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lunes, 7 de septiembre de 2009

Lingotes De Oro

Lingotes De Oro
Agatha Christie

Estos relatos son contados por los miembros del Club de los Martes que se reúnen cada semana. En la cual cada uno de los miembros y por turno expone un problema o algún misterio que cada uno conozca personalmente y del que, desde luego sepa la solución. Para así el resto del grupo poder dar con la solución del problema o misterio.

El grupo esta formado por seis personas:
Miss Marple, Mujer ya mayor pero especialista en resolver cualquier tipo de misterio.
Raymond West: Sobrino de Miss Marple y escritor.
Sir Henry Clithering:Hombre de mundo y comisionado de Scotland Yard.
Doctor Pender: Anciano clérigo de parroquia
Mr. Petherick:Notable abogado
Joyce Lempriére:Joven artista
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No se si la historia que voy a contarles es aceptable —dijo Raymond West—, porque no puedo brindarles la solución. No obstante, los hechos fueron tan interesantes y tan curiosos que me gustaría proponerla como problema y, tal vez entre todos, podamos llegar a alguna conclusión lógica. »Ocurrió hace dos años, cuando fui a pasar la Pascua de Pentecostés a Cornualles con un hombre llamado John Newman. —¿Cornualles? —preguntó Joyce Lemprire con viveza. —Sí. ¿Por qué? —Por nada, sólo que es curioso. Mi historia también ocurrió en cierto lugar de Cornualles, en un pueblecito pesquero llamado Rathole. No irá usted a decirme que el suyo es el mismo. —No, el mío se llama Polperran y está situado en la costa oeste de Cornualles, un lugar agreste y rocoso. A Newman me lo habían presentado pocas semanas antes y me pareció un compañero interesante. Era un hombre de aguda inteligencia y posición acomodada, poseído de una romántica imaginación. Como resultado de su última afición, había alquilado Pol House. Era una autoridad en la época isabelina y me describió con lenguaje vivo y gráfico la ruta de la Armada Invencible. Lo hizo con tal entusiasmo, que uno hubiera dicho que fue testigo presencial de la escena. ¿Existe algo de cierto en la reencarnación? Quisiera saberlo. Me lo he preguntado tantas veces... —Eres tan romántico, querido Raymond -dijo miss Marpie mirándole con benevolencia. —Romántico es lo último que soy —respondió su sobrino ligeramente molesto—. Pero ese individuo, Newman, me interesaba por esa razón, como una reliquia curiosa del pasado. Parece ser que cierto barco perteneciente a la Armada y que contenía un enorme tesoro en oro procedente de la parte oriental del mar Caribe, había naufragado en la costa de Cornualles, en las famosas y temibles Rocas de la Serpiente. Newman me contó que a lo largo de los años se habían hecho intentos de rescatar el barco y recuperar el tesoro. Creo que estas historias son muy corrientes, aunque el número de barcos con tesoros mitológicos es mucho mayor que el de los verdaderos. Formaron una compañía, pero quebraron, y Newman pudo comprar los derechos de aquella cosa, o como quieran llamarle, por cuatro cuartos. Se mostraba entusiasmado. Según él, sólo era cuestión de utilizar la maquinaria más moderna. El oro estaba allí, no le cabía la menor duda de que podría ser recuperado. »Mientras le escuchaba, se me ocurrió pensar en la frecuencia con que ocurren cosas como ésta. Un hombre rico como Newman logra el éxito casi sin esfuerzo y, no obstante, es probable que el valor de su hallazgo en dinero no signifique nada para él. Debo confesar que me contagié de su entusiasmo. Veía galeones surcando las aguas de la costa, desafiando la tormenta, y abatidos y destrozados contra las negras rocas. La palabra «galeón» me resultaba romántica. La frase el «oro español» emociona a los escolares, y también a los hombres hechos y derechos. Además, yo estaba trabajando por aquel entonces en una novela, algunas de cuyas escenas transcurrían en el siglo XVI, y vi la oportunidad de poder darle un valioso colorido local gracias a Newman. »Salí de la estación de Paddington el viernes por la mañana, ilusionado ante la perspectiva de mi viaje. El compartimiento del tren estaba vacío, con la sola excepción de un hombre sentado ante mí en el rincón opuesto. Era alto, con aspecto de militar, y no pude evitar la sensación de que lo había visto antes en alguna otra parte. Me estuve devanando los sesos en vano durante algún tiempo y al fin di con ello. Mi compañero de viaje no era otro que el inspector Badgworth, a quien yo conociera cuando escribí una serie de artículos sobre el caso de la misteriosa desaparición de Everson. »Me di a conocer y no tardamos en charlar amigablemente. Cuando le dije que me dirigía a Polperran comentó que era una coincidencia singular ya que él también iba a aquel lugar. No quise parecer indiscreto y me guardé de preguntarle qué era lo que le llevaba allí. En vez de eso, le hablé de mi propio interés por el lugar, mencionando el naufragio del galeón español. Para mi sorpresa, el inspector parecía saberlo todo al respecto. »—Seguro que es el Juan Fernández —me dijo—. Su amigo no será el primero que ha dilapidado todo su dinero tratando de sacar el oro a flote. Es un capricho romántico. »—Y probablemente toda la historia es un mito —repliqué yo—. Nunca habrá naufragado un barco en este lugar. »—Oh, el hundimiento del barco sí es cosa cierta —me dijo el inspector—, así como el de muchos otros. Le sorprendería a usted conocer el número de naufragios que hubo en esa parte de la costa. A decir verdad, ése es el motivo que me lleva allí ahora. Ahí es donde hace seis meses se hundió el Otranto. »—Recuerdo haberlo leído —contesté—. Creo que no hubo desgracias personales. »—No —contestó el inspector—, pero se perdió otra cosa. No es del dominio público, pero llevaba a bordo lingotes de oro. »—¿Sí? —pregunté muy interesado. »—Naturalmente utilizamos buzos para los trabajos de salvamento, pero el oro había desaparecido, Mr. West. »—¡Desaparecido! —exclamé mirándole asombrado-. ¿Cómo es posible? »—Ese es el problema —replicó el inspector—. Las rocas abrieron un boquete en la cámara acorazada y los buzos pudieron penetrar fácilmente en ella por ese camino, pero la encontraron vacía. La cuestión es, ¿fue robado el oro antes o después del naufragio? ¿Estuvo alguna vez siquiera en la cámara acorazada? »—Un caso muy curioso -comenté. »—Lo es, considerando lo que representan los lingotes de oro. No es como un collar de brillantes, que puede llevarse en el bolsillo. Bueno, parece del todo imposible. Debieron de hacer alguna triquiñuela antes de que partiera el barco. Pero, de no ser así, el oro ha tenido que desaparecer en los últimos seis meses, y yo voy a investigar el asunto.
»Encontré a Newman esperándome en la estación. Se disculpó por no traer su automóvil, que se encontraba en Truro a causa de ciertas reparaciones necesarias. En su lugar había traído una camioneta de la finca. »Tomé asiento a su lado y avanzamos con prudencia por las estrechas callejuelas del pueblecito pesquero, subimos por una pendiente muy pronunciada, yo diría que de un veinte por ciento, recorrimos una corta distancia por un camino zigzagueante y finalmente enfilamos los pilares de granito de la entrada de Pol House. »Era un lugar encantador, situado sobre los acantilados, con una estupenda vista sobre el mar. Algunas partes tenían unos trescientos o cuatrocientos años de antigüedad, pero se le había añadido un ala moderna. Detrás de ella se extendían unos siete u ocho acres de terreno de cultivo. »—Bienvenido a Pol House —dijo Newman—. Y a la enseña del Galeón Dorado —y señaló hacia la puerta principal, de donde pendía una reproducción perfecta de un galeón español con todas sus velas desplegadas. »Mi primera noche allí fue deliciosa e instructiva. Mi anfitrión me mostró viejos manuscritos que hacían referencia al Juan Fernández. Desplegó cartas de navegación ante mí, indicándome posiciones marcadas con líneas de puntos, y me enseñó planos de aparatos de inmersión, los cuales, debo confesar, me satisficieron por completo. »Le hablé del encuentro con el inspector Badgworth, cosa que le interesó sobremanera. »—Hay gentes muy extrañas por esta costa -dijo en tono pensativo-. Llevan en la sangre el contrabando y la destrucción. Cuando un barco se hunde en sus costas no pueden evitar considerarlo un pillaje legal para sus bolsillos. Hay aquí un individuo al que me gustaría que conociera. Es un tipo interesante. »El día siguiente amaneció claro y radiante. Fuimos a Polperran y allí me fue presentado el buzo de Newman, un hombre llamado Higgins. Era un indiv-duo de rostro curtido, extremadamente taciturno y cuyas intervenciones en la conversación se reducían a monosílabos. Después de discutir entre ellos sobre asuntos técnicos, nos dirigimos a Las Tres Ancoras. Una jarra de cerveza contribuyó un poco a desatar la lengua de aquel individuo. »—Ha venido un detective de Londres —gruñó—. Dicen que ese barco que se hundió en noviembre pasado llevaba a bordo gran cantidad de oro. Bueno, no fue el primero en zozobrar y tampoco será el último. »—Cierto, cierto —intervino el posadero de Las Tres Áncoras—. Has dicho una gran verdad, Bill Higgins. »—Vaya silo es, Mr. Kelvin —replicó Higgins. »Miré con cierta curiosidad al posadero. Era un hombre muy peculiar, moreno, de rostro bronceado y anchas espaldas. Sus ojos parecían inyectados en sangre y tenían un modo muy extraño de evitar la mirada de los demás. Sospeché que aquél era el hombre de que me hablara Newman, al que calificó de sujeto interesante. »—No queremos extranjeros entrometidos en estas costas -dijo con tono siniestro. »—¿Se refiere a la policía? —preguntó Newman con una sonrisa. »—A la policía y a otros —replicó Kelvin significativamente—. Y no lo olvide usted, señor. »—¿Sabe usted, Newman, que me ha sonado como una amenaza? —le dije cuando subíamos la colina para dirigirnos a casa. »Mi amigo se echó a reír. «—Tonterías, yo no le hago ningún daño a la gente de aquí. »Yo moví la cabeza pensativo. En Kelvin había algo siniestro y salvaje, y comprendí que su mente podía discurrir por sendas extrañas e insospechadas. »Creo que mi inquietud comenzó a partir de aquel momento. La primera noche había dormido bastante bien, pero la siguiente mi sueño fue intranquilo y entrecortado. El domingo amaneció gris y triste, con el cielo encapotado y la amenaza de los truenos estremeciendo el aire. Me fue difícil disimular mi estado de ánimo y Newman observó el cambio operado en mí. »—¿Qué le ocurre West? Esta mañana está hecho un manojo de nervios. »—No lo sé —dije—, pero tengo un horrible presentimiento. »—Es el tiempo. »—Sí, es posible. »No dije más. Por la tarde salimos en la lancha motora de Newman, pero se puso a llover con tal fuerza que tuvimos que regresar a la playa y ponernos inmediatamente ropa seca. »Aquella noche creció mi ansiedad. En el exterior la tormenta aullaba y rugía. A eso de las diez la tempestad se calmó y Newman miró por la ventana. »—Está aclarando —anunció—. No me extrañaría que dentro de media hora hiciera una noche magnífica. Si es así, saldré a dar un paseo. »Yo bostecé. »—Tengo mucho sueño —dije—. Anoche no dormí mucho y me parece que me acostaré temprano. »Así lo hice. La noche anterior había dormido muy poco y, en cambio, aquella tuve un sueño profundo. No obstante, mi sopor no me proporcionó descanso. Seguía oprimiéndome el terrible presentimiento de un cercano peligro: soñé cosas horribles, espantosos abismos y enormes precipicios entre los cuales me hallaba vagando, sabiendo que el menor tropiezo de uno de mis pies hubiera significado la muerte. Cuando desperté, mi reloj señalaba las ocho. Me dolía mucho la cabeza y seguía bajo la opresión de mis pesadillas. »Tan fuerte era ésta que, cuando me acerqué a mirar por la ventana, retrocedí con un nuevo sentimiento de terror, pues lo primero que vi, o creí ver, fue la figura de un hombre cavando una tumba. »Tardé un par de minutos en rehacerme y entonces comprendí que el sepulturero no era otro que el jardinero de Newman y que «la tumba» estaba destinada a tres nuevos rosales que estaban sobre el césped esperando a ser plantados. »El jardinero alzó la cabeza y al yerme se llevó la mano al sombrero. »—Buenos días señor, hermosa mañana. »—Supongo que lo es, sí —repliqué dubitativo sin poder sacudir por completo mi pesimismo. »Sin embargo, como había dicho el jardinero, la mañana era espléndida. El sol brillaba en un cielo azul pálido que prometía un tiempo magnífico para todo el día. Bajé a desayunar silbando una tonadilla. Newman no tenía ninguna doncella en la casa, solo un par de hermanas de mediana edad, que vivían en una granja cercana, acudían diariamente para atender a sus sencillas necesidades. Una de ellas estaba colocando la cafetera sobre la mesa cuando yo entré en la habitación. »—Buenos días, Elizabeth —dije—. ¿No ha bajado todavía Mr. Newman? »—Debe de haber salido muy temprano, señor —me contestó—, pues no estaba en la casa cuando llegamos. »Al instante sentí renacer mi inquietud. Las dos mañanas anteriores Newman había bajado a desayunar un poco tarde y en ningún momento supuse que fuese madrugador. Impulsado por mis presentimientos, subí a su habitación. La encontré vacía y, además, sin señales de que hubiera dormido en su cama. Tras un breve examen de su dormitorio, descubrí otras dos cosas. Si Newman salió a pasear debió de hacerlo en pijama, puesto que éste había desaparecido. »Entonces tuve el convencimiento de que mis temores eran justificados. Newman había salido, como dijo que haría, a dar un paseo nocturno y, por alguna razón desconocida, no había regresado. ¿Por qué? ¿Habría tenido un accidente? ¿Se habría caído por el acantilado? Debíamos averiguarlo en seguida. »En pocas horas ya había reclutado a un gran número de ayudantes y juntos lo buscamos en todas direcciones, por los acantilados y en las rocas de abajo, pero no había rastro de Newman. »Al fin, desesperado, fui a buscar al inspector Badgworth. Su rostro adquirió una expresión grave. »—Tengo la impresión de que ha sido víctima de una mala jugada —dijo—. Hay gente muy poco escrupulosa por esta zona. ¿Ha visto usted a Kelvin, el posadero de Las Tres Ancoras? »Le contesté afirmativamente. »—¿Sabía usted que estuvo cuatro años en la cárcel por asalto y agresión? »—No me sorprende —repliqué. »—La opinión general de los habitantes de este pueblo parece ser que su amigo se entromete demasiado en cosas que no le conciernen. Espero que no haya sufrido ningún daño. »Continuamos la búsqueda con redoblado ánimo y hasta última hora de la tarde no vimos recompensa-dos nuestros esfuerzos. Descubrimos a Newman en su propia finca, dentro de una profunda zanja, con los pies y las manos fuertemente atados con cuerdas y un pañuelo en la boca, a modo de mordaza, para evitar que gritase. »Estaba terriblemente exhausto y dolorido, pero después de unas fricciones en las muñecas y en los tobillos y un buen trago de whisky, pudo referirnos lo que le había ocurrido. «Cuando aclaró el tiempo, salió a dar un paseo, a eso de las once. Llegó hasta cierto lugar de los acantilados conocidos vulgarmente como la Ensenada de los Contrabandistas debido al gran número de cuevas que hay allí. Allí observó que unos hombres sacaban algo de un pequeño bote y bajó para ver de qué se trataba. Fuera lo que fuera, parecía ser algo muy pesado y lo trasladaban a una de las cuevas más lejanas. »Sin imaginar que se tratase en realidad de algo ilegal, Newman lo encontró extraño. Se acercó un poco más sin ser visto, mas de pronto se oyó un grito de alarma e inmediatamente dos fornidos marineros cayeron sobre él y le dejaron inconsciente. Cuando volvió en sí, se encontró tendido en un vehículo que iba a toda velocidad y que subía, dando tumbos y saltando sobre los baches, por lo que pudo deducir, por el camino que conduce de la costa al pueblo. Ante su sorpresa el camión penetró por la entrada de su propia casa. Allí, tras sostener una conversación en voz baja, los hombres lo sacaron para arrojarlo a la zanja en el lugar en que su profundidad haría más improbable que fuera hallado por algún tiempo. Después, el camión se puso en marcha y le pareció que salía por la otra entrada, situada una milla más cerca del pueblo. No pudo darnos descripción alguna de los asaltantes, excepto que desde luego eran hombres de mar y, por su acento, cornualleses. »El inspector Badgworth pareció muy interesado por el relato. »—Apuesto a que es ahí donde ha sido escondido el oro —exclamó—. De un modo u otro debió ser salvado del naufragio y almacenado en alguna cueva solitaria, en alguna otra parte. Hemos registrado todas las cuevas de la Ensenada de los Contrabandistas y, como que ahora nos dedicamos a buscarlo más hacia el interior, lo han trasladado de noche a una cueva que ya ha sido registrada y que, por consiguiente, no es probable que volvamos a mirar. Por desgracia han tenido por lo menos dieciocho horas para llevárselo de nuevo. Si capturaron a Mr. Newman ayer noche, dudo que encontremos nada allí a estas horas. »El inspector se apresuró a efectuar un registro en la cueva y encontró pruebas definitivas de que el oro había sido almacenado allí como supuso, pero los lingotes habían sido trasladados una vez más y no existía la menor pista de cuál era el nuevo escondrijo. »No obstante, sí había una pista y el propio inspector me la señaló al día siguiente. »—Este camino lo utilizan muy poco los automóviles —dijo- y en uno o dos lugares se ven claramente huellas de neumáticos. A uno de ellos le falta una pieza triangular y deja una huella inconfundible. Eso demuestra que entraron por esta entrada y aquí hay una clara huella que indica que salieron por la otra, de modo que no cabe duda de que se trata del vehículo que andamos buscando. Ahora bien, ¿por qué salieron por la entrada más lejana? A mí me parece clarísimo que el camión vino del pueblo. No hay muchas personas que tengan uno: dos o tres a lo sumo. Kelvin, el posadero de Las Tres Áncoras, tiene uno. »—¿Cuál era la profesión origimal de Kelvin? —preguntó Newman. »—Es curioso que me pregunte usted eso, Mr. New-man. En su juventud Kelvin fue buzo profesional. »Newman y yo nos miramos significativamente. Las piezas del rompecabezas parecían empezar a encajar. »—¿No reconoció a Kelvin en uno de los hombres de la playa? —preguntó el inspector. »Newman negó con la cabeza. »—Temo no poder ayudarle en eso -dijo pesaroso-. La verdad es que no tuve tiempo de ver nada. »El inspector, muy amablemente, me permitió acompañarlo a Las Tres Ancoras. El garaje se hallaba en una calle lateral. Sus grandes puertas estaban cerradas, pero al subir por la callejuela lateral encontrarnos una pequeña puerta que daba acceso al interior del mismo y que estaba abierta. Un breve examen de los neumáticos fue suficiente para el inspector. »—Lo hemos pillado, diantre —exclamó—. Aquí está la marca, tan clara como el día, en la rueda posterior izquierda. Ahora, Mr. Kelvin, veremos de qué le sirve su inteligencia para salir de ésta. Raymond West hizo un alto en su relato.
—Bueno -dijo la joven Joyce—. Hasta ahora no veo dónde está el problema, a menos que nunca encontrasen el oro. —Nunca lo encontraron, desde luego —repitió Raymond—, y tampoco pudieron acusar a Kelvin. Supongo que era demasiado listo para ellos, pero no veo cómo se las arregló. Fue detenido por la prueba del neumático, pero surgió una dificultad extraordinaria. Al otro lado de las grandes puertas del garaje había una casita que en verano alquilaba una artista. —¿Oh, esas artistas! -exclamó Joyce riendo. —Como tú dices: ¡Oh, esas artistas! Ésta en particular había estado enferma algunas semanas y por este motivo tenía dos enfermeras que la atendían. La que estaba de guardia aquella noche acercó su butaca a la ventana, que tenía la persiana levantada, y declaró que el camión no pudo haber salido del garaje de enfrente sin que ella lo viera y juró que nadie salió de allí aquella noche. —No creo que esto deba considerarse un problema —comentó Joyce—. Es casi seguro que la enfermera se quedó dormida, siempre se duermen. —Es lo que siempre ocurre -dijo Mr. Petherick juiciosamente—. Pero me parece que aceptamos los hechos sin examinarlos lo suficiente. Antes de aceptar el testimonio de la enfermera debiéramos investigar de cerca su buena fe. Una coartada que surge con tal sospechosa prontitud despierta dudas en la mente de cualquiera. —También tenemos la declaración de la artista -dijo Raymond—. Dijo que se encontraba muy mal y pasó despierta la mayor parte de la noche, de modo que hubiera oído sin duda alguna el camión, puesto que era un ruido inusitado y la noche había quedado muy apacible después de la tormenta. —¡Hum...! —dijo el clérigo—. Eso desde luego es un factor adicional. ¿Tenía alguna coartada el propio Kelvin? —Declaró que estuvo en su casa durmiendo desde las diez en adelante, pero no pudo presentar ningún testigo que apoyara su declaración. —La enfermera debió quedarse dormida lo mismo que su paciente —dijo la joven—. La gente enferma siempre se imagina que no ha pegado ojo en toda la noche. Raymond West lanzó una mirada interogativa al doctor Pender. —Me da lástima ese Kelvin. Me parece que es víct-ma de aquello de «Por un perro que maté...». Kelvin había estado en la cárcel. Aparte de la huella del neumático, que es desde luego algo demasiado evidente para ser mera coincidencia, no parece haber mucho en contra suya, excepto sus desgraciados antecedentes. —¿Y usted, sir Henry? El aludido movió la cabeza. —Da la casualidad —replicó sonriendo- que conozco este caso, de modo que evidentemente no debo hablar. —Bien, adelante, tía Jane. ¿No tienes nada que decir? —Espera un momento, querido —respondió miss Marple—. Me temo que he contado mal. Dos puntos del revés, tres del derecho, saltar uno, dos del revés... sí, está bien. ¿Qué me decías, querido? —¿Cuál es tu opinión? —No te gustaría, querido. He observado que a los jóvenes nunca les gusta. Es mejor no decir nada. —Tonterías, tía Jane. Adelante. —Pues bien, querido Raymond -dijo miss Marple dejando la labor para mirar a su sobrino- creo que deberías tener más cuidado al escoger a tus amistades. Eres tan crédulo, querido, y te dejas engañar tan fácilmente. Supongo que eso se debe a que eres escritor y tienes mucha imaginación. ¡Toda esa historia del galeón español! Si fueras mayor y tuvieses mi experiencia de la vida te habrías puesto en guardia en seguida. ¡Además, un hombre al que conocías sólo desde hacía unas semanas! Sir Henry lanzó un torrente de carcajadas al tiempo que golpeaba su rodilla. —Esta vez te han pillado, Raymond —dijo—. Miss Marpie, es usted maravillosa. Tu amigo Newman, muchacho, tenía otro nombre, es decir, varios más. En estos momentos no está en Cornualles, sino en Devonshire. En Dartmoor, para ser exacto y en calidad de convicto en la prisión de Princetown. No pudimos cogerlo por el asunto del oro robado, pero sí por robar la cámara acorazada de uno de los bancos de Londres. Cuando revisamos sus antecedentes supimos que buena parte del oro robado fue enterrado en el jardín de Pol House. Fue una idea bastante buena. Por toda la costa de Cornualles se cuentan historias de barcos hundidos llenos de oro. Serviría para justificar el buzo y para justificar el oro. Pero se necesitaba una víctima propiciatoria y Kelvin era la ideal. Newman representó su pequeña comedia muy bien y nuestro amigo Raymond, una celebridad como escritor, hizo de testigo impecable. —Pero ¿y la huella del neumático? —objetó Joyce. —Oh, yo lo vi en seguida, querida, y no sé nada de automóviles —dijo miss Marpie—. Ya sabes que la gente cambia las ruedas, a menudo lo he visto hacer y, claro, pudieron coger la rueda de la camioneta de Kelvin y sacarla por la puerta pequeña del garaje y salir con ella al callejón. Allí la colocarían en la camioneta de Mr. Newman y bajarían hasta la playa, cargarían el oro y volverían a entrar por la otra entrada al pueblo. Luego volvieron a colocar la rueda en la camioneta de Mr. Kelvin, me imagino, mientras alguien maniataba a Mr. Newton y lo arrojaba a la zanja. Estuvo muy incómodo y probablemente tardaron en encontrarlo más de lo que habían calculado. Imagino que el individuo que se llamaba a sí mismo jardinero debía ocuparse de eso. —¿Por qué dices que se llamaba a sí mismo jardinero, tía Jane? —preguntó Raymond con extrañeza. —Pues porque no podía ser un jardinero auténtico —dijo miss Marple—. Los jardineros no trabajan durante el lunes de la Pascua de Pentecostés, todo el mundo lo sabe. Sonrió sin apartar los ojos de su labor. —En realidad fue ese pequeño detalle lo que me puso sobre la verdadera pista -dijo. Luego miró a Raymond. —Cuando tengas tu propia casa, querido, y un jardinero que cuide de tu jardín, conocerás estos pequeños detalles.

Manchas De Sangre En El Suelo


Manchas De Sangre En El Suelo
Agatha Christie

Estos relatos son contados por los miembros del Club de los Martes que se reúnen cada
semana. En la cual cada uno de los miembros y por turno expone un problema o algún
misterio que cada uno conozca personalmente y del que, desde luego sepa la solución.
Para así el resto del grupo poder dar con la solución del problema o misterio.
El grupo esta formado por seis personas:
Miss Marple, Mujer ya mayor pero especialista en resolver cualquier tipo de misterio.
Raymond West: Sobrino de Miss Marple y escritor.
Sir Henry Clithering:Hombre de mundo y comisionado de Scotland Yard.
Doctor Pender: Anciano clérigo de parroquia
Mr. Petherick:Notable abogado
Joyce Lempriére:Joven artista
Es curioso —comenzó a decir Joyce Lemprière—, pero casi me siento inclinada a no
contarles mi historia. Sucedió hace mucho tiempo, hace cinco años, para ser exacta, y desde
entonces me tiene obsesionada. Tanto su lado brillante, alegre y superficial, como el horror
que se escondía en el fondo. Y lo curioso del caso es que el cuadro que pinté entonces está
impregnado de la misma atmósfera. Cuando se mira por primera vez, parece sólo el simple
boceto de una callejuela de Cornualles bañada por la luz del sol. Pero al contemplarlo con
más atención, se descubre en él algo siniestro. Nunca quise venderlo, pero nunca lo miro.
Está en mi estudio, en un rincón y de cara a la pared.
»El nombre del lugar es Rathole, un extraño pueblecito pesquero de Cornualles, muy
pintoresco, tal vez demasiado pintoresco. En él se respira demasiado la atmósfera de una
antigua sala de té de Cornualles. Tiene tiendas en las que muchachas de pelo a lo garçon
pintan a mano leyendas sobre pergaminos. Es bonito y original, pero se lo creen demasiado.
—No sé por qué será —dijo Raymond West con un gruñido—. Supongo que será debido a
esa maldita invasión de autocares llenos de gente. Por estrechos que sean los caminos que
llevan a ellos, ninguno de esos pintorescos pueblecitos se libra de ellos.
Joyce asintió.
—Los que conducen a Rathole son muy estrechos y empinados como una pared. Bien, sigo
con mi historia. Yo había ido a Cornualles a pasar quince días dibujando- En Rathole
existía una antigua posada, Las Armas de Polharwith, que se supone es la única casa que
dejaron en pie los atacantes españoles cuando bombardearon ferozmente el lugar hacia el
1500 o algo por el estilo.
—No lo bombardearon —replicó Raymond West con el entrecejo fruncido—. Procura no
desvirtuar la historia, Joyce.
—Bueno, sea como fuere, desembarcaron cañones a lo largo de toda la costa y con ellos
destrozaron las casas. De todas maneras no es ésta la cuestión. La posada era un lugar
maravilloso por su antigüedad, con una especie de porche sostenido por cuatro pilares.
Conseguí un buen apunte y me disponía a trabajar de firme cuando un coche subió
serpenteando por la colina. Por supuesto, fue a detenerse delante de la posada, en el lugar
en que más me estorbaba. Se apearon sus ocupantes, un hombre y una mujer, en los que no
me fijé gran cosa. Ella llevaba un vestido de lino malva y un sombrero del mismo color.
»E1 hombre volvió a salir de nuevo y, para mi gran satisfacción, llevó el coche hasta el
muelle y lo dejó aparcado allí. Al regresar a la posada tuvo que pasar junto a mí, en el
preciso momento en que llegaba otro coche, del que se apeó una mujer vestida con el traje
más llamativo que viera en mi vida. Creo que su estampado consistía en ponsetias rojas y
llevaba uno de esos enormes sombreros de paja que utilizan los nativos, me parece que de
Cuba ¿no es eso?, y que también era de un brillante rojo escarlata.
»La mujer no se detuvo delante de la posada, sino que llevó su coche más abajo en el otro
lado. Luego se apeó y el hombre le dijo asombrado:
»—Carol, esto sí que es maravilloso. Qué casualidad encontrarte en este apartado rincón
del mundo. Hace años que no te veía. Margery está aquí también, mi esposa, ya sabes.
Debes venir a conocerla.
»Subieron juntos la empinada calle en dirección a la posada y vi que la otra mujer acababa
de salir a la puerta y se dirigía a ellos. Cuando pasaron ante mí, pude echar un vistazo a la
mujer llamada Carol, lo suficiente para ver una barbilla muy empolvada y una boca muy
roja, y me pregunté, sólo me pregunté, si Margery se alegraría mucho de conocerla. A
Margery no la había visto de cerca, pero así de lejos me pareció muy formal, estirada y
poco maquillada.
»Bueno, desde luego no era asunto mío, pero a veces se ven pequeños retazos de la vida y
no puedes evitar especular sobre ellos. Desde donde estaba podía oír fragmentos de su
conversación. Hablaban de ir a bañarse. El marido, cuyo nombre al parecer era Denis,
deseaba alquilar un bote y remar por la costa. Había allí una cueva famosa que merecía la
pena ver a cosa de una milla de distancia, según dijo. Carol deseaba verla también, pero
sugirió la idea de ir andando por los acantilados y verla desde la costa. Dijo que odiaba los
botes. Al fin lo acordaron así. Carol iría andando por el camino del acantilado y se reuniría
con ellos en la cueva, mientras Denis y Margery cogerían una barca y remarían hasta allí.
»Al oírles hablar de bañarse me entraron ganas a mí también. Era una mañana muy calurosa
y no adelantaba apenas mi trabajo. Además, imaginé que la luz de la tarde daría al lugar un
efecto más atrayente, de modo que recogí mis bártulos y me dirigí a una pequeña playa que
había descubierto, en dirección completamente opuesta a la cueva. Tomé un delicioso baño
allí y comí lengua enlatada y dos tomates, volviendo por la tarde a continuar mi apunte
llena de entusiasmo y confianza.
»Todo Rathole parecía dormido. Había acertado al imaginar la luz del sol por la tarde: las
sombras resultaban mucho más sugerentes, Las Armas de Polharwith eran el tema principal
de mi apunte. Un rayo de sol caía oblicuamente sobre la tierra ante la posada y producía un
efecto curioso. Supuse que los bañistas habrían regresado felizmente ya que dos trajes de
baño, uno rojo y otro azul oscuro, estaban tendidos en el balcón, secándose al sol.
»Había algo que no me salía bien en una de las esquinas de mi apunte y me incliné unos
instantes para arreglarlo. Cuando volví a alzar la vista, había una figura apoyada en uno de
los pilares de la posada que parecía haber aparecido por arte de magia. Vestía ropas de
marinero y supuse que sería un pescador. Además, llevaba una larga barba negra y, si
hubiera buscado un modelo para dibujar a un malvado capitán español, no lo hubiera
podido encontrar mejor. Me puse a trabajar con entusiasmo antes de que se marchara,
aunque a juzgar por su actitud, parecía dispuesto a sostener el pilar por toda la eternidad.
»Sin embargo, al fin se movió. Afortunadamente, yo ya había obtenido lo que deseaba. Se
acercó a mí y empezamos a charlar. ¡Cómo hablaba aquel hombre!
»—Rathole es un lugar muy interesante —me dijo.
«Yo ya lo sabía, pero, aunque se lo dije, eso no me salvó. Tuve que oír toda la historia del
bombardeo, quiero decir de la destrucción del pueblo, y como el propietario de Las Armas
de Polharwith murió en el mismo umbral de su puerta, atravesado por la espada de un
capitán español, y que su sangre manchó el suelo y nadie consiguió limpiar la mancha
durante cien años.
«Todo aquello concordaba admirablemente con la lánguida pesadez de la tarde. La voz del
hombre era muy suave y, no obstante, al mismo tiempo resultaba un tanto amenazadora.
Sus modales eran obsequiosos, pero comprendí que en el fondo debía de ser un hombre
cruel. Me hizo comprender el papel de la Inquisición y el horror de todas las cosas que
habían hecho los españoles mejor de lo que nunca lo hubiera hecho.
«Mientras me estuvo hablando, continué mi trabajo y de pronto me di cuenta de que,
distraída escuchando su historia, había pintado algo que no estaba allí. Sobre el blanco
suelo, en el lugar donde el sol caía ante la puerta de Las Armas de Polharwith, había
pintado manchas de sangre. Parece extraordinario que el subconsciente pudiera jugar
semejante treta a mi mano, mas al mirar de nuevo hacia la posada tuve un segundo
sobresalto. Mi mano había pintado únicamente lo que veían mis ojos, gotas de sangre en el
blanco suelo.
«Las miré durante unos instantes. Después, cerrando los ojos, dije para mis adentros: «No
seas tonta, allí no hay nada en realidad». Los volví a abrir y las manchas de sangre seguían
allí.
»De pronto me di cuenta de que no podría soportarlo e interrumpí con una pregunta el
torrente de palabras del pescador.
»—Dígame —le dije—, no tengo muy buena vista. ¿Eso que se ve en el suelo son manchas
de sangre?
«Me miró con benevolencia.
»—No hay manchas de sangre hoy en día, señora. Le estoy contando lo que ocurrió hace
casi quinientos años.
«—Sí —respondí—, pero ahora, en el suelo... —las palabras se ahogaron en mi garganta.
»Sabía... me daba cuenta de que él no vería lo mismo que yo. Me puse de pie y, con las
manos temblorosas, empecé a recoger mis cosas, y entonces observé que el joven que había
llegado en coche aquella mañana salía de la posada mirando a ambos lados de la calle con
perplejidad. En el balcón apareció su esposa para recoger los trajes de baño. Echó a andar
hacia el coche, pero cambió de idea y cruzó la calle hacia el pescador.
»—Oiga, buen hombre —le dijo—, ¿sabe usted si la señora que llegó en el otro coche ha
regresado ya?
»—¿Una señora con un vestido floreado? No, señor, no la he visto. Esta mañana se fue
hacia la cueva por los acantilados.
«—Lo sé, lo sé. Nos bañamos todos juntos y luego nos dejó para volver a casa, y no hemos
vuelto a verla desde entonces. No es posible que tarde tanto. Los acantilados no serán
peligrosos, ¿verdad?
«—Depende de por donde se vaya, señor. Lo mejor es ir con alguien que conozca el lugar.
«Era evidente que se refería a sí mismo y se disponía a seguir hablando, mas el joven le
interrumpió sin ninguna clase de ceremonias y volvió de nuevo a la posada, gritando a su
esposa, que estaba en el balcón:
«—Oye, Margery, Carol no ha regresado todavía. Es extraño, ¿no te parece?
»No oí la respuesta de Margery, pero su esposo continuó diciendo:
»—Bueno, no podemos esperar más. Tenemos que continuar hasta Penrithar. ¿Estás lista?
Iré a sacar el coche.
»Hizo lo que decía y en seguida se marcharon juntos. Entretanto, yo había esperado ansiosa
el momento de probar lo ridículo de mis imaginaciones. Cuando el automóvil se hubo
alejado, fui hasta la posada para examinar de cerca el suelo. Desde luego allí no había
manchas de sangre. No, todo había sido producto de mi exaltada imaginación. Y eso, en
cierto modo todavía resultaba más aterrador. Fue entonces, mientras permanecía en pie
como clavada en aquel lugar, cuando oí la voz del pescador, que me miraba con curiosidad.
»—Usted creyó ver manchas de sangre aquí, ¿eh, señora?
Asentí.
»—Es muy curioso, muy curioso. Aquí tenemos una superstición, señora. Si alguien ve esas
manchas de sangre...
»Hizo una pausa.
»—¿Y bien? —le animé.
»Continuó hablando con su voz melosa, con una entonación inconfundiblemente
cornuallesa, pero suave y educada en el acento, completamente libre de todos los giros y
peculiaridades del habla de Cornualles.
»—Dicen, señora, que si alguien ve esas manchas de sangre habrá una muerte antes de
veinticuatro horas.
»—¡Qué terrible! Sentí que un estremecimiento recorría mi espina dorsal.
»El continuó en tono persuasivo:
»—Hay una lápida muy interesante en la iglesia acerca de una muerte...
»—No, gracias —le dije decidida. Y girando sobre mis talones, eché a andar calle arriba
hacia la casita donde me hospedaba.
»Cuando llegué vi a lo lejos a la mujer llamada Carol, que venía corriendo por el camino
del acantilado. En contraste con el color gris de las rocas, parecía una venenosa flor roja. Su
sombrero era rojo como la sangre...
»Me dominé. La verdad es que estaba obsesionada por la idea de la sangre.
»Más tarde oí el ruido de su coche y me pregunté si también ella se dirigía a Penrithar, pero
tomó la carretera de la izquierda, en dirección contraria. Observé cómo desaparecía por la
colina y respiré un poco más tranquila. Rathole volvía a parecer dormido una vez más.
—Si eso es todo —dijo Raymond West cuando Joyce se detuvo para tomar aliento—, daré
mi dictamen en seguida. Indigestión. Hace ver manchas ante los ojos después de las
comidas.
—Eso no es todo —replicó Joyce—. Tienes que oír el final. Dos días más tarde lo leí en el
periódico con este titular: «Baño fatal en el mar». El artículo contaba cómo Mrs. Dacre,
esposa del capitán Denis Dacre, se ahogó desgraciadamente en la Ensenada de Landeer, a
poca distancia de donde yo me hallaba, siguiendo la línea de la costa. Ella y su esposo se
encontraban hospedados en el hotel del lugar y expresaron su intención de bañarse, pero
comenzó a soplar un viento helado y el capitán Dacre declaró que hacía demasiado frío y
por ello se fue en compañía de otros huéspedes del hotel a las pistas de golf cercanas al
lugar. No obstante, Mrs. Dacre dijo que ella no tenía frío y se marchó sola a la ensenada.
Como no regresaba, su esposo empezó a alarmarse y bajó a la playa acompañado de sus
amigos. Encontraron sus ropas junto a una roca, pero ni rastro de la infortunada esposa. Su
cadáver no fue hallado hasta casi una semana más tarde, cuando el mar lo arrojó a la playa
bastante más lejos del lugar del suceso. Tenía un gran golpe en la cabeza, que debió recibir
antes de morir, y la opinión general fue que, al zambullirse en el mar, se había golpeado
contra una roca. Por lo que pude averiguar, su muerte debió de ocurrir veinticuatro horas
después de que yo viera las manchas de sangre.
—Protesto —dijo sir Henry—. Esto no es un problema, sino una historia de fantasmas.
Evidentemente miss Lemprire es una médium.
Mr Petherick emitió su acostumbrada tosecilla.
—Me sorprende una cosa —dijo—: el golpe en la cabeza. Creo que no debemos descartar
la posibilidad de que su muerte fuese violenta, pero no veo que tengamos dato alguno en
que basarnos. La alucinación o visión de miss Lemprière desde luego es interesante, pero
no comprendo qué quiere que digamos.
—Indigestión y pura coincidencia —dijo Raymond—. De todas formas no puede estar
segura de que fueran las mismas personas. Además, la maldición o lo que fuera solo podría
afectar a los habitantes de Rathole.
—Yo tengo la impresión —dijo sir Henry— de que el siniestro pescador tiene algo que ver
en esta historia, pero estoy de acuerdo con Mr. Petherick en que miss Lemprière nos ha
dado pocos datos.
Joyce se volvió hacia el doctor Pender, que negó con la cabeza.
—Es una historia muy interesante —dijo—, pero estoy de acuerdo con sir Henry y Mr.
Petherick en que son muy pocos los datos que nos ha dado.
Joyce miró a miss Marple, que le sonrió.
—Yo también considero que eres un poco tramposa, Joyce, querida —le dijo—. Claro que
para mí es distinto. Quiero decir que nosotras, por ser mujeres, sabemos apreciar la
importancia que tienen los vestidos y, por lo tanto, no creo que sea justo presentar un
problema así a un hombre. Debió de cambiarse con inusitada rapidez. ¡Qué mujer más
perversa! Y él es todavía peor.
Joyce la miraba con ojos muy abiertos.
—Tía Jane... —le dijo—... quiero decir miss Marple, creo que... me parece que ya sabe
usted la verdad.
—Sí, querida —dijo miss Marple—. A mí, que estoy sentada tranquilamente, me ha
resultado mucho más sencillo que a ti. Y eso que, por ser artista, eres muy sensible a tu
entorno, ¿no es cierto? Sentada aquí con mi labor de punto, puedo ver los hechos con
claridad. Las gotas de sangre cayeron desde el balcón, del traje de baño, ya que, al ser rojo,
los mismos criminales no se dieron cuenta de que estaba manchado de sangre. ¡Pobrecilla,
pobrecilla infeliz!
—Perdóneme, miss Marpie —intervino sir Henry—, pero usted sabe que sigo todavía en la
más completa oscuridad. Usted y miss Lemprièe parecen saber de qué están hablando, pero
nosotros los hombres seguimos ignorantes de todo.
—Ahora les contaré el final de la historia —dijo la joven—. Ocurrió un año más tarde. Yo
me encontraba en un pueblecito de la costa pintando, cuando de pronto experimenté la
extraña sensación de presenciar algo que ya había ocurrido antes. Ante mí tenía a dos
personas, un hombre y una mujer que saludaban a una tercera, una mujer vestida con un
traje estampado con ponsetias rojas.
»—¡Carol, esto sí que es maravilloso! ¡Qué casualidad encontrarse después de tantos años.
¿No conoces a mi esposa? Joan, te presento a una antigua amiga mía, miss Harding.
»Reconocí al hombre al instante. Era el mismo Denis que había visto en Rathole. La esposa
era distinta, es decir, se llamaba Joan en vez de Margerv, pero era el mismo tipo de mujer:
joven, bastante sencilla y corriente. Por un momento creí que me había vuelto loca.
Empezaron a hablar de irse a bañar. Les diré lo que hice: dirigirme directamente al puesto
de policía. Pensé que lo más probable era que me tomasen por loca, pero no me importaba
y todo salió bien. Encontré allí a un hombre de Scotland Yard que había acudido
precisamente por aquel asunto. Al parecer, ¡oh, es horrible hablar de esto!, la policía
sospechaba de Denis Dacre. No era su verdadero nombre, se lo cambiaba según las distintas
ocasiones. Acostumbraba a hacer amistad con muchachas sencillas que no tuvieran muchos
parientes ni amigos y, después de casarse con ellas, aseguraba sus vidas por grandes sumas
y luego... ¡oh, es horrible! La mujer llamada Carol era su verdadera esposa y juntos
llevaban a cabo siempre el mismo plan. Así es como llegaron a atraparlo. Las compañías de
seguros empezaron a sospechar. Acudía a algún lugar de veraneo con su nueva esposa, allí
se encontraba con la otra mujer y se iban a bañar juntos. Entonces asesinaban a la esposa, y
Carol, poniéndose sus ropas, regresaba en el bote con él. Más tarde abandonaban el lugar,
después de preguntar por la supuesta Carol y, al llegar a las afueras del pueblo, Carol
regresaba con sus ropas llamativas y su extremado maquillaje para marcharse de allí en su
propio coche. Averiguaban en qué direccion iba la corriente y la supuesta muerte ocurría en
el próximo pueblo que quedase en esa misma dirección. Carol hacía el papel de esposa y se
iba sola a alguna playa solitaria para dejar las ropas de ésta junto a una roca y ella se
marchaba con su traje llamativo a esperar tranquilamente que su esposo fuera a reunirse con
ella.
»Supongo que, cuando asesinaron a la pobre Margery, parte de la sangre debió empapar el
traje de baño de Carol y, al ser de color rojo, no lo notaron, tal como dice miss Marpie. Mas
al tenderlo en el balcón cayeron algunas gotas al suelo. ¡Uf! —se estremeció—. Todavía
puedo verlas.
—Claro —exclamó sir Henry—. Ahora lo recuerdo muy bien. Su nombre verdadero era
Davis. Había olvidado que uno de sus muchos alias fue Dacre. Era una pareja
extraordinaria. Siempre me sorprendió que nadie descubriera su cambio de personalidad.
Supongo, tal como dice miss Marple, que sería porque los trajes se identifican más
fácilmente que los rostros. Pero fue un plan muy inteligente ya que, aunque sospechábamos
de Davis, no fue fácil detenerlo, pues siempre parecía tener una coartada impecable.
—Tía Jane —dijo Raymond—, ¿cómo lo haces? Has llevado una vida apacible y nada
parece sorprenderte.
—No hay nada nuevo en este mundo —replicó miss Marpie—. Ahí tienes a Mrs. Green, ya
sabes, la que enterró a cinco niños... todos con la vida asegurada. Y bueno, naturalmente,
una no puede dejar de sospechar...
Meneó la cabeza.
—Hay mucha perversidad en la vida de un pueblecito y espero que vosotros los jóvenes no
lleguéis a saber nunca lo malvado que es el mundo.

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