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lunes, 12 de julio de 2010

UN ASESINATO -- ANTON CHEJOV         

UN ASESINATO

ANTON CHEJOV

Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene y le canturrea:

«Duerme niño bonito, que viene el coco»…

Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.

La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.

El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.

Varka tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y, por más que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y se siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler.

«Duerme niño bonito…», balbucea.

Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosa. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.

La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido nacen vagos ensueños.

La muchacha ve en ellos correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como niños de teta. Pero el viento no tarda en barrerlas, y Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con talegos a la espalda y sombras. A uno y otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto, las sombras y los caminantes de los talegos se tienden en el lodo.

-¿Para qué hacéis eso? -les pregunta Varka.

-¡Para dormir! -contestan-. Queremos dormir.

Y se duermen como lirones.

Cuervos y urracas, posados en los alambres del telégrafo, ponen gran empeño en despertarlos.

«Duerme niño bonito…», canturrea entre sueños Varka.

Momentos después sueña hallarse en casa de su padre. La casa es angosta y obscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no le ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto -atacado de no se sabe qué dolencia-, que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.

-Bu-bu-bu-bu...

La madre de Varka corre a la casa señorial a decir que su marido está muriéndose. Pero ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía haber vuelto ya.

Varka sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre, acostada en la estufa.

Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la obscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.

-¡Encended luz! -dice.

-¡Bu-bu-bu! -responde Efim, rechinando los dientes.

La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando cerillas. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.

-¡Espere un instante, señor doctor! -dice la madre.

Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.

Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.

-¿Qué es eso, muchacho? -le pregunta el médico, inclinándose sobre él-. ¿Hace mucho que estás enfermo?

¡Me ha llegado la hora, excelencia! -contesta, con mucho trabajo, Efim-. No me hago ilusiones...

-¡Vamos, no digas tonterías! Verás cómo te curas...

-Gracias, excelencia; pero bien sé yo que no hay remedio... Cuando la muerte dice aquí estoy, es inútil luchar contra ella...

El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:

-Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarle al hospital para que le operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el doctor y te recibirá. ¡Pero en seguida, en seguida!

-Señor doctor, ¿y cómo va a ir? -dice la madre-. No tenemos caballo.

-No importa; les hablaré a los señores y os dejarán uno.

El médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.

-Bu-bu-bu-bu...

Media hora después se detiene un coche ante la casa; lo envían los señores para llevar a Efim al hospital. A los pocos momentos el coche se aleja, conduciendo al enfermo.

Pasa, al cabo, la noche y sale el Sol. La mañana es hermosa, clara. Varka se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver cómo sigue el marido.

Se oye llorar a un niño. Se oye también una canción:

«Duerme niño bonito…»

A Varka le parece su propia voz la voz que canta.

Su madre no tarda en volver. Se persigna y dice:

-¡Acaban de operarle, pero ha muerto! ¡Santa gloria haya!... El doctor dice que se le ha operado demasiado tarde; que debía habérsele operado hace mucho tiempo.

Varka sale de la casa y se dirige al bosque. Pero siente de pronto un tremendo manotazo en la nuca. Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:

-¡Mala pécora! ¡El nene llorando y tú durmiendo!

Le da un tirón de orejas; ella sacude la cabeza, como para ahuyentar el sueño irresistible y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz ahogada.

El círculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto letal sobre Varka, que, cuando su amo se va, torna a dormirse. Y empieza otra vez a soñar.

De nuevo ve el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con talegos, yace dormida en tierra. Vorka quiere acostarse también; pero su madre, que camina a su lado, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.

-¡Una limosnita, por el amor de Dios! -implora la madre a los caminantes-. ¡Compadeceos de nosotros, buenos cristianos!

-¡Dame el niño! -grita de pronto una voz que le es muy conocida a Varka-. ¡Otra vez dormida, mala pécora!

Varka se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad: no hay camino, ni caminantes, ni su madre está junto a ella; sólo ve a su ama, que ha venido a darle teta al niño.

Mientras el niño mama, Varka, de pie, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los cristales; el círculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche le cede su puesto a la mañana.

-¡Toma al niño! -ordena a los pocos minutos el ama, abotonándose la camisa-. Siempre está llorando. ¡No sé qué le pasa!

Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerle. El círculo verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante, no ejercen ya influjo sobre su cerebro. Pero, sin embargo, tiene sueño; su necesidad de dormir es imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna, y balancea el cuerpo al par que el mueble, para despabilarse; pero los ojos se le cierran y siente en la frente un peso plúmbeo.

-¡Varka, enciende la estufa! -grita el ama, al otro lado de la puerta.

Es de día. Hay que comenzar el trabajo.

Varka deja la cuna y corre por leña a la porchada. Se anima un poco; es más fácil resistir el sueño andando que sentado.

Lleva leña y enciende la estufa. La niebla que envolvía su cerebro se va disipando.

-¡Varka, prepara el samovar! -grita el ama.

Varka empieza a encender astillas, mas su ama la interrumpe con una nueva orden:

-¡Varka, límpiale los chanclos al amo!

Varka, mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que sería delicioso meter la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka suelta el cepillo y empieza a dormirse; pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza y abre los ojos cuanto puede, en evitación de que los chismes que hay a su alrededor sigan moviéndose y creciendo.

-¡Varka, ve a lavar la escalera! -ordena el ama, a voces-. ¡Está tan cochina, que cuando sube un parroquiano me avergüenzo!

Varka lava la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va varias veces a la tienda. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.

Lo que más trabajo le cuesta es estar de pie, inmóvil, ante la mesa de la cocina, mondando patatas. Su cabeza se inclina, sin que ella lo pueda evitar, hacia la mesa; las patatas toman formas fantásticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño: está allí el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir...

Transcurre así el día. Llega la noche.

Varka, mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que se siente como de madera, y sonríe de un modo estúpido, completamente inmotivado. Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.

Hay aquella noche una visita.

-¡Varka, enciende el samovar! -grita el ama.

El samovar es muy pequeño, y para que todos puedan tomar té hay que encenderlo cinco veces.

Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los visitantes.

-¡Varka, ve por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia un arenque!

Por fin la visita se va. Se apagan las luces. Se acuestan los amos.

-¡Varka, abraza al niño! -es la última orden que oye.

Canta el grillo en la estufa. El círculo verde del techo y las sombras vuelven a agitarse arte los ojos medio cerrados de Varka y a envolverle el cerebro en una niebla.

«Duerme niño bonito…»,

canturrea la pobre muchacha con voz soñolienta.

El niño grita como un condenado. Está a dos dedos de encanarse.

Varka, medio dormida, sueña con el ancho camino enlodado, con los caminantes del talego, con su madre, con su padre moribundo. No puedo darse cuenta de lo que pasa en torno suyo. Sólo sabe que algo la paraliza, pesa sobre ella, la impide vivir. Abre los ojos, tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es ésa, y no saca nada en limpio. Sin alientos ya, mira el círculo verde, las sombras... En este momento oye gritar al niño y se dice: «Ese es el enemigo que me impide vivir.»

El enemigo es el niño.

Varka se echa a reír. ¿Cómo no se le ha ocurrido hasta ahora una idea tan sencilla?

Completamente absorbida por tal idea se levanta, y, sonriendo, da algunos pasos por la estancia. La llena de alegría el pensar que va a librarse al punto del niño enemigo. Le matará y podrá dormir lo que quiera.

Riéndose, guiñando los ojos con malicia, se acerca con tácitos pasos a la cuna y se inclina sobre el niño.

Le atenaza con entrambas manos el cuello. El niño se pone azul, y a los pocos instantes muere.

Varka entonces, alegre, dichosa, se tiende en el suelo y se queda al punto dormida con un sueño profundo.


ASESINATO EN BARDSLEY MEWS




ASESINATO EN BARDSLEY MEWS


Agatha Christie
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CAPÍTULO I

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—Una limosnita, señor...
Un chiquillo de cara tiznada sonrió al primer inspector Japp para ganarse su voluntad.
—¡Ni soñarlo! —exclamó el policía—. Y además escucha bien, muchacho...
Y le dirigió un breve sermón. El asustado golfillo, emprendiendo la retirada, dijo a sus jóvenes amigos:
—¡Cáscaras, pues no es un «poli» camuflado!
Y la pandilla puso pies en polvorosa, cantando:

Recuerden, recuerden
el cinco de noviembre.
Pólvora, traición e intriga.
No veo razón para que esa traición
deba ser nunca olvidada.

El compañero del primer inspector, un hombrecillo menudo, de cierta edad, cabeza de huevo y grandes bigotes que le daban un aire marcial, sonreía para sí.
—Tres bien, Japp —comentó—. ¡Ha sido un buen servicio! ¡Le felicito!
—¡El día de Guy Fawkes es un buen pretexto para mendigar! —dijo Japp.
—Una tradición interesante —repuso Hércules Poirot—. Se siguen lanzando fuegos artificiales... bum... bum... bum... mucho después de que han olvidado al personaje que conmemoran y su doctrina.
El hombre de Scotland Yard estuvo de acuerdo.
—Supongo que la mayoría de esos muchachos ignoran quién fue en realidad Guy Fawkes.
—Y sin duda alguna, dentro de poco habrá confusión de ideas. ¿Es en su honor o todo lo contrario el disparo de feu d'artifice del cinco de noviembre? ¿Fue un pecado o una noble gesta el echar abajo el Parlamento inglés?
Japp rió.
—Ciertamente que muchas personas dirían que lo primero.
Dejando la calle principal, los dos hombres se adentraron en la relativa tranquilidad de los Jardines de Bardsley Mews. Habían cenado juntos y ahora se dirigían al piso de Hércules Poirot.
Mientras caminaban oían de vez en cuando las detonaciones de los cohetes que seguían estallando, y periódicamente una lluvia de oro iluminaba el cielo.
—Buena noche para cometer un crimen —observó Japp con interés profesional—. Por ejemplo, en una noche como ésta nadie oiría un disparo.
—Siempre me ha extrañado que los criminales no aprovecharan más esta ventaja —repuso Hércules Poirot.
—¿Sabe una cosa, Poirot? Algunas veces desearía que usted cometiese un crimen.
—Mon cher!
—Sí. Me gustaría ver cómo lo hacía.
—Mi querido Japp: si yo cometiera un crimen, usted no tendría ni la más remota oportunidad de verlo... ni siquiera de saber que lo había cometido.
Japp rió de buen grado y con afecto.
—Es usted endiabladamente orgulloso, ¿no le parece? —añadió en tono indulgente.

A las diez y media de la mañana siguiente sonó el teléfono de Hércules Poirot.
—¿Diga? ¿Diga?
—Hola, ¿es usted Poirot?
—Oui, c'est moi.
—Le habla Japp. ¿Recuerda que ayer noche volvimos a casa por los jardines de Bardsley Mews?
—Sí.
—¿Y que hablamos de lo sencillo que resultaría disparar matando a una persona en medio del estruendo de los cohetes y petardos?
—Desde luego.
—Bien, hubo un suicidio en esa zona. En la casa número catorce. Se trata de una joven viuda... una tal señora Alien. Ahora voy para allí. ¿Le gustaría acompañarme?
—Perdóneme, pero ¿es corriente enviar a una persona de su categoría por un caso de suicidio, mi querido amigo?
—Es usted muy sagaz. No... no es corriente. A decir verdad, el médico opina que hay algo raro en todo esto. ¿Quiere acompañarme? Tengo el presentimiento de que usted habrá de intervenir.
—Desde luego que iré. ¿Dijo usted que en el número catorce?
—Exactamente.

Poirot llegó al número catorce de los Jardines Bardsley Mews casi al mismo tiempo que el automóvil que conducía a Japp y otros tres hombres.
Era evidente que el número catorce acaparaba la atención general, y lo rodeaba un enorme círculo de personas... chóferes, sus esposas, mandaderos, desocupados, señores bien vestidos e innumerables chiquillos, todos con la boca abierta y mirada de asombro.
Un policía de uniforme estaba en la entrada para contener a los curiosos. Jóvenes de aire avispado deambulaban atareadísimos con sus cámaras fotográficas y se abalanzaron sobre Japp al verle descender del coche.
—Ahora no puedo decirles nada —cortó Japp apartándolos para dirigirse a Poirot—. ¿De modo que ya está usted aquí? Entremos.
Penetraron rápidamente en el interior de la casa, y la puerta cerróse tras ellos, dejándoles ante una escalera parecida a la de los barcos.
Un hombre asomó la cabeza desde arriba, y reconociendo a Japp dijo:
—Es aquí arriba, inspector.
Japp y Poirot subieron la escalerilla.
El hombre que les había hablado abrió una puerta a la izquierda y les hizo pasar a un pequeño dormitorio.
—Pensé que le agradaría conocer los datos más importantes, inspector.
—Cierto, Jameson —replicó Japp—. ¿Cuáles son?
El inspector Jameson tomó la palabra.
—La difunta es la señora Alien, inspector. Vivía aquí con una amiga... la señorita Plenderleith. Miss Plenderleith estaba en el campo y regresó esta mañana. Abrió ella misma con su llave y sorprendióse al no encontrar a nadie. Por lo general viene a las nueve una mujer para hacer la limpieza. Subió primero a su habitación, que es ésta, y luego fue a la de su amiga, que está al otro lado del descansillo. La puerta estaba cerrada por dentro. Estuvo llamando y golpeándola sin obtener respuesta. Al fin, alarmada, telefoneó a la policía. Eso fue a las diez cuarenta y cinco. Vinimos en seguida y forzamos la puerta. La señora Alien estaba tendida en el suelo con un balazo en la cabeza. En la mano tenía una automática... una «Webley», calibre veinticinco, y... aparentemente se trata de un caso claro de suicidio.
—¿Dónde está ahora la señorita Plenderleith?
—Abajo, en la sala, inspector. Es una joven fría y eficiente, con mucha cabeza.
—Luego hablaré con ella. Ahora será mejor que vea a Brett.
Acompañado de Poirot, atravesó el descansillo para dirigirse a la otra habitación, donde les recibió un hombre alto y de cierta edad.
—Hola, Japp, celebro verle por aquí. Este caso es muy curioso.
Japp se aproximó a él, mientras Hércules Poirot echaba un rápido vistazo a su alrededor.
Se trataba de una habitación mucho más grande que la que acababan de abandonar. Tenía un mirador y en tanto que la otra era puramente dormitorio, aquella estancia parecía más bien una especie de saloncito.
Las paredes eran de un tono plateado y el techo verde también plata y verde. Había un diván tapizado de seda verde con profusión de cojines dorados y plateados. Un canterano antiguo de nogal, una cómoda de la misma madera y varias sillas modernas cromadas. Sobre una mesita baja, de cristal, veíase un gran cenicero repleto de colillas.
Poirot, con delicadeza, olfateó el aire. Luego fue a reunirse con Japp, que estaba contemplando el cadáver.
Tendido sobre el suelo, como si hubiera resbalado de una de las sillas cromadas, estaba el cadáver de una mujer joven, tal vez de unos veintisiete años. Era rubia y de facciones delicadas e iba apenas maquillada. En el lado izquierdo de su rostro había una masa de sangre coagulada. Los dedos de su mano derecha estaban crispados sobre una pequeña pistola, y vestía un sencillo vestido verde cerrado hasta el cuello.
—Bueno, Brett, ¿cuál es su opinión? —Japp miraba el cadáver.
—La posición es correcta —indicó el médico—. Si se mató ella misma es probable que cayera en esta posición. La puerta estaba cerrada por dentro, así como la ventana.
—¿Dice usted que es correcta? Entonces, ¿qué es, pues, lo curioso?
—Eche usted una mirada a la pistola. No la he tocado... espero que vengan a tomar las huellas, pero podrá ver fácilmente lo que quiero decir.
Poirot y Japp se arrodillaron para examinar el arma de cerca.
—Ya comprendo a qué se refiere —dijo Japp levantándose—. Está en la curva de su mano. Parece que la sostiene... pero en realidad no es así. ¿Algo más?
—Sí. Tiene la pistola en la mano derecha. Ahora fíjese en la herida. El arma fue colocada junto a la cabeza, precisamente encima de su oreja izquierda... la Izquierda. ¿Se fija?
—¡Hum! —repuso Japp—. Es cierto. ¿No es posible que disparara su pistola en esa misma posición con la mano derecha?
—Yo diría que es completamente imposible. Se puede colocar el brazo en esa posición, pero dudo de que se consiguiera disparar.
—Entonces resulta bastante evidente. Alguien la mató y luego trató de hacer que pareciera un suicidio. Aunque, ¿cómo se explica que la puerta y la ventana estuviesen cerradas?
El inspector Jameson fue quien contestó a su pregunta.
—La ventana estaba cerrada por dentro, inspector, pero aunque la puerta lo estaba también, no hemos conseguido encontrar la llave.
Japp hizo un gesto de asentimiento.
—Sí. Eso fue un gran fallo. Quienquiera que haya sido, cerró la puerta al marcharse con la esperanza de que no se notase la falta de la llave.
—C'est béte, ca!
—Oh, vamos, Poirot, no debe juzgar a los demás con la luz de su brillante intelecto. A decir verdad, es un detalle que pudo muy bien pasar inadvertido. La puerta está cerrada. Se abre por la fuerza... encuentra a una mujer muerta... con la pistola en la mano... un caso claro de suicidio...: se encerró para matarse. No tiene por qué buscar la llave. Fue una suerte que la señorita Plenderleith avisara a la policía. Pudo hacer que un par de chóferes abrieran la puerta... y entonces la cuestión de la llave hubiera pasado por alto.
—Sí, creo que tiene razón —repuso Hércules Poirot—. Hubiera sido la reacción natural de muchísimas personas. La policía siempre es el último recurso, ¿no es cierto?
Sus ojos no se apartaron del cadáver.
—¿Hay algo que le llame la atención? —le preguntó Japp en tono intrascendente, aunque sus ojos expresaban interés.
Hércules Poirot meneó lentamente la cabeza.
—Miraba su reloj de pulsera.
E inclinándole lo tocó apenas con la punta de un dedo. Era una joya muy bonita, sujeta por una cinta negra de moaré a la muñeca de la mano que sostenía la pistola.
—Es muy lindo —observó Japp—. ¡Debió costar mucho dinero! —Miró interrogadoramente a Poirot—. ¿Le sugiere alguna cosa?
—Es posible... sí.
Poirot dirigióse al canterano. Lo abrió, bajando la tapa delantera. El interior estaba dispuesto de modo que hiciera juego con el resto de la habitación.
En el centro había un enorme tintero de plata, y ante él un bonito secante de laca verde. A la izquierda de éste veíase una bandejita de cristal verde conteniendo un portaplumas de plata... una barra de lacre verde, un lápiz y dos sellos. A la derecha del secante, un calendario movible que indicaba el día de la semana, el mes y la fecha. Había también un cacharrillo de cristal por el que asomaba una elegante pluma de ave color verde, que al parecer interesó a Poirot. La sacó para observarla, pero no estaba manchada de tinta, lo cual era prueba de que sólo constituía un elemento decorativo... nada más. El portaplumas de plata sí que parecía haber sido utilizado. La mirada de Poirot se posó en el calendario.
—Martes, cinco de noviembre —dijo Japp—. Es la fecha de ayer, y por lo tanto la que corresponde.
Se volvió hacia Brett.
—¿Cuánto tiempo lleva muerta?
—La mataron a las once y treinta y tres minutos de la noche de ayer —replicó el doctor sin vacilar. Al ver la cara de asombro de Japp sonrió—. Lo siento, amigo mío. He querido hacer como los médicos de las novelas. A decir verdad, lo más que puedo precisar son las once... con un margen de una hora antes y otra después.
—Oh, pensé que se le habría parado el reloj de pulsera... o algo así.
—Desde luego, está parado, pero a las cuatro y cuarto.
—Y supongo que no pudo ser asesinada a esa hora...
—Puede tener plena seguridad.
Poirot dio la vuelta al secante.
—Buena idea —dijo Japp—; pero no ha habido suerte.
El secante mostraba una blancura impoluta. Poirot fue revisando las hojas de recambio, pero estaban todas sin estrenar.
Entonces dedicó su atención al cesto de los papeles.
Contenía dos o tres cartas hechas pedazos y varias circulares. Sólo estaban partidas por la mitad y era fácil reconstruirlas. Una petición de un donativo para una sociedad de ayuda a los ex combatientes; una invitación para un refresco que debía celebrarse el tres de noviembre, y una nota de una modista. Las circulares eran un anuncio de una tienda de pieles y un catálogo de unos almacenes.
—Nada —dijo Japp.
—No, es extraño... —comentó Poirot.
—¿Se refiere a que suele dejarse una carta cuando se trata de un suicidio?
—Exacto.
—¡Una prueba más de que no fue suicidio!
Se dirigió a la puerta.
—Ahora dejemos que mis hombres se pongan a trabajar. Será mejor que baje a hablar con la señorita Plenderleith. ¿Me acompaña, Poirot?
El aludido parecía continuar enfrascado en la contemplación del escritorio y su contenido.
Al salir de la habitación sus ojos se volvieron una vez más para mirar la flamante pluma de ave de color verde.

CAPÍTULO II

-
AL pie del estrecho tramo de escalones se abría la puerta que daba acceso a un amplio saloncito... y en aquella estancia, cuyas paredes estaban recubiertas de una pintura rugosa de gran efecto, y de las que pendían grabados al aguafuerte y en madera, hallábanse sentadas dos personas.
Una, muy cerca de la chimenea y con las manos extendidas hacia el fuego, era una mujer morena, de aspecto inteligente, de unos veintisiete o veintiocho años. La otra, de más edad y de amplias proporciones, llevaba una bolsa de cordel y manoteaba y charlaba cuando los dos hombres entraron en la habitación.
—...y como ya le dije, señorita, el corazón me ha dado un vuelco tan grande que casi me caigo redonda al suelo. Y pensar que precisamente esta mañana...
—Está bien, señora Pierce. Creo que esos caballeros son inspectores de policía.
—¿La señorita Plenderleith? —preguntó Japp, adelantándose.
La joven asintió.
—Ese es mi nombre. Ésta es la señora Pierce, que viene cada día a hacer la limpieza.
Y la señora Pierce volvió a tomar la palabra.
—Y cómo le estaba diciendo a la señorita Plenderleith... pensar que esta mañana, precisamente esta mañana, mi hermana Luisa Maud ha tenido un ataque y yo era la única que podía atenderla... y como digo, la sangre tira y pensé que no le importaría a la señora Alien, aunque no me agradaría faltar a mis señoras...
Japp la interrumpió con cierta astucia.
—Desde luego, señora Pierce. ¿Quiere acompañar al inspector Jameson a la cocina y hacerle un breve resumen de lo ocurrido?
Una vez se hubo librado de la señora Pierce, que salió con Jameson charlando por los codos, Japp dedicó su atención a la joven.
—Soy el primer inspector Japp, señorita Plenderleith; le agradecería me dijera todo lo que sea posible acerca de este asunto.
—Desde luego. ¿Por dónde empiezo?
Su serenidad era admirable. No daba la menor muestra de pesar o sobresalto, como no fuera una ligera rapidez en sus ademanes.
—Usted llegó esta mañana. ¿A qué hora?
—Creo que poco después de las diez y media. La señora Pierce, esa vieja bruja, no estaba aún aquí...
—¿Suele ocurrir a menudo?
Jane Plenderleith se encogió de hombros.
—Una o dos veces por semana aparece a las doce... o a ninguna hora. Debiera estar aquí a las nueve. Como le digo, un par de veces por semana o «viene cuando le parece», o alguien de su familia se pone enfermo. Todas esas mujeres son iguales... fallan de vez en cuando, y ésta es de las peores.
—¿Hace mucho que la tienen?
—Sólo un mes. La última que tuvimos se llevaba todo lo que podía.
—Por favor, continúe, señorita Plenderleith.
—Pagué al taxista, entré mi maleta y busqué a la señora Pierce. En vista de que no estaba, subí a mi habitación. Me arreglé un poco y fui al dormitorio de Bárbara... la señora Alien... encontrando la puerta cerrada. Estuve llamando y golpeando sin obtener respuesta. Entonces bajé a telefonear al puesto de policía.
—Pardon! —Poirot intervino con una pregunta rápida—. ¿No se le ocurrió tratar de echar abajo la puerta... con la ayuda de algún chófer, pongo por ejemplo?
Sus ojos se volvieron hacia él... eran fríos y de un color verde gris. Pareció contemplarle inquisitivamente.
—No, no se me ocurrió. Si ocurría algo anormal me pareció que lo mejor era llamar a la policía.
—Entonces ¿usted pensó... pardon, mademoiselle... que ocurría algo anormal?
—Naturalmente.
—¿Porque sus llamadas no obtuvieron respuesta? Su amiga pudo haber tomado una pastilla para dormir o algo por el estilo...
—Ella no tomaba drogas para dormir.
La respuesta fue tajante.
—O pudo marcharse y cerrar la puerta con llave.
—¿Por qué había de cerrarla? En todo caso me hubiera dejado una nota.
—¿Y no... se la dejó? ¿Está bien segura?
—Claro que lo estoy. La hubiera visto en seguida.
Su tono se iba haciendo más cortante.
—¿No trató de mirar por el ojo de la cerradura, señorita Plenderleith? —le preguntó Japp.
—No —repuso pensativa—. No me pasó siquiera por la imaginación. Pero no hubiera visto nada, ¿no le parece? La llave debía estar puesta.
Su mirada inocente e interrogadora sostuvo la de Japp. Poirot sonrió para sí.
—Hizo usted muy bien, desde luego, señorita Plenderleith —dijo Japp—. Supongo que no tendría usted motivos para creer que su amiga estaba dispuesta a suicidarse.
—Oh, no.
—¿No le pareció angustiada... o decepcionada en algún sentido?
Hubo un silencio antes de que la joven respondiera escuetamente:
—No.
—¿Sabía usted que tenía una pistola?
—Sí; la trajo de la India, y la guardaba en un cajón de su dormitorio.
—¡Hum!... ¿Tenía licencia de armas?
—Lo supongo, pero no estoy segura.
—Señorita Plenderleith, ¿quiere decirme todo lo que pueda acerca de la señora Alien...? Cuánto tiempo hace que la conocía..., dónde viven sus familiares..., en fin..., todo.
Jane Plenderleith asintió.
—Conocí a Bárbara hará unos cinco años... en su primer viaje al extranjero. En Egipto, para ser exacta. Regresaba a su casa desde la India. Yo había estado en el colegio inglés de Atenas durante algún tiempo y pasaba unas semanas en Egipto antes de volver a casa. Hicimos juntas el crucero del Nilo, y simpatizamos, convirtiéndonos en grandes amigas. Hacía tiempo que yo buscaba alguien con quien compartir un piso o una casa pequeña. Bárbara estaba sola en el mundo; y pensamos que nos llevaríamos bien.
—¿Y se llevaban bien? —preguntó Poirot.
—Estupendamente. Cada una tenía sus amistades... Bárbara era más sociable... mis amigos eran más bien artistas. Probablemente era mejor así.
Poirot asintió en tanto que Japp preguntaba:
—¿Qué sabe usted de la familia de la señora Alien y de su vida antes de conocerla a usted?
Jane Plenderleith encogióse de hombros.
—No mucho, la verdad. Creo que su nombre de soltera era Armitage.
—¿Y su marido?
—Creo que bebía. Me imagino que falleció al año o dos de matrimonio. Tuvieron una niña que murió a los tres años. Bárbara no hablaba mucho de su marido. Tengo entendido que se casó con él en la India cuando tenía diecisiete años. Se fueron a Borneo o a uno de esos lugares olvidados de Dios donde se envía a los inútiles... pero como era un tema doloroso nunca le hablaba de ello.
—¿Sabe si la señora Alien tenía dificultades económicas?
—No, estoy segura de que no.
—¿No tenía deudas... o algo por el estilo?
—¡Oh, no! Estoy segura de que no estaba en ningún apuro.
—Ahora debo hacerle otra pregunta... y espero que no se moleste por ella, señorita Plenderleith. ¿La señora Alien tenía algún enemigo o amigos íntimos?
Jane Plenderleith repuso fríamente:
—Pues... estaba prometida para casarse, si es que con esto respondo a su pregunta.
—¿Cómo se llama su prometido?
—Carlos Laverton-West. Es miembro del Parlamento en cierto lugar de Hampshire.
—¿Le conocía desde mucho tiempo atrás?
—Poco más de un año.
—Y... ¿cuánto tiempo llevaban prometidos?
—Pues... dos... no, cerca de tres meses.
—¿Y que sepa usted, no tuvieron ninguna disputa?
La señorita Plenderleith meneó la cabeza.
—No. Me hubiera sorprendido mucho. Bárbara no solía enfadarse.
—¿Cuándo vio por última vez a la señora Alien?
—El viernes pasado, poco antes de marcharme para el fin de semana.
—¿La señora Alien pensaba permanecer en la ciudad?
—Sí. Creo que el domingo iba a salir con su prometido.
—¿Y usted, dónde pasó el fin de semana?
—En Laidells Hall, Laidells. Essex.
—¿Quiere darme el nombre de las personas con quienes estuvo?
—El señor y la señora Bentinck.
—¿Y se marchó de su casa esta mañana?
—Sí.
—Debió salir muy temprano.
—El señor Bentinck me trajo en su coche. Sale muy pronto porque tiene que estar en la ciudad a las diez.
—Ya.
Japp asintió. Todas las respuestas de la señorita Plenderleith eran firmes y convincentes.
Poirot intervino preguntando:
—¿Qué opinión es la de usted, respecto al señor Laverton-West?
La joven encogióse de hombros.
—¿Importa eso?
—No; tal vez no importe; pero me gustaría conocer su opinión.
—Me es completamente indiferente. Es joven... no tendrá más de treinta y uno o treinta y dos años... ambicioso... un buen orador... y tiene intención de abrirse camino en la vida.
—Todo esto ¿debo colocarlo en el lado del Debe... o en el del Haber?
—Pues... —la señorita Plenderleith reflexionó unos instantes—. En mi opinión es vulgar... sus ideas no son particularmente originales... y es bastante engreído.
—Esos son defectos graves, mademoiselle —dijo Poirot.
—¿Usted cree eso? —su tono era un tanto irónico—. Tal vez lo sean para usted.
Poirot no dejaba de observarla, y al verla desconcertada aprovechó la ventaja.
—Pero, para la señora Alien... no, ella ni siquiera los habría notado.
—Tiene muchísima razón. A Bárbara le parecía maravilloso.
Poirot dijo en tono amable:
—¿Quería usted a su amiga?
—Sí; la quería.
—Una cosa más, señorita Plenderleith —dijo Poirot—. ¿Usted y su amiga no se pelearon? ¿No hubo ningún disgusto entre ustedes?
—En absoluto.
—¿Ni siquiera por su noviazgo?
—No. Yo me alegré de que se sintiera feliz.
Hubo una pausa y al cabo Japp dijo:
—¿Tenía enemigos la señora Alien?
Esta vez Jane Plenderleith tardó mucho en contestar, y cuando al fin lo hizo con voz un tanto alterada.
—No sé exactamente lo que usted quiere decir..., ¿enemigos?
—Por ejemplo, cualquiera que se beneficiara con su muerte.
—Oh, no; sería ridículo. De todas formas, tenía una renta muy reducida.
—¿Y quién le hereda?
—¿Creerá que no lo sé? No me sorprendería que fuese yo. Es decir, si es que hizo testamento.
—¿Y no tenía enemigos en otro sentido? —Japp enfocó rápidamente otro aspecto de la cuestión—. Alguien que la odiara...
—No creo que le odiara nadie. Era una criatura muy amable, siempre deseosa de agradar. Tenía una naturaleza dulce y adorable.
Por primera vez su voz dura e indiferente se quebró. Poirot asintió comprensivamente.
Japp dijo:
—De modo que el resumen es éste... La señora Alien había estado de buen humor últimamente; no tenía dificultados económicas, estaba prometida para casarse, y ese noviazgo la hacía feliz. No existía nada que la impulsara al suicidio. ¿Es así?
Después de una corta pausa, Jane repuso:
—Sí.
Japp se levantó; se dispuso a salir de la estancia.
—Perdóneme, debo hablar con el inspector Jameson.
Hércules Poirot quedó conversando con Jane Plenderleith.

CAPÍTULO III
-

Durante unos minutos reinó el silencio.
Jane Plenderleith lanzó una rápida mirada apreciativa al hombrecillo, pero después permaneció con la vista fija en un punto lejano, y sin pronunciar palabra. No obstante, su presencia la ponía nerviosa, y cuando al fin Poirot rompió el silencio, el mero sonido de su voz pareció proporcionarle cierto alivio. En tono indiferente le hizo una pregunta.
—¿Cuándo encendió usted el fuego mademoiselle?
—¿El fuego? —Su tono era vago y abstraído—. ¡Oh, esta mañana, en cuanto llegué!
—¿Antes o después de subir?
—Antes.
—Ya. Sí; naturalmente... Y, ¿estaba preparado... o tuvo que prepararlo usted?
—Estaba a punto. Sólo tuve que acercar una cerilla.
En su tono había un timbre de impaciencia. Por lo visto sospechaba su afán de hacerla hablar, y sin duda ésta era su intención, puesto que continuó:
—Pero en la habitación de su amiga he notado que el fuego es de gas...
Jane Plenderleith repuso mecánicamente:
—Éste es el único fuego de carbón que tenemos... los otros son todos de gas.
—Yo creo que hoy en día lo hace todo el mundo.
—Cierto. Resulta barato.
La conversación languideció. Jane Plenderleith golpeaba el suelo con el pie impaciente, hasta que al fin dijo con brusquedad:
—Ese hombre... el primer inspector Japp... ¿se le considera inteligente?
—Es muy eficiente, y está bien considerado. Trabaja de firme y a conciencia, y pocas cosas se le escapan.
—Me pregunto... —murmuró la joven.
Poirot la observaba. ¡Qué verdes eran sus ojos vistos a la luz de las llamas!
—¿La muerte de su amiga ha sido un gran golpe para usted? —le preguntó.
—Terrible —expresó con evidente sinceridad.
—¿No lo esperaba?
—Desde luego que no.
—Al principio debió parecerle que era imposible... que no podía ser cierto...
La simpatía de su tono pareció desarmar a Jane Plenderleith, que replicó con voz natural, sin la menor tirantez:
—Así es. Incluso aunque Bárbara se suicidara, no puedo imaginarla matándose de esa manera.
—Sin embargo, ella tenía una pistola.
La joven hizo un gesto de impaciencia.
—Sí; pero esa pistola era... ¡oh!, una amenaza. Había estado en lugares muy apartados. La conservaba por hábito... no con otra idea. Estoy convencida.
—¡Ah! ¿Por qué está tan segura?
—Por las cosas que decía...
—¿Por ejemplo?
Su tono seguía siendo amable, y Jane contestó sin recelo.
—Pues, una vez, estábamos discutiendo acerca del suicidio, y dijo que el medio más sencillo sería dejar abierta la llave del gas y acostarse. Yo le dije que a mí me parecería imposible... permanecer echada esperando, y que preferiría dispararme un tiro. Ella en cambio dijo que no, que no sería capaz de hacerlo. Tenía miedo de que no funcionara la pistola, y de todas maneras odiaba el estruendo.
—Ya —repuso Poirot-—. Como usted dice, es extraño... Porque, como usted acaba de decirme, hay un fuego de gas en su habitación.
Jane Plenderleith le miraba un tanto sorprendida.
—Sí; lo hay... No puedo comprender... no, no comprendo por qué no lo utilizó.
—Sí, resulta... extraño... poco natural —dijo Poirot meneando la cabeza.
—Todo esto es muy poco natural. Aún no puedo creer que se suicidara. Y supongo que tuvo que suicidarse.
—Bueno, cabe otra posibilidad.
—¿Qué quiere usted decir?
Poirot la miró a los ojos.
—Podría tratarse de... un crimen.
—¡Oh, no! —Jane Plenderleith echóse hacia atrás—. ¡Oh, no! ¡Qué cosa tan terrible!
—Horrible tal vez, pero, ¿le parece tan imposible?
—Pero la puerta estaba cerrada por dentro, igual que la ventana.
—La puerta estaba cerrada..., sí. Pero no hay nada que demuestre que fuese cerrada por dentro o por fuera. ¿No sabe? La llave ha desaparecido.
—Pero, entonces... si no está —hizo una pausa—. Entonces debieron cerrarla por fuera. De otro modo la hubiesen encontrado en la habitación.
—Ah, todavía es posible que aparezca. Recuerde que aún no ha sido registrado todo a conciencia. Tal vez la arrojase por la ventana y alguien pudo cogerla.
—¡Asesinada! —exclamó Jane Plenderleith, y considerando aquella posibilidad, su rostro moreno e inteligente se puso grave—. Creo... creo que tiene usted razón.
—Pero si se trata de un crimen, tiene que haber un motivo. ¿Y conoce usted alguno, mademoiselle?
La joven meneó la cabeza lentamente y no obstante, a pesar de su negativa, Hércules Poirot tuvo la impresión de que le ocultaba algo. En aquel momento se abrió la puerta y entró Japp.
Poirot se puso en pie.
—Le estaba sugiriendo a la señorita Plenderleith —exclamó— que la muerte de su amiga no fue un suicidio.
Japp, muy sorprendido, le dirigió una mirada de reproche.
—Es algo pronto para decir nada definitivo —observó—. Comprenda, nosotros siempre tenemos en cuenta todas las posibilidades, y por el momento eso es todo.
—Ya comprendo... —replicó Jane Plenderleith con calma.
Japp se aproximó a ella.
—Dígame, señorita Plenderleith, ¿ha visto esto antes de ahora?
Y en la palma de la mano le mostraba un pequeño óvalo de esmalte azul oscuro.
Jane Plenderleith meneó la cabeza.
—No, nunca.
—¿No es suyo ni de la señora Alien?
—No. No es una cosa que usemos generalmente las mujeres, ¿verdad?
—¡Oh! ¿De modo que sabe lo que es?
—Pues está bien claro, ¿verdad? Es la mitad de un gemelo de caballero.

CAPÍTULO IV

-
—Esa joven está demasiado segura de sí misma —se lamentaba Japp.
Los dos hombres se encontraban de nuevo en el dormitorio de la señora Alien. El cadáver había sido fotografiado, quitado de en medio, y una vez sacadas las huellas dactilares, los expertos se marcharon.
—Sería poco aconsejable tratarla como a una tonta —convino Poirot—No tiene nada de tonta. Es una mujer muy inteligente y capaz.
—¿Cree usted que fue ella? —preguntó Japp con un momentáneo rayo de esperanza—. Pudo hacerlo, sabe. Tendremos que comprobar su coartada. Alguna rencilla por culpa de ese joven... ese miembro del Parlamento «en embrión». Hablaba de él en un tono demasiado despreciativo. Resulta sospechoso. Parece como si a ella le gustara y él la hubiera rechazado. Pertenece a esa clase de personas capaces de deshacerse de alguien sin perder la cabeza. Sí; tendremos que comprobar su coartada. Es bien sencillo y, después de todo, Essex no está muy lejos. Hay muchos trenes, o pudo venir en un automóvil rápido. Vale la pena averiguar si ayer noche se acostó temprano pretextando una jaqueca o algo por el estilo.
—Tiene usted razón —repuso Poirot.
—De todas maneras —continuó Japp—, nos oculta algo. ¿Eh? ¿No le parece? Esa mujer sabe algo.
Poirot asintió pensativamente.
—Sí, eso se ve fácilmente.
—En estos casos siempre resulta una dificultad más. A la gente le da por callar... algunas veces por los motivos más honorables.
—Lo cual no puede ser reprochado, amigo mío.
—No, pero eso nos complica las cosas —gruñó Japp.
—Aunque sirve para poner de manifiesto su ingenio —le consoló Poirot—. A propósito, ¿qué hay de las huellas dactilares?
—No se han encontrado huellas en la pistola, que fue limpiada cuidadosamente antes de colocarla en su mano. Aunque hubiera podido, en forma acrobática, dar la vuelta al brazo por encima de su cabeza, es imposible que la disparara sin dejar huellas, y no pudo limpiarla después de muerta.
—No, no. Desde luego tuvo que hacerlo otra persona.
—Por otro lado, las huellas son descorazonadoras. Ninguna en el pomo de la puerta. Ninguna en la ventana... sugestivo, ¿verdad? Y muchísimas de la señora Alien por todas partes.
—¿Ha averiguado algo Jameson?
—¿Por la mujer de la limpieza? Ha confirmado que la señorita Plenderleith y la señora Alien estaban en buenas relaciones. He enviado a Jameson a que haga averiguaciones por el vecindario. También tendremos que hablar con el señor Laverton-West, para averiguar dónde estuvo ayer noche y qué hizo. Entretanto, vamos a echar un vistazo a sus papeles.
Y pusieron manos a la obra sin más dilación. De vez en cuando Japp gruñía o comentaba algo con Poirot. El registro no duró mucho. En el escritorio había pocos papeles y todos cuidadosamente ordenados.
Al fin Japp se echó para atrás con un suspiro.
—Aquí no hay gran cosa.
—Usted lo ha dicho.
—Y la mayoría son... recibos, algunas cuentas todavía sin pagar... nada de importancia particular. Invitaciones... cartas de amigos... éstas —y puso la mano sobre un montón de siete u ocho cartas—, su libro de cheques y el libro del Banco. ¿Le llama la atención alguna cosa?
—Sí. Se había excedido de su crédito del Banco.
—¿Algo más?
Poirot sonrió.
—¿Es que me está sometiendo a un examen? Pues sí; me he fijado en lo que usted está pensando. Tres meses atrás sacó doscientas libras... y ayer otras doscientas...
—Y no constan en la matriz del talonario de cheques. Todos son de pequeñas sumas... el mayor es de quince libras... Y voy a decirle una cosa... no hay en toda la casa una cantidad semejante. Cuatro libras en un bolso, y un chelín o dos en otro portamonedas. Me parece que está bastante claro.
—Eso significa que ayer mismo pagó esa suma.
—Sí. Ahora bien, ¿a quién se la pagaría?
Se abrió la puerta para dar paso al inspector Jameson.
—Bien, Jameson, ¿consiguió algo?
—Sí, varias cosas, inspector. En primer lugar nadie oyó el disparo. Dos o tres mujeres dicen que sí porque quieren creer que lo oyeron... pero nada más. Con todos los cohetes que se dispararon, es casi imposible.
Japp gruñó.
—Lo imagino. Continúe.
—La señora Alien estuvo en casa la mayor parte de la tarde y la noche de ayer. Llegó a eso de las cinco. Luego volvió a salir a las seis para ir hasta el buzón que hay al final de la calle. A eso de las nueve y media llegó un automóvil... un «Standard Swallow»... del que se apeó un hombre... de unos cuarenta y cinco años, bien plantado, de aspecto marcial, bigote de cepillo y vistiendo un abrigo azul oscuro y sombrero James Hogg, el chófer de la casa número dieciocho dice que le había visto visitar a la señora Alien antes.
—Cuarenta y cinco años —dijo Japp—. No puede ser Laverton-West.
—Ese hombre, fuera quien fuese, estuvo en la casa una hora. Se marchó a las diez y veinte y se detuvo en la puerta para despedirse de la señora Alien. Un niño, Frederick Hogg, estaba por allí cerca y oyó lo que decía.
—¿Y qué fue?
—Bueno, piénsalo bien y comunícame lo que decidas. Ella dijo algo y él respondió: De acuerdo. Hasta la vista. Dicho esto montó en el coche y se marchó.
—Y eso fue a las diez y veinte —dijo Poirot pensativo.
Japp se rascó la nariz.
—Entonces a las diez y veinte la señora Alien aún vivía —dijo—. ¿Qué más?
—Nada más, inspector. Es todo lo que he podido averiguar. El chófer del número veintidós llegó a las diez y media y prometió a sus pequeños dispararles unos cuantos fuegos artificiales. Le estaban esperando... junto con los demás niños de la vecindad y estuvieron entretenidos mirándolos. Después todos se fueron en seguida a dormir.
—¿Y no entró nadie más en el número catorce?
—No... no lo vieron; pero si entró, nadie lo habría notado.
—¡Hum...! —dijo Japp—. Es cierto. Bueno, ya tenemos algo. «Un caballero de aspecto marcial, con bigotes de cepillo.» Es casi evidente que fue la última persona que la vio con vida. Quisiera saber quién era.
—La señorita Plenderleith tal vez pueda decírnoslo —sugirió Poirot.
—Es posible —dijo Japp—. O quizá no lo haga. No me cabe la menor duda de que podría contarnos muchas cosas, si quisiera. ¿Y qué me dice usted, Poirot? ¿Cuando estuvo a solas con ella no adoptó su aire de padre confesor que algunas veces le da tan buenas consecuencias, tan buenos resultados?
Poirot extendió las manos.
—¡Cielos, hablamos únicamente de fuegos de gas!
—¿Fuegos de gas... de gas? —Japp parecía disgustado—. ¿Qué le ocurre, amigo mío? Desde que está aquí, lo único que le ha interesado han sido las plumas de ave y un cesto de papeles. Oh, sí; también le vi revisar el de abajo. ¿Encontró algo?
Poirot suspiró.
—Un catálogo de bulbos de flores y una revista atrasada.
—De todas maneras, ¿qué es lo que busca? Si uno quiere deshacerse de un documento que le compromete, o lo que usted tenga en su imaginación, no es probable que lo arroje al cesto de los papeles.
—Lo que usted dice es bien cierto. Sólo las cosas sin importancia se arrojan a la papelera.
Poirot habló en tono sumiso, y no obstante Japp le miró con recelo.
—Bien —le dijo—. Ahora ya sé lo que voy a hacer. ¿Y usted?
—Eh bien —repuso Poirot—. Completaré mi registro en busca de cosas sin importancia. Me falta todavía el cubo de la basura.
Y salió de la habitación, mientras Japp le contemplaba con disgusto.
—Insoportable —dijo—. Completamente insoportable.
El inspector Jameson guardaba un silencio respetuoso, aunque la expresión de su rostro decía: «¡Esos extranjeros...!»
En voz alta comentó:
—¡De modo que es el señor Hércules Poirot! He oído hablar mucho de él.
—Es un amigo mío —exclamó Japp—. Y no tan calmoso como parece, desde luego. De todas formas, él va a la suya.
—Se habrá vuelto un poquitín conservador, inspector —sugirió Jameson—. Ah, bueno, el tiempo dirá.
—De todas formas —dijo Japp—, quisiera saber lo que se trae entre manos.
Y dirigiéndose al escritorio contempló intranquilo la pluma de ave color verde esmeralda.

CAPÍTULO V
-

Japp encontrábase interrogando a la esposa del tercer chófer, cuando Poirot, que había entrado sin hacer ruido, apareció a su lado.
—¡Cáspita! ¡Qué susto me ha dado! —dijo Japp—. ¿Ha encontrado algo?
—No lo que buscaba.
Japp volvióse de nuevo a la señora James Hogg.
—¿Y dice usted que había visto antes a ese caballero?
—Oh, sí. Y mi esposo también. Le reconocimos en seguida.
—Ahora escúcheme bien, señora Hogg. Veo que es usted una mujer inteligente y no me cabe duda de que conoce usted la vida de todo el vecindario. Usted es una mujer de criterio... de un criterio extraordinario, me consta... —sin enrojecer repitió el cumplido por tercera vez, en tanto que la señora Hogg asumía una expresión de inteligencia casi sobrehumana—. Déme su opinión acerca de esas dos mujeres... la señora Alien y la señorita Plenderleith. ¿Qué tal son? ¿Alegres? ¿Dan muchas fiestas?
—Oh, no, inspector; nada de eso. Salen mucho... en especial la señora Alien... pero tienen clase, no sé si Me entiende. No como algunas que viven al otro extremo de la calle. Estoy segura de la señora Stevens... si es que es una señora, cosa que dudo... bueno, me gustaría contarle todo lo que pasa aquí... yo...
—Desde luego —Japp apresuróse a detenerla—. Es muy importante lo que acaba de decirme. ¿Entonces la señora Alien y la señorita Plenderleith eran apreciadas en el barrio?
—Oh, sí, inspector... especialmente la señora Alien... siempre tenía una palabra amable para los niños. Creo que ella perdió a su hijita, la pobre. Ah, bueno, yo he enterrado tres, y lo que yo digo...
—Sí, sí, es muy triste. ¿Y la señorita Plenderleith?
—Bueno, claro que también es muy simpática, pero un poco más brusca, no sé si me entiende. Se limitaba a saludar con una inclinación de cabeza, pero no se detiene a charlar. Pero no tengo nada contra ella... nada en absoluto.
—¿Se llevaba bien con la señora Alien?
—Oh, sí, inspector. Nunca se peleaban... nada de eso. Estaban siempre contentas... y estoy segura de que la señora Pierce corroborará mi opinión.
—Sí, ya hemos hablado con ella. ¿Conoce usted de vista al prometido de la señora Alien?
—¿El caballero con quien iba a casarse? Oh, sí. Ha venido por aquí con bastante frecuencia. Dicen que es miembro del Parlamento.
—¿No fue él quien vino ayer noche?
—No, señor. No era él —la señora Hogg se irguió. En su voz había un vibrado timbre de excitación—. Y si quiere saber mi opinión, inspector, le digo que lo que está pensando es un error. Le aseguro que la señora Alien no era de esa clase de mujeres. Es verdad que no había nadie más en la casa, pero yo no creo nada de eso... así se lo dije a Hogg esta mañana. «No, Hogg», le he dicho, «la señora Alien es una señora... una verdadera señora... de modo que no andes insinuando cosas...» Ya sabemos cómo es la mentalidad masculina. Supongo que me perdonará lo que voy a decirle. Los hombres siempre piensan lo peor.
Pasando la indirecta por alto, Japp continuó:
—Usted le vio llegar y marcharse, ¿verdad?
—Eso es, inspector.
—¿Y no oyó nada más? ¿Ruido de pelea?
—No, inspector. Es decir, tampoco lo hubiera oído, porque en la casa de al lado la señora Stevens no deja de gritarle a la criada... Todos le hemos dicho que no la Aguante más, pero el sueldo es bueno... tiene un genio del demonio pero paga treinta chelines semanales...
Japp intervino rápidamente:
—¿Pero usted no oyó nada sospechoso en el número catorce?
—No, inspector. Y tampoco era probable que lo oyera con los fuegos artificiales que disparaban aquí y en todas partes.
—Ese hombre se marchó a las diez y veinte... ¿verdad?
—Es posible, inspector. No podría decirlo. Pero Hogg lo dice y es hombre de fiar.
—Usted le vio marcharse. ¿Oyó lo que dijo?
—No, inspector, no estaba lo bastante cerca. Sólo le vi desde mi ventana, despidiéndose de la señora Alien.
—¿La vio también a ella?
—Sí, inspector. Estaba precisamente detrás de la puerta.
—¿Se fijó cómo iba vestida?
—No, la verdad. Aunque tampoco observé nada de particular.
Poirot preguntó:
—¿No se fijó usted en si llevaba traje de tarde o de noche?
—No, señor ya le he dicho que no.
Poirot contempló pensativo la ventana superior y luego el número catorce. Sus ojos encontraron los de Japp y sonrió.
—¿Y el caballero?
—Llevaba un abrigo azul oscuro y un sombrero hongo, y era elegante y bien plantado.
Japp le hizo algunas preguntas más y luego fuese a efectuar su próxima entrevista, esta vez con Frederick Hogg, un muchacho de rostro travieso, ojos brillantes y que se daba mucha importancia.
—Sí, inspector. Yo los oí hablar. «Piénsalo bien y comunícame lo que decidas», dijo el caballero, en tono amable, ¿sabe? Luego ella dijo algo y él contestó: «De acuerdo. Hasta la vista.» Y montó en el automóvil... yo le abrí la portezuela, pero no me dijo nada —explicó Hogg con voz que denotaba su decepción—. Y se marchó.
—¿No oíste lo que dijo la señora Alien?
—No, inspector.
—¿Puedes decirme cómo iba vestida? Por ejemplo, cuál era el color de su traje.
—No podría decirle, inspector. Comprenda, yo no la vi. Debía estar detrás de la puerta.
—Es lo mismo —dijo Japp—. Ahora escucha, pequeño. Quiero que medites bien la pregunta que voy a hacerte, antes de contestarla. Si no lo sabes o no lo recuerdas, lo dices. ¿Está claro?
—Sí, inspector.
Hogg le miraba atentamente.
—¿Cuál de los dos cerró la puerta, la señora Alien o el caballero?
—¿La puerta de la calle?
—Sí, la puerta de la calle, naturalmente.
El muchacho reflexionó, entrecerrando los ojos para mejor concentrarse.
—Me parece que la señora... No, no fue ella, sino él. La cerró casi de golpe y fue de prisa hacia el coche. Parecía como si tuviera una cita en otra parte.
—Bien, jovencito. Pareces muy listo. Aquí tienes seis peniques.
Después de despedirse el muchacho, Japp volvió hacia su amigo y de común acuerdo ambos movieron la cabeza afirmativamente.
—¡Podría ser! —dijo el policía.
—Cabe dentro de lo posible —convino Poirot.
Sus ojos brillaron con una tonalidad verde. Parecían los de un gato.

CAPÍTULO VI

-
AL volver a entrar en el saloncito de la casa número catorce, Japp no perdió el tiempo andándose por las ramas, sino que fue directo al grano.
—Escuche, señorita Plenderleith, ¿no cree que es mejor confesarlo todo desde el principio? Al final también he de averiguarlo.
Jane Plenderleith alzó las cejas. Hallábase junto a la chimenea, calentándose los pies.
—No sé a qué se refiere usted.
—¿Es eso cierto, señorita Plenderleith?
Ella se encogió de hombros.
—He contestado a todas sus preguntas. No sé qué más puedo hacer.
—Pues, en mi opinión, podría hacer mucho más... si quisiera.
—Eso es sólo una opinión, ¿no le parece, primer inspector?
Japp se puso como la grana.
—Creo —intervino Poirot— que mademoiselle apreciaría mejor la razón de sus preguntas si le contara cómo se presenta el caso.
—Es muy sencillo. Pues bien, señorita Plenderleith, los hechos son los siguientes. Su amiga ha sido encontrada muerta con un balazo en la cabeza y con una pistola en la mano... y la puerta y la ventana cerradas, todo lo cual hace suponer un caso claro de suicidio pero no fue suicidio. La inspección médica lo prueba.
—¿Cómo?
Toda su ironía y frialdad habían desaparecido, y se inclinó hacia delante, interesada... y observando su rostro.
—La pistola estaba en su mano... pero sus dedos no la aprisionaban. Además no se encontraron huellas dactilares en ella, y el ángulo de la herida hace imposible que la disparara. Tampoco dejó carta alguna, cosa bastante natural tratándose de un suicidio. Y aunque la puerta estaba cerrada no se ha encontrado la llave.
Jane Plenderleith volvióse lentamente, yendo a sentarse en una butaca frente a ellos.
—¡De modo que es cierto! —dijo—. ¡Siempre he pensado que era imposible que se hubiese matado! ¡Y tenía razón! No se suicidó. Alguien la ha asesinado.
Por espacio de un par de minutos permaneció perdida en sus pensamientos, hasta que alzó la cabeza con brusquedad.
—Hágame las preguntas que guste —dijo—. Las contestaré lo mejor que pueda.
Japp comenzó:
—La noche pasada, la señora Alien tuvo una visita. Se dice que fue un hombre de unos cuarenta y cinco años, de aspecto marcial, bigote de cepillo, elegantemente vestido y que conducía un coche «Standard Swallow». ¿Sabe usted quién es?
—No estoy muy segura, claro pero por la descripción parece el mayor Eustace.
—¿Quién es el mayor Eustace? Cuénteme todo lo que sepa de él.
—Es un hombre a quien Bárbara conoció en el extranjero... en la India. Llegó aquí hará cosa de un año, y le hemos visto de vez en cuando.
—¿Era amigo de la señora Alien?
—Se comportaba como tal —replicó Jane en tono seco.
—¿Y cuál era la actitud de la señora Alien hacia él?
—No creo que le agradase en realidad... es decir, estoy segura de ello.
—¿Pero se trataban con aparente amistad?
—Sí
—¿Le pareció alguna vez, piénselo bien, señorita Plenderleith..., que le tenía miedo?
Jane Plenderleith consideró la pregunta durante unos instantes y al cabo dijo:
—Sí, creo que sí. Cuando él estaba presente siempre se ponía nerviosa.
—¿Le conocía el señor Laverton-West?
—Creo que sólo le vio una vez. No simpatizaron mucho. Es decir, el mayor Eustace hizo lo que pudo por agradar a Carlos, pero Carlos no se esforzó lo más mínimo... tiene muy buen olfato para las personas que no son... lo que debieran.
—¿Y el mayor Eustace no es... como usted dice... lo que debiera? —preguntó Poirot.
—No, no lo es —replicó la joven en tono cortante—. Desde luego, no ha salido del cajón de encima.
—Cielos, no conozco esa expresión. ¿Quiere decir que no es un pukka sáhib?.
Una sonrisa fugaz iluminó el rostro de la joven, que replicó gravemente:
—No.
—¿Le sorprendería mucho que ese hombre hubiera estado haciendo víctima de sus chantajes a la señora Alien?
Japp inclinóse hacia delante para observar el resultado de su insinuación.
Y quedó satisfecho. Jane se adelantó con las mejillas arreboladas y apoyando su mano crispada en el brazo de su butaca.
—¡De modo que era esto! ¡Qué tonta fui al no advertirlo! ¡Claro!
—¿Lo cree factible, mademoiselle? —preguntó Hércules Poirot.
—¡He sido una tonta al no suponerlo! Durante los últimos seis meses me pidió prestadas pequeñas cantidades de dinero, varias veces, y la vi estudiando su libro de cuentas. Sabía que vivía bien con sus rentas, de modo que no me alarmé; pero, claro, si estaba entregando sumas de dinero...
—¿Concordaría con su comportamiento en general...? —preguntóle Poirot.
—Desde luego. Estaba nerviosa, y aun a veces sobresaltada. Completamente distinta a como ella era.
—Perdóneme —dijo Poirot en tono amable—, pero eso no es lo que nos dijo antes.
—Aquello era distinto —Jane Plenderleith hizo un gesto con la mano—No estaba deprimida. Quiero decir que no se portaba como si fuera a suicidarse, ni nada por el estilo. Pero sí como si la estuviera haciendo víctima de un chantaje. Ojalá me lo hubiese dicho. Yo le hubiera enviado al infierno.
—Pero tal vez él no hubiese ido... al infierno, sino a ver a Carlos Laverton-West... —observó Poirot.
—Sí —replicó la joven despacio—. Sí... es cierto...
—¿No tiene idea de lo que este hombre podía tener contra ella? —inquirió Japp.
—Ni la más remota —dijo Jane moviendo la cabeza—. Conociendo a Bárbara no puedo creer que pudiera ser nada realmente serio. Por otro lado... —hizo una pausa y continuó luego—: Lo que quiero decir es que Bárbara era un poco simple en ciertos aspectos. Se asustaba con gran facilidad. ¡En resumen, era la clase de mujer ideal para un chantajista! ¡El muy bruto!
Lanzó las tres últimas palabras con verdadero furor.
—Por desgracia —continuó Poirot—, el crimen parece que ha resultado al revés. Suele ser la víctima la que mata al chantajista, y no el chantajista a su víctima.
Jane Plenderleith frunció ligeramente el ceño.
—No... es cierto..., pero puedo imaginar ciertas circunstancias...
—¿Como, por ejemplo...?
—Supongamos que Bárbara se desespera... Pudo amenazarle con esa ridícula pistola y, al tratar de arrebatársela, dispara y la mata. Luego, horrorizado, intenta simular que fue suicidio.
—Es posible —dijo. Japp—; pero existe una dificultad.
Ella le miró interrogativamente.
—El mayor Eustace, si es que fue él, salió de aquí ayer noche a las diez y veinte, despidiéndose de la señora Alien en la misma puerta.
—Oh —la joven se puso grave—. Ya —hizo una pausa—. Pero pudo haber vuelto más tarde —dijo despacio.
—Sí, es posible —repuso Poirot.
—Dígame, señorita Plenderleith —Japp prosiguió su interrogatorio—. ¿La señora Alien tenía costumbre de recibir sus visitas aquí o en la habitación de arriba?
—En las dos. Pero este saloncito lo utilizaba para reuniones más numerosas o para amistades particulares. Bárbara disponía del dormitorio grande, que utilizaba también como sala de estar, y yo del más pequeño y esta habitación.
—Si el mayor Eustace vino ayer noche, ¿en qué habitación cree usted que lo recibiría la señora Alien?
—Creo que probablemente lo pasaría aquí —la joven parecía vacilar— Es menos íntimo. Por otro lado, si deseaba llenar un cheque o algo por el estilo, es de suponer que lo llevara arriba. Aquí no hay dónde escribir.
Japp movió la cabeza.
—No fue cuestión de cheques. La señora Alien extrajo ayer del Banco doscientas libras, y hasta ahora no hemos podido encontrarlas en toda la casa.
—¿Y se las dio a ese bruto? ¡Oh, pobre Bárbara! ¡Pobre, pobre Bárbara!
Poirot carraspeó.
—A menos que, como usted ha sugerido, se tratase de un accidente, no parece probable que quisiera privarse de una renta regular.
—¿Accidente? No fue un accidente. Perdió los estribos, se le subió la sangre a la cabeza, y disparó contra ella.
—¿Así es como cree usted que ocurrió?
—Sí —dijo; agregando con vehemencia—: ¡Fue un asesinato... un asesinato!
Poirot comentó:
—Yo no diría que está usted equivocada, mademoiselle.
—¿Qué cigarrillos fumaba la señora Alien? —dijo Japp.
—«Gasper». Hay algunos en esa caja.
Japp la abrió y sacando uno hizo un gesto de asentimiento antes de guardárselo en el bolsillo.
—¿Y usted, mademoiselle? —preguntó Poirot.
—Los mismos.
—¿No fuma turcos?
—Nunca.
—¿Y la señora Alien?
—Tampoco. No le gustaban.
—¿Y el señor Laverton-West? —quiso saber Poirot—. ¿Cuáles fumaba?
La joven le miró de hito en hito.
—¿Carlos? ¿Qué importancia tiene lo que él fume? ¿No pretenderá usted que fue él quien la mató?
Poirot alzóse de hombros.
—Muchos hombres han matado antes de ahora a la mujer que amaban, mademoiselle.
Jane hizo un gesto impaciente.
—Carlos no mataría a nadie. Es muy discreto.
—De todas formas, señorita, los hombres cuidadosos son los que cometen los crímenes más inteligentes.
—Pero no por el motivo que usted ha señalado, señor Poirot —repuso la joven mirándole fijamente.
—No, es cierto.
—Bien —Japp se puso en pie—. Creo que aún me queda mucho que hacer aquí. Me gustaría echar otro vistazo.
—¿Por si el dinero se encuentra escondido en alguna parte? Desde luego. Mire cuanto guste. Y también en mi habitación... aunque no es probable que Bárbara lo escondiera allí.
El registro de Japp fue rápido, pero eficiente, y a los pocos minutos el saloncito no tenía secretos para él. Luego subió a inspeccionar los dormitorios, y Jane Plenderleith quedó sentada sobre el brazo de un sillón, fumando un cigarrillo mientras Poirot la observaba.
Al cabo de algunos minutos, éste dijo tranquilamente:
—¿Sabe usted si el señor Laverton-West se encuentra en Londres?
—Lo ignoro. Pero más bien supongo que debe estar en Hampshire con su familia. Debía haberle telegrafiado. Es terrible... pero lo olvidé.
—No es fácil acordarse de todo cuando sucede una catástrofe, mademoiselle, y de todas maneras no hay que apresurarse a dar malas noticias. Siempre se saben.
—Sí, es cierto —repuso la muchacha, distraída.
Se oyeron los pasos de Japp, que bajaba la escalera, y Jane salió a su encuentro.
—¿Y bien?
Japp movió la cabeza.
—Nada, señorita Plenderleith. Ahora he registrado ya toda al casa. Oh, creo que será mejor que mire en ese armario que hay debajo de la escalera.
Y al pronunciar estas palabras tiró del pomo.
Jane Plenderleith dijo:
—Está cerrado.
Y el tono de su voz hizo que los dos hombres la miraran extrañados.
—Sí —replicó Japp—. Ya veo que está cerrado. ¿Tiene usted la llave?
La joven permanecía como petrificada.
—No... no estoy segura de -dónde pueda estar.
Japp le dirigió una rápida mirada y continuó en tono indiferente:
—Dios mío, ¡qué lástima...! No quisiera estropearlo abriéndolo por la fuerza. Enviaré a Jameson a buscar un manojo de llaves bien surtido.
Jane se adelantó rápidamente.
—Oh —dijo—. Espere un momento. Puede que esté...
Fuese hasta el saloncito, reapareciendo momentos más tarde con una llave de tamaño regular.
—Lo tenemos siempre cerrado —explicó—, porque nuestros paraguas y otras cosas desaparecían con mucha frecuencia.
—Una precaución muy prudente —dijo Japp aceptando la llave.
La hizo girar en la cerradura y abrió el armario. Su interior estaba oscuro, y tuvo que sacar una linterna de su bolsillo para iluminarlo.
Poirot observó que la joven contenía el aliento y sus ojos siguieron el haz de luz de la linterna de Japp.
No había gran cosa dentro del armario. Tres paraguas... uno de ellos roto; cuatro bastones; un juego de palos de golf, dos raquetas de tenis, una alfombra cuidadosamente doblada y varios almohadones deteriorados y sobre ellos un pequeño neceser muy elegante.
Cuando Japp alargó la mano para cogerlo, Jane Plenderleith dijo precipitadamente:
—Es mío. Lo... lo traje conmigo esta mañana, de modo que no puede haber nada de lo que busca.
—Nada pierdo en asegurarme —replicó Japp con creciente regocijo.
Abrió el neceser, que no estaba cerrado con llave. En su interior había gran variedad de cepillos y botellas para la toilette..., dos revistas, pero nada más.
Japp lo fue examinando todo con meticulosa atención. Cuando al fin cerró la tapa y se dispuso a examinar los almohadones, la joven exhaló un suspiro de alivio.
En el armario no había más que lo que saltaba a la vista, y Japp no tardó en dar por terminado el registro.
Volviendo a cerrar la puerta, tendió la llave a Jane Plenderleith.
—Bien —le dijo—. Esto deja terminado el asunto. ¿Puede darme la dirección del señor Laverton-West?
—Farlescombe Hall, Little Ledbury, Hampshire.
—Gracias, señorita Plenderleith. Eso es todo por el momento. Es posible que vuelva más tarde. A propósito, no diga nada. Deje que todos crean que se trata de un suicidio.
—Desde luego.
Les estrechó las manos a los dos.
Y cuando caminaban por la avenida, Japp exclamó:
—¿Qué diablos había en ese armario? Algo había.
—Sí, algo había.
—¡Y apuesto diez contra uno a que era algo relacionado con el neceser! Pero debo ser un estúpido, puesto que no he conseguido dar con ello. He revisado todas las botellas... el forro... ¿qué diablos podía ser?
Poirot meneó la cabeza pensativo.
—Esa chica lo sabe —continuó Japp—. ¿Dijo que había traído el neceser esta mañana? ¡No es cierto! ¿Se fijó en que había dos revistas dentro?
—Sí.
—Bien, ¡pues una de ellas era del mes de julio!

CAPÍTULO VII
-

Al día siguiente Japp penetraba en el piso de Poirot y arrojaba el sombrero con disgusto sobre la mesa. Luego se dejó caer en una butaca.
—Bueno —gruñó—. ¡Está libre de sospechas!
—¿Quién?
—La Plenderleith. Estuvo jugando al bridge hasta medianoche. Lo han asegurado el anfitrión, la anfitriona, un invitado que es comandante de Marina y dos criados. No existe la menor duda de que hemos de descartar la idea de que tenga algo que ver con el crimen. De todas formas me gustaría saber por qué se violentó tanto cuando cogí el neceser que había debajo de la escalera. Eso le corresponde a usted, Poirot, puesto que le agrada desentrañar esas trivialidades. ¡El Misterio del Neceser! ¡Resulta muy prometedor!
—Voy a darle otro título: El Misterio del Aroma a Humo de Cigarrillo.
—Un poco largo y complicado. ¿Aroma... eh? ¿Era eso lo que olfateaba cuando examinábamos el cadáver por primera vez? Le vi... ¡y le olí! Pensé que estaba constipado.
—Pues se equivocó.
—Siempre creí que utilizaba las células grises de su cerebro —Japp suspiró—. No me diga que su nariz es superior a la de los demás mortales.
—No, no, tranquilícese.
—Yo no olí a humo de cigarrillo —prosiguió Japp receloso.
—Ni yo tampoco, amigo mío.
Japp extrajo un cigarrillo de su bolsillo sin dejar de mirarle.
—Éstos son los que fumaba la señora Alien... Seis de las colillas eran suyas. Las otras tres eran de cigarrillos turcos.
—Exacto.
—¡Supongo que su maravillosa nariz lo descubrió sin necesidad de que las viera!
—Le aseguro que mi nariz no interviene para nada en este momento... puesto que no registro nada.
—Pero, ¿sus células grises sí?
—Pues... hubo ciertas indicaciones..., ¿no lo cree?
Japp le miró de reojo.
—¿Como, por ejemplo?
—Eh bien, en aquella habitación faltaba algo. Creo que además habían agregado algo... y luego, en el escritorio...
—¡Lo sabía! ¡Ya vamos llegando a esa maldita pluma!
—Du tout. Esa pluma juega un papel puramente negativo.
Japp retrocedió a un terreno más firme.
—Carlos Laverton-West va a ir a verme a Scotland Yard dentro de media hora, y pensé que a usted le agradaría conocerle.
—Muchísimo.
—Y le alegrará saber que hemos localizado al mayor Eustace. Tiene un piso en la calle Cronwell.
—¡Espléndido!
—Y ahí tendremos algo que hacer. No parece ser una persona muy agradable ese mayor Eustace. Después de haber visto a Laverton-West iremos a visitarle. ¿Le parece bien?
—Perfectamente.
—Bien, vamos entonces.

A las once y media Carlos Laverton-West era introducido en el despacho del primer inspector Japp, que se puso en pie para estrecharle la mano.
El recién llegado era un hombre de mediana estatura y personalidad muy marcada. Iba bien rasurado, tenía una boca expresiva como la de los actores, y ojos ligeramente saltones, que tan a menudo suelen acompañar al don de la oratoria. Era bien parecido, tranquilo y educado.
Y aunque pálido y algo afligido, sus modales resultaban completamente correctos y serenos.
Una vez hubo tomado asiento, dejó el sombrero y los guantes encima de la mesa y miró a Japp.
—Ante todo quiero decir que comprendo perfectamente lo penoso que esto debe resultarle.
—Dejemos aparte mis sentimientos —dijo Laverton-West con un ademán—. Dígame primero, inspector: ¿tiene alguna idea de lo que ha motivado el que mi... la señora Alien se suicidara?
—¿Usted no puede ayudarnos en este sentido?
—Desde luego que no.
—¿No se pelearon, ni hubo el menor desvío entre ustedes?
—En absoluto. Ha sido una gran sorpresa para mí.
—¿Quizá lo comprendiera mejor si le digo que no se suicidó... sino que fue asesinada?
—¿Asesinada? —los ojos de Carlos Laverton-West parecieron ir a saltársele de sus órbitas—. ¿Ha dicho usted asesinada?
—Exactamente. Ahora dígame, señor Laverton-West, ¿tiene alguna idea de quién pudo quitar de en medio a la señora Alien?
El interrogado casi rugió al responder:
—¡No... no... nada de eso! ¡La mera suposición es absurda!
—¿No le dijo nunca si tenía enemigos? ¿Alguien que tuviera algo contra ella?
—Nunca.
—¿Sabía usted que tenía una pistola?
—No tenía conocimiento de ello.
Pareció algo sorprendido.
—La señorita Plenderleith dice que la señora Alien la trajo del extranjero hace algunos años.
—¿De veras?
—Claro que sólo tenemos la palabra de la señorita Plenderleith. Es muy posible que la señora Alien se creyera en peligro y conservara la pistola por razones propias.
Carlos Laverton-West meneó la cabeza, al parecer muy sorprendido y extrañado.
—¿Qué opinión le merece la señorita Plenderleith, señor Laverton-West? Quiero decir, si la considera una persona sincera y de fiar.
El otro reflexionó unos instantes.
—Creo que sí..., sí... yo diría que sí.
—¿No le es simpática? —insinuó Japp, que le observaba de cerca.
—No es eso precisamente, pero no pertenece al tipo de mujer que yo admiro. Su sarcasmo e independencia no me resultan atractivos, pero yo diría que es una persona de absoluta confianza.
—¡Hum...! —gruñó Japp—. ¿Conoce usted al mayor Eustace?
—¿Eustace? ¿Eustace? Ah, sí, recuerdo ese nombre. Le vi una vez en casa de Bárbara... la señora Alien. En mi opinión es un sujeto bastante dudoso, y así se lo dije a mi... a la señora Alien. No pertenece al tipo de hombre que me hubiese gustado que frecuentara nuestra casa después de casados.
—¿Y qué dijo la señora Alien?
—¡Oh! Estuvo de acuerdo conmigo. Confiaba en mi buen juicio, y un hombre siempre conoce mejor a otro que cualquier mujer. Me explicó que no podía mostrarse descortés con una persona que no había visto desde hacía algún tiempo... creo que sentía un temor especial a parecer snob. Naturalmente que, al convertirse en mi esposa, hubiera encontrado a muchas de sus antiguas amistades digamos... inconvenientes.
—¿Quiere decir que al casarse con usted mejoraba de posición? —preguntó Japp con cierta brusquedad.
Laverton-West alzó una mano bien cuidada.
—No, no es precisamente eso. A decir verdad, la madre de la señora Alien es pariente lejana de mi familia. Era igual a mí por su nacimiento, pero claro, por mi situación tengo que escoger con sumo cuidado mis amistades... y mi esposa las suyas. En cierto modo, vivo de cara al público.
—Oh, desde luego —repuso Japp secamente antes de preguntar—: ¿Así que no puede ayudarnos?
—No. Estoy perplejo. ¡Bárbara asesinada! Es increíble... inaudito.
—Señor Laverton-West, ¿puede decirme cuáles fueron sus movimientos en la noche del cinco de noviembre?
—¿Mis movimientos?
Su voz sonó airada.
—Es sólo por pura fórmula —explicó Japp—. Tenemos... que interrogar a todo el mundo.
—Yo creí que un hombre de mi posición estaba exento —dijo Carlos Laverton-West con gran dignidad.
Japp limitóse a esperar.
—Estuve... veamos... Ah, sí. Estuve en la Cámara. Salí de allí a las diez y media y fui a dar un paseo por el malecón, contemplando los Fuegos artificiales.
—Resulta agradable pensar que hoy en día no hay complots de esta clase —dijo Japp en tono alegre.
Laverton-West le dirigió una mirada ausente.
—Luego... re... regresé a casa.
—¿A qué hora llegó a su casa? ¿Vive en la plaza Onslow...?
—No puedo precisarlo.
—¿A las once? ¿A las once y media?
—Aproximadamente.
—Quizás alguien le abrió la puerta.
—No, tengo mi llave.
—¿Se encontró con alguien durante su paseo?
—No... er... la verdad, inspector, ¡estas preguntas me ofenden en gran manera!
—Le aseguro que es sólo una fórmula rutinaria, Señor Laverton-West. No son personales, compréndalo.
—Si es eso todo...
—De momento, sí, señor Laverton-West.
—Téngame al corriente...
—Naturalmente. A propósito, permítame presentarle a Hércules Poirot. Es posible que haya oído hablar de él.
—Sí... sí; he oído ese nombre.
—Monsieur —dijo Poirot acentuando de pronto su acento extranjero— Créame usted, mi corazón sangra de dolor. ¡Una pérdida semejante! ¡La agonía que debe estar usted sufriendo! Ah, pero no digo más. ¡Qué bien ocultan los ingleses sus emociones! —sacó su pitillera—. ¡Permítame...! ¿Ah, está vacía, Japp?
El policía, palpando sus bolsillos, movió la cabeza.
Laverton-West sacó una pitillera, murmurando:
—Tome uno de los míos, señor Poirot.
—Gracias... gracias... —el hombrecillo tomó un cigarrillo.
—Como usted bien dice, señor Poirot —continuó el otro—, los ingleses no hacemos ostentación de nuestras emociones.
Y tras inclinarse ante los dos hombres salió de la estancia.
—Es un besugo —dijo Japp con disgusto—. ¡Y un mochuelo! La señorita Plenderleith tenía razón. No obstante, es bien parecido... podría llevarse bien con una mujer que careciera del sentido del humor. ¿Qué me dice de ese cigarrillo?
Poirot se lo alargó.
—Egipcio, y de los más caros.
—No nos sirve, y es una lástima, porque nunca he oído una coartada más débil. De hecho, no es una coartada... Es una pena que no fuese al revés. Si ella le hubiera hecho víctima de sus chantajes... Es un tipo a propósito..., pagaría como un corderito. Cualquier cosa con tal de evitar el escándalo.
—Querido amigo, es muy bonito reconstruir el caso según le gustaría que hubiese ocurrido, pero eso no es cosa nuestra.
—No; Eustace sí lo es. Tengo algunos datos suyos. Definitivamente es un sujeto desagradable.
—A propósito. ¿Hizo usted lo que sugerí acerca de la señorita Plenderleith?
—Sí. Aguarde un segundo. Llamaré para enterarme.
Y cogiendo el teléfono estuvo hablando unos minutos. Al cabo lo dejó y volvióse para mirar a Poirot.
—Parece que tiene un corazón a prueba de bomba. Se ha ido a jugar al golf. No es una cosa muy apropiada cuando su amiga íntima acaba de ser asesinada el día anterior.
Poirot lanzó una exclamación.
—¿Qué le ocurre ahora? —preguntó Japp.
Pero Poirot musitaba para sí:
—Claro... claro... naturalmente... qué tonto soy..., ¡pero si salta a la vista!
Japp le dijo con brusquedad:
—Deje de hablar solo y vámonos a ver a Eustace.
Y le sorprendió ver la radiante sonrisa que iluminó el rostro de Poirot.
—¡Pues sí... vamos a hablar con él! Porque ahora lo sé todo..., ¡pero todo!

CAPÍTULO VIII
-

El mayor Eustace recibió a los dos hombres con la fácil prestancia de un hombre de mundo. Su piso era pequeño, un mero pied á terre, como explicó. Les ofreció de beber, y como lo rechazaron sacó su pitillera. Japp y Poirot aceptaron un cigarrillo intercambiando una mirada de inteligencia.
—Veo que fuma usted cigarrillos turcos —dijo Japp haciendo girar el cigarrillo entre sus dedos.
—Sí. Lo siento. ¿Los prefieren de otra clase? Debo tener en alguna parte.
—No, no, está bien así —se inclinó hacia delante y dijo cambiando de tono—: Tal vez adivine para qué hemos venido a verle, mayor Eustace.
—No... No tengo la menor idea de lo que trae por mi casa a un primer inspector. ¿Es por algo referente a mi automóvil?
—No, no se trata de su automóvil. Creo que conocía usted a la señora Bárbara Alien, ¿verdad, mayor Eustace?
El mayor echóse hacia atrás y lanzando una bocanada de humo dijo:
—¡Oh, es eso! ¡Claro, debí haberlo supuesto! Un asunto muy triste.
—¿Lo sabe ya?
—Lo leí en la Prensa de ayer noche. Una pena.
—Creo que conoció a la señora Alien en la India.
—Sí, de eso hace ya algunos años.
—¿Conoció también a su marido?
Hubo una pausa, sólo durante una fracción de segundo, mientras sus ojillos de rata miraban rápidamente a los dos hombres, y al cabo repuso:
—No; a decir verdad nunca conocí a Alien.
—Pero ¿sabía algo de él?
—Oí decir que era un bala perdida. Claro que sólo era un rumor.
—¿La señora Alien no decía nada?
—Nunca hablaba de él.
—¿Intimó mucho con ella?
El mayor se encogió de hombros.
—Éramos viejos amigos, ¿sabe? Pero no nos veíamos con mucha frecuencia.
—Pero ¿la vio la noche pasada? ¿La noche del cinco de noviembre?
—Sí, es cierto.
—¿Creo que fue a verla a su casa?
El mayor Eustace asintió. Su voz adquirió un tono afligido.
—Sí, me pidió que la aconsejara acerca de algunas inversiones. Claro, comprendo lo que ustedes quieren saber... su estado de ánimo y todo eso. Bien, es difícil de decir, la verdad. Parecía bastante normal y sin embargo, ahora que lo pienso, creo qué estaba un poco sobresaltada.
—Pero ¿no le insinuó lo que pensaba hacer?
—Ni remotamente. A decir verdad, cuando me despedí de ella le dije que la llamaría pronto para salir juntos.
—¿Le dijo que le telefonearía? ¿Fueron éstas sus últimas palabras?
—Sí.
—Es curioso. Tengo noticias de que dijo usted algo muy distinto.
Eustace cambió de color.
—Bueno, no puedo recordar exactamente las palabras.
—Me han informado de que lo que usted dijo fue: «Bien, piénsalo bien y comunícame lo que decidas.»
—Déjeme pensar. Sí. Creo que tiene usted razón. No fue exactamente eso, pero me parece que le indicaba que me avisara cuando estuviera libre.
—No es exactamente lo mismo, ¿verdad? —dijo Japp.
El mayor Eustace alzóse de hombros.
—Mi querido amigo. No pretenderá usted que me acuerde palabra por palabra de lo que dije en una ocasión determinada.
—¿Y cuál fue la respuesta de la señora Alien?
—Dijo que me llamaría por teléfono. Es decir, es lo más aproximado que recuerdo.
—Y entonces es probable que usted dijera: «De acuerdo. Hasta la vista.»
—Sí. Algo por el estilo,
Japp dijo sin alterarse:
—Dice usted que la señora Alien le pidió que le aconsejara acerca de unas inversiones. ¿Por casualidad le dió la cantidad de doscientas libras en metálico para que las invirtiera por ella?
El rostro de Eustace adquirió un tinte oscuro, e inclinándose hacia delante exclamó:
—¿Qué diablos quiere insinuar con eso?
—¿Se las dio o no se las dio?
—Es asunto mío, inspector.
Japp no se alteró.
—La señora Alien sacó del Banco doscientas libras. Parte de esa cantidad, en billetes de cinco libras, cuyos números, naturalmente, podrán comprobarse.
—¿Y qué si me las dio?
—¿Era una cantidad para hacer inversiones, o era... chantaje... mayor Eustace?
—Es una idea descabellada. ¿Qué más sugerirá usted?
Japp dijo con su tono más oficial:
—Creo, mayor Eustace, que en llegado a este punto debo preguntarle si está dispuesto a venir a Scotland Yard a prestar declaración. Naturalmente que no hay prisa alguna, y que si lo desea puede estar presente su abogado.
—¿Mi abogado? ¿Para qué diablos iba a querer yo un abogado? ¿Y para qué me interroga?
—Trato de averiguar las circunstancias que rodearon la muerte de la señora Alien.
—¡Cielo santo, hombre, no supondrá...! ¡Valiente tontería! Escuche lo que ocurrió, es lo siguiente: Fui a ver a Bárbara porque así habíamos quedado...
—¿A qué hora fue eso?
—Yo diría que a las nueve y media aproximadamente. Nos sentamos... charlamos...
—¿Y fumaron?
—Sí, y fumamos. ¿Tiene algo de malo? —preguntó el mayor con tono de reto.
—¿Dónde fue esa conversación?
—En el saloncito. Es la primera puerta a la izquierda según se entra. Estuvimos hablando amigablemente, como le decía antes, y me marché poco antes de las diez y media. Me detuve unos momentos en la puerta para despedirme y decirle las últimas palabras...
—Las últimas precisamente... —murmuró Poirot.
—¿Quién es usted? Quisiera saberlo —Eustace se había vuelto hacia él al oír sus palabras—. ¡Una especie de extranjero condenado! ¿Y qué es lo que busca aquí?
—Soy Hércules Poirot —replicó el hombrecillo con dignidad.
—Como si fuera la estatua de Aquiles. Pues como decía, Bárbara y yo nos separamos amistosamente. Volví en mi coche sin detenerme al Club Far East. Llegué allí a las once menos veinticinco y fui directamente al salón de juego, donde estuve jugando al bridge hasta la una y media.
—Es una bonita coartada la que ofrece —dijo Hércules Poirot.
—¡Sería firme como el hierro en cualquier parte! ¿Y ahora, inspector —miró fijamente a Japp—, está satisfecho?
—¿Permanecieron en el saloncito durante toda la entrevista?
—Sí.
—¿No subió usted a la habitación de la señora Alien?
—Le digo que no. Estuvimos siempre en el saloncito, sin salir para nada.
Japp le contempló pensativo durante un par de minutos y luego dijo:
—¿Cuántos pares de gemelos tiene usted?
—¿Gemelos? ¿Qué tiene eso que ver?
—Claro que no está obligado a responder a esta pregunta.
—¿Responder? No me importa contestarla. No tengo nada que ocultar. Y exigiré una reparación. Tengo éstos... —alargó los brazos.
Japp observó que eran de oro y platino.
—Y estos otros.
Y levantándose abrió un cajón y extrajo un estuche que, luego de abierto, acercó bruscamente a la nariz de Japp.
—Un dibujo muy bonito —dijo el inspector—. Veo que uno está roto... le falta un pedacito de esmalte.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—¿No recordará cuándo se le rompió, supongo?
—Hará un día o dos a lo sumo.
—¿Le sorprendería que hubiera ocurrido cuando estuvo en casa de la señora Alien?
—¿Y por qué no? No he negado que estuviese allí —el mayor hablaba en tono altivo, como un hombre justamente indignado, pero sus manos temblaban.
Japp inclinándose hacia delante dijo con énfasis:
—Sí, pero ese trocito de esmalte no fue encontrado en el saloncito, sino arriba... en el dormitorio de la señora Alien... en la habitación donde fue asesinada y donde estuvo un hombre que fumaba la misma marca de cigarrillos que usted.
El disparo surtió efecto. Eustace se desplomó en su silla y sus ojos miraban ora a un lado ora al otro. Y la vista de aquel hombre caído y acobardado no era precisamente nada alentador.
—No tienen nada contra mí —Su voz era casi un quejido—. Tratan de complicarme..., pero no pueden hacerlo. Tengo una coartada... Yo no volví a acercarme a la casa aquella noche...
Poirot fue ahora quien habló.
—No, no volvió a la casa... No era necesario... ya que tal vez la señora Alien estaba ya muerta cuando usted salió de allí.
—Ello es imposible... imposible... Ella me acompañó hasta la puerta... habló conmigo... La gente debió oírla... verla...
Poirot dijo en voz baja:
—Le oyeron a usted hablar con ella... y simulando aguardar sus respuestas antes de volver a dirigirle la palabra... Es un viejo ardid... La gente pudo creer que estaba allí, pero no la vieron, ya que ni siquiera pueden decir si iba vestida de noche o no..., ni precisar el color de su traje.
—Dios mío... no es cierto... no es cierto.
Ahora temblaba... acobardado...
Japp le contempló con disgusto para decirle:
—Tengo que pedirle que me acompañe.
—¿Me detiene usted?
—Queda detenido para ser interrogado... digámoslo así, mejor.
El silencio fue roto con un prolongado suspiro, y la voz desesperada del mayor Eustace dijo:
—Estoy perdido...
Hércules Poirot se frotó las manos sonriendo alegremente. Al parecer se estaba divirtiendo.

CAPÍTULO IX
-

—Bonita manera de derrumbarse —decía Japp con aire profesional algo más tarde.
Él y Poirot iban en automóvil por la carretera de Brompton.
—Sabía que el juego había terminado —replicó Poirot distraído.
—Tenemos muchos cargos contra él —dijo Japp—. Dos o tres nombres supuestos, un asunto algo dudoso acerca de un cheque falso y otro muy interesante de cuando estaba en el Ritz y se hacía llamar el coronel de Bathe. Estafó a media docena de comerciantes de Piccadilly. De momento le tenemos detenido bajo este cargo... hasta que se concluya este caso. ¿A qué viene su idea de marchar al campo, amigo mío?
—Mi querido colega, cada caso debe ser llevado apropiadamente, y todo debe quedar aclarado. Ahora voy en busca del misterio que usted insinuó: «El Misterio del Neceser Desaparecido».
—Yo lo llamé «El Misterio del Neceser»... eso es lo que yo dije... Y no ha desaparecido, que yo sepa.
—Espere, mon ami.
El coche enfiló la avenida Mews. Ante la puerta del número catorce Jane Plenderleith acababa de apearse de un pequeño «Austin Seven», vestida para jugar al golf.
Miró a los dos hombres, y sacando una llave se dispuso a abrir la puerta.
—¿Quieren pasar?
Abrió la puerta y Japp la siguió hasta él saloncito. Poirot se entretuvo unos momentos en el zaguán, murmurando:
—C'est embetant.,., qué difícil resulta salir de estas mangas.
Al poco rato entró en el saloncito sin su abrigo, mas Japp frunció los labios bajo su bigote. Había oído el ligero crujido de la puerta del armario al ser abierta.
Japp le dirigió una mirada interrogadora y Poirot le hizo una seña de asentimiento.
—No queremos entretenerla, señorita Plenderleith —exclamó el inspector rápidamente—. Sólo hemos venido a preguntarle si podría darnos el nombre del abogado de la señora Alien.
—¿De su abogado? —La joven movió la cabeza—. Ni siquiera sabía que lo tuviera.
—Bueno, cuando alquiló esta casa con usted, alguien debió redactar el contrato...
—No, creo que no. Fui yo quien la alquiló. La escritura está a mi nombre. Bárbara me pagaba la mitad de la renta. Todo se hizo sin formalidades de ninguna clase.
—Ya. ¡Oh! Bueno, supongo que entonces no nos queda nada que hacer aquí.
—Siento no poder ayudarles —dijo Jane.
—La verdad es que no tiene gran importancia. —Japp dirigióse a la puerta—. ¿Ha estado jugando al golf?
—Sí —Jane enrojeció—. Supongo que me considerarán inhumana. Pero la verdad es que el estar en esta casa me deprimía. Tuve que salir y hacer algo... cansarme... o hubiera estallado.
Habló con gran vehemencia.
Poirot intervino rápidamente.
—Lo comprendo, mademoiselle. Es muy comprensible... y natural. Permanecer aquí sentada pensando... no, no debe resultar agradable.
—Celebro que lo comprenda —repuso Jane.
—¿Pertenece a algún club?
—Sí, juego en Wentworth.
—Ha hecho un día espléndido —comentó Hércules Poirot—. ¡Cielos, ahora quedan pocas hojas en los árboles! Una semana atrás los bosques estaban magníficos.
—Hoy ha hecho una mañana maravillosa.
—Buenas tardes, señorita Plenderleith —dijo el inspector—. Ya le comunicaré cuando haya algo definitivo. A decir verdad, hemos detenido a un hombre como sospechoso.
—¿A qué hombre?
Le miró con ansiedad.
—El mayor Eustace.
Asintió y dando media vuelta se agachó para acercar una cerilla al fuego.
—¿Y bien? —preguntó Japp cuando el coche hubo doblado la esquina de una avenida.
Poirot sonrió.
—Fue muy sencillo. Esta vez la llave estaba en la cerradura.
—¿Y...?
Poirot volvió a sonreír.
—Eh bien, los palos de golf no estaban...
—Naturalmente. La chica no es tonta. ¿Faltaba algo más?
Poirot asintió.
—Sí, amigo mío... ¡el neceser!
Japp apretó el acelerador.
—¡Maldición! —dijo—. ¡Sabía que había algo! Pero, ¿qué diablos es? Lo registré a conciencia.
—Mi pobre Japp... pero, ¿acaso no es... cómo diría yo... «evidente, mi querido Watson»?
Japp le dirigió una mirada desesperada.
—¿Adonde vamos? —preguntó.
Poirot consultó su reloj.
—Aún no son las cuatro. Podríamos ir a Wentworth antes de que oscurezca.
—¿Cree usted que de veras estuvo allí la señorita Plenderleith?
—Sí... debió suponer que lo comprobaríamos. Oh... sí; creo que nos dirán que estuvo allí.
Japp gruñó.
—Oh, bueno, vamos allá. Aunque no puedo imaginar lo que tiene que ver ese neceser con el crimen. No consigo relacionarlo con él.
—Precisamente, amigo mío, estoy de acuerdo con usted... no tiene nada que ver.
—Entonces..., ¿por qué...? ¡No me diga! Orden y método y todo saldrá por sus pasos contados. ¡Oh, bueno, hace un día espléndido!
El automóvil corría, volaba, y llegaron al Club de Golf de Wentworth poco después de las cuatro y media. No había mucha gente, por ser día laborable.
Poirot dirigióse al encargado y preguntó por los palos de la señorita Plenderleith, diciendo que los necesitaba para jugar al día siguiente.
El encargado llamó a un muchacho, que estuvo buscando entre los que había en un rincón, y al fin trajo un saco con las iniciales J. P.
—Gracias —dijo Poirot, y antes de marcharse volvióse para preguntar—: ¿No se dejó también un neceser?
—Hoy no, señor. Lo hubiese dejado en la Conserjería.
—¿Vino hoy por aquí?
—Sí, la he visto.
—¿Qué muchacho la acompañó, lo sabe? Echa de menos su neceser y no recuerda dónde pudo dejarlo.
—No fue ningún chico. Vino aquí y compró un par de pelotas, y sólo se llevó dos palos. Me parece recordar que llevaba un pequeño neceser en la mano.
Poirot despidióse dándole las gracias, y los dos hombres dieron la vuelta a la caseta del club. Poirot se detuvo un momento para contemplar el paisaje.
—Es bonito, ¿verdad? El verde oscuro de los pinos... y luego el lago. Sí, el lago.
Japp le miró en el acto.
—Esa es su idea, ¿verdad?
Poirot sonrió.
—Creo posible que alguien haya visto algo. Yo de usted procuraría averiguarlo.

CAPÍTULO X


Poirot dio un paso atrás con la cabeza un tanto ladeada mientras revisaba la disposición de los muebles de la estancia. «Una silla aquí... otra allí. Sí, así queda muy bien.» En aquel momento llamaron a la puerta... debía ser Japp.
El hombre de Scotland Yard fue directo al asunto.
—¡Tenía razón, viejo amigo! Dio en el clavo. Una joven fue vista ayer arrojando algo al lago de Wentworth, y su descripción corresponde a la de la señorita Jane Plenderleith. Conseguimos pescarlo sin grandes dificultades. Hay muchos juncos por allí cerca.
—¿Y qué era?
—¡El dichoso neceser! Pero, en nombre del cielo, ¿por qué? ¡Bueno, no lo entiendo! Dentro no había nada... ni siquiera las revistas. ¿Por qué una joven sensata, según es de suponer, habría de arrojar al lago un objeto tan caro? He pasado toda la noche sin dormirme, porque no consigo dar con ello.
—Mon pauvre Japp! Pero ya no necesita preocuparse más. Aquí llega la respuesta. Acaba de sonar el timbre.
Jorge, el intachable criado de Hércules Poirot, abrió la puerta para anunciar:
—La señorita Plenderleith.
La joven penetró en la estancia con su acostumbrado aire de completo dominio y seguridad en sí misma, y saludó a los dos hombres.
—Le he pedido que viniera... —explicó Poirot—. Siéntese aquí, ¿quiere? Y usted ahí, Japp... porque tengo que darles ciertas noticias.
La joven tomó asiento, miró a los dos hombres y dijo impaciente:
—Bueno. El mayor Eustace ha sido detenido.
—Supongo que ha debido leerlo en los periódicos de la mañana, ¿verdad?
—Sí.
—De momento está acusado de un cargo menos grave —continuó Poirot—. Entretanto, vamos recogiendo pruebas relacionadas con el crimen.
—¿Entonces fue un crimen?
—Sí —replicó Poirot—. Fue un crimen. La destrucción voluntaria de un ser humano por otro ser humano.
La joven se estremeció.
—No, por favor —murmuró—. Es horrible decir una cosa así.
—¡Sí... pero la realidad también lo es!
Hizo una pausa y agregó:
—Ahora, señorita Plenderleith, voy a decirle cómo llegué a conocer la verdad de este caso.
Ella miró a Poirot y luego a Japp, que sonreía.
—Tiene sus métodos, señorita Plenderleith —le dijo—. Yo le sigo la corriente. Creo que debemos escuchar lo que tiene que decirnos.
Poirot comenzó:
—Como usted ya sabe, mademoiselle, llegué con mi amigo al escenario del crimen en la mañana del seis de noviembre. Nos dirigimos a la habitación donde fue encontrado el cadáver de la señora Alien y en seguida me llamaron la atención una serie de pequeños detalles. En aquella estancia había cosas realmente extrañas.
—Continúe —dijo la muchacha.
—Para empezar... el olor a humo de cigarrillos —dijo Poirot.
—Creo que en eso exagera usted, Poirot. Yo no olí nada —exclamó Japp.
Poirot volvióse hacia él con la velocidad del rayo.
—Precisamente. Usted no olió a humo... igual que yo. Y eso era muy, muy extraño... puesto que la puerta y la ventana estaban cerradas y en el cenicero había los restos de diez cigarrillos por lo menos. Era extraño... muy extraño, que el dormitorio tuviera una atmósfera perfectamente límpida.
—¡De modo que ahí es donde usted quería ir a parar! —Japp suspiró—. Siempre le gusta llegar a las cosas por caminos tortuosos.
—Su Sherlock Holmes hizo lo mismo. Recuerde que dirigía la atención hacia el curioso incidente del perro en plena noche... y la solución era que no hubo tal incidente. El perro no hizo nada durante la noche. Bueno, continúo. Otra cosa que llamó mi atención fue el reloj de pulsera que llevaba la interfecta.
—¿Por qué?
—No tenía nada de particular, pero lo llevaba en la muñeca derecha. Sé por experiencia que lo corriente es llevarlo en la izquierda.
Japp alzóse de hombros, pero antes de que pudiera hablar, Poirot proseguía:
—Pero, como ustedes me dirán, eso no es nada definitivo. Algunas personas prefieren llevarlo en la derecha. Y ahora pasemos a algo verdaderamente interesante... amigos míos... al escritorio.
—Sí, lo imaginaba —dijo Japp.
—¡Eso sí que era curioso... muy curioso...! Por dos razones. La primera es que faltaba algo.
Jane Plenderleith preguntó:
—¿Qué es lo que faltaba?
Poirot volvióse hacía ella.
—Una hoja de papel secante, mademoiselle. La que había, estaba completamente limpia, sin estrenar.
Jane se encogió de hombros.
—La verdad, señor Poirot, de vez en cuando suele romperse el secante que se usa demasiado.
—Sí, pero, ¿qué se hace con él? Tirarlo al cesto de los papeles, ¿verdad? Pero no estaba en el cesto de los papeles. Lo miré.
Jane Plenderleith parecía impaciente.
—Porque probablemente la habría cambiado antes. El secante estaría limpio porque Bárbara no escribiría aquellos días.
—Pero no es ése el caso, mademoiselle, ya que la señora Alien aquella tarde fue vista echando una carta al buzón. Por lo tanto tuvo que haber estado escribiendo. No pudo hacerlo abajo, puesto que no hay material para ello. Y no es probable que fuese a la habitación de usted para escribir. De modo que, ¿qué ha sido del secante con que secó sus cartas? Es verdad que algunas personas arrojan las cosas al fuego en vez de tirarlas al saco de los papeles, pero en su dormitorio sólo hay un fuego de gas y el de la chimenea de abajo no había sido encendido el día anterior, puesto que usted me dijo que estaba ya preparado y sólo tuvo que acercar una cerilla.
»Un problema curioso. Miré en todas partes, en la papelera, en el cubo de la basura, pero no conseguí encontrar la hoja usada de papel secante... y eso me pareció muy importante. Me daba la impresión de que alguien lo había ocultado deliberadamente. ¿Por qué? Porque en él había impresa cierta escritura que podía ser fácilmente leída colocándola ante un espejo.
»Pero había otro punto curioso en aquel escritorio. Japp, tal vez recuerde cómo estaba dispuesto. En el centro el secante y el tintero, a la izquierda una bandejita con plumas y a la derecha un calendario y una pluma de ave. Eh bien? ¿No lo ven? Recuerde, Japp, que la examiné... y era sólo un elemento decorativo. No había sido utilizada. ¡Ah! ¿Todavía no lo ve? Lo diré otra vez. El secante en el centro, la bandejita de plumas a la izquierda... a la izquierda, Japp. ¿Y no es costumbre encontrarla a la derecha, puesto que se escribe con la mano derecha?
«Ahora lo comprende, ¿verdad? La bandejita de las plumas a la izquierda..., el reloj de pulsera en la muñeca derecha..., el secante recién cambiado... y algo que fue traído a la habitación... el cenicero con las colillas de cigarrillos.
»La atmósfera del dormitorio era fresca y sin el menor olor, Japp. Por lo tanto, la ventana había estado abierta y no cerrada toda la noche... Y entonces imaginé lo ocurrido.
Volvióse para enfrentarse con Jane.
—La vi a usted, mademoiselle, llegando en un taxi, despidiéndole subiendo la escalera a todo correr y tal vez gritando «Bárbara»... Abre usted la puerta y encuentra a su amiga tendida en el suelo, muerta y con una pistola en su mano crispada... la izquierda: naturalmente... puesto que era zurda... y por lo tanto la bala había penetrado en el lado izquierdo de su cabeza. Hay una nota dirigida a usted, en la que le dice lo que la ha impulsado a quitarse la vida. Imagino que sería una carta conmovedora... Una mujer joven, simpática y desgraciada que, víctima de un chantaje, decide quitarse la vida.
»Creo que en aquel mismo instante concibió usted la idea de la venganza. Aquello era obra de un hombre... ¡pues que recibiese su castigo... completo y adecuado! Coge la pistola, la limpia bien y la coloca en la mano derecha de la difunta. Coge la nota y el secante con que fue secada. Luego sube el cenicero... para crear la ilusión de que allí hubo dos personas charlando... y también un pedacito de esmalte de un gemelo que encuentra en el suelo. Es un hallazgo afortunado y espera que le aten cabos. Luego cierra la ventana y la puerta. No debe haber la menor sospecha de que usted ha estado en la habitación. La policía debe verla tal como está... de modo que no pide ayuda entre el vecindario, sino que llama directamente a la policía.
»Y continúa la farsa. Usted representa su papel con precisión y sangre fría. Al principio se niega a decir nada, pero luego expresa sus dudas acerca del suicidio. Más tarde se muestra dispuesta a ponernos sobre la pista del mayor Eustace.
»Sí, mademoiselle, muy, muy lista..., un asesinato muy inteligente... porque esto es lo que es el supuesto asesinato del mayor Eustace...
Jane Plenderleith se puso en pie.
—No era un asesinato..., sino justicia. ¡Ese hombre llevó a la pobre Bárbara a la muerte! ¡Era tan dulce y tan ingenua! La pobre se vio engañada por un hombre la primera vez que fue a la India. Ella sólo tenía diecisiete años, y él era casado. Tuvo una niña. Pudo haberla dejado en una casa cuna, pero no quiso ni oía hablar de ello. Se marchó de aquel lugar y regresó haciéndose llamar señora Alien. Más tarde la niña murió. Vino aquí y se enamoró de Carlos... ese mochuelo orgulloso y presumido. Ella le adoraba... y él se dejaba adorar. De haber sido otra clase de hombre le hubiese aconsejado que se lo contara todo, pero siendo como es, le dije que callara. Después de todo, nadie sabía nada, excepto yo. ¡Y entonces apareció ese demonio de Eustace! Ya conocen ustedes el resto. Empezó a atacarla sistemáticamente, pero no fue hasta la noche pasada cuando comprendió que estaba exponiendo también a Carlos al escándalo. Una vez casada con Carlos, Eustace la tendría donde él quería... ¡casada con un hombre rico al que le horrorizaba el escándalo! Cuando Eustace se fue con el dinero que ella le había preparado, sentóse a reflexionar. Luego tomó una determinación y me escribió una nota, diciéndome que amaba a Carlos y que le era imposible vivir sin él, pero que por su propio bien no podían casarse, y que por ello iba a tomar la mejor salida.
Jane echó la cabeza hacia atrás.
—¿Le extraña que yo hiciera lo que hice? ¡Y usted lo llama asesinato!
—Porque lo es —dijo Poirot con voz dura—. Un asesinato puede ser que a veces esté justificado, pero sigue siendo asesinato. Usted es sincera y posee una amplia mentalidad... ¡enfréntese con la verdad, mademoiselle! Su amiga murió porque no tuvo valor para vivir. Podemos lamentarlo... o comprenderla... Pero el hecho no varía... Fue por un acto suyo... no de otra persona.
Hizo una pausa.
—¿Y usted? Ese hombre está ahora en la cárcel, donde cumplirá una larga condena por otras cosas. ¿Desea usted realmente, por su propia voluntad, destrozar la vida... fíjese bien, la vida... de un ser humano?
Ella le miró con ojos sombríos. De pronto musitó:
—No. Tiene razón. No lo deseo.
Y dando media vuelta salió de la habitación y oyeron cerrar la puerta de la calle...
Japp lanzó un silbido prolongado.
—¡Bueno, que me aspen! —dijo.
Poirot tomó asiento, mirándole con simpatía. Transcurrió un buen rato antes de que rompieran el silencio, y fue Japp quien dijo:
—¡No se trataba de un asesinato disfrazado de suicidio, sino de un suicidio preparado para que pareciera un crimen!
—Sí, realizado con gran inteligencia, sin exageraciones.
Japp dijo de pronto:
—Pero ¿y el neceser? ¿Qué relación tiene con todo esto?
—Pues, amigo mío, ya le he dicho que ninguna.
—Entonces, ¿por qué...?
—Los palos de golf. Los palos de golf, Japp. Eran los de una persona zurda. Jane Plenderleith guardaba los suyos en Wentworth. Aquéllos eran los de Bárbara Alien. No es de extrañar que la muchacha se sobresaltara cuando usted abrió el armario. Todo su plan pudiera haberse venido abajo. Pero es muy rápida, y comprendió que por espacio de un breve segundo se había delatado. Vio que la observábamos e hizo lo mejor que se le ocurrió en aquel momento: tratar de fijar nuestra atención en un objeto equivocado. Y nos dijo, refiriéndose al neceser: «Es mío. Lo... lo traje conmigo esta mañana... de modo que no puede haber nada.» Y, como ella esperaba, usted siguió la pista falsa. Por la misma razón, cuando a la mañana siguiente se dispone a deshacerse de los palos de golf, continúa utilizando el neceser como... ¿cómo diría yo?, como espejuelo.
—¿Quiere decir que su verdadero objeto era...?
—Reflexione, amigo mío. ¿Cuál es el mejor lugar para deshacerse de un saco de palos de golf? No es posible quemarlos, ni arrojarlos al cubo de la basura. Si se dejan abandonados en algún sitio es probable que alguien los devuelva. La señorita Plenderleith se los llevó a un campo de golf. Los deja en la caseta del club, y cogiendo un par de bastones de su propio saco, se va a jugar sin chico que la acompañase. Sin duda, a intervalos prudentes rompe un palo por la mitad y lo esconde entre la maleza... y termina por arrojar el saco. Si alguien encuentra un bastón roto en el club de golf no es de extrañar. Es sabido que existen personas que arrojan y rompen todos sus palos cuando se exasperan durante el transcurso del juego. ¡En resumen, es cosa propia del mismo juego! Pero puesto que comprende que sus actos pueden ser objeto de interés, arroja el cebo inútil... el neceser... de un modo algo espectacular al lago... Ésta, amigo mío, es la verdad acerca del «Misterio del Neceser».
Japp contempló a su amigo en silencio durante unos instantes. Al fin, puesto en pie, echóse a reír dándole unas palmaditas en el hombro.
—¡No está mal, viejo! ¡Le doy mi palabra de que usted se llevará la gloria! ¿Nos vamos a comer?
—Con mucho gusto, amigo mío, pero el menú tendrá que ser Omelette aux Champignons, Blanquette de Veau, Petits pois á la France, y... para terminar, Baba au Rhum.
—¡A por ello! —exclamó Japp.

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