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lunes, 29 de noviembre de 2010

El aprendiz de brujo -- Robert Bloch





EL APRENDIZ DE BRUJO

Robert Bloch

Quisiera que apagaran las luces. Me hacen daño en los ojos. No necesitan las luces, porque les diré todo lo que deseen saber. Voy a contárselo todo, todo. Pero apaguen las luces. 
Y, por favor, no me miren. ¿Cómo puede un hombre pensar, con todos ustedes rodeándole y haciéndole preguntas, preguntas, preguntas...?
De acuerdo, estaré tranquilo. Estaré muy tranquilo. No quería gritar. No suelo perder la calma, de veras. Ustedes saben que nunca le hice daño a nadie.
Lo que ocurrió fue un accidente. Y ocurrió porque yo perdí el Poder.
Pero ustedes no saben lo del Poder, ¿verdad? No saben nada acerca de Sadini y de su regalo.
No, no estoy inventando nada. Ésta es la verdad, caballeros. Puedo demostrarlo, si me escuchan ustedes. Les contaré lo que ocurrió desde el principio.
Si quisieran apagar las luces...
Me llamo Hugo. No, sólo Hugo. Éste es el único nombre que me daban en la Casa. Viví en la Casa siempre, que yo pueda recordar, y las Hermanas fueron muy buenas conmigo. Los otros niños eran malos, no querían jugar conmigo, a causa de mi espalda y de mi bizquera, ¿saben? Pero las Hermanas eran buenas. No me llamaban «majareta» ni se burlaban de mí porque no podía recitar. Ni me perseguían para pegarme y hacerme llorar.
No, estoy perfectamente. Estaba contándoles lo de la Casa, pero no tiene importancia. Todo empezó después de mi fuga. 
Verán, las Hermanas me dijeron que estaba haciéndome demasiado viejo. Querían llevarme a otro lugar, con un médico. Pero Fred -que era uno de los muchachos que no me pegaba- me dijo que no fuera con el médico. Dijo que el lugar al cual querían llevarme era malo, y que el médico era malo. En aquel lugar había habitaciones con rejas en las ventanas, y el médico me ataría a una mesa y me sacaría el cerebro Fred me dijo que el médico quería operarme el cerebro, y que luego me moriría.
De modo que comprendí que las Hermanas creían también que yo estaba loco, y el médico vendría a buscarme al día siguiente. Por eso me escapé, saltando el muro, aquella misma noche.
Pero a ustedes no les interesa lo que ocurrió después de eso, ¿verdad? Me refiero a cuando vivía debajo del puente, y vendía periódicos, y en invierno pasaba tanto frío...
¿Sadini? Sí, forma parte de ello; del invierno y del frío, quiero decir. Porque fue el frío lo que me hizo desmayar en aquella avenida, detrás del teatro, y así fue como me encontró Sadini.
Recuerdo que la avenida estaba cubierta de nieve, y que de repente ya no vi nada. Luego, cuando me desperté, estaba en un lugar caliente, dentro del teatro, en los vestuarios, y había un ángel que me miraba.
Bueno, en aquel momento pensé que era un ángel. Tenía una cabellera larga y dorada, y cuando alargué la mano para tocarla, ella sonrió.
-¿Te sientes mejor? -me preguntó-. Toma, bébete esto.
Me dio algo bueno y caliente para beber. Yo estaba tendido sobre un diván, y ella sostenía mi cabeza mientras bebía.
-¿Cómo he llegado hasta aquí? -pregunté-. ¿Estoy muerto?
-Creí que lo estabas cuando Víctor te trajo. Pero creo que ahora estás perfectamente.
-¿Víctor?
-Víctor Sadini. No me digas que no has oído hablar del Gran Sadini.
Sacudí la cabeza.
-Es un mago. Ahora va a actuar. ¡Dios mío, esto me recuerda que tengo que cambiarme! -Cogió la taza y añadió-. Quédate aquí descansando hasta que yo vuelva. 
Le sonreí. Me resultaba muy difícil hablar, porque a mi alrededor todo daba vueltas.
-¿Quién es usted? -susurré.
-Isobel.
-Isobel -repetí. Era un nombre muy bonito, y lo susurré una y otra vez hasta que me quedé dormido.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que volví a despertarme... quiero decir, hasta que me desperté y noté que me encontraba perfectamente. Había estado sumido en una especie de duermevela, y a veces podía ver y oír durante unos momentos.
Una de las veces vi a un hombre alto, con el pelo negro y un gran bigote, inclinado sobre mí. Iba vestido de negro, y tenía los ojos negros. Pensé que tal vez era el diablo que había venido para llevarme con él al infierno. Las Hermanas solían hablarnos del diablo. Estaba tan asustado, que volví a desmayarme.
En otra ocasión pude oír unas voces que hablaban, y abrí los ojos y vi al hombre vestido de negro y a Isobel sentados en la habitación. Supongo que no sabían que yo estaba despierto, porque estaban hablando de mí.
-¿Cuánto tiempo crees que voy a aguantar esto, Vic? -estaba diciendo ella-. Estoy hasta la coronilla de hacer de enfermera de ese piojoso. ¿Qué te propones? No le conoces de nada...
-No podíamos dejarle morir como un perro en la nieve. -El hombre vestido de negro se había levantado y andaba de un lado para otro, tirándose de las puntas del bigote-. Sé razonable, querida. El pobre estaba muriéndose. Y no lleva nada encima que pueda identificarle. Está en un apuro, y necesita ayuda.
-¡Vaya con el samaritano! Hay hospitales y casas de beneficencia, ¿no es cierto? Si esperas que me pase el tiempo entre función y función cuidando a un sarnoso...
No podía comprender lo que ella quería decir, lo que estaba diciendo. Era tan hermosa... Sabía que tenía que ser buena, y que todo era un error. Tal vez estaba demasiado enfermo para oír bien.
Luego volví a quedarme dormido, y cuando desperté me sentí mejor, distinto, y supe que todo había sido un error. Porque ella estaba allí, y me sonreía de nuevo.
-¿Cómo estás? -me preguntó-. ¿Te sientes con ánimos para comer algo?
Sólo podía mirarla y sonreír. Llevaba una larga capa verde cubierta de estrellas plateadas, y en aquel momento me convencí de que era un ángel.
Luego entró el diablo.
-Ha recobrado el conocimiento, Vic -dijo Isobel.
El diablo me miró y sonrió.
-¡Hola, muchacho! Me alegro de que estés bien. Durante un par de días, no creí que gozáramos por mucho tiempo del placer de tu compañía.
Me limité a mirarle.
-¿Por qué me miras de ese modo? ¿Te asusta mi disfraz? Claro, ni siquiera sabes quién soy, ¿verdad? Me llamo Victor Sadini. El Gran Sadini... ilusionista.
Isobel me miraba sonriendo, de modo que supuse que todo iba bien. Asentí.
-Me llamo Hugo -susurré-. Me salvó usted la vida, ¿verdad?
-Olvídalo, muchacho. Deja la conversación para más tarde. Ahora necesitamos comer algo y descansar. Has estado tendido en ese sofá tres días y tres noches. Y tienes que recuperar las fuerzas, porque el miércoles terminan las funciones aquí y tendremos que trasladarnos a Toledo. 
El viernes terminaron las funciones y nos trasladamos a Toledo. Sí, yo también. Me había convertido en el nuevo ayudante de Sadini.
Esto fue antes de saber que Sadini era un servidor del diablo. Pensé que era un hombre bueno que me había salvado la vida. Se sentó en el sofá, a mi lado, y me lo explicó todo. Que se había dejado crecer el bigote, y se peinaba de aquel modo, y vestía de negro, porque un mago debía de tener aquel aspecto.
Hizo varios trucos para que los viera; trucos maravillosos con cartas y monedas y pañuelos que sacaba de mis orejas y agua de colores que sacaba de mis bolsillos. También podía hacer desaparecer las cosas, y me asusté mucho, hasta que me dijo que todo era un truco.
El último día me permitió quedarme detrás del escenario, mientras él aparecía ante el público y hacía lo que llamaba su «actuación», y entonces vi cosas maravillosas.
Hizo que Isobel se tendiera sobre una mesa, y luego agité una varita y ella flotó en el aire sin que nada la sostuviera. Luego la hizo ponerse en pie, y el público aplaudió mucho. Después, Isobel le fue entregando cosas para que él hiciera trucos con ellas, y él agitaba su varita mágica y las cosas desaparecían, estallaban o cambiaban. Hizo crecer un enorme árbol de una pequeña planta, ante mis propios ojos. Y luego metió a Isobel dentro de una caja, y unos hombres trajeron una gran sierra circular, y él dijo que iba a aserrar a Isobel por la mitad del cuerpo.
Estuve a punto de correr al escenario, para detenerle, pero Isobel no estaba asustada, y los hombres que estaban cerca de mí se reían mucho, de modo que supuse que se trataba de otro truco.
Pero cuando enchufó la sierra, que era una sierra eléctrica, y empezó a aserrar la caja, todo mi cuerpo quedó empapado en sudor, porque pude ver que estaba partiendo a Isobel por la mitad. Pero ella seguía sonriendo, señal de que no estaba muerta...
Luego, Sadini la cubrió con un paño, apartó la sierra, agitó su varita mágica... y un segundo después Isobel estaba en pie, toda entera. Era la cosa más maravillosa que había visto en toda mi vida, y creo que aquel espectáculo fue lo que me decidió a quedarme con Sadini.
De modo que hablé con él, diciéndole quién era, y que no tenía ningún lugar adonde ir, y que trabajaría para él por nada, en agradecimiento a que me había salvado la vida. Lo que no le dije era que quería ir con él para poder ver a Isobel, porque sospeché que no le gustaría. Y creo que tampoco a ella le hubiera gustado. Me había enterado de que estaba casada con Sadini.
Lo que le dije no tenía mucho sentido, pero él pareció comprenderlo.
-Tal vez puedas serme útil -dijo-. Necesito a alguien que cuide del material. Eso me ahorraría mucho tiempo. Además, podrias montar y desmontar los aparatos...
-Ixnay -dijo Isobel-. Utsnay.
Sadini la comprendió, pero yo no entendí nada. Tal vez era un lenguaje mágico.
-Hugo lo hará bien -dijo Sadini-. Necesito a alguien, Isobel. Alguien de quien pueda fiarme, ¿comprendes? 
-Escucha, este...
-Tómalo con calma, Isobel.
Isobel estaba muy enojada, pero cuando su marido la miró disimuló y trató de sonreír.
-De acuerdo, Vic. Lo que tú digas. Pero recuerda que has sido tú el que has tomado la decisión.
-Desde luego. -Sadini se acercó a mí-. Bueno, muchacho -dijo-. Desde este momento eres mi ayudante.
Así ocurrio.
Las cosas transcurrieron bien durante mucho tiempo. Fuimos a Toledo, y a Detroit, y a Indianápolis, y a Chicago, y a Milwaukee, y a St. Paul... a un montón de lugares. Aunque para mí eran todos iguales. Viajábamos en tren, y luego Sadini e Isobel se iban a un hotel, y yo me quedaba descargando los aparatos. (Ése era el nombre que Sadini daba a las cosas que utilizaba en su espectáculo) Después ayudaba a trasladarlos al teatro, en un camión.
Dormía en el mismo teatro, casi siempre en el camerino destinado a Sadini, y comía con Sadini y con Isobel. Aunque no siempre con Isobel. Le gustaba quedarse durmiendo hasta muy tarde en el hotel, y creo que estaba avergonzada de mí, al principio. Con mi aspecto, no puedo reprochárselo. 
Desde luego, al cabo de una temporada Sadini me compró un traje nuevo. Sadini era muy bueno conmigo. Hablaba mucho de sus trucos y de su actuación, y siempre hablaba de Isobel. No comprendía cómo era posible que un hombre tan bueno como él dijera aquellas cosas de su esposa.
Aunque Isobel no parecía simpatizar conmigo, yo sabía que era un ángel. Era tan hermosa como los ángeles que había en los libros que las Hermanas me enseñaban. Desde luego, Isobel no podía estar interesada en unas personas tan feas como yo o como el propio Sadini, con sus ojos negros y su negro bigote. No comprendo cómo se casó con él, pudiendo haberlo hecho con hombres tan guapos como George Wallace, por ejemplo.
Isobel veía a George Wallace continuamente, ya que él tenía un pequeño número en el mismo espectáculo con el que viajábamos nosotros. Era alto, tenía el pelo rubio y los ojos azules, y era cantante y bailarín. Isobel solía permanecer entre bastidores (así es como llaman a las partes laterales del escenario) cuando él actuaba. A veces hablaban animadamente y se reían mucho, y en cierta ocasión, cuando Isobel dijo que iba a marcharse al hotel porque le dolía la cabeza, vi que se metía en el camerino de George Wallace.
Tal vez no debí contarle eso a Sadini, pero se me escapó antes de que pudiera evitarlo. Se puso muy furioso, me hizo muchas preguntas, y luego me dijo que mantuviera la boca cerrada y los ojos abiertos.
Ahora comprendo que hice mal al decirle que sí, pero en aquel momento sólo pensaba que Sadini había sido bueno conmigo. De modo que me dediqué a espiar a Isobel y a George Wallace; y un día, cuando Sadini estaba ausente, entre dos funciones, les vi entrar de nuevo en el camerino de Wallace. Me acerqué de puntillas a la puerta y miré a través del ojo de la cerradura. No había nadie por allí, y nadie pudo verme enrojecer.
Porque Isobel estaba besando a George Wallace y él estaba diciendo:
-Vamos, querida... no discutamos más. Cuando termine el espectáculo, nos marcharemos juntos. Nos dirigiremos a la costa, y...
-¡Deja de decir tonterías! -Isobel parecía estar furiosa-. No me desagradas, Georgie, ya lo sabes, pero sé lo que me conviene. Vic es cabecera de cartel; gana mil dólares por semana, en tanto que tú no eres más que un telonero. Y el negocio es el negocio, querido.
-¡Vic! -exclamó George Wallace sarcásticamente-. ¿Qué es lo que tiene, a fin de cuentas? Un camión lleno de aparatos, y un bigote. Cualquiera puede hacer un número de ilusionismo... Yo mismo lo haría, si tuviera el dinero para comprar los aparatos. Tú conoces todos sus trucos. Podríamos formar pareja y presentar nuestro propio espectáculo. El Gran Wallace y Compañía... ¿Qué tal suena?
-¡Georgie!
Lo dijo con tanta rapidez y se movió tan aprisa, que no tuve tiempo de marcharme. Isobel abrió la puerta... y allí estaba yo.
-¿Qué diablos...?
George Wallace asomó detrás de Isobel, y al verme levantó amenazadoramente una mano, pero ella le cogió del brazo. 
-¡Quieto! -le dijo-. Yo arreglaré esto. -Luego me dirigió una sonrisa, y comprendí que no estaba enfadada-. Vamos abajo, Hugo -me dijo-. Tú y yo tenemos que hablar un poco.
Nunca olvidaré aquella conversación.
Nos sentamos en el camerino, Isobel y yo, completamente solos. Isobel me cogió la mano -tenía unas manos muy finas y muy suaves-, y me miró a los ojos, y habló con su cantarina voz, que era como estrellas y rayos de sol.
-De modo que lo has descubierto -me dijo-. Esto significa que tendré que contártelo todo. No... no deseaba que lo supieras, Hugo. Nunca. Pero temo que ahora no me queda otro camino.
Asentí. No me atrevía a mirarla; de modo que me limité a mirar el tocador. Allí estaba la varita de Sadini... su larga varita negra con el puño dorado.
-Sí, es cierto, Hugo. George Wallace y yo estamos enamorados. Quiere que me marche con él.
-Pe... pero Sadini es un hombre muy bueno -le dije-. Aunque tenga ese aspecto.
-¿A qué te refieres?
-Bueno, la primera vez que le vi, pensé que era el diablo, pero ahora...
Noté que Isobel contenía la respiración.
-¿Pensaste que parecía el diablo, Hugo? 
Me eché a reír.
-Sí. Verá, las Hermanas decían que yo no era muy listo, y querían operarme de la cabeza porque no comprendía las cosas. Pero estoy perfectamente. Usted lo sabe. Pensé que Sadini podía ser el diablo, hasta que él me dijo que todo era un truco. Que no tenía ninguna varita mágica, y que no la aserraba a usted por la mitad...
-¡Y tú lo creíste!
La miré. Estaba sentada con el cuerpo muy erguido, y sus ojos brillaban intensamente.
-¡Oh, Hugo! Si lo supieras... A ml me pasó lo mismo, ¿sabes? Al principio de conocerle, confiaba en él. Y ahora soy su esclava. Por eso no puedo escaparme, porque soy su esclava. Del mismo modo que él es esclavo... del diablo.
Debí poner una cara muy rara, porque Isobel me contempló con expresión divertida mientras continuaba:
-No sabías esto, ¿verdad? Le creíste cuando te dijo que todo eran trucos, y que el aserrarme por la mitad en el escenario no era más que una ilusión, provocada por medio de un juego de espejos...
-Pero él utiliza espejos -dije-. Lo sé, porque cada vez tengo que cargarlos y descargarlos.
-Sólo sirven para engañar a los tramoyistas -dijo Isobel-. Si supieran que Sadini es realmente un brujo, lo harían encerrar. ¿No te hablaron las Hermanas del diablo y de venderle el alma?
-Sí, había oído contar algunas historias, pero pensé...
-Me crees, ¿verdad, Hugo? -Me cogió de nuevo la mano y me miró fijamente-. Cuando Sadini me levanta en el aire, en pleno escenario, es brujería. Una palabra, y yo caería muerta. Cuando me parte por la mitad, es real. Por eso no puedo escaparme, por eso soy su esclava.
-Entonces, la varita mágica que utiliza para hacer los trucos debió de dársela el diablo...
Isobel asintió, mirándome.
Miré la varita. Brillaba sobre el tocador, y los cabellos de Isobel brillaban, y sus ojos brillaban.
-¿Por qué no puedo robar la varita? -pregunté.
Isobel sacudió la cabeza.
-No serviría de nada. No serviría de nada... mientras Sadini esté vivo.
-Mientras Sadini esté vivo -repetí.
-Pero si a Sadini le pasara... ¡Oh, Hugo, tienes que ayudarme! Sólo hay un medio, y no sería un pecado, porque Sadini ha vendido su alma al diablo. ¡Oh, Hugo, tienes que ayudarme, me ayudarás...!
Isobel me besó.
Isobel me besó. Sí, rodeó mi cuello con sus brazos, y sus dorados cabellos me acariciaron el rostro, y sus labios eran suaves, y sus ojos eran como estrellas, y me dijo lo que tenía que hacer, y cómo tenía que hacerlo, y que no sería un pecado, porque Sadini le había vendido su alma al diablo, y que nadie lo sabría nunca.
De modo que le dije que sí, que lo haría.
Isobel me dijo cómo tenía que hacerlo.
Y me hizo prometer que nunca se lo contaría a nadie, sucediera lo que sucediera, incluso si las cosas salían mal y empezaban a hacerme preguntas.
Se lo prometí.
Y luego esperé. Esperé que Sadini regresara al camerino, después de la función. Isobel se marchó, y le dijo a Sadini que se quedara conmigo y me ayudara a empaquetar las cosas, porque yo estaba enfermo, y él dijo que lo haría. Todo iba saliendo tal como Isobel me había dicho. 
Empezamos a empaquetar las cosas, y en el teatro no había nadie más que el portero, y estaba abajo, en el cuartito que daba a la avenida: Mientras Sadini continuaba empaquetando salí al vestíbulo, y vi que todo estaba Oscuro y silencioso.
Luego entré de nuevo en el camerino y vi que Sadini se disponía a llevarse algunos de sus aparatos.
No había tocado la varita mágica. Seguía sobre el tocador, y deseé cogerla y sentir la magia del Poder que el diablo le había dado a Sadini.
Pero ahora no tenía tiempo para eso. Porque debía aprovechar el momento en que Sadini, cargado, me diera la espalda, para acercarme a él por detrás; sacar el trozo de tubo de hierro de mi bolsillo, y golpear a Sadini en la cabeza.
Le golpeé una vez, dos veces, tres veces...
Se oyó un crujido de huesos rotos antes de que Sadini se desplomara.
Ahora, lo único que tenía que hacer era arrastrarle fuera y...
En aquel momento se oyó otro ruido.
Alguien llamó a la puerta.
Alguien manipuló en el tirador de la puerta mientras yo arrastraba el cadáver de Sadini a un rincón y trataba de encontrar un lugar donde ocultarle. Pero fue inútil. Se repitió la llamada, y oí una voz que gritaba:
-¡Abre, Hugo! ¡Sé que estás ahí!
De modo que abrí la puerta, ocultando el trozo de tubo detrás de mi espalda. Entró George Wallace.
Pensé que estaba borracho. De todos modos, al principio no pareció ver a Sadini tendido en el suelo. Se limitó a mirarme y a agitar sus brazos.
-Quiero hablar contigo, Hugo. -Estaba borracho, desde luego: apestaba a alcohol-. Isobel me lo ha contado todo -susurró-. Me ha dicho lo que iba a pasar. Trató de emborracharme, pero yo soy más listo que ella. Me escapé. Quería hablar contigo antes de que hicieras alguna tontería.
»Isobel me lo ha contado todo. Te ha tendido una trampa. Tú matas a Sadini, ella te denuncia a la policía, y como todo el mundo cree que estás... bueno, un poco mal de la cabeza... Y cuando cuentes esa historia acerca del diablo, se convencerán de que estás loco y te encerrarán. Entonces, Isobel quiere que nos fuguemos, ella y yo, para montar el número por nuestra cuenta. Y he venido a avisarte, antes de...
Entonces vio a Sadini. Se quedó helado, con la boca abierta. Esto me permitió acercarme a él por detrás y golpearle con el tubo de hierro; golpearle, y golpearle, y golpearle.
Porque sabía que mentía, que estaba mintiendo acerca de Isobel. El que quería fugarse con ella era el propio George, pero yo lo impediría. Lo había impedido ya, en realidad. Lo que realmente deseaba George era la varita del Poder, la varita del diablo. Y la varita era mía.
Me acerqué al tocador y la cogí. Mientras contemplaba el brillante puño, sentí el Poder que se deslizaba alo largo de mi brazo. La tenía aún en la mano cuando entró Isobel.
Debió de seguir a George, pero había llegado demasiado tarde. Se dio cuenta al verle tendido en el suelo, con su nuca riendo como una gran boca roja.
Antes de que pudiera explicarle nada, Isobel se desplomó. Se había desmayado.
Me quedé en pie en el centro del camerino, empuñando la varita del Poder, contemplando a Isobel y sintiendo una gran tristeza. Tristeza por Sadini, que estaba ardiendo en el infierno. Tristeza por George Wallace, porque había venido aquí. Tristeza por Isobel, porque todos los planes habían salido mal.
Luego miré la varita, y tuve una maravillosa idea. Sadini estaba muerto, y George estaba muerto, pero Isobel me tenía aún a mí. No me tenía miedo... incluso me había besado. 
Y yo tenía la varita, que era el secreto de la magia. Ahora, mientras Isobel estaba dormida, podría comprobar si era cierto. Y cuando Isobel se despertara, recibiría una gran sorpresa. Le diría: «Tenía usted razón, Isobel. La varita funciona. Y, a partir de ahora, usted y yo haremos el número. Tengo la varita, de modo que no tiene que temer nada. Puedo hacerlo. Lo hice ya cuando usted dormía.»
Cogí a Isobel en mis brazos y la llevé al escenario. Luego llevé también los aparatos allí. Incluso encendí el foco, porque sabía dónde estaba. Resultaba muy divertido estar allí completamente solo, saludando a un patio de butacas oscuro y vacío.
Pero yo llevaba la capa de Sadini, y con la varita mágica en la mano me sentía como un hombre nuevo: como Hugo el Grande.
Y yo era Hugo el Grande.
Aquella noche, en el teatro vacío, fui Hugo el Grande. Sabía lo que tenía que hacer y cómo tenía que hacerlo. No había ningún tramoyista, de modo que no neccitaba molestarme en colocar los espejos. Metí a Isobel en la caja y pulsé el interruptor que ponía en marcha la sierra. Cuando la acerqué a la caja, la hoja no pareció girar con tanta rapidez como antes, pero seguía funcionando.
La hoja avanzó y avanzó, y luego Isobel abrió los ojos y gritó, pero yo le mostré le varita mágica para tranquilizarla. Isobel continuó gritando y gritando, hasta que el chirrido de la sierra ahogó su voz y la hoja traspasó la caja de parte a parte.
El acero estaba rojo. Goteaba un líquido rojo.
Al verlo me entré una especie de mareo, de modo que cerré los ojos y agité la varita mágica del Poder muy rápidamente.
Luego volví a abrir los ojos.
Todo estaba... igual.
Agité la varita de nuevo.
No ocurrió nada.
Algo había fallado. Entonces fue cuando supe que algo había fallado.
Luego empecé a gritar, y el portero terminé por oír los gritos y llegó corriendo, y luego llegaron ustedes y me trajeron aquí.
De modo que, como pueden ver, sólo fue un accidente. La varita no funcionó. Tal vez el diablo se llevó el poder cuando murió Sadini. No lo sé. Lo único que sé es que estoy muy cansado.
¿Quieren apagar las luces ahora, por favor?
Tengo mucho sueño...



UN CRIMEN FUERA DE LO CORRIENTE



UN CRIMEN FUERA DE LO CORRIENTE

Robert Bloch

Sólo los muertos conocen Brooklyn.
Thomas Wolfe fue quien lo dijo, y ahora ya está muerto, de modo que debe conocerlo.
Pero Londres es otra historia.
Por lo menos, así se lo pareció a Hilary Kane. No una historia, sino más bien una novela picaresca enorme y anticuada, en la que cada calle era como un capítulo donde se amontonaban personajes e incidentes propios. Cada manzana era una página, cada edificio un párrafo, dentro del complicado y extenso texto... Así entendía Hilary Kane la ciudad, y la conocía muy bien.
Hacía muchos años que deambulaba por sus calles, leyéndola frase a frase, hasta que cada línea llegó a serle familiar: se había aprendido Londres de memoria.
Y por ello se quedó tan sorprendido cuando, en un gris atardecer de finales de noviembre, descubrió aquella tienda en Saxe-Coburg Square.
-¡Que me condene! -dijo.
-Es muy probable que así sea -Lester Woods, su acompañante, suavizó tal afirmación con una sonrisa de indulgencia- ¿Qué sucede?
-Esto.
Kane hizo un gesto en dirección al diminuto escaparate del establecimiento, que pasaba casi desapercibido entre dos reliquias residenciales de la era victoriana.
-Una tienda de antigüedades -asintió Woods-. Con la velocidad que brotan, debe haber ya por lo menos una por cada turista que visita Londres.
-Pero no aquí -dijo Kane, frunciendo el ceño-. Da la casualidad de que he pasado por aquí hace menos de una semana, y aseguraría que en esta plaza no había ninguna tienda.
-Pues deben haberla abierto después.
Los dos hombres se encaminaron hacia la entrada, contemplando de pasada el escaparate.
El ceño de Kane se acentuó.
-¿Esto es lo que dices que es nuevo? Mira el polvo que tienen esas copas.
-¿Ya vuelves a jugar a los detectives? -Woods sacudió la cabeza-. El problema contigo, Hilary, es que tienes demasiadas aficiones. -Miró hacia el otro lado de la plaza. Una ráfaga de viento helado anunciaba la inminencia del crepúsculo-. Se hace tarde, será mejor que nos vayamos. 
-No hasta que me entere de lo que es esto. 
Kane estaba abriendo ya la puerta, y Woods lanzó un suspiro. 
-Supongo que ya ha empezado el juego. Está bien. Acabemos cuanto antes.
La campanilla de la puerta sonó, y los dos amigos penetraron en la tienda. La puerta se cerró, el campanilleo cesó, y se encontraron sumergidos en las sombras y el silencio. 
Pero una de las sombras no era totalmente silenciosa. Se levantó de detrás del único mostrador, colocado en el reducido espacio que quedaba ante la pared posterior.
-Buenas tardes, caballeros -dijo la sombra, y encendió una bombilla que colgaba del techo.
Un tenue nimbo de luz se proyectó sobre la superficie del mostrador e hizo cobrar una nueva dimensión a la sombra, revelando que se trataba de una diminuta silueta, con un rostro anodino y una calvicie incipiente.
Kane se dirigió al propietario.
-¿Le importa que echemos un vistazo?
-¿les interesa algo en especial? -El propietario hizo un gesto en dirección a los estantes que cubrian la pared, a su espalda-. Libros, mapas, porcelana. cristal...
-No exactamente -dijo Kane-. Lo que ocurre es que una tienda nueva como ésta siempre me hace sentir curiosidad.
El propietario negó con la cabeza.
-Le ruego que me perdone. pero no creo que pueda considerársela nueva.
Woods se quedó mirando a su amigo, reprimiendo con dificultad una sonrisa, pero Kane le ignoró.
-¡Qué raro! -dijo-. No me había dado cuenta antes de que estuviera aquí.
-No es extraño. Llevo mucho tiempo en este negocio. pero no en este lugar.
Entonces le llegó el turno a Kane de lanzar una ojeada rápida a Woods, y sin reprimir la sonrisa. Pero Woods estaba inspeccionando ya los artículos expuestos, y Kane le imitó al cabo de un instante.
Hizo un inventario superficial de lo que se veía baio el cristal del mostrador. Advirtió una lámpara de "boudoir", con flecos de cuentas, una bandeja con botones perlados, un programa recuerdo de un "durbar", y un marco con una fotografía dedicada de Matilda Alice Victoria Wood. También había una miscelánea de joyas viejas, sabonetas, cubiletes de peltre, servilleteros, una miniatura del Crystal Palace, y un poster de Lord Kitchener, con unos formidables mostachos, y su dedo enguantado extendido en un gesto imperioso.
Se dijo que era la mezcla habitual. Nada fuera de lo acostumbrado, y la mayoría de ello -como el poster de Kitchener-, ni tan siquiera adecuadamente antiguo, sino sólo pasado de moda. Aquellos abanicos del estante interior, por ejemplo, las cubiertas de seda, los gemelos de ópera, el maletín negro del extremo más alejado hecho de lo que en otros tiempos se llamó "Tela Americana".
Aquella denominación hizo que Kane se inclinara para examinarlo más de cerca. Tela Americana. Ahora estaba llena de polvo, pero antes había sido brillante, como la deslustrada placa de plata con el nombre de su propietario. Leyó la inscripción.
J. Ridley. D.M. (Doctor en Medicina).
Kane alzó la vista, procurando disimular la excitación que le había invadido repentinamente.
¡Imposible! ¡No podía ser!... Pero era. Esforzándose en mantener un tono de voz casual, y unos modales indiferentes, señaló el maletín al propietario de la tienda.
-¿Un equipo médico?
-Sí, eso creo. 
-¿Puedo preguntar dónde lo adquirió?
El hombrecillo se encogió de hombros.
-No es posible acordarse. En este tipo de comercio, uno va adquiriendo los artículos raros dónde y cuándo se le presentan.
-¿Me permite que le eche un vistazo?
El propietario alzó el maletín hasta el mostrador. Woods se lo quedó mirando asombrado, pero Kane le ignoró, con los ojos fijos en la placa que colgaba bajo la cerradura.
-¿Le importaría abrirlo? -dijo. 
-Me temo que no tengo la llave. 
Kane extendió la mano y apretó el cierre; estaba oxidado pero firmemente sujeto. Frunciendo el ceño, alzó el maletín y lo sacudió suavemente.
Algo se movió en su interior, y al oir el ruido de objetos metálicos que se entrechocaban en su interior, el júbilo de Kane no tuvo límites. De cualquier forma, intentó reprimirlo al hablar.
-¿Cuánto pide por él?
El propietario se mostró igualmente desprovisto de emoción.
-No está a la venta. 
-Pero...
-Lo siento, señor. No acostumbro a vender artículos a ciegas. Y puesto que no podemos saber lo que tiene dentro... 
-Vamos, vamos. No es más que un maletín de un médico. Se hace difícil suponer que guarde en su interior las joyas de la corona.
Woods soltó una risita a su espalda, pero el propietario le ignoró. 
-Se lo concedo -dijo-. Pero tampoco estamos seguros de cuál es su contenido. -El hombrecillo alzó a su vez el maletín, y se oyó de nuevo un tintineo metálico-. Quizá sean monedas. 
-Probablemente simples instrumentos quirúrgicos -dijo con impaciencia Kane- ¿Por qué no fuerza la cerradura y solventamos esta cuestión?
-¡Oh!, no puedo hacer eso. El maletín ya no tendría ningún valor.
-¿Y qué valor tiene? 
Kane había bajado la guardia. Supo que había cometido un error táctico, pero no se pudo reprimir.
-Ya le he dicho que este maletín no está a la venta -dijo el propietario, con una sonrisa.
-Todo tiene un precio.
La frase de Kane había sido un desafío, y el propietario lo aceptó con una amplia sonrisa.
-Cien libras.
-¿Cien libras por eso?
Woods sonrió... y luego se quedó con la boca abierta al oír la respuesta.
-Trato hecho. 
-Pero, señor...
Por toda respuesta, Kane sacó su cartera, y extrajo de ella cinco billetes de veinte libras. Los dejó sobre el mostrador, tomó el maletín. y se encaminó hacia la puerta. Woods se apresuró a seguirle, cerrando la puerta a su espalda.
El propietario gesticulaba alocadamente.
-¡Esperen! ¡Vuelvan...!
Pero Kane caminaba ya a grandes zancadas calle abajo, llevando fuertemente apretado bajo el brazo el maletín negro.


Todavía lo llevaba cogido media hora más tarde, cuando Woods se trasladó con él al espacioso estudio del piso de Kane, desde donde se divisaba la florida Cadogan Square. Kane depositó el maletín sobre la mesa. En la tela encerada se reflejó la luz del sol, al limpiarla Kane con un paño húmedo. Sonrió triunfalmente a su amigo.
-Ya tiene mejor aspecto, ¿no te parece?
-A mí no me parece nada -dijo Woods, sacudiendo la cabeza-. Cien libras por un maletín viejo de médico...
-Un maletín muy viejo -dijo Kane-. Se remonta al siglo pasado, si no me equivoco.
-Aun así, no veo...
-¡Claro que no ves! Apartate de mí, no creo que haya otra persona que conceda gran importancia al nombre de J. Ridley, D. M.
-Nunca he oido hablar de él.
-Es comprensible -sonrió Kane-. Prefería hacerse llamar Jack el Destripador.
-¿Jack el Destripador?
-Estoy seguro de que conoces el caso. Whitechapel, 1888... El salvaje asesinato y mutilación de diversas prostitutas, realizado por un astuto asesino maníaco que se mofaba de la policía... Una sombra, que acechaba a su presa en las calles.
Woods frunció el ceño.
-Pero no llegaron a cogerle, ¿no es cierto? Ni tan siquiera a identificarle.
-En eso te equivocas. Ningún asesino ha sido identificado con tanta frecuencia como Jack el Rojo. En la época de los asesinatos, y durante los años transcurridos después, fueron señalados muchos sospechosos. Uno de los principales candidatos fue el polaco Klosowski, alias George Chapman, que mató a varias esposas... pero él utilizaba el veneno, y el lucro era su motivo, mientras que las víctimas del Destripador eran todas prostitutas sin un céntimo, que murieron bajo su cuchillo. Otro criminal convicto, Neil Cream, llegó a proclamar públicamente que él era el Destripador...
-¿Y no sería verdad?
Kane se encogió de hombros.
-Por desgracia, Cream estaba en América cuando el Destripador cometió sus crímenes. Su egomanía le impulsó a esa falsa confesión. -Sacudió la cabeza-. Y luego estuvo John Pizer, un encuadernador de libros, conocido por el apodo de "Delantal de Cuero". Llegó a ser arrestado, pero pronto se aclaró todo y le soltaron. Algunos creen que los crímenes fueron obra de un ruso llamado Konovalov, que también se hacía llamar Pedachenko, y trabajaba como barbero y cirujano; se suponía que era un agente secreto del zar, que perpetró los homicidios para desacreditar a la policía inglesa.
-A mí me parece muy rebuscado.
-Exacto -sonrió Kane-. Pero todavía hay otros candidatos, igualmente improbables. Por ejemplo, Montague John Druitt, un abogado desequilibrado, que se suicidó lanzándose al Támesis, poco después de que el Destripador cometiera su última fechoría. Pero por desgracia se ha comprobado que vivía en Bournemouth, y que en los días que precedieron y siguieron al último asesinato no se movió de la localidad, y estuvo jugando al cricket. Y luego está el duque de Clarence...
-¿Quién?
-El nieto de la reina Victoria, perteneciente a la línea directa de sucesión al trono.
-Supongo que no hablas en serio.
-No, pero otros sí. Se ha afirmado que Clarence era un conocido pecador, que se había vuelto loco como resultado de una infección venérea contraída, y que su muerte, en 1892, se debió en realidad a los estragos que produjo en su cuerpo la enfermedad.
-Pero eso no demuestra que se tratara del Destripador.
-Claro que no. No parece muy probable que él escribiera aquellas cartas, llenas de modismos americanos y enormes errores gramaticales y de ortografía, que el Destripador enviaba a las autoridades. Y aún más: Clarence estaba en Escocia cuando se produjo uno de los asesinatos, y en Sandringham mientras se cometían otros. Y existen razones igualmente fundadas para exonerar a sospechosos relacionados con él... como su amigo James Stephen, y su médico, sir William Gull.
-Pareces conocer muy bien el tema -murmuró Woods-. No tenía idea de que te interesara tanto.
-Y por muy buenas razones. No quiero pasar por un estúpido, apuntando una teoría que no pueda apoyarse en nada. Yo no creo que el Destripador fuera un marinero, como han dicho algunos, porque no hay nada que lo demuestre. Ni tampoco que trabajara en un matadero, fuera una comadrona, un hombre disfrazado de mujer, o un policía londinense. Y hasta dudo de la existencia de ese misterioso doctor llamado Stanley, dispuesto a vengarse de la mujer que les había contagiado la infección a él o a su hijo.
-Pero entre los sospechosos parece haber gran número de médicos -dijo Woods.
-Sí, y con razón. Considera la naturaleza de los crímenes... la rápida y diestra extracción de los órganos vitales, realizada en la oscuridad de la calle, y bajo el peligro constante de ser descubierto de un momento a otro. Eso implica que debía tratarse de alguien versado en anatomía, alguien con los nervios acerados de un cirujano. Luego está el modo como evitaba ser capturado. Es obvio que el Destripador conocía los callejones y escondites del East End tan a fondo, que podía deslizarse a través de los cordones de la policía y de las patrullas sin ser descubierto. Pero si llegaba a ser visto, ¿qué coartada mejor que presentarse como un respetable médico, portador de su maletín, al que habían hecho salir de noche para una llamada de urgencia?
»Teniendo en cuenta todo esto, me puse a investigar, y comencé por revisar las listas de personal del London Hospital, en Whitechapel Road. Repasé los nombres de médicos y cirujanos que aparecían en el Registro Médico de aquella época.
-¿Todos?
-No fue necesario. Sabía lo que andaba buscando... Un cirujano que viviera y trabajara en la zona de Whitechapel. Siempre que me fue posible, realicé una investigación sobre la vida de mis sospechosos, estudiando su afiliación a hospitales y clínicas, e incluso sus aficiones y actividades normales, a través de las revistas médicas, los artículos de los periódicos, y los recuerdos de la familia. Claro que para todo esto se necesita mucho dinero y paciencia. Pasé cinco años luchando contra los molinos de viento, hasta dar con mi hombre.
Woods se quedó mirando la placa del maletín.
-J. Ridley. D.M.
-John Ridley... Jack, para sus amigos... si es que tuvo alguno. -Kane guardó silencio unos instantes. con expresión reflexiva-. Pero ahí estriba la cuestión. Al parecer, Ridley no tuvo amigos, ni familia. Era huérfano, y se graduó en Edimburgo. en 1878, diez años antes de la comisión de los crímenes. Trabajaba como médico particular aquí, en Londres. pero oficialmente no consta la dirección de ningún consultorio. Ni tampoco es posible hallar información alguna que le concierna; es como si hubiese tenido especial cuidado en suprimir cualquier detalle sobre su vida personal. Y eso fue precisamente lo que me hizo sospechar. J. Ridley vivió y trabajó durante toda una década en el East End, sin que apareciera impreso ni una sola vez su nombre en lugar alguno, excepto en el Registro. Y después de 1888, hasta eso desapareció.
-Supón que muriera.
-Su óbito no consta oficialmente.
Woods se encogió de hombros.
-Quizá se mudó, emigró, enfermó, o dejó la medicina.
-Entonces, ¿por qué tanto secreto? ¿Por qué ocultar su paradero? ¿No comprendes que la falta de detalles tan comunes es lo que me induce a sospechar lo extraordinario?
-Pero no hay ninguna prueba. Nada que demuestre que tu doctor Ridley era el Destripador.
-Por eso es tan importante eso -dijo Kane, indicando el maletín que se hallaba sobre la mesa-. Si conociésemos su historia.
Mientras hablaba, Kane tomó un abrecartas de la mesa, y se acercó al maletín.
-Espera -le dijo Woods, poniéndole una mano en el hombro-. Puede que eso no sea necesario.
-¿Qué quieres decir?
-Creo que el dueño de la tienda nos ha mentido. Que sabía muy bien lo que contiene el maletín... Tiene que ser así, de lo contrario, ¿por qué iba a fijar un precio tan ridículo? Claro que nunca se le ocurrió que fueras a pagárselo. Pero creo que no hay necesidad de que fuerces la cerradura, del mismo modo que él tampoco tenía por qué hacerlo. Opino que tiene él la llave.
-Tienes razón -convino Kane, dejando a un lado el abrecartas-. Debí haberlo comprendido, teniendo en cuenta que no quería venderlo. Debe tener la llave. -Tomó el brillante maletín, y dio medio vuelta-. Vamos... Volvamos allí antes de que cierre. Y ahora no admitiremos excusas.


Estaba anocheciendo. Kane y su amigo avanzaron apresuradamente por las calles, y cuando llegaron a Saxe-Coburg Square la oscuridad se iba enseñoreando lentamente de la plaza.
Se detuvieron y buscaron la tienda por entre las sombras, orientándose hacia el lugar en que quedaba medio escondida, entre las dos mansiones, que se alzaban una a cada lado. Las sombras parecían amontonarse en aquel punto, y se acercaron más, para convencerse de que entre las dos casas no había más que un espacio vacío.
La tienda habla desaparecido.
Woods pestañeó. Luego se volvió y gesticuló mirando a Kane.
-¡Pero si hemos estado aquí...! ¡La hemos visto...!
Kane no contestó. Contemplaba fijamente el suelo polvoriento y sembrado de cascotes del espacio que quedaba entre los dos edificios, y las hierbas que brotaban de la tierra. El helado viento nocturno murmuraba lúgubremente a través de aquel vacio. Kane se inclinó, y tomó un poco de polvo con los dedos. Estaba frío, como el viento, que se lo arrebató de la mano, proyectando sus finos granos hacia la oscuridad.
-¿Qué ha ocurrido? -murmuraba Woods- ¿Es posible que lo hayamos soñado los dos?
Kane se puso en pie, y se quedó mirando a su amigo.
-Esto no es un sueño -dijo, señalando el maletín negro.
-Entonces, ¿qué explicación tiene?
-No lo sé -dijo pensativamente Kane-. Pero sólo hay un lugar en el que quizá podamos hallarla.
-¿Dónde?
-En el Registro Médico de 1888 aparece como domicilio de John Ridley el número 17 de Dorcas Lane.


El taxi que los llevó a Dorcas Lane no pudo penetrar por el estrecho callejón de acceso. La oscura calle que quedaba detrás era sombría y silenciosa, y estaba vacía, pero Kane se dirigió hacia ella sin vacilar, por el oscuro callejón, flanqueado por sólidas hileras de viejos ladrillos. Al pisar los adoquines, a Woods le parecía que iba a penetrar en otra edad, pero el avance de Kane era rápido y decidido.
-¿Has estado antes aquí?
-Naturalmente.
Kane se detuvo ante la puerta del número 17, en el que no brillaba ninguna luz, y llamó.
La puerta se abrió... No del todo; sólo lo suficiente para permitir a la persona que estaba al otro lado echarles un vistazo. Tanto su mirada como las palabras que pronunció parecieron cautelosas.
-¿Qué quieren?
Kane se adelantó hacia la luz que brotaba por la abertura de la puerta.
-Buenas noches. ¿Me recuerda?
-Sí.
La puerta se abrió algo más, y Woods pudo divisar la rechoncha silueta de una mujer de media edad, que asentía con la cabeza, mirando a su amigo.
-Usted es el que alquiló la habitación vacía de atrás hace algún tiempo, ¿verdad?
-Exacto. Quisiera saber si puedo volver a tomarla.
-No sé.
La mujer se quedó mirando a Woods.
-Es sólo por unas cuantas horas. -Kane echó mano a su cartera-. Mi amigo y yo tenemos que hablar de negocios.
-Negocios, ¿eh?-. Woods creyó sentir físicamente la mirada de desaprobación de los ojuelos de la mujer-. Le costará uno de cinco. 
-Tenga.
La mujer extendió apresuradamente una mano y tomó el billete. Luego, la puerta se abrió del todo, permitiendo ver el sucio vestíbulo.
-Cuidado con la escalera -dijo la mujer.
La escalera era muy empinada, y al llegar al peldaño superior la mujer iba ya resoplando. Les condujo a lo largo de un pasillo que crujía bajo sus pies, hasta la puerta del cuarto de la parte de atrás, mientras buscaba las llaves en el bolsillo de su delantal.
-Ya estamos.
La puerta se abrió, revelando una mohosa oscuridad, que apenas consiguió vencer la luz que colgaba del techo, cuando la encendió la propietaria.
-Ya no la alquilo para huéspedes -le dijo ésta a Kane-. No está bien arreglada.
-No importa. Está muy bien -dijo sonriendo Kane, con la mano apoyada en la puerta.
-Si van a necesitar algo, será mejor que me lo digan ahora. Tengo que ir a ver a la vecina... Se ha puesto enferma.
-No. Creo que ya lo tenemos todo.
Kane cerró la puerta, y luego se quedó escuchando unos instantes, mientras los pasos de la mujer se perdían por el pasillo.
-Bueno -dijo después- ¿Qué te parece?
Woods se quedó mirando la mugrienta habitación, con su única ventana, enmarcada por unas cortinas amarillentas. Observó la gastada alfombra, de la que se había borrado el dibujo, la superficie deslucida y llena de quemaduras del viejo y voluminoso escritorio, el pesado sillón; la cama metálica, cubierta por una colcha profusamente remendada; la vieja estufa de gas, metida en el hueco de una chimenea de mármol, en la que se veían varias rajas. Y también el lavabo de pie, igualmente rajado, que estaba en un rincón.
-Creo que estás loco -dijo Woods- ¿Es que he entendido mal, o tú has estado ya antes aquí?
-Así es. Vine hace varios meses, tan pronto como descubrí la dirección en el Registro. Quería echar un vistazo.
Woods arrugó la nariz.
-Creo que aquí se huele más de lo que se ve.
-¡Usa tu imaginación, amigo! ¿Es que no te dice nada el hecho de estar en la misma habitación que en otro tiempo ocupara Jack el Destripador?
Woods sacudió la cabeza.
-En esta choza debe haber por lo menos una docena de habitaciones para alquilar. ¿Qué te hace creer que se trata precisamente de ésta?
-En el Registro se especificaba que era la de "atrás". Y en la parte de abajo no hay habitaciones traseras, porque es donde está la cocina. De modo que tiene que ser ésta.
-Piénsalo -prosiguió Kane, haciendo un gesto grandilocuente-. Puedes estar contemplando el sitio donde el Destripador se lavaba, después de haber perpetrado sus carnicerías, la cama en que descansaba tras cometer sus crímenes. ¿Quién sabe lo que ha visto y oído esta habitación?... Su voz, gritando entre espantosas y atormentadas pesadillas...
-¡Basta ya, Hilary! -dijo Woods, con impaciencia-. Una cosa es que te sirvas de tu imaginación, y otra que dejes que sea ella la que te gobierne a ti.
-Mira -dijo Kane, señalando la parte más alejada de la habitación- ¿Ves esas marcas en la alfombra? Ya las observé durante mi primera visita. ¿Qué te sugieren? 
Woods se quedó contemplando obedientemente la gastada superficie de la alfombra, y vio cuatro marcas redondas, distanciadas regularmente.
-En ese rincón debía haber otro mueble. Yo diría que algo pesado.
-¿Qué clase de mueble? 
-Bueno... -empezó Woods-. A juzgar por el espacio, no era un sofá ni un sillón. Podría haber sido un armario, o quizás un escritorio grande...
-¡Exactamente! Un escritorio de tapa corredera. En aquel tiempo, todos los médicos tenían uno -suspiró Kane-. Daría cualquier cosa por saber dónde ha ido a parar. Podría contener la respuesta a todas nuestras preguntas.
-¿Después de tantos años? Yo diría que no es muy probable. -Woods miró a su alrededcr- ¿No encontraste nada más?
-No, nada más. Como tú dices muy bien, ha pasado mucho tiempo desde que el Destripador estuvo aquí. 
-Yo no he dicho eso -dijo Woods, sacudiendo la cabeza-. Es posible que tengas razón en lo del escritorio. y no dudo de que el Registro Médico te haya proporcionado una dirección correcta. Pero eso sólo significa que esta habitación fue alquilada en algún tiempo por un tal doctor John Ridley. Si ya la has inspeccionado antes, ¿por qué te has molestado en volver?
-Porque ahora tengo esto -Kane colocó el maletín negro sobre la cama-. Y esto.
Sacó una navaja de bolsillo.
-¿Te propones forzar la cerradura por fin?
-No tengo más remedio, ante la imposibilidad de obtener una llave. -Kane metió la hoja por debajo del cierre metálico, y comenzó a aplicar fuerza hacia arriba-. Es muy importante que abramos este maletín aquí. Su contenido puede estar relaciónado con esta habitación. Si llegamos a establecer esa relación, podría ser una prueba más, un eslabón que demostrara...
El cierre emitió un chasquido.
Cuando el maletín se abrió de golpe, los dos hombres se quedaron contemplando su contenido: un revoltijo de frascos y cajas de píldoras, un anticuado estetoscopio, cánulas y pinzas, un rollo de gasas. Y encima de todo, el bisturí acerado, cubierto de unas resecas motas de un color amarronado.
Todavía lo estaban contemplando cuando la puerta se abrió silenciosamente a sus espaldas, y el hombrecillo calvo de la tienda penetró en la habitación.
-Veo que no me he equivocado, caballeros. Ustedes también deben haber mirado en el Registro Médico. -Asintió con la cabeza-. Tenía la esperanza de encontrarles aquí.
-¿Qué quiere? -preguntó Kane, frunciendo el ceño.
-Me temo que tengo que pedirles que me devuelvan mi maletín.
-Ahora es mío... Se lo he comprado.
El hombrecillo suspiró.
-Sí, y fui un tonto al permitirlo. Creí que con aquel precio le disuadiría de hacerlo. ¿Cómo iba a adivinar que es usted un coleccionista, como yo?
-¿Coleccionista?
-De curiosidades relacionadas con crímenes -El hombrecillo sonrió-. Es una lástima que no puedan ver algunas de las piezas que he adquirido. No cosas vulgares, como esas que se encuentran en el llamado Museo Negro de Scotland Yard, sino verdaderos ejemplares raros, con una importancia histórica. -Hizo un gesto-. El cuenco de plata en el que la notable bruja francesa La Voisin guardaba sus ungüentos venenosos; los auténticos puñales que acabaron con los infortunados sobrinos de Ricardo III en la Torre... Sí, incluso el atizador causante de la atroz muerte de Eduardo II en Berkeley Castle, la noche del veintiuno de septiembre de 1327. Tuve bastante trabajo para localizarlo, hasta que me di cuenta de que la fecha había sido calculada siguiendo el antiguo calendario juliano.
Kane frunció el ceño con impaciencia.
-¿Quién es usted? ¿Qué ha pasado con su tienda?
-Mi nombre no le diría nada. En cuanto a la tienda, digamos que existe espacial y temporalmente, como yo... cuando y donde resulta conveniente para mis propósitos. Para que pueda comprenderlo, desde su punto de vista común y limitado, digamos que se trata de una especie de máquina del tiempo.
Woods sacudió la cabeza.
-Todo esto no tiene sentido.
-¡Claro que lo tiene! Yo me precio de mi buen sentido. ¿Cómo creen que hubiese podido obtener las cosas que me interesan, a menos de disponer de la libertad de moverme con el tiempo? Me causa un placer particular regresar a determinados momentos de ese primitivo pasado suyo, visitar los lugares donde se cometieron crímenes famosos e infamantes, y obtener nuevas piezas para mi colección.
»Esa tienda, naturalmente, no es más que una excusa de la que me valí para esta misión concreta. Ahora ya ha desaparecido, y yo también me iré. tan pronto como recobre lo que es mío. Es un recuerdo de uno de los crímenes menos corrientes que se han cometido.
-¿Lo ves? -le dijo Kane a Woods- ¡Te dije que este maletín había pertenecido al Destripador!
-No exactamente -contradijo el hombrecillo-. El arma que empleaba el Destripador ya está en mi poder. La conseguí inmediatamente después de la muerte de su última víctima, el 9 de noviembre de 1888. Y puedo asegurarle que ese doctor Ridley no era el Destripador, sino pura y simplemente un cirujano excéntrico...
Mientras hablaba, se iba acercando a la cama.
-¡No lo toque!
Kane se movió rápidamente para cortarle el paso, pero el hombrecillo ya estaba a punto de coger el maletín.
-¡Suéltelo! -gritó Kane.
El hombrecillo intentó escapar, pero Kane metió rápidamente la mano en el interior del maletín, y la sacó empuñando el bisturí. 
El hombrecillo pegó un tirón del maletín, y agarrándolo fuertemente empezó a retroceder hacia la puerta, pero Kane se precipitó furiosamente sobre él.
-¡Alto! -gritó Woods.
Saltó hacia delante, y se colocó entre los dos hombres, precisamente en la trayectoria de la hoja del bisturí, que bajaba ya.
Se oyó un gorgoteo, un ruido sordo, y cayó al suelo.
El escalpelo se desprendió de entre los dedos inertes de Kane, y fue a parar junto a la alfombra, en la que se iba formando una gran mancha roja.
El hombrecillo se inclinó y recogió el bisturí.
-Gracias -dijo en tono bajo-. Ya me ha dado lo que venia a buscar.
Metió el arma dentro del maletín, y luego pareció empezar a desprenderse un extraño resplandor.
Para desaparecer a continuación.
Pero el cuerpo de Woods no desapareció. Kane se le quedó contemplando... Tenía la garganta abierta de oreja a oreja.
Todavía seguía mirándole cuando llegaron y se lo llevaron.
Como es natural, el juicio constituyó toda una sensación. No tanto por la insensata historia que contaba Kane, como por el hecho de que fuera imposible encontrar el arma homicida.
Fue un crimen muy poco corriente...

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