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domingo, 19 de julio de 2009

EDGAR ALLAN POE --- LOS CRÍMENES DE LA RUE MORGUE

EDGAR ALLAN POE
LOS CRÍMENES DE LA
RUE MORGUE


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LOS CRÍMENES DE LA RUE MORGE - Edgar Allan Poe (1809 - 1849)
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LOS CRÍMENES DE LA RUE MORGUE
Edgar Allan Poe
Las condiciones mentales que suelen considerarse como analíticas son, en sí mismas,
poco susceptibles de análisis. Las consideramos tan sólo por sus efectos. De ellas sabemos,
entre otras cosas, que son siempre, para el que las posee, cuando se poseen en grado
extraordinario, una fuente de vivísimos goces. Del mismo modo que el hombre fuerte disfruta con
su habilidad física, deleitándose en ciertos ejercicios que ponen sus músculos en acción, el
analista goza con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de desentrañar. Consigue
satisfacción hasta de las más triviales ocupaciones que ponen en juego su talento. Se desvive
por los enigmas, acertijos y jeroglíficos, y en cada una de las soluciones muestra un sentido de
agudeza que parece al vulgo una penetración sobrenatural. Los resultados, obtenidos por un
solo espíritu y la esencia del método, adquieren realmente la apariencia total de una intuición.
Esta facultad de resolución está, posiblemente, muy fortalecida por los estudios
matemáticos, y especialmente por esa importantísima rama de ellos que, impropiamente y sólo
teniendo en cuenta sus operaciones previas, ha sido llamada par excellence análisis. Y, no
obstante, calcular no es intrínsecamente analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, lleva a
cabo lo uno sin esforzarse en lo otro. De esto se deduce que el juego de ajedrez, en sus efectos
sobre el carácter mental, no está lo suficientemente comprendido. Yo no voy ahora a escribir un
tratado, sino que prologo únicamente un relato muy singular, con observaciones efectuadas a la
ligera. Aprovecharé, por tanto, esta ocasión para asegurar que las facultades más importantes
de la inteligencia reflexiva trabajan con mayor decisión y provecho en el sencillo juego de damas
que en toda esa frivolidad primorosa del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen
distintos y bizarres movimientos, con diversos y variables valores, lo que tan sólo es complicado,
se toma equivocadamente —error muy común— por profundo. La atención, aquí, es
poderosamente puesta en juego. Si flaquea un solo instante, se comete un descuido, cuyos
resultados implican pérdida o derrota. Como quiera que los movimientos posibles no son
solamente variados, sino complicados, las posibilidades de estos descuidos se multiplican; de
cada diez casos, nueve triunfa el jugador más capaz de concentración y no el más perspicaz. En
el juego de damas, por el contrario, donde los movimientos son únicos y de muy poca variación,
las posibilidades de descuido son menores, y como la atención queda relativamente distraída,
las ventajas que consigue cada una de las partes se logran por una perspicacia superior. Para
ser menos abstractos supongamos, por ejemplo, un juego de damas cuyas piezas se han
reducido a cuatro reinas y donde no es posible el descuido. Evidentemente, en este caso la
victoria —hallándose los jugadores en igualdad de condiciones— puede decidirse en virtud de un
movimiento recherche resultante de un determinado esfuerzo de la inteligencia. Privado de los
recursos ordinarios, el analista consigue penetrar en el espíritu de su contrario; por tanto, se
identifica con él, y a menudo descubre de una ojeada el único medio —a veces, en realidad,
absurdamente sencillo— que puede inducirle a error o llevarlo a un cálculo equivocado.
Desde hace largo tiempo se conoce el whist por su influencia sobre la facultad
calculadora, y hombres de gran inteligencia han encontrado en él un goce aparentemente
inexplicable, mientras abandonaban el ajedrez como una frivolidad. No hay duda de que no
existe ningún juego semejante que haga trabajar tanto la facultad analítica. El mejor jugador de
ajedrez del mundo sólo puede ser poco más que el mejor jugador de ajedrez; pero la habilidad
en el whist implica ya capacidad para el triunfo en todas las demás importantes empresas en las
que la inteligencia se enfrenta con la inteligencia. Cuando digo habilidad, me refiero a esa
perfección en el juego que lleva consigo una comprensión de todas las fuentes de donde se
deriva una legítima ventaja. Estas fuentes no sólo son diversas, sino también multiformes. Se
hallan frecuentemente en lo más recóndito del pensamiento, y son por entero inaccesibles para
las inteligencias ordinarias. Observar atentamente es recordar distintamente. Y desde este punto
de vista, el jugador de ajedrez capaz de intensa concentración jugará muy bien al whist, puesto
que las reglas de Hoyle, basadas en el puro mecanismo del juego, son suficientes y, por lo
general, comprensibles. Por esto, el poseer una buena memoria y jugar de acuerdo con «el
libro» son, por lo común, puntos considerados como la suma total del jugar excelentemente.
Pero en los casos que se hallan fuera de los límites de la pura regla es donde se evidencia el
talento del analista. En silencio, realiza una porción de observaciones y deducciones.
Posiblemente, sus compañeros harán otro tanto, y la diferencia en la extensión de la información
obtenido no se basará tanto en la validez de la deducción como en la calidad de la observación.
Lo importante es saber lo que debe ser observado. Nuestro jugador no se reduce únicamente al
juego, y aunque éste sea el objeto de su atención, habrá de prescindir de determinadas
deducciones originadas al considerar objetos extraños al juego. Examina la fisonomía de su
compañero, y la compara cuidadosamente con la de cada uno de sus contrarios. Se fija en el
modo de distribuir las cartas a cada mano, con frecuencia calculando triunfo por triunfo y tanto
por tanto observando las miradas de los jugadores a su juego. Se da cuenta de cada una de las
variaciones de los rostros a medida que avanza el juego, recogiendo gran número de ideas por
las diferencias que observa en las distintas expresiones de seguridad, sorpresa, triunfo o
desagrado. En la manera de recoger una baza juzga si la misma persona podrá hacer la que
sigue. Reconoce la carta jugada en el ademán con que se deja sobre la mesa. Una palabra
casual o involuntaria; la forma accidental con que cae o se vuelve una carta, con la ansiedad o la
indiferencia que acompañan la acción de evitar que sea vista; la cuenta de las bazas y el orden
de su colocación; la perplejidad, la duda, el entusiasmo o el temor, todo ello facilita a su
aparentemente intuitiva percepción indicaciones del verdadero estado de cosas. Cuando se han
dado las dos o tres primeras vueltas, conoce completamente los juegos de cada uno, y desde
aquel momento echa sus cartas con tal absoluto dominio de propósitos como si el resto de los
jugadores las tuvieran vueltas hacia él.
El poder analítico no debe confundirse con el simple ingenio, porque mientras el analista
es necesariamente ingenioso, el hombre ingenioso está con frecuencia notablemente
incapacitado para el análisis. La facultad constructiva o de combinación con que por lo general
se manifiesta el ingenio, y a la que los frenólogos, equivocadamente, a mi parecer, asignan un
órgano aparte, suponiendo que se trata de una facultad primordial, se ha visto tan a menudo en
individuos cuya inteligencia bordeaba, por otra parte, la idiotez, que ha atraído la atención
general de los escritores de temas morales. Entre el ingenio y la aptitud analítica hay una
diferencia mucho mayor, en efecto, que entre la fantasía y la imaginación, aunque de un carácter
rigurosamente análogo. En realidad, se observará fácilmente que el hombre ingenioso es
siempre fantástico, mientras qu e el verdadero imaginativo nunca deja de ser analítico.
El relato que sigue a continuación podrá servir en cierto modo al lector para ilustrarle en
una interpretación de las proposiciones que acabo de anticipar.
Encontrándome en París durante la primavera y parte del verano de 18..., conocí allí a
Monsieur C. Auguste Dupin. Pertenecía este joven caballero a una excelente, o, mejor dicho,
ilustre familia, pero por una serie de adversos sucesos se había quedado reducido a tal pobreza,
que sucumbió la energía de su carácter y renunció a sus ambiciones mundanas, lo mismo que a
procurar el restablecimiento de su fortuna. Con el beneplácito de sus acreedores, quedó todavía
en posesión de un pequeño resto de su patrimonio, y con la renta que éste le producía encontró
el medio, gracias a una economía rigurosa, de subvenir a las necesidades de su vida, sin
preocuparse en absoluto por lo más superfluo. En realidad, su único lujo eran los libros, y en
París éstos son fáciles de adquirir.
Nuestro conocimiento tuvo efecto en una oscura biblioteca de la rue Montmartre, donde
nos puso en estrecha intimidad la coincidencia de buscar los dos un muy raro y al mismo tiempo
notable volumen. Nos vimos con frecuencia. Yo me había interesado vivamente por la sencilla
historia de su familia, que me contó detalladamente con toda la ingenuidad con que un francés
se explaya en sus confidencias cuando habla de sí mismo. Por otra parte, me admiraba el
número de sus lecturas, y, sobre todo, me llegaba al alma el vehemente afán y la viva fr escura
de su imaginación. La índole de las investigaciones que me ocupaban entonces en París me
hicieron comprender que la amistad de un hombre semejante era para mí un inapreciable tesoro.
Con esta idea, me confié francamente a él. Por último, convinimos en que viviríamos juntos todo
el tiempo que durase mi permanencia en la ciudad, y como mis asuntos económicos se
desenvolvían menos embarazosamente que los suyos, me fue permitido participar en los gastos
de alquiler, y amueblar, de acuerdo con el carácter algo fantástico y melancólico de nuestro
común temperamento, una vieja y grotesca casa abandonada hacía ya mucho tiempo, en virtud
de ciertas supersticiones que no quisimos averiguar. Lo cierto es que la casa se estremecía
como si fuera a hundirse en un retirado y desolado rincón del faubourg Saint-Germain.
Si hubiera sido conocida por la gente la rutina de nuestra vida en aquel lugar, nos
hubieran tomado por locos, aunque de especie inofensiva. Nuestra reclusión era completa. No
recibíamos visita alguna. En realidad, el lugar de nuestro retiro era un secreto guardado
cuidadosamente para mis antiguos camaradas, y ya hacía mucho tiempo que Dupin había
cesado de frecuentar o hacerse visible en París. Vivíamos sólo para nosotros.
Una rareza del carácter de mi amigo —no sé cómo calificarla de otro modo— consistía
en estar enamorado de la noche. Pero con esta bizarrerie, como con todas las demás suyas,
condescendía yo tranquilamente, y me entregaba a sus singulares caprichos con un perfecto
abandon. No siempre podía estar con nosotros la negra divinidad, pero sí podíamos falsear su
presencia. En cuanto la mañana alboreaba, cerrábamos inmediatamente los macizos postigos de
nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías intensamente perfumadas y que sólo daban
un lívido y débil resplandor, bajo el cual entregábamos nuestras almas a sus ensueños, leíamos,
escribíamos o conversábamos, hasta que el reloj nos advertía la llegada de la verdadera
oscuridad. Salíamos entonces cogidos del brazo a pasear por las calles, continuando la
conversación del día y rondando por doquier hasta muy tarde, buscando a través de las
estrafalarias luces y sombras de la populosa ciudad esas innumerables excitaciones mentales
que no puede procurar la tranquila observación.
En circunstancias tales, yo no podía menos de notar y admirar en Dupin (aunque ya, por
la rica imaginación de que estaba dotado, me sentía preparado a esperarlo) un talento
particularmente analítico. Por otra parte, parecía deleitarse intensamente en ejercerlo (si no
exactamente en desplegarlo), y no vacilaba en confesar el placer que ello le producía. Se
vanagloriaba ante mí burlonamente de que muchos hombres, para él, llevaban ventanas en el
pecho, y acostumbraba a apoyar tales afirmaciones usando de pruebas muy sorprendentes y
directas de su íntimo conocimiento de mí. En tales momentos, sus maneras eran glaciales y
abstraídas. Se quedaban sus ojos sin expresión, mientras su voz, por lo general ricamente
atenorada, se elevaba hasta un timbre atiplado, que hubiera parecido petulante de no ser por la
ponderada y completa claridad de su pronunciación. A menudo, viéndolo en tales disposiciones
de ánimo, meditaba yo acerca de la antigua filosofía del Alma Doble, y me divertía la idea de un
doble Dupin: el creador y el analítico.
Por cuanto acabo de decir, no hay que creer que estoy contando algún misterio o
escribiendo una novela. Mis observaciones a propósito de este francés no son más que el
resultado de una inteligencia hiperestesiada o tal vez enferma. Un ejemplo dará mejor idea de la
naturaleza de sus observaciones durante la época a que aludo.
Íbamos una noche paseando por una calle larga y sucia, cercana al Palais Royal. Al
parecer, cada uno de nosotros se había sumido en sus propios pensamientos, y por lo menos
durante quince minutos ninguno pronunció una sola sílaba. De pronto, Dupin rompió el silencio
con estas palabras:
—En realidad, ese muchacho es demasiado pequeño y estaría mejor en el Théâtre des
Varietés.
—No cabe duda —repliqué, sin fijarme en lo que decía y sin observar en aquel momento,
tan absorto había estado en mis reflexiones, el modo extraordinario con que mi interlocutor había
hecho coincidir sus palabras con mis meditaciones.
Un momento después me repuse y experimenté un profundo asombro.
—Dupin —dije gravemente—, lo que ha sucedido excede mi comprensión. No vacilo en
manifestar que estoy asombrado y que apenas puedo dar crédito a lo que he oído. ¿Cómo es
posible que haya usted podido adivinar que estaba pensando en... ?
Diciendo esto, me interrumpí para asegurarme, ya sin ninguna dada, de que él sabía
realmente en quién pensaba.
—¿En Chantilly? —preguntó—. ¿Por qué se ha interrumpido? Usted pensaba que su
escasa estatura no era la apropiada para dedicarse a la tragedia.
Esto era precisamente lo que había constituido el tema de mis reflexiones. Chantilly era
un ex zapatero remendón de la rue Saint Denis que, apasionado por el teatro, había
representado el papel de Jeries en la tragedia de Crebillon de este título. Pero sus esfuerzos
habían provocado la burla del público.
—Dígame usted, por Dios —exclamé—, por qué método, si es que hay alguno, ha
penetrado usted en mi alma en este caso.
Realmente, estaba yo mucho más asombrado de lo que hubiese querido confesar.
—Ha sido el vendedor de frutas —contestó mi amigo— quien le ha llevado a usted a la
conclusión de que el remendón de suelas no tiene la suficiente estatura para representar el papel
de Jerjes et id genus omne.
—¿El vendedor de frutas? Me asombra usted. No conozco a ninguno.
—Sí; es ese hombre con quien ha tropezado usted al entrar en esta calle, hará unos
quince minutos.
Recordé entonces que, en efecto, un vendedor de frutas, que llevaba sobre la cabeza
una gran banasta de manzanas, estuvo a punto de hacerme caer, sin pretenderlo, cuando
pasábamos de la calle C... a la calleja en que ahora nos encontrábamos. Pero yo no podía
comprender la relación de este hecho con Chantilly.
No había por qué suponer charlatanerie alguna en Dupin.
—Se lo explicaré —me dijo—. Para que pueda usted darse cuenta de todo claramente,
vamos a repasar primero en sentido inverso el curso de sus meditaciones desde este instante en
que le estoy hablando hasta el de su rencontre con el vendedor de frutas. En sentido inverso, los
más importantes eslabones de la cadena se suceden de esta forma: Chantilly, Orión, doctor
Nichols, Epicuro, estereotomía de los adoquines y el vendedor de frutas.
Existen pocas personas que no se hayan entretenido, en cualquier momento de su vida,
en recorrer en sentido inverso las etapas por las cuales han sido conseguidas ciertas
conclusiones de su inteligencia. Frecuentemente es una ocupación llena de interés, y el que la
prueba por primera vez se asombra de la aparente distancia ilimitada y de la falta de ilación que
parece median desde el punto de partida hasta la meta final. Júzguese, pues, cuál no sería mi
asombro cuando escuché lo que el francés acababa de decir, y no pude menos de reconocer
que había dicho la verdad. Continuó después de este modo:
—Si mal no recuerdo, en el momento en que íbamos a dejar la calle C... hablábamos de
caballos. Éste era el último tema que discutimos. Al entrar en esta calle, un vendedor de frutas
que llevaba una gran banasta sobre la cabeza, pasó velozmente ante nosotros y lo empujó a
usted contra un montón de adoquines, en un lugar donde la calzada se encuentra en reparación.
Usted puso el pie sobre una de las piedras sueltas, resbaló y se torció levemente el tobillo.
Aparentó usted cierto fastidio o mal humor, murmuró unas palabras, se volvió para observar el
montón de adoquines y continuó luego caminando en silencio. Yo no prestaba particular atención
a lo que usted hacía, pero, desde hace mucho tiempo, la observación se ha convertido para mí
en una especie de necesidad.
»Caminaba usted con los ojos fijos en el suelo, mirando, con malhumorada expresión,
los baches y rodadas del empedrado, por lo que deduje que continuaba usted pensando todavía
en las piedras. Procedió así hasta que llegamos a la callejuela llamada Lamartine, que, a modo
de prueba, ha sido pavimentada con tarugos sobrepuestos y acoplados sólidamente. Al entrar en
ella, su rostro se iluminó, y me di cuenta de que se movían sus labios. Por este movimiento no
me fue posible dudar que pronunciaba usted la palabra «estereotomía», término que tan
afectadamente se aplica a esta especie de pavimentación. Yo estaba seguro de que no podía
usted pronunciar para sí la palabra «estereotomía» sin que esto le llevara a pensar en los
átomos, y, por consiguiente, en las teorías de Epicuro. Y como quiera que no hace mucho rato
discutíamos este tema, le hice notar a usted de qué modo tan singular, y sin que ello haya sido
muy notado, las vagas conjeturas de ese noble griego han encontrado en la reciente cosmogonía
nebular su confirmación. He comprendido por esto que no podía usted resistir a la tentación de
levantar sus ojos a la gran nobula de Orión, y con toda seguridad he esperado que usted lo
hiciera. En efecto, usted ha mirado a lo alto, y he adquirido entonces la certeza de haber seguido
correctamente el hilo de sus pensamientos. Ahora bien, en la amarga tirada sobre Chantilly,
publicada ayer en el Musée, el escritor satírico, haciendo mortificantes alusiones al cambio de
nombre del zapatero al calzarse el coturno, citaba un verso latino del que hemos hablado
nosotros con frecuencia. Me refiero a éste:
Perdidit antiquum litera prima sonum1.
»Yo le había dicho a usted que este verso se relacionaba con la palabra Orión, que en
un principio se escribía Urión. Además, por determinadas discusiones un tanto apasionadas que
tuvimos acerca de mi interpretación, tuve la seguridad de que usted no la habría olvidado. Por
tanto, era evidente que asociaría usted las dos ideas: Orión y Chantilly, y esto lo he comprendido
por la forma de la sonrisa que he visto en sus labios. Ha pensado usted, pues, en aquella
inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento, usted había caminado con el cuerpo
encorvado, pero a partir de entonces se irguió usted, recobrando toda su estatura. Este
movimiento me ha confirmado que pensaba usted en la diminuta figura de Chantilly, y ha sido
entonces cuando he interrumpido sus meditaciones para observar que, por tratarse de un
hombre de baja estatura, estaría mejor Chantilly en el Théâtre des Varietés.
Poco después de esta conversación hojeábamos una edición de la tarde de la Gazette
des Tribunaux cuando llamaron nuestra atención los siguientes titulares:
«EXTRAORDINARIOS CRÍMENES
»Esta madrugada, alrededor de las tres, los habitantes del quartier Saint-Roch fueron
despertados por una serie de espantosos gritos que parecían proceder del cuarto piso de una
casa de la rue Morgue, ocupada, según se dice, por una tal Madame L'Espanaye y su hija
Mademoiselle Camille L'Espanaye. Después de algún tiempo empleado en infructuosos
esfuerzos para poder penetrar buenamente en la casa, se forzó la puerta de entrada con una
palanca de hierro, y entraron ocho o diez vecinos acompañados de dos gendarmes. En ese
momento cesaron los gritos; pero en cuanto aquellas personas llegaron apresuradamente al
primer rellano de la escalera, se distinguieron dos o más voces ásperas que parecían disputar
violentamente y proceder de la parte alta de la casa. Cuando la gente llegó al segundo rellano,
cesaron también aquellos rumores y todo permaneció en absoluto silencio. Los vecinos
recorrieron todas las habitaciones precipitadamente. Al llegar, por último, a una gran sala situada
en la parte posterior del cuarto piso, cuya puerta hubo de ser forzada, por estar cerrada
interiormente con llave, se ofreció a los circunstantes un espectáculo que sobrecogió su ánimo,
no sólo de horror, sino de asombro.
»Se hallaba la habitación en violento desorden, rotos los muebles y diseminados en
todas direcciones. No quedaba más lecho que la armadura de una cama, cuyas partes habían
sido arrancadas y tiradas por el suelo. Sobre una silla se encontró una navaja barbera manchada
de sangre. Había en la chimenea dos o tres largos y abundantes mechones de pelo cano,
empapados en sangre y que parecían haber sido arrancados de raíz. En el suelo se encontraron
1 La antigua palabra perdió su primera letra.
cuatro napoleones, un zarcillo adornado con un topacio, tres grandes cucharas de plata, tres
cucharillas de metal d,Alger y dos sacos conteniendo, aproximadamente, cuatro mil francos en
oro. En un rincón se hallaron los cajones de una cómoda abiertos, y, al parecer, saqueados,
aunque quedaban en ellos algunas cosas. Se encontró también un cofrecillo de hierro bajo la
cama, no bajo su armadura. Se hallaba abierto, y la cerradura contenía aún la llave. En el cofre
no se encontraron más que unas cuantas cartas viejas y otros papeles sin importancia.
»No se encontró rastro alguno de Madame L'Espanaye; pero como quiera que se notase
una anormal cantidad de hollín en el hogar, se efectuó un reconocimiento de la chimenea, y —
horroriza decirlo— se extrajo de ella el cuerpo de su hija, que estaba colocado cabeza abajo y
que había sido introducido por la estrecha abertura hasta una altura considerable. El cuerpo
estaba todavía caliente. Al examinarlo se comprobaron en él numerosas escoriaciones
ocasionadas sin duda por la violencia con que el cuerpo había sido metido allí y por el esfuerzo
que hubo de emplearse para sacarlo. En su rostro se veían profundos arañazos, y en la
garganta, cárdenas magulladuras y hondas huellas producidas por las uñas, como si la muerte
se hubiera verificado por estrangulación.
»Después de un minucioso examen efectuado en todas las habitaciones, sin que se
lograra ningún nuevo descubrimiento, los presentes se dirigieron a un pequeño patio
pavimentado, situado en la parte posterior del edificio, donde hallaron el cadáver de la anciana
señora, con el cuello cortado de tal modo, que la cabeza se desprendió del tronco al levantar el
cuerpo. Tanto éste como la cabeza estaban tan horriblemente mutilados, que apenas
conservaban apariencia humana.
»Que sepamos, no se ha obtenido hasta el momento el menor indicio que permita
aclarar este horrible misterio.»
El diario del día siguiente daba algunos nuevos pormenores:
«LA TRAGEDIA DE LA RUE MORGUE
»Gran número de personas han sido interrogadas con respecto a tan extraordinario y
horrible affaire (la palabra affaire no tiene todavía en Francia el poco significado que se le da
entre nosotros), pero nada ha podido deducirse que arroje alguna luz sobre ello. Damos a
continuación todas las declaraciones más importantes que se han obtenido:
»Pauline Dubourg, lavandera, declara haber conocido desde hace tres años a las
víctimas y haber lavado para ellas durante todo este tiempo. Tanto la madre como la hija
parecían vivir en buena armonía y profesarse mutuamente un gran cariño. Pagaban con
puntualidad. Nada se sabe acerca de su género de vida y medios de existencia. Supone que
Madame L'Espanaye decía la buenaventura para ganarse el sustento. Tenía fama de poseer
algún dinero escondido. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando la llamaban para
recoger la ropa, ni cuando la devolvía. Estaba absolutamente segura de que las señoras no
tenían servidumbre alguna. Salvo el cuarto piso, no parecía que hubiera muebles en ninguna
parte de la casa.
»Pierre Moreau, estanquero, declara que es el habitual proveedor de tabaco y de rapé
de Madame L'Espanaye desde hace cuatros años. Nació en su vecindad y ha vivido siempre allí.
Hacía más de seis años que la muerta y su hija vivían en la casa donde fueron encontrados sus
cadáveres. Anteriormente a su estadía, el piso había sido ocupado por un joyero, que alquilaba a
su vez las habitaciones interiores a distintas personas. La casa era propiedad de Madame
L'Espanaye. Descontenta por los abusos de su inquilino, se había trasladado al inmueble de su
propiedad, negándose a alquilar ninguna parte de él. La buena señora chocheaba a causa de la
edad. El testigo había visto a su hija unas cinco o seis veces durante los seis años. Las dos
llevaban una vida muy retirada, y era fama que tenían dinero. Entre los vecinos había oído decir
que Madame L'Espanaye decía la buenaventura, pero él no lo creía. Nunca había visto atravesar
la puerta a nadie, excepto a la señora y a su hija, una o dos voces a un recadero y ocho o diez a
un médico.
»En esta misma forma declararon varios vecinos, pero de ninguno de ellos se dice que
frecuentaran la casa. Tampoco se sabe que la señora y su hija tuvieran parientes vivos.
Raramente estaban abiertos los postigos de los balcones de la fachada principal. Los de la parte
trasera es taban siempre cerrados, a excepción de las ventanas de la gran sala posterior del
cuarto piso. La casa era una finca excelente y no muy vieja.
»Isidoro Muset, gendarme, declara haber sido llamado a la casa a las tres de la
madrugada, y dice que halló ante la puerta principal a unas veinte o treinta personas que
procuraban entrar en el edificio. Con una bayoneta, y no con una barra de hierro, pudo, por fin,
forzar la puerta. No halló grandes dificultades en abrirla, porque era de dos hojas y carecía de
cerrojo y pasador en su parte alta. Hasta que la puerta fue forzada, continuaron los gritos, pero
luego cesaron repentinamente. Daban la sensación de ser alaridos de una o varias personas
víctimas de una gran angustia. Eran fuertes y prolongados, y no gritos breves y rápidos. El
testigo subió rápidamente los escalones. Al llegar al primer rellano, oyó dos voces que
disputaban acremente. Una de éstas era áspera, y la otra, aguda, una voz muy extraña. De la
primera pudo distinguir algunas palabras, y le pareció francés el que las había pronunciado.
Pero, evidentemente, no era voz de mujer. Distinguió claramente las palabras "sacre" y "diable".
La aguda voz pertenecía a un extranjero, pero el declarante no puede asegurar si se trataba de
hombre o mujer. No pudo distinguir lo que decían, pero supone que hablasen español. El testigo
descubrió el estado de la casa y de los cadáveres como fue descrito ayer por nosotros.
»Henri Duval, vecino, y de oficio platero, declara que él formaba parte del grupo que
entró primeramente en la casa. En términos generales, corrobora la declaración de Muset. En
cuanto se abrieron paso, forzando la puerta, la cerraron de nuevo, con objeto de contener a la
muchedumbre que se había reunido a pesar de la hora. Este opina que la voz aguda sea la de
un italiano, y está seguro de que no era la de un francés. No conoce el italiano. No pudo
distinguir las palabras, pero, por la entonación del que hablaba, está convencido de que era un
italiano. Conocía a Madame L'Espanaye y a su hija. Con las dos había conversado con
frecuencia. Estaba seguro de que la voz no correspondía a ninguna de las dos mujeres.
»Odenheimer, restaurateur. Voluntariamente, el testigo se ofreció a declarar. Como no
hablaba francés, fue interrogado haciéndose uso de un intérprete. Es natural de Ámsterdam.
Pasaba por delante de la casa en el momento en que se oyeron los gritos. Se detuvo durante
unos minutos, diez, probablemente. Eran fuertes y prolongados, y producían horror y angustia.
Fue uno de los que entraron en la casa. Corrobora las declaraciones anteriores en todos sus
detalles, excepto uno: está seguro de que la voz aguda era la de un hombre, la de un francés.
No pudo distinguir claramente las palabras que había pronunciado. Estaban dichas en alta voz y
rápidamente, con cierta desigualdad, pronunciadas, según suponía, con miedo y con ira al
mismo tiempo. La voz era áspera. Realmente, no puede asegurarse que fuese una voz aguda.
La voz grave dijo varias veces: "Sacré", "diable", y una sola "Man Dieu".
»Jules Mignaud, banquero, de la casa "Mignaud et Fils", de la rue Deloraie. Es el mayor
de los Mignaud. Madame L'Espanaye tenía algunos intereses. Había abierto una cuenta
corriente en su casa de banca en la primavera del año... (ocho años antes). Con frecuencia
había ingresado pequeñas cantidades. No retiró ninguna hasta tres días antes de su muerte. La
retiró personalmente, y la suma ascendía a cuatro mil francos. La cantidad fue pagada en oro, y
se encargó a un dependiente que la llevara a su casa.
»Adolphe Le Bon, dependiente de la "Banca Mignaud et Fils", declara que en el día de
autos, al mediodía, acompañó a Madame L'Espanaye a su domicilio con los cuatro mil francos,
distribuidos en dos pequeños talegos. Al abrirse la puerta, apareció Mademoiselle L'Espanaye
Ésta cogió uno de los saquitos, y la anciana señora el otro. Entonces, él saludó y se fue. En
aquellos momentos no había nadie en la calle. Era una calle apartada, muy solitaria.
»William Bird, sastre, declara que fue uno de los que entraron en la casa. Es inglés. Ha
vivido dos años en París. Fue uno de los primeros que subieron por la escalera. Oyó las voces
que disputaban. La gruesa era de un francés. Pudo oír algunas palabras, pero ahora no puede
recordarlas todas. Oyó claramente "sacré" y "Man Dieu". Por un momento se produjo un rumor,
como si varias personas peleasen. Ruido de riña y forcejeo. La voz aguda era muy fuerte, más
que la grave. Está seguro de que no se trataba de la voz de ningún inglés, sino más bien la de
un alemán. Podía haber sido la de una mujer. No entiende el alemán.
»Cuatro de los testigos mencionados arriba, nuevamente interrogados, declararon que la
puerta de la habitación en que fue encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye se hallaba
cerrada por dentro cuando el grupo llegó a ella. Todo se hallaba en un silencio absoluto. No se
oían ni gemidos ni ruidos de ninguna especie. Al forzar la puerta, no se vio a nadie. Tanto las
ventanas de la parte posterior como las de la fachada estaban cerradas y aseguradas
fuertemente por dentro con sus cerr ojos respectivos. Entre las dos salas se hallaba también una
puerta de comunicación, que estaba cerrada, pero no con llave. La puerta que conducía de la
habitación delantera al pasillo estaba cerrada por dentro con llave. Una pequeña estancia de la
parte delantera del cuarto piso, a la entrada del pasillo, estaba abierta también, puesto que tenía
la puerta entornada. En esta sala se hacinaban camas viejas, cofres y objetos de esta especie.
No quedó una sola pulgada de la casa sin que hubiese sido registrada cuidadosamente. Se
ordenó que tanto por arriba como por abajo se introdujeran deshollinadores por las chimeneas.
La casa constaba de cuatro pisos, con buhardillas (mansardas). En el techo se hallaba,
fuertemente asegurado, un escotillón, y parecía no haber sido abierto durante muchos años. Por
lo que respecta al intervalo de tiempo transcurrido entre las voces que disputaban y el acto de
forzar la puerta del piso, las afirmaciones de los testigos difieren bastante. Unos hablan de tres
minutos, y otros amplían este tiempo a cinco. Costó mucho forzar la puerta.
»Alfonso García, empresario de pompas fúnebres, declara que habita en la rue Morgue,
y que es español. También formaba parte del grupo que entró en la casa. No subió la escalera,
porque es muy nervioso y temía los efectos que pudiera producirle la emoción. Oyó las voces
que disputaban. La grave era de un francés. No pudo distinguir lo que decían, y está seguro de
que la voz aguda era de un inglés. No entiende este idioma, pero se basa en la entonación.
»Alberto Montan, confitero declara haber sido uno de los primeros en subir la escalera.
Oyó las voces aludidas. La grave era de francés. Pudo distinguir varias palabras. Parecía como
si este individuo reconviniera a otro. En cambio, no pudo comprender nada de la voz aguda.
Hablaba rápidamente y de forma entrecortada. Supone que esta voz fuera la de un ruso.
Corrobora también las declaraciones generales. Es italiano. No ha hablado nunca con ningún
ruso.
»Interrogados de nuevo algunos testigos, certificaron que las chimeneas de todas las
habitaciones del cuarto piso eran demasiado estrechas para que permitieran el paso de una
persona. Cuando hablaron de "deshollinadores", se refirieron a las escobillas cilíndricas que con
ese objeto usan los limpiachimeneas. Las escobillas fueron pasadas de arriba abajo por todos
los tubos de la casa. En la parte posterior de ésta no hay paso alguno por donde alguien hubiese
podido bajar mientras el grupo subía las escaleras. El cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye
estaba tan fuertemente introducido en la chimenea, que no pudo ser extraído de allí sino con la
ayuda de cinco hombres.
»Paul Dumas, médico, declara que fue llamado hacia el amanecer para examinar los
cadáveres. Yacían entonces los dos sobre las correas de la armadura de la cama, en la
habitación donde fue encontrada Mademoiselle L'Espanaye. El cuerpo de la joven estaba muy
magullado y lleno de excoriaciones. Se explican suficientemente estas circunstancias por haber
sido empujado hacia arriba en la chimenea. Sobre todo, la garganta presentaba grandes
excoriaciones. Tenía también profundos arañazos bajo la barbilla, al lado de una serie de lívidas
manchas que eran, evidentemente, impresiones de dedos. El rostro se hallaba horriblemente
descolorido, y los ojos fuera de sus órbitas. La lengua había sido mordida y seccionada
parcialmente. Sobre el estómago se descubrió una gran magulladura, producida, según se
supone, por la presión de una rodilla. Según Monsieur Dumas, Mademoiselle L'Espanaye había
sido estrangulada por alguna persona o personas desconocidas. El cuerpo de su madre estaba
horriblemente mutilado. Todos los huesos de la pierna derecha y del brazo estaban, poco o
mucho, quebrantados. La tibia izquierda, igual que las costillas del mismo lado, estaban hechas
astillas. Tenía todo el cuerpo con espantosas magulladuras y descolorido. Es imposible certificar
cómo fueron producidas aquellas heridas. Tal vez un pesado garrote de madera, o una gran
barra de hierro —alguna silla—, o una herramienta ancha, pesada y roma, pod ría haber
producido resultados semejantes. Pero siempre que hubieran sido manejados por un hombre
muy fuerte. Ninguna mujer podría haber causado aquellos golpes con clase alguna de arma.
Cuando el testigo la vio, la cabeza de la muerta estaba totalmente separada del cuerpo y,
además, destrozada. Evidentemente, la garganta había sido seccionada con un instrumento
afiladísimo, probablemente una navaja barbera.
»Alexandre Etienne, cirujano, declara haber sido llamado al mismo tiempo que el doctor
Dumas, para examinar los cuerpos. Corroboró la declaración y las opiniones de éste.
»No han podido obtenerse más pormenores importantes en otros interrogatorios. Un
crimen tan extraño y tan complicado en todos sus aspectos no había sido cometido jamás en
París, en el caso de que se trate realmente de un crimen. La Policía carece totalmente de rastro,
circunstancia rarísima en asuntos de tal naturaleza. Puede asegurarse, pues, que no existe la
menor pista.»
En la edición de la tarde, afirmaba el periódico que reinaba todavía gran excitación en el
quartier Saint-Roch; que, de nuevo, se habían investigado cuidadosamente las circunstancias del
crimen, pero que no se había obtenido ningún resultado. A última hora anunciaba una noticia que
Adolphe Le Bon había sido detenido y encarcelado; pero ninguna de las circunstancias ya
expuestas parecía acusarle.
Dupin demostró estar particularmente interesado en el desarrollo de aquel asunto;
cuando menos, así lo deducía yo por su conducta, porque no hacía ningún comentario. Tan sólo
después de haber sido encarcelado Le Bon me preguntó mi parecer sobre aquellos asesinatos.
Yo no pude expresarle sino mi conformidad con todo el público parisiense, considerando
aquel crimen como un misterio insoluble. No acertaba a ver el modo en que pudiera darse con el
asesino.
—Por interrogatorios tan superficiales no podemos juzgar nada con respecto al modo de
encontrarlo —dijo Dupin—. La Policía de París, tan elogiada por su perspicacia, es astuta, pero
nada más. No hay más método en sus diligencias que el que las circunstancias sugieren.
Exhiben siempre las medidas tomadas, pero con frecuencia ocurre que son tan poco apropiadas
a los fines propuestos que nos hacen pensar en Monsieur Jourdain pidiendo su robede-chambre,
pour mieux entendre la musique. A veces no dejan de ser sorprendentes los resultados
obtenidos. Pero, en su mayor parte, se consiguen por mera insistencia y actividad. Cuando
resultan ineficaces tales procedimientos, fallan todos sus planes. Vidocq, por ejemplo, era un
excelente adivinador y un hombre perseverante; pero como su inteligencia carecía de educación,
se equivocaba con frecuencia por la misma intensidad de sus investigaciones. Disminuía el
poder de su visión por mirar el objeto tan de cerca. Era capaz de ver, probablemente, una o dos
circunstancias con una poco corriente claridad; pero al hacerlo perdía necesariamente la visión
total del asunto. Esto puede decirse que es el defecto de ser demasiado profundo. La verdad no
está siempre en el fondo de un pozo. En realidad, yo pienso que, en cuanto a lo que más importa
conocer, es invariablemente superficial. La profundidad se encuentra en los valles donde la
buscamos, pero no en las cumbres de las montañas, que es donde la vemos. Las variedades y
orígenes de esta especie de error tienen un magnífico ejemplo en la contemplación de los
cuerpos celestes. Dirigir a una estrella una rápida ojeada, examinarla oblicuamente, volviendo
hacia ella las partes exteriores de la retina (que son más sensibles a las débiles impresiones de
la luz que las anteriores), es contemplar la estrella distintamente, obtener la más exacta
apreciación de su brillo, brillo que se oscurece a medida que volvemos nuestra visión de lleno
hacía ella. En el último caso, caen en los ojos mayor número de rayos, pero en el primero se
obtiene una receptibilidad más afinada. Con una extrema profundidad, embrollamos y
debilitamos el pensamiento, y aun lo confundimos. Podemos, incluso, lograr que Venus se
desvanezca del firmamento si le dirigimos una atención demasiado sostenida, demasiado
concentrada o demasiado directa.
»Por lo que respecta a estos asesinatos, examinemos algunas investigaciones por
nuestra cuenta, antes de formar de ellos una opinión. Una investigación como ésta nos procurará
una buena diversión —a mí me pareci ó impropia esta última palabra, aplicada al presente caso,
pero no dije nada—, y, por otra parte, Le Bon ha comenzado por prestarme un servicio y quiero
demostrarle que no soy un ingrato. Iremos al lugar del suceso y lo examinaremos con nuestros
propios ojos. Conozco a G..., el prefecto de Policía, y no me será difícil conseguir el permiso
necesario.
Nos fue concedida la autorización, y nos dirigimos inmediatamente a la rue Morgue. Es
ésta una de esas miserables callejuelas que unen la rue Richelieu y la de Saint-Roch. Cuando
llegamos a ella, eran ya las últimas horas de la tarde, porque este barrio se encuentra situado a
gran distancia de aquel en que nosotros vivíamos. Pronto hallamos la casa; aún había frente a
ella varias personas mirando con vana curiosidad las ventanas cerradas. Era una casa como
tantas de París. Tenía una puerta principal, y en uno de sus lados había una casilla de cristales
con un bastidor corredizo en la ventanilla, y parecía ser la loge de concierge2. Antes de entrar
nos dirigimos calle arriba, y, torciendo de nuevo, pasamos a la fachada posterior del edificio.
Dupin examinó durante todo este rato los alrededores, así como la casa, con una atención tan
cuidadosa, que me era imposible comprender su finalidad.
Volvimos luego sobre nuestros pasos, y llegamos ante la fachada de la casa. Llamamos
a la puerta, y después de mostrar nuestro permiso, los agentes de guardia nos permitieron la
entrada. Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde había sido encontrado el
cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye y donde se hallaban aún los dos cadáveres. Como de
costumbre, había sido respetado el desorden de la habitación. Nada vi de lo que se había
publicado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo analizaba todo minuciosamente, sin exceptuar
los cuerpos de las víctimas. Pasamos inmediatamente a otras habitaciones, y bajamos luego al
patio. Un gendarme nos acompañó a todas partes, y la investigación nos ocupó hasta el
anochecer, marchándonos entonces. De regreso a nuestra casa, mi compañero se detuvo unos
minutos en las oficinas de un periódico.
He dicho ya que las rarezas de mi amigo eran muy diversas y que je les menageais: esta
frase no tiene equivalente en inglés. Hasta el día siguiente, a mediodía, rehusó toda
conversación sobre los asesinatos. Entonces me preguntó de pronto si yo había observado algo
particular en el lugar del hecho.
En su manera de pronunciar la palabra «particular» había algo que me produjo un
estremecimiento sin saber por qué.
—No, nada de particular —le dije—; por lo menos, nada más de lo que ya sabemos por
el periódico.
—Mucho me temo —me replicó— que la Gazette no haya logrado penetrar en el insólito
horror del asunto. Pero dejemos las necias opiniones de este papelucho. Yo creo que si este
misterio se ha considerado como insoluble, por la misma razón debería de ser fácil de resolver, y
me refiero al outre carácter de sus circunstancias. La Policía se ha confundido por la ausencia
aparente de motivos que justifiquen, no el crimen, sino la atrocidad con que ha sido cometido.
Asimismo, les confunde la aparente imposibilidad de conciliar las voces que disputaban con la
circunstancia de no haber hallado arriba sino a Mademoiselle L'Espanaye, asesinada, y no
encontrar la forma de que nadie saliera del piso sin ser visto por las personas que subían por las
escaleras. El extraño desorden de la habitación; el cadáver metido con la cabeza hacia abajo en
la chimenea; la mutilación espantosa del cuerpo de la anciana, todas estas consideraciones, con
las ya descritas y otras no dignas de mención, han sido suficientes para paralizar sus facultades,
haciendo que fracasara por completo la tan cacareada perspicacia de los agentes del Gobierno.
Han caído en el grande aunque común error de confundir lo insólito con lo abstruso. Pero
precisamente por estas desviaciones de lo normal es por donde ha de hallar la razón su camino
en la investigación de la verdad, en el caso de que ese hallazgo sea posible. En investigaciones
como la que estamos realizando ahora, no hemos de preguntarnos tanto «qué ha ocurrido»
como «qué ha ocurrido que no había ocurrido jamás hasta ahora». Realmente la sencillez con
2 Portería.
que yo he de llegar o he llegado ya a la solución de este misterio, se halla en razón directa con
su aparente falta de solución en el criterio de la Policía.
Con mudo asombro, contemplé a mi amigo.
—Estoy esperando ahora —continuó diciéndome mirando a la puerta de nuestra
habitación— a un individuo que aun cuando probablemente no ha cometido esta carnicería bien
puede estar, en cierta medida, complicado en ella. Es probable que resulte inocente de la parte
más desagradable de los crímenes cometidos. Creo no equivocarme en esta suposición, porque
en ella se funda mi esperanza de descubrir el misterio. Espero a este individuo aquí en esta
habitación y de un momento a otro. Cierto es que puede no venir, pero lo probable es que venga.
Si viene, hay que detenerlo. Aquí hay unas pistolas, y los dos sabemos cómo usarlas cuando las
circunstancias lo requieren.
Sin saber lo que hacía, ni lo que oía, tomé las pistolas, mientras Dupin continuaba
hablando como si monologara. Se dirigían sus palabras a mí pero su voz no muy alta, tenía esa
entonación empleada frecuentemente al hablar con una persona que se halla un poco distante.
Sus pupilas inexpresivas miraban fijamente hacia la pared.
—La experiencia ha demostrado plenamente que las voces que disputaban —dijo—,
oídas por quienes subían las escaleras, no eran las de las dos mujeres. Este hecho descarta el
que la anciana hubiese matado primeramente a su hija y se hubiera suicidado después. Hablo de
esto únicamente por respeto al método; porque, además, la fuerza de Madame L'Espanaye no
hubiera conseguido nunca arrastrar el cuerpo de su hija por la chimenea arriba tal como fue
hallado. Por otra parte, la naturaleza de las heridas excluye totalmente la idea del suicidio. Por
tanto, el asesinato ha sido cometido por terceras personas, y las voces de éstas son las que se
oyeron disputar. Permítame que le haga notar no todo lo que se ha declarado con respecto a
estas voces, sino lo que hay de particular en las declaraciones. ¿No ha observado usted nada en
ellas?
Yo le dije que había observado que mientras todos los testigos coincidían en que la voz
grave era de un francés, había un gran desacuerdo por lo que respecta a la voz aguda, o áspera,
como uno de ellos la había calificado.
—Esto es evidencia pura —dijo—, pero no lo particular de esa evidencia. Usted no ha
observado nada característico, pero, no obstante había algo que observar. Como ha notado
usted los testigos estuvie ron de acuerdo en cuanto a la voz grave. En ello había unanimidad.
Pero lo que respecta a la voz aguda consiste su particularidad, no en el desacuerdo, sino en que,
cuando un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés intentan describirla cada uno
de ellos opina que era la de un extranjero. Cada uno está seguro de que no es la de un
compatriota, y cada uno la compara, no a la de un hombre de una nación cualquiera cuyo
lenguaje conoce, sino todo lo contrario. Supone el francés que era la voz de un español y que
«hubiese podido distinguir algunas palabras de haber estado familiarizado con el español». El
holandés sostiene que fue la de un francés, pero sabemos que, por «no conocer este idioma, el
testigo había sido interrogado por un intérprete». Supone el inglés que la voz fue la de un
alemán; pero añade que «no entiende el alemán». El español «está seguro» de que es la de un
inglés, pero tan sólo «lo cree por la entonación, ya que no tiene ningún conocimiento del
idioma». El italiano cree que es la voz de un ruso, pero «jamás ha tenido conversación alguna
con un ruso». Otro francés difiere del primero, y está seguro de que la voz era de un italiano;
pero aunque no conoce este idioma, está, como el español, «seguro de ello por su entonación».
Ahora bien, ¡cuán extraña debía de ser aquella voz para que tales testimonios pudieran darse de
ella, en cuyas inflexiones, ciudadanos de cinco grandes naciones europeas, no pueden
reconocer nada que les sea familiar! Tal vez usted diga que puede muy bien haber sido la voz de
un asiático o la de un africano; pero ni los asiáticos ni los africanos se ven frecuentemente por
París. Pero, sin decir que esto sea posible, quiero ahora dirigir su atención sobre tres puntos.
Uno de los testigos describe aquella voz como «más áspera que aguda»; otros dicen que es
«rápida y desigual»; en este caso, no hubo palabras (ni sonidos que se parezcan a ella), que
ningún testigo mencionara como inteligibles.
»Ignoro qué impresión —continuó Dupin— puedo haber causado en su entendimiento,
pero no dudo en manifestar que las legítimas deducciones efectuadas con sólo esta parte de los
testimonios conseguidos (la que se refiere a las voces graves y agudas), bastan por sí mismas
para motivar una sospecha que bien puede dirigirnos en todo ulterior avance en la investigación
de este misterio. He dicho «legítimas deducciones», pero así no queda del todo explicada mi
intención. Quiero únicamente manifestar que esas deducciones son las únicas apropiadas, y que
mi sospecha se origina inevitablemente en ellas como una conclusión única. No diré todavía cuál
es esa sospecha. Tan sólo deseo hacerle comprender a usted que para mí tiene fuerza bastante
para dar definida forma (determinada tendencia) a mis investigaciones en aquella habitación.
»Mentalmente, trasladémonos a ella. ¿Qué es lo primero que hemos de buscar allí? Los
medios de evasión utilizados por los asesinos. No hay necesidad de decir que ninguno de los
dos creemos en este momento en acontecimientos sobrenaturales. Madame y Mademoiselle
L'Espanaye no han sido, evidentemente, asesinadas por espíritus. Quienes han cometido el
crimen fueron seres materiales y escaparon por procedimientos materiales. ¿De qué modo?
Afortunadamente, sólo hay una forma de razonar con respecto a este punto, y éste habrá de
llevarnos a una solución precisa. Examinemos, pues, uno por uno, los posibles medios de
evasión. Cierto es que los asesinos se encontraban en la alcoba donde fue hallada
Mademoiselle L'Espanaye, o, cuando menos, en la contigua, cuando las personas subían las
escaleras. Por tanto, sólo hay que investigar las salidas de estas dos habitaciones. La Policía ha
dejado al descubierto los pavimentos, los techos y la mampostería de las paredes en todas
partes. A su vigilancia no hubieran podido escapar determinadas salidas secretas. Pero yo no
me fiaba de sus ojos y he querido examinarlo con los míos. En efecto, no había salida secreta.
Las puertas de las habitaciones que daban al pasillo estaban cerradas perfectamente por dentro.
Veamos las chimeneas. Aunque de anchura normal hasta una altura de ocho o diez pies sobre
los hogares, no puede, en toda su longitud, ni siquiera dar cabida a un gato corpulento. La
imposibilidad de salida por los ya indicados medios es, por tanto, absoluta. Así, pues, no nos
quedan más que las ventanas. Por la de la alcoba que da a la fachada principal no hubiera
podido escapar nadie sin que la muchedumbre que había en la calle lo hubiese notado. Por
tanto, los asesinos han de haber pasado por las de la habitación posterior. Llevados, pues, de
estas deducciones y, de forma tan inequívoca, a esta conclusión, no podemos, según un
minucioso razonamiento, rechazarla, teniendo en cuenta aparentes imposibilidades. Nos queda
sólo por demostrar que esas aparentes «imposibilidades» en realidad no lo son.
»En la habitación hay dos ventanas. Una de ellas no se halla obstruida por los muebles,
y está completamente visible. La parte inferior de la otra la oculta a la vista la cabecera de la
pesada armazón del lecho, estrechamente pegada a ella. La primera de las dos ventanas está
fuertemente cerrada y asegurada por dentro. Resistió a los más violentos esfuerzos de quienes
intentaron levantarla. En la parte izquierda de su marco veíase un gran agujero practicado con
una barrena, y un clavo muy grueso hundido en él hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana
se encontró otro clavo semejante, clavado de la misma forma, y un vigoroso esfuerzo para
separar el marco fracasó también. La Policía se convenció entonces de que por ese camino no
se había efectuado la salida, y por esta razón consideró superfluo quitar aquellos clavos y abrir
las ventanas.
»Mi examen fue más minucioso, por la razón que acabo ya de decir, ya que sabía era
preciso probar que todas aquellas aparentes imposibilidades no lo eran realmente.
Continué razonando así a posteriori. Los asesinos han debido de escapar por una de
estas ventanas. Suponiendo esto, no es fácil que pudieran haberlas sujetado por dentro, como
se las ha encontrado, consideración que, por su evidencia, paralizó las investigaciones de la
Policía en este aspecto. No obstante, las ventanas estaban cerradas y aseguradas. Era, pues,
preciso que pudieran cerrarse por sí mismas. No había modo de escapar a esta conclusión. Fui
directamente a la ventana no obstruida, y con cierta dificultad extraje el clavo y traté de levantar
el marco. Como yo suponía, resistió a todos los esfuerzos. Había, pues, evidentemente, un
resorte escondido, y este hecho, corroborado por mi idea, me convenció de que mis premisas,
por muy misteriosas que apareciesen las circunstancias relativas a los clavos, eran correctas.
Una minuciosa investigación me hizo descubrir pronto el oculto resorte. Lo oprimí y, satisfecho
con mi descubrimiento, me abstuve de abrir la ventana.
»Volví entonces a colocar el clavo en su sitio, después de haberlo examinado
atentamente. Una persona que hubiera pasado por aquella ventana podía haberla cerrado y
haber funcionado solo el resorte. Pero el clavo no podía haber sido colocado. Esta conclusión
está clarisima, y restringía mucho el campo de mis investigaciones. Los asesinos debían, por
tanto, de haber escapado por la otra ventana. Suponiendo que los dos resortes fueran iguales,
como era posible, debía, pues, de haber una diferencia entre los clavos, o, por lo menos, en su
colocación. Me subí sobre las correas de la armadura del lecho, y por encima de su cabecera
examiné minuciosamente la segunda ventana. Pasando la mano por detrás de la madera,
descubrí y apreté el resorte, que, como yo había supuesto, era idéntico al anterior. Entonces
examiné el clavo. Era del mismo grueso que el otro, y aparentemente estaba clavado de la
misma forma, hundido casi hasta la cabeza.
»Tal vez diga usted que me quedé perplejo; pero si piensa semejante cosa es que no ha
comprendido bien la naturaleza de mis deducciones. Sirviéndome de un término deportivo, no
me he encontrado ni una vez «en falta». El rastro no se ha perdido ni un solo instante. En ningún
eslabón de la cadena ha habido un defecto. Hasta su última consecuencia he seguido el secreto.
Y la consecuencia era el clavo. En todos sus aspectos, he dicho, aparentaba ser análogo al de la
otra ventana; pero todo esto era nada (tan decisivo como parecía) comparado con la
consideración de que en aquel punto terminaba mi pista. «Debe de haber algún defecto en este
clavo», me dije. Lo toqué, y su cabeza, con casi un cuarto de su espiga, se me quedó en la
mano. El resto quedó en el orificio donde se había roto. La rotura era antigua, como se deducía
del óxido de sus bordes, y, al parecer, había sido producido por un martillazo que hundió una
parte de la cabeza del clavo en la superficie del marco. Volví entonces a colocar cuidadosamente
aquella parte en el lugar de donde la había separado, y su semejanza con un clavo intacto fue
completa. La rotura era inapreciable. Apreté el resorte y levanté suavemente el marco unas
pulgadas. Con él subió la cabeza del clavo, quedando fija en su agujero. Cerré la ventana, y fue
otra vez perfecta la apariencia del clavo entero.
»Hasta aquí estaba resuelto el enigma. El asesino había huido por la ventana situada a
la cabecera del lecho. Al bajar por sí misma, luego de haber escapado por ella, o tal vez al ser
cerrada deliberadamente, se había quedado sujeta por el resorte, y la sujeción de éste había
engañado a la Policía, confundiéndola con la del clavo, por lo cual se había considerado
innecesario proseguir la investigación.
»El problema era ahora saber cómo había bajado el asesino. Sobre este punto me sentía
satisfecho de mi paseo en torno al edificio. Aproximadamente a cinco pies y medio de la ventana
en cuestión, pasa la cadena de un pararrayos. Por ésta hubiera sido imposible a cualquiera
llegar hasta la ventana, y ya no digamos entrar. Sin embargo, al examinar los postigos del cuarto
piso, vi que eran de una especie particular, que los carpinteros parisienses llaman ferrades,
especie poco usada hoy, pero hallada frecuentemente en las casas antiguas de Lyon y Burdeos.
Tienen la forma de una puerta normal (sencilla y no de dobles batientes), excepto que su mitad
superior está enrejada o trabajada a modo de celosía, por lo que ofrece un asidero excelente
para las manos. En el caso en cuestión, estos postigos tienen una anchura de tres pies y medio3,
más o menos. Cuando los vimos desde la parte posterior de la casa, los dos estaban abiertos
hasta la mitad; es decir, formaban con la pared un ángulo recto. Es probable que la Policía haya
examinado, como yo, la parte posterior del edificio; pero al mirar las ferrades en el sentido de su
anchura (como deben de haberlo hecho ), no se han dado cuenta de la dimensión en este
sentido, o cuando menos no le han dado la necesaria importancia. En realidad, una vez se
convencieron de que no podía efectuarse la huida por aquel lado, no lo examinaron sino
superficialmente. Sin embargo, para mí era claro que el postigo que pertenecía a la ventana
situada a la cabecera de la cama, si se abría totalmente, hasta que tocara la pared, llegaría
hasta unos dos pies 4 de la cadena del pararrayos. También estaba claro que con el esfuerzo de
3 3,5 pies = 1 metro aprox.
4 2 pies = 60 cm. (aprox.)
una energía y un valor insólitos podía muy bien haberse entrado por aquella ventana con ayuda
de la cadena. Llegado a aquella distancia de dos pies y medio (supongamos ahora abierto el
postigo), un ladrón hubiese podido encontrar en el enrejada un sólido asidero, para que luego,
desde él, soltando la cadena y apoyando bien los pies contra la pared, pudiera lanzarse
rápidamente, caer en la habitación y atraer hacia sí violentamente el postigo, de modo que se
cerrase, y suponiendo, desde luego, que se hallara siempr e la ventana abierta.
»Tenga usted en cuenta que me he referido a una energía insólita, necesaria para llevar
a cabo con éxito una empresa tan arriesgada y difícil. Mi propósito es el de demostrarle, en
primer lugar, que el hecho podía realizarse, y en segundo, y muy principalmente, llamar su
atención sobre el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de la agilidad necesaria para su
ejecución.
»Me replicará usted, sin duda, valiéndose del lenguaje de la ley, que para «defender mi
causa» debiera más bien prescindir de la energía requerida en ese caso antes que insistir en
valorarla exactamente. Esto es realizable en la práctica forense, pero no en la razón. Mi objetivo
final es la verdad tan sólo, y mi propósito inmediato conducir a usted a que compare esainsólita
energía de que acabo de hablarle con la peculiarísima voz aguda (o áspera), y desigual, con
respecto a cuya nacionalidad no se han hallado siquiera dos testigos que estuviesen de acuerdo,
y en cuya pronunciación no ha sido posible descubrir una sola sílaba.
A estas palabras comenzó a formarse en mi espíritu una vaga idea de lo que pensaba
Dupin. Me parecía llegar al límite de la comprensión, sin que todavía pudiera entender, lo mismo
que esas personas que se encuentran algunas veces al borde de un recuerdo y no son capaces
de llegar a conseguirlo. Mi amigo continuó su razonamiento.
—Habrá usted visto —dijo— que he retrotraído la cuestión del modo de salir al de entrar.
Mi plan es demostrarle que ambas cosas se han efectuado de la misma manera y por el mismo
sitio. Volvamos ahora al interior de la habitación. Estudiemos todos sus aspectos. Según se ha
dicho, los cajones de la cómoda han sido saqueados, aunque han quedado en ellos algunas
prendas de vestir. Esta conclusión es absurda. Es una simple conjetura, muy necia, por cierto, y
nada más. ¿Cómo es posible saber que todos esos objetos encontrados en los cajones no eran
todo lo que contenían? Madame L'Espanaye y su hija vivían una vida excesivamente retirada. No
se trataban con nadie, salían rara vez y, por consiguiente, tenían pocas ocasiones para cambiar
de vestido. Los objetos que se han encontrado eran de tan buena calidad, por lo menos, como
cualquiera de los que posiblemente hubiesen poseído esas señoras. Si un ladrón hubiera cogido
alguno, ¿por qué no los mejores, o por qué no todos? En fin, ¿hubiese abandonado cuatro mil
francos en oro para cargar con un fardo de ropa blanca? El oro fue abandonado. Casi la totalidad
de la suma mencionada por Monsieur Mignaud, el banquero, ha sido hallada en el suelo, en los
saquitos. Insisto, por tanto, en querer descartar de su pensamiento la idea desatinada de un
motivo, engendrada en el cerebro de la Policía por esa declaración que se refiere a dinero
entregado a la puerta de la casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta (entrega del
dinero y asesinato, tres días más tarde, de la persona que lo recibe) se presentan
constantemente en nuestra vida sin despertar siquiera nuestra atención momentánea. Por lo
general las coincidencias son otros tantos motivos de error en el camino de esa clase de
pensadores educados de tal modo que nada saben de la teoría de probabilidades, esa teoría a la
cual las más memorables conquistas de la civilización humana deben lo más glorioso de su
saber. En este caso, si el oro hubiera desaparecido, el hecho de haber sido entregado tres días
antes hubiese podido parecer algo más que una coincidencia. Corroboraría la idea de un motivo.
Pero, dadas las circunstancias reales del caso, si hemos de suponer que el oro ha sido el móvil
del hecho, también debemos imaginar que quien lo ha cometido ha sido tan vacilante y tan idiota
que ha abandonado al mismo tiempo el oro y el motivo.
»Fijados bien en nuestro pensamiento los puntos sobre los cuales he llamado su
atención (la voz peculiar, la insólita agilidad y la sorprendente falta de motivo en un crimen de
una atrocidad tan singular como éste), examinemos por sí misma esta carnicería. Nos
encontramos con una mujer estrangulada con las manos y metida cabeza abajo en una
chimenea. Normalmente, los criminales no emplean semejante procedimiento de asesinato. En
el violento modo de introducir el cuerpo en la chimenea habrá usted de admitir que hay algo
excesivamente exagerado, algo que está en desacuerdo con nuestras corrientes nociones
respecto a los actos humanos, aun cuando supongamos que los autores de este crimen sean los
seres más depravados. Por otra parte, piense usted cuán enorme debe de haber sido la fuerza
que logró introducir tan violentamente el cuerpo hacia arriba en una abertura como aquélla, por
cuanto los esfuerzos unidos de varias personas apenas si lograron sacarlo de ella.
»Fijemos ahora nuestra atención en otros indicios que ponen de manifiesto este vigor
maravilloso. Había en el hogar unos espesos mechones de grises cabellos humanos. Habían
sido arrancados de cuajo. Sabe usted la fuerza que es necesaria para arrancar de la cabeza,
aun cuando no sean más que veinte o treinta cabellos a la vez. Usted habrá visto tan bien como
yo aquellos mechones. Sus raíces (¡qué espantoso espectáculo!) tenían adheridos fragmentos
de cuero cabelludo, segura prueba de la prodigiosa fuerza que ha sido necesaria para arrancar
tal vez un millar de cabellos a la vez. La garganta de la anciana no sólo estaba cortada, sino que
tenía la cabeza completamente separada del cuerpo, y el instrumento para esta operación fue
una sencilla navaja barbera. Le ruego que se fije también en la brutal ferocidad de tal acto. No es
necesario hablar de las magulladuras que aparecieron en el cuerpo de Madame L'Espanaye.
Monsieur Dumas y su honorable colega Monsieur Etienne han declarado que habían sido
producidas por un instrumento romo. En ello, estos señores están en lo cierto. El instrumento ha
sido, sin duda alguna, el pavimento del patio sobre el que la víctima ha caído desde la ventana
situada encima del lecho. Por muy sencilla que parezca ahora esta idea, escapó a la Policía, por
la misma razón que le impidió notar la anchura de los postigos, porque, dada la circunstancia de
los clavos, su percepción estaba herméticamente cerrada a la idea de que las ventanas hubieran
podido ser abiertas.
»Si ahora, como añadidura a todo esto, ha reflexionado usted bien acerca del extraño
desorden de la habitación, hemos llegado ya al punto de combinar las ideas de agilidad
maravillosa, fuerza sobrehumana, bestial ferocidad, carnicería sin motivo, una grotesquerie en lo
horrible, extraña en absoluto a la humanidad, y una voz extranjera por su acento para los oídos
de hombres de distintas naciones y desprovista de todo silabeo que pudieran advertirse distinta e
inteligiblemente. ¿Qué se deduce de todo ello? ¿Cuál es la impresión que ha producido en su
imaginación?
Al hacerme Dupin esta pregunta, sentí un escalofrío.
—Un loco ha cometido ese crimen —dije—, algún lunático furioso que se habrá
escapado de alguna Maison de Santé vecina.
—En algunos aspectos —me contestó— no es desacertada su idea. Pero hasta en sus
más feroces paroxismos, las voces de los locos no se parecen nunca a esa voz peculiar oída
desde la calle. Los locos pertenecen a una nación cualquiera, y su lenguaje, aunque incoherente,
es siempre articulado. Por otra parte, el cabello de un loco no se parece al que yo tengo en la
mano. De los dedos rígidamente crispados de Madame L'Espanaye he desenredado esté
pequeño mechón. ¿Qué puede usted deducir de esto?
—Dupin —exclamé, completamente desalentado—, ¡qué cabello más raro! No es un
cabello humano.
—Yo no he dicho que lo fuera —me contestó—. Pero antes de decidir con respecto a
este particular, le ruego que examine este pequeño diseño que he trazado en un trozo de papel.
Es un facsímil que representa lo que una parte de los testigos han declarado como cárdenas
magulladuras y profundos rasguños producidos por las uñas en el cuello de Mademoiselle
L'Espanaye, y que los doctores Dumas y Etienne llaman una serie de manchas lívidas
evidentemente producidas por la impresión de los dedos.
Comprenderá usted —continuó mi amigo, desdoblando el papel sobre la mesa y ante
nuestros ojos —que este dibujo da idea de una presión firme y poderosa. Aquí no hay
deslizamiento visible. Cada dedo ha conservado, quizás hasta la muerte de la víctima, la terrible
presa en la cual se ha moldeado. Pruebe usted ahora de colocar sus dedos, todos a un tiempo,
en las respectivas impresiones, tal como las ve usted aquí.
Lo intenté en vano.
—Es posible —continuó— que no efectuemos esta experiencia de un modo decisivo. El
papel está desplegado sobre una superficie plana, y la garganta humana es cilíndrica. Pero aquí
tenemos un tronco cuya circunferencia es, poco más o menos, la de la garganta. Arrolle a su
superficie este diseño y volvamos a efectuar la experiencia.
Lo hice así, pero la dificultad fue todavía más evidente que la primera vez.
—Esta —dije— no es la huella de una mano humana.
—Ahora, lea este pasaje de Cuvier —continuó Dupin.
Era una historia anatómica, minuciosa y general, del gran orangután salvaje de las islas
de la India Oriental. Son harto conocidas de todo el mundo la gigantesca estatura, la fuerza y
agilidad prodigiosas, la ferocidad salvaje y las facultades de imitación de estos mamíferos.
Comprendí entonces, de pronto, todo el horror de aquellos asesinatos.
—La descripción de los dedos —dije, cuando hube terminado la lectura— está
perfectamente de acuerdo con este dibujo. Creo que ningún animal, excepto el orangután de la
especie que aquí se menciona, puede haber dejado huellas como las que ha dibujado usted.
Este mechón de pelo ralo tiene el mismo carácter que el del animal descrito por Cuvier. Pero no
me es posible comprender las circunstancias de este espantoso misterio. Hay que tener en
cuenta, además, que se oyeron disputar dos voces, e, indiscutiblemente, una de ellas pertenecía
a un francés.
—Cierto, y recordará usted una expresión atribuida casi unánimemente a esa voz por los
testigos; la expresión «Mon Dieu». Y en tales circunstancias, uno de los testigos (Montani, el
confitero) la identificó como expresión de protesta o reconvención. Por tanto, yo he fundado en
estas voces mis esperanzas de la completa solución de este misterio. Indudablemente, un
francés conoce el asesinato. Es posible, y en realidad, más que posible, probable, que él sea
inocente de toda participación en los hechos sangrientos que han ocurrido. Puede habérsele
escapado el orangután, y puede haber seguido su rastro hasta la habitación. Pero, dadas las
agitadas circunstancias que se hubieran producido, pudo no haberle sido posible capturarle de
nuevo. Todavía anda suelto el animal. No es mi propósito continuar estas conjeturas, y las
califico así porque no tengo derecho a llamarlas de otro modo, ya que los atisbos de reflexión en
que se fundan apenas alcanzan la suficiente base para ser apreciables incluso para mi propia
inteligencia, y, además, porque no puedo hacerlas inteligibles para la comprensión de otra
persona. Llamémoslas, pues, conjeturas, y considerémoslas así. Si, como yo supongo, el francés
a que me refiero es inocente de tal atrocidad, este anuncio que, a nuestro regreso, dejé en las
oficinas de Le Monde, un periódico consagrado a intereses marítimos y muy buscado por los
marineros, nos lo traerá a casa.
Me entregó el periódico, y leí:
CAPTURA
En el Bois de Boulogne se ha encontrado a primeras horas de la mañana del día... de los
corrientes (la mañana del crimen), un enorme orangután de la especie de Borneo. Su propietario
(que se sabe es un marino perteneciente a la tripulación de un navío maltés) podrá recuperar el
animal, previa su identificación, pagando algunos pequeños gestos ocasionados por su captura y
manutención. Dirigirse al número... de la rue... faubourg Saint -Germain... tercero.
—¿Cómo ha podido usted saber —le pregunté a Dupin— que el individuo de que se trata
es marinero y está enrolado en un navío maltés?
—Yo no lo conozco —repuso Dupin—. No estoy seguro de que exista. Pero tengo aquí
este pedacito de cinta que, a juzgar por su forma y su grasiento aspecto, ha sido usada,
evidentemente, para anudar los cabellos en forma de esas largas guerres 5 a que tan aficionados
son los marineros. Por otra parte, este lazo saben anudarlo muy pocas personas, y es
5 Coletas.
característico de los malteses. Recogí esta cinta al pie de la cadena del pararrayos. No puede
pertenecer a ninguna de las dos víctimas. Todo lo más, si me he equivocado en mis deducciones
con respecto a este lazo, es decir, pensando que ese francés sea un marinero enrolado en un
navío maltés, no habré perjudicado a nadie diciendo lo que he dicho en el anuncio. Si me he
equivocado, supondrá él que algunas circunstancias me engañaron, y no se tomará el trabajo de
inquirirlas. Pero, si acierto, habremos dado un paso muy importante. Aunque inocente del
crimen, el francés habrá de conocerlo, y vacilará entre si debe responder o no al anuncio y
reclamar o no al orangután.
Sus razonamientos serán los siguientes: «Soy inocente; soy pobre; mi orangután vale
mucho dinero, una verdadera fortuna para un hombre que se encuentra en mi situación. ¿Por
qué he de perderlo por un vano temor al peligro? Lo tengo aquí, a mi alcance. Lo encontraron en
el Bois de Boulogne, a mucha distancia del escenario de aquel crimen. ¿Quién sospecharía que
un animal ha cometido semejante acción? La Policía está despistada. No ha obtenido el menor
indicio. Dado el caso de que sospecharan del animal, será imposible demostrar que yo tengo
conocimiento del crimen, ni mezclarme en él por el solo hecho de conocerlo. Además, me
conocen. El anunciante me señala como dueño del animal. No sé hasta qué punto llega este
conocimiento. Si soslayo el reclamar una propiedad de tanto valor y que, además, se sabe que
es mía, concluiré haciendo sospechoso al animal. No es prudente llamar la atención sobre mí ni
sobre él. Contestaré, por tanto, a este anuncio, recobraré mi orangután y le encerraré hasta que
se haya olvidado por completo este asunto.»
En este instante oímos pasos en la escalera.
—Esté preparado —me dijo Dupin—. Coja sus pistolas, pero no haga uso de ellas, ni las
enseñe, hasta que yo le haga una señal.
Habíamos dejado abierta la puerta principal de la casa. El visitante entró sin llamar y
subió algunos peldaños de la escalera. Ahora, sin embargo, parecía vacilar. Le oímos
descender. Dupin se precipitó hacia la puerta, pero en aquel instante le oímos subir de nuevo.
Ahora ya no retrocedía por segunda vez, sino que subió con decisión y llamó a la puerta de
nuestro piso.
—Adelante—dijo Dupin con voz satisfecha y alegre.
Entró un hombre. A no dudarlo, era un marinero; un hombre alto, fuerte, musculoso, con
una expresión de arrogancia no del todo desagradable. Su rostro, muy atezado, estaba oculto en
más de su mitad por las patillas y el mustachio. Estaba provisto de un grueso garrote de roble, y
no parecía llevar otras armas. Saludó, inclinándose torpemente, pronunciando un «Buenas
tardes» con acento francés, el cual, aunque, bastardeada levemente por el suizo, daba a
conocer a las claras su origen parisiense.
—Siéntese, amigo —dijo Dupin—. Supongo que viene a reclamar su orangután. Le
aseguro que casi se lo envidio. Es un hermoso animal, y, sin duda alguna, de mucho precio.
¿Qué edad cree usted que tiene?
El marinero suspiró hondamente, como quien se libra de un peso intolerable, y contestó
luego con voz firme:
—No puedo decírselo, pero no creo que tenga más de cuatro o cinco años. ¿Lo tiene
usted aquí?
—¡Oh, no! Esta habitación no reúne condiciones para ello. Está en una cuadra de
alquiler en la rue Dubourg, cerca de aquí. Mañana por la mañana, si usted quiere, podrá
recuperarlo. Supongo que vendrá usted preparado para demostrar su propiedad.
—Sin duda alguna, señor.
—Mucho sentiré tener que separarme de él —dijo Dupin.
—No pretendo que se haya usted tomado tantas molestias para nada, señor —dijo el
hombre—. Ni pensarlo. Estoy dispuesto a pagar una gratificación por el hallazgo del animal,
mientras sea razonable.
—Bien —contestó mi amigo—. Todo esto es, sin duda, muy justo. Veamos. ¿Qué voy a
pedirle? ¡Ah, ya sé! Se lo diré ahora. Mi gratificación será ésta: ha de decirme usted cuanto sepa
con respecto a los asesinatos de la rue Morgue.
Estas últimas palabras las dijo Dupin en voz muy baja y con una gran tranquilidad. Con
análoga tranquilidad se dirigió hacia la puerta, la cerró y se guardó la llave en el bolsillo. Luego
sacó la pistola, y, sin mostrar agitación alguna, la dejó sobre la mesa.
La cara del marinero enrojeció como si se hallara en un arrebato de sofocación. Se
levantó y empuñó su bastón. Pero inmediatamente se dejó caer sobre la silla, con un temblor
convulsivo y con el rostro de un cadáver. No dijo una sola palabra, y le compadecí de todo
corazón.
—Amigo mío —dijo Dupin bondadosamente—, le aseguro que se alarma usted sin
motivo alguno. No es nuestro propósito causarle el menor daño. Le doy a usted mi palabra de
honor de caballero y francés, que nuestra intención no es perjudicarle. Sé perfectamente que
nada tiene usted que ver con las atrocidades de la rue Morgue. Sin embargo, no puedo negar
que, en cierto modo, está usted complicado. Por cuanto le digo comprenderá usted
perfectamente, que, con respecto a este punto, poseo excelentes medios de información, medios
en los cuales no hubiera usted pensado jamás. El caso está ya claro para nosotros. Na da ha
hecho usted que haya podido evitar. Naturalmente, nada que lo haga a usted culpable. Nadie
puede acusarle de haber robado, pudiendo haberlo hecho con toda impunidad, y no tiene
tampoco nada que ocultar. También carece de motivos para hacerlo. Además, por todos los
principios del honor, está usted obligado a confesar cuanto sepa. Se ha encarcelado a un
inocente a quien se acusa de un crimen cuyo autor solamente usted puede señalar.
Cuando Dupin hubo pronunciado estas palabras, ya el marinero había reco brado un
poco su presencia de ánimo. Pero toda su arrogancia había desaparecido.
—¡Que Dios me ampare! —exclamó después de una breve pausa—. Le diré cuanto sepa
sobre el asunto; pero estoy seguro de que no creerá usted ni la mitad siquiera. Estaría loco si lo
creyera. Sin embargo, soy inocente, y aunque me cueste la vida le hablaré con franqueza.
En resumen, fue esto lo que nos contó:
Había hecho recientemente un viaje al archipiélago Indico. Él formaba parte de un grupo
que desembarcó en Borneo, y pasó al interior para una excursión de placer. Entre éI y un
compañero suyo habían dado captura al orangután. Su compañero murió, y el animal quedó de
su exclusiva pertenencia. Después de muchas molestias producidas por la ferocidad indomable
del cautivo, durante el viaje de regreso consiguió por fin alojarlo en su misma casa, en París,
donde, para no atraer sobre él la curiosidad insoportable de los vecinos, lo recluyó
cuidadosamente, con objeto de que curase de una herida que se había producido en un pie con
una astilla, a bordo de su buque. Su proyecto era venderlo.
Una noche, o, mejor dicho, una mañana, la del crimen, al volver de una francachela
celebrada con algunos marineros, encontró al animal en su alcoba. Se había escapado del
cuarto contiguo, donde él creía tenerlo seguramente encerrado. Se hallaba sentado ante un
espejo, teniendo una navaja de afeitar en una mano. Estaba todo enjabonado, intentando
afeitarse, operación en la que probablemente había observado a su amo a través del ojo de la
cerradura. Aterrado, viendo tan peligrosa arma en manos de un animal tan feroz y sabiéndole
muy capaz de hacer uso de ella, el hombre no supo qué hacer durante un segundo.
Frecuentemente había conseguido dominar al animal en sus accesos más furiosos utilizando un
látigo, y recurrió a él también en aquella ocasión. Pero al ver el látigo, el orangután saltó de
repente fuera de la habitación, echó a correr escaleras abajo, y, viendo una ventana,
desgraciadamente abierta, salió a la calle.
El francés, desesperado, corrió tras él. El mono, sin soltar la navaja, se paraba de vez en
cuando, se volvía y le hacía muecas, hasta que el hombre llegaba cerca de él; entonces
escapaba de nuevo. La persecución duró así un buen rato. Se hallaban las calles en completa
tranquilidad, porque serían las tres de la madrugada. Al descender por un pasaje situado detrás
de la rue Morgue, la atención del fugitivo fue atraída por una luz procedente de la ventana abierta
de la habitación de Madame L'Espanaye, en el cuarto piso. Se precipitó hacia la casa, y al ver la
cadena del pararrayos, trepó ágilmente por ella, se agarró al postigo, que estaba abierto de par
en par hasta la pared, y, apoyándose en ésta, se lanzó sobre la cabecera de la cama. Apenas si
toda esta gimnasia duró un minuto. El orangután, al entrar en la habitación, había rechazado
contra la pared el postigo, que de nuevo quedó abierto.
El marinero estaba entonces contento y perplejo. Tenía grandes esperanzas de capturar
ahora al animal, que podría escapar difícilmente de la trampa donde se había metido, de no ser
que lo hiciera por la cadena, donde él podría salirle al paso cuando descendiese. Por otra parte,
le inquietaba grandemente lo que pudiera ocurrir en el interior de la casa, y esta última reflexión
le decidió a seguir al fugitivo. Para un marinero no es difícil trepar por una cadena de pararrayos.
Pero una vez hubo llegado a la altura de la ventana, cerrada entonces, se vio en la imposibilidad
de alcanzarla. Todo lo que pudo hacer fue dirigir una rápida ojeada al interior de la habitación. Lo
que vio le sobrecogió de tal modo de terror que estuvo a punto de caer. Fue entonces cuando se
oyeron los terribles gritos que despertaron, en el silencio de la noche, al vecindario de la rue
Morgue. Madame L'Espanaye y su hija, vestidas con sus camisones, estaban, según parece,
arreglando algunos papeles en el cofre de hierro ya mencionado, que había sido llevado al
centro de la habitación. Estaba abierto, y esparcido su contenido por el suelo. Sin duda, las
víctimas se hallaban de espaldas a la ventana, y, a juzgar por el tiempo que transcurrió entre la
llegada del animal y los gritos, es probable que no se dieran cuenta inmediatamente de su
presencia. El golpe del postigo debió de ser verosímilmente atribuido al viento.
Cuando el marinero miró al interior, el terrible animal había asido a Madame L’Espanaye
por los cabellos, que, en aquel instante, tenía sueltos, por estarse peinando, y movía la navaja
ante su rostro imitando los ademanes de un barbero. La hija yacía inmóvil en el suelo,
desvanecida. Los gritos y los esfuerzos de la anciana (durante los cuales estuvo arrancando el
cabello de su cabeza) tuvieron el efecto de cambiar los probables propósitos pacíficos del
orangután en pura cólera. Con un decidido movimiento de su hercúleo brazo le separó casi la
cabeza del tronco. A la vista de la sangre, su ira se convirtió en frenesí. Con los dientes
apretados y despidiendo llamas por los ojos, se lanzó sobre el cuerpo de la hija y clavó sus
terribles garras en su garganta, sin soltarla hasta que expiró. Sus extraviadas y feroces miradas
se fijaron entonces en la cabecera del lecho, sobre la cual la cara de su amo, rígida por el horror,
apenas si se distinguía en la oscuridad. La furia de la bestia, que recordaba todavía el terrible
látigo, se convirtió instantáneamente en miedo. Comprendiendo que lo que había hecho le hacía
acreedor de un castigo, pareció deseoso de ocultar su sangrienta acción. Con la angustia de su
agitación y nerviosismo, comenzó a dar saltos por la alcoba, derribando y destrozando los
muebles con sus movimientos y levantando los colchones del lecho. Por fin, se apoderó del
cuerpo de la joven y a empujones lo introdujo por la chimenea en la posición en que fue
encontrado. Inmediatamente después se lanzó sobre el de la madre y lo precipitó de cabeza por
la ventana.
Al ver que el mono se acercaba a la ventana con su mutilado fardo, el marinero
retrocedió horrorizado hacia la cadena, y, más que agarrándose, dejándose deslizar por ella, se
fue inmediata y precipitadamente a su casa, con el temor de las consecuencias de aquella
horrible carnicería, y abandonando gustosamente, tal fue su espanto, toda preocupación por lo
que pudiera sucederle al orangután. Así, pues, las voces oídas por la gente que subía las
escaleras fueron sus exclamaciones de horror, mezcladas con los diabólicos parloteos del
animal.
Poco me queda que añadir. Antes del amanecer, el orangután debió de huir de la alcoba,
utilizando la cadena del pararrayos. Maquinalmente cerraría la ventana al pasar por ella. Tiempo
más tarde fue capturado por su dueño, quien lo vendió por una fuerte suma para el Jardín des
plantes. Después de haber contado cuanto sabíamos, añadiendo algunos comentarios por parte
de Dupin, en el bureau del Prefecto de Policía, Le Bon fue puesto inmediatamente en libertad. El
funcionario, por muy inclinado que estuviera en favor de mi amigo, no podía disimular de modo
alguno su mal humor, viendo el giro que el asunto había tomado y se permitió una o dos frases
sarcásticas con respecto a la corrección de las personas que se mezclaban en las funciones que
a él le correspondían.
—Déjele que diga lo que quiera —me dijo luego Dupin, que no creía oportuno
contestar—. Déjele que hable. Así aligerará su conciencia. Por lo que a mí respecta, estoy
contento de haberle vencido en su propio terreno. No obstante, el no haber acertado la solución
de este misterio no es tan extraño como él supone, porque, realmente, nuestro amigo el Prefecto
es lo suficientemente agudo para pensar sobre ello con profundidad. Pero su ciencia carece de
base. Todo él es cabeza, mas sin cuerpo, como las pinturas de la diosa Laverna, o, por mejor
decir, todo cabeza y espalda, como el bacalao. Sin embargo, es una buena persona. Le aprecio
particularmente por un rasgo magistral de hipocresía, al cual debe su reputación de hombre de
talento. Me refiero a su modo de nier ce qui est, et d'expliquer ce qui n'est pas 6.

F I N

6 De negar lo que es y explicar lo que no es. Rousseau nouvelle Heloïse.

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