensé que se había parado. Por fin, no obstante, a eso de las dos de la madrugada, oí de repente el suave sonido de un cerrojo que se abría y el chirrido de una llave. Un momento después se abrió la puerta de servicio y el señor Joseph Harrison salió a la luz de la luna.
– ¡Joseph! –exclamó Phelps.
– Iba descubierto, pero se había echado una capa sobre los hombros con el fin de poder ocultar su rostro rápidamente en caso de emergencia. Caminaba de puntillas, amparándose en la sombra que hacían las paredes de la casa y, cuando llegó a la ventana, metió un cuchillo de hoja muy larga por la ranura y levantó el pestillo, abriendo entonces la ventana de golpe, tras lo cual metió el cuchillo por la ranura de las contraventanas, hizo saltar la tranca y las abrió de par en par.
»Desde el lugar en el que estaba veía perfectamente el interior de la habitación y pude seguir todos y cada uno de sus movimientos. Encendió las dos velas que estaban en la repisa de la chimenea y entonces procedió a levantar una esquina de la alfombra cerca de la puerta. De repente se paró y sacó una pieza cuadrada del entarimado, de esas que se dejan para que los fontaneros puedan acceder a los empalmes de las tuberías del gas. Esta cubría, de hecho, el empalme en forma de T donde se une la tubería que abastece de gas a la cocina, que está justo debajo de esa habitación. Sacó el cilindro de papel fuera del escondite, volvió a poner la pieza del entarimado, arregló la alfombra dejándola como estaba, apagó las velas, y cayó en mis brazos al estar yo esperándole bajo la ventana.
»Bueno, el señorito Joseph tiene más maldad de la que yo le hubiera adjudicado, sí, señor, mucha más. Se lanzó contra mí blandiendo el cuchillo y tuve que golpearle hasta tumbarle por dos veces, cortándome en los nudillos antes de dominarle. Cuando terminó la pelea parecía querer «asesinarme» con la mirada del único ojo que le había quedado sano, pero se atuvo a razones y soltó los papeles. Tras haberlos conseguido le dejé ir, pero esta mañana he telegrafiado a Forbes dándole una información completa. Si es lo suficientemente rápido y consigue cazar al pájaro, ¡tanto mejor! Pero si, como sospecho, el pájaro abandonó el nido antes de que él llegue, ¡pues bien, mucho mejor para el Gobierno! Imagino que Lord Holdhurst, por un lado, y el señor Percy Phelps, por otro, preferirían con mucho que el asunto no llegara nunca hasta un tribunal policial.
– ¡Dios mío! –dijo nuestro cliente con voz entrecortada–. ¿Está usted diciéndome que durante estas diez largas semanas de agonía los documentos robados estuvieron todo el rato conmigo en la misma habitación?
– Así fue.
– ¡Y Joseph! ¡Joseph un traidor y un ladrón!
– ¡Hum! Lamento tener que decirle que el carácter de Joseph es más profundo y peligroso de lo que uno juzgaría por su aspecto. Por lo que esta mañana he podido enterarme, he sacado la conclusión de que ha perdido mucho dinero por meterse sin saber nada en el mundo de la Bolsa, y está dispuesto a hacer cualquier cosa para sanear su fortuna. Como es un hombre totalmente egoísta, cuando se le presentó la ocasión, ni la felicidad de su hermana, ni la reputación de usted le hicieron detenerse.
Percy Phelps se hundió en la silla.
– La cabeza me da vueltas –dijo–, sus palabras me han mareado.
– La principal dificultad en su caso –observó Holmes, con el didactismo que le caracteriza– estaba en el hecho de que había demasiados datos. Lo que era vital estaba cubierto y oculto por lo irrelevante. De todos los hechos que se nos presentaron, tuvimos que escoger los que juzgamos esenciales y entonces juntarlos dándoles un orden con el fin de reconstruir esta especialísima cadena de acontecimientos. Yo ya había empezado a sospechar de Joseph a partir del hecho de que usted tenía la intención de viajar con él aquella noche y, por tanto, era bastante probable que, conociendo bien el Foreign Office como lo conocía, él hubiera ido a buscarle de camino. Cuando supe que había habido alguien que había intentado entrar en su dormitorio de un modo tan desesperado, en el cual nadie sino Joseph podía haber ocultado algo (usted nos había dicho en su relato cómo había echado a Joseph de la habitación la noche en que llegó con el doctor), mis sospechas se convirtieron en una certeza total, especialmente cuando el intento se hizo en la primera noche que la enfermera estaba ausente, lo cual mostraba que el intruso estaba bien informado de lo que sucedía en la casa.
– ¡Qué ciego he sido!
– Los hechos, hasta donde yo he podido descubrir, son éstos: Joseph Harrison entró en la oficina por la puerta de Charles Street y, como conocía el camino, se dirigió directamente a su habitación un momento después de que usted la hubiera abandonado. Al no encontrar a nadie allí, hizo sonar la campanilla y, al hacerlo, se fijó en el documento que estaba sobre la mesa. Con una sola mirada se dio cuenta de que la suerte había puesto en su camino un documento de inmenso valor y, sin perder un segundo, se lo metió en el bolsillo y se fue. Pasaron como usted recordará, unos cuantos minutos antes de que el portero le llamara a usted la atención sobre la campanilla, y éstos bastaron para darle al ladrón tiempo de escapar.
»Hizo el camino hasta Woking en el primer ten y, tras examinar su botín y asegurarse de que realmente tenía un inmenso valor, lo escondió en lo que pensó sería un lugar seguro, con la intención de volverlo a sacar en un día o dos y llevarlo a la Embajada francesa o a cualquier sitio que pensara que le harían un buen precio. Entonces vino su precipitado regreso. El, sin previo aviso, se vio obligado a abandonar su habitación y, desde ese momento, siempre hubo al menos dos personas para impedirle rescatar su tesoro. Debe de haber sido algo enloquecedor entrar en la habitación, pero su insomnio frustró este intento. Recordará usted que no tomó aquella noche su droga de costumbre.
– Lo recuerdo.
– Imagino que él había sus medidas para acrecentar la eficacia de la droga y que confiaba en que usted estuviera inconsciente. Por supuesto, me di cuenta de que repetiría el intento cuando pudiera llevarlo a cabo con seguridad. La posibilidad que andaba buscando se la proporcionó el hecho de que usted abandonara la habitación. Mantuve a la señorita Harrison allí durante todo el día, con el fin de que él no se nos anticipara. Tras esto, tras haberle hecho creer que no había moros en la costa, hice guardia del modo que les he descrito. Yo ya sabía que los documentos probablemente estaban en la habitación, pero no deseaba destrozar todo el entarimado y todo el zócalo en su búsqueda. Por tanto, dejé que él mismo los sacara del escondite, evitándome así muchos problemas. ¿Desean que les aclare algo más?
– ¿Por qué intentó entrar por la ventana en la primera ocasión –dije yo–, cuando podía haberlo hecho por la puerta?
– Hubiera tenido que pasar por delante de siete dormitorios para alcanzarla. Por otro lado, podía salir con facilidad al césped. ¿Algo más?
– ¿No piensa usted –preguntó Phelps– que tenía intenciones asesinas? Sólo se ha referido usted al cuchillo como herramienta.
– Puede ser –contestó Holmes encogiéndose de hombros–. Lo único que puedo decir con certeza es que el señor Joseph Harrison es un caballero a cuya clemencia por nada del mundo me encomendaría.

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