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lunes, 11 de marzo de 2013

EL COMPRESOR DE AIRE AZUL





EL COMPRESOR DE AIRE AZUL
 
 
La casa era alta, con un sorprendente tejado inclinado. Mientras caminaba hacia ella desde el camino de la costa, Gerald Nately pensó que era casi como un país en sí misma, una geografía en un microcosmos. El techo subía y bajaba en diversos ángulos por encima del edificio principal y de dos alas extrañamente angulosas; la terraza bordeaba una cúpula con forma de hongo orientada hacia el mar; el porche, que enfrentaba las dunas y las marchitas malezas de septiembre, era más extenso que un vagón Pullman. Por sobre él, la elevada cuesta del techo hacía que la casa pareciera fruncir el entrecejo. Era la abuela bautista de una casa.
Se dirigió al porche y, tras un momento de vacilación, pasó a través de la puerta mosquitera hasta la de cristal que estaba más allá. Sólo había una silla de mimbre, una mecedora mohosa, y una antigua y olvidada cesta de labores. Las arañas habían hilado su tela en los rincones más elevados y oscuros. Golpeó a la puerta.
Reinó el silencio, un silencio habitado. Estaba a punto de golpear de nuevo cuando rechinó una silla en alguna parte del interior. Fue un sonido fatigado. Más silencio. Y luego el lento, el tremendamente paciente rumor de unos pies viejos y sobrecargados que se arrastraban hacia el vestíbulo. El contrapunto de un bastón: whock... whock... whock...
Las tablas del piso crujieron y se quejaron. Una sombra, grande y sin forma tras el vidrio nacarado, se perfiló en la ventanita de la puerta. El interminable sonido de unos dedos que resuelven laboriosamente el enigma de cadena, cerrojo y cerradura. La puerta se abrió.
—Hola —pronunció rotundamente la voz nasal—. Usted es el señor Nately. Ha alquilado la cabaña. La cabaña de mi marido.
—Sí —dijo Gerald, con la lengua inflándole la garganta—. Así es. Y usted es...
—La señora Leighton —completó la voz nasal, complacida por su rapidez o por su nombre, aunque ninguno de ambos era gran cosa—. Soy la señora Leighton.

* * *

qué mujer tan jodidamente grande y vieja parece oh jesucristo reventar el vestido debe tener como sesenta y seis y es gorda dios mío es gorda como una cerda no puede olfatearse el pelo blanco el largo pelo blanco de sus patas aquellas secoyas enfermas en esa película un tanque ella podría ser un tanque podría matarme su voz está fuera de todo contexto como un silbato jesus si me riera no puedo reírme debe tener como setenta dios cómo camina y el bastón sus manos son más grandes que mis pies como un maldito tanque podría derribar un roble un roble por el amor de dios

* * *

—Usted escribe. —Ella no le había ofrecido pasar.
—Sí, por ahí viene la mano  —dijo él, y se rió para poder disimular su repentino encogimiento ante el uso de aquella metáfora.
—¿Me mostrará algo cuando ya esté instalado? —le preguntó. Sus ojos parecían perpetuamente luminosos y nostálgicos. No habían sido afectados por los mismos años que hicieron estragos en el resto de su persona.
 
* * *
espera a que lo tenga escrito
 
* * *
 
imagen: «los años llegaron haciendo estragos, en compañía de una carnosidad exuberante: ella era como una cerda salvaje a la que dejaran suelta en una casa grande y majestuosa, libre de cagarse sobre la alfombra, de destrozar la cómoda galesa y de derribar todas las copas de cristal y los vasos de vino, de pisotear los divanes de color rojo hasta que aparecieran los lunáticos resortes y sus rellenos, de rayar el espejante acabado del gran suelo del vestíbulo con sus bárbaras pezuñas, desparramando charcos de orina»

* * *

bien es ella sí hay una historia percibo su cuerpo colgando y ondulando
 
* * *
 
—Si usted quiere —respondió él—. No divisé la cabaña, señora Leighton, ni siquiera desde el camino de la costa. ¿Podría decirme dónde...
—¿Vino conduciendo?
—Sí. Dejé mi automóvil allí. —Señaló más allá de las dunas, hacia el camino.
Una sonrisa, extrañamente unidimensional, se dibujó en los labios de la mujer.
—Ésa es la razón. Desde el camino sólo alcanza a entreverla: se la pierde, a menos que ande caminando —apuntó al oeste, hacia la descuidada esquina de las dunas y la casa—. Está allí. Justo pasando aquella pequeña colina.
—Bien —dijo, y entonces se quedó allí sonriendo. En realidad no tenía ni idea de cómo finalizar la entrevista.
—¿Le gustaría entrar a tomar un poco de café? ¿O una coca-cola?
—Sí —respondió al instante.
Ella pareció sorprenderse un poco ante su rápida aceptación. A fin de cuentas, él había sido el amigo de su marido, no el suyo. El rostro se cernió amenazante sobre Gerald, como una luna inconexa, indecisa. Luego lo condujo dentro de la antigua y paciente casa.  
Ella se tomó un té; él una coca. Millones de ojos parecían observarlos. Se sentía como un ladrón, merodeando en busca de la ficción oculta que él podía llegar a crear a partir de ella, llevando consigo tan sólo su propia gracia juvenil y una linterna psíquica.

* * *

Mi nombre, por supuesto, es Steve King, y sabrás perdonarme esta intrusión en tu mente... o así lo espero. Podría argumentar que el hecho de hacer a un lado la cortina de presunción entre el lector y el autor está permitido porque yo soy el escritor; es decir que, dado que ésta es mi historia, puedo hacer con ella cualquier maldita cosa que se me ocurra; pero pierde validez puesto que eso deja completamente de lado al lector. La Regla Número Uno para todo escritor es que el narrador no importa un centavo cuando se lo compara con el oyente. Pero olvidemos todo el asunto, si es que podemos. Me estoy entrometiendo en la historia por la misma razón por la que el Papa defeca: porque tengo que hacerlo.
Deberías saber que nunca atraparon a Gerald Nately; su crimen jamás fue descubierto. Pero igual lo pagó. Tras escribir cuatro novelas retorcidas, monumentales, mal desarrolladas, se cortó la cabeza con una guillotina de marfil tallado comprada en Kowloon.
Su personaje fue el que primero inventé, durante un rato de aburrimiento, a las ocho de la mañana, en una clase de Carroll F. Terrell de la facultad de Inglés de la Universidad de Maine. El doctor Terrell estaba hablando sobre Edgar A. Poe y yo pensé:
 
guillotina de marfil de Kowloon
una retorcida mujer en sombras, como un cerdo

cierto caserón
 
El compresor de aire azul no se me ocurrió hasta pasado bastante tiempo. Es desesperadamente importante que el lector esté informado de estos hechos.
 
* * *
 
Él le mostró algunos de sus escritos. No la parte importante —la historia que estaba escribiendo sobre ella— pero sí fragmentos de poesía, o aquella espina de novela que, como fragmentos de granada, llevó clavada en la mente durante todo un año, o los cuatro ensayos. Ella era una crítica perspicaz y se los devolvió con anotaciones al margen escritas con su fibra negra. Como a veces la mujer se dejaba caer por la cabaña mientras él se encontraba en el pueblo, escondió la historia en el cobertizo de la parte trasera.
Cuando septiembre se fundió en un fresco octubre la historia estuvo terminada, enviada por correo a un amigo, regresada con sugerencias (algunas malas), y vuelta a escribir. Sentía que era buena, pero no lo suficiente. Algo indefinible le estaba faltando. El enfoque no estaba muy claro. Empezó a jugar con la idea de mostrárselo a ella para que lo critique, luego la rechazó, para volver a jugar con la idea. Después de todo, ella era la historia; él nunca dudó de que la mujer pudiera proporcionar el vector final.
En forma gradual, su actitud con respecto a ella llegó a tornarse enfermiza; estaba fascinado por su volumen colosal, animalístico, por la lentitud de tortuga conque se desplazaba a través del espacio existente entre la casa y la cabaña...,
 
* * *

imagen: «gigantesca sombra de decadencia que se tambalea entre una arena sin sombras, el bastón aferrado en una mano torcida, los pies calzados en unas enormes zapatillas de lona que pisotean y esparcen los toscos granos, el rostro como una fuente servida, los brazos una masa hinchada, los pechos como tambores, una geografía en sí misma, el país del tejido orgánico»

* * *

...por su voz insípida y estridente; pero al mismo tiempo la detestaba, no podía resistir su contacto. La mentira empezó a hacerse notar, como le sucede al joven de El Corazón Delator, de Edgar A. Poe. Sentía que la mentira podía hallarse cerca de la puerta del dormitorio de ella, durante interminables medianoches, iluminando su ojo dormido con un rayo de luz, listo para cincelar y rasgar en el instante en que se abriera.
El impulso de mostrarle la historia comenzó a aguijonearle enloquecedoramente. Había decidido que lo haría el primer día de diciembre. El hecho mismo de la decisión no lo alivió para nada, como se supone que ocurre en las novelas, aunque sí lo dejó con un sentimiento de placer antiséptico. Estaba bien que así fuera; era el omega que realmente se enlazaría con el alfa. Y se trataba del omega; para el cinco de diciembre pensaba dejar la cabaña. Aquel mismo día acababa de volver de la Agencia de Viajes Stowe de Portland, donde había reservado un pasaje para el lejano este. Podría decirse que lo había hecho como un impulso momentáneo: la decisión de marcharse y la decisión de mostrarle su manuscrito a la señora Leighton habían aparecido juntas, casi como si él estuviera siendo guiado por una mano invisible.

* * *

Realmente estaba siendo guiado; por mi propia e invisible mano.

* * *

El día estaba blanco y nublado, con la promesa de la nieve acechando en el aire. Cuando Gerald las cruzó, las dunas entre la casa cubierta de tejas de los dominios de ella y la humilde cabaña de piedras de él ya parecían estar prefigurando el invierno. El mar, sombrío y grisáceo, rompía entre los guijarros de la playa. Las gaviotas montaban las lentas olas como si fueran boyas.  
Atravesó la cima de la última duna y supo que la mujer estaba en casa; su bastón, con la manopla blanca de bicicleta en un extremo, estaba apoyada junto a la puerta. El humo se elevaba desde la chimenea de juguete.
Gerald subió los escalones de madera sacudiéndose la arena de las botas para que la mujer se enterara de su llegada, y después entró.
—¡Hola, señora Leighton!
Pero la diminuta sala y la cocina se hallaban vacías. El reloj de pared sólo hacía tictac para sí mismo y para Gerald. El gigantesco tapado de pieles de la mujer yacía colgado de la mecedora, como el pellejo de un animal. En el hogar había una pequeña llama encendida que resplandecía y crujía diligentemente. La tetera permanecía sobre la hornalla de la cocina y sobre la mesada una taza de té, aún a la espera del agua. Él se asomó en el estrecho pasillo que conducía al dormitorio.
—¿Señora Leighton?
Tanto el pasillo como el dormitorio estaban vacíos.
Estaba a punto de regresar a la cocina cuando comenzaron las gigantescas risitas. Eran enormes y desvalidos espasmos de risa, el tipo de risa que emitiría una mujer que permanece confinada durante años y años, como vino en una bodega. (También existe un cuento de Edgar A. Poe que trata sobre el vino .)
Las risitas se transformaron en grandes risotadas. Provenían de la puerta que se abría a la derecha de la cama de Gerald, la última puerta de la cabaña. Provenían del cobertizo de las herramientas.
 
* * *
 
se me están encogiendo las bolas como en la escuela primaria la vieja puta se está riendo lo encontró vieja gorda maldita sea maldita sea maldita sea tú vieja prostituta eres la causa de que esté aquí vieja puta ramera montón de mierda
 
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Llegó hasta la puerta en unas pocas zancadas y la abrió. Ella estaba sentada junto al pequeño calentador del cobertizo, con el vestido subido hasta los tocones de robles que eran sus rodillas para poder acomodarse con las piernas cruzadas, y con el manuscrito, empequeñecido, sostenido entre sus manos hinchadas.
Sus carcajadas rugieron y tronaron a su alrededor. Gerald Nately vio que los colores estallaban frente a sus ojos. Ella era como un animal lento, un gusano, una gigantesca cosa deslizante que se hubiera desarrollado en el oscuro sótano de la casa junto al mar, un bicho oscuro que se había convertido en una grotesca forma humanoide.
Bajo la opacada luz de una ventana llena de telarañas, su cara se transformó en una luna de cementerio, surcada por los estériles cráteres de sus ojos y por el hendido terremoto de su boca.
—No se ría —le advirtió Gerald, rígidamente.
—Oh, Gerald —dijo la mujer, sin parar de reirse—. Ésta es una historia muy mala. No lo culpo de usar un seudónimo. Es...—se limpió las lágrimas de risa de los ojos— ¡es abominable!  
Tieso, empezó a caminar hacia ella.
—No me ha representado lo suficientemente grande, Gerald. Ése es el problema. Soy demasiado grande para usted. Quizás Poe, o Dosteyevsky, o Melville... pero no usted, Gerald. Ni siquiera bajo su auténtico nombre. No usted. No usted.
Empezó a reírse de nuevo, colosales y terribles explosiones de sonido.
—No se ría —le advirtió Gerald, rígidamente.
 
* * *
 
El cobertizo de herramientas, a la manera de Zola:
Paredes de madera que muestran ocasionales grietas de luz, rodeadas de trampas para conejos colgadas y tiradas por los rincones; un par de polvorientas y desencajadas botas de nieve; un calentador mohoso que deja ver parpadeos de llamas amarillas, como los ojos de un gato; varias chucherías; dos palas; unas tijeras de podar; una antigua manguera verde enrollada como una serpiente; cuatro neumáticos viejos apilados como rosquillas; un oxidado rifle Winchester sin gatillo; una sierra de doble mango; un polvoriento banco de trabajo cubierto de clavos, tornillos, tuercas, arandelas, dos martillos, un cepillo, un nivel roto, un carburador desmantelado de los que pueden encontrarse dentro de un convertible Packard 1949; un compresor de aire de cuatro caballos de fuerza pintado de azul eléctrico, enchufado con un alargador que se comunica con la casa.
 
* * *
 
—No se ría —repitió Gerald, pero ella siguió meciéndose de un lado para el otro, agarrándose el estómago y agitando el manuscrito, con la jadeante respiración como un pájaro blanco.
Su mano encontró el mohoso rifle Winchester y lo utilizó para golpearla, como si fuera un garrote.
 
* * *
 
La mayoría de las historias de horror son de naturaleza sexual.
Lamento interrumpir el relato con esta información, pero presiento que debo poner en claro la espantosa conclusión de esta obra, que no es otra cosa que (al menos psicológicamente) una clara metáfora de los miedos a la impotencia sexual. La gran boca de la señora Leighton simboliza la vagina; la manguera del compresor es el pene. El inmenso y dominante volumen femenino es una representación mítica del temor sexual que, en mayor o menor grado, habita en cada varón: que la mujer, con su apertura, es una devota.
 
* * *

En los escritos de Edgar A. Poe, Stephen King, Gerald Nately, y de todos aquellos que practican esta particular forma literaria, solemos encontrar tanto habitaciones cerradas como calabozos, además de mansiones desiertas (todos éstos símbolos del útero); escenas de entierros vivientes (impotencia sexual); el muerto que retorna de la tumba (necrofilia); monstruos o seres humanos grotescos (el temor exteriorizado al propio acto sexual); la tortura y/o el asesinato (una alternativa viable al acto sexual).
Estas posibilidades no siempre son válidas, pero el lector y el escritor deben tenerlos en cuenta al intentar este tipo de género.
La psicología anormal ha llegado a formar parte de la experiencia humana.
 
* * *

La mujer produjo unos ruidos espesos e inconscientes con su garganta mientras él revolvía todo como loco en busca de un instrumento; la cabeza le colgaba entrecortadamente del grueso tallo de su cuello.
 
* * *
 
Se apoderó de la manguera del compresor de aire.
—Bien —dijo con la voz ronca—. Ahora sí que está bien. Todo preparado.

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gorda puta vieja puta no has tenido tus suficientemente grandes está bien de acuerdo serás más grande serás aún más grande

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La aferró del cabello, le echó la cabeza hacia atrás y le metió la manguera por la boca, hasta la garganta. Ella gritó a través de eso, un sonido como el que podría emitir un gato.
 
* * *

Parte de la inspiración para esta historia proviene de una vieja revista de horror de E.C. Comics (¡bu!), qué compré en una farmacia de Lisbon Falls. En cierta historia, un marido y su esposa se asesinan uno al otro de forma simultánea y de una manera mutuamente irónica (además de brillante). Él era muy obeso; ella estaba muy delgada. Él le introdujo por la garganta la manguera de un compresor de aire y la infló al tamaño de un dirigible. En su camino hacia abajo y como una trampa para bobos, ella se estrelló sobre él y lo aplastó hasta dejarlo como una sombra.
Cualquier autor que les asegure que nunca ha plagiado es dos veces mentiroso. Un buen autor empieza con ideas malas y con imposibilidades, y las amolda con los comentarios de la condición humana.
En una historia de horror es imperativo que lo grotesco sea elevado al estado de lo anormal.
 
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El compresor se puso en marcha con un whush y un traqueteo. La manguera se escapó de la boca de la señora Leighton. Riéndose tontamente, Gerald se la volvió a introducir. Los pies de la mujer se sacudieron y golpearon contra el suelo. Las carnes de sus mejillas y diafragma empezaron a inflarse rítmicamente. Sus ojos sobresalieron y se convirtieron en canicas de vidrio. Su torso comenzó a expandirse.
 
* * *
 
aquí está aquí está piojosa no eres lo suficientemente todavía no eres lo suficientemente grande
 
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El compresor jadeó y traqueteó. La señora Leighton se infló como una pelota playera. Los pulmones se le pusieron tirantes.
 
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  ¡Miserables! ¡No disimuléis más tiempo! ¡Arrancad esas tablas; aquí está, aquí está! ¡Es el latido de su espantoso corazón!
 
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Ella pareció explotar de repente.
 
* * *
 
Sentado en un hirviente cuarto de hotel en Bombay, Gerald reescribió la historia que había iniciado en una cabaña al otro lado del mundo. El título original había sido La Cerda. Luego de algunas deliberaciones lo rebautizó El Compresor de Aire Azul.
Había quedado satisfecho con la resolución. Había cierta falta de motivos en lo que respecta a la escena final, en la que es asesinada la vieja mujer, pero él no lo vio como una falta. En El Corazón Delator, la mejor de las historias de Edgar A. Poe, no existe una auténtica motivación para el asesinato del anciano, y así era como tenía que ser. El motivo no es lo que importa.
 
* * *
 
Ella se volvió muy grande sólo antes del fin: hasta las piernas se le inflaron a dos veces su tamaño normal. En el mismo instante final, la lengua estalló fuera de su boca como fuegos de artificio.
 
* * *
 
Tras abandonar Bombay, Gerald Nately siguió camino hacia Hong Kong, y luego a Kowloon. La guillotina de marfil atrapó su imaginación de inmediato.
 
* * *
 
Como autor, puedo imaginar un sólo omega correcto para esta historia, y consiste en decirles cómo Gerald Nately se libró del cadáver. Arrancó las tablas del piso del cobertizo, desmembró a la señora Leighton, y enterró los pedazos bajo la arena.
Cuando notificó a la policía que la mujer había estado desaparecida durante una semana, el alguacil local y un policía estatal vinieron en seguida. Gerald los entretuvo con bastante naturalidad, incluso les ofreció café. No escuchó el latido de ningún corazón, aunque para ese entonces la entrevista se produjo en el caserón.
Al día siguiente él voló muy lejos, hacia Bombay, Hong Kong, y Kowloon.








THE BLUE AIR COMPRESSOR. Primera aparición en Onan, revista de estudiantes de literatura publicada por la Universidad de Maine en Orono, en enero de 1971. Reeditado en Heavy Metal, julio de 1981. En esta revisión, Gerald primero mata con el Winchester a la mujer antes de inflarla con el compresor.

EL CAMION DEL TÍO OTTO STEPHEN KING





EL CAMION DEL TÍO OTTO
STEPHEN KING


Es para mí un gran alivio escribir esto.
No he dormido bien desde que encontré a mi tío Otto muerto y a veces he llegado a preguntarme si me he vuelto loco... o si me volveré. En cierto modo todo hubiera sido una suerte, de no tener aquí, en mi despacho, el verdadero objeto, donde puedo verlo, tocarlo, sopesarlo. Pero no quiero tocar eso. Aunque a veces lo hago.
Si no me lo hubiera llevado de aquella casa, cuando huí de ella, podría creer que no todo fue más que una alucinación... un invento de un cerebro agotado y sobreexcitado. Pero ahí está. Pesa. Puedo sopesarlo en mi mano.
Todo ocurrió realmente.
La mayoría de los que lean estas memorias no lo creerán, a menos que les haya ocurrido algo parecido. Encuentro que el hecho de que lo crean y mi alivio se excluyen mutuamente, así que me encantará contarles la historia. Crean hasta donde quieran.
Cualquier cuento de horror debería tener un origen o un secreto. El mío tiene ambas cosas. Empezaré por el origen contando cómo mi tío Otto, que era rico según los cánones del condado de Castle, tuvo la idea de pasar los últimos veinte años de su vida en una casita de una sola habitación, sin agua corriente, en un camino apartado de una pequeña ciudad.
Otto había nacido en 1905, era el mayor de los cinco hermanos Schenk. Mi padre, nacido en 1920, era el más joven. Yo fui el hijo menor de mi padre, nacido en 1955, así que tío Otto siempre me pareció viejísimo.
Como muchos alemanes diligente, mis abuelos llegaron a América con algún dinero. Mi abuelo se instaló en Derry, por la industria maderera, que conocía bien. Ganó dinero y sus hijos nacieron en un hogar acomodado.
Mi abuelo murió en 1925. El tío Otto, que por entonces contaba veinte años, fue el único hijo que recibió la herencia completa. Se trasladó a Castle Rock y empezó a especular en bienes raíces. En el transcurso de los cinco años siguientes ganó mucho dinero negociando en madera y terrenos. Compró una gran casa en Castle Hill y disfrutaba de su posición de joven soltero, buen partido y relativamente apuesto (lo de «relativamente» lo digo porque llevaba gafas). Nadie le encontraba raro. Eso vino después.
La Depresión le perjudicó, no tanto como a otros, pero le perjudicó. Conservó su gran casa de Castle Hill hasta 1933, cuando la vendió porque un extenso terreno boscoso se había puesto a la venta a un precio irrisorio y se obstinó en comprarlo. El terreno pertenecía a la Compañía Papelera de Nueva Inglaterra.
La Papelera existe aún, y les aconsejaría que compraran acciones de la misma. Pero en 1933 la compañía ofrecía enormes terrenos a precio de saldo en un esfuerzo por mantenerse a flote.
¿Cuánta tierra quería mi tío? El título de propiedad original se ha perdido, y los cálculos difieren pero según lo que todos dicen, superaba los cuatro mil acres. La mayor parte se encontraba en Castle Rock, pero se extendía también hasta Waterford y Harlow. La Papelera pedía dos dólares y medio por acre si el comprador se quedaba con todo.
El precio total sumaba diez mil dólares. El tío Otto no podía reunir aquel dinero, así que buscó un socio, un yanqui llamado George McCutcheon. Si viven ustedes en Nueva Inglaterra conocerán el nombre Schenk y McCutcheon; hace tiempo que se vendió la compañía, pero hay todavía ferreterías Schenk y McCutcheon en cuarenta ciudades de Nueva Inglaterra, y serrerías Schenk y McCutcheon desde Central Falls hasta Derry.
McCutcheon era un hombre corpulento con una gran barba negra. Usaba gafas, como mi tío Otto, y también había heredado dinero. Debió de ser bastante, porque entre él y mi tío Otto compraron todo aquel terreno boscoso sin ningún problema. Ambos eran, en el fondo, unos piratas, y se llevaban bien. Su sociedad duró veintidós años, hasta el año en que yo nací, y sólo conocieron prosperidad.
Pero todo empezó con la adquisición de aquellos cuatro mil acres, y los exploraron en el camión de McCutcheon, recorriendo los caminos del bosque y siguiendo los pasos de los madereros, en primera la mayor parte del tiempo, tambaleándose sobre pasarelas y salpicándose al pasar por los charcos de agua, McCutcheon al volante la mayor parte del tiempo, y mi tío Otto el resto.
Ignoro cómo McCutcheon se procuró aquel camión. Era un Cresswell, una marca que ya no existe. Tenía una enorme cabina pintada de rojo, guardabarros y arranque eléctrico, pero si fallaba podía dársele a la manivela, aunque a veces se despistaba y podía romperte el hombro si no ibas con cuidado. Tenía unos seis metros de largo, con los laterales de la caja de estacas, pero lo que recuerdo mejor de aquel camión es el morro. Lo mismo que la cabina, era rojo como la sangre. Para llegar al motor había que levantar dos aletas de acero, una de cada lado. El radiador alcanzaba al pecho de un hombre alto. Era una máquina fea, monstruosa.
El camión de McCutcheon se estropeó y fue reparado, volvió a estropearse y lo volvieron a reparar. Cuando por fin el Cresswell exhaló su último suspiro, lo hizo de forma espectacular.
McCutcheon y tío Otto subían por la carretera de Black Henry un día del año 1953 y, según la propia confesión de tío Otto, ambos estaban «rematadamente borrachos». Tío Otto puso la primera para subir por Trinity Hill. Aquello estuvo bien pero borracho como estaba no se le ocurrió volver a cambiar la marcha al emprender la bajada. El agotado y viejo motor del Cresswell se recalentó. Ni tío Otto ni McCutcheon se fijaron en que la aguja de la temperatura se había disparado. Al llegar al pie de la colina, una explosión hizo saltar las aletas del capó como si fueran las alas de un dragón rojo, y el tapón del radiador saltó hacia el cielo de verano. El chorro de humo se elevó como un géiser. Saltó el aceite sobre el parabrisas, inundándolo. Tío Otto pisó el freno, pero el Cresswell había adquirido la mala costumbre de perder líquedo de frenos y el pedal se hundió hasta el fondo. Como no veía nada se salió de la carretera, primero a una cuneta y luego fuera de ella. Si el Cresswell se hubiera calado, las cosas no hubiesen ido tan mal. Pero el motor siguió funcionando y los pistones petardearon como si fuese Cuatro de Julio y luego estallaron. Uno de ellos, según tío Otto, perforó su puerta. Por el agujero que le hizo podía pasarse el puño. Al final fueron a parar a un campo de flores amarillas. Hubieran disfrutado de una preciosa vista de las White Mountains si el parabrisas no hubiera estado cubierto de aceite Diamond Gem.
Éste fue el último paseo del Cresswell de McCutcheon; jamás volvió a moverse de aquel campo. Los dos hombres se apearon para examinar los daños. Ninguno de los dos era mecánico, pero tampoco había que serlo para darse cuenta de que la herida era mortal. Tío Otto estaba abochornado, o al menos eso le dijo a mi padre, y ofreció pagar la reparación del camión. George McCutcheon le respondió que no dijese tonterías. McCutcheon estaba extasiado. Había echado un vistazo al campo, al paisaje de las montañas, y había decidido que aquél era el lugar donde construiría su hogar cuando se retirara. Se lo dijo así a tío Otto, con el tono que uno suele emplear para una conversación religiosa. Volvieron andando a la carretera y consiguieron que el camioncillo de la panadería Cushman, que pasaba a la sazón, les llevara de regreso a Castle Rock. McCutcheon dijo a mi padre que había sido un milagro, que el lugar perfecto que había estado buscando había estado allí todo el tiempo, en aquel campo ante el que pasaban dos o tres veces por semana sin mirarlo siquiera. La mano de Dios, insistió, sin imaginar que iba a morir en aquel campo dos años más tarde, aplastado por su propio camión... el camión que pasó a ser propiedad de tío Otto cuando McCutcheon murió.
McCutcheon hizo que Billy Dodd enganchara su grúa al Cresswell y lo girara de frente a la carretera. Así podría velo, dijo, cada vez que pasara por allí, y saber que cuando Dodd volviera a engancharlo a la grúa para llevárselo definitivamente, sería porque llegaban los constructores para construir su casa. Era un sentimental, pero no lo suficiente para perderse la oportunidad de ganar un dólar. Cuando un año después, un maderero llamado Baker le ofreció comprar las ruedas del Cresswell, incluidos los neumáticos, McCutcheon aceptó sin pestañear los veinte dólares del maderero. También encargó a Baker que pusiera bloques bajo el camión para que se quedara levantado. Dijo que no quería pasar por delante y velo en el campo medio cubierto por el heno, las hierbas y las flores amarillas, como si se tratara de un trasto viejo. Baker lo hizo. Un año más tarde, el Cresswell se salió de sus bloques y aplastó a McCutcheon. Los viejos del lugar disfrutaban contando la historia, y siempre agregaban que esperaban que el viejo Georgie hubiera disfrutado los veinte dólares que había sacado de las ruedas.
Yo crecí en Castle Rock. Cuando nací, mi padre llevaba trabajando diez años para Schenk y McCutcheon, y el camión que había pasado a ser propiedad de tío Otto, junto con todo lo que McCutcheon poseía, fue un punto de referencia en mi vida. Mi madre compraba en casa de Warren, en Brigton, y la carretera de Black Henry era el camino que llevaba allí. Así que todas las veces que íbamos, allí estaba el camión, en medio del campo, con las White Mountains al fondo. Ya no estaba sobre los bloques, pero la sola idea de lo que había ocurrido era suficiente para que un chiquillo de pantalón corto se echara a temblar.
Estaba allí en verano; en otoño le rodeaban los olmos rojos, plantados en los tres lados del campo, como antorchas; en invierno, la nieve le llegaba hasta los faros, así que parecía un mastodonte debatiéndose en arenas movedizas; en primavera, cuando el campo era un lodazal, como un pantano, uno se preguntaba por qué no se hundía en la tierra. De no haber sido por la base de buena piedra de Maine, tal vez hubiera ocurrido así. Pero allí estaba, a lo largo de las estaciones de todos los años.
Una vez incluso estuve dentro. Mi padre se detuvo a un lado de la carretera, un día en que íbamos camino de la feria de Fryeburg me cogió de la mano y me llevó al campo. Esto debió de ser en 1960 o 1961, supongo. Yo tenía miedo al camión. Había oído la historia de cómo había caído y aplastado al socio de mi tío. Lo había oído contar en la barbería, sentado inmóvil detrás de la revista Life que no sabía leer, escuchando a los hombres que contaban cómo había sido aplastado el viejo Georgie y cómo esperaban que hubiera disfrutado los veinte dólares que sacó de aquellas ruedas. Uno de ellos –pudo haber sido Billy Dodd, el padre del pobre Frank-, dijo que McCutcheon parecía una «calabaza aplastada por la rueda de un tractor». Eso me obsesionó durante meses, pero mi padre, claro, no tenía la menor idea de ello.
Mi padre sólo pensó que a lo mejor me gustaría sentarme en la cabina del viejo camión; se había fijado en cómo lo miraba todas las veces que pasábamos, y supongo que debió tomar mi miedo por admiración.
Recuerdo las flores, con su vívido color amarillo apagado por el frío de octubre. Recuerdo el sabor gris del aire, un poco amargo, un poco picante y el color plateado de la hierba muerta. Recuerdo el rumor de nuestros pasos. Pero lo que más recuerdo es el tamaño del camión, que cada vez parecía mayor y mayor... y la mueca de su radiador, y el rojo sangre de su pintura, el cristal turbio del parabrisas. Recuerdo que el miedo me envolvió en una oleada fría y gris cuando mi padre me cogió por debajo de los brazos y me subió a la cabina, diciéndome: «¡Condúcelo hasta Pórtland, Quentin, venga! » Recuerdo el aire resbalando sobre mi cara a medida que me subía y de pronto cómo el sabor límpido fue reemplazado por el olor del aceite Diamon Gem rancio, curo viejo, excrementos de rata y –lo juro- sangre. Recuerdo mis esfuerzos por no llorar mientras mi padre me miraba sonriente, convencido de que me estaba proporcionando una gran emoción (como así era, aunque no del signo que creía él). Tuve la certeza de que se alejaría, o por lo menos que me daría la espalda, y que entonces el camión me comería... me comería vivo. Y lo que escupiría parecería masticado y desgarrado y... y como estallado. Como una calabaza aplastada por la rueda de un tractor.
Empecé a llorar y mi padre, que era el mejor de los hombres, me bajó, me consoló y me devolvió al coche.
Me llevó en brazos, sobre el hombro, y mientras yo miraba el camión que se iba alejando, plantado allí en el campo, con su enorme radiador, y el gran orificio donde se metía la manivela, que parecía la cuenca de un ojo vacía, mal colocada, y quería poder decirle que había olido a sangre y que por eso había llorado. Pero no supe cómo decírselo. En todo caso, me temo que no me hubiera creído.
Como un chiquillo de cinco años que creía aún en Papá Noel, en el Ratón Pérez de los dientes y en los Reyes Magos, también creía que el pánico que me había embargado cuando mi padre me aupó a la cabina del camión, procedía del camión. Me llevó veintidós años decidir que no fue el Cresswell el asesino de George McCutcheon, sino tío Otto.
El Cresswell fue un punto de referencia en mi vida. Si explicabas a alguien cómo tenía que ir de Bridgeton a Castle Rock, le decías que para tener la seguridad de que iban por el buen camino, tenían que ver un viejo camión rojo, a la izquierda, plantado en un campo de heno a unas tres millas más o menos, después de salir de la 11. Con frecuencia solían verse turistas aparcados en la cuesta (a veces se quedaban anclados allá, siempre motivo para reírnos) fotografiando las White Mountains con el camión del tío Otto en primer término para hacer más pintoresca la vista... Durante mucho tiempo mi padre llamó al Cresswell »el Trinity Hill Memorial al Camión Turístico», pero luego lo dejó. Para entonces, la obsesión de tío Otto por el camión se había hecho excesiva para resultar divertida
Esto en cuanto al origen. Ahora el secreto.
De que él mató a McCutcheon es lo único de que estoy absolutamente seguro. «Despachurrado como una calabaza», decían los sabios de la barbería. Uno de ellos añadió: «Apuesto a que estaba arrodillado frente a ese camión rezando como uno de esos árabes a Alá. Estaban majaretas, los dos. Miren, si no, cómo terminó Otto Schenk, en aquella casita que creyó que la ciudad aceptaría como escuela, y tan tocado como una rata de cloaca. »
Esto lo escuchaban con miradas cómplices, porque para entonces ya creían que tío Otto estaba chiflado..., oh sí, pero no había uno solo al que la visión de McCutcheon de rodillas ante el camión «como uno de esos árabes rezando a Alá», le pareciera sospechosa o excéntrica.
Los rumores son siempre algo peligroso en una pequeña ciudad; se acusa a la gente de ladrones, adúlteros, cazadores furtivos y estafadores por la más insignificante sospecha o la más absurda deducción. Estoy seguro de que casi siempre el rumor empieza por puro aburrimiento. Pienso que lo que evita que la cosa pase a ser grave y malintencionada –que es como muchos novelistas han pintado la vida en las pequeñas comunidades, desde Nathaniel Hawthorne- es que la mayoría de los chismorreos salidos de la línea telefónica común, las tiendas de alimentación y las barberías son curiosamente ingenuos... Es como si toda esa gente contara con la mezquindad y la bajeza, o la inventara, pero que la maldad auténtica y consciente estuviera más allá de su concepción, incluso cuando la tienen flotando ante sus ojos como la alfombra mágica de uno de esos árabes de las historias mágicas.
Me preguntarán cómo sé que lo hizo. ¿Solamente porque estaba con McCutcheon aquel día? No. Por el camión Cresswell. Cuando su obsesión empezó a dominarle, se fue a vivir enfrente, en aquella casita... aunque en los últimos años de su vida sintió un miedo mortal del camión aparcado al otro lado del camino.
Creo que tío Otto llevó a McCutcheon al campo, donde el Cresswell estaba sobre sus bloques, haciéndole hablar de sus planes para la casa. McCutcheon estaba siempre dispuesto a hablar de su casa y de su próximo retiro. Una compañía más importante que la suya les había hecho una buena oferta –no voy a decir su nombre, pero si lo hiciera la conocerían-, y McCutcheon quería aceptarla. Tio Otto no. Desde la primavera, ambos socios habían discutido la oferta. Creo que su desacuerdo fue la razón por la que Otto decidió deshacerse de su socio.
Creo que mi tío se preparó para quel momento haciendo dos cosas: primero, minando los bloques que sostenían el camión y, segundo, clavando en el suelo delante del camión algo donde MxCutcheon pudiera verlo. ¿Qué clase de cosa? No lo sé. Algo brillante. ¿Un diamante? ¿Un trozo de cristal? No importa. Algo que relucía al sol. A lo mejor McCutcheon lo vio. Si no, pueden estar seguros de que tío Otto se lo hizo ver. «¿Qué es eso?» preguntaría, señalándolo. «No lo sé», contestaría McCutcheon.
McCutcheon se arrodilló frente al Cresswell, igual que uno de ésos árabes rezando a Alá, intentando sacar el objeto del suelo, mientras mi tío se iba a la parte trasera del camión. Un empujón y todo se vino abajo, aplastando a McCutcheon, despachurrándole como una calabaza.
Sospecho que era demasiado duro para morir fácilmente. En mi imaginación le veo bajo el capó del Cresswell, sangrando por la nariz y boca y las orejas, con sus ojos oscuros suplicando a mi tío que fuera en busca de ayuda. Rogando, suplicando... y finalmente maldiciendo a mi tío, jurándole que le mataría, acabaría con él... y mi tío allí, contemplándole, con las manos en los bolsillos, hasta que todo terminó.
Después de la muerte de McCutcheon mi tío no tardó en hacer cosas que, en un principio, los sabios de la barbería calificaron de raras, luego de peculiares, y después como «extrañas locuras». Cosas que finalmente hicieron que se le calificara, en el argot de la barbería como «tan loco como una rata de cloaca»; habían existido siempre, pero no parecía caber la menor duda de que sus peculiaridades empezaron justo en el momento en que murió McCutcheon.
En 1965, tío Otto había hecho construir una casita de una sola habitación al otro lado de la carretera, frente al camión. Se habló mucho de lo que el viejo Otto Schenk estaría tramando allá arriba, en el camino a Black Henry, en Trinity Hill, pero la sorpresa fue general cuando tío Otto dio por terminada la casita haciendo que Chuckie Barger le diera una mano de pintura roja brillante y anunciando a continuación que era un regalo para la ciudad. «Una bonita escuela nueva», dijo, y lo único que pidió fue que le pusieran el nombre de su difunto socio.
Los prohombres de Castle Rock se quedaron estupefactos. Los demás, también. Casi toda la gente de Castle Rock había ido a una escuela de una sola aula (o creían haber ido, que viene a ser lo mismo). Pero todas las escuelas de ese tipo habían desaparecido de Castle Rock en 1965. La última de ellas, la Escuela Castle Ridge, había cerrado el año anterior. Ahora era la Pizzería de Steve, en la carretera 117, Por entonces la ciudad poseía una escuela de cristal y cemento, en Carbine Street. Como resultado de su excéntrico ofrecimiento, tío Otto pasó de ser «raro» a un «condenado loco».
Los concejales le enviaron una carta (ni uno solo de ellos se atrevió a visitarle en persona) dándole amablemente las gracias y confiando en que se acordaría de la ciudad en el futuro, pero rechazando la pequeña escuela, alegando que las necesidades educativas de los niños de la ciudad estaban perfectamente cubiertas. Tío Otto montó en cólera. ¿Recordar a la ciudad en un futuro?, protestó ante mi padre. Ya lo creo que se acordaría de ellos, pero no como esperaban. Él no se había caído de un carro de heno, no. Él sabía distinguir muy bien un halcón de una sierra. Y si lo que querían era enfrentarse a él en una competición de meadas, dijo, descubrirían que podía mear como una mofeta que acabara de beberse un barril de cerveza.
-¿Y ahora qué? –preguntó mi padre.
Estaban sentados ante la mesa de la cocina de nuestra casa. Mi madre se había llevado la costura arriba. Decía que tío Otto no le gustaba; decía que olía como un hombre que se baña una vez al mes, «y tan rico» añadía siempre con un respingo. Creo que su olor la molestaba de verdad, pero también pienso que le tenía miedo. En 1965 tío Otto había empezado a tener un aspecto tan peculiar como su comportamiento. Andaba vestido con un pantalón verde, de obrero, sujeto con tirantes, ropa interior de invierno y unos zapatones amarillos. Sus ojos se movían en direcciones opuestas mientras hablaba.
-¿Eh?
-¡Que qué vas a hacer con la casa ahora?
-Vivir en ella, maldita sea –respondió tío Otto, y así lo hizo.
La historia de sus últimos años no tiene mucho que merezca contarse. Sufrió el tipo de locura y de fin que uno lee con frecuencia en los periódicos sensacionalistas: «Millonario muere de inanición en un piso barato», «La pordiosera era rica, revelan los archivos del banco», «Olvidado prohombre de la banca muere en soledad».
Se trasladó a la casita roja, que últimamente se había vuelto de un rosa pálido y apagado, a la semana siguiente. Un año después vendió el negocio por el cual había cometido un asesinato. Sus excentricidades se habían multiplicado, pero su sentido del negocio no le había abandonado, y obtuvo una buena ganancia, mejor dicho impresionante.
Así que allí estaba tío Otto, con una fortuna de unos siete millones de dólares, instalado en aquella casucha en la carretera de Black Henry. Su casa en la ciudad estaba cerrada a cal y canto. Ya había pasado de «condenado loco» a «rata de cloaca». La siguiente progresión se expresió de una forma menos colorida, más ominosa: «Puede que sea peligroso».
Ésta va siempre seguida de la reclusión.
A su manera, tío Otto se hizo tan célebre como el camión del otro lado del camino, aunque dudo que alguna vez los turistas quisieran fotografiarle. Se había dejado la barba, que se le volvió amarillenta, como teñida por la nicotina de sus cigarrillos. Había engordado mucho. Las mejillas le colgaban en una papada flácida. La gente solía verle de pie en el umbral de su extraña casita, solo, inmóvil, mirando el camino y el campo de enfrente.
Mirando al camión... su camión.
Cuando tío Otto dejó de venir a la ciudad, fue mi padre el que se preocupó de que no muriera de hambre. Le llevaba provisiones todas las semanas, y las pagaba de su propio bolsillo porque Otto nunca se las pagó... supongo que nunca pensó en ello. Papá murió dos años antes que tío Otto, cuya fortuna terminó yendo a la Universidad de Maine, departamento de bosques. Tengo entendido que se mostraron encantados. Teniendo en cuanta la cantidad, había que estarlo.
Después de sacar mi carnet de conducir en 1972, con frecuencia le llevé sus provisiones semanales. Al principio tío Otto me miraba con suspicacia, pero pasado un tiempo empezó a distenderse. Fue tres años más tarde en 1975, cuando me dijo por primera vez que el camión se iba acercando a su casa.
A la sazón yo asistía a la Universidad de Maine, pero en vacaciones de verano iba a casa y volvía a mi vieja rutina de llevarle las provisiones semanales. Estaba sentado ante su mesa, fumando, mirando cómo guardaba las conservas y escuchándome hablar. Pensé que tal vez había olvidado quién era yo; a veces lo hacía... o lo simulaba. En una ocasión me puso la carne de gallina, gritándome desde la ventana: «¿Eres tú, George? », mientras yo subía hacia la casa.
En aquel día de julio de 1975 interrumpió la conversación que mantenía con él para preguntarme con dureza:
-¿Qué piensas de ese camión, Quentin?
Lo inesperado de la pregunta provocó una respuesta sincera.
-Cuando tenía cinco años me mojé los pantalones en la cabina de ese camión –dije-. Y creo que si volviera a subir ahora, volvería a mojármelos.
Tío Otto rió un buen rato. Me volví y le miré asombrado. No recordaba haberle oído reír nunca. Su risa terminó en un acceso de tos que le coloreó las mejillas. Luego me miró con ojos brillantes.
-Se está acercando, Quent.
-¿Qué, tío Otto? –pregunté.
Creí que había dado uno de sus desconcertantes altos de un tema a otro, que a lo mejor quería decir que se acercaba Navidad, o el milenio, o el regreso de Cristo.
-Ese maldito camión –contestó mirándome fijamente de un modo que no me gustó nada-. Cada año se va acercando más.
-¿De verdad? –pregunté cauteloso, pensando que aquello era una idea bastante desagradable. Miré al Cresswell, al otro lado de la carretera, rodeado de heno y con las White Mountains de fondo... y por un momento me pareció que realmente estaba más cerca. Después parpadeé y se esfumó la ilusión. El camión, naturalmente, estaba donde siempre.
-Oh, sí –insistió-. Cada año se acerca un poco más.
-Vaya. A lo mejor necesitas gafas. Yo no veo ninguna diferencia, tío Otto.
-¡Claro que no la ves! Tampoco puedes ver cómo se mueve la aguja de las horas en tu reloj de pulsera, ¿verdad? Esa maldita cosa se mueve demasiado despacio para poder verla... a menos que la vigiles todo el tiempo. Exactamente como yo hago. -Me guiñó el ojo y me estremecí.
-¿Y por qué iba a moverse? –pregunté.
-Porque viene por mí, por eso. Ese camión me tiene siempre presente. Cualquier día entrará aquí y todo terminará. Me aplastará como hizo con Mac, y será mi final.
Esto me llenó de pánico. Su tono razonable fue lo que más asustó. El modo en que reaccionan los jóvenes ante el miedo es la broma.
-Si tanto te preocupa, tío Otto, deberías trasladarte a tu casa de la ciudad –le dije, y por la forma en que le hablé nadie hubiera supuesto que tenía el espinazo erizado.
Me miró, y luego al camión al otro lado de la carretera:
-No puedo, Quentin –dijo-. A veces un hombre tiene que quedarse en su sitio y esperar a que le llegue.
-¿Esperar qué, tío? –pregunté, aunque ya suponía que se refería al camión.
-Al destino. –Y volvió a guiñarme el ojo, pero parecía muy asustado.
Mi padre enfermó en 1979, con una dolencia de riñón que pareció mejorar justo unos días antes de que le matara. A lo largo de innumerables visitas a hospitales, en el otoño de aquel año mi padre y yo hablamos mucho de tío Otto. Mi padre había empezado a sospechar lo que realmente pudo haber ocurrido en 1955, sospechas que fueron la base de otras más serias. Mi padre no tenía la menor idea de la gravedad o la profundidad, de lo seria que se había vuelto la obsesión de tío Otto con el camión. Yo sí. Pasaba todo el día en la puerta de su casa mirándolo. Mirándolo como un hombre que mira su reloj para ver moverse la manecilla de las horas.
En 1981 tío Otto había perdido la poca cordura que le quedaba. A un hombre más pobre ya le habrían encerrado hacía años, pero tanto millones en el banco hacen que se perdonen muchas locuras en una ciudad pequeña... especialmente si cierta gente cree que puede haber algo, en el testamento del loco, para el municipio. Aún así, en 1981 la gente empezó a comentar seriamente sobre la posibilidad de internar a tío Otto por su propio bien. Aquella expresión lisa y mortífera, «quizá sea peligroso», ya pesaba más que «rata de cloaca». Había empezado a salir a orinar al borde de la carretera, en lugar de adentrarse en el bosque donde tenía su retrete. A veces amenazaba al Cresswell con el puño mientras lo hacía, y más de una persona al pasar en su coche pensó que tío Otto les amenazaba a ellos.
El camión, con sus pintorescas White Mountains de fondo, era una cosa; tío Otto orinando al borde del camino, con los tirantes colgando hasta las rodillas, era algo distinto. Eso no era ninguna atracción turística.
Para entonces ya vestía yo un traje de ciudad en lugar de los tejanos propios de un estudiante, en la época en que le llevaba las provisiones semanales, pero seguía llevándoselas. También traté de disuadirle de que dejara de hacer sus cosas en la carretera, por lo menos en verano, cuando toda la gente procedente de Michigan, Missouri y Florida solían circular por allí y le veían.
Pero no conseguí nada. No podía pensaar en estas nimiedades cuando tenía un camión por el que preocuparse. Su obsesión con el Cresswell era ya una fijación. Ahora aseguraba que ya estaba en su lado de la carretera... en mitad de su patio, según decía.
-Anoche desperté a eso de las tres, y allí estaba, junto a mi ventana, Quentin –dijo-. Lo vi, con la luz de la luna reflejada en su parabrisas, a pocos metros de donde yo yacía, y casi se me paró el corazón. Casi se me paró, Quentin.
Le saqué fuera y le hice ver que el Cresswell estaba donde siempre había estado, al otro lado del camino donde McCutcheon había pensado edificar. No sirvió de nada.
-Eso es lo que tú ves, muchacho –declaró con un loco e infinito desprecio, con un cigarrillo temblando en una mano y con los ojos girando alocadamente-. Eso es lo que tú ves.
-Tío Otto –dije tratando de aligerar la cosa-, lo que ves es lo que recibes.
Fue como si no lo hubiera oído.
-El muy maldito por poco me atrapa –murmuró. Sentí un escalofrío. No tenía aspecto de loco. De desgraciado sí, y ciertamente aterrorizado... pero no loco. Por un momento me acordé de mi padre izándome a la cabina de aquel camión. Recordé el olor a aceite, cuero... y sangre-. Por poco me atrapa –repitió.
Y tres semanas más tarde, lo hizo.
Yo fui quien le encontró. Era un miércoles por la noche y yo había subido con dos bolsas de provisiones en el asiento trasero, como hacía casi todos los miércoles por la noche. Era una noche pegajosa y sofocante. De vez en cuando se oía tronar a la distancia. Recuerdo que me sentía nervioso mientras subía por la carretera de Black Henry en mi Pontiac, extrañamente seguro de que algo iba a ocurrir, ero tratando de convencerme de que sólo se trataba de la baja presión atmosférica.
Di la vuelta a la última curva, y en el momento preciso en que la casita de mi tío apareció a la vista, experimenté una extraña alucinación... Por un instante creí que el condenado camión estaba en su patio, enorme y pesado con su pintura roja y sus podridos laterales. Busqué el pedal de freno, pero antes de que mi pie llegara a pisarlo parpadeé y la ilusión se desvaneció. Pero supe que tío Otto estaba muerto. Ni trompetazos ni destellos; sólo la simple convicción, como saber dónde están los muebles en una habitación conocida.
Llegué al patio y bajé del coche, dirigiéndome a la casa a toda prisa.
La puerta estaba abierta; nunca cerraba con llave. Una vez le pregunté por qué lo hacía y me explicó, como se explica un hecho obvio a un tonto, que el cerrar la puerta no impediría la entrada del Cresswell.
Yacía en la cama, a la izquierda de la única habitación, porque la cocina estaba a la derecha. Vestía sus pantalones verdes y la camiseta de invierno, con los ojos abiertos y vidriosos. No creo que llevara muerto más de dos horas. No había moscas ni apestaba, aunque el día había sido brutalmente caluroso.
-¿Tío? –dije a media voz, sin esperar que me respondiera. Uno no yace en la cama con los ojos abiertos por gusto. Si algo sentí en aquel momento, fue alivio. Todo había terminado-. ¿Tío Otto? –insistí acercándome-. Tío...
Me paré en seco al ver lo deformada que tenía la cara, hinchada y torcida. Viendo que sus ojos no miraban fijamente sino que tenía una expresión vacía, torcidos hasta el ventanuco que había encima de la cama.
«Anoche desperté a eso de las tres, y allí estaba, junto a mi ventana, Quentin. Por poco me atrapa.»
«Despachurrado como una calabaza», había oído decir a uno de los sabios de la barbería mientras yo, sentado, fingía leer la revista Life, oliendo el perfume de Vitalis y de la brillantina Wildroot.
«Por poco me atrapa, Quentin.»
Había cierto tufo allí... pero no de barbería, y no sólo el hedor de un viejo sucio.
Olía a aceite, como un garaje.
-¿Tío Otto? –musité, y mientras me acercaba a la cama, me sentí disminuir, no solamente en tamaño sino en años... veinte, quince, diez, ocho, seis y finalmente cinco. Vi mi temblorosa manita tenderse hacia su hinchada cara. Al tocar mi mano su cara, levanté los ojos y la ventana estaba ocupada por el brillante parabrisas del Cresswell, y aunque sólo fue un segundo, podría jurar sobre la Biblia que no fue una alucinación. El Cresswell estaba allí, asomado a la ventana, a menos de metro y medio de distancia.
Apoyé los dedos en la mejilla de tío Otto, y el pulgar en la otra, porque quería investigar, su pongo, su extraña hinchazón. Cuando descubrí al camión en la ventana, mi mano trató de cerrarse en puño, olvidando que abarcaba la mandíbula del cadáver.
En aquel instante el camión desapareció, se desvaneció como el fantasma que supongo era. Y en el mismo momento oí un espantoso ruido de chorro. Un líquido caliente me mojó la mano. Bajé los ojos y lo vi, y entonces empecé a gritar. De la boca y nariz de tío Otto salía aceite a borbotones. También salía aceite por sus ojos, como lágrimas. Aceite Diamond Gem, el aceite reciclado que puede comprarse en garrafas de plástico de cinco litros, el aceite que McCutcheon había utilizado siempre para su Cresswell.
Pero no era solamente aceite lo que le salía de la boca.
Seguí chillando un rato, incapaz de moverme, incapaz de apartar mi aceitosa mano de su cara, incapaz de apartar mis ojos de aquella cosa grande y grasienta que le salía de la boca... aquella cosa que había distorsionado tanto la forma de su rostro.
Al fin cedió mi parálisis y salí huyendo de la casa, sin dejar de chillar. Crucé el patio corriendo hacia mi Pontiac, subí y me alejé del lugar. Las provisiones para tío Otto cayeron del asiento al suelo. Los huevos se rompieron.
Fue milagroso que no me matara en los dos primeros kilómetros... Miré el cuentakilómetros y vi que rebasaba en mucho el límite de velocidad. Me paré y respiré profundamente hasta recuperar cierto control. Pensé que no podía dejar a tío Otto tal como lo había encontrado; despertaría demasiada curiosidad. Tenía que regresar. Además, he de reconocerlo, la curiosidad me embargaba. Una curiosidad malsana. Ojalá no la hubiera sentido, ojalá me hubiera resistido; en verdad, ojalá hubiera dejado que fueran y formularan sus preguntas. Pero volví. Me quedé unos minutos delante de su puerta... de pie, casi en el mismo lugar y en la misma postura que él solía adoptar cuando contemplaba aquel camión. Y allí llegué a esta conclusión: allá en el campo, el camión estaba en una posición distinta, ligeramente distinta.
Luego entré.
Las primeras moscas empezaban a revolotear y zumbar junto a su rostro. Podía ver las marcas de aceite en su cara: el pulgar a la izquierda, tres dedos a la derecha. Miré nerviosamente hacia la ventana donde había visto al Cresswell, después fui hasta su cama. Saqué el pañuelo y borré las huellas. Luego me incliné y abrí la boca de tío Otto.
Lo que cayó de ella fue una bujía Champion, una del viejo modelo Maxy-Duty, casi tan grande como un puño.
La cogí y me la llevé. Ojalá no lo hubiera hecho, pero en aquel momento era presa del horror. Habría sido más aconsejable no tener ese objeto conmigo, en mi despacho, donde puedo verlo, cogerlo y sopesarlo... la bujía de 920 que saqué de la boca de tío Otto.
Si no la tuviera conmigo, si no me la hubiera llevado cuando salí huyendo de la casita por segunda vez, quizá hubiera podido tratar de creer que todo (no solamente ver el Cresswell, desde la carretera, pegado a la casa como un enorme perro colorado, sino todo) había sido únicamente una alucinación. Pero aquí la tengo; le da la luz. Es auténtica. Pesa. «El camión se acerca cada año un poco más», me había dicho tío Otto, y ahora me parece que tenía razón, pero ni siquiera tenía la menor idea de lo cerca que podía llegar el Cresswell.
El veredicto de la ciudad fue que tío Otto se había suicidado tragando aceite, y fue la comidilla de una semana en Castle Rock. Carl Durkin, el encargado de la funeraria, dijo que cuando los médicos lo abrieron para la autopsia, encontraron casi un litro de aceite en su interior... y no solamente en el estómago. Todo su organismo estaba lubricado. Lo que la gente de la ciudad quería saber era qué había hecho con la garrafa de plástico. Porque jamás encontraron ninguna.
Tal como he dicho, la mayoría de los que lean este relato no lo creerán, a menos que les haya ocurrido algo parecido. Pero el camión aún sigue en su campo... y, créanlo o no, todo aquello sucedió.


EL ORDENADOR DE LOS DIOSES STEPHEN KING




EL ORDENADOR DE LOS DIOSES
STEPHEN KING

A primera vista parecía un procesador de palabras Wang..., tenía un teclado Wang y un revestimiento Wang. Solamente cuando Richard Hagstrom le miró por segunda vez vio que el revestimiento había sido abierto (y no con cuidado, además; le pareció como si el trabajo se hubiera hecho con una sierra casera) para encajar en él un tubo catódico IBM ligeramente más grueso. Los discos de archivo que habían llegado con ese extraño bastardo no eran nada flexibles; eran tan duros como los disparos que Richard había oído de niño.
-Por el amor de Dios, ¿qué es esto? -preguntó Lina, cuando él y Mr. Nordhoff lo trasladaron penosamente hasta su despacho.
Mr. Nordhoff había sido vecino de la familia del hermano de Richard Hagstrom... Roger, Belinda y su hijo Jonathan.
-Una cosa que construyó Jon -explicó Richard-. Dice Mr. Nordhoff que quería que yo lo tuviera. Parece un procesador de palabras.
-Eso es -dijo Mr. Nordhoff. Tenía más de sesenta años y respiraba con dificultad-. Esto mismo fue lo que dijo que era, pobrecillo...
¿Cree que podríamos descansar un momento, Mr. Hagstrom? Estoy sin aliento.
-No Faltaba más -respondió Richard y llamó a su hijo, Seth, que estaba fabricando acordes extraños y átonos en su guitarra "Fender", abajo..., la habitación que Richard había destinado como "cuarto de estar" cuando lo había empapelado, se había transformado en "sala de ensayo" de su hijo-. Seth -gritó-. Ven a echarnos una mano.
Abajo, Seth siguió arrancando acordes a su "Fender". Richard miró a Mr. Nordhoff y se encogió de hombros, avergonzado e incapaz de disimularlo. Nordhoff hizo lo mismo como si quisiera decirle: ¡Los chicos! ¿Quién puede esperar nada bueno de ellos hoy en día? Excepto que ambos sabían que Jon, el hijo de su hermano loco... había sido estupendo.
-Ha sido usted muy amable ayudándome con esto- dijo Richard.
-¿Qué otra cosa puede hacer un viejo con el tiempo que le sobra? Y creo que es lo menos que puedo hacer por Jonny. Venía a recortarme el césped, gratis, ¿sabe? Quería pagarle, pero el muchacho no lo aceptó nunca. Era un gran chico... -Nordhoff seguía ahogándose-. ¿Podría darme un vaso de agua Mr. Hagstrom?
-Claro. -Se lo fue a buscar él mismo cuando su mujer ni se movió de la cocina donde estaba leyendo una novelucha y comiendo galletas-. ¡Seth! -volvió a llamar-. Sube y ayúdanos ¿quieres?
Pero Seth siguió tocando sus acordes amortiguados y feos en la "Fender" por lo que Richard estaba aún pagando.
Invitó a Nordhoff a que se quedara a cenar, pero Nordhoff se excusó cortésmente. Richard lo aceptó, de nuevo avergonzado pero disimulándolo mejor esta vez. ¿Qué hace un tipo estupendo como tú con una familia como ésta?, le pregunto un día su amigo Bernie
Epstein, y Richard sólo había podido mover la cabeza, sintiendo la misma embarazosa vergüenza que sentía ahora. Era un buen tipo, y ya ven, esto era lo que le había tocado..., una mujer gorda y aburrida que se sentía estafada por no tener lo mejor de la vida, que sentía que había apostado por un caballo perdedor (pero que era incapaz de atreverse a decirlo) y un hijo de quince años, nada comunicativo y que trabajaba lo menos posible en la misma escuela donde Richard enseñaba..., un hijo que tocaba horripilantes acordes en la guitarra, mañana, tarde y noche (sobre todo por la noche) y que parecía pensar que aquello le bastaría para salir adelante.
-Bueno, ¿y qué me dice de una cerveza?- preguntó Richard. Se resistía a dejar marchar a Mr. Nordhoff..., quería oír más sobre Jon.
-Una cerveza me encantaría- dijo Nordhoff, y Richard se lo agradeció.
-Mangnífico- y se fue a buscar un par de "Buds".
Su despacho estaba en un pequeño pabellón, más como un cobertizo, separado de la casa y, lo mismo que el cuarto de estar, se lo había arreglado él mismo. Pero, al contrario del cuarto de estar, éste era un lugar que consideraba propio...,un lugar donde podía aislarse de la forastera con la que se había casado y del extraño que había concebido.
-A lina, por supuesto, no le parecía bien que él tuviera un refugio personal, pero no lo había podido evitar..., había sido una de las pocas pequeñas victorias que él había conseguido obtener. Suponía que, en cierto modo, ella sí había apostado por un perdedor... Cuando se casaron, dieciséis años atrás, ambos creían que él escribiría novelas maravillosas y lucrativas y que no tardarían en circular en sendos "Mercedes-Benz". Pero la única novela que publicó no había sido lucrativa y los críticos no tardaron en decir que tampoco era buena. Lina había visto las cosas desde el mismo punto de vista que los críticos y esto había sido el principio de su distanciamiento.
Así que las clases en la escuela superior, que ambos habían creído que no serían más que una escalera hacia la fama, la gloria y la riqueza, eran su principal fuente de ingresos desde hacía quince años..., una interminable escalera, se decía a veces. Pero jamás había abandonado su sueño. Escribía cuentos y algún que otro artículo. Era miembro, bien considerado, de la Hermandad de Autores. Ganaba unos 5.000 dólares extra todos los años, con su máquina de escribir, y por mucho que Lina protestara, aquello le daba derecho a su
propio estudio..., especialmente dado que ella se negaba a trabajar.
-Un sitio estupendo- dijo Nordhoff, contemplando la pequeña estancia con su abundancia de antiguos grabados en las paredes.
El procesador bastardo estaba sobre la mesa con el CPU guardado debajo. La vieja "Olivetti" eléctrica de Richard había sido colocada, de momento, encima de uno de los ficheros.
-Es lo que necesito -contestó Richard. Con la cabeza señaló el procesador-. ¿Cree que esto va a funcionar? Jon sólo tenía catorce años.
-Es un poco raro, ¿verdad?
-Ya lo creo- asintió Richard.
-No conoce ni la mitad -rió Nordhoff-. Eché una mirada por detrás del vídeo. Algunos de los cables llevan impreso IBM, y algunos "Radio Shack". Ahí metido hay gran parte de un teléfono "Western Electric". Y, créalo o no, hay un pequeño motor procedente de un
"Erector Set"- sorbió la cerveza y dijo, reminiscente-: Quince. Acababa de cumplir quince. Un par de días antes del accidente...
Pasados unos segundos repitió, mirando la botella de cerveza-. Quince -pero lo dijo en voz baja.
-Eso es. "Erector Set" fabrica un pequeño modelo eléctrico. Jon tenía uno, desde que era..., oh, desde los seis años. Se lo regalé un año por Navidad. Ya entonces le volvían loco las cosas mecánicas. Cualquier aparatito le encantaba, así que imagine lo que fue aquella caja de pequeños motores "Erector Set" para él. Le debió encantar. Lo guardó por más de diez años. Pocos niños lo hacen, Mr. Hagstrom.
-Es verdad -asintió Richard pensando en la cantidad de cajas de juguetes de Seth que había tirado en aquellos años..., rotos, olvidados, destrozados por el placer de destrozar. Miró el procesador de palabras-. Entonces seguro que no funciona.
-No lo diga hasta que lo haya probado -advirtió Nordhoff-. El muchacho era lo más parecido a un genio electrónico.
-Creo que está exagerando. Sé que era hábil con la mecánica, y que ganó el premio de la Feria Estatal de la Ciencia, cuando estaba en sexto grado...
-Compitiendo con muchachos mucho mayores que él..., alguno de ellos de la Escuela Superior. Por lo menos esto fue lo que dijo su madre.
-Es cierto. Todos estuvimos muy orgullosos de él-. Pero no era exactamente verdad. Richard se había sentido orgulloso, y la madre de Jon también; al padre del muchacho le importaba un bledo.
-Pero una cosa son los proyectos de la feria de la Ciencia y otra construir tu propia máquina de palabras... -se encogió de hombros.
Nordhoff dejó su cerveza:
-Allá por los cincuenta, un chico fabricó un propulsor atómico con dos latas de sopa y un equipo eléctrico por valor de cinco dólares. Jon me lo contó. También me dijo que había un chico en alguna ciudad rural de Nuevo México que descubrió los taquiones... partículas
negativas que por lo visto pueden viajar hacia atrás a través del tiempo..., en 1954. Y un niño de Waterbury, Connecticut, de once años, que fabricó una bomba con el plástico de arrancó de las cartas de una baraja. Con ella voló una caseta de perro, vacía. Los chicos raros, a veces. Sobre todo los genios. Le sorprendería.
-A lo mejor. Puede que me sorprenda.
-En todo caso, era un muchacho estupendo.
-Usted le quería un poco ¿verdad?
-Le quería mucho, Mr. Hagstrom -confesó Nordhoff-. Era realmente estupendo.
Y Richard pensó en lo extraño que era..., su hermano, que había sido un verdadero desastre desde la niñez, había encontrado una mujer magnífica y un hijo inteligente. Él mismo, que siempre había tratado de ser amable y bueno, (lo que podía significar "bueno" en este mundo de locos) se había casado con Lina que se hizo una mujer silencio, desastrada, y con ella había tenido a Seth. Mirando ahora el rostro honrado, sincero y cansado de Nordhoff, se encontró preguntándose cómo había podido ocurrir y cuánto había sido por su culpa, como resultado natural de su propia y callada debilidad.
-Sí -dijo Richard- realmente lo era.
-No me sorprendería que esto funcionara -comentó Nordhoff-. No me sorprendería nada.
Y después de que Nordhoff se fuera, Richard Hagstrom había enchufado el procesador y lo había puesto en marcha. Oyó un zumbido, y esperó a ver si las letras IBM aparecían en la pantalla. No aparecieron. En cambio, misteriosamente, como una voz de la tumba, de la
oscuridad subieron unas palabras, fantasmas verdes: ¡FELIZ CUMPLEAÑOS, TÍO RICHARD! JON.
-¡Cristo! -murmuró Richard cayéndose sentado. El accidente que había matado a su hermano, su esposa y su hijo, había ocurrido dos semanas antes...Regresaban de una excursión, y Roger estaba borracho. Estar borracho era algo perfectamente ordinario en la vida de Roger Hagstrom. Pero esta vez la suerte le había vuelto la espalda y había conducido su destartalado y viejo coche hasta el borde de un precipicio. Se estrelló y ardió. Jon tenía catorce años, no, quince. Quince recién cumplidos, dos días antes del accidente, dijo el viejo.
Tres años más y se hubiera liberado de aquel pedazo de oso estúpido. Su cumpleaños... y el mío poco después.
Dentro de una semana. El procesador de palabras había sido el regalo de cumpleaños de Jon. Esto empeoraba la cosa. Richard no sabía bien por qué, o cómo, pero así era. Alargó la mano para apagar la pantalla, pero la retiró al momento.
Un chico fabricó un propulsor atómico con dos latas de sopa y piezas de coche, eléctricas, por valor de cinco dólares.
Sí, claro, y las cloacas de la ciudad de Nueva York están llenas de cocodrilos y las F.A. de USA guardan el cuerpo congelado de un extraterrestre en alguna parte de Nebraska. Cuéntame algo más. ¡Trolas! Pero quizás es que hay algo que no quiero saber con seguridad.
Se levantó, pasó por detrás y miró el vídeo a través de las rendijas. Sí, tal como había dicho Nordhoff. Cables marcados RADIO SHACK MADE IN TAIWAN. Cables marcados WESTERN ELECTRIC y WETREX y ERECTOR SET, con la r de la marca metida en el pequeño círculo y vio algo más también, algo que se le había escapado a Nordhoff, o que no había querido mencionar. Había un transformador de tren Lionel, envuelto en alambres como la novia de Frankenstein.
-¡Cristo! -repitió riendo, pero al borde de las lágrimas-. Cristo, Jonny, ¿qué creíste que estabas haciendo?
Pero también conocía esta respuesta. Había soñado y hablado de que llevaba años deseando poseer un procesador de palabras, y cuando la risa de Lina se hizo demasiado sarcástica para poder soportarla, lo había comentado con Jon:
-Podría escribir más de prisa, repasar y corregir más de prisa, y producir más- recordó habérselo contado a Jon el pasado verano...
El muchacho le había mirado gravemente, con sus ojos azul claro, inteligentes, pero siempre cuidadosamente cautos, agrandados por los cristales de sus gafas.
-Sería estupendo..., realmente estupendo.
-¿Y por qué no te compras uno, tío Rich?
-No los regalan precisamente -contestó Richard sonriendo-. El modelo "Radio Shack" cuesta cerca de tres mil. De ahí puedes ir subiendo hasta llegar al de dieciocho mil dólares.
-Bueno, a lo mejor te hago uno algún día- había dicho Jon.
-A lo mejor- le había contestado Richard dándole una palmada en la espalda. Y hasta que llegó Nordhoff, no había vuelto a pensar en aquello.
Cables de la tienda para aficionados a los modelos eléctricos. Un transformador de tren Lionel. ¡Cristo!
Volvió a la parte delantera dispuesto a apagarlo, como si intentar escribir algo y fracasar fuera algo así como mancillar lo que su frágil y delicado (predestinado) sobrino había dispuesto.
Por el contrario, apretó el botón EXECUTE en el tablero. Un estremecimiento extraño recorrió su espinazo al hacerlo...EXECUTE era una extraña palabra de que servirse, si uno lo pensaba un poco. No era una palabra que pudiera asociarse con la escritura; era una palabra que asociaba con cámaras de gas y sillas eléctricas..., y quizás con coches viejos y destartalados saltando fuera de las carreteras.
EXECUTE
El aparato zumbaba con más ruido que el que hacían cualquiera de los que había oído cuando los contemplaba en los escaparates, en realidad casi rugía. ¿Qué hay en la sección de memoria, JON? Se preguntó-. ¿Muelles? ¿Transformadores Lionel puestos en fila? ¿Latas de sopa? Volvió a recordar los ojos de Jon, su rostro pálido y delicado. ¿No era extraño, quizás incluso morboso, tener celos del hijo de otro hombre?.
Pero debió haber sido mío. Lo sabía..., y creo que él también lo sabía. Luego estaba Belinda, la esposa de Roger. Belinda, que llevaba gafas de sol incluso en los días nublados, de las grandes, porque las marcas alrededor de los ojos tienen la mala costumbre de extenderse. Pero, a veces la miraba, sentada quieta y vigilante a la sombra de la risa escandalosa de Roger, y pensaba también casi lo mismo: Debía de haber sido mía.
Era un pensamiento espantoso, porque ambos hermanos habían conocido a Belinda en la escuela superior y ambos habían salido con ella. Él y Roger se llevaban dos años de diferencia y Belinda estaba perfectamente entre los dos, un año mayor que Richard y un año más joven que Roger. Richard había sido el primero en salir con la muchacha que con el tiempo iba a ser madre de Jon. Luego se había interpuesto Roger, Roger que era mayor que ella, y más fuerte, y que siempre conseguía lo que quería. Roger que era capaz de lastimar si uno trataba de cruzarse en su camino.
Tuve miedo. Tuve miedo y dejé que se me escapara. ¡Fue tan sencillo! Que Dios me valga, creo que sí. Me gustaría pensar que ocurrió de otro modo, pero tal vez es mejor no mentirse respecto a cosas como la cobardía. Y la vergüenza.
Y si aquello era verdad..., si Lina y Seth hubieran pertenecido al sinvergüenza de su hermano, y si belinda y Jon hubieran sido suyos, ¿qué demostraba? ¿Y cómo una persona bien pensante podía entretenerse con semejantes absurdos, semejantes locuras? ¿Se rió? ¿Gritó? ¿Se pegó un tiro por su cobardía?
-No me sorprendería que esto funcionara. No me sorprendería nada.
EXECUTE
Sus dedos se movieron ágiles sobre el teclado. Miró la pantalla y vio esas letras flotando, verdes, sobre la superficie de la pantalla.
MI HERMANO ERA UN BORRACHO INDECENTE.
Flotaban allí, delante de él, y Richard recordó de pronto un juguete que había tenido de pequeño. Se llamaba Ocho Bolas Mágicas. Se le formulaba una pregunta que podía contestarse con sí o con no, y entonces se hacía funcionar el Ocho Bolas Mágicas para ver lo que tenía que decir sobre la pregunta... Sus respuestas eran una farsa, pero en cierto modo atractivamente misteriosas, decían cosas como ES CASI SEGURO, YO NO PENSARÍA EN ELLO, y VUELVE A PREGUNTARLO.
Roger estaba celoso del juguete y por fín, un día, después de obligar a Richard a que se lo regalara, Roger lo había tirado contra la acera con tanta fuerza como pudo y lo rompió. Luego se había reído. Ahora, sentado aquí, escuchando el extraño ruido del interior del aparato que Jon había construido, Richard recordó cómo se había desplomado en la acera, llorado, incapaz de creer que su hermano hubiera podido hacerle tal cosa.
Nene llorón, nene llorón, mirad al nene llorón -se había burlado Roger-. No era otra cosa que un juguete barato, de mierda, Richie. Fíjate no había más que un montón de letras y mucha agua.
-¡VOY A CONTARLO! -había chillado Richard con todas sus fuerzas. Le dolía la cabeza. Tenía la nariz taponada por tantas lágrimas de desesperación-. ¡CONTARÉ LO QUE HAS HECHO, ROGER! SE LO CONTARÉ A MAMÁ.
-Si lo cuentas te romperé el brazo- le amenazó Roger, y en su sonrisa glacial Richard vio que lo decía en serio. No lo contó.
MI HERMANO ERA UN BORRACHO INDECENTE.
Bueno, montado misteriosamente o no, la pantalla quedaba escrita. Si era o no capaz de retener información, quedaba por ver, pero el empalme que había hecho Jon de un tablero Wang a una pantalla IBM, había funcionado. No creía que fuera culpa de Jon el hecho de
que, por coincidencia, despertara en él desagradables recuerdos.
Miró a su alrededor y sus ojos se fijaron en la única fotografía que había allí y que él no había elegido ni le gustaba. Era un retrato de Lina, su regalo de Navidad de dos años atrás. Quiero que la cuelgues en tu despacho, le había dicho y, naturalmente, lo había hecho así.
Suponía que era una forma de vigilarle cuando ella no estuviera. NO te olvides de mí, Richard. Estoy aquí. Puede que apostara por un caballo perdedor, pero todavía estoy aquí. Y será mejor que no lo olvides.
El retrato con su colorido artificial no hacía juego con los grabados de Whistler, Homer y N.C. Wyeth. Los ojos de Lina estaban entrecerrados, sus gruesos labios formaban algo que no acababa de ser una sonrisa. Sigo aquí, Richard, le decía aquella boca. Y que no se te olvide.
Tecleo: LA FOTO DE MI MUJER ESTÁ COLGADA EN LA PARED OESTE DE MI DESPACHO.
Contempló las palabras y le gustaron tan poco como la propia fotografía. Apretó el botón DELET. Las palabras desaparecieron. Ahora ya no quedaba nada en la pantalla excepto el firme latido del cursor; miró hacia la pared y vio que la fotografía de su mujer también había desaparecido.
Permaneció sentado allí, durante un buen rato..., por lo menos así se lo pareció..., mirando la pared donde había estado la fotografía. Lo que finalmente le sacó del atontamiento producido por el shock de absoluta incredulidad, fue el olor del CPU..., un olor que recordaba las Ocho Bolas Mágicas que Roger le había roto porque no era suyo. El olor era del fluido del transformador del tren eléctrico. Cuando se olía había que desenchufarlo rápidamente para que el aparato pudiera enfriarse.
Y así lo haría.
Dentro de un minuto.
Se levantó y anduvo hasta la pared sobre unas piernas que no sentía. Pasó la mano por el revestimiento "Armstrong" de la pared. La fotografía había estado allí, sí, precisamente aquí. Pero ya no estaba, y el clavo en el que estaba colgada también se había ido, y no había
rastro de ningún agujero donde él había atornillado el clavo en el revestimiento.
Ido.
El mundo se le volvió gris de pronto y dio unos traspiés hacia atrás, creyendo, vagamente, que se iba a desmayar. Se contuvo, sombrío, hasta que todo volvió a enfocarse de nuevo.
Recorrió con la vista desde el lugar vacío, donde había estado antes la fotografía de Lina, al procesador que su difunto sobrino había logrado componer.
Le sorprendería, oía mentalmente a Nordhoff diciéndole: Le sorprendería, le parecería sorprendente, oh, sí, enterarse de que un niño, en los años cincuenta, pudiera descubrir partículas que viajaban hacia atrás en el tiempo, le sorprendería lo que el genio de su sobrino era capaz de hacer con un montón de elementos desparejados, unos cables y unas piezas eléctricas. Le sorprendería sentir que se está volviendo loco.
El olor del transformador era cada vez más intenso, más acusado y podía ver unas volutas de humo que salían de la envoltura junto a la pantalla. También el ruido del CPU era más fuerte. Iba siendo hora de desconectarlo... Por listo que hubiera sido Jon, aparentemente no había tenido tiempo de solucionar todos los tropiezos de aquel loco aparato.
Pero ¿sabía acaso que iba a hacer aquello? Sintiéndose como un ser quimérico, Richard volvió a sentarse ante la pantalla y escribió:
LA FOTOGRAFÍA DE MI MUJER ESTÁ EN LA PARED.
Lo leyó volvió a mirar el teclado, y luego apretó el botón: EXECUTE.
Miró la pared.
La fotografía de Lina volvía a estar otra vez donde había estado siempre.
-Jesús -musitó-. Cristo Jesús.
Se pasó la mano por la mejilla, miró el teclado (ahora no habia nada excepto el cursor) y escribió:
EL SUELO ESTÁ VACÍO.
Luego, apretó el botón INSERT, y volvió a escribir:
EXCEPTO POR DOCE MONEDAS DE ORO DE VEINTE DÓLARES EN UNA PEQUEÑA BOLSA DE ALGODÓN.
Apretó EXECUTE.
Miró al suelo donde había, ahora, una pequeña bolsa de algodón, blanco, con un cordón que le cerraba. Sobre la bolsa y escrito en tinta negra, algo descolorida, se leía WELLS FARGO.
-Santo Dios -se oyó decir en una voz que no era suya- Santo Dios, Santo Dios...
Hubiera podido seguir invocando el nombre del Salvador por unos minutos más, o por una horas, si el procesador de palabras no le hubiera reclamado insistentemente con su bip bip. Escrito en la parte alta de la pantalla se leía la palabra SOBRECARGA.
Richard lo apagó todo precipitadamente y abandonó el despacho como si le persiguieran todos los demonios del infierno. Pero antes de salir recogió la bolsita de algodón y se la guardó en el bolsillo del pantalón.
Cuando llamó a Nordhoff aquella noche, soplaba un helado viento de noviembre que parecía un lamento de gaitas por entre los árboles.
El grupo de Seth está abajo, destrozando una melodía de Bob Seger. Lina había ido a Nuestra señora del Perpetuo Socorro a jugar bingo.
-¿Funciona el aparato?- preguntó Nordhoff.
-Funciona perfectamente -contestó Richard. Metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda. Era pesada..., más pesada que un reloj "Rolex". En una de las caras había un águila de perfil recortado, en relieve, junto con la fecha 1871-. Funciona de un modo increíble.
-Lo creo -dijo Nordhoff impasible-. Era un muchacho muy inteligente y le quería a usted mucho, Mr. Hagstrom. Pero tenga cuidado. Un chico no es más que un chico, listo o no, y el amor puede estar mal dirigido. ¿Entiende lo que quiero decirle?
Richard no entendía nada. Sentía calor y estaba febril. El periódico de aquel día decía que el precio del oro en el mercado era de 514 dólares la onza. Las monedas habían pesado una media de 4.5 onzas cada una, en su balanza postal. Al precio del mercado, aquello
sumaba 27.756 dólares. Sospechó que eso era solamente la cuarta parte de lo que podía sacar si vendía las monedas como monedas.
-Señor Nordhoff, ¿podría usted venir? ¿Ahora? ¿Esta noche?
-No. No creo que quiera hacerlo, señor Hagstrom. Me parece que esto debe quedar entre usted y Jon.
-Pero...
-Recuerde solamente lo que le dije. Por Dios, tenga cuidado. –Se oyó un clic.
Media hora más tarde volvía a estar en su despacho, contemplando el ordenador. Pulsó la tecla ON/OFF pero sin haberlo enchufado aún. La segunda vez que Nordhoff lo dijo, Richard lo había oído perfectamente. <> Sí. Debía tener cuidado. Una máquina que podía hacer aquello...
¿Cómo podía una máquina hacer tal cosa?
Ni idea... pero en cierto modo hacía aceptable toda aquella locura. Él era profesor de lengua inglesa y escritor ocasional, no un técnico, y había un interminable número de cosas cuyo funcionamiento desconocía: fonógrafos, motores de gasolina, teléfonos, televisores, incluso el depósito del inodoro. Su vida había sido una historia de comprensión de operaciones más que de principios. ¿Había alguna diferencia, excepto de grado?
Conectó la máquina. Como la primera vez, leyó: ¡FELIZ CUMPLEAÑOS, TIO RICHARD! JON. Apretó el botón EXECUTE y el mensaje de su sobrino desapareció.
Esta máquina no durará mucho, pensó de pronto. Tenía la seguridad de que Jon estaba aún trabajando en ella cuando murió, creyendo que todavía le quedaba tiempo. El cumpleaños de tío Richard sería dentro de tres semanas...
Pero a Jon se le había terminado el tiempo y ese asombroso ordenador, que aparentemente podía insertar cosas nuevas y suprimir cosas viejas del mundo real, apestaba como un transformador de tren que se estuviera friendo y al parecer empezaría a soltar humo dentro de pocos minutos. Jon no había tenido oportunidad de perfeccionarlo. ¿Había... confiado en que todavía le quedaba tiempo?
Había incurrido en un error. Todo era un error. Richard lo sabía. El rostro tranquilo, atento, los ojos serenos tras los gruesos cristales de sus gafas... No, no estaba confiado, ni creía en que el tiempo lo arreglaría. ¿Cuál era la palabra que se le había ocurrido antes, aquel mismo día? Predestinado. No era precisamente una buena palabra para Jon, pero era la palabra apropiada. La sensación de predestinación había envuelto al muchacho tan palpablemente que, a veces, Richard había querido decirle que se animara un poco, que a veces las cosas terminaban bien y que los buenos no siempre tenían que morir jóvenes.
Luego pensó en Roger tirando su juego de Ocho Bolas Mágicas a la acera, arrojándolo con todas sus fuerzas; oyó partirse el plástico y vio el fluido mágico del juego –agua al fin y al cabo- deslizándose por la acera. Y esta imagen se mezcló con una imagen del viejo cacharro de Roger con la leyenda HAGSTROM REPARTOS AL POR MAYOR en los costados, saltando por encima de un polvoriento acantilado, en pleno campo, estrellándose frontalmente contra él. Vio, aunque no quería verlo, el rostro de la mujer de su hermano desintegrándose en sangre y huesos. Vio a Jon ardiendo entre los restos, gritando, carbonizándose.
Ni confianza ni esperanza. Siempre había dado la impresión de que el tiempo se le escapaba. Y al final había resultado que tenía razón.
-¿Qué significa eso?- murmuró Richard mirando la pantalla vacía.
¿Cómo hubiera contestado el juego de las bolas mágicas? ¿VUELVE A PREGUNTAR? ¿DIFÍCIL Y CONFUSO? ¿O quizá CIERTAMENTE ASÍ?
El ruido que producía el hardware volvía a ser fuerte, y más acelerado que por la tarde. Ya podía oler el transformador de tren que Jon había acoplado a la maquinaria detrás de la pantalla recalentada.
Máquina de los sueños mágicos.
Ordenador de los dioses.
¿Era eso lo que Jon había querido regalar a su tío para su cumpleaños? ¿Lo equivalente, en espacio y tiempo, a la lámpara mágica o al pozo de los deseos?
Oyó abrirse la puerta trasera de la casa y a continuación las voces de Seth y de los otros miembros del grupo de Seth. Las voces sonaban demasiado fuertes, vulgares. Habían estado bebiendo o fumando marihuana.
-¿Dónde está tu viejo, Seth?- oyó a uno de ellos preguntar.
-Holgazaneando en su despacho, supongo, como siempre –respondió Seth-. Creo que...-
Pero entonces volvió a levantarse el viento, borrando el final de la frase, pero no sus risotadas.
Richard les estuvo escuchando, sentado, con la cabeza inclinada a un lado, hasta que de pronto escribió.
MI HIJO ES SETH ROGER HAGSTROM.
Su dedo se posó sobre el botón DELETE.
¿Qué estás haciendo?, le chilló la mente. ¿Lo haces en serio? ¿Te propones asesinar a tu propio hijo?
-Algo estará haciendo ahí dentro –dijo otro.
-Es un pobre imbécil –observó Seth-. Pregúntaselo a mi madre algún día. Te lo contará. Nunca ha...
No voy a asesinarle. Voy a... borrarle.
Su dedo apretó el botón.
-... hecho nada excepto...
Las palabras MI HIJO ES SETH ROGER HAGSTROM desaparecieron de la pantalla.
Fuera, también desaparecieron las palabras de Seth.
Ahora no se oía otra cosa que el frío viento de noviembre, soplando negros presagios de invierno. Richard apagó el ordenador y salió fuera. El camino de entrada estaba vacío. El guitarrista solista del grupo, Norman no-sé-qué, conducía una monstruosa y siniestra furgoneta, una vieja LTD en la que el grupo transportaba su equipo en sus escasas actuaciones. No estaba aparcada en el camino. Quizá estaba en alguna otra parte, resoplando por alguna carretera, o en el aparcamiento de alguna hamburguesería, y Norman también estaba en alguna parte, lo mismo que Davey, el bajista, cuyos ojos parecían vacíos y que llevaba un imperdible colgado del lóbulo de una oreja, lo mismo que el batería, que no tenía dientes delanteros. Estarían en alguna parte, pero no aquí, porque Seth no estaba, Seth nunca había estado aquí.
Seth había sido borrado.
-No tengo hijo –masculló Richard. ¿Cuántas veces había leído esa melodramática frase en novelas malas? ¿Cien? ¿Doscientas? Nunca le había sonado cierta. Pero ahora lo era. Ahora era verdad. Oh, sí.
El viento siguió soplando y Richard sintió de pronto un terrible espasmo en el estómago que le hizo doblarse, jadeando. El viento amainó.
Cuando el espasmo cedió, Richard caminó hacia la casa.
En lo primero que se fijó fue en que las viejas playeras de Seth –tenía cuatro pares y se negaba a deshacerse de ninguno- habían desaparecido del vestíbulo. Se acercó al pasamano de la escalera y pasó el pulgar por el mismo. A los diez años (bastante mayorcito para darse cuenta, pero aún así Lina se había opuesto a que Richard le pusiera la mano encima) Seth había grabado sus iniciales profundamente en la madera que Richard había pulido laboriosamente durante casi todo un verano. La había lijado y empastado y barnizado, pero el fantasma de aquellas iniciales persistió.
Ahora habían desaparecido.
Arriba, la habitación de Seth estaba limpia y ordenada, no caótica y carente de personalidad. Podría haber habido un letrero en la puerta, que dijera HABITACIÓN DE INVITADOS.
Abajo, y ahí fue donde Richard se entretuvo más, los cables habían desaparecido, los amplificadores y micrófonos habían desaparecido, las piezas de la grabadora que Seth iba siempre a <> habían desaparecido (carecía de la concentración y de las manitas de Jon). En cambio, la estancia rezumaba el profundo sello (no especialmente agradable) de la personalidad de Lina; muebles pesados, recargados, tapices de terciopelo de tema aburrido (uno de ellos representaba la última cena en que Cristo se parecía a Wayne Newton, otro mostraba unos ciervos a la puesta del sol en un cielo de Alaska), una alfombra de un color tan vivo como la sangre. Ya no quedaba la menor huella de que un muchacho llamado Seth Hagstrom hubiera ocupado esa habitación; o cualquiera de las otras de la vivienda.
Richard seguía aún al pie de la escalera, mirando alrededor, cuando oyó llegar un coche.
Lina, pensó y sintió una casi trepidante oleada de culpabilidad. Es Lina de regreso del Bingo, y ¿qué va a decir cuando vea que Seth ha desaparecido? ¿Qué...qué...?
¡Asesino!, se imaginó oírla gritar. ¡Has asesinado a mi niño!
Pero él no había asesinado a Seth.
-le BORRÉ- murmuró, y subió a la cocina a recibirla.
Lina estaba más gorda.
Había enviado al bingo a una mujer que pesaba unos noventa kilos. La mujer que regresaba pesaba por lo menos ciento cincuenta, o más; había tenido que ladearse un poco para entrar por la puerta trasera. Unas caderas y muslos elefantinos se ceñían dentro de unos pantalones de poliéster color aceituna. Su tez, cetrina tres horas antes, parecía ahora enfermiza y pálida. Aunque no era médico, Richard creyó descubrir en aquella piel los síntomas de una enfermedad de hígado o una incipiente dolencia cardiaca. Sus ojos de pesados párpados contemplaron a Richard con una curiosa fijeza despectiva.
Llevaba un pavo congelado, enorme, en una de sus regordetas manos.
-¿Qué estás mirando, Richard?- le preguntó.
A ti, Lina, te miro a ti, pensó. Porque así es como te has vuelto en un mundo en el que no hemos tenido hijos. Así es como te has vuelto en un mundo en el que no hay objeto para tu amor... por venenoso que pueda ser tu amor. Así es como apareces, Lina, en un mundo en el que todo entra y nada sale. Tú, Lina. Eso es lo que estoy mirando. A ti.
-Eso, Lina –consiguió decir por fin-, es uno de los pavos más grandes que he visto en mi vida.
-Bien, pues no te quedes ahí mirándolo, idiota. ¡Ayúdame!
Cogió el pavo y lo depositó sobre la encimera de la cocina notando su desagradable frío. Sonó como el de un bloque de madera.
-¡Allí no! –gritó ella y le indicó la despensa-. Mételo en el congelador.
-Lo siento –murmuró; nunca habían tenido un congelador. Nunca en el mundo donde había habido un Seth.
Llevó el pavo a la despensa, donde había un enorme congelador Amana brillando a la luz de los fluorescentes como un blanco y helado ataúd. Lo metió dentro junto con otros cuerpos conservados, de aves y demás animales, y volvió a la cocina. Lina había sacado el bote de las galletas de crema de cacahuete y se las estaba comiendo una tras otra.
-Era el bingo de Acción de Gracias –explicó-. Lo tuvimos esta semana en lugar de la próxima porque el padre Phillips tiene que ingresar en el hospital para que le extraigan una piedra de la vejiga. Yo gané el gordo... –sonrió. Un hilo de chocolate y crema de cacahuete le resbalaba por la barbilla.
-Lina, ¿has lamentado alguna vez que no tuviéramos hijos?
Ella lo miró como si se hubiera vuelto loco.
-Por el amor de Dios, ¿para qué iba yo a querer hijos en mi casa? –repuso. Apartó el bote de las galletas, reducido a la mitad, y volvió a guardarlo en el armario-. Me voy a la cama. ¿Vienes o vas a volver a suspirar un rato más sobre tu máquina de escribir?
-Iré un rato más, creo –contestó. Su voz sonó sorprendentemente firme-. No tardaré.
-¿Funciona ese aparato?
-¿Qué...? –De pronto la entendió y sintió otra punzada de culpa. La desaparición de Seth no había afectado para nada la existencia de Roger, y el conocimiento de la familia de Roger había persistido-. Oh, no. Está estropeado.
Asintió con la cabeza, satisfecha:
-Ese sobrino tuyo, siempre con la cabeza en las nubes. Igual que tú, Richard. Si no fueras tan corto, me pregunto si la metiste donde no tenías que haberla metido, hace quince años. –Lanzó una risotada vulgar, sorprendentemente fuerte, la risotada de una mujer cínica y repulsiva...
Por un momento, él estuvo en un tris de abalanzarse sobre ella. Luego, sintió que una sonrisa asomaba a sus labios, una sonrisa tan delgada y fría como el congelador que había reemplazado a Seth en esta nueva vida.
-No tardaré –le dijo-. Sólo quiero anotar unas cosas.
-¿Por qué no escribes un cuento que gane el premio Nobel, o algo así? –se burló con indiferencia. Las tablas del suelo crujieron cuando inició su pesado camino hacia la escalera-. Todavía debemos la factura del óptico por mis gafas de leer y llevamos un pago de retraso del Betamax. ¿Por qué no ganas más dinero de una jodida vez?
-Pues no lo sé, Lina. Pero tengo grandes ideas esta noche. De verdad.
Se volvió a mirarle, como si fuera a decirle algo sarcástico –algo sobre que ninguna de sus grandes ideas les había sacado de apuros pero que, en todo caso, se había quedado con él, pero desistió. Quizá algo en su sonrisa la había frenado. Subió por las escaleras. Él permaneció abajo, escuchando su paso atronador. Tenía la frente perlada de sudor. Se sentía a la vez mareado y excitado.
Dio media vuelta y se dirigió hacia su despacho.
Esta vez cuando conectó el aparato, el ordenador ni zumbó ni rugió, sino que empezó a hacer un ruido irregular, una especie de quejido. El olor caliente del transformador salió casi al momento de detrás de la pantalla, y tan pronto como pulsó la tecla EXECUTE para borrar el ¡FELIZ CUMPLEAÑOS, TIO RICHARD!, empezó a salir humo.
Queda poco tiempo, pensó. No... no es así. No queda tiempo. Jon lo sabía, y ahora yo también lo sé.
Tenía dos alternativas: traer a Seth de vuelta con el botón INSERT (sabía que podría hacerlo; sería tan fácil como crear los doblones españoles) o terminar el trabajo.
El olor se hacía más potente. Dentro de un instante, la pantalla empezaría a mandar su mensaje de SOBRECARGA.
Escribió:
MI MUJER ES ADELINA MABEL WARREN HAGSTROM.
Pulsó la tecla DELETE.
Escribió:
SOY UN HOMBRE QUE VIVE SOLO.
Ahora la palabra empezó a aparecer en la esquina superior, a la derecha de la pantalla: SOBRECARGA, SOBRECARGA, SOBRECARGA.
Por favor, déjame terminar. Por favor, por favor...
El humo que salía ahora de las rendijas y ranuras de la pantalla era más denso y gris. Miró al ruidoso hardware y vio que también salía humo de su rejilla... y al fondo de aquel humo pudo ver una opaca chispita de fuego.
Ocho Bolas Mágicas, ¿tendré salud, seré rico y sabio? ¿O viviré solo y quizá me matará la soledad y la pena? ¿Queda tiempo aún?
AHORA NO LO SE, PRUEBA MÁS TARDE.
Excepto que no quedaba más tarde.
Pulsó la tecla INSERT y la pantalla oscurecióse, excepto por el insistente mensaje de SOBRECARGA, que parpadeaba ahora a toda velocidad aunque irregular.
Escribió:
EXCEPTO POR MI ESPOSA BELINDA Y MI HIJO JONATHAN.
Por favor. Por favor.
Pulsó EXECUTE.
La pantalla se vació. Durante lo que parecieron siglos permaneció así, excepto por la palabra SOBRECARGA, que ahora aparecía con tal rapidez que parecía mantenerse constantemente allí, como una computadora ejecutando una implacable orden de mando. Algo dentro del hardware saltó y chisporroteó, y Richard soltó un gemido.
Las letras verdes reaparecieron en la pantalla, flotando sobre el negro:
SOY UN HOMBRE QUE VIVE SOLO, EXCEPTO POR MI MUJER BELINDA Y MI HIJO JONATHAN.
Pulsó dos veces EXECUTE.
Ahora, se dijo, ahora escribiré: TODAS LAS PIEZAS DE ESTE ORDENADOR ESTABAN PERFECTAMENTE ENSAMBLADAS ANTES DE QUE EL SEÑOR NORDHOFF ME LO TRAJERA. O escribiré: TENGO IDEAS PARA POR LO MENOS VEINTE NOVELS SENSACIONALES. O escribiré: MI FAMILIA Y YO VIVIREMOS FELICES PARA SIEMPRE JAMÁS. O escribiré...
Pero no escribió nada. Sus dedos revolotearon estúpidamente por encima del teclado mientras sentía –literalmente sentía- que todos los circuitos de su cerebro se quedaban bloqueados como los coches en el peor atasco de tráfico de la historia de Manhatan.
La pantalla se llenó de pronto con la palabra:
ACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACABADO
ACABADO.
Hubo otro chasquido y luego una explosión en el hardware. Salieron unas breves llamaradas del aparato. Richard se echó atrás en su sillón, cubriéndose la cara por si explotaba la pantalla. No explotó. Solamente se apagó.
Permaneció sentado, contemplando la oscuridad de la pantalla.
NO PUEDO DECIRLO. VUELVA A PREGUNTAR DESPUÉS.
-¿Papá?
Se volvió rápidamente, con el corazón desbocado.
Jon estaba ahí, Jon Hagstrom; su rostro era el mismo pero algo distinto... la diferencia era sutil pero visible. Quizá, pensó Richard, la diferencia estribaba en la diferencia de la paternidad entre los dos hermanos. O quizá era simplemente que aquella expresión inquieta, vigilante, había desaparecido de sus ojos ligeramente aumentados por las gafas (de montura metálica, ahora, observó, y no la fea montura de concha artificial que Roger había comprado siempre al muchacho porque costaba quince dólares menos).
Quizá era algo todavía más sencillo: el aspecto de predestinación había desaparecido de sus ojos.
-¿Jon? –dijo con voz ronca, preguntándose si en realidad había querido decir algo más que eso.
¿Era así? Parecía ridículo, pero se figuraba que sí.
Suponía que la gente siempre quería más-. Jon, ¿eres tú, verdad?
-¿Quién iba a ser sino? –Señaló con la cabeza al ordenador-. No te lastimaste cuando este cacharro se fue al cielo de los datos, ¿verdad?
Richard sonrió:
-No; estoy perfectamente.
-Lamento que no funcionara. No sé qué me hizo montarlo con todas esas piezas inútiles.
-Movió la cabeza-. Por Dios que no lo sé. Es como si hubiera tenido que hacerlo. Cosas de niño.
-Bueno –dijo Richard, acercándose a su hijo y pasándole un brazo por los hombros-, quizá te saldrá mejor la próxima vez.
-Tal vez. O a lo mejor pruebo con otra cosa.
-Puede que sea mejor.
-Mamá dice que tiene cacao para ti, si te apetece.
-Ya lo creo. –Y ambos salieron juntos del despacho a una casa donde no había ningún pavo congelado procedente de un premio ganado en el bingo-. Una taza de cacao me vendrá más que bien ahora.
-Recuperaré cualquier cosa recuperable que haya en aquel cacharro, mañana, y lo demás lo echaré al vertedero –anunció Jon.
-Bórralo de nuestras vidas...
Y entraron en la casa y al aroma de cacao caliente, riendo juntos.

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