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lunes, 11 de octubre de 2010

LA CATACUMBA NUEVA -- ARTHUR CONAN DOYLE





LA CATACUMBA NUEVA
ARTHUR CONAN DOYLE

Escuche, Burger: yo quisiera que usted tuviera confianza en mí —dijo Kennedy.
Los dos célebres estudiosos que se especializaban en las ruinas romanas estaban sentados a solas en la confortable habitación de Kennedy, cuyas ventanas daban al Corso. La noche era fría, y ambos habían acercado sus sillones a la imperfecta estufa italiana que creaba a su alrededor una zona más bien de ahogo, que de tibieza. Del lado de fuera, bajo las brillantes estrellas de un cielo invernal, se extendía la Roma moderna, con su larga doble hilera de focos eléctricos, los cafés brillantemente iluminados, los coches que pasaban veloces y una apretada muchedumbre desfilando por las aceras. Pero dentro, en el interior de aquella habitación suntuosa del rico y joven arqueólogo inglés, no se veía otra cosa que la Roma antigua. Frisos rajados y gastados por el tiempo colgaban de las paredes, y desde los ángulos asomaban los antiguos bustos grises de senadores y guerreros con sus cabezas de luchadores y sus rostros duros y crueles. En la mesa central, entre un revoltijo de inscripciones, fragmentos y adornos, se alzaba la célebre maqueta en que Kennedy había reconstruido las Termas de Caracalla, obra que tanto interés y admiración despertó al ser expuesta en Berlín. Del techo colgaban ánforas y por la lujosa alfombra turca había desparramadas las más diversas rarezas. Y ni una sola de todas esas cosas carecía de la mayor inatacable autenticidad, aparte de su insuperable singularidad y valor; porque Kennedy, a pesar de que tenía poco más de treinta años, gozaba de celebridad europea en esta rama especial de investigaciones, sin contar con que disponía de esa abundancia de fondos que en ocasiones resulta un obstáculo fatal para las energías del estudioso, o que, cuando su inteligencia sigue con absoluta fidelidad el propósito que la guía, le proporciona ventajas enormes en la carrera hacia la fama. El capricho y el placer habían apartado frecuentemente a Kennedy de sus estudios; pero su inteligencia era agresiva y capaz de esfuerzos largos y concentrados, que terminaban en vivas reacciones de laxitud sensual. Su hermoso rostro de frente alta y blanca, su nariz agresiva y su boca algo blanda y sensual, constituían un índice justo de aquella transacción a que la energía y la debilidad habían llegado dentro de su persona.
Su acompañante, Julius Burger, era hombre de un tipo muy distinto. Llevaba en sus venas una mezcla curiosa de sangre: el padre era alemán, y la madre italiana y le trasmitieron las cualidades de solidez propias del norte, junto con un mayor atractivo y simpatía característicos del sur. Unos ojos azules teutónicos iluminaban su rostro moreno curtido por el sol y se elevaba por encima de ellos una frente cuadrada, maciza, con una orla de tupidos cabellos rubios que la enmarcaban. Su mandíbula de contorno fuerte y firme estaba completamente rasurada, dando con frecuencia ocasión a que su acompañante comentase lo mucho que hacía recordar a los antiguos bustos romanos que acechaban desde las sombras en los ángulos de su habitación. Bajo su dura energía de alemán se percibía siempre un asomo de sutileza italiana; pero su sonrisa era tan honrada, y su mirada tan franca, que todos comprendían que aquello era sólo un índice de su ascendencia, sin proyección real sobre su carácter. Por lo que se refiere a años y celebridad se encontraba a idéntico nivel que su compañero inglés, pero su vida y su tarea habían sido mucho más difíciles. Llegado doce años antes a Roma como estudiante pobre, vivió desde entonces de pequeñas becas que la Universidad de Bonn le otorgaba para sus estudios. Lenta, dolorosamente y con tenacidad
porfiada y extraordinaria, guiado por una sola idea, había escalado peldaño a peldaño la escalera de la fama, llegando a ser miembro de la Academia de Berlín, y tenía, en la actualidad, toda clase de razones para esperar verse pronto elevado a la cátedra de la más importante de las universidades alemanas. Ahora bien; lo unilateral de sus actividades, si por un lado lo había elevado al mismo nivel que el rico y brillante investigador inglés, había hecho que quedase infinitamente por debajo de éste en todo lo que caía fuera del radio de su trabajo. Burger no dispuso nunca en sus estudios de un paréntesis que le permitiese cultivar el trato social. Únicamente cuando hablaba de temas que caían dentro de su especialidad, el rostro de Burger adquiría vida y expresión. En los demás momentos permanecía silencioso y molesto, con excesiva conciencia de sus propias limitaciones en otros temas más generales, y sentía impaciencia ante la cháchara sin importancia, que es un refugio convencional para todas aquellas personas que no tienen ninguna idea propia que expresar.
A pesar de todo eso, Kennedy y Burger mantuvieron trato por espacio de algunos años, y al parecer ese trato maduró poco a poco hasta convertirse en una amistad de los dos rivales, de personalidad tan diferente. La base y el arranque de esa situación residían en que tanto el uno como el otro eran, dentro de su especialidad, los únicos de la generación joven con saber y entusiasmo suficientes para valorarse mutuamente. Su interés y sus actividades comunes los habían puesto en contacto, y ambos habían sentido la mutua atracción de su propio saber. Este hecho se había ido luego completando con otros detalles. A Kennedy le divertían la franqueza y la sencillez de su rival, y Burger, en cambio, se había sentido fascinado por la brillantez y vivacidad que habían convertido a Kennedy en uno de los hombres más populares entre la alta sociedad romana. Digo que le habían convertido, porque, en ese preciso momento, el joven inglés estaba algo oscurecido por una nube. Un asunto amoroso, que nunca llegó a saberse con todos sus detalles, pareció descubrir en Kennedy una falta de corazón y una dureza de sentimiento que sorprendieron desagradablemente a muchos de sus amigos.
Ahora bien, dentro de los círculos de estudiosos y de artistas solterones, en los que el inglés prefería desplazarse, no existia, sobre estos asuntos, un código de honor muy severo, y aunque más de una cabeza se moviese con expresión de desagrado o más de unos hombros se encogiesen al referirse a la fuga de dos y al regreso de uno solo, el sentimiento general era probablemente de simple curiosidad y quizá de envidia, más bien que de censura.
—Escuche, Burger: yo querría que usted tuviese confianza en mí —dijo Kennedy, mirando con dura expresión el plácido semblante de su compañero.
Al decir estas palabras con un vaivén de su mano señaló hacia una alfombra extendida en el suelo. Encima de ella había una canastilla, larga y de poca profundidad, de las que se usan en la campaña para la fruta y que están hechas de mimbre ligero. Dentro de la canastilla se amontonaha un revoltijo de cosas: baldosines con rótulos, inscripciones rotas, mosaicos
agrietados, papiros desgarrados, herrumbrosos adornos de metal, que para el profano producían la sensación de haber sido sacados de un cajón de basura, pero en los que un especialista habría reconocido rápidamente la condición de únicos en su clase. Aquel montón de objetos variados contenidos en la canastilla de mimbre, proporcionaba justo uno de los eslabones que faltaban en la cadena del desenvolvimiento social, y ya es sabido que los estudiosos sienten vivísimo interés por esa clase de eslabones perdidos. Quien los había traído era el alemán, y el inglés los contemplaba con ojos de hambriento. Mientras Burger encendía con lentitud un cigarro, Kennedy prosiguió:
—Yo no quiero inmiscuirme en este hallazgo suyo, pero sí que me agradaría oírle hablar sobre él. Se trata, evidentemente, de un descubrimiento de máxima importancia. Estas inscripciones producirán sensación por toda Europa.
—¡Por cada uno de los objetos que hay aquí se encuentran allí millones! —dijo el alemán—. Abundan tanto, que darían materia para que una docena de sabios dedicasen toda su vida a su estudio y se crearan así una reputación tan sólida como el castillo de St. Angelo.
Kennedy permaneció meditando con la frente contraída y los dedos jugueteando en su largo y rubio bigote. Por último dijo:
—¡Burger, usted mismo se ha delatado! Esas palabras suyas sólo pueden referirse a una cosa. Usted ha descubierto una catacumba nueva.
—No he dudado ni por un momento de que usted llegaría a esa conclusión examinando estos objetos.
—Desde luego, parecían apuntar en ese sentido; pero sus últimas observaciones me dieron la certidumbre. No existe lugar, como no sea una catacumba, que pueda contener una reserva de reliquias tan enorme como la que usted describe.
—Así es. La cosa no tiene misterio. En efecto, he descubierto una catacumba nueva.
—¿Dónde?
—Ese es mi secreto, querido Kennedy. Basta decir que su situación es tal, que no existe una probabilidad entre un millón de que alguien la descubra. Pertenece a una época distinta de todas las catacumbas conocidas, y estuvo reservada a los enterramientos de cristianos de elevada condición, y por eso los restos y las reliquias son completamente distintos de todo lo que se conoce hasta ahora. Si yo ignorara su saber y su energía, no vacilaría, amigo mío, en contárselo todo bajo juramento de guardar secreto. Pero tal como están las cosas, no tengo más remedio que preparar mi propio informe sohre la materia antes de exponerme a una competencia tan formidable.
Kennedy amaha su especialidad con un amor que llegaba casi a la monomanía, con un amor al que se mantenía fiel en medio de todas las distracciones que se le brindan a un joven rico y disoluto. Era ambicioso, pero su ambición resultaba cosa secundaria, frente al simple gozo abstracto y al interés en todo aquello que guardaba relación con la vida y la historia antigua de Roma. Anhelaba ya el ver con sus propios ojos este nuevo mundo subterráneo que su compañero había descubierto, y dijo con vivacidad:
—Escuche, Burger; le aseguro que puede tener en mí la más absoluta confianza en este asunto. Nada será capaz de inducirme a poner por escrito cosa alguna de cuanto vean mis ojos hasta que usted me autorice de una manera explícita. Comprendo perfectamente su estado de ánimo y me parece muy natural, pero nada puede temer realmente de mí. En cambio, si usted no me explica el asunto, esté seguro de que realizaré investigaciones sistemáticas al respecto, y de que sin la menor duda, llegaré a descubrirlo. Como es natural, si tal cosa ocurriese y no estando sujeto a compromiso alguno con usted, haría de mi descubrimiento el uso que bien me pareciera.
Burger contemplaba reflexivo y sonriente su cigarro y le contestó:
—Amigo Kennedy, he podido comprobar que cuando me hacen falta datos sobre algún problema, no siempre se muestra usted dispuesto a proporcionármelos.
—¿Cuándo me ha planteado alguna pregunta a la que yo no haya contestado? Recuerde, por ejemplo, cómo le proporcioné los materiales para su monografía referente al templo de las vestales.
—Bien, pero se trataba de un tema de poca importancia. No estoy seguro de que usted me contestase si yo le hiciera alguna pregunta sobre asuntos íntimos. Esta catacumba nueva es para mí un asunto de la máxima intimidad, y a cambio tengo yo derecho a esperar que usted me dé alguna prueba de confianza.
El inglés contestó:
—No veo adónde va usted a parar; pero si lo que quiere dar a entender es que responderá a mis preguntas relativas a la catacumba si yo contesto a cualquiera de las suyas, puedo asegurarle que así lo haré.
Burger se recostó cómodamente en su sofá, y lanzó al aire un árbol de humo azul de su cigarro. Luego dijo:
—Pues bien; dígame todo lo que hubo en sus relaciones con miss Mary Saunderson.
Kennedy se puso de pie de un salto y clavó una mirada de irritación en su impasible acompañante. Luego exclamó:
—¿Adónde diablos va usted a parar? ¿ Qué clase de pregunta es ésa? Si usted ha pretendido hacer una broma, de verdad que jamás se le ha ocurrido otra peor.
—Pues no, no lo dije por bromear —contestó Burger con inocencia. La verdad es que tengo interés por conocer el asunto en detalle. Yo estoy en la más absoluta ignorancia en todo cuanto se refiere al mundo y a las mujeres, a la vida social y a todas esas cosas, y por eso un episodio de esa clase ejerce sobre mí la fascinación de lo desconocido. Lo conozco a usted, la conocía de vista a ella. Llegué incluso en una o dos ocasiones a conversar con esa señorita. Pues bien, me agradaría muchísimo oír de sus propios labios y con toda exactitud, cuanto ocurrió entre ustedes.
—No le diré una sola palabra.
—Perfectamente. Fue solo un capricho mío para ver si usted era capaz de descubrir un secreto con la misma facilidad con que esperaba que yo le descubriese el de la catacumba nueva. Yo no esperaba que usted revelase el suyo, y no debe esperar que yo revele el mío. Bueno, el reloj de San Juan está dando las diez. Es ya hora de que me retire a mi casa.
—No, Burger. Espere un poco —exclamó Kennedy—. Es verdaderamente un capricho ridículo suyo el querer saber detalles de un lío amoroso que acabó hace ya meses. Ya sabe que al hombre que besa a una mujer y lo cuenta, lo consideramos como el mayor de los cobardes y de los villanos.
—Desde luego —dijo el alemán, recogiendo su canastilla de antigüedades—, y lo es cuando se refiere a alguna muchacha de la que nadie sabe nada. Pero bien sabe usted que el caso del que hablamos fue la comidilla de Roma, y que con aclararlo no perjudica en nada a miss Mary Saunderson. De todos modos, yo respeto sus escrúpulos. Buenas noches.
—Espere un momento, Burger—dijo Kennedy, apoyando su mano en el brazo del otro—. Tengo un interés vivísimo en el asunto de esa catacumba y no renuncio así como así. ¿Por qué no me pregunta sobre alguna otra cosa? Sobre algo que no resulte tan fuera de lugar.
—No, no. Usted se ha negado, y no hay más que hablar—contestó Burger con la canastilla bajo el brazo—. Tiene usted mucha razón en no contestar, y yo también la tengo. Buenas noches, pues, otra vez, amigo Kennedy.
El inglés vio cómo Burger cruzaba la habitación; pero hasta que el alemán no tuvo la mano en el picaporte no le gritó, con el acento de quien se decide de pronto a sacar el mejor partido de algo que no puede evitar.
—No siga adelante, querido amigo. Creo que eso que hace es una ridiculez; pero, puesto que es usted así, veo que no tendré más remedio que pasar por su exigencia. Me repugna hablar acerca de ninguna muchacha; pero, como usted bien dice, el asunto ha corrido por toda Roma, y no creo que usted encuentre novedad alguna de cuanto yo pueda contarle. ¿Qué es lo que quería saber?
El alemán volvió a aproximarse a la estufa, y dejando en el suelo la canastilla, se arrellanó nuevamente en su sofá, diciendo:
—¿Puedo servirme otro cigarro? ¡Muchas gracias! Nunca fumo mientras me dedico al trabajo; pero saboreo mucho más una charla si saboreo al mismo tiempo un cigarro. A propósito de esa señorita con la que tuvo su pequeña aventura, ¿qué diablos ha sido de ella?
—Está en Inglaterra, con su familia.
—¡Vaya! ¿De modo que en Inglaterra y con su familia?
—Sí.
—¿En qué parte de Inglaterra? En Londres, quizá.
—No, en Twickenham.
—Mi querido Kennedy, tendrá que saber disculpar mi curiosidad, y atribúyala a mi ignorancia del mundo. Desde luego que resulta asunto sencillo el convencer a una señorita joven de que se fugue con uno durante tres semanas y entregarla luego a sus familiares de.... ¿cómo dijo que se llama la población?
—Twickenham.
—Eso es; Twickenham. Pero es algo que se sale tan por completo de todo lo que yo he hecho, que no consigo imaginarme siquiera cómo se las arregló usted. Por ejemplo, si hubiese estado enamorado de esa joven, es imposible que ese amor desapareciese en tres semanas, de modo que me imagino que nunca la amó. Pero si no la amaba, ¿para qué levantó usted semejante escándalo, que ha redundado en su propio daño y que ha arruinado la vida de ella?
Kennedy contempló malhumorado el rojo de la estufa y dijo:
—Desde luego que hay lógica en esa manera de encarar el problema. La palabra amor es de mucha envergadura y corresponde a muchísimos matices distintos del sentimiento. La muchacha me gustó. Ya sabe todo lo encantadora que podía parecer, puesto que la conoció y le habló. La verdad es que, volviendo la vista hacia el pasado, estoy dispuesto a reconocer que nunca sentí por ella un verdadero amor.
—Pues entonces, mi querido Kennedy, ¿por qué lo hizo.
—Por lo mucho que la cosa tenía de aventura.
—¡Cómo! ¿Tanta afición tiene usted a las aventuras?
—¿Qué es lo que quita monotonía a la vida sino ellas? Si empecé a galantearla fue por puro afán de aventura. Hubo tiempos en que perseguí mucha caza mayor, pero le aseguro que no hay caza como la de una mujer bella. En este caso estaba también la pimienta de la dificultad, porque, como era la acompañante de lady Emily Rood, resultaba casi imposible entrevistarse con ella a solas. Y para colmo de obstáculos que daban atractivo a la empresa, ella misma me dijo a la primera de cambio que estaba comprometida.
—Mein Gott!¿Con quién?
—No dio el nombre.
—Yo no creo que nadie esté enterado de ese detalle. ¿De modo que fue eso lo que dio mayor fascinación a la aventura?
—La salpimentó, por lo menos. ¿No opina usted lo mismo?
—Le vuelvo a decir que yo estoy en ayunas en esos asuntos.
—Mi querido camarada, usted puede recordar por lo menos que la manzana que hurtó del huerto de su vecino le pareció siempre más apetitosa que la del suyo propio. Y después de eso, me encontré con que ella me quiso.
—¿Así? ¿De sopetón?
—¡Oh, no! Me llevó por lo menos tres meses de labor de zapa y ataque. Pero la conquisté, por fin. La muchacha comprendió que el estado de separación judicial en que me encuentro con respecto a mi esposa, me imposibilitaba para entrar con ella por el camino legal. Pero se fugó conmigo, a pesar de todo, y mientras duró la aventura lo pasamos estupendamente.
—Pero ¿y el otro?
Kennedy se encogió de hombros, y contestó:
—Yo creo que es un caso de supervivencia de los mejores. Si él hubiese sido el mejor de los dos, ella no lo habría abandonado. Pero basta ya del tema, porque ha llegado a hastiarme.
—Sólo otra pregunta: ¿cómo se desembarazó de ella a las tres semanas?
—En ese tiempo, como usted comprenderá, ya había bajado un poco nuestra temperatura. Ella se negó a regresar a Roma, no queriendo reanudar el trato con quienes la conocían. Pues bien; Roma es una cosa indispensable para mí, y ya me dominaba la nostalgia de volver a mis tareas. Como verá, existía una razón potente para separamos. Aparte de eso, y cuando estábamos en Londres, su anciano padre se presentó en el hotel, y tuvimos una escena desagradable. Total, que la aventura tomó el peor cariz, y yo me alegré de darla por terminada, aunque al principio eché terriblemente de menos a la muchacha. Bien, ya está.
Cuento con que usted no repetirá ni una palabra de lo que acabo de contarle.
—Ni en sueños se me ocurriría tal cosa, Kennedy. Pero todo eso me ha interesado mucho, porque me proporciona una visión de las cosas completamente distinta dc la que yo acostumbro, debido a que conozco poco la vida. Y después de eso, querrá que yo le hable de mi catacumba nueva. No merece la pena de que yo trate de describírsela, porque con mis datos verbales jamás llegaría usted a encontrarla. Lo único que viene al caso es que le lleve a ella.
—Sería una cosa magnífica.
—¿Cuándo le gustaría ir?
—Cuanto antes, mejor. Me muero por visitarla.
—Pues bien; hace una noche espléndida, aunque un poquitín fría. Podemos emprender la excursión dentro de una hora. Es preciso que adoptemos toda clase de precauciones para que el descubrimiento no trascienda de nosotros dos. Si alguien nos viera salir en pareja a explorar, sospecharía que algo está en marcha.
—Desde luego—contestó Kennedy—. Toda precaución es poca. ¿Queda lejos?
— A unas millas de aquí.
—¿No será mucha distancia para hacerla a pie?
—Al contrario, podemos ir paseando sin dificultad.
—Entonces, eso es lo mejor. Si un cochero nos dejara a noche cerrada en algún sitio solitario, le entrarían recelos.
—Así es. Creo que lo mejor que podemos hacer es citarnos para las doce de la noche en la Puerta de la Vía Appia. Yo necesito regresar a mi domicilio para proveerme de cerillas, velas y todo lo demás.
—¡Magnífico, Burger! Es usted verdaderamente amable en acceder a revelarme este secreto, y le prometo no escribir nada al respecto hasta después de que haya publicado su memoria. ¡Hasta luego, pues! A las doce me encontrará en la puerta.
Cuando Burger, embozado en un capote de estilo italiano y con una linterna colgando de su mano derecha, llegó al lugar de la cita, vibraban por la fría y clara atmósfera de la noche, las notas musicales de las campanas de aquella ciudad de los mil relojes. Kennedy salió de la oscuridad y se le acercó. El alemán le dijo riendo:
—Es usted tan apasionado para el trabajo como para el amor.
—Tiene razón, porque llevo esperándolo casi media hora.
—Espero que no habrá dejado ninguna clave que permita a otros suponer a qué lugar nos dirigimos.
—No soy tan estúpido como para eso. Además, el frío se me ha metido hasta los huesos. Vamos andando, Burger, y entremos en calor con una rápida caminata.
Las pisadas de ambos resonaban ágiles sobre el tosco pavimento de piedra de la lamentable vía, único resto que queda de la carretera más célebre del mundo. No tuvieron mayores encuentros que el de un par de campesinos que marchaban de la taberna a su casa, y algunos carros de otros que llevaban sus productos al mercado de Roma. Avanzaron, pues, con rapidez por entre las tumbas colosales que asomaban de entre la oscuridad a uno y otro lado. Cuando llegaron a las Catacumbas de San Calixto y vieron alzarse frente a ellos, sobre el telón de fondo de la luna naciente, el gran bastión circular de Cecilia Metella, se detuvo Burger, llevándose la mano a un costado.
—Sus piernas son más largas que las mías y está más acostumbrado a caminar—dijo riendose—. Me parece que el sitio en que tenemos que desviarnos queda por aquí. Sí, en efecto, hay que doblar la esquina de esa trattoria. El sendero que sigue es muy estrecho, de manera que quizá sea preferible que yo marche adelante.
Había encendido su linterna. Alumbrados por su luz pudieron seguir por una huella angosta y tortuosa que serpenteaba por las tierras pantanosas de la campaña. El enorme Acueducto de Roma se alargaba igual que un gusano monstruoso por el claro de luna, y su camino pasaba por debajo de uno de los descomunales arcos, dejando a un lado la circunferencia del muro de ladrillos en ruinas de un viejo anfiteatro. Burger se detuvo, al fin, junto a un solitario establo de madera, y sacó de su bolsillo una llave. Kennedy, al verlo, exclamó:
—¡No es posible que su catacumba esté dentro de una casa!
—La entrada sí que lo está. Eso es precisamente lo que evita el peligro de que nadie la descubra.
—¿Está enterado el propietario?
—Ni mucho menos. Él fue quien hizo un par de hallazgos por los que yo deduje, casi con seguridad, que la casa estaba construida sobre la entrada de una catacumba. En vista de eso, se la alquilé y realicé yo mismo las excavaciones. Entre usted, y cierre luego la puerta.
Era una construcción larga y vacía, con los pesebres de las vacas a lo largo de una de las paredes. Burger depositó su linterna en el suelo y la tapó con su gabán, salvo en un solo sentido, diciendo:
—Podría llamar la atención, si alguien viese luz en un lugar abandonado como éste. Ayúdeme a levantar esta plataforma de tablas.
Entre el suelo y las tablas había, en el ángulo, algo de holgura, y los dos sabios fueron levantándolas una a una y colocándolas de pie, apoyadas en la pared. Se veía en el fondo una abertura cuadrada y una escalera de piedra antigua, por la que se descendía a las profundidades de la caverna.
—¡Tenga cuidado! —gritó Burger, al ver que Kennedy, aguijoneado por la impaciencia, se lanzaba escaleras abajo—. Es una verdadera madriguera de conejos, y quien se extravíe en su interior, tiene cien probabilidades contra una de quedarse dentro. Espere a que yo traiga la luz.
—Si tan complicada es, ¿cómo se las arregla para orientarse?
—Pasé al principio verdaderos momentos de angustia, pero poco a poco he aprendido a ir y venir con seguridad. Las galerías están construidas con cierto sistema, pero una persona desorientada y sin luz no sabría salir. Aun ahora llevo mis prevenciones hasta el punto de que, cuando me adentro mucho, voy soltando un rollo de cable fino. Usted mismo puede ver, desde donde está, que la cosa es complicada. Pues bien, cada uno de esos pasillos se divide y subdivide en una docena más antes de las próximas cien yardas.
Habían bajado unos veinte pies desde el nivel de los establos y se encontraban dentro de una cámara cuadrada, excavada en la blanda piedra caliza. La linterna proyectaba sobre las agrietadas paredes una luz oscilante, intensa en el suelo y débil en lo alto. De este centro común irradiaban negras bocas en todas las direcciones. Burger dijo:
—Sígame de cerca, amigo mío. No se entretenga mirando nada de lo que se ofrece en nuestro camino, porque en el sitio al que lo conduzco encontrará todo lo que por aquí pueda ver y otras muchas cosas. Ahorraremos tiempo marchando hasta allí directamente.
Avanzó Burger con resolución por uno de los pasiIlos, y detrás de él Kennedy, pisándole los talones. De trecho en trecho, el pasillo se bifurcaba; pero era evidente que Burger seguía algún propio sistema suyo de señales secretas, porque nunca se detenía ni dudaba. Por todas partes, a lo largo de las paredes, los cristianos de la antigua Roma yacían en huecos que recordaban las literas de un buque de emigrantes. La amarilla luz se proyectaba vacilante sobre los arrugados rasgos faciales de las momias, resbalando sobre las redondeces de los cráneos y de las canillas, largas y blancas, de los brazos cruzados sobre los descarnados pechos. Kennedy miraba con ojos ansiosos, sin dejar de avanzar, las inscripciones, los vasos funerarios, las pinturas, las ropas y los utensilios que seguían en el mismo sitio en que los colocaron manos piadosas muchos siglos antes. Comprendió con toda claridad, sólo con esos ojeadas que lanzaba al pasar, que aquella catacumba era la más antigua y la mejor, y que encerraba una cantidad de restos romanos superior a todo lo que hasta entonces se había podido ofrecer en un mismo lugar a la observación en los investigadores.
—¿Que ocurriría si se apagara la luz? —preguntó, mientras avanzaba apresuradamente.
—Tengo de reserva en el bolsillo una vela y una caja de cerillas. A propósito, Kennedy, ¿tiene usted cerillas?
—No, sería bueno que usted me diese algunas.
—¡Bah!, no es necesario, porque no hay ninguna posibilidad de que nos separemos el uno del otro.
—¿Vamos a penetrar muy adentro? Creo que llevamos ya avanzado por lo menos un cuarto de milla.
—Yo creo que más. La verdad es que el espacio que ocupan las tumbas no tiene límites o, por lo menos, yo no he encontrado todavía el final. Este sitio en que ahora entramos es muy complicado, de modo que voy a emplear nuestro rollo de cuerda fina.
Ató una extremidad de la soga a una piedra saliente y puso el rollo en el pecho de su chaqueta, dando cuerda a medida que avanzaban. Kennedy comprendió el requerimiento, porque los pasillos eran cada vez más complicados y tortuosos, formando una perfecta red de galerías cortadas entre sí. Desembocaron, por fin, en un amplio salón circular en el que se veía un pedestal cuadrado de toba, recubierta en la parte superior con una losa de mármol. Burger hizo balancear su linterna sobre la superficie marmórea, y Kennedy exclamó como en un éxtasis:
—¡Por Júpiter! Éste es un altar cristiano. Probablemente el más antiguo de cuantos existen. He aquí, grabada en un ángulo, la crucecita de la consagración. Este salón circular sirvió sin duda de iglesia.
—¡Exactamente! —dijo Burger—. Si yo dispusiera de más tiempo, me gustaría enseñarle todos los cuerpos enterrados en los nichos de estas paredes, porque son de los primeros papas y obispos de la iglesia, y fueron enterrados con sus mitras, báculos y todas sus insignias canónicas. Acérquese a mirar ése que hay allí.
Kennedy cruzó el salón y se quedó contemplando la fantasmal cabeza, que quedaba muy holgada dentro de la mitra hecha jirones y comida por la polilla.
—Esto es interesantísimo —exclamó, y pareció que su voz resonaba con fuerza en la concavidad de la bóveda—. En lo que a mí concierne, es algo único. Acérquese con la linterna, Burger, porque quiero examinar todos estos nichos.
Pero el alemán se había alejado hasta el lado contrario de aquel salón, y estaba de pie en el centro de un círculo de luz.
—¿Sabe usted la cantidad de vueltas y más vueltas equivocadas que hay desde aquí hasta las escaleras? —preguntó—. Son más de dos mil. Sin duda, los cristianos recurrieron a ese sistema como medio de protección. Hay dos mil probabilidades contra una de que, incluso disponiendo de una luz, consiga una persona salir de aquí; pero si tuviese que hacerlo moviéndose entre tinieblas, le resultaría rmuchísimo más difícil.
— Así lo creo también.
—Además, estas tinieblas son cosa de espanto. En una ocasión quise hacer un experimento para comprobarlo. Vamos a repetirlo ahora.
Burger se inclinó hacia la linterna, y un instante después Kennedy sintió como que una mano invisible le oprimía con gran fuerza los dos ojos. Hasta entonces no había sabido lo que era oscuridad. Esta de ahora parecía oprimirlo y aplastarlo. Era un obstáculo sólido, cuyo contacto evitaba el avance del cuerpo. Kennedy alargó las manos como para empujar lejos de él las tinieblas, y dijo:
—Basta ya, Burger. Encienda otra vez la luz.
Pero su compañero rompió a reír, y dentro de aquella habitación circular, la risa parecía proceder de todas partes al mismo tiempo. El alemán dijo después:
—Amigo Kennedy, parece que se siente usted inquieto.
—¡Venga ya, hombre, encienda la luz! —exclamó Kennedy con impaciencia.
—Es una cosa extraña, Kennedy, pero yo sería incapaz de decir en qué dirección se encuentra usted guiándome por la voz. ¿Podría usted decir dónde me encuentro yo?
—No, porque parece estar en todas partes.
—Si no fuese por esta cuerdecita que tengo en mi mano, yo no tendría la menor idea del camino que debo seguir.
—Lo supongo. Encienda una luz, hombre, y dejémonos ya de tonterías.
—Pues bien, Kennedy, tengo entendido que hay dos cosas a las que es usted muy aficionado. Una de ellas es la aventura, y la otra, el que tenga obstáculos que vencer. En este caso, la aventura ha de consistir en que usted se las arregle para salir de esta catacumba. El obstáculo consistirá en las tinieblas y en los dos mil ángulos equivocados que hacen difícil esa empresa. Pero no necesita darse prisa, porque dispone de tiempo en abundancia. Cuando haga un alto de cuando en cuando para descansar, me agradaría que usted se acordase precisamente de miss Mary Saunderson, y que reflexionara en si se portó usted con ella con toda decencia.
—¿A dónde va usted a parar con eso, maldito demonio?—bramó Kennedy.
Había empezado a correr de un lado para otro, moviéndose en pequeños círculos y aferrándose con ámbas manos a la sólida oscuridad.
—Adiós—dijo la voz burlona, ya desde alguna distancia—. Kennedy, basándome en su misma exposición del asunto, la verdad es que no creo que usted hizo lo que debía en lo relativo a esa muchacha. Sin embargo, hay un pequeño detalle que usted, por lo visto, no conoce, y que yo estoy en condiciones de proporcionárselo. Miss Saunderson estaba comprometida para casarse con un pobre diablo, con un desgarbado investigador que se llamaba Julius Burger.
Se oyó en alguna parte un rozamiento, un vago sonido de un pie que golpeaba en una piedra, y de pronto cayó el silencio sobre aquella iglesia cristiana de la antigüedad. Fue un silencio estancado, abrumador, que envolvió por todas partes a Kennedy, lo mismo que el agua envuelve a un hombre que se está ahogando.
Unos dos meses después corrió por toda la prensa europea el siguiente relato:
El descubrimiento de la catacumba nueva de Roma es uno de los más interesantes entre los de los últimos años. La catacumba se encuentra situada a alguna distancia, hacia el Oriente, de las conocidas bóvedas de San Calixto. El hallazgo de este importante lugar de enterramientos, extraordinariamente rico en interesantísimos restos de los primeros tiempos del cristianismo, se debe a la energía e inteligencia del joven especialista alemán doctor Julius Burger, que se está colocando rápidamente en primer lugar como técnico en los temas de la Roma antigua. Aunque el doctor Burger haya sido el primero en llevar al público la noticia de su descubrimiento, parece que otro aventurero con menos suerte se le adelantó. Unos meses atrás desapareció repentinamente de las habitaciones que ocupaba en el Corso, el conocido investigador inglés míster Kennedy. Se hicieron conjeturas asociando esa desaparición con el escándalo social que tuvo lugar poco antes, suponiéndose que se habría visto por ello impulsado a abandonar Roma. Por lo que ahora se ve, dicho señor fue víctima del fervoroso amor a la arqueología, que lo había elevado a un plano distinguido entre los investigadores actuales. Su cadáver ha sido descubierto en el corazón de la catacumba nueva, y del estado de sus pies y de sus botas se deduce que caminó días y días por los tortuosos pasillos que hacen de estas tumbas subterráneas un lugar peligroso para los exploradores. Por lo que se ha podido comprobar, el muerto, llevado de una temeridad inexplicable, se metió en aquel laberinto sin llevar consigo velas ni cerillas, de modo que su lamentable desgracia fue un resultado lógico de su propia precipitación. Lo más doloroso del caso es que el doctor Julius Burger era íntimo amigo del difunto, por lo que su júbilo ante el extraordinario descubrimiento que ha tenido la suerte de hacer se ha visto grandemente mellado por el espantoso final de su camarada y compañero de trabajos.


EL MISTERIO DEL JARRÓN AZUL -- Agatha Christie







Agatha Christie


EL MISTERIO DEL JARRÓN AZUL

Jack Hartington contempló con pesar el empinado camino recorrido y de pie junto a la pelota, volvió a mirar el hoyo calculando la distancia. Su rostro era una muestra elocuente del disgusto que sentía. Con un suspiro, extrajo uno de los palos de golf, y tras ensayar con él un par de tiradas que aniquilaron por turno un diente de león y una buena zona de hierba, dirigióse por fin hacia la pelota.
Resulta duro, cuando se tienen veinticuatro años y la única ambición en la vida es reducir el número de tiradas en el juego de golf, verse obligado a dedicar el tiempo y la atención al problema de ganarse el pan. Durante cinco días y medio de los siete que tiene la semana, Jack vivía encerrado en una especie de tumba de caoba en la ciudad. Los sábados por la tarde y los domingos los dedicaba religiosamente a lo importante de verdad y llevado de su entusiasmo había tomado una pequeña habitación en un pequeño hotel cerca de las pistas de Golf Stourton Heath y se levantaba diariamente a las seis de la mañana, para poder practicar una hora antes de coger el tren de las ocho cuarenta y seis que le llevaba a la ciudad.
La única desventaja de aquel plan era que a aquellas horas de la mañana era incapaz de acertar una sola tirada. Cuando no erraba el tiro, se le escapaba la pelota, que corría alegremente por el césped, y le eran necesarias un mínimo de cuatro tiradas para cada hoyo.
Jack suspiró, y asiendo el palo con fuerza se repitió las palabras mágicas: «El brazo izquierdo bien estirado y no alzar la vista.»
Giró en redondo... y se detuvo petrificado al oír un grito que rompió el silencio de aquella mañana de verano.
—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!
Era una voz de mujer que se ahogó en una especie de gemido.
Jack dejó caer el palo de golf y echó a correr en dirección a la voz, que le había parecido muy cercana. Aquella zona de pistas se encontraba en pleno campo y veíanse muy pocas casas por allí. En realidad sólo había una, muy pintoresca, y en la que Jack siempre se fijaba por su aspecto pulcro y anticuado. Fue hacia la casita a todo correr. Quedaba oculta por una ladera cubierta de brezos que bajó en menos de un minuto y se detuvo ante la cerca.
En el jardín había una muchacha y por un momento Jack supuso que habría sido la que gritaba en demanda de auxilio.
Mas no tardó en cambiar de opinión.
La joven llevaba una cestita en la mano casi llena de malas hierbas que al parecer había estado arrancando de un amplio parterre de pensamientos.
Jack observó que sus ojos eran también dos pensamientos, suaves, oscuros y aterciopelados, y más violeta que azules. Y parecía toda ella una flor con su vestido de algodón rojo.
La joven le miraba entre contrariada y sorprendida.
—Perdóneme —le dijo Jack—. Pero, ¿no acaba de oír un grito?
—¿Yo? No.
Su sorpresa parecía tan verdadera que Jack sintióse confundido. Su voz era dulce y bonita, con un ligerísimo acento extranjero.
—Pero tiene usted que haberlo oído —exclamó—. Sonó muy cerca de aquí.
—Yo no he oído nada —replicó la muchacha con los ojos muy abiertos.
Jack fue ahora el sorprendido. Era increíble que no hubiese oído aquella desesperada llamada de auxilio, y sin embargo, su calma era tan evidente que no pudo creer que le mintiera.
—Se oyó muy cerca de aquí —insistió.
Ahora ella le miró con recelo.
—¿Y qué es lo que han gritado? —preguntó.
—¡Asesino!  ¡Socorro!  ¡Asesino!
—Asesino... socorro, asesino —repitió la joven—. Alguien debe haberle gastado una broma, monsieur, ¿quién podría ser asesinado aquí?
Jack miró confundido a su alrededor esperando ver un cadáver por el jardín. Nada. Y sin embargo, estaba completamente seguro de que el grito fue real y no un producto de su imaginación. Miró hacia las ventanas de la casita. Todo parecía tranquilo y en paz.
—¿Quiere usted registrar nuestra casa? —preguntó la jovencita en tono seco.
Se mostraba tan escéptica, que la confusión de Jack fue en aumento, y se dispuso a marchar.
—Lo siento —dijo—. Debe haber sido en el bosque.
Y quitándose la gorra se alejó y al volverse para mirar por encima de su hombro, vio que la joven había vuelto a reemprender tranquilamente su tarea.
Durante algún tiempo vagó por los bosques, sin poder encontrar el menor rastro de que hubiera ocurrido algo anormal. No obstante, estaba más seguro que nunca de haber oído aquel grito. Al final, abandonando la búsqueda, regresó apresuradamente al hotel para desayunar y coger el tren de las ocho cuarenta y seis con el margen acostumbrado de un par de segundos. La conciencia le remordió un poco al sentarse en el tren. ¿No debiera haber dado parte inmediatamente a la policía de lo que oyera? El no haberlo hecho obedecía tan sólo a la incredulidad de la joven-flor. Era evidente que le había considerado un soñador... y la policía hubiera pensado lo mismo. ¿Estaba bien seguro de haber oído el grito?
Pero ahora no estaba tan convencido como antes... resultado natural al intentar revivir una sensación perdida. ¿Fue tal vez el grito de un pájaro en la distancia y que le pareció la voz de una mujer?
Pero rechazó la sugerencia con enojo. Era una voz de mujer, y la había oído muy bien. Recordaba haber mirado el reloj un momento antes de que sonara el grito. Debían ser las siete y veinticinco minutos cuando lo oyó. Pudiera ser un detalle importante para la policía si... si se descubriera algo.
Al regresar al hotel aquella noche, revisó los periódicos ansiosamente por ver si hacían mención de algún crimen. Pero no encontró nada en dicho aspecto y no supo si alegrarse o lamentarlo.
La mañana siguiente amaneció tan húmeda..., tanto que incluso el más ardiente entusiasta del golf hubiera visto empañado su afán. Jack se levantó en el último momento, engullendo a toda prisa su desayuno, y una vez en el tren, volvió a examinar los periódicos. No publicaban ningún suceso sangriento, y le ocurrió lo mismo con los periódicos de la noche.
—Es extraño —díjose Jack—, pero así es.
A la mañana siguiente salió muy temprano, y al pasar ante la casita, observó por el rabillo del ojo que la joven estaba otra vez en el jardín arrancando hierba. Por lo visto era una manía. Lanzó un buen tiro para aproximarse esperando que ella lo hubiera notado. Al ir a introducir la pelota en el hoyo siguiente, miró su reloj.
—Exactamente las siete y veinticinco —murmuró—. Quisiera saber si...
Mas las palabras se le helaron en los labios. A sus espaldas había sonado el mismo grito que le sobresaltaba la otra mañana. La voz de una mujer desesperada.
—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!
Jack echó a correr. La joven-flor que estaba de pie junto a la cerca parecía sobresaltada, y Jack corría triunfalmente hacia ella gritando:
—Esta vez sí que lo ha oído.
Sus ojos se abrieron bajo una emoción que no supo adivinar, pero observó que retrocedía al acercarse a él, y que incluso miraba hacia la casa como si fuera a correr hacia ella en busca de refugio.
Al fin meneó la cabeza sin dejar de mirarle.
—No he oído nada —replicó con aire ausente.
Fue como si le hubieran dado un mazazo en mitad de la frente. Su sinceridad era tal que no pudo por menos que creerla. Sin embargo, no era posible que lo hubiera imaginado... imposible... imposible... Oyó su voz diciéndole en tono amable... casi con simpatía:
—¿Sufre usted la neurosis producida por los bombardeos?
En un instante comprendió la mirada de temor, y sus deseos de echar a correr hacia la casa. Pensaba que sufría alucinaciones.
Y luego, como una ducha de agua fría vino aquel terrible pensamiento: ¿Estaría en lo cierto? ¿Sufriría alucinaciones? Obsesionado por aquella idea espantosa, se alejó tambaleándose sin pronunciar palabra. La muchacha le miró marchar meneando la cabeza, e inclinándose de nuevo continuó arrancando las malas hierbas.
Jack procuró razonar a solas consigo mismo.
—Si oigo otra vez ese condenado grito a las siete y veinticinco —se dijo—, es que sufro alguna alucinación.
Estuvo todo el día nervioso y se acostó temprano decidido a hacer la prueba a la mañana siguiente.
Y como es natural en estos casos, pasó media noche despierto, y por la mañana durmió más de lo debido. Eran ya las siete y veinte cuando salió del hotel en dirección a las pistas, comprendiendo que no lograría llegar al lugar fatídico a las siete y veinticinco, pero sin duda, si la voz era una alucinación habría de oírla en cualquier parte. Corrió cuanto pudo con los ojos puestos en las manecillas del reloj.
Las siete y veinticinco. Desde lejos le llegó el eco de una voz de mujer gritando. No pudo entender las palabras, pero estaba convencido de que era la misma llamada de socorro que oyera antes, y que venía del mismo punto... de las cercanías de la casita.
Por extraño que parezca, aquello le tranquilizó. Al fin y al cabo tal vez se tratase de una broma. Aunque le extrañase, quizá la propia muchacha le estuviese engañando. Irguió los hombros y sacando el palo de su saco de golf se dispuso a jugar unos cuantos hoyos hasta acercarse a la casa.
La joven estaba en el jardín como de costumbre; la saludó con la gorra en la mano y cuando ella le dio tímidamente los buenos días le pareció más bonita que nunca.
—Hermoso día, ¿verdad? —le gritó Jack alegremente, lamentando lo vulgar de su comentario.
—Sí; hace un día espléndido.
—Y bueno para el jardín, supongo.
La joven sonrió, descubriendo un hoyuelo fascinador.
—¡No por cierto! Lo que necesitan mis flores es agua. Vea qué secas están.
Jack, aceptando su invitación, se aproximó a la cerca que separaba el jardín del camino.
—A mí me parece que están perfectamente —comentó Jack bajo la mirada compasiva de la muchacha.
—El sol es bueno, ¿verdad? —dijo ella—. A las flores se las puede regar siempre, pero el sol les da fortaleza y es muy bueno para la salud. Ya veo que monsieur está hoy muchísimo mejor.
Su tono alentador contrarió a Jack.
«Maldita sea —pensó—. Me parece que trata de curarme por sugestión.»
En tono irritado contestó:
—Estoy perfectamente bien.
—Eso es bueno —repuso ella tratando de consolarle.
Jack tuvo la irritante sensación de que no le creía.
Estuvo jugando al golf un rato más y luego corrió a desayunar. Mientras comía se dio cuenta, y no por primera vez, de que era observado fijamente por un hombre que ocupaba la mesa contigua a la suya. Era un caballero de mediana edad y rostro enérgico. Llevaba una pequeña barba oscura y sus ojos grises y penetrantes y sus ademanes seguros le colocaban en las primeras filas de las clases profesionales. Jack sabía que su nombre era Lavington, y había oído rumores de que se trataba de un médico especialista muy conocido, pero como Jack no frecuentaba la calle Harley, el nombre no le decía nada.
Mas aquella mañana tuvo plena conciencia de la profunda observación a que era sometido, y se asustó. ¿Es que llevaba escrito en el rostro su secreto y todos podían verlo? ¿Acaso aquel hombre, gracias a su profesión, sabía lo que estaba sucediendo a su materia gris?
Jack estremecióse al pensarlo. ¿Era cierto? ¿Se estaría volviendo realmente loco? ¿Era una alucinación o una broma pesada?
Y de pronto se le ocurrió un medio muy sencillo para probar la solución. Hasta entonces había ido siempre solo a los campos de golf. ¿Y si alguien le acompañara? Entonces podrían ocurrir tres cosas: Que la voz no se oyera. Que la escucharan los dos, o... sólo él.
Aquella noche se dispuso a poner en práctica su plan. Lavington era el hombre que necesitaba. Trabaron conversación fácilmente..., tal vez el médico esperaba aquella oportunidad, ya que era evidente que por una u otra razón, Jack le interesaba. Lavington se avino con naturalidad a acompañarle para jugar una partida de golf antes del desayuno, y quedaron de acuerdo para la mañana siguiente.
Salieron un poco antes de las siete. El día era perfecto, sin una nube, pero no demasiado caluroso. El doctor jugó bien, Jack pésimamente. Tenía el pensamiento puesto en la crisis que se avecinaba, y no cesaba de mirar el reloj. Llegaron al hoyo siete, el más próximo a la casita, cerca de las siete y veinte.
Cuando pasaron ante ella, la joven se encontraba en el jardín, como siempre, y no alzó la vista del suelo.
Las dos pelotas estaban sobre el césped. La de Jack cerca del hoyo y la del doctor algo más alejada.
—Una tirada difícil —dijo Lavington—. Pero supongo que he de intentarlo.
Y se inclinó para calcular la trayectoria. Jack permaneció rígido con los ojos fijos en su reloj. Eran exactamente las siete y veinticinco.
La pelota rodó suavemente sobre la hierba deteniéndose en el borde del hoyo, vaciló, y se introdujo en él.
—Buena puntería —dijo Jack con voz ronca y dejando de mirar su reloj con un suspiro de alivio. No había ocurrido nada. El encanto estaba roto.
—Si no le importa esperar un poco —dijo— voy a llenar mi pipa.
Descansaron un poco antes del hoyo ocho. Jack preparó y encendió su pipa con dedos temblorosos. Parecía haberse quitado un gran peso de encima.
—Vaya, qué día tan hermoso hace —observó contemplando el panorama con gran satisfacción —. Continúe, Lavington, dele con fuerza.
Y entonces ocurrió: en el preciso instante en que tiraba el doctor se oyó la voz de una mujer desesperada.
—¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!
La pipa cayó de la temblorosa mano de Jack, que se volvió en redondo hacia la dirección en que sonaba la voz y luego miró a su compañero conteniendo el aliento.
Lavington estaba mirando hacia las pistas haciendo visera con la mano sobre los ojos.
—Un tiro corto, pero creo que he pasado la arena.
No había oído nada.
Todo empezó a dar vueltas alrededor de Jack, que avanzó un par de pasos tambaleándose pesadamente. Cuando se recobró estaba tendido en el césped y Lavington inclinado sobre él.
—Vaya, calma, calma.
—¿Qué me ha pasado?
—Que se desmayó usted, jovencito... o por lo menos estuvo muy cerca de ello.
—¡Dios mío! —exclamó Jack con un gemido.
—¿Qué le ocurre? ¿Tiene alguna preocupación?
—Se lo explicaré todo dentro de unos instantes, pero primero quisiera preguntarle una cosa.
El doctor encendió su pipa acomodándose en su banco.
—Pregunte lo que quiera —dijo.
—Usted me ha estado observando estos últimos días. ¿Por qué?
Lavington parpadeó:
—Ésa es una pregunta bastante delicada. Un gato puede mirar a un rey, ya sabe...
—No disimule. Estoy muy nervioso. ¿Por qué me observaba? Tengo una razón de peso para preguntárselo.
Lavington se puso serio.
—Le contestaré con toda sinceridad. Reconocí en usted todos los síntomas de un hombre acuciado por una fuerte tensión, y me intrigó cuál podría ser.
—Eso puedo decírselo fácilmente —dijo Jack con amargura—. Me estoy volviendo loco.
Se detuvo con gesto dramático, pero su declaración no pareció despertar el interés y la consternación que esperaba y la repitió.
—Le digo que me estoy volviendo loco.
—Muy curioso —murmuró Lavington—. Sí, muy curioso.
Jack se indignó.
—Supongo que a usted debe parecérselo. Ustedes los médicos están encallecidos.
—Vamos, vamos, amigo mío, habla usted por hablar. Para empezar, aunque tengo el título de médico, yo no practico la medicina. Estrictamente hablando, no soy médico... de los que curan el cuerpo quiero decir.
Jack le miró de hito en hito.
—¿Se dedica a enfermedades mentales?
—Sí, en cierto sentido, pero más bien soy médico del espíritu.
—¡Oh!
—Percibo cierto menosprecio en su tono, y no obstante hemos de emplear alguna palabra para designar al principio activo que puede separarse y existe independientemente de su albergue carnal: el cuerpo. Tiene usted que admitir la existencia del alma, jovencito; no es un término religioso inventado por el clero. Pero le llamaremos consciente, o el yo inconsciente, o como más le parezca. Usted se ha ofendido por mi tono no hace mucho, pero puedo asegurarle que me pareció muy curioso que un joven tan normal y equilibrado como usted sufriera el engaño de creer que estaba perdiendo la razón.
—Estoy perdiéndola, esto es lo cierto. Estoy completamente loco.
—Usted me perdonará, pero no lo creo.
—Sufro alucinaciones.
—¿Después de las comidas?
—No, por las mañanas.
—No es posible —dijo el doctor volviendo a encender su pipa que se había apagado.
—Le aseguro, que oigo cosas que no oye nadie.
—Sólo un hombre entre mil es capaz de ver los satélites de Júpiter. Porque los otros novecientos noventa y nueve no lo vean no hay razón para dudar de su existencia, ni tampoco para llamar lunático a ese uno.
—Los satélites de Júpiter son un hecho científico comprobado.
—Es posible que sus alucinaciones de hoy puedan ser hechos científicos comprobados el día de mañana.
A pesar suyo el tono seguro y reposado de Lavington iba causando su efecto en Jack, que se sintió consolado y animado. El doctor le estuvo mirando atentamente unos instantes, y luego asintió.
—Así está mejor —le dijo—. Lo malo de ustedes, los jóvenes, es que están tan convencidos de que no existe nada aparte de su filosofía propia, que ponen el grito en el cielo cuando sucede algo contrario a su opinión. Oigamos qué motivos tiene para pensar que está loco, y luego decidiremos si hemos de encerrarle.
Con toda la fidelidad que le fue posible, Jack le refirió la serie completa de sucesos.
—Pero lo que no comprendo —terminó— es por qué esta mañana lo oí a las siete y media..., o sea, cinco minutos más tarde.
Lavington reflexionó unos instantes y luego preguntó:
—¿Qué hora marca su reloj?
—Las ocho menos cuarto —replicó Jack consultándolo.
—Entonces, es bien sencillo. El mío marca las ocho menos veinte. El suyo va cinco minutos adelantado. Ése es punto muy interesante e importante para mí... En realidad, es de un valor incalculable.
—¿En qué sentido?
Jack empezaba a interesarse.
—Pues bien, la explicación evidente es que la primera mañana que usted oyó ese grito... pudo ser una broma... o puede ser que no lo fuera. Y los días siguientes, usted se sugestionó de tal manera que lo oía exactamente a la misma hora.
—Estoy seguro de que no.
—Conscientemente no, desde luego, pero ya sabe que el subconsciente gasta bromas muy curiosas. Pero de todas maneras esa explicación no basta. Si se tratara de un caso de sugestión, usted habría oído el grito a las siete y veinticinco de su reloj, y no cuando creyó que ya había pasado esa hora...
—¿Pues entonces?
—¿Bien... es evidente..., ¿no? Ese grito de socorro ocupa un lugar perfectamente definido y un tiempo preciso. El lugar es la proximidad de esa casita, y el tiempo las siete y veinticinco.
—Sí, pero, ¿por qué habría de ser yo quien lo oyera? Yo no creo en fantasmas y todas esas tonterías... almas en pena y demás. ¿Por qué habría de ser yo quien lo oyera?
—¡Ah! De momento no podemos saberlo. Es curioso que muchos de los mejores médiums sean redomados escépticos. No son precisamente las personas que se interesan por los fenómenos ocultos los que consiguen las manifestaciones. Algunas personas ven y oyen cosas que otros no ven ni oyen... ignoramos por qué, y nueve de cada diez no desean verlas ni oírlas y están convencidos de que sufren alucinación... como usted. Es como la electricidad. Algunos materiales son buenos conductores, aunque nosotros hayamos estado mucho tiempo sin saberlo, teniendo que contentarnos con aceptar el hecho. Hoy en día ya lo sabemos. Y sin embargo, algún día sabremos por qué oyó usted el grito y la joven no. Todavía está sujeto a una ley natural, ya sabe... realmente no existe lo sobrenatural. El descubrir las leyes que gobiernan los llamados fenómenos psíquicos va a ser una ardua tarea..., pero estas pequeñeces ayudan.
—Pero, ¿qué voy a hacer yo? —preguntó Jack.
Lavington rió entre dientes.
—Ya veo que es usted práctico. Bien, amigo mío, ahora va usted a desayunar y luego irá a la ciudad sin preocuparse más por cosas que no entiende. Yo, por mi parte, voy a echar un vistazo para ver lo que descubro con respecto a esa casita. Juraría que es ahí donde se centra el misterio.
Jack se puso en pie.
—Cierto, señor. Ya me voy, pero le aseguro...
—Siga...
Jack enrojeció violentamente.
—...que la muchacha no miente —musitó.
Lavington parecía divertido.
—¡No me diga que era bonita! Bueno, anímese. Creo que el misterio empezó mucho antes de que ella naciera.
Jack llegó aquella noche al hotel enfermo de curiosidad. Ahora confiaba ciegamente en Lavington. El médico había aceptado el caso sin la menor extrañeza y con tal naturalidad que Jack quedó impresionado.
Cuando bajó a cenar encontró a su nuevo amigo aguardándole en el vestíbulo y le sugirió que compartieran la misma mesa.
—¿Alguna noticia? —-le preguntó Jack con ansiedad.
—He averiguado toda la historia de la Casa de los Brezos. Primero fue alquilada por un viejo jardinero y su esposa. Él murió y su esposa fue a vivir con su hija. Luego la ocupó un constructor que la modernizó con gran éxito, vendiéndola a un caballero de la ciudad que solía ocuparla los fines de semana. Hará cosa de un año fue vendida a un matrimonio llamado Turner. Por lo que parece, una pareja bastante curiosa, y muy hermosa y exótica. Llevaban una vida muy tranquila, sin ver a nadie y apenas salían al jardín. El rumor que circulaba por aquí es que tenían miedo de algo... pero no creo que debamos darle crédito. Y de pronto un buen día se marcharon a primeras horas de la mañana y no volvieron a verles. Sus agentes recibieron una carta del señor Turner escrita desde Londres, en la que les daba instrucciones para que vendieran la casita lo más rápidamente posible. Vendieron los muebles, y la casa pasó a ser propiedad de un tal señor Mauleverer, que solo vivió en ella quince días... y luego puso un anuncio alquilándola amueblada. Las personas que ahora la habitan son un profesor de francés tuberculoso y su hija. Llevan en ella sólo diez días.
Jack recibió estas noticias en silencio.
—No creo que con eso adelantemos mucho —dijo al fin—. ¿Qué opina usted?
—Quiero que sepa alguna cosa más de los Turner —continuó Lavington sin inmutarse—. Se marcharon una mañana muy temprano, recuerde. Y por lo que he podido averiguar nadie les vio marchar. Al señor Turner le han vuelto a ver... pero no he conseguido todavía encontrar a nadie que haya visto a la señora Turner.
Jack palideció.
—No es posible... no querrá usted insinuar...
—No se excite, jovencito. La influencia de cualquier persona en peligro de muerte... y especialmente de muerte violenta... es muy fuerte en el ambiente que la rodea. Estos alrededores pudieran haber absorbido esa influencia transmitiéndola por turno a un receptor conveniente... en este caso, usted.
—Pero, ¿por qué yo? —murmuró Jack rebelándose—. ¿Por qué no a otro que pudiera hacer algún bien?
—Usted considera esa fuerza inteligente e intencionada, en vez de ciega y mecánica. Yo no creo en las almas en pena buscando un punto con un propósito especial. Pero lo que sí he visto, una vez y otra, tantas que apenas puedo considerarlo pura coincidencia, es una especie de tentativa ciega a que se haga justicia... un movimiento subterráneo de fuerzas ciegas trabajando siempre y oscuramente hacia el fin.
Se irguió... como para apartar alguna obsesión que le preocupara, y luego volvióse a Jack con una sonrisa.
—Dejemos este tema... por lo menos por esta noche —le sugirió.
Jack se avino a ello con prontitud, pero no consiguió apartarlo de su memoria.
Durante el fin de semana estuvo haciendo averiguaciones por su cuenta, sin descubrir más que lo que ya sabía por el doctor. Definitivamente había dejado de jugar al golf antes del desayuno.
El siguiente eslabón de la cadena tomó forma inesperadamente. Al regresar al hotel uno de aquellos días, Jack fue advertido de que le esperaba una joven, y ante su enorme sorpresa resultó ser la del jardín... la joven-flor, como la llamaba él interiormente. Estaba muy nerviosa y aturdida.
—Usted me perdonará, monsieur, por venir a verle de esta manera. Pero hay algo que debo decirle... yo...
Miró indecisa a su alrededor.
—Entremos aquí —dijo Jack con presteza acompañándola al salón del hotel que entonces estaba desierto—. Ahora siéntese, señorita... señorita...
—Marchaud, monsieur. Felisa Marchaud.
—Siéntese, mademoiselle Marchaud y cuéntemelo todo.
Felisa tomó asiento. Vestía de verde oscuro y la hermosura y donaire de su pequeño rostro era más evidente que nunca. El corazón de Jack latió más de prisa al sentarse junto a ella.
—Es lo siguiente —explicó Felisa—. Llevamos aquí poco tiempo, y desde el principio nos dimos cuenta de que nuestra casa... nuestra encantadora casita... está encantada. Ninguna criada quiere quedarse en ella. Eso no me importa mucho, sé hacer las labores de la casa y guiso bastante bien.
«Qué ángel», pensó el enamorado joven. «Eres maravillosa.» Pero procuró conservar un aire atento y grave.
—Esas historias de fantasmas creo que son tonterías... mejor dicho, lo creí hasta hace cuatro días. Monsieur, desde hace cuatro noches tengo el mismo sueño. Se me aparece una dama... hermosa, alta y muy rubia... con un jarrón azul de porcelana entre las manos. Está triste... muy triste y continuamente tiende el jarrón hacia mí como implorándome que haga algo con él. ¡Pero cielos! No habla... y yo... yo no sé lo que me pide. Ése fue mi sueño las dos primeras noches..., pero la noche antepasada hubo algo más. La dama y el jarro desaparecieron de pronto y oí su voz que gritaba... Yo sé que es su voz, ¿comprende? Y ¡oh!, monsieur, sus palabras fueron las mismas que usted pronunció aquella mañana: «¡Asesino! ¡Socorro! ¡Asesino!» Me desperté aterrorizada, diciéndome a mí misma... es una pesadilla, esas palabras que has oído son una casualidad. Pero anoche volví a oírlas. Monsieur, ¿qué es esto? Usted también las ha oído. ¿Qué vamos hacer?
Felisa estaba aterrorizada y sus manitas se entrelazaron mientras miraba a Jack con ojos suplicantes. El joven procuró aparentar una indiferencia que no sentía.
—Está bien, mademoiselle Marchaud. No debe preocuparse. Yo le diré lo que me gustaría que hiciese, si no le importa. Repetir toda esa historia a un amigo mío que se hospeda aquí, el doctor Lavington.
Felisa se mostró dispuesta a seguir el consejo y Jack fue a buscar a Lavington volviendo con él a los pocos minutos.
Lavington dirigió una mirada escrutadora a la joven, mientras Jack se apresuraba a efectuar las presentaciones. La tranquilizó con pocas palabras y escuchó con toda atención su relato.
—Muy curioso —dijo cuando hubo terminado—. ¿Se lo ha contado a su padre?
—No he querido preocuparle. Todavía está muy enfermo... —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Y procuro ocultarle todo lo que pudiera excitarle e inquietarle.
—Comprendo —dijo Lavington amablemente—. Y celebro que haya acudido a nosotros. El amigo Hartington, aquí presente, tuvo una experiencia muy similar. Creo que ahora estamos sobre la pista. ¿No recuerda nada más?
—¡Pues claro! Qué tonta soy. Es la base de toda la historia. Mire, monsieur, lo que encontré en uno los armarios, caído detrás de un estante.
Y le alargó un pedazo de papel de dibujo ya sucio, en el que aparecía pintado a la acuarela el boceto de una figura de mujer. Estaba muy mal hecho, pero el parecido era bastante bueno. Representaba una mujer alta y rubia de rostro extranjero, de pie junto a una mesa en la que había un jarro azul.
—Lo encontré esta mañana —explicó Felisa—. Monsieur le docteur, ésta es la mujer que vi en sueños, y el jarrón azul era idéntico a éste.
—Extraordinario —comentó Lavington—. La clave de este misterio es evidentemente el jarrón azul. Parece de porcelana china, y muy antiguo. Tiene un dibujo muy curioso.
—Es chino —declaró Jack—. He visto uno exactamente igual en la colección de mi tío..., ¿sabe?, es un gran coleccionista de porcelanas chinas, y recuerdo haber visto un jarrón igual a éste no hace mucho.
—El jarrón chino —repitió Lavington quedando por unos instantes perdido en sus pensamientos, Al fin alzó la cabeza con una extraña luz en su mirada—. Hartington, ¿cuánto tiempo hace que su tío tiene ese jarrón?
—¿Cuánto tiempo? Pues no lo sé.
—Piense. ¿Lo ha adquirido últimamente?
—No sé... sí, ahora que lo pienso, creo que sí. A mí no me interesan las porcelanas, pero recuerdo que cuando me enseñó sus recientes adquisiciones este jarrón estaba entre ellas.
—¿Hará menos de dos meses? Los Turner abandonaron la Casa de los Brezos hace sólo un par de meses.
—Sí, creo que sí.
—¿Su tío asiste a las subastas locales?
—Siempre acude a todas.
—Entonces, no es improbable suponer que adquiriera esa pieza en la subasta de los Turner. Una coincidencia curiosa... o tal vez lo que yo llamo la fuerza ciega de la justicia. Hartington, debe usted averiguar en seguida dónde adquirió su tío ese jarrón.
—Me temo que sea imposible —replicó Jack—. Tío Jorge ha marchado al Continente y ni siquiera sé dónde escribirle.
—¿Cuánto tiempo estará ausente?
—De tres semanas a un mes, por lo menos.
Hubo un silencio durante el cual Felisa miró ingenua a los hombres.
—¿Es que no vamos a poder hacer nada? —preguntó tímidamente.
—Sí, hay una cosa —dijo Lavington conteniendo su excitación—. Quizá sea poco corriente, pero creo que dará resultado. Hartington, tiene usted que conseguir ese jarrón. Tráigalo aquí, y si mademoiselle lo permite, pasaremos una noche en la Casa de los Brezos con el jarrón.
Jack se estremeció.
—¿Qué cree usted que ocurrirá? —preguntó intranquilo.
—No tengo la menor idea..., pero creo sinceramente que el misterio quedará aclarado y el fantasma descansará. Es muy posible que ese jarrón tenga un doble fondo en el que se oculte algo. Si no ocurriera nada, deberemos hacer uso de nuestro ingenio.
Felisa entrelazó las manos.
—Es una idea estupenda —exclamó.
Sus ojos brillaban de entusiasmo. Jack no sentía lo mismo... en realidad estaba acobardado, aunque por nada del mundo lo hubiera admitido ante Felisa. El médico actuaba como si su sugerencia fuera la cosa más natural del mundo.
—¿Cuándo podrá conseguir el jarrón? —preguntóle Felisa volviéndose hacia él.
—Mañana —replicó el joven de mala gana.
Tenía que acabar de una vez con aquello, pues aquel agonizante gritó de socorro que oyera cada mañana, era algo que había que desterrar para siempre y no volver a pensar en ello más de lo que fuese preciso.
Al día siguiente por la tarde fue a casa de su tío para llevarse el jarrón en cuestión. Estaba más convencido que nunca al verlo de nuevo, que era exactamente igual al de la acuarela, pero por más que lo miró no pudo descubrir que ocultara algún secreto.
Eran las once de la noche cuando él y Lavington llegaron a la Casa de los Brezos. Felisa les estaba esperando y les abrió la puerta antes de que llamaran.
—Pasen —les susurró—. Mi padre está durmiendo arriba y no debemos despertarle. Les he preparado un poco de café.
Les condujo a una pequeña salita muy coquetona, donde les sirvió unas tazas de café muy oloroso.
Luego Jack desenvolvió el jarrón azul y Felisa contuvo el aliento al verlo.
—Pues sí, pues sí —exclamó excitada—. Éste es..., lo reconocería en cualquier parte.
Mientras tanto, Lavington estaba haciendo sus preparativos. Quitó todos los adornos de una pequeña mesita que colocó en el centro de la habitación y a su alrededor puso tres sillas. Luego, cogiendo el jarrón azul de manos de Jack, lo situó en medio de la mesita.
Los otros le obedecieron, y la voz de Lavington volvió a oírse en la oscuridad.
—No piensen en nada... o en todo. No fuercen el cerebro. Es posible que uno de nosotros tenga facultades de médium. De ser así, entrará en trance. Recuerden que no hay nada que temer. Alejen todo el temor de sus corazones y déjense llevar..., déjense llevar.
Su voz se fue apagando y se hizo el silencio. Minuto a minuto aquel silencio parecía más cargado de posibilidades. Era muy fácil decir: «Alejen sus temores». No era miedo lo que sentía Jack... sino pánico. Y estaba seguro de que a Felisa le ocurría lo mismo.
De pronto oyó su voz diciendo aterrada:
—Va a ocurrir algo terrible. Lo presiento.
—Aleje su miedo —dijo Lavington—. No luche contra la influencia.
La oscuridad pareció hacerse más densa y el silencio más absoluto mientras se percibía cada vez más, una indefinible sensación de amenaza.
Jack sintió que se ahogaba... que le faltaba la respiración... que lo que fuera estaba muy cerca.
Y luego el momento de apuro pasó. Sintió que era arrastrado por una corriente... y sus párpados se cerraron... sólo había paz... y oscuridad...
Jack removióse inquieto. La cabeza le pesaba como si fuera de plomo. ¿Dónde estaba?
Luz de sol..., pájaro... Estaba tendido de cara al cielo.
Y de pronto le recordó todo. La salita. Felisa y el médico. ¿Qué había ocurrido?
Se incorporó, la cabeza le dolía terriblemente y miró a su alrededor. Estaba tendido en la pendiente no lejos de la casita. No vio a nadie. Extrajo su reloj viendo con sorpresa que eran las once y media. Jack se puso en pie echando a correr hacia la casita, tan de prisa como le fue posible. Debieron alarmarse por su tardanza en volver del trance y le habrían sacado al aire libre.
Al llegar a la pequeña casa llamó a la puerta, pero nadie respondió ni vio señales de vida. Debían haber ido en busca de ayuda. O de otro modo... Jack sintió que le invadía un nuevo temor. ¿Qué habría ocurrido la noche pasada?
Apresuróse a regresar al hotel y se disponía a realizar algunos averiguaciones en la administración, cuando le propinaron un terrible puñetazo en los ríñones que casi le hace caer al suelo. Al volverse, indignado, tropezó con un anciano de cabellos blancos que le contemplaba sumamente regocijado.
—¿No me esperabas, muchacho? No me esperabas, ¿eh? —dijo aquel individuo.
—Vaya, tío Jorge. Te creía a muchos kilómetros de distancia... en cualquier lugar de Italia.
—¡Ah!, pero no lo estaba. Desembarqué en Dover anoche, y pensé que podía ir en coche hasta la ciudad y de paso verte. Y lo he descubierto. ¿Toda la noche de juerga, eh? Bonito comportamiento.
—Tío Jorge —Jack le detuvo con firmeza—. Tengo que contarte una historia extraordinaria. Y me atrevo a asegurar que no vas a creerme.
Y le relató todo lo sucedido.
— Dios sabe lo que ha sido de ellos —terminó.
Su tío parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía.
—El jarrón —consiguió decir al fin—. ¡El jarrón azul! ¿Qué ha sido de él?
Jack le miró sin comprender, pero al oír el torrente de palabras que siguieron, empezó a atar cabos.
—Ming... único... la perla de mi colección... por lo menos vale diez mil libras... las ofrecía Hoggenheimer, el millonario americano... el único en su especie en todo el mundo... Pero dime de una vez, muchacho, ¿qué has hecho del jarrón azul?
Jack corrió a la administración. Tenía que encontrar a Lavington. La encargada le recibió fríamente.
—El doctor Lavington se marchó a última hora de la noche... en automóvil. Dejó una nota para usted.
Jack rasgó el sobre. Su contenido era breve y conciso:

Mi querido y joven amigo: ¿Ha pasado ya la época de lo sobrenatural? No del todo... especialmente cuando se presenta con cierto lenguaje científico. Muchos recuerdos de Felisa, su padre inválido y míos. Tenemos doce horas de ventaja, que son más que suficientes. Suyo siempre,
Ambrosio Lavington, Médico del Espíritu.


FIN

EL DIOS SIN CARA -- Robert Bloch





EL DIOS SIN CARA

Robert Bloch

El hombre que estaba extendido en el potro de tortura empezó a gemir. Y cuando la palanca es­trechó aun más el aparato, su gemido se convirtió en un penetrante alarido de dolor.
—¡Bueno! —exclamó el doctor Carnoti, en tono satisfe­cho—. Parece que vamos a persuadirle a hablar.
Luego se inclinó sobre el infeliz y le dijo:
—Muy bien, Hassan. Creo que no necesitarás más estímu­los, ¿eh? Dime, pues, dónde se encuentra ese ídolo.
Hassan emitió entonces una serie de sonidos guturales, y el doctor Carnoti se vio obligado a arrodillarse a su lado, para poder entender su embarullado murmullo. Aquel conjunto de frases incoherentes duró unos veinte minutos, y después el doctor se enderezó impresa en su semblante una expresión complacida, para dirigirse a la única puerta del penumbroso recinto, mas no sin dirigir antes una elocuente seña al negro que manejaba la máquina del tormento. Segui­damente salió, en tanto que el verdugo asentía en silencio, desenvainaba su afilado sable y lo alzaba sobre su cabeza, empuñado con ambas manos...


Motivos sobrados tenía el doctor Carnoti para sentirse contento. Durante varios años había sido lo que vulgarmente se denomina «un aventurero». Sus actividades comprendían diversos «negocios», entre los que contaban el contrabando de objetos antiguos, e incluso la trata de negros, nefando co­mercio que se vereficaba en algunos puertos del Mar Rojo. Carnoti había llegado a Egipto muchos años atrás, como miembro de un expedición arqueológica, de la que había sido expulsado por causas no muy bien conocidas, aunque se ru­moreaba que tenían relación con un intento de robo de va­liosas antigüedades. Después de su expulsión, nada se había sabido de él... hasta transcurridos varios años, en que apa­reció en El Cairo, al frente de su establecimiento del barrio indígena, donde había adquirido la turbia reputación de negociante sin escrúpulos que le acompañaba por dondequiera que fuese, así como cuantiosos beneficios financieros. Y la verdad era que Carnoti parecía hallarse muy satisfecho con las dos cosas.
En la época en que comienza este relato, tenía cuarenta y cinco años, y mucha experiencia en asuntos reñidos con las leyes. Pese a lo que pudiera sugerir su apariencia vulgar, pues era de mediana estatura y gruesa complexión, poseía conside­rable energía y tesón, cualidades que le procuraban el respeto o el temor de los que con él se relacionaban y que a veces le servían para encubrir su carácter solapado y ruin y su insaciable codicia.
Ese ambicioso natural fue lo que le incitó a emprender aquella nueva aventura. Por lo general, no era Carnotí de­masiado crédulo. Por eso no le impresionaban las noticias que oía acerca de pirámides perdidas en el desierto, tesoros enterrados o momias robadas. Prefería interesarse en cues­tiones más remuneradoras, como lo eran, por ejemplo, un alijo de alfombras, una partida de opio o un cargamento de mercancía humana, pero sus últimos informes habían vuelto a suscitar su anterior interés por los objetos antiguos. No en balde había aprendido a distinguir las simples fábulas dé las noticias fidedignas. Sabía que la mayor parte de los im­portantes descubrimientos realizados por los arqueólogos se habían originado de aquella forma: por un ligero comentario, captado al azar. Y la historia narrada por el desventurado Hassan tenía el sello inconfundible de la verosimilítud.
Ésta era la historia, referida brevemente: un grupo de nó­madas, portadores de mercancías prohibidas, iba recorriendo una ruta secreta del desierto, apartada de las que siguen nor­malmente las caravanas. Al pasar por cierto lugar, los ca­melleros advirtieron una roca de forma extraña, que aflo­raba a medias de la arena. Detuviéronse entonces, para examinarla de cerca, y realizaron un portentoso descubrimiento. Lo que sobresalía de la arena era la cabeza de una antigua estatua egipcia, adornada con la triple corona de una deidad. Ninguno de los nativos pudo reconocer aquella imagen tan bien conservada en las zonas del sur del desierto, y situada a más de trescientos kilómetros del más cercano poblado; ninguno había podido penetrar su insondable misterio, pero a todos resultó evidente su incalculable valor, como lo demostraron al señalar el sitio con dos grandes peñas, a fin de encontrarlo fácilmente, en caso de que volvieran por allí. A continuación, reanudaron la marcha, pues no tenían tiem­po para desenterrar la estatua. Y cuando llegaron al término de su viaje, refirieron la historia, que poco después era oída por el doctor Carnoti, lo mismo que sucedía con todos los relatos procedentes de viajeros.
Poco tardó Carnoti en apreciar el descubrimiento en su verdadero significado. Si se hubiera tratado de una historia relativa a algún tesoro, la habría considerado con más cau­tela y escepticismo, pero un ídolo... eso era diferente. Re­cordaba los vagos indicios que habían dirigido a los primeros exploradores, a aquellos hombres que en el fondo no eran más que rapaces buscadores de riquezas, y comprendía que detrás de la estatua negra podía hallarse una fabulosa for­tuna, mucho más valiosa para él que todos los tesoros de Egipto. Y si aquellos exploradores se habían enriquecido con sus descubrimientos, ¿por qué no podía enriquecerse él también? Suponiendo que el referido ídolo fuese totalmente desconocido como deidad, como parecía indicarlo el hecho de haber sido descubierto en tan apartadas regiones, su ex­hibición ocasionaría indescriptible interés y le abriría a él las puertas de la fama. Y además, tal vez pudiera convertirle en iniciador de un nuevo camino para las exploraciones ar­queológicas.
Dispuesto a realizar un intento, el doctor Carnoti decidió obrar con las máximas precauciones, a fin de no suscitar sospechas. Por eso se había abstenido de interrogar abiertamente a los camelleros árabes que habian efectuado el descubrimiento. En su lugar, dos de sus hombres habían secuestrado al viejo Hassan, a quien tuvo que someter a tortura para obtener el relato completo. Hassan había estado pre­sente en aquella ocasión, y aunque al principio se mostró renuente a contestar, los «persuasivos» métodos dc Carnoti habían quebrantado al fin su resistencia.
Dos días más tarde, y una vez situado en el mapa el punto en que se encontraba la estatua, el aventurero contrató a un reducido numero de nativos y explicó a sus amistades que iba a emprender un viaje por el sur. Luego se procuró un intérprete digno de su confianza, se aprovísionó de viveres y agua para seis días, pues tenía intención de regresar por vía fluvial, y a la siguiente mañana se puso en marcha, al frente de la expedición, en la que figuraban varios camellos ligeros y un tiro de asnos que arrastraban una enorme y vacía carreta.


La llegada al lugar indicado en el mapa se efectuó en la mañana del cuarto día de camino. Desde lo alto del camello en que iba montado, el doctor Carnotí avistó las dos enhies­tas peñas citadas por Hassan y ordenó que se instalara allí mismo el campamento. A continuación, sin tener en cuenta el intenso calor ni conceder el más mínimo descanso a sus hombres, los llevó hasta las piedras para obligarles a que las retirasen. Segundos después, una múltiple exclamación de asombro y pavor brotó de las gargantas de los nativos, al aparecer el remate de una negra y gigantesca corona, cada una de cuyas puntas mostraba complicados dibujos.
Presa de creciente excitación, Carnoti se inclinó y exami­nó aquellas imágenes, que representaban extraños monstruos sin cabeza, animales vestidos con túnicas y dioses egipcios enzarzados en combate con horribles demonios. Nada tenía de particular el hecho de que los nativos se sintieran cons­ternados. Habían comenzado a chacharear en tono bajo, mientras que se apartaban de la estatua y de la inclinada figura de su jefe. Pero a éste no le impresionaban las reaccio­nes de sus hombres ni sus comentarios, entre los que le pa­reció haber oído mencionar a «Nyarlathotep», así como al­gunas alusiones al «Emisario del Diablo». Por eso, tras haber examinado las imágenes, volvió a dirigirse a los nativos y les ordenó que dieran comienzo a la excavación, para repetir luego la orden en tono apremiador, mas sin ningún éxito, pues ninguno se mostró dispuesto a obedecer.
Por último, el intérprete dio un paso al frente y se en­caró con el «effendí», a fin de hacerle saber lo siguiente: que ni él ni los demás le habrían acompañado si hubiera sabido lo que iba a pedírseles que hicieran. Que ninguno de ellos tocaría la imagen de aquella deidad, y que al mismo tiempo le aconsejaban a él que no la tocase, para no incurrir en las iras del Viejo Dios, el Dios Secreto. Que tal vez no hubiese oído mencionar nunca el «effendí» a Nyarlathotep, era el dios de la resurrección, así como el Mensajero Negro de Karne­ter, y de acuerdo con cierta leyenda, un día habría de devol­ver la vida a los muertos, pero era necesario substraerse a su maldición, porque...
Conforme escuchaba aquella perorata, el doctor Carnoti iba sintiéndose cada vez más irritado. De pronto, interrum­pió al que hablaba y volvió a ordenar a los nativos que empezaran el trabajo inmediatamente. Y con objeto de dar énfasis a su orden, desenfundó sus dos revólveres, mientras gritaba a voz en cuello que asumía la responsabilidad por aquella profanación y que nadie tenía nada que temer de un vulgar ídolo de piedra. Ante tales argumentos, pero más presumible­mente por influencia de la vista de las armas, los nativos empezaron a cavar, aunque con la mirada apartada del ídolo.
Al cabo de unas cuantas horas de trabajo, toda la estatua quedó al descubierto. Y si la visión de su corona había im­presionado tanto a los indígenas, no fue éxtraño que quedaran luego casi paralizados de espanto. Imposible parecía que aquella masa de piedra esculpida hubiera permanecido tanto tiempo enterrada. Su aspecto general infundía terror, a causa de la sensación de misterio inescrutable que producía su pre­sencia en tan desolada inmensidad, así como por el increíble estado de perfecta conservación en que se encontraba. Su forma evocaba la de una esfinge de regular tamaño, una es­finge con alas de buitre y cuerpo de hiena. Sus miembros estaban provistos de aguzadas garras. Y sobre su cabeza antropomorfa descollaba la triple corona cuyos dibujos ha­bían provocado el espanto de los nativos. No obstante, lo que más impresionante resultaba era la carencia de rostro de aquella pavorosa imagen. Era un dios sin cara, el alado dios Nyarlathotep, el «Emisario Poderoso», «El que Camina en­tre las Estrellas», el «Señor del Desierto».
Ni que decir tiene que Carnoti no cabía en sí de puro gozo. Con sonrisa complacida miraba aquel amplio espacio vacío, correspondiente al lugar que debía haber ocupado el rostro del ídolo, y abstraído como estaba con su entusiasmo, no prestó atención al constante murmullo de voces ni a las miradas que los nativos le dirigían. No se enteró, por tanto, de lo que sus hombres estaban diciendo. Y más le habría valido interesarse en sus conversaciones, porque aquellos hombres sabían, como lo sabe todo Egipto, que Nyarlathotep es también el dios del mal. Por eso siglos atrás sus templos y sus imágenes habían sido destruidos y sus adoradores con­denados a muerte y ejecutados. Por eso se había prohibido su culto y se había borrado su nombre del «Libro de los Muertos». Aquel dios maligno era el protector de los hechi­ceros y de la magia negra. Y de acuerdo con la leyenda, había salido del desierto, y al desierto había vuelto. Luego, los hom­bres habían empezado a adorar a otras divinidades menos ominosas, para terminar adorando a los dioses benéficos, pero los que conocían la historia de Nyarlathotep afirmaban que al cabo de muchos años, y coincidiendo con extraños fe­nómenos, el terrible dios volvería a aparecer entre los hom­bres, procedente del desierto, sin que sus pasos dejaran hue­lías sobre la arena, como no fueran los cadáveres de los desdichados incrédulos que se atreviesen a mirarlo.
Aquella leyenda se había difundido por Europa en tiem­pos de las cruzadas, transmitida por los que regresaban de tierras sarracenas. Y en los relatos referentes a la misma se aludía a la terrible deidad con diversos nombres, entre los que figuraba el de «Emisario de Asmodeo» y «Hombre Ne­gro». También se refería a Nyarlathotep el Libro de Eibon, si bien en forma indirecta, porque en los tiempos en que fue escrito no se permitía su culto. Aquella leyenda había perdurado a lo largo de los siglos. Y los nativos que acompa­ñaban a Carnoti la conocían, aunque de modo impreciso e incompleto. En consecuencia, al advertir la corona de la es­tatua, se sintieron sobrecogidos y decidieron huir, alejarse de aquel lugar maldito... ¡ y cuanto antes!
Por su parte, Carnoti no hacía ningún caso de la excita­ción que dominaba a sus hombres, a los que consideraba estú­pidos por demás. No le interesaba en absoluto lo que pudie­sen comentar. Lo único que le importaba era lo que habría de hacer al día siguiente: colocar la estatua en el carro y volver a la orilla del Nilo, para embarcarla allí. Entonces empezaría su triunfo. Entonces reconocerían los funcionarios egipcios su indudable perspicacia en materia de investigacio­nes arqueológicas. Sabía que le llamaban charlatán, tram­poso, aventurero, impostor y otras cosas por el estilo. Y se regocijaba al pensar en el cambio que iba a operarse en los que hasta entonces habían sido sus detractores. ¡ Buena lección para todos aquellos imbéciles! En cuanto a la maldi­ción inherente a la leyenda... ¡pamplinas! ¿Qué era lo que estaba diciendo en aquel momento el idiota del intérprete, con melodramática entonación?
—Nyartlathotep es el Negro Mensajero de Karneter. Pro­cede del desierto. Camina sobre las ardientes arenas y sigue a su presa, inexorablemente, a través de todo el mundo, que es dominio suyo.
«Tonterías», pensó el doctor Carnoti. Como todas las le­yendas egipcias. Estatuas de personas con cabezas de aní­males... faraones que mandaban construir pirámides para conservar momias... Sí; él conocía bastantes historias re­lativas a maldiciones, a exploradores que habían muerto mis­teriosamente al entrar en una tumba que acababan de profa­nar. No le extrañaba, así, que aquellos pobres nativos se sin­tieran tan alarmados, pero a pesar de su alarma, tendrían que obedecerle y cargar el ídolo en el carro, aunque tuviera que dísparar sobre ellos.
Poco después, en el interior de su tienda, el aventurero se dispuso a comer con toda tranquilidad. Luego se acosta­ría, a fin de levantarse muy temprano. Porque a la mañana siguiente...


Carnoti se despertó sobresaltado, con la impresión de que sólo había dormido un par de horas. Aún era de noche. Y no se oía ni un solo rumor en el campamento. De la lejanía llegó a oídos de Carnoti el agorero aullido de un chacal, pero a continuación, completo silencio. Extrañado, el aventurero se levantó y fue hasta la abertura de la tienda... e inmediatamente empezó a desgranar una serie de airadas impreca­ciones.
El campamento había desaparecido. Apagados los fuegos, hombres, animales y carro fuera de la vista, sólo quedaba Carnoti, en medio de aquella desierta inmensidad. Y lo peor de todo era que lo habían dejado sin comida ni agua. Solo. Completamente abandonado, rodeado por mares de arena y rocas, sumido en un mundo de silencio. Silencio ominoso, como el de las tumbas, como el de los sarcófagos en que ya­cían las momias, condenadas a eterna inmovilidad...
De pronto, Carnoti notó una especie de escalofrío, al re­cordar las palabras de los nativos. ¡Nyarlathotep! ¡La ven­ganza del dios del Desierto! Pero en seguida desechó sus temores y se preparó para obrar de modo razonable. ¿Qué podía hacer un hombre en semejante situación? Intentar un único recurso: el de tratar de llegar a un punto habitado. Claro que para ello debería caminar sin descanso, día y no­che, quizá durante varios días ¡sin comer ni beber! ¡Y el tórrido sol del mediodía!
Con un esfuerzo, dominó su alterada imaginación y se aprestó a emprender inmediatamente la marcha. En direc­ción al norte, como era lógico. Y al recordar lo que había dicho el intérprete, en la tarde anterior, al indicar que la estatua miraba al norte, fue hasta la excavación, pero sólo para recibir allí otra sorpresa. Antes de marcharse, los na­tivos habían vuelto a cubrir con arena al ídolo, de modo que no podía averiguarse hacia qué punto estaba orientado. Para colmo de desdichas, unas nubes ocultaban por completo el firmamento, impidiendo también la orientación por medio de las estrellas.
Presa de intenso furor, Carnoti maldijo entre dientes a aquellos nativos y empezó a caminar sin rumbo, impresa en su mente una sola idea: la de no cejar en su empeño. Debía aprovechar las horas de la noche para recorrer la mayor distancia posible de incierto camino; para alejarse cada vez más de su solitaria tienda, que allí quedaba como mudo tes­tigo de la empresa, pero a pesar de que trató de olvidarse del dios perseguidor, no lo consiguió. No podía negar que había violado un lugar sagrado, y de acuerdo con la leyenda, la mal­dición de Nyarlathotep habría de alcanzarle, aunque fuera a refugiarse en el otro extremo del planeta.


Horas después, las arenas del desierto adquirieron un ma­tiz morado, que poco a poco fue transformándose en violeta, y luego en rosado, como anuncio del amanecer, pero Carnoti no se dio cuenta de tan bello fenómeno, porque estaba pro­fundamente dormido. Sus fuerzas le habían abandonado mu­cho antes de lo que había previsto, y allí se encontraba en aquel momento, junto al comienzo de una pequeña ondula­ción del terreno.
Se despertó al notar en su rostro la caricia de los prime­ros rayos solares. Y en su extraviada mirada se traslucía el horror de la pesadilla que acababa de conturbar su sueño... El dios sin cara avanzaba detrás suyo, sin apresurarse, como si estuviera seguro de que tarde o temprano le alcanzaría... Y él corría y corría, hasta que sus píes se negaban a sopor­tarle... mientras la espantosa deidad se le aproximaba...
Carnoti se puso de rodillas y exhaló un suspiro, antes de levantarse y mirar en todas direcciones. Luego reanudó la marcha, trabajosamente, hundiendo los pies en la arena, inclinada, la cabeza hacia abajo... A su pesar, volvían a tortu­rarle las imágenes de su pasado sueño. Veía otra vez al monstruoso ídolo negro, con su majestuoso porte, con su cabeza desprovista de rostro, siguiéndole sin descanso. Y ni el in­tenso calor del sol africano lograba distraerle de sus negros pensamientos. A eso del mediodía se decidió a volverse a me­dias, para mirar hacia atrás... y se quedó aterrado, al ver allí, en la cumbre de una colina, la amenazadora figura del ídolo... ¡pero esta vez con rostro, en el que lucían como brasas dos ojos que le miraban!
Aquello fue lo último que vio Carnoti, antes de caer sin sentido. Cuando se despertó el sol brillaba con todo su es­plendor, como si quisiera incendiar la bóveda celeste. Empa­pado en sudor, el aventurero abrió los ojos, al par que se sentía aliviado, al hallarse aún con vida. Luego se puso en pie y dio unos pasos vacilantes, mientras volvía a desazonarle el tormento de la sed. Y como le cegaba el resplandor solar, como los demonios de la locura empezaban a danzar en su aturdida mente, empezó a caminar de modo maquinal, apre­tados los párpados, sin más interés que el de seguir aleján­dose del último lugar en que había estado. Tal vez le son­riera la suerte, después de todo. Tal vez coincidiese en su camino con alguna caravana, a pesar de que se encontraba en una zona no frecuentada por los viajeros del desierto.
Horas después, una chispa de lucidez le obligó a pararse en seco. ¿Cómo era posible que se hubiese olvidado? ¡ El sol! Aquel sol radiante que estaba achicharrándole podía haberle indicado la ruta hacia el norte. Si no hubiera estado tan extenuado, en la tarde anterior... Pero esta vez no ocurriría lo mismo, esta vez, cuando llegara el momento del ocaso, el sol le indicaría dónde se encontraba el oeste. Y entonces, bien orientado, continuaría caminando hacía el norte, sin riesgo de extravío.
Aquel día no parecía que fuera a tener fin. Horas y horas de calor abrasador; horas y más horas de constante caminar sobre ardientes arenas, frente a un horizonte que nunca cam­biaba, y sin la distracción que podría proporcionarle un es­pejismo, pese a su engañosa apariencia de vergel. Porque ni una sola sombra se veía en muchos kilómetros a la redon­da, ni una sola sombra que alterase la montonía de aquella inmensa extensión arenosa. ¿Ni una sola sombra? Entonces, ¿qué era aquello que estaba allá, en la cima de una pequeña ondulación? «Aquello» que se movía sobre la sinuosa línea que habían dejado sus pies... ¿Alguna alucinación?
Carnoti tornó a estremecerse, enfrentado con la horrenda realidad. Una sombra que avanzaba sobre sus huellas, que le perseguiría hasta el fin... Todos se lo habían advertido; los nativos, el intérprete... y el desventurado Hassan, antes de morir en la sala de tortura. Y la leyenda le atormentaba en aquel momento; la leyenda de Nyarlathotep, el Señor del Desierto, cuya aterradora figura aparecía sobre aquella loma.
Maldiciendo su destino, Carnoti echó a correr. ¿Por qué habría tocado aquella estatua? ¿Por qué se habría mofado ante los nativos de modo tan irreverente? Propúsose enton­ces no volver nunca más al lugar en que se hallaba el ídolo, renunciar a sus dueños de riqueza y... y seguir corriendo, aunque sus pies estuvieran llagados, aunque fuese cortándosele el resuello. A pesar de que sus ojos iban quedándose sin vista, porque no podía explicarse de otra forma el extraño fenómeno que estaba sucediendo. Aquellas estatuas, aque­llas imágenes que de pronto habían surgido ante él, cual si trataran de cortarle el paso, ¿serían efecto de su turbulenta fantasía? Algunas estaban de pie, mirándole con aire impa­sible. Otras aparecían en diversas actitudes, amenazadoras, como si se dispusieran a arrojarse sobre él para despedazarle. Y todas carecían de rostro, todas mostraban un hueco vacío donde debían haber tenido la cara.
Fueron pasando así las horas de aquella tarde, y llegó la puesta del sol, y se encendieron en el cielo las estrellas, sin que Carnoti tuviera noción del tiempo que transcurría ni de su propio cansancio. La sombra de Nyarlathotep continuaba a su zaga, dirigiéndole, al parecer, en una determinada direc­ción. Hasta que de modo imprevisto, se detuvo bruscamente y exhaló un gemido. Había llegado a la cumbre de una loma, y allí, frente a él, podía ver la tienda y los restos del cam­pamento, tal como los había dejado en la noche anterior... o en la anterior a ésta... ¿qué importancia teñían veinti­cuatro horas, comparadas con la eternidad? Entonces no dudó más de lo que su sino le reservaba. Resignado, en me­dio de su locura, empezo a correr en dirección a las dos pe­ñas que marcaban el sitio en que estaba el ídolo.
Y entonces, también, sucedió lo que había estado temien­do: el espantoso acto final de su tragedia. Con una especie de trueno, las arenas que rodeaban a las peñas empezaron a a deslizarse hacia él, al tiempo que la enterrada estatua as­cendía sobre un alto pedestal, iluminado por la claridad de la luna; para quedar elevada, para que los brillantes ojos que lucían a través de la abertura de su rostro se clavasen en la figura del extenuado caminante. No le importaba ya a éste el final de su aventura; antes al contrarío, deseaba que se cumpliese el castigo, para dejar de sufrir. Alzó entonces la vista hacia la espantosa estauta, que desplegó sus alas... an­tes de volver a hundirse en las arenas con horrísono fragor.


Nada quedó sobre la superficie de aquel lugar del desier­to, a excepción de una cabeza humana que se movía débilmente, mientras el cuerpo unido a la misma pugnaba por librarse de la movediza arena que lo aprisionaba. Brotaban de sus labios airadas impreciones, que a poco se convirtieron en angustiosos lamentos, para acabar con una sola palabra, musitada en tono trémulo:
—Nyarlathotep...
Cuando llegó la mañana, Carnoti seguía con vida. Luego, los rayos del sol fueron calentándole el cerebro, cada vez más intensamente, acentuándole el horror de su agonía... pero no por mucho tiempo, porque poco después del mediodía, y como atraídos por una fuerza sobrenatural, los buitres que habían estado volando en circulo alrededor de aquel lugar empezaron a descender lentamente, para rematar la ven­ganza de Nyarlathotep, el dios sin cara, Señor del Desierto.


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