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miércoles, 30 de diciembre de 2009

PROCESO POR ASESINATO

PROCESO POR ASESINATO

Charles Dickens

He notado siempre una falta de valor muy preponderante, incluso en personas de inteligencia y cultura superiores, para comentar las experiencias psicológicas propias cuando han sido de índole extraña. Casi todos los hombres temen que lo relatado en tal línea carezca de paralelo o respuesta en la vida interna del oyente, y pudiera provocar suspicacias o risas. Un viajero veraz, que hubiera visto alguna criatura extraordinaria del tipo de una serpiente marina, ningún miedo sentiría de mencionarlo; pero ese mismo viajero, tras algún presentimiento, impulso, extravagancia del pensamiento, visión (por así llamarla), sueño u otra impresión mental sobresaliente y singular, dudaría considerablemente antes de aceptar haberla tenido. Atribuyo a tal reticencia gran parte del silencio que rodea a esos temas. No es habitual que comuniquemos nuestras experiencias con esos acontecimientos subjetivos como lo hacemos con nuestras experiencias de origen objetivo. Es consecuencia de esto que el fondo general de experiencias habidas en ese campo aparezca como excepcional (y que en realidad lo sea), en el sentido de presentarse lamentablemente imperfecto.

En lo que estoy por relatar ninguna intención tengo de proponer una teoría cualquiera, oponerme a ella o darle apoyo. Conozco la historia del librero de Berlín, estudié el caso de la esposa del finado astrónomo real, según relato de sir David Brewster, y he seguido en sus menores detalles el caso mucho más notable de la ilusión espectral, ocurrido en el círculo privado de mis amigos. En lo que toca a esto último, quizás sea necesario aclarar que la víctima (una dama) en ningún grado, no importa cuán remoto, era mi pariente. Una suposición errónea al respecto pudiera sugerir una explicación para una parte de mi caso —aunque sólo para una parte—, explicación que del todo carecería de fundamento. No se le puede relacionar con alguna peculiaridad heredada, ni tampoco tuve jamás experiencia similar y jamás a partir de entonces volví a tener otra.

No viene al caso precisar hace cuántos años, sean muchos o pocos, se cometió en Inglaterra un crimen que atrajo mucho la atención. Es suficiente lo que oímos de asesinos que en sucesión alcanzan un lugar de execrable eminencia, y con gusto, de poderlo hacer, enterraría toda memoria de este ser brutal en lo específico, tal como su cuerpo se halla enterrado en la cárcel de Newgate. De propósito me abstengo de dar cualquier indicio sobre la identidad de este asesino.

Al descubrirse el crimen, ninguna sospecha cayó —o más bien debiera decir, porque conviene ser muy preciso en los hechos, que en ningún sitio se insinuó públicamente que cayera sospecha alguna— sobre el hombre que más tarde fue llevado a juicio. Como por entonces ninguna referencia acerca de él se hizo en la prensa, obviamente resulta imposible que en aquel tiempo se diera en los periódicos su descripción. Es esencial que se recuerde este hecho.

Al abrir, durante el desayuno, mi periódico matutino, donde se daba razón de aquel descubrimiento, encontré el caso muy interesante y leí todo con suma atención. Y lo leí dos veces, si no es que tres. El descubrimiento ocurrió en un dormitorio y, cuando dejé a un lado el periódico, tuve un destello, un amago, un flujo, un no sé cómo llamarlo —pues ninguna palabra que conozca es lo bastante descriptiva— en que me pareció ver que el dormitorio pasaba a lo ancho de mi habitación, como un cuadro imposiblemente pintado sobre un río en movimiento. Aunque casi instantáneo en su aparición, fue muy claro; tan claro que con toda nitidez, y con una sensación de alivio, observé que el cadáver no estaba sobre la cama.

No fue un lugar romántico aquél en el que tuve esta sensación curiosa, sino en ciertas habitaciones de Piccadilly, casi en la esquina con la calle Saint James. Se trató de algo totalmente nuevo para mí. Estaba en mi sillón, y la sensación vino acompañada de un temblor peculiar, que desplazó al mueble de su lugar. (Aunque debe comentarse que el sillón se mueve con facilidad debido a sus ruedecillas). Me acerqué a una de las ventanas (hay dos en la habitación, que está en un segundo piso) para descansar los ojos en los objetos que por Piccadilly pasaban. Era una clara mañana de otoño, y la calle se veía brillante y alegre. Había un viento fuerte; cuando miraba hacia afuera, trajo desde el parque un cierto número de hojas secas, que una ráfaga tomó e hizo girar en una columna. Al cesar el viento y dispersarse las hojas, vi a dos hombres en la acera opuesta, que iban del oeste al este, uno detrás del otro. El de adelante miraba a menudo por encima del hombro. El segundo lo seguía, a unos treinta pasos de distancia, con la mano derecha levantada en gesto amenazador. Al principio, la singularidad y constancia de aquel gesto, en un lugar tan público, atrajeron mi atención; luego, la circunstancia incluso más sorprendente de que nadie hiciera caso. Ambos hombres se abrían paso entre los transeúntes con una facilidad que difícilmente se adecuaba al acto mismo de caminar por un pavimento. Ninguna criatura, hasta donde me era posible comprobarlo, se hacía a un lado, los tocaba o los seguía con la vista. Al pasar ante mi ventana, los dos me miraron. Distinguí sus rostros con toda nitidez, y supe que los reconocería en cualquier sitio. No que hubiera notado conscientemente algo de peculiar en ellos, excepto que el primer hombre tenía un desusado gesto de preocupación y la cara de quien lo seguía el color de la cera impura.

Soy soltero; mi ayuda de cámara y su esposa componen todo mi servicio doméstico. Trabajo en una sucursal bancaria, y ojalá que los deberes como cabeza de mi departamento fueran tan ligeros como popularmente se supone. Por culpa de ellos me hallaba en la ciudad aquel otoño, cuando tanto necesitaba un cambio. No estaba enfermo, pero tampoco me sentía bien. Mis lectores deducirán lo más que deducir puedan razonablemente de aquella sensación de saciedad, de aquel estado de depresión porque sentía llevar una vida monótona y por encontrarme "ligeramente dispéptico". Mi médico, profesionista de renombre, asegura que mi estado real de salud en aquellos momentos no justifica una descripción más severa, y cito de la respuesta enviada por escrito cuando le solicité información.

Según se fueron descubriendo las circunstancias del crimen, éste se posesionó cada vez con mayor firmeza del interés público, pero lo mantuve alejado de mi mente, enterándome de ellas lo menos posible en medio de aquella excitación universal. Supe, sin embargo, que contra el sospechoso del crimen se había dictado una acusación de asesinato premeditado, y que se lo había enviado a Newgate para procesarlo. También supe que en una sesión de la Corte Criminal Central se había pospuesto el juicio con base en la existencia de un prejuicio general y porque la defensa no había tenido tiempo de prepararse. Quizás incluso haya sabido, aunque no lo creo, la fecha cierta o aproximada en que se llevarían a cabo las sesiones dedicadas al juicio.

Mi sala de estar, mi dormitorio y mi vestidor se encuentran en el mismo piso. No puede llegarse al último sino a través del dormitorio. Cierto que en él hay una puerta, en tiempos empleada para llegar a la escalera; pero —desde hace algunos años— la cruzan varias instalaciones relacionadas con mi cuarto de baño. Por aquel entonces, y como parte del mismo arreglo, clavaron y tapiaron la puerta.

Una noche, ya tarde, estaba en mi dormitorio dándole ciertas instrucciones a mi sirviente antes de que se retirara. Daba yo la cara a la única puerta de comunicación con el vestidor, que se encontraba cerrada. Mi sirviente estaba de espaldas a ella. Mientras hablaba con él, vi que la abrían y un hombre se asomaba y, de modo muy encarecido y misterioso, me llamaba con un ademán. Era el segundo de los dos que pasaran por Piccadilly, aquél con un rostro color de cera impura.

Terminado el ademán, la figura desapareció, cerrando la puerta. Sin mayor dilación que la necesaria para cruzar el dormitorio, abrí la puerta del vestidor y miré adentro. Llevaba en la mano una bujía encendida. En mi interior no esperaba ver aquella figura allí, y no la vi.

Consciente de que mi criado me miraba con asombro, me volví hacia él y dije...

—¿Podrías creerme, Derrick, que ahora mismo, y en mis cabales, creí ver...

Al tiempo que ponía mi mano sobre su pecho, lo sentí temblar violentamente, y me contestó:

—¡Ah, por Dios, señor, sí! ¡Un hombre muerto llamando con un gesto!

Ahora bien, no creí que John Derrick, mi fiel y adicto sirviente por más de veinte años, tuviera impresión alguna de haber visto tal figura hasta que lo toqué. Al hacerlo fue tan sorprendente el cambio en él ocurrido, que ninguna duda tengo que en ese momento mismo, y de alguna manera oculta, obtuvo de mí aquella impresión.

Le pedí que trajera brandy, le di un trago y con alegría tomé otro yo mismo. De lo ocurrido antes del fenómeno presenciado aquella noche ni una palabra le dije. Al reflexionar, quedé absolutamente convencido de que nunca antes, excepto por la ocasión en Piccadilly, había visto esa cara. Al comparar su expresión cuando me llamaba desde la puerta con la otra cuando me miró estando yo a la ventana, llegué a la conclusión de que, en la primera ocasión, había buscado quedar en mi memoria, asegurándose en la segunda de que lo recordaría de inmediato.

No pasé una noche muy tranquila, aunque tenía la certidumbre, difícil de explicar, de que la figura no volvería. Hacia el amanecer caí en un sueño profundo, del que me despertó John Derrick al ponerme en la mano una hoja de papel.

Al parecer, ese papel había sido motivo de un altercado ocurrido a la puerta entre el mensajero y mi sirviente. Era un citatorio para que me presentara, como jurado, en las próximas sesiones de la Corte Criminal Central, en Old Bailey. Jamás antes me habían citado en tal calidad, como bien lo sabía John Derrick. Creía —y sigo sin saber con cuánta razón o sin ella— que la costumbre era elegir ese tipo de jurados entre personas menos calificadas que yo en lo social, y de principio me había rehusado a aceptar el citatorio. El hombre encargado de traerlo se tomó las cosas con mucha tranquilidad. Dijo que en nada le incumbía mi asistencia o mi ausencia; allí estaba el citatorio y la decisión que yo tomara a mí me afectaría, no a él.

Por uno o dos días estuve indeciso si responder al llamado o pasarlo por alto. Ninguna conciencia tenía de que hubiera la más ligera presión, influencia o atracción en una u otra dirección. Estoy tan seguro de ello como de cualquier otra afirmación aquí hecha. Al final de cuentas decidí ir, para romper la monotonía de mi vida.

La fecha señalada era una cruda mañana de noviembre. Había en Piccadilly una densa bruma parda que, al este de Temple Bar, se volvió definitivamente negra y de lo más opresiva. Encontré los pasillos y las escaleras de la corte brillantemente alumbrados con luces de gas y la corte iluminada de igual manera. Creo que, hasta no verme conducido por los funcionarios a la Old Court y verla atiborrada, no supe que se juzgaría al Asesino, aquel día. Creo que, hasta no entrar con dificultades considerables en ella, no supe en cuál de las dos cortes dispuestas me tocaba actuar. Pero no debe tomarse esto como una afirmación definitiva, pues en mi mente no estoy del todo satisfecho respecto a ninguno de esos puntos.

Me senté en el lugar destinado a los jurados en espera, y miré a mi alrededor hasta donde me lo permitía la densa nube de niebla y aliento condensado que allí había. Me di cuenta del negro vapor que, como una cortina lóbrega, colgaba por fuera de las grandes ventanas, y me di cuenta del apagado rumor de ruedas sobre la paja o la casca dispersada por la calle; también noté el murmullo de la gente reunida allí, murmullo en ocasiones roto por un silbido agudo o por una canción o grito más fuerte que los demás. Poco después entraron los jueces, dos de ellos, y ocuparon sus lugares. Se acalló impresionantemente el bisbiseo de la sala. Se dieron órdenes de traer al Asesino. Apareció éste. En el acto reconocí en él al primero de los dos hombres que pasaron por Piccadilly.

De haberse pronunciado entonces mi nombre, dudo que hubiera podido responder en voz audible. Pero lo mencionaron en sexto u octavo lugar, y para entonces pude decir: "¡Presente!" Ahora bien, atiendan a esto. Cuando pasé al estrado de jurados el prisionero, que había estado observándolo todo con atención, pero sin señales de preocupación, se agitó violentamente y llamó a su abogado. Su deseo de rechazarme como jurado era tan evidente, que provocó una pausa, durante la cual el defensor, con la mano en la barra, estuvo hablando en voz baja con su cliente y sacudiendo la cabeza. Más tarde supe de ese caballero que las primeras palabras de pánico dichas por el prisionero habían sido: "¡A toda costa rechace ese jurado!" Pero no se hizo así, pues el prisionero carecía de razones para pedirlo y admitió no conocer ni siquiera mi nombre hasta no oírlo pronunciar allí y verme aparecer.

Tanto por los motivos ya explicados, que deseo evitar revivir la malsana memoria de aquel Asesino, como porque de ninguna manera es indispensable a mi relato una explicación detallada de aquel largo juicio, me limitaré en gran medida a los incidentes ocurridos los diez días y noches que nosotros, los del jurado, estuvimos juntos, directamente relacionados con mi extraña y personal experiencia. Es en ésta que deseo interesar a mis lectores, no en el Asesino. Es para ella, y no para una página de The Newgate Calendar1 que solicito atención.

Se me eligió presidente del jurado. La segunda mañana del juicio, tras dos horas de haberse estado tomando declaraciones (escuché sonar el reloj de la iglesia), al pasear la vista por mis compañeros tropecé con una inexplicable dificultad al contarlos. Lo hice varias veces, siempre con el mismo tropiezo: en pocas palabras, había uno de más.

Toqué al jurado cuyo lugar estaba junto al mío y le susurré:

—Hágame el favor de contarnos.

Pareció sorprendido por la petición, pero volvió la cabeza y contó.

—¡Caramba —dijo de pronto—, somos tre... Pero no, eso es imposible. No, somos doce!

De acuerdo con mis cálculos de aquel día, siempre éramos el número correcto contados en lo individual, y sin embargo, siempre resultaba uno de más vistos en grupo. No había ninguna presencia —ninguna figura— que explicara aquello; pero tenía yo el presentimiento de la figura que con toda seguridad aparecería.

El jurado estaba alojado en la London Tavern. Todos dormíamos en una habitación grande, en camas separadas, y siempre estábamos al cuidado y bajo la vigilancia del oficial encargado de nuestra seguridad. No veo razón para ocultar el nombre verdadero de ese funcionario, quien era una persona inteligente, sumamente cortés, servicial y (me alegré enteramente de ello) muy respetada en la ciudad. Era de presencia agradable, vista aguda, negras y envidiables patillas y una voz sonora y modulada. Se llamaba Harker.

Cuando por la noche nos metíamos en nuestras doce camas, la del señor Harker quedaba atravesada en la puerta. La noche del segundo día, no sintiendo deseos de acostarme y viendo al señor Harker sentado en su cama, me puse a su lado y le ofrecí un pellizco de rapé. En el momento mismo en que, al tomar el rapé de mi caja, su mano tocó la mía, pasó por él un temblor extraño y dijo: "¿Y quién es aquél?"

Al seguir la mirada del señor Harker a lo largo de la habitación, vi la figura que esperaba: el segundo de los dos hombres que pasaron por Piccadilly. Me levanté y avance unos pasos. Luego me detuve y me volví hacia Harker. Nada le preocupaba ya, reía y dijo de modo placentero:

—Por un momento creí que teníamos un decimotercer jurado sin cama. Pero veo que fue la luna.

Sin revelarle nada, pero invitándolo a caminar conmigo hasta el otro extremo de la habitación, observé lo que hacía la figura. Se detuvo por unos instantes a la cabecera de cada uno de mis once compañeros de jurado. Siempre iba al lado derecho de la cama, y siempre pasaba a la siguiente cruzando por los pies. Parecía, dado el movimiento de la cabeza, simplemente mirar pensativa a cada una de las figuras yacentes. Ningún caso me hizo y ninguna atención prestó a mi cama que era la más cercana a la del señor Harker. Pareció salir por donde la luna entraba, a través de una ventana elevada, como si subiera por una escalera aérea.

Al día siguiente, durante el desayuno, pareció que todos los presentes, excepto el señor Harker y yo mismo, hubieran soñado la noche anterior con el hombre asesinado.

Me sentí entonces tan convencido de que el segundo hombre que pasara por Piccadilly era el asesinado (por así decirlo), como si su testimonio directo me lo hubiera hecho comprender. Pero incluso esto último vino a suceder, y de un modo para el cual no me encontraba preparado.

En el quinto día del juicio, cuando el fiscal estaba por cerrar su presentación del caso, se trajo como prueba una miniatura del asesinado, cuya falta se notó en la habitación de éste al descubrirse el crimen y que, más tarde, apareció en un escondite donde se había visto al Asesino cavar. Identificada por el testigo sujeto a examen, pasó luego al tribunal y después al jurado, para su inspección. Cuando un funcionario en toga negra se encaminaba a mí, de la multitud surgió con ímpetu la figura del segundo hombre que había pasado por Piccadilly, tomó la miniatura de manos del funcionario y me la dio con las suyas propias, diciéndome a la vez con tono grave y hueco, antes de que pudiera yo ver la miniatura, que estaba en un medallón:

—Era más joven entonces, y mi rostro no estaba exangüe.

La figura se interpuso asimismo entre mí y el jurado a quien habría pasado la miniatura, y entre él y el jurado a quien la habría pasado, y así con todos los allí sentados, hasta que la miniatura volvió a mi posesión. Sin embargo, ninguno de ellos notó lo sucedido.

A la hora de comer, y por lo general cuando nos encontrábamos encerrados juntos bajo la custodia del señor Harker, desde el comienzo habíamos comentado mucho, como era natural, los sucesos del día. Aquella quinta jornada, cerrado el caso por parte del fiscal y teniendo ante nosotros su perspectiva en forma cabal, nuestra plática fue bastante más animada y grave. Entre nosotros estaba un sacristán —el idiota más cerrado que en el mundo haya visto suelto—, quien respondía a las pruebas más claras de comprender con las objeciones menos pertinentes, y a quien hacían coro dos blanduzcos parásitos de parroquia. Los tres habían sido elegidos para jurados en un distrito tan asolado por la fiebre, que deberían haber estado sujetos a juicio culpados de quinientos asesinatos. Cuando estos cabezas de chorlito malévolos discutían con mayor fuerza, hacia aquello de la medianoche, y mientras algunos de nosotros nos preparábamos para meternos en cama, volví a ver al asesinado. Permanecía con aire torvo detrás de ellos, llamándome con un ademán. En cuanto me acerqué e intervine en la conversación, de inmediato se retiró. Fue aquello el comienzo de una serie de apariciones separadas, que se limitó a la gran habitación en la cual estábamos confinados. En cuanto un grupo de mis compañeros unían sus cabezas para hablar, allí veía la del asesinado. En cuanto, al comparar notas, parecían ir en contra suya, solemne e irresistiblemente me llamaba con un gesto.

Se recordará que hasta la presentación de la miniatura, en el quinto día del juicio, nunca había visto a la Aparición en la corte. Tres cambios ocurrieron cuando la defensa comenzó a presentar su caso. Mencionaré primero dos de ellos juntos. La figura no aparecía en la corte continuamente, y nunca se dirigió entonces a mí, sino siempre a la persona que en ese momento estuviera hablando. Por ejemplo, habían cortado de uno a otro lado el cuello del asesinado. En la intervención con que abrió la defensa se sugirió que el propio difunto se había cortado la garganta. Justo en ese instante la figura, con el cuello en aquella terrible condición descrita (y que hasta entonces había ocultado), se detuvo al lado de quien hablaba, indicando la herida con un movimiento de uno a otro lado de su gaznate, unas veces con la mano derecha y otras con la mano izquierda, sugiriendo vigorosamente al hablante la imposibilidad de hacerse tal herida con alguna de las dos manos. He aquí otro ejemplo: una mujer, llamada para testimoniar sobre el carácter del prisionero, declaró que era éste el hombre más bondadoso del mundo. En aquel instante mismo la figura se detuvo frente a ella, la miró de lleno a la cara y, con brazo extendido y dedo indicador, señaló la fisonomía malévola del prisionero.

El tercer cambio, del que ahora paso a hablar, me impresionó como el más notable y sorprendente de los tres. No elucubraré al respecto; lo describiré con precisión y no haré más. Aunque aquéllos a quienes se dirigía la Aparición no la percibían, su proximidad a esas personas provocaba invariablemente en ellas algún signo de perturbación. Me parecía que leyes a las cuales no me veía sujeto le impedían revelarse plenamente a otros y, pese a ello, que podía entrar en sus mentes invisible, muda y oscuramente. Cuando el representante principal de la defensa sugirió la hipótesis de un suicidio y la figura se puso al lado de este erudito caballero, serruchando con gesto espantoso su cortado cuello, es indudable que el abogado titubeó en su elocución, perdió por unos segundos el hilo de su ingenioso discurso, se limpió la frente con el pañuelo y se puso sumamente pálido. Cuando la mujer que testimoniara sobre el carácter del acusado quedó frente a la Aparición, no hay duda de que su vista siguió la dirección indicada por el dedo y se posó con grandes titubeos e inquietudes sobre el rostro del prisionero. Bastarán dos ejemplos más. El octavo día del juicio, tras la pausa que diariamente se nos concedía a principios de la tarde, para que tuviéramos unos minutos de descanso y refresco, volví a la corte con el resto del jurado unos minutos antes de regresar los jueces. De pie en nuestro lugar y mirando a mi alrededor, pensé que la figura no se encontraba allí, hasta que, al levantar por casualidad la vista hacia la galería, la vi inclinada hacia adelante, apoyada sobre una mujer de aspecto muy honesto, como tratando de averiguar si los jueces estaban ya en su lugar. Casi de inmediato la mujer lanzó un grito, se desmayó y fue conducida fuera. Lo mismo ocurrió con el venerable, sagaz y paciente juez que dirigía el juicio. Terminada la presentación del caso, cuando preparaba sus papeles para resumir la situación, el asesinado, entrando por la puerta de jueces, avanzó hasta el escritorio de su señoría y miró ansiosamente, por encima del hombro, a las páginas de notas que el juez leía. En el rostro de éste ocurrió un cambio; su mano se detuvo; por él pasó aquel temblor que tan bien conocía yo; balbuceó entonces: "Perdónenme por unos momentos, caballeros; estoy un poco mareado por lo viciado del aire." Y no se recobró hasta haber bebido un vaso de agua.

A todo lo largo de la monotonía de seis de aquellos diez días interminables —los mismos jueces y otros más en la tribuna, el mismo Asesino en el banquillo de acusados, los mismos abogados a la mesa, el mismo tono en las preguntas y respuestas que subían hasta el cielo raso de la corte, el mismo arañar de la pluma del juez, los mismos ujieres entrando y saliendo, las mismas luces encendidas a la misma hora cuando no había ya luz natural, la misma cortina de niebla por fuera de las grandes ventanas cuando estaba nublado, el mismo golpeteo y goteo de la lluvia en días lluviosos, las mismas huellas de carceleros y prisioneros día tras día sobre el mismo aserrín, las mismas llaves abriendo y cerrando las mismas puertas pesadas—, a todo lo largo de aquella monotonía tediosa que me hacía sentir como si hubiera sido presidente del jurado por un vasto lapso, que Piccadilly había florecido a la par que Babilonia, el asesinado jamás perdió a mis ojos lo más mínimo de nitidez; tampoco fue nunca menos nítido que los demás. No debo omitir, como hecho ocurrido, que ni una sola vez vi a la Aparición, a la que he dado el nombre de Asesinado, mirar al Asesino. Una y otra ocasión me pregunté: "¿Por qué no lo hace?" Nunca sucedió.

Tampoco volvió a mirarme, una vez presentada la miniatura, hasta los minutos finales del juicio. Faltando siete minutos para las diez de la noche, nos retiramos a deliberar. El sacristán idiota y sus dos parásitos nos dieron tantos problemas, que dos veces regresamos a la sala para pedir que se volvieran a leer ciertas partes de las notas del juez. Ninguna duda teníamos nueve de nosotros respecto a esos párrafos; tampoco la tenía, creo yo, nadie de la sala; sin embargo, aquel triunvirato de badulaques, sin más idea que la de obstaculizarlo todo, los objetaban por esa misma razón. Por fin logramos imponernos y el jurado volvió a la corte a las doce y diez.

En aquel momento el Asesinado se encontraba al otro lado de la corte, justo frente a la tribuna del jurado. Al colocarme en mi lugar, sus ojos se posaron en mí con gran atención; parecía satisfecho y lentamente extendió por encima de su cabeza y todo el cuerpo un gran velo gris, que por primera vez llevaba en el brazo. Al anunciar yo el veredicto de "culpable" el velo se derrumbó, todo desaparecía y el lugar quedaba vacío.

El Asesino al preguntar el juez, de acuerdo con la costumbre, si tenía algo que decir antes de escuchar su sentencia de muerte, sin claridad ninguna murmuró algo que, a la mañana siguiente, los principales diarios describieron como "unas cuantas palabras divagadoras, incoherentes y audibles a medias, en las que pareció quejarse de no haber tenido un juicio imparcial, pues el presidente del jurado estaba predispuesto en su contra". Sin embargo, he aquí la sorprendente declaración que en verdad hizo: "Su Señoría, me supe un hombre condenado cuando el presidente del jurado llegó a la tribuna. Su Señoría, supe entonces que no me dejaría escapar porque, antes de que me apresaran, de alguna manera llegó hasta mi cabecera durante la noche, me despertó y puso alrededor de mi cuello una soga."

Los cuatro Sospechosos


Los cuatro Sospechosos

Agatha Christie


La conversación giraba en torno a los crímenes que quedaban sin resolver y sin castigo. Cada uno por turno dio su opinión: el coronel Bantry, su simpática y gordezuela esposa, Jane Helier, el doctor Lloyd e incluso miss Marple. El único que no habló fue el que, en opinión de la mayoría, estaba más capacitado para ello. Sir Henry Clithering, ex comisionado de Scotland Yard, permanecía silencioso, retorciéndose el bigote o más bien dicho, tirando de él y con una media sonrisa en sus labios, como si le divirtiera algún pensamiento.

—Sir Henry —le dijo finalmente Mrs. Bantry—, si no dice usted algo, gritaré. ¿Hay muchos crímenes que quedan impunes?

—Usted piensa en los titulares de la prensa, Mrs.

Bantry: SCOTLAND YARD FRACASA DE NUEVO y, a continuación, la lista de crímenes sin resolver.

—Que en realidad deben ser un porcentaje muy pequeño, supongo —dijo el doctor Lloyd.

—Sí, los cientos de crímenes que se resuelven y los responsables castigados rara vez se pregonan. Pero eso no es precisamente lo que discutimos. Los crímenes no descubiertos y los crímenes que quedan impunes son dos cosas por completo distintas. En la primera categoría entran todos los crímenes de los que Scotland Yard ni siquiera ha oído hablar, los que nadie ni siquiera sabe que se han cometido.

—Pero supongo que no debe haber muchos de ésosdijo —Mrs. Bantry.

—¿No?

—¡Sir Henry! ¿No querrá usted decir que sí los hay?

—Yo creo —dijo miss Marple pensativa— que debe de haber muchísimos.

La encantadora anciana, con su aire tranquilo y anticuado, hizo esta declaración con la mayor placidez.

—Mi querida miss Marple... —empezó el coronel Bantry.

—Claro que muchas personas son estúpidas —dijo miss Marple—. Y a las personas estúpidas se las descubre hagan lo que hagan. Pero también hay muchas que no lo son y uno se estremece al pensar lo que serían capaces de hacer de no tener principios muy arraigados.

—Sí —replicó sir Henry—, hay muchísimas personas que no son estúpidas. Muchas veces un crimen llega a descubrirse por un fallo insignificante y uno no deja de hacerse siempre la misma pregunta. De no haber sido por aquel fallo, ¿hubiese llegado a descubrirse?

—Pero esto es muy serio, —Clithering—dijo el coronel Bantry—, pero que muy grave.

—¿De veras?

—¿Pero qué dice usted? ¡Lo es! Claro que es serio.

—Usted dice que hay crímenes que quedan impunes, pero ¿es eso cierto? Tal vez no reciban el castigo de la ley, pero la causa y el efecto actúan aun fuera de la ley. Decir que cada crimen conlleva su propio castigo parecerá muy tópico y, no obstante, en mi opinión, nada hay más cierto.

—Tal vez —dijo el coronel Bantry—, pero eso no altera la gravedad.., la gravedad...

Se detuvo desorientado.

Sir Henry Clithering sonrío.

—El noventa y nueve por ciento de la gente sin duda comparte su opinión —comentó--. Pero, ¿sabe usted?, no es la culpabilidad lo importante, sino la inocencia. Eso es lo que nadie aprecia.

—No lo entiendo —exclamó Jane Helier.

—Yo sí —replicó miss Marple—. Cuando Mrs. Trent descubrió que le faltaba media corona que llevaba en el bolso, la persona más afectada fue la asistenta, Mrs. Arthur. Desde luego los Trent pensaron que había sido ella, pero eran buenas personas y, como sabían que tenía una familia numerosa y un marido aficionado a la bebida, pues... naturalmente no quisieron tomar medidas extremas. Pero cambiaron totalmente su actitud hacia ella. Ya no la dejaban al cuidado de la casa cuando se ausentaban y otras personas empezaron a comportarse con ella de un modo semejante. Y luego se descubrió de pronto que había sido la institutriz. Mrs. Trent la descubrió, a través de una puerta que se reflejaba en un espejo, por pura casualidad, a la que yo prefiero llamar Providencia. Y creo que eso es lo que quiere decir sir Henry. La mayoría de las personas se hubieran interesado únicamente por saber quién cogió el dinero, que resultó ser la más insospechada, como en las novelas policíacas. Pero, para quien realmente era importante, casi cuestión de vida o muerte, descubrir la verdad era para Mrs. Arthur, que no había hecho nada. Eso es lo que quiso usted decir, ¿verdad, sir Henry?

—Sí, miss Marple, ha dado usted en el clavo. La asistenta de su historia tuvo suerte en el caso que ha expuesto: se demostró su inocencia. Pero algunas personas pueden pasar toda su vida oprimidas por el peso de una sospecha completamente injusta.

—¿Se refiere usted a algún caso en particular, sir Henry? —preguntó Mrs. Bantry con astucia y con verdadera curiosidad.

—Pues, a decir verdad, sí, Mrs. Bantry. Uno muy curioso. Un caso en el que pensábamos que se había cometido un crimen, pero no teníamos la más remota posibilidad de probarlo.

—Veneno, supongo —exclamó Jane—. Algo que no deja rastro.

El doctor Lloyd se removió inquieto y sir Henry negó con la cabeza.

—No, querida señorita. ¡No fue el veneno secreto de las flechas de los indios sudamericanos! ¡Ojalá hubiera sido algo así. Tuvimos que habérnoslas con algo mucho más prosaico, tanto, que no cabe la esperanza de dar con el responsable. Un anciano que se cayó por la escalera y se desnucó, uno de tantos accidentes, lamentables accidentes, que ocurren a diario.

—¿Y que sucedió en realidad?

—¿Quién puede decirlo? —Sir Henry se encogió de hombros—. ¿Le empujaron por detrás? ¿Ataron un cordón de lado a lado de la escalera, que luego fue quitado cuidadosamente? Eso nunca lo sabremos.

—Pero usted cree que... bueno, que no fue un accidente ¿Por qué? —quiso saber el médico.

—Ésa es una historia bastante larga, pero... bueno, sí, estamos casi seguros. Como les digo, no hay posibilidad de poder culpar a nadie, las pruebas serían demasiado vagas. Pero el caso se puede mirar también desde otra perspectiva, la que mencionaba antes. Cuatro son las personas que pudieron hacerlo. Una es culpable, pero las otras tres son inocentes. Y, a menos que se averigüe la verdad, permanecerán bajo la terrible sombra de la duda.

—Creo —dijo Mrs. Bantry— que será mejor que nos cuente usted toda la historia.

—En realidad no creo que sea necesario que me extienda tanto —replicó sil- Henry—. Puedo resumir el principio. Es sobre una sociedad secreta alemana: "La Mano Vengadora" , algo parecido a la Camorra o a la idea que la gente tiene de ella. Una organización dedicada a la extorsión y el terrorismo. La cosa empezó repentinamente después de la guerra y se extendió con sorprendente rapidez, y fueron numerosas las víctimas de la organización. Las autoridades no pudieron con ella, porque sus secretos eran guardados celosamente y era casi imposible encontrar a nadie que quisiera traicionarlos.

En Inglaterra no se oyó hablar mucho de ella, pero en Alemania estaba causando un efecto paralizador Finalmente fue disuelta gracias a los esfuerzos de un hombre, un tal doctor- Rosen, que en un tiempo fue un miembro notable del Servicio Secreto. Se hizo miembro de la sociedad, se infiltró en sus círculos más íntimos y fue, tal como les digo, el instrumento que la desmoronó.

Pero, en consecuencia, se convirtió en un hombre marcado y se consideró prudente que abandonara Alemania, al menos durante algún tiempo. Se vino a Inglaterra y fuimos informados por la policía de Berlín. Se entrevistó personalmente conmigo y advertí enseguida lo resignado de su actitud. No le cabía la menor duda de lo que le reservaba el futuro.

—Me cogerán, sir Henry —me dijo—, no cabe la menor duda. —Era un hombre alto, de hermosas facciones y voz profunda, que sólo delataba su nacionalidad por su ligera pronunciación gutural—. Es una conclusión inevitable. No me importa, estoy preparado. Ya afronté ese riesgo al emprender esta empresa. He hecho lo que me propuse. La organización no podrá volver a levantarse, pero quedan muchos de sus miembros en libertad y se vengarán de la única manera que pueden: con mi vida. Es sólo cuestión de tiempo, pero desearía alargarlo lo más posible. Estoy reuniendo y preparando material muy interesante, el resultado de toda una vida de trabajo. Y si fuera posible, me gustaría poder completar mi tarea.

Habló con sencillez, pero con cierta grandeza que no pude dejar de admirar. Le dije que tomaríamos toda clase de precauciones, pero no me dejó insistir

—Algún día, más pronto o más tarde, me cogerán—repetía—. Y cuando ese día llegue, no se preocupe. No me cabe la menor duda de que habrá hecho todo lo posible por evitarlo.

Luego me expuso sus proyectos, que eran bastante sencillos. Se proponía adquirir una casita en el campo donde vivir tranquilamente y continuar su trabajo. Por fin escogió un pueblecito de Somerset, King’s Gnaton, situado a unas siete millas de la estación de ferrocarril y singularmente preservado de la civilización. Compró una casita preciosa en la que llevó a cabo algunas reformas y mejoras, y se instaló en ella muy contento, acompañado de su sobrina Greta, un secretario, una vieja criada alemana que le había servido fielmente durante casi cuarenta años y un mañoso jaidinero externo, que era nativo de King’s Gnaton.

—Los cuatro sospechosos —comentó Mr. Lloyd con voz apagada.

—Exacto, los cuatro sospechosos. No hay mucho más que decir. La vida transcurrió apaciblemente en King’s Gnaton durante cinco meses y entonces ocurrió la desgracia. El doctor Rosen se cayó una mañana por la escalera y fue hallado muerto media hora más tarde. En el momento en que debió ocurrir el accidente, Gertrud estaba en la cocina con la puerta cerrada y no oyó nada, o por lo menos eso dijo. Miss Greta estaba en el jardín plantando unos bulbos, también según dijo. El jardinero, Dobbs, estaba en el cobertizo, desayunando, según dijo. Y el secretario había ido a dar un paseo y tampoco tenemos otra cosa mejor que su palabra.

Ninguno de ellos tiene una coartada ni es capaz de atestiguar la declaración de los demás. Pero una cosa es cierta: nadie del exterior pudo hacerlo ya que la presencia de un extraño hubiera sido advertida con seguridad en el pueblecito de King’s Gnaton. La puerta principal y la de atrás estaban cerradas, y cada uno de los habitantes de la casa tenía su llave. De modo que ya ven que los sospechosos se reducen a estos cuatro: Greta, la hija de su propio hermano; Gertrud, que llevaba cuarenta años sirviéndole fielmente; Dobbs que nunca había salido de King’s Gnaton, y Charles Templeton, el secretario.

—Sí —intervino el coronel Bantry—. ¿Qué nos dice de él? A mí me parece el más sospechoso. ¿Qué sabía usted de él?

—Pues lo que sé de él es lo que le deja completamente al margen de sospechas, por lo menos de momento

—dijo sir Henry en tono grave—. Charles Templeton era uno de mis hombres.

—¡Oh! —exclamó el coronel Bantry visiblemente sorprendido.

—Sí, quise tener a alguien en la casa y que al mismo tiempo no llamara la atención en el pueblo. Rosen realmente necesitaba un secretario y yo le proporcioné a Templeton. Es un caballero, habla alemán a la perfección y es, en conjunto, un tipo muy capacitado.

—Pues entonces, ¿de quién sospecha usted? —preguntó Mrs. Bantry con extrañeza—. Todos parecen tan... buenos y tan inocentes.

—Sí, eso parece, pero podemos considerar el caso desde un ángulo distinto. Fraülein Greta era su sobrina y una muchacha encantadora, pero la guerra nos ha demostrado a menudo que un hermano puede volverse contra su hermana, un padre contra su hijo, etcétera, etcétera, y que las más encantadoras y gentiles jovencitas eran capaces de cosas sorprendentes. Lo mismo puede aplicarse a Gertrud y quién sabe qué otros factores pudieron obrar en su caso. Tal vez una disputa con su señor, un creciente resentimiento más intenso debido a los largos años de fidelidad. Las mujeres que tienen tantos años y pertenecen a esa clase, algunas veces pueden vivir increíblemente amargadas. ¿Y Dobbs? ¿Queda eliminado por no tener relación alguna con la familia? Con dinero se consiguen muchas cosas. Pudieron aproximarse a él de algún modo y sobornarlo.

Una cosa parece segura: debió llegar algún mensaje u orden del exterior. De otro modo, ¿por qué aquellos cinco meses de espera? No, los agentes de "La Mano Vengadora" debieron estar trabajando. No estarían seguros de la perfidia de Rosen y debieron retrasar su venganza hasta aseguraise de su posible traición sin ninguna duda. Luego, cuando verificaron sus sospechas, debieron enviar su mensaje al espía que tenían dentro de su misma casa. El mensaje que decía: «Mata».

—¡Qué horror-! —dijo Jane Helier con un estremecimiento.

—Pero ¿cómo llegaría el mensaje? Ese es el punto que traté de aclarar como única esperanza para resolver el misterio. Una de esas cuatro personas debió de ser abordada por alguien o comunicarse con ellos de alguna manera. La orden debía ser ejecutada, lo sabía muy bien, tan pronto como fuera recibido el aviso. Era la peculiaridad de "La Mano Vengadora".

Me puse a trabajar de una forma que probablemente les parecerá ridículamente meticulosa. ¿Quiénes habían estado en la casa aquella mañana? No descarté a nadie. Aquí está la lista.

Y sacando un sobre de su bolsillo, escogió un papel entre los que contenía.

—El carnicero, que trajo la carne de ternera. Hice averiguaciones y resultaron exactas.

El chico del colmado trajo un paquete de harina de maíz, dos Iibras de azúcar; una de mantequilla y otra de café. Fueron investigados y resultaron correctos.

El cartero trajo dos circulares para miss Rosen, una carta de la localidad para Gertrud, tres para el doctor Rosen, una con sello extranjero, y dos para Mr Templeton, una de ellas también con sello extranjero.

Sir Heniy hizo una pausa y luego extrajo varios documentos del sobre.

—Tal vez les interese verlos. Me fueron entregados por los interesados o bien recogidos de la papelera. No necesito decirles que fueron examinados por expertos para ver si se encontraban en ellos rastros de tinta invisible, etc.etc. No se ha encontrado nada.

Todos se acercaron para mirar Las catálogos para la señorita Rosen eran de un jardinero y de un establecimiento de peletería de Londres muy importante. El doctor Rosen recibió una factura de las semillas compradas a un jardinero local para su jardín y otra de una papelería de Londres. La carta dirigida a él decía lo siguiente:


Mi querido Rosen:

Acabo de regresar de la finca de Mr. Helmuth Spath. El otro día vi a Udo Johnson. Había venido para visitar a Ronald Periy, y me dijo que él y Edgar Jackson acaban de llegar de Tsingtau. Con toda Ecuanimidad, no puedo decir que envidie su viaje. Envíame pronto noticias tuyas. Como ya te dije antes: guárdate de cierta persona. Ya sabes a quién me refiero, aun que no estés de acuerdo conmigo. Tuya,

Georgine


—El correo de Mr. Templeton consistía en esta factura que como ustedes ven enviaba su sastre y una carta de un amigo de Alemania —prosiguió sir Henry—. Esta última, desgraciadamente, la rompió durante su paseo. Y por último tenemos la carta que recibió Gertrud.

Querida Mrs. Smvartz:

Esperamos que pueda usted asistir a la reunión del viernes por la noche. El vicario dice que tiene la esperanza de que vendrá y será usted bien venida. La receta del beicon era estupenda y le doy las gracias por ella. confio en que se encuentre bien de salud y podamos verla el viernes.

Queda de usted afictísima.

Emma Greene


El doctor Lloyd sonrió afablemente, al igual que Mrs. Bantry.

—Creo que esta última carta puede eliminarse —dijo el doctor

—Yo opino lo mismo —replicó sir Henry—, pero tomé la precaución de comprobar que existía esa tal Mrs. Greene y que se celebraba la reunión. Ya saben, nunca está de más ser precavido.

—Esto es lo que dice siempre nuestra amiga miss Marple —comentó el doctor Lloyd sonriendo—. Está usted ensimismada, miss Marple. ¿En qué piensa?

La aludida se sobresaltó.

—jQué tonta soy! —exclamó—. Me estaba preguntando por qué en la carta del doctor Rosen la palabra Ecuanimidad estaba escrita con mayúscula.

Mrts. Bantry exclamó:

—Es cierto. ¡Oh!

—Sí querida —respondió miss Marple—. ¡Pensé que usted lo notaría!

—En esa carta hay un aviso definitivo —dijo el coronel Bantry—. Es lo primero que me llamó la atención. Me fijo más de lo que ustedes creen. Sí, un aviso definitivo... ¿contra quién?

—Hay algo muy curioso con respecto a esa carta —explicó sir Henry—. Según Templeton, el doctor Rosen la abrió durante el desayuno y se la alargó diciendo que no sabía quién podía ser aquel individuo.

—¡Pero si no era un hombre! —dijo Jane Helier—. ¡Está firmada por una tal «Georgina»!

—Es difícil decirlo —dijo el doctor Lloyd—. Tal vez el nombre sea Georgey y no Georgina, aunque parezca más bien lo contrario. En todo caso, resulta un tanto chocante, porque esta letra no parece de mujer

—Eso es igualmente curoso —dijo el coronel Bantry—, que la enseñara fingiendo no saber quién se la escribía. Tal vez pretendía observar la reacción de alguien al verla, pero ¿de quién?, ¿del chico o de ella?

—¿ tal vez de la cocinera? —insinuó Mrs. Bantry—. Quizá se encontrase en la habitación sirviendo el desayuno. Pero lo que no comprendo es... es muy curioso que...
Frunció el entrecejo contemplando la carta. Miss Marple se acercó a ella y, señalando la hoja de papel con un dedo, cuchichearon entre sí.

—Pero, ¿por qué rompió la otra carta el secretario?

—preguntó Jane Helier de pronto—. Parece... ¡oh! No sé... parece extraño.¿ Por qué había de recibir cartas de Alemania? Aunque, claro, si como usted dice está por encima de toda sospecha...

—Pero sir Henry no ha dicho eso —replicó miss Marple a toda prisa, abandonando su conversación con Mrs. Bantry—. Ha dicho que los sospechosos son cuatro. De modo que incluye a Mr. Templeton. ¿Tengo razón, sir Heniy?

—Sí, miss Marple. La amarga experiencia me ha enseñado una cosa: nunca diga que nadie está por encima de toda sospecha. Acabo de darles razones por las cuales tres de estas personas pudieran ser culpables, por improbable que parezca. Entonces no apliqué el mismo procedimiento a Charles Templeton, pero al fin tuve que seguir la regla que acabo de mencionar.

Y me vi obligado a reconocer esto: que todo ejército, toda marina y toda policía tienen cierto número de traidores en sus filas, por mucho que se odie admitir la idea. Y por ello examiné el caso contra Charles Templeton sin el menor apasionamiento.

Me hice muchas veces la pregunta que miss Helier acaba de exponer. ¿Por qué fue el único que no pudo presentar la carta que recibieira con sello alemán? ¿Por qué recibía correspondencia de Alemania?

Esta última pregunta era del todo inocente y por lo tanto se la hice a él, siendo su respuesta bastante sencilla. La hermana de su madre estaba casada con un alemán y la carta era de una prima suya alemana. De modo que me enteré de algo que ignoraba hasta entonces, que Charles Templeton tenía parientes alemanes. Y eso le colocó inmediatamente en la lista de sospechosos. Es uno de mis hombres, un muchacho en el que siempre he confiado, pero para ser justo y ecuánime debo admitir que es el que encabeza la lista.

Pero ahí lo tienen: ¡No lo sé! No lo sé y, con toda probabilidad, nunca lo sabré. No se trata sólo de castigar a un asesino, sino de algo que considero cien veces más importante. Se trata, quizá, de la posibilidad de haber arruinado la carrera de un hombre honrado a causa de meras sospechas, sospechas que por otra parte no me atrevo a despreciar.

Miss Marple carraspeó y dijo en tono amable:

—Entonces, sir Henry, si no le he entendido mal, ¿de quien sospecha principalmente es del joven Templeton?

—Sí, en cierto sentido. Y en teoría los cuatro habrían de verse igualmente afectados por esta situación, pero no es ése el caso. Dobbs, por ejemplo, aun cuando yo lo considere sospechoso, eso no altera en modo alguno su vida. En el pueblo nadie recela de que la muerte del doctor Rosen no fuese accidental. Gertrud tal vez se haya visto algo más afectada. La situación puede representar alguna diferencia, por ejemplo, en la actitud de Fraülein Rosen hacia ella, aunque dudo de que eso le afecte excesivamente.

En cuanto a Greta Rosen... bueno, aquí llegamos al punto crucial de todo este asunto. Greta es una joven muy hermosa y Charles Templeton un muchacho apuesto, convivieron cinco meses bajo el mismo techo sin otras distracciones exteriores y ocurrió lo inevitable. Se enamoraron el uno del otro, aunque no quieren admitir el hecho con palabras.

Y luego ocurrió la catástrofe. Ya habían transcurrido tres meses, y un día o dos después de mi regreso, Greta Rosen vino a verme. Había vendido la casita y regresaba a Alemania, una vez arreglados los asuntos de su tío. Acudió a mí, aunque sabía que me había retirado, porque en realidad deseaba verme por un asunto personal. Tras dar algunos rodeos al fin me abrió su corazón. ¿Cuál era mi opinión? Aquella carta con sello alemán, la que Charles había roto, la había preocupado y seguía preocupándola. ¿Había dicho la verdad? Sin duda debió decirla. Claro que creía su historia, pero... ¡oh!, si pudiera saberlo con absoluta certeza.

¿Comprenden? El mismo sentimiento, el deseo de confiar, pero la terrible sospecha persistiendo en el fondo de su mente, a pesar de luchar contra ella. Le hablé con absoluta franqueza, pidiéndole que hiciera lo mismo, y le pregunté si Charles y ella estaban enamorados.

—Creo que sí —me contestó—. Oh, sí, eso es. Eramos tan felices. Los días pasaban con tanta alegría.

Los dos lo sabíamos, pero no había prisa, teníamos toda la vida por delante. Algún día me diría que me amaba y yo le contestaría que yo también. ¡Ah! ¡Pero puede usted imaginárselo! Ahora todo ha cambiado. Una nube negra se ha interpuesto entre nosotros, nos mostramos retraídos y cuando nos vemos no sabemos qué decirnos. Quizás a él le ocurre lo mismo. Nos decimos interiormente: ¡Si estuviéramos seguros! Por eso, sir Henry, le suplico que me diga: «Puede estar segura, quienquiera que matase a mi tío no fue Charles Templeton». ¡Dígamelo! ¡Oh, se lo suplico! ¡Se lo suplico, se lo suplico!

Y maldita sea -exclamó sir Henry, dejando caer su puño con fuerza sobre la mesa—, no pude decírselo. Se fueron separando más y más los dos. Entre ellos se interponía la sospecha como un fantasma que no podían apartar.

Se reclinó en la butaca con el rostro abatido y grave mientras movía la cabeza con desaliento.

—Y no hay nada más que hacer, a menos —volvió a enderezarse con una sonrisa burlona— a menos que miss Marple pueda ayudarnos. ¿Puede usted, miss Marple? Tengo el presentimiento de que esa carta está en su línea. La de la reunión benéfica. ¿No le recuerda alguien o algo que le haga ver este asunto muy claro?

¿No puede hacer algo por ayudar a dos jóvenes desesperados que desean ser felices?

Tras la sonrisa burlona se escondía cierta ansiedad en su pregunta. Había llegado a formarse una gran opinión del poder deductivo de aquella solterona frágil y anticuada, y la miró con cierta esperanza en los ojos.

Miss Marple carraspeó y se arregló la manteleta de encaje.

—Me recuerda un poco a Annie Poultny —admitió-. Claro que la carta está clarísima, para Mrs. Bantry y para mí. No me refiero a la que habla de la reunión benéfica, sino a la otra. Al haber vivido tanto en Londres y no tener ninguna afición por la jardinería, sir Henry, no es de extrañar que no lo haya notado usted.

—¿Eh? —exclamó sir Henry—. ¿Notado qué?

Mrs. Bantry alargó la mano y escogió una de las cartas, un catálogo que abrió y leyó pausadamente:

Mr. Helmuth Spath. Lila, una flor maravillosa, su tallo alcanza una altura inusitada. Espléndida para cortar y adornar el jardín. Una novedad de sorprendente belleza.
Udo Johnson. Amarilla y cálida. De aroma peculiar y agradable.

Edgar Jackson. Crisantemo de hermosa forma y color rojo ladrillo muy brillante.
Ronald Perry. Rojo brillante. Sumamente decorativa.

Tsingtau. Color naranja brillante, flor muy vistosa para jardín y de larga duración una vez cortada.
Ecuanimidad...


Recordarán ustedes que esta palabra aparecía en la caría escrita también en mayúscula.

Flor de extraordinaria perfección en su forma. Tonos rosa y blanco.


Mrs. Bantry, dejando el catálogo, terminó diciendo con una gran excitación:


—Y ¡Dalias!

—Las letras iniciales de sus nombres componen la palabra «MUERTE» -explicó miss Marple satisfecha.

—Pero la carta la recibió el propio doctor Rosen —objetó sir Henry.

—Esa fue la maniobra más inteligente— explicó miss Marple—. Eso y la amenaza que se encerraba en ella.

¿Qué es lo que haría al recibir una carta de alguien desconocido y llena de nombres extraños para él? Pues, naturalmente, mostrársela a su secretario y pedirle su opinión.

—Entonces, después de todo...

—¡0h, no! —exclamó miss Marple—. El secretario, no. Vaya, eso precisamente demuestra que no fue él. De ser así, nunca hubiera permitido que se encontrase la carta e igualmente no se le hubiese ocurrido destruir una carta dirigida a él y con sello alemán. Su inocencia resulta evidente y , si me permito decirlo, deslumbran te..

—Entonces, ¿quién...?

—Pues parece casi seguro, todo lo seguro que puede ser, algo en este mundo. Había otra persona presente durante el desayuno y pudo... es natural, dadas las circunstancias, alargar la mano y leer la carta. Y así fue. Recuerden que recibió un catálogo de jardinería en el mismo correo...

—Greta Rosen —dijo sir Henry despacio—. Entonces su visita...

—Los caballeros nunca saben ver a través de estas cosas —replicó miss Marple—. Y me temo que muchas veces a las viejas nos ven como a... brujas, porque vemos cosas que a ellos les pasan inadvertidas, pero es así. Una sabe mucho de las de su propio sexo por desgracia. No me cabe la menor duda de que se alzó una barrera entre ellos. El joven sintió una repentina e inexplicable aversión hacia ella. Sospechaba puramente por instinto y no podía ocultarlo. Y creo que la visita que le hizo la joven a usted fue sólo puro despecho. En realidad se sentía bastante segura, pero antes de marcharse quiso que usted fijara definitivamente sus sospechas en el pobre Mr. Templeton. Debe usted reconocer que, hasta después de su visita, no le parecieron completamente justificadas sus propias sospechas.

—Estoy convencido de que no fue nada de lo que ella dijo... —comenzó a decir sir Henry.

—Los caballeros —continuó miss Marple con calma— nunca ven estas cosas.

—Y esa joven... —se detuvo—... Icomete semejante crimen a sangre fría y queda impune!

—¡Oh, no, sir Henry! —dijo miss Marple—. Impune no. Usted y yo no lo creemos. Recuerde lo que dijo no hace mucho rato. No. Greta Rosen no escapará a su castigo. Para empezar, deberá vivir entre gente extraña, chantajistas y terroristas, que no le harán ningún bien y probablemente la arrastrarán a un final miserable. Como usted dice, no vale la pena preocuparse por el culpable, es el inocente quien importa. Mr. Templeton, me atrevo a aventurar, se casará con su prima alemana ya que el hecho de que rompiera su carta resulta... bueno, un tanto sospechoso, empleando la palabra en un sentido distinto al que le hemos dado toda la noche. Parece ser que lo hizo como si temiese que Greta la viera y le pidiera que se la dejase leer. Sí, creo que entre ellos debió de haber algo. Y luego está Dobbs, a quien, como usted dice, las sospechas no le afectarán mucho. Probablemente lo único que le interesa son sus desayunos. Y la pobre Gertrud, que me recuerda a Annie Poultny. Pobrecilla Annie Poultny. Cincuenta años sirviendo fielmente a miss Lamh y luego sospecharon que había hecho desaparecer su testamento, aunque no pudo probarse. Aquello destrozó el corazón de aquella criatura tan fiel. Y después de su muerte, se encontró en un compartimiento secreto en la caja donde guardaban el té y donde la propia miss Lamb lo había guardado para mayor seguridad. Pero era ya demasiado tarde para la pobre Annie.

Por eso me preocupa esa pobre mujer alemana. Cuando se es viejo, uno se amarga fácilmente. Lo siento mucho más por ella que por Mr. Templeton, que es joven, bien parecido y, según comentaba usted, goza de bastante popularidad entre las damas. ¿Querrá usted escribirle a ella, sir Henry, para decirle que su inocencia está fuera de toda duda? Con su señor muerto y el peso de las sospechas... ¡Oh! ¡No quiero ni pensarlo!

—Le escribiré, miss Marple—-dijo sir Henry mirándola con curiosidad—. ¿Sabe una cosa? Nunca llegaré a comprenderla. Siempre repara usted en algo que no esperaba.

—Me temo que mi experiencia resulta insignificante —replicó miss Marple humildemente—. Apenas si salgo de St. Mary Mead.

—¡Y no obstante ha resuelto usted lo que podríamos llamar un problema internacional! —dijo sir Henry—.

Porque lo ha resuelto. De eso estoy completamente convencido.

Miss Marple enrojeció y luego, parpadeando, explicó:

—Creo que fui bien educada para lo que se acostumbraba en mis tiempos. Mi hermana y yo tuvimos una institutriz alemana, una persona muy sentimental. Nos enseñó el lenguaje de las flores, un estudio casi olvidado hoy en día, pero encantador. Un tulipán amarillo, por ejemplo, simboliza el Amor Sin Esperanza, mientras un Aster Chino significa Muero de Celos a Tus pies. Esa carta estaba firmada: Georgine, que me parece recordar significa dalia en alemán y eso lo dejaba todo muy claro. Ojalá pudiera recordar el significado de dalia, pero escapa a mi memoria, que ya no es tan buena como antes.

—De todas formas no significa MUERTE.

—No, desde luego. Horrible, ¿no? En este mundo hay cosas muy tristes.

—Sí —replicó Mrs. Bantry con un suspiro—. Es una suerte tener flores y amigos.

—Observen que nos coloca en último lugar —dijo el doctor Lloyd.

—Un admirador solía enviarme orquídeas rojas cada noche —dijo Jane Helier con aire soñador.

«Espero sus favores», eso es lo que significa —dijo miss Marple con agudeza.

Sir Henry carraspeó de un modo peculiar y volvió la cabeza.

Miss Marpie lanzó una repentina exclamación.

—Acabo de recordarlo. La dalia significa «Traición y Falsedad».

—Maravilloso —replicó sir Henry—. Absolutamente maravilloso.

Y suspiró.

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