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jueves, 27 de junio de 2013

El regreso de Sherlock Holmes - Sir Arthur Conan Doyle


EL REGRESO DE
SHERLOCK HOLMES
La Aventura de la Casa
Vacía
Sir Arthur Conan Doyle


En la primavera de 1894, el asesinato del honorable Ronald Adair, ocurrido en
las más extrañas e inexplicables circunstancias, tenía interesado a todo Londres y
consternado al mundo elegante. El público estaba ya informado de los detalles del crimen
que habían salido a la luz durante la investigación policial; pero en aquel entonces
se había suprimido mucha información, ya que el ministerio fiscal disponía de pruebas
tan abrumadoras que no se consideró necesario dar a conocer todos los hechos. Hasta
ahora, después de transcurridos casi diez años', no se me ha permitido aportar los
eslabones perdidos que faltaban para completar aquella notable cadena. El crimen tenía
interés por sí mismo, pero para mí aquel interés se quedó en nada, comparado con una
derivación inimaginable, que me ocasionó el sobresalto y la sorpresa mayores de toda
mi vida aventurera. Aun ahora, después de tanto tiempo, me estremezco al pensar en
ello v siento de nuevo aquel repentino torrente de alegría, asombro e incredulidad que
inundó por completo mi mente. Aquí debo pedir disculpas a ese público que ha
mostrado cierto interés por las ocasiones v fugaces visiones que yo le ofrecía de los
pensamientos v actos de un hombre excepcional, por no haber compartido con él mis
conocimientos. Me habría considerado en el deber de hacerlo de no habérmelo
impedido una prohibición terminante, impuesta por su propia boca, que no se levantó
hasta el día 3 del mes pasado.
Como podrán imaginarse, mi estrecha relación con Sherlock Holmes había
despertado en mí un profundo interés por el delito v, aun después de su desaparición,
nunca dejé de leer con atención los diversos misterios que salían a la luz pública e, incluso,
intenté más de una vez, por pura satisfacción personal, aplicar sus métodos para
tratar de solucionarlos, aunque sin resultados dignos de mención. Sin embargo, ningún
suceso me llamó tanto la atención como esta tragedia de Ronald Adair. Cuando leí los
resultados de las pesquisas, que condujeron a un veredicto de homicidio intencionado,
cometido por persona o personas desconocidas, comprendí con más claridad que nunca
la pérdida que había sufrido la sociedad con la muerte de Sherlock Holmes. Aquel
extraño caso presentaba detalles que yo estaba seguro de que le habrían atraído
muchísimo, y el trabajo de la policía se habría visto reforzado o, más probablemente,
superado por las dotes de observación y la agilidad mental del primer detective de
Europa. Durante todo el día, mientras hacía mis visitas médicas, no paré de darle vueltas
al caso, sin llegar a encontrar una explicación que me pareciera satisfactoria. Aun a
riesgo de repetir lo que todos saben, volveré a exponer los hechos que se dieron a
conocer al público al concluir la investigación.
El honorable Ronald Adair era el segundo hijo del conde de Maynooth, por
aquel entonces gobernador de una de las colonias australianas. La madre de Adair había
regresado de Australia para operarse de cataratas, y vivía con su hijo Adair y su hija
Hilda en el 427 de Park Lane. El joven se movía en los mejores círculos sociales, no se
le conocían enemigos y no parecía tener vicios de importancia. Había estado
comprometido con la señorita Edith Woodley, de Carstairs, pero el compromiso se
había roto por acuerdo mutuo unos meses antes, sin que se advirtieran señales de que la
ruptura hubiera provocado resentimientos. Por lo demás, su vida discurría por cauces
estrechos v convencionales, va que era hombre de costumbres tranquilas y carácter
desapasionado. Y sin embargo, este joven e indolente aristócrata halló la muerte de la
forma más extraña e inesperada.
A Ronald Adair le gustaba jugar a las cartas v jugaba constantemente, aunque
nunca hacía apuestas que pudieran ponerle en apuros. Era miembro de los clubs de
jugadores Baldwin, Cavendish y Bagatelle. Quedó demostrado que la noche de su muerte,
después de cenar, había jugado unas manos de whist en el último de los clubs
citados. También había estado jugando allí por la tarde. Las declaraciones de sus
compañeros de partida -el señor Murray, sir John Hardy y el coronel Moran- confirmaron
que se jugó al whisi y que la suerte estuvo bastante igualada. Puede que Adair
perdiera unas cinco libras, pero no más. Puesto que poseía una fortuna considerable, una
pérdida así no podía afectarle lo más mínimo. Casi todos los días jugaba en un club o en
otro, pero era un jugador prudente y por lo general ganaba. Por estas declaraciones se
supo que, unas semanas antes, jugando con el coronel Moran de compañero, les había
ganado 420 libras en una sola partida a Godfrey Milner y lord Balmoral. Y esto era todo
lo que la investigación reveló sobre su historia reciente.
La noche del crimen, Adair regresó del club a las diez en punto. Su madre y su
hermana estaban fuera, pasando la velada en casa de un pariente. La doncella declaró
que le oyó entrar en la habitación delantera del segundo piso, que solía utilizar como
cuarto de estar. Dicha doncella había encendido la chimenea de esta habitación v, como
salía mucho humo, había abierto la ventana. No oyó ningún sonido procedente de la habitación
hasta las once y veinte, hora en que regresaron a casa lado Maynooth y su hija.
La madre había querido entrar en la habitación de su hijo para darle las buenas noches,
pero la puerta estaba cerrada por dentro y nadie respondió a sus gritos y llamadas. Se
buscó ayuda v se forzó la puerta. Encontraron al desdichado joven tendido junto a la
mesa, con la cabeza horriblemente destrozada por una bala explosiva de revólver, pero
no se encontró en la habitación ningún tipo de arma. Sobre la mesa había dos billetes de
diez libras, v además 17 libras v 10 chelines en monedas de oro y plata, colocadas en
montoncitos que sumaban distintas cantidades. Se encontró también una hoja de papel
con una serie de cifras, seguidas por los nombres de algunos compañeros de club, de lo
que se dedujo que antes de morir había estado calculando sus pérdidas o ganancias en el
juego.
Un minucioso estudio de las circunstancias no sirvió más que para complicar
aún más el caso. En primer lugar, no se pudo averiguar la razón de que el joven cerrase
la puerta por dentro. Existía la posibilidad de que la hubiera cerrado el asesino, que
después habría escapado por la ventana. Sin embargo, ésta se encontraba por lo menos a
seis metros de altura v debajo había un macizo de azafrán en flor. Ni las flores ni la
tierra presentaban señales de haber sido pisadas y tampoco se observaba huella alguna
en la estrecha franja de césped que separaba la casa de la calle. Así pues, parecía que
había sido el mismo joven el que cerró la puerta. Pero ¿cómo se había producido la
muerte? Nadie pudo haber trepado hasta la ventana sin dejar huellas. Suponiendo que le
hubieran disparado desde fuera de la ventana, tendría que haberse tratado de un tirador
excepcional para infligir con un revólver una herida tan mortífera. Pero, además, Park
Lane es una calle muy concurrida y hay una parada de coches de alquiler a cien metros
de la casa. Nadie había oído el disparo. Y, sin embargo, allí estaba el muerto y allí la
bala de revólver, que se había abierto como una seta, como hacen las balas de punta
blanda, infligiendo así una herida que debió provocar la muerte instantánea. Estas eran
las circunstancias del misterio de Park Lane, que se complicaba aún más por la total
ausencia de móvil, ya que, como he dicho, al joven Adair no se le conocía ningún
enemigo y, por otra parte, nadie había intentado llevarse de la habitación ni dinero ni
objetos de valor.
Me pasé todo el día dándole vueltas a estos datos, intentando encontrar alguna
teoría que los reconciliase todos y buscando esa línea de mínima resistencia que, según
mi pobre amigo, era el punto de partida de toda investigación. Confieso que no avancé
mucho. Por la tarde di un paseo por el parque, y a eso de las seis me encontré en el
extremo de Park Lane que desemboca en Oxford Street. En la acera había un grupo de
desocupados, todos mirando hacia una ventana concreta, que me indicó cuál era la casa
que había venido a ver. Un hombre alto v flaco, con gafas oscuras y todo el aspecto de
ser un policía de paisano, estaba exponiendo alguna teoría propia, mientras los demás se
apretujaban a su alrededor para escuchar lo que decía. Me acerqué todo lo que pude,
pero sus comentarios me parecieron tan absurdos que retrocedí con cierto disgusto. Al
hacerlo tropecé con un anciano contrahecho que estaba detrás de mí, haciendo caer al
suelo varios libros que llevaba. Recuerdo que, al agacharme a recogerlos, me fijé en el
título de uno de ellos, El origen del culto a los árboles, lo que me hizo pensar que el tipo
debía ser un pobre bibliófilo que, por negocio o por afición, coleccionaba libros raros.
Le pedí disculpas por el tropiezo, pero estaba claro que los libros que yo había
maltratado tan desconsideradamente eran objetos preciosísimos para su propietario. Dio
media vuelta con una mueca de desprecio y vi desaparecer entre la multitud su espalda
encorvada y sus patillas blancas.
Mi observación del número 427 de Park Lane contribuyó bien poco a resolver el
enigma que me interesaba. La casa estaba separada de la calle por una tapia baja con
verja, que en total no pasaban del metro y medio de altura. Así pues, cualquiera podía
entrar en el jardín con toda facilidad; sin embargo, la ventana resultaba absolutamente
inaccesible, ya que no había tuberías ni nada que sirviera de apoyo al escalador, por ágil
que éste fuera. Más desconcertado que nunca, dirigí mis pasos de vuelta hacia
Kensington. No llevaba ni cinco minutos en mi estudio cuando entró la doncella,
diciendo que una persona deseaba verme. Cuál no sería mi sorpresa al ver que el
visitante no era sino el extraño anciano coleccionista de libros, con su rostro afilado y
marchito enmarcado por una masa de cabellos blancos, y sus preciosos volúmenes -por
lo menos una docena encajados bajo el brazo derecho.
-Parece sorprendido de verme, señor -dijo con voz extraña v cascada.
Reconocí que lo estaba.
-Verá usted, yo soy hombre de conciencia, así que vine cojeando detrás de usted, y
cuando le vi entrar en esta casa me dije: voy a pasar a saludar a este caballero tan
amable y decirle que aunque me he mostrado un poco grosero no ha sido con mala
intención, y que le agradezco mucho que haya recogido mis libros.
-Da usted demasiada importancia a una nadería -dije yo-. ¿Puedo preguntarle
cómo sabía quién era yo?
-Bien, señor, si no es tomarme excesivas libertades, le diré que soy vecino suyo;
encontrará usted mi pequeña librería en la esquina de Church Street, donde estaré
encantado de recibirle, ya lo creo. A lo mejor es usted coleccionista, señor; aquí tengo
Aves: de Inglaterra, el Catulo, La guerra santa..., auténticas gangas todos ellos. Con
cinco volúmenes podría usted llenar ese hueco del segundo estante. Queda feo, ¿no le
parece, señor?
Volví la cabeza para mirar la estantería que tenía detrás y cuando miré de nuevo
hacia delante vi a Sherlock Holmes sonriéndome al otro lado de mi mesa. Me puse en
pie, lo contemplé durante algunos segundos con el más absoluto asombro, y luego creo
que me desmayé por primera y última vez en mi vida. Recuerdo que vi una niebla gris
girando- ante mis ojos, y cuan(lo se despejó noté que me habían desabrochado el cuello
y sentí
en los labios un regusto picante a brandy. Holmes estaba inclinado sobre mi silla con
una botellita en la mano.
-Querido Watson -dijo la voz inolvidable-. Le pido mil perdones. No podía
sospechar que le afectaría tanto.
Yo le agarré del brazo v exclamé:
-¡Holmes! ¿Es usted de verdad? ¿Es posible que esté vivo? ¿Cómo se las arregló
para salir de aquel espantoso abismo?
-Un momento -dijo él-. ¿Está seguro de encontrarse en condiciones de charlar?
Mi aparición, innecesariamente dramática, parece haberle provocado un terrible
sobresalto.
-Estoy bien. Pero, de verdad, Holmes, aún no doy crédito
a mis ojos. ¡Cielo santo! ¡Pensar que está usted aquí en mi estudio, usted precisamente!
-volví a agarrarlo de la manga y palpé el brazo delgado y fibroso que había debajo-.
Bueno, por lo menos sé que no es usted un fantasma -dije-. Querido amigo, ¡cómo me
alegro de verle! Siéntese y cuénteme cómo logró salir vivo de aquel terrible precipicio.
Se sentó frente a mí y encendió un cigarrillo con el estilo desenfadado de
siempre. Todavía vestía la raída levita del librero, pero el resto de aquel personaje había
quedado reducido a una peluca blanca y un montón de libros sobre la mesa. Holmes pa-
recía aún más flaco y enérgico que antes, pero su rostro aguileño presentaba una
tonalidad blanquecina que me indicaba que no había llevado una vida muy saludable en
los últimos tiempos.
-¡Qué gusto da estirarse, Watson! -dijo-. Para un hombre alto, no es ninguna
broma rebajar su estatura un palmo durante varias horas seguidas. Ahora, querido
amigo, con respecto a esas explicaciones que me pide..., tenemos por delante, si es que
puedo solicitar su cooperación, una noche bastante agitada y llena de peligros. Tal vez
sería mejor que se lo explicara todo cuando hayamos terminado el trabajo.
-Soy todo curiosidad. Preferiría con mucho oírlo ahora.
-¿Vendrá conmigo esta noche?
-Cuando quiera y a donde quiera.
-Como en los viejos tiempos. Tendremos tiempo de comer un bocado antes de
salir. Pues bien, en cuanto a ese precipicio: no o tuve grandes dificultades para salir de
él, por la sencilla razón de que nunca caí en él.
-¿Que no cavó usted?
-No, Watson, no caí. La nota que le dejé era absolutamente sincera. Tenía pocas
dudas de haber llegado al final de mi carrera cuando percibí la siniestra figura del
difunto profesor Moriarty erguida en el estrecho sendero que conducía a la salvación.
Leí en sus ojos grises una determinación implacable. Así pues, intercambié con él unas
cuantas frases v obtuve su cortés permiso para escribir la notita que usted recibió. La
dejé con mi pitillera y mi bastón y luego eché a andar por el desfiladero con Moriarty
pisándome los talones. Cuando llegamos al final, me dispuse a vender cara mi vida.
Moriarty no sacó ningún arma, sino que se abalanzó sobre mí, rodeándome con sus
largos brazos. También él sabía que su juego había terminado, y sólo deseaba vengarse
de mí. Forcejeamos al borde mismo del precipicio. Sin embargo, yo poseo ciertos
conocimientos de baritsu, el sistema japonés de lucha, que más de una vez me han
resultado muy útiles. Me solté de su presa y Moriarty lanzó un grito horrible, pataleó
como un loco durante unos instantes y trató de agarrarse al aire con las dos manos. Pero,
a pesar dé todos sus esfuerzos, no logró mantener el equilibrio v se despeñó. Asomando
la cara sobre el borde del precipicio, le vi caer durante un largo trecho. Luego chocó con
una roca, rebotó y se hundió en el agua.
Yo escuchaba asombrado esta explicación, que Holmes iba dándome entre
chupada y chupada a su cigarrillo.
-Pero ¿y las huellas? -exclamé-. Yo vi con mis propios ojos dos series de pisadas
que entraban en el desfiladero, y ninguna de regreso.
-Esto es lo que sucedió: en el mismo instante de la muerte del profesor me di
cuenta de la extraordinaria oportunidad que me ofrecía el destino. Sabía que Moriarty
no era el único que había jurado matarme. Había, por lo menos, otros tres hombres,
cuyo afán de venganza se vería acrecentado por la muerte de su jefe. Por otra parte, si
todo el mundo me creía muerto, estos hombres se confiarían, cometerían imprudencias
y, tarde o temprano, yo podría acabar con ellos. Entonces habría llegado el momento de
anunciar que todavía pertenecía al mundo de los vivos. Es tal la rapidez con que
funciona el cerebro, que creo que va había pensado todo esto antes de que el profesor
Moriarty llegara al fondo de la catarata de Reichenbach.
Me levanté y examiné la pared rocosa que tenía detrás. En el pintoresco relato
que usted escribió, y que yo leí con enorme interés varios meses más tarde, aseguraba
usted que la pared era lisa, lo cual no es del todo exacto. Había algunos salientes
pequeños y me pareció distinguir una cornisa. El precipicio era tan alto que parecía
completamente imposible trepar hasta arriba, pero también resultaba imposible regresar
por el sendero mojado sin dejar algunas huellas. Es cierto que podría haberme puesto las
botas al revés, como va he hecho otras veces en ocasiones similares, pero la presencia
de tres series de pisadas en la misma dirección habría hecho sospechar un engaño. En
conclusión, me pareció que lo mejor era arriesgarme a trepar. Le aseguro, Watson, que
no fue una escalada agradable. La catarata rugía debajo de mí. Soy propenso a imaginar
cosas, pero le doy mi palabra que me parecía oír la voz d e Moriarty llamándome desde
el abismo. El menor desliz habría resultado fatal. Más de una vez, cuando se desprendía
el puñado de hierba al que me agarraba o mis pies resbalaban en las grietas húmedas de
la roca, pensé que todo había terminado. Pero seguí trepando como pude, y por fin
alcancé una cornisa de más de un metro de anchura, cubierta de musgo verde y suave,
donde podía permanecer tendido cómodamente sin ser visto. Allí me encontraba,
querido Watson, cuando usted y sus acompañantes investigaban, de la forma más
conmovedora e ineficaz, las circunstancias de mi muerte.
Por fin, cuando todos ustedes hubieron sacado sus inevitables y completamente
erróneas conclusiones, se marcharon al hotel y yo quedé solo. Pensaba que ya habían
terminado mis aventuras, pero un hecho completamente inesperado me demostró que
aún me aguardaban sorpresas. Un enorme peñasco cayó de lo alto, pasó rozándome,
chocó contra el sendero v se precipitó en el abismo. Por un momento pensé que se trataba
de un accidente, pero un instante después miré hacia arriba v vi la cabeza de un
hombre recortada contra el cielo nocturno, mientras una segunda roca golpeaba la
cornisa misma en la que yo me encontraba, a un palmo escaso de mi cabeza. Por
supuesto, aquello sólo podía significar una cosa: Moriarty no había estado solo. Un
cómplice -y me había bastado aquel fugaz vistazo para saber lo peligroso que era dicho
cómplice había montado guardia mientras el profesor me atacaba. Desde lejos, sin que
yo lo advirtiera, había sido testigo de la muerte de su amigo y de mi escapatoria. Había
aguardado su momento y ahora, tras dar un rodeo hasta lo alto del precipicio, estaba
intentando conseguir lo que su camarada no había logrado.
»No tuve mucho tiempo para pensar en ello, Watson. Volví a ver aquel siniestro
rostro sobre el borde del precipicio y supe que anunciaba la caída de otra piedra. Me
descolgué hasta el sendero. Creo que habría sido incapaz de hacerlo a sangre fría,
porque bajar era cien veces más difícil que subir, pero no tuve tiempo de pensar en el
peligro, pues otra roca pasó zumbando junto a mí mientras yo colgaba agarrado con las
manos al borde de la cornisa. A la mitad del descenso resbalé, pero gracias a Dios fui a
caer en el sendero, lleno de arañazos y sangrando. Eché a correr, recorrí en la oscuridad
diez millas de montaña y una semana después me encontraba en Florencia,
con la certeza de que nadie en el mundo sabía lo que había sido de mí.
Sólo he tenido un confidente, mi hermano Mycroft. Le pido mil perdones,
querido Watson, pero era fundamental que todos me creyeran muerto, y estoy
completamente seguro de que usted no habría podido escribir un relato tan convincente
de mi desdichado final si no hubiera estado convencido de que era cierto. Varias veces
he tomado la pluma para escribirle durante estos tres años, pero siempre temí que el
afecto que usted siente por mí le impulsara a cometer alguna indiscreción que
traicionara mi secreto. Por esta razón me alejé de usted esta tarde cuando usted tiró mis
libros, porque la situación era peligrosa y cualquier señal de sorpresa y emoción por su
parte podría haber llamado la atención hacia mi identidad, con consecuencias
lamentables e irreparables. En cuanto a Mycroft, tuve que confiar en él para obtener el
dinero que necesitaba. En Londres, las cosas no salieron tan bien como yo había esperado,
ya que el juicio contra la banda de Moriarty dejó en libertad a dos de sus miembros
más peligrosos, mis dos enemigos más encarnizados. Así pues, me dediqué a viajar
durante dos años por el Tibet, y me entretuve visitando Lhassa y pasando unos días con
el Gran Lama. Quizás haya leído usted acerca de las notables exploraciones de un
noruego apellidado Sigerson, pero estoy seguro de que jamás se le ocurrió pensar que
estaba recibiendo noticias de su amigo. Después atravesé Persia, me detuve en La Meca
y realicé una breve pero interesante visita al califa de Jartum, cuyos resultados he
comunicado al Foreign Office. De regreso a Francia, pasé varios meses investigando so
bre los derivados del alquitrán de carbón en un laboratorio de Montpellier, en el sur de
Francia. Habiendo concluido la investigación con resultados satisfactorios, y enterado
de que sólo quedaba en Londres uno de mis enemigos, me disponía a regresar cuando
recibí noticias de este curioso misterio de Park Lane, que me hicieron ponerme en
marcha antes de lo previsto porque el caso no sólo me resultaba atractivo por sus
propios méritos, sino que parecía ofrecer interesantes oportunidades de tipo personal.
Llegué en seguida a Londres, me presenté en Baker Street provocándole un violento
ataque de histeria a la señora Hudson, y comprobé que Mycroft había mantenido mis
habitaciones y mis papeles tal y como siempre habían estado. Y así, querido Watson, a
las dos en punto del día de hoy me encontraba sentado en mi vieja butaca, en mi vieja
habitación, deseando que mi viejo amigo Watson ocupara la otra butaca, que tantas
veces había adornado con su persona.
Este fue el extraordinario relato que escuché aquella tarde de abril, un relato que
me habría parecido absolutamente increíble de no haberlo confirmado la visión de la
alta y enjuta figura y del rostro agudo y vivaz que yo habría creído que nunca volvería a
ver. De algún modo, Holmes se había enterado de la trágica pérdida que yo había
sufrido', y demostró sus simpatías con sus maneras mejor que con sus palabras.
-El trabajo es el mejor antídoto contra las penas, querido Watson -dijo-, y esta
noche tengo una tarea para nosotros (los que, si consigo rematarla con éxito, justificaría
por sí sola la vida de un hombre en este mundo.
Le rogué en vano que me explicara algo más.
-Antes de que amanezca habrá visto v oído lo suficiente -respondió-. Hay mucho
que hablar sobre los tres últimos años. Así ocuparemos el tiempo hasta las nueve y
media, hora en que emprenderemos la trascendental aventura de la casa vacía.
A la hora mencionada, verdaderamente como en los viejos tiempos, yo iba
sentado junto a Holmes en un cabriolé, con un revólver en el bolsillo v la emoción de la
aventura en el corazón. Cada vez que la luz de las farolas iluminaba sus austeras
facciones, yo me fijaba en que tenía las cejas fruncidas v los finos labios apretados, en
señal de reflexión. Yo no sabía qué clase de fiera salvaje íbamos a cazar en la tenebrosa
selva del delito de Londres, pero por la actitud de aquel maestro de cazadores me daba
perfecta cuenta de que la aventura era de las más serias, y la sonrisa sardónica que de
cuando en cuando rompía su ascética seriedad no presagiaba nada bueno para el objeto
de nuestra persecución.
Había pensado que nos dirigíamos a Baker Street, pero Holmes hizo detenerse el
coche en la esquina de Cavendish Square. Al bajarse, me fijé en que dirigía inquisitivas
miradas a derecha e izquierda, y cada vez que llegábamos a una esquina tomaba las
máximas precauciones para asegurarse de que nadie nos seguía. Holmes conocía a la
perfección todas las callejuelas de Londres, y en esta ocasión me llevó con paso rápido
y seguro a través de una red de cocheras y establos cuya existencia yo ni siquiera había
sospechado. Salimos por fin a una callecita de casas antiguas y fúnebres por las que
llegamos a Manchester Street, y de ahí a Blanford Street. Aquí nos metimos rápidamente
por un estrecho pasaje, cruzamos un portón de madera que daba a un patio desierto y
entonces Holmes sacó una llave y abrió la puerta trasera de una casa. Entramos en ella y
Holmes cerró la puerta con llave.
Aunque la oscuridad era absoluta, resultaba evidente que se trataba de una casa
vacía. Nuestros pies hacían crujir y rechinar las tablas desnudas del suelo, y al extender
la mano toqué una pared cuyo empapelado colgaba en jirones. Los fríos y huesudos
dedos de Holmes se cerraron alrededor de mi muñeca y me guiaron a través de un largo
vestíbulo, hasta que percibí la luz mortecina que se filtraba por el sucio tragaluz de la
puerta. Entonces Holmes giró bruscamente a la derecha y nos encontramos en una
amplia habitación cuadrada, completamente vacía, con los rincones envueltos en
sombras y el centro débilmente iluminado por las luces de la calle. No había ninguna
lámpara a mano v las ventanas estaban cubiertas por una gruesa capa de polvo, de
manera que apenas podíamos distinguir nuestras figuras. Mi compañero me puso la
mano sobre el hombro v acercó los labios a mi oreja.
-¿Sabe usted dónde estamos? -susurró.
-Yo diría que ésa es Baker Street -respondí, mirando a través de la polvorienta
ventana.
-Exacto. Nos encontramos en Candem House, justo enfrente de nuestros viejos
aposentos.
-¿Y por qué estamos aquí?
-Porque aquí disfrutamos de una excelente vista de esa pintoresca mole.
¿Tendría la amabilidad, querido Watson, de acercarse un poco más a la ventana, con
mucho cuidado para que nadie pueda verle, y echar un vistazo a nuestras viejas habitaciones,
punto de partida de tantas de nuestras pequeñas aventuras? Veamos si mis tres
años de ausencia me han hecho perder la capacidad de sorprenderle.
Avancé con cuidado y miré hacia la ventana que tan bien conocía. Al posar los
ojos en ella, se me escapó una exclamación de asombro. La persiana estaba bajada y una
fuerte luz iluminaba la habitación. A través de la persiana iluminada se distinguía
claramente la negra silueta de un hombre sentado en un sillón. La postura de la cabeza,
la forma cuadrada de los hombros, las facciones afiladas, todo resultaba inconfundible.
Tenía la cara medio ladeada, y el efecto era similar al de aquellas siluetas de cartulina
negra que nuestros abuelos solían enmarcar. Se trataba de una imagen perfecta de
Holmes. Tan asombrado me sentía que extendí la mano para asegurarme de que el
original se encontraba a mi lado. Allí estaba, estremeciéndose de risa silenciosa.
-¿Qué tal? -preguntó.
-¡Cielo santo! -exclamé-. ¡Es maravilloso!
-Parece que ni los años han ajado ni la rutina ha viciado mi infinita variedad -
dijo Holmes, y se notaba en su voz la alegría y el orgullo del artista ante su creación-. Se
parece bastante a mí, ¿no cree?
-Estaría dispuesto a jurar que es usted.
-El mérito de la ejecución debe atribuirse a monsieur Oscar Meunier, de
Grenoble, que invirtió varios días en el modelado. Se trata de un busto de cera. El resto
lo apañé yo esta tarde, durante mi visita a Baker Street.
-Pero ¿por qué?
-Porque, mi querido Watson, tenía toda clase de razones para desear que ciertas
personas creyeran que yo estaba aquí, cuando en realidad me encontraba en otra parte.
-¿Sospecha usted que alguien vigilaba esta casa? -Sabía que la vigilaban.
-¿Quiénes?
-Mis antiguos enemigos, Watson. La encantadora organización cuyo jefe yace en
la catarata de Reichenbach. Recuerde usted que ellos, y sólo ellos, saben que sigo vivo.
Suponían que tarde o temprano regresaría a mis habitaciones, así que montaron una
vigilancia permanente v esta mañana me vieron llegar.
-¿Cómo lo sabe?
-Porque reconocí a su centinela al mirar por la ventana. Se trata de un tipejo
inofensivo, apellidado Parker, estrangulador de oficio y muy buen tocador de birimbao.
Él no me preocupaba nada. Pero sí que me preocupaba, y mucho, el formidable
personaje que tiene detrás, el amigo íntimo de Moriarty, el hombre que me arrojó las
rocas en el desfiladero, el criminal más astuto y peligroso de Londres. Ese es el hombre
que viene a por mí esta noche, Watson; pero lo que no sabe es que nosotros vamos a por
él.
Poco a poco, los planes de mi amigo se iban revelando. Desde aquel cómodo
escondite podíamos vigilar a los vigilantes y perseguir a los perseguidores. La silueta
angulosa de la casa de enfrente era el cebo y nosotros éramos los cazadores. Aguardamos
silenciosos en la oscuridad, observando las apresuradas figuras que pasaban y
volvían a pasar frente a nosotros. Holmes permanecía callado e inmóvil, pero yo me
daba cuenta de que se mantenía en constante alerta, sin despegar los ojos de la corriente
de transeúntes. Era una noche fría y turbulenta v el viento silbaba estridentemente a lo
largo de la calle. Muchas personas iban y venían, casi todas embozadas en sus abrigos y
bufandas. Una o dos veces, me pareció ver pasar una figura que va había visto antes, y
me fijé sobre todo en dos hombres que parecían resguardarse del viento en el portal de
una casa, a cierta distancia calle arriba. Intenté llamar la atención de mi compañero
hacia ellos, pero Holmes dejó escapar una exclamación de impaciencia y continuó
clavando la mirada en la calle. Más de una vez dio pataditas en el suelo v tamborileó
rápidamente con los dedos en la pared. Resultaba evidente que se estaba impacientando
y que sus planes no iban saliendo tal y como había calculado. Por fin, ya cerca de la
medianoche, cuando la calle se iba vaciando poco a poco, Holmes se puso a dar zancadas
por la habitación, presa de una agitación incontrolable. Me disponía a hacer algún
comentario cuando levanté la mirada hacia la ventana iluminada y sufrí una nueva
sorpresa, casi tan fuerte como la anterior. Agarré a Holmes por el brazo y señalé hacia
arriba.
-¡La sombra se ha movido!
Efectivamente, va no la veíamos de perfil, sino que ahora nos daba la espalda.
Evidentemente, los tres años de ausencia no habían suavizado las asperezas de
su carácter ni su irritabilidad ante inteligencias menos activas que la suya.
-¡Pues claro que se ha movido! -bufó-. ¿Me cree tan chapucero, Watson, como
para colocar un monigote inmóvil y esperar que varios de los hombres más astutos de
Europa se dejen engañar por él? Llevamos dos horas en esta habitación, y durante este
tiempo la señora Hudson ha cambiado de posición el busto ocho veces, es decir, cada
cuarto de hora. Se acerca siempre por delante de la figura, de manera que no se vea su
propia sombra. ¡Ah!
Holmes aspiró con agitación. En la penumbra del cuarto pude ver que inclinaba
la cabeza hacia delante, con todo el cuerpo rígido, en actitud de atención. Es posible que
los dos hombres que yo había visto siguieran acurrucados en el portal, pero va no los
veía. Toda la calle estaba silenciosa v oscura, con excepción de aquella brillante ventana
amarilla que teníamos enfrente, con la negra silueta proyectada en su centro. En medio
del absoluto silencio volví a oír aquel suave silbido que indicaba una intensa emoción
reprimida. Un instante después, Holmes me arrastró hacia el rincón más oscuro de la
habitación y me puso la mano sobre la boca en señal de advertencia. Los dedos que me
aferraban estaban temblando. Jamás había visto tan alterado a mi amigo, a pesar de que
la oscura calle permanecía aún desierta y silenciosa.
Pero, de pronto, percibí lo que sus sentidos, más agudos que los míos, va habían
captado. A mis oídos llegó un sonido bajo v furtivo que no procedía de Baker Street,
sino de la parte trasera de la casa en la que nos ocultábamos. Una puerta se abrió v
volvió a cerrarse. Un instante después, se oyeron pasos en el pasillo, pasos que
pretendían ser sigilosos, pero que resonaban con fuerza en la casa vacía. Holmes se
agazapó contra la pared y yo hice lo mismo, con la mano cerrada sobre la culata de mi
revólver. Atisbando a través de las tinieblas, logré distinguir los contornos difusos de un
hombre, una sombra apenas más negra que la negrura de la puerta abierta. Se quedó
parado un instante v luego avanzó para entrar en la habitación, encogido y amenazador.
La siniestra figura se encontraba a menos de tres metros de nosotros, y yo ya tensaba los
músculos, dispuesto a resistir su ataque, cuando me di cuenta de que él no había
advertido nuestra presencia. Pasó muy cerca de nosotros, se acercó con sigilo a la
ventana y la alzó como un palmo, con mucha suavidad y sin hacer ruido. Al agacharse
hasta el nivel de la abertura, la luz de la calle, ya sin el filtro del cristal polvoriento,
cayó de lleno sobre su rostro. El hombre parecía fuera de sí a causa de la emoción. Sus
ojos brillaban como estrellas y sus facciones temblaban. Se trataba de un hombre de
edad avanzada, con nariz fina y pronunciada, frente alta y calva, y un enorme bigote
canoso. Llevaba un sombrero de copa echado hacia atrás, y bajo su abrigo desabrochado
brillaba la pechera de un traje de etiqueta. Su rostro era sombrío y atezado, surcado por
profundas arrugas. En la mano llevaba algo que parecía un bastón, pero que al apoyarlo
en el suelo resonó con ruido metálico. A continuación, sacó del bolsillo de su abrigo un
objeto voluminoso y se enfrascó en una tarea que concluyó con un fuerte chasquido,
como el que produce un muelle o un resorte al encajar en su sitio. Siempre con la
rodillas en el suelo, se inclinó hacia delante, aplicando todo su peso y su fuerza sobre
alguna especie de palanca; el resultado fue un prolongado chirrido que terminó también
con un fuerte chasquido. Entonces el hombre se enderezó y vi que lo que sostenía en la
mano era una especie de fusil, con una culata de forma extraña. Abrió la recámara,
metió algo en ella v cerró de golpe el cerrojo. Luego se volvió a agachar, apoyó el
extremo del cañón en el borde de la ventana abierta v vi cómo sus largos bigotes
rozaban la culata mientras sus ojos brillaban al enfilar el punto de mira. Oí un ligero
suspiro de satisfacción cuando se acomodó la culata en el hombro y comprobé el
magnífico blanco que ofrecía la silueta negra sobre fondo amarillo, en plena línea de
tiro. El hombre permaneció rígido e inmóvil durante un instante v luego su dedo se
cerró sobre el gatillo. Se oyó un fuerte y extraño zumbido y el prolongado tintineo de un
cristal hecho pedazos. En aquel instante, Holmes saltó como un tigre sobre la espalda
del tirador y le hizo caer de bruces. Pero, al momento, volvió a levantarse y agarró a
Holmes por el cuello con la fuerza de un loco. Le golpeé en la cabeza con la culata de
mi revólver y cayó de nuevo al suelo. Me lancé sobre él v, mientras lo sujetaba, mi
compañero hizo sonar con fuerza un silbato. Se oyeron pasos que corrían por la acera y
dos policías de uniforme, más
un inspector de paisano, penetraron en tromba por la puerta delantera.
-¿Es usted, Lestrade? -preguntó Holmes.
-Sí, señor Holmes. Quise ocuparme yo mismo de este asunto. ¡Qué alegría
volverle a ver en Londres, señor!
-Pensé que no le vendría mal un poco de ayuda extraoficial. Tres asesinatos sin
resolver en un año no indican nada bueno, Lestrade. Sin embargo, en el misterio de
Molesey no se comportó usted con su habitual..., quiero decir, lo llevó usted bastante
bien.
Nos habíamos puesto de pie y nuestro prisionero jadeaba ruidosamente con un
fornido policía a cada lado. En la calle empezaban ya a reunirse grupillos de curiosos.
Holmes se acercó a la ventana, la cerró y bajó las persianas. Lestrade había sacado dos
velas y los policías habían destapado sus linternas. Entonces pude, por fin, echarle un
buen vistazo a nuestro prisionero.
El rostro que nos encaraba era tremendamente viril, pero de expresión siniestra,
con la frente de un filósofo por arriba y la mandíbula de un depravado por abajo. Debía
de tratarse de un hombre con grandes dotes tanto para el bien como para el mal, pero
resultaba imposible mirar sus ojos azules y crueles, con los párpados caídos y la mirada
cínica, o la agresiva nariz en punta y la amenazadora frente surcada de arrugas, sin leer
en ellos las claras señales de peligro colocadas por la Naturaleza. No hacía caso de
ninguno de nosotros y mantenía los ojos clavados en el rostro de Holmes, con una
expresión que combinaba a partes iguales el odio y el asombro. Y no dejaba de
murmurar entre dientes:
-¡Maldito demonio! ¡Maldito demonio astuto!
-¡Ah coronel! -dijo Holmes, arreglándose el arrugado cuello de la camisa-.
Nunca es tarde si la dicha es buena, como dice el refrán. Creo que no he tenido el gusto
de verle desde que me hizo objeto de sus atenciones cuando yo estaba en aquella cornisa
sobre la catarata de Reichenbach.
El coronel seguía mirando a mi amigo como si estuviera en trance.
-Todavía no les he presentado -dijo Holmes-. Este caballero es el coronel
Sebastian Moran, que perteneció al ejército de Su Majestad en la India y que ha sido el
mejor cazador de caza mayor que ha producido nuestro Imperio Occidental. ¿Me
equivoco, coronel, al decir que nadie le ha superado aún en número de tigres cazados?
El feroz anciano no dijo nada y siguió fulminando con la mirada a mi
compañero; con sus ojos de salvaje y su hirsuto bigote, él mismo se parecía
prodigiosamente a un tigre.
-Parece mentira que mi sencillísima estratagema haya engañado a un shikari5
con tanta experiencia -dijo Holmes-. Debería resultarle muy conocida. ¿Nunca ha atado
usted un cabrito debajo de un árbol, para apostarse entre las ramas con su rifle y
aguardar a que el cebo atrajera al tigre? Pues esta casa vacía es mi árbol y usted es mi
tigre. Es posible que llevara usted rifles de reserva, por si se presentaban varios tigres o
por si se daba la improbable circunstancia de que le fallara la puntería. Pues bien -dijo
señalando a su alrededor-, éstos son mis rifles de reserva. El paralelismo es exacto.
El coronel Moran dio un paso adelante, rugiendo de rabia, pero los policías le
hicieron retroceder. La furia que despedía su rostro era algo terrible de contemplar.
-Confieso que me tenía usted reservada una pequeña sorpresa -continuó Holmes-
. No se me ocurrió que también usted utilizaría esta casa vacía y esta ventana tan
conveniente. Había supuesto que actuaría usted desde la calle, donde mi amigo Lestrade
y sus alegres camaradas le estaban aguardando. Exceptuando este detalle, todo ha salido
como yo esperaba.
El coronel Moran se volvió hacia el inspector.
-Puede que tengan ustedes una causa justificada para detenerme v puede que no -
dijo-. Pero, desde luego, no existe razón alguna por la que tenga que aguantar las burlas
de este individuo. Si estoy en manos de la ley, que las cosas se hagan de manera legal.
-Bien, eso es bastante razonable -dijo Lestrade-. ¿No tiene nada más que decir
antes de que nos vayamos, señor Holmes? Holmes había recogido del suelo el potente
fusil de aire comprimido v estaba examinando su mecanismo.
-Un arma admirable y originalísima -dijo-. Silenciosa y de tremenda potencia.
Llegué a conocer a Von Herder, el mecánico alemán ciego que la construyó por
encargo del difunto profesor Moriarty. Durante años he sabido de su existencia, pero
hasta ahora no había tenido la oportunidad de examinarla. Se la encomiendo de manera
muy especial, Lestrade, junto con sus correspondientes balas.
-Puede usted confiarla a nuestro cuidado, señor Holmes -dijo Lestrade mientras
todo el grupo se dirigía hacia la puerta-. ¿Algo más?
-Sólo preguntar de qué piensa usted acusar al detenido.
-¿De qué, señor? Pues, naturalmente, de intentar asesinar al señor Sherlock
Holmes.
-De eso, nada, Lestrade. No tengo ninguna intención de aparecer en el asunto. A
usted, y sólo a usted, le corresponde el mérito de la importantísima detención que acaba
de practicar. Sí, Lestrade, le felicito. Con su habitual combinación de astucia v audacia,
ha conseguido usted atraparlo.
-¡Atraparlo! ¿Atrapar a quién, señor Holmes?
-Al hombre que toda la policía ha estado buscando en vano: al coronel Sebastian
Moran, que asesinó al honorable Ronald Adair con una bala explosiva, disparada con un
fusil de aire comprimido a través de la ventana del segundo piso de Park Lane, número
427, el día 30 del mes pasado. Esa es la acusación, Lestrade. Y ahora, Watson, si es
usted capaz de soportar la corriente que se forma con una ventana rota, creo que le
resultará muy entretenido y provechoso pasar media hora en mi estudio mientras fuma
un cigarro.
Nuestras antiguas habitaciones se habían mantenido inalteradas gracias a la
supervisión de Mycroft Holmes y a los servicios inmediatos de la señora Hudson. Es
cierto que al entrar observé una pulcritud desacostumbrada, pero los viejos puntos de
referencia seguían todos en su sitio. Allí estaba el rincón de química, con la mesa de
madera manchada de ácido. Sobre un estante se veía la formidable hilera de álbumes de
recortes y libros de consulta que tantos de nuestros conciudadanos habrían quemado con
sumo placer. Los gráficos, el estuche de violín, el colgador de pipas..., hasta la babucha
persa que contenía el tabaco..., todo me saltaba a la vista al mirar a mi alrededor. En la
habitación había dos ocupantes: uno de ellos era la señora Hudson, que nos miró
radiante al vernos entrar; el otro era el extraño maniquí que tan importante papel había
desempeñado en las aventuras de aquella noche. Era un busto de mi amigo en cera de
color, admirablemente ejecutado v con un parecido absoluto. Estaba colocado sobre una
mesita que le servía de pedestal v envuelto en una vieja bata de Holmes, de manera que,
visto desde la calle, la ilusión era perfecta.
-Confío en que tomaría usted todas las precauciones, señora Hudson -dijo
Holmes.
-Me acerqué de rodillas, señor Holmes, tal como usted me dijo.
-Excelente. Lo ha hecho usted muy bien. ¿Se fijó en dónde fue a pegar la bala?
-Sí, señor. Me temo que ha estropeado su magnífico busto, porque le atravesó la
cabeza y fue a aplastarse contra la pared. La recogí de la alfombra y aquí la tiene.
Holmes me la mostró.
-Una bala de revólver blanda, como puede ver, Watson. Una idea genial. ¿Quién
iba a imaginar que se podía disparar esto con un fusil de aire comprimido? Muy bien,
señora Hudson, le estoy agradecido por su cooperación. Y ahora, Watson, haga el favor
de ocupar una vez más su antiguo asiento, ya que me gustaría discutir con usted varios
detalles.
Se había despojado de la raída levita y era de nuevo el Holmes de los viejos
tiempos, con el batín de color pardusco con que había vestido a su efigie.
-Los nervios del viejo shikari1 siguen tan bien templados como siempre, y su
vista igual de aguda -dijo riendo, mientras inspeccionaba la frente reventada de su
busto-. Un balazo en el centro de la nuca, que atraviesa el cerebro de parte a parte. Era
el mejor tirador de la India y no creo que haya muchos en Londres que le superen. ¿No
había oído hablar de él?
-Nunca.
-¡Qué injusta es la fama! Aunque, si no recuerdo mal, tampoco había usted oído
hablar del profesor James Moriarty, que poseía uno de los mejores cerebros de este
siglo. Haga el favor de pasarme mi índice de biografías, que está en ese estante.
Fue pasando las páginas con indolencia, echándose hacia atrás en su asiento y emitiendo
grandes nubes de humo con su cigarro.
-Mi colección de emes es de lo mejorcito -dijo-. Sólo con Moriarty bastaría para
dar prestigio a una letra, y aquí tenemos además a Morgan, el envenenador, Merridew,
de funesto recuerdo, y Mathews, que me saltó el colmillo izquierdo de un puñetazo en la
sala de espera de Charing Cross. Y aquí tenemos por fin a nuestro amigo de esta noche.
Me pasó el libro y leí: Moran, Sebastian, coronel. Sin empleo. Sirvió en el 1. °
de Zapadores de Bengalore. Nacido en Londres en 1840. Hijo de sir Augustus Moran,
C.B., ex embajador británico en Persia. Educado en Eton y Oxford. Sirvió en la campaña
de Jowaki, en la campaña de Afganistán, en Charasiab (menciones elogiosas),
Sherpur y Kabul. Autor de Caza mayor en el Himalaya occidental, 1881; Tres meses en
la jungla, 1884. Dirección: Conduit Street. Clubs: el Anglo-Indio, el Tankerville, el Bagatelle
Card Club.»
Al margen aparecía escrito, con la letra precisa de Holmes:
El segundo hombre más peligroso de Londres.»
-Es asombroso -dije, devolviéndole el volumen-. La carrera de este hombre es la
de un militar honorable.
-Es cierto -respondió Holmes-. Hasta cierto punto, se portó muy bien. Siempre
fue un hombre con nervios de acero, y todavía se cuenta en la India la historia de
cuando se arrastró por una acequia persiguiendo a un tigre herido, devorador de hombres.
Algunos árboles, Watson, crecen derechos hasta cierta altura y de pronto
desarrollan cualquier extraña deformidad. Lo mismo sucede a menudo con las personas.
Sostengo la teoría de que el desarrollo de cada individuo representa la sucesión
completa de sus antepasados, y que cualquier giro repentino hacia el bien o hacia el mal
obedece a una poderosa influencia introducida en su árbol genealógico. La persona se
convierte, podríamos decir, en una recapitulación de la historia de su familia.
-Una teoría bastante extravagante, diría yo.
-Bien, no insistiré en ello. Por la causa que fuera, el coronel Moran, empezó a
descarriarse. Aún sin dar lugar a ningún escándalo público, la india le llegó a resultar
demasiado incómoda. Se retiró, vino a Londres y también aquí adquirió mala
1 Palabra india que significa “cazador” o “deportista”.
reputación. Fue entonces cuando le localizó el profesor Moriarty, para quien actuó
durante algún tiempo como jefe de su Estado Mayor. Moriarty le proporcionaba dinero
en abundancia, y sólo le utilizó en uno o dos trabajos de primerísima categoría, que
quedaban fuera del alcance de un criminal corriente. Quizás recuerde usted la muerte de
la señora Stewart, de Lauder, en 1887. ¿No? Bueno, pues estoy seguro que Moran
estuvo en el fondo del asunto; pero no se pudo demostrar nada. El coronel tenía las
espaldas tan bien cubiertas que, incluso después de la desarticulación de la banda de
Moriarty, resultó imposible acusarle de nada. ¿Se acuerda de aquella noche en que fui a
su casa y cerré las contraventanas por temor a los fusiles de aire comprimido? Sabía
muy bien lo que me hacía: estaba enterado de la existencia de este extraordinario fusil v
sabía también que lo manejaba uno de los mejores tiradores del mundo. Cuando fuimos
a Suiza, él nos siguió en compañía de Moriarty, y no cabe duda de que fue él quien me
hizo pasar aquellos cinco minutos de infierno en la cornisa de Reichenbach.
Como podrá usted suponer, durante mi estancia en Francia leí con bastante
atención los periódicos, a la espera de una oportunidad de echarle el guante. Mi vida no
tenía sentido mientras él anduviese suelto por Londres. Su sombra pesaría sobre mí
noche v día, v tarde o temprano encontraría una oportunidad de caer sobre mí. ¿Qué
podía hacer? No podía buscarle y pegarle un tiro, porque iría a parar a la cárcel.
Tampoco serviría de nada recurrir a un magistrado. Los jueces no pueden actuar
basándose en lo que a ellos tiene que parecerles una sospecha disparatada. Así que no
podía hacer nada. Pero seguía leyendo los sucesos, porque estaba seguro de que tarde o
temprano le pillaría. Y entonces se produjo la muerte de este Ronald Adair. ¡Por fin
había llegado mi oportunidad! Sabiendo lo que yo sabía, ¿no resultaba evidente que el
coronel Moran era el culpable? Había jugado a las cartas con el joven; le había seguido
a su casa desde el club; le había disparado a través de la ventana abierta. No cabía duda
alguna. Sólo con las balas bastaría para echarle la soga al cuello . Así que vine inmediatamente.
El hombre que vigilaba mi casa me vio, y yo estaba seguro de que informaría a
su jefe de mi presencia. Como es natural, el coronel relacionaría mi súbito regreso con
su crimen y se alarmaría terriblemente. No me cabía duda de que intentaría quitarme de
en medio cuanto antes, para lo cual traería su arma asesina. Le dejé un blanco perfecto
en la ventana v, después de avisar a la policía de que sus servicios podrían ser
necesarios -por cierto, Watson, usted los localizó a la perfección en aquel portal-, me
instalé en lo que me pareció un excelente puesto de observación, sin imaginar que él
elegiría el mismo lugar para atacar. Y ahora, querido Watson, ¿queda algo por aclarar?
-Sí -dije-. No ha explicado todavía qué motivos tenía el coronel Moran para
asesinar al honorable Ronald Adair. -¡Ah, querido Watson, aquí entramos en el terreno
de las conjeturas, donde la mente más lógica puede fracasar! Cada uno puede elaborar
su propia hipótesis, basándose en las pruebas existentes, y la suya tiene tantas
posibilidades de acertar como la mía.
-Pero usted tiene ya la suya, ¿no?
-Creo que no resulta difícil explicar los hechos. Quedó demostrado que el
coronel Moran v el joven Adair habían ganado una suma considerable jugando de
compañeros. Ahora bien, es indudable que Moran hizo trampas; sé desde hace mucho
tiempo que las hacía. Supongo que el día del crimen Adair se dio cuenta de que Moran
era un tramposo. Lo más probable es que hablara con él en privado, amenazándole con
revelar la verdad a menos que Moran se diese de baja en el club v prometiera no volver
a jugar a las cartas. Es muy poco probable que un joven como Adair provocase un
escándalo de buenas a primeras denunciando a un hombre muy conocido v mucho
mayor que él. Lo lógico es que actuara tal como yo digo. Para Moran, quedar excluido
de los clubs significaba la ruina, ya que vivía de lo que ganaba trampeando a las cartas.
Así que asesinó a Adair, que en aquel mismo momento estaba calculando el dinero que
tenía que devolver, ya que consideraba inaceptable quedarse con el fruto de las trampas
de su compañero. Cerró la puerta para que las damas no le sorprendieran e insistieran en
que les explicara lo que estaba haciendo con la lista y el dinero. ¿Qué tal se sostiene
esto?
-Estoy convencido de que ha dado usted en el clavo.
-El juicio lo confirmará o lo desmentirá. Mientras tanto, y pase lo que pase, el
coronel Moran no nos molestará más, el famoso fusil de aire comprimido de Von
Herder pasará a adornar el museo de Scotland Yard, y Sherlock Holmes queda libre de
nuevo para dedicar su vida a examinar los interesantes problemillas que la complicada
vida de Londres nos plantea sin cesar.

martes, 25 de junio de 2013

EL HALCÓN MALTÉS - Dashiell Hammett

EL HALCÓN
MALTÉS
Dashiell Hammett

1. Spade y Archer
Samuel Spade tenía larga y huesuda la quijada inferior, y la barbilla era
una V protuberante bajo la V más flexible de la boca. Las aletas de la nariz
retrocedían en curva para formar una V más pequeña. Los ojos,
horizontales, eran de un gris amarillento. El tema de la V lo recogía la
abultada sobreceja que destacaba en media de un doble pliegue por encima
de la nariz ganchuda, y el pelo, castaño claro, arrancaba de sienes altas y
aplastadas para terminar en un pico sobre la frente. Spade tenía el simpático
aspecto de un Satanás rubio.
—¿Sí, cariño? —le dijo a Effie Perine.
Era una muchacha larguirucha y tostada por el sol. El vestido de fina
lana se le ceñía dando la impresión de estar mojado. Los ojos, castaños y
traviesos, brillaban en una cara luminosa de muchacho. Acabó de cerrar la
puerta tras de sí, se apoyó en ella y dijo:
—Ahí fuera hay una chica que te quiere ver. Se llama Wonderly.
—¿Cliente?
—Supongo. En cualquier caso, querrás verla. Es un bombón.
—Adentro con ella, amor mío —dijo Spade—, ¡adentro!
Effie volvió a abrir la puerta y salió al primer despacho, conservando
una mano sobre la bola de la puerta, en tanto que decía:
—¿Quiere usted pasar, miss Wonderly?
Una voz dijo «gracias» tan quedamente que sólo una perfecta
articulación hizo inteligible la palabra, y una mujer joven pasó por la puerta.
Avanzó despacio, como tanteando el piso, mirando a Spade con ojos del
color del cobalto, a la vez tímidos y penetrantes.
Era alta, cimbreña, sin un solo ángulo. Se mantenía derecha y era alta
de pecho. Iba vestida en dos tonos de azul, elegidos pensando en los ojos.
El pelo que asomaba por debajo del sombrero azul era de color rojo oscuro,
y los llenos labios, de un rojo más encendido. A través de su sonrisa brillaba
la blancura de los dientes.
Spade se levantó, saludó inclinándose y señaló con la mano de gruesos
dedos el sillón de roble junto a la mesa. Era alto, al menos de seis pies de
estatura. El fuerte declive redondeado de los hombros hacía que su cuerpo
pareciera casi cónico -no más ancho que gordo e impedía que la americana
recién planchada le sentara bien.
—Gracias —dijo la muchacha en un murmullo, antes de sentarse en el
borde de madera del sillón.
Spade se dejó caer en su sillón giratorio y le hizo dar un cuarto de
vuelta para quedar de frente a la muchacha, sonriendo cortésmente. Sonreía
sin separar los labios. Todas las uves de su rostro se hicieron más largas.
El ruidillo del tecleo, el débil retinglar del timbre y el apagado rumor del
carro de la máquina de escribir de Effie llegaban a través de la puerta
cerrada. En alguna oficina cercana vibraba sordamente el motor de una
máquina. Sobre la mesa de Spade humeaba un cigarrillo en un cenicero
colmado de fláccidas colillas. El tablero amarillo de la mesa, el secante verde
y los papeles que sobre él había estaban espolvoreados de copos grises de
ceniza. Una ventana con cortinas color garbanzo, entreabierta unas ocho o
diez pulgadas, dejaba entrar del patio un aire que olía a amoníaco. Los
copos de ceniza temblaban y se arrastraban lentamente sobre la mesa en la
corriente.
Miss Wonderly contempló a los copos grises estremecerse y reptar. Sus
ojos estaban intranquilos. Permanecía sentada sobre el borde del sillón. Los
pies, apoyados de plano sobre el suelo, daban la sensación de que estaba a
punto de levantarse. Las manos, calzadas de guantes oscuros, se apretaban
sobre un bolso oscuro plano que tenía en el regazo.
Spade se meció en su sillón y preguntó:
—Bien, ¿en qué puedo servirle, miss Wonderly?
Ella contuvo la respiración, le miró, tragó saliva y dijo
apresuradamente:
—¿Podría usted...? He pensado... Yo..., es decir...
Se mordisqueó el labio interior con dientes brillantes y calló. Sólo los
ojos oscuros hablaban ahora, suplicando.
Spade sonrió y asintió con la cabeza como si la comprendiera, pero
placenteramente, cual si de nada grave se tratara, y dijo:
—¿Por qué no me lo cuenta todo, desde el principio, y entonces
sabremos qué hay que hacer? Remóntese todo lo que pueda.
—Fue en Nueva York.
—Sí.
—No sé en dónde le conoció ella. Bueno, quiero decir en qué parte de
Nueva York. Tiene cinco años menos que yo, sólo diecisiete, y no tenemos
los mismos amigos. Nunca hemos tenido la intimidad que sería lógica entre
dos hermanas. Mamá y papá están en Europa. Lo que ha ocurrido los
mataría. Tengo que llevarla a casa antes que vuelvan.
—Sí —dijo él.
—Volverán el primero de mes.
—Bueno, entonces tenemos dos semanas —dijo Spade, y se le
alegraron los ojos.
—Yo no sabía lo que había hecho hasta que llegó su carta. Me dejó
destrozada.
Le temblaban los labios. Manoseaba el oscuro bolso que tenía sobre las
piernas.
—Tuve demasiado miedo de que hubiese hecho algo así como para
acudir a la policía, y al mismo tiempo, el temor de que le hubiera ocurrido
algo me empujaba a hacerlo. No tenía a nadie a quien pedir consejo. No
sabía qué hacer. ¿Qué podía hacer?
—Nada, evidentemente —dijo Spade—. ¿Y entonces llegó la carta?
—Sí, y le mandé un telegrama diciéndole que volviera a casa. Lo dirigí a
la lista de Correos. Era la única dirección que me dio. Esperé una semana
entera, pero no recibí respuesta; no supe ni una palabra más de ella. Y el
regreso de mamá y papá se acercaba. Le escribí que vendría aquí. Tal vez
no debí hacerlo. ¿Qué cree?
—Puede que no. No siempre es fácil saber qué hacer. ¿No la ha
encontrado?
—No. Le escribí que iría al hotel St. Mark, y le supliqué que viniese a
hablar conmigo, aunque no pensara regresar a casa conmigo. Pero no ha
venido a verme. He esperado tres días y no ha aparecido, y ni siquiera me
ha enviado un recado.
Spade movió su satánica cabeza rubia, frunció el ceño
comprensivamente y apretó los labios.
—Ha sido horrible —dijo la muchacha, tratando de sonreír—. No podía
quedarme sentada, esperando, sin saber qué le había ocurrido y qué le
podía estar pasando. —Cesó en sus esfuerzos para sonreír. Se estremeció—.
La única dirección que tenía de ella era la lista de Correos. Le escribí otra
carta, y ayer por la tarde fui a Correos. Estuve allí hasta que oscureció, pero
no la vi. Esta mañana he vuelto, pero tampoco vi a Corinne. A quien vi fue a
Floyd Thursby.
Spade volvió a asentir con la cabeza. Desapareció el ceño fruncido,
Ahora pareció prestar gran atención.
—No me quiso decir en dónde estaba Corinne —siguió diciendo,
desesperanzadamente—. No quiso decirme nada, excepto que estaba bien y
contenta. Pero ¿cómo lo voy a creer? Eso es lo que me diría en cualquier
caso, ¿no?
—Claro —asintió Spade—. Pero pudiera ser verdad.
—Así lo espero. ¡Así lo espero! —exclamó—. Pero no puedo volverme a
casa así, sin haberla visto, sin siquiera haber hablado con ella por teléfono.
Floyd no me quiso llevar a verla. Me dijo que no me quería ver. Eso no lo
puedo creer. Me prometió que le diría a Corinne que me había visto y que la
traería para que hablara conmigo, si ella quería, esta noche en el hotel. Pero
me dijo que sabía que no querría venir. En ese caso, me prometió que
vendría él. Él...
Se interrumpió y se llevó la mano a la boca con ademán de temor,
cuando se abrió la puerta.
El hombre que había abierto la puerta dio un paso y dijo:
—¡Ah, perdón! —y quitándose cl sombrero de color castaño comenzó a
salir de espaldas.
—Está bien, Miles —le dijo Spade—. Pasa. Miss Wonderly, es mi socio,
mister Archer.
Miles Archer volvió a entrar en el despacho. Cerró la puerta, inclinó la
cabeza y sonrió a la muchacha, en tanto que hacía unas vagas florituras de
cortesía con el sombrero. Era de estatura mediana, recio, ancho de
hombros, grueso de cuello y de rostro colorado, jovial y pragmático, con el
pelo muy corto y ligeramente gris. Representaba más de cuarenta años, en
igual medida que Spade parecía haber rebasado los treinta.
—La hermana de miss Wonderly —dijo Spade— se ha escapado de casa,
en Nueva York, con un sujeto llamado Floyd Thursby. Están aquí. Miss
Wonderly ha visto a Thursby y tiene una cita con él esta noche en el hotel.
Tai vez lleve consigo a su hermana, pero probablemente no lo hará. Miss
Wonderly quiere que encontremos a su hermana, que la separemos de él y
que la hagamos volver a casa. ¿No es así? —dijo mirando a la muchacha.
—Sí —dijo ella, con voz poco clara.
El sonrojo que, poco a poco, las amables sonrisas, los movimientos de
cabeza y las consoladoras afirmaciones de Spade habían hecho desaparecer,
comenzó de nuevo a colorear su rostro. Miró el bolso y lo punzó
nerviosamente con un dedo.
Spade le hizo un guiño a su socio.
Archer avanzó unos pasos y se quedó de pie junto a una esquina de la
mesa. Mientras la muchacha contemplaba el bolso, Miles la miraba a ella.
Sus ojillos castaños fueron examinándola apreciativamente, desde la cara
inclinada hasta los pies, y de vuelta hasta la cara. Miró entonces a Spade y
le hizo un gesto de silbar con manifiesta aprobación.
Spade alzó dos dedos del brazo del sillón para hacer un fugaz ademán
de advertencia y dijo:
—No va a sernos difícil. Se trata, sencillamente, de mandar a un
hombre esta noche al hotel para que siga a Thursby cuando se vaya, y que
lo haga hasta que nos lleve adonde esté su hermana. Si ella va con él y
usted la puede convencer de que vuelva a casa, tanto mejor. Si no, si ella no
quiere dejarle después que la hayamos encontrado, bueno, ya
encontraremos la manera de arreglarlo.
—Sí —dijo Archer. Tenía la voz bronca y ordinaria. Miss Wonderly miró a
Spade, rápidamente, frunciendo la frente entre las cejas:
—¡Oh, pero habrán de tener cuidado! —la voz le tembló ligeramente y
los labios formaron las palabras con estremecimientos nerviosos—. Le tengo
un miedo mortal, miedo de lo que pueda hacer. ¡Corinne es tan joven, y
traerla hasta aquí, desde Nueva York, es tan terrible! ¿No creen que
podría...? ¿No irá a... hacerle algo?
Spade sonrió y dio unas palmaditas sobre los brazos del sillón:
—Déjenoslo a nosotros —dijo—. Sabemos cómo entendérnoslas con él.
—Pero ¿no podría...? —insistió.
—Siempre es posible —dijo Spade, moviendo la cabeza con aire
judicial—. Pero puede usted confiar en que nos encargaremos de eso.
—Sí, sí, confío en ustedes —dijo sinceramente—, pero quiero que sepan
que se trata de un hombre peligroso. Creo muy de veras que no se
detendría ante nada. Creo que no dudaría en... matar a Corinne si creyera
que con eso podía salvarse. ¿No podría hacerlo?
—Usted no le amenazó, ¿verdad?
—Le dije que lo único que quería es que Corinne volviera a casa antes
del regreso de mamá y papá, para que nunca se enteraran de lo que había
hecho. Le prometí no decirles una palabra si él me ayudaba; pero que si no
lo hacía, papá se encargaría de que recibiera su merecido. Me parece que no
me creyó del todo.
—¿Puede él arreglar las cosas casándose con ella? —preguntó Archer.
La muchacha se sonrojó y repuso, con voz avergonzada:
—Tiene mujer y tres hijos en Inglaterra. Corinne me lo escribió para
explicarme que por eso se había escapado con él.
—Sí, suelen tenerlos —dijo Spade—, aunque no siempre en Inglaterra.
—E inclinándose hacia adelante para alcanzar un lápiz y un papel, añadió—:
¿Qué aspecto tiene él?
—Bueno, tiene quizá treinta y cinco años y es tan alto como usted. Es
moreno naturalmente o está muy quemado por el sol. El pelo también lo
tiene oscuro y tiene grandes las cejas. Habla bastante alto, como un
fanfarrón, y sus movimientos son de hombre nervioso e irritable. Da
impresión de ser... de violencia.
Spade estaba garrapateando sobre el bloque de notas y ahora
preguntó, sin alzar la vista:
—¿De qué color tiene los ojos?
—Entre grises y azules y lagrimosos, pero no de hombre débil. Y... ¡ah!,
tiene un hoyo muy pronunciado en la barbilla.
—¿Delgado, regular o gordo?
—Parece un atleta. Tiene hombros anchos y camina muy derecho. Tiene
un porte que pudiera decirse que es marcadamente militar. Cuando le vi
esta mañana llevaba un traje gris claro y un sombrero también gris.
—¿Cómo se gana la vida? —preguntó Spade, soltando el lápiz.
—No lo sé. No tengo la más remota idea
—¿A qué hora tienen la cita?
—Después de las ocho.
—Perfectamente, señorita, tendremos a un hombre allí a esa hora.
Sería bueno que...
—Mister Spade, ¿podría usted o mister Archer...? —preguntó, haciendo
un ademán de súplica con las manos—. ¿No podría uno de ustedes dos
encargarse de ello personalmente? No es que crea que otro hombre que
ustedes pudieran mandar fuera incompetente, pero ¡tengo tanto miedo de lo
que pueda ocurrir a Corinne! Le tengo miedo a él. ¿No podrían ustedes?
Claro, comprendo que tendría que pagar más. —Abrió el bolso con dedos
nerviosos y puso dos billetes de cien dólares sobre la mesa—. ¿Bastará con
eso?
—Sí —dijo Archer—. Yo mismo me encargaré del asunto.
La muchacha se puso de pie impulsivamente y le ofreció la mano:
—¡Gracias, gracias! —exclamó, y luego le dio la mano a Spade,
repitiendo—: ¡Muchas gracias!
—De nada —dijo Spade, inclinándose sobre la mano—. Es un placer.
Nos facilitaría el trabajo que usted se encontrara con Thursby abajo, o que
se dejara ver con él en el vestíbulo un momento.
—Así lo haré —prometió, y les dio las gracias a los dos socios una vez
más.
—Y no trate de buscarme —le advirtió Archer—. Descuide, que ya la
veré yo a usted.
Spade acompañó a la muchacha hasta la puerta del pasillo. Cuando
volvió junto a su mesa. Archer indicó con un gesto los billetes de cien
dólares y dejó oír un ruido de satisfacción.
—Son buenos —dijo. Cogió uno de ellos, lo dobló y se lo guardó en el
bolsillo del chaleco, añadiendo—: Y había hermanos gemelos en el bolso.
Spade se guardó el otro billete antes de sentarse, y entonces dijo:
—Bueno, no la vayas a apretar demasiado. ¿Qué te parece?
—¡Preciosa! ¡Que no la apriete! —dijo con una risotada repentina
carente de alegría—. Puede que tú la vieras antes que yo, Sam; pero fui yo
quien habló primero.
Archer se metió las manos en los bolsillos del pantalón y comenzó a
columpiarse sobre los talones.
—Lo pasarás muy rebién con ella, seguro —contestó Spade, sonriendo
rijosamente y dejando ver la punta de los colmillos—. Tienes talento. Seguro
que lo tienes.
Y comenzó a liar un cigarrillo.
2. MUERTE EN LA NIEBLA
En la oscuridad sonó el timbre de un teléfono. Después de que hubo
sonado tres veces, se oyó el chirrido de los muelles de una cama; unos
dedos palparon sobre la madera, algo pequeño y duro cayó con ruido sordo
sobre la alfombra, los muelles chirriaron nuevamente, y una voz de hombre
exclamó:
—¿Diga?... Sí, yo soy... ¿Muerto?... Sí... En quince minutos. Gracias.
Sonó el ruidillo de un interruptor, y la luz de un globo que colgaba del
techo, sostenido por tres cadenas doradas, inundó el cuarto. Spade,
descalzo y con un pijama a cuadros verdes y blancos, se sentó sobre el
borde de la cama. Miró malhumoradamente al teléfono que había en la
mesilla mientras sus manos cogían un estuche de papel de fumar color
chocolate y una bolsa de tabaco Bull Durham.
Un aire frío y mojado entraba por dos ventanas abiertas, trayendo
consigo el bramido de la sirena contra la niebla de Alcatraz, media docena
de veces por minuto. Un despertador de ruin metal, con inseguro acomodo
sobre una esquina de Casos criminales famosos de Estados Unidos, de Duke,
boca abajo, marcaba las dos y cinco.
Los gruesos dedos de Spade liaron con calmosa minuciosidad un
cigarrillo, echando la justa medida de hebras morenas sobre el papel
combado, extendiendo las hebras por igual en los extremos y dejando una
ligera depresión en el centro, haciendo que los pulgares condujeran con
movimiento rotatorio el filo interior del papel hacia arriba y luego lo pasaran
por debajo del borde superior, en tanto que los demás dedos ejercían
presión para luego, junto con los pulgares, deslizarse hasta las puntas del
cilindro de papel y sujetarlas, mientras la lengua humedecía el borde, al
tiempo que el índice y el pulgar de la mano izquierda pellizcaban el extremo
a su cuidado y los dedos correspondientes de la mano derecha alisaban la
húmeda juntura, tras lo que el índice y el pulgar derecho retorcieron la
punta que les correspondía y llevaron el cigarrillo hasta la boca de Spade.
Spade cogió el encendedor de piel de cerdo y níquel que se había caído
al suelo, lo hizo funcionar y se puso en pie, con el cigarrillo en una esquina
de la boca. Se quitó el pijama. La suave gordura de brazos, piernas y torso,
la caída de los hombros poderosos y redondeados, daban a su cuerpo el
aspecto de un oso. De un oso afeitado: no crecía vello en el pecho. Tenía la
piel suave y rosada de un niño chico.
Se rascó la nuca y comenzó a vestirse. Se puso una combinación de
camiseta y calzoncillos, calcetines grises, ligas negras y zapatos color de
cuero oscuro. Así que se hubo atado los zapatos, cogió el teléfono, llamó al
4.500 de Graystone y pidió un taxi. Se puso luego una camisa blanca con
rayas verdes, un blanco cuello blando, una corbata verde, el traje gris que
había llevado durante el día, un amplio abrigo de tela esponjosa y un
sombrero color gris oscuro. En el momento en que se metía en el bolsillo el
tabaco, las llaves y el dinero, sonó el timbre de la puerta.
En el lugar donde la Bush Street sirve de techumbre a la Stockton,
antes de bajar hacia el Barrio Chino, Spade pagó y despidió el taxi. La niebla
nocturna de San Francisco, sutil, pegajosa y penetrante, esfuminaba la calle.
A unas yardas de distancia de donde Spade había despedido el taxi, un
pequeño grupo de hombres miraba hacia un callejón. Dos mujeres y un
hombre estaban parados en la otra acera de Bush Street, mirando también
hacia el callejón. Se veían caras en las ventanas.
Spade cruzó la acera sorteando las entradas enrejadas que se abrían
sobre escaleras ruines y desnudas, llegó hasta el pretil y, apoyando las
manos sobre el húmedo caballete, miró hacia abajo, a la Stockton Street.
Del túnel que tenía a sus pies surgió repentinamente un automóvil, cual
ráfaga estruendosa, como si le hubieran disparado, y se alejó veloz. Cerca
de la boca del túnel había un hombre hecho un burujo sobre los talones,
ante un cartel que anunciaba una película y una marca de gasolina, en el
hueco que quedaba entre las casas de dos pisos. El hombre estaba doblado
casi hasta el suelo para poder mirar por debajo de la cartelera. Una mano
abierta puesta sobre la acera y otra que se agarraba al bastidor verde del
anuncio le mantenían en tan grotesca postura. Otros dos hombres estaban
de pie, juntos, en postura forzada, en un extremo del cartel, ojeando por la
angostura de pocas pulgadas que quedaba entre el anuncio y el edificio
contiguo. La casa del otro lado tenía un muro lateral, gris y sin ventanas que
daba al solar de detrás del anuncio. Unas luces parpadeaban en la acera, y
unas sombras humanas se movían entre ellas.
Spade dejó el pretil y echó a andar Bush Street arriba, hacia el callejón
en donde estaba el grupo. Un policía uniformado, que mascaba goma debajo
de una placa esmaltada en la que se leía Burritt Street en letras blancas
sobre un fondo azul oscuro, extendió el brazo y preguntó:
—¿Qué busca usted aquí?
—Soy Sam Spade. Tom Polhaus me ha llamado por teléfono.
—¡Claro que es usted Spade! —dijo el guardia, bajando el brazo—. Así,
de golpe, no le reconocí... Bueno, pues allí los tiene usted —añadió,
señalando con rápido ademán con el pulgar—. Mal asunto.
—Sí que es malo —dijo Spade, al mismo tiempo que echaba a andar por
el callejón.
A medio camino, no lejos de la boca del callejón, estaba parada una
ambulancia de color oscuro. Al otro lado de la ambulancia, a la izquierda, el
callejón acababa en una valla, formada por listones horizontales sin cepillar,
que llegaba hasta la cintura. El callejón descendía en fuerte pendiente desde
la valla hasta el cartel de anuncio de la Stockton Street.
El larguero superior de la valla estaba arrancado de uno de los postes y
colgaba del que había en el extremo opuesto. Como a cinco yardas de la
cima de la pendiente se veía una piedra achatada que sobresalía. En el
recoveco que formaba con el piso al salir estaba Miles Archer, caído, de
espaldas. Dos hombres se hallaban de pie junto a él. Uno de ellos dejaba
caer sobre el muerto el chorrito luminoso de una linterna eléctrica. Otros
hombres provistos de luces subían y bajaban la cuesta.
Uno de los hombres le saludó con un «hola, Sam», y trepó hasta el
callejón precedido por su sombra, que corrió delante de él cuesta arriba. Era
un tipo barrigudo, alto, de ojillos sagaces, boca de labios gruesos y mejillas
en las que azuleaba la barba afeitada con descuido. Tenía manchados de
barro oscuro los zapatos, las rodillas, el mentón y las manos.
—Imaginé que querrías verlo antes que nos lo llevásemos —dijo al
salvar la valla rota.
—Gracias, Tom —dijo Spade—. ¿Qué ha ocurrido?
Apoyó un codo en el poste de la valla y miró hacia los hombres de
abajo, devolviendo el saludo a los que le saludaban con la cabeza.
Tom Polhaus se punzó con un sucio dedo la tetilla izquierda y dijo:
—Le acertaron en el mismo corazón..., con esto. —Y sacó del bolsillo del
gabán un revólver chato y se lo alargó a Spade. Tenía barra embutido en
todos los entrantes de la superficie—. Un «Webley». Es inglés, ¿no?
Spade quitó el codo del poste y se inclinó para examinar el arma, pero
no la tocó.
—Sí, un revólver «Webley-Fosbery», automático. Eso es. Calibre 38,
ocho tiros. Ya no los fabrican. ¿Cuántas balas le faltan?
Tom volvió a pincharse el pecho con el dedo y añadió:
—Una.
—Debía de estar ya muerto cuando rompió la valla. ¿Has visto esto
antes? —preguntó, alzando el revólver. Spade afirmó con la cabeza y dijo,
sin mostrar interés:
—He visto revólveres «Webley-Fosbery».
Y luego dijo, hablando rápidamente:
—Le mataron aquí, ¿eh? Estaba de espaldas a la valla, en donde estás
tú ahora. El que le disparó estaba aquí. —Pasó por delante de Tom, dando la
vuelta, y alzó una mano a la altura del pecho con el brazo extendido y el
dedo índice apuntando—: Hace fuego contra él y Miles cae contra la valla, se
lleva la parte superior al caer a través de ella y rueda por la cuesta hasta
que esa piedra le detiene. ¿Fue así?
—Así fue —Tom respondió muy despacio, juntando las cejas—. El
fogonazo le chamuscó el abrigo.
—¿Quién le encontró?
—El guardia de ronda, Shilling. Bajaba por Bush Street y en el momento
en que llegó a este lugar un automóvil viró y arrojó hasta aquí la luz de los
faros. Shilling vio rota la valla, subió para investigar y le encontró.
—¿Y el coche que dio la vuelta?
—No sabemos nada de él, Sam. Shilling no le prestó atención, pues no
sabía que hubiese ocurrido algo. Dice que por aquí no pudo salir nadie
mientras él bajaba de Powell, pues le hubiera visto. La otra salida es por
debajo del anuncio de Stockton. Nadie pasó por allí. La niebla ha embarrado
el piso, y las únicas señales que hay son las hechas por Miles al caer y por el
revólver al rodar.
—¿Nadie oyó el tiro?
—¡Por el amor de Dios, Sam! ¡Acabamos de llegar! Alguien tiene que
haber oído el disparo. Ya lo encontraremos.
Dio media vuelta y pasó una pierna por encima de la valla:
—¿Bajas para verlo antes de que se lo lleven?
—No —dijo Spade.
Tom, a caballo sobre la valla, se detuvo y miró a Spade con ojuelos de
extrañeza.
—Ya lo has visto tú —dijo Spade—. Todo lo que yo pudiera descubrir ya
lo habrás visto.
Sin dejar de mirar a Spade, Tom asintió con expresión de duda y pasó
de nuevo la pierna por encima de la valla, en dirección contraria.
—Miles llevaba su revólver en la pistolera de la cadera —dijo—. No ha
sido disparado. Tenía abrochado el abrigo. Llevaba encima ciento sesenta y
tantos dólares. ¿Estaba trabajando en algo?
Spade vaciló un momento y asintió.
—¿Bien? —preguntó Tom.
—Estaba siguiendo a un sujeto llamado Floyd Thursby —dijo Spade, y
describió a Thursby tal y como miss Wonderly se lo había descrito a él.
—¿Por qué?
Spade metió las manos en los bolsillos del abrigo y miró a Tom,
guiñando los ojos soñolientos.
—¿Por qué? —repitió Tom, impacientemente.
—Es un inglés, quizá. No sé exactamente qué se trae entre manos.
Estábamos tratando de averiguar en dónde vive.
Spade sonrió ligeramente y sacó una mano del bolsillo para dar una
palmada sobre el hombro de Tom:
—No me apures —dijo, y volvió a meter la mano en el bolsillo—. Voy a
darle la noticia a la mujer de Miles.
Se dio la vuelta. Tom, con gesto de mal humor, abrió la boca, la cerró
sin hablar, carraspeó, borró de la cara el malhumorado gesto, y dijo con una
especie de ronca dulzura:
—Es triste que lo mataran así. Miles tenía defectos, como todos los
tenemos, pero seguro que también tendría cualidades.
—Seguro que sí —asintió Spade en un tono de voz que no quería decir
absolutamente nada, y salió del callejón. Spade utilizó un teléfono de un
drug-store que permanecía abierto toda la noche en la esquina de las calles
Bush y Taylor.
—Preciosa —dijo un poco después de lograr la comunicación—, a Miles
le han pegado un tiro... Sí, sí, está muerto... Bueno, no te excites... Sí...
Tendrás que darle a Iva la noticia... No, no; antes me aspan. Lo tienes que
hacer tú... Buena chica... Y no la dejes que vaya por la oficina... Dile que ya
la veré, en cualquier momento... Sí, pero no me comprometas a nada... Eso
es. Eres un ángel. Adiós.
El despertador barato marcaba las tres y cuarenta cuando Spade volvió
a encender el globo suspendido del techo. Dejó caer el abrigo y el sombrero,
fue a la cocina y regresó a la alcoba con un vaso y una botella grande de
Bacardi. Se sirvió un trago y se lo bebió de pie. Dejó la botella y el vaso
sobre la mesa, se sentó en la cama mirando hacia ellos y lió un cigarro.
Se había bebido ya el tercer vaso de Bacardi y estaba encendiendo el
quinto cigarrillo cuando sonó el timbre de la puerta. Las manecillas del
despertador marcaban las cuatro y treinta minutos.
Spade suspiró, se levantó de la cama y fue hasta la puerta del cuarto de
baño. Apretó el botón que en la tabla del teléfono interior abría desde arriba
la puerta de la calle.
—¡Maldita sea esa...! —masculló, mirando airadamente a la tablilla
negra del teléfono, respirando entrecortadamente mientras su rostro se
sonrojaba apagadamente.
Se oyó en el pasillo el rechinar y golpeteo de la puerta del ascensor al
abrirse y cerrarse. Spade suspiró de nuevo y se dirigió hacia la puerta. Oyó
pasos recios y apagados sobre la alfombra exterior, los pasos de dos
hombres. Se le alegró el talante. Sus ojos ya no expresaban contrariedad
alguna. Abrió la puerta rápidamente.
—Hola, Tom —le dijo al detective alto y barrigudo con quien había
estado hablando en la Burritt Street—. Hola, teniente —le dijo al hombre que
acompañaba a Tom—. Pasad.
Los dos inclinaron la cabeza al mismo tiempo sin decir palabra y
entraron en la habitación. Spade cerró la puerta y los condujo a su alcoba.
Tom se sentó en un extremo del sofá, junto a las ventanas. El teniente lo
hizo en una silla al lado de la mesa.
El teniente era un hombre apretado de carnes, de cabeza redonda
coronada por cabello muy corto y gris y de rostro cuadrado con un bigote
gris y muy corta. Llevaba una moneda de oro de cinco dólares como alfiler
de corbata, y en la solapa, un pequeño emblema de alguna sociedad
secreta, adornado con diamantes.
Spade trajo dos vasos de la cocina, los llenó de Bacardi, e hizo lo mismo
con el suyo; dio uno a cada visitante y se sentó con un vaso sobre la cama.
La expresión de su rostro era plácida y no denotaba curiosidad. Alzó su vaso
y dijo: «Por el buen éxito del crimen», y lo apuró.
El teniente contempló su vaso durante una docena de segundos, tomó
un sorbito de lo que contenía y lo dejó en la mesa, junto a su codo. Examinó
la habitación detenidamente y luego miró a Tom.
Tom se rebulló muy poco a gusto en el sofá, y preguntó, sin alzar la
mirada:
—¿Le diste la noticia a la mujer de Miles, Sam?
Spade dejó oír un ruido posiblemente afirmativa.
—¿Cómo lo ha tomado?
—No sé nada de mujeres —dijo Spade, sacudiendo la cabeza.
—¡No sabes poco! —dijo Tom, en voz queda.
El teniente puso las manos sobre las rodillas y se inclinó hacia delante.
Tenía los ojos verdosos clavados sobre Spade con una mirada de extraña
fijeza, como si el enfocarlos fuera una cuestión mecánica que sólo pudiera
lograrse tirando de una palanca o apretando un botón.
—¿Qué armas sueles llevar encima? —preguntó.
—Ninguna. No me gustan gran cosa. Claro, en el despacho hay algunas.
—Me gustaría ver una de ellas —dijo el teniente—. ¿No tendrás aquí
alguna por casualidad?
—No.
—¿Estás seguro?
—Puedes buscar —dijo Spade, sonriendo y trazando un arco en el aire
con el vaso vacío—. Vuélvelo todo patas abajo, si quieres. No voy a
protestar..., si es que traes una orden judicial de registro, claro.
—¡Pero, hombre, Sam! —protestó Tom.
Spade dejó el vaso sobre la mesa y se puso en pie, de frente al
teniente.
—¿Qué buscas, Dundy? —dijo con voz tan dura y fría como sus ojos.
Los ojos del teniente Dundy se habían movido para permanecer
enfocados sobre Spade. Únicamente los ojos se habían movido.
Tom cambió otra vez de postura en el sofá, respiró con fuerza echando
el aire por la nariz y gruñó en son de queja:
—No queremos crear dificultades, Sam.
Spade prescindió de Tom y le dijo a Dundy:
—Bueno, ¿qué quieres? Habla claro. ¿Quién diablos te has creído que
eres, viniendo aquí para tratar de liarme?
—Está bien —dijo Dundy, con voz hueca—. Siéntate y escucha.
—Me sentaré o me quedaré de pie, según me dé la gana —dijo Spade,
sin moverse.
—¡Por Dios, hombre, sé razonable! —le suplicó Tom—. ¿De qué sirve
que nos peleemos? Si no hemos hablado claro desde el principio es porque
cuando te pregunté que quién era ese Thursby poco menos que me dijiste
que no era asunto mío. No puedes tratarnos así, Sam. No está bien y no te
llevará a ninguna parte. Nosotros tenemos una obligación que cumplir.
El teniente se puso en pie de un salto, se arrimó a Spade y avanzó el
rostro hacia el del otro hombre, más alto que él.
—Ya te tengo dicho que un buen día vas a dar un tropezón —le advirtió.
Spade hizo una mueca de desprecio y subió las cejas:
—Todos tropezamos alguna vez —replicó, con tranquilo desdén.
—Esta vez eres tú el que ha tropezado.
Spade sonrió y negó con la cabeza:
—No, ya me las arreglaré, gracias.
Le tembló nerviosamente el labio superior, en la parte izquierda, por
encima del colmillo superior. Sus ojos se tornaron rendijas calenturientas. Y
cuando habló, la voz le salió de iguales honduras que al teniente:
—No me gusta esto. ¿Se puede saber qué andáis husmeando? O me lo
decís o ya os estáis marchando para dejarme volver a la cama.
—¿Quién es Thursby? —preguntó Dundy, con voz exigente.
—Ya le dije a Tom lo que sé de él.
—A Tom le has dicho bien poco.
—Bien poco es lo que sé.
—¿Por qué le estabas siguiendo?
—Yo no le estaba siguiendo. Miles estaba siguiéndole, por la magnífica
razón de que un cliente nos estaba pagando buen dinero de curso legal para
que le siguiéramos.
—¿Quién es el cliente?
La placidez volvió a la cara y a la voz de Sam al decir en tono de
amonestación:
—Sabes muy bien que eso no puedo decírtelo hasta que haya hablado
con el cliente.
—Me lo vas a decir a mí o se lo vas a decir al juez —dijo Dundy,
acaloradamente—. Se trata de un asesinato, no lo olvides.
—Puede ser. Y escucha tú, precioso, algo que tú no debes olvidar. Te lo
diré o no, según me venga en gana. Hace ya mucho tiempo que no lloro
cuando no le caigo simpático a un policía.
Tom se levantó del sofá y fue a sentarse a los pies de la cama. El rostro
mal afeitado y sucio de barro estaba cansado y con arrugas.
—Sé razonable, Sam —le rogó—. Ayúdanos un poco. ¿Cómo vamos a
descubrir algo acerca de la muerte de Miles si te empeñas en no decirnos lo
que sabes?
—Por eso no os llevéis ningún mal rato —le dijo Spade—. Yo me
encargaré de enterrar a mis muertos.
El teniente se sentó y volvió a colocar las manos sobre las rodillas. Sus
ojos parecían dos discos verdes encendidos.
—Eso es lo que pensé —dijo, sonriendo con aviesa alegría—. Hemos
venido a verte precisamente por eso. ¿Verdad, Tom?
Tom gimió, pero no pronunció una palabra. Spade, alerta, miró a
Dundy.
—Eso es, precisamente, lo que le dije a Tom —continuó el teniente—.
Le dije: «Tom, me huelo que Sam Spade es hombre que prefiere que los
disgustos de familia queden en casa.» Eso es exactamente lo que le dije.
La tranquilidad volvió a los ojos de Spade. Una expresión de tedio
apagó su mirada. Volvió la cara hacia Tom y le preguntó, con estudiada
indiferencia:
—¿Se puede saber qué le preocupa ahora a tu amigo?
Dundy saltó de la silla y dio unos golpecitos sobre el pecho de Spade
con dos dedos doblados.
—Nada más que esto —dijo, tratando de pronunciar cada palabra muy
claramente y subrayando cada una de ellas con golpes de la punta de los
dedos—. A Thursby le han pegado un tiro, justo delante de su hotel, a los
treinta y cinco minutos de irte tú de la Burritt Street.
Spade contestó, tomándose iguales molestias con las palabras:
—¡Quítame las manazas de encima! ¡No me toques!
Dundy retiró los dedos, pero no se advirtió cambio alguno en su voz:
—Tom dice que tenías tanta prisa que ni siquiera te quedaste para ver
de cerca a tu socio.
—Bueno, Sam —dijo Tom, rezongando para disculparse—, es verdad
que te largaste.
—Y no fuiste a casa de Archer para decírselo a su mujer —continuó el
teniente—. Llamamos y contestó esa chica de tu oficina, y nos dijo que tú la
habías mandado allí.
Spade asintió. A fuerza de calmosa, su expresión parecía estúpida.
Dundy subió los dos dedos doblados a la altura del pecho de Spade, los
volvió a bajar con rapidez y dijo:
—Te doy diez minutos para llegar hasta un teléfono y hablar con la
muchacha. Te doy otros diez para ir al hotel de Thursby, en Geary cerca de
Leavenworth. Podrías hacer el recorrido en ese tiempo: en quince minutos
como mucho. Y eso te deja de diez a quince minutos para esperar a que
llegara Thursby.
—Entonces —preguntó Spade—, ¿yo sabía en qué hotel estaba? ¿Y
sabía también que no había vuelto al hotel inmediatamente después de
matar a Miles?
—Tú sabías lo que sabías —replicó Dundy, cabezonamente—. ¿A qué
hora volviste a casa?
—A las cuatro menos veinte. Estuve dando un paseo, reflexionando.
El teniente movió lentamente su redonda cabeza, varias veces.
—Sabíamos que a las tres y media no estabas en casa. Te llamamos por
teléfono. ¿Por dónde estuviste paseando?
—Di un paseo desde la Bush Street, y luego volví.
—¿Viste a alguien que...?
—No, no tengo testigos —dijo Spade, y se echó a reír con buen humor—
. Siéntate, Dundy. No has acabado tu copa. Trae tu vaso, Tom.
—No, gracias, Sam —dijo Tom.
Dundy se sentó, pero no prestó atención al vaso de ron.
Spade llenó su vaso, lo dejó vacío sobre la mesa y volvió a sentarse
sobre la cama.
—Ahora ya sé cuál es mi situación —dijo paseando la mirada
amistosamente de un detective a otro—. Siento haberme mostrado
desagradable, pero eso de que vinierais a tratar de sonsacarme me puso
nervioso. La muerte de Miles me sentó muy mal, y también vuestras
astucias. Pero ya pasó, ahora que sé lo que queréis.
—Olvídalo —dijo Tom.
El teniente no dijo nada.
—¿Ha muerto Thursby? —preguntó Spade. Mientras vacilaba el
teniente, Tom dijo que sí. Y entonces, el teniente dijo airadamente:
—Y da lo mismo que sepas, si es que no lo sabes ya, que murió antes
de poder hablar.
Spade estaba liando un cigarro. Y preguntó, sin alzar la vista:
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que ya lo sabía?
—He querido decir lo que he dicho —dijo el teniente, abiertamente.
Spade le miró y sonrió, con el cigarrillo ya liado en una mano y con el
mechero en la otra.
—Todavía no estás listo para detenerme, ¿verdad, Dundy? —preguntó.
Dundy le miró con ojos duros y verdes, pero no respondió.
—Si no la estás, entonces no hay motivo alguno para que me importe
un bledo lo que creas, ¿no es así, Dundy?
—¡Venga, Sam, hombre! Sé razonable —dijo Tom. Spade se llevó el
cigarrillo a la boca, lo encendió y dejó escapar humo al reír.
—Voy a ser razonable, Tom —prometió—. ¿Cómo maté a Thursby? Se
me ha olvidado.
Tom manifestó su enfado con un gruñido. El teniente respondió:
—Le pegaron cuatro tiros por la espalda, con un arma del cuarenta y
cuatro o del cuarenta y cinco, desde el otro lado de la calle, cuando iba a
entrar en el hotel. Nadie lo vio, pero parece que ocurrió así.
—Y llevaba una «Luger» en una pistolera de pecho —añadió Tom—.
Estaba sin disparar.
—¿Qué sabe de él la gente del hotel? —preguntó Spade.
—Nada; sólo que llevaba allí una semana.
—¿Sin compañía?
—Solo.
—¿Y qué habéis averiguado de él o encontrado en su cuarto?
Dundy se chupó los labios hacia dentro y preguntó:
—¿Qué supones que encontramos?
Spade trazó un círculo en el aire con el cigarrillo, mostrando sólo
indiferencia.
—Algo que indicara quién era, sus actividades. ¿La encontrasteis?
—Creíamos que eso nos lo podrías decir tú.
Spade fijó sus ojos grisáceos y amarillentos sobre el teniente con una
expresión casi excesivamente candorosa.
—Jamás he visto a Thursby, ni muerto ni vivo.
Dundy se puso en pie con cara de disgusto. Tom se levantó bostezando
y estirándose.
—Te hemos preguntado lo que vinimos a preguntarte —dijo Dundy,
frunciendo el ceño por encima de ojos tan duros como dos piedras verdes.
Apretó el labio superior adornado por el bigote contra los dientes y dejó que
el labio inferior se encargara de dejar salir las palabras—: Te hemos dicho
más de lo que tú nos has dicho. Es igual. Ya me conoces, Spade. Lo hayas
hecho o no, te trataré con justicia absoluta y te daré casi toda clase de
facilidades. No te culpo excesivamente por lo que..., pero eso no me
impediría detenerte igual.
—Bueno, es una actitud justa —replicó Spade, con voz serena—, pero
me sentiría mejor si acabaras la copa.
Dundy se volvió hacia la mesa, tomó el vaso y lo vació lentamente.
Luego alargó la mano y dijo:
—Buenas noches.
Se estrecharon los dos la mano ceremoniosamente. Tom y Spade
hicieron lo mismo. Spade les abrió la puerta. Luego se desnudó, apagó la luz
y se acostó.
3. TRES MUJERES
Cuando Spade llegó al despacho a las diez de la siguiente mañana, Effie
estaba sentada ante su mesa, abriendo el correo matutino. Su cara de
muchacho estaba pálida, bajo la piel tostada por el sol. Dejó sobre la mesa
el puñado de cartas y la plegadera de metal blanco, y dijo en voz baja de
aviso:
—La tienes ahí dentro.
—¿No te dije que no la dejaras venir? —se quejó Spade, hablando
también en voz baja.
Effie abrió más los ojos castaños, y su voz sonó tan irritada como la de
él:
—Sí, pero no me dijiste cómo hacerlo —sus párpados se entornaron y
dijo con voz cansada y bajando los hombros—: Y no rezongues, por favor,
Sam. He disfrutado de ella toda la noche.
Spade se detuvo junto a la muchacha, le puso una mano en la cabeza y
le atusó el pelo, con una caricia, desde la raya que lo partía en dos.
—Perdona, ángel mío, no he querido...
Se interrumpió cuando se abrió la puerta de su despacho, y dirigiéndose
a la mujer que apareció en ella, dijo:
—Hola, Iva.
—¡Ay, Sam! —dijo la mujer.
Era rubia, de poco más de treinta años. La belleza de su cara conoció
probablemente su plenitud cinco años antes. A pesar de ser apretada de
carnes, tenía el cuerpo bien modelado y exquisito. Iba vestida de negro
desde el sombrero a los zapatos. Como luto, la ropa presentaba un aire de
improvisación. Así que hubo hablado, retrocedió desde la puerta y quedó
esperando a que Spade entrara.
Este retiró la mano de la cabeza de Effie, entró en el segundo despacho
y cerró la puerta. Iva se llegó a él rápidamente, ofreciéndole la afligida cara
para que la besara. Lo rodeó con los brazos antes que Spade la tuviera en
los suyos. Después de besarse, él hizo un ligero movimiento como para
soltarse, pero Iva le apretó la cara contra el pecho y comenzó a sollozar.
Spade le acarició la redonda espalda, diciendo: «¡Pobre amor mío!» La
voz era tierna, la mirada de los ojos entreabiertos, clavada sobre la mesa del
que fue su socio, al otro lado de la habitación, era de cólera. Una mueca de
impaciencia hizo que sus labios dejaran ver los dientes. Spade apartó la
barbilla para evitar el roce de la copa del sombrero.
—¿Has mandado a buscar al hermano de Miles? —preguntó.
—Sí, ha llegado esta mañana —las palabras sonaron apagadas por los
sollozos y por la chaqueta de Spade, sobre la que la boca se apoyaba.
Spade volvió a hacer una mueca e inclinó la cabeza para mirar
disimuladamente su reloj de pulsera. El brazo izquierdo abrazaba a la mujer,
con la mano sobre su hombro. El puño de la chaqueta estaba lo
suficientemente subido para dejar el reloj al descubierto. Marcaba las diez y
diez.
La mujer se movió en el abrazo y volvió a alzar la cara. Tenía los azules
ojos mojados y con ojeras blanquecinas, y la boca húmeda.
—¡Sam! —gimió—. ¿Le mataste tú?
Spade la contempló con ojos a punto de desorbitarse. Abrió con
asombro su huesuda quijada, bajó los brazos y se zafó de los de ella dando
un paso atrás. La miró desabridamente y se aclaró la garganta.
Iva permaneció con los brazos en alto, tal como él los dejó. Los ojos se
le nublaron de angustia y se cerraron en parte bajo las cejas, cuyos
extremos interiores apuntaban hacia arriba. Sus labios húmedos y rojos
temblaron.
Spade rió agriamente con una sola sílaba:
—¡Ja!
Y se dirigió hacia la ventana de cortinas agarbanzadas. Allí permaneció,
de espaldas a ella, mirando por entre las cortinas al patio hasta que Iva
comenzó a moverse hacia él. Se volvió entonces rápidamente y fue a su
mesa. Se sentó, puso los codos sobre el tablero, apoyó la barbilla entre los
puños y se quedó mirándola. Sus ojos amarillentos brillaban bajo los
párpados medio caídos.
—¿Quién te ha dado esa luminosa idea? —preguntó, fríamente.
—Pensé...
Se llevó la mano a la boca, y nuevas lágrimas aparecieron en los ojos.
Se acercó a la mesa y allí quedó en pie, tras moverse con fácil y segura
gracia sobre los zapatos negros de tamaño extremadamente pequeños y de
tacones muy altos.
—Sé bueno conmigo, Sam —dijo humildemente. Spade, aún brillantes
los ojos, se rió de ella.
—Has matado a mi marido, Sam; sé bueno conmigo.
Spade dio una fuerte palmada y dijo una palabrota. Iva comenzó a
llorar con ruido, conservando un pañuelo blanco contra la cara.
Spade se levantó y quedó de pie, a poca distancia, a espaldas de Iva.
La rodeó con los brazos. La besó entre la oreja y el cuello del abrigo.
—¡Vamos, Iva, vamos! No llores.
Su cara no tenía expresión. Cuando Iva dejó de llorar, le acercó la boca
a la oreja y dijo, en voz baja:
—No has debido venir aquí hoy, preciosa mía. No ha sido prudente. No
puedes quedarte. Deberías estar en tu casa.
Iva se volvió, aún abrazada, se quedó mirándole a la cara y le
preguntó:
—¿Vendrás esta noche?
—No, esta noche no —respondió Spade, sacudiendo la cabeza
dulcemente.
—¿Pronto?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Tan pronto como pueda.
La besó en la boca, la llevó hasta la puerta, abrió ésta y dijo:
—Adiós, Iva —y después de inclinarse ante ella, cerró la puerta y volvió
a su mesa.
Se sacó de los bolsillos del chaleco tabaco y papel de fumar, pero no lió
cigarrillo alguno. Se quedó con el papel en una mano y el tabaco en la otra,
mirando con ojos taciturnos hacia la mesa del socio muerto.
Effie abrió la puerta y entró. Tenía intranquilos los ojos castaños. Habló
en tono de indiferencia cuando preguntó:
—¿Qué tal?
Spade no contestó. La taciturna mirada no se apartó de la mesa de su
socio.
La muchacha arrugó el entrecejo, y rodeó la mesa hasta quedar junto a
Spade.
—Bueno —preguntó en voz más alta—. ¿Qué tal te ha ido con la viuda?
—Cree que maté a Miles —dijo, sin que nada se moviera salvo los
labios.
—¿Para poder casarte con ella?
Spade no respondió.
La muchacha le quitó el sombrero de la cabeza y lo dejó sobre la mesa.
Luego se inclinó y tomó el papel de fumar y la bolsa de tabaco de entre los
dedos inertes.
—La policía cree que maté a Thursby —dijo.
—¿Quién es? —dijo ella, cogiendo un papel de fumar y echando tabaco
en él.
—Y tú, ¿a quién crees que he matado? —preguntó Spade.
Effie hizo caso omiso de la pregunta. Spade continuó:
—Thursby es el fulano a quien Miles tenía que seguir por cuenta de esa
chica, la Wonderly.
Los finos dedos de la muchacha acabaron de dar forma al cigarrillo.
Humedeció y alisó el pitillo, le retorció las puntas y lo colocó entre los labios
de Spade.
—Gracias, cariño —dijo él.
Y luego de rodear el esbelto talle con un brazo, descansó con gesto de
cansancio una mejilla contra la cadera de la muchacha y cerró los ojos.
—¿Te vas a casar con Iva? —preguntó Effie, dejando caer la mirada
hasta el pelo castaño desvaído.
—No digas tonterías.
Y al hablar, el cigarrillo apagado subió y bajó con el movimiento de los
labios.
—Ella no cree que son tonterías. Y no tiene por qué creerlo, si se tienen
en cuenta tus líos con ella.
—¡Ojalá no la hubiera visto nunca! —dijo Spade, con un suspiro.
—Eso lo dirás ahora —dijo ella, y en su voz se advirtió un matiz de
resentimiento—, pero hubo un tiempo...
—Nunca sé qué decirles a las mujeres si no llevo las cosas por ese
camino —gruñó Spade—. Y, además, no me gustaba Miles.
—Eso es mentira —dijo Effie—. Sabes perfectamente que Iva me parece
un bicho, pero no me importaría ser un bicho si tuviera un cuerpo como el
suyo.
Spade restregó la cara impacientemente contra la cadera, pero calló.
Effie se mordió el labio, arrugó la frente e, inclinándose para verle
mejor la cara, le preguntó:
—¿Crees que Iva pudo matarlo?
Spade se irguió en el asiento, y dejó de rodear el talle de la muchacha
con el brazo. Su sonrisa sólo mostraba regocijo. Sacó el mechero, hizo
brotar en él la llama y la aplicó al extremo de su cigarrillo.
—¡Eres un ángel! —dijo tiernamente a través del humo—. Un ángel
delicioso y sin seso.
Effie sonrió con cierta acritud.
—¡Ah! ¿Sí? Supón que te digo que tu querida Iva no llevaba muchos
minutos en casa cuando llegué a las tres de la madrugada para darle la
noticia.
—¿Qué estás diciendo? —dijo Spade, y los ojos se pusieron sobre aviso,
aunque la boca continuó sonriendo.
—Me hizo esperar en la puerta mientras se desnudaba o acababa de
desnudarse. Vi su ropa hecha un barullo, tirada sobre una silla. El sombrero
y el abrigo estaban debajo de todo. La combinación, encima, todavía
caliente. Me dijo que había estado dormida, pero no era verdad. Habría
revuelto las ropas de la cama, pero en las sábanas no había arrugas.
Spade le tomó una mano y la acarició con unas palmaditas:
—Eres un buen detective, amor mío, pero Iva no lo mató —dijo,
sacudiendo la cabeza.
Effie apartó la mano de un tirón y dijo:
—Esa sabandija quiere casarse contigo, Sam —y su voz se hizo agria.
Spade esbozó un ademán de impaciencia con la cabeza y con una
mano.
Ella le miró con el ceño fruncido y preguntó, perentoriamente:
—¿Estuviste anoche con ella?
—No.
—¿De veras?
—De veras. Y no te parezcas a Dundy, cariño. Te sienta muy mal.
—¿Ha estado Dundy molestándote?
—Un poco. Vino con Tom Polhaus a tomar una copa en mi casa a las
cuatro.
—¿De veras creen que mataste a ese qué sé yo cómo se llama?
—Thursby —y dejando caer en el cenicero de metal lo que quedaba del
cigarrillo, comenzó a liar otro.
—¿Lo creen? —insistió Effie.
—¡Dios sabe! —repuso Spade, con los ojos ocupados en vigilar el
cigarrillo que estaba liando—. Sí, parecían tener esa idea. No sé hasta qué
punto se la he quitado de la cabeza hablando con ellos.
—Mírame, Sam.
Spade la miró, y rió de tal manera que en el rostro de Effie se
mezclaron durante un momento el regocijo y la angustia.
—Me preocupas —dijo la muchacha, y según hablaba volvió a su rostro
la expresión grave—. Siempre crees saber lo que estás haciendo, pero eres
demasiado listo para tu propio bien, y un día lo vas a descubrir.
Spade suspiró en broma y se acarició la mejilla con el brazo de la
muchacha.
—Eso es lo que dice Dundy. Pero si consigues mantener lejos de mí a
Iva, amor mío, creo que me las arreglaré para escapar con vida del resto de
mis complicaciones.
Se levantó del sillón y se puso el sombrero.
—Manda quitar de la puerta el letrero de Spade y Archer y que pongan
otro que diga Samuel Spade. Estaré de vuelta dentro de una hora, o te
telefonearé.
Spade atravesó el largo vestíbulo color morado del St. Mark hasta llegar
a la conserjería. Allí preguntó a un lechuguino pelirrojo si miss Wonderly
estaba en el hotel.
El lechuguino pelirrojo se volvió y luego regresó denegando con la
cabeza.
—Ha dejado el hotel esta mañana, mister Spade.
—Gracias.
Pasó más allá del mostrador del conserje hasta llegar a un entrante del
vestíbulo, en donde un hombre bajo, grueso y de mediana edad estaba
sentado ante un escritorio de caoba. Al borde de la mesa, de frente al
vestíbulo, un prisma triangular de caoba y metal tenía un rótulo que decía:
Mr. Freed.
El hombre regordete se levantó, rodeó la mesa y avanzó con la mano
extendida:
—He sentido muy de veras lo de Archer, Spade —dijo en el tono de
quien está bien adiestrado en expresar pésames sin dar sensación de
entrometido—. Lo acabo de leer en el Call. ¿Sabe usted que estuvo aquí
anoche?
—Gracias, Freed. ¿Le habló usted?
—No. Estaba sentado en el vestíbulo cuando llegué a primera hora de la
noche. No me detuve. Supuse que estaba trabajando en algo, y sé muy bien
que a ustedes les gusta que los dejen tranquilos cuando andan ocupados.
¿Tuvo esto algo que ver con su...?
—Creo que no, pero todavía no lo sabemos. En cualquier caso, no
mezclaremos el nombre del hotel en ello, si podemos evitarlo.
—Gracias.
—No hay de qué. ¿Podría usted darme algunos informes acerca de una
viajera que se ha hospedado aquí y olvidar que se los he pedido?
—Desde luego.
—Una tal miss Wonderly se fue del hotel esta mañana. Me gustaría
saber algunos detalles.
—Venga conmigo —dijo Freed—, y veremos qué podemos averiguar.
Spade sacudió la cabeza y no se movió.
—No quiero figurar en el asunto.
Freed expresó su conformidad y salió al vestíbulo. Una vez allí, se
detuvo de repente y volvió junto a Spade.
—El detective del hotel que estuvo anoche de servicio es Harriman.
Seguro que le vio a Archer. ¿Quiere usted que le advierta que no lo diga?
Spade le miró de reojo y respondió:
—Será mejor que no lo haga. Daría igual, con tal que su nombre no
aparezca mezclado con el de esta Wonderly. Harriman es buena persona,
pero le gusta hablar, y preferiría que no fuese a pensar que hay algo que
ocultar.
Freed asintió nuevamente y se alejó. Regresó a los quince minutos.
—Llegó el martes pasado, y al registrarse dijo que procedía de Nueva
York. No trajo baúl; sólo unas maletas. No constan llamadas de teléfono en
su cuenta, y no parece que recibiera mucho correo, si es que recibió alguno.
La única persona que recuerdan haber visto en su compañía es un hombre
alto y moreno, como de unos treinta y seis años. Esta mañana salió a las
nueve y media, regresó media hora más tarde, pagó su cuenta e hizo que le
bajaran el equipaje a un coche. El chico que bajó las maletas dice que era un
Nash abierto, probablemente alquilado. Dejó como dirección el hotel
Ambassador de Los Angeles.
—Muchas gracias, Freed —dijo Spade, y abandonó el St. Mark.
Cuando volvió a su oficina, Effie, que estaba escribiendo una carta a
máquina, se interrumpió y le dijo:
—Tu amigo Dundy ha venido. Quería ver tus armas.
—¿Y?
—Le dije que volviera cuando tú estuvieras aquí.
—Buena chica. Si vuelve otra vez, déjale que las vea.
—Y ha llamado miss Wonderly.
—Ya era hora. ¿Qué dijo?
—Quiere verte —la muchacha cogió un papel en el que había escrito
una nota con lápiz y dijo—: Está en el Coronet, en la California Street.
Apartamento 1.001. Debes preguntar por miss Leblanc.
—Dame eso —dijo Spade, alargando la mana.
Cuando Effie le dio la nota, sacó el mechero, lo encendió, lo aplicó al
trozo de papel y mantuvo a éste entre los dedos por una esquina hasta que
todo él, menos la esquina, quedó convertido en negra y rizada ceniza.
Entonces lo tiró al suelo y lo convirtió en polvo con la suela del zapato.
Effie le estuvo mirando con ojos de censura. Spade la sonrió y le dijo:
—No lo olvides, encanto.
Y salió de nuevo.

4. EL PÁJARO NEGRO
Miss Wonderly abrió la puerta del apartamento 1.001 del Coronet.
Llevaba puesto un vestido de seda verde, con cinturón. Tenía arrebatado el
color de la cara. Su pelo rojo oscuro con raya a la izquierda, peinado en
sueltas ondas sobre la sien derecha, parecía estar algo alborotado.
Spade se quitó el sombrero y dijo:
—Buenos días.
Su sonrisa hizo aparecer otra en la cara de la muchacha. Sus ojos, de
puro azules, parecían color violeta. No desapareció de ellos la expresión de
preocupación. Bajó la cabeza y dijo, en voz callada y tímida:
—Pase, mister Spade.
Le llevó por delante de las puertas abiertas de la cocina, del cuarto de
baño y de la alcoba hasta llegar a un saloncito decorado en color crema y
rojo, por cuyo desorden se disculpó:
—Está todo revuelto. Ni siquiera he acabado de deshacer el equipaje.
La muchacha dejó el sombrero de Spade sobre una mesa y se sentó en
un pequeño sofá de nogal. Spade tomó asiento en un sillón de respaldo
ovalado con tapicería de brocado, enfrente de ella.
Miss Wonderly se miró los dedos, moviéndolos nerviosamente y dijo:
—Mister Spade, tengo que hacerle una confesión terrible, muy terrible.
Spade se sonrió cortésmente -lo que no pudo advertir ella, pues no
levantó los ojos- y no dijo nada.
—Todo ese cuento que le conté ayer no fue... no fue más que un cuento
—tartamudeó, y alzó los ojos para mirarle con ojos acongojados y llenos de
miedo.
—¡Ah, eso! —dijo Spade, sin darle importancia—. La verdad es que
creer, lo que se dice creer en su relato, bueno, no lo creímos.
—¿Entonces...?
A la congoja y al temor vino a sumarse ahora en sus ojos la perplejidad.
—Creímos en sus doscientos dólares.
—¿Quiere usted decir que...? —preguntó, sin entender al parecer lo que
Spade había querido decir.
—Quiero decir que nos pagó usted más que si nos hubiera dicho la
verdad —explicó tranquilamente—, y más que suficiente para que nos
pareciera bien.
A la muchacha se le iluminaron los ojos de repente. Se levantó unas
pulgadas del sofá, volvió a sentarse, se alisó la falda, se inclinó hacia
adelante, y habló con vehemencia:
—¿E incluso ahora estaría usted dispuesto a...?
Spade la detuvo, alzando la mano abierta. La parte alta de su cara tenía
un gesto adusto: la inferior sonreía.
—Eso depende. Lo malo del asunto, miss... ¿Se llama usted Wonderly o
Leblanc?
Se sonrojó y murmuró:
—El verdadero es O'Shaughnessy. Brigid O'Shaughnessy.
—Bueno, pues lo malo del asunto, miss O'Shaughnessy, es que un par
de asesinatos —ella hizo un gesto de dolor al oír la palabra— así, ocurridos
al mismo tiempo, han causado conmoción considerable, han hecho creer a la
policía que pueden llegar hasta el límite, han hecho que todo el mundo
resulte difícil y costoso de manejar. No es...
Calló al advertir que ella había dejado de escucharle y que sólo estaba
aguardando a que dejara de hablar.
—Mister Spade, dígame la verdad —y la voz le tembló al borde de la
histeria y la cara pareció demacrarse alrededor de unos ojos desesperados—
. ¿Tuve yo alguna culpa de... lo de anoche?
Spade denegó con la cabeza:
—No, a no ser que haya cosas que yo no sepa. Usted nos advirtió que
Thursby era peligroso. Claro, nos mintió acerca de su hermana y de todo lo
demás, pero eso no cuenta; no la creímos —encogió los hombros—. No, yo
no diría que la culpa haya sido suya.
—Gracias —dijo ella, en voz baja y suave. Luego meneó la cabeza de un
lado a otro—. Pero siempre me creeré culpable. —Se llevó una mano al
cuello—. Ayer por la tarde, mister Archer estaba tan... vivo, parecía tan de
verdad, tan animado, tan...
—Déjelo ya —ordenó Spade—. Sabía lo que estaba haciendo. Son
albures que corremos a sabiendas.
—¿Estaba..., estaba casado?
—Sí, con un seguro de diez mil dólares, sin hijos y con una mujer que
no le quería.
—¡No, por favor! —susurró la muchacha. Spade volvió a encogerse de
hombros:
—Es la verdad.
Miró el reloj y puso la silla junto al sofá, al lado de ella.
—No hay tiempo para que nos preocupemos por eso ahora —dijo con
voz amable pero firme—. En la calle hay montones de policías y de
ayudantes de fiscal, y de periodistas yendo de aquí para allá husmeándolo
todo. ¿Qué quiere usted hacer?
—Quiero que me ahorre..., que me lo ahorre todo —respondió la
muchacha, en voz baja y trémula, y puso una mano sobre el brazo de Spade
tímidamente—. Mister Spade, ¿saben que existo?
—Todavía no. Antes quise verla.
—¿Qué... pensarían si supieran cómo acudí a usted... con todas esas
mentiras?
—Les haría sospechar. Por eso he estado manteniéndolos a distancia
hasta verla. Pensé que quizá no tendríamos que contarles todo. Podemos
inventar algún cuento que los despiste, si es necesario.
—Usted no cree que yo haya tenido nada que ver con los... los
asesinatos, ¿verdad?
Spade sonrió y dijo:
—Se me había olvidado preguntárselo: ¿tuvo usted que ver con ellos?
—No.
—Lo celebro. Y ahora, ¿qué le vamos a decir a la policía?
Brigid se rebulló nerviosa en el extremo del sofá y sus ojos se movieron
debajo de las espesas pestañas, como si estuviera tratando de rehuir la
mirada de Spade y no lograra hacerlo. Parecía más pequeña y muy joven y
deprimida.
—¿Tienen que enterarse de que existo? —preguntó—. Creo que
preferiría morir antes, mister Spade. No se lo puedo explicar ahora, pero ¿no
podría usted protegerme de la policía para que no tuviera que contestar a
sus preguntas? Creo que no podría soportar ahora un interrogatorio. Creo
que preferiría morirme. ¿Puede hacerla, mister Spade?
—Tal vez, pero tendré que saberlo todo.
La muchacha se arrojó de rodillas delante de Spade. Alzó la cara hacia
él. Su cara, pálida y atemorizada, le miraba por encima de las manos
cruzadas.
—No he sido buena —gimió—, he sido mala, peor de lo que pueda usted
suponer, pero no tan mala. Míreme, mister Spade. Usted sabe que no soy
completamente mala, ¿verdad? Lo puede notar, ¿no? Entonces, ¿no podría
fiarse de mí un poco? ¡Estoy tan sola! ¡Tengo tanto miedo! Y no podré
contar, si usted no quiere hacerlo, con nadie que me ayude. Sé que no
tengo derecho a pedirle que se fíe de mí si yo no me fío de usted. Sí que me
fío de usted. Pero no puedo decírselo. Ahora no puedo. Más tarde le contaré
todo, cuando pueda. Tengo: miedo, mister Spade. Tengo miedo de confiar
en usted. No, no quiero decir eso. Confío en usted, pero... me fié de Floyd
y... No tengo a nadie más, a nadie más, mister Spade. Usted puede
ayudarme. Ha dicho que puede ayudarme. Si no creyera que usted me
puede salvar, hoy hubiese huido, en lugar de buscarle. Si creyera que
cualquier otra persona puede salvarme, ¿cree usted que estaría así, de
rodillas, delante de usted? Sé que pido mucho. Pero sea generoso, mister
Spade, no me impida que sea más justa. Puede ofrecerme parte de su
fuerza, de sus recursos, de su valor. Ayúdeme, mister Spade. Ayúdeme,
porque estoy muy necesitada de ayuda, y porque si no lo hace no sé quién
podría hacerlo, aunque quisiera. Ayúdeme. No tengo derecho a pedirle que
me ayude a ciegas, pero se lo pido. Sea generoso, mister Spade. Puede
ayudarme. Hágalo.
Spade, que había contenido la respiración durante buena parte de este
discurso, vació ahora los pulmones con una larga espiración, un prolongado
suspiro, dejando escapar el aire por entre los labios fruncidos y dijo:
—No necesitará usted mucha ayuda de nadie. Vale usted. Vale mucho.
Lo digo principalmente por sus ojos. Y por esa palpitación de la voz cuando
dice cosas como eso de «sea generoso, mister Spade».
La muchacha se puso en pie de un salto. El rostro se le enrojeció de
dolor, pero conservó erguida la cabeza y miró a Spade cara a cara:
—Me lo merezco. Me lo he merecido; pero deseaba muy de veras que
me ayudara. Y lo deseo y lo necesito mucho. La mentira consistió en cómo
se lo conté, no en todo lo que le conté. Yo tengo la culpa de que ahora no
pueda creerme.
Se volvió. Ya no se mantenía erguida.
Enrojeció la cara de Spade, que miró al suelo y farfulló:
—Ahora es usted peligrosa.
Brigid O'Shaughnessy fue a la mesa y cogió el sombrero de Spade.
Volvió junto a él y se quedó delante, sujetando el sombrero, sin ofrecérselo,
pero conservándolo en la mano para que él lo tomara si ésa era su voluntad.
Tenía el rostro blanco y sin expresión.
Spade miró el sombrero y preguntó:
—¿Qué ocurrió anoche?
—Floyd vino al hotel a las nueve y salimos a dar un paseo. Lo propuse
yo, para que mister Archer le pudiese ver. Entramos en un restaurante en la
Geary Street, creo, para cenar y bailar, y regresamos al hotel a eso de las
doce y media. Floyd me dejó en la puerta. Yo estuve allí y vi cómo mister
Archer le siguió calle abajo, por la otra acera.
—¿Calle abajo? ¿Quiere usted decir en dirección de la Market Street?
—Sí.
—¿Sabe usted qué hacían en la vecindad de Bush y Stockton, en donde
mataron a Archer?
—¿No está eso cerca de donde vivía Floyd?
—No. Queda a casi doce manzanas de su camino, si es que se dirigió a
su hotel desde el de usted... Bueno, ¿y qué hizo usted cuando ellos se
fueron?
—Acostarme. Y esta mañana, cuando salí a desayunar, vi los titulares
de los periódicos y leí..., usted sabe. Entonces fui a la Unión Square, en
donde había visto que se alquilaban coches, alquilé uno y volví al hotel por
mi equipaje. Cuando descubrí que habían registrado mi habitación ayer,
comprendí que me tenía que mudar de hotel, y encontré este apartamento
ayer por la tarde. Así que aquí me vine y telefoneé a su oficina.
—¿Dice usted que registraron su habitación en el St. Mark?
—Sí. Mientras estaba en su oficina —se mordió el labio—. No quería
habérselo dicho.
—Supongo que eso quiere decir que no debo hacerle preguntas sobre
ello.
Ella asintió avergonzada. Spade frunció el ceño.
La muchacha movió ligeramente el sombrero que tenía en la mano.
Spade se echó a reír, impaciente, y dijo:
—Deje de moverme el sombrero delante de los ojos. ¿No le he ofrecido
hacer lo que pueda?
Brigid sonrió contritamente, dejó el sombrero en la mesa y volvió a
sentarse en el sofá junto a Spade.
—No tengo inconveniente en fiarme de usted a ciegas —dijo Spade—,
pero no será mucho lo que pueda hacer por usted si no sé de qué se trata.
Por ejemplo, me tendría que decir algo acerca de Floyd Thursby.
—Lo conocí en Extremo Oriente —hablaba pausadamente, mientras
contemplaba un dedo que dibujaba ochos en el sofá, entre los dos—.
Llegamos aquí la semana pasada, desde Hong Kong. Él estaba... me
prometió ayudarme. Pero me traicionó aprovechándose de mi indefensión,
de que estaba por completo en sus manos.
—¿Traicionarla? ¿Cómo?
Brigid sacudió la cabeza y no respondió. Spade hizo un gesto de enojo y
dijo:
—¿Para qué quería usted que siguiéramos a Thursby?
—Quería saber hasta dónde había llegado. Ni siquiera aceptó decirme
en dónde vivía. Quería saber qué estaba haciendo, a quién veía, y cosas así.
—¿Mató a Archer?
Brigid le miró sorprendida.
—¡Sí, claro que sí!
—Llevaba una «Luger» en la pistolera de pecho. A Archer no le mataron
con una «Luger».
—Llevaba un revólver en el bolsillo del abrigo.
—¿Lo vio usted?
—Bueno, se lo he visto muchas veces. Sé que siempre llevaba uno en
ese bolsillo. Anoche no lo vi, pero sé que nunca salía con abrigo sin
echárselo al bolsillo.
—¿A santo de qué tantas armas?
—Vivía de ellas. En Hong Kong corría la historia de que fue al Extremo
Oriente como guardaespaldas de un jugador profesional que tuvo que salir
de Estados Unidos, y que el jugador desapareció y que Floyd sabía cómo
ocurrió. No sé. Pero sí sé que siempre iba armado hasta los dientes y que
nunca se acostaba sin rodear la cama por todas partes de periódicos
arrugados para que nadie pudiese entrar en la habitación sin hacer ruido.
—¡Buen camarada se fue usted a buscar!
—Sólo una persona de su calaña podía ayudarme —contestó Brigid
sencillamente—, pero siéndome leal.
—Sí, siéndole leal.
Spade comenzó a pellizcarse el labio inferior con el índice y el pulgar y
la miró desoladamente. Las arrugas encima de la nariz se hicieron más
pronunciadas y las cejas se acercaron entre sí.
—¿En qué clase de apuro está usted?
—En el peor posible.
—¿Corre usted peligro físico?
—No soy ninguna heroína. No creo que haya nada peor que la muerte.
—Entonces..., ¿de eso se trata?
—Tan seguro como que estamos sentados aquí —dijo con un
estremecimiento—, a no ser que usted me ayude.
Spade dejó de pellizcarse el labio y se pasó la mano abierta por entre el
pelo.
—Yo no soy Dios —dijo, irritado—. No puedo hacer milagros. —Miró el
reloj y añadió—: Pasan las horas, va a acabar el día y no me dice nada que
pueda servirme de punto de partida. ¿Quién mató a Thursby?
La muchacha se llevó el pañuelo arrugado a la boca y dijo, a través de
la bola que formaba:
—No lo sé.
—¿Los enemigos de usted o los de él?
—No lo sé. Espero que los suyos, pero temo... No lo sé.
—¿En qué forma se supone que la estaba ayudando? ¿Por qué le trajo
aquí desde Hong Kong?
Brigid le miró con ojos atemorizados y sacudió la cabeza en silencio. Su
cara desencajada denotaba un empeño digno de lástima.
Spade se puso en pie, metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y
la miró con dureza.
—Es inútil —dijo, ferozmente—. No puedo hacer nada por usted. No sé
qué quiere que yo haga, y tampoco estoy seguro de que usted lo sepa.
La muchacha bajó la cabeza y comenzó a llorar. Spade se llegó a la
mesa en busca del sombrero bufando como un animal.
—¿No irá usted a acudir a la policía? —suplicó ella, en voz baja y
entrecortada, sin alzar la vista.
—¡Ir a la policía! —exclamó Spade, en tono recio y rabioso—. ¡Me han
traído por la calle de la amargura desde esta mañana a las cuatro! ¡Dios
sabe las complicaciones que me habré buscado yo por tratar de ganar
tiempo con la policía! ¿Y por qué? Pues porque se me ocurrió la insensata
idea de que podría ayudarla a usted. Pero no puedo. Ni voy a tratar de
hacerlo —dijo, calándose el sombrero—. ¡Ir a la policía! ¡Lo único que tengo
que hacer es permanecer quieto y en seguida los tendré encima! Está bien,
diré a la policía lo que sé y usted tendrá que arreglárselas.
Brigid se levantó del sofá y quedó erguida y firme ante Spade, aunque
le temblaban algo las rodillas, y alzó la cara blanca y aterrada, pero sin
poder dominar el temblor de los labios y la barbilla.
—Ha tenido usted mucha paciencia conmigo. Ha procurado ayudarme.
Supongo que es imposible y que sería inútil. Le agradezco lo que ha hecho.
Tendré que afrontarlo todo yo sola —dijo, ofreciéndole la mano.
De la garganta de Spade salió de nuevo un ruido animal. Volvió a
sentarse en el sofá.
—¿Cuánto dinero tiene usted?
La pregunta dejó a la mujer de una pieza. Luego se mordió el labio
inferior y respondió a disgusto:
—Me quedan unos quinientos dólares.
—Démelos.
Brigid vaciló, mirándole tímidamente. Spade hizo gestos de impaciencia
con la boca, las cejas, las manos y los hombros. La mujer fue a la alcoba y
regresó casi inmediatamente con un puñado de billetes en la mano.
Spade los tomó, los contó y dijo:
—Aquí sólo hay cuatrocientos.
—He tenido que quedarme con algo para poder vivir —explicó Brigid
mansamente y llevándose al mismo tiempo una mano al pecho.
—¿No puede conseguir más?
—No.
—Tendrá algunas cosas de valor.
—Algunas sortijas. Unas joyas...
—Tendrá que empeñarlas —dijo Spade, alargando la mano—. El mejor
sitio es el Remedial, en la esquina de la Mission Street con la Quinta.
La muchacha le miró con expresión de súplica. Los ojos grises y
amarillentos de Spade mostraban una mirada dura e implacable. Brigid se
metió lentamente la mano en el escote, sacó un rollito de billetes y los puso
en la mano que las aguardaba.
Alisó Spade los billetes y los contó: cuatro de veinte dólares, cuatro de
diez y uno de cinco. Le devolvió dos de diez y el de cinco. Los demás se los
guardó en el bolsillo. Se puso entonces de pie y dijo:
—Voy a ver qué puedo hacer por usted. Volveré lo antes posible con las
mejores noticias que pueda conseguir. Llamaré al timbre cuatro veces:
largo, corto, largo, corto, para que sepa usted que soy yo. No necesita
acompañarme a la puerta. Puedo salir sin ayuda.
La dejó de pie en el centro de la habitación, mirándole con ojos
aturdidos.
Spade entró en un antedespacho en cuya puerta se leía Wise, Merican y
Wise. La muchacha pelirroja que estaba sentada delante de la centralilla le
saludó:
—¿Qué tal, mister Spade?
—Hola, cariño. ¿Está Sid?
Spade se quedó junto a la muchacha y le puso una mano sobre el
hombro carnoso, mientras ella manipulaba las clavijas y decía en la bocina:
—Mister Spade desea verle, mister Wise.
Alzó la mirada hasta Spade y le dijo:
—Pase usted.
Spade le apretó suavemente el hombro para darle las gracias, cruzó el
antedespacho, entró en un pasillo poco iluminado y lo recorrió hasta llegar a
una puerta de cristal esmerilado que había al final. Abrió la puerta y entró
en un despacho en el que un hombre pequeño, de tez aceitunada, cara de
cansancio y pelo oscuro que comenzaba a descansar y espolvoreado de
caspa, se hallaba sentado ante una mesa inmensa sobre la que había
grandes rimeros de papeles.
El hombre pequeño agitó en el aire la colilla apagada de un puro y dijo:
—Siéntate. ¿Así que a Miles le despacharon anoche?
Ni su cara cansada ni su voz algo chillona expresaron emoción alguna.
—En resumidas cuentas, sí. De eso venía a hablarte.
Spade frunció el entrecejo y carraspeó:
—Me parece que voy a tener que mandar al diablo a todo un juez
instructor del caso, Sid. ¿Puedo alegar para callarme la sagrada
inviolabilidad de los asuntos de mi cliente y del secreto de su identidad,
hablando del sacerdocio de la abogacía y de todas esas pamplinas?
Sid se encogió de hombros y dibujó con la boca una sonrisa cuyos
extremos apuntaban al suelo.
—¿Por qué no? Una encuesta no es un juicio. Al menos puedes
intentarlo. Cosas mucho peores te han salido bien.
—Lo sé. Pero Dundy se está poniendo difícil. Y quizá esta vez se trate
de algo más gordo. Ponte el sombrero, Sid, y vamos a ver a las personas
indicadas. No quiero correr riesgos.
Sid miró los papeles que se amontonaban sobre la mesa y lanzó un
suspiro de queja, pero se levantó de la silla, se acercó a un pequeño armario
empotrado que había junto a la ventana, sacó el sombrero y dijo:
—Sammy, eres un pelma.
Spade regresó a su despacho aquella tarde a las cinco y diez. Effie
Perine estaba ante la mesa del investigador leyendo el Times.
—¿Alguna novedad? —preguntó Spade.
—Aquí, no. Oye, ¿qué te pasa? Tienes una cara de satisfacción que me
haces sospechar algo.
—Creo que la cosa marcha —dijo Spade, con una sonrisa traviesa—.
Siempre tuve el presentimiento de que si Miles decidía morirse alguna vez,
tendríamos más probabilidades de prosperar. ¿Quieres encargarte de
mandar unas flores?
—Ya las he enviado.
—Eres un ángel; no tienes precio. ¿Qué tal funciona hoy tu intuición
femenina?
—¿Por qué?
—¿Qué te parece esa Wonderly?
—Estoy de su parte —respondió la muchacha, sin vacilar.
—Tiene demasiados nombres —dijo Spade, meditativamente—.
Wonderly... Leblanc..., y ahora dice que el verdadero es O'Shaughnessy.
—Me es igual que tenga tantos nombres como la guía telefónica. Esa
chica es una chica como es debido, y tú lo sabes.
—No sé —dijo, guiñándole a Effie con ojos cargados de sueño—. En
cualquier caso, se ha desprendido de setecientos dólares en dos días, y eso
está bien.
Effie se irguió sobre el sillón y dijo:
—Sam, si esa muchacha está en un apuro y tú no le ayudas o te
aprovechas de ello para sacarle el dinero, jamás te perdonaré, jamás
volveré a sentir respeto por ti, por muchos años que viva.
Spade sonrió forzadamente y luego frunció las cejas. El ceño resultó
forzado. Abrió la boca para hablar, pero un ruido en la puerta del pasillo le
hizo callar.
Effie salió al primer despacho. Spade se quitó el sombrero y se sentó en
un sillón. La muchacha volvió llevando en la mano una tarjeta de visita
grabada: mister Joel Cairo.
—Este fulano es un sarasa —dijo.
—Adentro con él, cariño —dijo Spade.
Mister Joel Cairo era menudo de huesos y de estatura mediana. Tenía el
pelo negro y muy atusado y brillante. Las facciones eran balcánicas. En
medio de la corbata de plastrón color verde oscuro lucía un rubí en forma de
tabla con sus cuatro biseles bordeados por diamantes alargados. Su abrigo
negro, ajustado a los estrechos hombros, se acampanaba ligeramente en las
caderas algo anchas. Las perneras de sus pantalones se ajustaban más a las
piernas que lo que la moda exigía. Las cañas de sus zapatos de charol
quedaban ocultas por botines de color castaño claro. Llevaba en la mano,
calzada con guante de piel de Suecia, un sombrero hongo negro: avanzó
hacia Spade con pasitos afectados y saltarines. Emanaban de él fragancias
de perfumería.
Spade saludó a su visitante con una inclinación de cabeza, le indicó una
silla y le dijo:
—Tome asiento, mister Cairo.
Cairo se inclinó con un ceremonioso saludo por encima de su hongo, se
sentó y dijo con voz atiplada:
—Gracias.
Se había sentado de forma peripuesta, cruzando los tobillos y colocando
el sombrero sobre las rodillas, en tanto que se quitaba los guantes amarillos.
Spade se columpió en el sillón y preguntó:
—¿En qué puedo servirle, mister Cairo?
La amable suavidad del tono de Spade y la manera en que se movió
sobre el sillón fueron exactamente las mismas que empleó el día anterior
cuando hizo una pregunta parecida a Brigid O'Shaughnessy.
Cairo dio la vuelta al sombrero, dejó caer en él los guantes y lo puso
boca arriba en la esquina más cercana de la mesa. En el dedo anular y en el
índice de la mano izquierda destellaban sendos diamantes; y un rubí que
hacía juego con el de la corbata, incluso par los diamantes que le rodeaban,
hacía otro tanto en el dedo corazón de la mano derecha. Tenía las manos
suaves y bien cuidadas. Aunque no eran grandes, su rechoncha blandura les
daba aspecto de torpeza. Se las frotó abiertas y dijo por encima del leve
ruido de su roce:
—¿Le permite usted a un desconocido que le exprese su pésame por la
desgraciada muerte de su socio?
—Gracias.
—¿Me permite preguntar, mister Spade, si como infirieron los
periódicos, existe una cierta... relación entre tan desgracia ocurrencia y la
muerte de ese Thursby, acaecida poco después?
Spade no contesto y adoptó una expresión desprovista por completo de
significado.
Cairo se levantó de la silla, se inclinó, dijo «perdón», y volvió a
sentarse; colocó luego ambas manos, juntas y abiertas, sobre la esquina de
la mesa.
—Me ha inducido a preguntarle tal cosa, mister Spade, algo más que
una curiosidad innata. Estoy tratando de recuperar un... ornamento que ha
sido... ¿digamos extraviado? Y creí y esperé que usted podría ayudarme.
Spade inclinó la cabeza y levantó las cejas para expresar atención.
—Este ornamento es una estatuilla —siguió diciendo Cairo, eligiendo y
saboreando cada palabra con deleite—. La estatuilla de un pájaro negro.
Spade volvió a inclinar la cabeza con atención cortés.
—Estoy dispuesto a pagar, por cuenta del legítimo propietario de la
figurilla, cinco mil dólares a quien consiga recuperarla.
Alzó una mano de la esquina de la mesa y punzó el aire con la punta de
un tosco dedo índice amparada por una uña de gran anchura.
—Estoy dispuesto a prometer que... ¿Cuál es la frase? Sí, que no habrá
preguntas.
Cairo volvió a descansar la mano sobre la mesa, junto a la otra, e
inclinándose por encima de ella, brindó al detective particular una dulce
sonrisa.
—Cinco mil dólares es mucho dinero —comentó Spade, mirando
pensativamente a Cairo—. Es...
Unos dedos tamborilearon sobre la puerta.
Cuando Spade dijo «pase», la puerta se abrió lo suficiente como para
permitir que asomaran la cabeza y los hombros de Effie. Se había puesto un
sombrerillo de fieltro oscuro y un abrigo oscuro con cuello de piel gris.
—¿Manda usted algo más? —preguntó.
—No. Cierre la puerta con llave cuando salga, ¿quiere hacer el favor?
—Buenas noches —dijo Effie, y desapareció detrás de la puerta al
cerrarse ésta.
Spade volvió su sillón hacia Cairo y volvió a decir:
—Es una cifra interesante.
Hasta ellos llegó el ruido de la puerta del pasillo, al ser cerrada por
Effie.
Cairo sonrió, sacó una pistola corta y plana de un bolsillo interior y dijo:
—Haga el favor de cogerse las manos por detrás del cuello.
5. EL HOMBRE DE LOS BALCANES
Spade no miró a la pistola. Subió los brazos, y, echándose hacia atrás
en el sillón, entrelazó los dedos de ambas manos detrás de la nuca. Sus
ojos, sin ninguna expresión especial, quedaron enfocados sobre la cara
cetrina de Cairo.
Cairo dejó oír una tosecilla de disculpa y sonrió nerviosamente con
labios que habían perdido parte de su color rojo. Tenía los ojos húmedos,
vergonzosos y anhelantes.
—Tengo el propósito, mister Spade, de registrar su despacho. Le
advierto que si trata de impedírmelo dispararé contra usted sin vacilar.
—Comience a registrar —dijo Spade, con una voz tan inexpresiva como
su rostro.
—Me hará el favor de ponerse de pie —dijo el hombre de la pistola al
hombre a cuyo ancho pecho apunaba el arma—. Tendré que asegurarme de
que no está usted armado.
Spade se puso en pie, echando para atrás el sillón con las pantorrillas al
enderezar las piernas.
Cairo dio la vuelta y se colocó detrás de él. Se pasó la pistola de la
mano derecha a la izquierda. Levantó la chaqueta de Spade y miró debajo
de ella. Con la pistola apuntando de cerca a la espalda del detective, rodeó a
éste con el brazo derecho y le tocó en el pecho. La cara del balcánico estaba
no más de seis pulgadas por debajo del codo derecho de Spade.
El codo cayó al mismo tiempo que Spade giraba hacia la derecha sobre
los talones. Cairo procuró esquivarlo apartándose, pero no se retiró lo
suficiente: el talón derecho de Spade pisaba ya la charolada puntera de sus
zapatos, y anclándole y haciéndole permanecer en la trayectoria del codo. El
codo de Spade golpeó a Cairo algo por debajo del pómulo y le hizo vacilar de
tal manera que hubiera caído al suelo a no ser por haberlo impedido el talón
de Spade sobre su pie. El codo de Spade pasó por delante del atónito rostro
aceitunado; y todo el brazo se enderezó cuando la mano se dirigió
violentamente hacia la pistola. Cairo la soltó en el mismo momento que los
dedos de Spade la rozaron. No parecía muy grande dentro de la mano del
detective.
Spade levantó el talón y dejó en libertad el pie de Cairo para acabar de
dar la media vuelta. Usando la mano izquierda, juntó ambas solapas del
hombre pequeño, con lo que la corbata verde sujetada por el rubí casi le
envolvió la mano, y con la mano derecha se guardó el arma en un bolsillo de
la chaqueta. Los ojos amarillentos y grises de Spade miraban sombríos, su
cara parecía de madera, y en su boca se advertía un matiz de enojo.
Cairo tenía la cara descompuesta por el dolor y la mortificación. En sus
ojos oscuros temblaban unas lágrimas. La tez había tomado el aspecto de
plomo pulido, excepto en donde el codo de Spade había coloreado la mejilla.
Con las solapas de Cairo agarradas, Spade le obligó a dar lentamente la
vuelta y le empujó hacia atrás, hasta dejarle de pie delante de la silla en que
antes estuvo sentado. La expresión dolorida del rostro fue reemplazada
ahora por otra de perplejidad. Y Spade se sonrió. Fue una sonrisa dulce e
incluso soñadora. Su hombro derecho se elevó unas pulgadas. Esto hizo que
también se desplazara hacia arriba el brazo doblado. Puño, muñeca,
antebrazo, codo doblado y brazo parecieron formar un todo rígido al que
sólo el flexible hombro daba movimiento. El puño cayó sobre el rostro de
Cairo, cubriendo durante un instante un lado de la barbilla, una esquina de
la boca y la mayor parte de la mejilla entre el pómulo y la quijada. Cairo
cerró los ojos y se desvaneció.
Spade dejó sobre la silla el cuerpo inerte, que quedó despatarrado, con
los brazos abiertos, la cabeza reposando sin vida sobre el respaldo de la silla
y la boca abierta.
Spade vació los bolsillos del hombre desmayado de manera muy
metódica, moviendo el cuerpo relajado cuando era necesario y formando un
montón sobre la mesa con todo lo que fue encontrando. Una vez vacío el
último bolsillo, volvió a su sillón, lió y encendió un cigarrillo y comenzó a
examinar su botín. Y lo hizo con minuciosidad grave y lenta.
Había una cartera de bolsillo, grande y de piel oscura y suave. Contenía
trescientos sesenta y cinco dólares norteamericanos en billetes de varios
valores; tres billetes de cinco libras esterlinas; un pasaporte griego con gran
cantidad de visados en el que aparecían el nombre y la fotografía de Cairo;
cinco hojas de papel rosado, muy fino, dobladas y cubiertas de lo que
parecían ser caracteres árabes; un recorte arrancado de un periódico en el
que se leía la noticia del hallazgo de los cadáveres de Archer y Thursby; una
fotografía tamaño postal de una mujer muy morena de ojos descarados y
crueles y boca tierna caída; un gran pañuelo de seda, que ya amarilleaba
con los años y andaba algo rozado por los dobleces; un montoncito de
tarjetas de mister Joel Cairo; y una entrada de butaca para la función de
aquella misma noche en el teatro Geary.
Junto a la cartera y su contenido había tres pañuelos de seda y alegre
colorido, muy perfumados; un reloj Longines de platino con cadena de
platino y oro rojo, la cual acababa en el otro extremo en un colgante en
forma de pera, de un metal blanco; un puñado de monedas
norteamericanas, inglesas, francesas y chinas; un llavero con media docena
de llaves; una pluma estilográfica de plata y ónice; un peine de metal con su
carterita de piel; una lima para las uñas, con su carterita de piel; una
pequeña guía de las calles de San Francisco; un resguardo de equipaje de la
Southern Pacific; medio paquete de pastillas de violeta; una tarjeta de un
agente de seguros de Shanghai; y cuatro hojas de papel de escribir del hotel
Belvedere, en una de las cuales estaban escritos con letra pequeña y muy
clara el nombre de Samuel Spade y las direcciones de su despacho y de su
casa.
Cuando acabó de examinar cuidadosamente todos estos artículos -
incluso abrió la tapa del reloj para ver si ocultaba algo-, Spade se inclinó
hacia delante y, cogiendo la muñeca del hombre inconsciente con el índice y
el pulgar, le tomó el pulso. Dejó caer la muñeca, se acomodó en el sillón y
lió y encendió otro cigarrillo. En tanto que fumaba, su cara presentaba un
aspecto tan inmóvil y reflexivo -excepto algún movimiento muy ligero y
casual del labio inferior- que parecía estúpido; pero cuando Cairo, pasado
algún tiempo, gimió y parpadeó, la expresión del rostro se hizo más suave y
Spade procuró esbozar una sonrisa incipiente con los ojos y la boca.
Joel Cairo recobró el sentido paulatinamente. Primero abrió los ojos,
mas hubo de transcurrir un minuto entero antes que la mirada se fijase
sobre un punto concreto del techo. Entonces cerró la boca, tragó saliva y
después espiró ruidosamente el aire por la nariz. Luego encogió una pierna y
dio la vuelta a una de las manos, descansándola sobre el muslo. Alzó la
cabeza del respaldo de la silla, miró alrededor del despacho aún aturdido,
vio a Spade y se incorporó. Abrió la boca para decir algo, se estremeció
sobresaltado y se llevó la mano al lugar de la cara que el puño de Spade
había golpeado y que presentaba una hermosa contusión.
—Pude pegarle un tiro —dijo hablando con dificultad entre dientes.
—Pudo intentarlo —reconoció Spade.
—No lo intenté.
—Lo sé.
—Entonces, ¿por qué me agredió después de desarmarme?
—Lo siento —dijo Spade, y su sonrisa lobuna dejó al descubierto los
colmillos—, pero puede imaginar mi desconcierto al comprender que la
oferta de los cinco mil dólares era, sencillamente, un chasco.
—Está usted equivocado. Fue y sigue siendo una oferta auténtica.
—¿Cómo dice? —y la sorpresa de Spade fue, precisamente, auténtica.
—Estoy dispuesto a pagar cinco mil dólares por la devolución de la
estatuilla.
Cairo se quitó la mano de la cara tumefacta, se incorporó en la silla,
volvió a presentar un aspecto relamido y dijo:
—¿Está en su poder?
—No.
—Si no está aquí —y la voz de Cairo expresó incredulidad cortés—, ¿por
qué iba usted a arriesgarse a sufrir un grave daño físico para impedirme que
la buscara?
—¿Cree usted que debo permanecer impávido cuando me atracan a
punta de pistola? —y señalando al montón de objetos propiedad de Cairo
que había sobre la mesa, añadió—: Veo que tiene usted mi dirección
particular. ¿Ha estado usted allí ya?
—Sí, mister Spade. Es cierto que estoy dispuesto a pagar cinco mil
dólares por la estatuilla, pero también es natural que antes procure ahorrar
ese gasto a su dueño, si es posible.
—¿Quién es el dueño?
Cairo sacudió la cabeza, sonrió y dijo:
—Me tendrá usted que disculpar si no contesto a esa pregunta.
—¿Usted cree? —dijo Spade, inclinándose hacia delante y sonriendo con
los labios apretados—. Le tengo en mi poder. Ha venido usted aquí y se ha
complicado con los asesinatos de anoche de manera lo suficientemente clara
como para satisfacer a la policía. Ahora tendrá que mostrarse algo más
complaciente, o de lo contrario...
La sonrisa de Cairo fue modesta, pero no denotó alarma alguna.
—Me tomé la molestia de hacer investigaciones bastante minuciosas
acerca de usted antes de actuar —dijo—. Y llegué a la conclusión, a la
segura conclusión, de que es usted lo suficientemente razonable como para
no permitir que consideraciones de cualquier otra índole perjudiquen sus
relaciones económicamente beneficiosas.
—¿Qué consideraciones? —dijo Spade, encogiéndose de hombros.
—Le he ofrecido cinco mil dólares por...
Spade dio un golpe con los nudillos sobre la cartera de Cairo y dijo:
—Aquí no hay cinco mil dólares. Habla de boquilla. Igual podría decirme
que me pagaría un millón por un elefante morado, pero ¿qué significaría
eso?
—Comprendo, comprendo —dijo Cairo, pensativamente y entornando
los ojos—. Desea usted alguna prueba de mi sinceridad. —Se acarició el
enrojecido labio inferior con la punta de un dedo, y preguntó—: ¿Quizá
alguna cantidad como señal...?
—Quizá.
Cairo alargó la mano hacia su cartera, vaciló, la retiró y dijo:
—¿Quiere usted tomar... digamos cien dólares?
Spade cogió la cartera y sacó de ella cien dólares. Mas luego arrugó el
ceño y dijo:
—Mejor doscientos —y los cogió. Cairo no dijo nada—. Su primera
suposición fue que yo tenía el pájaro —dijo con voz seca después de
meterse los doscientos dólares en el bolsillo y de dejar la cartera sobre la
mesa—. Es un error. ¿Cuál es su segunda suposición?
—Que sabe usted en dónde está; y si no lo sabe exactamente, sí cómo
conseguirlo.
Spade ni confirmó ni denegó la suposición, que apenas pareció oír, pero
dijo:
—¿Qué clase de pruebas puede usted ofrecerme de que su hombre es el
legítimo dueño?
—Desgraciadamente, muy pocas. Pero hay algo que lo compensa:
ninguna otra persona puede ofrecerle a usted pruebas fehacientes de ser el
dueño. En absoluto. Y si está usted enterado del asunto, y así lo creo, pues
de lo contrario yo no me encontraría aquí, sabrá que el procedimiento
empleado para desposeer a mi representado del pájaro prueba que sus
títulos de propiedad son más válidos que los de cualquier otra persona,
indudablemente más válidos que los de Thursby.
—¿Qué me dice de su hija? —preguntó Spade.
La emoción abrió los ojos y la boca de Cairo, y su rostro enrojeció. Afiló
su voz cuando dijo:
—¡El dueño no es él!
—¡Ah! —dijo Spade, suave y ambiguamente.
—¿Está él aquí ahora, en San Francisco? —preguntó Cairo, en voz algo
menos aguda, pero aún excitada.
Spade guiñó los ojos adormilados y propuso:
—Acaso sea mejor en todos sentidos que pongamos las cartas boca
arriba.
Cairo había recobrado su compostura con una pequeña sacudida.
Cuando habló lo hizo con voz comedida:
—No creo que fuera mejor. Si usted sabe más que yo, me beneficiaré al
conocer sus informes y usted también saldrá ganando, ganando la cifra de
cinco mil dólares. Pero si no sabe más que yo, el venir aquí habrá sido por
mi parte un error, que resultaría agravado en caso de que hiciera lo que
usted propone.
Spade inclinó la cabeza con indiferencia, señaló a los objetos que había
sobre la mesa y dijo:
—Ahí tiene usted sus cosas.
Y cuando Cairo estaba metiéndoselas en los distintos bolsillos, añadió:
—Queda entendido que usted me pagará los gastos mientras me ocupo
en devolverle ese pájaro negro, y que me abonará cinco mil dólares cuando
se lo entregue, ¿conformes?
—Sí, mister Spade. Es decir, cinco mil dólares menos aquellas
cantidades que le haya anticipado. Cinco mil dólares en total.
—Está bien. Es una proposición correcta —dijo Spade, con expresión
solemne excepto por las arruguillas que aparecieron en las comisuras de los
ojos—. Se entiende que usted no me contrata para cometer asesinatos o
robos por su cuenta, sino sencillamente para recuperar el pájaro por medios
honrados y legales, si ello es posible.
—Si ello es posible —asintió Cairo, y también su rostro se mostró
solemne, excepto los ojos—. Y en cualquier caso, discretamente.
Se levantó de la silla y tomó el sombrero.
—Estoy en el hotel Belvedere, si quiere usted decirme algo. Habitación
635. Tengo plena confianza en que nuestras relaciones resultarán del
máximo beneficio mutuo. —Dudó unos segundos y añadió—: ¿Podría usted
devolverme la pistola?
—Sí, claro. Lo olvidé.
Spade sacó la pistola del bolsillo y se la entregó a Cairo.
Cairo le apuntó al pecho con ella.
—Tenga la bondad de conservar las manos encima de la mesa —dijo sin
bromear—. Tengo la intención de registrar su oficina.
—¡Esta sí que es buena! —dijo Spade, soltando una carcajada—. Está
bien. Adelante. No pienso impedírselo.
6. EL ESPÍA DE BOLSILLO
Una vez que Cairo se hubo ido, Spade permaneció sentado en soledad
durante media hora, inmóvil, con el ceño fruncido, frente a la mesa de
escribir. Finalmente, dijo en voz alta, en el tono de quien descarta un
problema: «¡ Bueno! ¡Lo pagan!», tras lo cual sacó del cajón de la mesa un
vaso de papel y una botella de cócteles Manhattan ya preparados. Llenó el
vaso en dos terceras partes de su capacidad, bebió, volvió a guardar la
botella en el cajón, tiró el vaso al cesto de los papeles, se puso el sombrero
y el abrigo, apagó las luces y salió a la calle, iluminada por la noche.
Un muchacho desmedrado, como de veinte a veintiún años, con una
pulcra gorra gris y un abrigo de igual color, estaba parado sin aparente
ocupación en la esquina de la casa.
Spade fue andando por la Sutter Street hasta la de Kearny. Allí entró en
un estanco para comprar dos bolsas de tabaco de hebra Bull Durham.
Cuando salió, el muchacho era una de las cuatro personas que esperaban el
tranvía en la esquina de enfrente.
Spade cenó en la Parrilla de Herbert, en la Powell Street. Cuando salió
de allí, a las ocho menos cuarto, el muchacho estaba curioseando el
escaparate de una camisería cercana.
Spade se dirigió al hotel Belvedere y preguntó en la conserjería por
mister Cairo. Le dijeron que no estaba en el hotel en aquel momento. El
muchacho se sentó en una silla en una esquina del vestíbulo.
Spade fue al teatro Geary, no vio a Cairo en el vestíbulo y se apostó en
la acera de enfrente mirando al teatro. El muchacho estuvo paseando con
otros transeúntes por delante del restaurante Marquard, un poco más abajo.
A las ocho y diez vio venir por la Geary Street a Cairo, que avanzaba
con sus pasitos elásticos. Cairo no se percató de la presencia del detective
hasta que éste le tocó en un hombro. Durante unos instantes pareció
ligeramente sorprendido, pero luego dijo:
—Claro, vio usted la entrada.
—Sí. Hay algo que le quiero mostrar —dijo Spade, llevando a Cairo
hacia la acera, a alguna distancia de la gente que acudía al teatro—. Mire
usted a ese muchacho de la gorra junto a Marquard.
—Voy —dijo Cairo, en voz baja.
Primero observó su reloj. Luego miró calle arriba. Y también dirigió la
mirada al cartel del teatro que tenía delante, en el cual se veía a George
Arliss caracterizado de Shylock. Al fin, sus ojos oscuros se movieron
lentamente en las órbitas para mirar de reojo al muchacho de la gorra, a su
pálido rostro y a sus rizadas pestañas que sombreaban los ojos bajos.
—¿Quién es? —preguntó Spade. Cairo sonrió y dijo:
—No le conozco.
—Ha estado siguiéndome por toda la ciudad.
Cairo se humedeció el labio inferior con la lengua y preguntó:
—¿Cree usted que ha sido prudente dejar que nos vea juntos?
—¿Cómo lo voy a saber? —respondió Spade—. En fin, ya está hecha.
Cairo se quitó el sombrero y se atusó el pelo con una mano
enguantada. Volvió a ponerse cuidadosamente el sombrero, y dijo en voz
que sonó completamente sincera:
—Le doy mi palabra de que no le conozco, mister Spade. Le aseguro
que nada tengo que ver con él. Palabra de honor que a nadie, excepto a
usted, le he pedido que me ayude.
—Entonces, ¿es uno de los otros?
—Eso pudiera ser.
—He querido saberlo porque si me da mucho la lata, puede que tenga
que hacerle daño.
—Haga usted lo que juzgue oportuno. No es amigo mío.
—Está bien. Va a subir el telón. Buenas noches —dijo Spade, y cruzó la
calle para subir a un tranvía en dirección al oeste de la ciudad.
El muchacho de la gorra tomó el mismo tranvía. Spade bajó del tranvía
en la Hyde Street y subió a su apartamento. Sus habitaciones no estaban
muy desordenadas, pero se notaba claramente que habían sido registradas.
Después de lavarse y de ponerse una camisa limpia, volvió a salir, subió por
la Sutter Street y tomó un tranvía hacia el oeste de la ciudad. El muchacho
cogió el mismo tranvía.
A media docena de manzanas del Coronet, Spade bajó del tranvía y
entró en el vestíbulo de una casa alta de apartamentos. Allí pulsó tres
botones de timbre al mismo tiempo. Zumbó el cierre de la puerta de la calle
al abrirse. Entró, pasó ante el ascensor y la escalera, recorrió un pasillo
largo y de paredes ocres hasta la parte trasera del edificio, llegó a una
puerta cerrada con una cerradura Yale, y salió a un patio estrecho. Este
patio daba a una calle trasera oscura, a lo largo de la cual Spade anduvo
durante dos manzanas. Entonces cruzó a la California Street y entró en el
Coronet. Eran casi las nueve y media.
La ansiedad con que Brigid acogió a Spade pareció indicar que no
estaba muy segura de que viniera. Se había puesto un vestido de satén azul
de la tonalidad que en aquella temporada fue denominada Artoise, con
hombreras de calcedonia; y tanto las medias como los zapatos eran azul
Artoise.
El orden reinaba ya en la salita roja y crema, que aparecía alegrada por
flores dispuestas en achatados jarrones de cerámica, negros y plata. Tres
pequeños leños sin descortezar ardían en el hogar de la chimenea. Spade
estuvo viéndolos arder mientras ella colgaba el sombrero y el abrigo.
—¿Me trae usted buenas noticias? —preguntó Brigid al regresar a la
habitación. Sonrió anhelosamente y contuvo la respiración.
—No tendremos que informar de nada que ya no se sepa.
—¿No tendrá la policía que enterarse de que existo?
—No.
La muchacha dio un suspiro de satisfacción y se sentó en el sofá de
nogal. Su expresión se relajó, y también su cuerpo. Sonrió a Spade con ojos
de admiración.
—¿Cómo pudo arreglárselas? —preguntó en tono más de asombro que
de curiosidad.
—En San Francisco se puede comprar casi todo. O cogerlo.
—¿Y no se buscará usted complicaciones? Siéntese —añadió, haciéndole
sitio en el sofá.
—No me importa una cantidad razonable de complicaciones —dijo, sin
especial complacencia para consigo mismo.
Spade permaneció de pie junto a la chimenea francesa, mirando a la
muchacha con ojos que la estudiaban, la sopesaban y la juzgaban sin
disimular que estaba estudiándola, sopesándola y juzgándola. El rostro de la
chica se encendió ligeramente; pero ahora parecía sentirse más segura de sí
misma que antes, aunque todavía no había desaparecido de sus ojos una
timidez que le favorecía. Spade permaneció de pie, como si no pensara
aceptar la invitación de sentarse en el sofá junto a ella, y luego se dirigió al
sofá.
—Usted no es exactamente la clase de persona que pretende ser,
¿verdad? —dijo al tomar asiento.
—No estoy segura si comprendo lo que quiere decir —respondió ella, en
voz baja y mirándole con ojos perplejos.
—Esos modales de colegiala, esos balbuceos, esos rubores, y todo lo
demás.
La muchacha se sonrojó y respondió apresuradamente sin mirarle:
—Le dije esta tarde que he llevado mala vida... Peor de lo que puede
imaginar.
—Eso es lo que quiero decir. Esta tarde me lo ha dicho con las mismas
palabras, con el mismo tono. Es una frase que tiene muy ensayada.
Tras unos momentos en que pareció confundida y a punto de llorar,
Brigid se echó a reír y dijo:
—Está bien. No me parezco en nada a la persona que pretendo
representar. Tengo ochenta años, soy increíblemente malvada, y mi
profesión es la de herrero. Pero si bien se trata de una postura fingida, estoy
ya tan acostumbrada a ella que no debe usted esperar que la descarte por
completo. ¿Estamos?
—Desde luego, desde luego. A mí me es igual. Lo que ocurre es que no
sería bueno que fuera usted verdaderamente tan inocente. No llegaríamos a
ninguna parte.
—Renunciaré a la inocencia —contestó la muchacha, llevándose la mano
al corazón.
—He visto a Joel Cairo esta noche —dijo Spade en el tono de quien
procura cortésmente que no decaiga la conversación.
La alegría desapareció de la cara de Brigid. Sus ojos, que miraban
fijamente el perfil del detective, denotaron primero temor y después cautela.
Spade había estirado las piernas y contemplaba los pies cruzados. Su
expresión no indicaba que estuviera pensando en algo. Después de una
larga pausa, la muchacha preguntó, intranquilamente:
—¿Le... le conoce usted?
—Le vi esta noche. Cairo iba a ver a George Arliss —dijo Spade, en el
mismo tono coloquial.
—¿Quiere decir que habló con él?
—Sólo uno o dos minutos. Hasta que sonó el timbre para subir el telón.
Brigid se levantó del sofá y se acercó a la chimenea para atizar el
fuego. Cambió ligeramente de sitio una chuchería que había sobre la repisa,
cruzó la habitación para coger una cigarrera que estaba encima de una
rinconera, arregló las cortinas y volvió a su asiento. Su expresión era normal
y no expresaba preocupación.
Spade sonrió de soslayo hacia ella y dijo:
—Es usted magnífica, realmente magnífica.
La muchacha no cambió de expresión. Se limitó a preguntar,
calladamente:
—¿Qué le dijo a usted?
—¿Acerca de qué?
—Acerca de mí —dijo después de vacilar.
—Nada —dijo Spade, volviéndose hacia ella para sostener el
encendedor debajo de su cigarrillo, y brillaron los ojos en la satánica cara de
madera del detective.
—Bueno, ¿qué dijo? —preguntó ella, con petulancia casi juguetona.
—Me ofreció cinco mil dólares por el pájaro negro.
El sobresalto hizo que la muchacha rompiera su cigarrillo, y sus ojos,
después de lanzar una mirada de alarma hacia Spade, se apartaron de él.
—¿No va usted a dar otro paseo para atizar el fuego y arreglar unas
cuantas cosas en la habitación? —preguntó Spade, perezosamente.
Brigid dejó escapar una risa fresca y alegre, soltó el cigarrillo roto en un
cenicero y le miró con alegres y frescos ojos.
—No —dijo—. ¿Y usted qué le respondió?
—Que cinco mil dólares es mucho dinero.
La muchacha sonrió; pero cuando Spade, en lugar de sonreír, la miró
con expresión grave, su sonrisa se nubló, se tornó forzada y acabó por
desaparecer. Y vino a reemplazarla una expresión dolida y de perplejidad.
—¿No se le ocurrirá aceptar la oferta?
—¿Por qué no? Cinco mil dólares es mucho dinero.
—Pero, mister Spade..., prometió ayudarme a mí —dijo la chica,
poniéndole las manos sobre el brazo—. He confiado en usted... No puede...
Se interrumpió, retiró las manos y se restregó la una contra la otra.
Spade sonrió, mirándole los ojos conturbados.
—Vamos a no tratar de decidir en qué grado confió en mí. Yo prometí
ayudarla, es cierto, pero usted no me dijo ni una palabra acerca de pájaros
negros.
—Pero... usted tenía que estar enterado, o no me habría hablado de
ello. Ahora está enterado. No irá..., no puede tratarme así —y los ojos del
color del cobalto le miraron suplicantes.
—Cinco mil dólares —dijo Spade por tercera vez—, es mucho dinero.
La muchacha se encogió de hombros y alzó las manos, para luego bajar
los unos y dejar caer las otras con un ademán de derrota.
—Sí, lo es —asintió ella, en voz baja—. Es mucho más de lo que jamás
podría ofrecerle yo, si es que está sacando su lealtad a subasta.
Spade rió. Y fue su risa breve y amarga:
—Tiene gracia que diga usted eso. ¿Se puede saber qué me ha dado
hasta ahora, aparte de dinero? ¿Acaso ha confiado en mí? ¿Me ha dicho la
verdad? ¿Me ha ayudado en algo para que yo pueda ayudarla? ¿Es que me
ha ofrecido algo que no sea dinero para conseguir mi ayuda leal? Si es cierto
que estoy en venta, ¿por qué no voy a cerrar el trato con quien más dé?
—Le he entregado todo el dinero que tenía —las lágrimas brillaron en
sus ojos cercados de ojeras pálidas—. He apelado a su generosidad y le he
dicho que sin su ayuda estoy completamente perdida. ¿Qué más puedo
hacer? —se acercó a Spade bruscamente y exclamó con ira—: ¿Puedo
comprarle con mi cuerpo?
Sólo unas pulgadas separaban las dos caras. Spade tomó la de ella
entre las manos y la besó en la boca brusca y despreciativamente.
Luego se apartó y dijo:
—Lo pensaré.
Su expresión era dura y feroz.
La muchacha permaneció inmóvil, con la cara en el mismo sitio en que
la habían dejado las manos del detective.
Spade se levantó y dijo:
—¡Todo esto no tiene sentido!
Dio dos pasos hacia la chimenea, se detuvo, al mismo tiempo que
rechinaba los dientes, contempló los leños que ardían.
Brigid no se movió.
Spade volvió la cara hacia ella. Las dos líneas verticales por encima de
la nariz parecían dos profundas hendiduras entre rayas rojas.
—Me importa bien poco su honradez —dijo tratando de hablar con
calma—. Me importan bien poco sus triquiñuelas y sus secretos, pero tiene
que hacer algo para convencerme de que sabe usted lo que está haciendo.
—Sé lo que estay haciendo. Créame. Es lo mejor que se puede hacer
y...
—Demuéstremelo —ordenó Spade—. Estoy dispuesto a ayudarla. Hasta
ahora he hecho lo que he podido. Si es preciso, seguiré a ciegas, pero no lo
haré a menos que me demuestre más confianza que hasta la fecha. Tiene
que convencerme de que sabe de qué se trata, de que no está tratando de
adivinarlo por la gracia de Dios con la esperanza de que todo saldrá bien al
final.
—¿No puede fiarse de mí un poco más?
—¿Cuánto tiempo es "un poco más»? ¿Y a qué aguarda?
La muchacha se mordió el labio y bajó la mirada.
—Tengo que hablar con Cairo —dijo en voz tan baja que sus palabras
casi no se oyeron.
—Le puede usted ver esta noche —dijo Spade, mirando el reloj—. La
función acabará pronto. Podemos telefonearle al hotel.
Brigid alzó la mirada con temor.
—Pero... ¡no puede venir aquí! No quiero que se entere en dónde estoy
viviendo. Tengo miedo.
—¿En mi casa? —propuso Spade.
Ella vaciló, movió los labios inquieta y dijo:
—¿Cree usted que iría allí?
Spade afirmó con la cabeza.
—Está bien —exclamó, y se puso en pie de un salto, bien abiertos y
brillantes los ojos—. ¿Vamos?
Pasó a la habitación contigua. Spade se acercó a la rinconera y abrió el
cajón. Dentro había dos barajas, un cuadernillo de hojas sueltas para llevar
la contabilidad del bridge, un tornillo de metal dorado, un trozo de cuerda
roja y un lápiz de oro. Volvió a cerrar el cajón, y estaba encendiendo un
cigarrillo cuando la muchacha regresó con un pequeño sombrero oscuro y un
abrigo de ante gris, trayendo en la mano el sombrero y el abrigo de Spade.
El taxi se detuvo detrás de un coche cerrado, negro, que estaba a la
puerta de la casa de Spade. Sentada ante el volante y sola estaba Iva.
Spade la saludó con el sombrero y entró en la casa con Brigid. Una vez en el
portal, se detuvo junto a uno de los bancos y preguntó:
—¿Le importa esperar aquí un momento? No tardaré.
—Desde luego. No se dé prisa —dijo Brigid al tomar asiento.
Spade se acercó al automóvil. Cuando abrió la portezuela, Iva le habló
rápidamente:
—Tengo algo que decirte, Sam. ¿No puedo entrar? —dijo, pálida e
inquieta la cara.
—Ahora, no.
Iva entrechocó los dientes y preguntó, secamente:
—¿Quién es esa mujer?
—Sólo dispongo de un minuto, Iva —dijo Spade, pacientemente—. ¿De
qué se trata?
—¿Quién es? —repitió, indicando la puerta con un movimiento de
cabeza.
Spade miró calle abajo, apartando los ojos de Iva. Delante de un garaje
vio a un desmedrado muchacho de veinte a veintiún años, con una pulcra
gorra gris y un abrigo del mismo color, recostado contra la fachada. Se agrió
su expresión y volvió a mirar a Iva, cuya cara tenía una expresión testaruda.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Ha pasado algo? No deberías estar por
aquí a estas horas de la noche.
—Empiezo a creer que tienes razón —se quejó Iva—. Primero, que no
debo ir al despacho; ahora, que no debo venir aquí. ¿Estás insinuando que
no debo correr detrás de ti? Si es eso lo que quieres decir, ¿por qué no lo
dices francamente?
—Vamos, vamos, Iva, no tienes derecho a ponerte así...
—Ya, ya sé que no lo tengo. No tengo ninguna clase de derechos en lo
que a ti respecta. Creí que tenía algunos. Creí que al decirme que me
querías me dabas...
—Mira, preciosa —dijo Spade, con hastío—, no es éste el momento de
discutir esas cosas. ¿Para qué querías verme?
—Aquí no puedo hablarte, Sam. ¿No puedo pasar?
—Ahora, no.
—¿Por qué no?
Spade no respondió.
Iva apretó los labios hasta dejarlos convertidos en una fina línea, se
agitó detrás del volante y puso el motor en marcha mirando con ira hacia
delante.
Cuando el automóvil comenzó a rodar, Spade cerró la portezuela, dijo
buenas noches a la mujer y permaneció de pie en la acera hasta que el
coche se alejó. Y luego volvió a entrar en el portal.
Brigid se levantó sonriendo alegremente del banco y los dos subieron al
apartamento.
7. UNA G EN EL AIRE
En su alcoba, a la sazón cuarto de estar, ya que la cama plegable
estaba oculta en la pared, Spade recogió el sombrerito y el abrigo de Brigid,
acomodó a la chica en una mecedora tapizada y llamó por teléfono al hotel
Belvedere. Cairo no había regresado del teatro. Spade dejó su número de
teléfono y el encargo de que Cairo llamase tan pronto como regresara.
Se sentó en el sillón que había junto a la mesa, y sin exordio de
ninguna clase, sin frase alguna para comenzar, empezó a relatarle a la
muchacha una cosa que le había ocurrido unos años antes en el Noroeste.
Hablaba en tono corriente, sin énfasis y sin pausas, aunque de vez en
cuando repetía una frase modificándola ligeramente, como si tuviera gran
importancia que cada detalle quedara relatado exactamente tal y como
ocurrió.
Al principio, Brigid estuvo escuchándole sin especial atención,
evidentemente más sorprendida de que Spade le estuviera contando aquello
que interesada en lo que narraba, y sintiendo más curiosidad por los motivos
que tuviera Spade en contar el relato que por la propia historia; pero luego,
según fue desarrollándose el cuento, pareció sentir mayor interés y
permaneció inmóvil y escuchando con atención.
Un hombre llamado Flitcraft salió un día de su oficina de corredor de
fincas para ir a comer. Salió y jamás volvió. No acudió a una cita que tenía a
las cuatro de la tarde para jugar al golf, a pesar de que fue idea suya
concertarla y de que lo hizo solamente media hora antes de salir para
comer. Su mujer y sus hijos nunca más le volvieron a ver. El matrimonio
parecía feliz. Tenía dos hijos, dos niños varones, uno de cinco años y otro de
tres. Flitcraft era dueño de su casa en un buen barrio de las afueras de
Tacoma, de un «Packard» nuevo y de los demás lujos que denotan el éxito
feliz de una vida en Estados Unidos.
Flitcraft había heredado 70.000 dólares de su padre, y el ejercicio de su
profesión de corredor de fincas aumentó aún más su peculio, que ascendía a
unos 200.000 dólares en el momento de su desaparición. Sus asuntos
estaban en buen orden, aunque existían entre ellos algunos aún pendientes;
el hecho de que no hubiera tratado de concluirlos era una clara prueba de
que no había preparado su desaparición. Por ejemplo, un negocio que le
hubiera supuesto un bonito beneficio iba a concluirse al día siguiente al de
su desaparición. Nada indicaba que llevara encima más de cincuenta o
sesenta dólares en el momento de esfumarse. Sus costumbres, durante los
últimos meses, eran lo suficientemente conocidas como para descartar
cualquier sospecha de vicios ocultos o de la existencia de otra mujer en su
vida, aunque tanto lo uno como lo otro cabía dentro de lo posible.
—Desapareció —dijo Spade— como desaparece un puño cuando se abre
la mano.
Llegaba a este punto su relato cuando sonó el timbre del teléfono.
—¿Diga? —dijo—. ¿Mister Cairo? Habla Spade... ¿Podría usted venir a
mi casa, en la Post Street, ahora? Sí, sí, creo que lo es —miró a la
muchacha, frunció los labios y añadió rápidamente—: Está aquí miss
O'Shaughnessy, que quisiera verle.
Brigid O'Shaughnessy se rebulló en la mecedora, pero no dijo nada.
Dejó Spade el teléfono y dijo:
—Vendrá dentro de unos minutos... Bueno, eso ocurrió en 1922. En
1927 yo estaba trabajando en una de las grandes agencias de detectives de
Seattle. Un día se nos presentó mistress Flitcraft y nos dijo que alguien
había visto en Spokane a un hombre que se parecía prodigiosamente a su
marido. Fui allí. Y, efectivamente, era Flitcraft. Llevaba viviendo en Spokane
un par de años bajo el nombre de Charles, nombre de pila, Pierce. Era
propietario de un negocio de automóviles y tenía unos ingresos de veinte o
veinticinco mil dólares al año, una esposa, un hijo de menos de un año y
una buena casa en un buen barrio de las afueras de Spokane. Solía jugar al
golf a las cuatro de la tarde durante la temporada.
Spade no había recibido instrucciones acerca de la que debía hacer si
encontraba a Flitcraft. Estuvo charlando con él en la habitación del hotel
Davenporth. Flitcraft no sentía remordimientos de ninguna clase. Había
dejado a su familia en posición desahogada, y su conducta le parecía
completamente razonable. Lo único que parecía preocuparle era hacerle
comprender a Spade que, efectivamente, se había conducido
razonablemente. Nunca había contado a nadie todo aquello, y, por tanto,
hasta ahora no había necesitado explicar a ningún interlocutor que su
conducta había sido sensata. Y en ese momento estaba procurando hacerlo.
—Bueno, yo le comprendí —dijo Spade a Brigid—, pero su mujer no.
Todo aquello le pareció estúpido. Puede que lo fuera. En cualquier caso, la
cosa acabó bien. La mujer no quería escándalos; y después de la faena que
él le había hecho -faena según ella-, no quería saber nada de Flitcraft. Así
que se divorciaron discretamente y todo el mundo tan contento. Lo que le
ocurrió a Flitcraft fue lo siguiente. Cuando salió a comer pasó por una casa
aún en obras. Todavía estaban poniendo los andamios. Uno de los andamios
cayó a la calle desde una altura de ocho o diez pisos y se estrelló en la
acera. Le cayó bastante cerca; no llegó a tocarle, pero sí arrancó de la acera
un pedazo de cemento que fue a darle en la mejilla. Aunque sólo le produjo
una raspadura, todavía se le notaba la cicatriz cuando le vi. Al hablarme de
ella se la acarició, se la acarició con cariño. Naturalmente, el susto que se
llevó fue grande, me dijo; pero la verdad es que sintió más sorpresa que
miedo. Me contó que fue como si alguien hubiera levantado la tapa de la
vida para mostrarle su mecanismo.
»Flitcraft había sido un buen ciudadano, un buen marido y un buen
padre, no porque estuviera animado por un concepto del deber, sino
sencillamente porque era un hombre que se desenvolvía más a gusto
estando de acuerdo con el ambiente. Le habían educado así. La vida que
conocía era algo limpio, bien ordenado, sensato y de responsabilidad. Y
ahora, una viga al caer le había demostrado que la vida no es nada de eso.
Él, el buen ciudadano, esposo y padre, podía ser quitado de en medio entre
su oficina y el restaurante por una viga caída de lo alto. Comprendió que los
hombres mueren así, por azar, y que viven sólo mientras el ciego azar los
respeta.
»Lo que le conturbó no fue, primordialmente, la injusticia del hecho,
pues lo aceptó una vez que se repuso del susto. Lo que le conturbó fue
descubrir que al ordenar sensatamente su existencia se había apartado de la
vida en lugar de ajustarse a ella. Me dijo que, tras caminar apenas veinte
pasos desde el lugar en donde había caído la viga, comprendió que no
disfrutaría nunca más de paz hasta que no se hubiese acostumbrado y
ajustado a esa nueva visión de la vida. Para cuando acabó de comer ya
había dado con el procedimiento de ajuste. Si una viga al caer
accidentalmente podía acabar con su vida, entonces él cambiaría su vida,
entregándola al azar, por el sencillo procedimiento de irse a otro lado. Me
dijo que quería a su familia como los demás hombres quieren
corrientemente a las suyas; pero le constaba que la dejaba en buena
posición, y el amor que tenía por los suyos no era de la índole que hace
dolorosa la ausencia.
—Se fue a Seattle —continuó Spade— aquella misma tarde, y desde allí
a San Francisco. Anduvo vagando por aquella región durante un par de
años, hasta que un día regresó al Noroeste, se estableció y se casó en
Spokane. Su segunda mujer no se parecía a la primera físicamente, pero las
diferencias entre ellas eran menores que sus semejanzas. Ya sabe usted,
mujeres las dos, de esas que juegan decentemente al bridge y al golf y que
son aficionadas a las nuevas recetas para preparar ensaladas. No lamentaba
lo que había hecho. Le parecía razonable. No creo que nunca llegara a darse
cuenta de que llevaba la misma clase de vida rutinaria de la que había huido
al escapar de Tacoma. Y sin embargo, eso es lo que me gustó de la historia.
Se acostumbró primero a la caída de vigas desde lo alto; y no cayeron más
vigas; y entonces se acostumbró, se ajustó, a que no cayeran.
—Una historia subyugadora —dijo la muchacha. Se levantó de la
mecedora y quedó delante y cerca de él. La mirada de sus ojos muy abiertos
era penetrante—. No necesito decirle que, estando Cairo aquí, mi situación
será más que desfavorable si usted le escoge a él.
Spade sonrió levemente con los labios juntos y asintió.
—No, no necesita decírmelo.
—Y sabe usted que jamás me hubiera metido en esta situación de no
haber confiado plenamente en usted —dijo, mientras daba vueltas entre los
dedos a un botón negro de la chaqueta azul de Spade.
—¡Otra vez esa historia! —dijo Spade, con resignación fingida.
—Sabe usted que es verdad —insistió Brigid.
—No, no lo sé —replicó él, dando unas palmaditas sobre la mano que
retorcía el botón—. Hemos llegado a esta situación porque yo le pregunté
qué razones había para fiarme de usted. No confunda las cosas. Y, en
cualquier caso, no es menester que usted se fíe de mí, con tal de que logre
convencerme para que me fíe de usted.
Brigid estudió la cara del hombre y las aletas de su nariz se
estremecieron.
Spade rió, volvió a acariciarle suavemente la mano y dijo:
—No se preocupe ahora por eso. Cairo llegará de un momento a otro.
Resuelva con él lo que se trae entre manos, y entonces sabremos en dónde
estamos.
—¿Y me dejará usted que lo haga... que lo resuelva... a mi manera?
—Desde luego.
Colocó la mano bajo la de él y se la apretó con los dedos.
—Eres... ¡un don de Dios!
—Bueno, no... exageres.
Brigid le miró con expresión de reproche, aunque sonriendo, y volvió a
la mecedora tapizada.
Joel Cairo estaba excitado. Sus ojos parecían estar compuestos
solamente de iris, y antes que Spade hubiera entreabierto la puerta, su voz
atiplada vomitó una cascada de palabras.
—Ese chico está ahí fuera vigilando la casa, mister Spade, el chico sobre
el que me llamó usted la atención a la puerta del teatro. ¿Qué debo suponer,
mister Spade? He venido aquí de buena fe, sin pensar en añagazas o
trampas...
—Y también de buena fe le dije yo que viniera —contestó Spade, con el
ceño fruncido pensativamente—. Pero debí imaginar que se nos presentaría
ese joven. ¿Le vio entrar a usted?
—Naturalmente. Pude haber seguido andando, pero me pareció inútil,
dado que ya había permitido usted que nos viera juntos.
Brigid salió al pasillo detrás de Spade y preguntó, con acento
preocupado:
—¿Qué chico es ése? ¿De qué se trata?
Cairo se quitó el sombrero y se inclinó ceremoniosamente al mismo
tiempo que decía:
—Si no lo sabe usted, pregúntele a mister Spade. Yo nada sé del
asunto.
—Es un muchacho que ha estado tratando de seguirme por toda la
ciudad esta noche —dijo Spade, volviendo la cabeza, sin dar importancia al
asunto y sin mirar a Brigid—. Pase usted, Cairo. No vale la pena estar
charlando aquí y que se enteren todos los vecinos.
Brigid le agarró a Spade un brazo por encima del codo y preguntó
perentoriamente:
—¿Te siguió hasta mi casa?
—No. Me libré de él antes. Me imagino que habrá venido aquí a
encontrar la pista otra vez.
Cairo había entrado en el pasillo, sujetando el sombrero con las dos
manos contra la barriga. Spade cerró la puerta de la escalera tras él y los
tres pasaron al cuarto de estar. Cairo volvió a inclinarse ceremoniosamente
por encima del sombrero y dijo:
—Es un verdadero placer volver a verla, miss O'Shaughnessy.
—Estaba segura de que lo sería, Joel —replicó ella, ofreciéndole la
mano.
Cairo se inclinó sobre la mano cortésmente y la soltó aprisa.
Brigid se sentó en la mecedora tapizada que había ocupado antes. Cairo
se sentó en el sillón próximo a la mesa. Spade, después de colgar el
sombrero y el abrigo de Cairo en el armarito, se sentó en un extremo del
sofá, delante de la ventana, y empezó a liar un cigarrillo. Brigid se dirigió a
Cairo y le dijo:
—Sam me ha hablado de la oferta que le ha hecho usted por el halcón.
¿Cuándo puede tener el dinero listo?
Las cejas de Cairo subieron y bajaron. Después sonrió y respondió:
—Está ya listo —y continuó sonriéndole a la muchacha durante unos
mementos, para luego mirar a Spade. Spade estaba encendiendo el
cigarrillo. Su cara estaba tranquila.
—¿En billetes? —preguntó la muchacha.
—Sí, sí; claro que sí.
Brigid arrugó el entrecejo, se puso la lengua entre los dientes y
preguntó:
—¿Está usted dispuesto a darnos cinco mil dólares, ahora, si le
entregamos el halcón?
Cairo alzó una mano que se agitó en el aire.
—Perdón. No me he expresado bien. No he querido decir que tenga el
dinero en el bolsillo, sino que estoy dispuesto a conseguirlo en unos minutos
siempre que los bancos estén abiertos.
—¡Ah! —exclamó Brigid, mirando a Spade.
Spade lanzó una bocanada de humo a lo largo del chaleco y dijo:
—Probablemente es verdad. Cuando le registré los bolsillos esta tarde
no llevaba más que unos cientos de dólares.
Al ver cómo los ojos de la muchacha se abrían hasta volverse redondos
y grandes, Spade sonrió con picardía. El balcánico se inclinó hacia delante en
la silla. No logró evitar que sus ojos, así como su voz, expresaran anhelo.
—Estoy dispuesto a entregarles el dinero, digamos a las diez y media de
la mañana. ¿Está bien?
—El único inconveniente es que yo no tengo el halcón —contestó Brigid,
sonriendo.
La contrariedad nubló el rostro de Cairo. Puso las feas manos sobre los
brazos del sillón y sostuvo erguido y tieso entre ellas su cuerpecillo. Sus ojos
negros brillaban enojados. No dijo nada.
La muchacha le hizo una mueca de falsa disculpa:
—Puedo hacerme con él en una semana, como mucho.
—¿En dónde está? —dijo Cairo, con expresión cortés para disimular que
no lo creía.
—En donde lo escondió Floyd.
—¿Floyd? ¿Quiere usted decir Thursby?
Brigid asintió con un gesto.
—¿Y sabe usted dónde está?
—Creo que sí.
—Entonces... ¿Tenernos que esperar una semana?
—Puede que algo menos. ¿Para quién lo va a comprar usted, Joel?
Cairo alzó las cejas y respondió:
—Ya se lo he dicho a mister Spade. Para su propietario.
El rostro de la muchacha se encendió por la sorpresa.
—¡Ah! ¡Entonces volvió usted con él!
—Naturalmente que sí.
En la garganta de la muchacha se ahogó la risa.
—¡Me hubiera gustado verlo!
Cairo se encogió de hombros, y después de pronunciar la primera frase,
se restregó una mano abierta contra la otra y veló los ojos, bajando los
párpados.
—Fue lo natural. ¿Me permite que yo, a mi vez, le pregunte por qué
está dispuesta a vendérmelo a mí?
—Porque después de lo que le ocurrió a Floyd tengo miedo. Me da
miedo incluso ponerle la mano encima, excepto para entregárselo a alguien
de inmediato.
Spade, apoyado en el sofá sobre un codo, los escuchaba
ecuánimemente. La cómoda postura de su cuerpo relajado y la placentera
inmovilidad de sus facciones no expresaban ni curiosidad ni desasosiego.
—¿Qué le ocurrió exactamente a Floyd? —preguntó Cairo, en voz baja.
La punta del índice derecho de Brigid trazó una fugaz G en el aire.
—Comprendo —dijo Cairo, aunque su sonrisa era de duda—. ¿Está
aquí?
—No lo sé —dijo ella, impacientemente—. ¿Qué más da?
La duda expresada en la sonrisa, de Cairo se acentuó.
—Podría suponer una grandísima diferencia.
Y cuando cambió la postura de las manos, uno de sus dedos, por suerte
o adrede, quedó apuntando con toda su gordura hacia Spade.
La muchacha vio el dedo que señalaba, movió la cabeza
impacientemente y dijo:
—O yo. O usted.
—Exactamente. ¿Y podríamos añadir, aún con mayor certeza, a ese
muchacho que está ahí fuera?
—Sí —dijo ella, riendo—. ¡A no ser que se trate del mismo que tenía
usted en Constantinopla!
Una repentina ola de sangre moteó de manchas el rostro de Cairo, que
gritó con voz destemplada y furiosa:
—¿Se refiere usted al que usted no pudo conseguir?
Brigid saltó de la mecedora. Tenía el labio inferior entre los dientes, los
ojos muy abiertos y sombríos y la cara blanca y desencajada. Dio dos
rápidas zancadas hacia Cairo, que comenzó a levantarse. La mano derecha
de la muchacha fustigó el aire y cayó sobre la mejilla del hombrecillo,
dejando los dedos marcados sobre ella.
Cairo gruñó de ira y golpeó la cara de la muchacha con la mano abierta.
Brigid se tambaleó y de su boca salió un grito corto y ahogado.
Para entonces, Spade ya se había levantado del sofá, sin mudar la
expresión de su cara tallada, y estaba junto a ellos. Agarró a Cairo del cuello
y le sacudió. Cairo se atragantó y buscó algo con la mano en un bolsillo
interior. Spade le agarró la muñeca apartándole la mano del bolsillo, le
extendió el brazo y se lo retorció hasta que los torpes y lánguidos dedos
dejaron caer una pistola negra sobre la alfombra.
Brigid recogió la pistola del suelo rápidamente. Cairo, hablando con
dificultad, debido a los dedos que le apretaban el pescuezo, dijo:
—Esta es la segunda vez que me pone usted la mano encima.
Sus ojos se volvieron saltones por el ahogo, pero miraban fríos y
amenazadores.
—Efectivamente —gruñó Spade—, y la próxima vez que le den una
bofetada se va a aguantar.
Y soltando la muñeca de Cairo, le golpeó hasta tres veces salvajemente
en la cara.
Cairo trató de escupirle a la cara, pero tenía la boca demasiado seca y
únicamente consiguió hacer una mueca de furia. Spade le golpeó la boca,
que comenzó a sangrar.
Sonó el timbre de la puerta.
Cairo logró ajustar el foco de sus ojos para mirar hacia el pasillo de
entrada. Ahora la cautela había reemplazado a la ira en su mirada. La
muchacha dejó escapar una exclamación ahogada y miró también hacia el
pasillo. Su cara expresaba terror. Spade miró taciturnamente durante unos
instantes el chorrito de sangre que caía por la barbilla de Cairo y dio luego
un paso atrás, soltando el pescuezo del hombre de los Balcanes.
—¿Quién es? —susurró la muchacha, muy cerca de Spade, al mismo
tiempo que los ojos de Cairo se agitaban para hacer la misma pregunta.
—No lo sé —respondió Spade, de pésimo talante. Volvió a sonar
insistentemente el timbre.
—Vamos a ver —dijo Spade, al dirigirse hacia la puerta, que cerró
después de salir y de decir a los otros dos que no hicieran ruido.
Spade encendió la luz del corredor y abrió la puerta de entrada. Allí
estaban el teniente Dundy y Tom Polhaus.
—Hola, Sam —dijo Tom—. Pensamos que a lo mejor estarías todavía
levantado.
Dundy lo confirmó con un gesto, pero no dijo nada.
—Hola, muchachos —dijo Spade, de buen humor—. La verdad es que
elegís unas horas magníficas para hacer visitas. ¿De qué se trata esta vez?
—Queremos hablar contigo, Spade —dijo Dundy, sosegadamente.
—Pues venga, hablad —dijo Spade, sin apartarse de la puerta e
impidiéndoles el paso.
Tom dio un paso hacia adelante y dijo:
—Bueno, pero no vamos a hablar aquí de pie, ¿verdad?
Spade siguió interceptando el camino y dijo en tono en el que la
disculpa apenas resultó perceptible:
—No podéis pasar.
La cara de rasgos grandes y acusados de Tom, que quedaba a la altura
de la de Spade, adquirió una expresión de sorna amistosa, aunque los ojillos
sagaces destellaron con brillo.
—Venga ya, Sam —dijo en son de protesta, y le puso una manaza sobre
el pecho en broma.
Spade ofreció resistencia a la mano que le empujaba, sonrió con gesto
de lobo y preguntó:
—¿Me vas a sopapear, Tom?
Tom gruñó, retiró la mano y dijo:
—¡Sam! ¡Por el amor de Dios!
Dundy apretó los dientes y dijo, dejando que las palabras se le
escurrieran entre ellos:
—Déjanos entrar.
Spade subió el labio y dejó al descubierto los colmillos.
—No vais a entrar. ¿Qué vas a hacer? ¿Tratar de conseguirlo? ¿O hablar
aquí? ¿O irte al diablo?
Tom volvió a gruñir.
Dundy, aún hablando entre dientes, dijo:
—Te conviene llevarnos la corriente un poco, Spade. Te has salido
muchas veces con la tuya, pero no creas que lo vas a conseguir siempre.
—Impídemelo cuando puedas —replicó Spade, con arrogancia.
—Eso es lo que voy a hacer —dijo Dundy, que se puso las manos a la
espalda, adelantó la cara de dura expresión hacia la del detective particular
y añadió—: Dicen por ahí que estabas engañando a Archer con su mujer.
—Eso suena a invención tuya —dijo Spade, riendo.
—¿No hubo nada entre vosotros?
—Nada.
—Pues lo que se dice —continuó Dundy— es que ella trató de conseguir
el divorcio para poder casarse contigo, pero que él no quiso. ¿Hay algo de
cierto en eso?
—No.
—Incluso se dice —prosiguió Dundy, impasible— que por eso tuvo el fin
que tuvo.
Esto pareció resultarle a Spade relativamente jocoso.
—Venga, Dundy, no seas ambicioso. No debieras tratar de acusarme de
más de un asesinato a la vez. Y tu primera teoría de que maté a Thursby
porque él había matado a Miles cae por los suelos si ahora resulta que me
acusas también de haber matado a Miles.
—Todavía no creo que me hayas oído decir que mataste a alguien —
replicó Dundy—. Eres tú quien está diciéndolo. Pero suponiendo que
efectivamente lo hubiese dicho, bien pudo ocurrir. Se podría explicar.
—Claro. Maté a Miles para conseguir a su mujer, y luego maté a
Thursby para poder culparle del asesinato de Miles. El sistema es admirable;
o lo será cuando yo mate a otra persona para poder culparla de haber
matado a Thursby. ¿Cuánto tiempo calculas que tendré que seguir
cargándome gente? ¿Es que piensas acusarme de todos los asesinatos que
se cometan en San Francisco desde ahora en adelante?
—Escucha, Sam —dijo Tom—, acaba ya con la comedia. Sabes
perfectamente que todo esto nos gusta tan poco como a ti, pero tenemos
una obligación que cumplir.
—Espero que consista en alga más que en venir una y otra vez a mi
casa de madrugada, para hacer preguntas imbéciles.
—Y para escuchar en respuesta mentiras estúpidas —añadió Dundy,
hablando despacio.
—Cuidado con lo que dices —le advirtió Spade. Dundy le miró de arriba
abajo y luego directamente a los ojos:
—Si dices que nada ha habido entre la mujer de Archie y tú eres un
mentiroso, y te lo digo a la cara.
Los ojillos de Tom expresaron súbita y sorpresa. Spade se humedeció
los labios con la punta de la lengua y preguntó:
—¿Es ése el importante soplo que os ha traído aquí a estas horas de la
noche?
—Es uno de ellos.
—¿Y los demás?
Dundy hizo una mueca sardónica y dijo, señalando la puerta que Spade
estaba interceptando:
—Déjanos pasar.
Spade dijo que no con cara de pocos amigos. Ahora, la boca de Dundy
dibujó una sonrisa de satisfacción:
—Parece que había algo de verdad en ello, Tom.
Tom movió los pies y farfulló, sin mirar a ninguno de los dos:
—¡Cualquiera sabe!
—¿A qué estamos jugando ahora? ¿A los acertijos? —preguntó Spade.
—Está bien, Spade —dijo Dundy, abrochándose el abrigo—. Nos vamos.
Pasaremos a verte de vez en cuando. Quizá tengas tus razones para
ponernos la cosa difícil. Piénsalo.
—Tendré mucho gusto en verte en cualquier momento, teniente —dijo
Spade, con una sonrisa picaresca—. Y cuando no esté ocupado, te dejaré
pasar.
Una voz gritó en el cuarto de estar de Spade:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Policía! ¡Socorro!
La voz era atiplada, afilada y chillona: la voz de Joel Cairo.
Dundy interrumpió su media vuelta, volvió a quedar de cara a Spade, y
dijo, con decisión:
—Creo que ahora sí que vamos a pasar.
Hasta ellos llegó el ruido de una breve lucha, de un golpe y de un grito
ahogado.
La cara de Spade se descompuso para dibujar una sonrisa que
expresaba muy poca alegría.
—Supongo que sí, que vais a pasar.
Cuando los dos policías entraron, Spade cerró la puerta y los siguió
hacia el cuarto de estar.
8. CUENTOS CHINOS
Brigid estaba hecha un ovillo en el sillón cercano a la mesa. Se cubría
las mejillas con los antebrazos y la parte inferior de la cara con las rodillas,
hasta ella alzadas. Los ojos, aterrados, estaban rodeados de pálidos círculos.
Ante ella, de pie, inclinado hacia adelante, Joel Cairo tenía en una mano
la misma pistola que Spade le había quitado antes retorciéndole el brazo. La
otra mano descansaba en la frente, y entre sus dedos corría la sangre hasta
más abajo de los ojos. Un chorrito más menudo de sangre manaba de un
labio partido y dibujaba tres finas líneas sinuosas sobre la barbilla.
Cairo no prestó atención a los detectives. Estaba con los ojos clavados
sobre la muchacha, encogida sobre el sillón, que tenía delante. Los labios se
estremecían espasmódicamente, pero de ellos no salía sonido coherente
alguno.
Dundy, que fue el primero que entró en la habitación, se llegó
rápidamente a Cairo, hundió la mano debajo de su abrigo, a la altura de la
cadera, agarró con la otra la muñeca del balcánico y rugió:
—¿Se puede saber qué ocurre aquí?
Cairo se quitó de la frente la mano manchada de sangre y la agitó en el
aire cerca de la cara del teniente. Quedó a la vista una fea herida de tres
pulgadas.
—¡Esto es lo que ha hecho! ¡Mire! —gritó.
La muchacha puso los pies en el suelo y miró recelosamente a Dundy,
que tenía sujeto a Cairo por la muñeca; a Tom, algo más en segundo
término, y a Spade, que estaba apoyado contra el marco de la puerta. La
expresión de Spade era de placidez. Cuando sus ojos amarillentos y grises
se encontraron con los de la muchacha, brilló en ellos durante un instante un
destello de malicioso buen humor, y luego se tornaron de nuevo
inexpresivos.
—¿Ha hecho usted esto? —le preguntó Dundy a la muchacha, indicado
la herida de Cairo con la cabeza. Brigid volvió a mirar hacia Spade, que no
respondió a la súplica de sus ojos. Siguió apoyado contra el marco de la
puerta, contemplando a los ocupantes de la habitación con el cortés aire
indiferente de un espectador ajeno a todo aquello.
La muchacha volvió los ojos hacia Dundy. Los tenía muy abiertos y su
mirar era sombrío:
—Tuve que hacerlo —dijo, con voz temblorosa—. Estaba sola con él
cuando me atacó. No pude... Traté de impedir que se me acercara. No
pude... No pude decidirme a disparar contra él.
—¡Mentirosa! —aulló Cairo, tratando de soltarse el brazo que sujetaba
la pistola y que Dundy tenía agarrado—. ¡Mentirosa repugnante! —y se
retorció para quedar de frente a Dundy—. ¡Es mentira lo que está diciendo!
¡Yo he venido aquí de buena fe, y los dos me han agredido! Cuando vinieron
ustedes, él me dejó con ella, con la pistola en la mano, y me dijo que
cuando se fueran ustedes me iba a matar; y por eso pedí socorro, para que
no dejaran ustedes que me asesinaran, y entonces ella me golpeó con la
pistola.
—Venga, deme eso —dijo Dundy, quitándole la pistola de la mano—. Y
ahora a ver si ponemos la cosa en claro. ¿Para qué vino usted aquí?
—Me llamó él —dijo Cairo, volviendo la cabeza hacia Spade con gesto
de desafío—. Me llamó por teléfono y me dijo que viniera.
Spade guiñó los ojos adormilados hacia el balcánico y no dijo nada.
—¿Para qué le dijo que viniera?
Cairo no respondió hasta después de enjugarse la sangre de la frente y
la barbilla con un pañuelo de seda a rayas color azul pálido. Cuando acabó
de hacerlo, su indignación se había atenuado para dejar paso a la cautela:
—Me dijo que quería... que querían verme. No me dijo para qué.
Tom inclinó la cabeza, olfateó el perfume que se desprendía del
pañuelo, y volvió la cabeza hacia Spade con una mueca de interrogación.
Spade le guiñó un ojo y siguió liando un cigarrillo.
—Bueno, ¿y después qué ocurrió? —preguntó Dundy.
—Me agredieron. Primero me pegó ella, luego él casi me estrangula, y
me quitó la pistola del bolsillo. ¡Yo qué sé lo que hubieran hecho después si
no llegan a venir ustedes en aquel momento! Supongo que me hubiesen
asesinando sin más. Cuando ustedes llamaron a la puerta, él la dejó aquí
encañonándome con la pistola, vigilándome.
Con esto, Brigid saltó del sillón, abofeteó a Cairo y gritó:
—¿Por qué no le hacen decir la verdad?
Cairo dio un chillido inarticulado.
Dundy, con la mano que no sujetaba a Cairo, empujó a la muchacha
hacia el sillón y dijo:
—¡Nada de eso! ¡Cuidado!
Spade encendió el cigarrillo, sonrió a Tom a través de la humareda y le
dijo, en voz baja, sonriendo con buen humor:
—Es muy impulsiva.
—Sí que lo es —asintió Tom.
Dundy miró a Brigid con dureza y le preguntó:
—¿Qué quiere usted que nos creamos?
—No lo que él ha dicho. Nada de lo que ha dicho. —Se volvió hacia
Spade—: ¿No es así?
—¿Cómo voy a saberlo yo? Yo estaba haciendo una tortilla en la cocina
cuando ocurrió todo, ¿no?
Brigid arrugó la frente y le contempló con ojos nublados por la
perplejidad.
Tom gruñó disgustado.
Dundy, sin levantar su hosca mirada de la muchacha, no hizo caso
alguno de las palabras de Spade y le preguntó a Brigid:
—Si él no está diciendo la verdad, ¿por qué fue él y no usted quien gritó
pidiendo socorro?
—Porque se quedó muerto de miedo cuando le pegué —dijo mirando
despreciativamente al balcánico.
La parte del rostro de Cairo que no estaba cubierta de sangre enrojeció.
Exclamó:
—¡Otra mentira!
Brigid le dio una patada en la pierna, y el alto tacón de su zapato azul
fue a darle justo debajo de la rodilla. Dundy quitó a Cairo del alcance de la
muchacha en tanto que Tom se acercó a ella para decirle:
—A ver si se porta bien, muchacha. Esa no es manera de comportarse.
—¡Pues oblíguenle a decir la verdad! —dijo Brigid, retadoramente.
—Lo haremos, lo haremos —prometió Tom—. Pero nada de violencias.
Dundy miró a Spade con ojos verdes, duros, brillantes y satisfechos, y
le dijo a su subordinado:
—¿Sabes lo que te digo, Tom? Que no creo que nos equivoquemos si
nos los llevamos a todos a la jefatura.
Tom asintió tétricamente con una inclinación de cabeza.
Spade abandonó la puerta junto a la cual estaba, avanzó hacia el centro
de la habitación, y, al pasar al lado de la mesa, dejó el cigarrillo en un
cenicero. Su talante y sonrisa eran mesurados y placenteros.
—No corras tanto —dijo—. Todo tiene una explicación.
—¡Seguro! —asintió Dundy, con sarcasmo. Spade se inclinó delante de
Brigid.
—Miss O'Shaughnessy, me permito presentarle al teniente Dundy y al
sargento detective Polhaus —e inclinándose ante Dundy, añadió—: Miss
O'Shaughnessy es una agente y empleada mía.
—¡No es verdad! Es... —dijo Cairo, con gran indignación.
Spade le interrumpió en un tono muy alto, aunque la voz siguió siendo
cordial:
—La he contratado recientemente. Ayer. Este es mister Joel Cairo, un
amigo, o por lo menos un conocido de Thursby. Vino a verme esta tarde y
trató de contratar mis servicios para que encontrase algo que cree que
Thursby llevaba encima cuando fue asesinado. Las explicaciones que me dio
sonaron raras y no quise encargarme del asunto. Entonces sacó una
pistola... Pero vamos a dejar eso, al menos hasta el momento de que
presentemos denuncias los unos contra los otros. En cualquier caso, después
de discutir el asunto con miss O'Shaughnessy, se me ocurrió que quizá
pudiese conseguir de mister Cairo algunos informes acerca de la muerte de
Miles y de Thursby, y entonces le dije que viniera aquí. Puede ser que le
hiciera las preguntas con algo de brusquedad, pero no sufrió daño, o al
menos no lo bastante como para pedir socorro. Yo ya le había vuelto a
quitar la pistola.
Según hablaba Spade, el rostro enrojecido de Cairo fue expresando más
angustia. Sus ojos subían y bajaban, mirando alternativamente hacia el
suelo y hacia Spade de forma intranquila. La expresión de Spade seguía
siendo bonachona.
Dundy se encaró con Cairo y le preguntó, bruscamente.
—¿Qué tiene usted que decir a todo eso?
Cairo no tuvo nada que decir durante casi un minuto, que dedicó a
contemplar el pecho del teniente. Cuando alzó los ojos, su mirada fue tímida
y recelosa.
—No sé qué podría decir —y su turbación pareció sincera.
—Pruebe usted a decir la verdad —le propuso Dundy.
—¿La verdad? —dijo Cairo, removiendo los ojos, aunque su mirada no
se apartó en realidad del teniente—. ¿Y quién me asegura que creerán la
verdad?
—No pierda más tiempo. Todo lo que tiene que hacer es declarar bajo
juramento que los dos le agredieron, y el oficial encargado de las órdenes de
detención le creerá lo bastante como para dar la orden de arresto que nos
permitirá meterlos a los dos en la cárcel.
Ahora habló Spade en tono jocoso:
—Ande, Cairo, dele gusto. Dígale que lo va a hacer, y entonces nosotros
juraremos lo contrario, dos contra uno, y así podrá detenernos a los tres.
Cairo carraspeó y paseó la mirada por la habitación, sin detenerla sobre
los ojos de ninguno de los presentes. Dundy resopló por la nariz con ruido
que no llegó a ser un bufido y dijo:
—Pónganse todos el sombrero.
Ahora los ojos de Cairo, preocupados e interrogadores, encontraron la
mirada de Spade. Este le guiñó un ojo y se sentó sobre un brazo de la
mecedora tapizada.
—Bueno, chicos y chicas —dijo sonriendo con picardía al balcánico y a la
muchacha, sin que ni su sonrisa ni su voz denotaran nada que no fuera gran
contento—, se lo han creído todo. Lo hemos hecho bien.
El rostro duro y cuadrado de Dundy se ensombreció algo más, de
manera apenas perceptible.
—Venga, los sombreros —ordenó nuevamente.
Spade dirigió ahora su sonrisa de regocijo hacia el teniente; luego se
rebulló para sentarse con mayor comodidad sobre el brazo de la mecedora y
preguntó, perezosamente:
—¿Es que nunca te enteras cuando te están gastando una broma?
La cara de Tom relució al enrojecer. La de Dundy, que seguía
ensombreciéndose, permaneció inmóvil, aunque los labios se movieron para
decir:
—No. Pero eso puede esperar hasta que lleguemos a la jefatura.
Spade se levantó y se metió las manos en los bolsillos del pantalón. Se
irguió todo lo posible, para mirar desde mayor altura al teniente. Su sonrisa
era irónica, y cada uno de los detalles de su postura denotaba gran
seguridad en sí mismo.
—Te desafío a que nos detengas, Dundy. Nos reiremos de ti en todos
los periódicos de San Francisco. ¿Crees que alguno de nosotros va a
denunciar bajo juramento a cualquiera de los otros dos? Despierta, hombre,
despierta. Te hemos estado gastando una broma. Cuando llamasteis al
timbre, le dije a miss O'Shaughnessy y a Cairo: «Ya están ahí otra vez esos
dichosos policías. Están empezando a molestar. Vamos a gastarles una
broma. Cuando los oigan, uno de ustedes grita, y entonces veremos el
tiempo que podemos estarles tomando el pelo hasta que caigan en la
cuenta.» Y...
Brigid se inclinó hacia delante en su asiento y comenzó a reírse
histéricamente.
Cairo hizo un pequeño movimiento y sonrió. Fue una sonrisa sin vida,
pero la dejó inmóvil en el rostro.
Tom gruñó protestando:
—Ya está bien, Sam.
Spade rió brevemente y dijo:
—¡Pero si fue así! Hemos...
—¿Y su herida de la frente y de la boca? —preguntó Dundy, con
desdén—. ¿De dónde salieron?
—Pregúnteselo a él —propuso Spade—. Quizá se cortó al afeitarse.
Cairo comenzó a hablar rápidamente, antes que le pudieran interrogar;
y sus músculos faciales temblaron con el esfuerzo de prolongar sin daño la
sonrisa en tanto que hablaba:
—Es que me caí. El plan era fingir que estábamos luchando por la
pistola cuando entraran ustedes; pero me caí, tropecé con el borde de la
alfombra y me caí mientras hacíamos como si estuviéramos luchando.
—Cuentos chinos —dijo Dundy.
—Así fue —dijo Spade—, lo creas o no lo creas, Dundy. Lo importante
es que eso es lo que decimos los tres, y que los tres lo sostendremos. Los
periódicos lo publicarán, creyéndola o sin creerlo, y en los dos casos
resultará igual de divertido, o más. ¿Qué vas a hacer? No es ningún crimen
gastarle una broma a un policía. No tienes nada de qué acusar a ninguno de
los que estamos aquí. Todo lo que te hemos dicho formaba parte de la
broma... ¿Qué vas a hacer?
Dundy dio la espalda a Spade y agarró a Cairo de los hombros:
—¡No se va a librar con esos cuentos! —le dijo, enseñándole los
dientes—. ¡Usted pidió socorro, y ahora le vamos a socorrer!
—No, no, teniente —tartamudeó Cairo—. Todo fue una broma. Este
señor nos dijo que usted y su amigo lo entenderían.
Spade soltó la risa.
Dundy se volvió bruscamente a Cairo, agarrándole ahora por una
muñeca y por el cogote.
—En cualquier caso, le voy a enchiquerar por llevar armas encima —
dijo—. Y a los demás me los llevaré también para ver quién se ríe de la
broma.
Los ojos asustados de Cairo buscaron a Spade:
—No seas bobo, Dundy —dijo Spade—. La pistola es parte de la farsa.
Es una de las mías —dijo, riendo—. Es una pena que sea del treinta y dos
nada más; si no, hubieras podido descubrir que fue la usada para matar a
Thursby y a Miles.
Dundy soltó a Cairo, giró sobre los talones y su puño derecho martilleó
con ruido seco el mentón de Spade. Brigid lanzó un grito entrecortado.
La sonrisa de Spade se apagó en el momento de recibir el golpe, pero
renació al punto con un matiz suplementario de sueño. Mantuvo el equilibrio
dando un paso atrás y los anchos hombros caídos vibraron debajo de la
chaqueta. Antes que su puño se disparara, Tom se interpuso entre los dos
hombres, de frente a Spade, estorbándole los movimientos de los brazos con
la barriga y con los propios brazos.
—¡No, no, por el amor de Dios! —suplicó Tom.
Al cabo de un larguísimo instante de movilidad, los músculos de Spade
se relajaron.
—Pues sácale de aquí aprisita —dijo. Su sonrisa había vuelto a
desvanecerse, dejando la cara colérica y algo pálida.
Toma, sin alejarse de Spade, aún con las manos sobre los brazos del
detective, volvió la cabeza para mirar al teniente. Sus ojuelos eran de
reproche.
Dundy tenía los puños crispados delante del cuerpo y los pies
firmemente asentados sobre el suelo y algo separados; pero la truculencia
de su expresión ahora estaba matizada por finos halos blancuzcos entre los
irises verdes y los párpados superiores.
—Tómales el nombre y la dirección —ordenó. Tom miró a Cairo, que
dijo al punto:
—Joel Cairo; hotel Belvedere.
Antes que Tom pudiese interrogar a la muchacha, Spade dijo
rápidamente:
—A miss O'Shaughnessy la podréis encontrar siempre preguntándome a
mí por ella.
Tom miró a Dundy, y Dundy dijo, secamente:
—Tómale la dirección.
—Su dirección es mi oficina. Le entregamos las cartas y le comunicamos
los avisos.
Dundy avanzó un paso hasta quedar delante de la muchacha:
—¿Dónde vive usted? —le preguntó. Spade se dirigió a Tom:
—Llévatelo de aquí. Para mi gusto ya ha durado esto bastante.
Tom le miró a los ojos, duros y brillantes, y murmuró:
—Calma, Sam —se abrochó el abrigo, se volvió hacia Dundy y le dijo,
en un tono que fingía ser de indiferencia—: ¿Algo más?
Y dio un paso hacia la puerta.
El gesto feroz de Dundy no logró disimular su vacilación.
Cairo se dirigió rápidamente hacia la puerta también, diciendo:
—Yo también me voy, si mister Spade tiene la amabilidad de darme el
abrigo y el sombrero.
—¿Qué prisa tiene? —le preguntó Spade.
—Todo fue una broma —dijo Dundy, airadamente—, pero, a pesar de
todo, tiene usted miedo de quedarse con ellos.
—No, no, nada de eso —dijo el hombre del Mediterráneo oriental
rebulléndose nervioso, sin mirar a nadie—. Pero es que ya es tarde... y me
voy. Saldré con ustedes, si les es igual.
Dundy apretó los labios con fuerza y nada dijo. Una lucecilla destellaba
en sus ojos verdes.
Spade fue al armario del pasillo y trajo el abrigo y el sombrero de Cairo.
Nada expresaba su rostro. E igualmente inexpresiva fue su voz cuando,
después de ayudar a Cairo a ponerse el abrigo y darle el sombrero, le dijo a
Tom:
—Dile que deje aquí la pistola.
Dundy sacó del bolsillo la pistola de Cairo y la dejó sobre la mesa. Fue
el primero en salir, con Cairo pisándole los talones. Tom se detuvo delante
de Sam, murmurando:
—Ojalá sepas lo que estás haciendo, Sam.
Sin conseguir respuesta, Tom salió detrás de los otros. Spade los
acompañó hasta la esquina del pasillo, y allí permaneció hasta que Tom
cerró la puerta de entrada.
9. BRIGID
Spade volvió a la habitación, se sentó en un extremo del sofá, con los
codos sobre las rodillas y las mejillas apoyadas sobre las palmas, mirando al
suelo y no a Brigid, que le sonreía débilmente desde el sillón. Tenía los ojos
ardientes, y las arrugas del entrecejo que ponían linde a la nariz eran
profundas. Al respirar se le movían las aletas de las fosas nasales.
Cuando Brigid advirtió que Spade no la iba a mirar, dejó de sonreír y le
observó con creciente intranquilidad. Súbitamente, una ira roja encendió el
rostro de Spade, que comenzó a hablar mascullando las palabras con furia.
Sujetándose con las manos la cara enloquecida, clavados los ojos en el
suelo, maldijo a Dundy sin parar durante cinco minutos, obscenamente, con
blasfemias reiteradas, en voz agria y gutural.
Luego se soltó la cabeza, miró a la muchacha, sonrió algo abochornado
y dijo:
—Pueril, ¿no es cierto? Lo sé. Pero es que ¡voto a Dios! ¡Odio que me
peguen y no devolver el sopapo! —Se acarició la barbilla con mimo—. Y no
es que el puñetazo valiera gran cosa. —Se echó a reír, se recostó sobre el
sofá y cruzó las piernas—. Precio de ganga por haber salido ganando. —
Frunció el ceño y añadió—: Pero no lo olvidaré.
La muchacha, sonriendo de nuevo, se levantó del sillón y se sentó en el
sofá junto a él.
—Eres la persona más violenta que he conocido. ¿Eres siempre así de
agresivo?
—Dejé que me pegara, ¿no?
—¡Ah, sí! Pero era un policía.
—No se trata de eso —explicó Spade—. Es que al perder los estribos y
pegarme, el teniente fue más allá de lo que le convenía. Si yo le hubiera
contestado a golpes, entonces ya no hubiera podido ceder. Se hubiera visto
obligado a seguir adelante, y hubiésemos tenido que contar ese imbécil
cuento en la jefatura.
Miró pensativamente a la muchacha y le preguntó:
—¿Qué le hiciste a Cairo?
—Nada —dijo, sonrojándose—. Traté de asustarle para que se estuviera
quieto hasta que los policías se largaran; se asustó demasiado o se puso
demasiado cabezón y gritó.
—¿Y le diste con la pistola, entonces?
—Tuve que hacerlo. Se abalanzó contra mí.
—No sabes lo que estás haciendo. —Y la sonrisa de Spade no ocultó su
enfado—. Es precisamente lo que te dije: andas a trompicones, a tientas,
confiando en la suerte.
—Lo siento, Sam —dijo con una expresión y en una voz que la
contrición tornó dulce.
—Seguro que lo sientes. —Sacó tabaco y papel del bolsillo y empezó a
liar un cigarrillo—. Bueno, ya has hablado con Cairo. Ahora puedes hablarme
a mí.
La muchacha se llevó la punta de un dedo a la boca, mirando
vagamente a través de la habitación sin fijarse en nada, con los ojos muy
abiertos, que luego, ya más cerrados, lanzaron una mirada rápida a Spade.
El detective estaba concentrado en la confección del cigarrillo.
—Sí, claro... —comenzó a decir.
Se quitó el dedo de la boca y se alisó el vestido por encima de las
rodillas. Torció el gesto, mirándoselas. Spade humedeció el borde del papel
de fumar, cerró el cigarrillo y preguntó, mientras buscaba el encendedor:
—¿Bien?
—Es que no tuve tiempo de hablar con Cairo —dijo, haciendo una pausa
después de cada palabra como si las estuviese eligiendo con gran cuidado—.
Nos interrumpieron casi nada más que empezar.
Calló, mirándose aún con ojos adustos las rodillas, y luego volvió los
ojos limpios e inocentes hacia Spade. Spade encendió el cigarrillo y dejó que
la risa le vaciara de humo la boca.
—¿Quieres que le llame por teléfono y le diga que vuelva?
Brigid sacudió la cabeza sin sonreír. Cuando sacudió la cabeza, sus ojos
se movieron de un lado a otro debajo de los párpados, enfocados sobre los
de Spade. Su expresión era inquisitiva.
Spade le abarcó la espalda con un brazo; la mano ahuecada descansó
sobre el hombro desnudo, blanco, suave y más alejado. Brigid se reclinó
sobre el brazo doblado. Y dijo Spade:
—Bueno, estoy escuchando.
La muchacha volvió la cabeza para sonreírle con insolencia juguetona y
le preguntó:
—¿Necesitas el brazo ahí para escuchar?
—No.
Le quitó la mano del hombro y dejó caer el brazo detrás de ella.
—Eres completamente impredecible —murmuró ella. Spade asintió con
un gesto, y dijo, con amable llaneza:
—Sigo escuchando.
—¡Mira la hora que es! —exclamó Brigid, señalando con un dedo hacia
el despertador que, aun en precario equilibrio sobre el libro, indicaba con sus
manecillas de torpe diseño las dos y cincuenta minutos.
—Es que ha sido una velada muy movida.
—Tengo que irme —dijo Brigid, levantándose del sofá—. Esto es
terrible.
Spade siguió sentado. Sacudió la cabeza y dijo:
—No hasta que me hayas contado todo el asunto.
—¡Pero mira qué hora es! —protestó ella—. Y me llevaría horas el
explicártelo todo.
—Pues tendrá que llevártelas.
—¿Estoy presa? —dijo Brigid, alegremente.
—Además, ese muchacho está ahí fuera. Tal vez no se haya ido todavía
a casa para acostarse.
—¿Crees que estará ahí todavía? —y su jovialidad desapareció.
—Probablemente.
—¿No podrías comprobarlo? —dijo, estremeciéndose.
—Sí, bajando a la calle.
—Pero eso sería... ¿Quieres hacerlo?
Spade contempló durante un momento su rostro anhelante y se levantó
del sofá, diciendo:
—Sí.
Sacó del armario un sombrero y un abrigo.
—Tardaré en volver unos diez minutos.
—Ten cuidado —le rogó Brigid, según le acompañaba por el pasillo.
—Lo tendré —dijo Spade. Y salió.
La Post Street estaba vacía cuando Spade salió a ella. Recorrió una
manzana hacia el Este, cruzó la calle, anduvo durante dos manzanas en la
dirección contraria, volvió a cruzar la calle y regresó a su portal sin haber
visto a nadie, excepto a dos mecánicos que estaban trabajando en un coche
dentro de un garaje.
Cuando abrió la puerta de su apartamento vio a Brigid, de pie en la
esquina del pasillo, con el brazo caído a lo largo del cuerpo y la pistola de
Cairo en la mano.
—Sigue ahí —dijo Spade.
Brigid se mordió el labio por dentro, se volvió lentamente y echó a
andar hacia el cuarto de estar. Spade la siguió, dejó el abrigo y el sombrero
sobre una silla y dijo:
—Así que tendremos tiempo para hablar.
Fue a la cocina. Cuando ella apareció en la puerta ya había puesto la
cafetera en la lumbre y estaba cortando rebanadas de una larga barra de
pan francés. Brigid permaneció a la puerta, mirándole con ojos preocupados.
Los dedos de su mano izquierda acariciaban descuidadamente la culata y el
cañón de la pistola que aún tenía en la mano derecha.
—El mantel está ahí —dijo Spade, señalando con el cuchillo de cortar
pan un armario de cocina que formaba un rincón para comer.
La muchacha puso la mesa mientras Spade untaba con liverwurst las
pequeñas rebanadas de pan que acababa de cortar o ponía entre ellas carne
curada en sal. Luego sirvió el café, le añadió coñac de una botella achatada
y los dos se sentaron a la mesa. Lo hicieron juntos, en uno de los banquillos.
La muchacha dejó la pistola en el extremo del banco más próximo a ella.
—Puedes empezar entre bocado y bocado —dijo Spade. Brigid le hizo
una mueca, mordió un emparedado y dijo:
—Eres de lo más insistente.
—Sí, y violento, e impredecible. ¿Qué pájaro es ése, ese halcón que os
tiene a todos tan excitados?
La muchacha siguió mascando la carne y el pan que tenía en la boca,
tragó, contempló atentamente el pequeña semicírculo que el bocado dejó en
la orilla del emparedado y preguntó:
—¿Y si no te lo dijera? ¿Y si no te dijera nada acerca del asunto? ¿Qué
harías?
—¿Te refieres al pájaro?
—Me refiero a todo el asunto.
—Bueno, mi sorpresa no sería lo bastante intensa —dijo Spade,
sonriendo de manera tal que algunos molares mostraron sus coronas—
como para no saber qué hacer.
—¿Y eso sería? —Brigid dejó de concentrar su atención sobre el
emparedado para ocuparla en mirarle la cara—. Eso es lo que quiero saber:
¿qué harías?
Spade sacudió la cabeza.
La burla rizó la sonrisa que apareció en la cara de la muchacha.
—¿Algo... violento e impredecible?
—Pudiera ser. Pero no comprendo qué puedes ganar ahora con callarte.
Todo va saliendo a la luz poquito a poco. Es mucho lo que todavía no sé;
pero también es mucho lo que sí sé y mucho lo que puedo adivinar. Y con
otro día como éste, llegaré a saber incluso cosas que tú no sabes.
—Me imagino que ya las sabes —dijo, y volvió a contemplar el
emparedado con expresión grave—. ¡Pero estoy tan cansada de todo y me
molesta tanto hablar de ello! ¿No sería... no sería igual esperar a que lo
descubrieses todo, como dices que lo vas a descubrir?
—No lo sé —dijo Spade, riendo—. Eso tendrías que decidirlo tú. Mi
método para averiguar las cosas es arrojar, violenta e impredeciblemente,
una barra de hierro en medio de la maquinaria. Por mi parte, no tengo
inconveniente, si tú estás segura de que las piezas, al saltar, no te van a
hacer daño.
Brigid movió intranquila los desnudos hombros, pero calló. Estuvieran
comiendo en silencio durante varios minutos, él con flema, ella pensativa. Y
al cabo, la muchacha dijo en voz apagada:
—Me das miedo. Esa es la verdad.
—No, ésa no es la verdad.
—Lo es —insistió Brigid, en igual voz insonora—. Hay dos hombres que
me dan miedo. Y a los dos los he visto esta noche.
—Comprendo que Cairo te dé miedo —dijo Spade—. Cairo está fuera de
tu alcance.
—¿Y tú no?
—No en el mismo sentido —contestó, sonriendo con intención.
Brigid se sonrojó. Tomó un trozo de pan untado de liverwurst gris. Lo
dejó en el plato. Arrugó la blanca frente y dijo:
—Se trata, como sabes, de una estatuilla negra, suave y brillante, de un
pájaro, de un halcón o gerifalte, así de alta —dijo, señalando con las manos
doce pulgadas, aproximadamente.
—¿Y por qué es tan importante?
Tomó un sorbo de café con coñac antes de mover la cabeza
negativamente:
—No lo sé. Nunca me lo han dicho. Me prometieron quinientas libras
esterlinas si les ayudaba a conseguirlo. Luego Floyd, después que dejamos a
Joel, me dijo que me daría setecientas cincuenta.
—¿O sea que tiene que valer más de siete mil quinientos dólares?
—¡Mucho más! Ellos nunca pensaron darme la mitad. Sólo hicieron un
trato conmigo para que les ayudara.
—¿Para que les ayudaras? ¿Cómo?
La muchacha volvió a llevarse la taza a los labios. Spade comenzó a liar
un cigarrillo sin levantar de la cara de Brigid la mirada entre gris y
amarillenta de sus ojos dominantes. Detrás de ellos, la cafetera borboteaba
sobre el fuego.
—Ayudarles a conseguirlo del hombre que lo tenía en su poder —dijo
ella, lentamente, así que dejó la taza sobre la mesa—. Un ruso llamado
Kemidov.
—¿Cómo?
—Eso no tiene importancia —objetó ella, sonriendo
desvergonzadamente—, de nada te serviría, y, desde luego, no es asunto
que te incumba.
—¿Eso fue en Constantinopla?
Brigid vaciló, asintió con un movimiento de la cabeza y dijo:
—En la isla de Marmara.
—Sigue —dijo Spade, animándola con un movimiento de la mano en
que sostenía el cigarrillo—. ¿Qué pasó después?
—Pero... ¡si eso fue todo! Ya te lo he dicho. Me prometieron quinientas
libras si los ayudaba, yo lo hice, y entonces descubrimos que Joel pensaba
abandonarnos, llevándose el halcón y dejándonos sin nada. Y eso fue
precisamente lo que nosotros hicimos con él. Pero yo no saqué nada en
limpio, porque Floyd no tenía la más mínima intención de pagarme las
setecientas cincuenta libras que me había prometido. Eso lo supe antes de
llegar aquí. Me dijo que iría a venderlo a Nueva York y que entonces me
daría mi parte, pero comprendí que no era verdad.
La indignación había oscurecido sus ojos hasta dejarlos de color violeta.
—Y por eso recurrí a ti, para que me ayudaras a descubrir en dónde
estaba el halcón.
—Supongamos que te hubieras hecho con él. Entonces, ¿qué?
—Hubiera estado en condiciones de discutir las condiciones con Floyd
Thursby.
Spade la miró de reojo y preguntó:
—Pero no hubieras sabido en dónde encontrar más dinero que el que
Thursby te hubiera dado, la cantidad que sabías que él pensaba sacar al
venderlo, ¿no?
—No; no lo sabía.
Spade miró con ojos de disgusto la ceniza que había echado en el plato.
—¿Por qué vale tanto dinero? Debes tener alguna idea, o suponerlo.
—No tengo la más remota idea.
—¿De qué está hecho? —dijo Spade, transfiriéndole el disgusto a ella.
—Porcelana, o piedra negra. No lo sé. Nunca lo he tocado. Sólo lo he
visto durante unos minutos y una sola vez. Me lo enseñó Floyd la primera
vez que lo tuvimos en nuestras manos.
Spade aplastó contra el plato lo que quedaba del cigarrillo, y bebió un
sorbo de café y coñac. Su expresión de enojo ya había desaparecido. Se
limpió los labios con la servilleta, la dejó arrugada sobre la mesa y dijo:
—¡Qué mentirosa eres!
Brigid se levantó y quedó de pie a un extremo de la mesa, mirándole
con ojos oscuros y humillados y comenzando a sonrojarse:
—Soy una mentirosa, siempre lo he sido.
—No te enorgullezcas de ello. Es infantil —dijo Spade, en voz de buen
humor. Y saliendo de entre el banco y la mesa, añadió—: ¿Hay algo de
verdad en todo ese cuento que me has colocado?
La muchacha bajó la cabeza. Brillaron húmedas sus oscuras pestañas.
—Algo... —susurró.
—¿Cuánto?
—Pues... no mucho.
Spade le puso una mano debajo de la barbilla y le levantó la cabeza. Se
echó a reír mirando los ojos humedecidos y dijo:
—Tenemos toda la noche por delante. Echaré más coñac en otro poco
de café y probaremos suerte de nuevo.
A Brigid se le cerraron los ojos.
—¡Estoy tan cansada...! —dijo con voz temblorosa—. ¡Tan cansada de
todo ello, de mí misma, de pensar en nuevas mentiras, de no saber qué es
verdad y qué no lo es...! Quisiera...
Alzó las manos hasta las mejillas de Spade, apretó la boca entreabierta
contra la de él y el cuerpo contra el suyo.
Spade la abrazó, sujetándola contra sí. Los músculos se le marcaron
debajo de las mangas azules, los dedos se perdieron en el cabello rojo hasta
que la mano quedó ahuecada brindando descanso a la cabeza, mientras que
la otra mano dejaba que sus dedos temblorosos tantearan en la esbelta
espalda de la mujer. Sus ojos ardían con luz amarillenta.
10. EL DIVÁN DEL BELVEDERE
El día naciente había convertido a la noche en una sutil humareda
cuando Spade se incorporó. Junto a él, el tenue respirar de Brigid
O'Shaughnessy tenía la regularidad de un sueño profundo. Spade no hizo
ruido al dejar la cama y la alcoba ni al cerrar la puerta de la habitación. Se
vistió en el cuarto de baño. Luego examinó la ropa de la muchacha dormida,
encontró en el bolsillo del abrigo una llave plana, la cogió y salió.
Se dirigió al Coronet y entró en el edificio y en el apartamento de la
muchacha utilizando la llave robada para abrir las puertas. Para quien le
viera, sus movimientos no tuvieron nada de furtivo; entró derechamente y
con paso firme. Pero el oído que estuviera a su escucha apenas hubiese
podido percibir la entrada; habría sido imposible hacerla más silenciosa.
Ya en el apartamento de la muchacha, encendió todas las luces. El
registro fue minucioso. Aunque podía parecer que los ojos y los gruesos
dedos se movían con calma, lo cierto es que nunca se detuvieron, nunca
volvieron sobre el terreno ya examinado, pulgada por pulgada, y todo lo
vieron y palparon, sondearon, escudriñaron y revisaron. Cajones, armarios,
escondrijos, cajas, maletas, el baúl, cerrados con llave o abiertos, y todo
cuanto contenían quedaron sujetos al escrutinio de los ojos y los dedos
celosos. No hubo prenda de ropa que no fuera palpada cuidadosamente en
busca de bultos que delataran la presencia de algo oculto, y los oídos
siempre permanecieron atentos para que no se les escapara el ruido
arrancado por la presión de los dedos inquisidores a un papel escondido.
Desarropó la cama. Fisgó debajo de las alfombras y de todos los muebles.
Bajó los transparentes para asegurarse de que nada había sido escondido en
ellos. Se asomó a las ventanas para comprobar que nada colgaba fuera de
ellas. Hurgó con un tenedor en los botes de polvo y afeites que estaban
sobre el tocador. Colocó al trasluz atomizadores y frascos. Examinó fuentes,
cacerolas, alimentos y tarteras. Vació la lata de la basura sobre periódicos
extendidos en el suelo. Abrió la tapa de la cisterna en el cuarto de baño, la
vació de agua y miró dentro. Examinó y sondeó las rejillas metálicas de los
desagües del lavabo, del baño, del fregadero y de la artesa.
Y no dio con el pájaro negro, ni halló nada que pareciera estar
relacionado con un pájaro negro. El único papel escrito que encontró fue un
recibo, fechado siete días antes, por el alquiler del apartamento durante un
mes pagado por Brigid O'Shaughnessy. Y el único hallazgo que despertó su
interés en suficiente medida como para hacer una pausa en su búsqueda
fueron dos puñados de joyas nada malas que guardaba en una caja
policromada en un cajón del tocador, cerrado con llave.
Acabada su labor, se hizo y bebió una taza de café. Abrió luego la
ventana de la cocina, raspó el borde de su cierre con la navaja y dejó abierta
la ventana, que daba a una escalera de escape para casos de incendio.
Después, tomó el sombrero y el abrigo del sofá del cuarto de estar y
abandonó el apartamento de la misma forma como había entrado en él.
Camino de su casa se detuvo en una tienda que estaba abriendo un
abacero de ojos hinchados y perceptible corpulencia y compró naranjas,
huevos, panecillos, mantequilla y crema natural.
Entró calladamente en su apartamento; pero antes de que hubiera
podido cerrar la puerta, gritó la voz de Brigid:
—¿Quién anda ahí?
—Spade el Joven, que trae el desayuno.
—¡Qué susto me has dado!
La puerta de la alcoba, que él había dejado cerrada, estaba abierta. La
muchacha estaba sentada sobre el borde de la cama, temblando, y su mano
derecha quedaba oculta debajo de la almohada.
Spade dejó los paquetes en la mesa de la cocina y entró en la alcoba.
Se sentó junto a la muchacha y la besó en el hombro sin mácula.
—Quise ver si ese muchacho seguía de guardia, y traer algo para el
desayuno.
—¿Está ahí abajo?
—No.
Brigid suspiró y se apoyó sobre Spade.
—Me he despertado, no estabas tú, y entonces oí que entraba alguien.
¡Qué espanto!
Spade le peinó el pelo rojo con los dedos, apartándoselo de la frente.
—Lo siento, ángel mío. Creí que estaría de vuelta antes de que te
despertaras. ¿Has dormido con la pistola debajo de la almohada?
—No. Y lo sabes muy bien. Salté de la cama y la cogí cuando me llevé el
susto.
Mientras Brigid se bañaba y vestía, Spade preparó el desayuno y volvió
a dejar la llave en el bolsillo del abrigo de Brigid.
Salió ésta del cuarto de baño silbando En Cuba.
—¿Quieres que haga la cama? —preguntó.
—Sería una estupenda idea. Faltan aún dos minutos para que los
huevos estén listos.
El desayuno estaba ya listo sobre la mesa cuando Brigid volvió a la
cocina. Se sentaron como la noche anterior y comieron con apetito.
—Y volviendo a lo del pájaro... —dijo Spade, sin dejar de comer.
La muchacha dejó el tenedor y le miró. Frunció el ceño y arrugó y
contrajo la boca.
—No puedes pedirme que hable de eso esta mañana, precisamente esta
mañana. Me niego.
—La chica es testaruda —dijo Spade, metiéndose un pedazo de pan en
la boca.
No vieron al muchacho cuando Spade y la chica cruzaron la acera para
subir al taxi que los aguardaba. Tampoco el taxi fue seguido. Cuando
llegaron al Coronet, ni el muchacho ni ninguna otra persona andaba por los
alrededores.
Brigid no permitió que Spade entrara con ella.
—Ya es bastante llegar a casa vestida con traje de noche a estas horas
de la mañana, para encima hacerlo acompañada. Espero que no me vea
nadie.
—¿Cenaremos juntos esta noche?
—Sí.
Se besaron. Brigid entró en el Coronet. Spade le dijo al conductor del
taxi:
—Hotel Belvedere.
Cuando entró en el hotel vio al muchacho que le había seguido el día
anterior sentado en un diván del vestíbulo, desde donde podía observar los
ascensores. Parecía estar leyendo un periódico.
El conserje le dijo que Cairo no estaba. Spade arrugó el ceño y se
pellizcó el labio inferior. Unos puntitos de luz dorada comenzaron a bailarle
en los ojos.
—Gracias —le dijo al conserje, y se alejó.
Cruzó lentamente el vestíbulo hasta el diván desde el que podían
observarse los ascensores, y se sentó a no más de doce pulgadas de
distancia del muchacho que leía el periódico.
El muchacho no levantó los ojos del periódico. Visto a esta distancia
representaba indudablemente menos de veinte años. Sus facciones eran
regulares y menudas, consonantes con su estatura y su tez muy lozana y
clara. La blancura de sus mejillas no estaba oscurecida por el menor vestigio
de barba, ni tampoco porque fluyera bajo ellas sangre. Las ropas no eran
nuevas, y su calidad no sobrepasaba lo corriente; mas tanto su traje como
la manera en que lo llevaba descollaban por su pulcritud sencilla y varonil.
Spade le habló en tono natural:
—¿En dónde está? —y al mismo tiempo que hablaba sacudía las hebras
de tabaco para que cayeran desde la bolsa al papel, preparado para
recogerlas.
El muchacho bajó el periódico y volvió la cabeza con deliberada lentitud,
refrenando una mayor y más natural prisa. Miró a Spade con ojos más bien
pequeños, castaños, de pestañas algo largas y rizadas, y la mirada descansó
sobre el pecho del detective.
—¿Qué? —dijo con una voz tan incolora, sosegada y fría como la cara
moza.
—¿Dónde está? —dijo Spade, que andaba atareado con su cigarrillo.
—¿Quién?
—El marica.
La mirada de los ojos castaños fue subiendo a lo largo del pecho de
Spade hasta el nudo de su corbata castaña y se detuvo allí.
—¿Qué quiere? ¿Tomarme el pelo?
—Ya te avisaré cuando lo haga —dijo Spade, humedeciendo el papel del
cigarrillo y mirando al muchacho alegremente—. De Nueva York, ¿no?
El muchacho siguió con la mirada clavada sobre la corbata de Spade y
no respondió. Spade asintió, como si el chico hubiera contestado
afirmativamente y preguntó:
—¿Te echaron de allí?
El chico contempló la corbata de Spade un momento más, volvió a subir
el periódico,, concentró en él su atención y dijo hablando con una esquina de
la boca:
—Lárguese.
Spade encendió el cigarrillo, se acomodó en el diván y habló con
naturalidad y tono placentero:
—Antes de librarte de mí, muchacho, tendrás que hablar conmigo.
Alguno de vosotros tendrá que hacerlo. Y puedes decirle a G que me lo he
jurado.
El muchacho bajó rápidamente el periódico y se volvió hacia Spade,
clavando los ojos castaños sobre la corbata. Tenía las menudas manos
abiertas sobre el vientre.
—Siga buscándose disgustos y los va a encontrar. En abundancia —
hablaba bajo y sin modulaciones, en tono amenazador—. Le he dicho que se
largue. Lárguese.
Spade aguardó a que un hombre barrigudo y con gafas acompañado
por una muchacha rubia de piernas flacas se alejaran lo bastante como para
no oírle. Entonces rió entre dientes y dijo:
—Eso causaría impresión en la Séptima Avenida. Pero ahora no estás en
el territorio de los pandilleros italianos, sino en el mío.
Se tragó el humo del cigarrillo y lo lanzó convertido en una larga
nubecilla azul pálido.
—Bueno, ¿en dónde está?
El muchacho contestó con un insulto obsceno.
—Hay quien se queda sin dientes por hablar así —dijo Spade, aún en
tono normal, aunque su cara adquirió la dureza de una talla—. Si quieres
andar por aquí, tendrás que cuidar la urbanidad.
El muchacho repitió el insulto soez.
Spade dejó caer el cigarrillo en un alto jarrón de piedra que había junto
al diván, alzó una mano y llamó con ella la atención de un hombre que
llevaba algunos minutos parado delante del mostrador del tabaco. El hombre
se dio por enterado bajando la cabeza y vino hacia ellos. Era de edad
mediana y de mediana estatura, rostro lustroso y redondo y complexión
compacta. Vestía ropa seria y oscura.
—¿Qué hay, Sam? —dijo al acercarse.
—Hola, Luke.
Se estrecharon la mano y Luke dijo:
—Oye, terrible lo de Miles.
—Sí. Mala suerte —hizo un gesto indicando al muchacho que estaba a
su lado y dijo—: ¿Cómo dejáis que anden sueltos por el vestíbulo pistoleros
de tres al cuarto como éste, con la pistola estropeándoles la caída de la
ropa?
—¿Sí? —dijo Luke, examinando al muchacho con ojos astutos que se
habían tornado duros repentinamente—. ¿Qué haces tú aquí?
El muchacho se puso en pie, y lo mismo hizo Spade. El chico miró a los
dos hombres, a las corbatas, primero una y después la otra. La corbata de
Luke era negra. Parecía un colegial junto a ellos.
—Está bien, si no buscas nada aquí, lárgate. Y no vuelvas.
—No me olvidaré de ustedes —dijo el muchacho. Y se alejó.
Le vieron salir a la calle. Spade se quitó el sombrero y se enjugó la
frente húmeda con el pañuelo.
—¿De qué se trata? —preguntó el detective del hotel.
—Ni idea —respondió Spade—. Le vi por casualidad. ¿Sabes algo de Joel
Cairo, habitación 635?
—¡Ese! —dijo el detective, con malicia.
—¿Cuánto tiempo lleva en el hotel?
—Cuatro días. Hoy es el quinto.
—¿Qué me dices de él?
—Nada, Sam. No tengo contra él nada más que su aspecto.
—¿Puedes averiguar si vino al hotel anoche?
—Probaré —dijo el detective del hotel, y se alejó. Spade se quedó
sentado en el diván hasta que regresó.
—No —le dijo Luke—. No durmió en su cuarto. ¿De qué se trata?
—De nada.
—Venga, suéltalo. Sabes que yo no abro la boca; pero si hay algo que
marcha mal, tenemos que saberlo para que no se vaya sin pagar la cuenta.
—No es nada de eso —le tranquilizó Spade—. La verdad es que estoy
haciendo un trabajito por su cuenta. Si fuera de cuidado, te lo diría.
—Más te vale. ¿Quieres que le vigile?
—Gracias, Luke. No vendría mal. En estos tiempos cuanto más se sepa
de la gente para quien se trabaja, mejor.
El reloj de encima de los ascensores marcaba las once y veintiún
minutos cuando Cairo entró desde la calle. Traía la cabeza vendada. Su ropa
presentaba el aspecto arrugado de la que se ha llevado puesta durante
muchas horas seguidas. Tenía la cara demacrada, y la boca y los párpados
caídos.
Spade salió a su encuentro junto a la conserjería.
—Buenos días —dijo Spade, con naturalidad.
Cairo irguió el cuerpo cansado; sus facciones se apretaron.
—Buenos días —respondió sin ningún entusiasmo. Hubo una pausa.
—Vamos a algún sitio donde podamos hablar —dijo Spade.
—Le ruego que me excuse si no lo hago —dijo Cairo, alzando la
barbilla—. Nuestras pasadas conversaciones en lugares solitarios no
justifican que yo desee continuarlas. Perdone que le hable con tanta
brusquedad, pero es lo cierto.
—¿Se refiere usted a lo de anoche? —Spade hizo un ademán de
impaciencia con la cabeza y las manos—. ¿Qué diablos quería usted que
hubiese hecho? Creí que lo comprendería. Si empieza usted una pelea con la
muchacha, o permite que ella la empiece con usted, tengo que ponerme del
lado de ella. Yo no sé en dónde está ese maldito pájaro. Usted tampoco.
Ella, sí. ¿Cómo cree usted que le vamos a echar la mano encima si no le
llevo la corriente a la chica?
Cairo vaciló, y dijo, dudando:
—Debo decir que siempre tiene usted preparada una explicación.
—¿Y qué pretende usted que haga? —dijo Spade de mal humor—. ¿Que
aprenda a tartamudear? Mire, aquí podemos hablar —dijo, llevándole hacia
el diván. Una vez sentados, preguntó—: ¿Le llevó Dundy a la jefatura?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo estuvieron trabajándole?
—Hasta hace un rato, muy en contra de mis deseos —dijo Cairo, con
una mezcla de dolor e indignación—. No le quepa a usted duda de que
informaré al Consulado General de Grecia, y acompañado de un abogado.
—Hágalo y verá lo que saca en limpio. ¿Qué logró arrancarle la policía?
—Absolutamente nada —dijo con una sonrisa de orgullo y satisfacción—
. No me pudieron sacar del cuento que usted inventó en su casa —se borró
la sonrisa—. Aunque mucho me hubiera gustado que se le hubiera ocurrido
una historia más razonable. Me sentí ridículo repitiéndolo.
Spade hizo una mueca burlona.
—Es natural. Pero lo que tenía de bueno era precisamente su estupidez.
¿Está usted seguro de que no le sacaron nada?
—Puede usted estar tranquilo, mister Spade. Nada.
Los dedos de Spade tamborilearon sobre el cuero del sofá entre él y
Cairo.
—Volverá usted a saber de Dundy. Siga sin abrir la boca y no le pasará
nada. Y no deje que la imbecilidad de mi cuento le mortifique. De haber
dicho algo sensato hubiésemos acabado en chirona. —Se puso en pie y
añadió—: Se querrá usted acostar si ha estado capeando el temporal en la
jefatura toda la noche. Le veré luego.
Cuando Spade entró en su oficina, Effie estaba diciendo por teléfono:
—No, todavía no.
Miró hacia él y sus labios formaron calladamente la palabra «Iva».
Spade sacudió la cabeza y Effie siguió diciendo:
—Sí, le diré que la llame a usted tan pronto como venga.
Colgó el teléfono y dijo:
—Es la tercera vez que llama esta mañana.
Spade hizo un ruido gutural de enfado.
Effie movió los ojos castaños para señalar el despacho interior.
—Tu miss O'Shaughnessy está ahí dentro. Lleva esperando desde unos
minutos después de las nueve.
Spade asintió como si lo hubiese esperado y preguntó:
—¿Algo más?
—Ha llamado el sargento Polhaus. No dejó ningún recado.
—Ponme al habla con él.
—Y ha llamado G.
Los ojos de Spade se iluminaron. Preguntó:
—¿Quién?
—G. Eso es lo que dijo —y su aire de indiferencia personal acerca del
asunto fue perfecto—. Cuando le dije que no estabas, me dijo: «Cuando
llegue, ¿quieres hacer el favor de decirle que G recibió su recado y que
volverá a llamar?»
Spade movió los labios como si estuviera saboreando algo muy de su
gusto.
—Gracias, cariño. A ver si puedes encontrar a Tom Polhaus.
Abrió la puerta de su despacho, entró y volvió a cerrarla.
Brigid, vestida igual que el día de su primera visita se levantó de una
silla junto a la mesa de escribir y se llegó a él rápidamente:
—Alguien ha estado en mi apartamento. Está todo patas arriba, todo.
—¿Se han llevado algo? —y expresó un asombro moderado.
—Creo que no. No lo sé. Me dio miedo quedarme allí. Me cambié de
ropa a toda prisa y vine aquí. ¡Seguro que ese chico te siguió hasta mi casa!
—No, ángel mío —dijo Spade, negando con la cabeza Sacó del bolsillo
un ejemplar de la primera edición de un diario de la tarde, lo abrió y le
mostró un cuarto de columna con un titular que decía: LADRÓN
AHUYENTADO POR UN GRITO.
«Una mujer joven, llamada Carolina Beale, que vivía sola en un
apartamento de la Sutter Street, había sido despertada aquella madrugada a
las cuatro por el ruido que alguien hacía moviéndose en su alcoba. Lanzó un
grito y el merodeador huyó. Otras dos mujeres que vivían solas en el mismo
edificio descubrieron por la mañana señales de que unos ladrones habían
entrado en el piso durante la noche. A ninguna de las tres mujeres le habían
robado nada.»
—Ahí fue donde me libré de él —explicó Spade—. Entré en esa casa y
me escabullí por la puerta trasera. Por eso los tres pisos registrados son de
tres mujeres que viven solas. El muchacho probó suerte en los tres
apartamentos que, según las tarjetas del vestíbulo, estaban ocupados por
mujeres solas, buscándote bajo un nombre supuesto.
—¡Pero si estuvo vigilando tu casa cuando los dos estábamos en ella! —
objetó.
Spade se encogió de hombros.
—No hay ningún motivo para suponer que trabaje solo. O quizá fue a la
Sutter Street cuando comenzó a pensar que te ibas a quedar conmigo toda
la noche. Hay muchas posibilidades, pero en cualquier caso, a mí no me
siguió hasta el Coronet.
Brigid no se mostró convencida:
—Pues lo encontró. O alguien lo hizo.
—Seguro —dijo Spade, mirándole los pies adustamente—. Me pregunto
si pudo ser Cairo. No ha aparecido por su hotel en toda la noche y no ha
llegado allí hasta hace unos minutos. Me dijo que ha estado aguantando un
interrogatorio de la policía toda la noche. No sé.
Dio la vuelta, abrió la puerta y le preguntó a Effie:
—¿Ha conseguido usted localizar a Tom?
—No está. Probaré de nuevo dentro de unos minutos.
—Gracias.
Spade cerró la puerta y quedó de frente a Brigid. La muchacha le miró
con ojos nublados:
—¿Has ido esta mañana a ver a Joel?
—Sí.
—¿Por qué? —preguntó ella, después de vacilar.
—¿Que por qué? —dijo Spade, sonriendo desde lo alto—. Por una
sencilla razón, amor mío: tengo que permanecer más o menos en contacto
con todos los cabos sueltos de este enloquecedor asunto, si es que he de
comprender algún día de qué se trata. —La besó ligeramente en la punta de
la nariz y la hizo sentarse en una silla. Se sentó en su sillón, de frente a
ella—. Y ahora supongo que tenemos que buscarte un nuevo hogar, ¿no es
eso?
Brigid asintió enfáticamente y dijo:
—Lo que es allí, no vuelvo.
Spade dio unas palmaditas a la mesa a la altura de sus muslos y puso
una cara pensativa. Y luego dijo:
—Creo que lo tengo. Aguarda un minuto —y salió del despacho y cerró
la puerta.
Effie alargó la mano hacia el teléfono y dijo:
—Probaré otra vez.
—Espera. ¿Sigue diciéndote tu intuición femenina que esa muchacha es
una santa, o algo por el estilo?
Effie le miró alerta:
—Sigo creyendo, a pesar de todas las complicaciones que se pueda
haber buscado, que es una buena chica, si es eso lo que quieres decir.
—Eso es lo que quiero decir. ¿Te encuentras lo bastante fuerte como
para ayudarla?
—¿Cómo?
—¿Podrías tenerla en tu casa unos días?
—¿En mi casa?
—Sí. Han registrado en su piso. Es la segunda vez esta semana que
entran ladrones. Sería mejor para ella no estar sola. Y sería una gran ayuda
que tú la hospedaras, si puedes.
Effie se inclinó hacia adelante y preguntó, con acento de verdadero
interés:
—¿De veras está en peligro, Sam?
—Creo que sí.
Effie se rascó un labio con la uña:
—Mamá se va a pasar el día verde de terror... Tendré que decirle que
se trata de una testigo sorpresa, o de alguien a quien tienes que tener
oculto hasta el último momento, o algo así...
—Eres un encanto —dijo Spade—. Mejor será que te la lleves allí ahora
mismo. Le diré que me dé la llave de su apartamento y yo llevaré lo que
necesite. Vamos a ver. No deben veros salir juntas de aquí. Tú, vete a casa
ahora. Toma un taxi y asegúrate de que no te siga nadie. No creo que te
sigan, pero asegúrate de ello. Yo la mandaré para allá en otro taxi dentro de
un rato, teniendo cuidado de que no la sigan.
11. EL HOMBRE GORDO
Estaba sonando el teléfono cuando Spade regresó a su despacho
después de haber enviado a Brigid a casa de Effie. Lo descolgó.
—Diga... Sí, habla Spade... Sí, me lo dieron. Estaba esperando saber
algo de usted... ¿Quién?... ¿Mister Gutman? Sí, sí, claro... Pues ahora...
Cuanto antes, mejor... ¿12-C?... Conforme. Digamos unos quince minutos...
Está bien.
Se sentó sobre una esquina de la mesa, junto al teléfono, y lió un
cigarrillo. Su boca dibujaba una V, dura y complacida. Los ojos, que
observaban cómo los dedos liaban el cigarrillo, parecían rescoldos debajo de
los párpados inferiores subidos.
Se abrió la puerta y entró Iva.
—Hola, cariño —dijo Spade, en voz tan afable como la expresión que su
cara repentinamente había adoptado.
—¡Perdóname, Sam, perdóname! —dijo ella, con voz ahogada por los
sollozos.
Se había quedado junto a la puerta, haciendo con las manos
enguantadas y pequeñas una pelotita con un pañuelo bordeado de negro,
mirando a Spade a la cara con ojos temerosos, rojos e hinchados.
Spade no se levantó del sillón ante la mesa esquinada.
—Seguro, mujer. No es nada. No pienses más en ello.
—Pero, Sam —gimió—, es que yo mandé a esos policías a tu casa.
Estaba furiosa, loca de celos, y les telefoneé y les dije que si iban allí que
averiguarían algo sobre el asesinato de Miles...
—¿Y qué te hizo pensar tal cosa?
—¡Si no lo pensaba! Pero estaba furiosa, Sam, y quería hacerte daño.
—Bueno, puso las cosas bastante difíciles —la rodeó con un brazo y la
atrajo hacia sí—. Pero ya pasó todo. Ahora que no se te ocurran más de esas
ideas locas.
—¡No, no! —prometió—. ¡Jamás! Pero anoche no fuiste bueno conmigo.
Te encontré frío, distanciado, y quisiste librarte de mi presencia. Y yo, que
había ido hasta allí, que te estuve esperando tanto tiempo para avisarte, y
tú...
—¿Avisarme de qué?
—Acerca de Phil. Ha averiguado lo de... que estás enamorado de mí.
Miles le había dicho que yo le había pedido el divorcio, aunque, claro, él
nunca supo por qué, y ahora Phil cree que nosotros..., que tú mataste a su
hermano porque no quiso concederme el divorcio, para poder casarnos. Me
dijo que eso era lo que creía, y ayer fue a la policía y lo contó.
—Precioso —dijo Spade, sin alzar la voz—. Y tú viniste a avisarme, y
sencillamente porque yo estaba ocupado te subiste a la parra y te pusiste a
ayudar a Phil Archer a que animara las cosas.
—Estoy arrepentida —gimió—. Ya sé que no me perdonarás... Lo siento,
Sam, lo siento, lo siento...
—Y haces bien en sentirlo, por ti misma, además de por mí. ¿Te ha
visto Dundy después de oír a Phil todo eso? ¿O alguien de la brigada?
—No —y la alarma le hizo abrir ojos y boca.
—Pues irán a verte. Y más vale que no te encuentren aquí. ¿Les dijiste
quién eras cuando les telefoneaste?
—¡Oh, no! Sólo les dije que si iban a tu casa inmediatamente
averiguarían algo acerca del asesinato, y colgué.
—¿Desde dónde llamaste?
—Desde el drug-store de más arriba de tu casa... ¡Sam, amor mío,
yo...!
Spade le dio unas palmaditas en el hombro y dijo, afablemente:
—Realmente, fue una argucia tonta; pero lo hecho, hecho está. Más
vale que te vayas a casa y pienses lo que vas a decirle a la policía. No
tardarás en tener noticias de ellos. Tal vez lo mejor sería que contestaras
que no a todo. —Pareció fruncir el ceño a alguna cosa lejana—. O quizá
fuera preferible que vieras a Sid Wise.
Spade retiró el brazo con que le rodeaba el talle a la chica, sacó una
tarjeta del bolsillo, garrapateó tres líneas en el reverso y se la dio.
—A Sid le puedes contar todo. O casi todo. ¿En dónde estabas la noche
que mataron a Miles?
—En casa —respondió Iva, sin vacilar.
Spade negó con la cabeza sonriendo pícaramente.
—Sí que estaba —insistió ella.
—No —dijo él—, pero si eso es lo que deseas decir, a mí me parece
bien. Ve a ver a Sid. Tiene la oficina en la esquina siguiente, en la casa rosa,
habitación 827.
Los ojos zarcos de la mujer trataron de escudriñar los grises de reflejos
amarillos de Spade.
—¿Por qué dices que yo no estaba en casa?
—Sencillamente porque no estabas.
—Sí que estaba. —Y al hablar, sus labios hicieron una mueca de ira que
también oscureció los ojos—. Te lo ha dicho Effie Perine —dijo, indignada—.
La vi mirando mi ropa y espiando. Sabes muy bien que no le gusto, Sam.
¿Por qué crees lo que te dice de mí, si sabes que haría cualquier cosa para
crearme dificultades?
—¡Las mujeres! —dijo Spade, apaciblemente. Miró su reloj de muñeca—
. Tendrás que irte, amor mío. Ya voy a llegar tarde a una cita. Haz lo que
quieras, pero yo en tu lugar le diría a Sid la verdad, o no le diría nada. Te
puedes callar los detalles que no quieras decirle, pero no inventes otros para
reemplazarlos.
—No te estoy mintiendo, Sam —protestó.
—No, qué va —dijo Spade al ponerse en pie.
Iva se puso de puntillas con esfuerzo para acercar su cara a la de
Spade.
—¿No me crees, Sam? —susurró.
—No te creo.
—¿Y no me perdonarás lo que he hecho?
—Seguro que te perdono —dijo, inclinándose y besándola en la boca—.
Eso ya pasó. Y ahora, corre, vete.
Iva se abrazó a Spade.
—¿No quieres venir conmigo a ver a mister Wise?
—No puedo; además, no haría más que estorbar —le acarició los
brazos, se desembarazó de ellos y le besó la muñeca, entre la bocamanga y
el guante. Luego le puso las manos sobre los hombros, le hizo dar media
vuelta para dejarla mirando a la puerta y la empujó suavemente—. Vete —
ordenó.
El muchacho con quien había hablado en el vestíbulo del Belvedere le
abrió la puerta de caoba de la suite 12 C del hotel Alexandria. Spade le dijo
«¡hola!» sin malquerencia. El chico no contestó. Se hizo a un lado y mantuvo
abierta la puerta.
Spade entró. Un hombre gordo salió a su encuentro.
Era de una corpulencia sebosa, con bulbos rosáceos por carrillos, labios,
sotabarbas y pescuezo, con una gran barriga blanda y ovoide en vez de
torso, y conos colgantes que hacían las veces de brazos y piernas. Al
aproximarse a Spade, todos los bulbos subieron y temblaron para luego
derrumbarse a cada paso, como un enjambrado conjunto de pompas de
jabón aún no desprendidas del canuto que las hinchó. Sus ojos, constreñidos
por los montículos de grasa que los rodeaban, eran morenos y de mirar
astuto. En el amplio cráneo le crecían diseminadamente rizos oscuros. Vestía
chaqué negro, chaleco negro, corbata de plastrón negra, adornada por una
perla de rosado oriente, pantalones estambrados, a rayas, y zapatos de
charol.
Su voz era un runrún gutural.
—¡Ah, mister Spade! —dijo con entusiasmo, y alargó una mano
semejante a una estrella gorda y rosada. Spade le dio la mano, sonrió y
dijo:
—¿Cómo está usted, mister Gutman?
Sin soltar a Spade, el hombre gordo le puso la otra mano debajo del
codo y le condujo por la alfombra verde hasta un sillón de terciopelo verde,
junto a una mesa en la que había un sifón, varios vasos y una botella de
Johnnie Walker en una bandeja, así como una caja con cigarros puros,
Coronas del Ritz, dos periódicos y una caja pequeña y sencilla de una
especie de pórfido amarillento.
Spade se sentó en el sillón verde. El hombre gordo comenzó a llenar
dos vasos con whisky y sifón. El muchacho había desaparecido. Las tres
puertas en los distintos lienzos de la habitación estaban cerradas. La cuarta
pared, a espaldas de Spade, tenía dos ventanas que daban a la Geary
Street.
—Comenzamos bien, señor mío —ronroneó el hombre gordo,
volviéndose para ofrecer un vaso—. Yo desconfío de un hombre que dice
«basta» cuando le están sirviendo de beber. Pues si ha de tener cuidado de
no beber demasiado, esto indica que no es de fiar cuando lo hace.
Spade tomó el vaso sonriendo y esbozó una reverencia por encima de
él.
El hombre gordo alzó su vaso y lo contempló al trasluz de la ventana.
Meneó la cabeza varias veces en mudo elogio de las burbujas que subían.
—Bien, señor mío, brindo por las palabras francas y un claro
entendimiento —dijo.
Ambos bebieron.
El hombre gordo miró a Spade con ojos sagaces y le preguntó:
—¿Es usted hombre de pocas palabras?
—Me gusta hablar —dijo Spade, negando con la cabeza.
—¡Mejor que mejor! —exclamó el hombre gordo—. Pues no me fío de
los hombres callados. Suelen elegir el momento menos indicado para hablar,
y dicen cosas poco juiciosas. El hablar es algo que no se puede hacer
juiciosamente sin el debido entrenamiento. —Destellaron sus ojos por
encima del vaso—. Nos llevaremos bien, mister Spade, nos llevaremos bien.
¿Un cigarro? —dijo después de dejar el vaso en la mesa y alargando hacia
Spade la caja de Coronas del Ritz.
Spade tomó un puro, le cortó la punta y lo encendió. En tanto, el
hombre gordo había dispuesto otro sillón de terciopelo verde de frente a
Spade y a distancia conveniente, y colocado un cenicero de pie entre los dos
asientos. Cogió el vaso de la mesa y un cigarro de la caja, y se sentó en el
sillón. Los bulbos dejaron de agitarse y quedaron en fláccido descanso.
Tras un suspiro de satisfacción, dijo:
—Y ahora, señor, hablemos, si le parece. Y le diré sin reticencias que
soy un hombre a quien le gusta hablar con la gente a la que también le
gusta hacerlo.
—Magnífico. ¿Vamos a hablar del pájaro negro?
El hombre se echó a reír, y los bulbos subieron y bajaron al compás de
la risa.
—¿Hablamos de ello? Hablaremos —respondió. Su rosada cara relucía
de contento—. Usted es mi hombre, señor mío, un hombre a la medida de
mis gustos. Nada de andarse por las ramas, sino derecho al asunto.
¿Hablamos del pájaro negro? Hablaremos. Eso me gusta, caballero. Me
gusta esa manera de hacer las cosas. Hablaremos desde luego acerca del
pájaro negro. Pero antes, caballero, le ruego que conteste a una pregunta,
aunque pudiera ser innecesaria, para que nos entendamos mutuamente
desde el principio. ¿Está usted aquí como representante de miss
O'Shaughnessy?
Spade lanzó una bocanada de humo por encima de la cabeza del
hombre gordo, y el humo fue como una larga pluma corva. Contempló
pensativamente el ceniciento extremo de su cigarro y respondió hablando
despacio:
—No puedo decir ni que sí ni que no. No hay nada seguro aún. —Miró al
hombre gordo, la expresión pensativa de su rostro se borró, y acabó
diciendo—: Todo depende.
—¿Depende de...?
Spade sacudió la cabeza.
—Si yo supiera de qué depende, podría decir que sí o que no.
El hombre gordo dio un sorbo al vaso, lo tragó y propuso:
—¿Depende quizá de Joel Cairo?
—Quizá —dijo Spade rápidamente, pero sin que ello le comprometiera a
nada concreto.
También él bebió un sorbo.
El hombre gordo se inclinó hacia adelante hasta que la barriga le
detuvo. Su sonrisa fue amable, y también su runrún.
—Entonces, ¿cabe decir que la cuestión es a cuál de los dos va a
representar usted?
—Esa es una manera de decirlo.
—¿Será la una o el otro?
—No he dicho eso.
Brillaron los ojos del hombre gordo. Su voz bajó hasta convertirse en un
susurro gutural:
—¿Quién más hay?
Spade se apuntó al pecho con el puro y dijo:
—Yo.
El hombre gordo se hundió en el respaldo de la silla y dejó que su
cuerpo se relajara. Resopló largo y con gusto.
—Eso es magnífico, caballero —ronroneó—. Eso es magnífico. Me gusta
un hombre que dice francamente que toma en cuenta sus propios intereses.
¿Acaso no lo hacemos todos? No me fío de un hombre que dice que no los
tiene en cuenta. Y el que dice la verdad cuando asegura que desprecia sus
propios intereses, ése es el que menos confianza me merece, porque es un
asno, y un asno que contradice las leyes de la naturaleza.
Spade espiró humo. Su expresión era de atención cortés. Dijo:
—Sí, sí. Y ahora vamos a hablar del pájaro negro.
El hombre gordo sonrió con benevolencia.
—Hablemos de ello.
Hizo un guiño tan marcado, que los montecillos de sebo se arracimaron
y de los ojos sólo quedó visible un oscuro brillo.
—Mister Spade, ¿tiene usted idea de la cantidad de dinero que se puede
ganar con ese pájaro negro?
—No.
El hombre gordo volvió a inclinarse hacia adelante y puso una mano
bermeja e hinchada sobre el brazo del sillón de Spade.
—Si yo se lo dijera, señor mío, si le dijera nada más que la mitad de lo
que vale..., me llamaría usted embustero.
—No, no —dijo Spade, sonriendo—. Ni siquiera aunque lo pensara. Pero
si no quiere usted correr ese riesgo, dígame qué es ese pájaro, y yo
calcularé los beneficios.
Rió el hombre gordo.
—No lo podría hacer usted. Nadie podría hacerlo a menos de tener una
vasta experiencia con objetos de tal índole.
El hombre gordo volvió a reír y los bulbos entrechocaron de nuevo entre
sí. Pero la risa se detuvo repentinamente; los labios quedaron entreabiertos,
tal como la risa los dejara. Clavó los ojos sobre Spade con una intensidad
que le hizo parecer miope y preguntó:
—¿Quiere usted decir que no sabe de qué se trata? —y el asombro
eliminó la ronquera de su voz.
Spade movió el cigarro puro con aire indiferente.
—Bueno, claro, sé el aspecto que dicen que tiene. Sé su valor, el valor
que ustedes le dan, cotizado en vidas. Pero no sé qué es.
—¿No se lo dijo ella?
—¿Miss O'Shaughnessy?
—Sí. Preciosa chica, señor mío.
—Vaya. No, no me lo dijo.
Los ojos del hombre gordo eran destellos velados que se escondían
emboscados detrás de rosados montoncillos de carne.
—Ella tiene que saberlo —dijo, confusamente—. ¿Y tampoco se lo ha
dicho Cairo?
—Cairo es un hombre cauto. Está dispuesto a comprar, pero no se
atreve a decirme nada que yo no sepa.
El hombre gordo se humedeció los labios con la lengua.
—¿En cuánto está dispuesto a comprarlo Cairo?
—Diez mil dólares.
El hombre gordo dejó oír una risa despreciativa:
—¡Diez mil dólares! Ni siquiera libras, fíjese, por favor, ¡ni siquiera
libras! Es lo que de griego lleva dentro: ¿Y usted qué le dijo?
—Que si se lo entregaba, esperaba que me pagara los diez mil.
—Ah, claro, sí —la frente del hombre gordo tembló para dejar ver un
ceño que las carnes tornaron borroso—. Pero ellos deben saberlo —dijo a
media voz, y luego más recio—: Pero ¿lo saben? ¿Saben lo que es ese
pájaro? ¿Qué impresión sacó usted?
—En eso no le puedo ayudar —confesó Spade—. Mis elementos de juicio
son pocos. Cairo no dijo ni que lo supiera, ni que no lo supiera. La muchacha
me dijo que no lo sabía, pero no saqué de ello ninguna conclusión.
—Lo cual fue juicioso por su parte —dijo el hombre gordo, aunque
resultaba evidente que estaba pensando en otra cosa.
Se rascó la cabeza. Frunció el ceño hasta que la frente quedó surcada
por arrugas de un rojo violento. Se rebulló en el sillón todo lo que su tamaño
y el tamaño del sillón permitieron. Cerró los ojos, de súbito los abrió por
completo, y le dijo a Spade:
—Puede que no lo sepan.
El rosáceo y bulboso rostro descartó poco a poco su expresión de duda;
y luego, más lentamente, fue dibujándose en él una felicidad inefable.
—Si no lo saben... —clamó, para seguir así—: Si no lo saben..., ¡soy yo
la única persona del mundo que lo sabe!
Spade retrajo los labios en una apretada sonrisa y dijo:
—Celebro haber venido al sitio indicado.
El hombre gordo también sonrió, pero de manera imprecisa. El contento
de antes había desaparecido de su cara, y aunque perduraba la sonrisa,
ahora los ojos expresaban cautela. La cara era una máscara sonriente de
ojos avizores que se interponían entre sus pensamientos y Spade. Los ojos
dejaron de mirar a Spade y se desviaron hacia el vaso que éste tenía junto
al codo, iluminándosele el rostro.
—¡Caramba! ¡Pero si tiene el vaso vacío!
Se levantó del asiento y se acercó a la mesa. Los vasos, la botella y el
sifón retinglaron cuando sirvió más de beber.
Spade permaneció inmóvil en su sillón hasta que el hombre gordo le
alargó otra vez el vaso lleno con un cortés ademán, y le dijo en tono jocoso:
—¡Esta clase de medicina nunca le hará daño, señor mío!
Spade dejó entonces el sillón, se acercó al hombre gordo, bajó la
mirada dura y brillante hasta él, alzó el vaso, y dijo deliberada y
retadoramente:
—Por las palabras claras y la buena comprensión.
El hombre gordo inició una risita. Los dos bebieron. El hombre gordo se
sentó. Tenía el vaso sujeto por las dos manos contra la panza. Sonrió y dijo:
—Puede ser sorprendente, pero quizá sea cierto que ni Cairo ni la
muchacha sepan exactamente qué es el pájaro, y que nadie en este amplio
y delicioso mundo lo sepa, si exceptuamos a este humilde servidor de usted,
Casper Gutman, de rancia estirpe de hidalgos.
—Magnífico —dijo Spade, que permanecía sentado con las piernas
abiertas, una mano en el bolsillo del pantalón y la otra sujetando el vaso—.
Cuando me lo diga usted, sólo seremos dos quienes lo sepamos.
—Matemáticamente exacto, señor mío. —Y los ojos del hombre gordo
brillaron. Luego se abrió más su sonrisa y añadió—: Pero no estoy seguro de
que se lo vaya a decir.
—No sea estúpido —dijo Spade, pacientemente—. Usted sabe lo que
vale el pájaro. Pero yo sé en dónde está. Por eso nos encontramos aquí.
—Perfectamente. ¿En dónde está?
Spade hizo caso omiso de la pregunta.
El hombre gordo frunció los labios, alzó las cejas e inclinó ligeramente
la cabeza hacia el lado izquierdo.
—¿Ve? Yo debo decirle lo que sé, pero usted no quiere decirme lo que
sabe. No puede decirse que esto sea equitativo. No, no; así no creo que
podamos concluir negocio alguno.
A Spade se le mudó el color, y su cara expresó dureza. Habló con voz
furiosa y rápida.
—Vuelva a pensarlo, y a pensarlo de prisa. Ya le dije a ese monicaco
que le ronda que tendría usted que hablar conmigo antes que el asunto
acabara. Ahora le digo que o habla usted hoy o puede considerarse fuera del
negocio. ¿Para qué me está haciendo perder el tiempo? ¡Usted y sus
estúpidos misterios! ¡Santo Dios! Yo sé perfectamente qué es lo que el
Gobierno atesora en cámaras acorazadas subterráneas, pero ¿de qué me
sirve? Me las puedo arreglar perfectamente sin usted y mandarle al diablo. Y
puede que usted hubiera podido arreglárselas sin mí si no se hubiera
cruzado en mi camino. Pero ahora ya no puede. En San Francisco, no. O se
franquea usted hoy conmigo o puede olvidarse del asunto. Y la va a hacer
hoy.
Se volvió y tiró el vaso sobre la mesa con airado descuido. El vaso
chocó con la madera, se rompió en añicos y derramó su contenido y los
trozos relucientes sobre la mesa y la alfombra. Spade, sin ver ni oír lo que le
había ocurrido al vaso, dio media vuelta para quedar nuevamente delante
del hombre gordo.
El gordo no prestó más atención que Spade a la suerte corrida por el
vaso. Fruncidos los labios, alzadas las cejas, ligeramente inclinada hacia la
izquierda la cabeza, su rostro rosado había permanecido complaciente
mientras Spade fustigaba el aire con sus palabras. Y así continuó una vez
que Spade se calló.
Aún furioso, Spade añadió:
—Y otra cosa. No quiero que...
Se abrió la puerta que quedaba a la izquierda de Spade. Entró el
muchacho que le había franqueado la entrada. Cerró la puerta y quedó ante
ella, con las manos pegadas a los muslos y mirando a Spade. Tenía los ojos
muy abiertos y oscuros, con las pupilas grandes. Su mirada se paseó por
todo el cuerpo de Spade, desde los hombros hasta las rodillas, para luego
quedar fija sobre el pañuelo, cuyo borde castaño se asomaba al bolsillo
superior de la chaqueta, también castaño, de Spade.
—Y otra cosa —repitió Spade, mirando retadoramente al muchacho—.
Va usted a mantener alejado de mí a esa cría de pistolero mientras decide lo
que va a hacer. Porque si no, le voy a matar. No me gusta. Me pone
nervioso. Y le voy a matar la primera vez que se interponga en mi camino.
Ni siquiera le voy a dar una oportunidad de defenderse. Ni una. Le mataré.
Los labios del muchacho esbozaron la mueca de una sonrisa apagada.
No alzó la mirada ni tampoco habló. El hombre gordo dijo, en voz tolerante:
—La verdad, señor mío, debo decir que tiene usted un genio de lo más
violento.
—¿Genio? —dijo Spade, riendo insensatamente. Cruzó la habitación
hasta la silla en donde había dejado cl sombrero, se lo caló, extendió el largo
brazo que acababa en un gruesa dedo que apuntaba a la panza del hombre
gordo y dijo, con voz rabiosa que llenó toda la habitación:
—Piénselo, y piénselo más que de prisa. Tiene usted hasta las cinco y
media para hacerlo. A esa hora estará usted interesado en el asunto o... no
lo estará, definitivamente.
Dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo, miró con ira al hombre gordo
durante un instante, hizo otro tanto con el muchacho y salió por la puerta
por la que había entrado. Cuando la abrió, se volvió y dijo bruscamente:
—Las cinco y media. Y después, se acabó la función.
El muchacho, sin dejar de mirar al pecho de Spade, repitió el soez
insulto que había pronunciado ya dos veces en el Belvedere. No lo dijo en
voz alta; lo dijo con odio.
Spade salió dando un portazo.
12. EL TIOVIVO
Spade bajó en el ascensor de las habitaciones de Gutman, secos los
labios, pálido y húmedo el semblante. Cuando sacó el pañuelo para secarse
la cara, advirtió que le temblaba la mano. Dedicó a su mano una sonrisa y
un «¡uff!» tan fuerte que el chico del ascensor volvió la cabeza y le
preguntó:
—¿Decía el señor?
Spade se dirigió por la Geary Street hasta el hotel Palace, en donde
almorzó. Cuando se sentó a la mesa, su cara había perdido ya la palidez, los
labios, la sequedad y la mano, el temblorcillo. Comió con gusto y sin
apresurarse, y luego fue al despacho de Sid Wise.
Al entrar en él vio que Wise estaba mordiéndose las uñas, con los ojos
clavados en la ventana. Apartó la mano de la boca, hizo girar el sillón para
quedar de cara a Spade y dijo:
—Hola. Acerca una silla.
Spade colocó una silla junto a la mesa abarrotada de papeles y se
sentó.
—¿Ha venido mistress Archer por aquí?
—Sí —un ligerísimo destello brilló en los ojos de Wise—. ¿Te vas a casar
con ella?
Spade resopló con enojo por la nariz.
—¡Vaya! ¡Ahora eres tú el que empieza con eso! —gruñó.
Una fugaz sonrisa cansada arqueó los labios del abogado.
—Si no lo haces, no te faltará trabajo.
Spade alzó la vista del cigarrillo y habló en voz agria:
—¿Quieres decir que no te faltará a ti? Bueno, pues para eso estás.
¿Qué te ha dicho?
—¿Acerca de ti?
—Acerca de cualquier cosa que yo deba saber.
Wise se pasó los dedos por entre el pelo, lo que hizo que nevara la
caspa sobre sus hombros.
—Me dijo que trató de conseguir el divorcio de Miles para poder...
—Todo eso ya lo sé —le interrumpió Spade—. Te lo puedes ahorrar.
Dime lo que yo no sepa.
—¿Y cómo quieres que sepa lo que ella te ha...?
—Deja ya de andarte por las ramas, Sid —dijo Spade, aplicando la
llama del mechero a la punta del cigarrillo—. De lo que te ha dicho, ¿qué es
lo que quiere que yo no sepa?
Wise reprendió a Spade con la mirada.
—Bueno, Sammy, eso no es... —empezó a decir. Spade miraba hacia el
techo y dijo, en son de queja:
—¡Bonita cosa! He aquí a mi abogado, un hombre que se ha enriquecido
a mi costa, ¡y tengo que ponerme de rodillas y suplicarle que me informe! —
Bajó los ojos hacia Wise y le preguntó—: ¿Para qué crees que te la mandé?
—Con un cliente más como tú —se quejó Wise, con una mueca de
cansancio— acabaría en un manicomio o en la cárcel de San Quintín.
—¡Bueno! ¡Allí te reunirías con la mayor parte de tus clientes! ¿Te dijo
en dónde estuvo la noche en que mataron a Miles?
—Sí.
—¿En dónde?
—Siguiéndole.
Spade se enderezó en la silla y guiñó los ojos. Y después exclamó, en
tono incrédulo:
—¡Ay, Dios! ¡Las mujeres! —Luego se echó a reír, aflojó los músculos y
preguntó—: ¿Y qué vio?
—No mucho —respondió sacudiendo lentamente la cabeza—. Cuando
Miles volvió a cenar aquella noche, le dijo a ella que tenía una cita con una
chica en el St. Mark, y añadió, para exasperarla, que aquélla era la ocasión
de conseguir el divorcio que deseaba. Al principio, Iva creyó que estaba
tratando, sencillamente, de irritarla. Él sabía que.
—Conozco la historia de la familia. Sáltatela... Dime qué hizo ella.
—Lo haré si me dejas. Cuando él se fue, Iva empezó a pensar que quizá
estuviera citado de verdad. Tú conocías a Miles, y hubiera sido muy suyo.
—Puedes ahorrarte también lo relativo al carácter de Miles.
—Lo que debería es no decirte nada —dijo el abogado—. Iva sacó el
coche del garaje, fue al St. Mark y se quedó sentada detrás del volante,
enfrente del hotel. Vio salir a Miles, que iba siguiendo a un hombre y a una
mujer. Me dijo que la misma chica con quien te vio anoche a ti. La chica
salió delante de él. Entonces comprendió que Miles estaba trabajando.
Supongo que esto la desilusionó y enfureció; al menos esa impresión me dio
al oírla. Siguió a Miles lo bastante como para asegurarse de que,
efectivamente, estaba siguiendo a la pareja, y entonces fue a tu casa. Tú no
estabas.
—¿A qué hora fue eso?
—¿Cuándo llegó a tu casa?
—La primera vez entre nueve y media y diez.
—¿La primera vez?
—Sí. Estuvo dando vueltas en el coche durante media hora y volvió a
probar suerte. O sea, que llegarían a eso de las diez y media. Tú aún no
estabas en casa. Se dirigió al centro de la ciudad, entró en un cine para
hacer tiempo y allí se estuvo hasta bastante después de las doce, pensando
que a esa hora sería más probable encontrarte en casa.
—¿Entró en un cine a las diez y media? —dijo Spade, con expresión
cejijunta.
—Eso me dijo, en el cine que hay en la Powell Street, que está abierto
hasta la una. No quiso volver a casa porque no quería que Miles llegara
después que ella. Por lo visto, a Miles solía sacarle de quicio que ella llegara
después que él, sobre todo más tarde de las doce. Se quedó en el cine hasta
que cerró.
En un punto, las palabras de Wise comenzaron a salir más lentamente,
y en sus ojos pudo apreciarse un brillo sardónico.
—Me dijo que decidió no volver a tu casa. No estaba segura de que te
gustara el que fuera a verte tan tarde. Así que se fue a Tait, en Ellis Street,
comió algo y regresó a casa... sola.
Wise empezó a mecerse en el sillón aguardando a que Spade dijese
algo. La cara de Spade carecía de expresión.
—Tú... ¿la creíste?
—¿No la crees tú? —replicó Wise.
—¿Cómo lo voy a saber? ¿Cómo voy a saber si todo eso es un cuento
que inventasteis entre los dos para colocármelo a mí?
—A los desconocidos no debe resultarles fácil que les aceptes un
cheque, ¿verdad, Sammy?
—A puñados, no. Bueno, ¿y qué más? Naturalmente, Miles no estaba en
casa. Ya serían las dos. Tenían que verlo. Y Miles estaba muerto.
—Miles no estaba en casa —dijo Wise—. Parece que la enfureció de
nuevo el que Miles no hubiese llegado antes que ella, ya que esto le hubiera
permitido a ella enfurecerle a él. Entonces sacó el coche otra vez y volvió a
tu casa.
—Y yo no estaba. Estaba viendo el cadáver de Miles. ¡Santo Dios! ¡Qué
de vueltas! ¡Qué tiovivo es éste! ¿Y después?
—Volvió a su casa. Su marido aún no había regresado, y mientras se
estaba desnudando llegó tu mensajera con la noticia de la muerte de Miles.
Spade no habló hasta que no acabó de liar y encender con gran cuidado
otro cigarrillo. Entonces dijo:
—No está mal pergeñado. Parece coincidir con la mayor parte de los
hechos que conozco. Seguramente lo creerán.
Los dedos de Wise, al peinar otra vez el pelo, hicieron caer más caspa
sobre los hombros. Estudió la cara de Spade con curiosidad y le preguntó:
—Pero ¿tú te lo crees?
Spade se sacó el cigarrillo de entre los labios.
—Ni lo creo, ni lo dejo de creer, Sid. No sé una palabra del asunto.
Una sonrisa agria torció la boca del abogado. Movió los hombros
cansados y dijo:
—Eso es. Te estoy engañando. ¿Por qué no te buscas un abogado
honrado, uno de quien te puedas fiar?
—Murió hace mucho —dijo Spade al ponerse en pie—. Te estás
volviendo picajoso, ¿eh? Como ya no tenga bastantes cosas en qué pensar,
ahora tendré, además, que recordar que debo tratarte con mucha cortesía.
¿Se puede saber qué he hecho? ¿Acaso se me olvidó hacer una genuflexión
al entrar?
Sid sonrió, algo abochornado:
—Sammy, eres un pelma —dijo.
Effie estaba de pie en medio del primer despacho cuando Spade entró.
Miró a Spade con ojos de preocupación y le preguntó:
—¿Qué ha pasado?
La expresión de Spade se tornó grave, al responder:
—¿Qué ha pasado, dónde?
—¿Por qué no vino ella?
Spade dio dos zancadas, agarró a Effie por los hombros y le gritó a la
cara, aterrada:
—¿No llegó a tu casa?
Effie sacudió violentamente la cabeza de uno a otro lado.
—Estuve esperando y esperando, y no llegó. Y no pude encontrarte por
teléfono, y por eso he venido.
Spade retiró las manos bruscamente y las hundió en los bolsillos del
pantalón.
—Otro tiovivo —dijo dando voces de furia, y entró en su despacho. Pero
volvió a salir y ordenó—: Llama a tu madre. A ver si ha llegado.
Comenzó a pasear por el despacho mientras la muchacha telefoneaba.
Cuando acabó, le dijo:
—No. ¿La... la enviaste en un taxi?
El gruñido de Spade probablemente quería decir que sí.
—¿Estás seguro de que ella...? ¡Alguien ha tenido que seguirla!
Spade dejó de pasear. Se puso en jarras y lanzó una mirada de enojo a
la muchacha. Luego dijo, a gritos desmesurados:
—¡No la siguió nadie! ¿Me has tomado por un colegial? Antes de meterla
en un taxi me aseguré de que no nos seguían. Luego fui con ella durante
doce manzanas para estar más seguro todavía. Y la seguí durante otras seis
manzanas después de bajarme del taxi en que iba ella.
—Sí, pero...
—Pero no llegó. Ya me lo has dicho. Lo creo. ¿Es que crees que
sospecho que sí que llegó a tu casa?
Effie ahogó un puchero.
—Lo que es seguro es que te estás portando como un colegial.
Spade hizo un ruido gutural extraño y se dirigió a la puerta que daba al
pasillo general.
—La voy a encontrar aunque tenga que levantar el alcantarillado —
dijo—. Tú quédate aquí hasta que yo vuelva o hasta que sepas de mí. Por el
amor de Dios, a ver si conseguimos hacer algo a derechas.
Salió, recorrió la mitad del camino hasta los ascensores, deshizo el
camino y abrió la puerta del despacho. Effie estaba sentada delante de su
mesa.
—Debieras conocerme lo bastante bien como para no hacerme caso
cuando me pongo así —le dijo.
—Si crees que te hago el más mínimo caso, estás loco —repuso Effie.
Cruzó los brazos y se palpó los hombros para añadir, con un gesto equívoco
de la boca—: Eso sí, hasta dentro de dos semanas no voy a poder ponerme
un vestido de noche, bruto, más que bruto.
Spade sonrió humildemente y dijo:
—No sirvo para nada, amor mío.
Y luego de hacer una profunda reverencia, volvió a salir.
En la parada de taxis de la esquina había dos taxis amarillos. Los
conductores estaban juntos, charlando, Spade se llegó a ellos y les
preguntó:
—¿Por dónde anda el taxista rubio y colorado que estaba aquí esta
tarde?
—Se fue a hacer un servicio —dijo uno de los conductores.
—¿Volverá aquí?
—Supongo.
El segundo conductor señaló con la cabeza calle abajo y dijo:
—Ahí viene.
Spade fue hasta la esquina y permaneció junto a la calzada hasta que el
taxista rubio y colorado aparcó el coche y bajó. Se acercó a él y le dijo:
—A eso del mediodía me llevó usted a mí y a una señora a la Stockton
Street, hasta la de Sacramento y luego a la de Jones. Allí bajé yo.
—Así es —dijo el hombre rubicundo—. Lo recuerdo.
—Le dije que la llevara a un número de la Novena Avenida. No la llevó
allí. ¿Adónde fueron?
El hombre se restregó un carrillo con una mano sucia, miró a Spade
recelosamente y dijo:
—Bueno..., en cuanto a eso...
—No tenga cuidado —le tranquilizó Spade, dándole una de sus
tarjetas—. Ahora, si quiere usted sentirse más tranquilo, podemos ir a su
oficina y que su superior dé la conformidad.
—Bueno, parece que no hay truco. La llevé al edificio Ferry.
—¿Sola?
—Sí, desde luego.
—¿No la llevó usted antes a ningún otro lado?
—No. Verá usted, la cosa fue así: después que se bajó usted del coche,
me dirigí hacia Sacramento, pero cuando llegamos a la Polk dio unos golpes
en el cristal y me dijo que quería comprar un periódico, así que yo paré en
una esquina, le silbé a un chico y compró el periódico.
—¿Qué periódico?
—El Call. Bueno, pues tiré otra vez hacia Sacramento, y no habíamos
hecho más que cruzar Van Ness cuando volvió a pegar en el cristal y me dijo
que la llevara al edificio Ferry.
—¿Parecía nerviosa, o algo?
—No le noté nada.
—¿Y cuando llegaron al edificio Ferry?
—Me pagó, y se acabó.
—¿Había alguien esperándola allí?
—Si había alguien, yo no lo vi.
—¿Qué camino tomó?
—¿En el Ferry? Pues no lo sé. Puede que subiera o que se dirigiera
hacia la escalera.
—¿Se llevó el periódico?
—Sí, lo tenía debajo del brazo cuando me pagó.
—¿Con la hoja rosa hacia fuera, o con la blanca?
—¡Caray! De eso sí que no me acuerdo...
Spade le dio las gracias y le dijo, dándole medio dólar de plata.
—Tome, cómprese un cigarro.
Spade compró el Call y entró en un portal para examinarlo.
Sus ojos recorrieron rápidamente los titulares de la primera página, y
luego los de la segunda y de la tercera. Se detuvieron un momento en
Detenido por sospechoso de falsificación que aparecía en la cuarta página, y
luego al llegar a la quinta, en Muchacho de la bahía trata de matarse de un
tiro. Las páginas 6 y 7 nada contenían que mereciera su atención. En la 8, la
atrajo Tres muchachos detenidos por robo en San Francisco después de un
tiroteo, y así llegó sin más peripecias hasta la página 35, en la que aparecían
el parte meteorológico, el movimiento del puerto, notas agrícolas, de
finanzas, de divorcios, nacimientos, bodas y muertes. Leyó la lista de los
fallecidos, pasó rápidamente las hojas 36 y 37 -cotizaciones de Bolsa-, no
encontró nada de interés en la 38 y última página, suspiró, dobló el
periódico, se lo metió en el bolsillo del abrigo, y lió un cigarrillo.
Cinco minutos permaneció en el portal del edificio de oficinas, fumando,
con la mirada perdida y de mal humor. Entonces fue caminando Stockton
Street arriba, paró un taxi y se dirigió a Coronet.
Entró en el edificio, y luego en el departamento de Brigid con la llave
que ella le había dado. El vestido azul de la noche anterior estaba tirado
encima de los pies de la cama. Las medias y los zapatos azules estaban en
el suelo de la alcoba. La caja policroma que contuvo las joyas en el cajón del
tocador estaba ahora vacía y encima del mueble. Spade la contempló con
mirada hosca, se pasó la lengua por los labios, fue de un lado a otro por las
distintas habitaciones, mirándolo todo y no tocando nada, y acabó por salir
del Coronet y volver al centro de la ciudad.
A la puerta del edificio en que estaba su despacho se dio de cara con el
guardaespaldas de Gutman. El chico se puso delante de Spade, cerrándole el
paso y dijo:
—Venga. Le quiere ver.
El muchacho conservaba las manos en los bolsillos del abrigo. Los dos
bolsillos estaban más abultados de lo que resultaría razonable si sólo
hubieran contenido las manos.
Spade sonrió y dijo, burlonamente:
—No te esperaba hasta las cinco y veinticinco. ¿Te he hecho esperar?
El muchacho alzó la mirada hasta la boca de Spade y dijo en tono
forzado, como si algo le doliera físicamente:
—Usted siga metiéndose conmigo y se va a encontrar de buenas a
primeras sacándose una bala del ombligo.
Spade se echó a reír y dijo alegremente:
—Cuanto más ruin el rufián, más cháchara sabe. Vamos, andando.
Subieron la Sutter Street el uno junto al otro. El chico no sacó las
manos de los bolsillos del abrigo. Recorrieron en silencio como una
manzana, y entonces Spade preguntó, apaciblemente:
—¿Cuánto tiempo hace que te pasaste desde la acera de enfrente,
chico?
El muchacho no demostró haber oído la pregunta.
—¿Alguna vez has...? —comenzó a decir Spade.
Pero se interrumpió. Una luz apagada había comenzado a iluminar
tenuemente sus ojos amarillentos. No volvió a dirigirse al muchacho.
Entraron en el Alexandria, subieron en el ascensor al duodécimo piso y
echaron a andar por el pasillo que conducía a las habitaciones de Gutman. El
pasillo estaba desierto.
Spade se rezagó ligeramente. Cuando estaban a seis pasos de la puerta
de Gutman, Spade se hallaba ya como a un paso detrás del muchacho. En
ese momento se inclinó hacia un lado súbitamente y agarró por detrás los
dos brazos del chico, un poco por debajo de los codos. Le forzó a extender
los brazos hacia adelante de tal manera que las manos, embutidas en los
bolsillos del abrigo, levantaron éste. El muchacho se debatió y retorció, pero,
sujeto como estaba por las manos de Spade, nada pudo hacer. Coceó con
furia, mas sus pies pasaron por entre las piernas abiertas de Spade.
Spade le levantó en vilo y luego le bajó con fuerza sobre los pies. El
impacto hizo poco ruido sobre la gruesa alfombra. En el mismo momento en
que los pies del chico dieron contra el suelo, las manos del detective se
deslizaron por sus brazos y agarraron las muñecas. El chico, apretando los
dientes, seguía tratando de soltarse de las manos que le sujetaban, pero no
pudo lograrlo, ni tampoco evitar que las manazas de Spade se apoderaran
de las suyas. Los dientes del chico rechinaban, hacienda un ruido que se
entremezcló con el de la respiración de Spade, cuando éste estrujó las
manos prisioneras la una contra la otra.
Ambos permanecieron tensos e inmóviles durante un larguísimo
instante. Luego, los brazos del chico cayeron desmadejados. Spade le soltó y
dio un paso atrás. En cada mano de Spade, una vez fuera de los bolsillos del
abrigo del muchacho, había una pistola automática de grueso calibre.
El chico se volvió y quedó de frente a Spade. Su rostro estaba
mortalmente pálido y sin expresión. Tenía las manos en los bolsillos del
abrigo. Clavó la mirada en el pecho de Spade y permaneció en silencio.
Spade se metió las dos pistolas en los bolsillos y sonrió
despreciativamente.
—Vamos adentro —le dijo—. Esto le va a gustar mucho a tu patrón.
Se acercaron a la puerta de Gutman, y Spade llamó con los nudillos.
13. EL REGALO DEL EMPERADOR
Gutman abrió la puerta. Una alegre sonrisa iluminaba el obeso rostro.
Alargó la mano y dijo:
—Pase, pase. Muchas gracias por haber venido... Pase usted.
Spade le estrechó la mano y entró. El muchacho do hizo después que
él. El hombre gordo cerró la puerta. Spade sacó de los bolsillos las dos
pistolas del chico y se las ofreció a Gutman.
—No debiera usted dejarle que fuera por ahí con estas cosas. Se va a
hacer daño.
El hombre gordo rió alegremente y cogió las pistolas.
—¡Vaya, vaya! —dijo—. ¿Qué ha pasado...? —y miró a Spade y al chico.
—Nada de particular —respondió Spade—. Un chico tullido vendedor de
periódicos que se las quitó. Pero yo hice que se las devolviera.
El demudado muchacho cogió las pistolas de manos de Gutman y se las
metió en el bolsillo. No dijo ni una palabra.
Gutman volvió a reírse:
—Vaya, vaya... Le aseguro que vale la pena conocerle a usted. Es usted
un sujeto notable, asombroso. Pase, pase. Siéntese. Deme el sombrero.
El muchacho salió de la habitación por la puerta que quedaba a la
derecha de la de entrada.
El hombre gordo acomodó a Spade en un sillón de terciopelo verde
junto a la mesa, le instó a que aceptara un cigarro puro y le ofreció fuego,
escanció whisky y agua de seltz, entregó un vaso a Spade, y con otro en la
mano, se sentó enfrente de él.
—Y ahora —dijo—, espero que me permita presentarle mis disculpas...
—Déjelo estar —dijo Spade—. Vamos a hablar del pájaro negro.
El hombre gordo inclinó la cabeza hacia un lado y contempló a Spade
con ojos de admiración.
—Perfectamente —asintió—. Hablemos del pájaro negro.
Tomó un sorbo de su vaso y siguió diciendo:
—Este va a ser, señor mío, el relato más asombroso que haya usted
oído; y lo digo a sabiendas de que un hombre que descuelle en su profesión
debe de haber oído cosas muy fuera de lo corriente con el correr de los
años.
Spade inclinó la cabeza cortésmente.
El hombre gordo arrugó los ojos y preguntó:
—¿Qué sabe usted, señor mío, de la Orden de los Caballeros
Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, más tarde llamados Caballeros de
Rodas y por otros nombres?
Spade alzó el puro en el aire.
—No mucho. Sólo lo que recuerdo de cuando estudiaba Historia en el
colegio. Eran cruzados, o algo así.
—Muy bien. ¿Recuerda usted que Solimán el Magnífico los echó de
Rodas en 1523?
—No.
—Pues lo hizo, señor mío, lo hizo, y entonces se establecieron en Creta.
Allí permanecieron siete años, hasta que en 1530 persuadieron al emperador
Carlos V a que les cediera —y Gutman alzó tres hinchados dedos y contó de
uno a tres— Malta, Gozo y Trípoli.
—¿Sí?
—Sí, pero con estas condiciones: que tendrían que pagar al emperador
un tributo anual consistente en un —alzó el dedo— halcón como
reconocimiento de que Malta seguía bajo el dominio de España, y que si
alguna vez abandonaban la isla, ésta revertiría a España. ¿Comprende? El
emperador se la cedía, pero únicamente a condición de que la habitaran, no
pudiendo cederla o venderla a nadie.
—Sí.
El hombre gordo volvió la cabeza y miró sucesivamente a las tres
puertas cerradas, acercó su sillón a unas cuantas pulgadas de distancia del
de Spade y bajó la voz hasta que se convirtió en un ronco murmullo.
—¿Tiene usted alguna idea acerca de la riqueza, de la enorme riqueza,
de la incalculable riqueza de la Orden en aquellos tiempos?
—Si no recuerdo mal —dijo Spade— tenían bien cubierto el riñón.
Sonrió Gutman indulgente.
—Bien cubierto, señor mío, se me antoja una expresión excesivamente
moderada.
El susurro de su voz se hizo aún más bajo y cuchicheante:
—Nadaban en riquezas. No tiene usted idea. Ni usted ni nadie. Llevaban
años y más años cogiéndoles botín a los sarracenos, y habían llegado a
atesorar lo que nadie sabe en gemas, metales preciosos, sedas, marfiles...,
lo mejor del Oriente. Esto, señor mío, es pura historia. Todos sabemos que
para ellos, y también para los Templarios, las guerras santas eran en gran
medida una cuestión de botín. Pues bien, el emperador Carlos les cede
Malta, y todo el censo que les pide es la entrega de un miserable pájaro al
año, una pura formalidad. ¿No es muy natural que aquellos caballeros
incalculablemente ricos buscaran alguna manera de expresar su
agradecimiento? Y eso, señor mío, es precisamente lo que hicieron. Se les
ocurrió la feliz idea de pagar a Carlos el tributo correspondiente al primer
año, no con un ruin pájaro de plumas y carne, sino con un maravilloso
halcón de oro, embellecido de la cabeza a las patas con las más finas joyas
que hallaron en sus arcas. Y no lo olvide, señor mío, las tenían maravillosas:
las mejores, las más ricas llegadas del Asia.
Cesó el murmullo de Gutman. Sus ojos sagaces y oscuros examinaron
el rostro de Spade, que se mostraba apacible. Y el hombre gordo preguntó:
—¿Bien, señor mío? ¿Qué le parece?
—No lo sé.
El hombre gordo sonrió indulgente.
—Tales son los hechos, los hechos históricos. Hechos que no encontrará
usted en el libro de Historia de un colegial, ni en la Historia de mister Wells,
pero historia indudable, a pesar de todo.
Se inclinó hacia Spade y prosiguió:
—Los archivos de la Orden, desde el siglo XII en adelante, siguen en
Malta. No están intactos, pero en lo que queda de ellos existen tres —y alzó
tres dedos— alusiones que no pueden referirse sino a este enjoyado halcón.
En Les Archives de l'Ordre de Saint-Jean se encuentra una alusión a ello;
una alusión indirecta, ciertamente, pero alusión, no obstante. En la obra
inédita de Paoli, inédita porque no estaba terminada cuando murió;
Dell'origine ed istituto del sacro militar ordine se expresan los hechos a que
he venido refiriéndome de manera clara e inequívoca.
—Está bien —dijo Spade.
—Está muy bien, señor mío. Villiers de l'Isle-Adam, el Rector o Gran
Maestre, hizo que los esclavos turcos del castillo de San Angelo fabricaran
este pájaro enjoyado y se lo envió a Carlos, que se encontraba en España.
Lo envió en una galera al mando de un caballero francés llamado Cormier o
Corvere, miembro de la Orden.
La voz volvió a quedar convertida en un susurro:
—Jamás llegó a España.
Sonrió con los labios apretados y preguntó:
—¿Ha oída usted hablar de Barbarossa, o Barbarroja, o Khair-ed-Din?
¿No? Un famoso almirante de los bucaneros que por aquel entonces tenían
su guarida en Argel. Pues Barbarroja se apoderó de la galera de los
Caballeros y del pájaro. El pájaro fue a parar a Argel. Eso es un hecho. Eso
es un hecho que cita el historiador francés Pierre Dan en una de las cartas
que escribió desde Argel. Escribió que el pájaro permaneció allí durante más
de cien años, hasta que se lo llevó Sir Francis Verney, un aventurero inglés
que vivió con los piratas argelinos durante algún tiempo. Quizá no se lo
llevó, pero Pierre Dan creía que sí, y eso me basta.
»Nada dice acerca del pájaro de lady Francis Verney en sus Memoirs of
the Verney Family during the Seventeenth Century. Es cierto. Y es bastante
probable que Sir Francis no estuviera en posesión del pájaro cuando falleció
en un hospital de Mesina en 1615, pues estaba sin blanca. Pero, señor mío,
no cabe negar que el pájaro fue a Sicilia. Es seguro que se encontraba allí;
pasó a manos de Víctor Amadeo II poco antes de subir al trono en 1713, y
fue uno de los regalos que le hizo a su esposa, con la que se casó en
Chambery después de abdicar. Eso es un hecho, señor mío. Carutti, autor de
Storia del Regno di Vittorio Amadeo II, lo certifica.
»Pudiera ser que Amadeo y su esposa lo llevaran consigo a Turín
cuando él trató de revocar el acta de su abdicación. Sea como fuere,
apareció más tarde en posesión de un español que perteneció al ejército que
tomó a Nápoles en 1734, el padre de don Jasé Moñino y Redondo, conde de
Floridablanca, ministro de Carlos III. Nada hay que indique que no
permaneció en posesión de esa familia, al menos hasta el final de la guerra
carlista, el año 40. Entonces apareció en París, en los días en que París
estaba lleno de carlistas que habían tenido que salir de España. Uno de ellos
lo llevó consigo a París, aunque, fuera quien fuere, es probable que no
estuviera enterado de su verdadero valor. Pues indudablemente como
medida de precaución, lo habían pintado o esmaltado durante la guerra
carlista de España para que no pareciera más que una estatuilla negra de
algún interés. Y de esta guisa disfrazado, señor mío, estuvo andando, por
así decirlo, de un lado a otro en París durante setenta años, pasando de
manos de los propietarios particulares a las de los marchantes; y todos
fueron lo bastante estúpidos como para no darse cuenta de lo que se
ocultaba bajo su negra piel.
El hombre gordo hizo una pausa para sonreír y para sacudir la cabeza
deplorando tanta estupidez. Luego reanudó su historia:
—Durante setenta años, señor mío, este objeta maravilloso pudiera casi
decirse que fue lanzado a puntapiés, como un balón de fútbol, de un
extremo a otro de París, hasta que en 1911, un anticuario griego, llamado
Charilaos Konstantinides, topó con él en una tienducha. Ninguna capa de
esmalte bastaba para ocultar a los ojos y el olfato del anticuario griego su
verdadero valor. Y Charilaos fue quien desentrañó la mayor parte de su
historia y quien identificó lo que en realidad era el pájaro. Yo oí rumores
acerca del asunto y logré sacarle la mayor parte de la historia, aunque luego
yo, personalmente, haya averiguado algunos detalles más.
»Charilaos no tenía prisa en convertir de inmediato en dinero su
hallazgo. Porque sabía que, aunque su valor intrínseco era enorme, se
podría obtener por él un precio muy superior, un precio tremendo una vez
que su autenticidad quedara indudablemente demostrada. Es posible que se
le ocurriera la idea de tratar con alguna de las órdenes que vienen de la
primitiva: la orden inglesa de San Juan de Jerusalén, la Johanniter orden
prusiana, o los capítulos italianos o alemanes de la Soberana Orden de
Malta, todas ellas órdenes ricas.
El hombre gordo alzó su vaso, sonrió al verlo vacío y se levantó para
llenarlo, al mismo tiempo que el de Spade.
—¿Empieza usted a creerme un poquito? —preguntó mientras apretaba
la palanquita del sifón.
—No he dicho que no.
—No —rió socarronamente Gutman—. Pero había que ver su cara.
Se sentó, bebió generosamente y se limpió los labios con suaves toques
de un pañuelo blanco.
—Pues bien, a fin de que no corriera peligro en tanto que proseguía con
sus investigaciones, Charilaos hizo esmaltar el pájaro de nuevo, dejándolo,
según parece, en el estado en que hoy se halla. Justo un año después de
comprarlo -y esto ocurría posiblemente tres meses después que yo le hiciera
contarme la verdad-, leí en el Times, en Londres, que un ladrón había
entrado en la tienda del griego y que lo había asesinado. Al día siguiente, yo
estaba en París.
Meneó afligidamente la cabeza.
—El pájaro había desaparecido. Créame, señor mío, mi furia no tuvo
límites. Yo estaba en la creencia de que sólo yo sabía lo que significaba ese
halcón. No creía que Charilaos se lo hubiera dicho a nadie más. El ladrón se
había llevado gran cantidad de objetos, lo que me hizo suponer que había
robado el pájaro junto con el resto de su botín sin saber de qué se trataba.
Porque puedo asegurar que un ladrón conocedor del valor del halcón no
hubiera cargado con ninguna otra cosa; no, a no ser que se tratara de las
joyas de la Corona.
Entornó los ojos. Le cruzó por la mente algún pensamiento que le hizo
sonreír complacido. Abrió los ojos y dijo:
—De eso hace ya diecisiete años. Diecisiete años me llevó localizar el
pájaro, pero al fin lo logré. Deseaba poseerlo, y no soy hombre que me
desanime fácilmente cuando de verdad quiero algo. —Y al decirlo, su sonrisa
se ensanchó—. Lo quería y lo encontré; lo quiero, y mío va a ser.
Apuró su vaso, volvió a secarse los labios y reintegró el pañuelo al
bolsillo.
—Le seguí la pista hasta dar con él en casa de un general ruso, un tal
Kemidov, en un barrio de las afueras de Constantinopla. El ruso no sabía
una palabra acerca del pájaro. Para él no era sino una figurilla esmaltada;
pero su espíritu de contradicción, típico en un general ruso, hizo que se
negara a vendérmelo cuando le hice una oferta. Tal vez el ansia me hizo ser
torpe, aunque no mucho. No lo sé. De lo que sí estoy seguro es de que
deseaba la estatuilla y temía que aquel estúpido militarote comenzara a
hacer averiguaciones acerca de lo que poseía o que hiciera saltar un trocito
de esmalte... Así que envié a unos..., bueno, a unos agentes míos para que
se apoderaran del pájaro. Y ellos sí se apoderaron de él..., ¡pero yo, no!
Se puso en pie y llevó el vaso a la mesa.
—Pero lo voy a conseguir. ¿Su vaso, señor mío?
—Entonces, ¿el pájaro no pertenece a ninguno de ustedes, sino a un tal
general Kemidov? —preguntó Spade.
—¿Pertenecer? —dijo el hombre gordo, jovialmente—. Bueno, señor
mío, cabría decir que pertenece al rey de España. Y no veo cómo sería
posible adjudicar a ninguna otra persona un claro título de propiedad,
excepto el nacido de la tenencia, de la posesión física del objeto —dijo con
una risa alegre—. Un objeto de tal valor, que ha pasado de mano en mano
por los métodos que le he relatado, pertenece, indudablemente, a
quienquiera que pueda conseguirlo.
—Entonces, ¿ahora es propiedad de miss O'Shaughnessy?
—No, excepto como agente mío.
—¡Oh! —dijo Spade, con tono irónico.
Gutman permaneció contemplando reflexivamente el tapón de la botella
que tenía en la mano y preguntó:
—¿Es seguro que lo tiene ella?
—Bastante.
—¿En dónde?
—No lo sé con exactitud.
El hombre gordo soltó la botella de golpe sobre la mesa.
—¡Pero me dijo que sí lo sabía!
Spade hizo un ademán de indiferencia con la mano.
—Quise decir que sé en dónde encontrarlo cuando llegue el momento.
Los rosáceos bulbos del rostro de Gutman se ordenaron más
beatíficamente.
—Y... ¿lo sabe?
—Sí.
—¿En dónde?
Spade sonrió pícaramente y dijo:
—Eso déjemelo a mí. Corre de mi cuenta.
—¿Cuándo?
—Cuando yo esté listo.
El hombre gordo frunció los labios. Su sonrisa tan sólo mostró un
ligerísimo matiz de inquietud.
—Mister Spade, ¿en dónde está miss O'Shaughnessy?
—En mis manos. Y bien segura.
Gutman sonrió satisfecho.
—No me cabe ninguna duda de que ya se habrá usted encargado de
ello. Y ahora, señor mío, antes de comenzar a hablar de precios, dígame una
cosa: ¿cuál es el plazo mínimo en que podría, o querría, entregar el halcón?
—Un par de días.
El hombre gordo asintió:
—Eso es satisfactorio. Pero se nos está olvidando el alimento.
Se volvió hacia la mesa, escanció whisky, le añadió agua de seltz, dejó
un vaso junto al codo de Spade y alzó el suyo.
—Por un acuerdo equitativo y ganancias que nos basten a los dos.
Bebieron. Se sentó el hombre gordo. Spade preguntó:
—¿Qué sería para usted un acuerdo equitativo?
Gutman contempló su vaso al trasluz con expresión afectuosa, dio un
largo sorbo y dijo:
—Tengo que hacerle dos propuestas. Usted elija: darle veinticinco mil
dólares cuando me entregue el halcón y otros veinticinco mil a mi llegada a
Nueva York; o darle la cuarta parte, el veinticinco por ciento, del precio que
consiga del pájaro. Ahí tiene usted: o cincuenta mil dólares casi a toca teja,
o una cantidad mucho mayor dentro de, digamos, dos meses.
—¿Mayor? ¿Cuánto?
—Mucho mayor —repitió el hombre gordo—. ¿Quién puede saber
cuánto? ¿Cien mil dólares? ¿Un cuarto de millón? ¿Me creería usted si le digo
la cifra que considera la mínima probable?
—¿Por qué no?
El hombre gordo se chupó los labios con ruido y bajó la voz al nivel del
susurro:
—¿Qué le parecería un cuarto de millón?
Spade entornó los ojos.
—Entonces, ¿usted cree que el bicho vale dos millones?
—Para utilizar sus mismas palabras, ¿por qué no?
Spade vació su vaso y lo dejó sobre la mesa. Se puso el cigarro entre
los labios, se lo quitó de ellos, lo miró y lo volvió a la boca. El reflejo
amarillento de los ojos parecía algo turbio.
—Es mucho dinero —dijo.
El hombre gordo asintió.
—Mucho dinero es —dijo inclinándose y dando unas palmaditas sobre
las rodillas de Spade—. Pero se trata, por lo menos, de esa cifra, o Charilaos
Konstantinides era tonto de capirote; y no lo era.
Spade volvió a sacarse el cigarro puro de entre los labios, y a
contemplarlo con ligero asco, tras lo cual lo dejó en el cenicero de pie. Cerró
los ojos con fuerza, apretándolos, y los volvió a abrir. Su turbiedad era
ahora más pronunciada.
—Por lo menos, ¿eh? —dijo—. ¿Y el máximo?
Resultó notorio que la x de la última palabra no le salió nada bien.
—¿El máximo? —dijo Gutman, alzando una mano con la palma hacia
arriba—. Me niego en absoluto a hacer cábalas. Me tomaría usted por loco.
No hay manera de calcularlo, señor mío; y ésta es la verdad, la única
verdad.
Spade trató de evitar que el labio inferior se le cayera hacia abajo,
separándose del otro. Sacudió la cabeza impacientemente. En sus ojos se
encendió una lucecilla de temor, y la turbiedad en aumento casi apagó su
mirada. Se puso de pie apoyándose con las manos sobre los brazos del
sillón. Volvió a sacudir la cabeza y dio un paso vacilante. Se rió con risa
incierta y dirigió un insulto soez al hombre gordo.
Gutman se puso en pie de un salto. Entrechocaron los globos de sebo.
Sus ojos parecían agujeros oscuros taladrados en una cara grasienta y
rosácea.
Spade movió la cabeza de un lado a otro hasta que los apagados ojos
quedaron en dirección a la puerta, pero no enfocados sobre ella. Dio otro
paso inseguro.
—¡Wilmer! —llamó el hombre gordo, con un grito seca.
Se abrió una puerta y entró el muchacho.
Spade dio un tercer paso. Su rostro estaba grisáceo y los músculos
maxilares le abultaban, hinchados como tumores, bajo las orejas. Las
piernas no volvieron a enderezársele cuando dio el cuarto paso. Sus ojos
nublados estaban ya casi cubiertos por los párpados. Inició el quinto paso.
El muchacho se le acercó a Spade por delante, pero sin interponerse
completamente entre él y la puerta. Tenía la mano derecha escondida
debajo de la chaqueta, encima del corazón. Las comisuras de la boca le
temblaban.
Spade trató de dar el sexto paso.
La pierna del muchacho se disparó para quedar cruzada delante de la
de Spade, que se enredó en la zancadilla y cayó de bruces al suelo. El
muchacho siguió mirándole sin sacar la mano de debajo de la chaqueta.
Spade trató de incorporarse. El muchacho retiró el pie derecho en el aire y le
dio a Spade una patada en la sien. El puntapié hizo que Spade diera la
vuelta y quedara boca arriba. Una vez más, procuró incorporarse, no lo
consiguió y se quedó dormido.
14. "LA PALOMA"
Al doblar la esquina del pasillo que llevaba al ascensor, unos minutos
después de las seis de la mañana, Spade vio una luz amarillenta a través del
cristal esmerilado de la puerta de su despacho. Se detuvo bruscamente,
apretó los labios, miró en ambas direcciones del corredor y avanzó hacia la
puerta con zancadas silenciosas y rápidas.
Puso la mano sobre la bola de la puerta y la hizo girar con cuidado para
que no hiciera el menor ruido. La hizo girar hasta el límite. La puerta estaba
cerrada con llave. Sin soltar la bola, cambió de mana, sujetándola ahora con
la izquierda. Se sacó las llaves cuidadosamente del bolsillo para que no
hicieran ruido al entrechocar las unas contra las otras. Separó la llave del
despacho y ahogó todo posible ruido de las demás llaves apretándolas en la
mano mientras metía la primera por el ojo de la cerradura. Tampoco esta
vez hizo ruido alguno. Se afianzó sobre las puntas de los pies, se lleno de
aire los pulmones, hizo girar la llave, abrió la puerta y entró.
Allí estaba Effie, dormida, con la cabeza descansando sobre un
antebrazo apoyado en la mesa. Tenía puesto el abrigo y otro de Spade, a
guisa de capa.
Spade dejó escapar de los pulmones el aire convertido en risa apagada,
cerró la puerta a su espalda y se dirigió hacia la segunda. El segundo
despacho estaba vacío. Volvió junto a la muchacha y le puso una mano en el
hombro.
Effie se movió ligeramente. La cabeza medio dormida se levantó y sus
párpados temblaron. Se enderezó repentinamente y abrió los ojos por
completo. Vio a Spade, sonrió, se recostó en la silla y se restregó los ojos
con los dedos.
—Vaya, por fin has vuelto. ¿Qué hora es?
—Las seis. ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?
Effie se estremeció en un tiritón, se arrebujó en el abrigo de Spade y
bostezó.
—¿No me dijiste que no me fuera hasta que volvieras o telefonearas?
—Ya. ¿Eres la hermanita del muchacho que se quedó en el puente
cuando el buque ardía?
—No iba a...
Se interrumpió y se puso de pie, dejando que el abrigo de Spade se
deslizara de sus hombros hasta quedar sobre la silla. Observó con ojos
oscuros e inquietos la sien de Spade bajo el ala del sombrero y exclamó:
—¡Tu cabeza! ¿Qué te ha pasado?
La sien estaba enrojecida y tumefacta.
—No estoy seguro de si me caí o si me dieron un golpe. No creo que
sea nada grave, pero duele a rabiar. —Se tocó la sien con dedos cuidadosos,
hizo un gesto de dolor, que transmutó en sonrisa áspera y explicó—: He ido
de visita. Me dieron unas gotitas para hacerme conciliar el sueño y he
despertado doce horas más tarde tirado en el suelo de las habitaciones de
un caballero.
Effie le quitó el sombrero.
—Eso está muy feo. Tendrás que llamar a un médico. No puedes andar
por ahí con la cabeza en ese estado.
—No es tan grave como parece, excepto por el dolor de cabeza, y
probablemente buena parte del dolor se deberá al narcótico.
Spade fue hasta el lavabo que había en una esquina del despacho y
mojó el pañuelo en agua fría.
—¿Ha ocurrido algo después de irme yo? —preguntó.
—¿Encontraste a miss O'Shaughnessy, Sam?
—Todavía no. ¿Alguna cosa desde que me fui?
—El fiscal del distrito telefoneó. Quiere verte.
—¿Él mismo?
—Sí, así lo entendí. Y vino un chico con un recado: que mister Gutman
tendría mucho gusto en verte antes de las cinco y media.
Spade cerró el grifo, escurrió el pañuelo, lo colocó contra la sien y se
volvió hacia Effie:
—Ese recado lo recibí. Me encontré con el chico abajo, y la visita de
mister Gutman me dejó como ves.
—¿Es el G que llamó por teléfono, Sam?
—Sí.
—¿Y qué?
Spade miró a través de la muchacha y habló como si el hacerlo le
ayudara a ordenar sus pensamientos:
—Quiere algo que cree que puedo conseguir. Le convencí de que él no
podría conseguirlo a menos de que hiciera un trato conmigo antes de las
cinco y media. Entonces..., sí, claro que sí, cuando le dije que tendría que
aguardar un par de días, me echó las gotas en el vaso. No es probable que
creyera que me fuera a morir. Sabía que podría valerme por mí mismo
pasadas diez o doce horas. O sea, que quizá la respuesta es que creyó poder
conseguir sin mi ayuda lo que desea si me dejaba inutilizado durante esas
horas. Espero que se haya equivocado —dijo, frunciendo el ceño; y, mirando
a Effie menos vagamente, le preguntó—: ¿No has sabido nada de la
O'Shaughnessy?
La muchacha dijo que no con la cabeza.
—¿Tiene algo que ver ella con todo eso?
—Algo.
—¿Es que esa cosa le pertenece a ella?
—A ella, o al rey de España. Cariño, ¿no tienes un tío que enseña
Historia o algo así en la Universidad?
—Un primo. ¿Por qué?
—Si le alegráramos la vida con un supuesto secreto histórico de hace
cuatrocientos años, ¿podríamos confiar en que estaría callado durante algún
tiempo?
—Desde luego. Es buena gente.
—Espléndido. Coge tu lápiz y tu cuaderno de taquigrafía.
Effie los sacó del cajón y se sentó. Spade volvió a mojar en agua fría el
pañuelo, y con él sobre la sien, permaneció de pie delante de la muchacha
dictándole la historia del halcón, tal como la había oído de labios de Gutman,
desde la donación hecha por Carlos V a los Hospitalarios hasta la llegada del
pájaro a París -y nada más que hasta la llegada a París- en los tiempos en
que abundaban allí los refugiados carlistas. Le supuso alguna dificultad
repetir los nombres de los autores y los títulos de las obras que Gutman
había citada, pero se las arregló para dar una versión fonética de ellos
bastante aceptable. En cuanto al resto de la historia, lo repitió con la
fidelidad de un entrevistador experimentado.
Cuando hubo terminado, la muchacha cerró el cuadernillo y alzó hacia
Spade el rostro coloreado y excitado.
—¡Esto es de lo más emocionante! Es...
—Sí, o ridículo. Ahora ve a ver a tu primo, se lo lees y a ver qué le
parece. Pregúntale si ha encontrado alguna vez algo que pueda tener
relación can este cuento. Y que te diga si la historia es probable. O posible,
aunque poco. O que si es un camelo. Si necesita más tiempo para estudiar el
asunto, está bien, pero que te dé una opinión inmediatamente. Y por el
amor de Dios, oblígale a que no diga una palabra.
—Me iré ahora, pero tú también te vas a ir a que el médico te vea esa
cabeza.
—Primero vamos a desayunar.
—No. Desayunaré en Berkeley. Estoy impaciente por saber la opinión de
Ted sobre todo esto.
—Está bien. Pero no te pongas a llorar si se ríe de ti.
Después de desayunar calmosamente en el hotel Palace y de leer los
diarios de la mañana, Spade volvió a su casa, se afeitó y bañó, se dio
masaje con hielo sobre la sien tumefacta y se puso ropa limpia.
Fue al apartamento de Brigid en el Coronet. No había nadie. Nada había
cambiado tampoco desde la última vez.
Se encaminó luego al hotel Alexandria. Gutman no estaba, y tampoco
ninguno de los demás ocupantes de sus habitaciones. Spade averiguó que
los otros ocupantes eran el secretario del hombre gordo, Wilmer Cook, y la
hija de Gutman, Rhea, una muchacha de ojos castaños, pelo rubio y poca
estatura, descrita como chica preciosa por el personal del hotel. Le dijeron
que Gutman y su gente habían llegado al hotel diez días antes, procedentes
de Nueva York, y que aún conservaban las habitaciones.
Spade se dirigió al Belvedere y encontró al detective del hotel comiendo
en el café del hotel.
—Hola, Sam. Siéntate y pégale unos bocados a un huevo.
El detective del hotel vio la sien de Spade y dijo:
—¡Caray! ¡Buen sopapo te han dado!
—Gracias, ya he desayunado —dijo al sentarse. Y luego, aludiendo a la
sien, añadió—: Parece peor de lo que es. ¿Qué tal se porta mi buen Cairo?
—Salió del hotel a la media hora de irte tú y no le he echado la vista
encima desde entonces. Tampoco durmió aquí anoche.
—Está cogiendo malas costumbres.
—Tú verás. Un tipo así en una ciudad tan grande como ésta... Oye,
Sam, ¿quién te hizo eso de la sien?
—No fue Cairo.
Spade contempló pensativamente la pequeña cúpula plateada que se
alzaba sobre las tostadas de Luke y acabó por preguntar:
—¿Y si echáramos un vistazo a su habitación ahora que no está? ,
—Podremos hacerlo. Ya sabes que siempre estoy dispuesto a colaborar
contigo en todo lo posible.
Luke apartó el café, puso los codos sobre la mesa y miró a Spade con
los ojos fruncidos:
—No sé por qué me parece que no me cuentas todo. ¿Quién es ese
sujeto, Sam? No tienes por qué tener secretos conmigo. Ya sabes que te
puedes fiar de mí.
Los ojos de Spade se apartaron de la bóveda plateada. Su mirada era
ahora clara y cándida.
—Claro que lo sé. No te estoy ocultando nada. Te lo dije todo. Estoy
trabajando para él, pero tiene unos amigos a quienes les caigo mal, y por
eso debo andar con cuidado.
—El chico que echamos de aquí ayer, ¿es uno de sus amigos?
—Sí, Luke, lo es.
—Y uno de ellos se cargó a Miles.
Spade sacudió la cabeza:
—A Miles le mató Thursby.
—¿Y quién se cepilló a Thursby?
Spade se sonrió y respondió:
—Bueno, se supone que es un secreto, pero confidencialmente te diré
que, según la policía, fui yo.
Luke gruñó, se puso en pie y dijo:
—Tienes más conchas que... Venga. Vamos a echar ese vistazo.
Se detuvieron en la conserjería el tiempo suficiente para que Luke
conviniera que si regresaba Cairo, les llamasen a Spade y a él a la
habitación. Los dos se dirigieron a registrar el cuarto de Cairo. La cama
estaba hecha y lisa; pero los papeles en el cesto, los transparentes torcidos
y un par de toallas arrugadas que había en el cuarto de baña decían bien a
las claras que la doncella no había pasado por allí aún aquella mañana.
El equipaje de Cairo consistía en un baúl cuadrado, una maleta y un
maletín. El cuarto de baño estaba bien abastecido de productos cosméticos:
cajas, botes, frascos y botellines de polvos, cremas, ungüentos, perfumes,
vinagrillos y tonificantes. En el armario había dos trajes y un abrigo,
colgando encima de tres pares de zapatos con hormas, que cuidaban de su
esmerada conservación.
La maleta y el maletín no estaban cerrados con llave. Luke ya había
conseguido abrir el baúl, que estaba cerrado con llave, cuando Spade acabó
de husmear lo demás.
—Hasta ahora, nada —dijo Spade cuando empezaron a registrar el baúl.
No hallaron nada que les interesara.
—¿Estamos buscando algo concreto? —preguntó Luke, mientras volvía a
cerrar el baúl.
—No. Se supone que Cairo ha venido de Constantinopla. Me gustaría
saber si es verdad. Todavía no he encontrado nada que pruebe que no lo es.
—¿De qué vive?
—Me gustaría saberlo —dijo Spade, sacudiendo la cabeza.
Cruzó la habitación, se inclinó sobre el cesto de los papeles y dijo:
—Nuestra última esperanza.
Sacó un periódico del cesto. Se le iluminaron los ojos al advertir que se
trataba del Call de la víspera. Estaba doblado, con la página de anuncios por
palabras hacia fuera. Lo abrió y examinó esa plana, sin descubrir nada. Dio
la vuelta al periódico y examinó la página que estaba doblada hacia dentro,
la que daba las noticias de Bolsa y el movimiento del puerto, el estado del
tiempo, los nacimientos, las bodas, los divorcios y las muertes. En la esquina
inferior de la izquierda había sido arrancado, de la parte baja de la segunda
columna, un trozo como de dos pulgadas.
Justo encima del trozo que faltaba se leía un titular que decía:
«Llegados hoy.» Y a esto seguía:
12:20 mañana: Capac, procedente de Astoria.
5:05 mañana: Helen P. Drew, procedente de Greenwood.
5:06 mañana: Albarado, procedente de Bandon.
El papel rasgado no dejaba leer la línea siguiente, pero podía adivinarse
‘procedente de Sydney’.
Spade dejó el Call encima de la mesa de escribir y escudriñó
nuevamente el cesto de los papeles. Encontró un pedacito de papel de
envolver, un trozo de cuerda, dos marbetes de una camisería, un recibo de
media docena de pares de calcetines y, en el fondo del cesto, un trozo de
periódico hecho una bola diminuta.
La abrió con cuidado, alisó el papel y lo encajó en el hueco que en el
periódico había dejado el trozo cortado. Encajaba perfectamente por los
bordes, pero entre la parte de arriba del trozo arrugado y la línea procedente
de Sydney que podía adivinarse faltaba como media pulgada de papel, lo
bastante como para dar el nombre de seis o siete buques arribados. Dio la
vuelta a la página y comprobó que allí sólo estaba impresa la parte de la
esquina, sin importancia, del anuncio de un corredor de Bolsa.
Luke se inclinó sobre Spade y le preguntó:
—¿Qué es eso?
—Parece que nuestro caballero siente interés por un barco.
—No lo prohíbe la ley. ¿O sí lo prohíbe? —dijo Luke, mientras Spade
doblaba la página rota y el pedacito arrugado y se los metía en el bolsillo del
abrigo—. ¿Has acabado con la habitación?
—Sí. Y muchas gracias, Luke. ¿Quieres llamarme por teléfono tan
pronto como vuelva el ausente?
—Cuenta con ello.
En la redacción del Call, Spade compró un ejemplar de la edición de la
víspera, lo abrió por la página de la sección del movimiento de buques en el
puerto y la comparó con la que había encontrado en el cesto de los papeles
de Cairo. El trozo que a ésta le faltaba decía así:
5:17 mañana: Tahití, procedente de Sydney y Papeete. 6:05 mañana:
Admiral Peoples, procedente de Astoria. 8:07 mañana: Caddopeak,
procedente de San Pedro. 8:17 mañana: Silverado, procedente de San
Pedro. 8:05 mañana: La Paloma, procedente de Hong Kong. 9:03 mañana:
Daisy Gray, procedente de Seattle.
Leyó la relación pausadamente y cuando acabó de hacerlo subrayó
Hong Kong con la uña, recortó la lista de arribadas del periódico con la
navaja, tiró el resto del periódico en el cesto junto con la hoja encontrada en
la habitación de Cairo y retornó a su despacho.
Se sentó ante su escritorio, buscó un número en la guía telefónica y
utilizó el teléfono.
—Kearny, uno, cuatro, cero, uno, por favor... ¿En dónde está atracado
el "La Paloma", que llegó ayer de Hong Kong? —Repitió la pregunta y dijo
«gracias».
Mantuvo el gancho del auricular bajado con el dedo un momento, lo
soltó y pidió otro número:
—Davenport, dos, cero, dos, cera, por favor... Con la Brigada de
Investigación, por favor... ¿Está ahí el sargento Polhaus?... Gracias... Hola,
Tom, soy Sam Spade... Sí, traté de ponerme al habla contigo ayer por la
tarde... Seguro que sí. ¿Te parece que comamos juntos?... Conforme.
Conservó el auricular pegado a la oreja mientras el dedo manipulaba
una vez más.
—Davenport, cero, uno, siete, cero, por favor... ¿Oiga? Habla Samuel
Spade. Mi secretaria recibió ayer un recado de que mister Bryan quería
verme. ¿Quiere hacer el favor de preguntarle qué hora sería la mejor para
él?... Sí, Spade, S-p-a-d-e —una larga pausa—. ¿Sí?... ¿A las dos y media?
Perfectamente. Gracias.
Llamó a un quinto número y dijo:
—Hola, amor mío, ¿quieres ponerme con Sid?... Hola, Sid, Sam. Tengo
una cita con el fiscal esta tarde a las dos y media. ¿Quieres darme un
telefonazo, aquí o allí, a eso de las cuatro, para asegurarte de que no me
encuentro en dificultades?... ¡Maldito sea tu golf del sábado por la tarde! Tu
obligación es cuidar de que no me metan en la cárcel. Está bien, Sid... Hasta
más ver.
Apartó el teléfono, bostezó, se estiró, se tocó la sien herida, miró el
reloj y lió y encendió un pitillo. Estuvo fumando abstraídamente hasta que
regresó Effie.
Effie Perine entró sonriendo, con la mirada alegre y la cara
agradablemente sonrosada.
—Ted dice que puede ser verdad —informó—, y que espera que lo sea.
Me ha dicho que no es un especialista en ese terreno, pero que los nombres
son auténticos, y que ninguno de los autores ni de las obras que dijiste son
puras invenciones. Está entusiasmado.
—Magnífico, con tal que el entusiasmo no le ciegue y le impida darse
cuenta de que es un camelo.
—¿Quién? ¿Ted? Ni por pienso. Es demasiado competente en su terreno
para tal cosa.
—Claro, claro. Toda la familia Perine es fabulosa —dijo Spade—,
incluyéndote a ti y a ese tiznón que tienes en la nariz.
—Ted no es un Perine. Es un Christy.
Bajó la cabeza para mirarse en el espejito del bolso de mano y dijo:
—Seguramente el tiznón es del fuego —y se lo quitó con una esquina
del pañuelo.
—¿Qué ocurrió? ¿Se prendió fuego la Universidad por el entusiasmo
combinado de los Perines y los Christys?
Effie le hizo una mueca burlona mientras se daba suaves golpecitos en
la nariz con una borla de polvos que parecía un sencillo disco rosado.
—Cuando volví había en el puerto un barco en llamas. Lo estaban
remolcando para apartarlo del muelle, y el humo envolvió el trasbordador en
que yo venía.
Spade agarró los brazos del sillón con ambas manos:
—¿Pasaste lo bastante cerca para ver el nombre del barco?
—Sí. “La Paloma”. ¿Por qué?
Spade sonrió tristemente y respondió:
—¿Por qué? No tengo la más remota idea, hija mía.
15. TODOS LOS LOCOS
Spade y el sargento detective Polhaus comieron manos de cerda en
escabeche en una de las mesas reservadas del States Hof Brau.
—Escucha, Sam —dijo Polhaus, que en aquel momento se llevaba a la
boca un tenedor sobre el cual mantenía en equilibrio gelatina brillante y de
desvaído color—, olvídate de lo de la otra noche. Evidentemente, Dundy
metió la pata hasta el corvejón, pero tú sabes que cualquiera es capaz de
perder la cabeza si se le toma el pelo de la manera que tú lo hiciste.
Spade miró pensativamente al detective:
—¿Para eso me querías ver?
Polhaus asintió con la cabeza, se metió la gelatina en la boca, tragó y
amplió el significado de su mudo asentimiento.
—Principalmente.
—¿Te lo ha encargado Dundy?
Polhaus hizo un gesto de enfado.
—Sabes muy bien que no. Es tan cabezota como tú. Igual de terco.
—No, Tom —dijo Spade, sonriendo y negando con la cabeza—, no lo es.
Se cree que lo es.
Tom miró ceñudo a la mano de cerdo y la atacó con el cuchillo.
—¿Es que no vas a crecer nunca? ¿Se puede saber de qué te quejas?
Daño, no te hizo. Al final saliste ganando. ¿A santo de qué andas con tantos
resquemores? Lo único que conseguirás será buscarte complicaciones.
Spade dejó cuidadosamente el tenedor y el cuchillo juntos en el plato y
colocó ambas manos sobre la mesa, una a cada lado del plato. Su sonrisa
era débil y carente de calor.
—Dado que todos los policías de la ciudad están haciendo horas
extraordinarias tratando de crearme complicaciones, poco importan algunas
dificultades más. Ni siquiera me enteraré.
El tono rubicundo de la cara de Polhaus se hizo más intenso.
—Es muy propio que me digas eso a mí.
Spade cogió el cuchillo y el tenedor y comenzó a comer. Polhaus seguía
comiendo.
Al cabo de un rato, dijo Spade:
—¿Has visto ese barco ardiendo en la bahía?
—He visto el humo. Sé razonable, Sam. Dundy hizo mal, y lo sabe. ¿Por
qué no te olvidas de todo?
—No sé... ¿Crees que debo ir a decirle que espero que mi barbilla no le
hiciera daño en el puño?
Polhaus se puso a pegar cuchilladas a la mano de cerdo.
—¿Ha vuelto por allí Phil Archer con más información de última hora?
—¡Venga ya, Sam! Dundy nunca creyó que hubieras matado a Miles;
pero ¿qué otra cosa podía hacer sino investigar lo que le dijeron? Tú, en su
lugar, hubieras hecho exactamente lo mismo. Y lo sabes.
—¿Sí? —y la malicia destelló en sus ojos—. ¿Por qué cree que no lo
maté? ¿Y por qué crees tú que no lo hice? ¿O sí lo crees?
Folhaus volvió a enrojecer.
—Thursby mató a Miles.
—Crees que lo hizo.
—Y lo hizo. El «Webley" era suyo. La bala que mató a Miles fue
disparada por ese revólver.
—¿Seguro? —preguntó Spade, en tono perentorio.
—Completamente seguro —respondió el policía—. Un muchacho, un
botones del hotel de Thursby, vio el revólver en su habitación aquella misma
mañana. Le llamó la atención porque nunca había visto uno igual. Tú mismo
dijiste que ya no los fabrican. Es muy poco probable que haya otro igual
rodando por ahí. Y en cualquier caso, si no era el de Thursby, ¿dónde ha ido
a parar? Y ése es el revólver del que salió la bala que tenía dentro del
cuerpo Miles —empezó a meterse un trozo de pan en la boca, volvió a
dejarlo y preguntó—: Tú dices que has visto esos revólveres antes. ¿En
dónde? —y ahora sí se metió el pedazo de pan en la boca.
—En Inglaterra, antes de la guerra.
—Claro. ¿Lo ves?
Spade asintió y dijo:
—Bueno, entonces eso significa que no maté más que a Thursby.
Polhaus se movió incómodo en la silla. Tenía la cara roja y brillante.
—¡Dios santo! ¿Es que no piensas olvidarlo nunca? —se quejó
sinceramente—. De lo dicho no hay nada. Y lo sabes tan bien como yo. Te
aseguro que por el modo que tienes de andar quejándote de todo parece
como si no fueras detective. ¿Pretendes decirme que nunca has empleado
con nadie los procedimientos que empleamos contigo?
—Dirás los procedimientos que tratasteis de emplear. Pero nada más
que tratasteis, Tom.
Polhaus musitó unas palabrotas y se lanzó contra lo que quedaba de la
mano de cerdo.
—Está bien, Tom —dijo Spade—. Tú sabes que de lo dicho no hay nada,
y yo también lo sé. ¿Y Dundy?
—Sabe que de lo dicho no hay nada.
—¿Y por qué?
—Pero, hombre, Sam... Nunca pensó que tú ibas a... —La sonrisa de
Spade frenó a Polhaus. Dejó la frase sin acabar y dijo—: Hemos encontrado
antecedentes de Thursby.
—¿Sí? ¿Quién era?
Polhaus miró con sus ojillos morenos, estudiando la cara de Spade, que
exclamó desabridamente:
—Te juro que quisiera saber acerca de este asunto la mitad de lo que
vosotros, los listos, creéis que sé.
—Ojalá lo supiéramos todos —rezongó Polhaus—. Bueno, pues las
primeras noticias que se tienen de Thursby son que era un pistolero de St.
Louis. Le detuvieron no sé cuántas veces por mil cosas; pero como
pertenecía a la cuadrilla de Egan, nunca le pasó nada grave. No sé por qué
dejó aquel refugio, pero el caso es que en Nueva York le detuvieron una vez
por estropear unas timbas; su amiguita le denunció, y estuvo en chirona un
año, hasta que Fallon le sacó. Un par de años después cumplió una
sentencia corta en la cárcel de Joliet por pegarle en la cara a otra chiquilla
con la pistola, porque ella le plantó; a partir de eso se metió en la pandilla
de Dixie Monahan y no volvió a tener dificultades para salir de la cárcel
cuando le encerraban. Aquellos eran los tiempos en que Dixie era un
personaje tan importante como Nick el Griego en las timbas de Chicago. Ese
Thursby era el guardaespaldas de Dixie, y salió de naja con él cuando los
amigos de Dixie se la juraron por culpa de unas deudas que Dixie no pudo, o
no quiso, pagar. Eso ocurrió un par de años antes, cuando cerró el Club de
Regatas de Newport Beach. No sé si Dixie tuvo algo que ver con ello. Sea
como fuere, ésta es la primera vez que se ha vuelto a saber de Dixie o de
Thursby.
—¿Se le ha visto a Dixie?
Polhaus dijo que no con un gesto.
—No, a no ser que le hayas visto tú, o que sepas que alguien le ha
visto.
Y al decir esto, sus ojuelos se mostraron alerta y escudriñadores.
Spade se retrepó en la silla y comenzó a liar un pitillo.
—Yo no le he visto —dijo con naturalidad—. Todo esto es nuevo para
mí.
—Lo supongo —dijo Polhaus, dejando escapar un pequeño bufido.
Spade le sonrió socarronamente y le preguntó:
—¿De dónde habéis sacado todos estos datos acerca de Thursby?
—Algunos están en el archivo. Los demás..., pues de aquí y de allá.
—Por ejemplo, de Cairo.
Y ahora fueron los ojos de Spade los que brillaron sagaces.
Polhaus dejó la taza de café y meneó la cabeza.
—Ni una palabra. A ése nos lo estropeaste tú.
Spade se echó a reír.
—¿Quieres decir que un par de sabuesos de primera clase como
vosotros después de trabajar a esa inocente azucena toda la noche no
conseguisteis sacarle nada?
—¿Qué es eso de toda la noche? —protestó Polhaus—. No estuvimos
con él arriba de dos horas. Comprendimos que no íbamos a sacar nada en
limpio y le dejamos que se fuera.
Spade volvió a reír y mirar el reloj. Vio pasar al encargado y le pidió la
cuenta.
—Esta tarde estoy citado con el fiscal —le dijo a Polhaus mientras
aguardaba el cambio.
—¿Te ha llamado él?
—Sí
Polhaus retiró la silla de la mesa, se levantó y quedó de pie, grandón,
barrigudo, sólido y flemático:
—Me harías un flaco servicio si le contarás lo que hemos estado
hablando —dijo.
Un muchacho, enjuto, espigado y de orejas de soplillo, condujo a Spade
hasta el despacho del fiscal del distrito. Spade entró sonriendo con
naturalidad y diciendo:
—¡Hola, Bryan!
El fiscal se levantó y le ofreció la mano a través de la mesa. Era un
hombre rubio, de estatura mediana, de unos cuarenta y cinco años, ojos
agresivos y azules que miraban a través de unos lentes de los que pendía
una cinta negra, boca excesivamente grande y propia de un orador, y
barbilla ancha y hendida. Cuando dijo: «¿Cómo está usted, Spade?», la voz
resonó llena de fuerza latente. Se estrecharon la mano y se sentaron.
El fiscal pulsó uno de los cuatro botones nacarados que estaban
desplegados en batería sobre la mesa y dijo al chico larguirucho que volvió a
abrir la puerta:
—Dígales a mister Thomas y a Healy que vengan.
Luego comenzó a mecerse en el sillón y se dirigió a Spade, en tono
placentero:
—Tengo entendido que últimamente la policía y usted no han hecho
buenas migas, ¿no es así?
Spade desechó la cuestión negligentemente con un vago ademán.
—No ha sido nada serio —dijo sin dar importancia al asunto—. Es que
Dundy se deja arrastrar por el entusiasmo.
Se abrió la puerta para dar paso a dos hombres. El que Spade saludó
con un «hola, Thomas», era un hombre atezado, rollizo y de unos treinta
años cuyas ropas y cabello mostraban distintas clases de desorden. Le dio a
Spade una palmada en el hombro con una mano pecosa y le preguntó:
—¿Qué tal van las cosas? —y se sentó junto a él.
El otro hombre era más joven e incoloro. Se sentó algo separado de los
demás, con un cuaderno de taquigrafía sobre la rodilla y un lápiz verde ya
preparado para escribir.
Spade le lanzó una ojeada, se rió socarronamente y le preguntó a
Bryan:
—¿Cualquier cosa que diga podrá ser empleada en contra mía?
Sonrió el fiscal y respondió:
—Esa regla no tiene excepción. —Dicho lo cual, se quitó los lentes, los
contempló y volvió a montarlos a caballo sobre la nariz y añadió—: ¿Quién
mató a Thursby?
—No lo sé —dijo Spade.
Bryan frotó la cinta de los lentes entre el pulgar y el índice y dijo en
tono de saber muchas cosas que se callaba:
—Quizá no lo sepa usted, pero estoy seguro de que podría sospecharlo
con bastante certidumbre.
—Quizá, pero no lo haré.
El fiscal alzó las cejas.
—No, no lo haré —repitió Spade, con tranquilidad—; porque aunque mis
suposiciones pueden ser excelentes o muy desacertadas, mi madre no
enseñó a sus hijos que resulte prudente ponerse a elucubrar delante de todo
un señor fiscal, de un auxiliar de fiscal y de un taquígrafo.
—¿Por qué no, si no tiene nada que ocultar?
—Todos tenemos algo que ocultar —respondió Spade, dulcemente.
—¿Y usted tiene algo que callar? ¿No?
—Para empezar, mis suposiciones.
El fiscal miró a la mesa y luego alzó los ojos hacia Spade. Se aseguró
los lentes sobre la nariz y dijo:
—Si prefiere usted hablar sin taquígrafo, podemos pedirle que se retire.
Le dije que viniera por cuestión de comodidad.
—No me estorba en absoluto —replicó Spade—. No tengo ningún
inconveniente en que conste por escrito todo lo que voy a decir, y estoy
dispuesto a firmarlo.
—No tenemos intención de pedirle que firme nada —le aseguró Bryan—.
Quisiera que no considerase esto como un interrogatorio oficial ni nada
parecido. Y le ruego que no piense que acepto o que me merecen confianza
esas teorías que, al parecer, ha elucubrado la policía.
—¿No?
—En absoluto.
Spade suspiró y se cruzó de piernas.
—Lo celebro. ¿Cuál es su teoría? —dijo rebuscando en los bolsillos el
tabaco y el papel de fumar.
Bryan se inclinó sobre la mesa. Sus ojos presentaban un aspecto tan
duro y brillante como los cristales que delante tenían.
—Dígame por cuenta de quién Archer seguía a Thursby y le diré quién
mató a Thursby.
La risa de Spade fue breve y despreciativa.
—Está usted tan equivocado como Dundy —dijo.
—No me interprete mal, Spade —dijo Bryan, dando en la mesa con los
nudillos—. Yo no digo que su cliente matara a Thursby, o que hiciera que le
mataran; pero sí digo que cuando sepa quién es su cliente tardaré bien poco
en saber quién mató a Thursby.
Spade encendió el cigarrillo, se lo quitó de entre los labios, vació de
humo los pulmones y dijo, como si estuviera perplejo:
—Eso no lo entiendo bien.
—¿No? Entonces suponga que lo digo de esta otra manera: ¿En dónde
está Dixie Monahan?
En la cara de Spade persistió la expresión de perplejidad.
—Pues el oírlo, dicho de esa manera, tampoco me ayuda gran cosa.
Sigo sin entenderlo.
El fiscal se quitó los lentes y los sacudió para dar mayor énfasis a sus
palabras.
—Sabemos que Thursby era el guardaespaldas de Monahan y que los
dos se escaparon juntos cuando Monahan juzgó prudente ausentarse de
Chicago. Sabemos que Monahan se escapó y dejó de pagar apuestas por un
total de alrededor de doscientos mil dólares. Pero no sabemos, no lo
sabemos todavía, a quién dejó a deber ese dinero.
Volvió a calarse los lentes y sonrió tétricamente.
—Sin embargo, todos sabemos qué puede ocurrirle a un jugador y
corredor de apuestas, y también a su guardaespaldas, que se escapan
dejando traviesas pendientes de pago cuando los acreedores los encuentran.
Existen antecedentes de cosas así.
Spade se pasó la lengua por los labios y los entreabrió en una
desagradable sonrisa que dejó ver los dientes. Los ojos le brillaban bajo las
cejas fruncidas. El pescuezo enrojeció y sobresalió por encima del cuello de
la camisa. Al hablar lo hizo con voz sorda, bronca y apasionada:
—Está bien. ¿Qué opina usted? ¿Que yo le maté por encargo de los
acreedores? ¿O que mi trabajo se limitó a localizarle para que los acreedores
lo mataran después?
—¡No, no! —protestó el fiscal—. Me ha entendido usted mal.
—Le juro que así lo espero.
—No quiso decir eso —dijo Thomas.
—Entonces, ¿qué quiso decir?
Bryan se ayudó con un movimiento de la mano al decir:
—Lo único que quiero decir es que usted podría haber resultado
complicado en el asunto sin saber de qué se trataba. Eso podría...
—Vamos, ya comprendo —dijo Spade, en son de mofa—, no me tiene
por malvado, sólo por imbécil.
—¡Qué tontería! —insistió Bryan—. Suponga que alguien hubiera
contratado sus servicios para localizar a Monahan, diciéndole que tenía
motivos para suponer que se encontraba en esta ciudad. Esa persona pudo
contarle a usted un cuento completamente falso -una docena de ellos
servirían-, o acaso decirle que se trataba de un deudor huido, sin darle más
detalles. ¿Cómo hubiera podido usted adivinar lo que se ocultaba detrás de
todo... ello? ¿Cómo iba a sospechar que no se trataba de una investigación
completamente normal? En tales circunstancias, sería imposible juzgarle
culpable por el trabajo hecho —y el fiscal bajó la voz a un diapasón más
profundo e impresionante y comenzó a pronunciar las palabras lenta y muy
articuladamente—, a no ser que se convirtiera usted en cómplice al ocultar
la identidad del asesino, o al callar detalles que pudieran conducir a la
detención del asesino.
El rostro de Spade iba despejándose de ira. Y cuando volvió a hablar
ningún enojo resultó perceptible en su voz.
—¿Es eso lo que quiso decir?
—Exactamente.
—Está bien. Entonces, todos tan amigos. Pero está usted equivocado.
—Pruébelo.
Spade sacudió la cabeza.
—Ahora no puedo probarlo. Ahora no puedo más que decírselo.
—Dígamelo entonces.
—Nadie me contrató para ningún asunto relacionado con Dixie
Monahan.
Bryan y Thomas se miraron. Los ojos de Bryan volvieron hacia Spade. Y
dijo el fiscal:
—Entonces, confiesa que alguien le contrató para un asunto relacionado
con su guardaespaldas, con Thursby.
—Sí, relacionado con su antiguo guardaespaldas.
—¿Antiguo?
—Sí, antiguo.
—¿Tiene usted informes de que Thursby ya no tenía que ver con
Monahan? ¿Lo sabe con seguridad?
Spade alargó el brazo y dejó caer descuidadamente la colilla de su
cigarro en un cenicero que había sobre la mesa. Y habló descuidadamente:
—No estoy seguro de nada, excepto de que a mi cliente no le interesaba
Monahan en absoluto, de que nunca le interesó Monahan. He oído decir que
Thursby se llevó a Monahan al Extremo Oriente, y que allí... se le extravió.
De nuevo, el fiscal y Thomas volvieron a mirarse.
El segundo, expresándose en un tono de gran naturalidad que no ocultó
el vivo interés que tenía en lo que decía, habló de esta manera:
—Eso presenta una perspectiva nueva. Pudiera ser que los amigos de
Monahan mataran a Thursby por haberse librado de Monahan.
—Los jugadores no tienen amigos —dijo Spade.
—Esto abre das nuevas posibilidades —dijo Bryan. Se recostó en la silla,
contempló el techo durante varios segundos y luego se enderezó
rápidamente. Se iluminó su cara de orador—: Todo se reduce a tres cosas.
Número uno: Thursby fue asesinado por los jugadores a quienes Monahan
dejó sin pagar cuando se escapó de Chicago. No sabiendo que Thursby se
había deshecho de Monahan -o no creyéndolo- le mataron porque había
estado asociado con Monahan, o para quitarlo de en medio y poder
entendérselas con Monahan, o porque se negó a decirles en dónde estaba
Monahan. Número dos: le mataron los amigos de Monahan. Y número tres:
vendió a Monahan a sus enemigos, se peleó después con ellos y le mataron.
—O número cuatro —propuso Spade, con una jovial sonrisa—, se murió
de viejo. No estará usted hablando en serio, ¿verdad?
Los dos hombres miraron fijamente a Spade, pero ninguno habló.
Spade sonrió primero a uno y luego al otro y sacudió la cabeza con piedad
burlona.
—Están ustedes obsesionados con Arnold Rothstein2 y sus venganzas.
Bryan se golpeó con el dorso de la mano izquierda la palma de la
derecha.
—En una de esas tres teorías está la solución.
La fuerza de su voz ya no estaba latente. La mano derecha, convertida
en puño, excepto por el dedo índice que sobresalía de él, subió y bajó para
quedarse repentinamente apuntando al pecho de Spade.
—Y usted puede facilitarnos la información necesaria para determinar
cuál de las tres teorías es la exacta.
—¿Sí? —dijo Spade, muy perezosamente. Su expresión era sombría. Se
tocó el labio inferior con un dedo, se miró el dedo y luego se rascó el cogote
con él. En su frente aparecieron tenues arrugas de irritación. Resopló por la
nariz, y cuando habló, su voz fue un gruñido malhumorado—: A usted no le
interesa la clase de información que yo podría darle, Bryan. No podría
utilizarla. Daría al traste con ese guión de cine de la venganza del jugador.
Bryan se irguió en su sillón, alzó los hombros y habló en tono duro,
aunque no fanfarrón:
—Usted no es quién para juzgar eso. Esté o no equivocado, el fiscal del
distrito soy yo.
El labio subido de Spade dejó ver los dientes caninos.
—Creía que ésta era una conversación amistosa.
—El juramento que hice del cargo me obliga las veinticuatro horas del
día —respondió Bryan—, y la naturaleza de la conversación no justifica que
me oculte usted pruebas de un crimen, excepto —dijo significativamente—
por ciertas razones de índole constitucional.
—¿Quiere usted decir con eso que podría pedir oficialmente mi
procesamiento? —preguntó Spade, en tono placentero, casi divertido,
aunque su expresión no lo era—. Está bien, pero tengo motivos mejores que
ése; motivos que me van mejor. Mis clientes tienen derecho a mi sigilo
profesional. Es posible que me viera forzado a hablar delante de un gran
jurado, o incluso delante del jurado del juzgado instructor; pero ninguno de
los dos ha sido convocado todavía, y es seguro que no voy a darle tres
cuartos al pregonero para que publique los asuntos de mi cliente hasta tanto
no tenga más remedio que hacerlo. Además, tanto usted como la policía me
han acusado de estar complicado en los asesinatos de la otra noche. Ya en
otras ocasiones me he visto en dificultades con ustedes. Tal como yo lo veo,
2 Célebre "gangster" de los años 1920. (N. del T.)
la mejor manera que tengo de probar mi inocencia frente a las acusaciones
que están ustedes preparando contra mí es presentar a los asesinos, listos
para el juicio. Y la única posibilidad que tengo de poder agarrarlos y probar
su culpabilidad es mantenerme todo lo apartado que pueda de usted y de la
policía, porque ni usted ni ellos están dando la menor muestra de tener ni la
más remota idea de lo que ha ocurrido.
Se levantó de la silla, volvió la cabeza y se dirigió al taquígrafo:
—¿Está usted tomando todo esto, muchacho, o voy demasiado de
prisa?
El taquígrafo le miró con ojos asustados y respondió:
—No, señor. Lo estoy tomando bien.
—Buen trabajo —dijo Spade, y volviéndose hacia Bryan nuevamente—:
Ahora, si quiere usted ir a la Junta de Gobierno y decirle que me anulen el
permiso de trabajo por obstruir el curso de la justicia, adelante. Ya ha
tratado usted de hacerlo otra vez y lo único que logró fue cosechar
carcajadas por todas partes.
Cogió el sombrero.
—Pero... escuche... —comenzó Bryan.
—Y no deseo más conversaciones amistosas de esta clase —dijo
Spade—. No tengo nada que decirle a usted ni a la policía, y ya estoy más
que harto de que me acusen de cosas todos los locos que figuran en la
nómina del Ayuntamiento. Si quiere usted verme, deténgame, o cíteme a
declarar con un requerimiento oficial y legal, y entonces acudiré con mi
abogado. —Se caló el sombrero y añadió—: Le veré en el juicio oral, quizá.
Y salió sin más.
16. EL TERCER ASESINATO
Spade entró en el hotel Sutter y llamó al Alexandria. Gutman no estaba.
Ninguno de sus acompañantes estaba tampoco en el hotel. Llamó al
Belvedere. Cairo no estaba, y no había pasado por el hotel en todo el día.
Se dirigió a su despacho.
En la primera habitación había un hombre moreno y grasiento vestido
de manera notable. Effie hizo un ademán para indicarle, y dijo:
—Este caballero desea verle, mister Spade.
Spade sonrió, saludó y abrió la puerta de su despacho.
—Pase usted. —Y antes de entrar él, le dijo a Effie—: ¿Alguna novedad
del otro asunto?
—No, señor.
El hombre moreno era el propietario de una sala de cine en la Market
Street. Tenía sospechas de que una de las taquilleras estaba de acuerdo con
un portero para defraudarle. Spade procuró abreviar el relato, le prometió
«encargarse del asunto», pidió y recibió cincuenta dólares por adelantado y
se libró de él en menos de media hora.
Cuando la puerta se cerró detrás del hombre del cine, Effie entró en el
segundo despacho. Su rostro tostado por el sol tenía una expresión
preocupada y de curiosidad.
—¿Todavía no la has encontrado? —preguntó.
Spade sacudió la cabeza y siguió acariciándose con cuidado la sien
hinchada, trazando circulillos alrededor de ella con las puntas de los dedos.
—¿Cómo tienes la sien?
—Está bien, pero la cabeza me duele bastante.
Effie se colocó detrás de él, le quitó la mano de la sien y se la acarició
suavemente con sus finos dedos. Spade se echó hacia atrás hasta que la
cabeza quedó apoyada, por encima del respaldo del sillón, sobre el pecho de
la muchacha.
—Eres un ángel —le dijo.
Effie inclinó la cabeza hacia adelante y le miró la cara.
—Tienes que dar con ella, Sam. Hace ya más de un día y...
Spade se movió impacientemente y la interrumpió:
—No tengo que hacer nada; pero si dejas que descanse esta maldita
cabeza uno o dos minutos, saldré a buscarla.
—¡Pobre cabeza! —musitó ella, y siguió acariciándola en silencio un
rato. Luego preguntó—: ¿Sabes en dónde está? ¿Tienes alguna idea?
Sonó el teléfono. Spade lo cogió y dijo:
—¿Diga?... Sí, Sid, salió bien; gracias... No... Seguro que sí. Se puso
difícil, pero también me puse... Está entreteniéndose con un sueño acerca de
la pipa de guerra de jugadores vengativos... Bueno, no nos dimos un beso al
separarnos. Le aclaré lo que podía esperar de mí y me fui... ¡Ah, eso es de
tu incumbencia! Tú eres quien tiene que preocuparse de ello... Está bien.
Hasta pronto.
Soltó el teléfono y volvió a echarse para atrás en el sillón.
Effie avanzó desde detrás del sillón hasta quedar junto a Spade y
preguntó, con alguna vehemencia:
—Sam, ¿crees que sabes en dónde está la chica?
—Creo que sé adónde fue —respondió Spade como a disgusto.
—¿Adónde? —exclamó ella, con emoción.
—Al barco que viste arder.
Effie abrió los ojos hasta que las manchas castañas quedaron
completamente rodeadas de blancura.
—Fuiste allí —dijo, y no fue una pregunta.
—No —dijo Spade.
—¡Sam! —exclamó, airada—. Es posible que esté...
—Fue allí por propia voluntad —dijo Spade, en tono destemplado—. No
la llevaron. Fue allí en vez de ir a tu casa cuando se enteró de que el buque
había atracado. ¿Qué? ¿Es que tengo que ir corriendo detrás de los clientes
suplicándoles que me permitan ayudarlos?
—Pero, Sam, cuando te dije que el barco estaba ardiendo...
—Eso fue a mediodía, y estaba citado con Polhaus y también con Bryan
para más tarde.
Effie le miró fijamente con los párpados apretados hasta no dejar más
que una rendija:
—Cuando quieres, Sam Spade, eres el hombre más despreciable creado
por Dios. Sencillamente porque la chica hizo algo sin decírtelo, serás capaz
de quedarte aquí sentado sin hacer nada, sabiendo que está en peligro,
sabiendo que quizá...
Spade enrojeció y dijo testarudamente:
—Es muy capaz de cuidarse y sabe adónde acudir cuando necesita
ayuda o cuando le conviene.
—Eso no es más que rencor, y no es más que eso. Estás enfadado
porque ella ha hecho algo por su cuenta, sin decírtelo a ti. ¿Por qué no lo iba
a hacer? Tú no eres tan honrado ni te has portado con ella tan bien como
para que tenga que confiar por completo en ti.
—Bueno, basta ya —dijo Spade.
Aunque el tono en que habló hizo aparecer un destello de intranquilidad
en sus ojos encendidos, Effie sacudió finalmente la cabeza y el destello de su
mirada se apagó. Tenía la boca apretada y encogida.
—Si no vas allí ahora mismo, Sam, enviaré a la policía —dijo con voz
temblorosa, que acabó por quebrarse y tornarse débil y suplicante cuando
dijo—: ¡Sam, par favor! ¡Vete allí!
Spade se puso en pie imprecándola. Luego, dijo:
—¡Santo cielo! Mejor será para mi cabeza irme allí que quedarme
sentado oyéndote chillar. —Miró el reloj—. Más vale que cierres todo y que
te vayas a casa.
—No me iré. Me voy a quedar aquí mismo hasta que vuelvas.
—Haz lo que te dé la gana.
Se puso el sombrero, hizo un gesto de dolor, se lo quitó y salió
llevándolo en la mano.
Spade volvió una hora y media más tarde, a las cinco y veinte. Venía de
buen humor. Entró y preguntó:
—¿Por qué es tan difícil llevarse bien contigo, amor mío?
—¿Conmigo?
—Sí, contigo —dijo, y apoyando un dedo sobre la nariz de Effie, apretó
hasta achatársela. Luego le puso las manos debajo de los codos, la levantó
en vilo y le dio un beso en la barbilla. La dejó en el suelo y preguntó—: ¿Ha
pasado algo mientras he estado fuera?
—Luke... ¿Cómo se llama? El del Belvedere llamó para decirte que ha
vuelto Cairo. Eso fue hace media hora.
Spade cerró la boca de golpe, dio media vuelta con una zancada y se
dirigió hacia la puerta.
—¿La encontraste? —gritó ella detrás de él.
—Ya te lo contaré cuando vuelva —respondió sin detenerse, y salió
apresuradamente.
Un taxi le dejó en el Belvedere diez minutos después de salir de la
oficina. Encontró a Luke en el vestíbulo. El detective del hotel salió a su
encuentro sonriendo con zumba y meneando la cabeza.
—Llega quince minutos tarde. El pájaro ha volado.
Spade maldijo su suerte.
—Se ha ido. Con el equipaje y todo. —Luke sacó del bolsillo del chaleco
un cuaderno de apuntes muy viejo de aspecto, se chupó el pulgar, pasó
unas hojas y brindó el cuadernillo a Spade—: Ahí tienes el número del taxi
en que se fue. Al menos te he conseguido esa.
—Gracias. —Spade copió el número en el reverso de un sobre—. ¿Ha
dejado alguna dirección?
—No. Llegó con una maleta grande, subió al cuarto, hizo el equipaje,
bajó con él, pagó la cuenta, se metió en un taxi y nadie pudo oír la dirección
que le dio al taxista.
—¿Y el baúl?
Se abrió desconsoladamente la boca de Luke.
—¡Se me olvidó! Ven.
Fueron a la habitación de Cairo. Allí estaba el baúl, cerrado, pero sin
llave. Levantaron la tapa. Estaba vacío.
—¿Qué te parece esto? —dijo Luke.
Spade no dijo nada.
Spade regresó a su despacho. Effie le dirigió una pregunta con los ojos.
—Se me escapó —rezongó Spade, y entró en su despacho.
Effie le siguió. Spade se sentó en el sillón y empezó a liar un cigarrillo.
Effie se sentó en la mesa, delante de él, y apoyó la punta de los pies sobre
el sillón.
—¿Qué hay de miss O'Shaughnessy?
—Se me escapó también. Pero estuvo allí.
—¿En el “La Paloma”?
—El La es una combinación horrible.
—No te pongas así. Sé bueno, Sam. Dime.
Encendió el cigarrillo, se guardó el encendedor, le dio a Effie unas
palmaditas en las espinillas y dijo:
—Sí. “La Paloma”. Llegó poco después del mediodía. —Arrugó la
frente—. Eso quiere decir que la chica fue al barco directamente después de
dejar el taxi en el edificio Ferry. Está a pocos muelles de allí. El capitán no
estaba a bordo. Se llama Jacobi, y ella preguntó por él, por su nombre. El
capitán se había marchado al centro, porque tenía algo que hacer. Eso
quiere decir que no la estaba esperando. La chica se quedó allí hasta que
Jacobi volvió a las cuatro. Permanecieron encerrados en su camarote hasta
la hora de cenar y luego cenaron juntos en el barco.
Spade tragó una bocanada de humo, lo echó, escupió una brizna
amarilla de tabaco que se le había pegado al labio y siguió:
—Después de la cena, el capitán Jacobi recibió a tres visitantes más.
Uno de ellos era Gutman; otro, Cairo, y el tercero, el chico que te dio ayer el
recado. Los tres llegaron juntos cuando Brigid ya estaba allí; y los cinco
estuvieron charla que te charla en el camarote del capitán. No hay quien le
saque una palabra a la tripulación, pero pude averiguar que hubo una
discusión acalorada. A eso de las once se oyó un disparo en el camarote del
capitán. El que estaba de guardia bajó corriendo, pero el capitán estaba a la
puerta del camarote y le dijo que no pasaba nada. Hay un impacto de bala
reciente en una esquina del camarote, lo bastante arriba como para suponer
que no atravesó a nadie antes de ir a parar allí. Por lo que pude averiguar,
sólo hubo un disparo. Pero lo que pude averiguar... ¡no fue mucho!
Frunció el ceño y volvió a tragarse el humo.
—Bueno. Se marcharon alrededor de medianoche, el capitán con sus
cuatro visitantes, todos juntos; y todos parecían entenderse sin dificultad.
Eso me lo dijo el de guardia. No he podido encontrar a los de Aduanas que
estaban de servicio allí a esa hora. Y eso es todo. El capitán no ha vuelto
desde entonces. No ha acudido a una cita que tenía esta tarde con unos
fletadores y ni siquiera han podido dar con él para comunicarle la del
incendio.
—¿Y el fuego? —preguntó Effie.
Spade se encogió de hombros.
—No lo sé. Se descubrió en la sentina, a popa, en la parte baja de
atrás, ya avanzada la mañana de hoy. Lo probable es que se iniciara ayer.
Lo apagaron, pero produjo bastantes daños. Nadie está dispuesto a hablar
del asunto mientras el capitán se halle ausente. Es la...
La puerta que daba al pasillo se abrió. Spade se calló. Effie saltó de la
mesa al suelo, pero un hombre abrió la segunda puerta antes que ella
pudiera llegar a hacerlo.
—¿Dónde está Spade? —dijo el hombre.
El sonido de su voz hizo que Spade se incorporara bien derecho y con la
atención abierta. Era una voz áspera, quebrada por la angustia y por el
esfuerzo de lograr que las palabras no quedaran ahogadas por el gorgoteo
líquido perceptible detrás y por encima de ellas.
Effie se apartó asustada del camino del hombre. El intruso permaneció
en el umbral, con el sombrero flexible aplastado entre la cabeza y la parte
superior del marco de la puerta: tenía casi siete pies de altura. Un abrigo
negro, de corte largo y recto, como una funda, abotonado desde el cuello a
las rodillas, acentuaba su extremada delgadez. Los hombros sobresalían
altos, huesudos, descarnados y angulares. Su semblante, asimismo
huesudo, endurecido por la intemperie y arrugado por los años, tenía el
color de la arena húmeda y las mejillas y el mentón estaban mojados de
sudor. Los ojos, oscuras e inyectados en sangre, miraban enloquecidos
encima de unos párpados que colgaban hacia abajo y dejaban ver la
membrana rosada inferior. Un brazo embutido en una manga negra que
acababa en una garra amarillenta sujetaba fuertemente contra la parte
izquierda del pecho un paquete liado en papel de envolver y atado con un
bramante, un paquete elipsoidal del tamaño de una pelota de fútbol
norteamericano.
El hombre altísimo se quedó en el umbral de la puerta sin que nada
indicase que viera a Spade.
—¿Sabe usted...? —y aquel hondo gorgoteo subió desde la garganta y
anegó cualesquiera cosas que pudo añadir. Colocó la otra mano sobre la que
sujetaba el paquete elipsoidal. Y muy derecho, con tiesa rectitud, sin
adelantar las manos para parar el golpe, cayó hacia adelante como cuando
se derrumba un árbol.
Spade, con expresión helada y en un ágil salto, corrió desde el sillón y
recogió al hombre antes que diera en el suelo. Y en el momento en que lo
hizo, la boca del hombre se abrió y salió de ella un chorrito de sangre, al
mismo tiempo que el paquete caía al suelo y rodaba por él hasta quedar
detenido por una pata de la mesa. Entonces las rodillas del hombre se
doblaron, y luego todo él. El descarnado cuerpo se tornó aún más fláccido
dentro de la envoltura del gabán; y hasta tal punto se desmadejó entre los
brazos de Spade, que éste tuvo que depositarlo sobre el suelo.
Spade lo dejó con cuidado hasta que quedó echado en el suelo, sobre el
costado izquierdo. Los ojos del hombre, oscuros e inyectados, mas ya no
enloquecidos, estaban muy abiertos e inmóviles. Y su boca estaba tan
abierta como cuando había brotado de ella la sangre, aunque ya no manaba
de ella. El largo cuerpo permaneció inerte sobre el suelo.
—Echa la llave de la puerta —dijo Spade.
Mientras Effie, en tanto que sus dientes entrechocaban, manipulaba en
la cerradura de la puerta de entrada, Spade se arrodilló junto al hombre
flaco, le puso de espaldas y le metió una mano debajo del abrigo. Cuando la
retiró, al poco rato, la mano salió manchada de sangre. Nada cambió la
expresión de Spade al verla. Alzó la mano ensangrentada para no tocar nada
con ella, y usando la otra, sacó el mechero. Lo encendió y mantuvo la llama
primero delante de uno de los ojos del hombre y después delante del otro.
Los ojos, párpados, globos, iris y pupilas, permanecieron helados, inmóviles.
Spade apagó la llama y se guardó el encendedor en el bolsillo. Se volvió
sobre las rodillas hasta el otro lado del hombre caído, y empleando la mano
limpia, desabrochó y abrió el abrigo. La parte interior del abrigo estaba
ensangrentada, y la chaqueta azul y cruzada que llevaba debajo estaba
empapada en sangre. Las solapas de la chaqueta, allí donde se cruzaban
encima del pecho del hombre, y ambos lados del abrigo, en un lugar
inmediatamente inferior, aparecían agujereados varias veces, y los agujeros
tenían los bordes desiguales y rezumaban sangre.
Spade fue hasta el lavabo que había en el despacho primero.
Effie, pálida y temblorosa, logrando mantenerse en pie con ayuda de
una mano, que se apoyaba sobre la cerradura de la puerta, y de la espalda,
que encontraba descanso en el cristal de la misma, cuchicheó:
—¿Está... está...?
—Sí. Le han atravesado el pecho con una media docena de balas —
contestó Spade, al mismo tiempo que empezaba a lavarse las manos.
—¿No deberíamos...? —comenzó a decir Effie. Pero Spade la
interrumpió:
—Ya es tarde para llamar al médico. Y antes que hagamos nada,
necesito pensar.
Acabó de lavarse las manos y empezó a enjuagar el lavabo.
—Es imposible que haya podido venir desde muy lejos con esas balas
dentro. Sí... ¿Por qué no ha podido quedarse de pie el tiempo suficiente para
decir algo? —dijo, mirando hoscamente a la muchacha, y se enjuagó de
nuevo las manos y cogió una toalla—. ¡Domínate, Effie! Lo único que faltaba
es que ahora te pusieras a vomitar —tiró la toalla al suelo, se peinó con los
dedos entreabiertos y dijo—: Tendremos que ver qué hay en ese paquete.
Regresó al segundo despacho, pasó por encima de las piernas del
muerto levantando los pies y cogió del suelo el paquete envuelto en papel
basto. Lo dejó sobre la mesa y le dio la vuelta para que el nudo de la cuerda
quedase hacia arriba. El nudo era duro y estaba muy apretado. Sacó la
navaja del bolsillo y cortó el bramante.
Effie ya había dejado la puerta, y dando un rodeo alrededor del muerto
con la cara vuelta hacia el otro lado, quedó junto a Spade. Allí de pie, con
las manas apoyadas sobre la mesa, contemplando cómo Spade iba quitando
la cuerda y apartando el papel, una expresión de curiosidad emocionada fue
reemplazando poco a poco a la de náusea.
—¿Crees que es...? —musitó.
—Pronto la vamos a saber —dijo Spade, y sus grandes dedos siguieron
ocupados en el quehacer de quitar una segunda envoltura de papel más
grueso, que en triple capa, apareció debajo del primero. La expresión de
Spade era dura y apagada. Sólo le brillaban los ojos. Cuando quitó el papel
gris se encontró con una masa oval de virutas apelmazadas. Rasgó con los
dedos esta protección, y ante sus ojos quedó la estatuilla, como de un pie de
altura, de un pájaro, negro y brillante como el carbón allí donde su
pulimento no estaba deslucido por el polvillo y las briznas de las virutas.
Spade se echó a reír. Descansó una mano sobre el pájaro. Los curvados
y muy abiertos dedos se agarraban a la estatuilla con aire de propiedad.
Rodeó a Effie con el otro brazo, y la apretó contra sí.
—Ángel mío, ¡lo tenemos!
—¡Ay! ¡Me haces daño!
Spade retiró su brazo, cogió el pájaro con las dos manos y lo sacudió
para librarlo de las briznas de viruta. Luego dio un paso atrás y lo mantuvo
delante de sí con los brazos extendidos, sopló sobre él para quitarle el
polvillo y lo contempló triunfalmente.
Effie miró horrorizada y gritó, señalando hacia los pies de Spade.
Spade bajó la mirada. Al dar un paso hacia atrás, su tacón había
entrado en contacto con la mano del muerto, y como un cuarto de pulgada
de la carne del cadáver, junto a la palma de la mano, había quedado
pellizcado entre el tacón y el suelo. Spade retiró el pie bruscamente. Sonó el
teléfono.
Spade le hizo un gesto a la muchacha. Effie se llevó el auricular a la
oreja.
—¿Diga?... Sí... ¿Quién?... ¡Ah, sí! —y al decir esto se abrieron más sus
ojos—. Sí, sí... Aguarde un segundo...
Su boca se abrió por completo con expresión de temor.
—¡ Oiga! ¡Oiga! —gritó, y bajó y subió por dos veces el gancho del
teléfono—. ¡Oiga! —repitió dos veces más. Lanzó un gemido y giró
rápidamente sobre los talones para quedar frente a Spade, que ya estaba a
su lado.
—¡Era miss O'Shaughnessy! —dijo fuera de sí—. Te necesita. Está en el
Alexandria. Y en peligro. Su voz era... ¡terrible, Sam! Y algo le ocurrió antes
de poder terminar de hablar. ¡Ve a ayudarla, Sam!
Spade dejó el halcón sobre la mesa y se le ensombreció la mirada.
—Primero tengo que cuidarme de este sujeto —dijo, señalando el
cadáver tirado en el suelo.
Effie le apuñeó el pecho, gritando:
—¡No, no! ¡Tienes que ir en su ayuda! Pero ¿es que no lo comprendes,
Sam? Este hombre la estaba ayudando, y le han matado, y ahora ella...
¡Tienes que ir corriendo!
—Está bien —dijo Spade, apartándola de sí.
Se inclinó sobre la mesa, dejó el pájaro en su nido de viruta y lo rodeó
con el papel haciendo un torpe paquete, mayor que el original.
—Tan pronto como yo me haya ido, llama a la policía. Diles lo que ha
ocurrido, pero no saques ningún nombre a relucir. Diles que no sabes nada.
A mí me llamaron por teléfono y te dije que tenía que salir, pero no te dije
dónde iba.
Maldijo la cuerda porque se había hecho un lío, lo deshizo con malos
modas y comenzó a atar el paquete.
—Olvídate de este pájaro. Cuéntales todo tal y como ocurrió, pero
olvídate de que traía un paquete —dijo, mordiéndose el labio inferior—. A no
ser que te acorralen. Si te parece que están enterados de lo del paquete,
tendrás que recordarlo. Pero es poco probable. Si tienes que hablar del
paquete, diles que me lo llevé yo sin abrir.
Spade terminó de hacer los nudos y se enderezó con el paquete debajo
del brazo izquierdo.
—A ver si te has enterado bien. Todo ocurrió como ocurrió, pero te
callas lo del pájaro a no ser que estén enterados de su existencia. No lo
niegues. Sencillamente, no hables de ello. Y me llamaron por teléfono a mí,
no a ti. Y no sabes nada acerca de este hombre. No sabes nada de él, y no
puedes hablar de mis asuntos hasta verme. ¿Enterada?
—Sí, Sam. ¿Quién...? ¿Sabes quién es?
Apareció su sonrisa de lobo.
—Regular... Pero yo diría que se trata del capitán Jacobi; el capitán de
“La Paloma” —cogió el sombrero y se lo puso, tras lo cual miró
reflexivamente al muerto y en torno del cuarto.
—¡Date prisa, Sam! —suplicó Effie.
—Sí, sí. —dijo Spade, distraídamente—, me la daré. Sería conveniente
que quitases esas virutas del suelo antes que llegue la policía. Y tal vez
debieras ponerte al habla con Sid. Pero, no —se corrigió frotándose la
barbilla—, mejor será dejarle al margen de todo esto por ahora. Hará mejor
efecto. Ten la puerta cerrada con llave hasta que llegue la policía.
Se quitó la mano de la barbilla y acarició la mejilla de Effie.
—¿Sabes lo que te digo, chica? ¡Que eres todo un hombre!
Y con esto, salió del despacho.
17. LA NOCHE DEL SÁBADO
Con el paquete bajo el brazo de forma muy natural, a buen paso, sin
que nada denotara su cautela, excepto el continuo movimiento de los ojos,
Spade, en parte a través de un callejón y de un angosto patio, fue desde su
oficina hasta las calles Kearny y Post. Allí detuvo un taxi.
El taxi le llevó hasta la estación de autobuses Pickwick en la Calle
Quinta. Dejó el pájaro en la consigna, metió el resguardo en un sobre con
sello, escribió en él M. F. Holland y el número de un apartado de San
Francisco, lo cerró y lo echó en un buzón de Correos. Otro taxi le llevó desde
la estación hasta el hotel Alexandria.
Subió hasta la suite 12-C y llamó a la puerta. Cuando estaba llamando
por segunda vez le abrió la puerta una muchacha baja, rubia, con una bata
amarilla y brillante, de rostro blanco e inexpresivo y que se agarraba
desesperadamente a la puerta.
—¿Mister Spade?
Spade dijo que sí y sostuvo a la muchacha cuando ésta se tambaleó.
El cuerpo de la chica se arqueó sobre el brazo de Spade y la cabeza
quedó doblada hacia atrás de tal manera que el corto pelo rubio colgaba
perpendicularmente hacia el suelo y su fino cuello formaba una firme curva
continua desde la barbilla hasta el pecho.
Spade deslizó el brazo más arriba de la espalda y se agachó para
pasarle el otro por debajo de las rodillas, pero la muchacha se estremeció y
ofreció resistencia. Hablando con labios entreabiertos que apenas se
movieron, dijo unas palabras confusas:
—¡No! ¡Hag' me adá...!
Y Spade la hizo andar. Cerró la puerta con el pie y le hizo andar de un
lado a otro de la habitación, por la alfombra verde que llegaba de pared a
pared. Con un brazo rodeándole el esbelto cuerpo, la mano del mismo
sujetándola por la axila y con la otra sosteniéndola por el brazo opuesto,
Spade la alzaba cuando vacilaba un pie inseguro, la ayudaba en sus
tambaleos, la animaba a seguir los paseos, procurando siempre que las
desmadejadas piernas aguantaran todo el peso que pudieran soportar. De
esta manera estuvieron recorriendo la habitación: vacilante y con torpes
pasos la muchacha, y Spade afianzado sobre los pies, sin que afectaran a su
equilibrio los desordenados movimientos de su pareja. La chica tenía la cara
demudada, blanca como el yeso, mientras que el semblante de Spade
aparecía sombrío y sus ojos, dura la expresión, lo observaban todo al mismo
tiempo.
Spade hablaba a la muchacha monótonamente:
—Así, muy bien. Izquierdo, derecho, izquierdo, derecho. Eso es. Muy
bien. Uno, dos, tres, cuatro; uno, dos, tres, cuatro; y ahora, vuelta.
La sacudió cuando llegaron a la pared.
—Ahora hacia allá. Uno, dos, tres, cuatro. Alce la cabeza. Así. Eso es.
Buena muchacha. Izquierdo, derecho, izquierdo, derecho. Y ahora la vuelta.
Volvió a sacudirla.
—Buena chica. Así se hace. Ande, ande, ande, ande... Uno, dos, tres,
cuatro. Y ahora damos la vuelta.
La sacudió algo más bruscamente y apretó algo el paso.
—Eso es. Izquierdo, derecho, izquierdo, derecho. Ahora tenemos más
prisa. Uno, dos, tres...
La muchacha se estremeció y tragó saliva de manera perceptible. Spade
comenzó a frotarle con fuerza el brazo y el costado y le acercó la boca al
oído.
—Muy bien. Lo está haciendo muy bien. Uno, dos, tres, cuatro. Más de
prisa, más, más. Eso es. Arriba el pie. Así. Arriba. Arriba. Primero, subirlo,
después, abajo. Eso es. Ahora, la vuelta. Izquierdo, derecho, izquierdo,
derecho. ¿Qué le han hecho? ¿Narcótico? ¿Lo mismo que me dieron a mí?
Los párpados se alzaron un instante encima de los ojos castaños
dorados turbios y logró pronunciar toda una palabra: «Sí», aunque la «s»
salió ceceante.
Siguieron los paseos, con la chica casi trotando para seguir a Spade,
que le daba palmadas y masaje a través de la seda amarilla con ambas
manos, hablando y hablando sin cesar en tanto que los ojos, duros y
abstraídos de las palabras, permanecían vigilantes.
—Izquierdo, derecho, izquierdo, derecho, izquierdo, derecho. Vuelta.
Buena chica. Uno, dos, tres, cuatro. Arriba la barbilla. Eso es. Uno, dos...
Volvieron a alzarse los párpados muy ligeramente, y bajo ellos se
movieron los ojos débilmente de un lado a otro.
—Magnífico —dijo en voz seca, abandonando el soniquete monótono—.
Consérvelos abiertos. Ábralos, ábralos más —le dijo, sacudiéndola.
La muchacha se quejó en son de protesta; pero los párpados subieron
más, aunque los ojos seguían sin luz interior. Spade alzó la mano, y con ella
abierta, le dio media docena de golpes rápidos en la cara. La chica volvió a
gemir y trató de zafarse de Spade. Éste la sujetó con fuerza y volvió a
arrastrarla de un extremo a otro de la habitación.
—Siga andando —le ordenó en voz desabrida—. ¿Quién es usted?
El «Rhea Gutman» de la respuesta salió farfullado, pero inteligible.
—¿Su hija?
—Sí —y la «s» sonó más clara y sibilante.
—¿En dónde está Brigid?
Rhea se retorció convulsivamente entre los brazos de Spade y le cogió
una mano con las dos suyas. Spade la retiró aprisa y la miró. Tenía en el
dorso un fino arañazo de pulgada y media o más.
—¿Qué diablo...? —gruñó, y le examinó las manos. La izquierda estaba
vacía. En la derecha, cuando él le obligó a abrirla, tenía un alfiler de acero
con cabeza de jade como de tres pulgadas, de los que utilizan las mujeres
para sujetarse unas flores sobre el pecho.
—¿Qué diablo...? —repitió, y luego de gruñir le puso el alfiler delante de
los ojos.
Al ver el alfiler, gimió como un perrillo y se abrió la bata. Alzó la
chaqueta del pijama color crema que debajo llevaba y le mostró la carne
debajo del pecho izquierdo, una carne blanca entrecruzada de finas líneas
rojas entre las que se intercalaban diminutos puntos rojos, en donde el
alfiler la había arañado y pinchado.
—Para estar despierta... andar... hasta que viniera usted... Ella me dijo
que usted vendría... ¡Tardó tanto!... —se tambaleó.
Spade apretó el brazo alrededor de la cintura y le dijo:
—Camine.
Rhea luchó contra la sujeción del brazo, y se retorció para quedar
mirándole de nuevo.
—No... le diré..., dormir..., sálvela...
—¿A Brigid?
—Sí..., la llevaron... Bur... Burlingame... Ancho veintiséis... ¡Aprisa!
Demasiado tarde...
La cabeza cayó sobre el hombro izquierdo. Spade se la levantó
bruscamente.
—¿Quién la llevó allí? ¿Su padre?
—Sí... Wilmer... Cairo —y volvió a retorcerse en tanto que los párpados
se estremecían sin llegar a abrirse—. La... matarán.
La cabeza volvió a caer y Spade volvió a enderezársela.
—¿Quién mató a Jacobi?
La muchacha no pareció oír la pregunta. Con un esfuerzo digno de
lástima, trató de mantener erguida la cabeza y de abrir los ojos.
—Vaya... está... —farfulló. Spade la sacudió brutalmente.
—Tiene que quedarse despierta hasta que venga el médico.
El terror abrió los ojos y despejó durante un momento las nubes que
oscurecían su semblante.
—¡No, no! —gritó torpemente—. Mi padre... me matará... Júreme que
no... Se enteraría... Lo hice... Por ella... Prometa que no... Dormiré... por la
mañana... bien...
Spade volvió a sacudirla.
—¿Está segura de que esto se le pasará durmiendo?
—Sí —y de nuevo la «s» apenas resultó perceptible y la cabeza volvió a
caer.
—¿En dónde tiene la cama?
La muchacha trató de alzar una mano, pero el esfuerzo hecho ya la
había agotado y la mano no pudo apuntar más que hacia la alfombra. Exhaló
un suspiro de niña cansada y se derrumbó, quedando con el cuerpo lánguido
y muerto.
Spade la cogió en brazos cuando iba a dar en tierra y, llevándola sin
esfuerzo apretada contra el pecho, se dirigió a la más cercana de las tres
puertas. Hizo girar la bola lo suficiente para soltar el resbalón, empujó la
puerta con el pie y avanzó por un pasillo que llevaba a una alcoba, después
de pasar por delante de un cuarto de baño cuya puerta estaba sin cerrar.
Miró dentro del cuarto de baño, vio que estaba vacío y llevó a la muchacha a
la alcoba. No había nadie. La ropa que allí se veía y las cosas del tocador
indicaban que se trataba de la alcoba de un hombre.
Volvió a la habitación de la alfombra verde con la muchacha en brazos y
probó la puerta de enfrente. Salió por ella a otro pasillo, pasó por delante de
otro cuarto de baño vacío y entró en una alcoba en la que había objetos de
pertenencia femenina. Abrió la cama y echó a la muchacha en ella, le quitó
las zapatillas, la alzó ligeramente para quitarle la bata amarilla, le arregló la
almohada debajo de la cabeza y la tapó con la ropa de la cama.
Entonces abrió las dos ventanas y permaneció allí unos instantes, de
espaldas a las ventanas, contemplando a la muchacha. Estaba respirando
ruidosamente, pero no parecía encontrarse en dificultades. Spade frunció el
ceño, cerrando y abriendo los labios en tanto que paseaba la mirada por el
cuarto. Ya el crepúsculo comenzaba a invadir la habitación con su
penumbra. Permaneció como unos cinco minutos en el cuarto, mientras la
luz iba disminuyendo. Al fin, sacudió impacientemente los poderosos
hombros caídos y salió, dejando sin cerrar con llave la puerta exterior del
conjunto de habitaciones.
Se dirigió a las oficinas de la Pacific Telephone and Telegraph Company
en la Powell Street y llamó al 2020 de Davenport.
—Clínica de urgencia, por favor... Oiga, hay una muchacha en las
habitaciones 12 C del hotel Alexandria que ha sido narcotizada... Sí, será
mejor que manden ustedes a alguien que la vea... Habla mister Hooper, del
Alexandria.
Colgó el teléfono y se echó a reír. Llamo a otro número y dijo:
—Hola, Frank. Soy Sam, Sam Spade... ¿Puedes proporcionarme un
automóvil con un conductor que sepa cerrar la boca?... Para bajar a la
península inmediatamente... Unas dos horas... Está bien. Que me recoja en
la parrilla de John, en la Ellis Street, tan pronto como pueda.
Llamó a otro número, el de su oficina, conservó el auricular pegado a la
oreja sin decir palabra durante unos momentos y colgó.
Se dirigió a John's. Pidió al camarero que le trajera aprisa una ración de
chuletas, patatas asadas y tomate en rajas, que comió apresuradamente.
Cuando estaba tomándose el café y fumando un cigarrillo, entró un hombre
joven, corpulento y con una gorra a cuadros ladeada por encima de un par
de pálidos ojos y una cara decidida y jovial, y se acercó a su mesa.
—Todo listo, mister Spade. Con el depósito lleno y deseando correr.
—Muy bien.
Spade apuró su taza y salió con el hombre corpulento.
—¿Sabes en dónde está la Ancho Avenue, o Road, o Boulevard, en
Burlingame?
—No, pero si está allí, ya la encontraremos.
—Pues a ello.
Spade se sentó junto al chofer en el «Cadillac» oscuro.
—El número que busco es el 26, y cuanto antes mejor; pero no pares el
coche delante de la puerta.
—Está bien.
Pasaron media docena de bocacalles en silencio y entonces el chofer
dijo:
—Mataron a su socio, ¿no, mister Spade?
—Sí.
El hombre chascó la lengua.
—Esa profesión es mala cosa. Se la cambio por la mía.
—Bueno, los conductores de coches de alquiler no son eternos.
—Puede que no lo sean —reconoció el hombre rollizo—, pero a pesar de
eso, si resulta que yo no lo soy, será para mí una sorpresa.
Spade miró calle adelante sin fijarse en nada en especial y empezó a
contestar con síes y noes hasta que el chofer se cansó de charlar.
El chofer se informó de la manera de llegar hasta la Ancho Avenue en
un drug-store, ya en Burlingame. Diez minutos más tarde paró el coche en
una esquina oscura, apagó las luces e indicó con la mano la manzana
vecina.
—Ahí tiene usted. Debe de ser la tercera o cuarta casa.
—Está bien —dijo Spade, y bajó del coche—. Deja el motor en marcha.
Es posible que tengamos que irnos con prisa.
Spade cruzó la calle y echó a andar por la acera. A lo lejos ardía un
farol solitario. Otras luces más cordiales puntuaban la noche a ambos lados
de la calle, en la que las casas, espaciadas entre sí, formarían una manzana
por cada media docena de ellas. En lo alto, una luna menguante brindaba
una luz tan débil y fría como la del lejano farol. Por las ventanas abiertas de
una casa de la acera opuesta salía el ronco cantar de una radio.
Spade se detuvo delante de la segunda casa de la esquina. Sobre uno
de los postes de la puerta del jardín, que tenían un grosor notoriamente
desproporcionado con relación a la empalizada que de ellos nacía, un 2 y un
6 de metal blanquecino reflejaban la poca luz existente. Encima de ellos,
Spade vio una tarjeta blanca clavada. La miró de cerca. Era un aviso que
decía: Se vende. No había puerta alguna entre dos gruesos postes. Spade
avanzó por el caminillo asfaltado de entrada a la casa. Y permaneció en él
inmóvil durante un largo momento al pie de los escalones del porche. Nada
se oía dentro de la casa. Todo estaba oscuro, excepto otro rectángulo de
pálida blancura, otra tarjeta clavada en la puerta.
Se acercó a la puerta y escuchó. Nada pudo oír. Trató de mirar por el
cristal de la puerta. Ninguna cortina detuvo su mirada, pero sí la oscuridad
que había dentro.
Fue de puntillas hasta una ventana, y luego hasta otra. Igual que a la
puerta, tan sólo las velaban la oscuridad interior. Trató de abrir las dos
ventanas. Estaban cerradas por dentro. Trató de abrir la puerta. Estaba
cerrada con llave.
Dejó el porche, y con pasos cautelosos, avanzó por el desconocido
terreno y dio la vuelta a la casa pisando yerbajos. Las ventanas laterales
quedaban demasiado altas para poder alcanzarlas desde el suelo. La puerta
trasera, y la única ventana que encontró a su alcance, estaban cerradas.
Regresó a los postes de la empalizada y, protegiendo la llama con las
manos ahuecadas, acercó el mechero al aviso se vende. Impresos en la
tarjeta pudo leer el nombre y la dirección de un corredor de fincas de San
Mateo, y debajo, escrita con lápiz, una línea que decía: la llave en el 31.
Volvió Spade hasta el coche y le preguntó al chofer:
—¿Tienes una linterna?
—No faltaba más —y se la entregó—. ¿Puedo echarle una mano en
algo?
—Puede que sí —dijo Spade, subiendo al coche—. Vamos al número 31.
Puedes encender las luces.
El número 31 era una casa gris y cuadrada de la acera de enfrente del
26, situada algo más arriba de la calle. En las ventanas del piso bajo se veía
luz. Spade se llegó a la puerta y llamó al timbre. Le abrió la puerta una chica
de pelo oscuro, de catorce o quince años. Spade saludó sonriendo y dijo:
—Quisiera la llave del número 26. .
—Llamaré a mi padre —dijo, y entró en la casa gritando—: ¡Papá!
Apareció un hombre grueso, calvo, rubicundo y de grandes bigotes con
un periódico en la mano.
—Quisiera la llave del número 26 —le dijo Spade.
El hombre grueso le miró con aire de duda.
—La luz está cortada. No podrá ver nada.
—Tengo una linterna —dijo Spade, tocándose el bolsillo.
Aumentaron las dudas del hombre grueso. Carraspeó algo intranquilo y
arrugó el periódico que llevaba en la mano.
Spade le mostró una de sus tarjetas oficiales, se la volvió a guardar y
dijo, en voz baja:
—Hemos tenido el soplo de que quizá haya algo escondido dentro de la
casa.
La cara y la voz del hombre grueso denotaron ahora deseos de ayudar.
—Aguarde un minuto. Iré con usted.
Regresó un momento después con una llave de metal blanco atada a un
marbete negro y rojo. Spade le hizo al pasar una seña al chofer y éste se
unió a ellos.
—¿Ha venido alguien a ver la casa recientemente? —preguntó Spade.
—Que yo sepa, no —respondió el hombre grueso—. Hace ya un par de
meses que nadie me pide la llave.
Caminó delante de ellos con la llave hasta que llegaron al porche.
Entonces le puso la llave en la mano a Spade, se hizo a un lado y dijo:
—Ahí tiene usted.
Spade hizo girar la llave y abrió la puerta, empujándola. Encontraron
silencio y oscuridad. Con la linterna apagada en la mano, Spade entró en la
casa. El chofer le siguió de cerca, y el hombre grueso, algo más rezagado,
entró detrás de ellos. Registraron la casa de arriba abajo, con precaución al
principio, sin encontrar nada, y más audazmente luego. La casa estaba
vacía, indudablemente vacía, y no advirtieron el menor indicio de que
hubiera sido visitada desde hacía varias semanas.
—Gracias, eso es todo —dijo Spade al bajar del coche a la puerta del
Alexandria.
Entró en el hotel, se llegó a la conserjería y un hombre joven y alto, de
expresión grave, le dijo:
—Buenas noches, mister Spade.
—Buenas noches —dijo Spade, y llevándose al joven hasta un extremo
del mostrador, le preguntó—: Estos Gutmans, los del 12 C, ¿están?
—No —contestó el joven, y luego, lanzándole a Spade una rápida
mirada, vaciló, volvió a mirarle, y dijo en voz queda—: Algo raro pasó con
esa gente esta noche, mister Spade. Alguien llamó a la Clínica de Urgencias
y dijo que había una muchacha enferma en las habitaciones.
—¿Y no la había?
—No, allí no había nadie. Habían salido todos esta tarde.
—Los bromistas, que se divierten. Gracias.
Entró en una cabina telefónica, pidió un número y dijo:
—¿Oiga? ¿Mistress Perine?... ¿Está Effie ahí?... Sí, por favor... Muchas
gracias... ¡Hola, ángel mío! ¿Qué buenas noticias tienes?... Magnífico,
magnífico. Sigue igual. Estaré ahí en veinte minutos... Perfectamente.
Media hora más tarde, Spade llamaba a la puerta de una casa de ladrillo
de dos pisos en la Novena Avenida. Le abrió Effie. Su cara de muchacho
estaba cansada y sonriente.
—Hola, jefe —le dijo—. Pasa —y luego añadió en voz baja—: Si mamá
te dice algo, sé amable con ella. Está muy excitada.
Spade sonrió tranquilizadoramente y le dio una palmada en el hombro.
Effie le puso una mano sobre el brazo.
—¿Miss O'Shaughnessy?
—Nada —dijo con mal humor—. Todo falso. ¿Estás segura de que era su
voz?
—Sí.
Spade hizo una mueca desagradable.
—Bueno, pues todo era un camelo.
Effie le hizo pasar a un alegre cuarto de estar, suspiró, se dejó caer de
golpe en un extremo del sofá y sonrió a Spade a través de su cansancio.
Spade se sentó a su lado y le preguntó:
—¿Todo fue bien? ¿No se dijo nada del paquete?
—Nada. Les dije lo que me dijiste que les dijera y parecieron estar
seguros de que la llamada telefónica tuvo algo que ver con el asunto y que
tú saliste corriendo para seguir alguna pista.
—¿Estuvo Dundy?
—No. Hoff y O'Gar, y otros que no conozco. También hablé con el
capitán.
—¿Te llevaron a la jefatura?
—¡Oh, sí! Y me hicieron muchas preguntas, pero todo fue, ya sabes,
cuestión de trámite.
Spade se frotó las manos.
—Estupenda —dijo, pero luego añadió, ceñudo—: Aunque imagino que
cuando hablen conmigo se les ocurrirán muchas preguntas. Al menos a ese
maldito Dundy, y a Bryan. —Se encogió de hombros—: ¿Alguien conocido
estuvo allí, aparte de los policías?
—Sí —dijo, poniéndose derecha en el sofá—, ese muchacho, el que te
llevó el recado de Gutman. No entró, pero la policía dejó abierta la puerta
del pasillo y le vi allí, de pie.
—¿No dijiste nada?
—Claro que no. Me dijiste que no lo hiciera. Así que no le hice caso; y
cuando volví a mirar, ya se había ido.
—No fue poca suerte la tuya, chiquilla, que llegara antes la policía —dijo
Spade, sonriendo.
—¿Por qué?
—Es una mala pieza, es veneno. ¿Era Jacobi el muerto?
—Sí.
Effie le apretó una mano y se puso en pie.
—Me voy. Y tú más vale que te acuestes. Estás agotada.
—Sam, ¿qué es...? —preguntó Effie al ponerse de pie. Spade le puso
una mano sobre la boca para callarla y dijo:
—Déjalo hasta el lunes. Quiero escabullirme antes que salga tu madre y
me eche una regañina por meter a su corderito en malos pasos.
Faltaban unos minutos para medianoche cuando Spade llegó a su casa.
Metió la llave en la cerradura de la puerta de la calle. En la acera, detrás de
él, repiquetearon unos tacones. Spade soltó la llave y se volvió. Brigid subió
corriendo los escalones hasta llegar junto a él. Le abrazó y se quedó colgada
de él.
—¡Creí que no ibas a llegar nunca!
Tenía demacrado el rostro, con expresión desesperada, y toda ella
temblaba desde los pies a la cabeza.
Con la mano que no sostenía a Brigid, Spade volvió a buscar la llave,
abrió la puerta y entró llevando a la muchacha casi en vilo.
—¿Me has estado esperando?
—Sí —respondió, y al hablar su respiración entrecortada fue espaciando
las palabras—. En un... portal... calle... arriba.
—¿Puedes arreglártelas para andar? ¿O te llevo en brazos?
Brigid sacudió la cabeza, que descansaba sobre el hombro de Spade:
—Se me... pasará... cuando... llegue... a donde... me pueda... sentar.
Subieron en el ascensor hasta el piso de Spade y se dirigieron a su
apartamento. Mientras Spade abría la puerta, Brigid se soltó de su brazo y
permaneció junto a él, respirando con ahogo, con las dos manos apretadas
contra el pecho. Spade encendió la luz del pasillo. Entraron. Spade cerró la
puerta, y después de rodearla de nuevo con un brazo, la llevó hacia el
cuarto de estar. En el momento en que se hallaban a un paso de la puerta
del cuarto, se encendió dentro la luz.
La muchacha dio un grito y se agarró a Spade.
Muy poco más allá del umbral de la puerta, el adiposo Gutman les
sonreía benévolamente. El muchacho, Wilmer, salió de la cocina por detrás
de ellos. Las pistolas parecían gigantescas en sus manitas. Cairo salió del
cuarto de baño. También él tenía una pistola.
—Bien, señor mío —dijo Gutman—, como puede ver, todos estamos
aquí. Ahora vamos a pasar, a sentarnos y a ponernos cómodos para hablar.
18. LA CABEZA DE TURCO
Spade, rodeando aún a Brigid con los brazos, sonrió escuetamente por
encima de la cabeza de la muchacha y dijo:
—Naturalmente que sí. Vamos a hablar.
Los bulbos de Gutman se alborotaron cuando dio tres pasos torpes
alejándose de la puerta.
Spade y la muchacha entraron juntos. El chico y Cairo los siguieron.
Cairo se detuvo cerca de la puerta. El muchacho se guardó una de las
pistolas y se acercó por detrás a Spade.
Spade volvió la cabeza lo suficiente para mirar al muchacho por encima
del hombro y dijo:
—¡Largo! No creas que me vas a registrar.
—Estese quieto. Y cierre la boca —dijo el muchacho. Las aletas de la
nariz de Spade se abrieron y cerraron por el esfuerzo de la respiración. Y
habló, con voz serena:
—¡Largo, he dicho! Ponme una mano encima y vas a tener que usar la
pistola. Pregúntale a tu patrón si quiere que me mates antes que hablemos.
—Déjalo, Wilmer —dijo el hombre gordo. Y luego, frunciendo el ceño
con indulgencia, se dirigió a Spade—: No cabe duda que es un hombre
testarudo. Pero, sentémonos.
—Ya le he dicho —dijo Spade— que no me gusta este caballerito.
Spade llevó a Brigid hasta el sofá cerca de las ventanas. Se sentaron
muy juntos, con la cabeza de ella descansando sobre un hombro de Spade y
con el brazo izquierdo del detective rodeándole los hombros. Brigid había
dejado ya de temblar y su respiración era normal. La súbita aparición de
Gutman y de sus acompañantes parecía haberle quitado la libertad para
moverse y sentir propia de los animales, dejándola viva y consciente, pero
con la inercia de un vegetal.
Gutman se sentó lentamente en la mecedora tapizada. Cairo eligió el
sillón junto a la mesa. Wilmer ni se sentó; permaneció en la puerta, en
donde antes se había apostado Cairo, con la pistola aún visible colgando de
un brazo estirado a lo largo del cuerpo, mirando al pecho de Spade por
debajo de las rizadas pestañas. Cairo dejó su pistola en la mesa y bien a
mano.
Spade se quitó el sombrero y lo tiró al otro lado del sofá. El labio
inferior caído y los párpados bajas daban a su rostro, junto con las uves de
su cara, una expresión rijosa de sátiro.
—Esa hija suya —dijo— tiene una bonita barriga; demasiado bonita
para andar arañándola con alfileres.
La sonrisa de Gutman fue afable y algo aceitosa.
El muchacho dio un paso hacia adelante desde la puerta y alzó la pistola
hasta la cadera. Todos los que se hallaban en el cuarto le miraron. Aunque
Brigid y Cairo lo hicieron con ojos muy distintos, algo muy semejante había
en la condena que se reflejó en la mirada de ambos. El muchacho enrojeció,
retiró el pie que había adelantado, enderezó las piernas, bajó la pistola y
quedó de pie como antes, con los ojos medio ocultos por las pestañas
clavados sobre el pecho de Spade. Aunque el color que se le subió a la cara
fue desvaído y sólo duró un instante, resultó sorprendente en un rostro que
habitualmente aparecía helado y compuesto.
Gutman volvió a dedicar a Spade su sonrisa grasienta y astuta. Cuando
habló lo hizo con un susurro ronroneante:
—Sí, señor mío, fue una verdadera pena, pero tendrá usted que
confesar que resultó útil.
Spade juntó las cejas con un temblorcillo.
—Cualquier cosa hubiera servido igualmente. Es natural que yo quisiera
verle a usted tan pronto como tuve en mi poder el halcón. En una operación
al contado, ¿por qué no? Fui a Burlingame esperando asistir a una reunión
de esta naturaleza. No sabía que andaba usted a tontas y a locas, con un
retraso de media hora, tratando de quitarme de en medio para localizar a
Jacobi antes de que él diera conmigo.
Gutman se rió entre dientes. Y en su risita no pudo advertirse nada que
no denotara satisfacción.
—Bueno, señor mío, en cualquier caso aquí estamos, dispuestos a
sostener esa conversación que, por lo visto, usted deseaba.
—Sí, eso es lo que deseaba. ¿Cuándo está dispuesto a hacerme el
primer pago para que yo pueda librarme del halcón?
Brigid se incorporó en el sofá y miró a Spade con ojos azules que
expresaban asombro. El detective le dio una palmadita en el hombro sin
prestarle gran atención. Tenía los ojos fijos sobre Gutman. Los de Gutman
destellaron regocijados, amparados entre montoncillos de sebo.
—Bueno, señor mío, en cuanto a esa...
Y se metió una mano debajo de la chaqueta.
Cairo, con las manos sobre los muslos, se inclinó hacia adelante,
respirando por entre los blandos labios entreabiertos. Sus ojos oscuros
tenían brillo de laca lustrada. Pasaban de la cara de Spade a la de Gutman, y
de la de Gutman a la de Spade.
—En cuanto a eso —repitió Gutman, y sacó un sobre blanco del bolsillo.
Diez ojos, los del muchacho ahora sólo parcialmente velados por las
pestañas, se volvieron hacia el sobre. Dando vueltas al sobre con sus manos
hinchadas, Gutman estudió su blanco anverso durante un momento y luego
el reverso, sin pegar, con la solapa metida en el interior. Alzó la cabeza,
sonrió afablemente y arrojó el sobre encima de las piernas de Spade.
El sobre, aunque no era voluminoso, pesaba lo suficiente para volar
derecho. Fue a darle a Spade en la parte baja del pecho y le cayó sobre los
muslos. Spade lo recogió y lo abrió despacio, utilizando para ello ambas
manos, pues antes había retirado el brazo que rodeaba a Brigid. El sobre
contenía billetes de mil dólares, lisos, tiesos y nuevos. Spade los sacó y
contó. Eran diez. Alzó la mirada hasta Gutman sonriendo, y dijo,
suavemente:
—Habíamos hablado de más dinero.
—Sí, señor. Es cierto —asintió Gutman—. Pero entonces no hacíamos
más que eso. Hablar. Esto es dinero de verdad, de curso legal en el país.
Con un dólar de éstos puede comprar más que con diez dólares de boquilla.
Una risa silenciosa puso en conmoción sus bulbos. Cuando aquel gran
temblor se hubo tranquilizado, dijo en voz más seria, aunque no del todo:
—Ahora es preciso tener en cuenta a más gente. —Y movió sus ojos
pícaros y la cabeza para señalar a Cairo—. Y, para resumir, señor, la
situación ha cambiado.
Mientras Gutman hablaba, Spade había emparejado todos los billetes
por sus bordes con unos golpecitos, los había vuelto a meter en el sobre, y
había dejado la solapa de éste como antes. Y ahora, con los antebrazos
apoyados sobre los muslos, quedó sentado con el cuerpo inclinado hacia
adelante, balanceando entre los muslos el sobre que tenía cogido por una
esquina, muy ligeramente, entre el índice y el pulgar.
Su respuesta al hombre gordo pareció expresar indiferencia:
—Sí, es cierto. Ahora ustedes se han unido. Pero yo tengo el halcón.
Cairo tomó la palabra. Con sus feas manos agarrotadas sobre los brazos
del sillón, avanzó el cuerpo y dijo modosamente, con su vocecilla atiplada:
—No juzgo que sea necesario, mister Spade, recordarle que aunque
usted quizá tenga en su poder el halcón, nosotros le tenemos a usted en el
nuestro.
—Estoy tratando de conseguir que ese detalle no me preocupe —dijo,
sonriendo. Se puso derecho, dejó el sobre a un lado, encima del sofá, y se
dirigió a Gutman—: Luego seguiremos hablando acerca del dinero. Antes
hay que atender a otro asunto. Necesitamos una cabeza de turco, alguien a
quien culpar.
El hombre gordo arrugó la frente sin comprender; mas antes de que
pudiera hablar, ya Spade estaba explicándoselo:
—La policía necesita una víctima, necesita tener a alguien a quien
culpar de esos tres asesinatos. Nosotros...
Cairo le interrumpió con una voz quebradiza y excitada:
—Dos, sólo dos asesinatos, mister Spade. Pues no cabe duda que
Thursby mató a su socio.
—Está bien, dos —dijo Spade a regañadientes—. Eso cambia bien poco
la cosa. La cuestión es que tenemos que apaciguar a la policía con un...
Ahora fue Gutman quien le interrumpió, sonriendo confiadamente y con
bonachona seguridad:
—Bueno, por lo que de usted hemos visto y oído, creo que no tenemos
por qué preocuparnos de eso. Podemos confiar en que usted se las arreglará
con la policía. No necesitará usted la ayuda de meros aficionados como
nosotros.
—Si cree usted eso —dijo Spade—, no ha visto y no ha oído usted lo
bastante.
—Vamos, vamos, mister Spade, no querrá usted hacernos creer a estas
alturas que siente usted el más mínimo temor de la policía, o que no está
perfectamente capacitado para entendérselas con...
Spade bufó, de forma nasal y gutural al mismo tiempo. Se echó hacia
adelante y volvió a quedar con los antebrazos descansando sobre las rodillas
e interrumpió a Gutman, irritado:
—No les tengo ningún miedo, y, efectivamente, sé cómo entendérmelas
con ellos. Eso es lo que estoy tratando de decirle. La manera de
entendérselas con ellos es entregarles una víctima propiciatoria, alguien a
quien puedan achacarle todo.
—Estoy conforme. Esa es una manera de arreglarlo, pero...
—No hay pero que valga —dijo Spade—. Es la única manera.
Sus ojos ardían y su expresión era de gran sinceridad. El cardenal de la
sien tenía el color de la bilis.
—Sé de lo que hablo. Ya he pasado por esa experiencia, y supongo que
tendré que volver a pasar por ella más veces. En distintas ocasiones he
tenido que mandar al diablo a unos y a otros, desde magistrados del
Tribunal Supremo para abajo, y la cosa me ha salido bien. Y siempre me ha
salido bien porque nunca olvido que el día del ajuste de cuentas tiene que
llegar; y porque nunca dejo de recordar que cuando llegue el día de ajustar
las cuentas he de estar preparado para entrar en la Jefatura de Policía
empujando delante de mí a una víctima y diciendo: «Estúpidos, aquí tenéis
al culpable.» Mientras pueda hacer eso, me será posible burlarme de todas
las leyes del código. Pero el día en que no lo logre, todo habrá acabado para
mí. Hasta ahora, las cosas siempre me han salido bien. Y esta vez le aseguro
que no va a ser la primera que me salga mal. De fijo que no.
Los ojos de Gutman parpadearon, y aunque su mirada de astucia
pareció empañarse sutilmente, logró que la complaciente sonrisa que el
resto de sus facciones rosáceas y abultadas dibujaban sin desmayar no se
borrara. Cuando habló, su voz no expresó inquietud alguna.
—Es mucho lo que hace recomendable ese sistema, ¡vaya que sí, señor
mío! Y si en esta ocasión resultara factible, yo sería el primero en decirle que
se atuviera usted a él. Pero ocurre que no es aplicable a este caso. Eso les
ocurre a los mejores sistemas. Llega un momento en que es preciso hacer
una excepción, y el hombre prudente la hace. Y eso es lo que acontece en el
caso que nos ocupa, y no vacilo en decirle que se le va a pagar bien por
hacer la excepción. Es cierto que quizá las cosas fueran más fáciles para
usted si tuviera a mano una cabeza de turco para entregársela a la policía,
pero —dijo con una risa y extendiendo ambas manos abiertas ante sí— no es
usted hombre que se amilane al topar con unas cuantas dificultades. Sabe
usted cómo hacer las cosas, y al final se las arregla para caer de pie, pase lo
que pase.
Frunció los labios y guiñó un ojo a medias.
—Se las arreglará usted, señor mío.
No quedaba ya calor en la mirada de Spade. Su rostro estaba apagado
y sin vida.
—Sé de lo que hablo —contestó en voz baja, en un tono de paciencia
manifiesta—. Vivo en esta ciudad y me dedico a esta profesión. Podría caer
de pie, sin duda, esta vez; pero la próxima ocasión que tratara de
extralimitarme en lo más mínimo, me pararían tan pronto los pies que caería
de bruces. No me interesa. Ustedes, buenos pájaros de cuenta, estarán en
Nueva York, o en Constantinopla, o qué sé yo en dónde. Pero yo trabajo
precisamente aquí.
—Pero —dijo Gutman— podría usted...
—No podría —dijo Spade, sinceramente—. Ni quiero. Lo digo de veras.
Se quedó sentado muy derecho. Mas una jubilosa sonrisa iluminó su
cara borrando la aparente estupidez anterior.
—Escuche, Gutman. Le estoy diciendo lo que más nos conviene a todos.
Si no entregamos a la policía a un culpable, lo más probable es que, antes o
después, llegue a sus oídos lo del halcón. Y entonces, se encuentre donde se
encuentre, tendrá usted que esconderse con el pájaro, lo cual no favorecerá
ni poco ni mucho ni nada sus planes de enriquecerse con él. Pero entregue
usted un culpable a la policía y no volverán a acordarse del asunto.
—Pero, señor mío —dijo Gutman, y tan sólo en los ojos se apreciaba un
matiz de inquietud—, de eso se trata precisamente. ¿Se olvidarían del
asunto? ¿O ese supuesto culpable del que usted habla no sería más bien una
nueva pista que, muy probablemente, les facilitaría información acerca del
pájaro? Y, por otro lado, ¿no resulta lógico pensar que, puesto que nada
saben ahora de él, es mejor dejar las cosas tal y como están?
Una venilla bífida comenzó a hincharse en la frente de Spade.
—¡Ay, qué porra! ¡Tampoco usted se da cuenta del asunto! —dijo,
tratando de contenerse—. La policía no está dormida, Gutman. Están
agazapados a la espera. Trate de comprenderlo. Yo estoy metido en este
asunto hasta las cejas y lo saben perfectamente. Lo cual no importa si a la
hora de la verdad puedo hacer algo, pero sí que importará si no lo hago.
El tono de su voz volvió a ser persuasivo:
—Escuche, Gutman. No tenemos más remedio que entregarles a una
víctima. ¿Por qué no a ese chiquilicuatro? —dijo apaciblemente, indicando al
muchacho que seguía junto a la puerta—. Porque, después de todo, él fue
quien mató a los dos, a Thursby y a Jacobi, ¿no? Y en cualquier caso, parece
hecho a la medida para el caso. Preparamos pruebas suficientes contra él y
se lo entregamos a la policía. ¿Qué tal?
El muchacho, sin apartarse de la puerta, apretó las comisuras de los
labios en lo que acaso pudiera ser un ligerísimo esbozo de sonrisa. La
propuesta de Spade no pareció afectarle de otra manera. Pero el rostro
moreno de Cairo estaba boquiabierto, desorbitado, amarillento y asombrado.
Al respirar por la boca, su pecho redondeado y femenil subía y bajaba, y los
ojos, asombrados, no parecían poder apartarse de Spade. Brigid se había
apartado un trecho de Spade, y vuelta hacia él en el otro extremo del sofá,
también le miraba con los ojos muy abiertos. En lo hondo de la atónita
confusión que se leía en su cara se adivinaba que un brote de risa histérica
pugnaba por estallar.
Gutman permaneció inmóvil e inexpresivo durante un largo momento. Y
al cabo decidió echarse a reír. Y lo hizo con buenas ganas y durante
bastante tiempo, no parando hasta que los ojos astutos lograron que la risa
les hiciera un préstamo de alegría.
Cuando dejó de reír, dijo:
—¡Le aseguro, señor mío, que es usted un hombre poco corriente!
Sacó un pañuelo blanco y se enjugó los ojos.
—Se lo aseguro, pues nunca es posible predecir qué va usted a hacer o
decir, aunque a buen seguro será algo asombroso.
—La cosa no tiene ninguna gracia —dijo Spade, que no pareció
ofenderse, y mucho menos impresionarse, por la risa del hombre gordo.
Hablaba en el tono de quien discute con un amigo recalcitrante, pero no
completamente irrazonable—. Es lo mejor que podemos hacer. Una vez que
la policía le tenga en sus manos, entonces...
—Pero, hombre, por Dios —objetó Gutman—, ¿es que no se da cuenta?
Aunque sólo se me pasara por la imaginación durante un instante... Pero
también eso es ridículo. Wilmer es para mí como un hijo. De veras. Pero
aunque pensara por un momento hacer lo que usted propone, ¿se puede
saber qué le impediría a Wilmer contarle a la policía hasta los más nimios
detalles acerca del halcón, y acerca de nosotros?
Spade sonrió con los labios rígidos.
—Bueno, si fuera necesaria, podríamos arreglar las casas para que
muriera al resistirse al ser detenido. Pero no hará falta ir tan lejos. Déjele
que hable hasta que se le caiga la lengua. Le prometo que nadie le hará
caso. Eso es fácil de arreglar.
La carne rosada de la frente de Gutman se desplazó lentamente hasta
dibujar un ceño fruncido. Bajó la cabeza, y todos sus papos se apretujaron
sobre el cuello de la camisa y preguntó:
—¿Cómo?
Luego, con una brusquedad que puso en grandísima apretura y
temblorosa conmoción a todos sus bulbos de grasa, que entraron en colisión
los unos contra los otros, levantó la cabeza, se volvió con apuros hacia el
muchacho y soltó una ruidosa carcajada:
—¿Qué opinas tú de todo esto, Wilmer? Gracioso, ¿eh?
Los ojos del muchacho eran puros destellos color avellana bajo el
amparo de las pestañas.
Y dijo, en voz clara pero baja:
—Sí, es gracioso el hijo de perra.
Spade estaba hablando con Brigid.
—¿Cómo te encuentras ahora, ángel mío? ¿Mejor?
—Sí, mucho mejor. Lo único es que... —y bajó la voz tanto que nadie la
pudiera escuchar a más de cinco cuartas de distancia—, lo único es que
tengo miedo.
—Que se te quite —dijo Spade sin darle importancia, y le puso una
mano sobre la rodilla enfundada en una media gris—. No va a pasar nada
demasiado grave. ¿Quieres una copa?
—No, ahora no, gracias —respondió, y añadió, volviendo a bajar la
voz—: Ten cuidado, Sam.
Spade sonrió y miró a Gutman, que a su vez le estaba mirando. El
hombre gordo sonrió cordialmente, calló durante un segundo y luego
preguntó:
—¿Cómo?
—Como, ¿qué? —dijo Spade, estúpidamente.
El hombre gordo juzgó que aquello exigía, primero, algo más de risa, y
luego, una explicación.
—Si considera usted con un mínimo de seriedad al menos esta...
propuesta que nos ha hecho, lo menos que la más ordinaria cortesía nos
exige es que le permitamos explicarse hasta el final. Ahora bien, ¿cómo se
las arreglaría para que Wilmer —e hizo una pausa para reírse de nuevo— no
pudiera hacernos daño alguno?
Spade sacudió la cabeza y dijo:
—No; no me gustaría aprovecharme de la cortesía de nadie, por muy
ordinaria que fuera, de tal manera. Vamos a olvidarnos del asunto.
El hombre gordo procuró fruncir sus bulbos faciales.
—Vamos, vamos —protestó—, me hace usted sentirme verdaderamente
incómodo. No debí reírme, y le presento mis disculpas, humilde y
sinceramente. No quisiera, mister Spade, ridiculizar nada de cuanto tenga
usted que proponer, prescindiendo de lo mucho que pudiéramos discrepar,
pues he de decirle que respeto y admiro profundamente su astucia. Ahora
bien, no veo cómo su propuesta pudiera llegar a tener resultados prácticos,
dejando a un lado, por el momento, el hecho de que mis sentimientos hacia
Wilmer no serían distintos si fuera carne y sangre mías. Sin embargo, me
haría usted un gran favor personal, y me demostraría, además, que ha
aceptado mis disculpas, si prosiguiera usted y esbozara el resto de su
propuesta.
—Es justo —dijo Spade—. Bryan es como casi todos los fiscales de
distrito. La cosa que más le interesa es que quien lea su historial saque una
buena impresión. Antes preferiría sobreseer un caso que llevarlo a los
tribunales y perderlo. No sé si habrá llegado a inventar pruebas para lograr
la condena de un acusado sabiéndole inocente, pero no puedo imaginarle
considerando inocente a alguien si consigue reunir, por los medios que sean,
tergiversando lo que sea menester tergiversar, pruebas de su culpabilidad.
Para lograr la condena de un reo, es capaz de dejar libres a media docena
de cómplices no menos culpables, si el tratar de demostrar esta culpabilidad
pudiera complicar el caso.
»Esa es la disyuntiva que le brindaremos y que Bryan aceptará de
buenísima gana. Se convencerá a sí mismo con gran gusto de que cualquier
cosa que el chiquilicuatro de marras le diga es pura fantasía que no tiene
más propósito que el de liar las cosas. Eso déjemelo usted a mí; corre de mi
cuenta. Le puedo convencer de que si empieza a ir de aquí para allá
tratando de coger a todos en la red, se va a encontrar con un caso tan
complejo que no habrá jurado que le encuentre ni pies ni cabeza, mientras
que si se limita a empapelar al nene, logrará un veredicto de culpabilidad
como quien lava.
Gutman meneó la cabeza lenta y sonrientemente con ademán
reprobatorio.
—No —dijo—, me temo que eso no puede ser. No puede ser de ningún
modo. No veo cómo ni siquiera ese fiscal de que me habla puede relacionar
a Thursby, a Jacobi y a Wilmer sin tener que...
—No conoce usted a los fiscales —le dijo Spade—. Lo de Thursby es
sencillo. Era un pistolero; también lo es ese tipejo de usted. Bryan ya tiene
pergeñada una teoría acerca de eso. Eso no presentará ninguna dificultad.
¿Qué más quiere? Al nene sólo le pueden ahorcar una vez. ¿Para qué
procesarle por el asesinato de Jacobi una vez que haya sido condenado por
el de Thursby? Se limitarán a cerrar el caso, atribuyéndole el crimen y
sanseacabó. Si -como es muy probable- empleó la misma pistola en las dos
ocasiones, las balas presentarán iguales marcas. Y todo el mundo se
quedará tan satisfecho.
—Sí, pero... —comenzó a decir Gutman, mas se interrumpió para mirar
al chico.
El muchacho avanzó desde la puerta, con las piernas rígidas y
separadas, hasta quedar entre Gutman y Cairo, casi en el centro de la
habitación. Allí se detuvo, con el cuerpo ligeramente echado para delante, a
partir de la cintura, adelantados los hombros. Seguía con la pistola
colgándole del brazo, pero los nudillos de la mano destacaban su blancura
contra la culata. La otra mano estaba transformada en puño, breve y
apretado, al final del brazo también caído. La indeleble juventud de su
semblante teñía de maldad indescriptible e inhumana el odio al rojo blanco y
la blancura helada de malevolencia de su rostro. Le dijo a Spade, con voz
agarrotada por la pasión:
—¡Hijo de mala madre! ¡Levántese y saque la pistola!
Spade le sonrió. No fue una sonrisa abierta, pero la diversión que
expresaba pareció auténtica y sin mezcla de otros elementos.
—¡Hijo de mala madre! —insistió el muchacho—. ¡Levántese y
liquidemos el asunto a tiros, si es que tiene redaños para ello! ¡Ya le he
aguantado todo lo que le tenía que aguantar!
Spade pareció aún más divertido. Miró a Gutman y le dijo:
—¡Vaya! ¡Película del Oeste para menores! —Su voz encajaba con su
sonrisa—. Quizá debería usted explicarle que si me mata antes de tener en
su poder el halcón va a resultar deplorable para su negocio.
Gutman no alcanzó un éxito notorio cuando trató de sonreír, pero
decidió conservar en la cara llena de manchas la mueca resultante. Se
humedeció los secos labios con la lengua reseca. La voz resultó harto ronca
y raspante para el tono paternal y bondadoso que quiso lograr.
—Bueno, bueno, Wilmer. No podemos ponernos así. No debieras dar
tanta importancia a estas cosas. Tú...
El chico, sin quitarle los ojos de encima a Spade, habló con voz ahogada
y con la boca torcida:
—Haz que me deje en paz. Si sigue por el mismo camino le voy a
agujerear el pellejo, y nadie me lo podrá impedir.
—Tranquilo, Wilmer, tranquilo —dijo Gutman, y se volvió hacia Spade—.
Su plan, señor mío, como dije al principio, no es práctico. Vamos a no hablar
más del asunto.
Spade miró a uno después del otro. Ya había dejado de sonreír. Su cara
era absolutamente inexpresiva.
—Yo hablo de lo que quiero —les dijo.
—Desde luego que sí —dijo Gutman rápidamente—, y es una de las
cosas que he admirado siempre en usted. Pero, como digo, este proyecto no
es práctico, y por ello, como puede usted apreciar por sí mismo, es
completamente inútil su ulterior discusión.
—No puedo apreciarlo por mí mismo —dijo Spade—, ni tampoco me lo
ha hecho apreciar usted; y no creo que pueda conseguirlo en el futuro. —
Miró con ceño enojado a Gutman—. Vamos a ver si dejamos aclarado esto.
¿Estoy perdiendo el tiempo al hablar con usted? Yo estaba en la creencia de
que quien mandaba aquí era usted. ¿Sería mejor que me dirigiera al chico?
Porque eso sé cómo hacerlo.
—No. Hace usted bien en tratar conmigo.
—Está bien —dijo Spade—. Tengo otra propuesta que hacer. No es tan
buena como la primera, pero siempre será mejor que nada. ¿Quiere oírla?
—Desde luego.
—Entrégueles a Cairo.
Cairo tomó apresuradamente la pistola que había dejado sobre la mesa.
La conservó en el regazo cogida con ambas manos. El cañón apuntaba al
suelo, junto al sofá. Su cara tornó a ponerse amarillenta. Sus ojos negros
hacían saltar la mirada de una cara a otra. Estaban tan opacos que parecían
planos, de dos dimensiones.
Gutman, con expresión de no comprender lo que había oído, preguntó:
—¿Hacer qué?
—Entregue a Cairo a la policía.
Pareció que Gutman iba a echarse a reír, pero no lo hizo. Y acabó por
decir, en tono incierto:
—¡La verdad, señor mío!
—No es tan buena solución como entregarles al chiquilicuatro —dijo
Spade—. Cairo no es pistolero, y suele llevar una pistola de calibre inferior al
que se usó para malar a Thursby y a Jacobi. Nos costará más trabajo
preparar pruebas convincentes contra él, pero aun así, será mejor solución
que no entregar a nadie a la policía.
La voz de Cairo resonó chillona e indignada:
—Supongamos que le entregamos a usted, mister Spade, o a miss
O'Shaughnessy. ¿Qué le parece, ya que está decidido a entregar a alguien?
Spade sonrió a Cairo y le contestó, en tono mesurado:
—Ustedes quieren el halcón. Y yo lo tengo. El precio que pido es la
entrega de una persona a quien se le puedan achacar los asesinatos. En
cuanto a miss O'Shaughnessy —y su mirada desapasionada se detuvo sobre
la cara lívida y perpleja de la muchacha para luego dirigirse hacia Cairo—, si
usted cree que puede desempeñar el papel de cabeza de turco, estoy
completamente dispuesto a discutir el asunto con usted.
Brigid se llevó las manos a la garganta, dejó escapar un grito medio
ahogado y se apartó algo más de Spade. Cairo, estremecida la cara y
tembloroso el cuerpo por la excitación, exclamó:
—Parece usted olvidar que no se encuentra en situación de poder
insistir en nada.
Spade se rió despreciativamente con ruido áspero.
Y Gutman dijo en un tono que trató de paliar la firmeza con la
condescendencia:
—Vamos, vamos, señores, prosigamos la discusión amigablemente.
Pero a mister Cairo no le falta completamente la razón —dijo, dirigiéndose a
Spade— al hablar como lo hace. Tiene usted que tener en cuenta...
—Tengo, narices. —Y Spade pronunció las palabras con una especie de
indiferencia brutal que les dio mayor peso que si hubieran sido dichas con
énfasis dramático o a gritos—. Si me matan ustedes, ¿cómo van a echarle la
mano encima al pájaro? Y si yo sé que no pueden permitirse el lujo de
matarme hasta tener el pájaro en su poder, ¿me quieren decir cómo creen
que me pueden atemorizar para que ceda ante sus pretensiones?
Gutman ladeó la cabeza y consideró estas preguntas. Brillaron sus ojos
por entre los párpados fruncidos. Y, al cabo, dio la solución en su
acostumbrado tono amistoso:
—Verá usted, caballero, existen otros métodos de persuasión, además
de matar o amenazar con la muerte.
—Es verdad —asintió Spade—, pero, a no ser que estén respaldados por
una amenaza de muerte, no sirven de gran cosa para convencer a la
víctima. ¿Comprende? Si ustedes tratan de hacer algo que no me plazca, me
negaré a aceptarlo. Y les presentaré el dilema de renunciar a ello o
matarme, sabiendo que no pueden matarme.
—Comprendo su punto de vista —dijo Gutman, riendo entre dientes—.
Es una actitud que exige ser juzgada con muy minucioso cuidado por las dos
partes, pues, como bien sabe usted, señor mío, ocurre que los hombres, a
veces, en medio del ardor de la acción, olvidan lo que real y verdaderamente
les conviene y permiten que las emociones los arrastren.
Spade también se deshizo en amables y dulces sonrisas.
—En eso consiste el quid de mi estrategia, en actuar con suficiente
firmeza para estorbarles a ustedes la libertad de movimientos, pero sin
llegar a enfurecerlos de tal manera que me manden al otro barrio muy en
contra de lo que les conviene.
—¡Caramba, señor mío! —dijo Gutman, con admiración—. ¡Es usted
todo un carácter!
Cairo saltó de su silla, pasó por detrás del muchacho y se colocó a
espaldas de Gutman. Se agachó por encima de la silla de éste, y,
cubriéndose la boca con la mano libre, cuchicheó algo. Gutman le escuchó
atentamente con los ojos cerrados.
Spade sonrió a Brigid. Los labios de la muchacha se entreabrieron y se
curvaron en débil respuesta; pero la expresión de los ojos, que conservaron
su fijeza inexpresiva, no cambió. Spade se volvió al muchacho.
—Doble contra sencillo a que te están preparando algo feo.
El muchacho no dijo ni una palabra, pero el temblor de sus rodillas
comenzó a agitar los pantalones.
Spade se dirigió a Gutman:
—Espero que no vaya usted a dejarse impresionar por las pistolas que
no dejan de agitar en el aire estos hampones de vía estrecha.
Gutman abrió los ojos. Cairo dejó de cuchichearle y quedó erguido
detrás de la silla del hombre gordo. Spade continuó:
—Ya tengo alguna práctica en quitarles la pistola a los dos, y le aseguro
que la cosa no encierra dificultad. El nene es...
El muchacho gritó en una voz horriblemente deformada por la ira:
—¡Ya está bien!
Y así diciendo, alzó bruscamente la pistola a la altura del pecho.
Gutman lanzó una mano carnosa sobre la muñeca del muchacho, hizo
presa en ella y la obligó a bajar con la pistola, mientras su corpachón
grasiento se levantaba apresuradamente de la mecedora. Cairo corrió junto
al muchacho y le sujetó el otro brazo. Ambos lucharon contra el chico,
obligándole a mantener bajos los brazos, sujetándoselos, en tanto que él se
debatía inútilmente contra ellos. Del grupo enzarzado en la lucha brotaban
palabras confusas, trozos incoherentes de lo que el muchacho decía:
«Bien... voy..., hijo de..., humo...» Fragmentos de lo que Gutman hablaba:
«Venga, venga..., Wilmer», con muy reiteradas repeticiones de «Wilmer»; y
vocablos dichos por Cairo: «Por favor, no... No hagas eso, Wilmer...»
Con expresión helada y ojos soñadores, Spade se levantó del sofá y se
acercó al grupo. El muchacho, incapaz de enfrentarse con el peso que le
abrumaba, había dejado ya de luchar. Cairo, que aún le sujetaba por un
brazo, estaba medio enfrente de él tratando de calmarle. Spade apartó a
Cairo empujándole suavemente, y lanzó el puño izquierdo contra el mentón
del muchacho. La cabeza del chico cayó violentamente hacia atrás todo lo
que los huesos permitieron, en tanto que sus dos brazos seguían sujetos, y
luego rebotó hacia adelante.
Gutman empezó a decir, desesperadamente:
—¡Pero, oiga, qué...!
Spade volvió a golpear la barbilla del muchacho, ahora con el puño
derecho.
Cairo soltó el brazo del chico, que se derrumbó contra la enorme panza
de Gutman, y se lanzó contra Spade, tratando de arañarle la cara con las
dos manos engarabitadas. Spade resopló y apartó al griego de un empellón.
Cairo volvió a lanzarse contra él. Brillaban lágrimas en sus ojos, y sus labios
rojos se movían con furia formando palabras que no llegaban a ser
articuladas.
Spade soltó la risa y dijo con un gruñido:
—¡Qué atrocidad! —y abofeteó con la mano abierta a Cairo, que fue a
caer contra la mesa.
Cairo recobró el equilibrio y volvió a lanzarse contra Spade por tercera
vez. Spade le detuvo con las manos abiertas y los brazos extendidos, y
como Cairo no podía llegar con sus cortos brazos hasta la cara del detective,
comenzó a aporrearle los brazos.
—¡ Estese quieto! —bramó Spade—. ¡Que le voy a hacer daño!
—¡Cobarde grandullón! —le gritó Cairo, y retrocedió. Spade se agachó
para recoger del suelo la pistola de Cairo y luego la del chico. Se enderezó
con las dos en la mano izquierda, balanceándolas del revés con un dedo
metido en la guarda de los gatillos.
Gutman había sentado al muchacho en la mecedora y estaba mirándole
con ojos intranquilos y expresión de duda en su carota arrugada. Cairo se
arrodilló junto a la mecedora y comenzó a dar masaje a una de las muertas
manos del muchacho.
Spade le tocó la barbilla al chico y dijo:
—No hay nada roto. Vamos a tumbarlo en el sofá.
Metió el brazo derecho por debajo del del chico, le rodeó con él la
espalda, y con el antebrazo izquierdo por debajo de las rodillas le alzó sin
esfuerzo aparente y le llevó al sofá.
Brigid se levantó apresuradamente del sofá y Spade depositó allí al
muchacho. El detective palpó rápidamente con la mano derecha las ropas
del chico, encontró la segunda pistola y la sumó a las dos que conservaba en
la mano izquierda, tras lo cual dio la espalda al sofá. Cairo ya estaba
sentado junto a la cabeza del chico.
Spade hizo sonar las pistolas entrechocándolas entre sí y sonrió
alegremente a Gutman.
—Bueno, ya tenemos ahí al cabeza de turco.
Gutman tenía gris la cara, y algo parecido a una nube enturbiaba su
mirada. No miró a Spade. Contemplaba el suelo, sin decir nada.
—No vuelva a cometer ninguna tontería —le dijo Spade—. Permitió que
Cairo le cuchicheara al oído y luego sujetó al chico mientras yo le aporreaba.
Le va a resultar difícil explicárselo; y es probable que si trata de hacerlo se
encuentre con una bala en el cuerpo.
Gutman movió los pies sobre la alfombra y calló.
—Y otro detalle —dijo Spade—. O dice usted que sí ahora mismo o les
entrego a todos a la policía, junto con el halcón.
Gutman alzó la cabeza y dijo, hablando entre dientes:
—No me gusta eso, caballero.
—No, ya sé que no le gusta. ¿Qué dice?
El hombre gordo suspiró, hizo una mueca y respondió, tristemente:
—El chico es suyo.
—Magnífico —dijo Spade.
19. LA MANO DEL RUSO
El muchacho, figura desmedrada que, excepto por la respiración,
parecía un cadáver, descansaba de espaldas en el sofá. Cairo se hallaba a su
lado, inclinado sobre él, dándole masaje en las mejillas y muñecas,
alisándole el pelo de la frente hacia atrás, musitándole al oído y observando
con ansiedad el rostro blanco e inmóvil.
Brigid permanecía de pie, en un ángulo formado por la mesa y la pared.
Tenía una mano apoyada y abierta sobre la mesa y la otra en el pecho. En
tanto que se mordía el labio inferior, miraba furtivamente a Spade cuando
éste no la miraba; y cuando Spade lo hacía, al punto dirigía la mirada hacia
Cairo y el muchacho.
El rostro de Gutman iba perdiendo la expresión preocupada y volvía
paulatinamente a rosearse. Tenía las manos metidas en los bolsillos del
pantalón. Estaba de frente a Spade y le miraba sin curiosidad.
Y Spade, haciendo sonar descuidadamente las pistolas las unas contra
las otras al menear la mano, indicó los redondeados lomos de Cairo con un
gesto y le preguntó a Gutman:
—¿Y ése no causará dificultades?
—No lo sé —respondió el hombre gordo, plácidamente—: Ese detalle,
señor mío, corresponderá por completo a su competencia.
La sonrisa de Spade aumentó el prognatismo de su barbilla de forma de
V.
—Cairo —dijo.
El griego volvió lentamente la cara angustiada para mirar por encima
del hombro.
—Déjele descansar un rato —dijo Spade—. Se lo vamos a entregar a la
policía. Conviene concretar los detalles antes de que vuelva en sí.
—¿No cree usted que ya le ha hecho bastante, sin sumar ahora eso? —
preguntó Cairo, amargamente.
—No —dijo Spade.
Cairo dejó el sofá y se acercó al hombre gordo.
—No haga eso, por favor, mister Gutman —suplicó—. Tiene usted que
darse cuenta de que...
Spade le interrumpió:
—Está ya decidido. Ahora la cuestión es saber qué va a hacer usted.
¿Va a seguir metido en el asunto o prefiere salirse de él?
Aunque la sonrisa de Gutman fue algo triste, e incluso melancólica a su
manera, asintió con un gesto. Dijo, dirigiéndose a Cairo:
—Tampoco a mí me gusta. Pero no podemos evitarlo. De veras que no
podemos.
—Bueno, qué, Cairo —preguntó Spade—. ¿Dentro o fuera?
Cairo se humedeció los labios y se volvió lentamente hacia él:
—Suponga... —comenzó a decir, tragó saliva y añadió—: ¿Tengo
alguna...? ¿Me cabe elegir?
—Puede elegir —le aseguró Spade, gravemente—. Pero debe saber que
si la respuesta es fuera, le entregaremos a la policía junto con su amiguito.
—Vamos, vamos, mister Spade —protestó Gutman—, eso no es lo
que...
—¿Cree usted que vamos a permitir que nos deje? —dijo Spade—. Ni
hablar de eso. O está con nosotros o irá a la cárcel. No podemos dejar cabos
sueltos por todas partes. —Miró ferozmente a Gutman y estalló irritado—:
¡Santo Cristo! ¿Es la primera vez que han robado en su vida? ¡Qué hatajo de
damiselas! Y ahora, ¿qué van a hacer? ¿Ponerse a rezar de rodillas? —Y
dirigiéndose a Cairo—: Bueno, qué, ¿dentro o fuera?
—No tengo opción —respondió, subiendo los hombros
desesperanzadamente—. Estoy con ustedes.
—Muy bien. —Y mirando a Gutman y a Brigid, dijo—: Siéntense.
La muchacha se sentó modosamente y con cuidado en el sofá, junto a
los pies del muchacho inconsciente. Gutman volvió a la mecedora tapizada,
y Cairo al sillón.
Spade dejó en la mesa el puñado de pistolas y se sentó junto a ellas,
sobre la esquina de la mesa. Miró su reloj de pulsera y dijo:
—Las dos. No puedo hacerme con el halcón hasta que amanezca, o tal
vez hasta las ocho. Tenemos tiempo sobrado para concretarlo todo.
Gutman carraspeó y preguntó que en dónde estaba el halcón, a lo que
añadió precipitadamente:
—No es que me importe verdaderamente, señor. Lo que en realidad
estaba pensando es que lo más conveniente para todos sería que no nos
perdiéramos de vista hasta después de haber concluido nuestro negocio.
Miró hacia el sofá, y luego, fijamente, a Spade:
—¿Tiene usted el sobre?
Spade negó con la cabeza, y miró al sofá y luego a Brigid. Sonrió con la
mirada y respondió:
—Lo tiene miss O'Shaughnessy.
—Sí, aquí está —murmuró ella, metiéndose una mano debajo del
abrigo—. Lo cogí cuando...
—Está bien —le dijo Spade—. Quédate con él. —Y dirigiéndose a
Gutman, añadió—: No será preciso que ninguno de nosotros se ausente. Yo
puedo hacer que me traigan el halcón aquí.
—Excelente —ronroneó Gutman—. Veamos, entonces. A cambio de los
diez mil dólares y de Wilmer, usted nos entregará el halcón y nos dará una.
o dos horas, con objeto de que hayamos salido de la ciudad cuando usted
entregue a Wilmer a las autoridades.
—No necesitarán escapar. No habrá peligro alguno.
—Bien puede ser así, señor. Pero, no obstante, cuando Wilmer sea
interrogado por ese fiscal de que nos ha hablado usted, nos sentiríamos más
seguros fuera de la ciudad.
—Como quieran —respondió Spade—. Si lo desean puedo quedarme con
él aquí todo el día. —Comenzó a liar un cigarrillo—. Vamos a concretar todos
los detalles. ¿Por qué mató Wilmer a Thursby? ¿Y por qué, dónde y cómo
mató a Jacobi?
Gutman sonrió indulgentemente, meneó la cabeza y ronroneó:
—Vamos, vamos, señor mío. No puede usted esperar tal cosa de
nosotros. Le hemos dado el dinero y a Wilmer. Eso es lo que convinimos.
—Sí puedo esperarla —dijo Spade, aplicando la llama del encendedor al
cigarrillo—. Lo que yo les he pedido es un culpable a quien atribuir los
asesinatos. Mal culpable será si no puedo demostrar su culpa. Y para hacerlo
necesito conocer los detalles. —Arrugó el entrecejo y preguntó—: ¿Se puede
saber cuál es la objeción? Ni siquiera ustedes estarían a salvo si le dejaran
oportunidad de defenderse.
Gutman se inclinó hacia delante, movió un dedo seboso en dirección de
las pistolas que había en la mesa entre las piernas de Spade y dijo:
—Hay pruebas sobradas de su culpabilidad, señor mío. Los dos hombres
fueron asesinados con esas armas. Para los peritos de la Jefatura de Policía
resultará muy sencillo determinar que las balas que mataron a los hombres
fueron disparadas por esas armas. Usted lo sabe. Usted mismo lo ha dicho.
Y eso, en mi opinión, es sobrada prueba de su culpabilidad.
—Puede ser —asintió Spade—. Pero la cosa es algo más complicada, y
yo necesito saber qué ocurrió para estar seguro de que no surgirá pega en
torno a los detalles que no encajen.
Los ojos de Cairo ardían, muy redondos. Dijo:
—Parece usted haber olvidado que nos aseguró que todo sería muy
sencillo. —Y volviendo el excitado rostro cetrino hacia Gutman, continuó—:
¿Lo ve usted? ¿No le dije que no lo hiciera? No creo que...
—Nada importa lo que ustedes piensen —dijo Spade, bruscamente—. Ya
es demasiado tarde para creer y pensar, y ya están los dos demasiado
comprometidos. ¿Por qué mató a Thursby?
Gutman puso las manos cruzadas sobre la panza y se columpió en la
mecedora. Cuando habló, el tono de su voz, y también su sonrisa, fueron
decididamente lastimeras.
—Es usted una persona de la cual resulta extremadamente difícil lograr
ventaja alguna. Estoy empezando a pensar que cometimos un error al no
mantenernos alejados de usted desde el principio. Le aseguro que sí, señor
mío.
Spade hizo con la mano un ademán de indiferencia.
—Pues no ha salido usted mal librado. No va a dar con los huesos en la
cárcel y va a conseguir el halcón. ¿Qué más quiere? —Se puso el cigarrillo
en una esquina de la boca y dejó que las palabras escaparan por el
resquicio—: Y en cualquier caso, sabe a qué atenerse. ¿Por qué mató Wilmer
a Thursby?
Gutman dejó de mecerse.
—Thursby era un asesino notorio y estaba aliado con miss
O'Shaughnessy. Sabíamos que, al eliminarle, haríamos recapacitar a miss
O'Shaughnessy y convencerla de que, a fin de cuentas, quizá le resultaría
más ventajoso suavizar las discrepancias que existían entre ella y nosotros,
aparte de que al mismo tiempo la privábamos de un protector no poco
peligroso. ¿Comprende usted? No dirá usted que no estoy siéndole franco.
—Sí. Continúen siéndolo. ¿Creían ustedes que Thursby tenía el halcón?
Gutman meneó la cabeza de un lado a otro, y sus redondos mofletes se
agitaron. Después sonrió benévolamente:
—Ni por un momento pensamos tal cosa. Teníamos la ventaja de
conocer lo suficientemente bien a miss O'Shaughnessy como para que no se
nos ocurriera tal cosa; y aunque no sabíamos que ella había entregado el
halcón al capitán Jacobi en Hong Kong para que lo trajera a bordo del “La
Paloma”, mientras ellos venían en un buque más rápido, en ningún
momento pensamos que, en el caso de que sólo uno de los dos supiera en
dónde estaba el pájaro, ese uno pudiera ser Thursby.
Spade asintió pensativamente y preguntó:
—¿No trataron ustedes de llegar a un acuerdo con él antes de quitarle
de en medio?
—Sí, sí; desde luego, mister Spade. Yo mismo hablé con él aquella
noche. Wilmer le había localizado dos días antes y había estado tratando de
seguirle hasta el lugar en que se reunía con miss O'Shaughnessy; pero
Thursby era demasiado cauto como para permitirlo, incluso sin saber que le
estaban siguiendo. En vista de eso, Wilmer fue a su hotel aquella noche,
supo que Thursby había salido y entonces le aguardó a la entrada del hotel.
Supongo que Thursby regresó inmediatamente después de matar al socio de
usted. Sea como fuere, Wilmer le trajo para que hablara conmigo. No
conseguimos nada. Demostró una lealtad inquebrantable a miss
O'Shaughnessy. Entonces, señor, Wilmer le siguió hasta el hotel e hizo lo
que hizo.
Spade reflexionó un momento y dijo:
—Eso suena bien. ¿Y Jacobi?
Gutman miró a Spade con ojos graves y dijo:
—De la muerte del capitán Jacobi tuvo toda la culpa miss
O'Shaughnessy.
Brigid dejó escapar un «¡oh!» y se llevó una mano a la boca.
Spade habló en tono denso y llano:
—Dejemos eso ahora. Dígame lo que ocurrió.
Tras lanzar una sagaz mirada a Spade, Gutman sonrió:
—Como usted guste. Bien. Como usted sabe, Cairo se puso al habla
conmigo, pues yo le mandé buscar después de abandonar la Jefatura de
Policía aquella noche, o aquella mañana, el día que estuvo aquí.
Reconocimos los dos que nos resultaría ventajoso unir nuestras fuerzas. —
Sonrió hacia el balcánico y siguió diciendo—: Mister Cairo es hombre de muy
claro juicio. Lo de “La Paloma” se le ocurrió a él. Leyó en el periódico que
había atracado y recordó haber oído en Hong Kong que Jacobi había sido
visto en compañía de miss O'Shaughnessy. Esto ocurrió cuando Cairo trató
de encontrarla en Hong Kong, al principio pensó que la chica había
embarcado en el “La Paloma”, aunque luego se enteró de que no lo había
hecho. Pues bien, cuando leyó en el periódico la noticia de la arribada del
buque, adivinó exactamente lo ocurrido: ella le había entregado el pájaro a
Jacobi para que se lo trajera a San Francisco. Naturalmente, Jacobi no sabía
de qué se trataba, pues a miss O'Shaughnessy le sobra discreción.
Miró con ojos radiantes a Brigid, se meció por dos veces, y siguió
diciendo:
—Mister Cairo, Wilmer y yo fuimos a hacer una visita al capitán Jacobi y
tuvimos la buena fortuna de llegar cuando miss O'Shaughnessy estaba con
él. En muchos aspectos fue una conferencia penosa y difícil; pero, al cabo, al
filo de medianoche, logramos persuadir a miss O'Shaughnessy para llegar a
un acuerdo, o así lo creímos. Abandonamos el buque y nos dirigimos a mi
hotel, en donde estaba acordado que yo le pagaría a miss O'Shaughnessy,
en tanto que ella me entregaría el pájaro. Pues bien, señor mío, nosotros,
unos meros hombres, no debimos suponernos capaces de habérnoslas con
ella. En route, el capitán Jacobi, el pájaro y ella se nos escurrieron de entre
los dedos.
Rió alegremente y añadió:
—¡Lo hicieron muy lindamente en verdad!
Spade miró a la muchacha. Sus ojos se encontraron con los de ella,
grandes, oscurecidos por la súplica.
Y le preguntó a Gutman:
—¿Prendieron fuego al buque antes de irse?
—Deliberadamente, no. Aunque quizá nosotros fuéramos los
responsables del fuego, o al menos Wilmer. Porque mientras los demás
hablábamos en el camarote, Wilmer anduvo buscando el pájaro, y
seguramente no tuvo suficiente cuidado con las cerillas.
—Magnífico —dijo Spade—. Si algún contratiempo nos obliga a someter
a juicio a Wilmer por el asesinato de Jacobi, podemos añadir el cargo de
incendiar maliciosamente el buque. Sigamos. Ahora, lo del asesinato.
—Estuvimos todo el día buscándolos por la ciudad, y dimos con ellos a
última hora de esta tarde. Al principio no estábamos seguros de haberlos
encontrado. Lo único que sabíamos es que habíamos descubierto el
apartamento de miss O'Shaughnessy. Pero cuando escuchamos a través de
la puerta, oímos que dos personas se movían dentro, así que creímos haber
dado can ellos y llamamos al timbre. Cuando ella preguntó quién llamaba y
se lo dijimos, oímos que se abría una ventana.
»Naturalmente, comprendimos lo que estaba ocurriendo, y Wilmer bajó
a la calle todo lo de prisa que pudo y corrió a la parte de atrás para cubrir la
escalera de escape de incendios. En el momento en que enfilaba el callejón,
se dio de manos a boca con el capitán, que corría desolado con el halcón
bajo el brazo. Difícil situación, creo yo, pero Wilmer la resolvió de la mejor
manera posible. Disparó contra Jacobi... varias veces. No obstante, Jacobi
era hombre demasiado duro para caer o soltar el halcón, y estaba tan
encima de Wilmer que éste no pudo quitarse de su camino. Derribó a Wilmer
y siguió corriendo. Y esto, téngalo usted en cuenta, ocurría a plena luz del
día, por la tarde. Cuando Wilmer se levantó vio a un guardia que se
acercaba desde la manzana contigua. Naturalmente, tuvo que desistir. Entró
por la puerta trasera del edificio al lado del Coronet, pasó por la casa hasta
la calle y subió para reunirse con nosotros; y tuvo mucha suerte de hacerlo
sin que le vieran, señor mío.
»Bien, pues allí estábamos. Otra vez burlados. Miss O'Shaughnessy nos
abrió la puerta a mister Cairo y a mí, después de cerrar la ventana por la
que salió Jacobi y...
Se interrumpió para sonreír a sus recuerdos.
—La persuadimos, ésa es, señor mío, la palabra justa, para que nos
dijese que le había dado instrucciones a Jacobi para que le llevara el halcón
a usted. Nos pareció poco probable que viviera el tiempo suficiente para ir
tan lejos, incluso si la policía no daba con él, pero era la única posibilidad
que teníamos. Y así, una vez, persuadimos a miss O'Shaughnessy para que
nos brindara alguna ayuda. La... persuadimos, y telefoneó a su despacho, al
de usted, para tratar de alejarle antes que llegara Jacobi, y enviamos a
Wilmer detrás de él. Desgraciadamente, nos llevó demasiado tiempo
convencer, o persuadir, a miss O'Shaughnessy...
El muchacho lanzó un quejido desde el sofá, y dando media vuelta,
quedó de costado. Abrió y cerró los ojos varias veces. Brigid se puso de pie
y volvió a refugiarse en el ángulo que formaban la mesa y la pared.
—... Y lograr que colaboraran con nosotros —terminó Gutman,
apresuradamente—. Y usted se apoderó del halcón antes de que pudiéramos
ponernos al habla con su despacho.
El muchacho puso un pie en el suelo, se incorporó sobre un codo, abrió
los ojos por completo, bajó el segundo pie, y miró en derredor. Cuando sus
ojos quedaron enfocados sobre Spade, desapareció de ellos la expresión de
desconcierto.
Cairo dejó su sillón y se acercó al muchacho. Le echó un brazo sobre los
hombros y comenzó a decirle algo. El muchacho se puso en pie rápidamente
y se sacudió el brazo de Cairo. Volvió a mirar alrededor del cuarto y su
mirada acabó por quedar fija sobre Spade. La dureza de la expresión del
rostro parecía estúpida; y conservaba tan tenso todo el cuerpo que daba la
impresión de estar concentrado y encogido.
Sentado en la esquina de la mesa, balanceando las piernas
indiferentemente, Spade le dijo:
—Escucha, chico. Si vienes aquí y tratas de meter baza, te voy a dar
una patada en la cara. Siéntate, cierra la boca y pórtate bien. Durarás más.
El muchacho miró a Gutman.
Éste le sonrió con benignidad y dijo:
—Créeme, Wilmer, que siento perderte, y quiero que sepas que no te
tendría más cariño si fueras hijo mío. Pero, compréndelo, si se pierde un
hijo, siempre es posible tener otro; en cambio, sólo existe un halcón maltés.
Spade se echó a reír.
Cairo se acercó al chico y le cuchicheó algo al oído. El muchacho, con
los ojos color avellana clavados en el rostro de Spade, volvió a sentarse en
el sofá. El hombre de los Balcanes se sentó junto a él.
El suspiro de Gutman no afectó la benignidad de su sonrisa cuando le
dijo a Spade:
—Cuando se es joven, uno es sencillamente incapaz de comprender las
cosas.
Cairo había vuelto a echar el brazo por los hombros del chico y estaba
de nuevo cuchicheándole. Spade sonrió cínicamente a Gutman y se dirigió a
Brigid:
—Creo que sería una buena idea que buscaras en la cocina algo de
comer, con mucho café. ¿Quieres? No me gustaría tratar mal a mis
invitados.
—Voy —dijo Brigid, echando a andar hacia la puerta.
—Un momento —dijo Gutman, dejando de mecerse y alzando su
manaza—. ¿No sería mejor que dejara usted el sobre aquí? No vaya a
mancharlo de grasa.
Brigid hizo a Spade una pregunta con los ojos, a la cual respondió éste,
en tono indiferente:
—Todavía le pertenece.
Brigid metió la mano debajo del abrigo, sacó el sobre y se lo entregó a
Spade, que se lo arrojó a Gutman, diciendo:
—Siéntese encima de él si teme perderlo.
—Interpreta usted erróneamente mi intención —dijo Gutman, cortés—.
No se trata de eso, en absoluto, pero los negocios exigen unas ciertas
formalidades...
Sacó la solapa del sobre, extrajo los billetes de mil dólares, los contó y
una risa sardónica hizo que la panza subiera y bajara acompasadamente,
como si botara contra algo.
—Por ejemplo, aquí, ahora, no hay más que nueve billetes.
Los extendió sobre las abultadas rodillas y muslos.
—Como saben muy bien, había diez cuando yo se lo entregué.
Su sonrisa era jovial y exultante. Spade miró a Brigid y le preguntó:
—¿Bien?
La muchacha sacudió la cabeza enérgicamente. Aunque sus labios se
movieron, coma si tratara de hablar, no dijo ni una palabra. Tenía la cara
asustada.
Spade alargó la mano hacia. Gutman y el hombre gordo le puso en ella
el dinero. Spade lo contó -nueve billetes de mil dólares- y se lo devolvió a
Gutman. Spade se puso en pie, con cara apagada y plácida. Tomó las tres
pistolas de encima de la mesa, y habló con voz completamente natural.
—Quiero poner en claro este asunto. Nosotros dos —dijo, indicando a la
muchacha con la cabeza— vamos a retirarnos al cuarto de baño. La puerta
estará abierta, y yo mirándola. Salvo que quieran ustedes tirarse a la calle
desde este tercer piso, la casa no tiene más salida que la que pasa por
delante del cuarto de baño. No traten de salir por ahí.
—La verdad, señor mío —protestó Gutman—, es superfluo, y sin duda
poco amable, que nos amenace en estos términos. Debiera usted saber que
no deseamos en absoluto irnos de aquí.
—Cuando acabe con este asunto, voy a saber muchas cosas —dijo
Spade, pacientemente pero con decisión—. Este pequeño truco estropea las
cosas. Tenga que encontrar la explicación. No tardaré mucho. Vamos —dijo,
cogiendo a la muchacha por el codo.
Ya en el cuarto de baño, Brigid recobró el habla. Puso las manos
abiertas sobre el pecho de Spade, le acercó la cara y susurró:
—Sam, yo no he cogido el billete.
—Creo que dices la verdad. Pero tengo que estar seguro. Desnúdate.
—¿No te basta con mi palabra?
—No. Quítate la ropa.
—No quiero.
—Está bien. Entonces volveremos a la otra habitación y les diré a ellos
que te desnuden.
Brigid se hizo hacia atrás y se llevó una mano a la boca. Tenía los ojos
redondos y aterrados.
—¿Serías capaz? —preguntó, hablando por entre los dedos.
—Sí. Tengo que saber qué le ha ocurrido a ese billete, y no me lo va a
impedir el virginal pudor de nadie.
—¡Oh, pero si no se trata de eso! —Se acercó a Spade y volvió a
ponerle las manos sobre el pecho—. No me da vergüenza quedarme
desnuda delante de ti, pero... ¿no comprendes? Así no. ¿No comprendes que
si me obligas a ello matarás algo?
Spade no alzó la voz para contestar:
—No me importa nada de eso. Tengo que saber qué le ha ocurrido a ese
billete. Desnúdate.
Brigid contempló los ojos inmóviles, grises y amarillentos, se sonrojó y
volvió a palidecer. Se irguió y comenzó a desnudarse. Spade se sentó en
una esquina del baño vigilando la puerta abierta y mirando a la muchacha.
Ningún ruido llegaba desde el cuarto de estar. Brigid fue quitándose la ropa
rápidamente, sin vacilación, dejando que cayera al suelo alrededor suyo.
Cuando quedó desnuda, se apartó de la ropa y se quedó mirando a Spade.
La expresión de la mujer era orgullosa, sin desafío ni turbación.
Spade dejó las pistolas sobre la tapa del retrete, se arrodilló sobre una
pierna delante de la ropa, siempre de cara a la puerta, y fue cogiendo pieza
por pieza y examinándola con los dedos y con los ojos. No encontró el billete
de mil dólares. Cuando terminó, se puso de pie, tomó todas las ropas en una
mano y se las alargó a Brigid:
—Gracias. Ahora sé que no lo cogiste.
Brigid cogió la ropa. No pronunció ni una palabra. Spade recogió las
pistolas. Cerró la puerta del cuarto de baño al salir y entró en el cuarto de
estar.
Gutman le sonrió cortésmente desde la mecedora.
—¿Qué? ¿Lo encontró?
Cairo, que seguía sentado en el sofá junto al muchacho, miró a Spade
con ojos apagados, como haciéndole una pregunta. El muchacho no alzó la
vista. Estaba echado hacia delante, con la cabeza entre las manos y los
codos sobre las rodillas, mirando fijamente hacia el suelo por entre los pies.
—No, no lo he encontrado —le dijo Spade a Gutman—. Lo escamoteó
usted.
El hombre gordo rió con buen humor.
—¿Lo escamoteé yo?
—Sí —dijo Spade, haciendo sonar las pistolas—. ¿Prefiere decir que sí o
que le registre?
—¿Registrarme?
—O lo confiesa o voy a registrarle. No hay otra alternativa.
Gutman contempló la dura expresión de Spade y se echó a reír
abiertamente.
—¿Sabe usted una cosa, señor mío? Le creo capaz de hacerlo. De veras.
Es usted en verdad singular, si me permite que lo diga.
—Lo escamoteó usted.
—Sí, señor. Lo hice.
El hombre gordo extrajo del bolsillo del chaleco un billete arrugado, lo
alisó contra un inmenso muslo, sacó del bolsillo de la chaqueta el sobre con
los otros nueve billetes y metió el recientemente planchado con los demás.
—Tengo necesidad de gastar una broma de vez en cuando, y sentía
curiosidad por saber qué haría usted en una situación semejante. He de
decir, señor mío, que la ha resuelto usted con gran brillantez. No se me
ocurrió que encontraría usted método tan sencillo y directo de averiguar la
verdad.
Spade le miró con ligero desprecio, pero sin resquemor.
—Es la clase de broma que cabría esperar de alguien de la edad del
chiquilicuatro.
Gutman soltó una risita.
Brigid, ya vestida aunque sin sombrero ni abrigo, salió del cuarto de
baño, dio un paso en el cuarto de estar, giró sobre sus talones, entró en la
cocina y encendió la luz.
Cairo se arrimó más al muchacho en el sofá y comenzó a cuchichearle
al oído de nuevo. El muchacho se sacudió con impaciencia.
Spade miró las pistolas que tenía en la mano y luego a Gutman, salió al
pasillo y se llegó al armario empotrado que allí había. Abrió la puerta, dejó
las pistolas encima de un baúl, cerró la puerta con llave, se guardó ésta en
el bolsillo del pantalón y se dirigió a la cocina. Brigid estaba llenando una
cafetera de aluminio.
—¿Lo has encontrado todo? —preguntó Spade.
—Sí —respondió ella, en tono frío, sin levantar la cabeza.
Dejó la cafetera a un lado y se acercó a la puerta en donde estaba
Spade. El rubor le subió al rostro. Tenía los ojos muy abiertos, húmedos y
recriminadores.
—No debiste hacerme eso, Sam —dijo, dulcemente.
—Tenía que asegurarme, ángel mío —dijo, se inclinó, la besó
ligeramente en la boca y regresó al cuarto de estar.
Gutman le sonrió y le ofreció el sobre blanco, diciéndole:
—Esto pronto será suyo. Da igual que se lo guarde ahora.
Spade no lo tomó. Se sentó en el sillón y dijo:
—Hay tiempo de sobra. Realmente, aún no hemos hablado lo suficiente
acerca del dinero. Yo tendría que ganar más de diez mil dólares.
—Diez mil dólares es mucho dinero —dijo Gutman.
—Está usted repitiendo palabras mías. Pero hay más dinero en este
mundo.
—Efectivamente, lo hay. Sin embargo, diez mil dólares sigue siendo
mucho dinero para ganárselo en unos cuantos días con la facilidad que usted
lo va a conseguir.
—¿Cree usted que ha sido tan fácil? —preguntó Spade. Luego se
encogió de hombros y añadió—: Bueno, puede que sí, pero eso es cosa mía.
—Indudablemente —dijo el hombre gordo. Frunció los ojos, movió la
cabeza para referirse a la cocina y bajó la voz—: ¿Va usted a repartirlo con
ella?
—Eso también es asunto mío —dijo Spade.
—Desde luego que lo es —asintió nuevamente el hombre gordo—.
Pero... quisiera darle un consejo.
—Pues venga el consejo.
—Si no..., claro está que supongo que algo le dará usted en cualquier
caso, pero... si usted no le da el dinero que ella considere suficiente, mi
consejo es... tenga cuidado.
Una luz burlona se asomó a los ojos de Spade, que preguntó:
—¿Qué? ¿Es mala?
—Mala —respondió el hombre gordo.
Spade sonrió para sus adentros y empezó a liar un cigarrillo.
Cairo, que seguía hablándole al muchacho al oído, le había puesto el
brazo otra vez sobre los hombros. De súbito, el muchacho se zafó del brazo
y se volvió en el sofá para quedar de frente al balcánico. La cara del chico
expresaba asco y furia. Cerró un puño y golpeó con él la boca de Cairo.
Cairo chilló como una mujer y se retiró hasta el otro extremo del sofá. Sacó
un pañuelo de seda del bolsillo y se lo llevó a la boca. Cuando lo retiró
estaba manchado de sangre. Volvió a alzarlo hasta la boca y miró al
muchacho quejumbrosamente.
El muchacho le dijo con furia:
—¡No te acerques a mí! —y volvió a apoyar la cara entre las manos.
El pañuelo de Cairo esparció por la habitación perfumes de Chipre.
El grito de Cairo había hecho salir a Brigid a la puerta. Spade, sonriendo
cínicamente, señaló con un dedo pulgar hacia el sofá y le dijo:
—Así discurre el verdadero amor. ¿Qué tal va la comida?
—Ya viene —respondió Brigid, y regresó a la cocina. Spade encendió el
cigarrillo y le dijo a Gutman:
—Vamos a hablar de dinero.
—Encantado, señor mío, de todo corazón —repuso el hombre gordo—,
pero más vale que le diga francamente desde el principio que no me es
posible reunir más que esos diez mil dólares.
—Tendría que darme veinte mil —dijo Spade, echando humo.
—Mucho me gustaría hacerlo. Se los daría con sumo placer, pero no me
es posible conseguir ni un centavo por encima de los diez mil, palabra de
honor. Claro está, señor, que usted comprende que se trata tan sólo del
primer pago. Más tarde...
—Ya, ya sé que más tarde me dará usted millones —dijo Spade,
riendo—, pero vamos a hablar de este primer pago. Quince mil.
Gutman sonrió, frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Mister Spade, le he dicho con toda franqueza, bajo palabra de honor
de caballero, que no tengo más que diez mil dólares. Es cuanto tengo y
cuanto puedo reunir.
—Pero no me ha dicho «de verdad».
—De verdad —dijo Gutman, riéndose.
—No es mucho —dijo Spade, tristemente—. Pero si es todo lo que tiene,
démelo.
Gutman le alargó el sobre. Spade contó los billetes y estaba
guardándoselos en el bolsillo cuando entró Brigid con una bandeja.
El muchacho no tomó nada. Cairo bebió una taza de café. Brigid,
Gutman y Spade comieron huevos revueltos, tocino ahumado, pan tostado y
confituras de naranja, todo ello preparado por la muchacha, y tomaron dos
tazas de café cada uno. Luego se acomodaron para pasar el resto de la
noche.
Gutman encendió un cigarro puro y se puso a leer Casos criminales
famosos de Estados Unidos, riendo suavemente o haciendo algún
comentario acerca de su contenido cuando lo encontraba de su gusto. Cairo
se cuidó la boca magullada y permaneció con cara de murria en su extremo
del sofá. El muchacho siguió con la cabeza entre las manos hasta poco
después de las cuatro. A esa hora se tumbó en el sofá con los pies hacia
Cairo y se echó a dormir. Brigid, sentada en el sillón, descabezó algunos
sueños, escuchó los comentarios del hombre gordo y conversó
deshilvanadamente con Spade.
Spade lió y fumó cigarrillos, y se movió de un lado a otro por la
habitación, tranquilo y sin muestras de estar nervioso. Algunas veces se
sentó sobre el suelo, o en una silla de recto respaldo. Estaba completamente
despierto, alegre y lleno de vida.
A las cinco y media fue a la cocina e hizo más café. Media hora más
tarde, el muchacho se movió, despertó, se sentó y bostezó. Gutman miró su
reloj y le preguntó a Spade:
—¿Puede usted hacer que se lo traigan ya?
—Deme una hora más.
Gutman asintió y volvió a su libro.
A las siete, Spade se llegó al teléfono y pidió el número de Effie.
—¿Mistress Perine? Habla mister Spade. ¿Podría hablar con Effie, por
favor?... Sí, lo es... Gracias.
Silbó dos o tres compases de En Cuba bajito.
—Hola, ángel mío. Siento haberte levantado de la cama... Sí, mucho...
Mira, se trata de lo siguiente: en el apartado de Holland, en Correos,
encontrarás un sobre con mi letra. Dentro hay un resguardo de la consigna
de la estación de los autobuses interurbanos Pickwick, que corresponde al
paquete que recibimos ayer. ¿Quieres recobrar el paquete y me lo traes
cuanto antes? Sí, estoy en mi casa... Buena chica. Date mucha prisa... Hasta
ahora.
El timbre de la puerta sonó a las ocho y diez. Spade se llegó al tablero
de teléfonos y apretó el botón que abría la puerta de la calle. Gutman dejó el
libro y se levantó sonriendo.
—¿Le importa que vaya a la puerta con usted? —preguntó.
—Venga —le respondió Spade.
Gutman le siguió hasta la puerta del pasillo. Abrió Spade. A los pocos
instantes, Effie, con el paquete envuelto en papel basto, salió del ascensor.
Su cara de chico estaba alegre y luminosa. Avanzó hacia Spade de prisa,
casi corriendo. Dedicó una mirada a Gutman, sonrió a Spade y le entregó el
paquete.
Spade lo tomó y dijo:
—Muchas gracias, chica. Siento mucho haberte estropeado tu día de
descanso, pero es que...
—No es el primero que me fastidias —repuso ella, riendo. Y cuando
comprendió que Spade no le iba a invitar a que pasara, preguntó—: ¿Algo
más?
—No, gracias —respondió, sacudiendo la cabeza.
—Adiós —dijo Effie, y se dirigió al ascensor.
Spade cerró la puerta y llevó el paquete al cuarto de estar. El rostro de
Gutman estaba enrojecido y le temblaban los mofletes. Cairo y Brigid se
aproximaran a la mesa cuando Spade dejó el paquete sobre ella. Estaban
emocionados. El muchacho se levantó, pálido y en tensión, pero se quedó
junto al sofá, mirando a los demás a través de las rizadas pestañas.
Spade se apartó de la mesa y dijo:
—Ahí lo tiene.
Los rechonchos dedos de Gutman pronto despacharon el estorbo de
cuerdas y papeles y viruta, y el pájaro negro apareció en sus manos.
—¡Ah! —dijo apagadamente—. ¡Al cabo de diecisiete años!
Tenía los ojos húmedos.
Cairo se chupó los labios y empezó a restregar una mano contra la otra.
La muchacha tenía el labio inferior entre los dientes. Tanto ella como Cairo,
así como Gutman y el muchacho, respiraban anhelosamente. El ambiente de
la habitación estaba frío y el aire espeso y lleno de humo de tabaco.
Gutman dejó el pájaro en la mesa y rebuscó algo apresuradamente en
los bolsillos.
—Este es el halcón —dijo—, pero más vale estar seguros.
El sudor brillaba en sus redondos carrillos. Al sacar del bolsillo una
navaja de oro y abrirla le temblaban los dedos.
Cairo y la muchacha estaban junto a él, uno a cada lado. Spade
permaneció algo más allá, colocado de manera que le fuera posible mirarlos
a los tres y también al muchacho.
Gutman puso cabeza abajo al pájaro y raspó una esquina de su
pedestal con la navaja. Arrancó rizos de esmalte delicados y diminutos, y
debajo apareció un metal ennegrecido. La navaja mordió en el metal y cortó
una viruta delgada y corva. Tanto la parte interior de la viruta como la
pequeña superficie plana que el corte había dejado al aire presentaban el
color gris suave del plomo.
Silbó el aire por entre los dientes de Gutman. La sangre le subió al
rostro, dejándolo turgente. Dio la vuelta al pájaro y le raspó la cabeza con la
navaja. También allí el cortaplumas dejó plomo a la vista. Gutman soltó la
navaja y la estatuilla sobre la mesa de golpe y se volvió para quedar frente a
Spade:
—Es una falsificación —dijo, con voz ronca.
La expresión de Spade se había vuelto sombría. Inclinó la cabeza
lentamente, pero el movimiento que hizo su mano para hacer presa en la
muñeca de la muchacha no fue lento. La atrajo hacia él, le agarró la barbilla
con la otra mano y le levantó la cara bruscamente.
—Está bien —le rugió a la cara—. También tú has disfrutado con tu
broma. Ahora, cuéntanos todo.
—¡No, Sam, no! —gritó—. Es el que me dio Kemidov. Te juro...
Cairo se interpuso entre Spade y Gutman y comenzó a vomitar palabras
en medio de un torrente chillón y húmedo de saliva.
—¡Naturalmente! ¡Claro! ¡Fue el ruso! ¡Debí figurármelo! ¡Le creímos
tonto, pero él ha sido quien nos ha tomado el pelo!
Las lágrimas le corrían por las mejillas morenas mientras brincaba de
un lado a otro.
—¡Usted lo estropeó todo! —le gritó a Gutman—. Usted con sus
estúpidas ofertas para comprárselo. ¡Tan imbécil como gordo! ¡Usted le hizo
comprender que se trataba de algo de gran valor, y él averiguó lo que valía
y mandó hacer una copia para nosotros! ¡No me extraña que nos fuera tan
fácil robarlo! ¡Y no me extraña que se mostrara tan dispuesto a enviarme a
recorrer el mundo en su busca! ¡Imbécil ¡Gordo idiota!
Se llevó la mano a la cara y comenzó a llorar con la cara descompuesta.
Gutman tenía la mandíbula caída. Abría y cerraba los ojos sin expresión.
Pero se dominó a sí mismo; y cuando los bulbos dejaron de chocar entre sí,
ya era otra vez un hombre gordo y jovial.
—¡Vamos, vamos, señor mío! —dijo amablemente—. No hace falta
ponerse así. Todo el mundo se equivoca alguna vez, y le aseguro que esto
es para mí un golpe tan desagradable como para cualquier otra persona. Sí;
adivino en esto la mano del ruso. No cabe duda. ¿Qué propone usted que
hagamos ahora? ¿Quedarnos aquí derramando lágrimas y vituperándonos
mutuamente? ¿No sería mejor —hizo una pausa y su sonrisa fue la de un
querubín— que regresáramos a Constantinopla?
Cairo sacó la cara de entre las manos y miró a Gutman con ojos
saltones.
—¿Está usted proponiendo...? —tartamudeó, hasta que el asombro le
hizo enmudecer.
Gutman dio una sorda palmada con sus gruesas manos. Le brillaban los
ojos. Su voz era completamente gutural, placentera y ronroneante.
—He ambicionado poseer esa fruslería durante diecisiete años, que es el
tiempo que he gastado en tratar de lograrla. Si he de dedicar un año más a
lo mismo, bueno, mister Cairo, eso supondría una inversión adicional de
tiempo de tan sólo... —hizo una pausa mientras sus labias se movían
calculando en silencio—... un cinco y quince diecisieteavos por ciento...
—¡Iré con usted! —rió y gritó el griego.
Spade soltó de pronto la muñeca de Brigid y miró alrededor del cuarto.
El muchacho no estaba. Spade salió al pasillo. La puerta de salida estaba
abierta. Spade hizo un gesto de desagrado y regresó al cuarto de estar. Se
apoyó sobre el marco de la puerta y se quedó mirando a Gutman y a Cairo.
A Gutman le estuvo mirando un buen rato, con expresión agria.
Y al cabo, imitando el ronroneo gutural del hombre gordo, le dijo:
—Bien, señor mío, he de decirle que como ladrones son ustedes un
hatajo de inútiles.
Gutman rió bajo.
—Tenemos poco de qué vanagloriarnos, ésa es la verdad, mister Spade.
Pero todos estamos vivos aún y de nada sirve creer que se va a acabar el
mundo porque hayamos tenido un pequeño tropiezo.
Alargó hacia Spade una de las manos que había tenido a la espalda, con
la palma hacia arriba.
—Tendré que pedirle que me devuelva ese sobre, señor mío.
Spade no se movió. Su rostro parecía tallado en madera. Y dijo:
—Yo he cumplido. Ahí tiene usted su pájaro. El que ha tenido mala
suerte es usted, no yo, porque no sea éste el pájaro que buscaba.
—Vamos, vamos —dijo Gutman, persuasivamente—. Todos hemos
fracasado, y no es razonable esperar que uno de nosotros sea el pagano y...
Alargó ahora la segunda mano, que había tenido escondida detrás de la
espalda. Tenía en ella una pequeña pistola, un arma de plata, oro y nácar
muy complicadamente grabada, damasquinada y embutida.
—En resumen, tengo que pedirle que me devuelva mis diez mil dólares.
La expresión de Spade no cambió. Se encogió de hombros y sacó el
sobre del bolsillo. Ya iba a dárselo a Gutman cuando vaciló, lo abrió y sacó
un billete de mil dólares, el cual se guardó en el bolsillo del pantalón. Volvió
a meter la solapa del sobre encima del resto de los billetes y se los alargó a
Gutman.
—Esto me compensará el tiempo y los gastos que he dedicado a esto.
Tras una breve pausa, Gutman imitó el encogimiento de hombros de
Spade y aceptó el sobre.
—Y ahora —dijo— nos diremos adiós, a no ser que...
Los montículos de grasa que rodeaban sus ojos se descompusieron en
arrugas.
—A no ser que le gustara a usted participar en nuestra expedición a
Constantinopla. ¿No quiere? Pues créame, señor mío, que me hubiera
causado un placer verdadero contarle entre los nuestros. Es usted hombre
de mi gusto, hombre de recursos en abundancia y de buen juicio. Y como
sabemos que es usted hombre juicioso, comprendemos que podemos
despedirnos de usted completamente seguros de que considerará los
detalles de nuestra pequeña aventura como cuestión absolutamente
confidencial. Sabemos que podemos contar con usted para que se dé cuenta
del hecho de que, tal y como la situación está en estos momentos actuales,
cualesquiera dificultades legales que pudieran aquejarnos a consecuencia de
lo acaecido durante los días pasados, les afectaría, de manera idéntica, a
usted y a la encantadora miss O'Shaughnessy. Le sobra a usted sagacidad
para reconocerlo, señor mío, estoy seguro.
—Comprendo —replicó Spade.
—Estaba seguro de que lo comprendería. Y seguro estoy de que, ahora
que ya no existe otra alternativa, se las podrá arreglar usted con la policía
de alguna otra manera.
—Me las arreglaré.
—Nunca he dudado de que así sería. Pues bien, señor, las despedidas
breves son las mejores: Adieu —dijo, con una profunda reverencia—. Y
adieu también a usted, miss O'Shaughnessy. Le dejo la rara avis en la mesa
como un pequeño recuerdo.
20. SI TE AHORCAN
Después que la puerta del apartamento se cerró detrás de Casper
Gutman y Joel Cairo, Spade permaneció al menos durante cinco minutos
inmóvil, mirando fijamente el picaporte de la puerta abierta del cuarto de
estar. Tenía tristes los ojos bajo una frente hosca. Las rayas que partían a
ambos lados del nacimiento de la nariz estaban muy pronunciadas y rojizas.
Los labios sobresalían laxos, fruncidos en un morro. Los apretó para formar
con ellos una V endurecida y fue hacia el teléfono. No había mirado a Brigid,
que seguía de pie junto a la mesa observándole con ojos intranquilos.
Cogió el teléfono, volvió a dejarlo sobre la repisa y se agachó para
consultar la guía telefónica, que colgaba de una esquina de la repisa. Fue
hojeándola rápidamente hasta dar con la página que buscaba, deslizó el
dedo a lo largo de una de las columnas, se enderezó y cogió el teléfono de
nuevo. Pidió un número y dijo:
—¿Oiga? ¿Está ahí el sargento Polhaus?... ¿Puede llamarle? Habla
Samuel Spade.
Quedó mirando al vacío, esperando.
—Hola, Tom. Tengo algo que decirte... Sí, mucho. Escucha: a Thursby y
a Jacobi los mató un muchacho que se llama Wilmer Cook —y describió al
chico minuciosamente—. Trabaja para un tal Casper Gutman —describió a
Gutman—. El tipo que conociste aquí, en mi casa, está con ellos... Sí, eso
es... Gutman está parando en el Alejandría habitaciones 12-C, o allí estaba
al menos. Se acaban de ir de aquí y van a escapar, así que tendrás que
moverte, pero no creo que se imaginen que los vayan a detener... Hay
además, una chica, la hija de Gutman —describió a Rhea Gutman—. Anda
con ojo con el muchacho. Dicen que no es manco con la pistola... Eso es,
Tom, y hay aquí algunas cosas para ti. Creo que tengo las pistolas que usó
el chico... Exacto. Date prisa, y buena suerte.
Colgó el teléfono y lo dejó lentamente sobre la repisa. Se humedeció los
labios y se miró las manos. Las palmas estaban mojadas. Se llenó de aire los
pulmones. Brillaban sus ojos entre los párpados rectos. Dio la vuelta y llegó
hasta el cuarto de estar en tres zancadas.
Brigid, sorprendida por la rapidez de su llegada, dejó escapar el resuello
en una risa breve y entrecortada. Spade, cara a cara y muy cerca de ella,
alto, huesuda, fornido, sonriendo fríamente, la mandíbula sacada y duros los
ojos, dijo:
—Cuando los detengan, hablarán... de nosotros. Estamos encima de
una bomba a punto de estallar y no tenemos arriba de diez minutos para
prepararnos a recibir a la policía. Dímelo todo... y aprisa. ¿Os envió Gutman
a ti y a Cairo a Constantinopla?
La muchacha comenzó a hablar, vaciló y se mordió el labio. Spade le
puso una mano en el hombro y dijo:
—¡Venga, aprisa! Estoy metido contigo en esto y no vas a reventarlo
todo. ¡Habla! ¿Os envió a Constantinopla?
—S... sí... Me envió. Allí conocí a Joel y... le pedí que me ayudara.
Entonces, los dos...
—Aguarda. Le pediste que te ayudara, ¿a qué? ¿A conseguirlo de
Kemidov?
—Sí.
—¿Para Gutman?
Volvió a titubear, se estremeció bajo la fiera mirada de Spade, tragó
saliva y dijo:
—No. Ya no. Pensarnos quedarnos con el pájaro.
—Ya. ¿Qué más?
—Empecé a temer que Joel no jugara limpio conmigo y... y entonces...
le pedí a Floyd Thursby que me ayudara.
—Y él lo hizo. ¿Y entonces?
—Bueno..., lo conseguimos y nos fuimos a Hong Kong.
—¿Con Cairo? ¿O ya os habíais librado de él?
—Sí. Le dejamos en Constantinopla, en la cárcel. Le sucedió algo con un
cheque.
—¿Algo que arreglaste tú para retenerle en Constantinopla?
Brigid miró a Spade, avergonzada, y susurró:
—Sí.
—Bien. Ya estáis Thursby y tú en Hong Kong con el pájaro.
—Sí. Entonces... Yo no le conocía muy bien. No estaba segura si podía
fiarme de él. Creí que sería más seguro... Verás, conocí a Jacobi y me enteré
de que el barco que mandaba iba a venir aquí, y le pedí que me trajera un
paquete..., el pájaro. No estaba segura de Thursby, y temí que Joel, o
alguien a sueldo de Gutman, embarcara en el mismo barco que nosotros...,
y ése me pareció el plan más seguro.
—Bien. Y tú y Thursby vinisteis en un barco más rápido. ¿Y luego?
—Luego... luego tuve miedo de Gutman. Yo sabía que Gutman contaba
con gente... que tenía relaciones en todas partes. Y temí que se enterara de
que habíamos embarcado en Hong Kong para San Francisco. Gutman estaba
en Nueva York, y si le avisaban por telégrafo tenía tiempo sobrado para
llegar aquí al mismo tiempo que nosotros, o antes. Y eso fue lo que hizo. Yo
no lo sabía, pero me lo temía, y claro, tenía que quedarme aquí hasta que
llegara el barco de Jacobi. Tuve miedo de que Gutman me encontrara, o que
descubriera a Floyd y le sobornara. Por eso acudí a ti, para que le vigilaras
y...
—Eso es mentira. Tenías a Thursby enganchado. Era un memo con las
mujeres. Su historial demuestra que los únicos tropiezos graves que tuvo
siempre fueron por una mujer. Y genio y figura... Tal vez tú no conocías su
historia, pero seguro que sabías que le tenías en tu poder.
Brigid se sonrojó y miró a Spade tímidamente.
—Lo que pasó fue que quisiste librarte de él antes de que llegara Jacobi
con el botín. ¿Qué plan tenías?
—Bueno..., estaba enterada de que había salido de Estados Unidos con
un jugador profesional, después de no sé qué dificultades. No conocía los
detalles, pero pensé que si se trataba de algo serio y se daba cuenta de que
le estaba siguiendo un detective, calcularía que era por el asunto antiguo,
que le entraría miedo y desaparecería. Nunca pensé que...
—Lo que pasó —dijo Spade, muy seguro de sí mismo—, fue que tú le
dijiste que le estaban siguiendo. Miles no sería ningún genio, pero no era tan
torpe como para que le descubrieran la primera noche.
—Sí, es verdad, se lo dije. Cuando salimos a pasear aquella noche, fingí
descubrir a mister Archer siguiéndonos e hice que Floyd se fijara en él. Pero
—dijo con un gemido—, por favor, Sam, créeme que no lo habría hecho de
suponer que Floyd le iba a matar. Mi idea fue asustarle para que se fuese de
la ciudad. No se me pasó por la cabeza que lo fuera a matar.
Spade sonrió como un lobo, con los labios, pero no con los ojos.
—Si hubieras creído que le iba a matar..., te hubieses equivocado, ángel
mío.
La muchacha alzó la cara con expresión de indecible asombro.
—Te hubieses equivocado, porque Thursby no lo mató.
La incredulidad vino a sumarse al asombro en la cara de Brigid.
—Miles no era muy listo —prosiguió Spade—. Pero ¡qué caramba!, eran
muchos los años de experiencia como detective los que tenía encima como
para dejarse atrapar así por el hombre a quien estaba siguiendo. ¿Meterse
en un callejón sin salida, con la pistola en la pistolera y el abrigo bien
abrochado? ¡Ni hablar! Era todo lo tonto que un hombre tiene derecho a ser,
pero no tanto. Las dos salidas del callejón podían ser vigiladas desde el
borde de la Bush Street, encima del túnel. Tú nos has dicho que Thursby era
mal actor. No es posible que engañase a Miles para hacerle entrar allí, y
tampoco pudo obligarle a entrar por la fuerza. Miles era tonto, pero no
tanto.
Se pasó la lengua por dentro de los labios, miró afectuosamente a la
muchacha y dijo:
—Pero Miles hubiera entrado en el callejón contigo, ángel mío, si estaba
seguro de encontrarlo desierto. Tú eras su cliente, y Miles no tendría ningún
inconveniente en dejar de seguir a Thursby si tú se lo decías; y si le
alcanzaste y le invitaste a meterse contigo en aquel callejón, seguro que lo
hizo encantado. Para eso sí era lo suficientemente estúpido. Te miraría de
arriba abajo, se relamería y te acompañaría con una sonrisa de oreja a
oreja. Y entonces te resultó fácil acercarte a él todo lo que quisiste en la
oscuridad y agujerearle la piel con el revólver que le habías cogido a Thursby
aquella tarde.
Brigid se apartó aterrada, hasta que la detuvo el borde de la mesa. Le
miró con ojos horrorizados y gritó:
—¡No! ¡No me hables así, Sam! ¡Sabes que no hice tal cosa! ¡Sabes...!
—¡Cállate! —miró su reloj de pulsera—. La policía estará aquí en
cualquier momento. La bomba sigue a punto de estallar. ¡Habla!
Brigid se llevó la mano a la frente con la palma hacia afuera.
—¡Qué espanto! ¿Por qué me acusas de horrores...?
—¿Quieres ahorrarte todo eso? —preguntó Spade, en voz baja e
impaciente—. No es el momento de representar papeles de colegiala.
Escucha. Los dos estamos al pie del patíbulo. —La agarró de las muñecas y
la obligó a quedar delante de él—. ¡Habla!
—Yo... yo... ¿Cómo sabes que se..., que se relamió?
Spade rió ásperamente:
—Conocía a Miles. Pero dejemos eso. ¿Por qué le mataste?
La muchacha se soltó de Spade retorciendo las muñecas, le puso ambas
manos sobre la nuca y le agachó la cabeza hasta que las dos bocas casi se
tocaron. Tenía el cuerpo pegado al de él desde las rodillas al pecho. Spade la
abrazó y la apretó contra sí. Los párpados de la mujer, sombreados por
pestañas oscuras, estaban medio cerrados por encima de ojos de terciopelo.
Habló en voz baja y trémula:
—No quise hacerlo, al principio. Lo juro. Mi plan era el que te he dicho.
Pero cuando vi que Floyd no se asustaba...
Spade la golpeó en el hombro con la mano abierta.
—¡Mentira! Nos pediste a Miles y a mí que nos encargáramos
personalmente del caso. Querías estar segura de que quien siguiera a
Thursby fuera alguien conocido, para que aceptara acompañarte cuando se
lo pidieras. Aquel mismo día, aquella noche, le quitaste el revólver a
Thursby. Ya habías alquilado el apartamento en el Coronet. Tenías allí el
equipaje, no en el hotel; y cuando registré el apartamento encontré un
recibo fechado cinco o seis días antes de la fecha en que me dijiste que
habías alquilado el apartamento.
Brigid tragó saliva con dificultad y habló en voz humilde.
—Sí, Sam, es mentira. Tenía el propósito de hacerlo si Floyd... Sam,
no..., no puedo mirarte y decirte esto.
La chica atrajo más hacia sí la cabeza de Spade, hasta que su mejilla
descansó sobre la de él, y entonces, hablándole en un susurro al oído, dijo:
—Yo sabía que no sería sencillo asustar a Floyd, pero creí que si se
enteraba de que alguien le estaba siguiendo los pasas, o... ¡No, Sam, no, no
puedo decirlo! —y se apretó contra él, sollozando.
—Creíste que Floyd le atacaría y que uno u otro caería. Si caía Thursby,
te encontrarías libre de él. Si caía Miles, tú te encargarías de que detuvieran
a Thursby, y así te librarías de él de igual manera. ¿Es eso?
—Al... algo así.
—Y cuando viste que Thursby no iba a atacar a Miles, le cogiste el
revólver y te encargaste tú de hacerlo. ¿No?
—Sí, aunque no exactamente.
—Pero sí lo suficientemente exacto. Y ese plan lo tenías preparado
desde un principio. Pensaste que detendrían a Floyd por el asesinato.
—Creí que le detendrían hasta que Jacobi llegara con el halcón, y
entonces...
—Y no sabías que Gutman andaba ya en tu busca. No sospechabas que
andaba detrás de ti; si no, no te hubieras librado del pistolero. Pero cuando
te enteraste de que habían matado a Thursby, comprendiste que Gutman
andaba por medio. Entonces pensaste que necesitabas otro protector y
recurriste a mí. ¿No?
—Sí, pero... ¡Cariño, no fue sólo eso! Hubiera ido a buscarte en
cualquier caso, antes o después. Desde el primer momento que te vi,
comprendí que...
Y Spade dijo, tiernamente:
—¡Ángel mío! Bueno, si tienes suerte te soltarán de la cárcel dentro de
veinte años, y entonces podrías venir a buscarme.
Brigid retiró la cara y la cabeza lo suficiente para mirarle sin
comprenderle.
Spade estaba pálido y dijo con igual ternura:
—De veras espero que no te cuelguen de este precioso cuello, cariño —
y deslizó las manos para acariciarle el cuello.
La muchacha se apartó al punto, librándose de los brazos que la
rodeaban, y quedó apoyada contra la mesa, encorvada, con las dos manos
protegiendo la garganta. Tenía los ojos descompuestos y la cara lívida. Abría
y cerraba la boca reseca.
—No irás... —y no pudo decir más.
El rostro de Spade estaba ahora de una blancura amarillenta. Sonrieron
sus labios, y alrededor de los ojos brillantes aparecieron arruguillas
sonrientes.
Cuando habló lo hizo en voz suave, dulce:
—Te voy a entregar. Lo probable es que escapes con cadena perpetua.
Eso quiere decir que estarás libre dentro de veinte años. Eres un ángel. Te
estaré esperando. —Se aclaró la voz y añadió—: Si te ahorcan, siempre te
recordaré.
Brigid dejó caer las manos y quedó erguida delante de él.
Desaparecieron las arruguillas de la cara, que habría quedado
completamente serena si no hubiera sido por unos ligerísimos reflejos de
duda que aparecieron en los ojos. Luego devolvió al hombre su sonrisa
dulcemente.
—Sam, no digas eso ni en broma. Me has asustado durante un
momento. De veras creí que... ¡Haces unas cosas tan violentas e
impredecibles!
Se interrumpió. Adelantó la cara y trató de adivinar los pensamientos
de Spade, escudriñándole los ojos. Sus mejillas y su boca se estremecieron,
y el terror volvió a los ojos.
—¿Cómo? ¡Sam!
Una vez más, se llevó las manos al cuello y su cuerpo perdió su erguida
prestancia.
Spade se echó a reír. Tenía el rostro amarillento, mojado de sudor; y
aunque su sonrisa perduró, no consiguió conservar la dulzura de la voz. Y
dijo con el habla quebrada:
—No seas tonta. Has caído. Uno de los dos tiene que caer, después de
las cosas que contarán esos pájaros. A mí me ahorcarían, sin duda alguna.
Tú probablemente escaparás mejor librada. ¿Qué?
—Pero..., Sam... ¡no puedes! ¡Después de lo que hemos sido el uno
para el otro! ¡No puedes!
—¡Vaya que si puedo!
La muchacha respiró largamente, con dificultad, como si no le entrara el
aire:
—¿Has estado jugando conmigo? ¿Fingiendo que me querías..., tan sólo
para atraparme así? ¿No te importaba nada? ¿No me... no me has dicho que
me quieres?
—Creo que sí, que sí te quiero. ¿Y qué? —Los músculos que
conservaban formada su sonrisa sobresalían como cordilleras en miniatura—
. Yo no soy Thursby. No soy Jacobi. No voy a hacer el imbécil por ti.
—¡No es justo! —gritó ella, y las lágrimas acudieron a sus ojos—. ¡No
tienes derecho! ¡Es horrible que digas eso! Porque sabes que no se trató de
nada parecido. No puedes decirlo.
—Sí, sí puedo. Te metiste en mi cama para que no te hiciera preguntas.
Ayer trataste de engañarme por cuenta de Gutman con aquellos falsos gritos
de socorro. Anoche viniste aquí con ellos, me aguardaste abajo y subiste
conmigo. Y estabas en mis brazos cuando se cerró el lazo. Me hubiera sido
imposible sacar la pistola, si la hubiese llevado encima; y si hubiera tratado
de pelear, no habría podido hacerlo. Y si no te llevaron con ellos hace un
rato sólo ha sido porque Gutman tiene el suficiente sentido común como
para no confiar en ti, excepto durante poco tiempo, cuando no tiene más
remedio, y porque creyó que yo cometería la imbecilidad de sacrificarme
para no hacerte daño, y que por ello nada podría hacer contra él.
Brigid logró restañar las lágrimas cerrando y abriendo los ojos. Dio un
paso hacia Spade y le miró a los ojos, derecho a los ojos, con orgullo:
—Me has llamado mentirosa. Ahora tú eres el que mientes. Mientes si
dices que en el fondo de tu corazón, haya yo hecho lo que haya hecho, no
sabes que te quiero.
Spade hizo una rápida y brusca reverencia. Sus ojos empezaron a
enrojecer, pero ningún otro cambio pudo apreciarse en su cara, húmeda,
amarillenta, con aquella sonrisa inmóvil.
—Sí, puede que lo sepa. ¿Y qué? ¿He de fiarme de ti por eso? ¿Después
de la bonita treta que le preparaste a mi antecesor, el señor Thursby?
¿Fiarme de ti, que mataste a Miles, un hombre contra quien nada tenías, que
le mataste a sangre fría, como quien pega un papirotazo a una mosca, sólo
para inculpar a Thursby? ¿Fiarme de ti, que has traicionado a Gutman, a
Cairo, a Thursby, uno, dos y tres? ¿De ti, que no te has portado
honradamente conmigo más de media hora seguida desde que nos
conocimos? ¿De veras debiera fiarme de ti? No, no, amor mío. No lo haría
aunque pudiera. ¿Por qué iba a hacerlo?
Brigid le miró con ojos serenos. Repuso, con voz segura:
—¿Por qué? Si has estado jugando conmigo, si no me quieres, no hay
contestación. Si me quisieras, sobraría la respuesta.
La sangre acudió ahora sin recato a los globos de los ojos de Spade; y
la sonrisa que durante tanto tiempo había mantenido se trocó en espantable
mueca.
—Es ya tarde para pronunciar discursos —dijo, poniéndole en el hombro
una mano que temblaba y se estremecía—. No importa quién quiere a quién.
No voy a hacer el primo por ti. No voy a seguir los pasos de Thursby y de
Dios sabe cuántos más. Mataste a Miles, y tendrás que responder de ello.
Pude haberte ayudado dejando que escaparan los demás y despistando a la
policía de algún modo. Ya es tarde para eso. Ahora no te puedo ayudar. Y si
pudiera hacerlo, no lo haría.
Brigid puso su mano sobre la de Spade, que seguía descansando sobre
su hombro.
—No me ayudes, entonces, pero no me hagas daño —dijo, en voz
baja—. Déjame que me vaya.
—No. Si no estás aquí para entregarte a la policía cuando llegue, estoy
perdido. Es lo único que podrá evitar que yo corra la misma suerte que los
otros.
—Entonces, ¿tampoco harás eso por mí?
—No voy a dejar que me engatuses.
—No digas eso. —Y quitándose su mano del hombro, se la llevó a la
mejilla—. ¿Por qué me vas a hacer una cosa así, Sam? No creo que mister
Archer fuera tanto para ti que...
—Miles —dijo Spade, con voz ronca— era un hijo de mala madre. Lo
descubrí cuando sólo llevábamos una semana asociados, y estaba dispuesto
a darle la patada al terminar el año. No me hiciste daño alguno cuando le
enviaste al otro barrio.
—¿Entonces?
Spade retiró la mano. La mueca desapareció como la sonrisa. Su rostro
amarillento y mojado estaba helado y profundamente surcado por las
arrugas. Le ardían los ojos enloquecidos.
—Escucha. Todo es completamente inútil. Nunca me entenderás, pero
voy a tratar, una vez más, de que lo comprendas. Escucha. Cuando a un
hombre le matan a su socio, se supone que debe actuar de alguna forma. Da
lo mismo la opinión que pudiera tener de él. Era su socio, y debe hacer algo.
Añade a eso que mi profesión es la de detective. Bueno, cuando matan a un
miembro de una sociedad de detectives, es mal negocio dejar que el asesino
escape. Es mal negocio desde todos los puntos de vista, y no sólo para esa
sociedad en particular, sino también para todos los policías y detectives del
mundo. Tercero, soy detective, y suponer que voy a correr detrás de
quienes quebrantan la ley y que los voy a soltar una vez agarrados, bueno,
eso es como esperar que un perro que ha alcanzado un conejo lo suelte. Es
algo posible de hacer, lo sé, y que se hace algunas veces, pero no es
natural. La única manera de haberte dejado escapar hubiera sido dejar
escapar también a Gutman, a Cairo y al chico. Y eso...
—No hablas en serio. No puedes creer que con todo lo que estás
diciendo me vas a convencer de que tienen razones suficientes para
mandarme a la...
—Déjame acabar, y entonces podrás hablar tú. Cuarto: prescindiendo
de lo que quisiera hacer, ahora me sería completamente imposible dejarte
escapar, a menos que aceptara acompañar a los otros al patíbulo. Y además,
no puedo describir razón alguna para fiarme de ti; y si te dejara escapar y
saliera yo con vida, siempre estarías en posesión de un arma contra mí para
usarla a tu antojo. Y son cinco razones las que te he dado. La sexta es que,
puesto que yo también sé de ti unas cuantas cosas, nunca estaría seguro de
que no te ibas a decidir a meterme a mí una bala en el cuerpo. Séptimo, no
me atrae lo más mínimo la idea de que ni remotamente pudiera ocurrir que
hubieras jugado conmigo como un imbécil. Y octavo... Pero ya es bastante.
Todo ello aconseja lo mismo. Quizá algunas de las razones sean de poca
importancia. No lo voy a discutir. Pero ¡fíjate cuántas son! ¿Y qué razón
aconseja hacer lo contrario? Tan sólo una: que quizá me quieres, y que tal
vez yo te quiera a ti.
—¿Y no sabes si me quieres o no? —dijo ella, en voz baja,
—No, no lo sé. Resulta sencillo enamorarse de ti hasta la locura —dijo
Spade, mirándola con apasionada vehemencia de los pies a la cabeza—,
pero no sé lo que eso puede significar. ¿Acaso lo sabe alguien cuando se
enamora? Pero supón que sí, supón que te quiero, ¿qué? Quizá no te
quisiera el próximo mes. Ya me ha ocurrido otras veces, y no siempre ha
durado un mes... ¿Y entonces? Entonces habría hecho el primo. Y si hiciera
lo que deseas y me condenaran, bueno, entonces no cabría la menor duda
de que había hecho el primo. Si te entrego a la policía, lo sentiré muy de
veras, tendré noches horribles..., pero pasará. Escucha.
Tornó de los hombros a Brigid, la echó hacia atrás y se inclinó sobre
ella.
—Si eso no te quiere decir nada, olvídalo y escucha esto: lo voy a hacer
porque deseo hacerlo con todo mi ser, porque todo lo que dentro llevo me
está pidiendo que lo haga, pase lo que pase, y porque, ¡maldita seas!, ya
contabas tú con que yo sentiría lo que siento, como lo calculaste con todos
los demás.
Retiró las manos y las dejó caer muertas a lo largo del cuerpo.
Brigid le cogió la cara entre las manos y volvió a atraerla hacia sí.
—Mírame y dime la verdad —le dijo—. ¿Te hubieras comportado así si el
halcón hubiese sido auténtico y hubieras recibido tu parte?
—¿Qué importa eso ahora? No estés tan segura de que tengo tan poca
honradez como algunos dicen. Esa fama puede ser conveniente, pues te trae
a la puerta asuntos caros y te facilita las cosas al luchar contra el enemigo.
La muchacha le miró sin decir nada.
Spade movió los hombros ligeramente y dijo:
—Un gran montón de dinero..., al menos eso hubiera sido algo que
añadir a la balanza a favor de lo otro.
Brigid alzó la cara hasta la de Spade. Tenía la boca ligeramente
entreabierta y sus labios estaban ahuecados.
—Si me quisieras, no necesitarías poner nada más en ese platillo de la
balanza.
Spade apretó los dientes y dijo, hablando a través de ellos:
—No voy a hacer el primo por ti.
Brigid apretó lentamente los labios contra los de él, le rodeó con los
brazos y quedó entre los de él. Y en sus brazos estaba cuando sonó el
timbre de la puerta.
Con el brazo izquierdo rodeándola, Spade abrió la puerta del pasillo. Allí
estaban el teniente Dundy, el detective sargento Tom Polhaus y otros dos
policías de paisano.
—Hola, Tom —dijo Spade—, ¿les echaste mano?
—Los pesqué —dijo Polhaus.
—Magnífico. Pasa. Aquí tienes a otra —dijo, empujando a la muchacha
hacia el detective—. Mató a Miles. Y tengo algunas pruebas: las pistolas del
chico, una de Cairo, una estatuilla negra que fue la causa de todo, y un
billete de mil dólares, con el que quisieron sobornarme.
Miró a Dundy, frunció el ceño, se inclinó hacia delante para mirar de
cerca la cara del teniente y se echó a reír.
—¿Qué le ocurre a tu amiguito, Tom? Parece estar muy desconsolado.
—Volvió a reír—. ¡Apuesto cualquier cosa a que cuando oyó las declaraciones
de Gutman se creyó que me había pescado!
—Sam, no empieces —gruñó Tom—. Nunca hemos creído que...
—¿Que no lo creyó Dundy? —dijo Spade, alegremente—. Ha venido con
la boca hecha agua, aunque tú, tú tienes el suficiente sentido común para
haber comprendido siempre que yo andaba detrás de Gutman.
—Déjalo estar, Sam —volvió a gruñir Tom—. En cualquier caso, la
declaración que escuchamos fue la de Cairo. Gutman está muerto. El
muchacho acababa de matarle cuando nosotros llegamos.
—Se lo debió imaginar —dijo Spade, inclinando la cabeza.
Effie soltó el periódico y abandonó de un salto el sillón de Spade cuando
éste llegó a su despacho el lunes, poco después de las nueve de la mañana.
—Buenos días, ángel mío.
—¿Es... es verdad lo que dicen los periódicos? —preguntó ella.
—Sí, señora.
Dejó el sombrero sobre la mesa y se sentó. Tenía la cara sin color
alguno, pero las rayas que la surcaban se ofrecían firmes y animadas; y los
ojos, aunque todavía mostraban algunas venillas rojas, estaban despejados.
Los ojos castaños de la muchacha estaban abiertos de muy especial
manera, tenía la boca torcida por una extraña mueca. Permaneció de pie
junto a él, mirándole fijamente desde arriba.
Spade alzó la cabeza, sonrió con picardía, y dijo en son de chanza:
—¡Tu intuición femenina!
La voz de la muchacha fue tan extraña como la expresión de su rostro:
—¿Le hiciste..., le hiciste eso, Sam?
Spade asintió con un gesto.
—Tu Sam es detective —dijo, mirándola fijamente. Rodeó el talle de la
muchacha con un brazo y descansó la mano sobre su cadera—. Brigid mató
a Miles, cariño —dijo, dulcemente—, así, en frío —dijo, haciendo una
castañeta con la otra mano.
Effie se escurrió bruscamente para librarse del abrazo, como si le
hiciera daño.
—Por favor, no me toques —dijo con el habla entrecortada—, no me
toques. Sé que tienes razón. Tienes razón. Pero no me toques. No me
toques ahora.
La cara de Spade se puso tan blanca como el cuello de la camisa.
Resonó la cerradura de la puerta. Effie se volvió con vehemencia, salió
del despacho y cerró la puerta. Cuando regresó volvió a cerrarla.
—Iva está ahí —dijo, en voz débil y sin expresión. Spade miró hacia la
mesa y asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible,
—Sí, hazla pasar —dijo con un estremecimiento.

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