.

.

martes, 21 de mayo de 2013

El caso del esposo descontento - Agatha Christie


 

El caso del esposo descontento


Agatha Christie





No hay duda de que una de las mayores ventajas con que contaba mister Parker Pyne consistía en sus simpáticas maneras. Eran una maneras que invitaban a la confianza. Conocía muy bien la clase de parálisis que invadía a sus clientes tan pronto como atravesaban la puerta de su despacho. Y mister Parker Pyne se ocupaba de allanarles el camino para que hiciesen las necesarias revelaciones.
En la mañana a que nos referimos, se hallaba ante un nuevo cliente, un señor llamado Reginald Wade. Según dedujo inmediatamente, mister Wade pertenecía al tipo inarticulador: el tipo de personas que encuentran gran dificultad en expresar con palabras cualquier estado emocional o algo relacionado con él.
Era un hombre alto y ancho de hombros, con agradables ojos azules y una piel bastante curtida. Desde su asiento tiraba distraídamente de su pequeño bigote y miraba a mister Parker Pyne con todo el interés de un animal mudo.
—Vi su anuncio, ya comprende —dijo hablando a trompicones—. Pensé que podría probar suerte. Es una aventura extraña para mí, pero como uno nunca sabe, ¿no es verdad?
Mister Parker Pyne interpretó con acierto estas crípticas observaciones.
—Cuando las cosas van mal es cuando uno se siente dispuesto a probar fortuna.
—Éste es el caso. Éste es el caso, exactamente. Quiero probar suerte, cualquier clase de suerte. Las cosas me van mal, mister Parker Pyne. No sé qué hacer para remediarlo. Es un caso difícil, como comprenderá, endiabladamente difícil.
—Aquí —dijo mister Parker Pyne— es donde intervengo yo. ¡Yo lo que hay que hacer! Soy un especialista en todo género de disgustos humanos.
—Oh, yo diría... que es pretender mucho, eso.
—No, ciertamente. Los disgustos humanos pueden clasificarse en cinco grupos principales: la falta de salud, el tedio, las mujeres que sufren a causa de sus maridos, los maridos —e hizo una pausa— que sufren a causa de sus mujeres...
—En realidad, ha dado usted en el clavo. Ha acertado totalmente.
—Cuénteme esto —dijo mister Parker Pyne.
—No hay mucho que contar. Mi mujer quiere que acceda a divorciarme de ella para poder casarse con otro.
—Lo cierto es que éste es un caso muy frecuente en nuestros tiempos. Y usted, por lo que deduzco, no piensa igual que ella en este asunto.
—La quiero —dijo mister Wade sencillamente—. Ya lo ve usted, la quiero.
Aquella era una declaración sencilla y, en cierto modo, fría. Pero si mister Wade hubiera dicho:
«La adoro. Besaría el suelo que pisa. Me haría pedazos por ella», no hubiera resultado más explícito para mister Parker Pyne.
—No obstante, ya lo ve usted —continuó mister Wade—, ¿qué puedo hacer? Quiero decir que se siente uno tan desamparado... Si ella prefiere a ese otro individuo... bueno, uno tiene que aceptar su papel: apartarse y dejarla hacer.
—¿Lo que propone es que usted se divorcie de ella?
—Por supuesto. Yo no podría permitir que tuviese que arrastrarse por el tribunal de divorcios.
Mister Parker Pyne se quedó con aire pensativo.
—Pero viene usted a verme. ¿Por qué?
El otro le contestó con una risa vergonzosa:
—No lo sé. Ya lo ve usted, no soy un hombre hábil. No se me ocurren ideas. He pensado que usted podría... sugerirme alguna. Tengo seis meses de tiempo. Ella está conforme con esto. Si al cabo de esos seis meses sigue pensando lo mismo... bien, bien, entonces yo me retiro. He pensado que usted podría darme algunas indicaciones. En este momento, todo cuanto yo hago le molesta.
»Ya ve usted, mister Parker Pyne, que el asunto se reduce a lo siguiente: ¡no soy un chico listo! Me gusta jugar a fútbol, me gusta jugar un partido de golf o de tenis, no sirvo para la música y el arte y todas esas cosas. Mi mujer es inteligente: le gusta la pintura, la ópera y los conciertos y, naturalmente, se aburre conmigo. Ese otro individuo (un tipo desaliñado y de pelo largo) está versado en todas estas materias. Suele hablar de ellas. Y yo no sé. En cierto modo, puedo comprender que una mujer inteligente y bella esté harta de un borrico como yo.
Mister Parker Pyne gimió:
—Y hace que está usted casado ¿cuánto tiempo...? ¿Nueve años? Y supongo que adoptó esta actitud desde el principio. Es una equivocación, mi querido señor, ¡una equivocación desastrosa! No adopte nunca con una mujer una actitud de excusa. Ella le dará el valor que se dé uno mismo... y usted se lo habrá merecido. Debería haberse envanecido de sus proezas atléticas. Debería haber hablado del arte y de la música como «de todas esas tonterías que le gustan a mi mujer».
»Nunca debería lamentar ante ella el hecho de no ser capaz de practicar mejor los deportes. El espíritu humilde, mi querido señor, ¡es un disolvente en el matrimonio! No puede esperarse de ninguna mujer que lo resista. No es extraño que su esposa no lo haya resistido.
Mister Wade estaba mirándolo desconcertado.
—Bien —dijo—. ¿Qué cree usted que debería hacer?
—Ésta es ciertamente la cuestión. Sea lo que sea lo que debería haber hecho hace nueve años es demasiado tarde para hacerlo ahora. Hay que adoptar una nueva táctica. ¿Ha tenido alguna vez aventuras con otras mujeres?
—No, ninguna aventura.
—Quizás hubiera debido decir algún ligero galanteo...
—Nunca me han interesado mucho las mujeres.
—Es un error. Debe usted empezar ahora.
Mister Wade pareció alarmado.
—Oh, escuche, no podría, de verdad. Quiero decir...
—Esto no le ocasionará dificultades. La interesada será una mujer de mi propio personal. Ella le dirá lo que se requiere de usted, y queda entendido que cualquier atención que tenga usted con ella responderá únicamente a lo pactado.
Mister Wade pareció reanimarse.
—Esto está mejor. Pero ¿cree usted realmente...? Quiero decir que me parece que esto sólo aumentará el deseo de Iris de librarse de mí.
—No entiende usted la naturaleza humana, mister Wade. Y menos aún la naturaleza humana femenina. En este momento y desde el punto de vista femenino, usted es puramente un deshecho. Nadie le quiere. ¿Para qué le sirve a una mujer una cosa que nadie quiere? Para nada en absoluto. Pero considere el caso bajo otro ángulo. Suponga que su mujer descubre que está usted deseando recobrar la libertad tanto como ella...
—Debería quedar complacida.
—Debería, quizás, pero ¡no quedará complacida! Por otra parte, vería que había usted atraído a otra joven encantadora... a una muchacha que ha elegido a su gusto. Inmediatamente, su papel queda en alza. Su esposa sabe que todas sus propias amigas dirán que estaba usted cansado de ella y que quería casarse con una mujer más atractiva. Esto le molestará.
—¿Lo cree así?
—Estoy seguro de ello. Usted no será ya «ese pobre Reggie». Usted será «ese pícaro de Reggie». ¡La diferencia es inmensa! Sin abandonar al otro, querrá, sin duda, intentar conquistarlo a usted. Y usted no querrá ser reconquistado. Usted se mostrará inteligente y le repetirá sus propios argumentos: «Es mucho mejor que nos separemos.» «Nuestros temperamentos no se avienen.» Usted comprenderá que, aunque sea cierto que nunca la había entendido, como ella le decía, también lo es que ella nunca le había entendido a usted. Pero no necesitamos profundizar ahora en este punto. Recibirá instrucciones completas a su debido tiempo.
—¿Cree verdaderamente que este plan de usted hará un milagro?
—No diré que estoy absolutamente seguro de ello —contestó mister Parker Pyne cautamente—. Cabe la posibilidad de que su esposa esté tan perdidamente enamorada de ese otro hombre que no le afecte ya nada de lo que usted pueda decir o hacer, pero esto lo considero improbable. Lo probable es que haya sido arrastrada a esta aventura por tedio... el tedio de la atmósfera de devoción incondicional y de absoluta fidelidad con que tan imprudentemente la ha rodeado usted. Si sigue mis instrucciones, me atreveré a decir que tiene a su favor un noventa y siete por ciento de probabilidades.
—Perfectamente, ¿cuánto...?
—Mis honorarios son doscientas guineas por adelantado.
Mister Wade sacó un talonario de cheques.



El jardín de Lorrimer Court era delicioso bajo el sol de la tarde. Iris Wade, recostada en su larga tumbona, formaba una admirable mancha de color. Iba vestida con delicados tonos malva y, gracias a su hábil maquillaje, lograba aparentar mucho menos de los treinta y cinco años que tenía.
Estaba hablando con su amiga, Mrs. Massington, que siempre simpatizaba con ella. Las dos damas sufrían la aflicción de unos esposos atléticos que sólo hablaban de acciones y obligaciones o de golf.
—...y así, una aprende a vivir y a dejar vivir —acabó diciendo Iris.
—Eres admirable, querida —dijo Mrs. Massington, y añadió con prisa excesiva—: Dime quién es esa muchacha...
Iris levantó un hombro con gesto fatigado,
—¡No me lo preguntes! Reggie la ha encontrado. ¡Es la amiguita de Reggie! ¿Has visto algo más divertido? Ya sabes que, por lo general, nunca mira a las mujeres. Se me acercó y tosió y tartamudeó, y me dijo por fin que deseaba invitar a esta señorita De Sara a pasar aquí el fin de semana. Por supuesto, me eché a reír... no pude evitarlo. ¡Reggie, ya sabes! Bueno: aquí la tiene.
—¿Dónde la ha conocido?
—No lo sé. Ha sido muy vago sobre todo este asunto que se trae entre manos.
—Quizás hacía algún tiempo que la trataba.
—Oh, no lo creo —dijo Mrs. Wade—. Naturalmente —continuó—, esto me encanta... me encanta, sencillamente. Quiero decir que simplifica mucho las cosas para mí, tal como están. Porque Reggie me había dado pena... ¡Es tan infeliz! Esto es lo que estaba siempre diciéndole a Sinclair... que le daría mucha pena a Reggie. Pero él insistía en que Reggie se consolaría pronto, y parece que tenía razón. Hace dos días hubiera dicho que Reggie estaba desesperado, ¡y ahora quiere tener aquí a esta muchacha! Como te lo digo, estoy entretenida. Me gusta ver cómo Reggie se divierte. Imagino que el pobre muchacho creyó que iba a ponerme celosa. ¿Has oído algo más absurdo? Y le dije: «Por supuesto que puedes invitar a esa señorita.» ¡Pobre Reggie! ¡Como si una muchacha así pudiera enamorarse de él! Esa chica está divirtiéndose y nada más.
—Es muy atractiva —dijo Mrs. Massington—. Casi hasta un extremo peligroso, si sabes lo que quiero decir. La clase de muchacha que sólo piensa en que la cortejen los hombres. En cierto modo, me parece que no puede ser una chica decente.
—Lo probable es que no lo sea —dijo Mrs. Wade.
—Viste maravillosamente —observó Mrs. Massington.
—De un modo casi demasiado exótico, ¿no te parece?
—Pero muy costoso.
—Opulento. Su aspecto es demasiado radiante y opulento.
—Por ahí vienen —dijo Mrs. Massington.
Madeleine de Sara y Reggie Wade se acercaban cruzando el césped. Estaban riendo y hablando, y parecían muy alegres. Madeleine se dejó caer en una silla, se quitó la boina que llevaba y se pasó las manos por los exquisitos rizos oscuros. No podía negarse que era una mujer hermosa.
—Hemos tenido una tarde tan maravillosa... —exclamó—. Estoy muy acalorada. Debo de estar horrible.
Reggie Wade hizo un movimiento nervioso al oír la pista que se le daba.
—Parece usted... parece usted... —y dejó escapar una risita—. No quiero decir lo que parece —dijo por fin.
Los ojos de Madeleine buscaron los suyos. Su mirada reflejó una total comprensión. Mrs. Massington, muy atenta, lo advirtió rápidamente.
—Debería usted jugar a golf —dijo Madeleine a la dueña de la casa—. No sabe lo que se pierde. ¿Por qué no se anima? Tengo una amiga que lo ha hecho y ha llegado a jugar muy bien, y tenía mucha más edad que usted.
—No me gusta este tipo de diversiones —contestó Iris fríamente.
—¿No tiene disposición para los deportes? ¡Qué lástima para usted! Esto le hace a una persona sentirse descentrada. Pero de verdad, Mrs. Wade, los métodos para aprender son ahora tan buenos que no hay casi nadie que no pueda jugar bien. Yo adelanté mucho en tenis el verano pasado. Desde luego, no sirvo para el golf.
—¡Qué tontería! —protestó Reggie—. Lo único que necesita es que la guíen. Recuerde cómo le han salido esos golpes maravillosos esta tarde.
—Porque usted me ha enseñado la manera de hacerlo. Es un maestro admirable. Hay muchas personas que, sencillamente, no saben enseñar. Pero usted tiene ese don. Debe ser maravilloso estar en su lugar... sabe comunicar lo que quiere.
—Tonterías. No tengo esa habilidad... no sirvo para nada. —Reggie se sentía confundido.
—Debe usted estar muy orgullosa de él —dijo Madeleine, volviéndose hacia Mrs. Wade—. ¿Cómo se las ha arreglado para retenerlo todos estos años? Debe haber sido muy lista. ¿O es que lo tenía escondido?
La dueña de la casa no contestó, limitándose a levantar su libro con una mano que temblaba.
Reggie murmuró algo sobre cambiarse de ropa y se alejó de allí.
—Creo sinceramente que es mucha amabilidad por su parte tenerme aquí —dijo Madeleine—. Algunas mujeres miran con tanta suspicacia a las amigas de sus maridos... Yo pienso que los celos son absurdos, ¿no le parece?
—Así lo creo, efectivamente. Nunca soñaría con estar celosa de Reggie.
—¡Es usted admirable! Porque cualquiera puede ver que es un hombre enormemente atractivo para las mujeres. Me causó desazón saber que estaba casado. ¿Por qué quedan atrapados tan jóvenes todos los hombres atractivos?
—Me complace ver que encuentra usted tan atractivo a Reggie —dijo Mrs. Wade.
—¿No es verdad que lo es? Tan bien parecido y tan impresionantemente hábil en todos los deportes. Y esa fingida indiferencia suya hacia las mujeres... Esto nos estimula, naturalmente.
—Supongo que tiene usted muchos amigos.
—Oh, sí. Me gustan más los hombres que las mujeres. Las mujeres no se muestran nunca verdaderamente amables conmigo. No puedo imaginar por qué razón.
—Quizás es usted demasiado amable con sus maridos —dijo Mrs. Massington, riéndose con retintín.
—Bien, una siente a veces lástima por otras personas. Hay tantos hombres simpáticos unidos a mujeres aburridas... Me refiero, ya me entiende, a esas mujeres artistas y sabihondas. Naturalmente, los hombres desean tener a alguien joven y alegre con quien hablar. Pienso que las ideas modernas sobre el matrimonio y el divorcio responden a esta opinión: a la opinión de rehacer la vida con una persona que comparta los gustos e ideas del interesado. Y las mujeres sabihondas, por su parte, pensarán en rehacerla con individuos melenudos que les den satisfacción. ¿No le parece a usted bueno este plan, Mrs. Wade?
—Ciertamente.
En la conciencia de Madeleine pareció penetrar una cierta frialdad que había impregnado aquella atmósfera. Murmuró una frase sobre su deseo de cambiarse de ropa para el té y las dejó.
—Esas muchachas modernas son unas criaturas detestables —dijo Mrs. Wade—. No hay ni una sola idea en sus cabezas.
—Ésta si que tiene una idea en la suya, Iris —dijo Mrs. Massington—. Está enamorada de Reggie.
—¡Qué disparate!
—Lo está. He visto cómo lo ha mirado hace un momento. No le importa un comino que esté o no casado. Se propone tenerlo para ella. Esto me parece repugnante.
Mrs. Wade guardó silencio por un momento. Luego dejó oír una risa incierta.
—Después de todo —dijo—, ¿qué importa?
Poco después, Mrs. Wade subió también la escalera. Su esposo se cambiaba de traje en el vestuario. Estaba cantando.
—¿Te has divertido, querido? —dijo Mrs. Iris Wade.
—Oh, ejem... Sí, me he divertido.
—Me alegro. Quiero que estés contento.
Su esposo asintió.
—Sí, no me quejo.
Reggie Wade no se distinguía por su aptitud para desempeñar papeles, pero, tal como vinieron las cosas, la fuerte turbación que le daba la idea de que estaba desempeñando el suyo, prestó el mismo servicio. Evitaba la mirada de su mujer y se sobresaltaba cuando ésta le hablaba. Se sentía avergonzado y no podía soportar la escena. Nada hubiera podido producir mejor el efecto deseado. Era la viva imagen de la culpa consciente.
—¿Cuánto tiempo hace que la conoces? —preguntó de repente Mrs. Wade.
—¡Eh! ¿A quién?
—A miss De Sara, naturalmente.
—Bien, no tengo idea. Quiero decir... hace algún tiempo.
—¿De verdad? Nunca me la habías nombrado antes de ahora.
—¿No? Me figuro que me olvidé.
—¡Vaya si te olvidaste! —exclamó Mrs. Wade. Y se alejó con un rumor de ropa malva.
Después del té, Mr. Wade mostró a miss De Sara el jardín de rosas. Cruzaron el césped dándose cuenta de que tenían dos pares de ojos clavados en sus espaldas.
—Escuche —dijo mister Wade, desahogándose, cuando estuvieron en aquel jardín a cubierto de toda mirada—. Escuche, me parece que tendremos que dejar esto. Hace un momento que mi esposa me ha mirado igual que si me odiase.
—No se inquiete —contestó Madeleine—. Todo va bien.
—¿Lo cree usted? Quiero decir que no deseo ponerla contra mí. A la hora del té ha dicho varias cosas desagradables.
—Todo va bien —repitió Madeleine—. Se porta usted espléndidamente.
—¿De verdad lo cree así?
—Sí —y continuó en voz más baja—: Su esposa está dando la vuelta a la terraza. Quiere ver lo que estamos haciendo. Es mejor que me bese.
—¡Oh! —exclamó mister Wade nerviosamente—. ¿Debo hacerlo? Quiero decir...
—¡Béseme! —dijo Madeleine fieramente.
Mister Wade la besó. La falta de ímpetu en él fue remediada por ella. Madeleine le rodeó con sus brazos. Mister Wade se tambaleó.
—¡Oh! —exclamó de nuevo.
—¿Le repugna esto mucho? —preguntó Madeleine.
—No, claro que no —contestó mister Wade galantemente—. Es que... es que me ha cogido por sorpresa —y añadió con anhelo—: ¿Cree usted que hemos estado bastante tiempo en el jardín de rosas?
—Así lo creo —dijo Madeleine—. Hemos hecho aquí un poco de trabajo fino.
Volvieron al césped. Mrs. Massington les informó de que Mrs. Wade había ido a echarse.
Más tarde, mister Wade se acercó a Madeleine con la turbación pintada en el rostro.
—Se encuentra en un estado horrible... histérica.
—Muy bien.
—Vio como la besaba a usted.
—Bueno, nuestra intención era que lo viese.
—Ya lo sé, pero yo no podía decirle esto, ¿no es verdad? No he sabido qué contestarle. He dicho que, sencillamente, ocurrió así.
—Excelente.
—Ha dicho que usted estaba intrigando para casarse conmigo y que no era una joven de buena conducta. Esto me ha trastornado... Me ha parecido una cosa tan injusta... quiero decir, cuando en realidad usted no hace más que desempeñar su papel. Le he contestado que tenía el mayor respeto por usted, que lo que ella decía no era verdad, y me temo que me he enojado un poco cuando ha continuado luego con lo mismo.
—¡Magnífico!
—Y luego me ha dicho que se marchaba. Que no quiere ni volver a dirigirme la palabra. Y ha hablado de hacer las maletas y dejar esta casa —concluyó con expresión de desmayo.
Madeleine sonrió.
—Yo le diré lo que ha de contestar a eso. Dígale que usted es quien debe marcharse, que va a preparar el equipaje para irse a la ciudad.
—¡Pero es que yo no quiero irme!
—Perfectamente. No se irá. Su esposa no podrá soportar la idea de que esté divirtiéndose en Londres.



A la mañana siguiente, Reggie Wade tenía un nuevo boletín que comunicar.
—Dice que ha estado pensándolo bien y que no es justo marcharse cuando accedió a esperar seis meses. Pero que, como yo tengo aquí a mis amigos, no sabe por qué ella no ha de tener a los suyos. E invita a Sinclair Jordan.
—¿Es ése su pretendiente?
—Sí, ¡y que me condene si lo recibo en mi casa!
—Debe recibirlo —dijo Madeleine—. No se preocupe. Yo me encargo de él. Dígale a su esposa que, teniéndolo todo en cuenta, no le importa que venga y que usted sabe que a ella no le importará tampoco que me invite a mí a continuar aquí también.
—¡Oh, querida! —suspiró mister Wade.
—Y ahora, no se desanime —dijo Madeleine—. Todo va espléndidamente. Otros quince días... y todos sus disgustos habrán terminado.
—¿Quince días? ¿Realmente lo cree así? —preguntó mister Wade.
—¿Si lo creo así? Estoy segura de ello —contestó Madeleine.



Una semana más tarde Madeleine de Sara entró en el despacho de mister Parker Pyne y se dejó caer abrumada en el sillón.
—¡Entra la reina de las vampiresas! —dijo mister Parker Pyne sonriendo.
—¡De las vampiresas! —repitió Madeleine. Y dejó oír una risa hueca— Nunca me había costado tanto trabajo ser vampiresa. ¡Este hombre está obsesionado con su mujer! Es una enfermedad.
—Sí, verdaderamente —dijo mister Parker Pyne sonriendo—. Bueno, en cierto modo, esto ha facilitado su misión. Yo no expondría a todos los hombres tan alegremente a los efectos de su fascinación, mi querida Madeleine.
La muchacha se echó a reír.
—¡Si supiera usted lo que me costó conseguir que me besara, como si no le gustase!
—Una nueva experiencia para usted, querida. Bien, ¿ha llevado a buen término su misión?
—Sí, creo que todo ha ido bien. Anoche tuvimos una escena tremenda. Vamos a ver: mi último informe, ¿es de hace tres días?
—Sí.
—Pues bien, como le dije, me bastó con mirar una vez a ese miserable gusano de Sinclair Jordan. Ya no pude quitármelo más de encima, especialmente porque, a juzgar por mi ropa, creyó que tenía dinero. Mrs. Wade estaba furiosa, por supuesto, viendo a sus dos hombres danzando a mi alrededor. Pronto mostré adonde iban mis preferencias. Me burlé de Sinclair Jordan en sus propias barbas y en presencia de ella. Me reí de su ropa y de sus cabellos largos, y señalé la circunstancia de que las rodillas se le juntaban al andar.
—Excelente táctica —dijo mister Parker Pyne con una mirada de aprobación.
—La bomba estalló anoche. Mrs. Wade se puso en evidencia. Me acusó de haber dividido su hogar. Reggie Wade mencionó el asuntillo de Sinclair Jordan. Ella dijo que no era más que el resultado de su desdicha y de su soledad. Que hacía algún tiempo que había advertido el alejamiento de su esposo, pero que no se había formado idea alguna de su causa. Dijo que habían sido siempre muy felices, que ella le adoraba y él lo sabía, y que le quería a él y sólo a él.
»Yo dije que era demasiado tarde para esto. Mister Wade siguió espléndidamente las instrucciones que tenía. ¡Dijo que aquello no le importaba nada! ¡Que iba a casarse conmigo! Mrs. Wade podía quedarse con su Sinclair tan pronto como quisiera. No había razón para que no se entablase el divorcio inmediatamente. Era absurdo esperar seis meses.
»Dijo, además, que dentro de pocos días ella tendría la prueba necesaria y podría instruir a sus abogados. Y dijo que no podía vivir sin mí. Entonces Mrs. Wade se llevó las manos al pecho y habló de su corazón débil, y tuvieron que llevarle un poco de brandy. Él no cedió. Esta mañana ha venido a Londres y no dudo de que esta vez habrá salido tras él.
—Así pues, todo va bien —dijo mister Parker Pyne con animación—. Un caso muy satisfactorio.
En aquel momento se abrió la puerta y apareció en ella Reggie Wade.
—¿Está aquí? —preguntó entrando en la habitación—. ¿Dónde está? —y, habiendo visto a Madeleine, la cogió de ambas manos—. ¡Querida, querida, querida! Ya comprendiste, ¿no es verdad?, que ayer por la noche hablé en serio... que iba en serio lo que le dije a Iris... No sé cómo he estado ciego tanto tiempo. Pero no lo estoy desde hace tres días.
—Si comprendí, ¿qué?
—Que te adoraba, que no había para mí en el mundo ninguna mujer más que tú. Iris puede tener su divorcio y cuando esto esté solucionado te casarás conmigo, ¿no es verdad? Dime que sí, Madeleine, te adoro.
Y acababa de tomar en sus brazos a la paralizada Madeleine cuando se abrió de nuevo la puerta para dar paso a una mujer delgada y vestida de verde con cierto desaliño.
—¡Me lo he figurado! —exclamó la recién llegada—. ¡Te he seguido! ¡Sabía que irías a buscarla!
—Puedo asegurarle a usted... —empezó a decir mister Parker Pyne, restableciéndose de la estupefacción que le había sobrecogido.
Sin escucharle, la intrusa se adelantó, exclamando:
—¡Oh, Reggie! ¡No puedes querer destrozar mi corazón! ¡Vuelve! No diré una palabra sobre todo esto. Aprenderé a jugar a golf. No tendré ningún amigo que tú no apruebes. Después de todos estos años de felicidad...
—Nunca había sido feliz hasta ahora —dijo mister Wade, mirando aún a Madeleine—. Al diablo con todo esto, Iris: ¿no querías casarte con ese borrico de Jordan? ¿Por qué no te casas con él?
Mrs. Wade lanzó un gemido y replicó:
—¡Le odio! ¡No quiero ni verlo! —y continuó, volviéndose a Madeleine—: ¡Mujer perversa! ¡Horrible vampiresa...! Me has robado a mi marido.
—¡Madeleine! —exclamó mister Wade, que la miraba con angustia.
Pero ésta contestó:
—Hágame el favor de marcharse.
—Pero, escúchame: esto no es comedia. Te lo digo en serio.
—¡Oh, márchese! —repitió Madeleine ya histérica—. ¡Márchese!
Reggie se encaminó hacia la puerta de mala gana.
—Volveré —le avisó—. No has terminado conmigo —y salió dando un portazo.
—¡Las muchachas como usted deberían ser azotadas y marcadas al fuego! —exclamó Mrs. Wade—. Reggie siempre había sido un ángel para mí hasta que usted vino y ahora ha cambiado de tal modo que no lo conozco —y con un sollozo, corrió tras de su marido.
Madeleine y mister Parker Pyne se miraron.
—No lo puedo evitar —dijo ella con desamparo—. Es un hombre muy agradable... y simpático, pero no quiero casarme con él. Yo no tenía idea de todo esto. ¡Si usted supiera lo que me costó hacer que me besara!
—¡Ejem! —dijo mister Parker Pyne—. Siento tener que admitirlo, pero he cometido una equivocación.
Y, moviendo la cabeza tristemente, acercó la carpeta de mister Wade y escribió en ella:

FRACASO debido a causas naturales.
P. D. Se tenían que haber previsto.

El Caso Del Empleado De La City - Agatha Christie


 

 

El Caso Del Empleado De La City


Agatha Christie





Mister Parker Pyne se recostó con aire pensativo en su sillón giratorio y estudió a su visitante. Vio a un hombre pequeño y macizo, de cuarenta y cinco años, de ojos melancólicos, inciertos y tímidos, que le miraban con una especie de ansiosa esperanza.
—Vi su anuncio en el diario —dijo éste nerviosamente.
—¿Tiene usted algún problema, Mr. Roberts?
—No... no es un problema exactamente.
—¿Es usted infeliz?
—Tampoco podría decir que se trate de esto. Tengo mucho que agradecer a mi suerte.
—Todos tenemos... —dijo mister Parker Pyne—. Pero es mala señal cuando tenemos que acordarnos de ello.
—Lo sé —dijo el hombrecillo con ansiedad—. ¡Es esto exactamente! Ha dado usted en el clavo, señor mío.
—¿Y si me hablase de su propia vida? —propuso mister Parker Pyne.
—No hay mucho que contar, señor. Como le he dicho, no puedo quejarme de mi suerte. Tengo trabajo, me las he arreglado para ahorrar algo de dinero, mis hijos son fuertes y estamos sanos.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere?
—Yo... no lo sé —contestó poniéndose colorado—. Me figuro que esto parece una tontería.
—De ningún modo —afirmó mister Parker Pyne.
Mediante hábiles preguntas fue obteniendo nuevas confidencias. Se enteró del empleo de mister Roberts en una casa bien conocida y de sus ascensos, lentos pero no interrumpidos. Quedó informado de su patrimonio, de sus luchas para dar a su vida un aspecto decente, para educar a los hijos y hacer que crecieran sanos, de sus actividades y proyectos, de sus sacrificios para poder ahorrar una cuantas libras cada año. Oyó, en efecto, el poema de una existencia de incesante esfuerzo para sobrevivir.
—Y bien, ya ve usted cómo están las cosas —confesó mister Roberts—. Mi mujer está fuera, con los dos niños pequeños, pasando unos días en compañía de su madre. Un pequeño cambio para los niños y un descanso para ella. Allí no queda sitio para mí y resultaría demasiado caro irme a otra parte. Y encontrándome solo, he leído el diario y he visto su anuncio, que me ha hecho pensar. Tengo cuarenta y ocho años. Se me ha ocurrido... Por todas partes pasan cosas —terminó mister Roberts, con ojos en los que se reflejaba toda su anhelante alma suburbana.
—¿Y desea usted —dijo mister Parker Pyne— vivir gloriosamente durante diez minutos?
—Bueno, yo no lo hubiera expresado así. Pero quizás tiene usted razón. Salir, únicamente, de las roderas. Después volvería a ellas agradecido... con algo en que pensar —y miró al otro hombre con ansiedad—. ¿Debo suponer que esto no es posible, señor? Me temo... Me temo que no podría pagar mucho.
—¿Cuánto puede usted gastar?
—Podría arreglármelas para pagar cinco libras —y esperó la contestación desalentado.
—Cinco libras —dijo mister Parker Pyne—. Me imagino que quizás podríamos hacer algo por cinco libras. ¿Tiene usted reparo en correr un peligro? —añadió con viveza.
El pálido rostro de mister Roberts se coloreó ligeramente.
—¿Peligro, ha dicho usted? Oh, no, ningún reparo... Nunca he hecho nada que fuese peligroso.
Mister Parker Pyne sonrió.
—Venga a verme mañana y le diré lo que puedo hacer por usted.



El «Bon Voyageur» es una hostería poco conocida: un restaurante frecuentado por unos cuantos parroquianos. No les gustaban allí las caras nuevas.
Al «Bon Voyageur» se dirigió mister Parker Pyne, que fue reconocido y recibido respetuosamente.
—¿Está aquí mister Bonnington? —preguntó.
—Sí, señor, en su mesa de costumbre.
—Bien, iré a reunirme con él.
Mister Bonnington era un caballero de aspecto militar, con el rostro algo bovino. Y recibió a su amigo con satisfacción.
—Hola, Parker. Le veo a usted muy poco últimamente. No sabía que venía aquí.
—Vengo de vez en cuando, especialmente cuando quiero encontrar a un viejo amigo.
—¿Se refiere a mí?
—Me refiero a usted. El caso es, Lucas, que he estado pensando en lo que hablamos el otro día.
—¿El asunto Peterfield? ¿Ha visto las últimas noticias en los diarios? No, no puede haberlas visto. No saldrán hasta esta tarde.
—¿Qué noticias son éstas?
—Peterfield fue asesinado ayer por la noche —dijo mister Bonnington comiendo ensalada plácidamente.
—¡Cielo santo! —exclamó mister Pyne.
—Oh, eso no me sorprende —dijo mister Bonnington—. Peterfield era testarudo como él solo. No quiso escucharnos. Insistió en conservar los planos en su poder.
—¿Se los han cogido?
—No, parece que alguna mujer fue por allí y le dio al profesor una receta para cocer el jamón. Y el gran borrico, distraído como de costumbre, guardó la receta en la caja fuerte y los planos en la cocina.
—Qué suerte.
—Casi providencial. Pero no sé todavía quien va a llevarlos a Ginebra. Maitland está en el hospital. Carslake está en Berlín. Yo no puedo marcharme. Lo que significa que sólo queda el joven Hooper —y miró a su amigo.
—¿Sigue usted pensando igual? —preguntó mister Parker Pyne.
—En absoluto. ¡Ha sido sobornado! Lo sé. No tengo ni una sombra de prueba, ¡pero le digo a usted, Parker, que conozco cuando un tipo es falso! Y necesito que estos planos lleguen a Ginebra. Por primera vez no va a ser vendido un invento a una nación. Va a ser entregado voluntariamente. Es la más bella tentativa que se haya hecho nunca en favor de la paz, y es preciso que se lleve a buen término. Y Hooper es un traidor. Ya lo verá usted, ¡lo narcotizarán en el tren! Si viaja por aire, ¡el avión tomará tierra en algún lugar conveniente! Pero, ¡maldita sea!, no puedo callarme. La disciplina. ¡Hemos de tener disciplina! Por esto le pregunté a usted el otro día...
—Me preguntó si conocía a alguien.
—Sí, pensé que podía conocer a alguien, dada la naturaleza de su trabajo. Algún valiente con ganas de pelear. Cualquiera que yo envíe tiene muchas probabilidades de no llegar vivo. El que me dé usted no es fácil que se haga sospechoso. Pero ha de ser valiente.
—Me parece que conozco a alguien que le servirá.
—Gracias a Dios, aún quedan muchachos dispuestos a correr un riesgo. Bien, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo mister Parker Pyne.



Mister Parker Pyne estaba resumiendo sus instrucciones.
—Vamos a ver, ¿está todo bien claro? Irá usted a Ginebra en un coche-cama de primera clase.
Saldrá de Londres a las diez cuarenta y cinco. Irá vía Folkestone a Boulogne, donde tomará aquel tren. Llegará a Ginebra a las ocho de la mañana siguiente. Aquí tiene la dirección del lugar donde se presentará. Haga el favor de aprendérsela de memoria, porque destruiré el papel. Vaya después a este hotel y espere nuevas instrucciones. Aquí hay dinero suficiente en billetes y monedas francesas y suizas. ¿Me comprende?
—Sí, señor —contestó Roberts con los ojos brillantes de excitación—. Perdóneme, pero, ¿me está permitido saber algo... de lo que voy a llevar?
—Va a llevar un mensaje cifrado que revela el lugar secreto donde están escondidas las joyas de la corona de Rusia —dijo solamente—. Debe comprender, desde luego, que los agentes bolcheviques estarán alerta para cerrarle el paso. Si le es necesario hablar de sí mismo, yo le recomendaría que dijese que ha recibido algún dinero y ha decidido disfrutar unas cortas vacaciones en el extranjero.



Mister Roberts bebió a sorbos una taza de café y paseó la mirada por el lago Leman. Era feliz, pero, al mismo tiempo, se sentía desilusionado.
Era feliz porque, por primera vez en su vida, se hallaba en un país extranjero. Además, se alojaba en el tipo de hotel en que no volvería a alojarse nunca, ¡y ni por un momento tenía que preocuparse por el dinero! Tenía un dormitorio con cuarto de baño propio, deliciosas comidas y un servicio atento. Ciertamente, todas estas cosas causaban gran satisfacción a mister Roberts.
Pero se sentía desilusionado porque, hasta aquel momento, no le había ocurrido nada que mereciese el nombre de aventura. No había encontrado en su camino bolcheviques disfrazados ni rusos misteriosos. El único ser humano con quien había tratado era un viajante de comercio francés que iba en el mismo tren y había charlado agradablemente con él en un inglés excelente. Había ocultado los papeles en el hueco de la esponja, como se le había encargado que hiciera, y los había entregado según las instrucciones recibidas. No se le había presentado ninguna situación peligrosa ni había tenido que salvar la vida de milagro. Mister Roberts estaba desilusionado.
Fue en aquel momento cuando un hombre alto y barbudo murmuró la palabra «Pardon» y se sentó al otro lado de su mesilla.
—Usted me excusará —dijo el recién llegado—, pero creo que conoce usted a un amigo mío. Sus iniciales son P.P.
Mister Roberts sintió un agradable estremecimiento. Allí estaba por fin el ruso misterioso.
—Muy... cierto —dijo.
—Entonces, creo que nos entenderemos.
Mister Roberts le dirigió una mirada escrutadora. Esto se parecía mucho más a la verdadera aventura. El desconocido era un hombre de unos cincuenta años y de aspecto distinguido, aunque extranjero. Usaba un monóculo y ostentaba en el ojal una cintita de color.
—Ha desempeñado usted su misión del modo más satisfactorio —le dijo el desconocido—. ¿Se encuentra dispuesto a emprender otra?
—Ciertamente. Oh, sí.
—Muy bien. Comprará usted un billete para el coche-cama del tren Ginebra-París de mañana por la noche. Pedirá la litera número nueve.
—¿Y si no estuviese libre?
—Estará libre. Ya se habrán cuidado de que esté libre.
—Litera número nueve —repitió Roberts—. Sí, lo recordaré.
—Durante el curso de su viaje, alguien le dirá: «Pardon, monsieur, creo que estuvo usted hace poco en Grasse.» A lo que usted contestará: «Sí, el mes pasado.» Aquella persona le dirá entonces: «¿Está usted interesado en los perfumes?» Y usted contestará: «Sí, soy fabricante de una esencia sintética de jazmín.» Después de lo cual, se pondrá enteramente a la disposición de la persona que le habrá hablado. A propósito, ¿va usted armado?
—No —contestó mister Roberts agitado—. No, nunca pensé... Es decir...
—Esto tiene fácil remedio —dijo el hombre barbudo. Y miró a su alrededor. No había nadie cerca. Mister Roberts se encontró en la mano algo duro y brillante—. Un arma pequeña, pero eficaz —añadió el desconocido sonriendo.
Mister Roberts, que no había disparado un revólver en toda su vida, lo metió con cuidado en su bolsillo, con la desagradable sensación de que el tiro podía salir en cualquier momento.
Repasaron las frases que servirían de santo y seña, y el nuevo amigo de mister Roberts se levantó.
—Le deseo buena suerte —dijo—. Que llegue al final sin contratiempos. Es usted un hombre valiente, mister Roberts.
«¿De veras lo soy?», pensó Roberts cuando el otro se hubo marchado. «Estoy seguro de que no deseo que me maten. Eso no me convendría de ningún modo.»
Por su columna vertebral corrió un agradable estremecimiento, ligeramente deslucido por otro que no lo era tanto.
Pasó a su habitación y examinó el arma. No estaba aún seguro sobre el modo de accionar su mecanismo y esperó no verse en la necesidad de usarlo.
Luego, salió para comprar su billete de ferrocarril.
El tren salía de Ginebra a las nueve y treinta. Roberts llegó a la estación con suficiente anticipación. El empleado tomó su billete y pasaporte, y se hizo a un lado mientras un mozo colocaba su maleta en la red. Había allí otro equipaje: una maleta de piel de cerdo y un maletín.
—El número nueve es la litera de abajo —dijo el empleado.
Al volverse Roberts para dejar el coche, tropezó con un hombre grueso que entraba. Los dos se apartaron con frases de excusa, las de Roberts en inglés y las del extranjero en francés.
Era un hombre corpulento, con la cabeza afeitada y gafas de espesos cristales por los que sus ojos parecían dirigir miradas suspicaces.
«Un tipo formidable», dijo Roberts para sí mismo.
Este compañero de viaje le resultaba algo siniestro. ¿Le habrían dicho a él que tomase la litera número nueve sólo para que le vigilase? E imaginó que podía ser así.
Volvió al pasillo. Faltaban aún diez minutos para la hora de la partida y pensó que podía pasear un poco por el andén. A mitad del pasillo retrocedió para hacerle sitio a una dama que acababa de subir al tren y venía precedida por el empleado del coche, que llevaba el billete en la mano. Al pasar por delante de Roberts, dejó caer su bolso. Este lo recogió y se lo entregó.
—Gracias, monsieur —hablaba en inglés, pero tenía acento extranjero y una voz grave, hermosa y seductora—. Pardon, monsieur, creo que estuvo usted hace poco en Grasse.
El corazón de Roberts dio un salto excitado. Tenía que ponerse a la disposición de aquella adorable criatura... porque era, efectivamente, adorable: de eso no cabía duda. No sólo adorable, sino también aristocrática y opulenta. Llevaba un abrigo de pieles y un elegante sombrero. Rodeaba su cuello un collar de perlas. Era morena y sus labios escarlatas.
Roberts le dio la respuesta acordada:
—Sí, el mes pasado.
—¿Está usted interesado en los perfumes?
—Sí, soy fabricante de una esencia sintética de jazmín.
Ella bajó la cabeza y continuó su camino dejando tras de sí un ligero murmullo:
—En el corredor, tan pronto como el tren arranque.
A Roberts los diez minutos siguientes le parecieron un siglo. Por fin el tren arrancó y él se puso a caminar despacio por el corredor. La dama del abrigo de pieles estaba luchando con una ventanilla. Él se apresuró a ayudarla.
—Gracias, monsieur. Sólo un poco de aire antes de que insistan en cerrarlo todo —y con una voz suave, baja y rápida, añadió—: Pasada la frontera, cuando su compañero de viaje duerma, no antes, entre en el lavabo y, atravesándolo, al departamento del otro lado. ¿Comprende?
—Sí —y bajando el cristal de la ventanilla, dijo en voz alta—. ¿Así está bien, madame?
—¡Oh, sí! Muchísimas gracias. Roberts se retiró a su departamento. Su compañero de viaje estaba ya tendido en la litera superior. Era evidente que sus preparativos para pasar la noche habían sido sencillos. Se habían reducido en realidad a quitarse las botas y la americana.
Reflexionó acerca de su propia ropa. Era evidente que, debiendo presentarse en el departamento de una dama, no podía desnudarse.
Sustituyó pues sus botas por un par de zapatillas, se echó en la cama y apagó la luz. Al cabo de pocos minutos, el hombre de arriba empezó a roncar.
Acababan de dar las diez cuando llegaron a la frontera. Se abrió la puerta y se oyó la obligada pregunta: «¿Tienen los señores algo que declarar?» La puerta volvió a cerrarse. Luego salió el tren de Bellegarde.
El hombre de la litera superior roncaba de nuevo. Roberts dejó pasar veinte minutos, se puso en pie y abrió la puerta del lavabo. Una vez allí, cerró la puerta a su espalda y examinó cuidadosamente la del lado opuesto. No estaba cerrada con pestillo. Vaciló. ¿Debía llamar?
Quizás llamar resultara absurdo, pero no acababa de gustarle la idea de entrar sin hacerlo. Adoptó un término medio: sin hacer ruido abrió un poco la puerta y esperó. Se atrevió incluso a toser ligeramente.
La respuesta fue rápida. La puerta se abrió, fue cogido por el brazo y arrastrado al otro departamento, y la muchacha cerró y aseguró la puerta tras él.
Roberts se quedó sin aliento. Nunca había imaginado a una mujer tan deliciosa. Llevaba una especie de salto de cama vaporoso color crema, de gasa y encaje. Se apoyaba jadeante contra la puerta del corredor. Roberts había leído muchas veces relatos de hermosas criaturas acorraladas. Ahora estaba viendo una por primera vez... Un cuadro emocionante.
—¡Gracias a Dios! —murmuró la muchacha.
Era bastante joven, por lo que Roberts pudo observar y, por su finura y delicadeza, parecía un ser llegado de otro mundo. Aquí tenía por fin una historia romántica... ¡y en ella participaba él mismo!
La joven le habló entonces en voz baja y apresuradamente. Se expresaba bien en inglés, pero su acento era claramente extranjero.
—¡Estoy tan contenta de que haya venido usted! —dijo—. He tenido un susto horrible. Vassilievitch está en el tren. ¿Comprende lo que esto significa?
Roberts no tenía la menor idea de lo que aquello significaba, pero hizo un gesto afirmativo.
—Creí que había conseguido burlar su vigilancia. Pero debía haberlos conocido mejor. ¿Qué vamos a hacer ahora? Vassilievitch está en el departamento inmediato al mío. Pase lo que pase, no tiene que apoderarse de las joyas.
—No la asesinará a usted y no se apoderará de las joyas —afirmó Roberts con decisión.
—Entonces, ¿qué voy a hacer con ellas?
Roberts miró detrás de ella, a la puerta.
—La puerta está cerrada —dijo.
La joven se echó a reír.
—¿Qué es una puerta cerrada para Vassilievitch?
Roberts iba sintiendo, más a cada momento, que se hallaba en una de sus novelas favoritas.
—Sólo hay una cosa que hacer: démelas a mí.
La mirada le dirigió una mirada de duda.
—Valen un cuarto de millón.
—Puede usted confiar en mí —dijo Roberts sonrojándose.
La joven vaciló un momento más y dijo, tras un rápido movimiento:
—Sí, confiaré en usted —y al cabo de unos instantes, le tendió un par de medias de seda finísimas, enrolladas—. Cójalas, amigo mío —le dijo al asombrado Roberts.
Él las tomó y comprendió inmediatamente. En lugar de ser ligeras como el aire, las medias eran inesperadamente pesadas.
—Lléveselas a su departamento —le dijo ella—. Puede dármelas por la mañana si... si todavía estoy aquí.
Roberts tosió y dijo:
—Escúcheme. En cuanto a usted —e hizo una pausa—, yo... yo debo protegerla —y se sonrojó con la angustia de mantener la adecuada corrección—. No quiero decir aquí. Me quedaré ahí —e indicó con la cabeza el departamento del lavabo.
—Si prefiere quedarse aquí... —contestó ella, dirigiendo una mirada a la desocupada litera superior.
—No, no —protestó—. Allí estaré muy bien. Si me necesita, puede llamar.
—Gracias, amigo mío —dijo la muchacha en voz baja.
Y, echándose en la litera inferior, tiró del cubrecama y le dirigió una sonrisa de gratitud. Él se retiró al lavabo.
De pronto (unas dos horas más tarde), creyó haber oído algo. Escuchó... y nada. Era posible que se hubiese equivocado. Y sin embargo, le pareció que realmente había percibido un sonido ligero que venía del departamento inmediato. Suponiendo... sólo suponiendo que...
Abrió la puerta sin ruido. El departamento estaba tal como él lo había dejado, con la débil luz en el techo. Permaneció allí forzando la vista a través de aquella semioscuridad hasta que sus ojos se acostumbraron a ella. Y entonces distinguió la silueta de la litera.
Y vio que estaba vacía. ¡La muchacha no estaba allí!
Encendió la luz. El departamento estaba desocupado. De repente, se puso a olfatear el aire. No era más que una ligera ráfaga, pero la reconoció: ¡el olor dulce y nauseabundo del cloroformo!
Por la puerta del departamento (y adivinó que ahora no estaba cerrada con llave) salió al corredor y miró a uno y otro lado. ¡Desierto! Sus ojos se fijaron en la puerta inmediata a la de la muchacha. Ésta había dicho que Vassilievitch estaba en el departamento contiguo. Con cautela, Roberts probó el picaporte. La puerta estaba cerrada por dentro,
¿Qué haría? ¿Pedir que le dejasen entrar? Pero el hombre se negaría... y, después de todo, ¡la muchacha podía no estar allí! Y si estaba, no le agradecería la publicidad que había dado al asunto. Había deducido que el secreto era una condición esencial en el juego que se llevaba entre manos.
Como un hombre perturbado, vagó lentamente por el corredor, acabando por detenerse frente al departamento del final. La puerta estaba abierta y el empleado echado y durmiendo. Y sobre él, colgados de un gancho, se veían su capote oscuro y su gorra puntiaguda.
Al cabo de un instante, Roberts había decidido lo que haría. Al cabo de otro minuto, con el capote y la gorra puestos, volvía al corredor. Se detuvo ante la puerta inmediata a la de la muchacha, se dio tantos ánimos como pudo y llamó resueltamente.
—Monsieur —dijo con su mejor acento.
No habiendo respuesta, llamó de nuevo.
La puerta se abrió un poco y asomó por ella una cabeza, la cabeza de un extranjero enteramente afeitado, con excepción de un bigote negro. Era un rostro irritado y malévolo.
Qu'est-ce-qu'il y a? —preguntó bruscamente.
Votre passeport, monsieur —ordenó Roberts, retrocediendo un paso y haciéndole un gesto para que se acercase.
El otro vaciló y salió luego al corredor. Roberts contaba con que lo haría así. Si tenía dentro a la muchacha, naturalmente no querría que el empleado entrase en el departamento. Vivo como un relámpago, Roberts se movió. Con todas sus fuerzas, echó al extranjero a un lado, aprovechándose de que no lo esperaba, y ayudado además por el movimiento del tren, se lanzó al interior del departamento y cerró y aseguró la puerta.
Sobre el extremo de la litera yacía una muchacha con una mordaza en la boca y las muñecas atadas. Rápidamente, la libertó y ella se apoyó en él con un suspiro.
—Me siento tan débil y enferma... —murmuró—. Creo que ha sido cloroformo. ¿Las ha... las ha cogido?
—No —contestó Roberts, golpeándose el bolsillo—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
La joven se sentó. Iba recobrando el pleno conocimiento. Y se fijó en la ropa que él llevaba puesta.
—¡Qué hábil ha sido usted! ¡Pensar que ha tenido esta idea! Me ha dicho que me mataría si no le revelaba dónde están las joyas. ¡Pero hemos sido más listos que él! No se atreverá a hacer nada. Ni siquiera puede volver a su departamento.
»Tenemos que quedarnos aquí hasta mañana. Probablemente se bajará del tren en Dijon. Nos detendremos allí aproximadamente dentro de media hora. Él telegrafiará a París para que allí nos sigan la pista. Entretanto, será mejor que tire ese capote y esta gorra por la ventanilla, podrían comprometerle.
Roberts obedeció.
—No debemos dormir —decidió la muchacha—. Debemos permanecer alerta hasta mañana.
Fue una velada extraña y excitante. A las seis de la mañana, Roberts abrió la puerta con cuidado y miró fuera. No había nadie. La joven se deslizó con ligereza hasta su propio departamento. Roberts la siguió allí. Era evidente que aquel lugar había sido registrado. Luego volvió al suyo a través del lavabo. Su compañero de viaje seguía roncando. Llegaron a París a las siete. El empleado estaba lamentando a voces la pérdida de su capote y de su gorra. No había descubierto aún la pérdida de su pasajero.
Empezaron entonces las más pintorescas maniobras. La muchacha y Roberts tomaron un taxi tras otro a través de París. Entraron en hoteles y restaurantes por una puerta para salir por la otra. Por último, ella dejó escapar un suspiro.
—Estoy segura de que ahora ya no nos siguen —dijo—. Nos los hemos quitado de encima.
Almorzaron y tomaron un coche hasta Le Bourget. Tres horas más tarde estaban en Croydon. Roberts no había viajado nunca en avión. En Croydon les esperaba un caballero alto, de cierta edad y remotamente parecido al mentor de mister Roberts en Ginebra. Saludó a la muchacha con especial respeto.
—El coche está aquí, señora —dijo.
—Este caballero nos acompañará, Paul —contestó ella. Y dirigiéndose a Roberts—: El conde Paul Stepanyi.
El coche era una gran limusina. Al cabo de una hora de viaje aproximadamente, entró en los terrenos de una residencia campestre, siguiendo hasta la puerta de una imponente mansión. Mister Roberts fue conducido a una habitación amueblada como despacho. Allí hizo entrega del precioso par de medias.
Luego se quedó solo por un rato, hasta que volvió el conde.
—Mister Roberts —le dijo éste—: le debemos nuestra gratitud y reconocimiento. Ha demostrado usted ser un hombre valiente e ingenioso —y terminó tendiéndole un estuche de tafilete—: Permítame que le confiera la Orden de San Estanislao: décima clase con laurel.
Como en un sueño, Roberts abrió el estuche y miró la ornamental condecoración. El anciano caballero seguía diciendo:
—La gran duquesa Olga desea darle las gracias personalmente antes de que parta.
Y fue conducido entonces a una gran sala de recepción. Allí, muy bella en su ondeante ropaje, vio a su compañera de tren.
La dama hizo con la mano un gesto imperioso y el caballero se retiró.
—Le debo a usted la vida, mister Roberts —dijo la gran duquesa.
Y le tendió la mano, que Roberts besó. Entonces, de repente, se inclinó hacia él.
—Es usted un hombre valiente —dijo.
Y él tendió ahora sus labios, que se unieron a los de ella. Y envuelto en una ráfaga de perfume oriental, sostuvo por un momento en sus brazos su forma bella y esbelta.
Se encontraba aún en medio de un sueño cuando alguien le dijo:
—El coche le conducirá a donde el señor ordene.



Una hora más tarde volvió para recoger a la Gran Duquesa Olga, que subió a él, lo mismo que el caballero canoso. Éste se quitó la barba, que le daba calor. El coche dejó a la Gran Duquesa Olga en una casa, en Streatham. En la entrada, una mujer de cierta edad levantó la vista desde una mesa de té.
—Ah, mi querida Maggie, de modo que ya estás aquí.
En el expreso Ginebra-París esta muchacha era la Gran Duquesa Olga; en el despacho de mister Parker Pyne era Madeleine de Sara y en la casa de Streatham era Maggie Sayers, cuarta hija de una familia honrada y muy trabajadora.
¡Cómo descienden los poderosos!
Mister Parker Pyne almorzaba con su amigo, que le decía:
—Le felicito. El hombre que me proporcionó ha llevado a cabo la empresa sin un tropiezo. La cuadrilla Tormali debe estar desesperada al pensar que se le han escapado los planos de este fusil. ¿Le dijo usted a su agente que los llevaba?
—No, pensé que sería mejor... en fin, adornar la historia.
—Ha sido usted muy discreto.
—No se trata de discreción exactamente. Quería que se divirtiese. Me figuré que un fusil le parecería una cosa mansa. Quería que tuviese algunas aventuras.
—¿Mansa? —dijo mister Bonnington mirándolo—. Pero si esa gente le hubiera asesinado sin vacilar.
—Sí —contestó mister Parker Pyne suavemente—, pero yo no quería que le asesinasen.
—¿Gana usted mucho dinero con su profesión, mister Parker?
—A veces lo pierdo —dijo mister Parker Pyne—. Es decir, si se trata de un caso que lo merece.



Tres caballeros encolerizados estaban insultándose unos a otros en París.
—¡Ese condenado Hooper! —dijo uno de ellos—. ¡Nos ha fallado!
—Los planos no los sacó nadie del despacho —dijo el segundo—. Pero desaparecieron el miércoles, de esto estoy seguro. Y digo, por lo tanto, que usted ha sido quien lo ha estropeado.
—Yo no he hecho tal cosa —dijo el tercero malhumorado—. No había en el tren ningún inglés, salvo un empleadillo que nunca había oído hablar de Peterfield ni del fusil. Lo sé. Lo puse a prueba. Peterfield y el fusil no significaban nada para él —y se echó a reír—. Tenía algún tipo de complejo bolchevique.



Mister Roberts estaba sentado frente a una estufa de gas. Sobre las rodillas tenía una carta de mister Parker Pyne. En ella se incluía un cheque de cincuenta libras «de ciertas personas que estaban encantadas del modo como se había cumplido cierta misión».
Sobre el brazo del sillón que ocupaba había un libro de la biblioteca. Mister Roberts lo abrió al azar: Estaba apoyada en la puerta, como una hermosa criatura acorralada.
Bueno, él ya conocía bien todo esto.
Leyó otra frase: Olfateó el aire. A las ventanas de su nariz llegó el olor débil y nauseabundo del cloroformo.
También sabía lo que era.
La tomó en sus brazos y sintió la respuesta del estremecimiento de sus labios escarlatas.
Mister Roberts exhaló un suspiro. Aquello no era un sueño. Aquello había ocurrido. El viaje de ida había sido bastante soso, ¡pero el viaje de vuelta! Lo había disfrutado de veras. No obstante, se sentía satisfecho de volver a estar en casa. Tenía la vaga sensación de que aquella clase de vida intensa no podía prolongarse indefinidamente. Aunque la Gran Duquesa Olga... aquel último beso de despedida... participaba de la irrealidad de los sueños.
Mary y los niños regresarían al día siguiente. Mister Roberts sonrió con alegría. Ella le diría al verlo: «Hemos tenido unas vacaciones deliciosas. Pero me daba mucha pena pensar que estabas solo aquí, mi pobre muchacho.» Y él le contestaría: «Todo ha ido bien, querida. He tenido que ir a Ginebra por un asunto de la casa (una pequeña negociación algo delicada) y mira lo que me han enviado», y le mostraría el cheque de cincuenta libras.
Se acordó de la Orden de San Estanislao, décima clase con laurel. La había escondido, pero ¿y si Mary la encontraba? Tendría que darle muchas explicaciones...
¡Ah! Ya lo tenía...: le diría que la había comprado en el extranjero, una curiosidad como cualquiera.
También él formaba parte de la gloriosa compañía a la que le ocurrían cosas.

º