.

.

sábado, 20 de noviembre de 2010

El club de los martes -- Agatha Christie -- Miss Marple y trece problemas



“MISS MARPLE Y 13 PROBLEMAS”
Agatha Christie



EL CLUB DE LOS MARTES
Misterios sin resolver.

Raymond West lanzó una bocanada de humo y repitió las palabras con una especie de
deliberado y consciente placer.
–Misterios sin resolver.
Miró satisfecho a su alrededor. La habitación era antigua, con amplias vigas oscuras que
cruzaban el techo, y estaba amueblada con muebles de buena calidad muy adecuados a ella.
De ahí la mirada aprobadora de Raymond West. Era escritor de profesión y le gustaba que el
ambiente fuera evocador. La casa de su tía Jane siempre le había parecido un marco muy
adecuado para su personalidad. Miró a través de la habitación hacia donde se encontraba
ella, sentada, muy tiesa, en un gran sillón de orejas. Miss Marple vestía un traje de brocado
negro, de cuerpo muy ajustado en la cintura, con una pechera blanca de encaje holandés de
Mechlin. Llevaba puestos mitones también de encaje negro y un gorrito de puntilla negra
recogía sus sedosos cabellos blancos. Tejía algo blanco y suave, y sus claros ojos azules,
amables y benevolentes, contemplaban con placer a su sobrino y los invitados de su sobrino.
Se detuvieron primero en el propio Raymond, tan satisfecho de sí mismo. Luego en Joyce
Lempriére, la artista, de espesos cabellos negros y extraños ojos verdosos, y en sir Henry
Clithering, el gran hombre de mundo. Había otras dos personas más en la habitación: el doctor
Pender, el anciano clérigo de la parroquia; y Mr. Petherick, abogado, un enjuto hombrecillo
que usaba gafas, aunque miraba por encima y no a través de los cristales. Miss Marple dedicó
un momento de atención a cada una de estas personas y luego volvió a su labor con una dulce
sonrisa en los labios.
Mr. Petherick lanzó la tosecilla seca que precedía siempre sus comentarios.
–¿Qué es lo que has dicho, Raymond? ¿Misterios sin resolver? ¿Y a qué viene eso?
–A nada en concreto –replicó Joyce Lempriére–. A Raymond le gusta el sonido de esas
palabras y decírselas a sí mismo.
Raymond West le dirigió una mirada de reproche que le hizo echar la cabeza hacia atrás y
soltar una carcajada.
–Es un embustero, ¿verdad, miss Marple? –preguntó Joyce–. Estoy segura de que usted lo
sabe.
Miss Marple sonrió amablemente, pero no respondió.
–La vida misma es un misterio sin resolver –sentenció el clérigo en tono grave.
Raymond se incorporó en su silla y arrojó su cigarrillo al fuego con ademán impulsivo.
–No es eso lo que he querido decir. No hablaba de filosofía –dijo–. Pensaba sólo en hechos
meramente prosaicos, cosas que han sucedido y que nadie ha sabido explicar.
–Sé a qué te refieres, querido –contestó miss Marple–. Por ejemplo, miss Carruthers tuvo una
experiencia muy extraña ayer por la mañana. Compró medio kilo de camarones en la tienda
de Elliot. Luego fue a un par de tiendas más y, cuando llegó a su casa, descubrió que no tenía
los camarones. Volvió a los dos establecimientos que había visitado antes, pero los camarones
habían desaparecido. A mí eso me parece muy curioso.
–Una historia bien extraña –dijo sir Henry en tono grave.
–Claro que hay toda clase de posibles explicaciones –replicó miss Marple con las mejillas
sonrojadas por la excitación–. Por ejemplo, cualquiera pudo...
–Mi querida tía –la interrumpió Raymond West con cierto regocijo–, no me refiero a esa clase
de incidentes pueblerinos. Pensaba en crímenes y desapariciones, en esa clase de cosas de las
que podría hablarnos largo y tendido sir Henry si quisiera.
–Pero yo nunca hablo de mi trabajo –respondió sir Henry con modestia–. No, nunca hablo de
mi trabajo.
Sir Henry Clithering había sido hasta muy recientemente comisionado de Scotland Yard.
–Supongo que hay muchos crímenes y delitos que la policía nunca logra esclarecer –dijo
Joyce Lempriére.
–Creo que es un hecho admitido –dijo Mr. Petherick.
–Me pregunto qué clase de cerebro puede enfrentarse con más éxito a un misterio –dijo
Raymond West–. Siempre he pensado que el policía corriente debe tener el lastre de su falta
de imaginación.
–Esa es la opinión de los profanos –replicó sir Henry con sequedad.
–Si realmente quiere una buena ayuda –dijo Joyce con una sonrisa–, para psicología e
imaginación, acuda al escritor.
Y dedicó una irónica inclinación de cabeza a Raymond, que permaneció serio.
–El arte de escribir nos proporciona una visión interior de la naturaleza humana –agregó en
tono grave–. Y tal vez el escritor ve detalles que le pasarían por alto a una persona normal.
–Ya sé, querido –intervino miss Marple–, que tus libros son muy interesantes, pero, ¿tú crees
que la gente es en realidad tan poco agradable como tú la pintas?
–Mi querida tía –contestó Raymond con amabilidad–, quédate con tus ideas y que no permita
el cielo que yo las destroce en ningún sentido.
–Quiero decir –continuó miss Marple frunciendo un poco el entrecejo al contar los puntos de
su labor– que a mí muchas personas no me parecen ni buenas ni malas, si no sencillamente
muy tontas.
Mr. Petherick volvió a lanzar su tosecilla seca.
–¿No te parece, Raymond –dijo–, que das demasiada importancia a la imaginación? La
imaginación es algo muy peligroso y los abogados lo sabemos demasiado bien. Ser capaz de
examinar las pruebas con imparcialidad y de considerar los hechos sólo como factores, me
parece el único método lógico de llegar a la verdad. Y debo añadir que, por experiencia, sé
que es el único que da resultado.
–¡Bah! –exclamó Joyce echando hacia atrás sus cabellos negros de una forma indignante–.
Apuesto a que podría ganarles a todos en este juego. No sólo soy mujer (y digan lo que
digan, las mujeres poseemos una intuición que les ha sido negada a los hombres), sino además
artista. Veo cosas en las que ustedes jamás repararían. Y, como artista, también he tropezado
con toda clase de personas. Conozco la vida como no es posible que la haya conocido
nuestra querida miss Marple.
–No estoy segura, querida –replicó miss Marple–. Algunas veces, en los pueblos ocurren
cosas muy dolorosas y terribles.
–¿Puedo hablar? –preguntó el doctor Pender con una sonrisa–. No se me oculta que hoy en
día está de moda desacreditar al clero, pero nosotros oímos cosas que nos permiten conocer
un aspecto del carácter humano que es un libro cerrado para el mundo exterior.
–Bien -dijo Joyce–, parece que formamos un bonito grupo representativo. ¿Qué les parece si
formásemos un club? ¿Qué día es hoy? ¿Martes? Le llamaremos el Club de los Martes. Nos
reuniremos cada semana y cada uno de nosotros por turno deberá exponer un problema o
algún misterio que cada uno conozca personalmente y del que, desde luego. sepa la solución.
Dejadme ver cuántos somos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. En realidad, tendríamos que ser
seis.
–Te has olvidado de mí, querida –dijo miss Marple con una sonrisa radiante.
Joyce quedó ligeramente sorprendidas pero se rehizo en seguida.
–Sería magnífico, miss Marple –le dijo–. No pensé que le gustaría participar en esto.
–Creo que será muy interesante –replicó miss Marple–, especialmente estando presentes
tantos caballeros inteligentes. Me temo que yo no soy muy lista pero, haber vivido todos estos
años en St. Mary Mead, me ha dado cierta visión de la naturaleza humana.
–Estoy seguro de que su cooperación será muy valiosa –dijo sir Henry con toda cortesía.
–¿Quién será el primero?
–Creo que no hay la menor duda en cuanto a eso –replicó el doctor Pender–, puesto que
tenemos la gran fortuna de contar entre nosotros con un hombre tan distinguido como sir
Henry.
Dejó la frase sin acabar, mientras hacía una cortés inclinación hacia sir Henry.
El aludido guardó silencio unos instantes y, al fin, con un suspiro y cruzando las piernas,
comenzó:
–Me resulta un poco difícil escoger al tipo de historia que ustedes desean oír, pero creo que
conozco un ejemplo que cumple muy bien los requisitos exigidos. Es posible que hayan leído
algún comentario acerca de este caso en los periódicos del año pasado. Entonces se archivó
como un misterio sin resolver, pero da la casualidad de que la solución llegó a mis manos no
hace muchos días.
»Los hechos son bien sencillos. Tres personas se reunieron para una cena que consistía, entre
otras cosas, de langosta enlatada. Más tarde aquella noche, los tres se sintieron indispuestos y
se llamó apresuradamente a un médico. Dos de ellos se restablecieron y el tercero falleció.
–¡Ah! –dijo Raymond en tono aprobador.
–Como digo, los hechos fueron muy sencillos. Su muerte fue atribuida a envenenamiento por
alimentos en mal estado, se extendió el certificado correspondiente y la víctima fue enterrada.
Pero las cosas no acabaron ahí.
Miss Marple asintió.
–Supongo que empezarían las habladurías, como suele ocurrir.
–Y ahora debo describirles a los actores de este pequeño drama. Llamaré al marido y a la
esposa, Mr. y Mrs. Jones, y a la señorita de compañía de la esposa, miss Clark. Mr. Jones
era viajante de una casa de productos químicos. Un hombre atractivo en cierto modo, jovial y
de unos cuarenta años. Su esposa era una mujer bastante corriente, de unos cuarenta y cinco
años, y la señorita de compañía, miss Clark, una mujer de sesenta, gruesa y alegre, de rostro
rubicundo y resplandeciente. No podemos decir de ninguno de ellos que resultara una
personalidad muy interesante.
«Ahora bien, las complicaciones comenzaron de modo muy curioso. Mr. Jones había pasado
la noche anterior en un hotelito de Birmingham. Dio la casualidad de que aquel día habían
cambiado el papel secante, que por lo tanto estaba nuevo, y la camarera, que al parecer no
tenía otra cosa mejor que hacerse entretuvo en colocarlo ante un espejo después de que Mr.
Jones escribiera unas cartas. Pocos días más tarde, al aparecer en los periódicos la noticia de
la muerte de Mrs. Jones como consecuencia de haber ingerido langosta en mal estado, la
camarera hizo partícipes a sus compañeros de trabajo de las palabras que había descifrado en
el papel secante:«Depende enteramente de mi esposa... cuando haya muerto yo haré...cientos
de miles...»
»Recordarán ustedes que no hace mucho tiempo hubo un caso en el que la esposa fue
envenenada por su marido. No se necesitó mucho más para exaltar la imaginación de la
camarera del hotel. ¡Mr. Jones había planeado deshacerse de su esposa para heredar cientos
de miles de libras! Por casualidad, una de las camareras tenía unos parientes en la pequeña
población donde residían los Jones. Les escribió y ellos contestaron que Mr. Jones, al
parecer, se había mostrado muy atento con la hija del médico de la localidad, una hermosa
joven de treinta y tres años, y empezó el escándalo. Se solicitó una revisión del caso al
ministerio del Interior y en Scotland Yard se recibieron numerosas cartas anónimas acusando
a Mr. Jones de haber asesinado a su esposa. Debo confesar que ni por un momento
sospechamos que se tratase de algo más que de las habladurías y chismorreos de la gente del
pueblo. Sin embargo, para tranquilizar a la opinión pública se ordenó la exhumación del
cadáver. Fue uno de esos casos de superstición popular basada en nada sólido y que resultó
sorprendentemente justificado. La autopsia dio como resultado el hallazgo del arsénico
suficiente para dejar bien sentado que la difunta señora había muerto envenenada por esta
sustancia. Y en manos de Scotland Yard, junto con las autoridades locales, quedó el
descubrir cómo le había sido administrada y por quién.
–¡Ah! –exclamó Joyce–. Me gusta. Esto sí que es bueno.
–Naturalmente, las sospechas recayeron en el marido. Él se beneficiaba de la muerte de su
esposa. No con los cientos de miles que románticamente imaginaba la doncella del hotel, pero
sí con la buena suma de ocho mil libras. El no tenía dinero propio, aparte del que ganaba, y
era un hombre de costumbres un tanto extravagantes y al que le gustaba frecuentar la
compañía femenina. Investigamos con toda la delicadeza posible sus relaciones con la hija del
médico, pero, aunque al parecer había habido una buena amistad entre ellos tiempo atrás,
habían roto bruscamente unos dos meses antes y desde entonces no parecía que se hubieran
visto. El propio médico, un anciano íntegro y de carácter bonachón, quedó aturdido por el
resultado de la autopsia. Le habían llamado a eso de la medianoche para atender a los tres
intoxicados. Al momento comprendió la gravedad de Mrs. Jones y envió a buscar a su
dispensario unas píldoras de opio para calmarle el dolor. No obstante, a pesar de sus
esfuerzos, la señora falleció, aunque ni por un momento sospechó que se tratara de algo
anormal. Estaba convencido de que su muerte fue debida a alguna forma de botulismo. La
cena de aquella noche había consistido básicamente en langosta enlatada con ensalada, pastel
y pan con queso. Lamentablemente, no quedaron restos de la langosta: se la comieron toda y
tiraron la lata. Interrogó a la doncella, Gladys Linch, que estaba llorosa y muy agitada, y que a
cada momento se apartaba de la cuestión, pero declaró una y otra vez que la lata no estaba
hinchada y que la langosta le había parecido en magníficas condiciones.
»Éstos eran los hechos en los que debíamos basarnos. Si Jones había administrado
subrepticiamente arsénico a su esposa, parecía evidente que no pudo hacerlo con los
alimentos que tomaron en la cena, puesto que las tres personas comieron lo mismo. Y también
hay otra cosa: el propio Jones había regresado de Birmingham en el preciso momento en que
la cena era servida, de modo que no tuvo oportunidad de alterar ninguno de los alimentos de
antemano.
–¿Y qué me dice de la señorita de compañía de la esposa? –preguntó Joyce–. La mujer
gruesa de rostro alegre.
Sir Henry asintió.
–No nos olvidamos de miss Clark, se lo aseguro.
Pero nos parecieron dudosos los motivos que pudiera tener para cometer el crimen. Mrs.
Jones no le dejó nada en absoluto y, como resultado de la muerte de su patrona, tuvo que
buscarse otra colocación.
–Eso parece eliminarla –replicó Joyce pensativa.
–Uno de mis inspectores pronto descubrió un dato muy significativo –prosiguió sir Henry–.
Aquella noche, después de cenar, Mr. Jones bajó a la cocina y pidió un tazón de harina de
maíz para su esposa que se había quejado de que no se encontraba bien. Esperó en la cocina
hasta que Gladys Linch lo hubo preparado y luego él mismo lo llevó a la habitación de su
esposa. Esto, admito, pareció cerrar el caso.
El abogado asintió.
-Móvil –dijo uniendo las puntas de sus dedos–. Oportunidad. Y además, como viajante de
una casa de productos químicos, fácil acceso al veneno.
–Y era un hombre de moral un tanto endeble–agregó el clérigo.
Raymond West miraba fijamente a sir Henry.
–Hay algún gazapo en todo esto –dijo–. ¿Por qué no lo detuvieron?
Sir Henry sonrió con pesar.
–Esa es la parte desgraciada de este asunto. Hasta aquí todo había ido sobre ruedas, pero
ahora llegamos a las dificultades. Jones no fue detenido porque, al interrogar a miss Clark, nos
dijo que el tazón de harina de maíz no se lo tomó Mrs. Jones sino ella. Sí, parece ser que
acudió a su habitación como tenía por costumbre. La encontró sentada en la cama y a su lado
estaba el tazón de harina de maíz.
»–No me encuentro nada bien, Milly –le dijo–. Me está bien empleado por comer langosta
por la noche.
Le he pedido a Albert que me trajera un tazón de harina de maíz, pero ahora no me apetece.
»–Es una lástima –comentó miss Clark–, está muy bien hecho, sin grumos. Gladys es
realmente una buena cocinera. Hoy en día hay muy pocas chicas que sepan preparar una taza
de harina de maíz como es debido. Le confieso que a mí me gusta mucho, y estoy hambrienta.
»–Creí que continuabas con tus tonterías –le dijo Mrs. Jones.
»Debo explicar –aclaró sir Henry– que miss Clark, alarmada por su constante aumento de
peso, estaba siguiendo lo que vulgarmente se conoce como «una dieta ».te conviene, Milly, de
veras –le había dicho Mrs. Jones–. Si Dios te ha hecho gruesa, es que tienes que serlo.
Tómate esa harina de maíz, que te sentará de primera.
»Y acto seguido, miss Clark se puso a ello y se acabó el tazón. De modo que ya ven ustedes,
nuestra acusación contra el marido quedó hecha trizas. Al pedirle una explicación de las
palabras que aparecieron en el papel secante, Jones nos la dio en seguida. La carta, explicó,
era la respuesta a una que le había escrito su hermano desde Australia pidiéndole dinero. Y él
le contestó diciendo que dependía enteramente de su esposa y que hasta que ella muriera no
podría disponer de dinero. Lamentaba su imposibilidad de ayudarle de momento, pero le
hacía observar que en el mundo existen cientos de miles de personas que pasan los mismos
apuros.
–¿Y el caso se vino abajo? –comentó el doctor Pender.
–Y el caso se vino abajo –repitió sir Henry en tono grave–. No podíamos correr el riesgo de
detener a Jones sin tener algo en que apoyarnos.
Hubo un silencio y al cabo Joyce dijo:
–Y eso es todo, ¿no es cierto?
–Así es como quedó el caso durante todo el año pasado. La verdadera solución está ahora en
manos de Scotland Yard y probablemente dentro de dos o tres días podrán leerla en los
periódicos.
–La verdadera solución –exclamó Joyce pensativa–. Quisiera saber... Pensemos todos por
espacio de cinco minutos y luego hablemos.
Raymond West asintió al tiempo que consultaba su reloj. Cuando hubieron transcurrido los
cinco minutos, miró al doctor Pender.
–¿Quiere ser usted el primero en hablar? –le preguntó.
El anciano meneó la cabeza.
–Confieso –dijo– que estoy completamente despistado. No puedo dejar de pensar que el
esposo tiene que ser el culpable de alguna manera, pero no me es posible imaginar cómo lo
hizo. Sólo sugiero que debió de administrarle el veneno por algún medio que aún no ha sido
descubierto, aunque, si es así, no comprendo cómo puede haber salido a la luz después de
tanto tiempo.
–¿Joyce?
–¡La señorita de compañía de la esposa! –contestó Joyce decidida–. ¡Desde luego! ¿Cómo
sabemos que no tuvo motivos para hacerlo? Que fuese vieja y gorda no quiere decir que no
estuviera enamorada de Jones. Podía haber odiado a la esposa por cualquier otra razón.
Piensen lo que representa ser una acompañante, tener que mostrarse siempre amable, estar de
acuerdo siempre y tragárselo todo. Un día, no pudo resistirlo más y se decidió a matarla.
Probablemente puso el arsénico en el tazón de harina de maíz y toda esa historia de que se lo
comió sea mentira.
–¿Mr. Petherick?
El abogado unió las yemas de los dedos con aire profesional.
–Apenas tengo nada que decir. Basándome en los hechos no sabría qué opinar.
–Pero tiene que hacerlo, Mr. Petherick –dijo la joven–. No puede reservarse su opinión,
alegando prejuicios legales. Tiene que participar en el juego.
–Considerando los hechos –dijo Mr. Petherick–, no hay nada que decir. En mi opinión
particular y habiendo visto, por desgracia, demasiados casos de esta clase, creo que el
esposo es culpable. La única explicación que se me ocurre es que miss Clark lo encubrió
deliberadamente por algún motivo. Pudo haber algún arreglo económico entre ellos. Es
posible que él creyera que iba a resultar sospechoso y ella, viendo ante sí un futuro lleno de
pobreza, tal vez se avino a contar la historia de la harina de maíz a cambio de una suma
importante que recibiría en privado. Si éste es el caso, desde luego es de lo más irregular.
–No estoy de acuerdo con ninguno de ustedes –dijo Raymond–. Han olvidado ustedes un
factor muy importante de este caso: la hija del médico. Voy a darles mi visión de los hechos.
La langosta estaba en mal estado, de ahí los síntomas de envenenamiento. Se manda llamar al
doctor, que encuentra a Mrs. Jones, que ha comido más langosta que los demás, presa de
grandes dolores y manda a buscar comprimidos de opio tal como nos dijo. No va él en
persona, sino que envía a buscarlas. ¿Quién entrega los comprimidos al mensajero? Sin duda
su hija. Está enamorada de Jones y en aquel momento se despiertan todos los malos instintos
de su naturaleza y le hacen comprender que tiene en sus manos el medio de conseguir su
libertad. Los comprimidos que envía contienen arsénico blanco. Esta es mi solución.
–Y ahora, cuéntenos el verdadero desenlace, sir Henry –exclamó Joyce con ansiedad.
–Un momento –dijo sir Henry–, todavía no ha hablado miss Marple.
Miss Marple tan sólo movía la cabeza tristemente.
–Vaya, vaya –dijo–, se me ha escapado otro punto. Estaba tan entusiasmada escuchando la
historia. Un caso triste, sí, muy triste. Me recuerda al viejo Hargraves, que vivía en Mount. Su
esposa nunca tuvo la menor sospecha hasta que, al morir, dejó todo su dinero a una mujer
con la que había estado viviendo, y con la que tenía cinco hijos. En otro tiempo había sido su
doncella. Era una chica tan agradable, decía siempre Mrs. Hargraves, no tenía que
preocuparse de que diera la vuelta a los colchones cada día, siempre lo hacía, excepto los
viernes, por supuesto. Y ahí tienen al viejo Hargraves, que le puso una casa a esa mujer en la
población vecina y continuó siendo sacristán y pasando la bandeja cada domingo.
–Mi querida tía Jane –dijo Raymond con cierta impaciencia–. ¿Qué tiene que ver el
desaparecido Hargraves con este caso?
–Esta historia me lo recordó en seguida –dijo miss Marple–. Los hechos son tan parecidos,
¿no es cierto? Supongo que la pobre chica ha confesado ya y por eso sabe usted la solución,
sir Henry.
–¿Qué chica? –preguntó Raymond–. Mi querida tía, ¿de qué estás hablando?
–De esa pobre chica, Gladys Linch, por supuesto.
La que se puso tan nerviosa cuando habló con el doctor, y bien podía estarlo la pobrecilla.
Espero que ahorquen al malvado Jones por haber convertido en una asesina a esa pobre
muchacha. Supongo que a ella también la ahorcarán, pobrecilla.
–Creo, miss Marple, que está usted equivocada –comenzó a decir Mr. Petherick entre
titubeos.
Pero miss Marple meneó la cabeza con obstinación, y miró de hito en hito a sir Henry.
–¿Estoy en lo cierto o no? Yo lo veo muy claro. Los cientos de miles, el pastel... quiero decir
que no puede pasarse por alto.
–¿Qué es eso del pastel y de los cientos de miles? –exclamó Raymond.
Su tía se volvió hacia él.
–Las cocineras casi siempre ponen «cientos de miles» en los pasteles, querido –le dijo–.Son
esos azucarillos rosas y blancos. Desde luego, cuando oí que habían tomado pastel para cenar
y que el marido se había referido en una carta a cientos de miles, relacioné ambas cosas. Allí
es donde estaba el arsénico, en los cientos de miles. Se lo entregó a la muchacha y le dijo que
lo pusiera en el pastel.
–¡Pero eso es imposible! –replicó Joyce vivamente–. Todos lo tomaron.
–¡Oh, no! –dijo miss Marple–.Recuerde que la compañera de Mrs. Jones estaba haciendo
régimen para adelgazar. Nunca se come pastel, si una está a dieta. Y supongo que Jones se
limitaría a separar los «cientos de miles» de su ración poniéndolos a un lado en el plato. Fue
una idea inteligente, aunque muy malvada.
Los ojos de todos estaban fijos en sir Henry.
–Es curioso –dijo despacio–, pero da la casualidad de que miss Marple ha dado con la
solución. Jones había metido a Gladys Linch en un serio problema, tal como se dice
vulgarmente, y ella estaba desesperada. El deseaba librarse de su esposa y prometió a Gladys
casarse con ella cuando su mujer muriese. El consiguió los «cientos de miles» y se los entregó
a ella con instrucciones para su uso. Gladys Linch falleció hace una semana. Su hijo murió al
nacer y Jones la había abandonado por otra mujer. Cuando agonizaba, confesó la verdad.
Hubo unos instantes de silencio y luego Raymond dijo:
–Bueno, tía Jane, esta vez has ganado. No entiendo cómo has adivinado la verdad. Nunca
hubiera pensado que la doncella tuviera nada que ver con el caso.
–No, querido –replicó miss Marple–, pero tú no sabes de la vida tanto como yo. Un hombre
como Jones, rudo y jovial. Tan pronto como supe que había una chica bonita en la casa me
convencí de que no la dejaría en paz. Todo esto son cosas muy penosas y no demasiado
agradables de comentar. No puedes imaginarte el golpe que fue para Mrs. Hargraves y la
sorpresa que causó en el pueblo.



Manchas De Sangre En El Suelo -- Agatha Christie



Manchas De Sangre En El Suelo
Agatha Christie





Es curioso —comenzó a decir Joyce Lemprière—, pero casi me siento inclinada a no contarles mi historia. Sucedió hace mucho tiempo, hace cinco años, para ser exacta, y desde entonces me tiene obsesionada. Tanto su lado brillante, alegre y superficial, como el horror que se escondía en el fondo. Y lo curioso del caso es que el cuadro que pinté entonces está impregnado de la misma atmósfera. Cuando se mira por primera vez, parece sólo el simple boceto de una callejuela de Cornualles bañada por la luz del sol. Pero al contemplarlo con más atención, se descubre en él algo siniestro. Nunca quise venderlo, pero nunca lo miro. Está en mi estudio, en un rincón y de cara a la pared.

»El nombre del lugar es Rathole, un extraño pueblecito pesquero de Cornualles, muy pintoresco, tal vez demasiado pintoresco. En él se respira demasiado la atmósfera de una antigua sala de té de Cornualles. Tiene tiendas en las que muchachas de pelo a lo garçon pintan a mano leyendas sobre pergaminos. Es bonito y original, pero se lo creen demasiado.
—No sé por qué será —dijo Raymond West con un gruñido—. Supongo que será debido a esa maldita invasión de autocares llenos de gente. Por estrechos que sean los caminos que llevan a ellos, ninguno de esos pintorescos pueblecitos se libra de ellos.
Joyce asintió.
—Los que conducen a Rathole son muy estrechos y empinados como una pared. Bien, sigo con mi historia. Yo había ido a Cornualles a pasar quince días dibujando- En Rathole existía una antigua posada, Las Armas de Polharwith, que se supone es la única casa que dejaron en pie los atacantes españoles cuando bombardearon ferozmente el lugar hacia el 1500 o algo por el estilo.
—No lo bombardearon —replicó Raymond West con el entrecejo fruncido—. Procura no desvirtuar la historia, Joyce.
—Bueno, sea como fuere, desembarcaron cañones a lo largo de toda la costa y con ellos destrozaron las casas. De todas maneras no es ésta la cuestión. La posada era un lugar maravilloso por su antigüedad, con una especie de porche sostenido por cuatro pilares. Conseguí un buen apunte y me disponía a trabajar de firme cuando un coche subió serpenteando por la colina. Por supuesto, fue a detenerse delante de la posada, en el lugar en que más me estorbaba. Se apearon sus ocupantes, un hombre y una mujer, en los que no me fijé gran cosa. Ella llevaba un vestido de lino malva y un sombrero del mismo color.
»E1 hombre volvió a salir de nuevo y, para mi gran satisfacción, llevó el coche hasta el muelle y lo dejó aparcado allí. Al regresar a la posada tuvo que pasar junto a mí, en el preciso momento en que llegaba otro coche, del que se apeó una mujer vestida con el traje más llamativo que viera en mi vida. Creo que su estampado consistía en ponsetias rojas y llevaba uno de esos enormes sombreros de paja que utilizan los nativos, me parece que de Cuba ¿no es eso?, y que también era de un brillante rojo escarlata.
»La mujer no se detuvo delante de la posada, sino que llevó su coche más abajo en el otro lado. Luego se apeó y el hombre le dijo asombrado:
»—Carol, esto sí que es maravilloso. Qué casualidad encontrarte en este apartado rincón del mundo. Hace años que no te veía. Margery está aquí también, mi esposa, ya sabes. Debes venir a conocerla.
»Subieron juntos la empinada calle en dirección a la posada y vi que la otra mujer acababa de salir a la puerta y se dirigía a ellos. Cuando pasaron ante mí, pude echar un vistazo a la mujer llamada Carol, lo suficiente para ver una barbilla muy empolvada y una boca muy roja, y me pregunté, sólo me pregunté, si Margery se alegraría mucho de conocerla. A Margery no la había visto de cerca, pero así de lejos me pareció muy formal, estirada y poco maquillada.
»Bueno, desde luego no era asunto mío, pero a veces se ven pequeños retazos de la vida y no puedes evitar especular sobre ellos. Desde donde estaba podía oír fragmentos de su conversación. Hablaban de ir a bañarse. El marido, cuyo nombre al parecer era Denis, deseaba alquilar un bote y remar por la costa. Había allí una cueva famosa que merecía la pena ver a cosa de una milla de distancia, según dijo. Carol deseaba verla también, pero sugirió la idea de ir andando por los acantilados y verla desde la costa. Dijo que odiaba los botes. Al fin lo acordaron así. Carol iría andando por el camino del acantilado y se reuniría con ellos en la cueva, mientras Denis y Margery cogerían una barca y remarían hasta allí.
»Al oírles hablar de bañarse me entraron ganas a mí también. Era una mañana muy calurosa y no adelantaba apenas mi trabajo. Además, imaginé que la luz de la tarde daría al lugar un efecto más atrayente, de modo que recogí mis bártulos y me dirigí a una pequeña playa que había descubierto, en dirección completamente opuesta a la cueva. Tomé un delicioso baño allí y comí lengua enlatada y dos tomates, volviendo por la tarde a continuar mi apunte llena de entusiasmo y confianza.
»Todo Rathole parecía dormido. Había acertado al imaginar la luz del sol por la tarde: las sombras resultaban mucho más sugerentes, Las Armas de Polharwith eran el tema principal de mi apunte. Un rayo de sol caía oblicuamente sobre la tierra ante la posada y producía un efecto curioso. Supuse que los bañistas habrían regresado felizmente ya que dos trajes de baño, uno rojo y otro azul oscuro, estaban tendidos en el balcón, secándose al sol.
»Había algo que no me salía bien en una de las esquinas de mi apunte y me incliné unos instantes para arreglarlo. Cuando volví a alzar la vista, había una figura apoyada en uno de los pilares de la posada que parecía haber aparecido por arte de magia. Vestía ropas de marinero y supuse que sería un pescador. Además, llevaba una larga barba negra y, si hubiera buscado un modelo para dibujar a un malvado capitán español, no lo hubiera podido encontrar mejor. Me puse a trabajar con entusiasmo antes de que se marchara, aunque a juzgar por su actitud, parecía dispuesto a sostener el pilar por toda la eternidad.
»Sin embargo, al fin se movió. Afortunadamente, yo ya había obtenido lo que deseaba. Se acercó a mí y empezamos a charlar. ¡Cómo hablaba aquel hombre!
»—Rathole es un lugar muy interesante —me dijo.
«Yo ya lo sabía, pero, aunque se lo dije, eso no me salvó. Tuve que oír toda la historia del bombardeo, quiero decir de la destrucción del pueblo, y como el propietario de Las Armas de Polharwith murió en el mismo umbral de su puerta, atravesado por la espada de un capitán español, y que su sangre manchó el suelo y nadie consiguió limpiar la mancha durante cien años.
«Todo aquello concordaba admirablemente con la lánguida pesadez de la tarde. La voz del hombre era muy suave y, no obstante, al mismo tiempo resultaba un tanto amenazadora. Sus modales eran obsequiosos, pero comprendí que en el fondo debía de ser un hombre cruel. Me hizo comprender el papel de la Inquisición y el horror de todas las cosas que habían hecho los españoles mejor de lo que nunca lo hubiera hecho.
«Mientras me estuvo hablando, continué mi trabajo y de pronto me di cuenta de que, distraída escuchando su historia, había pintado algo que no estaba allí. Sobre el blanco suelo, en el lugar donde el sol caía ante la puerta de Las Armas de Polharwith, había pintado manchas de sangre. Parece extraordinario que el subconsciente pudiera jugar semejante treta a mi mano, mas al mirar de nuevo hacia la posada tuve un segundo sobresalto. Mi mano había pintado únicamente lo que veían mis ojos, gotas de sangre en el blanco suelo.
«Las miré durante unos instantes. Después, cerrando los ojos, dije para mis adentros: «No seas tonta, allí no hay nada en realidad». Los volví a abrir y las manchas de sangre seguían allí.
»De pronto me di cuenta de que no podría soportarlo e interrumpí con una pregunta el torrente de palabras del pescador.
»—Dígame —le dije—, no tengo muy buena vista. ¿Eso que se ve en el suelo son manchas de sangre?
«Me miró con benevolencia.
»—No hay manchas de sangre hoy en día, señora. Le estoy contando lo que ocurrió hace casi quinientos años.
«—Sí —respondí—, pero ahora, en el suelo... —las palabras se ahogaron en mi garganta.
»Sabía... me daba cuenta de que él no vería lo mismo que yo. Me puse de pie y, con las manos temblorosas, empecé a recoger mis cosas, y entonces observé que el joven que había llegado en coche aquella mañana salía de la posada mirando a ambos lados de la calle con perplejidad. En el balcón apareció su esposa para recoger los trajes de baño. Echó a andar hacia el coche, pero cambió de idea y cruzó la calle hacia el pescador.
»—Oiga, buen hombre —le dijo—, ¿sabe usted si la señora que llegó en el otro coche ha regresado ya?
»—¿Una señora con un vestido floreado? No, señor, no la he visto. Esta mañana se fue hacia la cueva por los acantilados.
«—Lo sé, lo sé. Nos bañamos todos juntos y luego nos dejó para volver a casa, y no hemos vuelto a verla desde entonces. No es posible que tarde tanto. Los acantilados no serán peligrosos, ¿verdad?
«—Depende de por donde se vaya, señor. Lo mejor es ir con alguien que conozca el lugar.
«Era evidente que se refería a sí mismo y se disponía a seguir hablando, mas el joven le interrumpió sin ninguna clase de ceremonias y volvió de nuevo a la posada, gritando a su esposa, que estaba en el balcón:
«—Oye, Margery, Carol no ha regresado todavía. Es extraño, ¿no te parece?
»No oí la respuesta de Margery, pero su esposo continuó diciendo:
»—Bueno, no podemos esperar más. Tenemos que continuar hasta Penrithar. ¿Estás lista? Iré a sacar el coche.
»Hizo lo que decía y en seguida se marcharon juntos. Entretanto, yo había esperado ansiosa el momento de probar lo ridículo de mis imaginaciones. Cuando el automóvil se hubo alejado, fui hasta la posada para examinar de cerca el suelo. Desde luego allí no había manchas de sangre. No, todo había sido producto de mi exaltada imaginación. Y eso, en cierto modo todavía resultaba más aterrador. Fue entonces, mientras permanecía en pie como clavada en aquel lugar, cuando oí la voz del pescador, que me miraba con curiosidad.
»—Usted creyó ver manchas de sangre aquí, ¿eh, señora?
Asentí.
»—Es muy curioso, muy curioso. Aquí tenemos una superstición, señora. Si alguien ve esas manchas de sangre...
»Hizo una pausa.
»—¿Y bien? —le animé.
»Continuó hablando con su voz melosa, con una entonación inconfundiblemente cornuallesa, pero suave y educada en el acento, completamente libre de todos los giros y peculiaridades del habla de Cornualles.
»—Dicen, señora, que si alguien ve esas manchas de sangre habrá una muerte antes de veinticuatro horas.
»—¡Qué terrible! Sentí que un estremecimiento recorría mi espina dorsal.
»El continuó en tono persuasivo:
»—Hay una lápida muy interesante en la iglesia acerca de una muerte...
»—No, gracias —le dije decidida. Y girando sobre mis talones, eché a andar calle arriba hacia la casita donde me hospedaba.
»Cuando llegué vi a lo lejos a la mujer llamada Carol, que venía corriendo por el camino del acantilado. En contraste con el color gris de las rocas, parecía una venenosa flor roja. Su sombrero era rojo como la sangre...
»Me dominé. La verdad es que estaba obsesionada por la idea de la sangre.
»Más tarde oí el ruido de su coche y me pregunté si también ella se dirigía a Penrithar, pero tomó la carretera de la izquierda, en dirección contraria. Observé cómo desaparecía por la colina y respiré un poco más tranquila. Rathole volvía a parecer dormido una vez más.

—Si eso es todo —dijo Raymond West cuando Joyce se detuvo para tomar aliento—, daré mi dictamen en seguida. Indigestión. Hace ver manchas ante los ojos después de las comidas.
—Eso no es todo —replicó Joyce—. Tienes que oír el final. Dos días más tarde lo leí en el periódico con este titular: «Baño fatal en el mar». El artículo contaba cómo Mrs. Dacre, esposa del capitán Denis Dacre, se ahogó desgraciadamente en la Ensenada de Landeer, a poca distancia de donde yo me hallaba, siguiendo la línea de la costa. Ella y su esposo se encontraban hospedados en el hotel del lugar y expresaron su intención de bañarse, pero comenzó a soplar un viento helado y el capitán Dacre declaró que hacía demasiado frío y por ello se fue en compañía de otros huéspedes del hotel a las pistas de golf cercanas al lugar. No obstante, Mrs. Dacre dijo que ella no tenía frío y se marchó sola a la ensenada. Como no regresaba, su esposo empezó a alarmarse y bajó a la playa acompañado de sus amigos. Encontraron sus ropas junto a una roca, pero ni rastro de la infortunada esposa. Su cadáver no fue hallado hasta casi una semana más tarde, cuando el mar lo arrojó a la playa bastante más lejos del lugar del suceso. Tenía un gran golpe en la cabeza, que debió recibir antes de morir, y la opinión general fue que, al zambullirse en el mar, se había golpeado contra una roca. Por lo que pude averiguar, su muerte debió de ocurrir veinticuatro horas después de que yo viera las manchas de sangre.

—Protesto —dijo sir Henry—. Esto no es un problema, sino una historia de fantasmas. Evidentemente miss Lemprire es una médium.
Mr Petherick emitió su acostumbrada tosecilla.
—Me sorprende una cosa —dijo—: el golpe en la cabeza. Creo que no debemos descartar la posibilidad de que su muerte fuese violenta, pero no veo que tengamos dato alguno en que basarnos. La alucinación o visión de miss Lemprière desde luego es interesante, pero no comprendo qué quiere que digamos.
—Indigestión y pura coincidencia —dijo Raymond—. De todas formas no puede estar segura de que fueran las mismas personas. Además, la maldición o lo que fuera solo podría afectar a los habitantes de Rathole.
—Yo tengo la impresión —dijo sir Henry— de que el siniestro pescador tiene algo que ver en esta historia, pero estoy de acuerdo con Mr. Petherick en que miss Lemprière nos ha dado pocos datos.
Joyce se volvió hacia el doctor Pender, que negó con la cabeza.
—Es una historia muy interesante —dijo—, pero estoy de acuerdo con sir Henry y Mr. Petherick en que son muy pocos los datos que nos ha dado.
Joyce miró a miss Marple, que le sonrió.
—Yo también considero que eres un poco tramposa, Joyce, querida —le dijo—. Claro que para mí es distinto. Quiero decir que nosotras, por ser mujeres, sabemos apreciar la importancia que tienen los vestidos y, por lo tanto, no creo que sea justo presentar un problema así a un hombre. Debió de cambiarse con inusitada rapidez. ¡Qué mujer más perversa! Y él es todavía peor.
Joyce la miraba con ojos muy abiertos.
—Tía Jane... —le dijo—... quiero decir miss Marple, creo que... me parece que ya sabe usted la verdad.
—Sí, querida —dijo miss Marple—. A mí, que estoy sentada tranquilamente, me ha resultado mucho más sencillo que a ti. Y eso que, por ser artista, eres muy sensible a tu entorno, ¿no es cierto? Sentada aquí con mi labor de punto, puedo ver los hechos con claridad. Las gotas de sangre cayeron desde el balcón, del traje de baño, ya que, al ser rojo, los mismos criminales no se dieron cuenta de que estaba manchado de sangre. ¡Pobrecilla, pobrecilla infeliz!
—Perdóneme, miss Marpie —intervino sir Henry—, pero usted sabe que sigo todavía en la más completa oscuridad. Usted y miss Lemprièe parecen saber de qué están hablando, pero nosotros los hombres seguimos ignorantes de todo.
—Ahora les contaré el final de la historia —dijo la joven—. Ocurrió un año más tarde. Yo me encontraba en un pueblecito de la costa pintando, cuando de pronto experimenté la extraña sensación de presenciar algo que ya había ocurrido antes. Ante mí tenía a dos personas, un hombre y una mujer que saludaban a una tercera, una mujer vestida con un traje estampado con ponsetias rojas.
»—¡Carol, esto sí que es maravilloso! ¡Qué casualidad encontrarse después de tantos años. ¿No conoces a mi esposa? Joan, te presento a una antigua amiga mía, miss Harding.
»Reconocí al hombre al instante. Era el mismo Denis que había visto en Rathole. La esposa era distinta, es decir, se llamaba Joan en vez de Margerv, pero era el mismo tipo de mujer: joven, bastante sencilla y corriente. Por un momento creí que me había vuelto loca. Empezaron a hablar de irse a bañar. Les diré lo que hice: dirigirme directamente al puesto de policía. Pensé que lo más probable era que me tomasen por loca, pero no me importaba y todo salió bien. Encontré allí a un hombre de Scotland Yard que había acudido precisamente por aquel asunto. Al parecer, ¡oh, es horrible hablar de esto!, la policía sospechaba de Denis Dacre. No era su verdadero nombre, se lo cambiaba según las distintas ocasiones. Acostumbraba a hacer amistad con muchachas sencillas que no tuvieran muchos parientes ni amigos y, después de casarse con ellas, aseguraba sus vidas por grandes sumas y luego... ¡oh, es horrible! La mujer llamada Carol era su verdadera esposa y juntos llevaban a cabo siempre el mismo plan. Así es como llegaron a atraparlo. Las compañías de seguros empezaron a sospechar. Acudía a algún lugar de veraneo con su nueva esposa, allí se encontraba con la otra mujer y se iban a bañar juntos. Entonces asesinaban a la esposa, y Carol, poniéndose sus ropas, regresaba en el bote con él. Más tarde abandonaban el lugar, después de preguntar por la supuesta Carol y, al llegar a las afueras del pueblo, Carol regresaba con sus ropas llamativas y su extremado maquillaje para marcharse de allí en su propio coche. Averiguaban en qué direccion iba la corriente y la supuesta muerte ocurría en el próximo pueblo que quedase en esa misma dirección. Carol hacía el papel de esposa y se iba sola a alguna playa solitaria para dejar las ropas de ésta junto a una roca y ella se marchaba con su traje llamativo a esperar tranquilamente que su esposo fuera a reunirse con ella.
»Supongo que, cuando asesinaron a la pobre Margery, parte de la sangre debió empapar el traje de baño de Carol y, al ser de color rojo, no lo notaron, tal como dice miss Marpie. Mas al tenderlo en el balcón cayeron algunas gotas al suelo. ¡Uf! —se estremeció—. Todavía puedo verlas.
—Claro —exclamó sir Henry—. Ahora lo recuerdo muy bien. Su nombre verdadero era Davis. Había olvidado que uno de sus muchos alias fue Dacre. Era una pareja extraordinaria. Siempre me sorprendió que nadie descubriera su cambio de personalidad. Supongo, tal como dice miss Marple, que sería porque los trajes se identifican más fácilmente que los rostros. Pero fue un plan muy inteligente ya que, aunque sospechábamos de Davis, no fue fácil detenerlo, pues siempre parecía tener una coartada impecable.
—Tía Jane —dijo Raymond—, ¿cómo lo haces? Has llevado una vida apacible y nada parece sorprenderte.
—No hay nada nuevo en este mundo —replicó miss Marpie—. Ahí tienes a Mrs. Green, ya sabes, la que enterró a cinco niños... todos con la vida asegurada. Y bueno, naturalmente, una no puede dejar de sospechar...
Meneó la cabeza.
—Hay mucha perversidad en la vida de un pueblecito y espero que vosotros los jóvenes no lleguéis a saber nunca lo malvado que es el mundo.
 
 

LA PUERTA DE BAGDAD -- Agatha Christie








LA PUERTA DE BAGDAD


Agatha Christie


Cuatro grandes puertas tiene la ciudad de Damasco... Mister Parker Pyne repitió en voz baja los versos de Flecker:

«Puerta del destino, puerta del desierto, caverna del desastre, fuerte del temor.
Portal de Bagdad soy, la entrada de Diar-bekir.»

Se encontraba en las calles de Damasco y, arrimado al Hotel Oriental, vio uno de los grandes autocares de seis ruedas que, a la mañana siguiente, saldría para llevarle con otras once personas hasta Bagdad, a través del desierto.

«No pases por debajo, oh caravana, o pasa sin cantar.
»¿Has oído ese silencio en que, muertas las aves, aún parece que se oye el piar de un pájaro?
»¡Pasa por debajo, oh caravana destinada a morir! ¡Pasa, oh caravana de la muerte.»

No era pequeño el contraste.
En otros tiempos, la puerta de Bagdad había sido realmente la puerta de la Muerte. La caravana tenía que atravesar cuatrocientas millas de desierto. Largos meses de viaje. Hoy, los monstruos ubicuos que se alimentan de gasolina lo hacen en treinta y seis horas.
¿Qué decía usted, mister Parker Pyne?
Era la voz impaciente de miss Netta Pryce, la más joven y encantadora representante de la raza de los turistas. Aunque llevando el estorbo de una tía austera que tenía una barba rudimentaria y estaba sedienta de ciencia bíblica, Netta se arreglaba para divertirse de varias frívolas maneras, que es posible que no hubieran merecido la aprobación de la mayor de las señoritas Pryce.
Mister Parker Pyne le repitió los versos de Flecker.
¡Qué emocionante! —dijo Netta.
Tres hombres con el uniforme de las Fuerzas Aéreas que estaban cerca la oyeron y uno de ellos, que la admiraba, contemplándola extasiado, intervino en el diálogo diciendo:
Todavía puede uno encontrar emociones en el viaje. Aún en estos tiempos, los bandidos atacan de vez en cuando a los convoyes. Además, puede uno perderse... esto ocurre algunas veces. Y nos envían a nosotros para que los encontremos. Un individuo estuvo cinco días perdido en el desierto. Afortunadamente, tenía una buena provisión de agua. Además, están los baches. ¡Y qué baches! Un hombre se mató de este modo. ¡Les digo a ustedes la pura verdad! Iba durmiendo y su cabeza chocó con el techo del coche y murió en el acto.
¿En el autocar de seis ruedas, mister O'Rourke? —preguntó la mayor de las señoritas Pryce.
No... no era un autocar de seis ruedas —admitió el joven.
¡Pero bueno: tenemos que ver algunas cosas! —exclamó Netta.
Su tía sacó entonces una guía.
Netta se apartó, ladeándose.
Yo sé que quiere ver algún lugar donde San Pablo fue bajado por una ventana —murmuró—. Y yo tengo tantas ganas de ver los bazares...
O'Rourke contestó prestamente:
Venga conmigo. Empezaremos por la calle llamada Strait...
Y se alejaron.
Mister Parker Pyne se volvió hacia un hombre de maneras tranquilas, llamado Hensley, que estaba junto a él. Pertenecía al Departamento de Obras Públicas de Bagdad.
Damasco desilusiona un poco cuando uno lo ve por primera vez —dijo en tono de excusa—. Un poco civilizada. Tranvías y casas modernas y tiendas.
Hensley hizo un gesto afirmativo. Era un hombre de pocas palabras.
No ha ido... por el otro lado. Espere usted a haberlo hecho.
Se acercó por allí otro hombre, un joven rubio con la antigua corbata de Eton. Su rostro era amable, pero de expresión ligeramente distraída, y en aquel momento parecía hallarse inquieto. Estaba en el mismo departamento que Hensley.
Hola, Smethrust —dijo su amigo—. ¿Has perdido algo?
El capitán Smethrust movió la cabeza. Era un joven de inteligencia algo lenta.
Sólo estoy dando una vuelta por ahí —dijo vagamente. Luego pareció despertarse—. Podríamos tomar unas copas esta noche. ¿Qué me dices a eso?
Los dos amigos se alejaron juntos. Mister Parker Pyne compró un periódico local en francés.
No lo encontró muy interesante. Las noticias locales no tenían significación alguna para él, y no parecía que ocurriese nada importante en ninguna parte. Vio luego algunos párrafos bajo el título de Londres.
El primero se refería a asuntos financieros. El segundo trataba del supuesto destino de mister Samuel Long, el financiero autor de varios desfalcos que ascendían a tres millones y que, según los rumores que circulaban, había llegado a América del Sur.
No es poco para un hombre que acaba de cumplir treinta años —declaró mister Parker Pyne.
¿Decía usted?
Al volverse, Parker Pyne se halló ante un italiano que había hecho con él la travesía de Brindisi a Beirut.
Mister Parker Pyne explicó su observación. El italiano, mister Poli, afirmó varias veces con la cabeza.
Este hombre es un gran criminal —dijo el segundo—. En la misma Italia ha cometido fechorías. Inspiraba confianza a todo el mundo. Es más, es un hombre muy bien educado, según dicen.
Bien, estudió en Eton y en Oxford —observó mister Parker Pyne con cautela.
¿Cree usted que lo cogerán?
Eso depende de la delantera que haya tomado. Puede estar aún en Inglaterra. Puede estar... en cualquier parte.
¿Aquí, con nosotros? —dijo el italiano riendo.
Es posible —y mister Parker Pyne permaneció serio—. Por todo lo que usted sabe, podría ser yo mismo.
Mister Poli le dirigió una mirada de sobresalto. Después, su rostro aceitunado se dilató con una sonrisa de comprensión.
¡Oh! Ésta es muy buena... muy buena, de verdad. Pero usted...
Sus ojos descendieron desde la cara de mister Parker Pyne.
Mister Parker Pyne interpretó aquella mirada con acierto.
No debe usted juzgar por las apariencias —dijo—. Una... gordura puede disimularse y sirve para ponerle más años al interesado.
Y añadió con expresión soñadora:
Puede teñirse el cabello, por supuesto, y cambiarse el color de la cara, y hasta cambiar de nacionalidad.
Poli se retiró con actitud dudosa. Nunca podía saber hasta qué punto eran serios los ingleses.
Mister Parker Pyne se divirtió aquella noche en el cine. Después se dirigió a un «Palacio nocturno de alegrías». No le pareció que fuese un palacio ni que fuese alegre. Varias damas bailaban allí con una manifiesta falta de entusiasmo. Y los aplausos fueron lánguidos.
De repente descubrió la presencia de Smethrust. El joven estaba sentado solo en una mesa. Tenía el rostro encendido y a mister Parker Pyne se le ocurrió que habría bebido más de la cuenta. Cruzando la sala, fue a reunirse con él.
Es vergonzoso el modo que tienen esas muchachas de tratarlo a uno —dijo el capitán Smethrust tristemente—. Le hago servir dos bebidas, tres bebidas, un montón de bebidas... Y luego se va riendo con algún muchacho moreno. A esto lo llamo yo algo vergonzoso. He tomado un poco de araq al llegar —dijo Smethrust—. Esto le anima a uno. Pruébelo.
Mister Parker Pyne sabía algo acerca de las propiedades del araq. Y procedió con tacto. No obstante, Smethrust movió la cabeza.
Estoy metido en un enredo —dijo—. Tengo que animarme. No sé qué haría usted en mi lugar. No me gusta descubrir a un compañero, ¿cómo? Quiero decir... y sin embargo, ¿qué va uno a hacer?
Y estudió a mister Parker Pyne como si lo viese entonces por primera vez.
¿Quién es usted? —preguntó bajo el perentorio efecto de su bebida—. ¿A qué se dedica?
Juego a las confidencias —contestó mister Parker Pyne con suavidad.
Smethrust lo miró con vivo interés.
¿Cómo? ¿Usted también?
Mister Parker Pyne sacó de su cartera un recorte y lo dejó sobre la mesa, delante de Smethrust:

¿Es usted feliz? Si no lo es, consulte a mister Parker Pyne.

Smethrust concentró la vista en él con alguna dificultad.
Bueno, que me condene —exclamó—. ¿Quiere usted decirme que viene la gente a contarle a usted sus cosas?
Confían en mí, sí.
Un rebaño de mujeres idiotas, me figuro.
Muchas mujeres —admitió mister Parker Pyne—. Pero los hombres también. ¿Qué le pasa a usted, mi joven amigo? ¿Necesita algún consejo en este momento?
Cierre esa condenada boca —-dijo el capitán Smethrust—. A nadie le importa... a nadie más que a mí. ¿Dónde está ese condenado araq?
Mister Parker Pyne movió la cabeza tristemente.
Y abandonó al capitán Smethrust como a un caso imposible.



El convoy con destino Bagdad se puso en marcha a las siete de la mañana. Estaba formado por mister Parker Pyne y mister Poli, las señoritas Pryce (tía y sobrina), tres oficiales de las Fuerzas Aéreas, Smethrust y Hensley, y una madre y un hijo armenios llamados Pentremian.
El viaje comenzó sin incidentes. Pronto quedaron atrás los árboles frutales de Damasco. El cielo estaba cubierto y el joven conductor lo miró una o dos veces con expresión de duda. Y cambió algunas observaciones con Hensley.
Ha llovido bastante al otro lado del Rutba. Espero que no vayamos a atascarnos.
A mediodía hicieron una parada y se repartieron las cajas de cartón cuadradas que contenían el almuerzo. Los dos conductores hicieron un té que fue servido en tazas de papel. Y continuaron la marcha a través de una llanura interminable.
Mister Parker Pyne se acordó de las lentas caravanas y de las semanas de viaje...
Se ponía el sol cuando llegaron al fuerte del desierto de Rutba. Las grandes puertas fueron desatrancadas y el vehículo las cruzó, penetrando en el patio interior del fuerte.
Esto resulta emocionante —dijo Netta.
Después de lavarse un poco, manifestó el deseo de dar un paseíto. El teniente de aviación O'Rourke y mister Parker Pyne se ofrecieron a darle escolta. Cuando iban a partir, se les acercó el administrador para rogarles que no se alejasen, pues podrían tener dificultades para encontrar el camino de regreso después de haber oscurecido.
Sólo una pequeña distancia —prometió O'Rourke.
El paseo no era en realidad muy interesante a causa de la monotonía de los alrededores.
Una vez, mister Parker Pyne se inclinó para recoger algo.
¿Qué es esto? —preguntó Netta Pryce con curiosidad.
Él se lo mostró.
Una piedra prehistórica, miss Pryce: un horadador.
¿Se mataban unos a otros con esto?
No, esto tenía un empleo más pacífico. Pero supongo que hubieran podido también utilizarlo para matarse. La intención de matar es lo que importa, no el mero instrumento. Algo puede encontrarse siempre por estos parajes.
Iba oscureciendo y se apresuraron a regresar al fuerte.
Después de una comida con muchas conservas, se quedaron fumando. A las doce, el autocar de seis ruedas debía reanudar la marcha.
El conductor parecía hallarse inquieto.
Hay algunas charcas por aquí cerca —dijo—. Podríamos atascarnos.
Todos subieron al autocar y se acomodaron en él. Miss Pryce estaba molesta por no tener a su alcance una de las maletas.
Me hubiera gustado ponerme las zapatillas de noche —dijo.
Es más fácil que necesite sus botas de agua —contestó Smethrust— A juzgar por las apariencias, vamos a hundirnos en un mar de lodo.
Y ni siquiera tengo a mano un par de medias para cambiarme —dijo Netta.
No hay problema. Se quedará quieta. Sólo el sexo fuerte debe salir a moverse.
Siempre llevo calcetines de recambio —dijo Hensley golpeándose el bolsillo del abrigo—. Nunca sabe uno lo que...
Se apagaron las luces. El voluminoso autocar partió en la oscuridad.
La marcha no era muy buena. No se zarandeaban como lo hubieran hecho en un coche pequeño, pero, no obstante, recibían de vez en cuando algún fuerte coscorrón.
Mister Parker Pyne ocupaba uno de los asientos delanteros. Al otro lado del pasillo se hallaba la dama armenia envuelta en abrigos y chales. Su hijo estaba detrás de ella. Detrás de mister Parker Pyne se encontraban las dos señoritas Pryce. Y en la parte posterior del autocar, Poli, Smethrust, Hensley y los hombres de las Fuerzas Aéreas.
El autocar continuaba corriendo en las tinieblas. A mister Parker Pyne le costaba conciliar el sueño. Se hallaba entumecido por su posición. Los pies de la dama armenia salían, invadiendo su espacio. En todo caso, ella sí descansaba cómodamente.
Todos los demás parecían dormir. Mister Parker Pyne sintió que le invadía una somnolencia cuando una repentina sacudida lo envió contra el techo. De la parte posterior del autocar llegó una soñolienta protesta:
Cuidado. ¿Queréis que nos rompamos la cabeza conductores?
Luego, mister Parker Pyne volvió a adormecerse. Al cabo de algunos minutos, aunque con un incómodo vaivén del cuello, se quedó profundamente dormido...
Se despertó de repente. El autocar de seis ruedas se había detenido. Algunos de los hombres estaban apeándose. Hensley dijo brevemente:
Estamos atascados.
Deseoso de ver cuanto pudiera verse, mister Parker Pyne saltó junto al autocar con cuidado. Ahora no llovía. Al contrario, había luna y a su luz podía verse cómo los conductores trabajaban frenéticamente con gatos y piedras para levantar las ruedas. La mayor parte de los hombres ayudaban en la operación. Las tres mujeres estaban mirando desde las ventanillas del autocar: miss Pryce y Netta con interés, la dama armenia con mal disimulado disgusto.
A una orden del conductor, los hombres hicieron un esfuerzo.
¿Dónde está ese chico armenio? —preguntó O'Rourke—. Que venga aquí también.
Y también el capitán Smethrust —observó Poli—. No está con nosotros.
El bribón sigue durmiendo. Miradlo.
Era cierto. Smethrust continuaba en su asiento, con la cabeza inclinada hacia delante y todo el cuerpo hundido.
Yo lo despertaré —dijo O'Rourke. Y saltó a la portezuela. Reapareció al cabo de un minuto. El timbre de su voz era otro.
Escuchad: creo que está enfermo o algo así. ¿Dónde está el médico?
El médico jefe de la escuadrilla aérea, el doctor Loftus, un hombre de aspecto tranquilo y cabello canoso, se separó del grupo que se hallaba junto a la rueda.
¿Qué tiene? —preguntó.
No... no lo sé.
El doctor entró en el autocar. O'Rourke y Parker Pyne lo siguieron. Se inclinó sobre aquel cuerpo postrado. Una mirada y un contacto fueron suficientes.
Está muerto —dijo con calma.
Se dispararon las preguntas: «¿Muerto? Pero ¿cómo?». Y Netta exclamó: «¡Oh, qué horrible!»
Loftus miró a su alrededor con gesto de irritación.
Debe de haberse dado un golpe en la cabeza contra el techo —dijo—. El autocar tuvo una sacudida muy fuerte.
Seguramente esto no le habrá matado. ¿No hay algo más?
No puedo decir nada hasta que no lo haya examinado correctamente —dijo Loftus con brevedad. Y miró a su alrededor con expresión de azoramiento. Las mujeres se habían apiñado más cerca de él. Los hombres habían empezado a agruparse en el interior del autocar.
Mister Parker Pyne habló al conductor. Éste era un joven fuerte y atlético que, una por una, levantó a las mujeres y las llevó por encima del lodo hasta dejarlas sobre un terreno seco. Pudo hacerlo fácilmente con Mrs. Pentremian y con Netta, pero se tambaleó un poco bajo el peso de la robusta tía de ésta.
El interior del autocar quedó despejado para que el médico pudiera hacer su reconocimiento.
Los hombres reanudaron sus esfuerzos para levantar el vehículo. El sol asomaba ahora por el horizonte. Se anunciaba un día magnífico. El lodo estaba secándose rápidamente, pero el autocar continuaba atascado. Se habían roto tres gatos y hasta entonces no habían dado resultado los esfuerzos realizados. Los conductores se pusieron a preparar un desayuno, abriendo latas de salchichas e hirviendo agua para hacer el té de los expedicionarios.
Un poco apartado, el médico jefe de escuadrilla, Loftus, estaba dando su veredicto.
No hay señales de herida alguna. Tal como he dicho, debe de haberse dado un golpe en la cabeza contra el techo.
¿Está usted seguro de que ha sido una muerte natural? —preguntó mister Parker Pyne. Y había algo en su voz que hizo que el médico le dirigiese una viva mirada.
Queda sólo otra posibilidad.
¿Cuál es?
Que alguien le hubiese golpeado la cabeza por detrás con algún objeto parecido a un saco de arena —y su tono era de excusa.
Esto no es muy probable —dijo Williamson, el otro oficial de las Fuerzas Aéreas, un joven con cara de querubín—. Quiero decir que nadie hubiera podido hacerlo sin que lo viéramos.
¿Y si estábamos durmiendo? —sugirió el doctor.
De esto nadie puede estar seguro —indicó el otro—. Subir al autocar y todo lo demás era imposible sin despertar a alguien.
El único que hubiera podido hacerlo —dijo Poli— hubiera sido alguien que estuviese sentado detrás de él. Así podía escoger el momento sin levantarse ni siquiera del asiento.
¿Quién iba sentado detrás del capitán Smethrust? —preguntó el médico.
O'Rourke contestó prestamente:
Hensley, señor, de modo que esto no sirve. Hensley era el mejor amigo de Smethrust.
Hubo un silencio. Luego se elevó la voz de mister Parker Pyne con un tono que demostraba una tranquila certidumbre.
Creo —dijo— que el teniente de aviación Williamson tiene algo que comunicarnos.
¿Yo, señor? Yo... bueno...
Explícate, Williamson —dijo O'Rourke.
En realidad, no es nada... absolutamente nada.
Explícate.
Son sólo unas palabras de una conversación que oí en Rutba. Había vuelto al autocar para recoger mi pitillera y estaba buscándola. Fuera, hablaban dos hombres muy cerca de allí. Uno de ellos era Smethrust. Decía... —y se detuvo.
Continúa, hombre. Explícate.
Algo sobre no querer descubrir a un compañero. Parecía tener mucha angustia. Después, dijo: «Me callaré hasta Bagdad, pero ni un minuto más. Tendrás que largarte de prisa.»
¿Y el otro hombre?
No lo conozco, señor. Juro que no lo conozco. Era moreno y sólo dijo una o dos palabras que no pude entender.
¿Quién de ustedes conocía bien a Smethrust?
No creo que las palabras «un compañero» puedan referirse a nadie mas que a Hensley —dijo O'Rourke lentamente—. Yo conocía a Smethrust, pero de un modo muy ligero. Williamson es nuevo aquí... y lo mismo el médico de la escuadrilla, Loftus. No creo que ninguno de ellos lo hubiese visto antes.
Así lo confirmaron los dos oficiales.
¿Y usted, Poli?
No había visto nunca a este joven hasta que atravesamos el Líbano en el mismo autocar, desde Beirut.
¿Y ese armenio?
No podía ser un compañero —afirmó O'Rourke con decisión.
Yo tengo quizás una prueba adicional —dijo mister Parker Pyne.
Y repitió la conversación que había tenido con Smethrust en el café de Damasco. O'Rourke observó con aire pensativo:
Usó la frase: «No me gusta descubrir a un compañero», y estaba inquieto.
¿Nadie tiene nada que añadir? —preguntó mister Parker Pyne.
El doctor tosió y empezó diciendo:
Puede ser algo que tenga relación con esto...
Se le animó a continuar.
Sencillamente que oí como Smethrust le decía a Hensley: «Tú no puedes negar que hay una filtración en tu departamento.»
¿Cuándo fue esto?
Ayer por la mañana, en el momento en que íbamos a salir de Damasco. Pensé que estaban hablando de algún antiguo asunto. No imaginé... —y se detuvo.
Amigos míos, esto es interesante —dijo el italiano—. Pieza por pieza van ustedes dando forma a la prueba.
Habló usted de un saco de arena, doctor —dijo mister Parker Pyne—. ¿Podría un hombre confeccionar un arma así?
Aquí abunda la arena —contestó el médico secamente, levantando un buen puñado de ella mientras hablaba.
Poniendo un poco en un calcetín... —empezó a decir O'Rourke, y vaciló.
Todos recordaban dos breves frases pronunciadas por Hensley la noche anterior: «Siempre llevo calcetines de recambio. Nunca sabe uno.»
Hubo un silencio. Luego, mister Parker Pyne dijo con calma:
Jefe de cuadrilla Loftus, creo que los calcetines de recambio de mister Hensley están en el bolsillo de su abrigo, que se encuentra ahora sin duda alguna en el autocar.
Todas las miradas se dirigieron al instante hacia el lugar por el que paseaba, recortada en el horizonte, una figura taciturna. Hensley se había mantenido apartado desde el descubrimiento de la muerte de Smethrust. Había sido respetado su deseo de permanecer solo, teniendo en cuenta la amistad que había habido entre los dos.
Mister Parker Pyne continuó:
¿Quiere usted cogerlos y traerlos aquí?
El médico vaciló, murmurando:
No me gusta... —y volvió a mirar hacia la figura que paseaba—. Parece una vileza.
Debe usted cogerlos, hágame el favor —dijo mister Parker Pyne—. Las circunstancias son muy raras. Estamos detenidos aquí y tenemos que saber la verdad. Si trae usted esos calcetines, me imagino que estaremos un paso más cerca de ella.
Loftus se alejó obedientemente.
Mister Parker Pyne se llevó a mister Poli un poco aparte.
Creo que era usted quien estaba en el pasillo, al otro lado del capitán Smethrust.
Así es.
¿Se levantó alguien y pasó por allí?
Sólo la dama inglesa, miss Pryce. Fue al lavabo, en la parte de atrás del autocar.
¿La vio dar algún tropezón?
Daba algunos vaivenes con el movimiento de la marcha, naturalmente.
¿Es ella la única persona que vio usted pasar?
Sí.
El italiano le dirigió una mirada de curiosidad y dijo:
Me pregunto quién es usted. Toma el mando y, sin embargo, no es un militar.
He visto mucho de la vida —contestó mister Parker Pyne.
Ha viajado, ¿eh?
No, he estado sentado en un despacho.
Loftus volvió con los calcetines. Mister Parker Pyne los tomó y examinó. Había arena húmeda adherida al interior de uno de ellos.
Mister Parker Pyne hizo entonces una profunda inspiración.
Ahora ya lo sé —dijo.
Todas las miradas se concentraron en la figura que se paseaba destacándose sobre el fondo del horizonte.
Si es posible, desearía ver el cadáver —dijo mister Parker Pyne.
Y entró con el médico hasta el sitio en que yacía el cuerpo de Smethrust, cubierto con un trozo de lona que el médico retiró, diciendo:
No hay nada que ver.
Pero los ojos de mister Parker Pyne se habían fijado en la corbata del muerto.
Es decir, que Smethrust era un antiguo alumno de la universidad de Eton.
Y entonces mister Parker Pyne le sorprendió todavía más.
¿Qué sabe usted del joven Williamson? —le preguntó.
Nada en absoluto. Lo vi por primera vez en Beirut. Yo había llegado de Egipto. Pero, ¿por qué? Seguramente...
Bien, fundándonos en sus declaraciones, vamos a colgar a un hombre, ¿no es así? —dijo mister Parker Pyne animadamente—. Uno debe andar con cuidado.
Parecía hallarse aún interesado en la corbata del muerto. Le desabrochó el cuello. Luego lanzó una exclamación:
¿Ve usted esto?
En el reverso del cuello de la camisa había una mancha de sangre, pequeña y redonda.
Examinó con más atención el cuello puesto al descubierto.
Este hombre no ha muerto por un golpe en la cabeza, doctor —dijo con animación—. Ha sido herido en la base del cráneo. Puede usted ver aquí el pequeño pinchazo.
¡Y me ha pasado inadvertido!
Se guiaba usted por una falsa suposición —dijo mister Parker Pyne a modo de excusa—. La de un golpe en la cabeza. Era bastante fácil no advertir esto, la herida apenas es visible. Un rápido pinchazo con un pequeño instrumento y la muerte es instantánea. La víctima no tiene ni tiempo de gritar.
¿Cree que con una daga...? ¿Cree que Poli...?
Los italianos y las dagas van juntos en la fantasía popular... ¡Mire! ¡Ahí viene un coche!
Un turismo acababa de aparecer en el horizonte.
Bueno —dijo O'Rourke al reunirse con ellos—. Las señoras podrían irse en él.
¿Y qué hacemos con nuestro asesino? —preguntó mister Parker Pyne—. Yo sé que Hensley es inocente.
¿Usted? Pero, ¿cómo? Está claro que tenía arena en el calcetín —y O'Rourke abrió mucho los ojos.
Sé, muchacho —dijo mister Parker Pyne suavemente—, que esto no parece tener sentido, pero lo tiene. Smethrust no se dio un golpe en la cabeza. Ya lo ve usted, recibió un pinchazo.
Y, tras una breve pausa, continuó:
Haga memoria, nada más, de la conversación de que le hablé, la conversación que tuvimos en el café. Usted recogió una frase que le pareció significativa. Pero la que a mí me llamó la atención fue otra frase. Cuando le dije que me dedicaba a jugar a las confidencias, él dijo: «¡Cómo! ¿Usted también?» ¿No le parece a usted que esto es bastante curioso? No creo que llame usted juego de las confidencias a una serie de desfalcos cometidos en un departamento o negociado. El juego de confidencias es más aplicable a alguien como el fugitivo mister Samuel Long, por ejemplo.
El médico tuvo un sobresalto. O'Rourke dijo:
Sí... quizá...
Yo dije en broma que el fugitivo mister Long podía ser uno de nosotros. Suponga que esto es verdad.
¡Cómo...! ¡Pero es imposible!
Nada de eso. ¿Qué sabe usted de las personas, aparte de sus pasaportes y de lo que ellas cuentan de sí mismas? ¿Soy yo en realidad mister Parker Pyne? ¿Es verdaderamente italiano mister Poli? ¿Y qué me dice de la masculina Mrs. Pryce, la mayor, que tan claramente necesita que la afeiten?
Pero él... pero Smethrust no debía conocer a Long.
Smethrust era un antiguo alumno de Eton. Long estuvo también en aquella universidad. Smethrust pudo haberlo reconocido, aunque no se lo dijese a usted. Pudo haberle reconocido entre nosotros. Y en este caso, ¿qué iba a hacer? Tiene una inteligencia sencilla y el asunto le causa angustia. Por fin decide no decir nada hasta que lleguemos a Bagdad. Pero una vez allí, ya no callará.
¿Cree usted que uno de nosotros es Long? —dijo O'Rourke aún aturdido. Y añadió tras inspirar profundamente—: Debe de ser el italiano, debe... ¿o que me dice del armenio?
Desempeñar el papel de extranjero y obtener un pasaporte como tal es en realidad mucho más difícil que seguir siendo inglés —contestó mister Parker Pyne.
¿Miss Pryce? —exclamó O'Rourke con acento de incredulidad.
No —dijo mister Parker Pyne—. ¡Éste es nuestro hombre!
Con gesto casi amistoso, al parecer, había puesto una mano sobre el hombro del que estaba junto a él. Pero su voz no tenía nada de amistosa y sus dedos apretaban aquel hombro como unas tenazas.
El jefe de escuadrilla Loftus, o mister Samuel Long, no importa el nombre que le dé usted.
Pero esto es imposible... imposible —balbuceó O'Rourke—. Loftus lleva muchos años de servicio.
Pero usted no lo había visto nunca ¿no es verdad? Era un extraño para todos ustedes. Naturalmente, éste no es el verdadero Loftus.
Aquel hombre impasible tomó la palabra:
Ha sido usted hábil para descubrir todo esto. Y, a propósito: ¿cómo lo ha hecho?
A causa de su ridícula declaración de que Smethrust había muerto de un golpe en la cabeza. Tomó usted esa idea de lo que contó O'Rourke cuando hablábamos ayer, en Damasco. Y pensó: ¡qué sencillo! Era usted el único médico que teníamos. Cualquier cosa que dijese sería aceptada. Tenía en su poder el equipo profesional de Loftus: tenía sus instrumentos. Era fácil elegir una pequeña herramienta adecuada para poner en práctica su idea. Se inclinó para hablar con él y, mientras hablaba, le clavó esta ligera arma. Siguió hablándole uno o dos minutos más. El autocar estaba oscuro. ¿Quién iba a sospecharlo?
»Viene luego el descubrimiento del cadáver. Usted da su dictamen. Se manifiestan algunas dudas y retrocede a una segunda línea de defensa. Williamson repite la conversación que ha oído entre Smethrust y usted. Se da por supuesto que se refiere a Hensley y usted añade una peligrosa invención propia sobre una filtración en el departamento al que pertenecía y, entonces, yo hago una prueba definitiva. Menciono la arena y los calcetines para que podamos saber la verdad. Pero mis palabras tenían un sentido distinto del que usted les dio. Yo ya había examinado los calcetines de Hensley. No había arena en ninguno de ellos. Fue usted quien la puso.
Mister Samuel Long encendió un cigarrillo.
Me rindo —dijo—. La suerte se ha vuelto contra mí. Bueno, lo he pasado bien mientras ha durado. Iban siguiéndome la pista muy de cerca cuando llegué a Egipto. Tropecé con Loftus, que estaba a punto de partir para ocupar su puesto en Bagdad... y no conocía a nadie en este país. La oportunidad era demasiado buena para dejarla escapar. Lo compré. Me costó veinte mil libras. Pero ¿qué era esto para mí? Luego, la maldita suerte me hizo tropezar con Smethrust, ¡un borrico si los hay! Había sido mi auxiliar adjunto en Eton. En aquellos tiempos, tenía un poco de admiración fanática por mí. No le gustaba la idea de entregarme. Hice lo que pude y, por último, prometió no descubrirme hasta que llegásemos a Bagdad. ¿Qué probabilidades de escapar tendría yo entonces? Absolutamente ninguna. Sólo quedaba un medio: eliminarlo. Pero puedo asegurarles a ustedes que no soy un asesino por naturaleza. Mis aptitudes toman un camino distinto.
Su rostro sufrió un cambio: se contrajo. Osciló y cayó hacia delante.
O'Rourke se inclinó sobre él.
Probablemente, ácido prúsico en el cigarrillo —dijo mister Parker Pyne—. El jugador ha perdido su última partida.
Miró a su alrededor, hacia el ancho desierto. Sobre él caía la luz del sol. Sólo hacía un día que había salido de Damasco... por la puerta de Bagdad.

«No pases por debajo, oh caravana, o pasa sin cantar.
»¿Has oído ese silencio en que, muertas las aves, aún parece que se oye el piar de un pájaro?»

º