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viernes, 29 de marzo de 2013

Casi Extinguidos Alan Barclay




Casi Extinguidos
Alan Barclay

Desde lo alto de una escarpada colina, Harrison, sentado sobre una roca, podía
ver, a intervalos, por entre los árboles, a la persona que se acercaba corriendo. No
se veía ni se oía aún a los perseguidores. Las empinadas laderas del macizo
central surgían abruptamente de la planicie solamente a seis kilómetros de
distancia. Harinosa adivinaba el pensamiento del desconocido: la esperanza de
que, una vez entre las pendientes laderas y barrancos, de exuberante vegetación,
que llegaban hasta la meseta, sería posible escapar de los perseguidores.
Si hubiera sido un hombre aficionado a las apuestas o si hubiera tenido allí a
alguien con quien apostar hubiera apostado contra el corredor. Muy pocas veces
escapaba nadie de los perseguidores, excepto, naturalmente, los que, como él,
tenían facultades especiales. Harrison no estaba particularmente interesado en el
resultado de esta persecución. Sentía, quizá, un poco de simpatía por el
perseguido, pero en realidad sería mejor que este individuo fuera alcanzado y
capturado. Si escapaba, organizarían la búsqueda Y volverían por aquellos
parajes.
El corredor pasó justamente por debajo de donde estaba Harrison v saltó un
arroyuelo, y entonces Harrison vio con sorpresa que era una mujer; una mujer
fuerte, joven, con largas piernas, y de aspecto vigoroso.
Cuando descubrió esto dejó de ser mero espectador y le embargó una gran
emoción. Se poso de pie lentamente, con la cabeza erguida, como un animal
grande. Harrison era realmente un animal, un animal inteligente y peligroso.
Miró al antiguo camino con los ojos muy abiertos y el oído alerta, por si se
acercaban los perseguidores.
La joven, que había corrido velozmente, sin descanso, jadeaba y sudaba. Durante
la última media hora había trepado por la ladera hasta llegar a la tierra
resquebrajada al pie de la meseta. De cuando en cuando, oía tras ella a sus
enemigos: una piedra que rodaba, una rama que se tronchaba, las voces agudas
de los perseguidores llamándose unos a otros. No estaban muy lejos. Una parte
de ella, la parte inteligente y civilizada, sabía que su fin era seguro. A pesar de
esto, no tenía la menor intención de ceder, ni de estarse quieta esperando que la
cogieran. Estaba viva en este momento, solamente porque ella, y sus padres
antes que ella, habían sido buenos luchadores. En la raza humana, únicamente
habían sobrevivido los que tenían una furiosa y salvaje ansia de luchar y de
Correr’, que eran los invencibles. Continuaría corriendo, revolviéndose, mordiendo
y pataleando hasta su último aliento.
Se adentró en un barranco estrecho y pasó entre dos rocas salientes. Harrison
estaba allí sentado en un tronco y ella se sobresaltó al verle, y Se paró en seco.
En su mano apareció un cuchillo de hoja larga y afilada.
Harrison era alto, de ancho pecho y musculoso.
Llevaba una chaqueta de cuero sin mangas, talones cortos de cuero y un par de
mocasines bien hechos. Tenía el cabello y la barba su aspecto general era limpio
y cuidado. Un pesado cuchillo de monte con una hoja muy afilada, casi una
espada corta, colgaba de su cinto su mano sujetaba un arco. El arco era una
verdadera arma moderna, magistralmente hecha de acero y madera.
Harrison la miró serio. Ella devolvió la desconfiada, con el cuchillo preparado.
Ve por este lado - indicó el hombre -. Por ese barranco de la izquierda y por aquel
pico y valle abajo. Después sigue el arroyo hasta unas casas viejas. ¿Me
entiendes?
Sí – contestó, respirando con fuerza ¿ y después qué?
Estarás libre. Iré a buscarte allí.
Ella le miró un momento desconfiando, y, a continuación, sin preguntar nada más,
sin darle las gracias y sin saber cómo se las iba a arreglar, salió corriendo por cl
barranco en la dirección que él le había indicado.
* * *
Harrison marchó barranco abajo y siguió el camino real por el valle, andando sin
prisa, parándose a escuchar de cuando en cuando. Oyó a los perros y rebuscar
por la maleza tras él cogió el machete y se preparó. No le preocuparon los perros.
Eran dos mastines de ganado de pelo negro. Esperó tras un árbol a que se
aproximaran, y entonces saltó y acuchilló al primero que murió sin un gemido. El
otro no era un animal muy agresivo y al ver al hombre y la suerte que había
corrido su compañero, debió de asustarse bastante.
¡Fuera, Fido, vete! Le gritó Harrison y el perro metió el rabo entre las patas de un
modo muy cómico y salió corriendo.
Un minuto después apareció el primero de los perseguidores. Llevaba el fusil al
hombro e iba escudriñando por delante buscando los perros. Vio a Harrison. Por
un momento los dos hombres se miraron uno al otro. El rostro del recién llegado
no reflejó el sobresalto y la sorpresa que debió de sentir al encontrarse cara a cara
con Harrison, considerado como más peligroso que un animal salvaje. En cuanto
Harrison le vio se lanzó sobre él, atravesándole el cuello con su cuchillo. El otro
dio un grito y se derrumbó sin vida.
El otro perseguidor oyó él gritó. Entre los árboles Se oía trastear en la maleza.
Estos perseguidores estaban muy bien preparados para andar por el bosque.
Durante varias generaciones habían organizado estas batidas para exterminar a
los escasos supervivientes de raza humana.
Harrison sabía que le era imposible subir por la montaña, pues habría hombres
emboscados para no dejarle llegar a ninguna cima. Tratarían de rodearle para
cortarle la retirada.
Preparó su arco y cambió de sitio; pero, aunque tiró muy rápidamente a un bulto
negro que vio moverse entre la maleza, erró el blanco.
Media hora después comprendió que estaba rodeado y que iban estrechando el
cerco. Levantó la cabeza y miró hacia cl pico más alto, por el cual debía de estar
subiendo ahora la joven. Una vez allí estaría a salvo; pero él deseaba con toda su
alma matar a otro de los perseguidores.
Las ramas de un arbusto se movieron de pronto. Harrison apuntó. Una figura
agachada sé mostró un instante y él disparó. La flecha surcó veloz el aire y se oyó
un agudo grito.
Al mismo tiempo oyó silbar las balas a su alrededor. Tenían un sentido de oído
muy desarrollado y debían haberle localizado. Las balas venían ahora de todos los
lados.
Levantó los ojos hacia el pico de la montaña y miró hacia allí con un deseo fiero.
* * *
La mujer, escondida tras un muro medio derrumbado, que había sido parte de una
casa, salió de su escondite cuando vio a Harrison por lo que antes había sido la
calle principal del pueblo.
Andaba tranquilamente con el arco al hombro mirando a los lados, fatigado, pero
no exhausto. La miró con admiración. Comparándola con el tipo corriente de la
mujer antigua no era muy atractiva. Era tosca> con largas piernas y tan salvaje
como un gato montés.
Ven conmigo.
No lo dijo en son de pregunta ni tampoco de orden. Lo dijo como quien habla de
un hecho ya sabido. Eran dos animales, macho y hembra. Eso era todo. A ella ni
quisiera se le ocurrió rehusar. Puede ser que si hubiese rechazado la proposición
la hubiera dejado marcharse. También era posible que si hubiese rehusado le
habría pegado hasta que se sometiese.
¿Muy lejos? - preguntó ella.
• Seis kilómetros - respondió Harrison -. Más allá de aquel barranco.
El hombre echó a andar delante, abandonando el camino real, y caminando por un
sendero un poco por encima del pueblecillo.
¡Entres horas, andando y subiendo las laderas sin cesar, llegaron a un estrecho
valle.
Harrison no hablaba mucho. Probablemente no estaba acostumbrado a hablar con
desconocidos. La mujer no supo que ya estaban llegando a su destino hasta que
se encontraron con otro ser humano que venía por el sendero en dirección
contraria.
Estaba anocheciendo y la mujer distinguía con dificultad la figura del que se
acercaba, que salió 1inesperadamente de detrás de la sombra de un 1arbusto.
Harrison, de todos modos, no dio señal alguna de sorpresa, como si esperase
encontrar a alguien allí. Llamó a la figura con el nombre de Jim y ella vio que Jím
era un muchacho de unos doce años.
Vienes con retraso, Pop - indicó el muchacho -. Estábamos ya
preocupados.
Tuve que venir por el peor camino - gruñó Harrison -. Traje esta mujer. Los
«Ranas» la perseguían.
El muchacho la miró con interés.
Bueno, Pop, tienes las manos llenas ahora, conforme; pero no sé que
pasará cuando Ma la vea. ¿Cómo te llamas? - preguntó a la joven.
Magdalena - contestó ella.
¿De dónde eres?
De allí abajo, del Sur, donde está el mar.
¿Tienes familia?
Ahora no, la perdí hace dos inviernos.
Entremos - ordenó Harrison -. Tengo tanta hambre que podría comerme un
«Rana». ¿Tenéis algo que darnos, Jim?
Seguramente. Cogí una liebre muy grande esta mañana.
* * *
Echaron a andar, rodeando una roca, sé metieron por una abertura natural del
terreno y sé encontraron en una gran cueva. Estaba alumbrada con una luz tenue
y vacilante por varias lámparas colocadas en una especie de nichos en la roca.
Había tres hogueras encendidas y un gran número de figuras, humanas al
parecer, se movían sin cesar de un lado a otro, mientras sus sombras se
proyectaban en las paredes y en el techo.
Después de un momento de confusión, Magdalena pudo ver que en realidad no
había tanta gente.
Vio dos mujeres, una de unos treinta y cinco años v la otra de unos veinte. Esta
última estaba encinta. También había un hombre que parecía viejo, con el cabello
blanco y un brazo deforme. Y varios niños; calculó que debían de ser más de diez.
A pesar de la cantidad de gente que habitaba la cueva, olía a limpio, más que la
vieja bodega que ocuparon sus padres. Un olor a carne guisada le hizo la boca
agua.
Harrison se acercó al fuego donde estaba la mayor de las dos mujeres
inclinándose sobre una olla.
Esta es Magdalena - explicó bruscamente -; los «Ranas» la estaban persiguiendo
y yo la salvé.
Salvarla era tu deber - respondió la mujer -, pero traerla aquí no veo el porqué, Joe
Harrison. Por lo visto esperas que cargue también con esta.
Bueno, yo no veo el modo. Mañana por la mañana a primera hora, se marcha.
Cállate y danos algo que comer - gruñó Harrison.
Por una vez parecía no encontrarse a gusto, e incluso un poco azarado.
La mujer, de un modo poco afable, les puso dos platos de madera, echando un
trozo de carne en cada uno.
Magdalena, que no había comido mucho los dos últimos días, cogió la carne y
empezó a partiría con los dientes. La otra mujer le dio un fuerte pescozón.
Deja de hacer eso – ordenó -. Escúchame.. Muchas cosas han cambiado
desde los antiguos tiempos y supongo que tengo que ayudar a Harrison en lo que
tenga pensado para ti, lo mismo que hice con la joven Lucy que está ahí, pero
todavía hay una o dos cosas que no han cambiado. Esta es mi casa. Puede ser
que vivas en ella y que tengas hijos en ella, pero siempre continuará siendo mi
casa. Y mientras siga siendo mía tiene que estar limpia y decente. Nada de
porquería. Nada de escupir en el suelo. Nada de tirar huesos, ni carne
estropeada por los rincones. Nos hemos hundido muy bajo, pero no hemos
llegado todavía al nivel de los animales. Ahora cómete tu comida limpia y
decentemente no como una bestia salvaje.
- Eso está bien dicho - añadió Harrison -. Esta es Liz, mi mujer. Ella es la que
manda en esta casa.
* * *
Cuando acabaron de comer, Harrison se puso de pie.
Enséñale dónde tiene que dormir, Ma ~ ordenó.
Dio la vuelta sobre sus talones y se acercó al otro fuego donde estaba sentado el
viejo.
Liz condujo a Magdalena a un rincón oscuro donde encontró un catre de lona y
algunas mantas.
Esta noche puedes dormir aquí - le dijo -. Y sacude bien la alfombra y
arregla todo por la mañana. Ahí fuera hay un tanque de agua y puedes lavarte si
quieres y el aseo también está fuera, no quiero porquerías aquí dentro. Y
escúchame bien, joven; sé muy bien lo que piensa Harrison respecto a ti y
supongo que tú lo sabes tan bien como yo. Si no te agrada, lo mejor es que te
marches mañana por la mañana. Si té quedas me figuro que tendré que
apechugar con ello, pero no quiero enterarme de nada. Pase lo que pase entre tú
y Joe tiene que ser fuera de aquí. Tenemos muchos niños, míos y de Lucy, y yo
quiero las cosas decentes y respetables.
Los «Ranas» casi me atraparon, no tengo familia ni dónde ir.
Ya lo sé - respondió Liz -. Quédate si quieres. Este sitio es mejor que
muchos otros, a pesar de que hoy aquí ocurren muchas cosas raras, cosas
difíciles de creer, pero el resultado es que vivimos mejor que muchos. Siempre
tenemos comida abundante.
* * *
Ocurrían allí cosas difíciles de creer. Magda no notó nada extraordinario el primer
día. Por la mañana le despertó el ruido que hacían los niños riéndose y charlando
y se levantó enseguida. Liz estaba quitando las cenizas del fuego. A Harrison v a
los muchachos no se los veía por parte alguna.
Vete abajo al río Y lávate bien - ordenó Liz -. Después te daré el desayuno.
Camina por encima de las rocas todo el tiempo.
Cuando salió, Magda se quedó un momento deslumbrada por la brillante mañana
de sol. El río, que no había visto en la semioscuridad la tarde anterior, estaba
justamente debajo. Los niños estaban salpicándose en la orilla, alborotando y
echándose agua unos a otros. Empezó a bajar a la playa de cascajo.
Anda por las rocas - aconsejó una voz cerca de ella.
Era Jim.
Ten cuidado de andar solo sobre las rocas, no queremos dejar huellas que
los «Ranas» puedan ver desde el aire.
Se volvió para hablarle, pero el sol todavía la deslumbraba y no pudo verle. Un
momento después, sin embargo. Le vio en el río con los otros niños. Fue por la
orilla, lejos del remanse donde estaban los niños v se metió en el río; pero salió
pronto, porque el agua, como venia de la montaña, estaba muy fría. Cuando volvía
se fijó en que todos los niños se habían ido, excepto dos, de unos tres años que
trepaban por las rocas hacia la cueva. Tuvo una vaga impresión de que los niños
habían abandonado el baño de repente.
Lis y la joven Lucy estaban sentadas fuera de la cueva con una fuente de madera
llena de bollos recién sacados del horno.
Magda empezaba a tener la impresión de que había algo anormal en aquel lugar y
en aquella gente. EJ anciano, no tenía más que sesenta años, pero era muy viejo
para un ser humano, ahora que los que quedaban de la raza se veían obligados a
correr y a esconderse para conservar la vida. Salió de la cueva y los niños le
rodearon charlando.
Cogió la bandeja de los bollos. Se puso muy erguido y de repente desapareció.
A nadie pareció sorprenderle. Nadie se inmutó. Los niños se volvieron y miraron
hacia arriba. Magda también miró. Allí estaba Dad de pie en lo alto de un picacho,
a unos cuarenta metros de distancia. Estaba colocando la bandeja de los bollos a
sus pies y de repente apareció de nuevo junto a las mujeres.
Ve a tomar tu desayuno, Johnnie - ordenó Liz.
Johnnie, que tenía unos siete años, miró hacia el picacho. Un momento después
estaba en lo alto, y enseguida bajó con un par de bollos, uno en cada mano.
* * *
Los otros niños: un muchacho y dos chicas fueron a buscar su desayuno del
mismo modo milagroso. A nadie le extrañó este procedimiento.
El viejo trasladó la bandeja a un sitio más cercano y más bajo y los chicos de tres
y cuatro años fueron cogiendo su desayuno igual que otros. Las mujeres se
sirvieron del mismo modo. Liz invitó a Magda a que se uniera a ellas.
Son bollos de avena - le explicó -. En ese bote hay mantequilla, y, en aquel otro,
miel.
Magda se sentó junto a ellas y empezó a comer.
¿Te sorprenden estas costumbres, muchacha? - preguntó Liz.
Hasta ahora no había visto nada igual - afirmó la joven -. Mi padre me contaba
cosas maravillosas sucedidas en tiempos antiguos, pero en aquellos tiempos todo
eran máquinas y aquí no veo ninguna máquina.
Esto no son máquinas - aseguró Liz -. Esto es todo nuevo. Está hecho por la
evolución moderna.
No lo entiendo bien - respondió Magda.
Tampoco yo - afirmó Liz -. Es como lo llama Dad. Es cosa de él, de Joe y de los
niños. Había como sabe millones de los nuestros.
Claro que lo sé. Ciudades llenas de gente, automóviles, aviones. Antes que
vinieran los «Ranas».
Está bien. Nunca comprendí por qué nos odian tanto los «Ranas». Ellos
destruyeron todas las ciudades, persiguen a los que hemos sobrevivido.
Mi padre dice que ya queda poca gente. Dice que dentro de cincuenta años
estaremos totalmente extinguidos. Tiene razón. Antes vivían aquí varias familias,
ahora ya no quedamos más que nosotros.
Pero ¿por qué es esto un adelanto?
Es algo que no acabo de entender. Dad sí. Sabía muchas cosas de la gente
cuando era más joven; les hablaba y se iba educando con lo que oía. El y mi Joe
no olvidan fácilmente las cosas. Son hombres de lucha. Cuando miro a Joe no
puedo imaginármele a él y a sus semejantes extinguidos. Me parece que no
podrían serlo de ningún modo. Dad dice que la humanidad forma parte de todo el
Universo. Que todos descienden de los monos. Que hay millones de los nuestros
viviendo aquí en la Tierra y en Marte. Hemos hecho toda clase de cosas, escrito
toda clase de libros, construido toda clase de máquinas maravillosas, y cuando los
que quedamos pensamos que vamos a ser totalmente extinguidos, algo muy
dentro de nosotros nos dice que esta idea es intolerable y nos defendemos con un
nuevo invento. Este invento es el de saltarnos el espacio.
Muchos otros animales han sido extinguidos - objetó Magda -. Me figuro que ellos
no se lo figuraban, pero el caso es que fueron extinguidos.
No eran animales racionales, como nosotros. Dudo que ellos fueran lo bastante
inteligentes para saber que iban a ser extinguidos. Pero Joe Harrison no es la
clase de persona que acepta tranquilamente esa idea. Me imagino que solo ese
pensamiento le revuelve el estómago.
Así pues, ¿es usted capaz de hacer ese salto en el espacio?
Yo no, querida - contestó Liz, sonriendo -. Joe si, y el padre de Joe y la mayor
parte de los niños. Y también podrán los tuyos cuando los tengas, no lo dudes.
¿Qué pasará si los «Ranas» nos encuentran?
Dad, Joe y todos los niños pueden escapar aseguró Liz.
Pero ¿nosotras...?
Nosotras no, muchacha - repuso Liz sonriendo.
* * *
Liz era un alma amiga. Una hora después pidió a Magda que fuera con ella a lo
alto de la montaña.
Los muchachos han ido a cazar - explicó -. Esto les sienta bien, pero son jóvenes.
Siempre es conveniente andar cerca de ellos. Si tú te vas a quedar con nosotros lo
mejor será que te ocupes de esto. Eres más joven y más ligera que yo. Ahora,
ven.
Liz miró dentro de la cueva.
¡Jim! - gritó -, ven, vamos a subir al monte.
Yo os encontraré allí - replicó la voz de Jim-. Os encontraré cerca de los pinos.
Magda y Liz treparon por las rocas hasta lo alto del monte con mucho trabajo. Liz
no cesaba de hablar. En la cumbre, donde hacía más calor v había arbustos y
maleza, había un grupo de cinco árboles. Cuando se acercaron salió Jim de detrás
de ellos.
¿Dónde están los otros, Jim? - preguntó Liz ansiosamente.
Más allá. Está bien, Ma - la tranquilizó cl muchacho.
Los tres empezaron a subir la pendiente de la montaña. Otros dos o tres niños
aparecieron por allí, pero Jim era el que parecía conocer mejor el camino.
Después de andar una milla, saltó una liebre delante de Magda y desapareció a
gran velocidad. Ella pensó que podía haber hecho algo y continuó mirando la
liebre que pasó al lado de un arbusto y apareció Jim justamente delante de ella. La
liebre reaccionó violentamente, pero el muchacho cayó sobre ella. Magda vio
como le puso la mano en el cuello con un movimiento rapidísimo.
Nos vendrá muy bien para comer - dijo Magda en tono maternal -. Espero que Joe
traiga esta noche un gamo.
* * *
Harrison y Magda salieron juntos por la noche.
No era la primera vez que salían juntos. Cuando salían ni Liz ni nadie hacían
preguntas ni comentarios. Harrison no le había instado para que sea quedara.
Magda pensaba que él toleraría que se fuese, aunque no lo deseaba. Pero
¿adónde iba a ir? El no era un hombre particularmente amable ni simpático.
Hablaba muy poco. Era evidente que no quería tener otra mujer, pero sí más
niños. Niños que pudiesen dar el salto en el espacio como él decía. Pero ella
nunca había conocido lo que era afecto ni amistad y con él sentía una sensación
de seguridad como nunca en su vida había sentido.
Anduvieron juntos barranco abajo sin cogerse de la mano. Esto no entraba en el
carácter de Harrison, caminaban tranquilamente, uno al lado del otro.
Allá abajo, en otro valle, Magda vio un resplandor rojo. Cogió a Harrison por las
muñecas v señaló:
Es una expedición de caza de los «Ranas». Puede ser que desde que tú me
libraste de ellos sepan que hay algunos de los nuestros viviendo en estas
montañas.
El se quedó mirando el resplandor rojo. A la luz de la luna se veía su expresión
feroz.
Voy a ir allí abajo - le dijo a ella -. Tú vete a casa y díselo a Dad. Yo tengo que
irme escondiendo en sitios donde pueda verlos sin ser visto; por tanto no
esperarme hasta mañana. Ve v dile a mi familia que tenga los niños preparados
para trasladarlos si llega el caso...
Sacó su machete de la vaina y como una sombra desapareció de su lado.
Las partidas de caza de los «Ranas» no estaban acostumbradas a luchar con los
humanos que se esconden en sitios más difíciles; cuando se ven perseguidos
huyen y se esconden y no presentan batalla más que cuando se ven acorralados.
No tenían noción de ningún ataque reciente, no provocado, por parte de los
humanos. De todos modos el ser humano era un animal astuto y peligroso y «los
Ranas» tomaron precauciones Mientras cuatro de ellos dormían, el quinto se
quedó de guardia.
Harrison bajó corriendo por el barranco desde lo alto del monte hacia donde se
veía el resplandor de la hoguera y aterrizó muy cerca de ellos, silenciosamente
como una hoja, y se quedó completamente inmóvil. Escuchando atentamente
podía oír los pequeños movimientos que hacía el que estaba de guardia y
consiguió distinguirlo bien para tenerle a tiro. Escogió su posición con cuidado y se
fue acercando hasta que estuvo a un metro de distancia del «Rana» y
describiendo un círculo con la pesada hoja de su cuchillo, le degolló. No se oyó
más que un pequeño zumbido cuando cayo el cuerpo.
Los otros cuatro estaban tendidos alrededor del fuego envueltos en gruesos
capotes. Harrison se acercó con mucho cuidado para cerciorarse de que estaban
dormidos. De repente saltó sobre el más próximo y le cortó la cabeza. El segundo
se movió y empezó a despertarse mientras Harrison sé abalanzaba sobre él y él
«Rana» no exhaló más que un leve gemido antes de morir. Mientras caía sobre su
tercera víctima se dio cuenta de que el último miembro de la banda se incorporaba
y buscaba sus armas. Rápidamente dio una cuchillada al
«Rana» que tenía más cerca y en seguida enfocó con la vista un árbol a medio
kilómetro de distancia y se plantó en su copa en el tiempo de un suspiró.
Permaneció allí hasta el amanecer. El único superviviente de la partida de caza se
quedó alerta mirando a las sombras. Varias veces hizo fuego en cuanto veía
moverse los arbustos. Cuando amaneció examinó los cadáveres de sus
compañeros. El último «Rana» que acuchilló Harrison, vivía aún y su compañero
le disparó en la cabeza para rematarle. Había muy poca compasión y muy poco
compañerismo entre los «Ranas».
Harrison no dejó de observar al «Rana» cuando este se dirigía por la senda abajo
hacia el campo abierto; si hubiese tenido allí su arco probablemente hubiera
acabado con él.
En tres saltos volvió a la cueva y cogió el arco.
Uno de ellos se ha escapado explicó -; tengo que alcanzarle antes que propague
la noticia.
Pero nunca pudo dar con él. Quizá encontró otra banda de «Ranas» que tenía
vehículo. Quizá logró pedir ayuda. Los humanos sabían muy poco sobre la técnica
de los «Ranas» y sobre los medios que poseían para comunicarse.
Bien; ellos saben ya que existen humanos en estos parajes y saben también que
somos luchadores y no siempre huimos y nos escondemos - decía Harrison a su
padre.
¿Crees que debemos mudarnos?
Oh - dijo Harrison moviendo la cabeza con obstinación -; entre otras cosas hay
quien no puede moverse con tanta facilidad como los demás
y miró a Lucy -. Además estas montañas son tan buenas como cualquier otro sitio.
Son salvajes. Hay comida, caza y buenos escondites. Necesitaremos un sitio
donde procrear.
Su padre insistió:
Cuando se den cuenta de que vivimos aquí unos cuantos humanos con mujeres
criando niños, caerán sobre nosotros en expediciones bien organizadas.
Puede ser. Pero creo que los «Ranas» actualmente son muy distintos de como
eran cuando vinieron. Ahora ya son colonos y no conquistadores.
Además deben de estar muy seguros de que nos tienen va dominados. Creo que
si nos limitamos a no atacarlos si no suben ellos a las montañas, quizá se
convenzan que estas montañas son peligrosas para ellos y se abstengan de
intentarlo.
* * *
Era muy fácil para Harrison, su padre y Jim, vigilar los alrededores. Podían saltar
de lo alto de una colina a otra y tener bajo su vigilancia los valles.
Otra expedición de caza, mayor que la anterior, apareció dos semanas después.
Harrison soltó a perros para que le siguieran el rastro y entre su padre y él,
turnándose a razón de cinco kilómetros por día, fueron trazando una senda hasta
la salida del distrito.
Tienen que reconocer que somos más modernos y más fuertes para la caza, Dad -
afirmó Harrison -. Corremos delante de ellos sin parar, día y noche, dando vueltas
y revueltas, y de repente desaparecemos del todo.
Dad esperaba que los iban a dejar ya tranquilos.
Podría ser que los «Ranas» estuvieran preocupados. Lo más probable sería que
tuvieran curiosidad por descubrir cómo se las arreglaban los humanos para
escapar.
De todos modos, mandaron una nave aérea. Harrison y su gente la vieron
acercarse por el Este y se dieron prisa en meter a los niños en la cueva.
Era un aparato grande que flotaba lenta y silenciosamente sobre las montañas.
Les quedaban muy pocos de los conocimientos técnicos que tenían antes los de
su raza v no sabían cuál era la fuerza motriz. Tan solo sabían que era mortal para
ellos. Luego, volvió a pasar más bajo, casi rozando las copas de los árboles. La
cabina era transparente y pudieron ver en su interior una docena de personas
negras.
Harrison, que los estaba observando detrás de un arbusto> rechinó los dientes.
¿Crees que de un salto podríamos meternos allí, entre ellos?- preguntó al viejo.
No veo por qué no - respondió el viejo.
La nave giró bruscamente cuando estaba sobre ellos.
Algo han visto - gruñó Harrison -. Me parece imposible tener a todos estos niños
corriendo por aquí fuera y por el río, expuestos a que los vean y les disparen.
* * *
El artefacto evolucionó durante un par de minutos y luego se dirigió rápidamente
hacia el Sur. Ellos le miraban cómo iba disminuyendo con la distancia, hasta
desaparecer.
Lo mejor es que los niños salgan ahora a dar unas carreras, antes que vuelvan - le
sugirió Harrison.
Fue a buscarlos a la cueva y en un momento estuvieron todos abajo en el río,
chapoteando y salpicándose los unos a los otros como siempre.
No hacía más que cinco minutos que estaban allí, cuando el joven Jim lanzó un
fuerte silbido.
¡Dad! Exclamó señalando.
La nave aérea venía muy baja, a lo largo del río y luego dio media vuelta alrededor
del monte.
Recoge a los niños, Jim - gritó Harrison.
Jim estaba abajo, en el río, entre ellos.
El aeroplano volaba cada vez más bajo. Jim consiguió que los niños
desaparecieran del río. Desaparecieron como hacen las figuras de una pantalla de
cine, quedando inmóviles de pronto. Harrison estaba de pie mirando la nave.
Deben de haber visto algo. Se conoce que nos han visto fuera. Ahora ya saben
que vivimos aquí una familia y verán que somos diferentes del resto de los
humanos.
Enseñó los dientes con un gesto de rabia.
Joe dijo el padre -, vamos allí arriba a arreglarlos.
Harrison miró a su padre y luego al buque, dudando.
¿Crees que podemos?
Sacó su machete de la vaina.
Conforme – repuso -. Diré la palabra mágica. Volvió su fiera y cruel cara hacia
arriba, mirando al aeroplano.
- Ahora - gritó.
Estaban en la nave.
* * *
Había allí ocho «Ranas». Ocho criaturas tan negras que daba pánico mirarlas y
que no comprendían lo que había pasado. Harrison y el viejo empezaron a cortar
piernas, brazos y cabezas. La nave era un vehículo largo y cómo do, con laterales
transparentes, amplias literas y mullidos tapices. En pocos minutos, los humanos
lo dejaron reducido a una cámara sepulcral llena de sangre, de miembros
destrozados y de cadáveres yacentes.
Harrison dejó de acuchillarlos y de dar golpes con el machete.
¿Estás bien, Pa?
Muy bien. Una de estas bestias me ha atravesado una pierna con su cuchillo, pero
estoy sin novedad.
En el extremo delantero estaba el piloto que conducía el aparato, separado del
salón general por un tabique transparente. El conductor estaba inclinado sobre el
cuadro de mandos moviendo febrilmente las palancas. Veían cómo el aparato
subía y bajaba.
Harrison se lanzó sobre el tabique, que crujió, pero no se rompió.
Cuidado, Joe - advirtió el padre.
Tenemos que cogerle. Si vuelve a su base les dirá que tenemos niños y vendrá
por nosotros con más gente.
Vamos a dar un sa1to dentro de la cabina.
Conforme - gruñó Harrison -. Los dos al mismo tiempo...
Pero su padre saltó primero y cayó sobre el conductor. -
A pesar de la sorpresa que le produjo el milagro de ver a dos hombres atravesar el
tabique, él «Rana» pudo sacar su pistola y montar el gatillo y se oyó una
detonación. Un instante después. Harrison le cogió por detrás y le atravesó el
cuello.
Este es el último.
Miró hacia el salón. El trabajo allí había sido hecho a conciencia. Luego, miró a su
alrededor.
La nave que, evidentemente había sido puesta por el piloto en una ruta fija, se
dirigió hacia el Sur deprisa e iba subiendo.
Tenemos que salir de aquí enseguida - apremió Harrison -. Si perdemos la
orientación y los sitios que conocemos, vamos a vernos muy mal para encontrar
nuestro camino a casa. Ven, Dad, allí tenemos el monte. Vamos a saltar a él.
Su padre estaba recostado contra la pared y se apretaba un costado.
Me siento muy mal - gimió.
Tienes que salir de aquí. Pon los ojos en el monte y salta. Ya te curaremos en
cuanto estemos en casa.
El viejo levantó los ojos y le miró lloroso.
Me parece que no puedo... No tengo fuerza suficiente.
No tienes más remedio, Dad, no tienes más remedio. Tienes que salir de aquí.
Salir de esta nave o te vas al infierno.
Conforme, hijo, haré la prueba.
Mira bien a la colina, a la izquierda - insistió Harrison.
El viejo enfocó bien los ojos, hizo un esfuerzo visible para concentrarse, y
desapareció.
Harrison miró hacia afuera, hacia el monte, \ vio el cadáver de su padre en mitad
del espacio, a unos cien metros de la nave, que caía dando vueltas sobre las
rocas, trescientos metros más abajo.
Harrison saltó un momento después.
La nave con su carga macabra flotó suavemente, y se supone que sería recogida
más tarde, tal vez a miles de kilómetros de allí.
Harrison estaba tumbado sobre la roca ante la cueva mirando a lo lejos, más allá
del valle.
Los matamos a todos. Estamos libres por el momento.
¿Estás apenado por tu Dad?- preguntó Liz.
Supongo que sí - contestó él -. Tú sabes que yo no tengo muchos sentimientos.
No tengo más que la voluntad de vivir, de no ser extinguido
Miró a las estrellas.
Si pudiéramos descubrir de cuál de esas estrellas vienen los «ranas»- musitó -,
podríamos aprender a dar un gran salto de aquí a su planeta. Así podríamos
acabar con ellos.
Dios proteja a los «Ranas» el día en que Joe Harrison y su prole lleguen hasta
ellos - comentó Liz.
Sí, eso es cierto - convino Harrison, enseñando los dientes.

jueves, 28 de marzo de 2013

NIDO DE AVISPAS Agatha Christie





NIDO DE AVISPAS
Agatha Christie

John Harrison salió de la casa y se quedó un momento en la terraza de cara al jardín. Era un hombre alto de rostro delgado y cadavérico. No obstante, su aspecto lúgubre se suavizaba al sonreir, mostrando entonces algo muy atractivo.

Harrison amaba su jardín, cuya visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto, soleado y lánguido. Las rosas lucían toda su belleza y los guisantes dulces perfumaban el aire.

Un familiar chirrido hizo que Harrison volviese la cabeza a un lado. El asombro se reflejó en su semblante, pues la pulcra figura que avanzaba por el sendero era la que menos esperaba.

-¡Qué alegría! -exclamó Harrison-. ¡Si es monsieur Poirot!

En efecto, allí estaba Hécules Poirot, el sagaz detective.

-Yo en persona. En cierta ocasión me dijo: "Si alguna vez se pierde en aquella parte del mundo, venga a verme." Acepté su invitación, ¿lo recuerda?

-Me siento encantado -aseguró Harrison sinceramente-. Siéntese y beba algo.

Su mano hospitalaria le señaló una mesa en el pórtico, donde había diversas botellas.

-Gracias -repuso Poirot dejándose caer en un sillón de mimbre -.¿Por casualidad no tiene jarabe? No, ya veo que no. Bien, sirvame un poco de soda, por favor whisky no -su voz se hizo plañidera mientras le servían -. ¡Cáspita, mis bigotes están lacios! Debe de ser el calor.

-¿Qué le trae a este tranquilo lugar? -preguntó Harrison mientras se acomodaba en otro sillón -. ¿Es un viaje de placer?

-No, mon ami; negocios.

-¿Negocios? ¿En este apartado rincón?

Poirot asintió gravemente.

-Si, amigo mío; no todos los delitos tienen por marco las grandes aglomeraciones urbanas.

Harrison se rió.

-Imagino que fui algo simple. ¿Qué clase de delito investiga usted por aquí? Bueno, si puedo preguntar.

-Claro que si. No solo me gusta, sino que también le agradezco sus preguntas.

Los ojos de Harrison reflejaban curiosidad. La actitud de su visitante denotaba que le traía alli un asunto de importancia.

-¿Dice que se trata de un delito? ¿Un delito grave?

-Uno de los más graves delitos.

-¿Acaso un ...?

-Asesinato -completó Poirot.

Tanto énfasis puso en la palabra que Harrison se sintió sobrecogido. Y por si esto fuera poco las pupilas del detective permanecían tan fijamente clavadas en él, que el aturdimiento le invadió. Al fin pudo articular:

-No sé que haya ocurrido ningún asesinato aquí.

-No -dijo Poirot-. No es posible que lo sepa.

-¿Quién es?

-De momento, nadie.

-¿Qué?

-Ya le he dicho que no es posible que lo sepa. Investigo un crimen aún no ejecutado.

-Veamos, eso suena a tontería.

-En absoluto. Investigar un asesinato antes de consumarse es mucho mejor que después. Incluso, con un poco de imaginación, podría evitarse.

Harrison lo miró incrédulo.

-¿Habla usted en serio, monsieur Poirot?

-Si, hablo en serio.

-¿Cree de verdad que va a cometerse un crimen? ¡Eso es absurdo!

Hércules Poirot, sin hacer caso de la observación, dijo:

-A menos que usted y yo podamos evitarlo. Si, mon ami.

-¿Usted y yo?

-Usted y yo. Necesitaré su cooperación.

-¿Esa es la razón de su visita?

Los ojos de Poirot le transmitieron inquietud.

-Vine, monsieur Harrison, porque ... me agrada usted - y con voz más despreocupada añadió -: Veo que hay un nido de avispas en su jardín. ¿Por qué no lo destruye?

El cambio de tema hizo que Harrison frunciera el ceño. Siguió la mirada de Poirot y dijo:

-Pensaba hacerlo. Mejor dicho, lo hará el joven Langton. ¿Recuerda a Claude Langton? Asistió a la cena en que nos conocimos usted y yo. Viene esta noche expresamente a destruir el nido.

-¡Ah! -exclamó Poirot -. ¿Y cómo piensa hacerlo?

-Con petróleo rociado con un inyector de jardín. Traerá el suyo que es más adecuado que el mio.

-Hay otro sistema, ¿no? -preguntó Poirot -. Por ejemplo, cianuro de potasio.

Harrison alzó la vista sorprendido.

-¡Es peligroso! Se corre el riesgo de su fijación en la plantas.

Poirot asintió.

-Si; es un veneno mortal -guardó silencio un minuto y repitó -: Un veneno mortal.

-Util para desembarazarse de la suegra, ¿verdad? -se rió Harrison. Hércules Poirot permaneció serio.

-¿Está completamente seguro, monsieur Harrison, de que Langton destruirá el avispero con petróleo?

-Segurísimo. ¿Por qué?

-Simple curiosidad. Estuve en la farmacia de Bachester esta tarde, y mi compra exigió que firmase en el libro de venenos. La última venta era cianuro de potasio, adquirido por Claude Langton.

Harrison enarcó las cejas.

-¡Qué raro! Langton se opuso el otro día a que empleásemos esta sustancia. Según su parecer, no debería venderse para este fin.

Poirot miró por encima de las rosas. Su voz fue muy queda al preguntar:

-¿Le gusta Langton?

La pregunta cogió por sorpresa a Harrison, que acusó su efecto.

-¡Qué quiere que le diga! Pues si, me gusta ¿Por qué no ha de gustarme?

-Mera divagación -repuso Poirot -. ¿Y usted es de su gusto?

Ante el silencio de su anfitrión, repitió la pregunta.

-¿Puede decirme si usted es de su gusto?

-¿Qué se propone, monsieur Poirot? No termino de comprender su pensamiento.

-Le seré franco. Tiene usted relaciones y piensa casarse, monsieur Harrison. Conozco a la señorita Moly Deane. Es una joven encantadora y muy bonita. Antes estuvo prometida a Claude Langton, a quien dejó por usted.

Harrison asintió con la cabeza.

-Yo no pregunto cuáles fueron las razones; quizás estén justificadas, pero ¿no le parece justificada también cualquier duda en cuanto a que Langton haya olvidado o perdonado?

-Se equivoca monsieur Poirot. Le aseguro que esta equivocado. Langton es un deportista y ha reaccionado como un caballero. Ha sido sorprendentemente honrado conmigo, y, no con mucho, no ha dejado de mostrarme aprecio.

-¿Y no le parece eso poco normal? Utiliza usted la palabra "sorprendente" y, sin embargo, no demuestra hallarse sorprendido.

-No le comprendo, monsieur Poirot.

La voz del detective acusó un nuevo matiz al responder:

-Quiero decir que un hombre puede ocultar su odio hasta que llegue el momento adecuado.

-¿Odio? -Harrison sacudió la cabeza y se rio.

-Los ingleses son muy estúpidos -dijo Poirot-. Se consideran capaces de engañar a cualquiera y que nadie es capaz de engañar a ellos. El deportista, el caballero, es un Quijote del que nadie piensa mal. Pero, a veces, ese mismo deportista, cuyo valor le lleva al sacrificio piensa lo mismo de sus semejantes y se equivoca.

-Me está usted advirtiendo en contra de Claude Langton -exclamó Harrison-. Ahora comprendo esa intención suya que me tenía intrigado.

Poirot asintió, y Harrison, bruscamente, se puso en pie.

-¿Está usted loco, monsieur Poirot? ¡Esto es Inglaterra! Aquí nadie reacciona así. Los pretendientes rechazados no apuñalan por la espalda o evenenan. ¡Se equivoca en cuanto a Langton! Ese muchacho no haría daño a una mosca.

-La vida de una mosca no es asunto mío -repuso Poirot plácidamente-. No obstante, usted dice que monsieur Langton no es capaz de matarlas, cuando en este momento debe prepararse para exterminar a miles de avispas.

Harrison no replicó, y el detective, puesto en pie a su vez colocó una mano sobre el hombro de su amigo, y lo zarandeó como si quisiera despertarlo de un mal sueño.

-¡Espabílese, amigo, espabílese! Mire aquel hueco en el tronco del árbol. Las avispas regresan confiadas a su nido después de haber volado todo el día en busca de su alimento. Dentro de una hora habrán sido destruidas, y ellas lo ignoran, porque nadie les advierte. De hecho carecen de un Hércules Poirot. Monsieur Harrison, le repito que vine en plan de negocios. El crimen es mi negocio, y me incumbe antes de cometerse y después. ¿A qué hora vendrá monsieur Langton a eliminar el nido de avispas?

-Langton jamás...

-¿A qué hora? -le atajó.

-A las nueve. Pero le repito que está equivocado. Langton jamás...

-¡Estos ingleses! -volvió a interrumpirle Poirot.

Recogió su sombrero y su bastón y se encaminó al sendero, deteniéndose para decir por encima del hombro.

-No me quedo para no discutir con usted; sólo me enfurecería. Pero entérese bien: regresaré a las nueve.

Harrison abrió la boca y Poirot gritó antes de que dijese una sola palabra:

-Sé lo que va a decirme: "Langton jamás...", etcétera. ¡Me aburre su "Langton jamás"! No lo olvide, regresaré a las nueve. Estoy seguro de que me divertirá ver cómo destruye el nido de avispas. ¡Otro de los deportes ingleses!

No esperó la reacción de Harrison y se fue presuroso por el sendero hasta la verja. Ya en el exterior, caminó pausadamente, y su rostro se volvió grave y preocupado. Sacó el reloj del bolsillo y los consultó. Las manecillas marcaban las ocho y diez.

-Unos tres cuartos de hora -murmuró-. Quizá hubiera sido mejor aguardar en la casa.

Sus pasos se hicieron más lentos, como si una fuerza irresistible lo invitase a regresar. Era un extraño presentimiento, que, decidido, se sacudió antes de seguir hacia el pueblo. No obstante, la preocupación se reflejaba en su rostro y una o dos veces movió la cabeza, signo inequívoco de la escasa satisfacción que le producía su acto.

Minutos antes de las nueve, se encontraba de nuevo frente a la verja del jardín. Era una noche clara y la brisa apenas movía las ramas de los árboles. La quietud imperante rezumaba un algo siniestro, parecido a la calma que antecede a la tempestad.

Repentinamente alarmado, Poirot apresuró el paso, como si un sexto sentido le pusiese sobre aviso. De pronto, se abrió la puerta de la verja y Claude Langton, presuroso, salió a la carretera. Su sobresalto fue grande al ver a Poirot.

-¡Ah...! ¡Oh...! Buenas noches.

-Buenas noches, monsieur Langton. ¿Ha terminado usted?

El joven lo miró inquisitivo.

-Ignoro a qué se refiere -dijo.

-¿Ha destruido ya el nido de avispas?

- No.

-¡Oh! -exclamó Poirot como si sufriera un desencanto-. ¿No lo ha destruido? ¿Qué hizo usted, pues?

-He charlado con mi amigo Harrison. Tengo prisa, monsieur Poirot. Ignoraba que vendría a este solitario rincón del mundo.

-Me traen asuntos profesionales.

-Hallará a Harrison en la terraza. Lamento no detenerme.

Langton se fue y Poirot lo siguió con la mirada. Era un joven nervioso, de labios finos y bien parecido.

-Dice que encontraré a Harrison en la terraza -murmuró Poirot-. ¡Veamos!

Penetró en el jardín y siguió por el sendero. Harrison se hallaba sentado en una silla junto a la mesa. Permanecía inmóvil, y no volvió la cabeza al oír a Poirot.

-¡Ah, mon ami! -exclamó éste-. ¿Cómo se encuentra?

Después de una larga pausa, Harrison, con voz extrañamente fría, inquirió:

-¿Qué ha dicho?

-Le he preguntado cómo se encuentra.

-Bien. Sí; estoy bien. ¿Por qué no?

-¿No siente ningún malestar? Eso es bueno.

-¿Malestar? ¿Por qué?

-Por el carbonato sódico.

Harrison alzó la cabeza.

-¿Carbonato sódico? ¿Qué significa eso?

Poirot se excusó.

-Siento mucho haber obrado sin su consentimiento, pero me vi obligado a ponerle un poco en uno de sus bolsillos.

-¿Que puso usted un poco en uno de mis bolsillos? ¿Por qué diablos hizo eso?

Poirot se expresó con esa cadencia impersonal de los conferenciantes que hablan a los niños.

-Una de las ventajas, o desventajas del detective, radica en su conocimiento de los bajos fondos de la sociedad. Allí se aprenden cosas muy interesantes y curiosas. Cierta vez me interesé por un simple ratero que no había cometido el hurto que se le imputaba, y logré demostrar su inocencia. El hombre, agradecido, me pagó enseñándome los viejos trucos de su profesión. Eso me permite ahora hurgar en el bolsillo de cualquiera con solo escoger el momento oportuno. Para ello basta poner una mano sobre su hombro y simular un estado de excitación. Así logré sacar el contenido de su bolsillo derecho y dejar a cambio un poco de carbonato sódico. Compréndalo. Si un hombre desea poner rápidamente un veneno en su propio vaso, sin ser visto, es natural que lo lleve en el bolsillo derecho de la americana.

Poirot se sacó de uno de sus bolsillos algunos cristales blancos y aterronados.

-Es muy peligroso -murmuró- llevarlos sueltos.

Curiosamente y sin precipitarse, extrajo de otro bolsillo un frasco de boca ancha. Deslizó en su interior los cristales, se acercó a la mesa y vertió agua en el frasco. Una vez tapado lo agitó hasta disolver los cristales. Harrison los miraba fascinado.

Poirot se encaminó al avispero, destapó el frasco y roció con la solución el nido. Retrocedió un par de pasos y se quedó allí a la expectativa. Algunas avispas se estremecieron un poco antes de quedarse quietas. Otras treparon por el tronco del árbol hasta caer muertas. Poirot sacudió la cabeza y regresó al pórtico.

-Una muerte muy rápida -dijo.

Harrison pareció encontrar su voz.

-¿Qué sabe usted?

-Como le dije, vi el nombre de Claude Langton en el registro. Pero no le conté lo que siguió inmediatamente después. Lo encontré al salir a la calle y me explicó que habia comprado cianuro de potasio a petición de usted para destruir el nido de avispas. Eso me pareció algo raro, amigo mío, pues recuerdo que en aquella cena a que hice referencia antes, usted expuso su punto de vista sobre el mayor mérito de la gasolina para estas cosas, y denunció el empleo de cianuro como peligroso e innecesario.

-Siga.

-Sé algo más. Vi a Claude Langton y a Molly Deane cuando ellos se creían libres de ojos indiscretos. Ignoro la causa de la ruptura de enamorados que llegó a separarlos, poniendo a Molly en los brazos de usted, pero comprendí que los malos entendidos habían acabado entre la pareja y que la señorita Deane volvía a su antiguo amor.

-Siga.

-Nada más. Salvo que me encontraba en Harley el otro día y vi salir a usted del consultorio de cierto doctor, amigo mío. La expresión de usted me dijo la clase de enfermedad que padece y su gravedad. Es una expresión muy peculiar, que sólo he observado un par de veces en mi vida, pero inconfundible. Ella refleja el conocimiento de la propia sentencia de muerte. ¿Tengo razón o no?

-Sí. Sólo dos meses de vida. Eso me dijo.

-Usted no me vió, amigo mío, pues tenía otras cosas en qué pensar. Pero advertí algo más en su rostro; advertí esa cosa que los hombres tratan de ocultar, y de la cual le hablé antes. Odio amigo mío. No se moleste en negarlo.

-Siga -apremió Harrison.

-No hay mucho más que decir. Por pura casualidad vi el nombre de Langton en el libro de registro de venenos. Lo demás ya lo sabe. Usted me negó que Langton fuera a emplear el cianuro, e incluso se mostró sorprendido de que lo hubiera adquirido. Mi visita no le fue particularmente grata al principio, si bien muy pronto la halló conveniente y alentó mis sospechas. Langton me dijo que vendría a las ocho y media. Usted que a las nueve. Sin duda pensó que a esa hora me encontraría con el hecho consumado.

-¿Por qué vino? -gritó Harrison-. ¡Ojalá no hubiera venido!

-Se lo dije. El asesinato es asunto de mi incumbencia.

-¿Asesinato? ¡Suicidio querrá decir!

-No -la voz de Poirot sonó claramente aguda-. Quiero decir asesinato. Su muerte seria rápida y fácil, pero la que planeaba para Langton era la peor muerte que un hombre puede sufrir. El compra el veneno, viene a verlo y los dos permanecen solos. Usted muere de repente y se encuentra cianuro en su vaso. ¡A Claude Langton lo cuelgan! Ese era su plan.

Harrison gimió al repetir:

-¿Por qué vino? ¡Ojalá no hubiera venido!

-Ya se lo he dicho. No obstante, hay otro motivo. Le aprecio monsieur Harrison. Escuche, mon ami; usted es un moribundo y ha perdido la joven que amaba; pero no es un asesino. Digame la verdad: ¿Se alegra o lamenta ahora de que yo viniese?

Tras una larga pausa, Harrison se animó. Había dignidad en su rostro y la mirada del hombre que ha logrado salvar su propia alma. Tendió la mano por encima de la mesa y dijo:

-Fue una suerte que viniera usted.



lunes, 11 de marzo de 2013

EL COMPRESOR DE AIRE AZUL





EL COMPRESOR DE AIRE AZUL
 
 
La casa era alta, con un sorprendente tejado inclinado. Mientras caminaba hacia ella desde el camino de la costa, Gerald Nately pensó que era casi como un país en sí misma, una geografía en un microcosmos. El techo subía y bajaba en diversos ángulos por encima del edificio principal y de dos alas extrañamente angulosas; la terraza bordeaba una cúpula con forma de hongo orientada hacia el mar; el porche, que enfrentaba las dunas y las marchitas malezas de septiembre, era más extenso que un vagón Pullman. Por sobre él, la elevada cuesta del techo hacía que la casa pareciera fruncir el entrecejo. Era la abuela bautista de una casa.
Se dirigió al porche y, tras un momento de vacilación, pasó a través de la puerta mosquitera hasta la de cristal que estaba más allá. Sólo había una silla de mimbre, una mecedora mohosa, y una antigua y olvidada cesta de labores. Las arañas habían hilado su tela en los rincones más elevados y oscuros. Golpeó a la puerta.
Reinó el silencio, un silencio habitado. Estaba a punto de golpear de nuevo cuando rechinó una silla en alguna parte del interior. Fue un sonido fatigado. Más silencio. Y luego el lento, el tremendamente paciente rumor de unos pies viejos y sobrecargados que se arrastraban hacia el vestíbulo. El contrapunto de un bastón: whock... whock... whock...
Las tablas del piso crujieron y se quejaron. Una sombra, grande y sin forma tras el vidrio nacarado, se perfiló en la ventanita de la puerta. El interminable sonido de unos dedos que resuelven laboriosamente el enigma de cadena, cerrojo y cerradura. La puerta se abrió.
—Hola —pronunció rotundamente la voz nasal—. Usted es el señor Nately. Ha alquilado la cabaña. La cabaña de mi marido.
—Sí —dijo Gerald, con la lengua inflándole la garganta—. Así es. Y usted es...
—La señora Leighton —completó la voz nasal, complacida por su rapidez o por su nombre, aunque ninguno de ambos era gran cosa—. Soy la señora Leighton.

* * *

qué mujer tan jodidamente grande y vieja parece oh jesucristo reventar el vestido debe tener como sesenta y seis y es gorda dios mío es gorda como una cerda no puede olfatearse el pelo blanco el largo pelo blanco de sus patas aquellas secoyas enfermas en esa película un tanque ella podría ser un tanque podría matarme su voz está fuera de todo contexto como un silbato jesus si me riera no puedo reírme debe tener como setenta dios cómo camina y el bastón sus manos son más grandes que mis pies como un maldito tanque podría derribar un roble un roble por el amor de dios

* * *

—Usted escribe. —Ella no le había ofrecido pasar.
—Sí, por ahí viene la mano  —dijo él, y se rió para poder disimular su repentino encogimiento ante el uso de aquella metáfora.
—¿Me mostrará algo cuando ya esté instalado? —le preguntó. Sus ojos parecían perpetuamente luminosos y nostálgicos. No habían sido afectados por los mismos años que hicieron estragos en el resto de su persona.
 
* * *
espera a que lo tenga escrito
 
* * *
 
imagen: «los años llegaron haciendo estragos, en compañía de una carnosidad exuberante: ella era como una cerda salvaje a la que dejaran suelta en una casa grande y majestuosa, libre de cagarse sobre la alfombra, de destrozar la cómoda galesa y de derribar todas las copas de cristal y los vasos de vino, de pisotear los divanes de color rojo hasta que aparecieran los lunáticos resortes y sus rellenos, de rayar el espejante acabado del gran suelo del vestíbulo con sus bárbaras pezuñas, desparramando charcos de orina»

* * *

bien es ella sí hay una historia percibo su cuerpo colgando y ondulando
 
* * *
 
—Si usted quiere —respondió él—. No divisé la cabaña, señora Leighton, ni siquiera desde el camino de la costa. ¿Podría decirme dónde...
—¿Vino conduciendo?
—Sí. Dejé mi automóvil allí. —Señaló más allá de las dunas, hacia el camino.
Una sonrisa, extrañamente unidimensional, se dibujó en los labios de la mujer.
—Ésa es la razón. Desde el camino sólo alcanza a entreverla: se la pierde, a menos que ande caminando —apuntó al oeste, hacia la descuidada esquina de las dunas y la casa—. Está allí. Justo pasando aquella pequeña colina.
—Bien —dijo, y entonces se quedó allí sonriendo. En realidad no tenía ni idea de cómo finalizar la entrevista.
—¿Le gustaría entrar a tomar un poco de café? ¿O una coca-cola?
—Sí —respondió al instante.
Ella pareció sorprenderse un poco ante su rápida aceptación. A fin de cuentas, él había sido el amigo de su marido, no el suyo. El rostro se cernió amenazante sobre Gerald, como una luna inconexa, indecisa. Luego lo condujo dentro de la antigua y paciente casa.  
Ella se tomó un té; él una coca. Millones de ojos parecían observarlos. Se sentía como un ladrón, merodeando en busca de la ficción oculta que él podía llegar a crear a partir de ella, llevando consigo tan sólo su propia gracia juvenil y una linterna psíquica.

* * *

Mi nombre, por supuesto, es Steve King, y sabrás perdonarme esta intrusión en tu mente... o así lo espero. Podría argumentar que el hecho de hacer a un lado la cortina de presunción entre el lector y el autor está permitido porque yo soy el escritor; es decir que, dado que ésta es mi historia, puedo hacer con ella cualquier maldita cosa que se me ocurra; pero pierde validez puesto que eso deja completamente de lado al lector. La Regla Número Uno para todo escritor es que el narrador no importa un centavo cuando se lo compara con el oyente. Pero olvidemos todo el asunto, si es que podemos. Me estoy entrometiendo en la historia por la misma razón por la que el Papa defeca: porque tengo que hacerlo.
Deberías saber que nunca atraparon a Gerald Nately; su crimen jamás fue descubierto. Pero igual lo pagó. Tras escribir cuatro novelas retorcidas, monumentales, mal desarrolladas, se cortó la cabeza con una guillotina de marfil tallado comprada en Kowloon.
Su personaje fue el que primero inventé, durante un rato de aburrimiento, a las ocho de la mañana, en una clase de Carroll F. Terrell de la facultad de Inglés de la Universidad de Maine. El doctor Terrell estaba hablando sobre Edgar A. Poe y yo pensé:
 
guillotina de marfil de Kowloon
una retorcida mujer en sombras, como un cerdo

cierto caserón
 
El compresor de aire azul no se me ocurrió hasta pasado bastante tiempo. Es desesperadamente importante que el lector esté informado de estos hechos.
 
* * *
 
Él le mostró algunos de sus escritos. No la parte importante —la historia que estaba escribiendo sobre ella— pero sí fragmentos de poesía, o aquella espina de novela que, como fragmentos de granada, llevó clavada en la mente durante todo un año, o los cuatro ensayos. Ella era una crítica perspicaz y se los devolvió con anotaciones al margen escritas con su fibra negra. Como a veces la mujer se dejaba caer por la cabaña mientras él se encontraba en el pueblo, escondió la historia en el cobertizo de la parte trasera.
Cuando septiembre se fundió en un fresco octubre la historia estuvo terminada, enviada por correo a un amigo, regresada con sugerencias (algunas malas), y vuelta a escribir. Sentía que era buena, pero no lo suficiente. Algo indefinible le estaba faltando. El enfoque no estaba muy claro. Empezó a jugar con la idea de mostrárselo a ella para que lo critique, luego la rechazó, para volver a jugar con la idea. Después de todo, ella era la historia; él nunca dudó de que la mujer pudiera proporcionar el vector final.
En forma gradual, su actitud con respecto a ella llegó a tornarse enfermiza; estaba fascinado por su volumen colosal, animalístico, por la lentitud de tortuga conque se desplazaba a través del espacio existente entre la casa y la cabaña...,
 
* * *

imagen: «gigantesca sombra de decadencia que se tambalea entre una arena sin sombras, el bastón aferrado en una mano torcida, los pies calzados en unas enormes zapatillas de lona que pisotean y esparcen los toscos granos, el rostro como una fuente servida, los brazos una masa hinchada, los pechos como tambores, una geografía en sí misma, el país del tejido orgánico»

* * *

...por su voz insípida y estridente; pero al mismo tiempo la detestaba, no podía resistir su contacto. La mentira empezó a hacerse notar, como le sucede al joven de El Corazón Delator, de Edgar A. Poe. Sentía que la mentira podía hallarse cerca de la puerta del dormitorio de ella, durante interminables medianoches, iluminando su ojo dormido con un rayo de luz, listo para cincelar y rasgar en el instante en que se abriera.
El impulso de mostrarle la historia comenzó a aguijonearle enloquecedoramente. Había decidido que lo haría el primer día de diciembre. El hecho mismo de la decisión no lo alivió para nada, como se supone que ocurre en las novelas, aunque sí lo dejó con un sentimiento de placer antiséptico. Estaba bien que así fuera; era el omega que realmente se enlazaría con el alfa. Y se trataba del omega; para el cinco de diciembre pensaba dejar la cabaña. Aquel mismo día acababa de volver de la Agencia de Viajes Stowe de Portland, donde había reservado un pasaje para el lejano este. Podría decirse que lo había hecho como un impulso momentáneo: la decisión de marcharse y la decisión de mostrarle su manuscrito a la señora Leighton habían aparecido juntas, casi como si él estuviera siendo guiado por una mano invisible.

* * *

Realmente estaba siendo guiado; por mi propia e invisible mano.

* * *

El día estaba blanco y nublado, con la promesa de la nieve acechando en el aire. Cuando Gerald las cruzó, las dunas entre la casa cubierta de tejas de los dominios de ella y la humilde cabaña de piedras de él ya parecían estar prefigurando el invierno. El mar, sombrío y grisáceo, rompía entre los guijarros de la playa. Las gaviotas montaban las lentas olas como si fueran boyas.  
Atravesó la cima de la última duna y supo que la mujer estaba en casa; su bastón, con la manopla blanca de bicicleta en un extremo, estaba apoyada junto a la puerta. El humo se elevaba desde la chimenea de juguete.
Gerald subió los escalones de madera sacudiéndose la arena de las botas para que la mujer se enterara de su llegada, y después entró.
—¡Hola, señora Leighton!
Pero la diminuta sala y la cocina se hallaban vacías. El reloj de pared sólo hacía tictac para sí mismo y para Gerald. El gigantesco tapado de pieles de la mujer yacía colgado de la mecedora, como el pellejo de un animal. En el hogar había una pequeña llama encendida que resplandecía y crujía diligentemente. La tetera permanecía sobre la hornalla de la cocina y sobre la mesada una taza de té, aún a la espera del agua. Él se asomó en el estrecho pasillo que conducía al dormitorio.
—¿Señora Leighton?
Tanto el pasillo como el dormitorio estaban vacíos.
Estaba a punto de regresar a la cocina cuando comenzaron las gigantescas risitas. Eran enormes y desvalidos espasmos de risa, el tipo de risa que emitiría una mujer que permanece confinada durante años y años, como vino en una bodega. (También existe un cuento de Edgar A. Poe que trata sobre el vino .)
Las risitas se transformaron en grandes risotadas. Provenían de la puerta que se abría a la derecha de la cama de Gerald, la última puerta de la cabaña. Provenían del cobertizo de las herramientas.
 
* * *
 
se me están encogiendo las bolas como en la escuela primaria la vieja puta se está riendo lo encontró vieja gorda maldita sea maldita sea maldita sea tú vieja prostituta eres la causa de que esté aquí vieja puta ramera montón de mierda
 
* * *
 
Llegó hasta la puerta en unas pocas zancadas y la abrió. Ella estaba sentada junto al pequeño calentador del cobertizo, con el vestido subido hasta los tocones de robles que eran sus rodillas para poder acomodarse con las piernas cruzadas, y con el manuscrito, empequeñecido, sostenido entre sus manos hinchadas.
Sus carcajadas rugieron y tronaron a su alrededor. Gerald Nately vio que los colores estallaban frente a sus ojos. Ella era como un animal lento, un gusano, una gigantesca cosa deslizante que se hubiera desarrollado en el oscuro sótano de la casa junto al mar, un bicho oscuro que se había convertido en una grotesca forma humanoide.
Bajo la opacada luz de una ventana llena de telarañas, su cara se transformó en una luna de cementerio, surcada por los estériles cráteres de sus ojos y por el hendido terremoto de su boca.
—No se ría —le advirtió Gerald, rígidamente.
—Oh, Gerald —dijo la mujer, sin parar de reirse—. Ésta es una historia muy mala. No lo culpo de usar un seudónimo. Es...—se limpió las lágrimas de risa de los ojos— ¡es abominable!  
Tieso, empezó a caminar hacia ella.
—No me ha representado lo suficientemente grande, Gerald. Ése es el problema. Soy demasiado grande para usted. Quizás Poe, o Dosteyevsky, o Melville... pero no usted, Gerald. Ni siquiera bajo su auténtico nombre. No usted. No usted.
Empezó a reírse de nuevo, colosales y terribles explosiones de sonido.
—No se ría —le advirtió Gerald, rígidamente.
 
* * *
 
El cobertizo de herramientas, a la manera de Zola:
Paredes de madera que muestran ocasionales grietas de luz, rodeadas de trampas para conejos colgadas y tiradas por los rincones; un par de polvorientas y desencajadas botas de nieve; un calentador mohoso que deja ver parpadeos de llamas amarillas, como los ojos de un gato; varias chucherías; dos palas; unas tijeras de podar; una antigua manguera verde enrollada como una serpiente; cuatro neumáticos viejos apilados como rosquillas; un oxidado rifle Winchester sin gatillo; una sierra de doble mango; un polvoriento banco de trabajo cubierto de clavos, tornillos, tuercas, arandelas, dos martillos, un cepillo, un nivel roto, un carburador desmantelado de los que pueden encontrarse dentro de un convertible Packard 1949; un compresor de aire de cuatro caballos de fuerza pintado de azul eléctrico, enchufado con un alargador que se comunica con la casa.
 
* * *
 
—No se ría —repitió Gerald, pero ella siguió meciéndose de un lado para el otro, agarrándose el estómago y agitando el manuscrito, con la jadeante respiración como un pájaro blanco.
Su mano encontró el mohoso rifle Winchester y lo utilizó para golpearla, como si fuera un garrote.
 
* * *
 
La mayoría de las historias de horror son de naturaleza sexual.
Lamento interrumpir el relato con esta información, pero presiento que debo poner en claro la espantosa conclusión de esta obra, que no es otra cosa que (al menos psicológicamente) una clara metáfora de los miedos a la impotencia sexual. La gran boca de la señora Leighton simboliza la vagina; la manguera del compresor es el pene. El inmenso y dominante volumen femenino es una representación mítica del temor sexual que, en mayor o menor grado, habita en cada varón: que la mujer, con su apertura, es una devota.
 
* * *

En los escritos de Edgar A. Poe, Stephen King, Gerald Nately, y de todos aquellos que practican esta particular forma literaria, solemos encontrar tanto habitaciones cerradas como calabozos, además de mansiones desiertas (todos éstos símbolos del útero); escenas de entierros vivientes (impotencia sexual); el muerto que retorna de la tumba (necrofilia); monstruos o seres humanos grotescos (el temor exteriorizado al propio acto sexual); la tortura y/o el asesinato (una alternativa viable al acto sexual).
Estas posibilidades no siempre son válidas, pero el lector y el escritor deben tenerlos en cuenta al intentar este tipo de género.
La psicología anormal ha llegado a formar parte de la experiencia humana.
 
* * *

La mujer produjo unos ruidos espesos e inconscientes con su garganta mientras él revolvía todo como loco en busca de un instrumento; la cabeza le colgaba entrecortadamente del grueso tallo de su cuello.
 
* * *
 
Se apoderó de la manguera del compresor de aire.
—Bien —dijo con la voz ronca—. Ahora sí que está bien. Todo preparado.

* * *

gorda puta vieja puta no has tenido tus suficientemente grandes está bien de acuerdo serás más grande serás aún más grande

* * *

La aferró del cabello, le echó la cabeza hacia atrás y le metió la manguera por la boca, hasta la garganta. Ella gritó a través de eso, un sonido como el que podría emitir un gato.
 
* * *

Parte de la inspiración para esta historia proviene de una vieja revista de horror de E.C. Comics (¡bu!), qué compré en una farmacia de Lisbon Falls. En cierta historia, un marido y su esposa se asesinan uno al otro de forma simultánea y de una manera mutuamente irónica (además de brillante). Él era muy obeso; ella estaba muy delgada. Él le introdujo por la garganta la manguera de un compresor de aire y la infló al tamaño de un dirigible. En su camino hacia abajo y como una trampa para bobos, ella se estrelló sobre él y lo aplastó hasta dejarlo como una sombra.
Cualquier autor que les asegure que nunca ha plagiado es dos veces mentiroso. Un buen autor empieza con ideas malas y con imposibilidades, y las amolda con los comentarios de la condición humana.
En una historia de horror es imperativo que lo grotesco sea elevado al estado de lo anormal.
 
* * *
 
El compresor se puso en marcha con un whush y un traqueteo. La manguera se escapó de la boca de la señora Leighton. Riéndose tontamente, Gerald se la volvió a introducir. Los pies de la mujer se sacudieron y golpearon contra el suelo. Las carnes de sus mejillas y diafragma empezaron a inflarse rítmicamente. Sus ojos sobresalieron y se convirtieron en canicas de vidrio. Su torso comenzó a expandirse.
 
* * *
 
aquí está aquí está piojosa no eres lo suficientemente todavía no eres lo suficientemente grande
 
* * *
 
El compresor jadeó y traqueteó. La señora Leighton se infló como una pelota playera. Los pulmones se le pusieron tirantes.
 
* * *
  ¡Miserables! ¡No disimuléis más tiempo! ¡Arrancad esas tablas; aquí está, aquí está! ¡Es el latido de su espantoso corazón!
 
* * *
 
Ella pareció explotar de repente.
 
* * *
 
Sentado en un hirviente cuarto de hotel en Bombay, Gerald reescribió la historia que había iniciado en una cabaña al otro lado del mundo. El título original había sido La Cerda. Luego de algunas deliberaciones lo rebautizó El Compresor de Aire Azul.
Había quedado satisfecho con la resolución. Había cierta falta de motivos en lo que respecta a la escena final, en la que es asesinada la vieja mujer, pero él no lo vio como una falta. En El Corazón Delator, la mejor de las historias de Edgar A. Poe, no existe una auténtica motivación para el asesinato del anciano, y así era como tenía que ser. El motivo no es lo que importa.
 
* * *
 
Ella se volvió muy grande sólo antes del fin: hasta las piernas se le inflaron a dos veces su tamaño normal. En el mismo instante final, la lengua estalló fuera de su boca como fuegos de artificio.
 
* * *
 
Tras abandonar Bombay, Gerald Nately siguió camino hacia Hong Kong, y luego a Kowloon. La guillotina de marfil atrapó su imaginación de inmediato.
 
* * *
 
Como autor, puedo imaginar un sólo omega correcto para esta historia, y consiste en decirles cómo Gerald Nately se libró del cadáver. Arrancó las tablas del piso del cobertizo, desmembró a la señora Leighton, y enterró los pedazos bajo la arena.
Cuando notificó a la policía que la mujer había estado desaparecida durante una semana, el alguacil local y un policía estatal vinieron en seguida. Gerald los entretuvo con bastante naturalidad, incluso les ofreció café. No escuchó el latido de ningún corazón, aunque para ese entonces la entrevista se produjo en el caserón.
Al día siguiente él voló muy lejos, hacia Bombay, Hong Kong, y Kowloon.








THE BLUE AIR COMPRESSOR. Primera aparición en Onan, revista de estudiantes de literatura publicada por la Universidad de Maine en Orono, en enero de 1971. Reeditado en Heavy Metal, julio de 1981. En esta revisión, Gerald primero mata con el Winchester a la mujer antes de inflarla con el compresor.

EL CAMION DEL TÍO OTTO STEPHEN KING





EL CAMION DEL TÍO OTTO
STEPHEN KING


Es para mí un gran alivio escribir esto.
No he dormido bien desde que encontré a mi tío Otto muerto y a veces he llegado a preguntarme si me he vuelto loco... o si me volveré. En cierto modo todo hubiera sido una suerte, de no tener aquí, en mi despacho, el verdadero objeto, donde puedo verlo, tocarlo, sopesarlo. Pero no quiero tocar eso. Aunque a veces lo hago.
Si no me lo hubiera llevado de aquella casa, cuando huí de ella, podría creer que no todo fue más que una alucinación... un invento de un cerebro agotado y sobreexcitado. Pero ahí está. Pesa. Puedo sopesarlo en mi mano.
Todo ocurrió realmente.
La mayoría de los que lean estas memorias no lo creerán, a menos que les haya ocurrido algo parecido. Encuentro que el hecho de que lo crean y mi alivio se excluyen mutuamente, así que me encantará contarles la historia. Crean hasta donde quieran.
Cualquier cuento de horror debería tener un origen o un secreto. El mío tiene ambas cosas. Empezaré por el origen contando cómo mi tío Otto, que era rico según los cánones del condado de Castle, tuvo la idea de pasar los últimos veinte años de su vida en una casita de una sola habitación, sin agua corriente, en un camino apartado de una pequeña ciudad.
Otto había nacido en 1905, era el mayor de los cinco hermanos Schenk. Mi padre, nacido en 1920, era el más joven. Yo fui el hijo menor de mi padre, nacido en 1955, así que tío Otto siempre me pareció viejísimo.
Como muchos alemanes diligente, mis abuelos llegaron a América con algún dinero. Mi abuelo se instaló en Derry, por la industria maderera, que conocía bien. Ganó dinero y sus hijos nacieron en un hogar acomodado.
Mi abuelo murió en 1925. El tío Otto, que por entonces contaba veinte años, fue el único hijo que recibió la herencia completa. Se trasladó a Castle Rock y empezó a especular en bienes raíces. En el transcurso de los cinco años siguientes ganó mucho dinero negociando en madera y terrenos. Compró una gran casa en Castle Hill y disfrutaba de su posición de joven soltero, buen partido y relativamente apuesto (lo de «relativamente» lo digo porque llevaba gafas). Nadie le encontraba raro. Eso vino después.
La Depresión le perjudicó, no tanto como a otros, pero le perjudicó. Conservó su gran casa de Castle Hill hasta 1933, cuando la vendió porque un extenso terreno boscoso se había puesto a la venta a un precio irrisorio y se obstinó en comprarlo. El terreno pertenecía a la Compañía Papelera de Nueva Inglaterra.
La Papelera existe aún, y les aconsejaría que compraran acciones de la misma. Pero en 1933 la compañía ofrecía enormes terrenos a precio de saldo en un esfuerzo por mantenerse a flote.
¿Cuánta tierra quería mi tío? El título de propiedad original se ha perdido, y los cálculos difieren pero según lo que todos dicen, superaba los cuatro mil acres. La mayor parte se encontraba en Castle Rock, pero se extendía también hasta Waterford y Harlow. La Papelera pedía dos dólares y medio por acre si el comprador se quedaba con todo.
El precio total sumaba diez mil dólares. El tío Otto no podía reunir aquel dinero, así que buscó un socio, un yanqui llamado George McCutcheon. Si viven ustedes en Nueva Inglaterra conocerán el nombre Schenk y McCutcheon; hace tiempo que se vendió la compañía, pero hay todavía ferreterías Schenk y McCutcheon en cuarenta ciudades de Nueva Inglaterra, y serrerías Schenk y McCutcheon desde Central Falls hasta Derry.
McCutcheon era un hombre corpulento con una gran barba negra. Usaba gafas, como mi tío Otto, y también había heredado dinero. Debió de ser bastante, porque entre él y mi tío Otto compraron todo aquel terreno boscoso sin ningún problema. Ambos eran, en el fondo, unos piratas, y se llevaban bien. Su sociedad duró veintidós años, hasta el año en que yo nací, y sólo conocieron prosperidad.
Pero todo empezó con la adquisición de aquellos cuatro mil acres, y los exploraron en el camión de McCutcheon, recorriendo los caminos del bosque y siguiendo los pasos de los madereros, en primera la mayor parte del tiempo, tambaleándose sobre pasarelas y salpicándose al pasar por los charcos de agua, McCutcheon al volante la mayor parte del tiempo, y mi tío Otto el resto.
Ignoro cómo McCutcheon se procuró aquel camión. Era un Cresswell, una marca que ya no existe. Tenía una enorme cabina pintada de rojo, guardabarros y arranque eléctrico, pero si fallaba podía dársele a la manivela, aunque a veces se despistaba y podía romperte el hombro si no ibas con cuidado. Tenía unos seis metros de largo, con los laterales de la caja de estacas, pero lo que recuerdo mejor de aquel camión es el morro. Lo mismo que la cabina, era rojo como la sangre. Para llegar al motor había que levantar dos aletas de acero, una de cada lado. El radiador alcanzaba al pecho de un hombre alto. Era una máquina fea, monstruosa.
El camión de McCutcheon se estropeó y fue reparado, volvió a estropearse y lo volvieron a reparar. Cuando por fin el Cresswell exhaló su último suspiro, lo hizo de forma espectacular.
McCutcheon y tío Otto subían por la carretera de Black Henry un día del año 1953 y, según la propia confesión de tío Otto, ambos estaban «rematadamente borrachos». Tío Otto puso la primera para subir por Trinity Hill. Aquello estuvo bien pero borracho como estaba no se le ocurrió volver a cambiar la marcha al emprender la bajada. El agotado y viejo motor del Cresswell se recalentó. Ni tío Otto ni McCutcheon se fijaron en que la aguja de la temperatura se había disparado. Al llegar al pie de la colina, una explosión hizo saltar las aletas del capó como si fueran las alas de un dragón rojo, y el tapón del radiador saltó hacia el cielo de verano. El chorro de humo se elevó como un géiser. Saltó el aceite sobre el parabrisas, inundándolo. Tío Otto pisó el freno, pero el Cresswell había adquirido la mala costumbre de perder líquedo de frenos y el pedal se hundió hasta el fondo. Como no veía nada se salió de la carretera, primero a una cuneta y luego fuera de ella. Si el Cresswell se hubiera calado, las cosas no hubiesen ido tan mal. Pero el motor siguió funcionando y los pistones petardearon como si fuese Cuatro de Julio y luego estallaron. Uno de ellos, según tío Otto, perforó su puerta. Por el agujero que le hizo podía pasarse el puño. Al final fueron a parar a un campo de flores amarillas. Hubieran disfrutado de una preciosa vista de las White Mountains si el parabrisas no hubiera estado cubierto de aceite Diamond Gem.
Éste fue el último paseo del Cresswell de McCutcheon; jamás volvió a moverse de aquel campo. Los dos hombres se apearon para examinar los daños. Ninguno de los dos era mecánico, pero tampoco había que serlo para darse cuenta de que la herida era mortal. Tío Otto estaba abochornado, o al menos eso le dijo a mi padre, y ofreció pagar la reparación del camión. George McCutcheon le respondió que no dijese tonterías. McCutcheon estaba extasiado. Había echado un vistazo al campo, al paisaje de las montañas, y había decidido que aquél era el lugar donde construiría su hogar cuando se retirara. Se lo dijo así a tío Otto, con el tono que uno suele emplear para una conversación religiosa. Volvieron andando a la carretera y consiguieron que el camioncillo de la panadería Cushman, que pasaba a la sazón, les llevara de regreso a Castle Rock. McCutcheon dijo a mi padre que había sido un milagro, que el lugar perfecto que había estado buscando había estado allí todo el tiempo, en aquel campo ante el que pasaban dos o tres veces por semana sin mirarlo siquiera. La mano de Dios, insistió, sin imaginar que iba a morir en aquel campo dos años más tarde, aplastado por su propio camión... el camión que pasó a ser propiedad de tío Otto cuando McCutcheon murió.
McCutcheon hizo que Billy Dodd enganchara su grúa al Cresswell y lo girara de frente a la carretera. Así podría velo, dijo, cada vez que pasara por allí, y saber que cuando Dodd volviera a engancharlo a la grúa para llevárselo definitivamente, sería porque llegaban los constructores para construir su casa. Era un sentimental, pero no lo suficiente para perderse la oportunidad de ganar un dólar. Cuando un año después, un maderero llamado Baker le ofreció comprar las ruedas del Cresswell, incluidos los neumáticos, McCutcheon aceptó sin pestañear los veinte dólares del maderero. También encargó a Baker que pusiera bloques bajo el camión para que se quedara levantado. Dijo que no quería pasar por delante y velo en el campo medio cubierto por el heno, las hierbas y las flores amarillas, como si se tratara de un trasto viejo. Baker lo hizo. Un año más tarde, el Cresswell se salió de sus bloques y aplastó a McCutcheon. Los viejos del lugar disfrutaban contando la historia, y siempre agregaban que esperaban que el viejo Georgie hubiera disfrutado los veinte dólares que había sacado de las ruedas.
Yo crecí en Castle Rock. Cuando nací, mi padre llevaba trabajando diez años para Schenk y McCutcheon, y el camión que había pasado a ser propiedad de tío Otto, junto con todo lo que McCutcheon poseía, fue un punto de referencia en mi vida. Mi madre compraba en casa de Warren, en Brigton, y la carretera de Black Henry era el camino que llevaba allí. Así que todas las veces que íbamos, allí estaba el camión, en medio del campo, con las White Mountains al fondo. Ya no estaba sobre los bloques, pero la sola idea de lo que había ocurrido era suficiente para que un chiquillo de pantalón corto se echara a temblar.
Estaba allí en verano; en otoño le rodeaban los olmos rojos, plantados en los tres lados del campo, como antorchas; en invierno, la nieve le llegaba hasta los faros, así que parecía un mastodonte debatiéndose en arenas movedizas; en primavera, cuando el campo era un lodazal, como un pantano, uno se preguntaba por qué no se hundía en la tierra. De no haber sido por la base de buena piedra de Maine, tal vez hubiera ocurrido así. Pero allí estaba, a lo largo de las estaciones de todos los años.
Una vez incluso estuve dentro. Mi padre se detuvo a un lado de la carretera, un día en que íbamos camino de la feria de Fryeburg me cogió de la mano y me llevó al campo. Esto debió de ser en 1960 o 1961, supongo. Yo tenía miedo al camión. Había oído la historia de cómo había caído y aplastado al socio de mi tío. Lo había oído contar en la barbería, sentado inmóvil detrás de la revista Life que no sabía leer, escuchando a los hombres que contaban cómo había sido aplastado el viejo Georgie y cómo esperaban que hubiera disfrutado los veinte dólares que sacó de aquellas ruedas. Uno de ellos –pudo haber sido Billy Dodd, el padre del pobre Frank-, dijo que McCutcheon parecía una «calabaza aplastada por la rueda de un tractor». Eso me obsesionó durante meses, pero mi padre, claro, no tenía la menor idea de ello.
Mi padre sólo pensó que a lo mejor me gustaría sentarme en la cabina del viejo camión; se había fijado en cómo lo miraba todas las veces que pasábamos, y supongo que debió tomar mi miedo por admiración.
Recuerdo las flores, con su vívido color amarillo apagado por el frío de octubre. Recuerdo el sabor gris del aire, un poco amargo, un poco picante y el color plateado de la hierba muerta. Recuerdo el rumor de nuestros pasos. Pero lo que más recuerdo es el tamaño del camión, que cada vez parecía mayor y mayor... y la mueca de su radiador, y el rojo sangre de su pintura, el cristal turbio del parabrisas. Recuerdo que el miedo me envolvió en una oleada fría y gris cuando mi padre me cogió por debajo de los brazos y me subió a la cabina, diciéndome: «¡Condúcelo hasta Pórtland, Quentin, venga! » Recuerdo el aire resbalando sobre mi cara a medida que me subía y de pronto cómo el sabor límpido fue reemplazado por el olor del aceite Diamon Gem rancio, curo viejo, excrementos de rata y –lo juro- sangre. Recuerdo mis esfuerzos por no llorar mientras mi padre me miraba sonriente, convencido de que me estaba proporcionando una gran emoción (como así era, aunque no del signo que creía él). Tuve la certeza de que se alejaría, o por lo menos que me daría la espalda, y que entonces el camión me comería... me comería vivo. Y lo que escupiría parecería masticado y desgarrado y... y como estallado. Como una calabaza aplastada por la rueda de un tractor.
Empecé a llorar y mi padre, que era el mejor de los hombres, me bajó, me consoló y me devolvió al coche.
Me llevó en brazos, sobre el hombro, y mientras yo miraba el camión que se iba alejando, plantado allí en el campo, con su enorme radiador, y el gran orificio donde se metía la manivela, que parecía la cuenca de un ojo vacía, mal colocada, y quería poder decirle que había olido a sangre y que por eso había llorado. Pero no supe cómo decírselo. En todo caso, me temo que no me hubiera creído.
Como un chiquillo de cinco años que creía aún en Papá Noel, en el Ratón Pérez de los dientes y en los Reyes Magos, también creía que el pánico que me había embargado cuando mi padre me aupó a la cabina del camión, procedía del camión. Me llevó veintidós años decidir que no fue el Cresswell el asesino de George McCutcheon, sino tío Otto.
El Cresswell fue un punto de referencia en mi vida. Si explicabas a alguien cómo tenía que ir de Bridgeton a Castle Rock, le decías que para tener la seguridad de que iban por el buen camino, tenían que ver un viejo camión rojo, a la izquierda, plantado en un campo de heno a unas tres millas más o menos, después de salir de la 11. Con frecuencia solían verse turistas aparcados en la cuesta (a veces se quedaban anclados allá, siempre motivo para reírnos) fotografiando las White Mountains con el camión del tío Otto en primer término para hacer más pintoresca la vista... Durante mucho tiempo mi padre llamó al Cresswell »el Trinity Hill Memorial al Camión Turístico», pero luego lo dejó. Para entonces, la obsesión de tío Otto por el camión se había hecho excesiva para resultar divertida
Esto en cuanto al origen. Ahora el secreto.
De que él mató a McCutcheon es lo único de que estoy absolutamente seguro. «Despachurrado como una calabaza», decían los sabios de la barbería. Uno de ellos añadió: «Apuesto a que estaba arrodillado frente a ese camión rezando como uno de esos árabes a Alá. Estaban majaretas, los dos. Miren, si no, cómo terminó Otto Schenk, en aquella casita que creyó que la ciudad aceptaría como escuela, y tan tocado como una rata de cloaca. »
Esto lo escuchaban con miradas cómplices, porque para entonces ya creían que tío Otto estaba chiflado..., oh sí, pero no había uno solo al que la visión de McCutcheon de rodillas ante el camión «como uno de esos árabes rezando a Alá», le pareciera sospechosa o excéntrica.
Los rumores son siempre algo peligroso en una pequeña ciudad; se acusa a la gente de ladrones, adúlteros, cazadores furtivos y estafadores por la más insignificante sospecha o la más absurda deducción. Estoy seguro de que casi siempre el rumor empieza por puro aburrimiento. Pienso que lo que evita que la cosa pase a ser grave y malintencionada –que es como muchos novelistas han pintado la vida en las pequeñas comunidades, desde Nathaniel Hawthorne- es que la mayoría de los chismorreos salidos de la línea telefónica común, las tiendas de alimentación y las barberías son curiosamente ingenuos... Es como si toda esa gente contara con la mezquindad y la bajeza, o la inventara, pero que la maldad auténtica y consciente estuviera más allá de su concepción, incluso cuando la tienen flotando ante sus ojos como la alfombra mágica de uno de esos árabes de las historias mágicas.
Me preguntarán cómo sé que lo hizo. ¿Solamente porque estaba con McCutcheon aquel día? No. Por el camión Cresswell. Cuando su obsesión empezó a dominarle, se fue a vivir enfrente, en aquella casita... aunque en los últimos años de su vida sintió un miedo mortal del camión aparcado al otro lado del camino.
Creo que tío Otto llevó a McCutcheon al campo, donde el Cresswell estaba sobre sus bloques, haciéndole hablar de sus planes para la casa. McCutcheon estaba siempre dispuesto a hablar de su casa y de su próximo retiro. Una compañía más importante que la suya les había hecho una buena oferta –no voy a decir su nombre, pero si lo hiciera la conocerían-, y McCutcheon quería aceptarla. Tio Otto no. Desde la primavera, ambos socios habían discutido la oferta. Creo que su desacuerdo fue la razón por la que Otto decidió deshacerse de su socio.
Creo que mi tío se preparó para quel momento haciendo dos cosas: primero, minando los bloques que sostenían el camión y, segundo, clavando en el suelo delante del camión algo donde MxCutcheon pudiera verlo. ¿Qué clase de cosa? No lo sé. Algo brillante. ¿Un diamante? ¿Un trozo de cristal? No importa. Algo que relucía al sol. A lo mejor McCutcheon lo vio. Si no, pueden estar seguros de que tío Otto se lo hizo ver. «¿Qué es eso?» preguntaría, señalándolo. «No lo sé», contestaría McCutcheon.
McCutcheon se arrodilló frente al Cresswell, igual que uno de ésos árabes rezando a Alá, intentando sacar el objeto del suelo, mientras mi tío se iba a la parte trasera del camión. Un empujón y todo se vino abajo, aplastando a McCutcheon, despachurrándole como una calabaza.
Sospecho que era demasiado duro para morir fácilmente. En mi imaginación le veo bajo el capó del Cresswell, sangrando por la nariz y boca y las orejas, con sus ojos oscuros suplicando a mi tío que fuera en busca de ayuda. Rogando, suplicando... y finalmente maldiciendo a mi tío, jurándole que le mataría, acabaría con él... y mi tío allí, contemplándole, con las manos en los bolsillos, hasta que todo terminó.
Después de la muerte de McCutcheon mi tío no tardó en hacer cosas que, en un principio, los sabios de la barbería calificaron de raras, luego de peculiares, y después como «extrañas locuras». Cosas que finalmente hicieron que se le calificara, en el argot de la barbería como «tan loco como una rata de cloaca»; habían existido siempre, pero no parecía caber la menor duda de que sus peculiaridades empezaron justo en el momento en que murió McCutcheon.
En 1965, tío Otto había hecho construir una casita de una sola habitación al otro lado de la carretera, frente al camión. Se habló mucho de lo que el viejo Otto Schenk estaría tramando allá arriba, en el camino a Black Henry, en Trinity Hill, pero la sorpresa fue general cuando tío Otto dio por terminada la casita haciendo que Chuckie Barger le diera una mano de pintura roja brillante y anunciando a continuación que era un regalo para la ciudad. «Una bonita escuela nueva», dijo, y lo único que pidió fue que le pusieran el nombre de su difunto socio.
Los prohombres de Castle Rock se quedaron estupefactos. Los demás, también. Casi toda la gente de Castle Rock había ido a una escuela de una sola aula (o creían haber ido, que viene a ser lo mismo). Pero todas las escuelas de ese tipo habían desaparecido de Castle Rock en 1965. La última de ellas, la Escuela Castle Ridge, había cerrado el año anterior. Ahora era la Pizzería de Steve, en la carretera 117, Por entonces la ciudad poseía una escuela de cristal y cemento, en Carbine Street. Como resultado de su excéntrico ofrecimiento, tío Otto pasó de ser «raro» a un «condenado loco».
Los concejales le enviaron una carta (ni uno solo de ellos se atrevió a visitarle en persona) dándole amablemente las gracias y confiando en que se acordaría de la ciudad en el futuro, pero rechazando la pequeña escuela, alegando que las necesidades educativas de los niños de la ciudad estaban perfectamente cubiertas. Tío Otto montó en cólera. ¿Recordar a la ciudad en un futuro?, protestó ante mi padre. Ya lo creo que se acordaría de ellos, pero no como esperaban. Él no se había caído de un carro de heno, no. Él sabía distinguir muy bien un halcón de una sierra. Y si lo que querían era enfrentarse a él en una competición de meadas, dijo, descubrirían que podía mear como una mofeta que acabara de beberse un barril de cerveza.
-¿Y ahora qué? –preguntó mi padre.
Estaban sentados ante la mesa de la cocina de nuestra casa. Mi madre se había llevado la costura arriba. Decía que tío Otto no le gustaba; decía que olía como un hombre que se baña una vez al mes, «y tan rico» añadía siempre con un respingo. Creo que su olor la molestaba de verdad, pero también pienso que le tenía miedo. En 1965 tío Otto había empezado a tener un aspecto tan peculiar como su comportamiento. Andaba vestido con un pantalón verde, de obrero, sujeto con tirantes, ropa interior de invierno y unos zapatones amarillos. Sus ojos se movían en direcciones opuestas mientras hablaba.
-¿Eh?
-¡Que qué vas a hacer con la casa ahora?
-Vivir en ella, maldita sea –respondió tío Otto, y así lo hizo.
La historia de sus últimos años no tiene mucho que merezca contarse. Sufrió el tipo de locura y de fin que uno lee con frecuencia en los periódicos sensacionalistas: «Millonario muere de inanición en un piso barato», «La pordiosera era rica, revelan los archivos del banco», «Olvidado prohombre de la banca muere en soledad».
Se trasladó a la casita roja, que últimamente se había vuelto de un rosa pálido y apagado, a la semana siguiente. Un año después vendió el negocio por el cual había cometido un asesinato. Sus excentricidades se habían multiplicado, pero su sentido del negocio no le había abandonado, y obtuvo una buena ganancia, mejor dicho impresionante.
Así que allí estaba tío Otto, con una fortuna de unos siete millones de dólares, instalado en aquella casucha en la carretera de Black Henry. Su casa en la ciudad estaba cerrada a cal y canto. Ya había pasado de «condenado loco» a «rata de cloaca». La siguiente progresión se expresió de una forma menos colorida, más ominosa: «Puede que sea peligroso».
Ésta va siempre seguida de la reclusión.
A su manera, tío Otto se hizo tan célebre como el camión del otro lado del camino, aunque dudo que alguna vez los turistas quisieran fotografiarle. Se había dejado la barba, que se le volvió amarillenta, como teñida por la nicotina de sus cigarrillos. Había engordado mucho. Las mejillas le colgaban en una papada flácida. La gente solía verle de pie en el umbral de su extraña casita, solo, inmóvil, mirando el camino y el campo de enfrente.
Mirando al camión... su camión.
Cuando tío Otto dejó de venir a la ciudad, fue mi padre el que se preocupó de que no muriera de hambre. Le llevaba provisiones todas las semanas, y las pagaba de su propio bolsillo porque Otto nunca se las pagó... supongo que nunca pensó en ello. Papá murió dos años antes que tío Otto, cuya fortuna terminó yendo a la Universidad de Maine, departamento de bosques. Tengo entendido que se mostraron encantados. Teniendo en cuanta la cantidad, había que estarlo.
Después de sacar mi carnet de conducir en 1972, con frecuencia le llevé sus provisiones semanales. Al principio tío Otto me miraba con suspicacia, pero pasado un tiempo empezó a distenderse. Fue tres años más tarde en 1975, cuando me dijo por primera vez que el camión se iba acercando a su casa.
A la sazón yo asistía a la Universidad de Maine, pero en vacaciones de verano iba a casa y volvía a mi vieja rutina de llevarle las provisiones semanales. Estaba sentado ante su mesa, fumando, mirando cómo guardaba las conservas y escuchándome hablar. Pensé que tal vez había olvidado quién era yo; a veces lo hacía... o lo simulaba. En una ocasión me puso la carne de gallina, gritándome desde la ventana: «¿Eres tú, George? », mientras yo subía hacia la casa.
En aquel día de julio de 1975 interrumpió la conversación que mantenía con él para preguntarme con dureza:
-¿Qué piensas de ese camión, Quentin?
Lo inesperado de la pregunta provocó una respuesta sincera.
-Cuando tenía cinco años me mojé los pantalones en la cabina de ese camión –dije-. Y creo que si volviera a subir ahora, volvería a mojármelos.
Tío Otto rió un buen rato. Me volví y le miré asombrado. No recordaba haberle oído reír nunca. Su risa terminó en un acceso de tos que le coloreó las mejillas. Luego me miró con ojos brillantes.
-Se está acercando, Quent.
-¿Qué, tío Otto? –pregunté.
Creí que había dado uno de sus desconcertantes altos de un tema a otro, que a lo mejor quería decir que se acercaba Navidad, o el milenio, o el regreso de Cristo.
-Ese maldito camión –contestó mirándome fijamente de un modo que no me gustó nada-. Cada año se va acercando más.
-¿De verdad? –pregunté cauteloso, pensando que aquello era una idea bastante desagradable. Miré al Cresswell, al otro lado de la carretera, rodeado de heno y con las White Mountains de fondo... y por un momento me pareció que realmente estaba más cerca. Después parpadeé y se esfumó la ilusión. El camión, naturalmente, estaba donde siempre.
-Oh, sí –insistió-. Cada año se acerca un poco más.
-Vaya. A lo mejor necesitas gafas. Yo no veo ninguna diferencia, tío Otto.
-¡Claro que no la ves! Tampoco puedes ver cómo se mueve la aguja de las horas en tu reloj de pulsera, ¿verdad? Esa maldita cosa se mueve demasiado despacio para poder verla... a menos que la vigiles todo el tiempo. Exactamente como yo hago. -Me guiñó el ojo y me estremecí.
-¿Y por qué iba a moverse? –pregunté.
-Porque viene por mí, por eso. Ese camión me tiene siempre presente. Cualquier día entrará aquí y todo terminará. Me aplastará como hizo con Mac, y será mi final.
Esto me llenó de pánico. Su tono razonable fue lo que más asustó. El modo en que reaccionan los jóvenes ante el miedo es la broma.
-Si tanto te preocupa, tío Otto, deberías trasladarte a tu casa de la ciudad –le dije, y por la forma en que le hablé nadie hubiera supuesto que tenía el espinazo erizado.
Me miró, y luego al camión al otro lado de la carretera:
-No puedo, Quentin –dijo-. A veces un hombre tiene que quedarse en su sitio y esperar a que le llegue.
-¿Esperar qué, tío? –pregunté, aunque ya suponía que se refería al camión.
-Al destino. –Y volvió a guiñarme el ojo, pero parecía muy asustado.
Mi padre enfermó en 1979, con una dolencia de riñón que pareció mejorar justo unos días antes de que le matara. A lo largo de innumerables visitas a hospitales, en el otoño de aquel año mi padre y yo hablamos mucho de tío Otto. Mi padre había empezado a sospechar lo que realmente pudo haber ocurrido en 1955, sospechas que fueron la base de otras más serias. Mi padre no tenía la menor idea de la gravedad o la profundidad, de lo seria que se había vuelto la obsesión de tío Otto con el camión. Yo sí. Pasaba todo el día en la puerta de su casa mirándolo. Mirándolo como un hombre que mira su reloj para ver moverse la manecilla de las horas.
En 1981 tío Otto había perdido la poca cordura que le quedaba. A un hombre más pobre ya le habrían encerrado hacía años, pero tanto millones en el banco hacen que se perdonen muchas locuras en una ciudad pequeña... especialmente si cierta gente cree que puede haber algo, en el testamento del loco, para el municipio. Aún así, en 1981 la gente empezó a comentar seriamente sobre la posibilidad de internar a tío Otto por su propio bien. Aquella expresión lisa y mortífera, «quizá sea peligroso», ya pesaba más que «rata de cloaca». Había empezado a salir a orinar al borde de la carretera, en lugar de adentrarse en el bosque donde tenía su retrete. A veces amenazaba al Cresswell con el puño mientras lo hacía, y más de una persona al pasar en su coche pensó que tío Otto les amenazaba a ellos.
El camión, con sus pintorescas White Mountains de fondo, era una cosa; tío Otto orinando al borde del camino, con los tirantes colgando hasta las rodillas, era algo distinto. Eso no era ninguna atracción turística.
Para entonces ya vestía yo un traje de ciudad en lugar de los tejanos propios de un estudiante, en la época en que le llevaba las provisiones semanales, pero seguía llevándoselas. También traté de disuadirle de que dejara de hacer sus cosas en la carretera, por lo menos en verano, cuando toda la gente procedente de Michigan, Missouri y Florida solían circular por allí y le veían.
Pero no conseguí nada. No podía pensaar en estas nimiedades cuando tenía un camión por el que preocuparse. Su obsesión con el Cresswell era ya una fijación. Ahora aseguraba que ya estaba en su lado de la carretera... en mitad de su patio, según decía.
-Anoche desperté a eso de las tres, y allí estaba, junto a mi ventana, Quentin –dijo-. Lo vi, con la luz de la luna reflejada en su parabrisas, a pocos metros de donde yo yacía, y casi se me paró el corazón. Casi se me paró, Quentin.
Le saqué fuera y le hice ver que el Cresswell estaba donde siempre había estado, al otro lado del camino donde McCutcheon había pensado edificar. No sirvió de nada.
-Eso es lo que tú ves, muchacho –declaró con un loco e infinito desprecio, con un cigarrillo temblando en una mano y con los ojos girando alocadamente-. Eso es lo que tú ves.
-Tío Otto –dije tratando de aligerar la cosa-, lo que ves es lo que recibes.
Fue como si no lo hubiera oído.
-El muy maldito por poco me atrapa –murmuró. Sentí un escalofrío. No tenía aspecto de loco. De desgraciado sí, y ciertamente aterrorizado... pero no loco. Por un momento me acordé de mi padre izándome a la cabina de aquel camión. Recordé el olor a aceite, cuero... y sangre-. Por poco me atrapa –repitió.
Y tres semanas más tarde, lo hizo.
Yo fui quien le encontró. Era un miércoles por la noche y yo había subido con dos bolsas de provisiones en el asiento trasero, como hacía casi todos los miércoles por la noche. Era una noche pegajosa y sofocante. De vez en cuando se oía tronar a la distancia. Recuerdo que me sentía nervioso mientras subía por la carretera de Black Henry en mi Pontiac, extrañamente seguro de que algo iba a ocurrir, ero tratando de convencerme de que sólo se trataba de la baja presión atmosférica.
Di la vuelta a la última curva, y en el momento preciso en que la casita de mi tío apareció a la vista, experimenté una extraña alucinación... Por un instante creí que el condenado camión estaba en su patio, enorme y pesado con su pintura roja y sus podridos laterales. Busqué el pedal de freno, pero antes de que mi pie llegara a pisarlo parpadeé y la ilusión se desvaneció. Pero supe que tío Otto estaba muerto. Ni trompetazos ni destellos; sólo la simple convicción, como saber dónde están los muebles en una habitación conocida.
Llegué al patio y bajé del coche, dirigiéndome a la casa a toda prisa.
La puerta estaba abierta; nunca cerraba con llave. Una vez le pregunté por qué lo hacía y me explicó, como se explica un hecho obvio a un tonto, que el cerrar la puerta no impediría la entrada del Cresswell.
Yacía en la cama, a la izquierda de la única habitación, porque la cocina estaba a la derecha. Vestía sus pantalones verdes y la camiseta de invierno, con los ojos abiertos y vidriosos. No creo que llevara muerto más de dos horas. No había moscas ni apestaba, aunque el día había sido brutalmente caluroso.
-¿Tío? –dije a media voz, sin esperar que me respondiera. Uno no yace en la cama con los ojos abiertos por gusto. Si algo sentí en aquel momento, fue alivio. Todo había terminado-. ¿Tío Otto? –insistí acercándome-. Tío...
Me paré en seco al ver lo deformada que tenía la cara, hinchada y torcida. Viendo que sus ojos no miraban fijamente sino que tenía una expresión vacía, torcidos hasta el ventanuco que había encima de la cama.
«Anoche desperté a eso de las tres, y allí estaba, junto a mi ventana, Quentin. Por poco me atrapa.»
«Despachurrado como una calabaza», había oído decir a uno de los sabios de la barbería mientras yo, sentado, fingía leer la revista Life, oliendo el perfume de Vitalis y de la brillantina Wildroot.
«Por poco me atrapa, Quentin.»
Había cierto tufo allí... pero no de barbería, y no sólo el hedor de un viejo sucio.
Olía a aceite, como un garaje.
-¿Tío Otto? –musité, y mientras me acercaba a la cama, me sentí disminuir, no solamente en tamaño sino en años... veinte, quince, diez, ocho, seis y finalmente cinco. Vi mi temblorosa manita tenderse hacia su hinchada cara. Al tocar mi mano su cara, levanté los ojos y la ventana estaba ocupada por el brillante parabrisas del Cresswell, y aunque sólo fue un segundo, podría jurar sobre la Biblia que no fue una alucinación. El Cresswell estaba allí, asomado a la ventana, a menos de metro y medio de distancia.
Apoyé los dedos en la mejilla de tío Otto, y el pulgar en la otra, porque quería investigar, su pongo, su extraña hinchazón. Cuando descubrí al camión en la ventana, mi mano trató de cerrarse en puño, olvidando que abarcaba la mandíbula del cadáver.
En aquel instante el camión desapareció, se desvaneció como el fantasma que supongo era. Y en el mismo momento oí un espantoso ruido de chorro. Un líquido caliente me mojó la mano. Bajé los ojos y lo vi, y entonces empecé a gritar. De la boca y nariz de tío Otto salía aceite a borbotones. También salía aceite por sus ojos, como lágrimas. Aceite Diamond Gem, el aceite reciclado que puede comprarse en garrafas de plástico de cinco litros, el aceite que McCutcheon había utilizado siempre para su Cresswell.
Pero no era solamente aceite lo que le salía de la boca.
Seguí chillando un rato, incapaz de moverme, incapaz de apartar mi aceitosa mano de su cara, incapaz de apartar mis ojos de aquella cosa grande y grasienta que le salía de la boca... aquella cosa que había distorsionado tanto la forma de su rostro.
Al fin cedió mi parálisis y salí huyendo de la casa, sin dejar de chillar. Crucé el patio corriendo hacia mi Pontiac, subí y me alejé del lugar. Las provisiones para tío Otto cayeron del asiento al suelo. Los huevos se rompieron.
Fue milagroso que no me matara en los dos primeros kilómetros... Miré el cuentakilómetros y vi que rebasaba en mucho el límite de velocidad. Me paré y respiré profundamente hasta recuperar cierto control. Pensé que no podía dejar a tío Otto tal como lo había encontrado; despertaría demasiada curiosidad. Tenía que regresar. Además, he de reconocerlo, la curiosidad me embargaba. Una curiosidad malsana. Ojalá no la hubiera sentido, ojalá me hubiera resistido; en verdad, ojalá hubiera dejado que fueran y formularan sus preguntas. Pero volví. Me quedé unos minutos delante de su puerta... de pie, casi en el mismo lugar y en la misma postura que él solía adoptar cuando contemplaba aquel camión. Y allí llegué a esta conclusión: allá en el campo, el camión estaba en una posición distinta, ligeramente distinta.
Luego entré.
Las primeras moscas empezaban a revolotear y zumbar junto a su rostro. Podía ver las marcas de aceite en su cara: el pulgar a la izquierda, tres dedos a la derecha. Miré nerviosamente hacia la ventana donde había visto al Cresswell, después fui hasta su cama. Saqué el pañuelo y borré las huellas. Luego me incliné y abrí la boca de tío Otto.
Lo que cayó de ella fue una bujía Champion, una del viejo modelo Maxy-Duty, casi tan grande como un puño.
La cogí y me la llevé. Ojalá no lo hubiera hecho, pero en aquel momento era presa del horror. Habría sido más aconsejable no tener ese objeto conmigo, en mi despacho, donde puedo verlo, cogerlo y sopesarlo... la bujía de 920 que saqué de la boca de tío Otto.
Si no la tuviera conmigo, si no me la hubiera llevado cuando salí huyendo de la casita por segunda vez, quizá hubiera podido tratar de creer que todo (no solamente ver el Cresswell, desde la carretera, pegado a la casa como un enorme perro colorado, sino todo) había sido únicamente una alucinación. Pero aquí la tengo; le da la luz. Es auténtica. Pesa. «El camión se acerca cada año un poco más», me había dicho tío Otto, y ahora me parece que tenía razón, pero ni siquiera tenía la menor idea de lo cerca que podía llegar el Cresswell.
El veredicto de la ciudad fue que tío Otto se había suicidado tragando aceite, y fue la comidilla de una semana en Castle Rock. Carl Durkin, el encargado de la funeraria, dijo que cuando los médicos lo abrieron para la autopsia, encontraron casi un litro de aceite en su interior... y no solamente en el estómago. Todo su organismo estaba lubricado. Lo que la gente de la ciudad quería saber era qué había hecho con la garrafa de plástico. Porque jamás encontraron ninguna.
Tal como he dicho, la mayoría de los que lean este relato no lo creerán, a menos que les haya ocurrido algo parecido. Pero el camión aún sigue en su campo... y, créanlo o no, todo aquello sucedió.


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