Agatha Christie
Aquel día hallé a mi amigo en sus habitaciones, sobrecargado de
trabajo. Su celebridad era la causa de que toda mujer rica que hubiera
extraviado un brazalete o su perro favorito recurriera a los servicios del gran Hércules Poirot.
Mi pequeño amigo era una extraña mezcla de hombre de negocios
y romántico idealista. Lo segundo lo llevaba a la aceptación de muchos casos
sin apenas interés profesional. Otras veces eran trabajos sin compensación
económica, pero de indudable interés. Poirot, con cara de circunstancias,
admitía como cierto ese modo de obrar suyo.
Afortunadamente mi visita no fue infructuosa, pues logré persuadirle
que me acompañase a pasar unas cortas vacaciones en un renombrado lugar de la
costa sur: Ebermouth.
Después de cuatro agradables días, Poirot vino a mi encuentro con una
carta abierta en una de sus manos.
—Mon ami, ¿recuerda a mi
amigo Joseph Aarons, el agente de teatro?
Asentí, después de meditar un momento. Los amigos de Poirot son tantos
y tan diversos, que se les halla en todas las esferas sociales.
—Pues bien, Hastings, Joseph Aarons se encuentra en Charlock Bay.
Según parece se halla preocupado debido a un pequeño asunto. Me ruega que vaya
a verlo. Mon ami, debo acudir a su
llamada. Es un amigo fiel que ha hecho mucho en mi ayuda.
—Conforme, si usted lo quiere —repuse—. Charlock Bay es un lugar
estupendo, y, además, nunca estuve allí.
—Magnífico. Así compaginaremos el negocio y el placer —dijo Poirot—
¿Se informará del horario de trenes?
—Temo que debamos hacer uno o dos trasbordos —mi sonrisa no pasó de
una mueca—. Ya sabe lo que sucede con estas líneas del interior. Ir de la costa
sur de Devon a la del norte, representa un día de viaje.
No obstante, el viaje podía realizarse con sólo un trasbordo en
Exeter, y los trenes eran buenos. Regresaba de la estación para informar a
Poirot, cuando vi un letrero en las oficinas de los coches Speedy; decía:
Todos
los días excursiones a Charlock Bay. Primera salida a las 8,30. Viaje a través
del más bello panorama de Devon.
Solicité algunos detalles y corrí al hotel, entusiasmado. Sin embargo,
Poirot se resistió a compartir mi estado de ánimo.
—Amigo mío, ¿por qué esa pasión por el autocar? El tren es más seguro. Carece de neumáticos que
se revienten, lo cual reduce las posibilidades de accidente. Además, en el tren
no molesta el aire, pues con cerrar las ventanillas se evitan las corrientes.
Entonces argüí que el aire fresco era lo que, precisamente, me hacía
desear el viaje en autocar.
—¿Y si llueve? Vuestro clima inglés es muy inseguro.
—Si llueve torrencialmente, la excursión no se realiza.
—¡Ah! —dijo Poirot—. En ese caso roguemos que llueva.
—Bueno, si usted prefiere...
—No, no, mon ami —me
interrumpió—. Ha puesto su corazón en el viaje. Por fortuna dispongo de un
grueso abrigo y dos bufandas —suspiró—. ¿Pararemos suficiente tiempo en
Charlock Bay?
—Pasaremos la noche allí. El viaje comprende una excursión por
Dartmoor, comida en Monkhampton y llegada a Charlock Bay a eso de las cuatro.
El coche inicia el regreso a las cinco.
—¡Vaya! —exclamó Poirot—. ¿Y hay gente que hace eso por placer?
Supongo que lograremos una reducción de tarifa, puesto que no haremos el viaje
de vuelta.
—Me temo que no podrá ser.
—Insista.
—Vamos, Poirot. No sea mezquino.
—Amigo mío, no soy mezquino. El negocio es negocio. Si fuera
millonario nunca pagaría más de lo justo.
Como yo había previsto, el deseo de Poirot no pasó de un intento. El
empleado que despachaba los billetes en la oficina Speedy resultó ser inconmovible.
Según nos dijo, era obligatorio el retorno. Es más, incluso nos insinuó que
tendríamos que pagar un recargo por el privilegio de abandonar el coche en
Charlock Bay. Derrotado, Poirot abonó el importe del viaje completo y salimos
de la oficina.
—Los ingleses carecen del sentido de la economía —gruñó—. ¿Observó al
joven que pagó la tarifa y el recargo porque piensa quedarse en Monkhampton?
—Pues no... en realidad...
—Ya —me interrumpió—. Miraba a la guapa señorita que reservó el
asiento número cuatro, junto a los nuestros. Sí, amigo mío; le vi. Y estuve a
punto de elegir los asientos trece y catorce, situados en el centro, que es el
sitio más resguardado. Pero se adelantó en pedir el tres y el cuatro.
—Hombre, verá, yo...
—¡Pelo rojizo! ¡Siempre pelo rojizo!
—Está bien, Poirot; pero no me negará que es de mejor gusto mirar a
una señorita que a un joven estrambótico.
—Eso depende del punto de vista. Para mí, el joven estrambótico
resulta interesante.
Algo muy significativo en el tono de Poirot hizo que lo mirase
perplejo.
—¿Por qué? ¿Qué quiere decir?
—Oh, no se excite. Nuestro mozo se empeña en lucir un poblado bigote
que, no obstante, aparece escuálido —Poirot se mesó su magnífico bigote—. Su
crecimiento y conservación requieren instinto de artista. En realidad, me
apenan quienes lo intentan y no lo consiguen.
Siempre es difícil saber cuando habla en serio o, simplemente, se
divierte a costa de uno.
Tuvimos un amanecer brillante y soleado. ¡Un día espléndido! Sin
embargo, Poirot no quiso arriesgarse y se puso un chaleco de lana, un grueso
abrigo y dos bufandas, pese a llevar su mejor traje de invierno. Tampoco se
olvidó del impermeable, ni de ingerir dos tabletas antigripales.
Ya en el vehículo, el conductor se hizo cargo del maletín de la linda
pelirroja, el del joven que despertara la simpatía de Poirot con su bigote y
los nuestros.
Poirot, no sin cierta malicia, me señaló el asiento exterior, puesto
que «me gustaba el aire fresco», y él se acomodó en el inmediato a nuestra
vecina. Luego arregló la cosa. El viajero del asiento seis era un tipo
bullicioso, amigo de contar chistes, y Poirot preguntó a la joven si prefería
cambiar de sitio con él. Ella, agradecida, estuvo conforme, y, muy pronto, la
conversación se generalizó entre nosotros tres.
Era evidente su juventud, pues no pasaría de los diecinueve años, y su
ingenuidad podía compararse a la de un niño. No tardó en confiarnos el motivo
de su desplazamiento; un viaje de negocios por cuenta de su tía, que regentaba
una tienda de antigüedades en Ebermouth.
La tía, cuya situación económica era muy precaria a la muerte de su
padre, invirtió sus ahorros y las bellas antigüedades que atesoraba en su hogar
en establecer un negocio. El éxito le sonrió y, muy pronto, su nombre gozó de
merecida reputación comercial.
Mary Durrant se fue a vivir con su tía y aprendió la técnica de esta
clase de negocios, que prefirió al empleo de institutriz o dama de compañía.
Poirot asentía interesado.
—Mademoiselle tendrá éxito —dijo galante—. Pero le aconsejo que no se
confíe. En todas partes del mundo hay bribones, e, incluso, puede encontrarlos
en este mismísimo autocar. ¡Siempre hay que estar en guardia!
La joven le miró boquiabierta, y él asintió con aire de experimentado.
—Sí, como le digo. Incluso yo, que hablo con usted, puedo ser un
maleante de la peor ralea.
Nos detuvimos a comer en Monkhampton, y, después de unas cuantas
palabras con el camarero, Poirot consiguió una mesita para los tres, junto a
una ventana. Fuera, en un amplio patio, había unos veinte autocares aparcados
venidos de todo el condado. El comedor del hotel se hallaba rebosante de
público y el ruido era considerable,
—Con esto hay suficiente para impregnarse del espíritu de las fiestas
—comenté, por decir algo.
Mary estuvo de acuerdo.
—Ebermouth, ahora, cambia su fisonomía durante el verano. Mi tía dice
que antes era distinto. Ciertamente, en la actualidad se hace difícil
desenvolverse en sus calles, debido a la multitud.
—Eso es bueno para el negocio, mademoiselle.
—No para el nuestro. Sólo vendemos antigüedades muy valiosas, no aptas
para excursiones de fin de semana. Tenemos clientes en toda Inglaterra. Si uno
desea adquirir determinado tipo de silla o mesa antigua, o una pieza de
porcelana, nos escribe, y más pronto o más tarde le complacemos.
Nuestro indudable interés la animó a proseguir. Y así supimos que
cierto caballero norteamericano llamado J. Baker Wood, coleccionista de
miniaturas, había visto un juego de ellas muy valioso en una revista. La
señorita Elizabeth Penn, tía de Mary, logró adquirirlas y escribir al señor
Wood, comunicándole el precio. El norteamericano contestó en seguida que estaba
dispuesto a comprar si eran las mismas. También rogaba que se las llevasen a
Charlock Bay. Por eso la joven pelirroja viajaba en esta ocasión como representante
de su tía.
—Son admirables —acabó ella—. Sin embargo, me cuesta imaginar a
alguien dispuesto a pagar por ellas quinientas libras. Eso sí, llevan la firma
de Cosway. Claro que yo apenas sé quién es ese Cosway.
Poirot se sonrió.
—Eso se llama falta de experiencia, mademoiselle.
—Confieso que no estoy muy ducha en cosas de arte. En realidad,
carezco de la formación adecuada. Aún me queda mucho que aprender.
De pronto sus ojos se agrandaron como sorprendidos. Se hallaba de cara
a la ventana, y en aquel momento miraba al patio. Dijo algo ininteligible, se
levantó de su asiento y se fue precipitadamente. Regresó a los pocos momentos,
sin aliento y excusándose.
—Siento haberme ido de esa forma. Vi a un hombre que salía del autobús
con un maletín y me pareció el mío. Ha resultado que era el suyo; por cierto,
es idéntico al que traigo yo. Bueno, hice el ridículo, y él ha reaccionado como
si se le acusara de robo.
Mary se rió. Pero no Poirot.
—¿Cómo es el hombre, mademoiselle? Descríbamelo.
—Viste traje castaño y es un joven que luce un bigote muy ralo.
—¡Ajá! —exclamó Poirot—. Se trata de nuestro conocido de ayer,
Hastings. ¿Sabe usted quién es, mademoiselle? ¿No lo ha visto antes?
—No, nunca; ¿por qué?
—Por nada. Sólo que resulta bastante curioso.
Poirot se sumió en uno de sus peculiares silencios y ya no intervino
en la conversación hasta que oyó a Mary Durrant algo que captó su atención.
—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho, mademoiselle?
—Que en mi viaje de regreso deberé tener cuidado con los maleantes.
Según tengo entendido, el señor Wood acostumbra a pagar al contado, y si llevo
encima quinientas libras en billetes, puedo merecer la atención de algún
indeseable.
De nuevo su risa no fue coreada por Poirot. En vez de ello le preguntó
en qué hotel pensaba hospedarse en Charlock Bay.
—En el Hotel Anchor. Es pequeño y no muy caro; pero aceptable.
—¡Caramba! —exclamó Poirot—. Mi amigo, el señor Hastings, también ha
elegido ese hotel. ¡Qué coincidencia!
Entonces se volvió hacia mí y me guiñó un ojo.
—Sólo esta noche. Hemos de resolver un asunto allí. ¿Adivina usted,
mademoiselle, cuál es mi profesión?
Mary pareció sopesar algunas posibilidades. Al fin se aventuró a decir
que, posiblemente, era prestidigitador. Esto divirtió mucho a Poirot.
—Es una excelente ocurrencia —dijo mi amigo—. ¿Así, usted me cree
capaz de sacar conejos de un sombrero? No, mademoiselle. Soy todo lo contrario.
Un prestidigitador hace que desaparezcan las cosas. Yo en cambio, hago que
aparezcan —con aire de melodrama se inclinó hacia adelante para dar más
efectividad a sus palabras—. ¡Es un secreto, mademoiselle! ¡Soy detective!
Luego se recostó sobre el respaldo de su silla complacido del efecto
logrado. Mary lo miró, perpleja y sorprendida. Y allí murió la conversación,
pues empezaron a oírse las bocinas de los monstruos de la carretera, dispuestos
a reanudar la marcha.
Mientras Poirot y yo salíamos juntos, aludí al encanto de la señorita
Durrant, y él estuvo de acuerdo.
—Sí, es encantadora. Pero, ¿no le parece algo tonta?
—¿Tonta?
—No se disguste. Una muchacha puede ser bella, tener el pelo rojizo y,
no obstante, ser tonta. Es el colmo de la tontería confiarse a dos
desconocidos.
—Quizá le parecemos respetables caballeros.
—No sea ingenuo, Hastings. Cualquiera que conozca su trabajo... Bien,
de todos modos su aspecto es conforme. Claro que es infantil hablar de
precauciones al regreso, porque llevará encima quinientas libras, cuando ahora
también las lleva.
—¿Se refiere a las miniaturas?
—Exacto. Y le supongo de acuerdo conmigo en que no hay diferencia apreciable
entre quinientas libras en moneda o en miniaturas, mon ami.
—Pero nadie lo sabe, excepto nosotros.
—Y el camarero, y la gente de las mesas vecinas, y, sin duda alguna,
otras personas de Ebermouth. Desde luego es encantadora mademoiselle Durrant, pero
si yo fuera la señorita Elizabeth Penn, le daría lecciones de sentido común
—luego, tras leve cambio en el tono de su voz, dijo—: Amigo mío, es la cosa más
fácil del mundo llevarse un maletín guardado en un autocar mientras sus
ocupantes comen en un hotel.
—Poirot, no sea desconfiado. Seguro que alguien vigila los vehículos
aparcados.
—¿Y qué vería ese alguien? Que un pasajero recoge su equipaje. La cosa
se haría del modo más natural, sin levantar sospechas.
—¿Qué insinúa, Poirot? ¿Acaso el sujeto del traje castaño no cogió su
propio maletín?
Poirot frunció el ceño.
—Eso parece. Aun así, no deja de ser curioso, Hastings. ¿Por qué no se
llevó su maletín antes, a la llegada? Si se ha fijado, tampoco ha comido aquí.
—Desde luego, si la señorita Durrant no hubiera estado frente a la
ventana, no se entera.
—Y puesto que era su propio maletín, eso carece de importancia—dijo
Poirot—. Bien, mon ami, desterremos
ese asunto de nuestros pensamientos.
Cuando estuvimos nuevamente acomodados en nuestros asientos y el coche
en marcha, dimos a Mary otra conferencia sobre los peligros de la indiscreción.
Ella nos escuchó con evidente humildad, si bien su aspecto, jocoso, era de
quien oye un chiste.
Llegamos a Charlock Bay a las cuatro, y, por fortuna, logramos
habitaciones en el hotel Anchor, un vetusto edificio en una calle de segundo
orden.
Poirot acababa de sacar de su equipaje unas cuantas cosas necesarias y
se aplicaba un cosmético a su bigote, cuando oímos unos golpes en la puerta.
—Adelante —invité.
Sorprendido, vi que era Mary Durrant, con el rostro blanco y gruesas
lágrimas en los ojos.
—¿Qué sucede, mademoiselle? —preguntó Poirot.
—Las miniaturas se hallaban en una caja de piel de cocodrilo, cerrada
con llave, dentro de mi maletín —explicó—. ¡Miren!
Nos mostró un estuche recubierto de piel de cocodrilo, cuya tapa
colgaba a un lado. Poirot se la cogió de las manos. La caja había sido forzada.
Las señales eran evidentes.
Mi amigo Poirot la examinó y luego asintió con un movimiento de
cabeza.
—¿Y las miniaturas? —preguntó, si bien ambos sabíamos la respuesta.
—¡Me las han robado!
—No se preocupe—la tranquilicé—. Mi amigo es Hércules Poirot. ¿No ha
oído hablar de él? Seguro que sí. Bien, pues él las recuperará.
—¡Monsieur Poirot! ¡El gran monsieur Poirot!
Mi amigo era lo suficiente vanidoso para sentirse halagado ante esa
exclamación.
—Sí, hijita. Yo soy el gran Poirot. Confíe su pequeño problema a mis
facultades. Haré cuanto pueda. No obstante, le diré que, posiblemente, sea un
poco tarde. Dígame, ¿forzaron también la cerradura del maletín?
Mary sacudió negativamente la cabeza.
—Veámoslo, por favor.
Nos trasladamos a la habitación de la joven y mi amigo examinó el
maletín. Obviamente, había sido abierto con una llave.
—Un trabajo sencillísimo —dijo Poirot—. Estos maletines están hechos
en serie y sus cerraduras apenas difieren. Bueno, telefoneemos a la policía.
Veré también al señor Baker Wood; me cuidaré de este asunto.
Cuando le pregunté por qué temía que fuese un poco tarde, me contestó:
—Mon cher, dije que soy lo
contrario de un prestidigitador, y que hago aparecer las cosas... perdidas.
Pues bien, imagino que alguien me ha tomado la delantera. ¿Me entiende?
Desapareció en el interior de una cabina telefónica, para salir cinco
minutos después con semblante grave.
—Lo que temí —dijo—. Una señora ha visitado al señor Wood con las
miniaturas hace media hora. Se presentó como enviada por la señorita Elizabeth
Penn. ¡Y él ha pagado en el acto!
—¿Hace media hora? Así fue antes de que llegáramos aquí —comenté.
Poirot se sonrió, enigmático.
—Los coches Speedy son muy veloces, pero un vehículo con motor más
potente llegaría a Monkhampton con una hora de ventaja por lo menos.
—¿Y qué hacemos?
—Mi buen Hastings es un hombre práctico. Informaremos a la policía.
Trataremos de ayudar a la señorita Durrant y, decididamente, celebraremos una
interesantísima entrevista con el señor J. Baker Wood.
La pobre Mary, terriblemente anonadada, temía que su tía la culpase.
—Cosa muy probable —me dijo Poirot mientras nos encaminábamos al hotel
Seaside, donde se hospedaba el señor Wood—. Y con toda justicia. ¡A quién se le
ocurre abandonar un maletín con efectos valorados en quinientas libras! De
todos modos, mon ami, hay uno o dos
puntos raros en este asunto. La caja, por ejemplo, ¿por qué la forzaron?
—iHombre! —exclamé—. ¡Para sacar las miniaturas!
—¿Y no le parece una torpeza? Supongamos que el ladrón, con el
pretexto de retirar el Suyo, remueve el equipaje del autocar a la hora de
comer. ¿No cree más sencillo abrir el maletín, pasar la caja sin abrir al suyo
y marcharse sin pérdida de tiempo?
—Tal vez quiso asegurarse de que las miniaturas estaban dentro.
Mi argumento no convenció a Poirot. Poco después nos introducían en la
salita del señor Wood.
No sé por qué, me fue desagradable el señor Baker Wood; un hombre
recio y vulgar, pese a ir bien vestido y lucir una sortija con un enorme
solitario.
Resultó que no había sospechado nada anormal. ¿Por qué iba a
sospechar? La mujer le traía las miniaturas, unos ejemplares bellísimos. ¿La
numeración de los billetes? Pues no, no lo sabía. Además, ¿quién era el señor
Poirot para formularle tantas preguntas?
Mi amigo se limitó a decirle:
—No le preguntaré nada más, señor. Sin embargo, le agradeceré me haga
una descripción de la mujer. ¿Era joven y bonita?
—No, desde luego que no. Era alta, de mediana edad, pelo gris, tez
pecosa e incipiente bigotillo —nos explicó—. Como pueden imaginar, no se trata
de una sirena.
—Poirot —dije mientras salíamos—. Un bigote, ¿lo oyó?
—Gracias, Hastings; no estoy sordo.
—El señor Wood es bastante desagradable —añadí.
—Desde luego, no pertenece al grupo de los simpáticos —repuso él.
—Bien; será fácil coger al ladrón —aseguré—. Podemos identificarlo.
—No sea cándido, Hastings. ¿Acaso ignora lo que es una coartada?
—¿Usted cree que la tendrá?
Poirot replicó muy serio:
—¡Lo espero!
—¡Me fastidia esa manía suya de hacer las cosas aún más difíciles!
—exclamé enfadado.
—Está bien, mon ami. Le diré
que no me gusta..., ¿cómo se dice eso? ¡Ah, sí! El pájaro que se sienta.
Poirot tuvo razón. Nuestro compañero de viaje, el hombre del traje
castaño, resultó ser el señor Norton Kane, que se había alojado en el hotel
George. La única evidencia contra él estaba en que la señorita Durrant lo había
visto sacar su equipaje del coche.
—Y eso no es un acto sospechoso —dijo Poirot, meditativo.
Después guardó silencio y rehusó discutir el asunto. Pese a ello, supe
que había pedido a Joseph Aarons, con quien pasara la velada, que le diera
detalles relativos al señor Baker Wood. Ambos hombres se hospedaban en el mismo
hotel, y era factible que Aarons supiese algo del coleccionista. Pero si Poirot
obtuvo esa información, se la guardó para sí.
Mary Durrant, luego de varias entrevistas con la policía, regresó a
Ebermouth en tren a la mañana siguiente. Aquel mediodía comimos con Joseph
Aarons, y después Poirot me dijo que había resuelto el problema del agente
teatral, y que ya podíamos regresar a Ebermouth.
—Pero no por carretera, mon ami;
usaremos el ferrocarril —le dijo.
—¿Teme que le roben la cartera, o no le seduce la idea de encontrarse
con otra damisela en apuros?
—Ambas cosas, Hastings, pueden ocurrirme en el tren. Simplemente, no
tengo prisa en llegar a Ebermouth. Antes quiero resolver nuestro caso.
—¿Nuestro caso?
—¡Sí, hombre! Mademoiselle me suplicó que la ayudase. Que el asunto
esté en manos de la policía no supone que yo me lave las manos. Vine a
complacer a un viejo amigo, pero jamás dirá nadie que Hércules Poirot ha
desatendido a un desconocido en apuros.
Su gesto daba a entender que no hablaría más.
—Me parece que ya estaba interesado antes del robo —aventuré—. Su
interés nació en la agencia de viajes cuando vio por primera vez al joven, si
bien ignoro por qué se fijó en él.
—Sí, Hastings. Tiene razón. Pero eso forma parte de mi pequeño
secreto.
Poirot sostuvo una corta conversación con el inspector de policía
encargado del caso, que había entrevistado a Norton Kane. Según dijo
confidencialmente a mi amigo, el joven
no le causó una impresión favorable, pues se había exaltado y contradicho.
—Cómo se las arregló es un misterio para mí —confesó—. Quizá dio el
maletín a un cómplice que lo trasladaría rápidamente en coche hasta aquí. Claro
que eso no deja de ser una simple teoría. Tendremos que hallar el coche y el
cómplice y recomponer los hechos.
Poirot asintió.
—¿Cree usted que fue realizado así? —le pregunté, ya sentados en el
tren.
—No, amigo mío, no estoy conforme. Su planteamiento fue mucho más
inteligente.
—¿No quiere decírmelo?
—Aún no. Ya sabe cuál es mi debilidad: conservar mis pequeños secretos
hasta el fin.
—¿Se vislumbra ese fin?
—Está próximo.
Llegamos a Ebermouth poco después de las seis y nos encaminamos en
seguida a la tienda de Elizabeth Penn, que estaba cerrada, pero mi amigo pulsó
el timbre y la misma Mary abrió la puerta, mostrándose agradablemente
sorprendida al vernos.
—Por favor, pasen y conozcan a mi tía.
Nos hizo pasar a una habitación trasera, donde una mujer de avanzada
edad nos saludó. Tenía el pelo blanco y parecía una miniatura de piel rosada y
ojos azules. Alrededor de sus hombros inclinados lucía una toca de encaje
antiguo de gran valor.
—¿Es usted el gran Hércules Poirot? —preguntó suave y encantadoramente—.
Mary me ha dicho que usted nos ayudaría.
Poirot la miró un momento y luego dijo:
—Mademoiselle Penn, su aspecto es encantador; si bien debería dejarse
crecer un poco el bigote.
La señorita Penn dio un respingo y retrocedió.
—¿Estuvo usted en la tienda ayer? —siguió Poirot.
—Por la mañana. Luego tuve jaqueca y me fui a casa.
—No, mademoiselle. A su dolor de cabeza le iba mejor un cambio de
aires. Charlock Bay es ideal para eso, ¿verdad?
Me cogió por un brazo y me
llevó hacia la puerta. Se detuvo allí, y habló por encima de su hombro:
—Me ha comprendido, ¿verdad? Esta pequeña frase debe bastar.
Había amenaza en su tono. La señorita Penn, con el rostro
espantosamente blanco, asintió. Poirot se volvió a la joven.
—Mademoiselle —dijo suavemente—, es usted joven y encantadora. No
obstante, permítame advertirle que estos pequeños asuntos harán que su juventud
y encanto se marchiten detrás de las rejas de una prisión. Y yo. Hércules
Poirot, pienso que sería una lástima.
Salimos a la calle, sintiéndome aturdido.
—Desde el principio, mon ami, me
interesó este caso —dijo Poirot—. Cuando aquel joven pidió billete para
Monkhampton, la atención de la muchacha se centró de repente en él. ¿Por qué?
No era un tipo capaz de atraer el interés de una mujer. Luego, ya en el
autocar, tuve la sensación de que algo iba a suceder. ¿Quién vio al joven
retirar su equipaje? Sólo mademoiselle. Antes había elegido un asiento de cara
a la ventana, cosa muy poco femenina.
»Ya le dije que la caja forzada no era convincente. ¿El resultado de
todo esto? Que el señor Baker Wood pagase buen dinero por un género robado. La
ley le obligaría a devolverlo a la señorita Penn, que venderla luego las
miniaturas, obteniendo así mil libras en vez de quinientas.
»Realicé algunas pesquisas y supe que su negocio va mal. Entonces
comprendí que tía y sobrina estaban de acuerdo.
—¿Supone eso que nunca sospechó de Norton Kane?
—Mon ami! ¿Con semejante
bigote? Un criminal se rasura y luce un bigote postizo. Pero él sería la gran
oportunidad de la inteligente señorita Penn, la anciana de tez tostada que
hemos visto. Ésta, muy bien erguida, se calza grandes botas, se altera el
físico con unas cuantas pecas y añade algunos pelos en guerrilla a su labio
superior y, ¿qué sucede? Simplemente que el señor Wood la toma por una mujer
hombruna y nosotros por un hombre disfrazado de fémina.
—¿Estuvo ella en Charlock?
—Seguro. El tren, como usted mismo me dijo, sale de aquí a las once y
llega a Charlock Bay a las dos. De regreso, incluso es más rápido. Sale de
Charlock a las cuatro y cinco y llega aquí a las seis quince.
»Las miniaturas jamás estuvieron en la caja. Ésta fue violentada antes
de ser puesta en el maletín. Así, el cometido de mademoiselle Mary consistía en
hallar un par de bobos sensibles a sus encantos y campeones de la belleza en
apuros. Por desgracia para ella, uno de los bobos era Hércules Poirot.
—Cuando habló de ayudar a un desconocido me engañaba.
—Jamás le engañé, Hastings. Sólo permití que usted mismo se engañase.
Yo me refería al señor Baker Wood, un desconocido en estas playas —su cara
denotó mal humor—. ¡Ah! ¡Cómo me irrita el recuerdo de la sobretasa! No hay
derecho a cobrar la misma tarifa hasta Charlock Bay que por un viaje de ida y
vuelta. Esos abusos me inducen a proteger a los turistas. Cierto que el señor
Wood no es hombre agradable, pero ¡es un turista! Y nosotros, los extranjeros,
tenemos el deber ineludible de ayudarnos mutuamente contra toda clase de
desafueros.
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