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miércoles, 18 de abril de 2012

AGATHA CHRISTIE - TESTIGO DE CARGO



AGATHA CHRISTIE
TESTIGO DE CARGO


TESTIGO DE CARGO
Agatha Christie


El señor Mayherne se ajustó los lentes de pinza, mientras aclaraba su garganta con su tosecilla
seca tan característica en él. Luego volvióse a mirar de nuevo al hombre que tenía ante sí, un hombre
acusado de homicidio voluntario.
El señor Mayherne era un hombrecillo menudo, de ademanes precisos, pulcro, por no decir
afectado, en su modo de vestir, y con unos ojos grises de mirada astuta. No tenía un pelo de tonto; muy
al contrario, era un abogado de gran prestigio. Su voz, cuando se dirigió a su cliente, fue seca, pero no
antipática.
—Debo insistir y repetirle que se encuentra en grave peligro, por ello es necesaria la mayor
franqueza.
Leonardo Volé, que había estado mirando sin ver la pared que tenía frente a él, volvió sus ojos al
abogado.
—Lo sé —dijo con desaliento—. Usted no cesa de decírmelo. Pero todavía no puedo comprender
que se me acuse de un crimen... un crimen. Y además un crimen tan cobarde.
El señor Mayherne era un hombre práctico y poco impresionable. Volviendo a carraspear los
colocó de nuevo sobre el puente de su nariz.
—Sí, sí, sí —dijo al fin—. Ahora, mi querido señor Volé, vamos a realizar un esfuerzo para
salvarle... y lo conseguiremos... lo conseguiremos. Pero debo conocer todos los hechos. Tengo que saber
hasta qué punto se halla usted comprometido. Entonces podremos determinar la mejor línea de defensa.
El joven continuó mirándole con expresión de desaliento. Al señor Mayherne le había parecido el
caso bastante negro, y segura la culpabilidad del detenido; ahora, por primera vez, dudaba.
—Usted me cree culpable —dijo Leonardo Volé en voz baja. ¡Pero por Dios le juro que no lo soy!
Comprendo que todo está en contra mía. Soy como un hombre aprisionado en una red... cuyas mallas
me van rodeando más y más, me vuelva hacia donde me vuelva. ¡Pero no fui yo, señor Mayherne, no fui
yo!
En semejante posición un hombre ha de gritar su inocencia. Eso lo sabía el señor Mayherne. Sin
embargo, a pesar suyo, estaba impresionado. Después de todo, ¿y si Leonardo Volé fuese inocente?
—Tiene usted razón, señor Volé —le dijo en tono grave—. Este caso se presenta muy negro para
usted. Sin embargo, acepto sus protestas de inocencia. Ahora, pasemos a los hechos. Quiero que me
diga exactamente, y a su modo, cómo conoció a la señorita Emilia French.
—La conocí un día en la calle Oxford. Vi a una señora anciana que cruzaba la calle cargada de
paquetes, y cuando estuvo en medio se le cayeron y al tratar de recogerlos casi la aplasta un autobús.
Sólo tuvo tiempo de llegar a salvo a la acera, aturdida por los gritos de la gente. Yo recogí sus paquetes,
les limpié el barro como pude y regresé a su lado para devolvérselos.
—¿Pero usted no le salvó la vida?
—¡Oh, no, pobre de mí! Todo lo que hice fue realizar un simple acto de cortesía. Ella se mostró
muy agradecida y me dio las gracias calurosamente, diciendo que mis modales no eran como los de la
mayoría de jóvenes en la actual generación... no recuerdo las palabras exactas. Entonces me despedí
quitándome el sombrero y me marché. No esperaba volverla a ver nunca, pero la vida está llena de
coincidencias. Aquella misma noche la encontré en una fiesta que daba un amigo mío en su casa. Me
reconoció en el acto e hizo que nos presentaran. Entonces supe que era la señorita Emilia French y que
vivía en Cricklewood. Estuve hablando con ella un buen rato. Imaginé que se trataba de una de esas
ancianas que sienten simpatías repentinas por las personas, lo que le había ocurrido conmigo por haber
realizado una acción bien sencilla y que cualquiera hubiese llevado a cabo. Al marcharse me estrechó la
mano cariñosamente y me rogó que fuese a visitarla. Yo, como es natural, repuse que con mucho gusto,
y me instigó para que fijara un día. No tenía el menor deseo de ir, pero el rehusar hubiera parecido
descortés y quedé en ir el sábado siguiente. Cuando se hubo marchado, supe algunas cosas de ella por
mis amigos..., que era rica, excéntrica, que vivía sola con una doncella y que tenía ocho gatos por lo
menos.
—Ya —exclamó el señor Mayherne—. ¿De modo que la cuestión de su posición económica
surgió tan pronto?
—Si quiere usted insinuar que yo hice averiguaciones... —comenzó a decir Leonardo Volé con
calor, mas el abogado le detuvo con un gesto.
—Tengo que ver cómo se presenta el caso para la otra parte. Un observador vulgar no hubiera
supuesto que la señorita French tuviera medios económicos. Vivía pobremente, casi miserablemente, y a
menos que le dijeran lo contrario, usted hubiera pensado que era pobre... por lo menos al principio.
¿Quién le dijo que gozaba de buena posición económica?
—Mi amigo Jorge Harvey, en cuya casa se celebraba la fiesta.
—¿Es probable que él lo recuerde?
—No lo sé, la verdad. Claro que ya ha pasado tiempo.
—Cierto, señor Volé. Comprenda, el principal interés de la parte fiscal será establecer que usted
se encontraba falto de recursos..., lo cual es cierto, ¿no es así?
Leonardo Volé enrojeció.
—Sí —dijo en voz apagada—. Desde entonces he tenido una suerte infernal.
—Cierto —repitió el señor Mayherne—. Y estando, como digo, falto de recursos económicos,
conoció a esta anciana acaudalada y cultivó su amistad asiduamente. Ahora bien, si estuviéramos en
posición de poder decir que usted no tenía la menor idea de que era rica, y que la visitó únicamente por
pura cortesía...
—Que es la verdad...
—Lo creo. No trato de discutírselo. Lo miro desde el punto de vista externo. Depende mucho de
la memoria del señor Harvey. ¿Es probable que recuerde esa conversación? ¿Sí o no? ¿Podríamos
convencerle de que tuvo lugar más tarde?
Leonardo Volé reflexionó unos instantes, y luego dijo con bastante firmeza, pero muy pálido:
—No creo que eso surtiera efecto, señor Mayherne. Varios de los presentes oyeron su
comentario, y un par de ellos bromeaban diciéndome que había conquistado a una vieja rica.
El abogado procuró esconder su desaliento con un ademán.
—Es una lástima —dijo—. Pero le felicito por su llaneza, señor Volé, Es usted quien debe
guiarme, y tiene razón. El seguir la pauta indicada por mí, hubiera sido desastroso. Debemos dejar ese
punto. Usted conoció a la señorita French, la visitó y su amistad fue progresando. Necesitamos una razón
clara para todo esto. ¿Por qué un joven de treinta y tres años, bien parecido, aficionado a los deportes,
popular entre sus amigos, dedicó tanto tiempo a una anciana con la que no podía tener absolutamente
nada en común?
Leonardo Volé extendió ambas manos en un gesto de impotencia.
—No sabría decirle..., la verdad es que no sabría explicárselo.
«Después de la primera visita, me instó a que volviera, diciéndome que se sentía sola y
desgraciada, y se me hizo difícil negarme. Me mostraba tan abiertamente su simpatía y afecto que me
colocaba en una posición violenta. Comprenda, señor Mayherne, tengo un carácter débil..., soy de esas
personas que no saben decir que no. Y me crea usted o no, como prefiera, después de la tercera o cuarta
visita descubrí que iba tomándole verdadero afecto. Mi madre falleció cuando yo era niño, y la tía que me
educó murió también antes de que yo cumpliera los quince años. Si le dijera que disfrutaba sinceramente
viéndome amparado y mimado, me atrevo a asegurar que usted se reiría.
El señor Mayherne no se rió. En vez de eso, volvió a quitarse los lentes para limpiarlos, señal
evidente de que estaba reflexionando intensamente.
—Acepto su explicación, señor Volé —dijo por fin—. Creo que es posible psicológicamente.
Aunque es otro asunto el que un jurado quiera aceptarlo. Por favor, continúe. ¿Cuándo le pidió la señorita
French que cuidara de sus asuntos?
—Después de mi tercera o cuarta visita. Ella entendía poco de asuntos económicos y estaba
preocupada por ciertas inversiones.
El señor Mayherne alzó la cabeza con presteza.
—Tenga cuidado, señor Volé. La doncella, Janet Mackenzie, declara que su ama era un mujer
muy entendida en cuestiones de negocios y que llevaba todos sus asuntos personalmente, cosa que ha
sido corroborada por el testimonio de sus banqueros.
—No puedo remediarlo —repuso Volé con vehemencia—. Eso es lo que ella me dijo.
El señor Mayherne le contempló en silencio unos instantes. Aunque no tenía intención de
decírselo, en aquellos momentos se robusteció su fe en la inocencia de Leonardo Volé. Conocía algunos
aspectos de la mentalidad de ciertas ancianas. Veía a la señorita French entusiasmada con el joven bien
parecido, buscando pretextos para atraerle a su casa. Era más que probable que hubiera fingido
inocencia en cuestiones de negocios y le suplicase la ayuda en sus asuntos económicos. Ella tendría la
suficiente experiencia para comprender que cualquier hombre se sentiría halagado por aquella concesión
a su superioridad masculina. Y Leonardo Volé se había sentido halagado. Quizá tampoco quiso ocultarle
que era rica. Emilia French fue siempre una mujer voluntariosa, dispuesta a pagar cualquier precio por lo
que deseaba. Todo esto pasó rápidamente por la imaginación del señor Mayherne, pero sin demostrarlo
en lo más mínimo. Se dispuso a hacer otra pregunta.
—¿Y usted se ocupó de sus asuntos como según ella le pedía?
—Sí.
—Señor Volé —dijo el abogado—. Voy a hacerle una pregunta muy seria, y es de vital
importancia que me conteste con la verdad. Usted se encontraba en una difícil situación económica y
tenía en sus manos la dirección de los asuntos de una anciana... una anciana que, según su propia
declaración, sabía muy poco, o nada, de negocios. ¿Utilizó en alguna ocasión, o en algún asunto, los
valores que usted manejaba en beneficio propio? ¿Realizó usted algunas transacciones en su provecho
pecuniario que no soportarían la luz del día? —contuvo la respuesta del otro—. Espere un momento
antes de responder. Ante nosotros se abren dos caminos a seguir. O bien podemos hacer hincapié en su
probidad y honradez de llevar sus asuntos, poniendo de relieve la imposibilidad de que cometiera un
crimen para lograr dinero, cuando podía haberlo obtenido por medios mucho más sencillos, o bien, por
otro lado, hizo algo que pueda ser probado por la parte fiscal...; si, hablando claro, puede probarse que
usted estafó a esa anciana en algún aspecto, podemos afianzarnos en la línea de defensa de que usted
no tuvo motivos para cometer el crimen, puesto que ella representaba ya una renta beneficiosa para
usted. ¿Ve la diferencia? Ahora le suplico que se tome tiempo para contestar.
Pero Leonardo Volé no necesitó pensarlo.
—Siempre llevé los asuntos de la señorita French con toda honradez y abiertamente. Actué en su
interés lo mejor que supe, como podrá averiguar quien se lo proponga.
—Gracias —dijo el señor Mayherne—. Me ha quitado un gran peso de encima. Y le concedo el
favor de creerle demasiado inteligente para mentirme en un asunto de tanta importancia.
—Desde luego —replicó Volé con ansiedad—, el punto más fuerte a mi favor es la falta de
motivo. Dando por supuesto que yo cultivara la amistad con una anciana rica con la esperanza de sacarle
el dinero..., cosa que me figuro es de sustancia lo que usted ha estado diciendo..., ¿su muerte no hubiera
frustrado mis propósitos?
El abogado le miró de hito en hito, y luego deliberadamente repitió la operación de limpiar sus
lentes, no hablando hasta haberlos colocado sobre su nariz.
—¿No sabe usted, señor Volé, que la señorita French ha dejado un testamento según el cual
usted es el principal beneficiario?
—¿Qué? —el detenido se puso en pie de un salto. Su sorpresa era evidente y espontánea—.
¡Dios mío! ¿Qué está usted diciendo? ¿Me dejó su dinero?
El señor Mayherne asintió lentamente mientras Volé, volviendo a sentarse, escondía el rostro
entre las manos.
—¿Pretende hacerme creer que no sabía nada de este testamento?
—¿Pretender? No hay pretensiones que valgan. Yo no sabía nada.
—¿Qué diría usted si le dijera que la doncella, Janet Mackenzie, jura que usted lo sabía? ¿Que
su ama le confesó abiertamente haberle consultado acerca de este asunto comunicándole sus
intenciones?
—¿Decir? ¡Que miente! No, voy demasiado de prisa. Janet es una mujer de edad. Estaba celosa
y sospechaba de mí. Yo diría que la señorita Frenen le confiaría sus intenciones, y Janet o bien entendió
mal parte de lo que le dijo, o en su interior estaría convencida de que yo había persuadido a la anciana
para que lo hiciera. Me atrevo a asegurar que ahora está convencida de que fue la señorita French quien
se lo dijo realmente.
—¿No cree que pueda odiarle lo bastante para mentir deliberadamente en esta cuestión?
Leonardo Volé pareció sorprendido.
—¡ No, por supuesto! ¿Por qué había de odiarme?
—No lo sé —repuso le abogado pensativo—. Pero está muy resentida con usted.
El desgraciado joven volvió a lamentarse. —Empiezo a comprender —murmuró—. Es horrible.
Dirán que yo la convencí para que me dejara su dinero, y luego fui allí aquella noche..., no había nadie
más en la casa... y al día siguiente la encontraron... ¡Oh, Dios mío, es horrible!
—Se equivoca usted en lo de que no había nadie más en la casa —dijo el señor Mayherne—.
Janet, como usted recordará, tenía la noche libre. Salió, pero a eso de las nueve y media regresó para
buscar el patrón de la manga de una blusa que había prometido a su amiga. Entró por la puerta posterior,
subiendo al piso a buscarlo, y luego volvió a salir. Oyó voces en el salón, aunque no pudo distinguir lo
que decían, pero ella juraría que una era la de la señorita French, y la otra la de un hombre.
—A las nueve y media —dijo Leonardo Volé—. A las nueve y media... —se puso en pie con
presteza—. Pero entonces estoy salvado... salvado...
—¿Qué quiere usted decir? —exclamó el señor Mayherne estupefacto.
—¡A las nueve y media yo estaba en mi casa! Mi esposa puede probarlo. Dejé a la señorita
French a eso de las nueve menos cinco, llegué a mi casa cerca de las nueve y veinte. Mi esposa estaba
esperándome. ¡Oh, gracias a Dios..., gracias a Dios! Y bendito sea el patrón de la manga de Janet
Mackenzie.
En su exaltación, apenas se dio cuenta de que el semblante grave del señor Mayherne no había
variado, pero su palabras le hicieron bajar rápidamente de las nubes.
—Entonces, ¿quién cree usted que asesinó a la señorita French?
—Pues un ladrón, desde luego, como se pensó al principio. Recuerde que la ventana había sido
forzada, y la mataron golpeándola con una barra de hierro que se encontró en el suelo junto al cadáver;
además faltaban varias cosas. A no ser por las absurdas suposiciones de Janet y su antipatía por mí, la
policía no se hubiera apartado de la verdadera pista.
—Eso no sirve, señor Volé —dijo el abogado—. Las cosas que desaparecieron eran meras
insignificancias sin valor, que se llevaron para despistar. Y las huellas de la ventana no son nada
convincentes. Además, piense por usted mismo. Dice que no estaba en la casa a las nueve y media.
¿Quién era entonces el hombre que Janet oyó hablar con la señorita French en el saloncito? No es
probable que sostuviera una conversación amistosa con un ladrón.
—No —replicó Volé—, No... —parecía intrigado y abatido—. Pero de todas maneras —agregó
con renovada energía—, yo quedo eliminado. Tengo una coartada. Debe usted ver a Romaine..., mi
esposa..., en seguida.
—Desde luego —se avino el abogado—. Ya la hubiera visto de no encontrarse ausente cuando
usted fue detenido. Telegrafié a Scotland Yard en seguida, y tengo entendido que regresa esta noche.
Pienso ir a verla inmediatamente que salga de aquí.
Volé asintió, mientras iba apareciendo en su rostro una expresión satisfecha.
—Sí, Romaine se lo dirá. ¡Dios mío, qué suerte he tenido!
—Perdone, señor Volé, ¿pero quiere usted mucho a su esposa?
—Desde luego.
—¿Y ella a usted?
—Romaine me quiere. Haría cualquier cosa por mí.
Habló con entusiasmo, pero el abogado sintió crecer su desaliento. ¿Daría crédito al testimonio
de una esposa amante?
—¿Hubo alguien más que le viera regresar a las nueve y veinte? ¿Una doncella, por ejemplo?
—No tenemos servicio.
—¿Se encontró a alguien cuando regresaba?
—A nadie que yo sepa. Tomé el autobús. Es posible que el cobrador me recuerde.
El señor Mayherne meneó la cabeza con incertidumbre.
—Entonces, ¿no hay nadie que pueda confirmar el testimonio de su esposa?
—No. Pero, ¿acaso es necesario?
—Creo que no, creo que no —repuso el abogado apresuradamente—. Otra cosa más. ¿Sabía la
señorita French que era usted casado?
—Oh, sí.
—No obstante, nunca le presentó a su esposa. ¿Por qué?
Por primera vez la respuesta de Leonardo Volé fue vacilante.
—Pues... no lo sé.
—¿Se da usted cuenta de que Janet Mackenzie dice que su ama le creía soltero y que esperaba
casarse con usted en el futuro?
Volé se echó a reír.
—¡Es absurdo! Me llevaba cuarenta años.
—No hubiera sido el primer caso —replicó el abogado en tono seco—. Pero es un hecho que
consta. ¿Su esposa no conoció a la señorita French?
—No.
—Permítame que le diga que me resulta difícil comprender su actitud en este asunto —dijo el
señor Mayherne.
Volé enrojeció antes de contestar.
—Voy a hablarle con claridad. Yo andaba apurado de dinero, como usted sabe, y esperaba que
la señorita French me prestase un poco. Me apreciaba, pero le traían sin cuidado las dificultades de un
matrimonio joven. Más adelante descubrí que había dado por hecho que mi esposa y yo no nos
llevábamos bien..., que estábamos separados. Señor Mayherne..., yo quería dinero para Romaine. No
dije nada y dejé que la vieja pensara lo que quisiera. Me habló de que yo era para ella como un hijo
adoptivo. Nunca surgió la cuestión de matrimonio..., debe ser cosa de la imaginación de Janet.
—¿Y eso es todo?
—Sí..., eso es todo.
¿Hubo cierta vacilación en su respuesta? El abogado creía que sí, y levantándose le tendió la
mano.
—Adiós, señor Volé —mirando el rostro descompuesto del joven le habló impulsivamente—. Creo
en su inocencia a pesar de la multitud de factores en contra suya. Espero probarlo y rehabilitarle por
completo.
Volé le correspondió con una sonrisa.
—Ya verá usted cómo mi coartada es cierta —dijo animado.
Y esta vez tampoco se dio cuenta de que el abogado no participaba de su optimismo.
—Todo el caso depende principalmente del testimonio de Janet Mackenzie —dijo el señor
Mayherne—. Ella le odia. Eso está clarísimo.
—No puede odiarme mucho —protestó el joven.
El abogado salió meneando la cabeza. Ahora a por la señora Volé, díjose para sus adentros.
Estaba preocupado por el cariz que iba tomando la cosa.
Los Volé vivían en una casita destartalada cerca de Paddington Green, y a ella se dirigió
Mayherne.
Respondiendo a su llamada le abrió la puerta una mujer corpulenta y desaliñada, a todas luces la
encargada de la limpieza.
—¿Ha regresado ya la señora Volé?
—Llegó hace cosa de una hora, pero no sé si podrá verla.
—Si quisiera enseñarle mi tarjeta estoy seguro de que me recibiría —dijo el abogado con toda
calma.
La mujer le miró indecisa, pero secándose las manos en el delantal cogió la tarjeta. Luego cerró
la puerta en sus narices, dejándole en la calle.
Sin embargo, regresó a los pocos minutos, hablándole con nuevo respeto.
—Pase, por favor.
Le introdujo en un diminuto saloncito, y cuando el abogado estaba examinando un grabado de la
pared, volvióse sobresaltado encontrándose ante una mujer alta y pálida que había entrado sin hacer
ruido.
—¿El señor Mayherne? Es usted el abogado de mi esposo, ¿verdad? ¿Viene usted a verme?
¿Quiere hacer el favor de sentarse?
Hasta oírla hablar no se dio cuenta de que no era inglesa. Ahora, observándola más de cerca,
reparó en sus pómulos salientes, el negro intenso de sus cabellos, y el movimiento de sus manos que era
netamente extranjero. Una mujer extraña... y muy reposada..., tanto que ponía nervioso a cualquiera, y
desde el primer momento, el señor Mayherne tuvo el convencimiento de hallarse ante algo que no
entendía.
—Ahora, mi querida señora Volé —empezó Mayherne—, no debe usted desanimarse...
Se detuvo. Era del todo evidente que Romaine Volé no tenía la más ligera sombra de desaliento.
Conservaba la calma sin inmutarse.
—¿Quiere contármelo todo? —le dijo—. Debo saberlo, y no intente ocultarme nada. Quiero saber
lo peor.
El señor Mayherne le refirió su entrevista con Leonardo Volé mientras ella le escuchaba
atentamente asintiendo de vez en cuando.
—Ya comprendo —dijo cuando el abogado hubo concluido—. ¿Quiere que yo diga que aquella
noche vino a las nueve y veinte?
—¿Es que no llegó a esa hora? —preguntó el señor Mayherne extrañado.
—Eso no importa ahora —replicó en tono frío. ¿Es que si yo dijera eso conseguiría su libertad?
¿Me creerían?
El señor Mayherne estaba sorprendido. Aquella mujer había ido directamente al fondo de la
cuestión.
—Eso es lo que deseo saber —insistió ella—. ¿Sería bastante? ¿Hay alguien más que pueda
apoyar mi declaración?
Había tal ansiedad en su actitud que se sintió intranquilo.
—Hasta ahora no hay nadie más —dijo de mala gana.
—Ya —exclamó Romaine Volé, quedando inmóvil unos instantes y sonriendo ligeramente.
El abogado sintió aumentado su recelo.
—Señora Volé —empezó a decir—. Comprendo lo que usted debe sentir...
—¿Sí? —replicó—. ¿Está seguro?
—Dadas las circunstancias...
—Dadas las circunstancias... voy a jugar mis triunfos.
El abogado la contempló con desaliento.
—Pero mi querida señora Volé..., está usted sobreexcitada. Estando tan enamorada de su
marido...
—¿Cómo dice?
La dureza de su voz le sobresaltó, y se dispuso a repetir con menos seguridad.
—Estando tan enamorada de su marido...
Romaine Volé sonrió lentamente con la misma extraña sonrisa en los labios.
—¿Le dijo Leonardo que yo le quería? —preguntó en voz baja—. ¡Ahí, sí! Comprendo. ¡Qué
estúpidos son los hombres! Estúpidos... estúpidos... estúpidos.
De pronto se puso en pie, y toda la intensa emoción que el abogado percibiera en la atmósfera
ahora se concentró en su tono.
—¡Le odio, se lo aseguro! Le odio. Le odio. ¡Le odio! Me gustaría verlo colgado del cuello hasta
que muriera.
El abogado retrocedió ante el apasionamiento que brillaba en sus ojos.
Ella avanzó con decisión un paso más, continuó con vehemencia:
—Y quizá lo vea. Supongamos que yo digo que no llegó a casa aquella noche a las nueve y
veinte, sino que a las diez y veinte. Usted dice que él asegura no saber nada del dinero que iba a
heredar, pues suponga que yo digo que lo sabía, que contaba con él, y que cometió el crimen para
conseguirlo. ¿Y si dijera que aquella noche al llegar a casa me confesó que lo había hecho, y que traía la
americana manchada de sangre? ¿Entonces qué? Supongamos que me presento en el juzgado y digo
todas estas cosas...
Sus ojos parecían desafiarle, y abogado hizo un esfuerzo para disimular su creciente desaliento
procurando hablar en tono normal.
—No pueden pedirle que declare contra el marido...
—¡No es mi marido!
El silencio fue tan intenso que podría haberse oído caer una hoja.
—Yo fui actriz en Viena. Mi esposo vive, pero se halla interno en un manicomio, por eso no
pudimos casarnos. Ahora me alegro —terminó con aire retador.
—Quisiera que me dijese una cosa —continuó el señor Mayherne tratando de parecer tan natural
como siempre—. ¿Por qué está tan resentida con Leonardo Volé?
Ella meneó la cabeza, en ademán negativo, sonriendo ligeramente.
—Sí, le gustaría saberlo. Pero no se lo diré. Ése será mi secreto.
El señor Mayherne se puso en pie lanzando su tosecilla característica.
—Entonces me parece innecesario prolongar esta entrevista —observó—. Volverá a tener
noticias mías en cuanto me haya comunicado de nuevo con mi cliente.
Se acercó a él mirándole con sus maravillosos ojos oscuros.
—Dígame —le dijo—, ¿creía usted... con sinceridad... que él era inocente?
—Sí —replicó el señor Mayherne.
—Pobrecillo —rió ella.
—Y aún lo sigo creyendo —terminó el abogado—. Buenas noches, señora.
Y salió de la estancia llevando impresa en su memoria su expresión asombrada. ¡Vaya asunto
endiablado!, dijóse mientras enfilaba la calle.
Era extraordinario. Y aquella mujer..., tan peligrosa. Las mujeres son el diablo cuando se lo
proponen.
¿Qué hacer? Aquel desdichado joven no tenía ni dónde apoyarse. Claro que posiblemente habría
cometido el crimen.
No, se dijo el señor Mayherne para sus adentros, hay demasiadas cosas en contra suya. No creo
a esa mujer. Ha inventado esa historia y no se atreverá a contarla ante el jurado.
Pero hubiera querido estar más seguro.
Los procedimientos judiciales fueron breves y dramáticos. Los principales testigos de cargo eran
Janet Mackenzie, doncella de la víctima, y Romaine Heilger, de nacionalidad austríaca, la amante del
detenido.
El señor Mayherne escuchaba la historia condenatoria de esta última, según la línea que le
indicara durante su entrevista.
El detenido reservó su defensa.
El señor Mayherne estaba desesperado. El caso contra Leonardo Volé estaba de lo más negro, e
incluso el famoso abogado encargado de la defensa, le daba muy pocas esperanzas.
—Si pudiéramos rebatir el testimonio de esa austríaca tal vez lográsemos algo —dijo sin gran
convencimiento—. Pero es un mal asunto.
El señor Mayherne había concentrado sus energías en un solo punto. Suponiendo que Leonardo
Volé dijera la verdad y hubiese abandonado la casa de la víctima a las nueve, ¿quién era el hombre que
Janet oyó hablar con la señorita French a las nueve y media?
El único rayo de luz era un sobrino incorregible de la víctima que tiempo atrás había acosado y
amenazado a su tía para sacarle varias sumas de dinero. Janet Mackenzie, como supo el abogado, había
sido siempre partidaria de ese joven apoyándole en sus solicitudes. Parecía posible que fuese este
sobrino el que visitara a la señorita French después de marcharse Leonardo Volé, especialmente cuando
no se le encontraba en los lugares de costumbre.
En todas las demás direcciones las pesquisas del abogado fueron de resultado negativo. Nadie
había visto a Leonardo Volé entrar en su casa o salir de la de la señorita French. Ni nadie vio a otro
hombre entrar o salir de la casa de Cricklewood. Todas las averiguaciones fueron negativas.
Fue la tarde en que debía celebrarse la vista de la causa cuando el señor Mayherne recibió la
carta que iba a dirigir todos sus pensamientos hacia una dirección enteramente nueva:
Muy señor mío:
Usted es el abogado que representa a ese joven. Si quiere que esa tunante extranjera quede
descubierta, así como todas sus mentiras, venga esta noche al número dieciséis de Shaw's Rents
Stepney. Le costará doscientas libras. Pregunte por la señora Mogson.
El abogado leyó y releyó la extraña epístola. Claro que podía ser un engaño, pero cuanto más se
lo pensaba más se convencía de su autenticidad, así como de que era la única esperanza del detenido.
El testimonio de Romaine Heilger le había condenado por completo, y la línea de defensa que se
proponía seguir..., hacer resaltar que el testimonio de una mujer que había confesado llevar una vida
inmoral no era digno de crédito... era bastante floja.
El señor Mayherne tomó una conclusión. Era su deber salvar a su cliente a toda costa. Tenía que
ir a Shaw's Rents.
Tuvo alguna dificultad en encontrar el sitio, un edificio destartalado en una barriada maloliente,
mas al fin lo consiguió y al preguntar por la señora Mogson le enviaron a una habitación del tercer piso.
Llamó a la puerta, y no obteniendo respuesta, repitió la llamada.
Esta vez oyó ruido en el interior y al fin se abrió la puerta cautelosamente, apenas unos
centímetros por donde atisbo una figura encorvada.
De pronto la mujer, porque era una mujer, lanzando una risita, franqueóle la entrada.
—De modo que es usted —dijo con voz cansada—. ¿Viene solo? ¿No intentará ningún truco? Así
está bien. Puede pasar, puede pasar.
Con cierta repugnancia el abogado traspuso el umbral, penetrando en una habitación sucia y
reducida, iluminada por un mechero de gas. En un rincón veíanse la cama sin hacer, una mesa sencilla y
dos sillas desvencijadas; y por primera vez el señor Mayherne pudo contemplar a la inquilina de aquel
hediondo departamento. Era una mujer de mediana edad, encorvada, con cabellos grises y alborotados
que ocultaba su rostro con una bufanda. Al ver que la observaba rompió a reír con aquella risa extraña y
peculiar.
—Se preguntará usted por qué escondo mi belleza,, ¿verdad? Je, je, je. Teme que pueda
tentarle, ¿eh? Pero ya verá, ya verá.
Y al quitarse la bufanda, el abogado retrocedió involuntariamente ante aquella masa de carne
enrojecida y casi informe. La mujer volvió a cubrirse el rostro.
—¿De manera que no quiere besarme, querido? Je, je, no me extraña. Y sin embargo fui bonita...
y de eso no hace tanto tiempo como usted se imagina. El vitriolo, querido, el vitriolo... me hizo esto. ¡Ah!,
pero cuando haya terminado con ellos...
Lanzó un torrente de obscenidades que el señor Mayherne trató en vano de contener. Al fin
quedó silenciosa mientras abría y cerraba los puños con gesto nervioso.
—Basta —dijo el abogado con dureza—. He venido aquí porque tengo motivos para creer que
usted puede darme cierta información que ayudará a mi cliente, Leonardo Volé. ¿No es así?
Sus ojos le miraron escrutadores.
—¿Y qué hay del dinero, querido? —susurró—. Acuérdese de las doscientas libras.
—Es su deber ayudar a la justicia y pueden obligarla.
—Eso no, querido. Soy una vieja y no sé nada, pero déme las doscientas libras y tal vez pueda
darle una o dos pistas. ¿Qué le parece?
—¿Qué clase de pistas?
—¿Qué le parece una carta? Una carta de ella. No importa cómo la conseguí. Eso es cosa mía.
Ya se la daré, pero quiero mis doscientas libras.
El señor Mayherne mirándola fríamente tomó una determinación.
—Le daré diez libras nada más. Y sólo si esa carta es lo que usted dice.
—¿Diez libras? —gritó encolerizada.
—Veinte —replicó el abogado—. Y ésta es mi última palabra.
Y se levantó como si fuera a marcharse; luego, sin dejar de mirarla, sacó su billetero y fue
contando hasta veinte libras.
—Vea —dijo—. Es todo lo que llevo encima. Puede tomarlo o dejarlo.
Pero ya sabía que la vista del dinero sería demasiada tentación. Estuvo maldiciendo pero al fin
asintió. Luego, yendo hasta la cama, extrajo algo de entre los colchones.
—¡Aquí tiene, maldita sea! —gruñó—. La que usted quiere es la de encima.
Lo que le entregaba era un paquete de cartas que el señor Mayherne desató repasándolas con
su aire frío y metódico. La mujer, mirándole ansiosamente, no pudo adivinar nada, dado su rostro
impasible.
Fue leyendo todas las cartas, y luego volviendo a coger la primera, la leyó por segunda vez.
Después ató de nuevo el paquete con todo cuidado.
Eran cartas de amor escritas por Romaine Heilger, y el hombre a quien iban dirigidas no era
Leonardo Volé. La de encima estaba fechada el día antes de que este último fuera detenido.
—¿Ve cómo le dije la verdad, querido? —jadeó la mujer—. Esa carta la descubre, ¿no es cierto?
El señor Mayherne guardó las cartas en su bolsillo antes de hacer la siguiente pregunta:
—¿Cómo consiguió usted apoderarse de esta correspondencia?
—Eso es cosa mía —dijo mirándole de soslayo—. Pero sé algo más. En el juzgado oí lo que dijo
esa tunanta. Averigüé dónde estuvo a las diez y veinte, cuando según dice ella, estaba en casa. Pregunte
en el cine «León». Recordarán a una joven tan atractiva como ella... ¡maldita sea!
—¿Quién es ese hombre? —quiso saber el señor Mayherne—. Aquí sólo aparece el nombre de
pila.
La voz de aquella mujer se hizo más pastosa y ronca y sus manos se abrieron y cerraron
multitudes de veces. Al fin se llevó una a los ojos.
—Es el que me hizo esto. Ya han pasado muchos años. Ella me lo quitó... entonces era una
chiquilla. Y cuando fui tras él... para buscarle... ¡me arrojó el ácido a la cara! ¡Y ella se rió, la muy
condenada! Hace años que la voy siguiendo... espiándola... ¡y ahora la he vencido! Sufrirá por esto,
¿verdad, señor abogado que ella sufrirá?
—Probablemente será condenada a cierto plazo de reclusión por perjura —replicó el señor
Mayherne con toda tranquilidad.
—Que la encierren... eso es lo que quiero. Se marcha usted, ¿verdad? ¿Dónde está mi dinero?
Sin una palabra, el abogado depositó unos billetes encima de la mesa, y luego, con un profundo
suspiro, salió de la triste habitación. Al volverse desde la puerta vio a la viejuca que se abalanzaba sobre
el dinero.
No perdió tiempo. Encontró el cine «León» sin dificultad, y al mostrarle la fotografía de Romaine
Heilger, el acomodador la reconoció en seguida. Aquella joven había llegado acompañada de un hombre
poco después de las diez de la noche en cuestión. No se había fijado en su acompañante, pero
recordaba que ella le preguntó por la película que se proyectaba en aquellos momentos. Se quedaron
hasta el final, cosa de una hora más tarde.
El señor Mayherne estaba satisfecho. El testimonio de Romaine Heilger era una sarta de
mentiras desde el principio hasta el fin, producto de su odio apasionado. El abogado se preguntó si
llegaría a saber lo que se escondía tras aquel aborrecimiento. ¿Qué le había hecho Leonardo Volé?
Parecía muy sorprendido cuando le dio cuenta de su actitud, declarando que era increíble, aunque el
señor Mayherne le pareció que, pasada la primera sorpresa, sus protestas no eran sinceras.
Lo sabía. El señor Mayherne estaba convencido de ello. Lo sabía pero no quiso revelarlo, y el
secreto entre los dos, seguiría siendo un secreto. ¿Para siempre?
El abogado consultó su reloj. Era tarde, pero el tiempo lo era todo. Tomando un taxi indicó una
dirección.
«Sir Charles debe saberlo en seguida», díjose mientras subía al vehículo.
La vista de la causa contra Leonardo Volé, acusado del asesinato de Emilia French, despertó un
inmenso interés. En primer lugar, el detenido era joven y atractivo, había sido acusado de un crimen
despiadado, y además otro personaje era Romaine Heilger, el principal testigo de cargo, cuya fotografía
había aparecido en muchos periódicos, así como diversas historias acerca de su origen y pasado.
Los procedimientos preliminares transcurrieron normalmente. Primero se expuso la evidencia
técnica, y luego llamaron a declarar a Janet Mackenzie, que contó la misma historia que antes poco más
o menos. Durante el interrogatorio de la defensa se contradijo un par de veces al exponer las relaciones
del señor Volé con la señorita French; el abogado defensor recalcó con énfasis que ella creyó oír una voz
masculina aquella noche en el saloncito, pero no había nada que demostrase que fuera Volé quien
estuviera allí, consiguiendo la impresión de que sus celos y antipatía hacia el prisionero fueron el motivo
principal de su testimonio.
Luego hicieron comparecer al testigo siguiente:
—¿Se llama usted Romaine Heilger?
—Sí.
—¿Es usted subdita austríaca?
—Sí.
—¿Durante los últimos tres años ha vivido usted con el acusado, haciéndose pasar por su
esposa?
Por un momento los ojos de Romaine Heilger se encontraron con los del hombre sentado en el
banquillo.
—Sí.
Las preguntas se fueron sucediendo, y palabra por palabra surgieron los factores acusadores. La
noche en cuestión el acusado se llevó una barra de hierro y al regresar a las diez y veinte había
confesado haber dado muerte a la anciana. Sus puños estaban manchados de sangre y los quemó en el
horno de la cocina. Luego, con amenazas, la obligó a guardar silencio.
Después de oírla, la impresión del jurado, que al principio fuera de simpatía hacia el prisionero, se
convirtió en desfavorable. Él mismo tenía la cabeza inclinada y su aire de desaliento daba a entender que
se veía condenado.
No obstante, pudo observarse que su propio consejero luchó por contener la animosidad de
Romaine y que hubiera preferido que fuese más imparcial.
El abogado defensor se puso en pie, con aire grave e impotente.
La acusó de que su historia era una invención desde el principio al fin, que ni siquiera había
estado en su casa a la hora en cuestión, que estaba enamorada de otro hombre y que pretendía
deliberadamente condenar a muerte a Volé por un crimen que no había cometido.
Romaine negó todas estas acusaciones con la mayor insolencia.
Luego llegó la sorpresa: la presentación de la carta que fue leída en voz alta y en medio del
mayor silencio.
¡Queridísimo Max, el Destino le ha puesto en nuestras manos! Ha sido detenido acusado de
asesinato... sí, por el asesinato de una anciana. Leonardo, que no sería capaz de hacer daño a una
mosca. Al fin lograré mi venganza. ¡Pobrecillo! Diré que aquella noche llegó a casa manchado de
sangre... y que me lo confesó todo. Haré que lo ahorquen, Max, y cuando penda de la cuerda,
comprenderá que fue Romaine quien le condenó... Y después... ¡La felicidad, amor mío! ¡La felicidad por
fin!
Los peritos se encontraban presentes para testificar que la letra era de Romaine Heilger, pero no
fue necesario. Al terminar la lectura de la carta, Romaine se desmoralizó confesándolo todo. Leonardo
Volé había regresado a su casa a la hora que dijo, las nueve y veinte, y ella había inventado toda la
historia para perderle.
Con la confesión de Romaine Heilger, el caso perdió interés, sir Charles hizo comparecer a sus
pocos testigos; y el propio acusado refirió su declaración con aire digno, resistiendo sin desfallecer las
preguntas del abogado fiscal.
La parte fiscal trató inútilmente de seguir acusando, y aunque el resumen del juez no fue del todo
favorable al acusado, el jurado no necesitó mucho tiempo para deliberar y pronunció su veredicto:
—Inocente.
¡Leonardo Volé estaba de nuevo en libertad!
El menudo señor Mayherne se levantó apresuradamente para felicitar a su cliente, pero sin darse
cuenta se encontró limpiando sus lentes. Su esposa le dijo, precisamente, la noche antes, que aquello se
había convertido en una costumbre. Son curiosas las costumbres de las personas... y uno mismo no se
da cuenta de ellas.
Un caso interesante... interesantísimo... aquella mujer: Romaine Heilger. Le había parecido una
mujer pálida y tranquila en su casa de .Paddington, pero en la audiencia se había mostrado vehemente,
inflamándose como una flor tropical.
Si cerraba los ojos volvía a verla, alta y apasionada, con su exquisito cuerpo ligeramente
inclinado hacia delante y cerrando y abriendo inconscientemente la mano derecha.
Son curiosas las costumbres. Aquel gesto de su mano debía serlo también, y, no obstante, había
visto hacerlo a alguna otra persona últimamente... bastante últimamente. ¿Quién sería? Contuvo el
aliento al recordarlo de pronto. Aquella mujer de Shaw's Rents...
Permaneció inmóvil mientras la cabeza le daba vueltas. Era imposible... Sin embargo, Romaine
Heilger había sido actriz.
El defensor se acercó a él y le puso, amistoso, la mano en el hombro.
—¿Todavía no ha felicitado a nuestro hombre? Lo ha pasado muy mal, el pobre. Vamos a verle.
Pero el abogado retiró la mano de su hombro.
Sólo deseaba una cosa... ver a Romaine Heilger.
No consiguió verla hasta algún tiempo después, y el lugar de su encuentro no hace al caso.
—De modo que usted adivinó —le dijo Romaine cuando él le hubo contado todo lo que pasaba—.
¿El rostro? ¡Oh!, eso fue bastante difícil, y la escasa luz del mechero de gas le impidió descubrir el
maquillaje.
—Pero, ¿por qué..., por qué?
—¿Por qué quise jugarme el todo por el todo? —Sonrió.
—¡Una farsa tan complicada!
—Amigo mío... tenía que salvarle. Y el testimonio de una mujer enamorada de él no hubiera sido
suficiente..., usted mismo lo dejó entrever. Pero yo conozco un poco de psicología de las cosas. Dejando
que mi testimonio quedara desvirtuado, lograría una reacción favorable hacia el acusado.
—¿Y el montón de cartas?
—Una sola, la importante, hubiera podido despertar sospechas.
—¿Y el hombre llamado Max?
—Nunca existió, amigo mío.
—Todavía sigo pensando —dijo el señor Mayherne con pesar—, que podríamos haberle salvado
por el... el... procedimiento corriente.
—No quise arriesgarme. Comprenda, usted pensaba que era inocente...
—Y usted lo sabía... Ya entiendo —dijo el abogado.
—Mi querido señor Mayherne —replicó Romaine—, usted no entiende nada. ¡Yo sabía que era
culpable!
F I N

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