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sábado, 17 de julio de 2010

CONAN , EL AVENTURERO


CONAN EL AVENTURERO

Robert E. Howard





Índice




El pueblo del Círculo Negro


La sombra deslizante


Los tambores de Tombalku


El estanque del negro















El pueblo del Círculo Negro

Después de rechazar la oferta de Arshak, el sucesor de Kobad Sha, para volver al servicio de Iranistán y defender el reino contra las incursiones del rey Yezdigerd de Turan, Conan cabalga hacia el este, en dirección a los montes Himelios, situados en la frontera noroeste de Vendhia. Allí se convierte en jefe de los salvajes afghulis. El cimmerio tiene ahora unos treinta y tres años, está en la cima de su potencia física y es conocido en todas partes, tanto en el mundo civilizado como en el bárbaro, desde la tierra de los pictos hasta Khitai.

1. La muerte de un rey

El rey de Vendhia se estaba muriendo. La noche era cálida y sentía que la cabeza estaba a punto de estallarle. El terrible latido de sus sienes creaba un débil eco en la habitación de cúpula dorada. El rey Bhunda Chand luchaba contra la muerte en una tarima recubierta de terciopelo. Su piel estaba perlada de brillantes gotas de sudor. Sus dedos se crispaban sobre la tela bordada con hilos de oro en la que descansaba su cuerpo. Era joven .

Nadie le había lanzado una flecha, ni había vertido veneno en su vino. Pero sus venas azuladas resaltaban como cuerdas en sus sienes y sus ojos estaban desorbitados ante la proximidad de la muerte. Al pie de la tarima había varias temblorosas esclavas arrodilladas, y a su lado se hallaba su hermana, la Devi Yasmina, inclinada sobre él, contemplándolo con apasionada intensidad. La acompañaba el wazam, un noble que había envejecido en la corte del rey.

La joven levantó la cabeza con un gesto de ira y desesperación, mientras oía el distante redoble de los tambores.

-¡Esos sacerdotes y su algarabía! -exclamó-. ¡No valen más que las sanguijuelas! Mi hermano se está muriendo y nadie sabe por qué. Sí, se muere, y aquí estoy yo, que tampoco sirvo para nada... yo, que sería capaz de incendiar toda la ciudad y de derramar la sangre de miles de hombres para salvarlo.

-Nadie en Ayodhya puede hacer nada por él, Devi -dijo el wazam-. Este veneno...

-¡Te digo que no se trata de veneno! -gritó la joven-. Mi hermano estuvo tan celosamente protegido desde que nació que no pudieron llegar hasta él ni los más hábiles envenenadores de Oriente. Los cinco cráneos de la Torre de los Cautivos constituyen una clara prueba de los intentos que ha habido en ese sentido. Todos fracasaron. Como sabes muy bien, hay diez hombres y diez mujeres cuya única obligación consiste en probar su comida y su bebida, y cincuenta guerreros armados custodian sus aposentos. No, no se trata de veneno. Es brujería..., es espantoso..., es magia negra.

La joven guardó silencio y el rey habló. Sus pálidos labios apenas se movieron y sus ojos vidriosos no reconocían a nadie. Pero su voz se alzó en una pavorosa llamada, confusa y distante, como si la llamara desde allende los abismos barridos por el viento.

-¡Yasmina! ¡Yasmina! Hermana, ¿dónde estás? No te encuentro. Todo es oscuridad y sólo oigo el rugido de vientos terribles.

-¡Hermano! -gritó Yasmina, sosteniendo su mano inerte convulsivamente-. Estoy aquí. ¿No me reconoces...?

No hubo respuesta. El rostro del rey reflejaba el vacío más absoluto. De sus labios surgió un murmullo confuso e ininteligible. Las esclavas que estaban arrodilladas a los pies de la tarima sollozaron gimiendo de miedo y Yasmina, arrebatada por la angustia, se golpeó el pecho con los puños.

En otro lugar de la ciudad, había un hombre asomado a un balcón enrejado que daba a una larga calle. En ésta brillaban numerosas antorchas que daban relieve a los rostros de piel oscura y blancos ojos que miraban hacia arriba. De la multitud partía ocasionalmente un lamento que parecía un canto fúnebre.

El hombre se encogió de hombros y se volvió hacia una habitación llena de arabescos. Se trataba de un individuo alto y corpulento, lujosamente ataviado.

-El rey aún no ha muerto, pero ya suenan los cantos fúnebres -le dijo a otro hombre que estaba sentado sobre una esterilla, en un rincón.

Este último llevaba una túnica de pelo de camello de color marrón, calzaba sandalias y tenía un turbante verde en la cabeza. Su expresión era tranquila y su mirada impersonal.

-El pueblo sabe que el rey no verá otro amanecer -repuso. El primero le dirigió una mirada prolongada e interrogante.

-Lo que no entiendo -dijo- es por qué he tenido que esperar tanto tiempo hasta que tus maestros atacaran. Si ahora han podido asesinar al rey, ¿por qué no lo hicieron hace meses?

-También las artes de lo que se llama magia negra están gobernadas por leyes cósmicas -respondió el hombre del turbante verde-. Al igual que en otros asuntos, las estrellas rigen estos actos. Ni siquiera mis maestros pueden alterarlo. No podían llevar a cabo esta nigromancia hasta que el cielo y las estrellas fueran propicios.

El hombre se detuvo y trazó un diagrama de las constelaciones sobre el suelo de mármol con una larga uña manchada de negro. Luego dijo:

-La inclinación de la luna presagiaba males para el rey de Vendhia. Las estrellas están en desorden, y la Serpiente se encuentra en la Casa del Elefante. Durante esa yuxtaposición desaparecen los guardianes invisibles en el espíritu de Bhunda Chand. Se abre un sendero en los reinos ocultos y una vez que se establece un punto de contacto, se ponen en funcionamiento terribles poderes.

-¿Punto de contacto? -preguntó el otro hombre-. ¿Te refieres a ese bucle de cabellos de Bhunda Chand?

-Sí. Todas las partes desechadas del cuerpo humano siguen perteneciendo a él, unidas por lazos intangibles. Los sacerdotes de Asura tienen vagas nociones acerca de esto. Por ello los recortes de uñas, cabellos y algunas partes del cuerpo de la familia real se reducen cuidadosamente a cenizas, que luego se esconden. Pero ante los insistentes ruegos de la princesa de Kosala, que amó en vano a Bhunda Chand, éste le regaló un bucle de sus largos cabellos negros como recuerdo. Cuando mis maestros decidieron condenarlo a muerte, el bucle, guardado en un estuche dorado incrustado de piedras preciosas, fue robado de debajo de su almohada mientras ella dormía y sustituido por otro tan parecido al primero que jamás notó la diferencia. Luego, el auténtico bucle viajó en una caravana de camellos por la larga ruta que conduce a Peshkhauri y después hasta el desfiladero de Zhaibar, hasta llegar a manos de los interesados.

-¡Tan sólo un bucle de cabellos! -murmuró el noble.

-Por medio del cual un alma se aparta de su cuerpo para atravesar enormes abismos siderales -repuso el hombre de la esterilla. El noble lo miró con curiosidad.

-No sé si eres un demonio o un hombre, Khemsa -dijo finalmente-. Muy pocos de nosotros somos lo que parecemos. Yo mismo, a quien los kshatriyas conocen como Kerim Sha, príncipe de Iranistán , soy tan falso como la mayor parte de los hombres. Todos son traidores de una u otra forma, y la mitad de ellos no saben a quién sirven. En ese sentido, al menos, yo no tengo dudas porque sirvo al rey Yezdigerd de Turan.

-Y yo a los Adivinos Negros de Yimsha -dijo Khemsa-, y mis amos son más poderosos que los tuyos, ya que han logrado con sus artes lo que Yezdigerd no pudo hacer con cien mil espadas.

Afuera, el lamento de miles de personas parecía ascender hacia las estrellas que tachonaban la calurosa noche vendhia.

Todos los guerreros nobles de Ayodhya se hallaban reunidos en el gran palacio o en sus alrededores, y en todas las puertas de entrada había cincuenta centinelas armados con arcos. Pero la muerte entró en el palacio real y nadie pudo impedirle el paso.

El rey volvió a gritar desde la tarima, sacudido por un terrible espasmo. Se oyó una vez más su voz débil y lejana, y una vez más, la Devi se inclinó sobre él, temblando a causa de un miedo más oscuro que la muerte.

-¡Yasmina! ¡Ayúdame! ¡Estoy lejos de mi casa mortal! Los brujos se han llevado mi alma a través de la oscuridad azotada por los vientos. Están intentando cortar el cordón de plata que me une a mi cuerpo moribundo. Me rodean. Sus manos se ciernen sobre mí y sus ojos son rojos como llamas en la oscuridad. ¡Sálvame, hermana! ¡Sus dedos de fuego me están tocando! ¡Destrozarán mi cuerpo y condenarán mi alma! ¿Qué es esto que se cierne sobre mí? ¡Ay!

Al oír aquel desesperado grito de terror, Yasmina se arrojó sollozando convulsivamente sobre el cuerpo de su hermano, impulsada por la angustia. Los espasmos se apoderaban del cuerpo del rey. De sus labios surgió una espuma blanca y los crispados dedos del hombre dejaron su huella en los hombros de la joven. Pero en ese preciso instante desapareció súbitamente el velo que cubría los ojos del rey y éste levantó la cabeza para mirar a su hermana, a quien reconoció.

-¡Hermano! -sollozó la muchacha-. Hermano...

-¡Rápido! -exclamó el rey jadeando, pero hablando con claridad-. Ya sé qué es lo que me lleva a la pira. He hecho un largo viaje y ahora lo comprendo. He sido embrujado por los hechiceros himelios. Me arrancaron el alma del cuerpo para llevársela muy lejos, a una habitación de piedra. Allí lucharon por romper el cordón plateado de la vida y meter mi alma en el cuerpo de un ave nocturna de mal agüero que su hechicería conjuró del infierno. ¡Ahora siento que tratan de levantarme! Tu llanto y la presión de tus manos me hicieron regresar, pero me voy rápidamente. Mi alma trata de aferrarse al cuerpo, pero muy débilmente. ¡Pronto...! ¡Mátame antes que atrapen mi alma para siempre!

-¡No puedo!-exclamó la muchacha golpeándose el pecho con los puños.

-¡Pronto, te lo ordeno! -gritó el moribundo con tono imperioso-. Jamás me has desobedecido... ¡Obedece mi última orden! ¡Que mi alma parta limpia hacia Asura! ¡Date prisa! De lo contrario, me condenarás a una eternidad tenebrosa. ¡Pronto! ¡Obedece!

Sollozando sin cesar, Yasmina extrajo una enjoyada daga de su vaina y la hundió hasta la empuñadura en el pecho de su hermano. El rey se agitó y luego permaneció inmóvil, con una sonrisa en sus labios muertos. Yasmina profirió un grito de dolor y se arrojó al suelo, golpeando las alfombras con los puños. Afuera se oían las campanas...

2. El bárbaro de las colinas


Chunder Shan, gobernador de Peshkhauri, dejó a un lado su pluma de oro y leyó cuidadosamente lo que acababa de escribir sobre el pergamino que llevaba su sello oficial. Gobernaba en Peshkhauri desde hacía mucho tiempo, debido a que en todo momento había calculado cada una de sus palabras habladas o escritas. El peligro engendra precaución, y sólo un hombre sagaz logra vivir largo tiempo en un país salvaje en el que las ardientes mesetas vendhias se encuentran con los riscos de los himelios. A una hora de caballo de allí se encuentran las montañas en las que los hombres viven según la ley del cuchillo.

El gobernador se hallaba solo en su habitación, sentado ante la mesa de madera tallada, con incrustaciones de ébano. Por la ventana abierta se veía un pequeño cuadrado azul de noche himelia sembrado de grandes estrellas blancas. El parapeto cercano se había convertido en una línea borrosa, y las almenas y alféizares apenas se distinguían a lo lejos bajo la tenue luz de las estrellas. La fortaleza del gobernador era muy sólida y se encontraba fuera de las murallas de la ciudad. La brisa movía los tapices que había en las paredes y traía los débiles sonidos de las calles de Peshkhauri. El gobernador estaba leyendo detenidamente lo que había escrito, con una mano delante de los ojos para protegerlos de la luz de la lámpara de bronce que había en la habitación. Mientras leía, moviendo ligeramente los labios, oyó el golpe seco de los cascos de los caballos en el exterior de la barracana y luego escuchó la voz de los centinelas.

El gobernador, profundamente inmerso en la lectura de su carta, apenas prestó atención. La misiva iba dirigida al wazam de Vendhia, de la corte de Ayodhya, y, después del encabezamiento de protocolo, decía:

«Tengo el honor de comunicar a Su Excelencia que he cumplido fielmente sus instrucciones. Los siete nativos están bien custodiados en prisión y envían constantemente mensajes a las montañas para que su jefe venga personalmente a negociar su libertad. Pero éste aún no se ha presentado, si bien ha enviado en respuesta otro mensaje en el que declara que a menos que se libere a los prisioneros, incendiará Peshkhauri y cubrirá la silla de su caballo con mi pellejo, si Su Excelencia me permite tal expresión. Estoy convencido de que es muy capaz de hacerlo, y por ello he triplicado el número de lanceros de la guardia. El hombre no es un nativo del Ghulistán. No puedo prever cuál será su próximo paso. Pero puesto que ése es el deseo de la Devi...»

Al cabo de un segundo el gobernador se levantó de su silla de marfil y se acercó a la puerta. Tomó rápidamente la espada curva que se encontraba sobre la mesa, y luego se detuvo en la entrada de la habitación.

Acababa de entrar una mujer sin anunciarse. Vestía una diáfana túnica de gasa que dejaba ver la belleza de su cuerpo alto y esbelto. Un transparente velo caía sobre su pecho desde un tocado sujeto a su cabeza por una triple trenza de oro, adornada con una media luna dorada. Sus ojos oscuros contemplaban al asombrado gobernador por encima del velo, y a continuación descubrió su rostro con un imperioso movimiento de su blanca mano.

-¡Devi!

El gobernador se arrodilló inmediatamente. Tanto su sorpresa como su confusión desmerecieron su digna obediencia. La Devi le ordenó que se levantara con un gesto de la mano, y el gobernador se apresuró a conducirla hacia la silla de marfil, haciendo reverencias sin cesar. Pero sus primeras palabras fueron de reproche.

-¡Majestad, esto es muy poco prudente! Hay peligro en la frontera. Los ataques desde las montañas son constantes. ¿Habéis venido con un gran séquito?

-Sí, me acompañaron varias personas hasta Peshkhauri. Alojé a mi gente allí y vine hasta el fuerte con mi doncella Citara. Chunder Shan palideció horrorizado.

-¡Devi! No acabáis de comprender el peligro que hay en todo esto. A una hora de caballo de aquí, las colinas hierven de bárbaros profesionales del robo y del asesinato Muchas mujeres han sido raptadas y los hombres son acuchillados entre el fuerte y la ciudad. Peshkhauri no es como vuestras provincias del sur...

-Pero me encuentro aquí sana y salva -interrumpió la muchacha con un dejo de impaciencia-. Enseñé mi sortija con el sello al centinela de la entrada y al que está en la puerta de vuestra habitación, y me dejaron entrar sin anunciarme y sin conocerme, pero suponiendo que se trataba de un correo secreto de Ayodhya. No perdamos el tiempo. ¿No habéis recibido ningún mensaje del jefe de los bárbaros?

-Ninguno, a no ser maldiciones y amenazas, Devi. Es un hombre astuto y desconfiado. Considera que puede ser una trampa, y quizá ello sea comprensible. Los kshatriyas no siempre han cumplido sus promesas con los montañeses.

-¡Debe negociar! –exclamó Yasmina con los puños crispados.

-No lo entiendo -repuso el gobernador moviendo la cabeza-. Cuando capturé a esos siete hombres informé al wazam, como es costumbre, y luego, antes que yo pudiese ahorcarlos, llegó la orden de que los retuviera para que se comunicaran con su jefe. Eso hice, pero el hombre no ha venido. Estos bárbaros pertenecen a la tribu de los afghulis, pero su jefe es un extranjero de Occidente y se llama Conan. Amenacé con ahorcarlos mañana al amanecer si no se presenta aquí.

-¡Muy bien! -exclamó la Devi-. Has hecho bien. Y ahora te diré por qué he dado esas órdenes. Mi hermano...

Yasmina se detuvo, ahogada por la emoción, y el gobernador inclinó la cabeza con el acostumbrado gesto de respeto hacia un soberano fallecido.

-El rey de Vendhia fue destruido por la magia -dijo finalmente Yasmina-. Desde ese momento he decidido dedicar mi vida a destruir a sus asesinos. Al morir me proporcionó una pista y la he seguido. He leído el Libro de Skelos y he hablado con un sinfín de ermitaños de las cuevas que hay debajo de Jhelai. Ahora sé cómo y quién lo ha asesinado. Sus enemigos eran los Adivinos Negros del monte Yimsha.

-¡Por Asura! -exclamó Chunder Shan palideciendo. Los ojos de Yasmina parecieron atravesarlo, y a continuación preguntó:

-¿Les temes?

-¿Quién no les teme, Majestad? -repuso el gobernador-. Hay diablos negros vagando por las desiertas colinas de más allá del Zhaibar. Pero la leyenda dice que muy rara vez intervienen en las vidas de los mortales.

-No sé por qué asesinaron a mi hermano -dijo Yasmina-. ¡Pero he jurado ante el altar de Asura que los destruiría a todos! Y necesito la ayuda de un hombre de allende la frontera. Un ejército kshatriya, sin ayuda, jamás llegaría a Yimsha.

-Sí -musitó Chunder Shan-. Es cierto. Sería preciso luchar a cada paso del camino contra miles de bárbaros, que se descolgarían de cada roca para hacernos frente con sus largos cuchillos. En una ocasión los turanios se abrieron paso entre los montes Himelios, pero ¿cuántos regresaron de Khorusún? Muy pocos hombres, que escaparon de las espadas de los kshatriyas después de que el rey, vuestro hermano, derrotara a sus huestes en el río Jhumda, volvieron a ver Secunderam.

-Por eso debo conducir a esos hombres a través de la frontera -dijo Yasmina-. Tienen que ser individuos que conozcan bien el camino hacia el monte Yimsha...

-Pero las tribus temen a los Adivinos Negros y evitan la montaña infernal -repuso el gobernador.

-Y ese jefe Conan, ¿también les teme?

-Dudo que ese diablo sienta temor por nada -musitó el gobernador.

-Eso me han dicho. Por lo tanto, es el hombre con el que necesito tratar. Él desea liberar a sus siete guerreros. Muy bien, pues su rescate será... ¡la cabeza de los Adivinos Negros!

La voz de Yasmina rezumaba odio al pronunciar estas palabras. Sus manos se crisparon con fuerza sobre sus caderas. Parecía la imagen de la ira mientras mantenía la cabeza erguida y jadeaba intensamente.

El gobernador se arrodilló una vez más. Sabía que una mujer en ese estado emocional era más peligrosa que una cobra ciega.

-Se cumplirán vuestros deseos, Majestad -dijo el gobernador. Luego, cuando la mujer pareció calmarse, agregó:

-No puedo prever cómo reaccionará Conan. Las tribus siempre están en pie de guerra, y tengo razones para creer que los emisarios de los turanios las están incitando para que ataquen nuestras fronteras. Como Vuestra Majestad sabe, los turanios se han establecido en Secunderam y en otras ciudades del norte, aun cuando las tribus de las montañas no hayan sido reducidas todavía. El rey Yezdigerd hace tiempo que mira hacia el sur con codicia y es posible que busque, mediante la traición, lo que no pudo conseguir por la fuerza de las armas. Incluso he pensado que Conan podría ser uno de sus espías.

-Lo veremos -repuso Yasmina-. Si siente algún afecto por sus hombres, sin duda alguna al amanecer estará ante las puertas de la ciudad para negociar. Pasaré la noche en la fortaleza. Llegué disfrazada hasta Peshkhauri y alojé a mi séquito en una posada en lugar de hacerlo en el palacio. Además de mi gente, sólo tú sabes que estoy aquí.

-Majestad, os escoltaré hasta vuestros aposentos -dijo el gobernador.

Cuando atravesaron el umbral de la habitación, el gobernador hizo una señal al guerrero que estaba allí de guardia, que saludó rápidamente, sosteniendo entre sus manos una larga lanza.

La doncella esperaba cubierta con un velo, al igual que su señora, en el exterior de la habitación. El grupo recorrió un ancho y tortuoso pasillo iluminado por humeantes antorchas y finalmente llegó a los aposentos reservados para las visitas importantes, generales y virreyes, en su mayor parte. Nunca un miembro de la familia real había honrado aquellas habitaciones de la fortaleza. Chunder Shan tenía la molesta sensación de que aquel lugar no era el más idóneo para un personaje como la Devi, y aun cuando hizo un verdadero esfuerzo por sentirse cómodo en su presencia, sintió un gran alivio cuando la Devi lo despidió. Todos los sirvientes del fuerte recibieron la orden de servir a su invitada real -aunque no se divulgó su identidad- y el gobernador colocó un pelotón de lanceros ante sus puertas, entre ellos el guerrero que siempre vigilaba la suya. Pero, en su preocupación, olvidó reemplazar a su centinela particular.

Hacía poco que el gobernador se había retirado cuando Yasmina recordó súbitamente que deseaba discutir otro asunto con él. Se refería al pasado de un tal Kerim Sha, un noble de Iranistán que había residido durante cierto tiempo en Peshkhauri antes de establecerse en la corte de Ayodhya. En Yasmina se había despertado una vaga sospecha respecto a ese hombre al verlo en Peshkhauri aquella misma noche. Se preguntó si la habría seguido desde Ayodhya. Como era una Devi de carácter poco corriente, Yasmina no llamó al gobernador a sus aposentos, sino que fue a su habitación.

Al entrar en su cuarto, Chunder Shan cerró la puerta y se dirigió hacia la mesa. Tomó la carta que había escrito y la rompió en pedazos. En ese preciso instante oyó un suave ruido en el parapeto cercano y vio una silueta recortada contra la luz de las estrellas. El hombre que había allí se dejó caer en el interior de la habitación. La luz se reflejó en una larga hoja de acero que sostenía en la mano.

-¡Silencio! -advirtió-. ¡Si haces un solo ruido te enviaré a hacerle compañía al diablo!

El gobernador interrumpió el movimiento que acababa de iniciar para coger la espada que estaba apoyada sobre la mesa. Pero comprendió inmediatamente que se hallaba al alcance del largo cuchillo zhaibar que brillaba en la mano del intruso. En seguida se dio cuenta de que se trataba de un habitante de las montañas.

El hombre era alto, fuerte y ágil. Estaba vestido como un bárbaro de las montañas, pero su rostro oscuro y sus ojos azules no conjugaban con el resto.

Chunder Shan jamás había visto un hombre como ése. No se trataba de un oriental, sino más bien de un bárbaro de Occidente. Pero su aspecto era indomable y feroz como el de los miembros de las tribus que habitaban en las montañas de Ghulistán.

-Vienes como un ladrón nocturno -dijo con serenidad el gobernador recuperando su compostura, aun cuando en ese preciso momento recordó que en el exterior no había ningún guardia. Pero el intruso no podía estar al tanto de ese detalle.

-Subí por un bastión -gruñó el hombre de las montañas-. Un centinela asomó la cabeza por una almena, justo a tiempo para que pudiera golpearlo con la empuñadura de mi daga.

-¿Eres Conan?

-¿Qué otro podría ser? Enviaste mensajes a las montañas en los que decías que viniese a negociar contigo. ¡Pues ya estoy aquí, por Crom! Apártate de esa mesa si no quieres que te abra las entrañas.

-Simplemente deseo tomar asiento -repuso el gobernador dejándose caer con todo cuidado sobre su silla de marfil, que inmediatamente apartó de la mesa. Conan se movía delante de él, inquieto, mirando con recelo hacia la puerta y tocando con la yema de un dedo el filo de su cuchillo de un metro de largo. No caminaba como un afghuli y actuaba abiertamente, mientras que cualquier oriental lo hubiera hecho con más sutileza.

-Tienes a siete de mis hombres -dijo de repente-. Rechazaste el rescate que te ofrecí. ¿Qué diablos quieres?

-Discutamos las condiciones -repuso Chunder Shan con calma.

-¿Condiciones? -preguntó Conan con un tono de peligrosa indignación-. ¿Qué quieres decir? ¿No te he ofrecido oro? Chunder Shan se echó a reír.

-¿Oro? Hay más oro en Peshkhauri del que puedas haber visto en toda tu vida.

-"-Eres un embustero -repuso Conan-. He visto el mercado de orfebres de Khorusún.

-Bien, pues entonces más que el que haya podido ver en su vida un afghuli -rectificó Chunder Shan-. Y ésa es solamente una parte del tesoro de Vendhia. ¿Para qué querríamos oro? Para nosotros sería mucho más ventajoso colgar a esos siete ladrones.

Conan profirió un terrible juramento y la larga hoja de su sable tembló durante un segundo en su mano, al tiempo que todos los músculos de sus brazos se ponían en tensión.

-¡Te voy a abrir la cabeza como si fuera un melón maduro! En los ojos de Conan brillaba la indignación, pero Chunder Shan se encogió de hombros sin dejar de mirar la hoja de acero.

-Puedes matarme fácilmente y luego escapar por ese muro. Pero eso no salvaría la vida de tus siete hombres. Los míos seguramente los ahorcarían. Y esos hombres son jefes de los afghulis.

-Lo sé -repuso Conan-. La tribu no hace más que vociferar a mis espaldas porque aún no he conseguido su libertad. Dime claramente lo que deseas, porque, ¡por Crom que si no hay más remedio, conduciré a toda una horda de salvajes hasta las mismas puertas de Peshkhauri!

Chunder Shan miró al hombre que se hallaba de pie ante él, sosteniendo el largo cuchillo en una mano, al tiempo que lo miraba con expresión salvaje, y no dudó de que sería capaz de cumplir su amenaza. El gobernador no creía que ninguna horda de las montañas pudiese conquistar Peshkhauri, pero tampoco deseaba que aquellos bárbaros arrasaran la campiña.

-Hay una misión que debes llevar a cabo -repuso midiendo escrupulosamente sus palabras-. Hay que...

Conan saltó hacia atrás y se dio media vuelta para mirar hacia la puerta, enseñando los dientes como un animal salvaje. Su fino oído había captado un leve ruido de pisadas al otro lado de la puerta. En ese preciso instante ésta se abrió y entró apresuradamente en la habitación una mujer con túnica de seda, que cerró la puerta a sus espaldas... Al ver al bárbaro de las montañas, se detuvo.

Chunder Shan se puso en pie de un salto. Su corazón latía aceleradamente.

-¡Devi! -exclamó involuntariamente, perdiendo la calma por un momento.

-¡Devi! -exclamó Conan como si fuera un eco de las palabras del gobernador.

Shan comprendió que Conan se había dado cuenta de todo, y que en sus fogosos ojos azules brillaba una chispa maliciosa.

El gobernador gritó con desesperación y cogió su espada, pero Conan se movió con la velocidad de un huracán. Dio un salto y derribó a Shan con un golpe salvaje aplicado con la empuñadura de su cuchillo, asió con violencia a la Devi por un brazo y luego se encaramó a la ventana. Chunder Shan luchó por ponerse en pie apresuradamente y vio que en el alféizar de la ventana se agitaban los blancos brazos y las faldas de seda de la Devi. Luego oyó el grito fiero y desafiante de Conan:

-¡Y ahora atrévete a ahorcar a mis hombres!

Entonces Conan saltó el muro, sin soltar a su presa, y desapareció. Hasta los oídos de Shan llegó el grito salvaje del bárbaro de las montañas.

-¡Guardias! ¡Guardias! -gritó el gobernador, que se dirigió hacia la puerta tambaleándose. La abrió y salió al amplio vestíbulo. Sus gritos resonaron con mil ecos por los corredores, y varios guerreros acudieron corriendo. Quedaron perplejos al ver la sangre que manaba de la cabeza del gobernador.

-¡Que salgan inmediatamente los lanceros! -bramó-. ¡Acaba de producirse un secuestro!

Aun en medio de su agitación, de su dolor físico y de su desesperación, el gobernador tuvo suficiente sentido común como para ocultar la verdad. De repente, oyó en el exterior el súbito galope de un caballo, un grito femenino y un alarido bárbaro de triunfo.

El gobernador corrió hacia la escalera, seguido por los asustados guardianes. En el patio del fuerte siempre había un pelotón de lanceros junto a sus caballos, dispuestos a salir galopando al primer aviso. Chunder Shan condujo a su escuadrón de lanceros a galope tras el fugitivo, aun cuando tenía que asirse con ambas manos a la silla a causa del terrible dolor que sentía en la cabeza. No divulgó la identidad de la víctima. Sólo dijo que la mujer noble que mostraba el sello real había sido raptada por el jefe de los afghulis. El secuestrador se había perdido de vista, pero no cabían dudas acerca del camino que seguiría: el que conducía directamente a la boca del Zhaibar. No había luna. Bajo la luz de las estrellas apenas se distinguían las cabañas de los campesinos. Pronto quedaron tras ellos el tétrico bastión del fuerte y las torres de Peshkhauri. Delante de ellos se alzaban los negros muros de los montes Himelios.

3. Khemsa emplea su magia

En medio de la confusión reinante en el fuerte mientras la guardia recibía la alerta, nadie advirtió que la muchacha que había acompañado a la Devi se deslizaba a través de la enorme puerta abovedada y luego desaparecía en la oscuridad. Corrió directamente hacia la ciudad, recogiéndose las faldas. No siguió la ruta normal, sino que atravesó los campos y las colinas, eludiendo vallas y saltando por encima de los canales de riego con la misma seguridad que si fuese pleno día y con la misma agilidad que un entrenado varón. El ruido de los cascos de los caballos de la guardia ya se había apagado en las montañas antes de que la muchacha alcanzara los muros de la ciudad. No se acercó a la puerta de entrada, en la que siempre había lanceros de guardia. Siguió caminando a lo largo del muro hasta llegar a cierto lugar desde el que se divisaba la aguja de una torre por encima de las almenas. Luego se llevó ambas manos a la boca y lanzó un grito gutural que sonó extrañamente.

Inmediatamente se asomó una cabeza en el alféizar de la ventana y cayó una soga desde lo alto. La muchacha colocó un pie en el lazo que había en su extremo y luego levantó un brazo. En seguida unos fuertes brazos tiraron de la soga y la joven ascendió apresuradamente. Un momento después se hallaba de pie sobre las almenas y encima de un tejado plano que cubría una casa construida en el mismo muro. Allí había una trampilla abierta, y junto a ella se encontraba un hombre vestido con una túnica de pelo de camello, que comenzó a enrollar la larga soga en silencio, sin dar la menor muestra de cansancio después de haber jalado a la mujer desde una altura de diez metros.

-¿Dónde está Kerim Sha? -preguntó la muchacha, jadeando por el esfuerzo.

-Durmiendo aquí abajo, en la casa. ¿Hay novedades?

-Conan acaba de raptar a la Devi en la fortaleza y se la ha llevado a las montañas -contestó la joven apresuradamente.

El rostro de Khemsa no denotó la menor emoción. Se limitó a asentir con un movimiento de la cabeza y dijo con calma:

-A Kerim Sha le alegrará saber eso.

-¡Espera!

La muchacha le rodeó el cuello con sus brazos. Jadeaba intensamente, pero no sólo por el esfuerzo realizado. Sus ojos brillaban como azabaches a la luz de las estrellas. Su rostro estaba muy cerca del de Khemsa, pero éste, aunque se sometía a su abrazo, no le correspondió.

-¡No se lo digas al hirkanio! -dijo ella-. ¡Aprovechemos esto para nosotros! El gobernador se ha ido a las montañas con sus jinetes, pero es como si intentara cazar a un fantasma. No ha dicho a nadie que se trata de la Devi. Sólo nosotros lo sabemos.

-Pero ¿qué beneficio puede reportarnos? -preguntó el hombre-. Mis amos me han ordenado que vaya a donde está Kerim Sha para ayudarlo en todo lo que pueda...

-¡Ayúdate a ti mismo! -exclamó la joven fogosamente-. ¡Sacúdete ese yugo de encima!

-¿Quieres decir que... desobedezca a mis maestros? -preguntó asombrado el hombre, al tiempo que su cuerpo se congelaba entre los brazos de la muchacha.

-¡Sí! -repuso la joven mientras le sacudía, impulsada por la emoción-. ¡Tú también eres un mago! ¿Por qué emplear tus poderes sólo para elevar a otros? ¡Emplea tus artes en tu propio beneficio!

-¡Eso está prohibido! -repuso Khemsa, jadeando y temblando-. No pertenezco al Círculo Negro. Solamente bajo las órdenes de mis amos me atrevería a usar los conocimientos que me han transmitido.

-¡Sí que puedes hacerlo! -replicó la muchacha apasionadamente-. Te lo ruego. Conan se ha llevado a la Devi como rehén por los siete hombres que el gobernador tiene en prisión. Destrúyelos a fin de que Chunder Shan no pueda emplearlos para recuperar a la Devi. Luego iremos a las montañas y se la quitaremos a los afghulis. Nada podrán hacer con sus cuchillos frente a tu magia. El tesoro de los reyes vendhios será nuestro, como rescate... y luego, cuando lo tengamos en nuestras manos, podremos engañarlos y vender a la Devi al rey de Turan. Seremos más ricos de lo que jamás podríamos soñar. Entonces compraremos guerreros, tomaremos Khorbhul, expulsaremos a los turanios de las montañas y enviaremos nuestras huestes al sur. ¡Seremos reyes de todo un imperio!

Khemsa temblaba como la hoja de un árbol bajo el viento. Su rostro se había vuelto gris bajo la luz de las estrellas y por su frente se deslizaban unas gruesas gotas de sudor.

-¡Te amo! -exclamó la muchacha fieramente, apretando su cuerpo contra el del hombre, casi ahogándolo con sus brazos-. ¡Haré de ti un gran rey! ¡Por tu amor he traicionado a mi señora! ¡Tú debes traicionar a tus maestros por amor a mí! ¿Por qué temer a los Adivinos Negros? ¡Ya has violado una de sus leyes amándome! ¡Eres tan fuerte como ellos!

Ni siquiera un hombre de hielo habría podido soportar el calor de la pasión de la joven. Khemsa emitió un grito inarticulado y la apretó contra sí, luego se inclinó hacia ella y cubrió con apasionados besos sus ojos, su rostro, sus labios.

-¡Lo haré! -murmuró con voz ronca, al tiempo que se tambaleaba como un borracho-. Utilizaré las artes que me han enseñado en mi propio beneficio y no en el de mis maestros. Seremos los dueños del mundo.

-¡Entonces, ven...!

La joven se apartó de él, lo cogió de la mano y lo condujo hacia la trampilla abierta, al tiempo que agregaba:

-Primero debemos asegurarnos de que el gobernador no cambiará a esos siete afghulis por la Devi.

Khemsa se movía como en un sueño. Luego descendieron por una escalera y la muchacha se detuvo delante de una habitación. Kerim Sha yacía sobre un diván, inmóvil. La joven le apretó el brazo a Khemsa y luego hizo un rápido gesto atravesando su propia garganta. Khemsa levantó una mano. Luego, su expresión cambió y dio un paso hacia atrás.

-He comido su pan y su sal -musitó-. Además, no será un obstáculo para nosotros.

A continuación, condujo a la muchacha a través de una puerta orientada hacia una escalera exterior. Cuando se apagó el sonido de sus pasos volvió a reinar el silencio y el hombre del diván se despertó. Kerim Sha se enjugó el sudor que perlaba su frente. No le asustaba el cuchillo, pero temía a Khemsa igual que a un reptil venenoso.

-Las personas que conspiran sobre los tejados deberían cuidarse de bajar el tono de voz -murmuró el hombre-. Pero dado que Khemsa se ha rebelado contra sus maestros y puesto que él era mi único contacto con ellos, en lo sucesivo no podré contar con la ayuda de aquellos. De ahora en adelante jugaré la partida a mi manera.

Se puso en pie y se acercó rápidamente a una mesa, sacó de su cinto una pluma y un pergamino y garrapateó unas líneas:

«A Khosru, gobernador de Secunderam: Conan el cimmerio se ha llevado a la Devi Yasmina a la aldea de los afghulis. Es una buena oportunidad para que la Devi caiga en nuestras manos, tal como desea el rey desde hace tanto tiempo. Envía de inmediato tres mil jinetes. Me reuniré con ellos en el valle de Gurashah con guías nativos.»

Firmó la nota con un nombre que, evidentemente, no era Kerim Sha.

A continuación extrajo una paloma mensajera de una jaula dorada y sujetó la nota en forma de pequeño cilindro a una de sus patas, empleando un hilo de oro. Después se acercó a una almena y soltó la paloma en el aire de la noche. El animal revoloteó intentando orientarse, hasta que finalmente se alejó como una sombra. Luego Kerim Sha tomó su casco, su espada y su capa, salió apresuradamente de la habitación y descendió por la escalera exterior.

La prisión de Peshkhauri estaba separada del resto de la ciudad por medio de un grueso muro en el que se destacaba una enorme puerta de hierro debajo de un arco. Sobre éste ardía una antorcha y junto a la puerta había un guerrero armado con escudo y lanza, sentado en cuclillas, de guardia.

El hombre, que estaba apoyado sobre su lanza y bostezaba, se puso en pie de un salto cuando advirtió a su lado la presencia de un hombre al que no había oído llegar. Éste vestía una túnica de pelo de camello y llevaba un turbante verde en la cabeza.

-¿Quién eres? -preguntó el centinela adelantando su lanza.

El extraño no pareció perturbarse en lo más mínimo, aun cuando la punta de la lanza estaba apoyada en su pecho. Su mirada sostuvo la del guerrero con una extraña y serena intensidad.

-¿Cuál es tu obligación? -preguntó a su vez el recién llegado.

-Vigilar la puerta -repuso el guerrero en forma mecánica, manteniéndose rígido como una estatua, con los ojos centelleantes.

-¡Mientes! ¡Tu obligación es obedecerme! Has mirado a mis ojos y tu alma ya no te pertenece. ¡Abre esa puerta!

Con movimientos mecánicos y el rostro petrificado, el centinela se dio media vuelta, extrajo una enorme llave de su cinto y abrió rápidamente la puerta. Luego se puso firme, mirando fijamente al vacío.

De las sombras surgió una mujer que tomó ansiosamente al hipnotizador por el brazo.

-Ordénale que vaya a buscar caballos, Khemsa -musitó.

-No es necesario -repuso el rakhsha.

Luego levantó ligeramente la voz y se dirigió al centinela.

-Ya no te necesito. ¡Mátate!

Como un hombre en trance, el guerrero apoyó el extremo inferior de su lanza contra la base del muro y la punta afilada debajo de sus costillas. Luego se dejó caer lenta e imperturbablemente sobre el arma, hasta que ésta le salió por la espalda.

La muchacha lo miró fascinada, con una expresión morbosa, hasta que Khemsa la tomó por un brazo y la condujo a través de la puerta. Las antorchas iluminaban un estrecho espacio que había entre el muro exterior y uno interior más bajo, en el que se veían unas puertas en forma de arco situadas a intervalos. Un guerrero vigilaba el lugar, y al ver que la puerta se abría, se acercó despacio, absolutamente seguro de la inviolabilidad de la fortaleza, hasta que Khemsa y la muchacha entraron. El rakhsha no perdió tiempo en hipnotizar al hombre. Mientras tanto, la muchacha observó toda la escena atónita, pensando que aquello era pura magia. El centinela bajó su lanza amenazadoramente y abrió la boca para dar la alarma que haría salir a numerosos guardias que se encontraban al final del pasillo. Khemsa apartó a un lado la lanza como si fuera una paja y movió su mano derecha como si estuviera acariciando el cuello del guerrero. Éste cayó hacia adelante sin emitir un solo sonido. Su cabeza se balanceaba de forma impresionante en el cuello fracturado.

Khemsa ni siquiera lo miró. Se dirigió directamente a una de las puertas en forma de arco y apoyó la mano sobre la enorme cerradura de bronce. La puerta se abrió con un chirrido siniestro. La muchacha, que iba detrás de Khemsa, vio que la puerta de madera se había hecho astillas, que las cerraduras de bronce estaban arrancadas y las enormes bisagras rotas y separadas de los marcos. Un ariete de mil kilos accionado por cuarenta hombres no hubiera podido destrozarla tan perfectamente. Khemsa estaba ebrio de libertad y de poder, y sembraba a su alrededor demostraciones de fuerza, al igual que un joven gigante que derrochara un vigor innecesario impulsado por el orgullo de su poderío.

La destrozada puerta daba a un pequeño patio iluminado por otra antorcha. Frente a la puerta había una ancha reja de hierro. Una mano peluda se crispaba sobre los barrotes, y la oscuridad del fondo constituía un marco idóneo para el fulgor de unos ojos blancos.

Khemsa permaneció inmóvil y en silencio por un momento, mirando las sombras, desde donde unos ojos le devolvieron la mirada con ardiente intensidad. Entonces buscó algo debajo de su túnica. De su mano salió una suave nube de finísimo polvo que cubrió todo en un segundo. Un fuego de color verde iluminó el lugar. Bajo el suave fulgor se destacaron con nitidez las siluetas de siete hombres de pie, inmóviles tras los barrotes. Se trataba de individuos altos, peludos, vestidos con harapos. No hablaron, pero en sus ojos brilló el fuego de la muerte y sus peludos dedos se crisparon una vez más sobre las rejas.

El fuego se desvaneció, pero permaneció el fulgor verdoso. Era como una bola de color esmeralda que temblaba a los pies de Khemsa. Los ojos de los guerreros estaban fijos en ella. La bola se movía y se alargaba. Luego se convirtió en una fina columna de humo verde, que ascendió suavemente en espiral. Se agitaba como una sombría serpiente que aumentaba de tamaño, adquiriendo constantemente nuevas formas. Luego adoptó la forma de una nube y se extendió por el suelo, avanzando lentamente hacia los barrotes. Los hombres la miraban con los ojos desorbitados. Las rejas temblaron bajo la presión de sus manos. Abrieron la boca, pero eran incapaces de emitir un solo sonido. La nube verde llegó hasta los barrotes y por un segundo ocultó a los siete hombres. Entonces se extendió como si fuera una espesa niebla y formó un muro impenetrable. Desde el otro lado surgió un sonido ahogado, como el de un hombre que se arroja súbitamente al agua.

Khemsa tocó con suavidad el brazo de la muchacha, que se hallaba a su lado contemplando la escena con los ojos desorbitados y con la boca abierta por el asombro. Se alejó mecánicamente en compañía de Khemsa, mirando por encima de su hombro. La verde neblina se estaba desvaneciendo. Cerca de los barrotes vio unos pies calzados con sandalias, con los dedos hacia arriba, y luego las borrosas siluetas de otros hombres tendidos en la misma posición.

Mientras tanto, Khemsa decía:

-Y ahora, iremos en busca del caballo más rápido que haya habido jamás en un establo. Estaremos en Afghulistán antes del amanecer.

4. Encuentro en el desfiladero

Yasmina no recordaba claramente los detalles de su secuestro. Lo inesperado y violento de la acción la había aturdido. Sólo tenía la confusa sensación de haber experimentado un verdadero torbellino de acontecimientos... la fuerza de un poderoso brazo, los ojos brillantes de su raptor y su fogoso aliento, que parecía abrasarle la carne. Recordaba el salto desde la ventana hasta el parapeto, la loca carrera a través de almenas y tejados, cuando sintió un temor espantoso de caer, y luego el rápido descenso por una soga hasta otra almena. El hombre había bajado por la cuerda con su prisionera tendida sobre uno de sus hombros. Luego la subió a un magnífico corcel que parecía volar. Todo esto formaba un caos de recuerdos en la mente de la Devi.

A medida que se fueron aclarando las ideas de la joven, sus primeras sensaciones fueron de rabia y vergüenza. Estaba atónita. Los gobernantes de los dorados reinos situados al sur de los montes Himelios eran considerados casi divinos, y ella era la Devi de Vendhia. El miedo quedó ahogado por la ira. Gritó con furia y comenzó a luchar. ¡Ella, Yasmina, transportada sobre el caballo de un jefe de las montañas, como si fuera una ramera del mercado! El hombre simplemente apretó el brazo de la joven y ésta experimentó, por primera vez en su vida, el poder de una fuerza física superior. Los brazos del hombre eran como de hierro. Luego la miró y sonrió con picardía. Sus blancos dientes brillaron bajo la luz de las estrellas. Las riendas colgaban flojas sobre la crin del fogoso caballo, y todos los músculos del enorme animal se ponían en tensión cuando galopaba haciendo temblar el sendero. Pero Conan cabalgaba con total indiferencia, casi descuidadamente, como un centauro.

-¡Perro de las montañas! -dijo la muchacha jadeando y temblando de vergüenza, cólera y desamparo-. ¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves a...! ¡Pagarás esto con tu vida! ¿Adonde me llevas?

-A las aldeas de Afghulistán -repuso Conan, mirándola por encima del hombro.

Detrás de ellos comenzaban a encenderse las antorchas en los muros de la fortaleza. De repente distinguió un fulgor mucho más intenso, lo que significaba que se había abierto la enorme puerta de entrada. Conan lanzó una sonora carcajada y exclamó:

-El gobernador envía a sus jinetes tras nosotros. ¡Por Crom que le vamos a dar un poco de trabajo! ¿Qué opinas tú, Devi? ¿Crees que pagarán siete hombres por una princesa kshatriya?

-Enviarán a un ejército para ahorcarte a ti y a tu banda de diablos -repuso la joven con absoluta convicción.

Conan se echó a reír y colocó a la muchacha más cómoda entre sus brazos. Pero la joven consideró aquello como una afrenta más y renovó su lucha inútil, hasta que comprendió que sus esfuerzos sólo lograban divertir al hombre, y procuró tranquilizarse.

Incluso sintió que su ira se desvanecía ante el espanto cuando entraron por la boca del desfiladero, situada en las oscuras murallas que se alzaban como un gigantesco bastión que impedía avanzar. Era como si un gigantesco cuchillo hubiera cortado el Zhaibar en la sólida roca. A ambos lados se alzaban las abruptas pendientes a miles de metros de altura, y la boca del desfiladero estaba completamente oscura. Conan no veía bien, pero conocía el camino a la perfección. Sabiendo que bajo la luz de las estrellas cabalgaban tras él varios hombres armados, no refrenó al caballo. El fuerte animal aún no daba muestras de cansancio. Galopó desesperadamente por el sendero que había en el centro del valle, luego subió por la ladera de una montaña y, después de pasar con dificultad por el risco cuyos bordes estaban formados por pizarra resbaladiza, tomó un camino que pasaba por el lado izquierdo del muro.

Ni siquiera Conan pudo distinguir en aquella oscuridad la emboscada que le tendían los indígenas zhaibar. Cuando atravesaron la negra boca de una garganta que se abría al desfiladero, una jabalina pasó silbando a su lado y se hundió en los flancos del caballo. El animal relinchó de dolor y cayó hacia adelante, después de haber amainado el paso. Pero Conan había reconocido el silbido de la jabalina y actuó con fantástica rapidez.

Cuando el caballo se cayó, Conan saltó en el aire sosteniendo a la joven entre sus brazos para protegerla y evitar que se golpeara contra las rocas. Se puso en pie con la agilidad de un felino, depositó a la muchacha en una grieta abierta en las rocas y se lanzó a la oscuridad desenvainando su daga.

Yasmina, aturdida por la rapidez de los acontecimientos, no entendía muy bien lo que había ocurrido. De repente vio una forma vaga que surgía de las sombras, unos pies descalzos que emitían un sonido ahogado sobre la piedra y unos harapos que flotaban bajo la brisa nocturna. Luego distinguió el brillo del acero contra el acero, y acto seguido el espantoso crujido de huesos cuando el largo cuchillo del cimmerio le partió el cráneo a uno de sus enemigos.

Conan saltó hacia atrás y se agachó debajo de unas rocas. Los hombres seguían moviéndose a oscuras, y en ese momento se oyó una voz tronante que decía:

-¿Qué sucede, perros? ¿Os acobardáis? ¡Adelante, malditos, cogedlos!

Conan se movió, miró en la oscuridad y gritó:

-¡Yar Afzal! ¿Eres tú?

Se oyó una maldición y la otra voz respondió:

-¿Conan? ¿Eres tú, Conan?

-¡Sí! -respondió el cimmerio echándose a reír-. ¡Adelante, viejo perro guerrero! He matado a uno de tus hombres.

Hubo un movimiento entre las rocas, una luz brilló tenuemente y luego Conan vio avanzar una llama en dirección a él. Bajo su fulgor se recortó un fiero rostro barbudo. El hombre levantó la antorcha y alargó el cuello para examinar las rocas. En la otra mano sostenía una enorme espada curva. Conan dio un paso adelante, envainando su cuchillo, y el otro hombre bramó un alegre saludo.

-¡Vaya, si es Conan! ¡Salid de vuestro escondite entre las rocas, perros! ¡Es Conan!

Los demás hombres se apiñaron alrededor del círculo de luz. Eran individuos barbudos, de aspecto salvaje, con los ojos de lobo y largos cuchillos en la mano. No vieron a Yasmina porque estaba oculta detrás del voluminoso cuerpo de Conan. Pero desde su escondite, por primera vez en esa noche, la joven sintió verdadero terror. Aquellos hombres parecían lobos más que seres humanos.

-¿Qué estás cazando por la noche en el Zhaibar, Yar Afzal? -preguntó Conan al corpulento jefe, que sonrió como un vampiro.

-¿Quién sabe lo que puede ocurrir en el desfiladero después del anochecer? Los wazulis somos halcones nocturnos. Pero ¿qué haces tú aquí, Conan?

-Tengo una prisionera -repuso el cimmerio.

Se apartó a un lado y dejó a la joven al descubierto. Luego extendió una mano y la empujó hacia adelante. La muchacha temblaba de pies a cabeza.

El imperioso porte de Yasmina había desaparecido. Miró tímidamente el círculo de rostros barbudos y sintió un profundo agradecimiento hacia el brazo que la sostenía posesivamente. La antorcha se acercó más a ella y surgió una exclamación de admiración de los labios de todos los hombres allí presentes.

-Es mi prisionera -advirtió Conan mirando significativamente al hombre que acababa de matar y cuyo cadáver era iluminado por la luz de la antorcha-. Me la llevaba a Afghulistán, pero ahora habéis matado a mi caballo, y los kshatriyas me están pisando los talones.

-Ven con nosotros a nuestra aldea -sugirió Yar Afzal-. Tenemos caballos escondidos en la garganta de la montaña. No podrán seguirnos en la oscuridad. ¿Dices que te siguen de cerca?

-Tanto que ya oigo el ruido de los cascos de sus caballos -repuso Conan con gesto lúgubre.

De inmediato, los hombres se pusieron en movimiento. Se apagó la antorcha y las andrajosas figuras se fundieron como fantasmas en la oscuridad. Conan tomó a la Devi en brazos. La joven no se resistió. El terreno rocoso le hacía daño en los pies, que iban calzados con finas zapatillas de seda. Se sentía pequeña y desamparada en aquella terrible oscuridad.

Al notar que la joven temblaba a causa del viento helado que soplaba en los desfiladeros, Conan arrancó la capa de un guerrero y cubrió a Yasmina con ella. También le ordenó en voz baja que no hiciera el menor ruido. Yasmina no oía el distante sonido de cascos que alertaba a los hombres de las montañas, pero se sentía demasiado atemorizada como para desobedecer.

No veía nada en absoluto, con excepción del pálido fulgor de las estrellas, pero se dio cuenta de que acababan de entrar en la profunda garganta montañosa cuando aumentó la oscuridad. Al cabo de un rato se oyó el inquieto movimiento de unos caballos. Murmuraron unas palabras y Conan montó en el corcel del hombre al que había matado. Colocó a la joven sobre la silla de montar, delante de él. El grupo subió silenciosamente por la sombría garganta. Sólo se oía el ruido de cascos de caballos. Dejaron al animal y al hombre muertos en medio del camino, que media hora después fueron hallados por los jinetes de la fortaleza. Reconocieron que se trataba de un wazuli y llegaron a sus propias conclusiones.

Yasmina, acurrucada en brazos de su raptor, se estaba durmiendo a pesar suyo. El movimiento del caballo, aunque era irregular, tenía un cierto ritmo que, combinado con la lasitud y el agotamiento emocional, la impulsaron al sueño. Había perdido todo sentido del tiempo y de la orientación.

Percibió vagamente que habían cesado todos los ruidos y que luego la levantaron y se la llevaron. Después sintió que su cuerpo descansaba sobre unas suaves hojas susurrantes. Colocaron una prenda doblada bajo su cabeza, tal vez una túnica, y tendieron la capa que la había envuelto durante el viaje sobre su cuerpo. Luego oyó reír a Yar Afzal.

-Magnífico premio, Conan. Digno de un jefe de los afghulis

-No es para mí -musitó Conan-. Con esta mujer compraremos la vida de mis siete hombres, ¡maldita sea su alma!

Fueron las últimas palabras que oyó la joven antes de sumirse en un profundo sueño.

Mientras Yasmina dormía, hombres armados cabalgaban por las oscuras montañas y se decidía el destino de los reinos. Las estrellas lanzaban destellos sobre sus cascos y espadas.

Una de estas bandas se hallaba en la negra boca de un desfiladero cuando los veloces cascos se perdieron a lo lejos. Su jefe, un hombre corpulento que llevaba un casco sobre la cabeza y una capa bordada en oro sobre los hombros, levantó una mano y permaneció así hasta que los jinetes desaparecieron. Luego se echó a reír suavemente.

-¡Han debido perderse! O de lo contrario se han dado cuenta de que Conan llegó a las aldeas de los afghulis. Serán necesarios muchos jinetes para desalojar esa colmena. Al amanecer habrá escuadrones enteros cabalgando por el Zhaibar.

-Si hay lucha en las montañas, seguramente habrá botín -susurró una voz detrás de él en el dialecto de los irakzai.

-Habrá botín -repuso el hombre del casco-. Pero antes tendremos que alcanzar el valle de Gurashah y esperar a los jinetes que galoparán hacia el sur, desde Secunderam, antes del amanecer.

El individuo tomó las riendas de su caballo y salió del desfiladero. Sus hombres lo siguieron de cerca. Eran treinta fantasmas harapientos bajo la luz de las estrellas.


5. El caballo negro

El sol estaba ya muy alto cuando Yasmina se despertó. No se sobresaltó; ni siquiera preguntó dónde estaba. Se despertó con pleno conocimiento de todo lo que había ocurrido. Sus esbeltos brazos y piernas estaban entumecidos por el largo viaje, y su firme carne todavía parecía sentir el contacto del musculoso brazo que la había llevado tan lejos.

Estaba tendida sobre una piel de cabra que había encima de un jergón de hojas secas en el suelo de tierra apisonada. Una chaqueta de piel de cordero le servía de almohada y una andrajosa capa hacía las veces de manta. La habitación era grande. Tenía una enorme puerta de bronce, que seguramente había sido robada en alguna ciudad de la frontera vendhia. Frente a ella había una abertura hecha en el muro y cerrada con varios barrotes de madera. Al otro lado del enrejado, Yasmina vio un magnífico corcel negro masticando sobre una pila de heno seco. El edificio era fuerte, y tenía la vivienda y el establo en una misma pieza.

En el otro extremo de la habitación, una muchacha ataviada con la túnica y los anchos pantalones de las mujeres de las montañas estaba agachada junto a un pequeño fuego, asando trozos de carne sobre una parrilla de hierro sostenida por unos bloques de piedra. La salida de humo se encontraba a poca distancia del suelo y parte de él ascendía hacia allí. El resto flotaba por toda la habitación.

La muchacha de las montañas miró a Yasmina por encima del hombro. Tenía un rostro agradable de rasgos muy marcados. Luego siguió cocinando. Se oyeron unas voces en el exterior. La puerta se abrió violentamente, de un puntapié, y por ella entró Conan. Parecía más grande que nunca con el sol de la mañana a sus espaldas, y Yasmina notó algunos detalles que había pasado por alto la noche anterior. Las ropas que llevaba Conan estaban limpias y sin rasgar. El ancho cinto bakhariota que sostenía la daga de vaina ornamentada era digna de un príncipe, y bajo su camisa se veía una fina cota de malla turania.

-Tu prisionera está despierta, Conan -dijo la muchacha wazuli.

El cimmerio gruñó algo ininteligible, se acercó al fuego con dos largas zancadas y dejó caer los trozos de carne en un plato de piedra.

La joven lo miró y rió con picardía, y Conan sonrió con gesto lobuno. Introdujo un pie debajo del vestido de la muchacha y la tiró al suelo. La joven pareció divertirse enormemente con aquella broma ruda, pero Conan no le prestó más atención. Tomó un trozo de pan y una jarra de vino de un rincón de la habitación y se los llevó a Yasmina, que acababa de ponerse en pie sobre el jergón y lo miraba con expresión dubitativa.

-Un poco ordinario para una Devi, muchacha -dijo Conan-, pero es lo mejor que tenemos. Al menos, llenará tu estómago.

Dejó el plato en el suelo, y en ese momento Yasmina se dio cuenta de que tenía hambre. Se sentó sobre el jergón sin hacer el menor comentario, cruzó las piernas y luego colocó el plato sobre su regazo. Empezó a comer con los dedos, ya que no disponía de ningún utensilio. Después de todo, la adaptabilidad es una de las características de la verdadera aristocracia. Conan se quedó mirándola durante un rato. Él nunca se sentaba con las piernas cruzadas al estilo oriental.

-¿Dónde estoy? -preguntó Yasmina abruptamente.

-En la cabaña de Yar Afeal, el jefe de los wazulis de Khurum -contestó Conan-. Afghulistán está a muchas leguas de distancia hacia el oeste. Nos quedaremos aquí algún tiempo. Los kshatriyas baten las colinas buscándote, y varios grupos de ellos ya han sido aniquilados por las tribus.

-¿Qué piensas hacer? -volvió a preguntar la muchacha.

-Tenerte conmigo hasta que Chunder Shan esté dispuesto a negociar la libertad de mis siete hombres -repuso Conan con un gruñido-. Las mujeres de los wazulis están haciendo tinta con hojas de shoki, y dentro de un rato podrás escribir una carta al gobernador.

Yasmina se sintió invadida por la cólera al pensar en el desastroso resultado de sus planes, entre los que contaba con dominar al hombre que la había hecho prisionera. Dejó violentamente el plato en el suelo y se puso en pie de un salto, presa de la ira.

-¡No escribiré ninguna carta! Si no me devuelves, colgarán a tus siete hombres y a mil más.

La muchacha wazuli se echó a reír irónicamente. Conan dijo algo que la hizo callar, y en ese preciso instante se abrió la puerta y por ella entró Yar Afeal. El jefe wazuli era tan alto como Conan y tal vez más corpulento, pero estaba gordo y fofo en comparación con la compacta dureza del cimmerio.

Miró a la muchacha wazuli al tiempo que se acariciaba la barba. La joven se puso en pie y desapareció inmediatamente de la habitación. Entonces Yar Afeal se volvió hacia su invitado.

-Esta condenada gente murmura, Conan -dijo-. Quieren que te mate y me quede con la joven como rehén. Dicen que cualquiera puede adivinar por sus ropas que se trata de una dama noble. Se preguntan por qué los perros afghulis han de aprovecharse de ella cuando es esta aldea la que corre el riesgo de tenerla.

-Préstame tu caballo -replicó Conan-. Me la llevaré de aquí. Yar Afzal soltó una sonora carcajada y luego dijo:

-¿Crees que no soy capaz de manejar a mi gente? Puedo hacerlos bailar en la punta de sus lanzas durante una noche entera si se me antoja. No te quieren... ni a ti ni a ningún otro forastero... pero me salvaste la vida una vez y no lo olvido. Sal un momento, Conan. Acaba de regresar uno de mis exploradores.

Conan se ajustó mecánicamente el ancho cinto y siguió al jefe hasta el exterior. Cerraron la puerta a sus espaldas y Yasmina atisbo a través de una agujero. Vio una gran extensión de terreno llano delante de la cabaña. En el extremo más alejado había un grupo de cabañas de barro y piedra, junto a las cuales vio a unos niños desnudos que jugaban entre las rocas y a las bien formadas mujeres de las montañas dedicadas a sus tareas.

Frente a la misma puerta de la cabaña, había un grupo de hombres con largas melenas, barbudos y harapientos, formando un círculo. Estaban todos sentados en el suelo. Conan y Yar Afeal se hallaban de pie ante la puerta, y entre ellos y el grupo de guerreros había otro hombre sentado con las piernas cruzadas. Este último hablaba con su jefe con el duro acento wazuli que Yasmina apenas entendía, aunque como parte de su educación real le habían enseñado las lenguas de Iranistán y los dialectos afines y tribales del Ghulistán.

-Hablé con un dagozai que vio a los jinetes anoche -dijo el explorador-. Se hallaba oculto en las cercanías cuando ellos llegaron al lugar en el que le tendimos la emboscada a Conan. Escuchó lo que decían. Chunder Shan estaba con ellos. Encontraron el caballo muerto, y uno de los hombres reconoció que era el de Conan. También hallaron al hombre que mató Conan y se dieron cuenta de que se trataba de un wazuli. Pensaron que Conan había muerto y que los wazulis se habían llevado a la mujer, y por eso abandonaron su propósito de llegar hasta el Afghulistán. Pero no sabían de qué aldea era el hombre muerto, y no dejamos ninguna huella que los kshatriyas pudiesen seguir.

»Por ello cabalgaron hasta el poblado wazuli más cercano, el de Jugra, lo incendiaron y mataron a mucha gente. Pero los hombres de Khojur los atacaron en la oscuridad, mataron a algunos de ellos e hirieron al gobernador. Los sobrevivientes se retiraron al Zhaibar en plena oscuridad, antes del amanecer, pero regresaron con refuerzos antes de que saliera el sol y hubo escaramuzas y peleas en las colinas durante toda la mañana. Se asegura que llegará un gran ejército para barrer las montañas que rodean al Zhaibar. Las tribus afilan sus cuchillos y tienden emboscadas en todos los desfiladeros que hay desde aquí hasta el valle de Gurashah. Además, Kerim Sha ha regresado a las montañas.

Del círculo de hombres partió un gruñido y Yasmina se acercó más al agujero al oír ese nombre, del que empezaba a desconfiar.

-¿Adonde fue? -preguntó Yar Afzal.

-El dagozai no lo sabía. Con él había treinta irakzais de las aldeas más bajas. Se perdieron a caballo entre las montañas.

-Estos irakzais son como chacales que siguen a un león para recoger sus migajas -dijo Yar Afzal con un gruñido-. Están lamiendo las monedas que Kerim Sha reparte entre las tribus fronterizas para comprar hombres como si fuesen caballos. Ese individuo no me gusta aunque sea un pariente nuestro de Iranistán.

-Ni siquiera es eso -repuso Conan-. Lo conozco desde hace tiempo. Es hirkanio y espía de Yezdigerd. Si le pongo las manos encima, colgaré su pellejo de un tamarisco.

-Pero ¿y los kshatriyas? -clamaron los hombres del semicírculo-. ¿Vamos a estar aquí sentados hasta que nos maten a todos? Acabarán sabiendo en qué aldea wazuli está la mujer. Los zhaibar no nos quieren. Ayudarán a los kshatriyas a darnos caza.

-Que vengan -repuso Yar Afzal-. Podemos defender los desfiladeros en honor de un invitado.

Uno de los hombres se puso en pie de un salto y levantó un puño en dirección a Conan.

-¿Hemos de correr todos los riesgos mientras él cosecha recompensas? -bramó-. ¿Acaso debemos pelear por él?

En un par de largas zancadas, Conan se acercó al lugar que ocupaba el hombre y se inclinó para mirar de cerca su barbudo rostro. El cimmerio no sacó su cuchillo, pero tomó la vaina que lo guardaba y la adelantó diciendo:

-Nunca le he pedido a nadie que pelee por mí. ¡Desenvaina tu cuchillo si te atreves, perro asqueroso!

El wazuli retrocedió gruñendo como un felino.

-¡Atrévete a tocarme -dijo- y aquí hay cincuenta hombres que te harán pedazos!

-¡Cómo! -exclamó Yar Afzal enrojeciendo de ira-. ¿Eres tú el jefe de Khurum? ¿Los wazulis reciben órdenes de Yar Afzal o de un perro de baja estofa?

El hombre se encogió ante su invencible jefe, y Yar Afzal se acercó a él, lo cogió por la garganta y lo sacudió violentamente hasta que su rostro adquirió un tono ceniciento. Luego arrojó al hombre con todas sus fuerzas al suelo y lo miró, al tiempo que se veía brillar en su mano la hoja curva de su largo cuchillo. Entonces preguntó:

-¿Hay alguien más que ponga en duda mi autoridad?

Los guerreros agacharon la cabeza, cuando la belicosa mirada de Yar Afzal barrió el semicírculo. Yar Afzal gruñó despreciativamente y envainó el arma con ademán insultante. Luego le dio varios puntapiés al hombre caído hasta que le arrancó gritos de dolor.

-Ve hasta el valle y habla con los vigías -le ordenó-. Luego regresa y dime si han visto algo.

El hombre se alejó temblando de miedo y apretando los dientes con furia.

Yar Afzal tomó asiento pomposamente sobre una roca y se acarició la barba. Conan se quedó de pie cerca de él, con las piernas separadas y los pulgares apoyados en el ancho cinto, observando detenidamente a los demás guerreros. Éstos lo miraron hoscamente, sin atreverse a despertar otra vez la cólera de Yar Afzal, pero odiando al forastero como sólo sabían odiar los hombres de las montañas.

-Y ahora escuchadme, hijos de perros bastardos. Conan y yo hemos planeado engañar a los kshatriyas...

La voz tronante de Yar Afzal llegó incluso a oídos del guerrero que se alejaba. El hombre pasó junto al grupo de cabañas, donde las mujeres que habían contemplado su derrota se rieron de él haciendo jocosos comentarios, y luego se apresuró a tomar el camino que serpenteaba en dirección a la entrada del valle entre enormes formaciones rocosas.

Cuando tomó la primera curva y perdió de vista la aldea, se detuvo asombrado. Nunca había creído que un extranjero pudiese entrar en el valle de Khurum sin ser localizado de inmediato por los vigías de las alturas, esos hombres con ojos de halcón. Aun así, había un hombre sentado con las piernas cruzadas sobre un pequeño rellano de piedra, junto al camino. Estaba vestido con un túnica de pelo de camello y llevaba un turbante verde.

El wazuli abrió la boca para lanzar un grito de alarma, al tiempo que su mano derecha aferraba la empuñadura de su cuchillo, pero en ese preciso momento sus ojos se encontraron con los del forastero y el grito murió en su garganta, a la vez que su mano se paralizaba. Permaneció inmóvil como una estatua, con los ojos brillantes y mirando al vacío.

Durante unos minutos la escena quedó congelada. Luego, el hombre sentado en el rellano rocoso trazó un símbolo críptico sobre la tierra con el dedo índice. El wazuli no le vio colocar nada dentro del círculo, pero inmediatamente observó que algo brillaba allí... Era una bola redonda, negra, que parecía azabache pulido. El hombre del turbante verde la tomó con una mano y la arrojó hacia el wazuli, que la cogió con gesto mecánico.

-Lleva eso a Yar Afzal -dijo el hombre.

El wazuli se dio media vuelta como un autómata y retrocedió por el sendero, sosteniendo la negra bola en su mano extendida. Ni siquiera volvió la cabeza ante los comentarios jocosos de las mujeres cuando volvió a pasar al lado de las cabañas. No parecía oír nada.

El hombre del turbante lo vio alejarse y esbozó una sonrisa enigmática. Detrás del rellano surgió la cabeza de una joven, que lo miró con admiración, pero con un cierto temor que no había sentido la noche anterior.

-¿Por qué has hecho eso? -preguntó.

El hombre acarició los negros rizos de la muchacha y contestó:

-¿Acaso todavía estás mareada por tu viaje en el caballo volador que pones en duda mi sabiduría?

Después de decir esto se echó a reír y agregó:

-Mientras Yar Afzal viva, Conan estará a salvo entre los guerreros wazulis. Sus cuchillos están muy afilados y son muchos. Lo que planeo será más seguro, incluso para mí, que matarlo y arrebatar a la Devi de sus manos. Porque no hay que ser adivino para predecir lo que harán los wazulis y Conan cuando mi víctima entregue el globo de Yezud al jefe de Khurum.

Yar Afzal, que estaba delante de la cabaña, se detuvo en medio de una frase, sorprendido y disgustado al ver que el hombre que había enviado al valle estaba de regreso.

-¡Te ordené que fueras a ver a los vigías! -bramó el jefe-. Ni siquiera has tenido tiempo de ir hasta allí.

El guerrero no contestó. Permaneció inmóvil, mirando con gesto inexpresivo el rostro de Yar Afzal. En la mano extendida llevaba la bola negra. Conan, mirando por encima del hombro de su amigo, murmuró algo y extendió una mano para tocarle un brazo. Pero al hacerlo, Yar Afzal, impulsado por un ataque de cólera, le dio un golpe en la cara al guerrero con el puño cerrado y lo tiró al suelo. Cuando el hombre cayó, la negra esfera rodó hasta los pies de Yar Afzal y éste, que al parecer la veía por primera vez, se inclinó y la recogió. Los demás hombres miraron perplejos a su camarada, que yacía sin sentido. Observaron que su jefe se inclinaba, pero no vieron lo que éste acababa de recoger del suelo.

Yar Afzal se incorporó, miró la esfera e hizo un movimiento como para guardársela en el cinto.

-Llevad a ese loco a su cabaña -dijo con un gruñido-. Tiene el aspecto de un comedor de loto. Ni siquiera me ha contestado. Yo...

Yar Afzal profirió un grito de dolor. Había sentido un súbito movimiento en su mano derecha. Su voz se apagó repentinamente y sus ojos se quedaron mirando al vacío. Dentro de su puño apretado sentía el pulso del cambio, del movimiento, de la vida. Ya no sostenía entre sus manos la brillante esfera negra. No se atrevía a mirar. La lengua se le pegaba al paladar y no podía abrir la mano. Los atónitos guerreros vieron que los ojos de su jefe se dilataban y su rostro se puso lívido. Luego surgió de sus labios un grito de dolor. Se tambaleó y cayó al suelo boca abajo como derribado por un rayo, y de sus dedos extendidos salió una enorme araña negra, horrible y peluda, que brillaba como el azabache. Los hombres, con un grito, retrocedieron, y el espantoso animal se ocultó rápidamente entre unas rocas cercanas

Entonces se produjo una violenta agitación entre los guerreros, y por encima del clamor se alzó una potente voz de mando que nadie supo de dónde provenía. Ninguno de los hombres que quedaron con vida pudo explicarlo, pero todos la habían oído:

-¡Yar Afzal ha muerto! ¡Matad al extranjero!

Aquel grito unió todas las mentes en una sola. La duda, el temor y el asombro desaparecieron en un segundo, y de todas las gargantas surgió al unísono un fantástico clamor que pedía sangre. El furioso grito ascendió al cielo como respuesta de los bárbaros de las montañas. Atravesaron rápidamente la distancia que los separaba con las capas flotando al viento, los ojos centelleantes y los cuchillos levantados.

Conan actuó con más rapidez que ellos. Al escuchar aquel grito saltó en dirección a la puerta de la cabaña. Pero los hombres de las montañas estaban más cerca de ésta que el cimmerio. Cuando ya había pisado el umbral, se vio obligado a dar media vuelta para evitar la terrible hoja de acero. Esquivó un golpe mortal y, después de deshacerse de un guerrero con el puño izquierdo, apuñaló a otro en el vientre. Luego se acercó a la puerta y apoyó su poderosa espalda sobre ella. A su alrededor, las afiladas hojas arrancaron astillas de la puerta, pero ésta cedió finalmente bajo el fuerte impacto de su cuerpo, abriéndose repentinamente. Conan entró en el interior de la cabaña, tambaleándose. Un barbudo guerrero también logró entrar en la habitación, pero Conan cerró rápidamente la puerta en las mismas narices de los hombres que trataban de entrar. Se oyó el crujido de los huesos bajo el impacto, y un segundo después Conan corría los cerrojos y daba media vuelta para enfrentarse con el hombre que se incorporaba del suelo y entraba en acción como un poseído.

Yasmina, encogida en un rincón, contemplaba horrorizada cómo luchaban los dos hombres, recorriendo la habitación de un lado a otro, hasta el punto de que en más de una ocasión estuvieron a punto de aplastarla.

El sonido metálico del acero llenaba el cuarto, y en el exterior la multitud aullaba como una manada de lobos, golpeando la puerta con sus largos cuchillos y arrojando piedras contra ella. Alguien encontró un tronco de árbol y la puerta comenzó a temblar bajo el fuerte impacto. Yasmina se tapó los oídos, mirando hacia adelante con los ojos desorbitados. En el establo un caballo relinchaba y luego comenzó a dar coces contra la pared. El animal se dio media vuelta y asomó las patas entre los barrotes cuando el guerrero, al retroceder bajo el ataque de Conan, se encontró con ellas. Su espina dorsal se fracturó por tres puntos como una rama seca. Las pezuñas del animal lo arrojaron contra el cimmerio y ambos cayeron al suelo.

Yasmina gritó horrorizada y corrió hacia adelante. La joven pensaba que ambos hombres habían muerto. Conan apartó el cadáver a un lado y se puso en pie. La muchacha lo aferró por un brazo, temblando de pies a cabeza.

-¡Oh, vives! Pensé que... ¡creí que estabas muerto! Conan la miró y vio el pálido rostro de la muchacha y sus grandes ojos desorbitados, que lo miraban llenos de terror.

-¿Por qué tiemblas? -preguntó Conan-. ¿A ti qué puede importarte que yo muera o viva?

La joven trató de recuperar su compostura y se retrajo, realizando un penoso esfuerzo por comportarse como la Devi.

-Eres preferible a esos lobos que aúllan ahí fuera -repuso señalando la puerta, cuyo dintel comenzaba a moverse de manera alarmante.

-No aguantará mucho tiempo -susurró Conan dirigiéndose al establo donde se encontraba el caballo.

Al ver que Conan apartaba a un lado los destrozados barrotes y entraba en el establo donde se hallaba la bestia enloquecida, Yasmina enlazó nerviosamente las manos y contuvo la respiración. El caballo se puso en dos patas, relinchando ferozmente, con los ojos brillantes y las orejas echadas hacia atrás. Pero Conan saltó a un lado, cogió al animal por la crin con un increíble derroche de fuerza y logró que el animal se arrodillara. El caballo resopló y tembló, pero permaneció inmóvil mientras el hombre lo ensillaba, echándole sobre el lomo la silla trabajada en oro con los anchos estribos de plata.

Conan obligó a la bestia a dar media vuelta en el establo y llamó rápidamente a Yasmina. La muchacha se acercó temerosa y eludió las patas traseras del animal. Conan tanteaba el muro con sus manos y hablaba apresuradamente.

-Aquí hay una puerta secreta que ni siquiera los wazulis conocen. Yar Afzal me la enseñó una vez que estaba borracho. Da a la boca del barranco que hay detrás de la cabaña. ¡Aquí está!

Al hacer presión sobre un saliente, toda una sección de la pared giró sobre sus goznes engrasados. La joven miró a través de la abertura y vio un estrecho desfiladero que se abría en un risco cortado a pico, a poca distancia de la pared posterior de la cabaña. Entonces, Conan saltó sobre la silla del caballo y con un solo brazo colocó a la muchacha delante de él. Detrás de ellos, la puerta crujió como una cosa viva y se oyó un tremendo alarido simultáneo cuando aparecieron en el hueco de la puerta unos hombres de rostros barbudos con cuchillos en las manos. De inmediato, el enorme corcel dio un tremendo salto hacia adelante, como arrojado por una catapulta, y entró en el desfiladero galopando velozmente mientras la espuma de su boca era arrastrada por el viento.

Aquel movimiento fue una verdadera sorpresa para los wazulis. Y también para quienes galopaban por el desfiladero. Todo sucedió tan rápidamente... Ese ataque del caballo, como si fuera un huracán... El hombre del turbante verde que había allí no tuvo tiempo de apartarse del camino. Cayó bajo los cascos del frenético animal, y luego se oyó un grito de mujer. Conan sólo pudo verla por una décima de segundo, al pasar como un vendaval a su lado. Era una joven delgada, morena, con pantalones de seda y una tela bordada con piedras preciosas cubriéndole los senos. La muchacha se apretó rápidamente contra el muro. Los hombres que salieron por la puerta secreta del desfiladero, persiguiéndolos, se encontraron con aquella pareja, lo que convirtió sus aullidos de sed de sangre en penetrantes gritos de miedo y de muerte.

6. La montaña de los Adivinos Negros

-¿Adonde vamos ahora? -preguntó Yasmina, intentando mantenerse erguida en la silla y aferrándose desesperadamente a su secuestrador.

La muchacha advirtió avergonzada que no le resultaba desagradable sentir los poderosos músculos del hombre bajo sus dedos.

-A Afghulistán -contestó el cimmerio-. El camino es peligroso, pero el caballo nos conducirá sin problemas, a menos que tropecemos con algunos de tus amigos o con tribus enemigas mías. Ahora que Yar Afzal ha muerto, esos malditos wazulis nos perseguirán. Me sorprende que no estén ya detrás de nosotros.

-¿Quién era ese hombre que atropellaste? -preguntó la joven.

-No lo sé. Jamás lo había visto. No es ghuli, de eso estoy seguro. No sé qué diablos estaría haciendo allí. Había una muchacha con él.

-Sí -repuso la Devi con una expresión sombría en sus ojos-. No lo entiendo. Esa muchacha era mi doncella Gitara. ¿Crees que venía a ayudarme? ¿Ese hombre era un amigo? Si es así, los wazulis los deben de haber capturado a ambos.

-Bueno -repuso Conan-, no podemos hacer nada por ellos. Si regresamos, nos arrancarán el pellejo. No acabo de comprender cómo una muchacha como ésa pudo adentrarse tanto en estas montañas en compañía de un solo hombre... y además, de un erudito con túnica, ya que eso es lo que parecía. Lo cierto es que en todo esto hay algo diabólicamente extraño. Yar Afzal, muerto, y ese hombre que se movía como Un sonámbulo. He visto a los sacerdotes de Zamora llevando a cabo abominables ritos en sus templos prohibidos, y sus víctimas tenían la misma mirada de ese hombre. Los sacerdotes miraban fijamente a sus ojos y murmuraban palabras mágicas, y entonces los hombres se comportaban como autómatas y hacían todo lo que se les ordenaba, con los ojos vidriosos.

»Y entonces vi lo que ese individuo tenía en la mano -siguió diciendo-; lo que Yar Afzal recogió del suelo. Era como una bola negra, muy brillante, parecida a la que usan las sacerdotisas del templo de Yezud cuando bailan ante su dios, es decir, la araña negra. Yar Afzal la sostuvo en la mano y no recogió nada más del suelo. Sin embargo, cuando cayó muerto, una araña similar al dios de Yezud, pero más pequeña, escapó de entre sus dedos. Y entonces, cuando los wazulis se mostraron temerosos e inseguros, una voz los incitó a que me mataran. Y yo sé que esa voz no salió de la garganta de ningún guerrero, ni de las mujeres que miraban desde las cabañas. Parecía venir desde arriba.

Yasmina no dijo nada. Miró hacia el oscuro perfil de las montañas que los rodeaban y se estremeció. Todo su ser tembló ante la sobrecogedora naturaleza. Aquella era una tierra en la que todo podía suceder.

El sol estaba alto y calentaba ferozmente. Sin embargo, el viento que soplaba en ráfagas intermitentes parecía arrastrar consigo trozos de hielo. En un momento, la joven oyó un extraño sonido encima de ellos que no era causado por el viento y, a juzgar por la forma en que Conan levantó la cabeza, Yasmina pensó que se había nublado momentáneamente un trozo de cielo, como si algún objeto invisible se hubiera interpuesto entre ella y el firmamento, pero no estaba segura. Tampoco hizo ningún comentario, pero Conan aflojó el cuchillo en la vaina.

En ese momento iban por un sendero débilmente marcado, que entraba en gargantas tan profundas que el sol jamás llegaba al fondo. A trechos se extendía sobre abruptas pendientes cuyo suelo de pizarra suelta amenazaba desplomarse bajo sus pies, y otras veces seguían por el borde de terribles precipicios que se abrían a ambos lados.

El sol había sobrepasado el cenit cuando cruzaron un estrecho sendero que serpenteaba entre grandes formaciones rocosas. Conan dirigió su caballo hacia el sur, casi en ángulo recto con la dirección que habían seguido hasta ese momento.

-En un extremo de este camino hay una aldea galzai -explicó-. Sus mujeres caminan por este sendero cuando van al pozo en busca de agua. Necesitas ropas nuevas.

Yasmina miró su vestido y asintió con un movimiento de la cabeza. Sus zapatillas de seda bordada en oro estaban deshechas y la ropa interior de seda no era más que un conjunto de harapos que apenas se mantenía en su sitio.

Al llegar a un amplio rincón abierto en la roca, Conan desmontó, ayudó a hacer lo mismo a Yasmina y luego se quedó en actitud de espera. El cimmerio hizo un movimiento con la cabeza, pero la muchacha no oía nada.

-Viene una mujer por el camino -dijo Conan. Yasmina, presa de pánico, se aferró a su brazo.

-¿No... no la matarás? -preguntó en voz baja.

-Normalmente nunca mato a mujeres -repuso Conan con un gruñido-, aunque algunas de las que viven en estas montañas y colinas son verdaderas lobas. No, nada de eso, ¡por Crom!, le pagaré sus ropas. ¿Qué te parece eso?

Conan le enseñó a la joven un puñado de monedas de oro, entre las cuales eligió la más grande. La muchacha asintió en silencio, profundamente aliviada. Tal vez era natural que los hombres pelearan y murieran. Pero Yasmina sintió un escalofrío ante la idea de ver cómo se mataba a una mujer.

Al cabo de un rato apareció una muchacha en una esquina de la garganta. Se trataba de una joven galzai, alta y delgada, muy erguida, que cargaba un enorme pellejo de agua vacío. Hizo un movimiento como si intentara echar a correr, pero luego se dio cuenta de que Conan se encontraba muy cerca de ella como para permitir que escapara, y entonces se quedó inmóvil, mirándolos con una mezcla de temor y de curiosidad.

Conan le enseñó la moneda de oro.

-Te daré este dinero si le das tus ropas a esta mujer -dijo.

La respuesta fue inmediata. La muchacha sonrió con sorpresa y delicia y, con el desdén típico en una mujer de la montaña por las pudorosas convenciones, se quitó rápidamente su túnica bordada, los anchos pantalones y luego la camisa de mangas anchas, al tiempo que se deshacía de sus sandalias. Hizo un bulto con la ropa y se lo entregó a Conan que, a su vez, se lo alcanzó a la atónita Devi.

-Vete detrás de aquella roca y ponte todo esto -dijo, demostrando con su actitud que no era ningún salvaje-. Haz un paquete con tus ropas y dámelo cuando salgas de allí.

-¡El dinero! -exclamó la otra joven extendiendo ansiosamente la mano-. ¡El oro que me prometiste!

Conan le arrojó la moneda. La muchacha la cogió en el aire, la mordió y la ocultó rápidamente entre sus cabellos. Luego se agachó, tomó el pellejo de agua y reanudó su marcha sin darle la menor importancia a su desnudez. Conan esperó con cierta impaciencia mientras la Devi, por primera vez en su vida, se vestía sola. Cuando salió de detrás de la roca, Conan lanzó una exclamación de sorpresa. La muchacha sintió que en su interior ardía un conjunto de emociones mezcladas al ver la fiera admiración que brillaba en los ojos azules del cimmerio. Éste apoyó una mano en el hombro de la muchacha, al tiempo que la contemplaba ávidamente desde todos los ángulos.

-¡Por Crom! -exclamó-. Con las otras ropas tan místicas parecías fría, lejana... sí, remota como una estrella. ¡Ahora eres una mujer de carne y hueso! Cuando te fuiste detrás de esa roca eras la Devi de Vendhia, y ahora has salido de allí como una muchacha de las montañas... ¡aunque mil veces más hermosa que cualquier otra mujer de Zhaibar...! Eras una diosa..., ¡ahora eres una mujer real!

Conan le dio una fuerte palmada a la joven en las nalgas, como expresión de su admiración, y la muchacha lo entendió así, sin sentirse ultrajada en lo más mínimo por esa actitud. Era como si el cambio de ropa hubiera dado lugar a una transformación de su personalidad.

Pero Conan, a pesar de todo, no olvidó que el peligro seguía rondando. Cuanto más se alejaran de Zhaibar, había menos posibilidades de que se encontraran con soldados kshatriyas. Por otro lado, durante todo el camino había oído ruidos que le advertían, sin ninguna duda, de que los vengativos wazulis de Khurum le pisaban los talones.

El bárbaro subió a la Devi a la silla, luego montó él y dirigió el caballo hacia el oeste. Después, arrojó el paquete de ropa de la Devi a un precipicio que seguramente medía miles de metros de profundidad.

-¿Por qué has hecho eso? -preguntó ella-. ¿Por qué no le diste esa ropa a la muchacha?

-Los jinetes de Peshkhauri están peinando estas montañas y colinas -replicó Conan-. Seguramente les tenderán emboscadas y los atacarán en todas las curvas del camino, pero en represalia ellos destruirán todas las aldeas que encuentren a su paso. Puede que en cualquier momento giren hacia el oeste. Si encuentran a una muchacha con tus ropas, la torturarán hasta hacerla hablar, y en ese caso tendrían una buena pista.

_¿Y qué hará esa joven?

-Regresará a su aldea y le dirá a su gente que la atacó un desconocido. Los hombres nos perseguirán. Pero antes tendrá que ir a buscar agua, porque si se atreve a presentarse sin ella le darán latigazos hasta arrancarle el pellejo. Eso nos dará bastante tiempo. Jamás nos cogerán. Hacia la noche cruzaremos la frontera afghuli.

-En este lugar no hay el menor rastro de viviendas humanas -dijo la Devi-. Esta región parece especialmente desierta, incluso tratándose de los montes Himelios. No hemos visto un solo camino desde que dejamos aquel por el que venía la joven.

Como respuesta, Conan señaló hacia el noroeste, donde Yasmina distinguió un pico que sobresalía por encima de los enormes riscos.

-Yimsha -dijo Conan con un gruñido-. Todas las tribus construyen sus aldeas lo más lejos posible de esa montaña. La muchacha se fijó con más atención.

-¡Yimsha! -exclamó-. ¡La montaña de los Adivinos Negros!

-Eso dicen. Jamás he estado tan cerca de ella. Siempre he girado hacia el norte para evitar a los grupos de soldados kshatriyas que vigilaban las montañas. El camino habitual de Khurum a Afghulistán está más al sur. Éste es muy antiguo y está muy poco transitado.

La joven miró fijamente el remoto pico y se clavó las uñas en sus rosadas palmas.

-¿Cuánto tiempo se tardaría en llegar a Yimsha desde aquí?

-El resto del día y toda la noche -repuso Conan, haciendo una mueca-. ¿Quieres ir hasta allí? ¡Por Crom! No es un lugar para seres humanos, según dice la gente de las montañas.

-¿Por qué no se reúnen y matan a los diablos que la habitan?

-preguntó la muchacha.

-¿Matar a hechiceros con espadas? De todos modos, nunca molestan a nadie, a menos que la gente los moleste a ellos. Jamás he visto a uno, aunque he hablado con unos hombres que aseguraban haberlos visto. Cuentan que vieron a unos individuos muy silenciosos, vestidos con túnicas negras, al salir el sol y al atardecer.

-¿Tendrías miedo de atacarlos?

-¿Yo?

Ésa era una idea nueva para Conan. Guardó silencio durante unos segundos y luego dijo:

-Si intentaran atacarme, estarían en juego mi vida y la suya, pero no tengo ningún interés en atacarles yo. He venido a estas montañas para reunir a un grupo de hombres y no a luchar contra brujos.

Yasmina no aceptó de inmediato la respuesta. Miró hacia el pico como si se tratara de un enemigo, sintiendo una extraña sensación de cólera en el pecho. En su interior comenzaba a nacer un nuevo sentimiento. Había pensado enfrentar al hombre que en ese momento la llevaba en brazos con los maestros de Yimsha. Tal vez hubiera otro camino, además del método que había planeado, para lograr su propósito No se equivocaba al calibrar la mirada que le dirigía aquel salvaje cada vez que sus ojos se posaban en ella. Cuando las blancas manos de una mujer tiran de las cuerdas del destino, se derrumban reinos. Súbitamente, Yasmina se puso en tensión y dijo señalando a lo lejos:

-¡Mira!

Sobre el distante pico colgaba una nube de aspecto extraño. Era de color carmesí, con algunas manchas doradas. La nube se movía, giraba y se contraía. De repente, pareció despegarse del pico cubierto de nieve, flotó como una pluma y luego se volvió invisible contra el cielo azul.

-¿Qué era eso? -preguntó la muchacha, preocupada cuando un gran saliente de roca ocultó por un momento la montaña; incluso ese fenómeno natural, a pesar de su belleza, era inquietante.

-Los hombres de las montañas lo llaman la Alfombra de Yimsha, aunque no sé qué puede significar eso -repuso Conan-. He visto a quinientos hombres corriendo como si los persiguiera el mismísimo diablo para ocultarse en cuevas y grietas de las rocas, porque veían flotar esa nube sobre la montaña. ¿Qué diablos...?

En ese momento avanzaban a través de una estrecha garganta entre altos muros y salieron a un amplio rellano flanqueado por una serie de abruptas pendientes por un lado y un gigantesco precipicio por el otro. El pequeño sendero seguía el rellano, giraba alrededor de una formación rocosa y reaparecía a intervalos mucho más abajo, siempre serpenteando. Pero al salir de la garganta que daba al rellano, el caballo se detuvo súbitamente, relinchando y resoplando. Conan le golpeó los flancos con ambos talones, y el animal volvió a relinchar y agitó la cabeza, vacilando y temblando como si se encontrara ante una barrera invisible.

Conan maldijo entre dientes y desmontó. Luego bajó a Yasmina de la silla. Acto seguido avanzó con una mano extendida, como si esperara hallar algún obstáculo o una resistencia imprevista, pero no hubo nada que lo detuviera, si bien cuando cogió al caballo por las riendas el animal se negó a dar un solo paso, relinchando y poniéndose sobre dos patas. Entonces Yasmina gritó y Conan dio media vuelta, llevándose una mano a la empuñadura del cuchillo.

Ninguno de los dos lo había visto llegar, pero allí estaba, con los brazos cruzados. Se trataba de un hombre con una túnica de pelo de camello y turbante verde. Conan gruñó sorprendido cuando reconoció al mismo individuo que había atropellado su caballo al salir disparado de la cabaña por la puerta secreta, en la aldea wazuli.

-¿Quién diablos eres? -preguntó el cimmerio.

El hombre no contestó. Conan vio que sus ojos estaban desorbitados, que tenía la mirada fija y que ésta mostraba una extraña luminosidad. Los ojos del desconocido le sostuvieron la mirada como si fuesen un imán.

La hechicería de Khemsa se basaba en el hipnotismo, como ocurría con casi toda la magia oriental. Muchas generaciones habían vivido firmemente convencidas de la realidad y el poder del hipnotismo. Su fuerza aumentó mediante la práctica y el pensamiento, hasta formar una atmósfera intangible contra la cual el individuo, abrumado por las tradiciones de esa tierra, se sentía absolutamente desamparado.

Pero Conan no era oriental. Esas tradiciones no significaban nada para él. El hipnotismo no existía ni siquiera como mito en Cimmeria Él no había recibido la herencia cultural que preparaba al oriental para someterse a los hipnotizadores.

Sabía perfectamente lo que intentaba hacer Khemsa con él, pero aun así, sentía el impacto de la fuerza de aquel hombre como un vago impulso, como un tira y afloja del cual él podía deshacerse de la misma manera que un hombre se sacude una tela de araña de la ropa.

Puesto que conocía la magia negra, Conan desenvainó el largo cuchillo y atacó con la velocidad de un león de las montañas.

Pero el hipnotismo no era la única ciencia que practicaba Khemsa. Yasmina, que contemplaba la escena asombrada, no pudo ver mediante qué truco de movimientos o arte el hombre del turbante verde esquivó el terrible golpe dirigido a su vientre. Pero la ancha hoja del cuchillo pasó a un lado de su cuerpo. Yasmina tuvo la impresión de que Khemsa simplemente había acariciado la nuca de Conan con la palma de la mano. Lo cierto es que el cimmerio cayó al suelo como un buey apuntillado.

Sin embargo, Conan no estaba muerto. Amortiguó la fuerza de la caída con la mano izquierda y atacó en dirección a las piernas de Khemsa mientras caía al suelo. Pero el rakhsha esquivó el cuchillo dando un increíble salto hacia atrás. Gitara salió de entre las rocas y se acercó a Khemsa. Yasmina, al reconocerla, soltó un agudo grito. El saludo murió en la garganta de la Devi al ver la expresión maligna que se reflejaba en el rostro de la bella muchacha.

Conan se incorporó lentamente, aturdido por la cruel habilidad de aquel golpe que, aplicado con un arte olvidado mucho antes del hundimiento de Atlantis, hubiera quebrado como una rama seca el cuello de un hombre más débil que Conan. Khemsa lo miró con cautela, un tanto desconcertado. El rakhsha había hecho frente con éxito a los cuchillos de los enloquecidos wazulis en el desfiladero, detrás de la cabaña de Khurum. Pero la resistencia del cimmerio había minado un poco su confianza en sí mismo. La magia siempre se fortalece con los éxitos y no con los fracasos.

Dio un paso hacia adelante con una mano levantada... y luego se detuvo, como congelado, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos desorbitados. A pesar de sí mismo, Conan siguió la dirección de su mirada y lo mismo hicieron las mujeres: la muchacha que se hallaba junto al tembloroso caballo y la que estaba al lado de Khemsa.

En ese momento se vio una nube de color carmesí descendiendo por la ladera de la montaña como un remolino de polvo brillante. El oscuro rostro de Khemsa se volvió de color ceniciento, su mano comenzó a temblar y la dejó caer a un lado de su cuerpo.

La nube se separó de la ladera de la montaña y descendió trazando un amplio arco en el aire. Tocó el borde del rellano que había entre Conan y Khemsa, y el rakhsha retrocedió con un grito ahogado. Dio unos pasos hacia atrás e hizo retroceder a Gitara, protegiéndola con ambas manos.

La nube de color carmesí se balanceó durante unos instantes, luego desapareció como una pompa de jabón y estalló en el aire. En el rellano había cuatro hombres de pie. Era milagroso, increíble, imposible, pero real. Allí no había espectros ni fantasmas. Eran cuatro hombres altos, con las cabezas rapadas, parecidas a la de un buitre. Llevaban túnicas negras que les cubrían los pies. Sus manos quedaban ocultas por las anchas mangas de las túnicas. Estaban en silencio y sus cabezas se movían al unísono, como asintiendo. Se encontraban frente a Khemsa, y Conan, situado detrás de ellos, sintió que se le helaba la sangre en las venas. Al levantarse del suelo, retrocedió tambaleándose hasta que sintió la temblorosa piel de su caballo contra la espalda; la Devi corrió hacia él y lo aferró por el brazo. Nadie dijo una sola palabra. Reinaba un silencio de muerte en el lugar.

Los cuatro hombres vestidos de negro miraban a Khemsa. Sus rostros de buitre denotaban la más absoluta impasibilidad y sus ojos miraban fijamente al vacío, en actitud contemplativa. Khemsa temblaba como un hombre atacado por la malaria. El sudor inundaba su oscuro rostro. Su mano derecha se cerraba sobre algo que había debajo de su túnica con tal desesperación que la sangre desapareció de sus dedos y éstos se volvieron completamente blancos. Su mano izquierda se apoyó sobre un hombro de Gitara y se crispó como en plena agonía, como la mano de un hombre que se ahoga. La joven no hizo el menor gesto de dolor aun cuando aquellos dedos se hundieron como garras en su carne.

Conan había visto cientos de batallas a lo largo de su vida, pero jamás había contemplado un enfrentamiento como aquél, en el cual cuatro voluntades diabólicas intentaban derrotar a otra más débil que la suya, pero igualmente demoníaca, que se les oponía. El cimmerio percibió lo monstruoso de aquella lucha. Con la espalda hacia la pared, cercado por sus antiguos maestros, Khemsa luchaba por su vida con todo su oscuro poder, con todos los terribles conocimientos que ellos le habían enseñado a través de largos años de sumisión y vasallaje.

Era mucho más fuerte de lo que él mismo había imaginado, y el libre ejercicio de sus poderes en su propio beneficio había desencadenado fuerzas insospechadas. La desesperación y el terror que sentía le proporcionaban en ese momento una energía increíble. Retrocedió ante el impacto de aquellos ojos hipnóticos, pero aun así se mantuvo firme en su terreno. En su rostro se dibujó una mueca bestial de dolor.

Era una lucha de espíritus, de poderosos cerebros que participaban de un conocimiento negado al resto de los hombres durante millones de años, una lucha de mentes que habían cruzado todos los abismos y explorado las oscuras estrellas donde reinan las sombras.

Yasmina lo comprendía mucho mejor que Conan. Y también entendía vagamente por qué Khemsa podía soportar la fuerza concentrada de esas cuatro voluntades infernales que podrían haber hecho pedazos la misma roca en la que se apoyaban los pies del hombre. Su salvación era la joven a la que se aferraba desesperadamente. Ella era como un ancla para su alma temblorosa, que comenzaba a derrumbarse bajo las olas de aquellas emanaciones psíquicas. Su debilidad era en ese momento su fuerza. Su amor por la joven, por muy violento y maligno que fuese, era todavía un lazo que lo mantenía unido al resto de la humanidad, una ligadura terrenal para su voluntad, una cadena que sus enemigos sobrehumanos no podrían romper, al menos no a través de Khemsa.

Los cuatro hombres vestidos de negro se dieron cuenta de ello antes que él. Entonces, uno de ellos dejó de mirar al rakhsha y posó sus ojos en Gitara. Allí no hubo batalla. La joven se encogió y se marchitó como una hoja. Empujada irresistiblemente hacia la nada, se separó del brazo de su amante antes de darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Entonces ocurrió algo espantoso. La muchacha comenzó a retroceder hacia el precipicio, mirando a sus verdugos con los ojos desorbitados, en los que parecía haber desaparecido toda luz de inteligencia, Khemsa soltó un gruñido y, al tratar de avanzar hacia la muchacha, cayó en la trampa preparada para él. Una mente dividida no podía librar una batalla tan desigual. Estaba derrotado. Era como una pluma en sus manos. La muchacha siguió retrocediendo igual que una autómata y Khemsa caminó hacia ella tambaleándose como un borracho, con las manos extendidas, sollozando, al tiempo que sus pies se movían como si estuvieran muertos.

La joven se detuvo en el mismo borde del precipicio, rígida, con los talones en el borde. Khemsa cayó de rodillas y se arrastró hacia ella, tratando de alcanzarla para evitar su destrucción. Poco antes de que sus temblorosos dedos la tocaran, uno de los brujos se echó a reír. La espantosa carcajada resonó como el repicar de una campana del infierno. La muchacha retrocedió aún más, y súbitamente la expresión de inteligencia volvió a sus ojos, que en aquella décima de segundo reflejaron el más espantoso de los horrores. Gritó y trató de coger las extendidas manos de su amante, y entonces, incapaz de salvarse, cayó al abismo con un terrible alarido de dolor.

Khemsa llegó hasta el borde y miró hacia abajo, moviendo los labios como si murmurara algo para sí. Desde allí se volvió y miró a sus verdugos durante un momento, con unos ojos que carecían de toda luz humana. Y entonces, súbitamente, estallando en un alarido que casi reventó las rocas, se lanzó sobre ellos con el cuchillo en la mano.

Uno de los rakhshas dio un paso hacia adelante y golpeó el suelo rocoso con el pie. Al hacerlo se oyó un repentino tronar que fue aumentando de intensidad. En el punto de la sólida roca en el que acababa de golpear con el pie, se abrió una enorme grieta y entonces cedió toda una sección del rellano con un crujido ensordecedor. Durante una décima de segundo se vio a Khemsa alzando los brazos aterrorizado, desapareciendo después entre el terrible fragor de la avalancha de rocas que caían al abismo.

Los cuatro brujos contemplaron con calma el quebrado borde del sendero que formaba el nuevo límite del precipicio y luego se volvieron. Conan, que se había caído al suelo a causa del temblor de la montaña, se puso en pie junto con Yasmina. Sus movimientos eran tan lentos como sus pensamientos. Se sentía absolutamente aturdido y desorientado. Tenía plena consciencia de la necesidad de ponerse en pie, de subir a la Devi a la silla y de salir galopando con la velocidad del viento, pero una inexplicable torpeza mental y física le impedía todo movimiento.

En ese momento, los cuatro brujos se volvieron hacia él. Levantaron los brazos y Conan vio aterrorizado cómo sus cuerpos se esfumaban y se convertían en una nebulosa, al tiempo que una débil humareda de color carmesí les rodeaba los pies y los envolvía poco a poco. Al cabo de un segundo desaparecieron en una nube que giraba como un torbellino, y Conan advirtió que él también estaba envuelto en una bruma de color carmesí. Oyó los gritos de Yasmina y los gemidos del caballo, que parecían los de una mujer dolorida. La Devi le soltó el brazo, y cuando Conan atacó ciegamente con su cuchillo, una formidable ráfaga de viento tormentoso lo lanzó contra las rocas. Estaba aturdido y veía una nube de color carmesí que giraba, elevándose por la ladera de la montaña. Yasmina había desaparecido, al igual que los cuatro hombres vestidos de negro. Sobre el rellano rocoso de la montaña solamente quedaba su aterrado caballo junto a él.

7. A Yimsha

La nebulosa se disipó del cerebro de Conan, al igual que la bruma se desvanece ante un fuerte viento. Saltó a la silla del caballo profiriendo una terrible maldición, y el animal retrocedió relinchando. Miró hacia la ladera de la montaña, dudó durante un momento y luego avanzó en la misma dirección que seguía antes de ser detenido por Khemsa. Pero ahora ya no avanzaba cautelosamente. Aflojó las riendas, y el corcel saltó hacia adelante como una flecha, como si tratara de aliviar su tensión mediante un violento ejercicio físico. Al otro lado del rellano de piedra, el hombre y el caballo se lanzaron con furia en una carrera desenfrenada por el estrecho sendero. El camino seguía un pliegue de la roca, serpenteando interminablemente hacia abajo, y hubo un momento en el que Conan pudo ver lo que quedaba del trozo de rellano desprendido de la montaña: un enorme montón de rocas situado al pie del gigantesco risco.

Todavía había que descender bastante para llegar hasta el fondo del valle cuando Conan encontró un barranco que parecía una salida natural. Siguió cabalgando entre dos precipicios. Distinguía perfectamente el sendero que debía seguir, que más adelante trazaba una curva cerrada y retrocedía hasta el lecho del río, que estaba a la izquierda. Conan maldijo la necesidad de tener que recorrer tantas leguas, pero era el único camino. Intentar descender hacia el borde que había mas abajo del sendero sería imposible. Sólo un pájaro podría llegar hasta el lecho del río sin romperse el cuello.

Espoleó a su animal hasta que llegó a sus oídos el ruido de los cascos de otro caballo que venía desde mucho más abajo. Conan frenó a su corcel y se acercó hasta el borde del risco para observar el seco lecho del río que corría al pie de la montaña. En la garganta se veía una larga columna de jinetes... unos hombres barbudos sobre caballos semisalvajes. Eran aproximadamente unos quinientos hombres armados. Conan lanzó un grito y se inclinó sobre el abismo, a cien metros de altura.

Los jinetes se detuvieron y quinientos rostros barbudos lo miraron. Un repentino clamor llenó el cañón. Conan no malgastó palabras.

-¡Cabalgaba hacia Ghor! -bramó desde las alturas-. No esperaba encontraros en mi camino, perros.

¡Seguidme tan rápidamente como puedan hacerlo vuestros viejos caballos! Voy a Yimsha y...

-¡Traidor!

El unánime bramido fue como un jarro de agua fría arrojado a su rostro.

-¡Cómo!

Conan miró en dirección a la columna de hombres, incapaz de pronunciar una sola palabra más. Vio una cantidad de ojos que lo observaban con furia, rostros congestionados por la ira y manos empuñando armas.

-¡Traidor! -dijeron los jinetes con odio-. ¿Dónde están los siete jefes cautivos de Peshkhauri?

-Supongo que en la prisión del gobernador.

Un alarido sanguinario surgió de cientos de gargantas. El clamor y el ruido de las armas fue tan fuerte que Conan no pudo comprender lo que decían.

Entonces el cimmerio gritó con todas sus fuerzas:

-¿Qué diablos significa todo esto? ¡Que hable uno solo y así en tenderé lo que queréis decir!

Un viejo jefe enjuto, cuya enorme barba le llegaba hasta la cintura, agitó su espada curva en dirección a Conan, como preámbulo, y gritó:

-¡No nos dejaste ir a Peshkhauri para rescatar a nuestros hermanos!

-¡No, estúpidos! -repuso Conan exasperado-. Aun cuando hubierais salvado el muro, lo que es poco probable, los habrían colgado a todos ellos antes de que llegarais allí.

-¡Y tú te fuiste solo para negociar con el gobernador! -gritó el afghuli furioso.

-¿Y bien?

-¿Dónde están los siete jefes? -bramó el anciano agitando su espada curva-. ¿Dónde están? ¡Muertos!

-¡Cómo! ¿Qué dices? -preguntó Conan estupefacto.

-¡Sí, todos muertos! -gritaron a coro quinientas voces sedientas de sangre. Y el anciano jefe vociferó:

-¡No fueron ahorcados! ¡Un wazuli que estaba en otra celda los vio morir! El gobernador envió a un brujo para matarlos con sus artes mágicas.

-Eso no puede ser verdad -exclamó Conan-. El gobernador no se hubiera atrevido a hacer eso. Anoche hablé con él...

Lo que acababa de decir había sido muy poco acertado. Un alarido de odio y de acusaciones se elevó al cielo.

-¡Sí! ¡Fuiste a verlo completamente solo! ¡Para traicionarnos! Es verdad. El wazuli escapó por la puerta que el brujo abrió para entrar y se lo contó todo a nuestros exploradores, con los que se encontró en Zhaibar. Fueron a buscarte al ver que no regresabas. Cuando oyeron el relato del wazuli volvieron apresuradamente a Ghor, y nosotros ensillamos nuestros caballos y cogimos nuestras espadas.

-¿Y qué deseáis hacer, estúpidos?

-¡Vengar a nuestros hermanos! -gritaron los hombres, al unísono-. ¡Muerte a los kshatriyas! ¡Matadlo, hermanos, es un traidor!

Las flechas comenzaron a caer a su alrededor. Conan se puso de pie sobre los estribos, luchando por hacerse oír por encima del tumulto, y entonces, con una exclamación de cólera, desafío y asco, comenzó a galopar sendero arriba. Detrás y debajo de él galopaban los afghulis con furor, demasiado encolerizados como para advertir que para alcanzar al cimmerio era preciso atravesar el lecho del río en dirección opuesta, tomar luego el sendero en forma de herradura y subir después por el serpenteante camino del risco. Cuando recordaron esto y retrocedieron, su repudiado jefe ya casi había alcanzado el punto en el que el rellano se unía al risco.

Una vez arriba, Conan no tomó el camino por el que había descendido, sino que giró en otra dirección, hacia un sendero sin marcar, por el cual el caballo apenas podía pasar. Aun así, al mirar hacia arriba, comprobó que debía recorrer un trayecto bastante largo para alcanzar el lugar desde donde se habían despeñado Gitara y el hombre del turbante verde.

No había avanzado mucho cuando el caballo relinchó y retrocedió ante algo que se interponía en su camino. Conan vio los restos de un hombre; era un montón de carne y huesos, algo que se parecía ya muy poco a un cuerpo humano, pero que aún conservaba la vida.

Sólo los oscuros dioses que gobiernan los siniestros destinos de los brujos sabían cómo Khemsa había podido arrastrar su destrozado cuerpo desde aquel caos de rocas hasta el sendero.

Impulsado por una misteriosa fuerza, Conan desmontó y contempló durante un momento el horrible cuerpo desfigurado, consciente de que estaba siendo testigo de algo milagroso, contrario a las leyes de la naturaleza. El rakhsha levantó su destrozada cabeza, y sus extraños ojos, que brillaban de dolor ante la cercana muerte, se posaron en Conan y lo reconocieron.

-¿Dónde están? -preguntó.

Su voz no era humana. Era una especie de gruñido de ultratumba.

-Han regresado a su maldito castillo de Yimsha -respondió Conan en voz baja-. Se han llevado con ellos a la Devi.

-¡Iré hacia allí! -murmuró el hombre-. ¡Los seguiré! Mataron a Gitara. ¡Los mataré... a los acólitos, a los Cuatro del Círculo Negro y al mismo Maestro! ¡Los mataré a todos!

Khemsa intentó arrastrar su mutilado cuerpo un poco más, pero ni siquiera aquella indomable voluntad pudo mover ese amasijo de carne y huesos que se mantenía con vida.

-¡Síguelos! -susurró Khemsa vomitando sangre-. ¡Síguelos!

-Eso pienso hacer. Fui a buscar a mis afghulis, pero se han vuelto contra mí. Iré a Yimsha solo. Recuperaré a la Devi aunque tenga que destruir toda esa montaña con mis manos. No pensé que el gobernador se atrevería a matar a mis hombres cuando me llevé a la Devi, pero parece que lo hizo. Eso le costará la cabeza. Ella ya no me sirve como rehén, pero...

-¡Que caiga sobre ellos la maldición de Yizil! -murmuró el rakhsha-. ¡Vete! Yo... Khemsa... me estoy muriendo. Espera... toma mi cinturón...

El moribundo intentó hurgar entre sus harapos con manos temblorosas, y Conan, comprendiendo lo que trataba de hacer, se agachó y le quitó un cinto de aspecto extraño.

-Sigue la veta dorada a través del abismo -musitó Khemsa, sin que Conan entendiera el significado de sus palabras-. Usa el cinturón. Me lo regaló un sacerdote estigio. Te ayudará, aunque a mí me falló al final. Rompe el globo de cristal con las cuatro granadas doradas. Ten mucho cuidado con las transmutaciones del Maestro... Yo me voy con Gitara..., me está esperando en el infierno.¡Ya Skelos yar!

Khemsa murió con un último grito.

Conan contempló el cinturón. El pelo negro con el que había sido tejido no era de caballo. El cimmerio estaba convencido de que eran cabellos de mujer. Entre el pelo había unas joyas diminutas que jamás había visto. La hebilla dorada tenía una forma extraña; parecía la cabeza afilada de una serpiente. Conan se estremeció y se volvió, dispuesto a arrojar el cinturón al precipicio, pero tuvo un momento de duda y por último lo ciñó a su talle bajo el cinto bakhariota que usaba normalmente. A continuación, montó en su caballo y reanudó la marcha.

El sol se había ocultado tras los riscos. Conan siguió subiendo por el sendero, bajo la enorme sombra que arrojaban las pendientes rocosas como un manto azul sobre los valles y barrancos. No faltaba mucho para llegar a la cima cuando, al aproximarse a la arista de un risco, oyó el ruido de cascos de caballos. No dio la vuelta. El camino era tan estrecho que el animal no hubiera podido hacerlo. Siguió cabalgando y, al bordear la arista, desembocó en un sendero un poco más ancho. Un coro de alaridos amenazadores estalló en sus oídos, al tiempo que un brazo que sostenía una cimitarra se disponía a caer sobre su cabeza. Conan detuvo el brazo levantado del jinete, mientras que su corcel hacía retroceder al caballo del otro.

-¡Kerim Sha! -exclamó Conan con los ojos centelleantes.

El turanio no luchó. Los dos individuos se encontraban sobre los caballos, casi hombro con hombro. Los dedos de Conan se crisparon sobre el brazo armado. Detrás de Kerim Sha había un grupo de enjutos irakzais a caballo. Tenían mirada de lobo, pero parecían inseguros a causa de lo estrecho del sendero y de la proximidad del precipicio que había a sus espaldas.

-¿Dónde está la Devi? -quiso saber Kerim Sha.

-¿Qué te importa a ti eso, espía hirkanio? -dijo Conan con un gruñido.

-Sé que tú la tienes -repuso Kerim Sha-. Me dirigía hacia el norte con algunos de mis hombres cuando unos enemigos nos tendieron una emboscada en el desfiladero de Shalizah. Muchos de los míos murieron, y los otros huimos como chacales por las montañas. Cuando logramos deshacernos de nuestros perseguidores, giramos hacia el oeste, hacia el desfiladero de Amir Jehun, y esta mañana nos tropezamos con un wazuli que erraba por las montañas Estaba loco, pero obtuve datos importantes de su cháchara incoherente antes de que muriera. Supe que era el único sobreviviente de un grupo que siguió a un jefe afghuli y a una mujer kshatriya cautiva hasta una garganta situada detrás de la aldea de Khurum. Habló mucho acerca de un hombre de turbante verde al que derribó el afghuli, pero cuando fue atacado por los demás wazulis que lo perseguían, los aplastó con su magia en forma tal que cayeron como si fueran nubes de langostas derribadas por la tormenta.

»No sé cómo escapó ese hombre -agregó-, y tampoco él lo sabía, pero por lo que dijo supe que Conan de Ghor había estado en Khurum con su real prisionera. Luego, cuando cabalgamos a través de las montañas, nos encontramos con una muchacha galzai que llevaba un pellejo de agua y nos contó que había sido desnudada y violada por un gigante extranjero vestido con ropas de jefe afghuli. Dijo además que había entregado sus ropas a una mujer vendhia que lo acompañaba. Y finalmente agregó que os dirigíais hacia el oeste.

Kerim Sha no consideró necesario explicar que se dirigía a su cita con las esperadas tropas de Secunderam cuando encontró el camino bloqueado por montañeses hostiles. La ruta del valle de Gurashah, a través del desfiladero de Shalizah, era más larga que la del desfiladero de Amir Jehun, pero esta última atravesaba parte del país afghuli, que Kerim Sha deseaba evitar hasta que contara con un ejército. Sin embargo, al encontrar bloqueado el camino de Shalizah, había seguido la ruta prohibida hasta que tuvo noticias de que Conan aún no había llegado a Afghulistán con su prisionera. Esto le obligó a girar hacia el sur y a avanzar apresuradamente, con la esperanza de tropezarse con el cimmerio en las montañas.

-De manera que será mejor que me digas dónde está la Devi -sugirió Kerim Sha.

-Si uno de tus perros dispara una sola flecha, te arrojaré de cabeza por ese abismo -amenazó Conan-. De todos modos, matarme no te serviría de nada. Me siguen quinientos afghulis, y si se enteran de que los has engañado, te arrancarán el pellejo a tiras. Por otro lado, la Devi no está en mi poder. Está en manos de los Adivinos Negros de Yimsha.

-¡Por Tarim! -maldijo Kerim Sha en voz baja, perdiendo por un momento su aplomo y su porte elegante-. Khemsa...

-Khemsa ha muerto -dijo Conan con un gruñido-. Sus maestros lo han enviado al infierno. Y ahora, apártate de mi camino. Me gustaría matarte si tuviera tiempo, pero tengo prisa por llegar a Yimsha.

- Iré contigo -dijo el turanio súbitamente.

Conan se echó a reír.

- ¿Acaso crees que confío en ti, perro hirkanio?

-No te pido que lo hagas -repuso Kerim Sha-. Los dos queremos a la Devi. Conoces mis razones. El rey Yezdigerd desea anexionar el reino de la Devi a su imperio, y tenerla a ella misma en su harén. Yo te conocí cuando eras atamán en las estepas kozakas, por lo que conozco tus ambiciones. Quieres saquear Vendhia y obtener un buen rescate por Yasmina. Bien, dejemos de lado de momento nuestro problema personal, unamos nuestras fuerzas y tratemos de rescatar a la Devi de manos de los Adivinos. Si tenemos éxito y vivimos, pelearemos para ver quién se queda con ella.

Conan asintió con la cabeza, al tiempo que soltaba el brazo del turanio.

-De acuerdo -dijo-. ¿Y tus hombres?

Kerim Sha se volvió hacia los silenciosos irakzais y les habló brevemente:

-Este jefe y yo vamos a Yimsha a luchar contra los brujos. ¿Venís con nosotros u os quedáis aquí para ser exterminados por los afghulis que persiguen a este hombre?

Los guerreros lo miraron y en sus ojos se reflejó un tremendo fatalismo. Estaban condenados, y lo sabían. Lo sabían desde que las flechas de sus atacantes dagozai los habían expulsado del desfiladero de Shalizah. El grupo era demasiado pequeño como para abrirse paso desde las montañas hasta las aldeas de la frontera sin la ayuda del hábil turanio. Puesto que ya se consideraban perdidos, respondieron de la única manera en que puede hacerlo un moribundo:

-Iremos contigo y moriremos en Yimsha.

-Entonces partamos ya, en nombre de Crom -gruñó Conan, impaciente, contemplando la débil luz del crepúsculo-. Hemos perdido un tiempo precioso.

Kerim Sha hizo retroceder su caballo saliendo de donde se encontraba, entre el muro rocoso y el caballo de Conan, envainó su espada e hizo dar la vuelta cuidadosamente a su corcel. El grupo de hombres comenzó a avanzar lo más rápido que pudieron por el estrecho sendero. Llegaron a la cima situada a un kilómetro al este del lugar en el que Khemsa había detenido al cimmerio y a la Devi. El camino que habían recorrido era peligroso, incluso para los hombres de las montañas, y por esta razón Conan lo había evitado cuando iba con Yasmina, aunque Kerim Sha, que lo seguía, lo tomó, suponiendo que el bárbaro también lo había hecho. Incluso Conan suspiró aliviado cuando los caballos se alejaron del borde

del precipicio. Los hombres avanzaron como fantasmas a través del reino de las sombras.

8. Yasmina conoce el terror sin límites


Yasmina no tuvo tiempo más que para soltar un grito cuando se sintió envuelta por el remolino de color carmesí y separada de su protector con una fuerza sorprendente. Gritó una vez y después ya no tuvo fuerzas para volver a hacerlo. Tenía la impresión de estar ciega, sorda y muda, y de carecer de cualquier otro sentido a causa de la terrible corriente de aire que la rodeaba. Tenía la terrible sensación de hallarse a una altura impresionante, ascendiendo a una enorme velocidad, y que todos sus sentidos habían enloquecido Luego vino el vértigo y el olvido.

Al recuperar el conocimiento todavía experimentaba un vestigio de tales sensaciones. Gritó desesperadamente, sintiendo que su cuerpo estaba realizando un vuelo involuntario al infinito. Sus dedos tocaron una suave tela y al cabo de un rato tuvo la agradable sensación de estabilidad. Entonces, lanzó una mirada a su alrededor.

Estaba tendida sobre una tarima cubierta de terciopelo negro. La tarima se encontraba al fondo de una enorme habitación llena de tapices con dibujos de dragones de un realismo repelente. Aparentemente, allí no había ventanas ni puertas, aunque podían estar ocultas bajo los tapices. Yasmina no pudo distinguir de dónde procedía la tenue luz que alumbraba el salón. Allí parecía reinar el misterio, las sombras y extrañas formas en las que la muchacha no percibió el menor movimiento, aunque le produjeron un terror infinito.

Sus ojos se posaron en algo tangible. Se trataba de un hombre sentado en otra tarima más pequeña, situada a pocos metros de distancia, que la miraba fijamente. Su larga túnica de terciopelo negro bordada en oro lo envolvía, enmascarando todo su cuerpo. Tenía las manos ocultas en las anchas mangas. Llevaba un gorro de terciopelo en la cabeza. Su rostro reflejaba calma y placidez, y sus ojos brillantes eran ligeramente oblicuos. No movió ni un solo músculo mientras contemplaba a la joven, y su expresión no se alteró al ver que Yasmina recobraba el conocimiento.

Yasmina sintió que el terror le helaba la sangre. Se incorporó apoyándose en ambos codos y miró con aprensión al desconocido.

-¿Quién eres? -preguntó, sintiendo que el tono de su voz sonaba metálico y extraño.

-Soy el Maestro de Yimsha.

La voz del hombre era pictórica y estridente como el sonido de la campana de un templo.

-¿Para qué me has traído aquí? -preguntó Yasmina.

-¿No me buscabas?

-Si eres uno de los Adivinos Negros... ¡sí! -repuso rápidamente ja joven, convencida de que el hombre podía leer sus pensamientos.

-¡Querías que los salvajes hijos de las montañas se volvieran contra los Adivinos de Yimsha! -dijo el Maestro con una sonrisa-. Lo he leído en tu mente, princesa. En tu mente humana llena de mezquinos sueños de odio y venganza.

-¡Mataste a mi hermano! -gritó Yasmina con una mezcla de cólera y horror-. ¿Por qué lo perseguiste? Nunca te ha hecho daño. Los sacerdotes dicen que los Adivinos están muy por encima de los asuntos humanos. ¿Por qué has destruido al rey de Vendhia?

-¿Cómo puede entender un ser humano corriente los motivos de un Adivino? -repuso con calma el Maestro-. Mis acólitos de los templos de Turan, que son los sacerdotes en segundo grado después de los de Tarim, me pidieron que actuara en favor de Yezdigerd. Por motivos personales, me presté a ello.

«¿Cómo podría explicar mis razones místicas para que las comprendiera tu pobre intelecto? Jamás lo entenderías.

-Sólo entiendo esto: ¡que mi hermano ha muerto!

Por las mejillas de la joven se deslizaron lágrimas de rabia y de dolor. Se puso de rodillas y miró al Maestro con ojos centelleantes.

-Tal como lo quiso Yezdigerd -repuso el Maestro con la misma calma-. Durante un tiempo fue mi deseo satisfacer sus ambiciones.

-¿Acaso Yezdigerd es tu vasallo?

Yasmina trataba de mantener inalterable el tono de su voz. Acababa de sentir que una de sus rodillas tocaba algo duro y simétrico bajo un pliegue de terciopelo. Cambió cuidadosamente de posición moviendo una mano bajo el pliegue.

-¿Acaso el perro que lame un hueso podrido en el patio del templo es vasallo de los dioses? -preguntó a su vez el Maestro.

El hombre no parecía darse cuenta de lo que estaba haciendo Yasmina. Ocultos por el terciopelo, los dedos de la joven aferraron lo que estaba segura que era la empuñadura de una daga. Luego inclinó la cabeza para que no se viera la expresión de triunfo que brillaba en sus ojos.

-Estoy cansado de Yezdigerd -dijo el Maestro-. Ahora me dedico a otros entretenimientos... ¡Ah!

Yasmina saltó como un gato de la selva mientras profería un grito feroz, y atacó salvajemente al hombre, con la daga en la mano.

Luego se tambaleó y se deslizó al suelo, desde donde miró al hombre de la tarima. Éste no se había movido. La sonrisa enigmática no se había borrado de su rostro. Yasmina, temblando, levantó una mano y lo miró asombrada. La muchacha vio que sus dedos no sujetaban una daga, sino un ramo de lotos dorados, cuyos aplastados capullos colgaban marchitos del tallo.

Yasmina dejó caer el ramo al suelo como si se tratara de una serpiente y se alejó inmediatamente de donde se encontraba su verdugo. Regresó a su propia tarima porque consideró que era más digno de una reina colocarse en aquel lugar que arrastrarse por el suelo ante los pies de un hechicero. Lo miró con aprensión desde la tarima, esperando la reacción del Maestro. Pero éste no se movió.

-Toda la sustancia es una para quién posee la llave del cosmos -dijo el Maestro enigmáticamente-. Para un adepto nada es inmutable. Los capullos de acero florecen en jardines innominados y las espadas-flores brillan a la luz de la luna a voluntad.

-Eres un demonio -dijo la muchacha sollozando.

-¡Yo no! -repuso el Maestro sonriendo diabólicamente-. Nací en este planeta hace mucho tiempo.

Alguna vez fui un hombre normal, pero no he perdido todos mis atributos humanos en mis infinitos siglos de existencia. Un ser humano iniciado en la magia negra es superior a un diablo. Soy de origen humano, pero gobierno sobre los demonios. Has visto a los Señores del Círculo Negro y te asombraría enormemente saber desde qué reino remoto han acudido a mi llamada y de qué condena los protejo con un cristal mágico y con serpientes doradas.

Hizo una pausa y luego agregó, sin abandonar su diabólica sonrisa:

-Pero sólo yo gobierno sobre ellos. Ese estúpido de Khemsa se creyó poderoso..., ¡pobre imbécil...!, rompiendo puertas materiales y atravesando el aire con su amante, de colina en colina. Sin embargo, de no haber sido destruido su poder, tal vez hubiera llegado a igualar el mío.

El Maestro volvió a reír y continuó:

-¡Y tú, pobrecilla! ¡Planeando enviar a un peludo jefe de las colinas a invadir Yimsha! Pero desde que caíste en sus manos las cosas ocurrieron como si yo mismo las hubiera pensado. Y leí en tu mente infantil la intención de seducirlo con tus encantos femeninos y lograr así tus propósitos. No obstante, y aun teniendo en cuenta tu estupidez, eres una mujer hermosa. Deseo conservarte como esclava.

La hija de mil orgullosos emperadores abrió la boca, asombrada y furiosa por la declaración del Maestro.

¡No te atreverás!

La carcajada burlona del hombre le produjo el mismo efecto que un latigazo sobre sus desnudos hombros.

-¿Acaso no se atreve el rey a pisar a un gusano en el camino? Pequeña estúpida. ¿No comprendes que para mí tu orgullo real no es más que una paja arrastrada por el viento? ¡Yo, que he conocido los besos de las reinas del infierno! ¡Ya has visto cómo trato a los rebeldes!

Asustada y aturdida, la muchacha se acurrucó en la tarima cubierta de terciopelo. La luz se debilitó y el ambiente adquirió un aspecto más fantasmagórico. El rostro del Maestro se volvió sombrío.

-¡Jamás me someteré a ti! -exclamó la joven con voz temblorosa, pero resuelta.

-Lo harás -respondió el Maestro, con terrible convicción-. El miedo y el dolor te enseñarán. Te castigaré con una crueldad que hará temblar cada partícula de tu cuerpo hasta que te conviertas en cera moldeable en mis manos. Conocerás una disciplina que no ha conocido jamás mujer alguna, hasta que la más trivial de mis órdenes sea para ti como la inalterable voluntad de los dioses. Y en primer lugar, para castigar tu orgullo, viajarás a través del tiempo y serás testigo de todas aquellas formas por las que has pasado. ¡Yil la khosa!

Después de que el Maestro pronunciara estas palabras, la habitación comenzó a girar ante los ojos aterrados de Yasmina. Se le pusieron los pelos de punta y sintió la lengua pegada al paladar. En algún lugar sonó un terrible gong. Los dragones de los tapices brillaron con un fuego azulado y después se esfumaron. El Maestro en su tarima no era más que una sombra informe. La tenue luz dio paso a una profunda oscuridad, espesa, casi tangible, que latía con extrañas radiaciones. Yasmina ya no veía al Maestro. No veía nada. Tenía la extraña sensación de que las paredes y el techo se habían alejado de ella.

En algún lugar algo comenzó a brillar como una luciérnaga que cobraba movimiento rítmicamente. Pronto se convirtió en una bola dorada y, al agrandarse, su luz se volvió más intensa y ardió como una llama blanca. De repente estalló, llenando la oscuridad con blancas chispas que no iluminaban las sombras. Pero había una débil luminosidad, como si hubiera quedado una impresión en la habitación, que reveló un esbelto tallo que nacía del suelo en sombras. Bajo la horrorizada mirada de la muchacha, el tallo se extendió y cobró forma. Aparecieron brotes, hojas anchas y grandes flores negras y venenosas que colgaban sobre su cabeza. Yasmina se encogió más sobre la tarima aterciopelada. En el ambiente había un perfume sutil. Era el loto negro que crecía en las selvas prohibidas de Khitai.

Las anchas hojas estaban llenas de vida maligna. Las flores se inclinaron hacia ella, como cosas vivas. Parecían cabezas de serpiente recortadas contra la espesa oscuridad, que se cernían sobre ella, en forma dantesca. Yasmina trató de retroceder al percibir el aroma embriagador y realizó un esfuerzo por alejarse de la tarima. Luego se aferró a ésta como si fuese su único medio de salvación. Gritó aterrada y asió el terciopelo, pero sintió que éste se rasgaba entre sus dedos. Tuvo la sensación de que la estabilidad y la cordura la abandonaban por completo. Era como un átomo sensible arrastrado hacia un vacío helado por un fuerte viento que amenazaba extinguir la poca vida que le quedaba, como si se tratara de una vela apagada bajo la tormenta.

Entonces se mezcló con una miríada de átomos de vida por medio de impulsos y movimientos ciegos, y luego volvió a emerger como individuo consciente, girando en una espiral infinita de diferentes vidas.

En medio de una bruma de terror, revivió todas sus vidas anteriores y volvió a encarnarse en todos los cuerpos que habían transportado a su ego a través del tiempo. Se volvió a lastimar los pies en el largo camino de la vida que la llevaba al doloroso pasado inmemorial. Más allá de los albores del tiempo Yasmina se encogió, temblando, en selvas primordiales, perseguida por terribles animales de presa. Se hundió desnuda en arrozales y pantanos y luchó contra enormes aves acuáticas por capturar el precioso grano. Trabajó junto a los bueyes arando la tierra y vivió en cabañas primitivas terriblemente incómodas.

Vio estallar en llamas ciudades amuralladas y huyó gritando de los verdugos. Caminó desnuda, desangrándose sobre las arenas ardientes, impulsada por el látigo del mercader de esclavos, y conoció el contacto de manos brutales sobre su carne atormentada. Gritó bajo el restallido del látigo y trató de resistirse, loca de horror, a las manos que la forzaban inexorablemente a apoyar su cabeza sobre el cepo del cadalso.

Conoció el dolor del nacimiento y la amargura del amor traicionado. Sufrió todas las humillaciones e injusticias que el hombre infligió a la mujer a través de los siglos, y soportó el desprecio y la maldad de otras mujeres. Pero en ese viaje a través del tiempo Yasmina era consciente de que era la Devi. Era todas las mujeres que había sido y al mismo tiempo seguía siendo Yasmina.

Su vida se mezclaba con otras vidas en un caos espantoso, cada una de ellas con su carga de vergüenza y de dolor, hasta que oyó débilmente su propia voz gritando, como un doloroso lamento que resonaba con mil ecos diferentes a través de los tiempos.

Entonces despertó. Se hallaba sobre la tarima cubierta de terciopelo que había en la misteriosa habitación.

Bajo la grisácea luz fantasmagórica volvió a ver la tarima y la enigmática figura sentada sobre ella. La cabeza encapuchada estaba inclinada y los hombros apenas se distinguían en la oscuridad. Yasmina no percibía claramente todos los detalles, pero la capucha, que había sustituido al gorro de terciopelo, despertó en ella una extraña inquietud. Al mirar al Maestro se quedó helada de horror. Tenía la sensación de que no era el Maestro quien ocupaba la tarima en esos momentos.

La figura se puso en pie. Se inclinó sobre ella y extendió los largos brazos cubiertos por las amplias mangas. Yasmina luchó contra esos brazos, incapaz de pronunciar una sola palabra, sorprendida por la dura delgadez de aquellos miembros. La cabeza encapuchada también se inclinó sobre ella y Yasmina soltó un grito de horror. Unos brazos huesudos rodearon su hermoso cuerpo. Desde la capucha se asomaba un rostro muerto y desintegrado que la miraba..., un rostro que parecía un pergamino podrido adherido a un cráneo destrozado.

Yasmina volvió a gritar, y entonces las enormes y espantosas mandíbulas se acercaron a sus labios y ella perdió el conocimiento...

9. El castillo de los brujos

El sol se levantaba ya sobre los blancos picos de los montes Himelios. Un grupo de jinetes se detuvo al pie de una enorme pendiente y miró hacia arriba. Allí, encima de ellos, se veía una torre en la ladera de la montaña. Más arriba brillaban los muros de un edificio más grande, cerca de la línea donde la nieve comenzaba a cubrir la cima del Yimsha. El paisaje parecía irreal... las laderas de color púrpura subían hacia el fantástico castillo y la blanca cima resplandeciente se recortaba contra el cielo azul.

-Dejaremos los caballos aquí -dijo Conan con un gruñido- Es más seguro subir esa traicionera ladera a pie. Además, estos animales están agotados.

El cimmerio bajó del caballo de un salto. El negro corcel se mantenía en pie con las patas delanteras separadas y la cabeza gacha. Habían cabalgado durante toda la noche, y comieron lo poco que les quedaba en las alforjas. Sólo se habían detenido para dar de comer a los animales los pocos restos de comida que les quedaban.

-Esa primera torre es la de los acólitos de los Adivinos Negros -dijo Conan-. Al menos, eso dice la gente. Perros de presa de sus amos... brujos menores. No dejarán de vigilarnos mientras escalamos esa colina.

Kerim Sha miró hacia la montaña y luego en dirección al camino por el que habían venido. El turanio buscó en vano algún indicio o movimiento que denunciara la presencia de seres humanos en aquellos laberintos rocosos. Evidentemente, los afghulis habían perdido el rastro de su jefe durante la noche.

-En marcha.

Ataron los caballos e iniciaron el ascenso sin más comentarios. No había lugares donde ponerse a cubierto. La pendiente estaba sembrada de rocas que no eran suficientemente grandes como para ocultar a un hombre. Pero, aun así, servían en cierto modo de protección.

El grupo aún no había dado cincuenta pasos cuando una silueta que gruñía furiosa saltó desde una roca. Era uno de los delgados perros salvajes que infestaban las aldeas de las montañas. El animal tenía los ojos rojos y las mandíbulas llenas de espuma. Conan avanzaba delante del grupo, pero el animal no lo atacó. Pasó a su lado velozmente y se abalanzó sobre Kerim Sha. El turanio lo esquivó y el perro cayó sobre el irakzai que venía detrás de él. El hombre gritó y levantó un brazo, que de inmediato fue destrozado por los colmillos de la fiera. En una décima de segundo, una docena de espadas curvas mataron a la bestia. Sin embargo, hasta que no estuvo completamente destrozado, el espantoso animal no dejó de morder y desgarrar a los hombres.

Kerim Sha vendó la herida del guerrero, lo miró fijamente durante un momento y luego se dio media vuelta sin pronunciar una sola palabra. Luego se acercó a Conan y ambos hombres reanudaron el ascenso en silencio.

Al cabo de un rato, Kerim Sha dijo:

-Resulta extraño encontrar a un perro de aldea en este lugar.

-Por aquí no hay desperdicios de ninguna clase -dijo Conan con un gruñido.

Ambos volvieron la cabeza para mirar hacia el guerrero herido que avanzaba tras ellos junto con sus camaradas. El sudor le perlaba el oscuro rostro, en el que se dibujaba una mueca de dolor. Luego, los dos hombres miraron en dirección a la torre de piedra que se alzaba por encima de ellos.

Una extraña quietud reinaba en las alturas. Ni la torre ni el extraño edificio en forma de pirámide que había más arriba mostraban señales de vida. Pero los hombres subían como si estuvieran caminando sobre el borde de un precipicio.

Se encontraban a un tiro de flecha de la torre cuando algo cayó repentinamente del cielo. Pasó tan cerca de Conan que éste sintió el viento que producían sus enormes alas, pero fue un irakzai quien se tambaleó y cayó con la yugular rajada. Un halcón con alas que parecían barnizadas en acero pasó con el pico ganchudo lleno de sangre, al tiempo que Kerim Sha le lanzaba una flecha. El pájaro cayó en picado, pero nadie vio dónde.

Conan se inclinó sobre el guerrero herido por el pájaro, pero el hombre ya estaba muerto. Nadie dijo nada. Era inútil decir que jamás se había visto que un halcón matara a un hombre. La cólera comenzó a despertar en el alma salvaje de los fatalistas irakzais. Unos dedos peludos se crisparon sobre los arcos y los hombres miraron con ansias de venganza hacia la torre cuyo silencio les inquietaba.

Pero el siguiente ataque llegó muy rápidamente. Todos lo vieron... Era una blanca nube de humo de forma redonda, que osciló sobre la torre y luego rodó pendiente abajo en dirección a ellos. Otras bolas de humo siguieron a la primera. Parecían simples e inofensivos globos de espuma, pero Conan se apartó a un lado para evitar el contacto con la primera. Detrás de él, un irakzai dio un salto hacia adelante y hundió su espada en la extraña bola. Inmediatamente una explosión sacudió la montaña. Se produjo una llama cegadora y la bola desapareció, pero del curioso guerrero sólo quedó un montón de huesos calcinados. Su crispada mano todavía aferraba la empuñadura de la espada, pero la hoja de acero había desaparecido, se había fundido, destruida por aquel terrible calor. Sin embargo, los hombres que estaban al lado de la víctima no habían sufrido ninguna herida, excepto la ceguera momentánea producida por el repentino brillo de la explosión.

-¡El acero las hace estallar! -gritó Conan-. ¡Cuidado... ahí vienen!

La pendiente que había encima de ellos estaba cubierta casi por completo de esferas rodantes. Kerim Sha tensó su arco y lanzó una flecha hacia la masa, que explotó en llamas. Los hombres siguieron su ejemplo, y durante los minutos siguientes fue como si uña tormenta inundara la ladera de la montaña, llenándola de rayos y de llamas. Cuando todo cesó, quedaban pocas flechas en las aljabas de los guerreros.

Siguieron ascendiendo por el terreno calcinado y ennegrecido En algunos puntos, la roca se había convertido en lava a causa de la explosión de aquellas bombas diabólicas.

Se hallaban a un tiro de flecha de la silenciosa torre y se desplegaron en línea, con los nervios en tensión, preparados para hacer frente a cualquier horror que descendiera sobre ellos.

En la torre apareció una figura con un cuerno de bronce de tres metros de largo. Su estridente bramido resonó en las montañas con mil ecos, como si se tratara de las trompetas del Juicio Final. Inmediatamente rué contestado desde la misma tierra. El terreno tembló bajo los pies de los invasores y desde las profundidades subterráneas surgieron sonidos extraños.

Los irakzais gritaron retrocediendo como borrachos sobre la abrupta ladera y Conan, con los ojos centelleantes, corrió adelante, cuchillo en mano, y fue directamente hacia la puerta que había en el muro de la torre. Por encima de él, se oyó una vez más el enorme cuerno, que sonó como una burla cruel. Kerim Sha tensó el arco y lanzó una flecha.

Sólo un turanio era capaz de efectuar un disparo así. El rugido del cuerno cesó inmediatamente y en su lugar se oyó un prolongado grito de dolor. La figura vestida de verde que estaba en la torre se tambaleó aferrando el largo dardo que sobresalía de su pecho y acto seguido cayó del otro lado del parapeto. El enorme cuerno se quedó colgando del bordillo, y otra figura vestida de verde corrió para cogerlo, gritando con horror. El turanio lanzó otra flecha y se oyó un aullido de muerte. Al caer el segundo acólito, empujó el cuerno con el codo y el largo instrumento se estrelló contra las rocas que había más abajo.

Conan había recorrido la distancia que lo separaba de la torre a tal velocidad que, mucho antes de que se apagaran los ecos de la caída del cuerno, ya estaba intentando derribar la puerta. Advertido por su instinto salvaje, retrocedió súbitamente en el preciso instante en que caía desde arriba una enorme cantidad de plomo derretido. Pero un segundo después volvió a atacar los paneles con renovada furia. Lo incitaba el hecho de que sus enemigos hubieran tenido que recurrir a armas terrenales. La brujería de los acólitos era limitada. Sus recursos mágicos tenían que agotarse en cualquier momento.

Kerim Sha subía apresuradamente por la ladera mientras sus hombres lo seguían con gran entusiasmo. A medida que avanzaban seguían tirando flechas.

La enorme puerta de teca cedió bajo el furioso ataque del cimmerio, que miró hacia el interior esperando lo peor. En ese momento, estaba contemplando una habitación circular en la que había una serpenteante escalera. Del otro lado de la sala había otra puerta desde la que se veía la ladera de la montaña... y las espaldas de media docena de siluetas verdes que huían despavoridas.

Conan lanzó un grito y entró en la torre, pero una vez más su instinto lo hizo retroceder justo cuando caía al suelo un enorme bloque de piedra, en el mismo lugar en el que había estado él un segundo antes. Luego corrió alrededor de la torre, dando órdenes a su seguidores

Los acólitos habían evacuado su primera línea de defensa. Cuando Conan finalmente rodeó la torre, vio sus verdes túnicas flotando al viento en la montaña. Inició la caza, jadeando con sed de sangre, mientras Kerim Sha y los irakzais lo seguían.

La torre se alzaba en el borde inferior de una estrecha planicie cuya inclinación apenas era perceptible. A unos cientos de metros de distancia, la planicie terminaba abruptamente en un precipicio que no se veía desde la parte baja de la montaña. Los acólitos habían saltado al interior de aquel abismo sin reducir aparentemente la velocidad de su carrera. Sus perseguidores vieron flotar las verdes túnicas, que desaparecieron rápidamente en aquel lugar.

Pocos minutos después, Conan, Kerim Sha y los irakzais se hallaban sobre el borde del abismo que los separaba del castillo de los Adivinos Negros. Se trataba de un barranco cortado a pico que se extendía en todas direcciones, al parecer rodeando la montaña. Mediría aproximadamente unos cuatrocientos metros de ancho por ciento cincuenta metros de profundidad. Y de borde a borde flotaba una neblina extraña, translúcida y brillante.

Conan miró hacia abajo y soltó un gruñido. A sus pies, moviéndose sobre el reluciente fondo que brillaba como la plata, vio las siluetas de los acólitos verdes. Éstas estaban un tanto difuminadas, como si estuvieran en el fondo del agua. Avanzaban en columna de a uno en dirección a la pared de enfrente.

Kerim Sha colocó una flecha en su arco y disparó. Pero cuando el dardo penetró en la extraña neblina que llenaba el abismo, pareció perder fuerza y dirección, y se desvió de su curso.

-¡Si ellos han bajado, también nosotros podremos hacerlo! -dijo Conan mientras Kerim Sha miraba su flecha con asombro-. Los vi hace un momento en este mismo lugar..

Aguzando la vista, distinguió a lo lejos algo brillante; era como una hebra dorada que cruzaba el cañón. Los acólitos parecían seguir aquella senda. Conan recordó inmediatamente las extrañas palabras de Khemsa: «¡Sigue la veta dorada!». Al agacharse descubrió una fina veta de oro brillante sobre el borde, que iba desde una formación rocosa hasta el extremo y continuaba hasta el fondo platea do de la hondonada. Y descubrió algo más que antes no había podido ver a causa de la refracción de la luz. La veta dorada seguía una estrecha rampa que se hundía en el barranco, con peldaños para descender.

-Deben de haber bajado por aquí -le dijo Conan a Kerim Sha-. ¡No son pájaros! Los seguiremos...

En ese momento, el hombre que había sido mordido por el perro lanzó un grito terrible y saltó sobre Kerim Sha, enseñando los dientes como un animal rabioso. El turanio, rápido como un felino, saltó a un lado y el loco cayó de cabeza en la hondonada. Los demás corrieron hacia el borde y lo miraron atónitos. El loco no cayó normalmente. Descendió con suavidad, como si flotara en aguas profundas. Sus miembros se movían como los de un hombre que intentara nadar y su rostro estaba completamente azul. Por último, su cuerpo tocó levemente el brillante fondo del precipicio.

-En este abismo reina la muerte -dijo Kerim Sha-. ¿Qué hacemos ahora, Conan?

-¡Oh! -repuso el cimmerio haciendo una mueca-. Esos acólitos son seres humanos. Si la bruma no los ha matado a ellos, tampoco me matará a mí.

Se ajustó el cinturón y sus manos tocaron el que le había dado Khemsa. Conan esbozó una sonrisa. Había olvidado ese cinto. Sin embargo, la muerte había pasado tres veces a su lado y tocado finalmente a otra persona.

Los acólitos ya habían alcanzado la pared opuesta y subían por ella como enormes moscas verdes. Conan comenzó a descender cautelosamente por la rampa, apoyando un pie en el primer escalón. La nube rosada tocó sus tobillos y fue ascendiendo a medida que él bajaba. La bruma le llegó a las rodillas, muslos y cintura. Conan la sentía como si fuera la pesada niebla de una noche cargada de humedad. Al tocar su barbilla, dudó, y luego siguió descendiendo. Su respiración cesó súbitamente. Sintió que una extraña presión gravitaba sobre sus costillas, ahogándolo. Con un esfuerzo frenético por conservar la vida volvió a subir. Asomó la cabeza a la superficie y tragó aire a grandes bocanadas.

Kerim Sha se inclinó hacia él y le habló, pero Conan no lo escuchó ni le hizo caso. Obstinadamente y recordando todo lo que le había dicho Khemsa al morir, el cimmerio buscó la veta dorada y descubrió que se había desviado de ella al descender. En la rampa había una serie de huecos para apoyar las manos. Colocándose directamente sobre la veta, comenzó a descender una vez más. La rosada bruma lo rodeó. Ahora su cabeza se hallaba bajo la nube, pero podía respirar aire puro. Por encima de él vio a sus compañeros, que lo miraban. Sus rostros aparecían borrosos a causa del halo que flotaba sobre su cabeza. Les hizo una seña para que lo siguieran y descendió rápidamente sin esperar a ver si le obedecían.

Kerim Sha envainó su espada sin hacer el menor comentario y lo siguió. Los irakzais, que tenían más miedo de quedarse solos que de los horrores que pudieran encontrar allí abajo, también fueron detrás de su jefe. Todos los hombres siguieron la veta dorada, tal como había hecho el cimmerio.

Una vez en el fondo del barranco, avanzaron sobre un terreno nivelado y brillante, siempre siguiendo la veta dorada. Era como si caminaran por un túnel invisible. Sentían que la muerte se cernía sobre ellos desde arriba y desde los lados, pero no los tocaba.

La veta dorada ascendía por una rampa similar que había en la pared por la que habían desaparecido los acólitos, y acto seguido Conan y su grupo los siguieron con todos los nervios en tensión, sin saber qué les esperaba entre los salientes rocosos que marcaban el borde del precipicio.

Allí los esperaban los acólitos vestidos de verde con cuchillos en las manos. Tal vez habían alcanzado los límites a los cuales podían retirarse. Quizá el cinto estigio que rodeaba la cintura de Conan fuera la causa de que la magia de aquellas gentes hubiera fracasado tan estrepitosamente. O tal vez fuera también el conocimiento de una muerte imposible lo que los había hecho saltar desde las rocas con los ojos brillantes y los cuchillos en la mano, recurriendo, en su desesperación, a armas materiales.

Allí, entre los colmillos rocosos del borde del precipicio, no se libraba una lucha contra la magia. Era una batalla de acero, en la cual éste hería y se derramaba sangre de verdad.

Un irakzai murió desangrado entre las rocas, pero todos los acólitos cayeron, decapitados o con las entrañas al aire, al suelo plateado que brillaba a sus pies.

Entonces los conquistadores se sacudieron la sangre y el sudor que les cubría los ojos, y se miraron unos a otros. Conan y Kerim Sha se mantenían en pie, junto con cuatro irakzais.

Estaban entre las rocas que formaban el serrado borde del precipicio, y desde allí partía un sendero en suave declive hacia una ancha escalera formada por media docena de escalones, situada a treinta metros de distancia y fabricada con un extraño material de color verde jade. Los escalones, a su vez, conducían a una especie de galería sin techo construida con la misma piedra, y sobre esta galería se alzaba el castillo de los Adivinos Negros. Parecía estar tallado en la misma roca de la montaña. La arquitectura era impecable, pero carecía de adornos. Sus ventanas enrejadas estaban encubiertas por cortinas desde dentro. Allí no había la menor señal de vida.

Ascendieron cautelosamente por el sendero, como si estuvieran pisando la guarida de una serpiente. Los irakzais iban en silencio, convencidos de que se encaminaban a una muerte segura. Incluso Kerim Sha mantenía un absoluto mutismo. Sólo Conan no parecía advertir que aquella invasión significaba una monstruosa violación de todas las tradiciones de ese lugar sagrado. Él no era oriental y pertenecía a una estirpe que luchaba contra diablos y hechiceros con la misma furia que contra enemigos humanos.

Conan subió rápidamente las brillantes escaleras, atravesó la galería y se dirigió directamente hacia la enorme puerta de teca con herrajes dorados que tenía delante. Echó una rápida mirada a la pirámide que se alzaba por encima de él. Luego extendió una mano, la apoyó sobre la manilla de bronce de la puerta y se detuvo sonriendo diabólicamente. La manilla tenía la forma de una serpiente con la cabeza levantada sobre un cuello arqueado. Conan sospechó que aquella cabeza de metal podría cobrar vida en cuanto entrara en contacto con su mano.

La golpeó una sola vez, y el ruido metálico que produjo al caer al suelo brillante no hizo disminuir sus precauciones. La apartó a un lado con la punta de su largo cuchillo y se volvió nuevamente hacia la puerta. En la torre reinaba un silencio absoluto. Las laderas de la montaña se perdían en la bruma purpúrea, y a lo lejos se veía un buitre que parecía estar suspendido en el azul del cielo. Los hombres que había ante la puerta parecían pequeñas manchas negras sobre el fondo verde de la galería de jade.

El helado viento les azotaba el rostro. El cuchillo de Conan despertó ecos dormidos al golpear los paneles de teca. Golpeó una y otra vez, astillando la pulida madera y arrancando las bandas de metal. A través de la destrozada madera miró hacia el interior, alerta y cauteloso como un lobo. Vio una amplia habitación con pulidos muros de piedra sin tapices y un suelo de mosaico sin alfombras. El mobiliario consistía en unas sillas de ébano y una enorme tarima de piedra. No había nadie en la habitación. Al fondo de la sala se veía otra puerta.

-Deja a un centinela en el exterior -dijo Conan con un gruñido-. Yo voy a entrar.

Kerim Sha nombró a un guerrero para que ocupara el puesto, y los demás hombres retrocedieron hasta el centro de la galería con sus arcos preparados. Conan entró en el castillo, seguido del turanio y de los otros tres irakzais. El hombre que había quedado de centinela escupió al suelo y gruñó algo ininteligible. De repente sintió un sobresalto al escuchar una carcajada burlona que llegó a sus oídos.

Levantó la cabeza y vio una ventana encima de él, en la que había una silueta alta, vestida de negro, cuya cabeza descubierta asentía ligeramente al mirarlo. Todo en ese hombre sugería burla y malevolencia. Rápido como un rayo, el irakzai tensó su arco y disparó. La flecha ascendió y se clavó en el pecho cubierto por la túnica negra. La sonrisa burlona no se borró de su rostro. El Adivino se arrancó el dardo del pecho y lo arrojó en dirección al arquero, no como agresión sino con un gesto de desprecio. El irakzai se agachó instintivamente y levantó un brazo. Sus dedos se cerraron sobre la flecha.

Entonces soltó un alarido. El dardo se retorció en su mano. Se volvió flexible como si fundiera con ella. Trató de soltarlo, pero era demasiado tarde. Su mano sostenía una serpiente que ya se había enrollado en la muñeca. La terrible cabeza atacó el brazo musculoso del hombre. Éste volvió a gritar con los ojos desorbitados, como si estuviera contemplando una espantosa visión, y su rostro enrojeció. Cayó de rodillas sacudido por terribles convulsiones y al cabo de unos segundos se quedó completamente inmóvil.

Los hombres que habían entrado en el castillo se dieron media vuelta al oír el grito. Conan se dirigió hacia la puerta y luego se detuvo en seco. Aunque no podía ver nada, sintió como si ante él hubiera un duro cristal colocado en el mismo umbral de la puerta. Entonces vio al irakzai tendido en el suelo con una flecha clavada en el brazo.

El cimmerio levantó su cuchillo y atacó. Los demás hombres se quedaron atónitos al ver que daba golpes en el aire, al tiempo que su hoja sonaba contra una sustancia dura. Conan no desperdició más esfuerzos. Sabía que ni siquiera la legendaria espada curva de Amir Khurum hubiera podido destrozar aquella cortina invisible. Le explicó en pocas palabras al turanio lo que sucedía, y Kerim Sha se encogió de hombros, diciendo:

-Bien, si tenemos la salida bloqueada, debemos encontrar otra. Mientras tanto, nuestro objetivo está por delante, ¿no es así?

El cimmerio gruñó algo y cruzó la habitación dirigiéndose hacia la otra puerta, con la sensación de estar caminando hacia el umbral de la muerte. Al levantar su cuchillo para destrozar la puerta, ésta se abrió silenciosamente como si lo hiciera por sí sola. Entró en un enorme salón flanqueado por altas y brillantes columnas. A unos treinta metros de distancia de la puerta estaban los anchos escalones de color verde jade de una escalera que parecía el lado de una pirámide. Pero entre él y el comienzo de la escalera había un curioso altar brillante de color negro. Cuatro enormes serpientes doradas enroscaban sus colas alrededor del altar, con las cabezas en el aire orientadas hacia los cuatro puntos cardinales como si fueran guardianes de un fabuloso tesoro. Pero en el altar, entre los curvados cuellos de los animales, solamente había un globo de cristal lleno de una extraña sustancia que parecía humo, en la que flotaban cuatro granadas doradas.

Al ver aquello, Conan recordó algo. Luego se detuvo, porque en los escalones inferiores vio cuatro figuras vestidas de negro. No los había visto venir. Eran altos y enjutos, y sus cabezas de buitre se movían al unísono.

Uno de ellos levantó su brazo derecho y la manga se deslizó dejando al descubierto la mano..., pero no era una mano. Conan se detuvo, pese a su deseo de seguir adelante. Acababa de tropezar contra una fuerza muy diferente de la magia de Khemsa y no podía dar un solo paso, aunque comprobó que, si lo deseaba, podía retroceder. Sus compañeros también se detuvieron y parecían aún más desamparados que él, incapaces de moverse en ninguna dirección. El Adivino que había levantado el brazo hizo una seña a uno de los irakzai, y el hombre avanzó hacia él como en trance, con los ojos fijos y sosteniendo débilmente la espada en la mano. Al pasar junto a Conan, éste extendió un brazo y le tocó el pecho para impedir que avanzara más. Conan era mucho más fuerte que el irakzai, hasta el punto de que en circunstancias normales le hubiera resultado muy sencillo partirle el espinazo como si fuese una rama. Pero en ese momento el musculoso brazo del cimmerio fue apartado a un lado con toda facilidad, y el irakzai siguió avanzando rígida y mecánicamente. Llegó hasta los escalones, se arrodilló y entregó su espada con una inclinación de la cabeza. El monje tomó el arma. La hoja brilló como un relámpago. Un segundo después, la cabeza del irakzai cayó al suelo de mármol en medio de un charco de sangre.

La deforme mano volvió a moverse en el aire, y otro irakzai avanzó rígidamente hacia su muerte.

Cuando el tercer irakzai pasó junto a Conan en su camino hacia la muerte, el cimmerio, con las venas de las sienes a punto de estallar por el esfuerzo de romper la invisible barrera que lo retenía, advirtió de repente la presencia de invisibles fuerzas aliadas, que cobraban vida en su interior. Era una revelación inesperada, pero tan poderosa que Conan no dudó de su instinto. Su mano izquierda se deslizó involuntariamente bajo su cinto bakhariota y aferró el cinturón estigio. Al hacerlo, sintió que una nueva fuerza invadía todo su cuerpo. El ansia de vivir latía intensamente en él, acompañada de una cólera sin precedentes.

El tercer irakzai ya se había convertido en un cadáver decapitado, y el dedo del hombre vestido de negro se levantaba una vez más cuando Conan sintió que se rompía la barrera invisible. Un grito involuntario y feroz surgió de sus labios al saltar hacia adelante con furia. Su mano izquierda asió el cinturón del brujo de la misma manera que un hombre se aferra a un madero para no ahogarse. En su mano derecha brilló la hoja de acero del largo cuchillo. Los hombres que estaban en los escalones no se movieron. Contemplaban el espectáculo con una expresión cínica. Si sentían alguna sorpresa, no la exteriorizaban en absoluto. En ese momento, Conan no se permitió el lujo de pensar en lo que podría suceder si se pusiera al alcance de sus cuchillos. La sangre latía en sus sienes y una nube de color carmesí le oscurecía la vista. Sentía unas ansias terribles de matar, de hundir su cuchillo en la carne y en los huesos de sus enemigos.

Unos pasos más, y llegaría a los escalones en los que se hallaban de pie aquellos demonios. Respiró profundamente y su furia aumentó, al igual que la velocidad de su ataque. Ya estaba a punto de pasar junto al altar de las serpientes doradas cuando súbitamente cobraron vida en su cerebro las palabras pronunciadas por Khemsa: «¡Rompe la bola de cristal!».

Su reacción fue casi involuntaria. La ejecución siguió al impulso de modo tan espontáneo que el mago más grande de la época no habría tenido tiempo de leer sus pensamientos o de evitar su acción. Giró sobre sus talones como un felino y dejó caer su cuchillo sobre el cristal. De inmediato, el aire vibró con un espantoso clamor, aunque Conan no alcanzó a darse cuenta si procedía de las escaleras, del cristal o del altar. Unos terribles siseos llenaron sus oídos cuando las serpientes doradas cobraron vida, se retorcieron y atacaron. Pero Conan actuó con la rapidez y la cólera de un tigre enfurecido. Un formidable remolino de acero cayó sobre los abominables animales que se movían a su alrededor, y golpeó el globo de cristal una y otra vez; la esfera estalló con un ruido tremendo, esparciendo por el suelo de mármol miles de trozos diminutos de vidrio. Al mismo tiempo las granadas doradas, como liberadas de su cautiverio, se elevaron hacia el cielorraso y desaparecieron.

En el enorme salón se oyeron alaridos bestiales. Sobre los escalones se retorcían cuatro figuras vestidas de negro, sacudidas por espantosas convulsiones, y una asquerosa espuma colgaba de sus pálidas bocas. Entonces, con un formidable crescendo de aullidos humanos, las figuras se fueron inmovilizando hasta exhalar un último estertor. Estaban muertos. Conan miró hacia el altar y vio trozos de cristal. Cuatro serpientes doradas sin cabeza se hallaban junto a aquél, pero en el brillante metal ya no había vida.

Kerim Sha se incorporó lentamente. Una fuerza invisible lo había arrojado al suelo. Movió la cabeza para aclarar sus ideas.

-¿Has oído ese ruido cuando se rompió el cristal? -preguntó-. Fue como si hubieran estallado mil paneles de vidrio en todo el castillo. ¿Serían las almas de los brujos las que estaban aprisionadas dentro de esas bolas doradas? ¡Cuidado!

Conan se dio la vuelta rápidamente y Kerim Sha desenvainó su espada.

Otra figura se hallaba de pie en la parte alta de la escalera. Su túnica también era negra, pero de terciopelo lujosamente bordado, y llevaba un gorro del mismo material. Su rostro expresaba una gran calma, y no era del todo desagradable.

-¿Quién diablos eres? -preguntó Conan, mirándolo, con el cuchillo en la mano.

-¡Soy el Maestro de Yimsha!

La voz del hombre sonaba como la campana de un templo, aun cuando en ella se percibía cierto tono de crueldad.

-¿Dónde está Yasmina? -quiso saber Kerim Sha.

El Maestro se echó a reír mirándolo fijamente a la cara.

-¿Y a ti qué te importa, cadáver? ¿Acaso has olvidado ya mi fuerza, la que una vez te enseñé, que vienes a mí armado, pobre estúpido? ¡Creo que te arrancaré el corazón, Kerim Sha!

Extendió su mano como para recibir algo, y el turanio profirió un grito agudo, como el de un hombre agonizando. Retrocedió tambaleándose como un borracho y su corazón, rasgando su pecho, fue a parar a la mano extendida del Maestro, como si fuera un trozo de hierro deslizándose hacia un imán. El turanio cayó al suelo, donde permaneció inmóvil, y el Maestro se echó a reír, arrojando el corazón a los pies del cimmerio.

Conan soltó un rugido y una maldición y avanzó en dirección a la escalera. El cinturón de Khemsa le daba fuerza y se sentía invadido por un odio mortal hacia aquella terrible emanación de poder que se enfrentaba a él. El aire se llenó de una bruma acerada a la que Conan se arrojó de cabeza, con el brazo izquierdo protegiéndole el rostro y empuñando el formidable cuchillo en la mano derecha. Sus ojos medio ciegos miraron por encima de su codo, y vio la odiada figura del Adivino. La silueta de aquella negra figura se movía delante de él como si se tratara de un reflejo sobre aguas agitadas.

Se sentía vapuleado y torturado por fuerzas que escapaban a su comprensión, pero a pesar del poder del brujo y de su propio dolor se sentía impulsado hacia adelante por una fuerza inexorable.

Ya había alcanzado la parte superior de las escaleras, y el rostro del Maestro seguía flotando entre la oscura bruma que había delante de sus ojos. Sin embargo, en aquellos ojos inescrutables se reflejaba un extraño temor. Conan atravesó la bruma y su cuchillo se levantó velozmente, como si tuviera vida. La afilada punta rasgó la túnica del Maestro en el momento en que éste saltaba hacia atrás con un grito. Luego, el mago desapareció ante los ojos de Conan... simplemente se esfumó como una voluta de humo, y una cosa larga y ondulante ascendió rápidamente por las escaleras más pequeñas que partían a derecha e izquierda desde el rellano.

Conan corrió tras esa cosa, en dirección a la escalera de la izquierda, sin estar muy seguro de qué se trataba.

Entró en un ancho pasillo cuyo suelo y paredes desnudas eran de jade pulido. La cosa alargada se deslizó rápidamente delante de él por el corredor y entró por una puerta cubierta por una cortina. Del interior de aquella habitación surgió un grito espantoso de terror. El grito prestó alas a los pies de Conan, que en un par de formidables saltos entró en la sala.

Entonces sus ojos contemplaron una escena terrible. Yasmina, encogida en el extremo más alejado de una tarima cubierta de terciopelo negro, gritaba aterrada, protegiéndose el rostro con el antebrazo, mientras que delante de ella se balanceaba la cabeza de una gigantesca serpiente con el brillante cuello arqueado. Conan, con una maldición, arrojó su cuchillo.

El animal se dio media vuelta instantáneamente y se abalanzó sobre él como un vendaval. El largo cuchillo aún vibraba en el cuello de la bestia. La empuñadura sobresalía por uno de sus lados, mientras que por el otro se veía la hoja acerada. Pero eso no hizo más que enfurecer al reptil. La enorme cabeza de la gigantesca serpiente se balanceó por encima de Conan y luego descendió en un rápido ataque, abriendo las mandíbulas y mostrando los terribles colmillos llenos de veneno. Pero Conan ya había extraído una daga de su cinto y golpeó de abajo arriba cuando la cabeza de la serpiente descendió. La punta de la daga atravesó su mandíbula inferior y se clavó en la superior, uniendo a ambas. Un segundo después, el enorme tronco del animal estaba enrollado en el cuerpo de Conan; al no poder usar los colmillos, empleaba otra forma de ataque.

El brazo izquierdo de Conan estaba sujeto entre los potentes anillos del animal, pero le quedaba libre el derecho. Separando los pies para conservar mejor el equilibrio, extendió la mano, que aferró la empuñadura del largo cuchillo, y con un fuerte tirón lo sacó del cuello de la serpiente, empapándose el brazo de sangre. Como si adivinara sus intenciones con algo más que una inteligencia animal, la serpiente se retorció, tratando de atrapar entre sus anillos el brazo derecho de Conan. Pero el largo cuchillo subió y bajó con la velocidad de la luz y cortó en dos el tronco del repugnante animal

Antes que pudiera atacar de nuevo, los grandes anillos se aflojaron sobre el brazo de Conan y el monstruo se arrastró por el suelo dejando un reguero de sangre. Conan saltó hacia adelante con el cuchillo levantado, pero su golpe cortó el aire cuando la serpiente se alejó de él y su cabeza chocó contra un panel de madera de sándalo. El panel giró hacia adentro y el semidestrozado cuerpo del animal desapareció por la abertura

Conan atacó instantáneamente el panel y lo deshizo con unos cuantos golpes. Luego miró hacia la alcoba tenuemente iluminada que había más allá. No se veía ninguna serpiente. Había sangre en el suelo de mármol y las huellas llegaban hasta una puerta en forma de arco. Pero las huellas de sangre pertenecían a unos pies humanos descalzos.. .

-¡Conan!

El cimmerio corrió hacia la habitación para recibir en sus brazos a la Devi de Vendhia. La muchacha cruzó corriendo la sala y rodeó el cuello de Conan con sus brazos, medio histérica de terror, gratitud y alivio.

A Conan le hervía la sangre por todo lo sucedido. Apretó a la muchacha contra su cuerpo en un abrazo que la hubiera hecho gemir de dolor en otras circunstancias, y apretó sus labios contra los de la joven. Yasmina no opuso la menor resistencia. Cerró los ojos y bebió sus besos fieros y ardientes con todo el abandono de su pasión.

-Sabía que vendrías a buscarme -susurró ella-. Estaba segura de que no me abandonarías en esta guarida de diablos.

Ante las palabras de la muchacha, Conan pareció recordar súbitamente todo lo que los rodeaba. Levantó la cabeza y escuchó con atención. Un silencio amenazador reinaba en el castillo de Yimsha Se sentía un peligro invisible agazapado en todos los rincones.

-Será mejor que nos vayamos de aquí mientras podamos hacerlo -dijo Conan-. Esas heridas habrían sido más que suficientes para matar a una bestia corriente... o a un hombre..., pero los brujos tienen una docena de vidas. Hieres a uno de ellos e inmediatamente se aleja como una serpiente para obtener veneno fresco de alguna fuente mágica.

Cogió a la joven en brazos como si fuera una niña, salió al corredor de jade brillante y bajó las escaleras con todos los nervios en tensión, alerta ante cualquier sonido o señal.

-Me encontré con el Maestro -murmuró la joven, temblando y apretando más el cuello del cimmerio con sus brazos-. Trató de doblegar mi voluntad empleando su magia. Pero lo más terrible fue un cuerpo monstruoso que me tomó entre sus brazos...; entonces me desmayé y estuve mucho tiempo como muerta. Poco después recobré el sentido y oí ruidos de pelea que llegaban desde abajo, después gritos, y luego esa serpiente se deslizó bajo los tapices. Sabía que no se trataba de una ilusión, sino que era de verdad una serpiente que intentaba matarme.

-Al menos no era una sombra -repuso Conan enigmáticamente-. Sabía que estaba derrotado y pensó en matarte antes que alguien te rescatara.

-¿A quién te refieres? -preguntó la muchacha, inquieta.

Luego se acurrucó contra Conan sollozando y olvidando su pregunta. Había visto los cadáveres al pie de las escaleras. No resultaba nada agradable ver los cuerpos muertos de los Adivinos. Retorcidos, con los pies y manos al descubierto, constituían un espectáculo verdaderamente repugnante. Yasmina se puso lívida y ocultó su rostro en el poderoso hombro de Conan.

10. Yasmina y Conan

Conan atravesó rápidamente el vestíbulo y la habitación exterior y se acercó a la puerta que daba a la galería. Entonces vio el suelo sembrado de diminutos trozos de vidrio. El panel de cristal que cubría el umbral se había hecho pedazos, y recordó el fuerte ruido que había acompañado al estallido del globo de cristal. Conan pensó que todas las piezas de vidrio que había en el castillo se habrían roto, y el instinto le sugirió la verdad de la monstruosa relación existente entre los Señores del Círculo Negro y las granadas doradas. Sintió que se le erizaba el cabello y trató de no pensar más en el asunto.

Respiró profundamente aliviado cuando salió a la galería de jade verde. Todavía tenía que cruzar la garganta del desfiladero, pero al menos veía brillar los picos de la montaña bajo el sol y las laderas de la colina que se perdían a lo lejos entre las azuladas brumas.

Los irakzais yacían en el suelo en el mismo lugar en el que habían caído, formando un desagradable montón de cadáveres sobre la pulida superficie. Mientras descendía por el serpenteante camino, Conan se sorprendió al ver que el sol aún no había rebasado el cenit. El cimmerio tenía la sensación de que habían transcurrido muchas horas desde que entrara en el castillo de los Adivinos Negros.

Sintió que debía darse prisa, no sólo por el pánico que sentía, sino por la sensación de que acechaba el peligro. No le dijo nada a Yasmina. La muchacha parecía contenta y segura en sus brazos de hierro, con su morena cabeza apoyada en el amplio pecho del cimmerio. Conan se detuvo un instante al borde del precipicio con el ceño fruncido. La bruma que había antes en la estrecha garganta del desfiladero ya no tenía aquel tono rosáceo y brillante. Ahora era más bien gris, sutil, fantasmagórica. Conan pensó que en cierta forma la magia de los brujos debía de haber cambiado el paisaje.

Pero allí abajo el suelo brillaba como la plata y la veta de oro seguía resplandeciendo. Conan cargó a Yasmina sobre un hombro. La joven se dejó llevar dócilmente. El cimmerio descendió deprisa por la rampa, y a continuación atravesó el fondo a toda velocidad. Tenía la convicción de que estaban luchando contra el tiempo, de que sus posibilidades de salvación dependían de cruzar pronto aquella garganta de horrores, antes de que el herido Maestro del castillo recuperase fuerzas para lanzar sobre ellos alguna nueva maldición.

Cuando por fin Conan ascendió la rampa y llegó a la cima, respiró hondo y dejó a Yasmina de pie sobre el suelo.

-Hay que caminar desde aquí -dijo Conan- colina abajo sin parar.

La muchacha lanzó una mirada hacia la brillante pirámide que se alzaba al otro lado del precipicio. El extraño castillo se recortaba contra la nevada ladera de la montaña como una ciudadela de silencio y de mal eterno.

-¿Acaso eres un mago? ¿Cómo has vencido a los Adivinos Negros de Yimsha? -preguntó la joven al descender por el sendero, mientras Conan rodeaba la frágil cintura con su musculoso brazo.

-Fue el cinto que me entregó Khemsa antes de morir -repuso Conan-. Sí, lo encontré en el sendero. Se trata de un cinto muy extraño que te enseñaré cuando tenga tiempo. Era ineficaz contra algunas prácticas de brujería, pero poderoso contra otras, y un buen cuchillo es un arma que sirve siempre bien a quien lo sabe emplear.

-Pero si el cinto te ayudó a vencer al Maestro, ¿por qué no ayudó a Khemsa? -preguntó la muchacha.

Conan movió la cabeza y respondió:

-¿Quién sabe? Khemsa había sido esclavo del Maestro. Tal vez eso debilitó su magia. El Maestro no tenía el mismo dominio sobre mí que sobre Khemsa. Sin embargo, no puedo decir que lo derroté. Él se retiró. Pero tengo la sensación de que lo volveremos a ver. Quiero poner la mayor cantidad de leguas de distancia entre nosotros y su guarida.

Conan se sintió más aliviado aún al comprobar que los caballos estaban atados entre los tamariscos, tal como los había dejado. Los soltó rápidamente. Montó sobre el negro corcel y colocó a Yasmina delante de él. Los demás animales los siguieron con renovadas fuerzas gracias al descanso que habían tenido.

-¿Y ahora qué? -preguntó la muchacha-. ¿A Afghulistán?

-¡Todavía no! -replicó Conan con una extraña sonrisa-. Alguien, quizá el gobernador, mató a mis siete hombres. Esos estúpidos que me siguen creen que yo he tenido algo que ver con ello, y a menos que pueda convencerlos de lo contrario, me darán caza como a un chacal herido.

-¿Y qué será de mí? Si los jefes han muerto ya no te sirvo como rehén. ¿Me matarás para vengarte?

Conan miró a la Devi con ojos brillantes y se echó a reír.

-Entonces cabalguemos hacia la frontera -dijo ella-. Allí estarás a salvo de los afghulis.

-Sí, para caer en una trampa vendhia.

-Soy la reina de Vendhia -le recordó la joven con su antiguo orgullo-. Me has salvado la vida y recibirás una recompensa por ello.

La muchacha no había tenido intención de darle ese tono a sus palabras, pero Conan gruñó algo ininteligible, un poco indignado.

-¡Guarda tus tesoros para tus perros, princesa! ¡Si tú eres la reina de los llanos, yo soy el jefe de las montañas, y no daré ni un solo paso más para llevarte a la frontera!

-Pero estarías a salvo... -comenzó a decir Yasmina, perpleja.

-Y tú serías de nuevo la Devi -la interrumpió Conan-. No, muchacha, te prefiero como eres ahora: una mujer de carne y hueso cabalgando junto a mí sobre este caballo.

-¡Pero no me puedes retener! -exclamó la Devi-. No puedes...

-¡Espera y lo verás!

-Te daré una buena recompensa...

-¡Que el diablo se lleve tu recompensa! -repuso Conan bruscamente.

Luego la apretó con más fuerza contra su cuerpo y agregó:

-El reino de Vendhia no podría darme nada que desee tanto como a ti. Arriesgué mi vida por salvarte. Si tus cortesanos quieren recuperarte, que vengan a Zhaibar y que peleen por ti.

-¡Pero ahora no tienes partidarios! -protestó la joven-. ¡Te persiguen! ¿Cómo puedes defender tu vida, y mucho menos la mía?

-Todavía tengo amigos en las montañas -repuso-. Hay un jefe khurakzai que te cuidará mientras yo discuto con los afghulis. Si no quieren saber nada de mí, ¡por Crom!, cabalgaré hacia el norte contigo, hasta las estepas de los kozakos. Fui jefe de los Compañeros Libres antes de venir al sur. ¡Te haré reina del río Zaporoska!

-¡Pero no puedo! -protestó la muchacha-. No debes retenerme...

-Si la idea te resulta tan repulsiva -dijo Conan-, ¿por qué me has besado con tanta pasión?

-Una reina también es un ser humano -repuso Yasmina ruborizándose-. Pero mi obligación es pensar en mi reino, ¡ Ven a Vendhia conmigo!

-¿Me harías tu rey? -preguntó Conan irónicamente.

-Bueno, hay costumbres... -tartamudeó la muchacha. Conan soltó una sonora carcajada.

-Sí, costumbres civilizadas que no te permitirían hacer lo que deseas. Te casarás con algún rey decrépito de las llanuras, y yo tendría que seguir mi camino con el recuerdo de algunos besos robados a tus labios.

-¡No!

-¡Debo regresar a mi reino! -repitió la joven.

-¿Para qué? -preguntó Conan furioso-. ¿Para apoyar las nalgas sobre tronos de oro y escuchar los aplausos de unos estúpidos vestidos de terciopelo? ¿Para qué? Escucha: Yo nací en las montañas cimmerias, donde todos son bárbaros. He sido soldado mercenario, corsario, kozako y otras cien cosas más. ¿Qué rey ha viajado por tantos países, peleado en tantas batallas, amado a tantas mujeres y conquistado la fama que yo tengo?

Conan hizo una pausa y luego agregó:

-He venido a Ghulistán para conseguir hombres y conquistar los reinos del sur... entre ellos el tuyo. Ser jefe de los afghulis era sólo un comienzo. Si puedo convencerlos, dentro de un año contaré con una docena de tribus. De lo contrario, regresaré a las estepas y saquearé las fronteras turanias con los kozakos. Y tú me acompañarás. ¡Al diablo con tu reino! Sus habitantes se las arreglaban perfectamente bien antes de que tú nacieras.

La muchacha estaba en sus brazos, mirándolo. En su interior, sentía algo que la impulsaba hacia ese hombre. Pero mil generaciones de soberanía pesaban sobre ella.

-¡No puedo! -exclamó-. ¡No puedo!

-No te queda otra alternativa -afirmó Conan-. Tú... ¿Pero qué diablos?

Habían dejado Yimsha muy atrás y avanzaban a lo largo de un elevado risco que separaba dos profundos valles. Se encontraban en una cima desde la que podían divisar perfectamente el valle que había a la derecha. Allí abajo se libraba una batalla. Soplaba un fuerte viento que les impedía oír bien, pese a lo cual percibían el sonido del metal y de los cascos de los caballos.

Vieron el reflejo del sol sobre la punta de las lanzas y de los cascos en espiral. Tres mil guerreros protegidos por cotas de malla empujaban delante de ellos a un grupo de harapientos jinetes que huían defendiéndose como lobos.

-¡Turanios! -exclamó Conan-. Escuadrones de Secunderam. ¿Qué diablos están haciendo aquí?

-¿Quiénes son los hombres a los que persiguen? -preguntó Yasmina-. ¿Y por qué retroceden? No pueden enfrentarse a una caballería tan organizada.

-Quinientos de mis estúpidos afghulis -gruñó Conan mirando hacia el valle-. Están en una trampa y lo saben.

El valle, evidentemente, era un callejón sin salida.

Se estrechaba formando una garganta de altos muros y se abría después en un redondo cuenco sin salida, flanqueado por paredes imposibles de escalar.

Los harapientos jinetes tocados con turbantes eran empujados hacia la garganta porque no había otro lugar adonde ir, y en consecuencia retrocedían, contraatacando fieramente entre una verdadera lluvia de flechas y un torbellino de espadas. Los jinetes con cascos los atacaban, pero sin demasiada fuerza. Conocían la furia desesperada de las tribus de las montañas, y sabían también que tenían a su presa cogida en una trampa de la que era imposible escapar. Se habían dado cuenta de que los montañeses eran afghulis y deseaban capturarlos vivos, hacer que se rindieran, pues necesitaban rehenes para conseguir sus objetivos.

Su emir era un hombre de decisión e iniciativa. Cuando llegó al valle de Gurashah y vio que no lo esperaban guías ni emisarios, siguió avanzando, confiado en sus propios conocimientos del terreno. Durante el camino desde Secunderam se habían entablado luchas, y algunas tribus se lamían sus heridas en las aldeas de las montañas. Sabía que existía la posibilidad de que ni él ni sus hombres volvieran jamás a Secunderam, ya que en ese momento las tribus de las montañas los perseguirían, pero estaba firmemente decidido a cumplir las órdenes que había recibido. Éstas consistían en arrebatar a la Devi Yasmina de manos de los afghulis y llevarla prisionera a Secunderam o, si esto era absolutamente imposible, cortarle la cabeza antes que él mismo, jefe de todas aquellas tropas, muriese.

Por supuesto, los que contemplaban el espectáculo desde la cima del risco no sabían nada de esto. Pero Conan jugueteó con las riendas de su caballo con cierto nerviosismo.

-¿Por qué diablos se habrán dejado atrapar de esa manera? -preguntó en voz alta-. Sé lo que estaban haciendo aquí. ¡Esos perros intentaban atraparme! Se metieron en todos los valles hasta que los han encerrado en éste. ¡Estúpidos! Por el momento aguantan en esa garganta, pero no podrán hacerlo por mucho tiempo. Cuando los turanios los hagan entrar en ese callejón sin salida, no quedará un solo afghuli vivo.

El fragor de la batalla aumentó de intensidad. En la boca de la estrecha garganta los afghulis resistían desesperadamente contra los armados y protegidos turanios que no se decidían a lanzarse contra ellos con todas sus fuerzas.

Conan frunció el ceño, se movió inquieto acariciando la empuñadura de su cuchillo y dijo:

-Devi, tengo que bajar junto a esos hombres. Encontraré un lugar para que te escondas hasta que regrese. Hablaste de tu reino... bien, no pretendo cuidar de esos diablos peludos corno si fueran mis hijos, pero después de todo son mis hombres. Un jefe jamás debe abandonar a sus seguidores, aun cuando ellos hayan desertado primero. Creen que tuvieron razón al expulsarme... ¡Diablos, no lo permitiré! Todavía soy el jefe de los afghulis y lo demostraré. Puedo bajar a pie hasta la garganta.

-¿Y qué será de mí? -se quejó la joven-. Me apartaste a la fuerza de mi pueblo. Y ahora me dejas morir sola en las montañas mientras tú bajas ahí para sacrificarte inútilmente.

Las venas de Conan estaban a punto de estallar por el conflicto de sus emociones.

-Es cierto -murmuró el cimmerio-. Crom sabe lo que yo puedo hacer.

La muchacha volvió la cabeza ligeramente, con una extraña expresión en su bello rostro, y luego dijo:

-¡Escucha! ¡Escucha!

Hasta los oídos de ambos llegó un fuerte sonido de trompetas. Miraron hacia el profundo valle de la izquierda y en su extremo más alejado distinguieron el brillo del acero. Una larga línea de lanzas y de pulidos cascos avanzaba por el valle, brillando bajo la luz del sol.

-¡Los jinetes de Vendhia! -exclamó la joven, contenta.

-¡Son miles! -dijo Conan-. Hace mucho, mucho tiempo que un kshatriya no ha entrado en estas montañas.

-¡Me están buscando! ¡Dame tu caballo! ¡Me uniré a mis guerreros! Este risco no es tan abrupto en la ladera izquierda y puedo llegar con facilidad al fondo del valle. Tú puedes ir con tus hombres y hacer que resistan un poco más, y yo conduciré a mis jinetes hasta el valle por el otro extremo, para atacar a los turanios. Los aplastaremos en un abrir y cerrar de ojos. ¡Rápido, Conan! ¿Serías capaz de sacrificar a tus hombres en aras de tus deseos?

La ardiente pasión de las estepas y de los densos bosques brilló en los ojos del hombre, pero negó violentamente con la cabeza al tiempo que desmontaba y entregaba las riendas del caballo a la joven.

-¡Tú ganas! ¡Corre como el mismísimo diablo!

Yasmina descendió por la ladera izquierda y Conan corrió a lo largo del risco hasta que llegó a la entrada de la garganta en cuyo extremo se libraba la batalla. Bajó por la pared como un mono, aferrándose a grietas y salientes, para caer al fin de pie en medio del combate, cuyos ecos llenaban cada resquicio de las montañas.

Al poner pie en tierra gritó como un lobo, cogió un caballo por sus riendas bordadas en oro y, esquivando el terrible golpe de una cimitarra, atacó con su cuchillo hacia arriba, en dirección a las entrañas de un jinete. Un segundo después se encontraba sobre la silla del caballo impartiendo órdenes a los afghulis. Por un momento, todos lo miraron estúpidamente. Después, al ver la brecha que su acero estaba abriendo entre el enemigo, se pusieron de nuevo a su lado, aceptándolo sin hacer un solo comentario. En aquel infierno de espadas y sangre no había tiempo para hacer preguntas ni para contestarlas.

Los jinetes, con sus cascos y sus cotas de malla bordadas en oro, se apiñaban en la entrada de la garganta. El desfiladero estaba abarrotado de caballos y de hombres, y los guerreros luchaban a brazo partido, atacando mortalmente cuando había tiempo suficiente para emplear las espadas. Cuando un hombre caía, ya no podía levantarse porque lo pisoteaban los cascos de los caballos. La importancia de la fuerza era decisiva, y el jefe de los afghulis realizaba la labor de diez. En momentos como ése la costumbre une a los hombres, y los guerreros, que estaban habituados a ver a Conan en la vanguardia, redoblaron sus esfuerzos a pesar de seguir desconfiando de él.

Pero también contaba el número. La presión de los hombres de retaguardia hizo que los jinetes turanios penetraran más y más en la garganta. Poco a poco los afghulis fueron retrocediendo, dejando el suelo del desfiladero cubierto de cadáveres. Mientras su cuchillo hacía estragos, Conan no dejaba de pensar y de preguntarse si Yasmina cumpliría su promesa. Si se unía a sus guerreros y giraba hacia el sur, él y sus afghulis serían aniquilados.

Pero finalmente, cuando los minutos de batalla transcurridos parecían siglos, se escuchó otro clamor fuera del valle, que se alzó por encima del choque del acero y de los gritos de dolor. Y entonces, con un sonido de trompetas que hizo temblar los muros de piedra, cinco mil jinetes de Vendhia atacaron a las huestes de Secunderam.

El repentino ataque dividió a los turanios, y al cabo de un rato los hombres se dispersaban por el valle, destrozados, y se produjo un choque caótico en el que se mezclaron la sangre, los gritos y el relinchar de los caballos. El emir cayó con el pecho atravesado por una lanza, y los jinetes de casco en espiral espolearon furiosamente a sus caballos buscando la manera de salir del valle entre los vendhios. A medida que se dispersaban, los perseguidores seguían acosándolos, y ambos grupos llenaron el valle, las laderas de las montañas y las cimas de los riscos. Los afghulis que aún quedaban a caballo salieron de la garganta y se unieron a sus enemigos, aceptando la inesperada alianza, al igual que habían aceptado el regreso de su repudiado jefe.

El sol se ocultaba ya detrás de los lejanos picos cuando Conan, con sus ropas destrozadas y la cota de malla manchada de sangre, caminó cuchillo en mano sobre el suelo lleno de cadáveres hasta donde se encontraba Yasmina en su caballo, entre sus nobles, cerca de un profundo precipicio.

-¡Has cumplido tu promesa, Devi! -exclamó-. ¡Por Crom! Aunque pasé algunos malos momentos en esa garganta... ¡Cuidado!

En ese preciso instante un gigantesco buitre descendió del cielo batiendo sus alas y derribó a varios hombres de sus caballos.

El pico del ave, en forma de cimitarra, se dirigió hacia la garganta de la Devi, pero Conan fue más rápido... Echó una corta carrera, dio un salto de tigre y le clavó salvajemente el cuchillo. El buitre soltó un terrible aullido y acto seguido cayó rodando por la pendiente del risco en dirección al río que pasaba trescientos metros más abajo. Mientras caía, sus negras alas azotaron el aire, y al descender adoptó aspecto humano y extendió sus brazos y piernas.

Conan se volvió hacia Yasmina, con el cuchillo manchado de sangre en la mano. Sus fogosos ojos azules brillaban con un terrible fulgor, y de las heridas de sus musculosos brazos y piernas manaba abundante sangre.

-Eres otra vez la Devi -dijo.

Sonrió fieramente mientras contemplaba la túnica bordada en oro que la muchacha se había echado sobre el vestido de montañesa, sin mostrar el menor asombro por el brillante cortejo de nobles que la rodeaban. Luego agregó:

-Tengo que darte las gracias por haber salvado la vida a mis trescientos cincuenta hombres, que finalmente se han convencido de que no los había traicionado. Has puesto mis manos una vez más sobre las riendas de la conquista.

-Todavía te debo mi recompensa -dijo Yasmina mirándolo con los ojos brillantes por la emoción-. Te pagaré diez mil piezas de oro.

-Recibiré tu recompensa a mi manera, cuando llegue el momento. La cobraré en tu palacio de Ayodhya e iré hasta allí con cincuenta mil hombres para asegurarme de que la balanza esté equilibrada.

La joven se echó a reír, cogió las riendas del caballo y replicó:

-¡Te recibiré a orillas del Jhumda con cien mil hombres!

Los ojos de Conan brillaron con admiración cuando retrocedió y levantó la mano en un gesto de aceptación, al tiempo que indicaba a la joven que tenía el camino libre.







La sombra deslizante

Después del fracaso de sus planes para unir a las tribus de las montañas en un solo ejército, Conan regresa a Hirkania y a Turan, evitando las patrullas del rey Yezdigerd y compartiendo las tiendas de sus antiguos compañeros kozakos. En Occidente se libran grandes batallas, por lo que Conan regresa a los reinos hiborios en busca de pastos más verdes y mejor botín. Almuric, príncipe de Koth, se ha rebelado contra el rey Strabonus. Éste crea un formidable ejército y Conan se une a él. Los vecinos de Strabonus también acuden en su ayuda. La causa rebelde fracasa y el ejército de Almuric tiene que retirarse al sur. Pasan por las tierras de Shem y cruzan la frontera de Estigia hasta llegar a las praderas de Kush. Allí, el ejército es derrotado por las fuerzas negras y estigias unidas, que los hacen retroceder al desierto que se encuentra al sur. Conan es uno de los pocos sobrevivientes.

El desierto brillaba bajo las oleadas de calor. Conan el cimmerio miró a su alrededor y contempló el formidable yermo; luego se pasó involuntariamente el dorso de la mano por su labios ennegrecidos. Estaba de pie sobre la arena, como una estatua de bronce, aparentemente inmune al sol abrasador aunque sólo llevaba un taparrabos de seda, sujeto por un ancho cinturón con hebilla de oro, del que colgaban un sable y una daga de hoja ancha. En sus músculos y piernas había huellas de heridas mal cicatrizadas.

A sus pies descansaba una muchacha abrazada a sus rodillas, sobre las que apoyaba su rubia cabellera. Su blanca piel contrastaba con las piernas bronceadas de Conan. La joven vestía una túnica de seda escotada y sin mangas y llevaba un cinturón que ponía aún más de relieve su hermoso cuerpo.

Conan movió la cabeza, parpadeando. El fuerte brillo del sol casi lo cegaba. Tomó una pequeña cantimplora de su cinto y la agitó para comprobar el agua que quedaba.

La muchacha se movió inquieta y dijo en tono de queja:

-¡Oh, Conan, moriremos aquí! ¡Tengo mucha sed!

El cimmerio gruñó algo ininteligible mirando con gesto lúgubre a su alrededor. Adelantó la mandíbula y sus ojos azules ardieron con un brillo salvaje bajo la rebelde melena negra, como si el desierto fuese un enemigo tangible.

Luego se inclinó y acercó la cantimplora a los labios de la joven.

-Bebe agua hasta que yo te diga, Natala -ordenó.

La muchacha bebió a grandes sorbos, pero Conan no la detuvo. Sólo cuando la cantimplora estuvo vacía, ella se dio cuenta de que Conan le había permitido deliberadamente beber la poca agua que quedaba. Las lágrimas acudieron a sus ojos.

-¡Oh, Conan! -exclamó retorciéndose las manos-, ¿por qué me has dejado beber toda el agua? Yo no sabía..., ¡y ahora no queda nada para ti!

-¡Calla! -ordenó el cimmerio-. No malgastes tus fuerzas llorando. -Se incorporó y arrojó la cantimplora lejos.

-¿Por qué has hecho eso! -preguntó la muchacha.

Conan no respondió. Permaneció inmóvil, con los dedos crispados sobre la empuñadura del sable. No miraba a la joven. Sus ojos fieros parecían taladrar la misteriosa bruma de color púrpura que se veía a lo lejos.

Dotado de un salvaje amor a la vida y del instinto de conservación de los bárbaros, Conan el cimmerio sabía, no obstante, que en ese momento había llegado al final de su camino. Todavía no había alcanzado el límite de su resistencia, pero tenía consciencia de que otro día en aquel desierto interminable, bajo ese sol terrible, acabaría con él.

En cuanto a la muchacha, ya había sufrido bastante. Sería mucho mejor un rápido sablazo que la espantosa agonía que le esperaba. Por el momento, la sed de la joven estaba saciada. Era falsa compasión dejarla sufrir hasta que el delirio y la muerte le brindaran el alivio deseado. Desenvainó lentamente el sable.

De repente se detuvo, y todos los músculos de su cuerpo se pusieron en tensión. A lo lejos, hacia el sur, algo resplandecía entre las terribles oleadas de calor.

Al principio pensó que se trataba de un espejismo que se burlaba de él en aquel maldito desierto. Haciéndose sombra sobre los ojos con una mano distinguió torres y minaretes rodeados de blancas murallas. Natala había dejado de llorar. Se puso de rodillas con dificultad y luego siguió la mirada del cimmerio.

-¿Es una ciudad, Conan? -musitó, demasiado amedrentada como para tener esperanzas-. ¿O sólo un espejismo?

El bárbaro permaneció en silencio durante unos segundos. Luego, cerró y abrió los ojos varias veces.

Después miró en otra dirección y volvió sus ojos hacia la ciudad.

Ésta continuaba en el mismo sitio.

-Sólo el diablo lo sabe -dijo con un gruñido-. Bueno, de todos modos vale la pena probar.

Envainó la espada. Se inclinó y levantó a Natala en brazos como si se tratara de una niña. La muchacha se resistió débilmente.

-No desperdicies tus fuerzas de esta manera, Conan -dijo-. Puedo caminar.

-El terreno es mucho más rocoso aquí -explicó el cimmerio-. Tus sandalias pronto quedarían destrozadas. Además, si hemos de llegar a la ciudad, debemos hacerlo rápidamente. Así puedo caminar más deprisa.

La posibilidad de seguir viviendo había inyectado nuevas fuerzas a los miembros de acero del cimmerio. Comenzó a caminar sobre la abrasadora arena como si acabara de comenzar la jornada. Conan, bárbaro entre los bárbaros, tenía una resistencia física a toda prueba, que le permitía sobrevivir en condiciones que hubieran acabado con cualquier hombre civilizado.

Él y la joven eran los únicos sobrevivientes del ejército del príncipe Almuric, aquella horda que, siguiendo al derrotado príncipe de Koth, barría las tierras de Shem como una terrible tormenta de arena y anegaba en sangre las fronteras de Estigia. Los estigios lo seguían de cerca, y al atravesar el reino negro de Kush se encontró con el camino bloqueado. Su única alternativa era entrar en el peligroso desierto. Conan se dirigió entonces hacia el sur, hasta que de repente se encontró con el desierto. Los cuerpos de sus hombres -mercenarios, proscritos y todo tipo de delincuentes- yacían destrozados a lo largo de las tierras altas de Koth, hasta las dunas del desierto.

Después de aquella masacre final, cuando los estigios y los kushitas atacaron a los hombres acorralados que aún quedaban en pie, Conan logró huir con la muchacha montado en un camello. Detrás de ellos, la tierra estaba plagada de enemigos. El único camino posible era el desierto al sur. Y así habían penetrado en aquella inmensa y abrasadora desolación.

La joven era una brithunia que Conan había encontrado en el mercado de esclavos de una arrasada ciudad shemita, de la cual se apropió. No cabía duda de que su nueva situación era mejor que la de cualquier mujer de un harén shemita, y en consecuencia lo aceptó agradecida. Después, había compartido las aventuras de las hordas de Almuric.

Avanzaron durante varios días por el desierto, perseguidos por los jinetes estigios. Luego, al cesar la persecución, Conan y la muchacha no se atrevieron a retroceder. Continuaron avanzando y buscando agua hasta que el camello murió. Después siguieron a pie. Los últimos días, sus sufrimientos habían sido atroces. Conan protegió a Natala en todo lo que pudo. La dura vida del campamento había desarrollado en la joven una fuerza superior a la que poseía una mujer corriente. Pero aun así, la muchacha no estaba muy lejos del agotamiento total.

El sol golpeaba con fuerza sobre la cabeza de Conan. Sentía conatos de mareo y náuseas, pero apretó los dientes y siguió caminando. Estaba convencido de que la ciudad era una realidad y no un espejismo. Sin embargo, no tenía la menor idea de lo que encontrarían allí. Los habitantes podían mostrarse hostiles. Pero al menos, allí había posibilidad de lucha, y eso era todo cuanto podía pedir Conan.

El sol estaba a punto de ocultarse cuando llegaron frente a la enorme puerta y se sintieron protegidos a su sombra. Conan dejó a Natala de pie sobre la arena y distendió los músculos de sus doloridos brazos. Por encima de ellos veían las torres de unos diez metros de altura, construidas con un material suave y verdoso casi como el cristal. Conan miró hacia los parapetos, temiendo lo peor, pero no vio a nadie. Gritó y golpeó con impaciencia la puerta con la empuñadura de la espada, pero sólo le contestaron unos ecos burlones. Natala se acercó más a Conan, atemorizada por el silencio. La puerta se abrió sola y el cimmerio retrocedió, desenvainando la espada. Natala ahogó un grito.

-¡Oh, Conan, mira!

En el interior, cerca de la puerta, había un cuerpo humano tendido en el suelo. Conan lo contempló fijamente y luego miró en todas direcciones. Entonces vio una gran extensión de terreno, como si fuera un patio, rodeado por las arcadas de las casas, que estaban construidas con el mismo material verdoso de las murallas. Estos edificios eran altos e impresionantes y estaban coronados por brillantes cúpulas y minaretes. Allí no había señales de vida. En el centro del patio había un pozo. Su presencia excitó a Conan, que tenía la boca pegada a causa del fino polvillo del desierto. Tomó a Natala por una muñeca y cerró la puerta.

-¿Está muerto? -preguntó la joven en voz baja, señalando al hombre que se hallaba tendido junto a la puerta. El cuerpo del individuo era grande y fuerte, de piel amarillenta y ojos ligeramente rasgados. Difería del tipo hiborio. Llevaba sandalias con correas atadas a las pantorrillas y vestía una túnica de seda roja. De su cinto colgaba una espada con una vaina de tela bordada en oro. Conan lo tocó y notó que estaba frío. El cuerpo no mostraba el menor indicio de vida.

-No tiene ni una sola herida -gruñó el cimmerio-. Pero está tan muerto como Almuric, atravesado por cuarenta flechas estigias. ¡En nombre de Crom! Veamos el pozo. Si hay agua en él, beberemos, con muertos o sin muertos.

En el pozo había agua, pero no podían beber. El nivel de agua se hallaba a unos quince metros de profundidad y no tenían con qué extraerla. Conan gruñó una maldición al ver el líquido que estaba fuera de su alcance, y comenzó a buscar algún medio de obtenerlo. Entonces oyó el grito de Natala y se volvió.

En ese momento, el hombre que aparentemente estaba muerto se abalanzó sobre él. Sus ojos brillaban con auténtica vida y su corta espada centelleaba en su mano. Conan profirió otra maldición, pero no perdió tiempo en hacer conjeturas. Se enfrentó al peligroso atacante con un formidable golpe de su sable, que le atravesó la carne y los huesos. El cuerpo se tambaleó y después cayó al suelo pesadamente.

Conan lo contempló murmurando para sí. Luego dijo:

-Este individuo no está más muerto ahora que hace unos minutos. ¿En qué casa de locos nos hemos metido?

Natala, que se había tapado los ojos con las manos, pero que miraba por entre los dedos, exclamó:

-¡Oh, Conan! ¿No nos matará la gente de la ciudad a causa de esto?

-Bueno -gruñó Conan-, este individuo nos habría matado si no le arranco la cabeza.

El cimmerio miró hacia las arcadas que abrían sus bocas oscuras desde las verdes murallas que había encima de ellos. No vio ningún movimiento ni oyó ningún ruido.

-No creo que nadie nos haya visto -musitó-. Ocultaré esto... Levantó el cadáver por el cinturón con una mano, con la otra cogió la cabeza por los pelos y llevó ambas partes del cuerpo hasta el pozo.

-Puesto que no podemos beber de esta agua –masculló vengativamente el cimmerio-, impediré que nadie mas disfrute de ella. ¡Maldito pozo!

Levantó el cuerpo hasta el brocal y lo dejó caer dentro del pozo, arrojando luego la cabeza. Desde el fondo llegó el ruido del cadáver al caer en el agua.

-Hay sangre en las piedras -murmuró Natala.

-Y habrá más, a menos que encuentre agua pronto -repuso el cimmerio, cuya paciencia estaba llegando al límite.

La muchacha casi se había olvidado de la sed y del hambre a causa del temor, pero Conan no.

-Entraremos por una de esas puertas -dijo-. Seguramente encontraremos a alguien.

-¡Oh, Conan! -exclamó la joven apretándose con fuerza contra él-. ¡Tengo miedo! ¡Ésta es una ciudad de fantasmas y de muertos! ¡Regresemos al desierto! ¡Será mejor morir allí que pasar por todos estos horrores!

-Iremos al desierto cuando nos echen de aquí -respondió el cimmerio con un gruñido-. En algún lugar de esta ciudad hay agua, y la encontraré aunque tenga que matar a todos los hombres que vivan en ella. -Pero... ¿y si resucitan?

-¡Entonces los volveré a matar hasta que no resuciten más!

Miró a su alrededor y agregó súbitamente:

-¡Vamos! Esa puerta que hay allí es tan propicia como cualquier otra. Camina detrás de mí, pero no corras a menos que yo te lo diga.

La joven asintió con la cabeza y lo siguió tan de cerca que tropezó con los talones del bárbaro, el cual se puso furioso. Acababa Me caer el crepúsculo, que colmó la extraña ciudad de numerosas sombras de color púrpura. Atravesaron el umbral de la puerta y se encontraron en una amplia habitación, cuyas paredes estaban cubiertas de tapices bordados con extraños dibujos. El suelo, las paredes y el cielorraso estaban construidos con piedra de color verde brillante y los muros estaban decorados con frisos dorados. El suelo estaba cubierto de cojines de terciopelo y seda. Había varias puertas que conducían a otras estancias. Conan y la muchacha pasaron por otras habitaciones casi iguales a la primera. No vieron a nadie, pero el cimmerio gruñó, sospechando algo.

-Alguien ha estado aquí hace muy poco tiempo. Este diván todavía está tibio por el contacto con un cuerpo humano. Ese cojín de seda tiene huellas de caderas y hay un ligero perfume en el aire.

La atmósfera del lugar era fantástica y extraña..., parecía irreal. Entrar en aquel palacio silencioso era como sumirse en un sueño provocado por el opio. Conan y la joven evitaron algunas habitaciones no iluminadas. Otras estaban alumbradas por una tenue luz que parecía proceder de las joyas incrustadas en las paredes, que formaban extraños diseños. De repente, cuando entraban en una de aquellas habitaciones, Natala soltó un grito y aferró a su acompañante por un brazo. Conan maldijo en voz alta y se dio media vuelta, buscando a un enemigo. Se asombró de no ver a nadie allí.

-¿Qué sucede? -preguntó-. Si vuelves a cogerme así por el brazo, te arrancaré el pellejo. ¿Por qué gritaste?

-Mira eso.

Conan gruñó. Sobre una mesa de ébano pulido había unos recipientes dorados que aparentemente contenían comida y bebida. La habitación estaba desierta.

-Bueno, fuera quien fuese la persona que iba a gozar de todo esto, ya puede buscar otro lugar para disfrutar esta noche.

-¿Podemos comer eso, Conan? -aventuró la joven nerviosamente-. Podría llegar alguien y...

-¡Lir an mannanam mac lir! -bramó Conan, cogiendo a la joven por la nuca y obligándola a tomar asiento en una silla dorada situada en un extremo de la mesa-. ¡Estamos muertos de hambre y te atreves a hacer objeciones! ¡Come!

El cimmerio se sentó en el otro extremo de la mesa y tomó una jarra de jade verde, que vació de un trago. Contenía un líquido parecido al vino, de sabor extraño, pero agradable, desconocido para él, aunque para su reseco gaznate era como néctar. Una vez saciada su sed, atacó con fruición la comida que tenía delante. El sabor de ésta también le resultó extraño. Había frutas exóticas y carnes desconocidas. Los platos eran de una artesanía exquisita, y los cuchillos y tenedores eran de oro. Conan ignoró los cubiertos, comió con las manos y trinchó la carne con los dientes. Los modales del cimmerio eran bastante rudos. Su civilizada acompañante comía con más elegancia, pero con la misma fruición. Conan pensó que la comida podía estar envenenada, pero esa idea no disminuyó su apetito. Prefería perecer envenenado que morirse de hambre.

Una vez satisfecho su apetito, Conan se echó hacia atrás en su silla exhalando un profundo suspiro de alivio. A juzgar por aquella comida fresca, era evidente que había seres humanos en la silenciosa ciudad, y quizá un enemigo agazapado en cada rincón.

Pero Conan no sentía la menor aprensión ante tal idea, ya que tenía una enorme confianza en su habilidad para luchar. Comenzó a sentirse somnoliento y pensó en echarse a descansar un rato sobre un diván.

Natala ya no tenía hambre ni sed, pero no sentía deseos de dormir. Sus maravillosos ojos miraban tímidamente en dirección a las puertas, fronteras de lo desconocido. El silencio y el misterio del extraño lugar la abrumaban. La habitación parecía más grande y la mesa mucho más larga que al principio, y tuvo la sensación de que estaba demasiado lejos de su protector. Se levantó rápidamente, se acercó a él y se sentó en sus rodillas. Luego volvió a mirar con inquietud hacia las puertas en forma de arco. Algunas de ellas estaban iluminadas y otras no, pero sus ojos se clavaron más intensamente en las que estaban a oscuras.

-Hemos comido, bebido y descansado -dijo la muchacha-. Vayámonos de aquí, Conan. Tengo la sensación de que esto es el infierno.

-Bueno, pero hasta ahora nadie nos ha hecho daño -repuso el cimmerio.

En ese preciso momento un siniestro crujido hizo que se diera media vuelta. Apartó a la joven de sus rodillas y se puso en pie con la rapidez de una pantera, desenvainando el sable y mirando hacia la puerta, de donde había provenido el ruido. Éste no se repitió. Conan avanzó sigilosamente, y Natala lo siguió atemorizada. Sabía que el cimmerio olía el peligro. Con la cabeza hundida entre sus gigantescos hombros, Conan caminó agachado, como un tigre al acecho. No hacía más ruido que el que hubiera hecho un felino avanzando hacia su presa.

Se detuvo en el umbral de la puerta. Natala iba detrás de él, mirando en todas direcciones. La habitación no estaba iluminada, pero la oscuridad no era absoluta debido a la luz que había a sus espaldas y que incluso alumbraba, aunque tenuemente, otra estancia más. Y en esta habitación había un hombre tendido sobre una tarima. La tenue luz les permitió ver que se trataba de un individuo muy parecido al que habían visto en la puerta exterior, con la diferencia de que sus ropas eran más lujosas y estaban adornadas con joyas que brillaban con un extraño fulgor. ¿Estaría muerto o simplemente dormido? Una vez más se oyó el mismo ruido siniestro de antes, como si una mano hubiera corrido alguna cortina. Conan retrocedió y pasó un brazo por encima de los hombros de Natala. Luego le tapó la boca con la mano, a tiempo de impedir que la joven lanzara un grito.

Desde donde se encontraban no veían la tarima, pero pudieron percibir una extraña sombra proyectada sobre la pared que había detrás. Luego vieron otra sombra recortada contra la pared. A Conan se le erizó el cabello. Aquella sombra fantástica era absolutamente deforme. No recordaba haber visto jamás semejante reflejo de ningún hombre o animal. Estaba consumido por la curiosidad y, sin embargo, el instinto le hizo permanecer inmóvil. Oyó el rápido jadeo de Natala, que miraba la escena con los ojos desorbitados. Ningún otro sonido interrumpía el tenso silencio. La enorme sombra cubrió la que proyectaba la tarima sobre la pared. Por un instante casi todo el muro quedó sumido en la oscuridad. Luego, la sombra se fue esfumando lentamente y una vez más la tarima se proyectó nítidamente contra el panel. Pero el hombre dormido ya no estaba allí.

Un histérico gorgoteo surgió de la garganta de Natala. Conan la sacudió enérgicamente. Sin embargo, el cimmerio sintió que la sangre se le helaba en las venas. No temía a los enemigos humanos, ni tenía miedo a nada que pudiera entender, por espantoso que fuera. Pero aquello rebasaba todos los límites.

Al cabo de un rato, no obstante, la curiosidad prevaleció sobre su inquietud y volvió a entrar en la habitación iluminada, dispuesto a cualquier cosa. Miró en dirección a la otra habitación y vio que estaba vacía. La tarima estaba en el mismo sitio, pero allí no había ningún ser humano. Sólo una gota de sangre, que parecía una gema de color carmesí, sobre la cubierta de seda. Natala la vio y soltó un grito. Esta vez, Conan no la castigó. El cimmerio sintió la mano helada del horror. Sobre aquella tarima, hacía unos momentos, había un hombre. Alguien había entrado en la habitación y se lo había llevado.

Conan no entendía lo que ocurría, pero un aura de horror sobrenatural se cernía sobre aquellas habitaciones mal iluminadas.

Estaba dispuesto a irse. Tomó a Natala de la mano y se dio media vuelta. De repente dudó. Desde algún lugar de las habitaciones que habían atravesado llegó un ruido de pasos. Un pie humano descalzo o con algún calzado ligero había producido aquel sonido, y Conan, con la cautela de un lobo, se volvió rápidamente a un lado. Pensaba que podría volver fácilmente al patio exterior e incluso evitar la habitación de la que había partido aquel sonido extraño.

Pero no habían cruzado la primera habitación, cuando de repente les llamó la atención el murmullo de un tapiz de seda. Delante de una alcoba cuya entrada estaba cubierta por una cortina, había un hombre de pie, mirándolos fijamente.

Era exactamente igual a los otros que había visto antes. Era alto y corpulento, vestía ropas de color azul y llevaba un cinto adornado con piedras preciosas. En sus ojos ambarinos no se reflejaba sorpresa ni hostilidad. Se trataba simplemente de la mirada onírica de un comedor de loto. Tampoco desenvainó la espada que le colgaba del cinto. Después de un momento de tensión, habló con tono soñador, lejano, en una lengua que Conan no entendía.

Conan dijo algo en estigio, y el desconocido le repuso en la misma lengua.

-¿Quién eres?

-Soy Conan de Cimmeria -contestó el bárbaro-. Ésta es Natala, de Brithunia. ¿Qué ciudad es ésta?

El hombre no respondió. Su mirada sensual y soñadora se fijó en Natala, y dijo:

-¡Ésta es la visión más extraña que he tenido jamás! ¡Oh, muchacha de dorados cabellos! ¿De qué tierra de ensueño vienes? ¿De Andana, Tothra o Koth?

-¿Qué locura es ésta? -preguntó Conan.

El desconocido no le prestó la menor atención.

-He soñado con bellezas más extraordinarias -musitó-, con hermosas mujeres de cabellos negros como la noche y ojos llenos de misterio. Pero tu piel es blanca como la leche y tus ojos claros como el alba. Tienes la frescura y la dulzura de la miel. ¡Ven a mi diván, muchacha de ensueño!

El hombre avanzó hacia la joven con una mano extendida, pero Conan la apartó con una fuerza que hubiese fracturado el brazo de cualquiera. El desconocido retrocedió con los ojos entornados, frotándose la mano dolorida.

-¿Qué rebelión de fantasmas es ésta? -musitó-. ¡Bárbaro, te ordeno que te vayas...! ¡Desvanécete! ¡Esfúmate! ¡Vete de aquí!

-¡Te haré desaparecer la cabeza! -exclamó Conan, furioso, empuñando su sable- ¿Es ésta la bienvenida que das a los forasteros? ¡Por Crom! ¡Empaparé todos estos tapices de sangre!

La ensoñación había desaparecido de los ojos del desconocido, dando paso a una mirada de asombro.

-¡Thog! -exclamó en voz alta-. ¡Eres real! ¿ De dónde vienes? ¿Quién eres? ¿Qué haces en Xuthal?

-Venimos del desierto -respondió Conan con un gruñido-. Entramos en la ciudad al atardecer, muertos de hambre. Encontramos una mesa servida para alguien y comimos. No tengo dinero para pagar la comida. En mi país no le niegan alimentos a un hombre hambriento, pero vosotros, los civilizados, siempre deseáis cobrarlo todo, si eres como todos los que he conocido hasta ahora. No hemos hecho daño a nadie y ya nos íbamos de aquí. ¡Por Crom! ¡No me gusta nada este lugar donde los muertos resucitan y los dormidos se esfuman en las sombras!

El hombre se sobresaltó ante las últimas palabras de Conan y su rostro amarillento se puso lívido.

-¿Qué dices? ¿Sombras?

-Bueno -repuso el cimmerio cautelosamente-, sombras... o lo que sea eso que se lleva a un hombre dormido de su tarima y sólo deja en su lugar una gota de sangre.

-¿Lo has visto?

El hombre temblaba como una hoja. El tono de su voz se volvió más agudo. Entonces, Conan dijo:

-No vi más que a un hombre dormido sobre una tarima, y después una sombra que se lo llevó misteriosamente.

El efecto de estas últimas palabras fue terrorífico. El hombre se volvió con un alarido espantoso y salió corriendo de la habitación. Conan lo miró sorprendido, con el ceño fruncido. La joven se aferró temblando a su brazo. No veían al hombre que huía, pero seguían oyendo sus terribles alaridos a lo lejos, cuyo eco repetían las habitaciones abovedadas. De repente se oyó un grito más fuerte que los demás, y a continuación reinó el silencio.

-¡Por Crom! -exclamó Conan, enjugándose el sudor que le perlaba la frente con una mano que le temblaba ligeramente-. ¡Ésta es una ciudad de locos! ¡Vámonos de aquí, antes que nos encontremos con otro demente!

-¡Es una pesadilla! -gimió Natala-. ¡Estamos muertos y condenados! Hemos muerto en el desierto y estamos en el infierno. Somos espíritus incorpóreos... ¡Oh!

La joven se quejó por la fuerte palmada que Conan acababa de darle.

-No serás ningún espíritu, si chillas así -dijo sonriendo el cimmerio, que a menudo daba muestras de humor en los momentos más inoportunos. Luego agregó:

-Estamos vivos, aunque no por mucho tiempo si nos quedamos en esta casa de locos. ¡Vamos!

Atravesaron una habitación y se detuvieron. Algo o alguien se acercaba. Se volvieron hacia el umbral de donde provenían los ruidos, en espera de lo desconocido. Entonces apareció una silueta en la puerta. Conan maldijo entre dientes, al tiempo que su fino olfato percibía el mismo perfume que había olido antes. Natala abrió la boca asombrada.

Allí había una mujer que los miraba sorprendida. Era alta, esbelta, tenía el cuerpo de una diosa y vestía una túnica bordada con piedras preciosas. Una cascada de cabellos negros como la noche hacía destacar la blancura de su cuerpo marfileño. Los ojos oscuros, de largas pestañas, tenían un extraordinario misterio sensual. Conan contuvo la respiración ante semejante belleza, y Natala la miró con los ojos desorbitados. El cimmerio jamás había visto una mujer como ésa. Sus rasgos eran estigios, pero su tez no. Sus brazos y piernas parecían de alabastro.

Pero cuando habló, con un tono profundo, rico y musical, lo hizo en estigio:

-¿Quién eres? ¿Qué haces en Xuthal? ¿Quién es esta joven?

-¿Y tú quién eres? -preguntó a su vez Conan, a quien no le gustaba que le hicieran preguntas.

-Soy Thalis, la estigia -repuso ella-. Debes estar loco para atreverte a venir aquí.

-Creo que lo estoy -dijo el cimmerio con un gruñido-. ¡Por Crom, si estuviera cuerdo estaría fuera de lugar porque aquí están todos locos! Llegamos del desierto hambrientos y sedientos, y nos encontramos con un hombre muerto que luego intentó apuñalarme por la espalda. Entramos en un palacio rico y lujoso, aparentemente deshabitado. Encontramos una mesa bien servida, pero sin comensales. Después vimos una sombra que devoró a un hombre dormido...

Conan notó que el rostro de la mujer cambiaba de color al oír sus últimas palabras. Luego agregó:

-¿Y bien...?

-Bien, ¿qué? -preguntó la mujer, dominándose perfectamente.

-Pues que esperaba que salieras corriendo y aullando como una salvaje. Eso hizo el hombre al que le conté lo de la sombra. La mujer se encogió de hombros.

-Entonces, ésos fueron los gritos que escuché. Cada hombre tiene su destino marcado y es inútil chillar como una rata. Cuando Thog me desee, vendrá a buscarme.

-¿Quién es Thog? -preguntó Conan con recelo. La mujer lo miró, estudiándolo de arriba abajo en forma tal que hizo ruborizar a Natala.

-Toma asiento en ese diván y te lo diré. Pero primero decidme vuestros nombres.

-Yo soy Conan el cimmerio y ésta es Natala, de Brithunia. Somos refugiados de un ejército derrotado en las fronteras de Kush. Y no deseo sentarme de espaldas a las sombras.

La mujer tomó asiento en el diván con una risa musical, y extendió sus gráciles mientras con un felino abandono.

-Tranquilo -murmuró-. Si Thog te desea, te llevará consigo, estés donde estés. El hombre que mencionaste, el que salió corriendo y gritando... ¿No le oíste soltar un tremendo alarido y luego callar repentinamente? En su frenesí debió de encontrar su propia muerte, una muerte de la que deseaba huir. Ningún hombre puede escapar a su destino.

Conan gruñó y tomó asiento en el borde del diván, con el sable cruzado sobre las rodillas y mirando a su alrededor con desconfianza. Natala se sentó a su lado y se acurrucó en sus brazos. Miraba a la extraña mujer con recelo y resentimiento. Se sentía pequeña e insignificante ante aquella extraordinaria belleza. No se equivocó al valorar las ávidas miradas que los enormes ojos negros de ella lanzaban al gigantesco cimmerio.

-¿Qué es este lugar y quiénes son estas gentes? -preguntó Conan.

-Esta ciudad se llama Xuthal. Es muy antigua. Se construyó en un oasis que hallaron los fundadores de Xuthal en su constante vagar por estas tierras. Llegaron del este hace tanto tiempo que ni siquiera sus descendientes recuerdan cuándo fue.

-Seguramente no habrá muchos. Estos palacios parecen vacíos.

-No. Hay mucha más gente de lo que supones. La ciudad es en realidad un enorme palacio. Todos los edificios están dentro de una muralla y se comunican unos con otros. Podrías caminar a través de estas habitaciones durante horas sin ver a nadie. Pero hay momentos en los que podrías encontrar a cientos de personas.

-¿Cómo se entiende esto? -inquirió Conan.

-Esta gente duerme durante la mayor parte del tiempo. El sueño es para ellos tan importante y tan real como su vida de vigilia. ¿Has oído hablar alguna vez del loto negro? Crece en algunos lugares de la ciudad. Lo han cultivado durante muchos años y lograron que su jugo, en lugar de producir la muerte, proporcione sueños agradables y fantásticos. La gente se pasa la mayor parte del tiempo soñando. Sus vidas son vagas, impredecibles y carecen de objeto. Sueñan, despiertan, beben, aman, comen y vuelven a soñar. Rara vez terminan lo que comienzan porque inmediatamente vuelven a sumirse en el sueño del loto negro. La comida que encontrasteis... seguramente era de algún hombre que la preparó cuando estaba despierto porque tenía hambre. Luego la olvidó y se volvió a dormir.

-¿Dónde consiguen su comida? -preguntó Conan-. No he visto campos ni viñedos fuera de la ciudad. ¿Acaso hay huertos y establos dentro de estos muros?

La mujer negó con un movimiento de la cabeza.

-Se manufacturan sus propios alimentos con materias primas. Cuando no están drogados, son todos grandes científicos. Sus antepasados fueron verdaderos genios, y aunque la raza cayó esclava de sus propias pasiones, todavía prevalecen algunos de sus extraordinarios conocimientos. ¿No te has preguntado aún cómo se consiguen estas luces? Pues son joyas fundidas con radio. Se frotan con el pulgar para hacerlas brillar y se vuelven a frotar, pero en sentido contrario, para apagarlas. Éste es sólo un ejemplo de su sabiduría. Sin embargo, han olvidado muchas cosas. Tienen muy poco interés en permanecer despiertos.

-Entonces el hombre muerto que estaba en la puerta...

-Seguramente, dormía profundamente. Los soñadores del loto están como muertos. Carecen de todo movimiento. Es imposible detectar en ellos la menor señal de vida. El espíritu ha abandonado el cuerpo y vaga a placer por otros mundos exóticos. El hombre de la entrada era un buen ejemplo de la irresponsabilidad de esta gente. Estaba de guardia en la puerta, ya que la costumbre exige la presencia de un centinela aun cuando jamás haya venido ningún enemigo del desierto. En otros lugares de la ciudad encontraras otros guardianes durmiendo tan profundamente como el que has visto en la entrada.

Conan guardó silencio un rato. Luego preguntó:

-¿Dónde están todos ahora?

-Dispersos en diferentes lugares de la ciudad. Tendidos en divanes, sobre lechos, en alcobas con cojines, sobre tarimas tapizadas con pieles, pero todos ellos están sumidos en el profundo sueño del loto negro.

Conan sintió un escalofrío. En ese momento recordó algo más.

-¿Y esa cosa... esa sombra que atravesó las habitaciones y se llevó al hombre de la tarima?

Un ligero temblor agitó los gráciles miembros de la mujer antes de responder:

-Se trata de Thog, el Anciano, el dios de Xuthal, que habita en la cúpula hundida del centro de la ciudad. Siempre ha vivido en Xuthal. Nadie sabe si llegó con los antiguos fundadores o si ya estaba aquí cuando se construyó la ciudad. Pero la gente de Xuthal lo adora. Casi siempre duerme bajo la ciudad, pero a veces, a intervalos, siente hambre, y entonces vaga por los corredores secretos y por las habitaciones mal iluminadas buscando una presa. Por lo tanto, nadie está seguro.

Natala gimió de horror y rodeó el cuello de Conan con los brazos, como si tratara de impedir que la apartaran de su protector.

-¡Por Crom! -exclamó el cimmerio asombrado-. ¿Quieres decir que toda esta gente duerme tranquilamente pese a la amenaza que constituye ese demonio?

-Sólo en algunas ocasiones siente hambre -repuso la mujer-. Un dios debe recibir sacrificios. En Estigia, cuando yo era niña, el pueblo vivía bajo la sombra de un sacerdote. Nadie sabía cuándo sería arrastrado hacia el altar. Entonces, ¿qué diferencia hay entre ser víctima de los dioses por intermedio de un sacerdote o que el mismo dios acuda en busca de su presa?

-En mi pueblo no existe esa costumbre -dijo Conan-, y tampoco en el de Natala. Los hiborios no sacrifican seres humanos a su dios Mitra, y en cuanto a mi pueblo, ¡por Crom!, me gustaría ver a un sacerdote arrastrando a un cimmerio al altar. Se derramaría mucha sangre, pero no según los deseos del sacerdote.

-Tú eres un bárbaro -dijo Thalis riendo-. Thog es muy viejo y muy terrible.

-Estos individuos deben de ser tontos o héroes -murmuró Conan- para echarse a soñar sus imbéciles sueños sabiendo que pueden despertar en el vientre de ese dios.

La mujer volvió a reír.

-No conocen otra cosa. Desde hace muchas generaciones, Thog se ha alimentado de ellos. Ésta es una de las razones por las que su número se ha reducido de varios miles a unos pocos cientos. Se extinguirán dentro de unas pocas generaciones y Thog tendrá que ir por el mundo en busca de nuevas presas o regresar a las tinieblas de las que vino hace siglos.

»Se dan cuenta de que están condenados -agregó-, pero su fatalismo les impide oponer resistencia o huir. Ni una sola persona de esta generación ha salido de estas murallas. Hay un oasis a un día de marcha hacia el sur... Lo he visto en los antiguos mapas que sus antepasados dibujaron sobre pergaminos..., pero desde hace tres generaciones, ningún hombre de Xuthal lo ha visitado ni tampoco se han hecho esfuerzos por explorar los fértiles campos que muestran los mapas a otra día de camino desde el oasis. Se trata de una raza en vías de extinción, ahogada por sueños provocados por el loto, mientras que sus horas de vigilia son estimuladas por el vino dorado que cura heridas, prolonga la existencia y da fuerzas a los libertinos.

»Sin embargo -prosiguió-, todos ellos procuran aferrarse a la vida y temen al dios al que adoran. Si ahora mismo estuvieran despiertos y se enterasen de que Thog anda por aquí, saldrían corriendo desesperados.

-¡Oh, Conan! -exclamó Natala-. ¡Vayámonos de aquí en seguida!

-Todo a su tiempo, muchacha -musitó Conan, clavando los ojos en las esbeltas piernas de la mujer-. ¿Y qué hace una estigia aquí?

-Vine cuando era muy joven -repuso Thalis con calma mientras se tendía sobre el diván de terciopelo y cruzaba las manos debajo de la nuca-. Soy la hija de un rey y no una mujer corriente, como habrás podido observar por el color de mi piel, que es tan blanca como la de esa joven que está contigo. Fui raptada por un príncipe rebelde que fue hacia el sur con un ejército de arqueros para conquistar nuevas tierras. Él y sus guerreros perecieron en el desierto, pero antes de morir uno de ellos me colocó sobre un camello y caminó a mi lado hasta que no pudo más y cayó muerto. El animal vagó de un lado a otro y finalmente perdí el conocimiento a causa de la sed y el hambre, hasta que desperté algún tiempo después en esta ciudad. Me dijeron -agregó la joven- que me habían visto al amanecer desde las murallas, sin sentido, junto al camello muerto. Me ayudaron a recuperar fuerzas con el vino dorado. Sólo el hecho de tratarse de una mujer los impulsó a aventurarse tan lejos de las murallas. Por supuesto que se interesaban por las mujeres, especialmente los hombres. Puesto que yo no sabía hablar su idioma, aprendieron el mío. Tienen una enorme capacidad intelectual y entendieron mi lengua mucho antes que yo la suya. Pero se sentían mucho más atraídos por mí que por mi idioma. He sido y soy la única cosa por la que alguno de estos hombres olvida sus sueños de loto durante algún espacio de tiempo.

La mujer se echó a reír, fijando su mirada provocativa en Conan.

-Naturalmente, las demás mujeres tienen celos de mí -continuó diciendo con tranquilidad-. A su manera, y con su piel amarillenta, son bastante atractivas, pero tan soñadoras e inseguras como los hombres, y a éstos les gusto no por mi belleza sino por mi realidad. ¡Yo no soy un sueño! Aunque algunas veces he estado bajo los efectos del loto, soy una mujer normal, con emociones y deseos terrenales.

«Creo que sería mejor que le cortaras el cuello a esta joven con tu espada, antes que los hombres de Xuthal despierten y la rapten. De lo contrario, la harán pasar por cosas con las que jamás ha soñado. Es una muchacha demasiado débil para soportar todo lo que yo he aguantado. Soy hija de Luxur, y antes de cumplir quince años me condujeron a los templos de Derketo, la oscura diosa, para ser iniciada en los misterios. ¡Y no es que mis primeros años aquí hayan estado exentos de nuevos placeres! Los hombres y las mujeres de Xuthal poseen, en ese terreno, conocimientos que ignoran las sacerdotisas de Derketo. Sólo viven para sus placeres sensuales. Soñando o despiertos, sus vidas están llenas de éxtasis exóticos, muy superiores a los del resto de los hombres.

-¡Malditos degenerados! -exclamó Conan.

-Es cuestión de opiniones -repuso Thalis con ironía.

-Bueno -murmuró el cimmerio-, creo que estamos perdiendo el tiempo. Veo que éste no es un lugar adecuado para simples mortales. Nos iremos antes que tus degenerados despierten o Thog nos devore. Sospecho que el desierto es un lugar mucho más acogedor.

Natala, cuya sangre hervía en las venas ante las últimas palabras de Thalis, asintió con un movimiento de la cabeza. Hablaba mal el estigio, pero lo entendía a la perfección. Conan se puso en pie y ayudó a la joven a hacer lo mismo.

-Si nos enseñas el camino más corto para salir de esta ciudad -dijo-, nos iremos ahora mismo.

Sin embargo, sus ojos no se apartaban de los esbeltos miembros marfileños de la estigia.

La mujer lo notó y sonrió enigmáticamente al ponerse en pie como una gata perezosa.

-Sígueme -murmuró, segura de que la mirada del gigantesco cimmerio seguía clavada en su cuerpo.

No tomó el camino por el que habían llegado, pero antes de que Conan sospechara algo, la mujer se detuvo en una amplia habitación en cuyo centro había una pequeña fuente, sobre un suelo de marfil.

-¿No quieres lavarte la cara, niña? -le preguntó a Natala-. Está llena de polvo, al igual que tus cabellos.

Natala enrojeció de odio y resentimiento ante la malicia de las palabras de la estigia, pero aun así aceptó la sugerencia preguntándose si el sol y el polvo del desierto le habrían estropeado la piel, que todas las mujeres de su raza cuidaban especialmente. Se arrodilló junto a la fuente, echó hacia atrás sus cabellos, se bajó la túnica hasta la cintura y comenzó a lavar no sólo su rostro sino también sus blancos brazos y hombros.

-¡Por Crom! -exclamó Conan-. Las mujeres se detienen a pensar en su belleza aunque el mismísimo diablo les esté pisando los talones. Date prisa, muchacha. Estarás otra vez llena de polvo antes de que salgamos de esta ciudad. Thalis, te agradecería mucho que nos proporcionaras un poco de comida y bebida.

Como respuesta, Thalis se apretujó contra su cuerpo y pasó su blanco brazo por los bronceados hombros. Conan percibió inmediatamente el perfume perfume de los cabellos de la mujer.

-¿Por qué partir hacia el desierto? -murmuró Thalis en voz baja-. ¡Quédate aquí! Te enseñaré cómo se vive en Xuthal. Te protegeré. ¡Te amaré! Eres un hombre de verdad. Estoy harta de esos idiotas que sueñan y despiertan, y luego vuelven a dormirse una vez más. Deseo la pasión limpia y recia de un hombre de la tierra. El fuego de tus ojos me hace latir aceleradamente el corazón y el contacto de tu brazo de hierro me enloquece. ¡Quédate aquí! ¡Te haré rey de Xuthal! ¡Te enseñaré todos los antiguos misterios y los más exóticos caminos del placer! Yo...

La mujer le había rodeado el cuello con ambos brazos y se había puesto de puntillas para apretujar su cuerpo vibrante contra el de Conan. Al mirar por encima del hombro de la mujer, el cimmerio vio a Natala y notó que la muchacha, al echar atrás sus mojados cabellos, se detenía a mirarlo, y abrió la boca y los ojos con un gesto de profundo asombro. Conan murmuró algo ininteligible y se deshizo de Thalis, apartándola con una mano. La joven miró a la muchacha brithunia y sonrió enigmáticamente, mientras parecía estar asintiendo de manera misteriosa con un movimiento de su espléndida cabeza.

Natala se incorporó y se ajustó la túnica. Sus ojos brillaban de indignación y en su rostro se reflejaba una mueca de dolor. Conan maldijo entre dientes. No era más monógamo que cualquier aventurero, pero en él había una decencia innata que constituía la mejor protección para Natala.

Thalis no insistió más. Les hizo una seña con la mano para que la siguieran, luego se volvió y atravesó la habitación. Se detuvo cerca de la pared cubierta de tapices. Mientras la miraba, Conan se preguntó si no estaría oyendo los sonidos producidos por el monstruo que se paseaba furtivamente por el palacio. El cimmerio sintió un escalofrío ante esa posibilidad.

-¿Qué estás escuchando? -quiso saber Conan.

-Estoy mirando esa puerta -respondió Thalis, señalando con una mano hacia otro lado.

Conan se dio media vuelta con la espada en la mano, pero no vio nada. De inmediato oyó un ruido a sus espaldas y giró sobre sus talones. Thalis y Natala habían desaparecido. En ese preciso momento, el tapiz caía de nuevo sobre la pared como si alguien lo hubiera levantado un segundo antes. Mientras el cimmerio contemplaba la pared, asombrado, desde el otro lado del muro se oyó el grito ahogado de la muchacha brithunia.

Cuando Conan se volvió para mirar hacia la puerta que le señalaba Thalis, Natala se hallaba exactamente detrás de él y a un lado de la estigia. En el mismo momento en que el cimmerio les volvió la espalda, Thalis cubrió con una mano la boca de Natala con la rapidez de una pantera, ahogando el grito de la muchacha. Simultáneamente, el otro brazo de la estigia rodeó la estrecha cintura de la joven y la empujó contra la pared, que cedió cuando un hombro de Thalis presionó sobre ella. Una sección del muro giró hacia adentro, y Thalis se deslizó con la prisionera a través de una abertura del tapiz, en el momento en que Conan se volvía.

Al cerrarse la puerta secreta, reinó la mas absoluta oscuridad. Thalis se detuvo por un instante para palpar el panel y correr un cerrojo, y cuando apartó la mano de la boca de Natala, la brithunia comenzó a gritar con todas sus fuerzas. La carcajada de Thalis fue como miel envenenada en la oscuridad.

-Grita todo lo que quieras, pequeña estúpida. Lo único que conseguirás será acortar tu vida.

Natala guardó silencio. Todo su cuerpo temblaba.

-¿Por qué has hecho esto? -preguntó-. ¿Qué te propones?

-Recorreremos una corta distancia a través de este corredor y te dejaré allí para alguien que vendrá a buscarte tarde o temprano.

-¡Ooooh! -sollozó Natala aterrada-. ¿Por qué quieres hacerme daño? ¡Yo no te he hecho nada!

-Quiero a tu guerrero. Y tú te interpones en mi camino. Él me desea; lo leí en sus ojos. De no ser por ti, hubiera aceptado quedarse y ser mi rey. Cuando tú desaparezcas, él me seguirá.

-Te cortará el cuello -aseguró Natala con convicción, ya que conocía a Conan mejor que Thalis.

-Lo veremos -agregó la estigia con la confianza que le proporcionaba su poder sobre los hombres-. De todos modos, tú nunca sabrás si me está cortando el cuello o me está besando, porque serás la esposa del habitante de las tinieblas. ¡Ven!

Natala, aterrada, luchó como una salvaje, pero de nada le valió. Con una fuerza que ella jamás hubiera imaginado en una mujer, Thalis la transportó por el oscuro pasillo como si se tratara de una niña. Natala no volvió a gritar, porque recordaba las siniestras palabras de la estigia. Los únicos sonidos que se oían eran su desesperado jadeo y la suave risa lasciva de Thalis. Entonces la mano de la brithunia aferró algo en la oscuridad... Era la empuñadura de una daga que sobresalía del cinturón de Thalis, lleno de piedras preciosas incrustadas. Natala desenvainó el arma y atacó ciegamente, con todas las fuerzas de que era capaz en esos momentos.

De la garganta de Thalis surgió un grito de dolor y furia. Retrocedió unos pasos y Natala se liberó de sus brazos y cayó sobre el pulido suelo de piedra. Se puso en pie, corrió hacia la pared más cercana y se quedó allí, temblando. No veía a Thalis, pero la oía.

Evidentemente la estigia no estaba muerta. Maldecía sin cesar, y su furia era tan terrible que Natala sintió que se le helaba la sangre en las venas.

-¿Dónde estás, pequeño diablo? -preguntó Thalis jadeando-. Deja que ponga mis manos sobre ti de nuevo y te...

La brithunia se estremeció de espanto ante la descripción del daño que pensaba hacerle su rival. El lenguaje de la estigia hubiera avergonzado al ciudadano más ordinario de Aquilonia.

Natala oyó que la estigia andaba a tientas en la oscuridad, y a continuación se encendió una luz. Evidentemente, el miedo que Thalis pudiera sentir en aquel oscuro pasillo quedaba ahogado por la cólera. La luz procedía de una de las gemas con radio que adornaban los muros de Xuthal. Thalis había frotado una de ellas y en ese momento la estigia estaba iluminada por su resplandor rojizo, diferente a la luz que tenían las demás. Se apretaba un costado con una mano y la sangre se deslizaba entre sus dedos. Pero a pesar de ello no parecía debilitada. Era evidente que no estaba herida de gravedad. Sus ojos relampagueaban con furia. El poco valor que le quedaba a Natala se esfumó cuando vio a la estigia de pie bajo aquel extraño resplandor, con su bello rostro deformado por un odio verdaderamente infernal. Thalis avanzó con paso de pantera, sacudiendo con impaciencia la sangre de sus dedos. Natala vio que no había herido de gravedad a su rival. La hoja de acero había resbalado por el enjoyado cinturón de Thalis, y luego arañó superficialmente su piel, lo suficiente como para aumentar todavía más la cólera de la estigia.

-¡Dame esa daga, estúpida! -masculló, avanzando hacia la asustada joven.

Natala sabía que era preciso luchar mientras pudiera hacerlo, pero se sentía absolutamente incapaz de reunir las fuerzas y el valor necesarios. Su falta de espíritu combativo, la oscuridad, la violencia y el horror de su aventura la habían dejado inerme física y mentalmente. Thalis arrancó la daga de sus manos y la arrojó a un lado con ademán despreciativo.

-¡Pequeña zorra! -murmuró entre dientes, abofeteando furiosamente a la joven-, ¡Antes de arrastrarte por el pasillo para arrojarte a las fauces de Thog, te haré sangrar un poco! ¡Has osado herirme! ¡Pagarás cara tu audacia!

Thalis cogió a la joven por los pelos y la arrastró a través del corredor, hasta el borde del círculo de luz. En la pared había un grueso anillo de metal situado a la altura de la cabeza. De él colgaba una soga de seda. Como en una pesadilla, Natala sintió que le arrancaban la túnica y un segundo después Thalis ataba sus muñecas al anillo de la pared, del que quedó colgada, completamente desnuda. Sus pies apenas tocaban el suelo. Natala volvió la cabeza y vio que Thalis descolgaba de la pared un látigo con el mango enjoyado. Estaba formado por siete sogas de seda, redondas y mucho más duras que el cuero.

Thalis lanzó un grito de venganza al tiempo que levantaba el brazo, y Natala soltó un alarido cuando el látigo golpeó sus caderas. La joven se retorció desesperadamente, con la impresión de que en pocos segundos su cuerpo iba a quedar completamente destrozado. Cada golpe de látigo arrancaba de sus labios alaridos de angustia.

Cuando Natala giró su cabeza para suplicar a Thalis que se apiadara de ella, algo congeló sus gritos en la garganta. El dolor dio paso a un tremendo horror que se reflejó en sus bellos ojos.

Sorprendida por la expresión de su rostro, Thalis detuvo su mano levantada y se dio media vuelta con la agilidad de un felino. ¡Demasiado tarde! Un terrible grito surgió de sus labios cuando se tambaleó hacia atrás, levantando los brazos. Natala la vio durante un segundo; era una blanca silueta presa de pánico, recortada contra una enorme masa negra que se abalanzaba sobre ella. Luego la figura blanca dejó de tocar el suelo con los pies, la sombra retrocedió con ella y Natala quedó sola en el círculo de tenue luz, medio desmayada de horror.

Desde las negras sombras llegaron hasta ella unos sonidos incomprensibles que le helaron la sangre. Oyó la voz de Thalis suplicando desesperadamente, pero nadie respondió. No se oía otro sonido que el de la voz aterrada de la estigia, que de repente estalló en alaridos de dolor y después en carcajadas histéricas mezcladas con sollozos. Al cabo de unos segundos, Natala oyó un jadeo convulsivo. Luego cesaron los ruidos y reinó un terrible silencio en el pasillo secreto.

Natala sintió náuseas a causa del horror e hizo un esfuerzo por volverse a mirar hacia el lugar por el que había desaparecido la negra sombra de Thalis. No vio nada, pero tuvo la sensación de un peligro latente, de una amenaza que no acababa de comprender. Luchó contra la histeria que empezaba a apoderarse de ella. El dolor de sus muñecas heridas y de su cuerpo torturado quedó relegado ante la proximidad de aquella amenaza que no sólo ponía en peligro su cuerpo, sino también su alma.

Aguzó la vista para intentar ver más allá del círculo de luz, con todos los nervios en tensión por temor a lo que pudiera ocurrir. Ahogó un grito. La oscuridad estaba tomando forma. Algo enorme y abultado surgía del negro vacío. Vio una cabeza deforme y gigantesca que entraba en el círculo luminoso. Al menos eso le pareció a Natala, aunque no era la cabeza de un ser normal. Vio un enorme rostro parecido al de un sapo, cuyos rasgos eran tan borrosos como los de un espectro visto en un espejo de pesadilla. Vio unos grandes haces luminosos que podían ser unos ojos que parpadeaban y la miraban, y entonces la joven tembló ante la lujuria cósmica que se reflejaba en ellos. No podía ver el cuerpo de la criatura. Su silueta parecía alterarse y difuminarse sutilmente cada vez que lo miraba. Sin embargo, la sustancia de que estaba hecho parecía ser bastante sólida. No había nada de nebuloso ni fantasmagórico en él.

Cuando se acercó más a ella, Natala no pudo ver si se arrastraba, caminaba o flotaba en el aire. Su forma de locomoción era incomprensible para ella. Y cuando salió por completo de las sombras, Natala todavía no estaba completamente segura de qué se trataba. La luz de la gema no lo iluminaba como podría haberlo hecho con una criatura normal, porque por imposible que pareciera aquel ser era inmune a la luz. Sus rasgos seguían siendo oscuros e imprecisos, a pesar de haberse detenido tan cerca de ella que casi podía tocarlo. Sólo el enorme rostro de sapo parecía tener cierta claridad. Lo demás era un borrón, una negra sombra que la luz normal no iluminaría ni disiparía.

Natala pensó que se había vuelto loca porque no podía decir si aquella cosa la miraba desde arriba o desde abajo. Era incapaz de distinguir si el repugnante rostro la contemplaba desde las sombras que había a sus pies, o la observaba desde una enorme altura. Pero si su vista la había convencido de que, fueran cuales fuesen sus cualidades, estaba hecho de sustancia sólida, su sentido del tacto confirmó ese hecho. Un miembro que parecía un oscuro tentáculo se deslizó alrededor de su cuerpo y Natala gritó cuando sintió ese contacto en su carne desnuda. No era frío ni caliente, ni áspero ni suave. Jamás la había tocado una cosa semejante. Y en ese instante supo que, fuera cual fuese la forma de vida que representaba aquello, no se trataba de un animal.

Comenzó a gritar sin control mientras el monstruo tiraba de ella como si quisiera arrancarla brutalmente de sus ligaduras. Y entonces algo sonó sobre sus cabezas, y una forma humana cruzó el aire y cayó sobre el suelo de piedra.

Cuando Conan se dio media vuelta, alcanzó a ver que el tapiz volvía a su lugar y oyó el ahogado grito de Natala. Entonces se arrojó contra la pared, rugiendo como un león. Al retroceder por el potente impacto, que hubiera fracturado los huesos de un hombre normal, arrancó el tapiz dejando al descubierto lo que parecía ser una pared lisa. Dominado por una furia terrible levantó el pesado sable para golpear el mármol, pero entonces otro ruido lo hizo girar sobre sus talones.

Delante de él había un grupo de individuos amarillentos, con túnicas azules y espadas cortas en la mano. Al volverse, los hombres se abalanzaron sobre él profiriendo gritos hostiles. Enloquecido por la desaparición de la muchacha, el bárbaro contraatacó.

Al saltar hacia adelante sintió una terrible sed de sangre, y entonces el primer atacante, cuya espada saltó por los aires al chocar con su sable, cayó pesadamente al suelo. Conan detuvo un brazo que descendía sobre él, y la mano que sostenía la otra espada saltó lejos chorreando sangre. Pero el cimmerio no se detenía ni dudaba. Con otro movimiento de pantera acorralada eludió el ataque de dos hombres, y la espada de uno de ellos, al fallar su objetivo, se hundió en el pecho del otro.

De las otras gargantas surgió un clamor de sorpresa, y Conan se permitió entonces soltar una carcajada al derribar a otro de los hombres de Xuthal, que rodó por el suelo con las entrañas al aire.

Los guerreros de Xuthal aullaban como lobos enloquecidos. Poco habituados a la lucha, eran ridículamente lentos y torpes comparados con el bárbaro, cuyos movimientos eran de una rapidez sólo posible para alguien perfectamente entrenado para la batalla. Los hombres tropezaban entre sí y atacaban demasiado pronto o con excesiva lentitud, y de esta manera sus golpes se perdían en el aire.

Sin embargo, y a pesar de sus defectos evidentes, los hombres de Xuthal no carecían de valor. Lo rodeaban gritando y atacando, y surgían más y más individuos por las puertas cercanas, despertados por el clamor de la batalla.

Conan, sangrando por una herida que tenía en la frente, despejó el campo por un momento con un giro mortal de sable, y luego echó una rápida mirada a su alrededor, buscando una salida. En ese momento vio que el tapiz que había en una de las paredes había sido corrido y dejaba al descubierto una estrecha escalera. En esta última se hallaba un hombre lujosamente ataviado, parpadeando perezosamente, como si acabara de despertar. La visión y la acción de Conan fueron simultáneas.

Saltó como un tigre por encima del cerrado círculo de espadas sin que lo tocaran, y luego corrió hacia la escalera con los demás hombres detrás de él. Tres de ellos se enfrentaron con él en los primeros escalones de mármol y Conan los atacó con la furia de un león. Hubo un momento en que las hojas de acero relampaguearon como rayos en una tormenta de verano.

Luego el grupo se deshizo y Conan subió a toda velocidad por la escalera. Los demás hombres lo persiguieron, saltando por encima de tres cuerpos que se retorcían en el suelo.

Cuando Conan subía por la escalera de mármol, el hombre que se hallaba en la parte superior de ésta pareció despertar por completo de su estupor y desenvainó una espada, que resplandeció con un brillo helado bajo la luz de radio. Extendió la hoja hacia abajo, pero Conan la esquivó con rapidez, y la punta le rozó la espalda. El cimmerio se incorporó de inmediato y golpeó con su sable hacia arriba, como un carnicero, a la vez que se ayudaba con toda la poderosa fuerza de sus hombros.

El golpe fue tan terrible que el hecho de hundir el arma hasta la empuñadura en el vientre del enemigo no detuvo a Conan. Tropezó con la pared opuesta, al tiempo que el individuo de la escalera, con el cuerpo casi partido en dos, rodaba escaleras abajo arrastrando consigo a varios hombres.

Conan se apoyó aturdido contra la pared durante un momento y los miró. Luego, empuñando el ensangrentado sable, entró en una habitación vacía. Detrás de él, la horda gritaba con tanta furia y horror que Conan inmediatamente pensó que había matado a algún hombre importante, quizá al rey de aquella fantástica ciudad.

Corrió al azar, sin ninguna meta. Trataba desesperadamente de encontrar a Natala, ya que estaba seguro de que la muchacha necesitaba ayuda con urgencia. Pero en esos momentos, perseguido por los guerreros de Xuthal, lo único que podía hacer era correr, confiando a la suerte la posibilidad de eludirlos y de hallar a la joven. Entre aquellas estancias mal iluminadas pronto perdió todo sentido de la orientación, y no resultó extraño que entrara en una habitación en la que en ese preciso momento también entraban sus enemigos.

Al verlo, gritaron vengativamente y se abalanzaron sobre él. Conan soltó un gruñido y se dio media vuelta para huir en otra dirección, por el mismo camino que había recorrido antes. Al menos, eso era lo que él suponía. Pero cuando entró en una habitación ocupada, se dio cuenta de su equivocación. Todas las habitaciones que había atravesado después de subir las escaleras estaban vacías. En aquella última había alguien que al verlo entrar se puso en pie gritando.

Conan vio a una mujer de piel amarillenta, cubierta de joyas, que lo miraba con los ojos desorbitados. La mujer extendió una mano con rapidez y tiró de una soga de seda que colgaba de la pared. El suelo cedió bajo los pies de Conan y ni siquiera su formidable instinto pudo librarlo de caer en la negra boca que se abrió debajo de él.

Conan cayó como un gato sobre sus pies y sobre una mano, y apoyó instintivamente la otra en la empuñadura de su sable. Un grito familiar llegó hasta sus oídos cuando se dio media vuelta como un lince acorralado que enseña sus colmillos en actitud amenazadora. Conan, mirando por debajo de su larga melena, vio el blanco cuerpo de Natala que se retorcía entre el abrazo lascivo de una forma negra de pesadilla que sólo podía haber nacido en las mismísimas fosas del infierno.

En otro momento, ver aquella monstruosidad le habría helado la sangre en las venas a Conan. Pero al ver a su amiga en aquella situación dramática, sintió que el furor lo cegaba y atacó al monstruo. Éste soltó a la muchacha para ocuparse de su atacante. El enloquecido sable de Conan cortó el aire con la velocidad del rayo y atravesó el enorme bulto negro, esa masa extrañamente viscosa, para golpear después el suelo de piedra, del que arrancó una miríada de chispas. Conan cayó de rodillas al suelo por el impacto del golpe. No había encontrado la resistencia que esperaba. Cuando se incorporó, el monstruo ya estaba encima de él.

Se cernía sobre su cabeza como una nube negra y viscosa. Parecía flotar a su alrededor en hilos casi líquidos, envolviéndolo y ahogándolo. El sable golpeó una y otra vez, y Conan sintió el contacto de un líquido espeso semejante a la sangre. Aun así, no cejó en su furia.

Conan no podía asegurar si estaba cercenando los brazos del monstruo o si estaba hundiendo el arma en su cuerpo. El gigantesco cimmerio salió despedido a un lado y a otro por la violencia de la batalla, con la impresión de que no estaba luchando con un solo ser vivo, sino contra un ejército. Aquella cosa mordía, arañaba, aplastaba y golpeaba, todo al mismo tiempo. Sintió que unos colmillos y unas uñas largas se clavaban en su carne. Le pareció que unos tentáculos como cables de acero ceñían sus miembros y su torso y, lo que era peor aún, que una especie de látigo formado por escorpiones caía una y otra vez sobre sus hombros y su pecho, arrancándole la piel y llenando sus venas con un veneno que era como fuego líquido.

En medio del torbellino de la batalla, los dos rodaron de un lado a otro del pasillo, cada vez más lejos. El cerebro de Conan se nubló por el castigo que estaba recibiendo, y su respiración se hizo dificultosa. De repente, por encima de su cabeza, vio un rostro parecido al de un sapo, iluminado por una tenue luz que parecía emanar de él mismo. Lanzando un alarido que en realidad era una maldición, Conan saltó y atacó con todas sus fuerzas. El sable se hundió hasta la empuñadura en algún lugar debajo de aquel rostro espantoso, tal vez en el cuello, e inmediatamente un temblor convulsivo agitó la masa negra que envolvía al cimmerio. Con un estallido volcánico de contracciones y expansiones, la cosa se tambaleó, retrocedió y rodó con fantástica velocidad por el pasillo. Conan lo persiguió, sin dejar de atacar, invencible, apretándose contra el monstruo como un perro de presa, sin soltar la empuñadura del sable, que no lograba arrancar de la masa viscosa.

En ese momento, la cosa brilló con un resplandor fosforescente que cegó a Conan, a la vez que sentía que la enorme masa negra se separaba de él dejando su sable en libertad. El arma y la mano que la sostenía golpearon en el vacío por última vez. El brillante cuerpo del monstruo cayó como un meteoro y Conan, completamente aturdido, notó que se hallaba al borde de un pozo de boca muy ancha, de una superficie resbaladiza. El cimmerio se quedó apoyado sobre éste durante un momento, contemplando cómo la cosa brillante desaparecía en el fondo hasta tocar una superficie resplandeciente, que durante un segundo pareció ascender casi hasta el mismo borde del pozo. El fantástico brillo duró unos segundos, hasta que desapareció totalmente. Conan miró por última vez hacia el negro abismo en el que reinaba el más absoluto silencio.

Luchando en vano por librarse de sus ligaduras de seda, Natala trató de taladrar la oscuridad con sus ojos, mucho más allá del círculo de luz que la rodeaba. Su lengua parecía estar pegada al paladar. Había visto que Conan desaparecía en las sombras, en un combate mortal con el demonio desconocido, y los únicos sonidos que llegaron a sus oídos habían sido los terribles jadeos del bárbaro, el impacto de los cuerpos que luchaban y los salvajes golpes que se daban en la oscuridad. De repente todo cesó; Natala se balanceaba en sus ligaduras casi sin conocimiento.

El ruido de unos pasos la sustrajo de su apatía y vio a Conan, que surgía de las penumbras. La joven reconoció su propia voz en un grito que se repitió en cien ecos a lo largo del túnel. Resultaba penoso contemplar el castigo físico que había recibido el cimmerio.

-¡Oh, Conan! -sollozó la joven-. ¿Qué ha sucedido?

El cimmerio no tenía fuerzas ni para hablar, pero sus labios lacerados esbozaron una leve sonrisa al acercarse a la muchacha. Su pecho peludo, brillante por el sudor y la sangre, jadeaba intensamente. Levantó los brazos con gran esfuerzo y cortó las ligaduras que mantenían atada a la joven en la pared. Luego cayó de espaldas contra ésta, con las temblorosas piernas separadas, que ya no lo sostenían por más tiempo. La joven se incorporó de donde había caído y lo abrazó sollozando histéricamente.

-¡Oh, Conan, estás gravemente herido! ¡Oh! ¿Qué haremos?

-No se puede luchar contra un demonio de los infiernos y salir bien librado de la lucha -dijo el cimmerio jadeando.

-¿Dónde está? -musitó Natala-. ¿Lo mataste?

-No lo sé. Cayó en un pozo. Estaba hecho pedazos sanguinolentos, pero no puedo asegurar que el acero lo haya matado.

-¡Oh, tu pobre espalda!

-Me dio una infinidad de latigazos con uno de sus tentáculos -dijo Conan, maldiciendo entre dientes al moverse-. Cortaba como si fuera un alambre y quemaba como el veneno. Pero lo que más daño me hizo fue la fuerza con la que me aplastó. Era peor que una serpiente pitón. Me parece que tengo la mitad de las tripas fuera de su sitio.

-¿Qué haremos?

Conan la miró. La trampilla del techo estaba cerrada. Hasta ellos no llegaba ningún ruido.

-No podemos retroceder por la puerta secreta -murmuró el cimmerio-. Esa habitación está llena de hombres muertos y seguramente habrá guerreros vigilando allí. Deben de haber creído que mi destino estaba sellado cuando caí por esa trampilla, porque de lo contrario me hubieran seguido hasta aquí. Ahora coge esa gema con radio de la pared... Cuando venía hacia aquí, vi algunas arcadas que daban paso a otros túneles. Entraremos por el primero que veamos. Quizá conduzca a alguna fosa exterior o al aire libre. Tenemos que guiarnos por el azar. No podemos pudrirnos aquí dentro.

Natala obedeció y Conan, sosteniendo el pequeño punto de luz en la mano izquierda y el sable ensangrentado en la derecha, comenzó a caminar por el pasillo. Lo hizo lenta y rígidamente, puesto que lo único que lo sostenía en pie era su vitalidad animal. En sus ojos inyectados en sangre había una expresión vacía. Natala vio que el cimmerio se pasaba la lengua de vez en cuando por los labios heridos. Sabía que sus sufrimientos eran terribles. Pero Conan, con el estoicismo propio de los bárbaros, no profirió ni una sola queja.

Al cabo de un rato la tenue luz iluminó una negra arcada, y Conan penetró en un nuevo túnel. Natala se estremeció ante la idea de lo que podría esperarles allí, pero la luz puso de relieve la presencia de un túnel casi igual al que habían dejado.

La joven no tenía la menor idea del camino que había recorrido hasta llegar a una puerta de piedra con un cerrojo dorado.

Miró a Conan dubitativa. El bárbaro se tambaleaba y la luz, inestable en sus manos, producía sombras fantásticas en las paredes y en el suelo.

-Abre esa puerta, muchacha -murmuró con voz cansada-. Nos estarán esperando los hombres de Xuthal y no los decepcionaré. ¡Por Crom, que esta ciudad jamás ha visto un sacrificio como el que verán ahora!

Natala se dio cuenta de que el cimmerio empezaba a delirar. Del otro lado de la puerta no se oía ningún ruido. La joven tomó la gema de radio de manos de Conan, corrió el cerrojo y abrió la puerta. Vio la parte posterior de un tapiz y lo apartó para mirar hacia el interior de la habitación, conteniendo la respiración. La estancia estaba desierta y en el centro se veía una fuente.

La mano de Conan cayó pesadamente sobre uno de sus hombros.

-Apártate, muchacha -musitó-. Ahora viene la fiesta de las espadas.

-No hay nadie en la habitación. Pero hay agua...

-Sí, oigo el ruido -repuso el cimmerio humedeciendo sus labios resecos con la lengua-. Beberemos antes de morir.

Parecía estar ciego. Natala lo tomó por una mano y lo condujo con cuidado, caminando de puntillas y esperando ver surgir de un momento a otro, bajo las arcadas, a muchos hombres de piel amarillenta.

-Bebe tú mientras yo vigilo -dijo Conan en voz baja.

-No, yo no tengo sed. Tiéndete junto a la fuente para lavarte las heridas.

-¿Dónde están las espadas de Xuthal?

Conan se pasaba constantemente el antebrazo por los ojos, como tratando de aclarar su visión.

-No oigo nada. Todo está en silencio.

Conan se puso de rodillas junto a la fuente, hundió el rostro en el amplio cuenco de cristal y bebió como jamás lo había hecho en toda su vida. Cuando levantó la cabeza, sus ojos tenían una expresión más normal. El cimmerio se tendió en el suelo tal como le había sugerido la joven, aunque sin soltar el sable que sostenía en la mano ni apartar sus ojos de las arcadas. Natala lavó la piel lacerada de Conan y luego vendó sus heridas más profundas empleando para ello una cortina de seda.

Al terminar su tarea, Natala se quedó helada por la sorpresa. Debajo de unos tapices que cubrían parcialmente la entrada de una alcoba, acababa de ver una mano de piel amarillenta.

Sin decirle nada a Conan, la joven se incorporó y cruzó la habitación con calma, aferrando la empuñadura de la daga del cimmerio. El corazón le latía aceleradamente cuando apartó la cortina con sumo cuidado. Sobre la tarima dormía una joven desnuda de piel amarilla, aparentemente muerta. Junto a su mano había una jarra de jade casi llena de un extraño líquido del elixir descrito por Thalis, que proporcionaba vigor y vitalidad a la degenerada Xuthal. Se inclinó sobre el cuerpo de la joven y se apoderó de la jarra, al tiempo que apoyaba la punta de su daga sobre el pecho de la muchacha. Pero ésta no se despertó.

Natala dudó. Pensó que sería mucho mejor matar a aquella joven y eliminar así el peligro de que despertara y gritara. Pero no se decidía a hundir el puñal del cimmerio en aquel pecho inmóvil. Por último, corrió la cortina y regresó junto a Conan.

Se inclinó sobre él y apoyó el borde de la jarra en sus labios. El cimmerio bebió, al principio mecánicamente, y luego con avidez. Ante el asombro de Natala, Conan se sentó y tomó la jarra de sus manos. Cuando levantó el rostro, el cimmerio tenía los ojos claros y una expresión normal. Gran parte del enorme cansancio físico había desaparecido de su cara, su voz era firme y ya no deliraba.

-¡Por Crom! ¿Dónde conseguiste esto?

La muchacha señaló con una mano y respondió:

-En esa alcoba en la que hay una joven amarilla durmiendo. Una vez más, Conan bebió el dorado líquido.

-¡Por Crom! -exclamó exhalando un profundo suspiro-. Siento que por mis venas corre nueva vida y una fuerza semejante al fuego. ¡Debe ser el elixir de la vida!

Se puso en pie y recogió su sable del suelo.

-Será mejor que volvamos al corredor -sugirió Natala nerviosamente-. Si nos quedamos aquí mucho tiempo, nos descubrirán. Podemos escondernos allí hasta que curen tus heridas...

-¡Yo no! -gritó el cimmerio-. No somos ratas que se escondan en la oscuridad. Ahora mismo abandonaremos esta endiablada ciudad y no permitiremos que nadie nos detenga.

-¡Pero tus heridas...! -se quejó la joven.

-No las siento. Puede ser que este elixir me haya proporcionado una fuerza falsa, pero te juro que no siento dolor ni debilidad. Con súbita decisión, Conan cruzó la habitación y se dirigió a una ventana que la joven no había visto. Natala miró hacia el exterior por encima del hombro del cimmerio. Una fresca brisa agitó unos rizos que le caían sobre la frente. Más arriba se veía el firmamento, que parecía de terciopelo negro sembrado de estrellas. Debajo de ellos se extendía lo que parecía ser el desierto.

-Thalis dijo que la ciudad era un enorme palacio -musitó Conan-. Evidentemente, algunas de las habitaciones están construidas como torres en las murallas. Ésta es una de ellas. La casualidad nos ha guiado bien.

-¿Qué quieres decir? -preguntó Natala mirando con aprensión por encima de su hombro.

-Hay una jarra de cristal sobre esa mesa de marfil. Llénala de agua y ata a su cuello una tira de seda para hacer un asa mientras yo rasgo este otro tapiz.

La joven obedeció sin hacer ningún comentario, y cuando terminó su tarea vio que Conan unía con rapidez largas tiras de seda para hacer una soga, uno de cuyos extremos sujetó a una pata de la enorme mesa de marfil.

-Probaremos de nuevo en el desierto -dijo Conan-. Thalis habló de un oasis que había a un día de marcha hacia el sur, y de verdes praderas. Si llegamos a ese oasis, podremos descansar hasta que se curen mis heridas. Este vino es magia pura. Hace poco estaba casi muerto, y ahora estoy preparado para cualquier cosa. Aquí queda suficiente seda como para que te hagas un vestido.

Natala había olvidado su desnudez. El hecho en sí no la preocupaba en absoluto, pero su delicada piel necesitaba protección contra el sol del desierto. Mientras la joven sujetaba una pieza de seda a su cuerpo, Conan se dio media vuelta y con un gesto desdeñoso separó los frágiles barrotes de oro de la ventana. Luego rodeó la cintura de Natala con el extremo suelto de la soga y le dijo que se sujetara a ella con ambas manos. Entonces la subió hasta la ventana y le hizo descender los diez metros que los separaban del suelo. Una vez en tierra, Natala se liberó de la soga, que Conan recogió. Después tomó las jarras de agua y vino para enviárselos a la joven y descendió rápidamente.

Cuando el cimmerio llegó a su lado, Natala exhaló un suspiro de alivio. Permanecieron inmóviles al pie de la gran muralla durante unos instantes, con las pálidas estrellas sobre su cabeza y el desnudo desierto delante de ellos. Natala ignoraba los peligros que aún les esperaban, pero estaba contenta de hallarse fuera de aquella ciudad irreal y fantasmagórica.

-Puede que encuentren la soga -gruñó Conan cargándose las jarras sobre los hombros, que encogió ligeramente cuando éstas tocaron sus heridas-. Incluso pueden perseguirnos, pero a juzgar por lo que dijo Thalis, lo dudo. Por aquí se va hacia el sur. Por lo tanto, en algún lugar en esa dirección está el oasis. ¡Vamos!

Tomando a la joven de la mano con una cortesía poco habitual en él, Conan comenzó a caminar sobre la arena, ajustando su ritmo al paso corto y breve de la muchacha. No se volvió a mirar la silenciosa ciudad que quedaba a sus espaldas sumida en el sueño.

-Conan -murmuró Natala finalmente-, cuando regresaste por el pasillo después de luchar con el monstruo... ¿viste a Thalis? Conan negó con la cabeza y dijo:

-El pasillo estaba muy oscuro, pero también vacío. Natala se estremeció.

-Me torturó..., pero la compadezco.

-Fue una calurosa bienvenida la que nos dieron en esa maldita ciudad -gruñó Conan, recuperando su buen humor natural-. Bueno, recordarán nuestra visita durante mucho tiempo. Hay sangre para limpiar durante días, y si su dios no ha muerto, seguramente tendrá más heridas que yo. Después de todo, hemos salido bien librados. Tenemos vino y agua, y también buenas posibilidades de llegar a un país habitable, aunque yo parezca haber pasado por la piedra de un molino y tú también...

-Todo fue culpa tuya -interrumpió Natala-. Si no hubieras mirado tanto y con tanta admiración a esa gata estigia...

-¡Por Crom y todos sus diablos! -exclamó Conan-.

Aun cuando los océanos inunden la tierra, las mujeres encontrarán tiempo para ponerse celosas. ¿Acaso yo le pedí a esa estigia que se enamorara de mí? ¡Después de todo, era humana!
































Los tambores de Tombalku

Con el tiempo, Conan regresa a las tierras hiborias. Busca otro empleo y termina por unirse a un ejército mercenario que un zingario, el príncipe Zapayo de Kova, está formando para Argos. Argos y Koth están en guerra con Estigia. El plan consiste en que Koth invada Estigia por el norte mientras que el ejército de Argos entra en ese reino por el sur y por el mar. Sin embargo, Koth firma una paz por separado con el enemigo, y el ejército mercenario es atrapado en el sur de Estigia entre dos fuerzas hostiles. Una vez más, Conan se encuentra entre los pocos sobrevivientes. Mientras huye a través del desierto en compañía de un joven soldado aquilonio llamado Amalric, es capturado por los nómadas del desierto. Su compañero Amalric logra escapar.

Había tres hombres sentados junto al pozo de agua bajo el sol del atardecer, que teñía el desierto de color oro viejo y carmesí. Uno de ellos era blanco y se llamaba Amalric. Los otros dos eran ghanatas. Sus túnicas harapientas apenas cubrían sus cuerpos negros y enjutos. Se llamaban Gobir y Saidu, y tenían aspecto de buitres.

Cerca de allí, dos cansados caballos rumiaban ruidosamente y olisqueaban en vano la desnuda arena. Los hombres comían dátiles secos. Los negros sólo estaban atentos al trabajo de sus mandíbulas, mientras que el blanco miraba de vez en cuando hacia el cielo rojizo o hacia el monótono desierto en el que se profundizaban las sombras. Fue el primero en ver al jinete, que llegó a su lado galopando velozmente y frenó con tanta fuerza a su caballo que éste se alzó sobre dos patas.

El jinete era un gigante cuya piel, más negra que la de los otros dos, así como sus gruesos labios y su ancha nariz, indicaban el predominio de la sangre negra. Sus anchos pantalones de seda, atados a los desnudos tobillos, estaban sujetos a la cintura por una ancha faja que daba varias vueltas sobre su enorme vientre. La faja también sostenía una cimitarra que muy pocos hombres hubieran podido manejar con una sola mano. Con aquella cimitarra, el hombre había adquirido fama entre los hijos del desierto. Era Tilutan, el orgullo de Ghanata.

Atravesado sobre la silla vacía, o más bien colgando, un cuerpo inerte. Los ghanatas silbaron al ver su piel blanca. Se trataba de una muchacha que iba acostada boca abajo sobre la silla de Tilutan. Sus cabellos caían en negra cascada sobre uno de los estribos.

El gigantesco negro sonrió enseñando su blanquísima dentadura mientras depositaba a su prisionera sobre la arena con gesto indiferente. Gobir y Saidu se volvieron instintivamente hacia Amalric, mientras Tilutan lo miraba fijamente desde su caballo. Tres negros contra un blanco. La presencia de la mujer había producido un cambio sutil en el ambiente.

Aparentemente, Amalric era el único que no se daba cuenta de la tensión que reinaba en la atmósfera. Echó hacia atrás sus rubios rizos con gesto mecánico, y miró con absoluta indiferencia la inerte figura de la mujer. Si hubo en sus ojos grises un brillo momentáneo, los demás no se dieron cuenta.

Tilutan bajó del caballo y tendió las riendas con desdén a Amalric.

-Cuida mi caballo -dijo-. ¡Por Jhil que no encontré un antílope en el desierto, pero sí a esta potranca! Caminaba por la arena y se cayó cuando yo llegaba a su lado. Creo que perdió el conocimiento a causa del cansancio y la sed. Largaos de aquí, chacales, y dejadme que le dé de beber.

El enorme negro acostó a la joven junto al pozo de agua, comenzó a lavarse el rostro y las muñecas, luego dejó caer unas cuantas gotas de agua entre sus labios resecos. Al cabo de un rato la muchacha soltó un gemido y se movió. Gobir y Saidu, en cuclillas, con las manos apoyadas sobre las rodillas, miraban a la joven por encima de los fornidos hombros de Tilutan. Amalric estaba un poco apartado del grupo y su actitud denotaba una absoluta displicencia.

-Está recobrando el conocimiento -anunció Gobir.

Saidu no dijo nada, pero humedeció sus gruesos labios con la punta de la lengua.

Los ojos de Amalric se posaron con indiferencia en la postrada figura y la recorrieron de arriba abajo, desde las destrozadas sandalias hasta la magnífica mata de negros cabellos. La joven llevaba por toda vestimenta una breve túnica de seda sujeta a la cintura. Dejaba sus brazos, cuello y parte de sus senos al desnudo, y la falda terminaba varios centímetros por encima de las rodillas.

Amalric se encogió de hombros.

-Después de Tilutan, ¿quién? -preguntó con tono indiferente.

Ante esta pregunta, dos delgadas cabezas se volvieron y unos ojos inyectados en sangre se posaron sobre él. Luego los negros se miraron. De repente, estalló una eléctrica rivalidad entre ellos.

-No os peleéis -dijo Amalric-. Que decidan los dados.

Introdujo una mano entre los pliegues de su rasgada túnica y extrajo un par de dados que arrojó delante de los hombres. Una mano en forma de garra se apoderó de ellos.

-¡De acuerdo! -dijo Gobir-. ¡Los dados dirán... a quién le toca después de Tilutan!

Amalric lanzó una mirada hacia el negro gigante que todavía estaba inclinado sobre su prisionera, ayudándola a reanimarse. En ese momento se levantaron las largas pestañas de la joven. Unos ojos profundos de color violeta miraron con espanto el cercano rostro del hombre negro. De los gruesos labios de Tilutan escapó una exclamación de placer. Extrajo un frasco de su faja y lo llevó a los labios de la muchacha. Ésta bebió el vino con gesto mecánico. Amalric evitó su mirada. Era un hombre blanco contra tres negros... todos tan fuertes como él.

Gobir y Saidu se inclinaron sobre los dados. Saidu los colocó en su mano derecha, sopló sobre ésta conjurando a la suerte, los agitó y los lanzó. Dos cabezas de buitre se inclinaron sobre los pequeños dados, que rodaron bajo la tenue luz del atardecer. Con un rápido movimiento, Amalric desenvainó su espada y atacó. La hoja de acero atravesó el delgado cuello y le cortó la yugular. Gobir, con la cabeza colgando de un tendón, cayó encima de los dados en medio de un charco de sangre.

Simultáneamente, Saidu, con la desesperada rapidez de un hombre del desierto, se puso en pie, desenvainó su sable y atacó con ferocidad al hombre blanco. Amalric apenas tuvo tiempo de parar el golpe con la espada levantada. La cimitarra chocó con la espada del blanco y le hizo tambalearse, al tiempo que el arma saltaba fuera de su alcance. Amalric se recuperó y extendió los brazos en dirección a Saidu para luchar con él a brazo partido. El delgado cuerpo del hombre del desierto era duro como el acero.

Tilutan comprendió inmediatamente lo que ocurría. Dejó a la muchacha y se incorporó con un rugido. Corrió hacia los dos hombres como un toro enfurecido, empuñando su enorme cimitarra. Amalric lo vio llegar y la sangre se le heló en las venas. Saidu se retorcía y trataba de girar, pero la cimitarra que en vano intentaba volver hacia su enemigo entorpecía sus movimientos. Los pies de ambos luchadores estaban firmemente apoyados en la arena mientras trataban de derribarse mutuamente. Amalric aplastó violentamente el empeine del pie del ghanata con el talón de su sandalia, y sintió que los huesos del hombre crujían. Saidu soltó un grito de dolor y redobló la violencia de su ataque. En ese preciso momento atacó también Tilutan, haciendo girar la cimitarra con un impulso de sus poderosos hombros. Amalric sintió que el acero se deslizaba por la parte baja de su brazo y luego se hundía en el cuerpo de Saidu. Éste lanzó un grito de agonía y soltó el brazo de Amalric.

Tilutan profirió un juramento y tiró del sable para liberarlo del cuerpo inerte. Pero antes que pudiese atacar de nuevo, Amalric, aterrado al ver la enorme hoja de acero, saltó sobre él.

La desesperación hizo presa de Amalric cuando sintió la fuerza del negro. Tilutan era mucho más prudente que Saidu. Dejó caer la cimitarra y cogió a Amalric por la garganta con ambas manos, al tiempo que lanzaba un grito. Los enormes dedos del negro se cerraron como tenazas de hierro. Amalric, que luchaba en vano por librarse de él, cayó al suelo, inmovilizado por el peso del ghanata. El hombre más pequeño fue sacudido como una rata entre las mandíbulas de un perro. Su cabeza fue golpeada con una violencia terrible sobre la arena. Sus ojos, cubiertos por una nube roja, vieron el rostro feroz del negro y los gruesos labios que esbozaban una sonrisa de odio.

-¡La quieres para ti, perro blanco! -gruñó el ghanata enloquecido por la ira y la lujuria-. ¡Te romperé el cuello! ¡Te voy a abrir la garganta! ¡Te cortaré la cabeza y haré que esa potra te la bese!

Después de golpear la cabeza de Amalric contra la arena, Tilutan, obedeciendo a su pasión asesina, levantó a medias a su contrincante y luego lo dejó caer una vez más sobre la arena con una fuerza terrible. El negro corrió hacia donde estaba su cimitarra. El arma parecía una brillante media luna de acero sobre la arena. Con un furioso alarido, el negro se volvió y atacó nuevamente empuñando el arma. Amalric, aunque todavía aturdido y extenuado por el castigo que acababa de recibir, tuvo fuerzas para levantarse y hacerle frente.

La faja de Tilutan se había soltado durante la pelea y uno de sus extremos, que arrastraba por la arena, se lió con sus pies. Tropezó, se tambaleó y cayó de bruces con los brazos extendidos. La cimitarra voló de sus manos.

Amalric tomó la cimitarra con ambas manos y dio un paso hacia atrás. Veía muy mal, pero aun así distinguió delante de él el rostro de Tilutan, descompuesto por la premonición de la muerte. Abrió la boca para gritar. El negro se quedó inmóvil, apoyado sobre una rodilla y una mano, como si fuera incapaz de realizar ningún movimiento. Entonces la cimitarra cayó sobre él. Amalric vio vagamente un rostro negro dividido por una ancha línea roja que luego se desvanecía en las sombras. Después lo invadió una oscuridad total.

Algo frío y suave acariciaba el rostro de Amalric con delicadeza. Tanteó a ciegas y sintió una cosa firme, cálida y suave. Cuando su vista se aclaró, vio un rostro de rasgos delicados, enmarcados por una brillante cabellera negra. Miró sin pronunciar una sola palabra, como hechizado, devorando cada detalle de los labios llenos y rojos, de los ojos color violeta y del cuello de alabastro. Se sobresaltó al advertir que la visión hablaba con una voz suave y armoniosa. Las palabras eran extrañas, pero aun así raramente familiares. Una mano pequeña y blanca que sostenía un húmedo trozo de seda acariciaba suavemente su rostro y su dolorida cabeza. Todavía aturdido, Amalric se incorporó y se sentó sobre la arena.

Había caído la noche y el cielo estaba sembrado de estrellas. El camello rumiaba pacientemente. Un caballo relinchaba inquieto. Cerca de allí se veía un enorme cuerpo con la cabeza abierta en medio de un charco de sangre.

Amalric miró a la joven que estaba arrodillada junto a él y le hablaba con acento suave en una lengua desconocida. Poco a poco comenzó a entenderla. Al recordar lenguas semiolvidadas que había aprendido en otras épocas, Amalric se dio cuenta que ésa era la lengua empleada por la clase culta en una provincia del sur de Koth.

-¿Quién eres, muchacha? -preguntó lentamente, con dificultad, al tiempo que tomaba entre sus dedos una mano de la joven.

-Me llamo Lissa -respondió la muchacha con un tono armonioso que a Amalric le sonó como el canto de un arroyo cristalino-. Me alegra que hayas recuperado el conocimiento. Temía que estuvieras muerto.

-Me salvé por poco -musitó Amalric mirando el siniestro bulto de carne y huesos que había sido Tilutan.

La joven se estremeció y se resistió a seguir la mirada de Amalric. Su mano tembló, y el hombre creyó oír los latidos de su corazón.

-Fue horrible -murmuró la joven-. Como una terrible pesadilla. Cólera..., golpes..., sangre.

-Pudo haber sido peor.

La joven parecía sensible a cualquier cambio en la inflexión de la voz o en la actitud del hombre. Su mano libre tomó tímidamente la de Amalric.

-No quería ofenderte. Has sido muy valiente al arriesgar tu vida por una desconocida. Eres noble como los caballeros del norte, sobre quienes he leído tantas cosas.

Amalric la miró. Los claros ojos de la muchacha miraban fijamente los suyos, y en ellos se reflejaba un sentimiento de admiración. Comenzó a hablar, pero luego cambió de idea y dijo otra cosa:

-¿Qué haces en el desierto?

-Vengo de Gazal -repuso la muchacha-. Yo... huía. Ya no soportaba más. Pero hacía mucho calor, estaba sola y lo único que veía era arena y más arena... y un cielo abrasador. La arena quemaba mis pies y mis sandalias estaban casi destrozadas. Tenía mucha sed. Mi cantimplora se vació en seguida. Entonces quise regresar a Gazal, pero no sabía qué camino tomar porque todos me parecían iguales. Estaba terriblemente asustada y comencé a caminar hacia donde suponía que se hallaba Gazal. Después no me acuerdo de casi nada. Sólo que corrí hasta que no pude más.

»Debí de permanecer acostada en la arena durante algún tiempo -prosiguió-, porque no recuerdo haberme levantado y haber seguido caminando. Finalmente creí escuchar un grito y vi un caballo que galopaba hacia mí. Entonces ya no supe nada más, hasta que desperté con la cabeza apoyada sobre las rodillas de ese hombre que me dio de beber. Luego hubo una pelea y gritos... y cuando todo terminó, me arrastré hasta donde te encontrabas tú como muerto, e intenté que recobraras el sentido.

-¿Por qué? -preguntó Amalric.

La joven vaciló, como si no supiera qué contestar.

-¿Por qué? -murmuró-. ¿Por qué...? Porque estabas herido y creo... que es lo que hubiera hecho cualquier otra persona. Además, me di cuenta de que peleaste para protegerme de esos negros. La gente de Gazal siempre ha dicho que los negros son malvados y que hacen daño a las personas indefensas.

-Ésa no es una característica exclusiva de los negros -musitó Amalric-. ¿Dónde está Gazal?

-No puede estar lejos. Caminé durante un día entero... y luego no sé qué distancia me hizo recorrer el negro desde que me encontró. Pero debió de encontrarme al atardecer; por eso digo que Gazal no puede estar muy lejos.

-¿En qué dirección?

-No lo sé. Cuando abandoné la ciudad, caminé hacia el este.

-¿Ciudad? -susurró Amalric-. ¿A un día de viaje de aquí? Creí que sólo había arena en mil leguas a la redonda.

-Gazal está en el desierto -dijo la muchacha-. Está construida entre las palmeras de un oasis.

Amalric apartó a la joven y se puso en pie maldiciendo entre dientes, al tiempo que se tocaba la garganta, cuya piel estaba lacerada y herida en varios lugares. Examinó a los negros uno por uno y comprobó que estaban muertos. Luego los arrastró uno a uno más lejos. En algún lugar aullaban los chacales. Regresó al pozo de agua en el que se encontraba la muchacha, y maldijo nuevamente al comprobar que no disponía mas que del negro caballo de Tilutan y del camello. Los otros caballos habían roto sus ataduras y habían huido durante la pelea.

Regresó junto a la joven y le entregó un puñado de dátiles secos. Ella comió con avidez, mientras Amalric la contemplaba impaciente.

-¿Por qué te escapaste? -preguntó súbitamente-. ¿Acaso eres una esclava?

-En Gazal no hay esclavos. ¡Oh, estaba muy aburrida! Mi vida era una eterna monotonía. Quería conocer el mundo exterior. Dime, ¿de dónde vienes tú?

-Nací en las montañas occidentales de Aquilonia. La joven aplaudió como una niña contenta.

-¡Sé dónde está eso! Lo he visto en los mapas. Es el país hiborio que se encuentra más al oeste, y su rey es Epeus el Espadachín.

Amalric dio un respingo. Levantó la cabeza y miró a la muchacha.

-¿Epeus? -preguntó-. ¡Pero si Epeus murió hace novecientos años! El nombre del actual rey es Vilerus.

-¡Oh, desde luego! -repuso la joven turbada-. Soy una tonta. Por supuesto que Epeus fue rey hace novecientos años, como dices. Pero cuéntame..., cuéntame cosas acerca del mundo.

-¡Vaya! Eso no es fácil -respondió Amalric sonriendo-. ¿No has viajado nunca?

-Ésta es la primera vez que me alejo de las murallas de Gazal.

En ese momento la mirada de Amalric se posó sobre la suave curva de sus senos. No le interesaban en absoluto sus aventuras. Y Gazal le importaba menos aún.

Amalric comenzó a hablar y luego tomó a la joven en brazos, rudamente, con todos los músculos de su cuerpo en tensión, preparado para contrarrestar la resistencia que ella seguramente ofrecería. Pero no encontró la menor resistencia. El suave cuerpo de la muchacha estaba tendido sobre sus rodillas y ella lo miró con sorpresa, pero sin temor. En ese momento era como una niña que se entregaba a una nueva clase de juego. Su mirada directa y franca desconcertó a Amalric. Si la muchacha hubiera llorado, gritado, luchado o sonreído, habría sabido cómo tratarla.

-Pero, ¡en nombre de Mitra! ¿Quién diablos eres, muchacha? -preguntó bruscamente-. No estás loca, ni juegas conmigo. Tu forma de hablar demuestra que no eres una simple campesina inocente e ignorante. Y sin embargo, no sabes nada acerca del mundo y de sus costumbres.

-Soy de Gazal -repuso la joven con tono de desamparo-. Si conocieras Gazal, quizá lo comprenderías.

Amalric levantó a la muchacha en brazos y la sentó sobre la arena. Luego fue en busca de una manta que había en la silla de montar y la extendió para que ella se acostara encima.

-Duerme un poco, Lissa -dijo con un tono áspero a causa de los sentimientos contradictorios que lo embargaban-. Mañana pienso conocer Gazal.

Al amanecer partieron hacia el oeste. Amalric había colocado a Lissa en el camello y le había enseñado a mantener el equilibrio. La joven se aferraba al asiento con ambas manos, dando la sensación de que jamás había visto un camello. Esto sorprendió al joven aquilonio. Era increíble que una joven criada en el desierto jamás hubiera visto uno de esos animales, y que hasta la noche anterior tampoco hubiera montado a caballo.

Amalric había hecho una especie de capa para ella. La joven se la puso sin hacer ninguna pregunta y sin averiguar de dónde procedía... Amalric no le dijo que la seda que la protegía en esos momentos del sol había cubierto el negro pellejo de su raptor.

Mientras cabalgaban, la muchacha le rogó una vez más que le contara algo acerca del mundo, como si fuera una niña pidiendo que le contaran un cuento.

-Sé que Aquilonia está lejos de este desierto -dijo-. Estigia, las tierras de Shem y otros países están en el centro. ¿Por qué estás aquí, tan lejos de tu patria?

Amalric siguió cabalgando en silencio, con una mano sobre las riendas del camello. Luego dijo abruptamente:

-Argos y Estigia están en guerra. Koth complicó las cosas. Los kothios convencieron a Argos para realizar una invasión simultánea de Estigia. Argos organizó un ejército de mercenarios que navegaron hacia el sur, a lo largo de la costa. Al mismo tiempo, un ejército kothio debía invadir Estigia por tierra. Yo era uno de los mercenarios del ejército de Argos. Nos encontramos con la flota estigia, a la que derrotamos e hicimos retroceder hasta Khemi. Teníamos que haber desembarcado, saqueado la ciudad y avanzado más tarde a lo largo del río Styx, pero nuestro almirante era un hombre cauteloso. Nuestro jefe era el príncipe Zapayo de Kova, un zingario.

»Seguimos avanzando hacia el sur hasta que alcanzamos las costas selváticas de Kush -prosiguió-. Allí desembarcamos y los buques anclaron mientras el ejército avanzaba hacia el este, por la frontera estigia, saqueando e incendiando todo lo que encontrábamos a nuestro paso. Nuestra intención era girar hacia el norte en cierto lugar y atacar desde allí a Estigia, con el objeto de unirnos con los kothios que bajaban del norte.

»Entonces nos enteramos de que habíamos sido traicionados -siguió diciendo-. Koth había firmado un tratado de paz por separado con los estigios. Un ejército estigio avanzaba hacia el sur para cortarnos el camino, mientras que otro ya nos lo había bloqueado en la costa.

»E1 príncipe Zapayo, impulsado por la desesperación -continuó-, concibió la loca idea de marchar hacia el este y bordear la frontera estigia para llegar hasta las tierras orientales de Shem. Pero el ejército del norte nos atacó. Dimos media vuelta y peleamos.

»Luchamos durante todo el día y conseguimos hacerlos retroceder hasta su campamento -agregó-. Pero al día siguiente, el otro ejército que nos perseguía nos atacó desde el oeste. Cogido entre dos fuegos, nuestro ejército fue aniquilado. Pocos pudieron huir. Cuando cayó la noche, huí con un compañero, un cimmerio llamado Conan..., un hombre gigantesco con la fuerza de un toro.

»Cabalgamos hacia el sur y entramos en el desierto porque no podíamos seguir otra dirección -prosiguió Amalric-. Conan había estado antes en ese lugar y pensó que allí podríamos sobrevivir. Mucho más hacia el sur encontramos un oasis, pero los jinetes estigios nos atacaron. Volvimos a huir, de oasis en oasis, muertos de hambre y de sed, hasta que encontramos una tierra desconocida y deshabitada, con un sol abrasador e interminables dunas de arena. Seguimos cabalgando hasta que nuestros caballos se tambalearon y nosotros comenzamos a delirar.

»Una noche vimos unos fuegos y nos acercamos con la esperanza de encontrar amigos -dijo el hombre-. En cuanto estuvimos a tiro, cayó sobre nosotros una lluvia de flechas. Hirieron al caballo de Conan y el animal se encabritó furiosamente, arrojando a su dueño de la silla. Su cuello debió de quebrarse como una rama, porque se quedó inmóvil. Huí como pude en la oscuridad, aunque mi caballo también murió. Vi vagamente a nuestros atacantes..., eran altos, delgados, con atuendos bárbaros.

"Vagué a pie a través del desierto y caí en medio de esos buitres que viste ayer -concluyó-. Eran chacales... ghanatas, miembros de una tribu de ladrones con sangre mezclada: negra y sabe Mitra qué otras. La única razón por la que no me asesinaron fue que no tenía nada que ellos desearan. Durante un mes estuve vagando de un lado a otro y robando junto con ellos, porque no podía hacer otra cosa.

-No sabía que la realidad fuera así -musitó la joven-. Decían que había guerras y crueldad en el mundo, y a mí todo eso me parecía como un sueño lejano. Pero ahora, al oírte hablar de traiciones y batallas, me parece que lo estoy viendo.

-¿Gazal no tiene enemigos? ¿Nunca habéis sido atacados? -preguntó Amalric.

La joven movió la cabeza negativamente.

-Los hombres no se acercan a Gazal. Algunas veces he visto siluetas negras moviéndose en el horizonte, y los ancianos decían que eran ejércitos que iban a la guerra, pero jamás se acercaron a Gazal.

Amalric sintió que lo invadía una extraña inquietud. Por ese desierto sin vida merodeaban las tribus más feroces de la tierra: los ghanatas, que llegaban hasta muy lejos por el este; los enmascarados tibus, que habitaban más al sur, y, en algún lugar lejano al suroeste, el casi mítico imperio de Tombalku, gobernado por una raza salvaje y bárbara. Era extraño que una ciudad situada en medio de aquella tierra salvaje estuviera tan aislada, hasta el punto de que uno de sus habitantes ni siquiera conocía el significado de la guerra.

Mientras miraba en otra dirección, lo asaltaron ideas extrañas ¿Acaso aquella muchacha había enloquecido a causa del sol? ¿Sería un demonio en forma de mujer llegado al desierto para conducirlo a la muerte? Amalric la miró y la vio aferrada como una niña a la silla del camello. En seguida desechó tales pensamientos. Al cabo de un rato lo volvió a asaltar la duda. ¿Acaso estaría embrujado? ¿Lo habría hechizado aquella joven?

Siguieron avanzando hacia el oeste y sólo se detuvieron para comer dátiles y beber agua a mediodía. Amalric hizo una especie de tienda de campaña con su espada, la vaina y las mantas para proteger a la joven del intenso sol. La muchacha tenía el cuerpo entumecido por el movimiento del camello, por lo que Amalric tuvo que cogerla en brazos. Cuando sintió una vez más la voluptuosa dulzura de su cuerpo, lo invadió una ola de pasión. Permaneció inmóvil durante unos segundos, como intoxicado por la proximidad de la joven, y luego la acostó a la sombra de la precaria tienda.

Amalric sintió que lo invadía la cólera cuando la mirada ingenua de la muchacha se encontró con la suya, y sintió la docilidad con que abandonaba su cuerpo joven entre sus brazos. Parecía ignorar todo aquello que pudiera dañarla. Se sentía terriblemente avergonzado por la inocencia de la mujer, que despertaba en su interior una ira incontenible.

Amalric no probó los dátiles. Sus ojos ardían al contemplar con avidez cada detalle del esbelto cuerpo de la joven. Sin embargo, ella era inocente e inconsciente como una niña. Cuando la volvió a levantar para sentarla sobre la silla del camello, los brazos de la muchacha rodearon instintivamente su cuello, y Amalric tembló de la cabeza a los pies. Haciendo un terrible esfuerzo por contenerse, Amalric la depositó en la silla y continuaron el viaje.

Poco antes de la puesta del sol, Lissa señaló con una mano y gritó:

-¡Mira! ¡Las torres de Gazal!

Amalric vio algunas torres y minaretes en el horizonte que se alzaban creando un conjunto de color verde jade contra el azul del cielo. A no ser por la muchacha, hubiera pensado que se trataba de un espejismo. Miró a Lissa con curiosidad. Ésta no demostraba la alegría natural del retorno. Sólo suspiró hondo y sus esbeltos hombros se inclinaron levemente.

A medida que se acercaban, veían la ciudad con más nitidez. Desde la misma arena del desierto se alzaba la muralla que rodeaba las torres. Amalric vio que aquélla estaba semiderruida, al igual que las torres. Los tejados estaban rotos, las troneras de las defensas demasiado abiertas por la erosión y las agujas de las torres inclinadas. Lo invadió el pánico. ¿Se trataría de una ciudad de muertos hacia la cual cabalgaba conducido por un vampiro?

Miró a la muchacha y se tranquilizó. No podía haber ningún demonio en ese cuerpo divinamente moldeado. Ella también lo miró, pero en sus ojos profundos había una expresión interrogante. Luego fijó la vista en el desierto y a continuación exhaló un profundo suspiro y echó una mirada a la ciudad, como si se sintiera atrapada por la fatalidad y la desesperación.

A través de las brechas abiertas en las murallas, Amalric vio unas figuras que se movían dentro de la ciudad. Nadie los detuvo ni los saludó cuando entraron por una abertura de la derruida muralla y siguieron su camino por una calle ancha. Desde más cerca, bajo el sol poniente, la decadencia era más evidente. La hierba crecía en las calles abriéndose paso entre las grietas del pavimento. También crecía libremente en las pequeñas plazas. Las calles y los patios estaban llenos de escombros. En algunos lugares se habían limpiado los restos de las casas derruidas y el lugar había sido convertido en un huerto o un jardín. Las cúpulas de la ciudad estaban descoloridas y agrietadas. Los portales no tenían puertas. Por todas partes se veían ruinas.

Amalric vio una torre en perfecto estado que brillaba entre las ruinas. Era cilíndrica y se alzaba en el extremo sureste de la ciudad. El hombre señaló en esa dirección y preguntó:

-¿Por qué esa torre está en mejores condiciones que las demás? Lissa palideció, tembló y aferró una de sus manos convulsivamente.

-¡No hables de ella! -musitó-. No la mires... ¡Ni siquiera pienses en ella!

Amalric frunció el ceño. Las palabras de la muchacha y lo que ellas implicaban habían cambiado de alguna manera el aspecto de la misteriosa torre. Ahora parecía la cabeza de una serpiente que se alzaba entre las ruinas y la desolación. Un conjunto de diminutas motas negras, como murciélagos alados, salió de una de sus oscuras aberturas.

El joven aquilonio miró a su alrededor con recelo. Después de todo, no tenía ninguna seguridad de que el pueblo de Gazal lo recibiera amistosamente. Vio gente que avanzaba por las calles con una •extraña calma. Cuando se detenían a mirarlo, a Amalric se le erizaba el cabello. Eran hombres y mujeres con rostro amable y sus miradas eran suaves. Pero su interés parecía tan ligero, tan vago e impersonal... No hicieron el menor movimiento por acercarse a él o hablarle. Parecía la cosa más normal del mundo que un jinete armado entrara en la ciudad procedente del desierto. Sin embargo, Amalric sabía que éste no era el caso, y la indiferencia con la que lo recibía la gente de Gazal le producía un extraño desasosiego.

Lissa habló con algunas personas señalando a Amalric y tomando su mano, como una niña afectuosa.

-Éste es Amalric de Aquilonia, que me rescató de los negros y me ha traído a casa.

Un cortés murmullo de bienvenida partió de los labios de la gente, y varias personas se acercaron para darle la mano. Amalric

pensó que jamás había visto rostros tan amables, pero tan indiferentes, casi carentes de expresión. Parecían los ojos de gentes envueltas en sueños.

La mirada de esos individuos le transmitía una sensación de irrealidad. Apenas prestaba atención a lo que decían. Su mente estaba ocupada en pensamientos extraños. ¿Estarían moviéndose en el ilusorio paraíso del loto? Esa siniestra torre roja era perturbadora.

Uno de los hombres de rostro suave y cabellos plateados preguntó:

-¿Aquilonia? El rey Bragorus de Nemedia había atacado ese país. ¿Cómo terminó la guerra?

-Fue derrotado -repuso Amalric con un escalofrío.

Eso había ocurrido hacía novecientos años.

El hombre no preguntó más y se alejó. Lissa le cogió la mano. Amalric se dio media vuelta y la miró con deleite. En ese mundo de ilusión y de ensueño, su cuerpo suave y firme era como un ancla. Ella no era un sueño; era real; su cuerpo era tangible, y dulce como la miel.

-Ven -dijo la muchacha-. Vamos a comer y a descansar. -¿Y esta gente? ¿No piensas contarles tus experiencias?

-Sólo prestarían atención durante un minuto. Escucharían un rato y después pensarían en otra cosa. Casi no se han enterado de que me he ido de aquí. ¡Ven!

Amalric condujo el camello y el caballo hasta un patio cercano donde crecía la hierba, y el agua manaba de una fuente rota y caía en un cuenco de mármol. Allí ató a los animales. Luego siguió a Lissa. La joven lo tomó de una mano y lo llevó a través del patio hasta una puerta en forma de arco.

Había caído la noche y las estrellas titilaban a lo lejos.

Lissa atravesó una serie de oscuras habitaciones, moviéndose con seguridad. Amalric caminaba detrás de ella, tomado de su pequeña mano. La ventura no le resultaba placentera. En aquella espesa oscuridad había olor a polvo y a decadencia. Sus pies pisaban quebradas losas y desgastadas alfombras. Su mano libre tocó unos puros desconchados. A través de un techo roto brillaban las estrellas y pudo ver un salón, en el que colgaban unos tapices podridos

que se agitaban bajo la suave brisa.

A continuación entraron en una habitación tenuemente iluminada por la luz de las estrellas que se filtraba por las ventanas abiertas, y Lissa le soltó la mano. La muchacha tanteó en la semioscuridad y luego encendió una luz muy débil. Era una especie de globo de cristal que brillaba con un resplandor dorado. Lo dejó sobre una mesa de mármol y le hizo una señal a Amalric para que se reclinara sobre un diván cubierto de seda. Lissa, después de buscar en oscuros rincones, apareció con una jarra de vino y con una bandeja que contenía comidas extrañas. Había dátiles, pero los demás frutos, pálidos e insípidos, le resultaban desconocidos. El vino tenía un sabor agradable, pero no era más fuerte que el agua.

Sentada sobre un taburete de mármol, frente a él, Lissa comenzó a comer delicadamente.

-¿Qué clase de lugar es éste? -preguntó Amalric-. Tú eres como ellos, y al mismo tiempo diferente.

-Dicen que soy como nuestros antepasados -repuso Lissa-. Llegaron hace mucho tiempo al desierto y construyeron esta ciudad en medio de un enorme oasis en el que había varios manantiales. Utilizaron las piedras de unas ruinas de otra ciudad mucho más antigua... sólo la Torre Roja...

Al decir estas últimas palabras, la joven bajó la voz y miró inquieta hacia la ventana. Luego agregó:

-Era lo único que había quedado en pie. Estaba vacía...

Nuestros antepasados, los ghazalis -continuó-, vivieron en otra época al sur de Koth. Eran conocidos por su sabiduría. Pero intentaron reavivar el culto a Mitra que los kothios habían abandonado hacía mucho tiempo, y el rey los expulsó de sus dominios. Entonces vinieron al sur en compañía de sus esclavos shemitas. Muchos de ellos eran sacerdotes, eruditos, profesores y científicos.

»Construyeron Gazal -prosiguió la joven-, pero los esclavos se rebelaron en cuanto estuvo construida la ciudad, y huyeron para mezclarse más tarde con las tribus del desierto. No los trataban mal, pero oyeron una vez en la noche... una palabra que los impulsó a abandonar la ciudad apresuradamente.

»Mi pueblo vivió aquí y aprendió a producir su comida y su bebida con los pocos recursos de que disponían -agregó-. Su sabiduría era extraordinaria. Cuando huyeron los esclavos se llevaron todos los camellos, asnos y caballos que había en la ciudad. Desde ese momento se suprimió toda comunicación con el mundo exterior. En Gazal hay muchas habitaciones llenas de mapas, libros y escritos, pero todos tienen por lo menos novecientos años de antigüedad, que es el tiempo que transcurrió desde que mi gente huyó de Koth. Desde entonces ningún hombre de fuera ha pisado Gazal. El pueblo está destinado a extinguirse. Se han convertido en seres tan soñadores que incluso han perdido sus pasiones y apetitos humanos. La ciudad se desmorona y se convierte en una ruina y nadie hace nada por repararla. Horror... cuando el horror llegó a ellos no pudieron huir ni luchar.

-¿Qué quieres decir? -preguntó Amalric en voz baja, sintiendo un escalofrío.

El siniestro murmullo que producían los tapices al moverse despertaba en su alma oscuros terrores.

La joven movió la cabeza y se puso en pie. Se acercó a Amalric y apoyó sus manos sobre los hombros del aquilonio. Los ojos de la muchacha estaban húmedos y brillaban de espanto, al tiempo que ahogaba un grito en su garganta. Amalric le rodeó instintivamente la cintura con un brazo y sintió que Lissa temblaba.

-¡Abrázame! -exclamó la joven-, ¡Tengo miedo! ¡Oh, he soñado tanto con un hombre como tú! No soy como mi pueblo. Son muertos que caminan por calles olvidadas, pero yo estoy viva. Soy cálida y tengo sentimientos. Tengo hambre y sed y amo la vida. No puedo vivir entre calles silenciosas, habitaciones en ruinas y gentes como las de Gazal, aunque nunca haya conocido otra cosa. Es por eso que escapé. Deseo vivir...

Lissa sollozaba incontroladamente entre sus brazos. Los negros cabellos caían en suave cascada sobre su rostro y su perfume lo mareaba. El firme cuerpo de la joven estrechaba el suyo. Estaba sentada sobre sus rodillas, rodeándole el cuello con sus brazos. Amalric la apretó más contra su pecho y la besó apasionadamente en la boca, ojos, labios, mejillas, cabellos, garganta... El joven aquilonio llenó todo su cuerpo con besos ardientes, hasta que los sollozos de la joven cesaron. En la pasión de Amalric no había violencia. La pasión que latía en la joven estalló súbitamente como una ola. El globo dorado que los alumbraba, empujado por los dedos temblorosos de Amalric, cayó al suelo y se apagó. Sólo la luz de las estrellas se filtraba a través de las ventanas.

Tendida sobre el diván cubierto de seda en brazos de Amalric, Lissa abrió su corazón y le contó susurrando sus sueños, esperanzas y aspiraciones... infantiles, patéticas, terribles.

-Te llevaré lejos de aquí -murmuró Amalric en su oído-. Mañana. Tienes razón. Gazal es una ciudad de muertos. Buscaremos la vida en el mundo exterior. Es violento, duro, brutal, pero es mejor que esta muerte en vida.

Un espantoso grito de dolor, horror y desesperación rompió el silencio de la noche. La piel de Amalric se cubrió de un sudor frío. Comenzó a incorporarse en el diván, pero Lissa se apretó a él con desesperación.

-¡No, no! -suplicó-. ¡No vayas! ¡Quédate!

-¡Están asesinando a alguien! -exclamó Amalric buscando su espada.

Los gritos parecían llegar desde un patio exterior. Mezclado con éstos se oyó un ruido indescriptible y desgarrador. Los gritos crecieron hasta hacerse intolerables y luego se convirtieron en un largo sollozo convulsivo.

-He oído gritar así a hombres que morían en el patíbulo -dijo Amalric estremeciéndose-. ¿Qué diablos significa esto?

Lissa temblaba violentamente, en un ataque de terror. Amalric podía oír los fuertes latidos de su pecho.

-¡Es el horror del que te hablé! El horror que habita en la Torre Roja. Vino hace mucho tiempo. Algunos dicen que vivió allí durante los años perdidos y que regresó después de la construcción de Gazal. Devora seres humanos. Nadie sabe qué es, puesto que nadie lo ha visto, y si lo vio, no vivió para contarlo. Es un dios o un demonio. Ésa fue la razón por la cual huyeron los esclavos y la gente del desierto abandonó Gazal. Muchos de nosotros han ido a parar a su vientre. Con el tiempo todos terminaremos allí, y luego el monstruo gobernará sobre una ciudad desierta, como dicen que gobernó en otros tiempos sobre las ruinas de la ciudad anterior a ésta.

-¿Por qué la gente se quedó aquí sabiendo que sería devorada?

-No lo sé. Sueñan...

-Hipnosis -dijo Amalric-, hipnosis y decadencia. Lo vi en sus ojos. Este demonio los ha hipnotizado. ¡Por Mitra, qué secreto más terrible!

Lissa apoyó la cabeza sobre su pecho y lo abrazó con fuerza.

-Pero, ¿qué vamos a hacer nosotros? -preguntó Amalric.

-No hay nada que hacer. Tu espada no serviría de nada. Quizá no nos haga daño. Esta noche ya se ha llevado una víctima. Debemos esperar como corderos en el matadero.

-¡Que el diablo me condene si lo hago! -exclamó Amalric indignado-. No esperaremos hasta mañana. Nos iremos esta noche. Prepara un paquete con comida y bebida. Iré a buscar el camello y el caballo y los traeré hasta el patio que hay ahí fuera. ¡Te esperaré allí!

Puesto que el monstruo desconocido ya había atacado, Amalric pensó que no sería peligroso dejar a la muchacha sola durante unos minutos. Sin embargo, al atravesar el oscuro pasillo y las derruidas habitaciones en las que colgaban los viejos y susurrantes tapices, sintió un escalofrío de terror. Encontró a los dos animales moviéndose nerviosamente en el patio en el que los había dejado. El caballo relinchó al oler su llegada, como si presintiera algún peligro en la quietud de la noche.

Amalric ensilló y preparó a los animales. Luego los condujo hasta la calle. Poco después se encontraba en el patio iluminado por la luz de las estrellas. Al entrar en él, se quedó helado por un grito terrible que cortó como un cuchillo el silencio de la noche. Procedía de la habitación en la que había dejado a Lissa.

Amalric respondió al alarido con un grito salvaje. Desenvainó la espada, atravesó rápidamente el patio y saltó por la ventana abierta al interior de la habitación. El globo dorado brillaba de nuevo, produciendo sombras negras en los misteriosos rincones. Había sedas desparramadas por el suelo. El taburete de mármol estaba volcado. Pero la habitación estaba vacía.

Amalric sintió que se mareaba y se apoyó sobre la mesa de mármol. Sus ojos distinguían vagamente la luz que había delante de él. Al cabo de unos segundos se sintió invadido por una furia incontenible. ¡La Torre Roja! ¡El monstruo llevaba a sus víctimas allí!

Volvió a cruzar corriendo el patio, atravesó lascalles y se dirigió corriendo hacia la torre, que brillaba con una luz infernal bajo las estrellas. Las calles no eran rectas. En el camino se vio obligado a cruzar silenciosos edificios negros y patios cuyas plantas se mecían bajo la suave brisa nocturna.

Delante de él, apiñadas alrededor de la Torre Roja, se alzaba una montaña de ruinas donde la decadencia era más patética que en el resto de la ciudad. Aparentemente nadie vivía en ellas. Se trataba de una masa de escombros que se mantenía en pie milagrosamente, y en medio de ellas se alzaba la Torre Roja, como una flor venenosa que crece entre los desperdicios.

Para llegar hasta la torre se veía obligado a atravesar aquellas ruinas. Poseído por la cólera, Amalric buscó la puerta entre la masa negra. La encontró y entró en el interior con la espada desenvainada. Entonces vio un espectáculo de pesadilla.

Delante de él había un largo corredor tenuemente iluminado. De sus negras paredes colgaban extraños tapices con dibujos fantásticos. Al fondo vio una figura que se alejaba... era una figura blanca y encorvada que arrastraba algo. Al verlo, Amalric quedó empapado en sudor. Entonces la aparición se esfumó y con ella la poca luz que había allí. El joven aquilonio permaneció inmóvil en la oscuridad, sin ver ni oír nada, pensando solamente en aquella figura blanca y encorvada que arrastraba un cuerpo humano por el largo y oscuro corredor.

Mientras avanzaba casi a tientas, un vago recuerdo acudió a su mente: el de una terrible leyenda que le había contado un brujo negro en la puerta de su cabaña, junto a una hoguera... Era la leyenda de un dios que habitaba en una casa de color carmesí de una ciudad en ruinas.., un dios adorado en las selvas y en las riberas de los ríos mediante cultos esotéricos. Y en ese momento recordó también la palabra mágica que el brujo había murmurado aquella noche a su oído, mientras él contenía la respiración, los leones dejaban de rugir a lo largo del río y las hojas de los árboles se quedaban inmóviles en las ramas.

"Ollam-onga", susurró un oscuro viento en el oscuro pasillo "Ollam-onga", murmuró también el polvo que hollaban sus pies El sudor le cubrió el cuerpo y la espada tembló en su mano. Acababa de entrar en la casa de un dios, y el miedo se había apoderado de él. La casa del dios... se sintió abrumado por el terror. Lo invadieron todos los miedos ancestrales evocados por su memoria racial. Se sintió asqueado por un horror cósmico... inhumano. Estaba aterrado por la consciencia de su débil humanidad Siguió avanzando en la oscuridad, horrorizado, por la casa del dios.

A su alrededor brillaba una luz tan tenue que apenas se percibía. Sabía que se estaba acercando a la torre. Al cabo de un rato atravesó una puerta en forma de arco y tropezó con unos anchos escalones irregulares. Los subió lentamente, y mientras iba ascendiendo, la terrible furia que constituye la última defensa de la humanidad contra lo diabólico y contra las fuerzas hostiles del universo volvió a surgir en él. Olvidó por completo su pánico. Subió ardiendo de impaciencia en la oscuridad, hasta que llegó a una habitación iluminada por un extraño resplandor dorado.

En el extremo más alejado de la habitación había un corto tramo de escaleras que conducía a una especie de tarima o plataforma sobre la cual había algunos objetos de piedra. Encima de la tarima se hallaban los restos de la víctima, uno de cuyos brazos colgaba sobre los escalones de mármol, manchados de sangre reseca y salpicados de gotas frescas, húmedas y brillantes.

Delante de Amalric, al pie de aquellos escalones, había una figura blanca y desnuda. El joven se detuvo con la lengua pegada al paladar. Se trataba de un hombre blanco que lo miraba fijamente, con sus poderosos brazos cruzados sobre un pecho de alabastro. Sus ojos eran como bolas de fuego en los que Amalric vio sombras siniestras e infernales. Después, la forma comenzó a difuminarse y a perder su contorno. Haciendo un esfuerzo titánico, el aquilonio rompió las ligaduras del silencio y pronunció en voz alta la palabra mágica. Cuando la temible palabra rompió el silencio, el gigante blanco se detuvo... paralizado. Su contorno se volvió más visible y nítido contra el fondo de luz dorada.

-¡Ahora cae, maldito! -gritó Amalric histérico-. ¡Te ordeno que vuelvas a tu forma humana! ¡El brujo negro dijo la verdad! ¡Me dio la palabra clave! ¡Cae, Ollam-onga! ¡Hasta que se rompa tu envoltura diabólica! ¡Eres un hombre como yo!

Con un rugido que resonó como una ráfaga de viento, la extraña criatura atacó. Amalric saltó hacia un lado apartándose de la tenaza de aquellas manos, cuya fuerza era superior a la de un tifón. Sin embargo, una mano del monstruo logró rasgar su túnica, que se convirtió en un harapo. Pero Amalric, paradójicamente, redobló su rapidez, giró sobre sus talones y le clavó el sable en la espalda, que le atravesó el pecho.

Un alarido de dolor sacudió la torre. El monstruo se revolvió para atacar a Amalric, pero el joven volvió a saltar a un lado y subió velozmente las escaleras que conducían a la plataforma. Una vez allí cogió una silla de mármol, se volvió y la arrojó sobre la cosa que subía por las escaleras. La pesada silla golpeó al monstruo en la cara y lo tiró escaleras abajo. Luego se levantó. Su aspecto era más terrible aún que antes. Chorreando sangre por todas partes, trató de subir nuevamente las escaleras. Amalric levantó un banco de jade realizando un esfuerzo increíble y lo arrojó con las pocas fuerzas que le quedaban.

Ollam-onga cayó hacia atrás bajo el impacto y quedó tendido entre fragmentos de mármol empapados en sangre. Haciendo un último esfuerzo desesperado, logró ponerse de rodillas, con los ojos vidriosos y, echando hacia atrás la cabeza, lanzó un grito espantoso.

Amalric se estremeció al oír ese alarido, que fue contestado. Desde algún punto del aire, por encima de la torre, descendió un clamor de gritos extraños que vibraron con mil ecos. Entonces la figura blanca cayó definitivamente entre los mármoles manchados de sangre, y Amalric supo que había desaparecido uno de los dioses de Kush. Al darse cuenta de ello, lo invadió un terror ciego e irracional.

Bajó los escalones de la tarima presa de pánico y se alejó de la cosa que yacía en el suelo y que parecía mirarlo con los ojos desorbitados. Tuvo la sensación de que la noche gritaba contra él por el sacrilegio cometido, y sintió un horror cósmico. Cuando llegó al final de la escalera se detuvo repentinamente. Lissa corría hacia él desde la oscuridad, con los brazos extendidos y una expresión de espanto en los ojos.

-¡Amalric! -gritó ella arrojándose en sus brazos-. ¡Lo vi! -musito-. Lo vi arrastrando a un hombre muerto por el pasillo. Grité y huí. Entonces, cuando regresé, te oí gritar y supe que habías ido a buscarme a la Torre Roja.

-Y ahora has venido a compartir mi destino -repuso Amalric con una voz apenas audible.

A continuación, cuando la joven trató de mirar, fascinada, lo que había detrás de él, Amalric le tapó los ojos con una mano y le hizo dar media vuelta. Era mejor que no contemplara lo que había en el suelo. Cogió su rasgada túnica, pero no se atrevió a tocar su espada. Cuando conducía a Lissa por las oscuras escaleras, una mirada hacia atrás lo convenció de que entre los fragmentos de mármol ensangrentado ya no yacía la desnuda figura blanca. La palabra mágica había hecho que Ollam-onga adoptara su forma humana en vida, pero no había muerto! Una momentánea ceguera ofuscó a Amalric, y luego, acuciado por una repentina prisa, obligó a la joven a bajar rápidamente por las escaleras que daban a las ruinas del exterior.

Amalric no redujo la velocidad de su marcha hasta que los dos alcanzaron la calle, donde los esperaban el camello y el caballo. Colocó rápidamente a la joven sobre el camello y saltó sobre la silla de su negro corcel. Tomó las riendas y se dirigió hacia la derruida muralla. Después respiró hondo. El aire puro del desierto le refrescó la sangre, que se había librado del aroma de decadencia y de espantosa antigüedad que había entre las ruinas.

De su silla colgaba un pequeño pellejo de agua. No tenían comida, y su espada había quedado en la habitación de la Torre Roja. Se enfrentaban al desierto sin comida y sin armas, pero los peligros de éste les parecían menos terribles que el horror de la ciudad que dejaban.

Cabalgaron hacia el sur, sin pronunciar una sola palabra. En esa dirección, en algún punto ignorado, había un pozo de agua. Al amanecer, cuando remontaban una duna de arena, Amalric miró hacia atrás en dirección a Gazal, que tenía un aspecto irreal bajo la rosada luz del alba. El joven tensó todos los músculos de su cuerpo y Lissa lanzó un grito. Por una ancha abertura de las murallas salían siete jinetes. Sus caballos eran negros y los hombres estaban vestidos de negro de la cabeza a los pies. En Gazal no había caballos. El horror se apoderó de Amalric. Se volvió y espoleó a los animales.

El sol se volvió rojo, más tarde se coloreó de oro viejo y finalmente se convirtió en una bola de fuego casi blanca. Los fugitivos continuaron avanzando, luchando contra el cansancio y el calor, cegados por el reflejo del sol sobre la arena. Y detrás de ellos, avanzando constantemente, cabalgaban las siete manchas negras.

Poco a poco fue cayendo la tarde. El sol volvió a enrojecer y comenzó a descender hacia el horizonte.

Amalric se sintió desasosegado. Los jinetes se aproximaban.

A medida que se acercaba la oscuridad, también se acercaban los perseguidores. Amalric miró a Lissa y ahogó una exclamación al ver que su caballo se tambaleaba y se caía de rodillas. El sol se había puesto y la luna quedó súbitamente oculta por una sombra con forma de murciélago. Las estrellas brillaban con tonos rojizos en la oscuridad, y Amalric oyó un fuerte susurro detrás de ellos, como de un viento terrible. Unas alas negras como la noche y un pico ganchudo sobre el que brillaban dos puntos fosforescentes se acercaron tanto que Amalric le gritó con desesperación a la muchacha:

-¡Sigue, Lissa! ¡Continúa! ¡Sálvate! ¡Es a mí a quien quieren capturar!

Como respuesta, la muchacha se deslizó a tierra desde el lomo del camello y lo rodeó con sus brazos.

-¡Moriré contigo!

Siete sombras se recortaron contra el cielo estrellado, cabalgando como el viento. Bajo sus capuchas centelleaban las chispas de un fuego infernal. Sus mandíbulas sin carne golpeaban siniestramente.

Entonces hubo una interrupción. Un caballo pasó como una exhalación junto a Amalric, como una forma sin sombra en aquella extraña oscuridad. Sonó un fuerte impacto cuando el animal atacó a las sombras que se acercaban. Un caballo relinchó frenéticamente y una voz que parecía un bramido de toro gritó en una lengua extraña. Desde algún lugar replicó un clamor de alaridos.

Algo estaba ocurriendo. Los cascos de los caballos sonaban estrepitosamente sobre la arena. Hubo un ruido de golpes salvajes, y la misma voz de antes maldijo repetidas veces. Entonces, súbitamente salió la luna e iluminó una escena fantástica.

Un hombre montado encima de un gigantesco caballo luchaba frenéticamente, asestando terribles mandobles, aparentemente al aire. Desde otra dirección llegó una salvaje horda de jinetes cuyas espadas curvas brillaban a la luz de la luna. Más lejos, sobre la cima de una duna, se desvanecían siete figuras negras con sus capas flotando al viento, como si fueran alas de murciélago.

Amalric fue rodeado de inmediato por unos hombres de aspecto salvaje que saltaron de sus caballos y se acercaron a él. Varios brazos lo pusieron en pie, sujetándolo firmemente. Unos rostros de halcón se acercaron al suyo. Lissa gritó.

Entonces, los atacantes se apartaron a derecha e izquierda para dar paso al hombre que montaba el enorme caballo. Éste se inclinó un poco desde la silla para mirar a Amalric.

-¡Diablos! -bramó-. ¡Amalric, el aquilonio!

-¡Conan! -exclamó a su vez Amalric, terriblemente asombrado-¡Conan! ¡Vivo!

-Mas vivo que tú -repuso el cimmerio-. ¡Por Crom, amigo! Tienes el aspecto de haber sido perseguido durante toda la noche por los diablos de este desierto. ¿Quiénes eran esos tipos que te perseguían? Estaba cabalgando por los alrededores del campamento que montaron mis hombres para comprobar que no había enemigos por aquí, cuando de pronto salió la luna y oí los cascos de los caballos. Corrí hacia ellos, y ¡por Macha!, me encontré entre esos demonios casi sin darme cuenta. Tenía la espada en la mano y empecé a atacar a diestra y siniestra... ¡Por Crom, sus ojos brillaban como el fuego del infierno! Sé que mi espada los hirió, pero luego la luna se volvió a ocultar y desaparecieron como una ráfaga de viento. ¿Eran hombres o diablos?

-Demonios enviados por el infierno -repuso Amalric con un estremecimiento-. No me preguntes, hay cosas de las que no se debe hablar.

Conan no hizo más preguntas. No parecía incrédulo. Entre sus creencias se incluían diablos, fantasmas, gnomos y toda clase de brujerías.

-Veo que has encontrado una mujer, incluso en pleno desierto -dijo el cimmerio mirando a Lissa.

La joven se había acercado apresuradamente a Amalric y se apretujó temerosa contra él.

-¡Vino! -bramó Conan-. ¡Traed vino!

Tomó uno de los pellejos de cuero que acababan de arrojarle y se lo entregó a Amalric.

-Dale un trago a la muchacha y bebe tú también -aconsejó-. Luego os colocaremos sobre los caballos y os llevaremos al campamento. Es evidente que necesitáis comer, descansar y dormir.

Trajeron un caballo lujosamente enjaezado. Varias manos levantaron a Amalric sobre la silla e hicieron lo mismo con la joven. Luego avanzaron hacia el sur rodeados por los peludos y oscuros jinetes ataviados de manera pintoresca. Muchos de ellos llevaban pañuelos en la cabeza, con los que cubrían sus rostros hasta la altura de los ojos

-¿Quién es ese hombre? -preguntó Lissa rodeando con sus brazos el cuello de su amante, que la sostenía en la silla delante de él.

-Conan el cimmerio -musitó Amalric-. El hombre con el cual erré por el desierto después de la derrota de los mercenarios. Los que lo acompañan son los que lo abatieron. Lo dejé medio muerto por las flechas y ahora lo encontramos al mando de estas gentes, que al parecer lo respetan mucho.

-Es un hombre terrible -murmuró la joven. Amalric sonrió.

-Supongo que jamás has visto a un bárbaro blanco. Es vagabundo y guerrero por naturaleza. Además, es un hombre que se ciñe a un particularísimo código moral. No creo que tengamos nada que temer de él.

Sin embargo, en su interior, Amalric no estaba demasiado seguro de esto último. En cierto sentido se podía decir que él había traicionado a Conan al irse, dejando al cimmerio sin sentido sobre la arena. Pero entonces ignoraba que Conan aún vivía. La duda asaltó a Amalric. Salvajemente leal a sus compañeros, el primitivo cimmerio no veía ninguna razón por la cual el resto del mundo no debiera ser saqueado. Vivía según la ley de la espada. Amalric sintió un escalofrío al pensar en lo que podía suceder si Conan deseaba a Lissa.

Más tarde, después de comer y beber en el campamento de los jinetes, Amalric tomó asiento junto al fuego delante de la tienda de Conan. Lissa, cubierta con una capa de seda, apoyaba su cabeza sobre las rodillas de su amante. Frente a éste, la luz del fuego arrojaba sombras sobre el rostro del gigantesco cimmerio.

-¿Quiénes son esos hombres? -preguntó el joven aquilonio.

-Los jinetes de Tombalku -contestó el cimmerio.

-¡Tombalku! -exclamó Amalric-. ¡Entonces no es ningún mito!

-¡No! -dijo Conan-. Cuando cayó mi maldito caballo, perdí el conocimiento, y al recobrar el sentido vi que estos diablos me habían atado de pies y manos. Me puse furioso y rompí varias de las sogas con las que me habían atado, pero estos hombres volvían a atarme con la misma rapidez con la que yo me liberaba, hasta el punto de que en ningún momento tuve una mano libre. Sin embargo, mi fuerza física les pareció realmente extraordinaria...

Amalric miró a Conan sin pronunciar una sola palabra. El cimmerio era tan alto y fuerte como Tilutan, pero no gordo, como éste. No cabía ninguna duda de que Conan podría haberle partido el cuello al ghanata con las manos.

-Decidieron llevarme a su ciudad en lugar de matarme en el acto -dijo Conan-. Creyeron que un hombre como yo debía morir torturado lentamente, para que se divirtieran. Entonces me ataron a un caballo sin silla y nos dirigimos a Tombalku.

-Hay dos reyes en Tombalku -prosiguió el cimmerio-. Me llevaron ante ellos..., un tipo delgado y negro como la piel del diablo llamado Zehbeh y otro negro gordo que dormitaba en su trono de marfil. Zehbeh le preguntó a un sacerdote negro llamado Daura qué hacer conmigo, y éste lanzó unos dados hechos con huesos de cordero y dijo que debían despellejarme vivo ante el altar de Jhil Entonces todos gritaron de alegría, y el rey negro se despertó.

"Escupí y maldije a Daura y a los reyes -agregó-. Les dije que si pensaban despellejarme vivo, ¡por Crom!, antes quería beberme un trago de vino, y que los maldecía por ladrones, cobardes e hijos de perra.

Entonces se incorporó el rey negro y me miró. «¡Amra!», gritó. Lo reconocí de inmediato. Era Sakumbe, un suba de la Costa Negra, un gordo aventurero al que conocí en mis épocas de pirata por esas costas. El bribón traficaba con marfil, polvo de oro y esclavos, y era muy capaz de engañar al mismísimo diablo si se lo proponía. Cuando se dio cuenta de quién era yo, el viejo diablo descendió del trono, me abrazó con alegría y después él mismo me quitó las ligaduras. A continuación anunció pomposamente que yo era Amra el León, amigo suyo y que, por lo tanto, nadie me podía hacer daño.

"Después hubo tremendas discusiones, porque Zehbeh y Daura querían mi pellejo -continuó Conan-. Pero Sakumbe llamó a gritos a su brujo, Askia, que se presentó rápidamente lleno de plumas, campanillas y pieles de serpiente. Se trataba de un brujo de la Costa Negra y un hijo del diablo como había pocos.

»Askia inició sus danzas y encantamientos y anunció que Sakumbe era el elegido de Ajujo el Oscuro y que lo que él decía era la única verdad -prosiguió el cimmerio-. Todos los negros de Tombalku lo vitorearon y Zehbeh se desdijo.

«Los negros de Tombalku representan allí el auténtico poder -dijo Conan-. Hace varios siglos los aphakis, un pueblo shemita, avanzaron hasta el desierto del sur y establecieron el reino de Tombalku. Se mezclaron con los negros y el resultado fue una raza morena de cabellos lisos, más blanca que negra, que domina en Tombalku. Pero son minoría, y siempre hay un rey de pura sangre ocupando el trono junto al gobernante aphaki.

»Los aphakis conquistaron a los nómadas del desierto suroeste y a las tribus negras de las estepas que habitan más al sur -prosiguió el bárbaro-. La mayor parte de estos jinetes, por ejemplo, son tibus, gente de sangre mezclada de estigios y negros. Otros son bigharmas, mindangas y bornis.

»Sakumbe, a través de Askia, es el verdadero gobernante de Tombalku -continuó diciendo el cimmerio-. Los aphakis adoran a Jhil, pero los negros veneran a Ajujo el Oscuro. Askia llegó a Tombalku con Sakumbe y reivindicó la adoración de Ajujo, que estaba desapareciendo por culpa de los sacerdotes aphakis. Sakumbe también tiene un culto privado, y adora a quién sabe qué dioses abominables. Askia se dedicaba a la magia negra y por medio de ellas derrotó a los aphakis. Los negros lo aclamaron como profeta enviado por los dioses de piel oscura. Sakumbe y Askia están prosperando y ganando la estima de todos, mientras que Zehbeh y Daura pierden poder.

«Como soy amigo de Sakumbe y Askia habló en mi favor, los negros me recibieron con grandes aplausos -agregó-. Sakumbe hizo envenenar a Kordofo, el general de la caballería, y me concedió su puesto, lo que agradó a los negros y exasperó a los aphakis.

»¡Te gustará Tombalku! -concluyó el cimmerio-. Es una ciudad hecha para hombres como tú y yo. Hay una media docena de grupos poderosos que intrigan unos contra otros. Se producen constantes peleas en las tabernas y en las calles, asesinatos secretos, mutilaciones y ejecuciones. Y hay mujeres, oro, vino... ¡y todo cuanto un mercenario puede desear! ¡Además, yo disfruto de favores y de poder! ¡Por Crom, Amalric, no podías haber llegado en mejor momento! Pero, ¡cómo!, ¿qué te pasa? No pareces tan entusiasmado con estas cosas como antes.

-Perdón, Conan -dijo Amalric-. No es que no tenga interés, pero el cansancio y la falta de sueño me vencen.

Sin embargo, no era en el oro, las mujeres y la intriga en lo que estaba pensando el aquilonio, sino en la muchacha que dormitaba sobre sus rodillas. No era nada agradable la idea de meterla en semejante red de intrigas y sangre como la que describía Conan. Amalric había cambiado sutilmente, hasta el punto de que ni él mismo se daba cuenta de ello. Agregó con sumo cuidado:

-Acabas de salvarnos la vida, por lo que te estoy muy agradecido. Pero no tengo ningún derecho a tu generosidad, puesto que huí a caballo y dejé que te capturaran los aphakis. En realidad, creí que habías muerto y...

Conan echó atrás la cabeza y soltó una sonora carcajada. Luego le dio una palmada en la espalda al joven, con tanta fuerza que casi lo hizo rodar por el suelo.

-¡Olvida eso! Por supuesto que en esos momentos tenía que estar más que muerto, y ten en cuenta que los aphakis te habrían atravesado como una rana si hubieras intentado rescatarme. Ven a Tombalku con nosotros. Allí serás útil. Mandaste una tropa de jinetes zapayos, ¿verdad?

-Sí.

-Bien, yo necesito un ayudante que instruya a mis muchachos. Luchan como fieras si llega la ocasión, pero lo hacen cada uno por su cuenta. Entre nosotros, Amalric, creo que podremos convertirlos en buenos soldados. ¡Más vino!

Transcurrieron tres días desde que encontraron a Amalric hasta que los jinetes de Tombalku se acercaron a la capital. El joven aquilonio cabalgaba delante de la columna junto a Conan, y Lissa viajaba sobre una yegua, detrás de Amalric. Tras ellos trotaba la compañía formada en doble fila. La mayor parte de los jinetes eran tibus, pero también había contingentes de otras tribus del desierto. Las blancas túnicas de los jinetes flotaban al viento, mientras el sol del atardecer arrojaba destellos rojizos sobre las puntas de sus lanzas.

Todos hablaban, además de sus dialectos locales, el simplificado dialecto shemita que servía de lengua común a los pueblos de piel oscura desde Kush hasta Zimbabwe y desde Estigia hasta el reino casi mítico de los atlaianos, situado bastante más al sur. Muchos siglos antes, los comerciantes shemitas habían unido aquella vasta zona mediante sus rutas comerciales y también habían difundido su lengua y sus productos. Amalric conocía lo suficiente bien el shemita como para poder comunicarse con los fieros guerreros de aquellas tierras.

Cuando el sol se ocultó en el horizonte como una enorme gota de sangre, aparecieron ante los ojos de los jinetes unos puntos luminosos. El terreno se inclinaba suavemente delante de ellos y luego se volvía a nivelar. Sobre la llanura se alzaba una gran ciudad con casas bajas. Estaban construidas con ladrillos de color ocre, por lo que la primera impresión que recibió Amalric fue que el enorme conjunto de viviendas era una formación natural de tierra y de rocas..., un conjunto de cañadas y desfiladeros... y no una ciudad.

Al pie de la suave colina se alzaba una gruesa muralla de ladrillo sobre la que asomaban algunas casas. Las luces brillaban en un espacio abierto en el centro de la ciudad, desde la que llegaba un extraño clamor debilitado por la distancia.

-Tombalku -dijo Conan inclinando la cabeza a un lado para escuchar con atención-. ¡Por Crom! Algo ocurre. Será mejor que nos demos prisa.

El cimmerio espoleó a su caballo, La columna emprendió inmediatamente el galope detrás de él.

Tombalku estaba situada sobre un risco en forma de cuña, entre huertos de palmeras y mimosas. El risco daba a la curva de un río de poco caudal, donde se reflejaba el oscuro azul del cielo del atardecer. Más allá del río, la tierra se extendía como un verde manto de hierba.

-¿Qué río es ése? -preguntó Amalric.

-El Jeluba -repuso Conan-. Desde aquí fluye hacia el este. Algunos dicen que atraviesa Darfar y Keshan para unirse al río Styx, y otros aseguran que gira hacia el sur y desemboca en el Zarkheba. Tal vez algún día siga su curso para saber la verdad.

Las enormes puertas de madera permanecieron abiertas mientras la columna entró en la ciudad. En el interior, algunos hombres vestidos de blanco se movían por las estrechas calles. Detrás de los hombres blancos, los demás jinetes saludaban en voz alta a conocidos y amigos, y se jactaban de sus hazañas.

Conan se volvió sobre" su silla y dio una orden a un guerrero de piel oscura, que inmediatamente condujo la columna hacia sus cuarteles. El cimmerio, seguido de Amalric y de Lissa, se dirigió al trote a la plaza central.

Tombalku despertaba de su siesta. Por todas partes se veían hombres de piel oscura vestidos de blanco, caminando sobre la arena que cubría las calles. Amalric se sorprendió del tamaño de aquella metrópoli del desierto, así como por la incongruente mezcla de civilización y barbarie que se observaba por todas partes. En los espaciosos patios de los templos danzaban y sacudían sus sagrados huesos unos brujos pintados y adornados con plumas, mientras que unos lúgubres sacerdotes entonaban los cantos de su raza, y en otros lugares oscuros filósofos discutían acerca de la naturaleza del hombre y de los dioses.

Al acercarse a la plaza central, los tres jinetes se encontraron con muchas más personas que corrían en la misma dirección. Cuando la calle se llenó de gente, Conan comenzó a bramar órdenes para que cedieran paso a los caballos.

Desmontaron en la plaza, y Conan entregó las riendas de los caballos a un hombre que eligió entre la multitud. Luego el cimmerio se abrió paso hacia los tronos que se alzaban en el extremo más alejado de la plaza. Lissa cogió a Amalric por el brazo y siguieron a Conan de cerca.

Alrededor de la plaza había regimientos de lanceros negros formando un cuadrado. El fuego iluminaba las esquinas de la plaza, y su dorada luz se reflejaba en los escudos ovalados hechos con piel de elefante, en las hojas de acero de las lanzas y en las plumas de avestruz de sus tocados. Los ojos de los hombres centelleaban y sus blancas dentaduras lanzaban destellos desde sus rostros oscuros.

En el centro del cuadrado formado por las tropas había un hombre atado a un poste. Estaba cubierto tan sólo por un taparrabos. Era corpulento y musculoso, tenía la piel oscura y una cabeza enorme. Hacía terribles esfuerzos por deshacerse de sus ligaduras, mientras frente a él danzaba un individuo delgado de aspecto fantástico. Éste era negro, pero la mayor parte de su piel estaba pintada. En su cabeza rapada había un cráneo dibujado. Sus múltiples adornos de plumas y de piel de mono se agitaban mientras el hombre bailaba frenéticamente frente a un pequeño trípode, bajo el que ardía un fuego del que ascendía al cielo una ligera nube en forma de espiral.

Más allá del poste, a un lado del cuadrilátero, se alzaban dos tronos de yeso y ladrillo pintado, adornados con vidrios de colores, cuyos brazos estaban hechos con colmillos de elefante enteros. Los tronos se hallaban encima de una tarima a la que se subía por unos cuantos escalones. En el que estaba a la derecha de Amalric había un enorme individuo negro. El hombre vestía una larga túnica blanca y en su cabeza llevaba un extraño y complicado tocado con varias plumas de avestruz y un cráneo de león.

El trono de al lado estaba vacío, pero el hombre que debía ocuparlo estaba de pie junto al otro. Se trataba de un individuo delgado, con rostro de halcón y piel oscura; también vestía una túnica blanca, pero en su cabeza llevaba un turbante lleno de piedras preciosas. El hombre delgado agitaba un puño ante las narices del gordo, al tiempo que gritaba, mientras que un grupo de guardias reales contemplaba contrariado la discusión de sus dos reyes.

Cuando Amalric, que seguía a Conan, se acercó más, oyó lo que decía el rey más delgado:

-¡Mientes! El mismo Askia envió ese regalo de serpientes, como tú lo llamas, con el fin de darle una excusa para asesinar a Daura. Si no detienes esta bufonada, habrá guerra. ¡Te asesinaremos poco a poco, negro salvaje!

Hubo un breve silencio y el hombre delgado agregó, levantando el tono de su voz:

-¡Haz lo que te digo! Detén a Askia o de lo contrario te juro por Jhill el Cruel...

El hombre se llevó una mano a la cimitarra. Los guardias del trono levantaron sus lanzas. Pero el rey negro se echó a reír ante el encolerizado rostro que se inclinaba sobre él.

Conan, después de haber apartado a los lanceros, subió los escalones de ladrillo de la tarima y se colocó entre los dos monarcas.

-Será mejor que apartes la mano de esa espada, Zehbeh -dijo con un gruñido, al tiempo que se volvía hacia el otro-. ¿Qué sucede, Sakumbe?

El rey negro sonrió irónicamente.

-Daura quiere deshacerse de mí y me envió unas serpientes de regalo. ¡Vaya! Había víboras en mi cama, entre mis ropas, y otras se dejaban caer de las vigas del techo. Tres de mis mujeres murieron a

causa de las mordeduras, además de varios esclavos y ayudantes. Askia se enteró por adivinación de que el culpable era Daura, y mis hombres lo sorprendieron en medio de sus rituales mágicos. Mira hacia allí, general Conan: Askia acaba de sacrificar la cabra. Sus demonios llegarán de un momento a otro.

Amalric siguió la mirada de Conan y volvió sus ojos en dirección a la víctima atada al poste, frente a la cual expiraba la cabra. Askia estaba muy cercano al clímax de su magia. Su voz adquirió un tono agudo cuando comenzó a dar saltos y a hacer sonar sus huesos. El humo del trípode creció y formó una retorcida columna, hasta que de pronto comenzó a brillar con un resplandor propio.

Ya era noche cerrada. Las estrellas que habían comenzado a brillar en el aire puro del desierto se tornaron opacas y rojizas; un velo de color carmesí parecía ocultar la faz de la luna. Los fuegos ardían débilmente. Desde arriba llegaba un rumor de palabras desconocidas para los humanos. Luego se oyó un sonido similar al batir de unas alas.

Askia permaneció rígido e inmóvil, con ambos brazos extendidos y la cabeza emplumada echada hacia atrás, mientras pronunciaba palabras mágicas y extraños nombres. A Amalric se le erizó el cabello, ya que entre aquel chorro de sílabas incoherentes oyó tres veces el nombre de Ollam-onga.

Entonces, Daura gritó con tanta fuerza que silenció las palabras de Askia. Debido a la oscilante luz del fuego, Amalric no podía ver con claridad. Algo parecía estarle sucediendo a Daura, que luchaba y gritaba desesperadamente.

Alrededor de la base del poste al que estaba atado el brujo, se vio de repente un charco de sangre que se agrandaba. En el cuerpo del hombre aparecieron unas tremendas heridas, aunque era imposible advertir qué era lo que las provocaba. Los gritos de Daura se convirtieron en un débil sollozo y por último cesaron del todo, pero el hombre seguía moviéndose en el poste como si alguna presencia invisible tirara de él con fuerza. Luego apareció un débil resplandor blanco en la negra masa que había sido Daura. Luego hubo otro, y otro más. Amalric se dio cuenta con horror de que aquellas pinceladas blancas eran huesos...

La luna recobró su habitual esplendor de plata. Las estrellas brillaron una vez más como piedras preciosas. Los fuegos encendidos en el centro del cuadrado formado por las tropas brillaron más intensamente. La luz iluminó el esqueleto atado al poste, en medio de un charco de sangre. El rey habló en voz alta, con tono armonioso.

-Ese bribón de Daura ya ha pagado. Y en cuanto a Zehbeh... ¡Por las narices de Ajujo! ¿Dónde se ha metido ese villano?

Zehbeh había desaparecido mientras todos contemplaban aquella dramática escena.

-Conan -dijo Sakumbe-, será mejor que llames a los regimientos, pues no creo que mi hermano rey desaproveche la oportunidad esta noche.

Conan empujó a Amalric delante de sí y dijo:

-Rey Sakumbe, éste es Amalric, el aquilonio, que en otra época fue mi compañero de armas. Lo necesito como ayudante. Amalric, será mejor que tú y tu mujer os quedéis con el rey, ya que no conocéis la ciudad y probablemente os matarían si tratarais de mezclaros en la lucha que va a estallar.

-Me alegra mucho conocer a un amigo del poderoso Amra -dijo Sakumbe-. Que figure en la nómina, Conan, y que entrene a los guerreros... ¡por Derketo, ese bribón no ha perdido el tiempo! ¡Mira!

En ese momento se oyó un clamor en el extremo más alejado de la plaza. Conan saltó al suelo desde la tarima y comenzó a dar órdenes a los jefes de los regimientos negros. A lo lejos se oía el redoble de los tambores. Por una esquina de la plaza apareció un grupo de jinetes vestidos de blanco que atacaron con lanzas y cimitarras a los negros que había delante de ellos. Ante el repentino ataque, las líneas de lanceros rompieron filas y se convirtieron en grupos desorganizados. Uno tras otro fueron cayendo bajo el acero. La guardia real de Sakumbe rodeó la tarima de los tronos, uno vacío y el otro ocupado por el enorme cuerpo del rey negro.

Lissa, temblando, estrujó el brazo de Amalric.

-¿Quién pelea contra quién? -preguntó atemorizada.

-Ésos son los aphakis de Zehbeh -repuso Amalric-, que tratan de asesinar a este rey negro para que Zehbeh sea el único gobernante.

-¿Podrán llegar hasta el trono? -volvió a preguntar la joven señalando con una mano la masa de figuras negras que luchaban al otro lado de la plaza.

Amalric se encogió de hombros y miró a Sakumbe. El rey negro seguía sentado en su trono, sin preocuparse demasiado por lo que ocurría. Se llevó una copa de oro a los labios y bebió un sorbo de vino. Luego entregó a Amalric una copa parecida a la suya.

-Debes de tener sed, hombre blanco, después de hacer un viaje tan largo, sin tiempo para lavarte o descansar. ¡Bebe un trago!

Amalric compartió la bebida con Lissa. Desde el lugar más lejano de la plaza llegaba hasta ellos el clamor de la lucha feroz. Levantando la voz para que lo oyeran bien, Amalric dijo:

-Su Majestad debe de ser muy valiente para estar tan poco preocupado, o de lo contrario muy...

Amalric se interrumpió sin poder terminar la frase.

-O muy estúpido, quieres decir, ¿verdad? El rey se echó a reír y agregó:

-No, soy simplemente realista. Estoy demasiado gordo para correr. Además, si corro, mi gente creerá que todo está perdido y huirá, dejando que me capturen mis perseguidores. Mientras que si me quedo aquí, hay una buena oportunidad de... ¡Ah, ahí llegan!

En ese momento llegaban más guerreros negros, que se incorporaban a la batalla. La fuerza montada aphaki comenzó a ceder. Los caballos se encabritaban y derribaban a sus jinetes, y éstos eran arrancados de sus sillas por fuertes brazos negros o derribados de sus caballos por el certero impacto de las jabalinas. De repente sonó una trompeta. Los restantes aphakis hicieron dar vuelta a sus caballos y salieron de la plaza a todo galope. La lucha fue calmándose.

Entonces reinó el silencio, sólo alterado por los lamentos de los heridos, cuyos cuerpos cubrían casi todo el suelo de la plaza. Muchas mujeres negras comenzaron a salir de las calles laterales para buscar a sus hombres entre los caídos, atenderlos si aún vivían, y llorar por ellos si habían muerto.

Sakumbe siguió sentado plácidamente en su trono, bebiendo, hasta que Conan, con la espada ensangrentada en la mano y seguido por un grupo de oficiales negros, cruzó la plaza.

-Zehbeh y la mayor parte de sus aphakis han huido -dijo-. Tuve que matar a algunos de tus muchachos para evitar que asesinaran a niños y mujeres aphakis. Los podremos necesitar como rehenes.

-Está bien -musitó Sakumbe-. Bebe un trago.

-Buena idea -repuso Conan respirando hondo. Luego miró hacia el trono vacío. El rey negro siguió su mirada y sonrió.

-Bien -dijo Conan-. ¿Qué te parece? ¿Lo ocupo? Sakumbe rió entre dientes y contestó:

-Siempre lo mismo, Conan. ¡Golpeas mientras el hierro está caliente! No has cambiado nada.

Entonces el rey habló en una lengua que Amalric no entendió. Conan gruñó una respuesta y luego hubo un intercambio de palabras. Askia subió los escalones que conducían a la tarima e intervino en la conversación. Hablaba con vehemencia, dirigiendo miradas de desconfianza a Conan y a Amalric.

Por último Sakumbe silenció al brujo con una palabra y se puso en pie con gran esfuerzo.

-¡Pueblo de Tombalku! -gritó.

Todos los que se encontraban en la plaza volvieron sus ojos hacia la tarima real. Sakumbe continuó:

-Puesto que el falso traidor de Zehbeh huyó de la ciudad, uno de los dos tronos de Tombalku está vacante. Habéis podido comprobar que Conan es un poderoso guerrero. ¿Lo aceptáis como rey?

Tras un momento de silencio, se oyeron unos cuantos gritos de aprobación. Amalric notó que los hombres que gritaban parecían ser los jinetes tibus a los cuales había conducido Conan personalmente. Luego los gritos se convirtieron en un clamor general de aprobación. Sakumbe empujó a Conan hacia el trono vacío. Un fuerte alarido de alegría resonó en todo el lugar. En la plaza, que estaba siendo desalojada de cadáveres y heridos, se encendieron nuevamente las hogueras. Se volvió a oír el redoble de los tambores, pero ya no en son de guerra, sino para celebrar la coronación del nuevo rey durante toda la noche.

Horas más tarde, aturdido por la bebida y el cansancio, Amalric caminaba junto a Lissa por las calles de Tombalku. Conan los guiaba hacia la modesta casa que les habían destinado. Antes de separarse, Amalric le preguntó a Conan:

-¿Qué dijo Sakumbe, en esa lengua desconocida, antes de entregarte el trono?

Conan rió de buena gana y respondió:

-Hablamos en un dialecto de la costa que estas gentes no entienden. Sakumbe me estaba diciendo que todo irá bien siempre y cuando yo no olvide el color de mi piel.

-¿Qué quiso decir con eso?

-Que no sería nada beneficioso para mí intentar arrebatarle el poder porque aquí la mayoría está compuesta de negros y jamás obedecerían a un rey blanco.

-¿Por qué no?

-Porque han sido asesinados y perseguidos por los hombres blancos de Estigia y de Shem demasiadas veces.

-¿Y el brujo Askia? ¿Qué le decía a Sakumbe?

-Le advertía que tuviera cuidado con nosotros. Aseguraba que sus dioses particulares le habían dicho que nosotros seremos la causa del infortunio y de la destrucción de esta ciudad. Pero Sakumbe lo hizo callar diciéndole que me conocía mucho mejor que él y que confiaba más en mí que en cualquier hechicero.

Conan bostezó como un león somnoliento.

-Llévate a tu pequeña a la cama antes que caiga dormida a tus pies.

-¿Y tú?

-¿Yo? Regreso a mi puesto. ¡Apenas han comenzado las fiestas!

Un mes más tarde, Amalric, cubierto de sudor y de polvo, contemplaba atentamente desde la silla de su caballo cómo sus escuadrones pasaban delante de él a todo galope, desplegados para un gran ataque. Todos los días, por la mañana, instruía a los jinetes en las tácticas empleadas por la caballería civilizada: «¡Al paso! ¡Al trote!» «¡Alto!» «¡A la carga!» «¡Retirada!», y así sucesivamente.

Aunque todavía eran algo inexpertos, los oscuros halcones del desierto comenzaban a hacer progresos. Al principio habían protestado y dirigían miradas de odio hacia aquel extranjero que pretendía enseñarles a luchar. Pero Amalric, apoyado por Conan, había doblegado su resistencia mediante una combinación de absoluta justicia y dura disciplina. El joven aquilonio estaba logrando formar una extraordinaria fuerza de combate.

-Toca formación en columna de a cuatro -ordenó al trompeta que se hallaba a su lado.

Cuando sonó el instrumento, los jinetes se detuvieron y formaron correctamente en columna, entre maldiciones y juramentos. Trotaron hacia las murallas de Tombalku, pasando junto a los campos donde las negras campesinas desnudas interrumpían su labor para contemplar a los guerreros.

De regreso en Tombalku, Amalric llevó su caballo a los establos y se dirigió a su casa. Al acercarse a ella se sorprendió de ver a Askia, el brujo, de pie frente a la casa y hablando con Lissa. La sirvienta de ésta, una mujer suba, estaba en la puerta, escuchando.

-¿Qué ocurre, Askia? -preguntó Amalric acercándose, con tono poco amistoso-. ¿Qué haces aquí?

-Me preocupo por el bienestar de Tombalku. Y para lograrlo, tengo que hacer preguntas.

-No me gusta que hombres extraños interroguen a mi esposa en mi ausencia.

Askia sonrió con una mueca siniestra.

-El destino de la ciudad es mucho más importante que lo que pueda agradarte a ti o no, hombre blanco.

¡Hasta la vista!

El brujo se alejó y Amalric, frunciendo el ceño, entró con Lissa en la casa.

-¿Qué te estaba preguntando?

-¡Oh!, acerca de mi vida en Gazal y cómo te había conocido.

-¿Qué le dijiste?

-Le dije que eras un héroe y le conté cómo habías matado al dios de la Torre Roja.

Amalric reflexionó durante un momento.

-Hubiera preferido que no le revelaras eso. No sé por qué, pero estoy seguro de que trata de hacernos daño de alguna manera. Debo ir a ver a Conan ahora mismo... ¡Lissa, estás llorando!

-¡Yo... soy tan feliz!

-Bueno, pero ¿a qué se debe esto?

-¡Me has reconocido como tu esposa!

Al pronunciar estas últimas palabras, la joven rodeó el cuello de Amalric con sus brazos y luego susurró a su oído palabras cariñosas.

-Bueno, está bien -dijo el aquilonio-, tenía que haber pensado antes en ese detalle.

-¡Esta noche tenemos que celebrar una fiesta de bodas!

-¡Desde luego! Pero ahora tengo que ir a ver a Conan...

-¡Oh, eso puede esperar! Además, estás sucio y cansado. Come, bebe y descansa antes de enfrentarte con esos hombres terribles.

El buen criterio de Amalric le aconsejaba ir a ver a Conan de inmediato. Pero sentía cierto rechazo ante aquella reunión. Aun cuando estaba seguro de que Askia planeaba algo sucio, en realidad no tenía un motivo justificado para acusarlo. Finalmente se dejó convencer por Lissa. Comieron, bebieron, hicieron el amor y luego descansaron. El sol ya estaba muy bajo cuando Amalric partió en dirección al palacio.

El palacio del rey Sakumbe era un gran complejo construido con ladrillos de color ocre, al igual que toda la ciudad de Tombalku, y estaba ubicado cerca de la plaza central. Los guardias reales, que conocían a Amalric, lo dejaron entrar. En el interior había finas láminas de oro que cubrían las paredes y reflejaban la rojiza luz del sol poniente. Amalric cruzó un amplio patio abarrotado de gente en el que se encontraban las esposas del rey y sus numerosos hijos, y después entró en las habitaciones privadas del soberano.

Encontró a los dos reyes de Tombalku, el blanco y el negro, tendidos sobre montañas de cojines dispuestos encima de una gran alfombra bakhariota que cubría un suelo de mosaicos. Frente a cada uno de los reyes había una gran pila de monedas de oro de diferentes países y a su lado una gran copa de vino. Un esclavo se encargaba de llenar las copas cada vez que éstas se vaciaban.

Los dos hombres tenían los ojos inyectados en sangre a causa del alcohol. Era evidente que llevaban muchas horas bebiendo. Sobre la alfombra, entre ambos, había un par de dados.

Amalric se inclinó solemnemente.

-Señores...

Conan lo miró, aturdido por el alcohol. Llevaba un turbante cubierto de piedras preciosas, que había pertenecido a Zehbeh.

-¡Amalric! Recuéstate sobre estos cojines y juega con nosotros. Tu suerte no podrá ser peor que la mía esta noche.

-Señor, realmente no puedo permitirme...

-¡Oh, al diablo con esos modales! Te hago una apuesta.

Conan tomó un puñado de monedas de su pila y las depositó sobre la alfombra. Mientras Amalric se inclinaba para tomar asiento, Conan, como si acabara de ocurrírsele repentinamente una idea, miró fijamente a Sakumbe.

-Te diré una cosa, hermano rey. Tiraremos los dados una vez cada uno. Si gano, ordenarás que el ejército marche contra el rey de Kush.

-¿Y si gano yo? -preguntó Sakumbe.

-Entonces se hará lo que tú quieras.

Sakumbe movió la cabeza negativamente, al tiempo que reía socarronamente.

-No, hermano rey, a mí no se me pilla con tanta facilidad. Partiremos sólo cuando estemos preparados, no antes. Conan golpeó sobre la alfombra con un puño.

-¿Qué diablos te pasa, Sakumbe? Ya no eres el hombre de otros tiempos. Antes estabas siempre dispuesto a cualquier aventura. Ahora lo único que te importa es la comida, el vino y las mujeres. ¿Qué es lo que te ha cambiado?

Sakumbe hipó y dijo:

-En aquellos tiempos, hermano, yo quería ser rey, con muchos hombres a mis órdenes, abundante vino, mujeres y comida. Ahora tengo todas esas cosas. ¿Por qué he de arriesgarlas en aventuras innecesarias?

-Debemos extender nuestras fronteras hacia el océano occidental para dominar las rutas comerciales que parten de la costa. Sabes tan bien como yo que la riqueza de Tombalku depende de eso.

-Y cuando hayamos conquistado el reino de Kush y llegado hasta el mar, ¿qué haremos?

-Entonces avanzaremos con nuestros ejércitos hacia el este para conquistar a todas las tribus ghanatas e impedir sus incursiones.

-Y después, sin duda, querrás atacar por el norte o por el sur y así constantemente. Dime, amigo, supongamos que hemos conquistado todas las naciones que se encuentran dentro de un radio de mil leguas de Tombalku y que poseemos riquezas mucho más grandes que las de los reyes de Estigia, ¿qué haríamos entonces?

Conan bostezó y se estiró perezosamente. Luego dijo:

-Pues gozar de la vida, supongo. Gozar de nuestro oro, cazar todos los días, beber y hacer el amor durante toda la noche. Y de vez en cuando nos podemos contar mutuamente mentiras sobre nuestras aventuras.

Sakumbe volvió a reír.

-Si eso es todo lo que deseas, estamos disfrutando de ello ahora mismo. Si quieres más oro o comida, vino o mujeres, pídemelo y lo tendrás al instante.

Conan sacudió la cabeza, gruñó algo inaudible y frunció el entrecejo, desorientado. Sakumbe se volvió hacia Amalric y agregó:

-Y tú, mi joven amigo, ¿has venido a decirnos algo?

-Señor, vine para rogar a Conan que visite mi casa y confirme mi matrimonio con mi esposa. Después me gustaría que me hiciera el honor de quedarse allí a comer algo con nosotros.

-¿Comer algo? -preguntó Sakumbe-. ¡Nada de eso, por las narices de Ajujo! Celebraremos una gran fiesta. Habrá bueyes asados enteros, ríos de vino, tambores y bailarinas. ¿Qué dices a eso, hermano rey?

Conan eructó y sonrió.

-Estoy de acuerdo contigo, hermano rey. Celebraremos tal fiesta de bodas en honor de Amalric que no podrá levantarse en tres días.

-Había otro asunto -dijo Amalric un poco atemorizado ante la perspectiva de otro festejo como los que solían hacer aquellos reyes bárbaros, pero sin saber cómo negarse. Acto seguido relató como Askia había interrogado a Lissa.

Cuando terminó, los dos reyes fruncieron el ceño y Sakumbe dijo:

-No temas a Askia, Amalric. Todos los brujos necesitan ser vigilados, pero éste es un valioso sirviente. Y en cuanto se refiere a su magia...

Sakumbe miró hacia la puerta y bajó el tono de voz:

-¿Qué pensáis?

Un guerrero que estaba de centinela en la puerta dijo:

-¡Oh, reyes! Un explorador de los jinetes tibus quiere hablar con vosotros.

-Que pase -dijo Conan.

Un negro enjuto vestido con una blanca túnica desgarrada entró en la habitación y se prosternó. Al tenderse en el suelo sobre su vientre, se levantó una nube de polvo de sus ropas.

-¡Mis señores! -exclamó jadeando-. ¡Zehbeh y los aphakis avanzan hacia aquí! Los vi ayer en el oasis de Kidessa y he cabalgado toda la noche para traeros la noticia.

Tanto Conan como Sakumbe, súbitamente sobrios, se pusieron en pie. Conan dijo:

-Hermano rey, esto significa que Zehbeh podría estar aquí mañana. Ordena que los tambores toquen sones de guerra.

Mientras Sakumbe llamaba a un oficial y le daba órdenes, Conan se volvió hacia Amalric.

-¿Crees que podrías sorprender a los aphakis en su camino hacia aquí y aplastarlos con tus jinetes?

-Tal vez lo consiga -repuso Amalric con cautela-. Serán más numerosos que nosotros, pero en el norte hay algunas cañadas profundas, excelentes para tender una emboscada...

Una hora más tarde, cuando el sol se ponía tras las murallas de Tombalku, Conan y Sakumbe subieron a los tronos que había en la tarima de la plaza. Cuando sonaron los tambores en son de guerra, todos los negros en edad militar acudieron a la plaza. Se encendieron hogueras. Oficiales emplumados dieron órdenes para que los guerreros formaran en línea, y pasaron revista a las puntas de sus lanzas para asegurarse de que todas estaban bien afiladas.

Amalric cruzó la plaza para informar a los reyes de que sus jinetes estarían preparados para salir a medianoche. Su mente hervía pensando en planes tácticos y estratagemas. En caso de que los aphakis resistieran el primer ataque, él suspendería el asalto y se retiraría, para volver a atacar cuando los aphakis se hubieran dispersado y desmontado de sus caballos a fin de atacar las murallas de Tombalku...

Subió los escalones y llegó hasta donde se encontraban los reyes, rodeados de oficiales negros, a quienes impartían órdenes.

-Señores... -comenzó a decir.

Una exclamación lo interrumpió. Askia apareció junto al trono señalado a Amalric y gritando a los reyes.

-¡Ahí está! -gritó-. ¡El hombre que mató a un dios! ¡El hombre que mató a uno de mis dioses!

Los negros que rodeaban los tronos volvieron sus rostros sorprendidos en dirección a Amalric. En sus caras se reflejaba el temor y el asombro. Evidentemente, les resultaba inconcebible que un hombre pudiera matar a un dios. El que lo hiciera debía de ser, por lo tanto, otro dios.

-¿Qué castigo sería suficiente para tal blasfemia? -siguió diciendo Asida-. ¡Exijo que el asesino de Ollamonga y su mujer me sean entregados para torturarlos! ¡Dioses, van a recibir el castigo más grande que haya sufrido jamás un ser humano...!

-¡Cállate! -bramó Conan-. Si Amalric mató al bribón de Gazal, el mundo ha ganado algo. Ahora vete de aquí y deja de molestarnos. Estamos muy ocupados.

-Pero Conan... -murmuró Sakumbe.

-Estos diablos de piel blanca siempre se ayudan unos a otros -agregó Askia-. ¿Acaso no sigues siendo el rey, Sakumbe? ¡Si aún lo eres, ordena que los detengan y los aten! Si no sabes qué hacer con ellos ..

-Bueno -dijo Sakumbe.

-¡Escucha! -exclamó Conan-. Si Gazal ya no está acosada por ese llamado dios, podremos conquistar la ciudad, poner a trabajar a sus habitantes y conseguir que nos enseñen su ciencia. Pero primero ordena a este brujo que se largue de aquí antes que pruebe el filo de mi espada en él.

-¡Pido...! -gritó Askia.

-¡Ordénale que se vaya! -bramó el cimmerio apoyando una mano en la empuñadura de su espada-. ¡Por Crom! ¿Crees que yo abandonaría a un viejo amigo como Amalric en manos de un hechicero adorador del diablo?

Finalmente Sakumbe se puso en pie y ordenó:

-¡Vete, Askia! Amalric es un buen guerrero y no le harás daño. Debes emplear tu magia para derrotar a Zehbeh.

-Pero yo...

-¡Vete! -repitió Sakumbe.

Askia, furioso, murmuró entre dientes algo ininteligible y luego dijo:

-Muy bien, me voy, ¡pero vosotros dos tendréis pronto noticias mías!

Después de pronunciar su última amenaza, el hechicero se retiró apresuradamente.

Amalric presentó su informe sobre los jinetes tibus. Entre el constante ir y venir de mensajeros y de oficiales que informaban sobre las fuerzas a su mando, pasó algún tiempo antes de que Amalric pudiera explicar su plan al rey. Conan hizo unas cuantas sugerencias y a continuación dijo:

-A mí me parece bien; ¿tú que piensas, Sakumbe?

-Si a ti te gusta, hermano rey, debe de ser bueno. Vete, Amalric, y reúne a los jinetes... ¡Ohhhh!

Un grito terrible surgió de los labios de Sakumbe, cuyos ojos parecían saltársele de las órbitas. Se puso en pie y se tambaleó, aferrándose la garganta.

-¡Estoy ardiendo! ¡Estoy ardiendo! ¡Salvadme!

En el cuerpo de Sakumbe se estaba produciendo un terrible fenómeno. Aunque no se veía fuego por ningún lado, ni emanaba calor de él, era evidente que el hombre ardía como si lo hubieran atado a una pira encendida. Su piel se cuarteó, se abrió y luego se chamuscó, llenando el aire de olor a carne quemada.

-¡ Verted agua sobre él -gritó Amalric-. ¡O vino! ¡Lo que tengáis más a mano!

El rey negro gritaba desesperadamente. Alguien vertió sobre él un cubo lleno de líquido. Hubo un siseo y una nube de vapor, pero los gritos de dolor continuaron.

-¡Por Crom e Ishtar! -exclamó Conan, mirando con furia a su alrededor-. Debí haber matado a ese brujo cuando lo tuve a mi alcance.

Los gritos cesaron poco a poco. Los restos del rey..., una cosa negruzca, informe, sin ningún parecido con lo que había sido Sakumbe... yacían sobre la superficie de la tarima en medio de un oscuro charco de grasa humana. Algunos oficiales emplumados salieron corriendo presa del pánico; otros se prosternaron y tocaron el suelo con sus frentes, invocando a sus dioses.

Conan tomó a Amalric por una muñeca y le dijo en voz baja y con tono tenso:

-Tenemos que salir de aquí inmediatamente. ¡Vamos!

Amalric sabía que el cimmerio era consciente de los peligros que debían enfrentar. Siguió a Conan y bajó los escalones de la tarima. En la plaza todo era confusión. Los emplumados guerreros iban de un lado a otro gritando y gesticulando. Entre ellos acababan de estallar algunas peleas.

-¡Muere, asesino de Kordofo! -gritó una voz desde la tarima.

Justo enfrente de Conan, a muy poca distancia, un hombre alto levantó el brazo para arrojar una jabalina. Sólo su instinto salvaje pudo salvar al cimmerio. El bárbaro se dio media vuelta y se agachó. La larga jabalina pasó a dos centímetros de la cabeza de Amalric y se hundió en el pecho de otro guerrero.

El agresor movió el brazo para lanzar otra jabalina, pero antes que pudiera arrojarla, Conan desenvainó su espada. Ésta reflejó un destello de color escarlata a la luz del fuego y dio en el blanco.

El hombre de Tombalku cayó al suelo con el sable clavado en el pecho.

-¡Corre! -gritó Conan.

Amalric obedeció, abriéndose paso entre la multitud que llenaba la plaza. Los hombres gritaron y lo señalaron. Algunos corrieron tras él.

Amalric corrió, haciendo un tremendo esfuerzo con las piernas y los pulmones, y entró por una callejuela detrás de Conan. A sus espaldas gritaban sus perseguidores. La calle se estrechaba y trazaba una curva. Conan desapareció delante de Amalric.

-¡Aquí, rápido! -exclamó el cimmerio, que se había ocultado en el espacio estrecho que quedaba entre dos casas de adobe.

Amalric se introdujo en ese sitio que apenas mediría un metro y se quedó en silencio, tratando de respirar más cómodamente, mientras que los hombres que los perseguían pasaban de largo.

-Quizá sean parientes de Kordofo -dijo Conan en voz baja-. Han estado afilando sus cuchillos para matarme desde que Sakumbe se deshizo de Kordofo.

-¿Qué haremos ahora? -preguntó el aquilonio. Conan volvió la cabeza hacia la estrecha franja de cielo estrellado que se recortaba encima de ellos y respondió:

-Creo que podré trepar a esos tejados.

-¿Cómo?

-De la misma manera que solía ascender por una grieta en las rocas cuando era más joven, allá en Cimmeria. Verás. Quédate un momento con esto.

Conan le dio a Amalric una jabalina, y éste se dio cuenta de que pertenecía al hombre que había matado el cimmerio. El arma tenía una cabeza afilada de hierro que medía un metro de largo, con forma de sierra. Un poco más abajo del asa, un peso de hierro equilibraba el de la cabeza.

Conan soltó un gruñido, apoyó la espalda contra un muro y los pies contra el otro, y comenzó a subir en esa extraña posición. En seguida se convirtió en una negra silueta que se recortaba contra las estrellas, y luego desapareció. Al cabo de unos segundos dijo desde arriba:

-Alcánzame esa jabalina y sube.

Amalric le dio el arma y luego subió de la misma forma que Conan. Los tejados estaban hechos con una espesa capa de hojas de palmera, y sobre ellas otra de dura arcilla. Algunas veces, la arcilla cedía bajo sus pies y oían el crujido de las hojas secas que había debajo.

Amalric siguió a Conan y cruzó varios tejados, saltando los espacios que había entre ellos. Por último llegaron a un edificio bastante grande situado casi en el mismo borde de la plaza.

-Tengo que sacar a Lissa de aquí -dijo Amalric con ansiedad.

-Cada cosa a su tiempo -repuso Conan-. Antes tenemos que saber lo que está ocurriendo.

La confusión en la plaza había disminuido. Los oficiales hacían formar filas a sus hombres. Sobre la tarima de los tronos, al otro lado del cuadrado, se hallaba Askia en pie con sus adornos de hechicero, hablando y gesticulando. Aunque Amalric no podía oír lo que decía, era evidente que el brujo trataba de convencer a los hombres de Tombalku de sus cualidades de sabio gobernante.

Un ruido a la izquierda del lugar en el que se encontraban llamó su atención. Al principio fue un murmullo parecido al sonido de la multitud, pero luego se convirtió en clamor. Un hombre llegó corriendo a la plaza y le dijo a Askia:

-¡Los aphakis atacan la muralla este!

Entonces estalló el caos. Sonaron los tambores de guerra. Askia dio órdenes a derecha e izquierda. Un regimiento de lanceros negros comenzó a desfilar en dirección al lugar de la batalla. Entonces Conan dijo:

-Será mejor que nos vayamos de Tombalku. Sea cual sea el bando que gane, querrán nuestro pellejo. Sakumbe tenía razón: estas gentes jamás obedecerán a un hombre blanco. Vete a tu casa y saca de allí a la muchacha. Procurad ensuciaros la cara y las manos con el hollín de la chimenea, y así pasaréis desapercibidos por las calles. Procura coger todo el dinero que puedas. Yo te esperaré allí con los caballos. Si nos damos prisa, podremos salir por la puerta oeste antes que la cierren o ataque Zéhbeh. Aunque antes de irme tengo algo que hacer.

Conan observó a Askia, que se hallaba más allá de las filas de guerreros negros. El brujo gritaba sus oraciones sobre la tarima. Conan levantó la jabalina.

-Hay mucha distancia, pero creo que podré lograrlo -musitó.

El cimmerio retrocedió hasta el extremo opuesto del tejado y luego corrió hacia adelante, en dirección a la plaza. Poco antes de llegar al borde del tejado, alzó el arma con un fuerte impulso del brazo y de su enorme torso. Amalric perdió de vista la jabalina debido a la oscuridad que los rodeaba. Durante unos segundos se preguntó adonde habría ido a parar.

Súbitamente Askia gritó y se tambaleó, al tiempo que la jabalina, que sobresalía por su espalda, vibraba con fuerza. El brujo se agitó en violentas convulsiones y luego cayó sobre la tarima. Entonces, Conan gruñó:

-¡Vámonos!

Amalric saltó velozmente de tejado en tejado. Hacia el este aumentaba el ruido de la batalla, en el que se confundían gritos de guerra, el redoble de los tambores, llamadas de trompeta, alaridos y el inconfundible sonido metálico de las armas.

Aún no era medianoche cuando Amalric, Lissa y Conan frenaron sus caballos en una loma arenosa situada a una legua de distancia de Tombalku. Miraron hacia atrás y vieron a lo lejos el fragor de la batalla. Cuando los aphakis atacaron la muralla oriental y se enfrentaron con los lanceros negros en plena calle, estallaron incendios por todas partes. Aunque los negros eran más numerosos, la falta de jefes suponía una desventaja que su valor bárbaro no podía compensar. Los aphakis fueron penetrando más y más en la ciudad, mientras los incendios parecían convertir la metrópoli del desierto en un auténtico holocausto.

El clamor de la batalla llegaba hasta los tres fugitivos como un murmullo. Entonces Conan dijo:

-¡Al diablo con Tombalku! Gane quien gane, tendremos que buscarnos la vida en otro lugar. Yo me iré a la costa de Kush, donde tengo amigos, y también enemigos, y donde puedo tomar un barco para Argos. Y vosotros, ¿qué haréis?

-Aún no lo he pensado -dijo Amalric.

-Tienes contigo a una hermosa potranca -exclamó Conan sonriendo.

Hubo un prolongado silencio y el cimmerio agregó:

-No puedes arrastrarla detrás de ti a través del mundo.

Amalric se sobresaltó por el tono de las palabras de Conan. Se acercó más a Lissa y pasó un brazo por su cintura, con gesto protector, al tiempo que apoyaba su mano libre en la empuñadura de la espada. Conan sonrió.

-No temas -dijo-. Jamás me han gustado las mujeres de mis amigos. Si venís conmigo, podréis regresar a Aquilonia.

-No puedo volver a Aquilonia -repuso Amalric.

-¿Por qué?

-Mi padre fue asesinado durante una disputa con el conde Terentius, favorito del rey Vilerus. Por esta razón, toda mi familia tuvo que huir de allí. De lo contrario, los agentes de Terentius nos hubieran matado.

-¿Pero no lo sabías? -preguntó Conan-. Vilerus murió hace seis meses. El actual rey es un sobrino. Dicen que todos los parásitos que rodeaban al viejo rey han sido destituidos, y que todos los exiliados han vuelto. Supe todo esto por un comerciante shemita. Yo, en tu lugar, me iría corriendo a casa. El nuevo rey encontrara un buen puesto para ti. Llévate a tu pequeña Lissa y conviértela en condesa o algo por el estilo. En cuanto a mí, ya lo sabes, me largo a Kush y al mar azul.

Amalric miró nuevamente en dirección al resplandor rojo que procedía de Tombalku.

-Conan -dijo-, ¿por qué Askia mató a Sakumbe si en realidad tenía más motivos para acabar con nosotros? Conan se encogió de hombros.

-Quizá tenía problemas más graves con Sakumbe y por ello empleó la magia contra él. Nunca he entendido la mentalidad de los brujos.

-¿Y por qué te molestaste en matar a Askia? Conan lo miró fijamente antes de responder:

-¿Es que quieres mofarte de mí, Amalric? ¿Yo, dejar sin vengar a un amigo? Sakumbe, ¡maldito sea su negro pellejo!, era amigo mío. Aun cuando en estos últimos años engordó y se volvió perezoso, era mucho mejor que la mayoría de los hombres blancos que he conocido.

El cimmerio suspiró hondo y movió la cabeza como un león agitando la melena. Luego agregó:

-Bueno, él ha muerto y nosotros estamos vivos. Pero si queremos seguir viviendo, será mejor que nos larguemos de aquí antes que Zehbeh envíe una patrulla en busca de nosotros. ¡Vámonos!

Los tres jinetes avanzaron por la ladera occidental de la loma arenosa y a continuación cabalgaron al trote hacia el oeste.









































El estanque del negro

Conan atraviesa las praderas del sur de los reinos negros. Allí lo conocen desde hace mucho tiempo, y por eso Amra el León no encuentra dificultades para dirigirse a la costa que asoló junto con Belit en el pasado. Pero ahora Belit es sólo un recuerdo en la Costa Negra. El barco que se aleja de tierra, en el que viaja Conan afilando su espada, está tripulado por piratas de las islas Barachas, que se encuentran cerca de la costa de Zingara. Ellos también han oído hablar de Conan y le dan la bienvenida porque aprecian su experiencia y su destreza con la espada. El cimmerio tiene unos treinta y cinco años de edad cuando se une a los piratas barachanos, a quienes acompaña durante bastante tiempo. Sin embargo, a Conan, acostumbrado a los ejércitos perfectamente ordenados de los reyes hiborios, la organización de los grupos barachanos le resulta tan endeble que ve muy pocas posibilidades de alcanzar la jefatura y sus beneficios. En Tortage logra escapar de una situación realmente difícil, consecuencia de una contienda entre piratas, y entiende que para salvar el pellejo lo mejor es cruzar a nado el Océano Occidental, lo que lleva a cabo con absoluta confianza y perfecto aplomo.

Desde la creación del mundo

los barcos navegaron hacia el occidente

desconocido para el hombre.

Leed, si os atrevéis, lo que escribió Skelos

tocando su levita de seda con manos inertes,

y seguid a los barcos a través de la tormenta...

Seguid a los barcos que no regresarán jamás.

1

Sancha, nativa de Kordava, bostezó delicadamente, estiró perezosamente sus gráciles miembros y luego se acomodó mejor en el lecho de piel de armiño y seda montado en la cubierta de popa. Sabía perfectamente que la tripulación la miraba con avidez y también sabía que la cortísima túnica que llevaba, típica de su país, dejaba al descubierto gran parte de su cuerpo Sin embargo, sonrió con insolencia y se dispuso a dormitar un rato antes de que el sol, que ya estaba asomando sobre el océano, le hiriera los ojos.

Pero en ese momento llegó a sus oídos un ruido muy diferente del que producía el crujido de los maderos y cordajes, o las embestidas de las olas contra la embarcación. Se incorporó y clavó su mirada en la borda, por la que en ese momento trepaba un hombre chorreando agua. Sus negros ojos se abrieron con asombro y tuvo que hacer un esfuerzo para ahogar una exclamación de sorpresa. El intruso era un perfecto desconocido para ella. El agua le chorreaba desde los hombros a lo largo de sus musculosos brazos. Su simple vestimenta, unos pantalones de seda roja, estaba empapada, al igual que el ancho cinturón con hebilla de oro y la vaina con la espada que colgaban de éste. Cuando se puso en pie sobre la borda, el sol naciente dibujó su silueta; parecía una estatua de bronce. Se pasó la mano por los cabellos empapados y sus ojos azules se iluminaron cuando vio a la muchacha.

-¿Quién eres? -preguntó ella-. ¿De dónde vienes? El hombre señaló hacia el vasto océano, sin apartar los ojos de ella.

-¿Acaso eres un dios que surge de las olas? -preguntó nuevamente la joven, confundida por la franqueza de su mirada, a pesar de que estaba acostumbrada a que la admiraran.

Antes que el hombre pudiera responder, sonaron unos pasos rápidos sobre la cubierta y se detuvieron junto a él. El capitán de la nave miró al extraño, al tiempo que apoyaba la mano en la empuñadura de su espada.

-¿Quién diablos eres? -preguntó con voz de pocos amigos.

-Soy Conan -repuso el recién llegado con serenidad. Sancha prestó más atención. Jamás había oído hablar el zingario con ese acento.

-¿Y cómo has llegado a bordo de mi barco? -preguntó nuevamente con desconfianza.

-Nadando.

-¡Nadando! -exclamó el capitán indignado-. ¡Perro! ¿Te estás burlando de mí? Estamos muy lejos de tierra, ni siquiera se divisa la costa. ¿De dónde vienes?

Conan señaló con una mano hacia el este.

-Vengo de las islas.

-¡Oh!

El capitán lo miró con interés. Frunció el ceño y adelantó la mandíbula con gesto poco complaciente.

-Así que tú eres uno de esos perros barachanos. Los labios de Conan esbozaron una leve sonrisa.

-¿Sabes quién soy? -preguntó el capitán.

-Este barco es el Holgazán. De modo que tú debes de ser Zaporavo.

-¡Sí!

El patrón del barco se sintió halagado en su vanidad al ver que el hombre sabía quién era. Se trataba de un hombre tan alto como Conan, aunque mucho más delgado y menos corpulento. Bajo el morrión de acero, su rostro oscuro de rasgos aguileños tenía aspecto saturnino, por lo que lo llamaban el Halcón. Su lujosa vestimenta estaba a tono con la moda y con los hábitos zingarios. Su mano nunca se apartaba demasiado de la empuñadura de la espada.

El capitán observaba a Conan con gesto de pocos amigos, pues los renegados zingarios y los proscritos que infestaban las costas del sur de Zingara, cerca de las islas Barachas, no se estimaban demasiado. La mayoría de los proscritos eran marineros de Argos mezclados con hombres de otras nacionalidades. Atacaban los barcos y asolaban la costa zingaria y sus ciudades, al igual que lo hacían los piratas zingarios, pero éstos despreciaban a los bucaneros barachanos y dignificaban su profesión llamándose a sí mismos filibusteros, palabra mucho más honorable, y calificando a los barachanos de piratas. No eran los primeros ni los últimos que darían prestigio a la palabra ladrones.

Estos pensamientos pasaron por la mente de Zaporavo mientras su mano jugueteaba con la empuñadura de la espada y observaba con el ceño fruncido a su entrometido huésped. En ese momento Conan no exteriorizó en absoluto sus pensamientos. Permaneció en pie, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho, tan tranquilo como si se hallara en su propio barco. Sonreía, y en sus ojos se reflejaba una extraña expresión de calma.

-¿Qué haces aquí? -preguntó Zaporavo súbitamente.

-Consideré necesario abandonar mi cargo en Tortage ayer por la noche, antes de que saliera la luna -repuso Conan-. Partí en una lancha vieja y remé hasta el amanecer. Entonces vi las velas superiores de tu barco y dejé que se hundiera la miserable embarcación en la que viajaba, porque nadando iba a avanzar más rápidamente.

-Hay tiburones en estas aguas -dijo Zaporavo.

El hombre se sintió vagamente irritado cuando Conan, por toda respuesta, se encogió de hombros. Dirigió una mirada a la cubierta inferior y vio un conjunto de rostros ansiosos que miraban hacia arriba. Una sola palabra haría subir a todos aquellos hombres, que con sus espadas sofocarían en el acto cualquier acometida de un buen luchador como parecía ser el recién llegado.

-¿Por qué he de cargar con todo vagabundo vomitado por el mar? -bramó Zaporavo, con una mirada y un tono más insultantes que sus palabras.

-Un capitán siempre puede dar empleo a un buen marinero -repuso Conan sin resentimiento.

Zaporavo frunció el ceño y guardó silencio. Sabía que eso era verdad. Tuvo un momento de duda que más tarde le costaría el barco, el mando, la muchacha y la vida. Pero no podía adivinar el futuro, y para él Conan no era más que otro bribón vomitado, como había dicho, por el mar. No le gustaba nada ese hombre, pese a que no lo había provocado en absoluto. Sus modales no eran insolentes, pero a Zaporavo le molestaba su manifiesta seguridad en sí mismo.

-Trabajarás para mantenerte -dijo finalmente el Halcón-. ¡Y fuera de esta cubierta! Recuerda que aquí mi voluntad es ley.

Conan esbozó una amplia sonrisa. Sin pausa, pero sin prisa, se dio media vuelta y descendió a la cubierta inferior No se volvió para mirar a Sancha, que durante la breve conversación lo miró con avidez.

Cuando llegó a la cubierta inferior, lo rodeó la tripulación... Eran todos zingarios, medio desnudos, con sus escasas ropas de seda sucias de alquitrán, y brillantes joyas en las orejas y en las empuñaduras de sus dagas. Todos los hombres estaban ansiosos por la diversión que prometía el tradicional «bautizo» del forastero. Allí lo pondrían a prueba y se decidiría su futura posición entre la tripulación. En la cubierta superior, Zaporavo parecía haber olvidado por completo la existencia de Conan, pero Sancha vigilaba con sumo interés. Estaba acostumbrada a presenciar tales escenas, y sabía que el célebre «bautizo» podía ser brutal y probablemente sangriento.

Pero su familiaridad con tales situaciones era mucho menor que la de Conan. Éste esbozó una suave sonrisa cuando llegó a la cubierta inferior y vio las figuras que lo rodeaban amenazadoramente Se detuvo y examinó a los hombres sin alterar su postura en lo más mínimo. En esas situaciones regía un código determinado. Si Conan hubiera atacado al capitán, toda la tripulación se habría abalanzado sobre él, pero le darían carta blanca contra el que habían seleccionado para iniciar la lucha.

El hombre elegido para esa tarea avanzó dos pasos. Se trataba de un individuo corpulento y peludo, que llevaba una faja de color carmesí enrollada en la cabeza a modo de turbante. Había adelantado la mandíbula inferior en un gesto de desafío. Tenía el rostro lleno de cicatrices y parecía la encarnación del mal. Cada uno de sus movimientos y miradas fue en esos momentos una verdadera afrenta. Su manera de iniciar el «bautizo» fue primitiva y cruel como él mismo.

-Barachano, ¿eh? -dijo en tono de burla-. Allí es donde se crían perros en lugar de hombres. Nosotros, los Camaradas, escupimos sobre ellos... ¡así!

El rufián escupió en el rostro de Conan y luego se llevó una mano a la espada.

El movimiento de Conan fue demasiado rápido como para que lo pudiera captar la mirada humana. Su enorme puño chocó con terrible fuerza contra la mandíbula de su contrincante, y el zingario salió catapultado por los aires hasta caer hecho un guiñapo junto a la borda.

Conan se volvió hacia los demás. Excepto un suave brillo que se reflejaba en sus ojos, su compostura y serenidad eran las mismas de antes.

Pero el «bautizo» había terminado con la misma rapidez con la que había comenzado. Los marineros levantaron a su compañero. Su fracturada mandíbula colgaba fláccida y su cabeza oscilaba de forma poco natural.

-¡Por Mitra..., tiene el cuello roto! -exclamó un pirata de barba negra.

-Vosotros, los filibusteros, sois gente muy floja -dijo Conan con una sonrisa-. Los barachanos no tomamos en cuenta a tipos como vosotros. ¿Queréis jugar a las espadas conmigo? ¿No? Entonces todo está bien y somos amigos, ¿verdad?

La mayoría de los hombres asintieron. Unos brazos bronceados arrojaron por la borda el cadáver del hombre, y cuando el cuerpo desapareció bajo las aguas se vieron varias aletas negras y brillantes, acercándose rápidamente. Conan se echó a reír y extendió sus brazos como un tigre perezoso. Luego echó una mirada a la cubierta superior. Sancha, apoyada en la barandilla, tenía la boca abierta de asombro. En sus ojos había un brillo especial. El sol que la iluminaba por la espalda delineaba su esbelto cuerpo, que se transparentaba a través de la ligera túnica que llevaba. En ese momento apareció detrás de ella la sombra de Zaporavo y su pesada mano se apoyó en el hombro de la muchacha con ademán posesivo. Le dirigió una mirada amenazadora al gigante, a la que Conan respondió con una sonrisa.

Zaporavo cometió un error habitual entre los autócratas. Solitario en la sombría grandeza de la cubierta superior, subestimó al hombre que estaba a sus órdenes. Abstraído en sus propios pensamientos, había dejado pasar la oportunidad de matar a Conan. No concebía que los perros que se hallaban a sus pies pudieran constituir una amenaza para él. Había ocupado durante tanto tiempo puestos importantes y había pisoteado a tantos enemigos que, inconscientemente, se sentía muy por encima de toda maquinación de rivales inferiores.

Conan no lo provocó en absoluto. El pirata se mezclaba con la tripulación y vivía tan alegremente como los demás. Demostró ser un excelente marinero y, por supuesto, el más fuerte de todos. Hacía el trabajo de tres hombres y siempre era el primero en realizar las tareas más pesadas y peligrosas. No discutía con sus compañeros, que a su vez se cuidaban mucho de no hacerlo con él. Cuando jugaba con ellos, apostaba su cinturón y su vaina, les ganaba el dinero y las armas y luego les devolvía todo lo que habían perdido, con una carcajada. La tripulación lo consideraba, instintivamente, como el jefe de la segunda cubierta. Conan jamás les contó por qué había abandonado a los piratas barachanos, pero la posibilidad de que se pudiera deber a un hecho sangriento aumentaba el respeto que sentían hacia él. Había adoptado una actitud imperturbablemente cortés tanto hacia Zaporavo como hacia sus compañeros, y nunca tenía un gesto insolente ni servil.

Hasta el marinero más torpe se sentía impresionado por el contraste entre el taciturno, áspero y pensativo capitán y el pirata que reía estrepitosamente, entonaba canciones en una docena de idiomas, bebía por diez y, aparentemente, no se preocupaba en absoluto del futuro.

Si Zaporavo se hubiera enterado de aquellas comparaciones, probablemente se habría quedado mudo de cólera. Pero el capitán estaba siempre enfrascado en sus propios pensamientos, que se hacían más lúgubres a medida que iban pasando los años, y gozaba

con sus vagos sueños de grandeza y con la muchacha, cuya posesión era un placer amargo, al igual que todos sus placeres.

La joven miraba con creciente interés al gigante de negra cabellera, que superaba a sus compañeros tanto en el trabajo como en los juegos Jamás había hablado con ella, pero era evidente la naturalidad que se reflejaba en la mirada del hombre. La muchacha no se equivocaba en ese sentido, y se preguntaba si sería peligroso permitirle que se acercara.

Hacía poco tiempo que había dejado los palacios de Kordava, pero le parecía que un mundo entero la separaba de la vida que había llevado antes de que Zaporavo la arrancara de la carabela en llamas que sus lobos habían abordado. Ella, que había sido la hija mimada del duque de Kordava, pronto aprendió lo que significaba ser un juguete de placer en manos de un bucanero. Puesto que era una mujer de gran fortaleza, seguía viviendo en una situación en la que otras mujeres habrían muerto y, dado que era joven y estaba llena de vida, había logrado hallar placer en su existencia.

La vida era incierta como un sueño, con agudos contrastes de batallas, pillajes, asesinatos y huidas, y las rojas visiones de Zaporavo la hacían más incierta aún que la de los demás filibusteros. Nadie sabía de antemano lo que el capitán planeaba. En esos días habían dejado atrás todas las costas que figuraban en los mapas y avanzaban hacia lo desconocido, hacia aquellos lugares por los cuales se habían aventurado muchos barcos para perderse definitivamente. Todas las tierras conocidas quedaban atrás, y día tras día seguían teniendo ante sus ojos la inmensa soledad del mar. Allí no había ningún botín, ninguna ciudad que saquear ni barcos que incendiar. Los hombres murmuraban, aunque no permitían que sus murmuraciones llegaran a oídos de su implacable capitán, que se pasaba los días y las noches paseando por el castillo de proa, o inclinado sobre antiguos mapas y cartas de navegación amarillentos por el tiempo, o leyendo pergaminos casi devorados por los gusanos. A veces hablaba con Sancha en forma demencial acerca de continentes perdidos y de islas fabulosas que había en medio de golfos desconocidos, donde los dragones cuidaban los tesoros reunidos por reyes prehumanos hacía mucho, mucho tiempo.

Sancha lo escuchaba sin comprender, abstraída en sus propios pensamientos, que se centraban siempre en el gigante de bronce cuyas carcajadas eran tan estrepitosas y elementales como el viento del mar.

Al cabo de varias semanas divisaron tierra hacia el oeste, y al amanecer arrojaron el ancla en una bahía poco profunda. Vieron una playa que parecía una franja blanca que bordeaba una gran extensión de hierba, donde crecían numerosos árboles. El viento traía consigo el aroma a plantas y a especias. Sancha aplaudió con gesto infantil ante la perspectiva de pisar tierra. Pero su ansia se convirtió en amargura cuando Zaporavo le ordenó que permaneciera a bordo hasta que él la llamara. Zaporavo nunca daba explicaciones acerca de sus órdenes, pero tenía la sensación de que muchas veces tenía por objeto hacerle daño sin motivo alguno.

Entonces la muchacha se tendió perezosamente en el castillo de proa y contempló cómo los hombres remaban hacia tierra sobre las serenas aguas, que parecían jade líquido bajo el sol de la mañana. Los vio reunirse en la playa, alertas, con las armas preparadas, mientras algunos de ellos se internaban entre los árboles que bordeaban la playa. Notó que entre estos últimos se hallaba Conan. No podía equivocarse, viendo la alta y bronceada silueta que caminaba como una pantera. Los hombres de la tripulación decían que no era un hombre civilizado, sino un cimmerio, un miembro de las tribus salvajes que vivían en las grises montañas del norte y que sembraban el terror entre sus vecinos cada vez que atacaban. Ella sabía que había algo especial en él, que tenía una supervitalidad o una barbarie que lo distinguía de sus rudos compañeros.

Sonaron fuertes voces en la playa y el silencio que reinó a continuación tranquilizó a los bucaneros. Luego los hombres se dispersaron en busca de frutas. Sancha los vio trepar a los árboles y sintió que el apetito la consumía. Se puso en pie y maldijo con una habilidad adquirida en el trato diario con sus blasfemos compañeros.

Los hombres de la playa habían encontrado frutas y las comían con deleite. Se trataba de una variedad desconocida, de piel brillante y dorada, especialmente sabrosa. Pero Zaporavo se mostraba indiferente ante el hallazgo. Al enterarse de que sus exploradores no habían encontrado nada que indicara la presencia de hombres o animales, permaneció inmóvil mirando hacia el interior de la isla, en dirección a las pendientes cubiertas de hierbas y de árboles. Luego dio una orden, se ajustó el ancho cinturón que sostenía su espada y comenzó a internarse entre los árboles. Su ayudante más cercano le aconsejó que no fuera solo y como recompensa recibió un fuerte golpe en la boca. Zaporavo tenía sus razones para desear ir solo. Quena saber si ésa era la isla que se mencionaba en el misterioso Libro de Skelos, en la que había unos monstruos extraños que cuidaban celosamente criptas llenas de oro. Y si lo que pensaba era verdad, no le interesaba compartir su secreto con nadie, y muchísimo menos con su tripulación.

Sancha, que contemplaba la escena desde el puente, lo vio desaparecer entre los árboles. Al cabo de un rato pudo observar que Conan se daba media vuelta, miraba a los hombres dispersos por la playa y luego se encaminaba rápidamente en la misma dirección que Zaporavo. El gigantesco pirata pronto desapareció entre la arboleda.

La maniobra despertó la curiosidad de Sancha. Esperó a que ambos hombres reaparecieran, pero no lo hicieron. Los marineros todavía andaban de un lado a otro, por toda la playa, al parecer sin objetivo alguno. Algunos de ellos se habían internado tierra adentro. Otros se hallaban tendidos durmiendo a la sombra. El tiempo pasó y la joven comenzó a ponerse nerviosa Allí, a bordo, todo estaba en silencio, pero era una paz que pesaba. A pocos metros de distancia había una franja de agua poco profunda, y el fresco misterio de una playa rodeada de árboles la atraía enormemente. Por otro lado, también la tentaba el misterio de aquellas maniobras de Zaporavo y de Conan.

Sancha conocía perfectamente bien el castigo que le aplicaba su implacable amo cada vez que lo desobedecía, y por ello se quedó un rato sentada, indecisa. Por último, decidió que valía la pena soportar unos azotes de Zaporavo y, sin pensarlo más, se quitó las sandalias de cuero, la falda corta y la blusa Trepó sobre la borda, descendió por las cadenas del ancla, se tiró al agua y nadó hacia tierra. Permaneció un momento en la playa sintiendo el cosquilleo de la arena en las plantas de los pies, mientras buscaba con la mirada a la tripulación. Vio sólo a unos cuantos hombres a poca distancia, que parecían dormir bajo los árboles. En sus manos había restos de aquel extraño fruto dorado. La joven se preguntó por qué dormirían tan profundamente a aquella temprana hora del día.

Nadie la detuvo cuando cruzó la blanca franja de arena y penetró en las sombras que proyectaban los árboles. Notó que éstos estaban distribuidos en grupos irregulares y que entre ellos había pequeñas y grandes extensiones de hierba verde en terreno inclinado. Al continuar en la misma dirección que había tomado Zaporavo, la muchacha se asombró por el maravilloso paisaje que veía. Había suaves colinas verdes con árboles y reinaba un silencio onírico, como encantado.

Al cabo de un rato llegó a la cima de una colina rodeada de altos árboles, y entonces aquella maravillosa sensación de paz y encanto que antes la había embargado se desvaneció súbitamente por culpa de lo que acababa de ver sobre la hierba pisoteada y manchada de sangre Sancha lanzó un grito involuntario y retrocedió Luego avanzó con los ojos desorbitados y temblando de pies a cabeza.

Zaporavo yacía sobre la pradera, mirando fijamente hacia el cielo con una enorme herida en el pecho Cerca de su mano inerte estaba su espada. El Halcón había realizado su último vuelo.

Sancha contempló el cadáver de su amo con cierta emoción. No tenía motivos para amarlo, y sin embargo sentía lo mismo que habría experimentado cualquier joven al contemplar el cuerpo del hombre que la había poseído por primera vez. No lloró ni sintió la necesidad de hacerlo, pero su cuerpo comenzó a temblar convulsivamente y se le heló la sangre en las venas. No obstante, logró sobreponerse y resistir la ola de histeria que estaba a punto de invadirla.

Miró a su alrededor, esperando ver al hombre en quien estaba pensando en ese momento. Pero sólo vio el círculo de árboles gigantescos y las azuladas laderas de la montaña que se alzaban más allá. ¿Acaso Zaporavo se habría arrastrado hasta ese lugar mortalmente herido? Pero alrededor del cadáver no se veía ninguna huella de sangre.

Sancha vagó desorientada entre los árboles, tensando todos los músculos de su cuerpo cada vez que oía el susurro de las hojas que de cuando en cuando agitaba la brisa.

-¿Conan? -preguntó con extraño tono de voz, debilitada por el terrible silencio que de repente se había vuelto tenso.

Un pánico inesperado hizo presa de ella y sus rodillas comenzaron a temblar.

-¡Conan! -gritó desesperadamente-. Soy yo... ¡Sancha! ¿Dónde estás? Por favor, Conan...

Su voz se ahogó en su garganta. Lin terror increíble le dilató los ojos. Entreabrió sus rojos labios para gritar. Una extraña parálisis se apoderó de todos sus miembros cuando más necesidad tenía de huir. No podía moverse. Lo único que lograba hacer era gritar sin que surgiera un solo sonido de su garganta atenazada.

2

Cuando Conan vio que Zaporavo se internaba solo en el bosque, pensó que acababa de presentarse la ocasión que tanto esperaba. No había comido fruta ni participado en los juegos de sus compañeros. Toda su atención se centraba en vigilar al jefe pirata. Habituados a las costumbres de Zaporavo, sus hombres no se asombraron de que el capitán partiera solo a explorar una isla desconocida y probablemente hostil. Se dedicaron, pues, a divertirse, y no se dieron cuenta de que Conan se deslizaba tras el jefe como una pantera al acecho.

Conan no dudaba de la influencia que ejercía sobre la tripulación, pero no se había ganado el derecho, mediante la lucha o la provocación, de retar a un duelo a muerte al capitán. En aquellos desiertos mares no tenía la oportunidad de probarse a sí mismo, según la ley que imperaba entre los filibusteros. La tripulación apoyaría a su jefe en caso de que Conan lo matara abiertamente. Pero sabía que si mataba al capitán sin que sus hombres se enteraran, aquella tripulación sin jefe no permanecería fiel a la memoria de un hombre muerto. Para aquella manada de lobos, sólo contaban los vivos.

Siguió ansioso a Zaporavo con la espada desenvainada hasta llegar a una cima rodeada de árboles. Por entre dos troncos divisó el verde paisaje de las colinas, que parecían confundirse en la distancia. Allí, Zaporavo, intuyendo la persecución, se volvió con la espada desenvainada en la mano.

El pirata profirió una maldición y luego preguntó:

-¿Por qué me sigues, perro?

-¿Y cómo se te ocurre hacer esa estúpida pregunta? -repuso Conan echándose a reír y avanzando rápidamente hacia su jefe.

A continuación sonrió. Sus ojos azules centelleaban con un brillo salvaje.

Zaporavo espetó un juramento, y su espada chocó contra el sable de Conan cuando el barachano atacó. La ancha hoja era como una llama azul encima de su cabeza.

Zaporavo era veterano de mil combates en tierra y mar. No había un hombre en el mundo más versado que él en el manejo de la espada. Pero jamás había cruzado su acero contra el de un hombre casi primitivo y criado más allá de los confines de la civilización. Su formidable maestría en el terreno de las armas se enfrentaba con una velocidad y una fuerza física inconcebibles en un hombre civilizado. La forma de luchar de Conan era completamente heterodoxa, pero instintiva y natural como la de un lobo salvaje. Las sutiles complejidades de la esgrima eran tan inútiles contra su primitiva furia como la habilidad de un boxeador contra los ataques de una pantera.

Peleó como jamás lo había hecho en su vida, e hizo esfuerzos desesperados por detener la hoja que centelleaba sobre su cabeza como un relámpago. Pero de repente la espada de Conan golpeó la empuñadura de su sable, y sintió que su brazo se quedaba paralizado por el terrible impacto. El golpe fue seguido instantáneamente por una embestida tan fuerte que la hoja de acero atravesó su cota de malla y sus costillas como si fueran de papel, y después se clavó en su corazón. Los labios de Zaporavo se retorcieron durante su breve agonía, pero sonrió hasta el final; de su garganta no surgió ni una sola queja. Antes de que su cuerpo quedara tendido sobre la pisoteada hierba, donde las gotas de sangre brillaban como rubíes bajo el sol, ya estaba muerto.

Conan sacudió la sangre que manchaba su espada, sonrió satisfecho y se estiró perezosamente... De repente, tensó todos los músculos de su cuerpo. La expresión de satisfacción que se reflejaba en su rostro dio paso a una mirada de asombro. Permaneció inmóvil como una estatua durante algunos segundos, con la espada extendida a medias hacia adelante.

Al apartar la mirada de su vencido enemigo, la fijó en los árboles que lo rodeaban y en el paisaje que resplandecía a lo lejos. Y entonces vio una cosa fantástica..., algo increíble e inexplicable. Sobre la ladera de una distante colina se recortaba una alta figura negra que cargaba a otra figura blanca sobre un hombro. La aparición se desvaneció con la misma rapidez con la que se había presentado, dejando a Conan con la boca abierta por la sorpresa.

El pirata miró a su alrededor, luego observó inquieto el camino que había recorrido momentos antes y soltó una maldición. Se sentía profundamente molesto, desasosegado, si es que ese término podía aplicarse a un ser como él, con nervios de acero. En medio de un paisaje real y fantástico a un tiempo, se había introducido una imagen de pesadilla. Conan no dudaba de su vista ni de su cordura. Pero acababa de ver algo extraño e increíble, estaba seguro de ello. Una figura negra que se deslizaba rápidamente cargando una cautiva blanca ya era motivo de sorpresa, pero aquella figura negra era asombrosamente alta.

Movió la cabeza con incredulidad y se dirigió rápidamente hacia el lugar donde había visto aquello. No cuestionaba la prudencia de su acto. Estaba tentado por la curiosidad y sentía el impulso irresistible de obedecer a sus instintos.

Cruzó una colina tras otra, cada una de ellas con sus gigantescos árboles. El camino era ascendente, aunque a veces, con monótona regularidad, también tenía leves descensos. La asombrosa disposición de pequeñas cimas y declives parecía interminable. Pero finalmente Conan alcanzó lo que creía que era la cima más alta de la isla y se detuvo al ver unas brillantes murallas verdes y unas torres del mismo color, que hasta ese momento se habían confundido tan perfectamente con el paisaje que el cimmerio no las había divisado a pesar de su vista de águila.

Conan dudó, acarició la empuñadura de su espada y luego siguió adelante impulsado por la curiosidad. No vio a nadie al acercarse a una alta arcada que había en la muralla sin puertas Atisbando por entre unas grietas percibió lo que parecía ser un amplio patio abierto, tapizado de hierba y rodeado por un muro circular de una sustancia verde semitransparente. En él había varios arcos. Avanzando de puntillas y con la espada preparada, entró por una de aquellas arcadas y salió a otro patio similar. Por encima de otra muralla interior vio asomar los pináculos de unas extrañas estructuras que parecían torres. Una de estas torres estaba construida en parte en el patio en el que él se encontraba. Una ancha escalera conducía a ella Conan subió, preguntándose si todo aquello era real o si seria un sueño provocado por el loto negro.

Al final de la escalera se encontró en un rellano amurallado o quizá en un balcón. No estaba seguro. En ese momento distinguía más detalles de las torres, pero carecían de significado para él. Se dio cuenta con cierta inquietud de que no podían haber sido construidas por manos humanas. Había simetría en su arquitectura, pero era una simetría demencial; se trataba de un sistema ajeno a la mente humana. En cuanto al plano de la ciudad, castillo o lo que fuera, veía lo suficiente como para pensar que había un gran número de patios, en su mayor parte circulares, y cada uno de ellos estaba rodeado por un muro y conectado con los demás por medio de arcadas abiertas. Todo el conjunto parecía estar agrupado alrededor de las fantásticas torres del centro.

Al volverse para mirar hacia otro lado, Conan tuvo una terrible sorpresa y se agachó rápidamente detrás del parapeto del balcón, con la mirada fija enfrente y la boca abierta de asombro.

El balcón o rellano era más alto que el muro de enfrente, y en ese momento Conan veía por encima de esa pared otro patio. La curva interior del muro de aquel patio difería de las que había visto en que, en lugar de ser continua, parecía tener largas filas de anaqueles abarrotados de pequeños objetos cuya naturaleza Conan no pudo determinar.

Sin embargo, en ese momento prestó muy poca atención a la muralla Su curiosidad se centraba en el grupo de seres que se encontraban agachados alrededor de un estanque verde que había en medio del patio. Se trataba de unos individuos negros que, pese a tener apariencia humana, eran gigantes comparados con el alto pirata. Eran tipos más bien delgados, pero bien formados, sin rastros de deformidad, excepto su talla anormal. Pero incluso a distancia Conan percibió lo diabólico de sus rostros.

En el centro se hallaba, temblando, un muchacho al que Conan reconoció como el marinero más joven del Holgazán Seguramente era el prisionero que el cimmerio vio que llevaban por la ladera de la colina. Conan no había oído ruido de pelea y no veía heridas ni manchas de sangre en los delgados miembros de ébano de los gigantes. Evidentemente el joven se había internado desde la playa, alejándose de sus compañeros, y había sido capturado en una emboscada tendida por un negro. Conan supo instintivamente que aquellos tipos gigantescos y oscuros no eran hombres.

A sus oídos no llegaba ningún ruido. Los negros asentían con movimientos de cabeza y hacían gestos, pero no hablaban. Uno de ellos, agachado delante del muchacho, sostenía un objeto parecido a una gaita en la mano. Se lo llevó a los labios y al parecer sopló, aunque Conan no oyó ningún sonido. Pero el joven zingario oyó o sintió algo. Tembló y se retorció como si estuviera agonizando; había una cierta regularidad y un ritmo en la convulsión de sus miembros. Las convulsiones dieron paso a violentas sacudidas y luego a movimientos regulares. El joven comenzó a bailar de la misma forma en que lo hacían las cobras bajo la flauta del faquir. En la extraña danza había un cierto abandono carente de gozo y desagradable a la vista. Era como si la muda melodía de las invisibles gaitas tocara el fondo del alma del joven con dedos lascivos y le arrancara toda expresión involuntaria de su secreta pasión por medio de una tortura brutal. Era como contemplar un alma completamente desnuda con todos sus oscuros y vergonzosos secretos al descubierto.

Conan siguió observando la escena con repulsión. Aun cuando era tan elemental como un lobo salvaje, no ignoraba los perversos secretos de las civilizaciones decadentes. En su vagar por las ciudades de Zamora había conocido a las mujeres de Shadizar la Maldita. Pero en ese momento percibía una vileza cósmica que trascendía la simple degeneración humana... Era una rama perversa del Árbol de la Vida, que se había desarrollado fuera de toda comprensión humana. No sentía asombro por las contorsiones agónicas ni por las posturas del joven, sino más bien por la obscenidad cósmica de aquellos seres que hacían poner de manifiesto los secretos insondables yacentes en los entresijos del alma humana, y hallaban placer en aquellas voluptuosidades propias de una pesadilla.

De repente el torturador negro dejó su instrumento en tierra y se puso en pie, levantándose por encima de la retorcida figura blanca. Aferró brutalmente al muchacho por el cuello y las caderas, y le introdujo la cabeza en el estanque verde. Conan distinguió el brillo de su blanco cuerpo en el agua verdosa, mientras el gigante negro lo retenía bajo la superficie del agua. Luego hubo un movimiento de inquietud entre los demás negros, y Conan se agachó rápidamente bajo el parapeto, sin atreverse a levantar la cabeza.

Al cabo de un rato la curiosidad lo venció y volvió a mirar con suma cautela. Los negros salían en fila de una arcada y se dirigían a otro patio. Uno de ellos colocó algo sobre un anaquel que había en el muro más alejado; Conan vio que era precisamente el que había torturado al joven. Era más alto que los demás y llevaba un turbante cubierto de piedras preciosas. No había rastros del muchacho torturado. El gigante siguió luego a sus compañeros, y al cabo de unos momentos Conan los vio salir por la arcada a través de la cual él mismo había entrado en el castillo del horror. Segundos después pudo observar que se encaminaban a las verdes laderas, por donde él había llegado. No llevaban armas, y sin embargo Conan presentía que planeaban un ataque contra el resto de la tripulación.

Pero antes de partir para avisar a los filibusteros, deseaba averiguar cuál había sido el destino del joven. El silencio era impresionante. El pirata pensaba que tanto en los patios como en las torres no había nadie, salvo él. Bajó deprisa por las escaleras, cruzó el patio y atravesó una arcada para entrar en otro patio, precisamente el que acababan de abandonar los gigantes negros. Fue entonces cuando vio la muralla estriada. Tenía varias filas de estrechos anaqueles en los que había miles de diminutas figuras, en su mayor parte de color grisáceo. Estas figuras, que no eran más grandes que una mano humana, representaban hombres y estaban realizadas con una perfección tal que Conan pudo reconocer las características raciales de diferentes pueblos: los rasgos típicos de los zingarios, argoseos, ofireos y corsarios kushitas. Estos últimos eran de color negro, al igual que sus modelos reales. Conan sintió un cierto desasosiego al contemplar aquellas figuras mudas y sin ojos. En todas se percibía un toque de realidad que resulta sorprendente y a la vez perturbador. Tampoco podía discernir de qué clase de material estaban hechas, aunque parecían de hueso petrificado. Pero no entendía cómo podía existir en aquel lugar tal cantidad de sustancia petrificada como para hacer tantas imágenes.

Notó que algunas imágenes representaban tipos humanos que él conocía, pero éstas ocupaban los anaqueles más altos. Los más bajos estaban llenos de figuras cuyos rasgos le resultaban desconocidos. Quizá fueran producto de la imaginación de algún artista o tal vez representaban razas desaparecidas y olvidadas.

Conan sacudió la cabeza con impaciencia y se volvió hacia el estanque. En el patio circular no había dónde ocultarse, y puesto que no se veía el cuerpo del joven por ningún lado, lo más lógico era que aún estuviera en el fondo del estanque.

Se acercó al sereno círculo verde y observó la brillante superficie. Era como mirar a través de un grueso cristal, nítido, pero a la vez extrañamente ilusorio. El estanque, que no tenía grandes dimensiones, era redondo como un pozo y estaba rodeado por un brocal de verde jade. Miró hacia abajo y vio el fondo, también redondo, pero no pudo calcular su profundidad, aunque daba la impresión de ser increíblemente hondo, ya que le produjo el mismo vértigo que hubiera experimentado al contemplar el fondo de un abismo.

Se sintió desconcertado cuando se dio cuenta de que podía ver el fondo, pero allí estaba, debajo de sus ojos, remoto, ilusorio, sombrío, pero visible. Por un momento le pareció ver una rara luminosidad en el fondo, aunque no estaba muy seguro de ello. Pero lo que podía asegurar era que el pozo estaba vacío, excepto el agua brillante que contenía.

Entonces, ¿dónde podría estar el muchacho que él había visto ahogar tan brutalmente en aquellas aguas? Conan se incorporó, acarició la empuñadura de su espada y observó nuevamente el patio. Su mirada se fijó en un punto situado en uno de los anaqueles más altos. Había visto al gigante colocando algo allí... y en el acto un sudor frío cubrió la piel morena de Conan.

Dudando, pero como arrastrado por un imán gigantesco, el pirata se acercó a la brillante pared. Aturdido por la sospecha, demasiado monstruosa como para atreverse a expresarla siquiera en su mente, miró la última figura colocada en aquel estante. En seguida se hizo evidente la espantosa familiaridad. El rostro pétreo, inmóvil, diminuto, pero inequívocamente suyo, del muchacho zingario, lo miraba fijamente. Conan retrocedió, profundamente conmovido. La espada tembló en su mano al mirar hacia arriba, con la boca abierta, aturdido por una realidad demasiado abismal y espantosa como para que la mente pudiera aprehenderla.

Pero el hecho era evidente. Quedaba revelado el secreto de las imágenes diminutas, aunque detrás de éste yacía el misterio más oscuro y complejo de su existencia.

3

Conan nunca supo el tiempo que permaneció inmóvil, aturdido por aquella espantosa visión. Un ruido lo sobresaltó. Era una voz femenina que gritaba como si la mujer estuviera acercándose Conan reconoció la voz, y su parálisis desapareció en el acto.

Dio un tremendo salto hasta los anaqueles más altos, a los que se aferró con ambas manos, y apartó las pequeñas figuras con los pies para poder apoyarse. De otro salto llegó en unos segundos al borde del muro, y miró por encima de éste. Se trataba de una muralla exterior desde la que se veía la enorme pradera que rodeaba el castillo.

Un gigante negro atravesaba en ese momento la enorme extensión de hierba, llevando bajo un brazo, sin ningún esfuerzo, a la prisionera que se agitaba violentamente entre sus brazos. Se trataba de Sancha, cuyos negros cabellos caían en cascada. Su piel aceitunada contrastaba con el negro pellejo de su raptor. El gigantesco individuo no hacía el menor caso de sus gritos y movimientos desesperados por liberarse mientras se encaminaba hacia la arcada exterior.

Al desaparecer en el interior, Conan se acercó de un salto al arco que daba al patio. Agazapado allí, vio entrar al gigante en el patio del estanque, cargando todavía a su furiosa prisionera. En ese momento, Conan pudo distinguir claramente los detalles de aquella extraña criatura.

La soberbia simetría de su cuerpo y de sus extremidades era mucho más impresionante de cerca. Bajo la piel de ébano brillante se movían unos músculos tremendamente desarrollados. Conan no tenía la menor duda de que ese individuo seria capaz de destrozar a cualquier hombre. Las uñas de sus dedos constituían un arma, ya que eran largas como las garras de un animal salvaje. Sus ojos brillaban con reflejos dorados. El rostro era una especie de máscara de ébano, de rasgos absolutamente inhumanos. Cada línea de su cara estaba teñida de una extraña expresión de maldad, que trascendía toda maldad humana. No se trataba de un ser humano... Era una creación blasfema..., una perversión de la naturaleza.

El gigante arrojó a Sancha a tierra, y la muchacha se encogió, gritando aterrada. El negro miró a su alrededor como si no se sintiera seguro y entornó los ojos al contemplar las figuras volcadas y derribadas de los anaqueles. Entonces aferró a su cautiva por el cuello y la ingle y caminó con ella directamente hacia el estanque. Pero en ese preciso momento Conan salió de la arcada y atravesó el patio como si fuera una ráfaga de viento infernal.

El gigante se dio media vuelta y sus ojos centellearon al ver que el vengador se acercaba. El negro aflojó por un instante la presión que ejercía sobre su víctima a causa de la sorpresa, y Sancha se retorció violentamente entre sus brazos y cayó sobre la hierba del patio. El gigantesco individuo extendió sus manos terminadas en garras hacia adelante, pero Conan las esquivó agachándose con la velocidad de un tigre, y atacó con la espada la ingle del gigante. El negro cayó como un árbol cortado de raíz, y Conan sintió que Sancha lo rodeaba con sus brazos, aterrada.

Conan maldijo entre dientes. Su enemigo había muerto. Los ojos del gigante estaban vidriosos y los movimientos espasmódicos de sus largos miembros de ébano habían cesado.

-¡Oh, Conan! -dijo Sancha sollozando y aferrándose con fuerza a su salvador-. ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Quiénes son estos monstruos? ¡Oh, seguramente esto es el infierno y ese negro era el diablo!

-Entonces el infierno tendrá necesidad de un nuevo diablo -dijo él sonriendo fieramente-. Pero, ¿cómo te capturó? ¿Acaso se han apoderado del barco?

-No lo sé -dijo la muchacha tratando de enjugar sus lágrimas-. Yo nadé hasta la playa. Vi que seguías a Zaporavo y os seguí a los dos. Luego encontré a Zaporavo... y estaba... ¿Fuiste tú quien lo hizo?

-¿Qué otro podría ser? -gruñó Conan-. Continúa.

-Percibí algo que se movía entre los árboles y creí que eras tú. Te llamé... y después vi a esa cosa negra agazapada como un mono entre las ramas, mirándome. Fue como una pesadilla. Me sentía incapaz de correr. No pude hacer otra cosa que gritar. Entonces se dejó caer desde el árbol y me cogió... ¡Oh..., oh!

La muchacha ocultó el rostro entre las manos y se puso a temblar al recordar los horrores pasados.

-Tenemos que salir de aquí -gruñó Conan, tomando a la muchacha por una muñeca-. Vamos, debemos volver a donde se encuentra la tripulación...

-La mayor parte de los hombres estaban dormidos en la playa cuando me interné en el bosque.

-¿Dormidos? ¡Por Crom! ¿A qué diablos obedece todo esto...?

-¡Escucha!

La joven quedó paralizada como una muda imagen del horror.

-¡Lo oí! ¡Es una queja! ¡Espera!

Conan corrió de nuevo hacia los anaqueles. Miró una vez más hacia el exterior y maldijo con tanta furia concentrada que hasta Sancha se sorprendió. Los negros regresaban, pero no venían solos ni con las manos vacías. Cada uno de ellos cargaba con un cuerpo inerte. Algunos llevaban dos. Sus prisioneros eran los filibusteros del Holgazán. Colgaban fláccidamente de los brazos de sus captores y, a no ser por algún vago movimiento de sus cuerpos, Conan habría pensado que estaban muertos. Los habían desarmado, pero todavía conservaban sus ropas. Uno de los negros llevaba las espadas de brillante acero. De cuando en cuando uno de los marineros gritaba débilmente como un borracho llamando a alguien en sueños.

Conan miró a su alrededor como un lobo acorralado. Tres de las arcadas conducían al exterior del patio del estanque. Los negros habían abandonado el patio por las arcadas del este, y seguramente entrarían de nuevo por allí. Sin embargo, Conan había entrado por el arco que daba al sur. Se ocultó en la arcada oeste y no tuvo tiempo de observar lo que había más allá. A pesar de ignorar completamente el plano del castillo, se vio obligado a tomar una rápida decisión.

Saltó a tierra desde la pared y volvió a colocar rápidamente las imágenes en su sitio. Luego arrastró el cadáver del negro hacia el estanque y lo arrojó al agua. El cuerpo se hundió de inmediato, y Conan vio claramente que el cadáver se contraía de un modo extraño, luego se encogía y se endurecía. Conan sintió un escalofrío y se dio media vuelta. Luego tomó a su acompañante por un brazo y la condujo hacia la arcada sur, mientras la joven suplicaba que le explicara lo que ocurría.

-Han atrapado a la tripulación -dijo el cimmerio-. No tengo ningún plan, pero nos esconderemos en algún lugar y vigilaremos. Si no miran hacia el estanque, tal vez no sospechen nuestra presencia.

-¡Pero verán la sangre que hay sobre la hierba!

-Es probable que piensen que la vertió uno de sus propios diablos -repuso-. De todos modos, tendremos que correr ese riesgo.

Se encontraban en el patio, desde donde Conan había contemplado la tortura del muchacho. El pirata condujo rápidamente a la joven hasta la escalera que subía por la muralla sur, y allí la obligó a agacharse tras la balaustrada del balcón. El escondite no era bueno, pero no tenían otro mejor.

Apenas habían ocupado su sitio cuando los negros entraron en el patio. Hubo un ruido al pie de las escaleras, y Conan se puso en tensión, empuñando la espada. Pero los negros pasaron de largo a través de una arcada situada en el lado suroeste. A continuación se oyeron una serie de lamentos y quejidos. Los gigantes estaban dejando caer a sus víctimas al suelo. Un sollozo histérico se ahogó en la garganta de Sancha en el momento en que Conan le tapó la boca con la mano para evitar que el ruido los delatara.

Al cabo de un rato oyeron las pisadas de muchos hombres sobre la hierba, y luego reinó el silencio. Conan miró por encima de la muralla. El patio estaba desierto. Los negros se encontraban una vez más reunidos alrededor del estanque, en el patio cercano, sentados sobre sus talones. No prestaban la menor atención a las enormes manchas de sangre que había tanto sobre la hierba como sobre el brocal del pozo. Evidentemente, las manchas de sangre no debían de ser algo anormal allí. Tampoco miraron hacia el estanque. Estaban enfrascados en un extraño cónclave. El negro alto estaba tocando la gaita dorada y sus compañeros escuchaban inmóviles como estatuas de ébano.

Conan tomó a Sancha por una mano y bajó rápidamente por las escaleras, agachándose para que su cabeza no sobresaliera por encima de la muralla. La muchacha lo siguió con dificultad, mirando aterrada hacia la arcada que daba al patio del estanque, pero desde ese ángulo no se veía el estanque, ni los extraños individuos. Al pie de las escaleras se encontraban las espadas de los zingarios. El ruido que habían oído momentos antes se debía a las armas que el negro había dejado caer al suelo.

Conan condujo a Sancha hacia la arcada suroeste, cruzaron en silencio la extensión de hierba y entraron en el patio que se encontraba un poco más lejos. Allí estaban los miembros de la tripulación en un montón informe. Algunos se movían o gruñían entre dientes. Conan se inclinó sobre ellos y Sancha se arrodilló a su lado.

-¿Qué será ese aroma tan dulce? -preguntó-. Se percibe en el aliento de todos.

-Es de esa maldita fruta que estaban comiendo -repuso Conan en voz baja-. Recuerdo perfectamente su olor. Debe de ser algo parecido al loto negro, que hace dormir a los hombres. ¡Por Crom! Están comenzando a despertar..., pero no tienen armas, y estoy seguro de que esos diablos negros no tardarán mucho en aplicar su magia sobre ellos.

¿Qué posible salida habrá para estos muchachos desarmados y drogados?

Conan quedó profundamente sumido en sus pensamientos por un instante. Luego apoyó una mano sobre el blanco hombro de Sancha, con tanta brusquedad que la joven se sobresaltó.

-¡Escucha! Me llevaré a esos cerdos negros hacia otro lugar del castillo y allí los tendré ocupados durante un rato. Mientras tanto, tú despertarás a estos estúpidos y les traerás sus armas... Es una oportunidad de salvarse. ¿Podrás hacerlo?

-No lo sé -repuso Sancha, sacudiendo aterrada la cabeza, casi sin saber lo que decía.

Conan cogió a la joven por los cabellos mientras soltaba un juramento, y la sacudió hasta que Sancha sintió que las murallas daban vueltas a su alrededor.

-¡Tienes que hacerlo! -dijo el pirata-. ¡Es nuestra única posibilidad!

-¡Haré lo que pueda! -musitó Sancha.

Conan se alejó gruñendo algo ininteligible y dando una palmada de aliento a la joven en la espalda, que casi la hizo rodar por el suelo.

Poco después se encontraba agazapado en la arcada que daba al patio del estanque, mirando a sus enemigos Todavía estaban sentados tal como los había visto antes, pero empezaban a mostrar una maligna impaciencia. Conan oyó gruñidos y maldiciones, mezclados con palabras incoherentes provenientes del patio en el que se encontraban los hombres. El cimmerio tensó todos los músculos de su cuerpo y se agachó un poco más, como una pantera dispuesta a atacar.

El enjoyado gigante se puso en pie apartando la extraña gaita de sus labios... y en ese preciso instante, Conan, con un fantástico salto de tigre, cayó entre ellos y atacó como una fiera salvaje. Su espada centelleó tres veces como un relámpago antes que los sorprendidos negros tuvieran tiempo de levantar una mano para defenderse. Luego se alejó y corrió velozmente por el patio. Detrás de él quedaban tres gigantescas figuras negras.

Pero aunque su inesperada furia había tomado por sorpresa a los gigantes, los sobrevivientes se recuperaron de inmediato. Cuando Conan atravesó la arcada oeste, los negros ya lo estaban persiguiendo de cerca con una velocidad de vértigo. Sin embargo, Conan tenía una gran confianza en sí mismo en lo tocante a vencerlos en cualquier carrera a pie. Aun así, ésa no era su intención. Su propósito era arrastrarlos a una larga carrera con el fin de darle tiempo a Sancha de despertar a los zingarios.

Cuando Conan corrió hacia el patio que había más allá de la arcada oeste profirió un juramento. Este patio era diferente de los demás porque no era redondo, sino octogonal, y el arco por el que había entrado era a su vez la única salida.

Conan se dio media vuelta y vio que lo estaban siguiendo todo el grupo de gigantes. Algunos de ellos obstruían la arcada y el resto se había desplegado en una amplia línea al acercarse a él. El cimmerio les hizo frente al tiempo que retrocedía lentamente hacia la muralla norte Entonces, la línea de negros formó un semicírculo a fin de acorralarlo. Conan siguió retrocediendo, cada vez más lentamente, adviniendo que se ensanchaban los espacios que había entre los gigantes. Temían que su presa huyera por un extremo del semicírculo, y por ello se extendían todo lo posible.

Conan observaba todos los detalles con la atención de un lobo acorralado y, cuando atacó, lo hizo con la devastadora rapidez de un huracán... en el mismo centro del semicírculo. El gigante que le impedía el paso cayó con el pecho abierto y el pirata se encontró fuera del círculo que se cerraba antes que los negros pudieran acudir en ayuda de su camarada. El grupo que se encontraba en la arcada se preparó para recibir su agresión, pero Conan no atacó. Se había dado media vuelta y contemplaba a sus perseguidores sin ninguna emoción ni temor.

Esta vez no se desplegaron en línea. Habían aprendido que era fatal dividir sus fuerzas contra semejante encarnación de la furia. Formaron una masa compacta y avanzaron hacia él lentamente, manteniendo su formación.

Conan sabía que si llegaba a ser presa de aquella masa de garras, músculos y huesos no tendría ninguna posibilidad de salvarse. Si lograban arrastrarlo hacia un lugar en el que pudieran emplear el peso de sus cuerpos con mayor ventaja, ni siquiera la primitiva ferocidad del pirata serviría de nada.

Miró hacia la pared y vio un saliente en un rincón. No sabía qué era, pero le serviría. Comenzó a retroceder hacia aquella esquina y los gigantes avanzaron con más rapidez. Era evidente que pensaban que muy pronto lo acorralarían, y Conan tenía la certeza de que aquellos individuos lo consideraban mentalmente inferior a ellos. Tanto mejor. No había nada más desastroso que subestimar a un enemigo.

Cuando se encontraba a pocos metros de distancia de la muralla, los negros comenzaron a acercarse más deprisa, con la intención de cercarlo antes que pudiera darse cuenta de su situación. El grupo de la entrada había abandonado sus puestos y corría a unirse a sus compañeros. Los gigantes avanzaban agachados, con los ojos brillantes como un fuego infernal y los dientes resplandecientes, y extendían sus manos provistas de garras como si trataran de impedir un ataque. Esperaban un golpe repentino y violento por parte de su presa, pero cuando éste se produjo, los volvió a coger desprevenidos.

Conan levantó la espada, avanzó hacia ellos y luego se dio media vuelta y corrió en dirección a la muralla. Con un increíble esfuerzo de sus músculos de acero saltó en el aire y extendió un brazo, logrando aferrar con sus dedos el saliente. En seguida se oyó un crujido y todo el saliente de la muralla cedió e hizo que el pirata cayera al patio.

Conan cayó de espaldas. A no ser por la tupida hierba que cubría la tierra, en la que rebotó como un gato, se hubiera fracturado la columna vertebral, a pesar de la formidable musculatura que protegía sus huesos. Entonces se dispuso a enfrentarse con sus enemigos. De sus ojos había desaparecido toda expresión de calma o cautela. Ahora brillaban como los de una fiera salvaje, y enseñaba los dientes a través de sus labios abiertos. En un instante la situación había cambiado y había dejado de ser un simple juego para convertirse en una batalla de vida o muerte. Entonces, Conan respondió con toda la furia salvaje de los bárbaros.

Los negros, que se habían detenido por un momento ante la rapidez de los acontecimientos, iniciaron su avance para abalanzarse sobre él, pero en ese preciso instante un grito rasgó el silencio. Los gigantescos negros se dieron media vuelta y vieron que por la entrada del patio aparecía un grupo de hombres de aspecto horrible. Los piratas se tambaleaban como borrachos y gritaban maldiciones incoherentes. Parecían atemorizados, pero sostenían con fuerza sus espadas y avanzaban con una ferocidad que revelaba que sabían lo que estaba ocurriendo.

Los negros los miraron asombrados y Conan lanzó un grito atronador al tiempo que atacaba con la velocidad del rayo. Los negros comenzaron a caer como frutos maduros bajo su espada, mientras los zingarios, gritando con una furia terrible, atravesaron corriendo el patio y cayeron sobre sus enemigos con odio bestial. Los hombres de la tripulación seguían aturdidos. Habían sentido las violentas sacudidas que les propinó Sancha para obligarlos a empuñar las espadas y habían oído las palabras que les incitaban a entrar en acción. No lograron entender todo lo que les decía, pero la vista de extraños y el derramamiento de sangre era un acicate que jamás fallaba en ellos.

En un segundo, el patio se convirtió en un campo de batalla que pronto tuvo el aspecto de un matadero. Los zingarios se tambaleaban, pero manejaban la espada con firmeza y seguridad, ignorando por completo sus heridas, excepto las que eran fatales. Eran mucho más numerosos que los negros, pero éstos tenían una fuerza increíble. Sus hombros y sus cabezas sobresalían por encima de sus enemigos y sembraban la muerte con manos y dientes, mordiendo las gargantas de los hombres y dando golpes con el puño cerrado sobre los cráneos, que quedaban aplastados en un santiamén. Mezclados en aquella barahúnda, los bucaneros no podían usar su mayor agilidad en su ventaja y muchos de ellos todavía se encontraban bajo los efectos de la droga, y no podían esquivar a tiempo los golpes que recibían. Luchaban con una ferocidad ciega, demasiado familiarizados con la muerte como para evitarla. El ruido de las espadas era semejante al del hacha de un carnicero. Los alaridos y los gritos de dolor resultaban estremecedores.

Sancha, agazapada en la arcada del patio, estaba aturdida por el ruido de la batalla, y tenía la impresión de estar contemplando un cuadro dantesco en el que aparecían y desaparecían rostros contorsionados, brazos levantados, espadas manchadas de sangre y cuerpos que parecían bailar una danza, demencial.

Todos estos detalles se veían muy brevemente, como pinceladas sobre un fondo de sangre. Sancha vio a un marinero zingario que, ciego de furia, apoyaba los pies en el suelo y hundía la espada en un negro vientre. La muchacha oyó claramente el salvaje gruñido del marinero al atacar. El negro moribundo aferró la hoja con sus manos y el marinero se tambaleó. Una mano negra se posó con una fuerza titánica sobre la cabeza del zingario y acto seguido éste sintió una rodilla sobre la espalda. La cabeza del marinero fue echada hacia atrás y se quebró como la rama de un árbol. El negro arrojó al suelo el cuerpo de su víctima... y al hacerlo, algo parecido a un rayo de luz azul brilló a sus espaldas, de derecha a izquierda. Luego se tambaleó y cayó pesadamente al suelo.

Sancha sintió náuseas. Hizo un esfuerzo por huir de aquel espectáculo, pero las piernas no la obedecieron. Tampoco pudo cerrar los ojos. Incluso los abrió más. Estaba completamente asqueada, pero sentía, pese a todo, la fascinación que siempre experimentaba al ver sangre. Por otro lado, jamás había presenciado una lucha semejante entre seres humanos, ni siquiera en los ataques de los piratas a ciudades o puertos de la costa, ni en las batallas en el mar. Entonces vio a Conan.

Separado de sus compañeros por el enemigo, el cimmerio se había visto envuelto en una negra ola de brazos y cuerpos, y le habían zarandeado de un lado a otro a pesar de sus esfuerzos titánicos. Se había caído al suelo, donde seguramente lo hubieran matado, pero había arrastrado consigo a uno de los gigantescos negros que en esos momentos lo protegía. Los demás negros intentaron pisotearlo y apartar a su compañero, pero Conan mantenía sus dientes clavados en la garganta del gigante, aferrado desesperadamente a su escudo de carne y hueso.

La carnicería que llevaban a cabo los zingarios contuvo el ataque de los enemigos, por lo que Conan arrojó a un lado el cuerpo del negro y se puso en pie, cubierto de sangre, con un aspecto lamentable. Los gigantes se alzaban encima de él como sombras negras y daban golpes terribles en el aire. Era tan difícil capturar o golpear al pirata como a una pantera enfurecida, y a cada golpe de su espada saltaba la sangre a su alrededor. Conan había recibido golpes capaces de matar a tres hombres, pero su vitalidad de toro lo mantenía en pie.

Su grito de guerra se oyó por encima del fragor de la batalla, y los furiosos zingarios redoblaron su ataque hasta que el sonido ahogado de la carne que se rasgaba y de los huesos que se fracturaban casi ahogó los alaridos de dolor y de cólera.

Los negros vacilaron y corrieron hacia la salida. Sancha gritó al verlos llegar, y se apartó rápidamente de su camino. Los gigantes se apelotonaron desordenadamente en la salida y los furiosos zingarios los atacaron por la espalda con golpes mortales. La salida al patio se convirtió en un matadero antes de que los pocos sobrevivientes negros huyeran cada uno por su lado.

La batalla se convirtió en una persecución. Los gigantes huían por los patios, por las brillantes escaleras, por encima de los tejados de las fantásticas torres, e incluso por los anchos bordes de las murallas, vertiendo sangre a cada paso y perseguidos por los marineros. Al verse cercados, muchos de ellosdaban media vuelta y mataban a algún zingario. Pero el resultado final era siempre el mismo: un enorme cuerpo negro retorciéndose sobre la hierba, en los parapetos o en un tejado.

Sancha se había refugiado en el patio del estanque, donde se agazapó temblando de horror. En el exterior resonaban alaridos feroces. Entonces oyó unos pasos pesados y vio entrar en el patio, a través de la arcada, a una figura inmensa; se trataba del negro del turbante enjoyado. Un marinero lo perseguía de cerca, y el negro se volvió en el mismo borde del estanque. Allí recogió una espada que había perdido algún zingario, y cuando el marinero que lo perseguía se acercó más, lo atacó con ese arma poco familiar para él. El bucanero cayó al suelo con el cráneo aplastado. Pero el golpe había sido aplicado con tanta fuerza y torpeza que la hoja de la espada se quebró.

El gigante arrojó la empuñadura a los individuos que en ese momento atravesaban la arcada, y luego corrió hacia el estanque con una terrible expresión de odio reflejada en el rostro. Conan se abrió paso entre los hombres y corrió sobre la espesa hierba del patio.

Entonces el gigante extendió los brazos a ambos lados, y de sus labios surgió un grito inhumano..., el único sonido emitido por un negro durante toda la batalla. Parecía gritar al cielo todo su odio. Era como una voz que bramara desde los fosos del infierno. Al oír aquel grito fantástico, los zingarios dudaron y se quedaron inmóviles. Pero Conan no se detuvo. Avanzó silenciosamente, con una expresión siniestra en el rostro, en dirección a la figura de ébano que estaba de pie junto al brocal del pozo.

Pero cuando su espada centelleó en el aire, el negro se dio media vuelta y saltó. Durante una décima de segundo lo vieron detenerse en el aire, por encima del estanque. Luego lanzó un bramido que sacudió la tierra. Las aguas verdes se levantaron para recibirlo y lo envolvieron como un volcán de color esmeralda.

Conan retrocedió a tiempo para no caer en el estanque, empujando a sus hombres hacia atrás con sus poderosos brazos.

El rugido del agua parecía haber anulado las facultades de los marineros Sancha estaba completamente paralizada, mirando con ojos desorbitados en dirección a la columna de agua. Conan la obligó a retroceder con un grito que a la vez la hizo reaccionar. La muchacha se abalanzó sobre él con los brazos extendidos. El cimmerio la tomó por un brazo y corrió desesperadamente hacia la salida.

En el patio que se abría al mundo exterior, se habían reunido los sobrevivientes, desarrapados, heridos, extenuados y manchados de sangre. Todos miraban hacia la enorme columna de agua verdosa que se elevaba hacia el azul del cielo. El tronco de la columna parecía pintado de blanco, y la espuma de su corona formaba una circunferencia tres veces más grande que la de su base. Daba la impresión de que en cualquier momento la imponente columna de agua iba a estallar en un formidable torrente, y sin embargo continuaba ascendiendo.

La mirada de Conan recorrió el grupo ensangrentado y extenuado, y al ver que sólo uno de los marineros estaba algo menos herido y magullado que los demás gritó una maldición. Lo cogió por el cuello y lo sacudió con fuerza.

-«Dónde están los demás hombres? -preguntó el cimmerio levantando la voz por encima del ruido del agua.

-¡No quedamos más aquí que los que estamos! -exclamó el individuo-. Esos malditos negros los han matado a todos...

-¡Entonces sal de aquí! -bramó Conan, empujándolo con tanta violencia que el marinero salió catapultado por la arcada de salida-. Esa fuente va a reventar de un momento a otro.

-¡Nos ahogaremos todos! -se lamentó otro marinero que se dirigía cojeando hacia la salida.

-¡Nos ahogaremos en el infierno! -gritó Conan-. ¡Nos convertiremos en huesos petrificados! ¡Fuera de aquí, imbécil!

Conan corrió hacia la salida del patio, mirando a la vez la enorme columna de agua verdosa y a los hombres. Aturdidos por la reciente pelea y por el ruido ensordecedor del agua, algunos zingarios se movían como si estuvieran en trance. Conan los animó con un método muy simple. Aferraba a los rezagados por el cuello y los empujaba violentamente hacia la salida, aumentando el impulso con puntapiés en las nalgas, al tiempo que maldecía a toda la familia del rezagado. Sancha trató de permanecer a su lado, pero Conan se deshizo de sus brazos blasfemando con furia y luego le dio una palmada en las posaderas con tanta fuerza que la muchacha se encontró en el exterior de la arcada casi sin darse cuenta.

Conan no abandonó el patio hasta que estuvo seguro de que todos los hombres que seguían vivos habían salido del castillo. Se volvió para mirar la enorme columna de agua que empequeñecía las torres del extraño lugar, y huyó de aquel castillo del horror.

Los zingarios ya habían cruzado el borde de la llanura y bajaban por las laderas de la montaña. Sancha esperó a Conan en la cima de la primera colina, que se alzaba un poco más allá. El cimmerio se detuvo junto a ella para mirar por última vez en dirección al castillo. Parecía que una gigantesca flor verde con bordes blancos cubriera las torres, al tiempo que el rugido del agua llenaba el aire. Entonces la columna se rompió, produciendo un ruido semejante al de un poderoso trueno, y las murallas y torres quedaron cubiertas por un torrente atronador.

Conan tomó a la muchacha de la mano y huyó. Delante de ellos se alzaban numerosas colinas y detrás se oían las aguas de un río. Echó una mirada por encima de su hombro y vio una ancha cinta verde que subía y bajaba en su recorrido a través de las colinas. El torrente no se había extendido ni disipado. Fluía como una gigantesca serpiente por encima de los declives y las redondeadas cimas. Mantenía un curso constante... y los estaba siguiendo.

Cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, Conan se sintió invadido por una fuerza sobrenatural. Sancha tropezó y cayó de rodillas, gritando de desesperación y agotamiento. Conan la cogió en brazos, la cargó sobre uno de sus hombros y echó a correr a toda velocidad. Su pecho parecía a punto de estallar y sus rodillas temblaban. Apretó las mandíbulas y vio que los marineros corrían delante de él, impulsados por el mismo horror.

De repente apareció ante sus ojos el océano. En sus aguas tranquilas flotaba el Holgazán, intacto. Los hombres corrieron atropelladamente hacia los botes. Sancha se cayó al fondo de uno de ellos y permaneció inmóvil allí. Conan, aunque la sangre le zumbaba en los oídos y veía el mundo a través de una nube roja, tomó un remo para ayudar a sus jadeantes marineros.

Remaron todos juntos en dirección al barco, a punto de estallar por el agotamiento. El río verde surgía entre los árboles y éstos caían como si fueran arrancados de cuajo, para desaparecer luego bajo el líquido de color jade. Las aguas verdosas inundaron la playa y tocaron el océano. Las suaves olas de éste adquirieron un matiz más profundo, un color verde más oscuro y siniestro.

Los piratas seguían corriendo, sin pensar, animados por un miedo instintivo, que impulsaba a sus agotados cuerpos a realizar un esfuerzo supremo. En realidad no sabían qué temían, pero intuían que aquella terrible franja verde encerraba una amenaza para el cuerpo y para el alma. Conan también lo intuyó, y cuando vio que la franja verde surcaba las aguas del océano y se dirigía hacia ellos sin alterar su curso, recurrió a sus últimas fuerzas físicas con tanta fiereza que el remo se rompió en sus manos.

Por fin las proas de los botes tocaron el casco del Holgazán. Los marineros dejaron los botes a la deriva y subieron rápidamente por las cadenas del ancla. Sancha, cargada sobre un hombro de Conan, inerte como un cadáver, fue arrojada sobre la cubierta sin ceremonias, y el pirata se puso al timón y comenzó a dar órdenes a la diezmada tripulación. Conan se hizo cargo del mando y nadie se lo discutió. Los hombres lo seguían instintivamente. Manejaron como borrachos las maromas y las brazas. Se levaron anclas y se hincharon las velas. El Holgazán tembló unos segundos y luego se dirigió majestuosamente hacia el mar abierto. Conan miró en dirección a la playa. La franja verdosa brillaba sobre el agua como una llama de color esmeralda, a un remo de distancia de la quilla del Holgazán. No avanzó más.

Desde ese extremo de la franja, los ojos de Conan fueron recorriendo poco a poco toda su extensión hasta que llegó a la playa y luego a las colinas, y finalmente desapareció a lo lejos.

El pirata, recuperando su buen humor, sonrió a la jadeante tripulación. Sancha se encontraba cerca de él. Por sus mejillas se deslizaban unas lágrimas de histeria. Los pantalones de Conan colgaban como harapos sucios manchados de sangre. El cinturón y la vaina de su espada habían desaparecido. El sable, que había arrojado a bordo desde el bote, estaba mellado y cubierto de sangre. Sus brazos, piernas, pecho y hombros parecían haber sufrido las mordeduras de una pantera. Pero el pirata sonrió, al tiempo que separaba sus poderosas piernas y hacía girar la rueda del timón exhibiendo su fantástica musculatura.

-¿Y ahora qué? -preguntó la muchacha en voz baja.

-¡El lobo de los mares! -exclamó Conan lanzando una carcajada-. Con una escasa tripulación hecha pedazos. Pero bueno, los hombres aún pueden trabajar a bordo, y siempre se pueden encontrar más marineros. Ven aquí, muchacha, y dame un beso.

-¿Un beso? -gritó Sancha histéricamente-. ¿Cómo puedes pensar en besos en un momento como éste?

Las carcajadas de Conan ahogaron el ruido de las velas al tomar viento Luego levantó a la joven con un solo brazo y apretó con fiereza sus labios contra los de ella.

-¡Sólo pienso en la vida! -bramó-. ¡Los muertos, muertos están, y lo que ha pasado, ya no existe! Tengo un barco, hombres que saben pelear y una muchacha cuyos labios son como la miel. Eso es todo lo que deseo ahora. ¡Lamed vuestras heridas, muchachos! ¡Y abrid una barrica de vino! Vais a trabajar en este barco como jamás lo habéis hecho. ¡Malditos, bailad y cantad hasta que no podáis más! ¡Al diablo con los mares desiertos! ¡Navegaremos rumbo a lugares donde haya puertos y barcos mercantes que abordar!


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