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domingo, 31 de octubre de 2010

EL ENFERMO INTERNO -- Arthur Conan Doyle






EL ENFERMO INTERNO

Arthur Conan Doyle


«Aunque la ley británica no haya podido protegerlo, la espada
de la justicia sigue presente para vengarle.»

Doctor Trevelyan



Al dar una ojeada a la serie un tanto incoherente de memorias con las que he tratado de ilustrar algunas de las peculiaridades mentales de mi amigo el señor Sherlock Holmes, me ha chocado la dificultad que siempre he experimentado al elegir ejemplos que respondan en todos los aspectos a mi propósito. Y es que en aquellos casos en los que Holmes ha efectuado algún tour-de-force de razonamiento analítico y ha demostrado el valor de sus peculiares métodos de investigación, los hechos en sí han sido a menudo tan endebles o tan vulgares que no he encontrado justificación para exponerlos ante el público. Por otra parte, ha ocurrido con frecuencia que ha intervenido en alguna investigación cuyos hechos han sido de un carácter de lo más notable y dramático, pero en la que su participación en determinar sus causas ha sido menos pronunciada de lo que yo, como biógrafo suyo, pudiera desear. El asuntillo que he relatado bajo el título Estudio en escarlata y aquel otro caso relacionado con la desaparición de la Gloria Scott, pueden servir como ejemplos de esas Escila y Caribdis que siempre están amenazando a su historiador. Bien puede ser que, en el caso sobre el que ahora me dispongo a escribir, el papel interpretado por mi amigo no quede suficientemente acentuado y, sin embargo, toda la secuencia de circunstancias es tan notable que no me es posible omitirla sin más en esta serie.
No puedo estar seguro de la fecha exacta, pues algunos de mis memorandos al respecto se han extraviado, pero debió de ser hacia el final del primer año durante el cual Holmes y yo compartimos habitaciones en Baker Street. Hacía un tiempo tempestuoso propio de octubre y los dos nos habíamos quedado todo el día en casa, yo porque temía enfrentarme al cortante viento otoñal con mi quebrantada salud, mientras que él estaba sumido en una de aquellas complicadas investigaciones químicas que tan profundamente le absorbían mientras se entregaba a ellas. Al atardecer, sin embargo, la rotura de un tubo de ensayo puso un final prematuro a su búsqueda y le hizo abandonar su silla con una exclamación de impaciencia y el ceño fruncido.
—Una jornada de trabajo perdida, Watson —dijo, acercándose a la ventana—. ¡Ajá! Han salido las estrellas y ha menguado el viento. ¿Qué me diria de un paseo a través de Londres?
Yo estaba cansado de nuestra pequeña sala de estar y asentí con placer, mientras me protegía del aire nocturno con una bufanda subida hasta la nariz. Durante tres horas caminamos los dos, observando el caleidoscopio siempre cambiante de la vida, con sus mareas menguante y creciente a lo largo de Fleet Street y del Strand. Holmes se había despojado de su malhumor temporal, y su conversación característica, con su aguda observación de los detalles y sutil capacidad deductiva, me mantenía divertido y subyugado. Dieron las diez antes de que llegáramos a Baker Street. Un
brougham esperaba ante nuestra puerta.
—¡Hum! Un médico... y de medicina general, según veo —comentó Holmes—. No lleva largo tiempo en el oficio, pero tiene mucho trabajo. ¡Supongo que ha venido a consultarnos! ¡Es una suerte que hayamos vuelto!
Yo estaba suficientemente familiarizado con los métodos de Holmes para poder seguir su razonamiento, y ver que la índole y el estado de los diversos instrumentos médicos en el cesto de mimbre colgado junto al farolillo dentro del coche le había proporcionado los datos para su rápida deducción. La luz de nuestra ventana, arriba, denotaba que esta tardía visita nos estaba efectivamente dedicada. Con cierta curiosidad respecto a qué podía habernos enviado un colega médico a semejantes horas, seguí a Holmes hasta nuestro
sanctum.
Un hombre de cara pálida y flaca, con rubias patillas, se levantó de su asiento junto al fuego apenas entramos nosotros. Su edad tal vez no rebasara los treinta y tres o treinta y cuatro años, pero su semblante ojeroso y el color poco saludable de su tez indicaban una existencia que le había minado el vigor y le había despojado de su juventud. Sus ademanes eran tímidos y nerviosos, como los de un hombre muy sensible, y la mano blanca y delgada que apoyaba en la repisa de la chimenea era la de un artista más bien que la de un cirujano. Su indumentaria era discreta y oscura: levita negra, pantalones gris marengo y un toque de color en su corbata.
—Buenas noches, doctor —le saludó Holmes afablemente—. Me tranquiliza ver que sólo lleva unos minutos esperando.
—¿Ha hablado con mi cochero, pues?
—No, me lo ha dicho la vela en la mesa lateral. Le ruego que vuelva a sentarse y me haga saber en qué puedo servirle.
—Soy el doctor Percy Trevelyan —dijo nuestro visitante—, y vivo en el número 403 de Brook Street.
—¿No es usted el autor de una monografía sobre oscuras lesiones nerviosas? —inquirí.
La satisfacción arreboló sus pálidas mejillas al oír que su obra me era conocida.
—Tan rara vez oigo hablar de ella que ya la consideraba como definitivamente desaparecida —dijo—. Mis editores me dan las noticias más desalentadoras sobre su cifra de ventas. Supongo que usted también es médico...
—Cirujano militar retirado.
—Mi afición han sido siempre las enfermedades de origen nervioso. Hubiera deseado hacer de ellas mi única especialidad, pero, como es natural, hay que aceptar lo primero que se ponga a mano. Sin embargo, esto se sale de nuestro asunto, señor Sherlock Holmes, y me consta lo muy valioso que es su tiempo. Lo cierto es que ha ocurrido recientemente una singular cadena de acontecimientos en mi domicilio de Brook Street y esta noche las cosas han llegado a un extremo que me ha impedido esperar ni una hora más para venir a pedirle consejo y ayuda.
Sherlock Holmes se sentó y encendió su pipa.
—Gustosamente procuraré darle ambas cosas —repuso—. Le ruego que me haga un relato detallado sobre las circunstancias que le han inquietado.
—Alguna de ellas es tan trivial —dijo el doctor Treveyan—, que en realidad casi me avergüenzo de mencionarla. Pero el asunto es tan inexplicable y el cariz que recientemente ha tomado es tan enrevesado, que se lo explicaré todo y usted juzgará lo que es esencial y lo que no lo es.
»Para empezar, me veo obligado a decir algo acerca de mis estudios universitarios. Los cursé en la Universidad de Londres, y estoy seguro de que no creerán que me dedico indebidas alabanzas si digo que mis profesores consideraban como muy prometedora mi carrera estudiantil. Después de graduarme, seguí dedicándome a la investigación, ocupando una plaza menor en el King’s College Hospital, y tuve la suerte de suscitar un interés considerable con mis trabajos sobre la patología de la catalepsia y ganar finalmente el premio y la medalla Bruce Pinkerton por la monografía sobre lesiones nerviosas a la que acaba de aludir su amigo. No exageraría si dijera que en aquella época existía la impresión general de que me esperaba una carrera distinguida.
»Pero mi gran obstáculo consistía en mi perentoria necesidad de un capital. Como usted comprenderá perfectamente, un especialista con miras altas tiene que comenzar en alguna de una docena de calles de los alrededores de Cavendish Square, todas las cuales exigen alquileres enormes y grandes gastos de amueblamiento. Además de este desembolso preliminar, ha de estar en condiciones para mantenerse varios años y para alquilar un carruaje y un caballo presentables. Esto se hallaba mucho más allá de mis posibilidades, y sólo podía esperar que, a fuerza de economías, en diez años pudiera ahorrar lo bastante para permitirme colgar la placa. Pero de pronto un incidente inesperado abrió ante mí una perspectiva totalmente nueva.
»Se trató de la visita de un caballero llamado Blessington, que era para mí un perfecto desconocido. Vino una mañana a mis habitaciones y al instante fue al grano.
»—¿Es usted el mismo Percy Trevelyan que ha cursado una carrera tan distinguida y últimamente ha ganado un gran premio? -preguntó.
»Yo me incliné.
» —Contésteme con franqueza —prosiguió—, pues como verá, ello redunda en su interés. Tiene usted toda la inteligencia que proporciona el éxito a un hombre. ¿Tiene también el tacto?
»No pude evitar una sonrisa ante la brusquedad de esta pregunta.
»—Confio tener el que me corresponde —repliqué.
»—¿Alguna mala costumbre? Supongo que no le dará por la bebida, ¿verdad?
» —Verdaderamente, caballero... —exclamé.
»—¿Muy bien! ¡Todo muy bien! Pero no tenía más remedio que preguntárselo. Y con todas estas cualidades, ¿cómo es que no ejerce?
»Me encogí de hombros.
»—Vamos, hombre, vamos —exclamó con voz estentórea—, la vieja historia de siempre: «Hay más en un cerebro que en su bolsillo», ¿no es así? ¿Y qué diría si yo le instalara en Brook Street?
»Me quedé mirándole estupefacto.
»—¡Sí, pero obro en mi interés, no en el de usted!
—gritó—. Le hablaré con perfecta franqueza, y si usted está de acuerdo, yo lo estaré también. Sepa que tengo unos cuantos miles de libras para invertir, y creo que voy a jugármelos con usted.
»—¿Pero por qué? —balbuceé.
»—Es como cualquier otra especulación, se lo aseguro, y más conveniente que la mayoría de ellas.
»—¿Y qué debo hacer yo, pues?
»—Se lo explicaré. Yo buscaré la casa, la amueblaré, pagaré las criadas y lo administraré todo. Lo único que debe usted hacer es desgastar el asiento de su silla en el gabinete de consulta. Le dejaré que disponga de dinero de bolsillo y de todo lo necesario. Después, usted me entregará las tres cuartas partes de lo que gane y se reservará para sí el otro cuarto.
»Y tal fue la extraña proposición, señor Holmes, con la que se me presentó ese Blessington. No le cansaré con el relato de nuestros regateos y negociaciones, pero terminaron con mi traslado a la casa el día de la Anunciación y el comienzo de mi labor prácticamente en las mismas condiciones que él había sugerido. El vino a vivir conmigo, en la categoría de un paciente interno. Tenía, según parece, el corazón débil y necesitaba una constante supervisión médica. Convirtió las dos mejores habitaciones de la primera planta en sala de estar y dormitorio para él. Era hombre de hábitos singulares, que evitaba las compañías y muy rara vez salía de casa. Su vida era irregular, pero en un aspecto era la regularidad personificada. Cada noche, a la misma hora, entraba en mi consultorio, examinaba los libros, depositaba cinco chelines y tres penique por cada guinea que yo hubiera ganado y se llevaba el resto para guardarlo en la caja fuerte de su habitación.
»Puedo afirmar confiadamente que jamás tuvo motivo para lamentar su especulación. Desde el primer día, ésta fue un éxito. Unos cuantos casos acertados y la reputación que yo me había forjado en el hospital me situaron en seguida en primera fila. En el transcurso de los últimos años he hecho de él un hombre rico.
»Y esto es todo, señor Holmes, en lo tocante a mi historia pasada y mis relaciones con el señor Blessington. Sólo me queda por explicar lo que ha ocurrido y me ha traído aquí esta noche.
»Hace unas semanas, el señor Blessington acudió a mí, presa, según me pareció, de una considerable agitación. Me habló de un robo que, según dijo, se había perpetrado en el West End. Recuerdo que se mostró exageradamente alarmado al respecto, hasta el punto de declarar que no pasaría ni un día más sin que añadiéramos unos cerrojos más sólidos a nuestras puertas y ventanas. Durante una semana se mantuvo en un peculiar estado de inquietud, acechando continuamente desde la ventana y dejando de practicar el breve paseo que usualmente constituía el preludio de su cena. Por su actitud, tuve la impresión de que era presa de un miedo mortal causado por alguien o por algo, pero, cuando le interrogué al respecto, se mostró tan efusivo que me vi obligado a abandonar ese tema. Gradualmente, con el paso del tiempo sus temores parecieron extinguirse, y ya había reanudado sus hábitos anteriores, cuando un nuevo acontecimiento lo redujo al penoso estado de postración en el que ahora se encuentra.
»Lo que ocurrió fue lo siguiente. Hace dos días recibí la carta que ahora le leeré. No lleva dirección ni fecha:
« Un noble ruso que ahora reside en Inglaterra, se alegraría de procurarse la asistencia profesional del doctor Percy Trevelyan. Hace años que es víctima de ataques de catalepsia, en los que, como es bien sabido, el doctor Trevelyan es una autoridad. Tiene la intención de visitarle mañana, a las seis y cuarto de la tarde, si el doctor Trevelyan cree conveniente encontrarse en su casa.»
»Esta carta me interesó muchísimo, pues la principal dificultad en el estudio de la catalepsia es la rareza de esta enfermedad. Comprenderá, pues, que me encontrase en mi consultorio cuando, a la hora convenida, el botones hizo pasar al paciente.
»Era un hombre de avanzada edad, delgado, de expresión grave y aspecto corriente, sin corresponder ni mucho menos al concepto que uno se forma sobre un noble ruso. Mucho más me impresionó la apariencia de su acompañante. Era un joven alto, sorprendentemente apuesto, con una cara morena y de expresión fiera, y las extremidades y pecho de un Hércules. Con la mano bajo el brazo del otro al entrar, le ayudó a sentarse en una silla con una ternura que difícilmente se hubiera esperado de él, dado su aspecto.
»—Excuse mi intromisión, doctor —me dijo en inglés con un ligero ceceo—. Es mi padre, y su salud es para mí una cuestión de la más extrema importancia.
»Me emocionó esta ansiedad filial y dije:
»—Supongo que querrá quedarse aquí durante la visita.
»—¡Por nada del mundo! —gritó con una expresión de horror—. Esto es para mí más penoso de lo que yo pueda expresar. Si llegara a ver a mi padre en uno de estos terribles ataques, estoy convencido de que no podría sobrevivir a ello. Mi sistema nervioso es excepcionalmente sensible. Con su permiso, yo me quedaré en la sala de espera mientras usted reconoce a mi padre.
»Como es natural, asentí y el joven se retiró. El paciente y yo nos entregamos entonces a una conversación sobre su caso, y yo tomé notas exhaustivas. No era hombre notable por su inteligencia y sus respuestas eran con frecuencia oscuras, cosa que atribuí a sus ilimitados conocimientos de nuestro idioma. De pronto, sin embargo, mientras yo escribía, dejó de contestar a mis preguntas y, al volverme hacia él, me causó una fuerte impresión verle sentado muy enhiesto en su silla, mirándome con una cara rígida y totalmente inexpresiva. Una vez más, era presa de su misteriosa enfermedad.
»Mi primer sentimiento, como ya he dicho, fue de compasión y horror, pero mucho me temo que el segundo fuese de satisfacción profesional. Tomé nota del pulso y la temperatura de mi paciente, palpé la rigidez de sus músculos y examiné sus reflejos. No había nada acusadamente anormal en ninguno de estos factores, lo cual coincidía con mis anteriores experiencias. En estos casos yo había obtenido buenos resultados con la inhalación de nitrito de amilo, y el actual parecía una admirable oportunidad para poner a prueba sus virtudes. La botella estaba abajo, en mi laboratorio, por lo que, dejando a mi paciente sentado en su silla, corrí a buscarla. Me retrasé un poco, buscándola, digamos cinco minutos, y regresé. ¡Imagine mi estupefacción al encontrar vacía la habitación! ¡El paciente se había marchado!
»Desde luego, lo primero que hice fue correr en seguida a la sala de espera. El hijo había desaparecido también. La puerta del vestíbulo de entrada había quedado entornada, pero no cerrada. Mi botones, que hace pasar a los pacientes, es un chico nuevo en el oficio y nada tiene de avispado. Espera abajo, y sube para acompañarlos hasta la salida cuando yo toco el timbre del consultorio. No había oído nada, y el asunto quedó envuelto en el misterio. Poco después, llegó el señor Blessington de su paseo, pero no le conté nada de lo sucedido, puesto que, para ser sincero, he adoptado la costumbre de mantener con él, dentro de lo posible un mínimo de comunicación.
»Pues bien, no pensaba yo que volviera a saber algo más del ruso y su hijo, y puede imaginar mi asombro cuando esta tarde, a la misma hora, ambos entraron en mi consultorio, tal como habían hecho antes.
»—Creo doctor que le debo mis sinceras excusas por mi brusca partida de ayer —dijo mi paciente.
»—Confieso que me sorprendió mucho —repuse.
»—Lo cierto es —explicó— que, cuando me recupero de estos ataques, mi mente siempre queda como nublada respecto a todo lo que haya ocurrido antes. Me desperté en una habitación desconocida, tal como me pareció entonces a mí, y me dirigí hacia la calle, como aturdido, mientras usted se encontraba ausente.
»—Y yo —añadió el hijo—, al ver a mi padre atravesar la puerta de la sala de espera, pensé, como es natural, que había terminado la visita. Hasta que llegamos a casa, no empecé a comprender lo que en realidad había sucedido.
»—Bien —dije yo, riéndome—, nada malo ha ocurrido, excepto que el hecho me intrigó muchísimo. Por consiguiente, caballero, si me hace el favor de pasar a la sala de espera, yo continuaré gustosamente la visita que ayer tuvo un final tan repentino.
»Durante una media hora, comenté con el anciano sus síntomas y después, tras haberle extendido una receta, le vi marcharse apoyado en el brazo de su hijo.
»Ya le he dicho que el señor Blessington elegía generalmente esta hora del día para salir a hacer su ejercicio. Llegó poco después y subió al piso. Momentos más tarde le oí bajar precipitadamente y entró atropelladamente en mi consultorio, como el hombre al que ha enloquecido el pánico.
»—¿Quién ha entrado en mi habitación? —gritó.
»—Nadie —contesté.
»—¡Mentira! —chilló—. ¡Suba y lo verá!
»Pasé por alto la grosería de su lenguaje, ya que parecía casi desquiciado a causa del miedo. Cuando subí con él, me señaló unas huellas de pisadas en la alfombra de color claro.
»—¿Se atreverá a decir que son mías? —gritó.
»Desde luego, eran mucho más grandes que las que él hubiese podido dejar y eran evidentemente muy recientes. Como saben, esta tarde ha llovido de firme y los únicos visitantes han sido ellos dos. Debió de ocurrir, pues, que el hombre de la sala de espera, por alguna razón desconocida y mientras yo estaba ocupado con el otro, hubiera subido a la habitación de mi paciente interno. Allí nada se tocó ni nada había desaparecido, pero la evidencia de aquellas huellas demostraba que la intrusión era un hecho del que no se podía dudar.
»El señor Blessington parecía más excitado por el suceso de cuanto yo hubiese creído posible, aunque, desde luego, la situación era apta para turbar la tranquilidad de cualquiera. Llegó incluso a sentarse en una butaca, llorando, y apenas pude conseguir que hablara con coherencia. Fue sugerencia suya que yo viniese a verle a usted y, claro, en seguida vi que era una idea acertada, ya que no cabe duda de que el incidente es de lo más singular, aunque se tenga la impresión de que él exagera enormemente su importancia. Si quieren ustedes volver conmigo en mi brougham, al menos podrán calmarlo, aunque me cuesta imaginar que pueda dar una explicación a este notable suceso.
Sherlock Holmes escuchó esta larga narración con una atención que a mí me indicaba que le había despertado un vivo interés. Su cara era tan impasible como siempre, pero sus párpados habían descendido con mayor pesadez sobre sus ojos, y el humo se había ensortijado con más espesor al salir de su pipa, como para dar énfasis a cada episodio curioso en el relato del doctor. Al llegar nuestro visitante a la conclusión del mismo, Holmes se levantó de un salto sin pronunciar palabra, me entregó mi sombrero, cogió el suyo de la mesa y seguimos al doctor Trevelyan hasta la puerta. Al cabo de un cuarto de hora, nos apeábamos ante la puerta de la residencia del médico en Brook Street, una de aquellas casas sombrías y de fachada lisa que uno asocia con la práctica médica en el West End. Nos abrió un botones muy jovencito y en seguida empezamos a subir por la amplia y bien alfombrada escalera.
Sin embargo, una singular interrupción nos obligó a inmovilizamos. La luz en la parte alta se apagó de repente y de la oscuridad brotó una voz aguda y temblorosa.
—¡Tengo una pistola —chilló—, y les juro que dispararé si se acercan más!
—¡Esto ya es insultante, señor Blessington! —gritó a su vez el doctor Trevelyan.
—Ah, es usted, doctor —dijo la voz con un gran suspiro de alivio—. Pero estos otros señores... ¿son lo que pretenden ser?
Fuimos conscientes de un largo examen a través de la oscuridad.
—Sí, sí, está bien —aprobó por último la voz—. Pueden subir. Siento que mis precauciones les hayan molestado.
Mientras hablaba, volvió a encender la luz de gas en la escalera y nos encontramos ante un hombre de singular catadura, cuya apariencia, al igual que su voz, atestiguaba unos nervios maltrechos. Estaba muy gordo, pero al parecer en otro tiempo lo había estado mucho más, ya que la piel colgaba flácidamente en su rostro, formando bolsas, como las mejillas de un perro sabueso. Tenía un color enfermizo y sus cabellos, escasos y pajizos, parecían erizados por la intensidad de su emoción. Sostenía en su mano una pistola, pero al avanzar nosotros se la guardó en el bolsillo.
—Buenas noches, señor Holmes —dijo—. Le agradezco muchísimo que haya venido. Nadie ha necesitado nunca más que yo sus consejos. Supongo que el doctor Trevelyan le ha contado esa intolerable intrusión en mis habitaciones.
—Así es —contestó Holmes—. ¿Quiénes son estos dos hombres, señor Blessington, y por qué desean molestarlo?
—Bueno —contestó el paciente residente no sin cierto nerviosismo—, es dificil, claro, decirlo. No esperará que conteste a esto, señor Holmes.
—¿Quiere decir que no lo sabe?
—Venga, hágame el favor. Tenga la bondad de entrar aquí.
Indicó el camino hasta su dormitorio, que era amplio y estaba confortablemente amueblado.
—¿Ve esto? —dijo, señalando una gran caja negra junto al extremo de su cama—. Nunca he sido un hombre muy rico, señor Holmes, y sólo he hecho una inversión en toda mi vida, como les puede decir el doctor Trevelyan. Pero yo no creo en los bancos; nunca confiaría en un banquero, señor Holmes. Entre nosotros, lo poco que tengo se encuentra en esta caja, de modo que comprenderá lo que significa para mí que gente desconocida se abra paso hasta mis habitaciones.
Holmes miró inquisitivamente a Blessington y meneó la cabeza.
—No me es posible aconsejarle si, como observo, trata usted de engañarme —dijo.
—¡Pero si se lo he contado todo!
Holmes giró sobre sus talones con una expresión de disgusto.
—Buenas noches, doctor Trevelyan —dijo.
-¿Y no me da ningún consejo? -gritó Blessington con voz quebrada.
—El consejo que le doy, señor, es que diga la verdad.
Un minuto después nos encontrábamos en la calle y echábamos a andar hacia casa. Habíamos cruzado Oxford Street y recorrido la mitad de Harley Street, y aún no había oído ni una sola palabra de mi compañero.
—Lamento haberle hecho salir a causa de una gestión tan inútil, Watson — dijo por fin—. No obstante, en el fondo no deja de ser un caso interesante.
—Poco es lo que entiendo en él —confesé.
—Resulta evidente que hay dos hombres, acaso más, pero dos por lo menos, que por alguna razón están decididos a echarle mano a ese Blessington. No me cabe la menor duda de que, tanto en la primera como en la segunda ocasión, aquel joven penetró en el dormitorio de Blessington, mientras su compinche, valiéndose de un truco ingenioso, impedía toda interferencia por parte del doctor.
—¿Y la catalepsia?
—Una imitación fraudulenta, Watson, aunque no me atrevería a insinuarle tal cosa a nuestro especialista. Es una dolencia muy fácil de imitar. Yo mismo lo he hecho.
—¿Y qué más?
—Por pura casualidad, Blessington estuvo ausente en cada ocasión. La razón de ellos para elegir una hora tan inusual para una consulta médica era, obviamente, la de asegurarse de que no hubiera otros pacientes en la sala de espera. Ocurrió, sin embargo, que esta hora coincidía con el paseo acostumbrado de Blessington, lo cual parece indicar que no estaban muy familiarizados con la rutina cotidiana de éste. Desde luego, si meramente hubieran ido en pos de algún tipo de botín, habrían hecho al menos alguna tentativa para buscarlo. Además, sé leer en los ojos de un hombre cuando es su piel lo que corre peligro. Es inconcebible que ese individuo se haya hecho dos enemigos tan vengativos como éstos parecen ser, sin él saberlo. Tengo la certeza, por tanto, de que sabe quiénes son estos hombres, y de que por motivos que él conoce suprime este dato. Cabe la posibilidad de que mañana se muestre de un talante más comunicativo.
—¿No existe otra alternativa grotescamente improbable, sin duda, pero con todo concebible? —sugerí—. ¿No podría toda la historia del ruso cataléptico y su hijo ser una invención del doctor Trevelyan, que con finalidades propias haya visitado las habitaciones de Blessington?
A la luz del gas, pude ver que Holmes exhibía una sonrisa divertida ante este brillante planteamiento mío.
-Mi querido amigo —dijo—, fue una de las primeras soluciones que se me ocurrieron, pero pronto pude corroborar el relato del doctor. Aquel joven dejó en la alfombra de la escalera huellas que hicieron superfluo pedir que me enseñaran las que había marcado en la habitación. Si le digo que sus zapatos eran de punta cuadrada en vez de puntiagudos como los de Blessington, y que su longitud era superior en más de una pulgada a los del doctor, reconocerá que no puede haber ninguna duda en cuanto a su identidad. Pero ahora podemos dormir sobre este asunto, pues me sorprendería que por la mañana no oyéramos algo más referente a Brook Street.
La profecía de Sherlock Holmes no tardó en cumplirse. Lo cierto es que se cumplió de un modo harto dramático. A las siete y media de la mañana siguiente, con las primeras luces del día, le vi de pie y en bata junto a mi cama.
—Un
brougham nos está esperando, Watson —me dijo.
—¿Qué ocurre, pues?
—El caso de Brook Street.
—¿Alguna noticia fresca?
—Trágica pero ambigua —me contestó, subiendo la persiana—. Fíjese en esto: una hoja de una libreta de notas, con «Por el amor de Dios, venga en seguida. P.T.», garrapateado en ella con un lápiz. Nuestro amigo el doctor estaba en apuros cuando lo escribió. Dése prisa, amigo mío, pues se trata de una llamada urgente.
En poco más de un cuarto de hora nos encontramos de nuevo en casa del médico. Este salió corriendo a recibirnos con el horror pintado en su cara.
-¡Vaya calamidad! —gritó, llevándose las manos a las sienes.
-¿Qué ha sucedido?
—Blessington se ha suicidado.
Holmes dejó escapar un silbido.
—Sí, se ha ahorcado durante la noche.
Habíamos entrado y el médico nos había precedido hasta lo que era, evidentemente, la sala de espera.
¡Apenas sé lo que hago! —exclamó—. La policía ya está arriba. Es algo que me ha causado una impresión tremenda.
—¿Cuándo lo descubrió?
—Cada mañana se hace subir una taza de té a primera hora. Cuando entró la camarera, a eso de las siete, el desdichado estaba colgado en el centro de la habitación. Había atado la cuerda al gancho en el que estuvo suspendida una lámpara de gran peso, y había saltado precisamente desde lo alto de la caja fuerte que nos enseñó ayer.
Holmes permaneció unos momentos en profunda cavilación.
-Con su permiso -dijo por fin—, me gustaría subir y echar un vistazo a lo sucedido.
Subimos los dos seguidos por el doctor.
Fue una visión espantosa la que presenciamos al cruzar la puerta del dormitorio. Ya he hablado de la impresión de flaccidez que causaba aquel hombre llamado Blessington, pero, colgado del gancho, esta impresión se intensificaba y exageraba hasta que su apariencia apenas era humana. El cuello estaba retorcido como el de un pollo desplumado, y esto hacía que el resto del difunto pareciera más obeso y antinatural por contraste. Sólo llevaba su camisón largo y por debajo de éste aparecían sus hinchados tobillos y deformes pies. Junto a él, un inspector de policía de porte marcial tomaba notas en una libreta.
—¡Ah, señor Holmes! —exclamó cordialmente al entrar mi amigo—. Me alegra mucho verle.
—Buenos días, señor Lanner —contestó Holmes—. Estoy seguro de que no me considerará como un intruso. ¿Ha oído hablar de los hechos que han desembocado en este final?
—Sí, algo he oído de ellos.
—¿Se ha formado alguna opinión?
—Por lo que puedo saber, el miedo privó a este hombre de su sano juicio. Como ve, ha dormido en esta cama; hay en ella su impresión, y bien profunda. Como usted sabe, hacia las cinco de la mañana es cuando se producen más suicidios. Y ésta debió de ser, más o menos, la hora en que se ahorcó. Al parecer, fue cosa muy bien estudiada.
—Yo diría que lleva muerto como unas tres horas, a juzgar por la rigidez de los músculos —dije yo.
—¿Ha observado algo peculiar en la habitación, señor Lanner? —preguntó Holmes.
—He encontrado un destornillador y unos cuantos tornillos en el lavabo. Asimismo, parece ser que durante la noche fumó lo suyo. Aquí hay cuatro colillas de cigarro que encontré en la chimenea.
—¡Hum! —hizo Holmes-. ¿Ha visto su boquilla para cigarros?
—No, no he visto ninguna.
—¿Su cigarrera, pues?
—Sí, estaba en el bolsillo de su chaqueta.
Holmes la abrió y olisqueó el único cigarro que contenía.
—Esto es un habano, y estas colillas corresponden a unos cigarros del tipo peculiar que importan los holandeses de sus colonias en las Indias Orientales. Suelen ir envueltos en paja y, dada su longitud, son más delgados que los de cualquier otra marca.
Cogió las cuatro colillas y las examinó con su lupa de bolsillo.
—Dos de ellos fueron fumados con boquilla y los otros dos sin ella —prosiguió—. Dos fueron cortados por una navaja no muy afilada y las puntas de los otros dos fueron mordidas por una dentadura en excelente condición. Esto no es un suicidio, señor Lanner, es un asesinato muy bien planeado y realizado a sangre fría.
—¡Imposible! —exclamó el inspector.
—¿Por qué?
—¿Por qué alguien había de asesinar a un hombre por un procedimiento tan torpe como el de colgarlo?
—Esto es lo que tenemos que averiguar.
—¿Cómo pudieron entrar?
—Por la puerta principal.
—Estaba atrancada.
—Pues fue atrancada después de salir ellos.
—¿Cómo lo sabe?
—Vi sus trazas. Excúseme un momento y podré ofrecerle más información al respecto.
Holmes se acercó a la puerta, hizo funcionar la cerradura y la examinó a su manera metódica. Después sacó la llave, que estaba puesta por el interior y la inspeccionó también. La cama, la alfombra, las sillas, la repisa de la chimenea, la cuerda y el difunto fueron examinados por turno, hasta que se declaró satisfecho y, con mi ayuda y la del inspector, bajó aquellos pobres restos y los depositó reverentemente bajo una sábana.
—¿Qué se sabe de esta cuerda? —preguntó.
—Ha sido cortada de aquí —contestó el doctor Trevelyan, sacando un gran rollo que había debajo de la cama—. Tenía un temor morboso al fuego y siempre guardaba esto junto a sí para poder escapar por la ventana en caso de que ardiese la escalera.
—Esto les debe haber allanado el camino —comentó Holmes pensativo—. Sí, los hechos en sí son muy simples, y me sorprendería que por la tarde no pudiera ofrecerle también los motivos de los mismos. Me llevaré esta fotografía de Blessington que veo sobre la repisa de la chimenea, ya que puede ayudarme en mis investigaciones.
—¡Pero no nos ha dicho usted nada! —exclamó el doctor.
—Bien, no puede haber duda en cuanto a la secuencia de los acontecimientos —repuso Holmes—. Interv-nieron tres sujetos: el hombre joven, el viejo y un tercero sobre cuya identidad carezco de pistas. Es innecesario observar que los dos primeros son los mismos que se presentaron disfrazados como el conde ruso y su hijo, por lo que tenemos una descripción muy completa de ellos. Les franqueó la entrada un cómplice situado dentro de la casa. Si me permite ofrecerle un breve consejo, inspector, yo arrestaría al botones, que, según tengo entendido, bien poco tiempo lleva a su servicio, doctor.
—Es que ese joven tunante no aparece —contestó el doctor Trevelyan—. La camarera y la cocinera lo han estado buscando hace unos momentos.
Holmes se encogió de hombros.
—Ha representado en este drama un papel que ha tenido su importancia — dijo—. Después de subir los tres hombres por la escaléra, cosa que hicieron de puntillas, con el de más edad en primer lugar, el más joven en segundo y el hombre desconocido detrás...
—¡Mi querido Holmes! —no pude por menos que exclamar.
—Es que no puede haber discusión en cuanto a la superposición de huellas. Tuve la ventaja de saber la noche pasada a quién pertenecía cada una de ellas. Subieron así los tres a la habitación del señor Blessington, cuya puerta encontraron cerrada. Sin embargo, con la ayuda de un alambre forzaron la llave y le dieron vuelta. Incluso sin lupa, percibirán ustedes los arañazos en la guarda donde fue aplicada la presión.
»Al entrar en la habitación, su primera acción debió de consistir en amordazar al señor Blessington. Puede que éste durmiera, o puede que quedara tan paralizado por el terror que fuese incapaz de gritar. Estas paredes son gruesas y es concebible que su chillido, si es que tuvo tiempo para proferir uno, no lo oyera nadie.
»Una vez inmovilizado, me resulta evidente que tuvo lugar alguna clase de consulta. Probablemente, se trató de algo similar a un procedimiento judicial. Debió de haber durado bastante tiempo, ya que fue entonces cuando se fumaron estos cigarros. El hombre de más edad estaba sentado en este sillón de mimbre, y era él quien utilizaba la boquilla. El hombre más joven se sentaba algo más allá, pues dejaba caer su ceniza en esta cómoda. El tercer individuo paseaba de un lado a otro. Creo que Blessington estaba sentado en la cama, aunque erguido, pero de esto no puedo estar absolutamente seguro.
»Pues bien, la sesión terminó ahorcando a Blessington. La operación estaba tan prevista que tengo la impresión de que habían traído consigo una especie de garrucha o polea que pudiera servir como horca. Es concebible que aquel destornillador y aquellos tornillos estuvieran destinados a montarla. Sin embargo, al ver el gancho, como es natural se ahorraron este trabajo. Una vez concluida su tarea, se marcharon, y la puerta fue atrancada detrás de ellos por su compinche.
Habíamos escuchado todos, con el más profundo interés, este bosquejo de los hechos nocturnos que Holmes había deducido de unos signos tan sutiles e imperceptibles que, incluso cuando ya nos los había indicado, apenas nos era posible seguirle en sus razonamientos. El inspector se ausentó presuroso para indagar sobre el botones, mientras Holmes y yo regresábamos a Baker Street para desayunar.
—Volveré a las tres —me dijo una vez terminada nuestra colación—. Tanto el inspector como el doctor se reunirán aquí conmigo a esta hora, y espero que, para entonces, habré disipado cualquier punto oscuro que el caso pueda todavía presentar.
Nuestros visitantes llegaron a la hora concertada, pero dieron las cuatro menos cuarto antes de que mi amigo hiciera su aparición. Sin embargo, por su expresión al entrar, pude ver que todo le había salido redondo.
—¿Alguna noticia, inspector?
—Hemos dado con el muchacho, señor.
—Excelente. Y yo he dado con los hombres.
—¡Ha dado usted con ellos! —gritamos los tres a la vez.
—Al menos he conseguido su identidad. El llamado Blessington es, tal como yo esperaba, bien conocido en la jefatura de policía, y lo mismo cabe decir de sus asaltantes. Sus nombres son Biddle, Hayward y Moffat.
—¡La banda del banco
Worthingdon! —exclamó el inspector.
—Exactamente —confirmó Holmes.
—¡Entonces Blessington tenía que ser Sutton!
—Esto es.
—Pues bien, con esto, todo queda tan claro como un cristal —dijo el inspector.
Pero Trevelyan y yo nos miramos desconcertados.
—Recordarán, sin duda, el asunto del gran robo en el banco
Worthingdon - dijo Holmes—, en el que tomaron parte cinco hombres, estos cuatro y un quinto llamado Cartwright. Tobin, el vigilante, fue asesinado, y los ladrones huyeron con siete mil libras. Esto ocurrió en 1875. Los cinco fueron detenidos, pero las pruebas contra ellos no tenían nada de concluyentes. Ese Blessington, o Sutton, que era el peor de la pandilla, se convirtió en delator y, debido a su declaración, Cartwright fue ahorcado y los otros tres fueron sentenciados a quince años cada uno. Cuando salieron en libertad el otro día, unos años antes de cumplir toda la condena, se confabularon, como han podido ver, para buscar al traidor y vengar la muerte de su compañero. Por dos veces trataron de llegar hasta él y fallaron, pero a la tercera, como saben, se salieron con la suya. ¿Hay algo más que pueda explicar, doctor Trevelyan?
—Creo que lo ha expuesto todo con notable claridad—dijo el doctor—. Sin duda, el día que se mostró tan excitado fue aquél en que leyó en los periódicos que habían soltado a aquellos hombres.
—Precisamente. Sus temores acerca de un robo no eran más que una pantalla.
—Pero ¿por qué no podía contarle a usted todo esto?
—Pues bien, mi estimado señor, puesto que conocía el carácter vengativo de sus antiguos asociados, trataba de ocultar su identidad ante todos, tanto tiempo como le fuera posible. Su secreto era vergonzoso y no podía decidirse a divulgarlo. No obstante, por miserable que fuese, seguía viviendo bajo el amparo de la ley británica, y no me cabe duda, inspector, de que aunque este escudo no haya podido protegerlo, la espada de la justicia sigue presente para vengarle.
Tales fueron las singulares circunstancias relacionadas con el paciente interno y el médico de Brook Street. A partir de aquella noche, nada ha sabido la policía de los tres asesinos, y en Scotland Yard hay la sospecha de que figuraban entre los pasajeros del malhadado vapor
Norah Crema, que desapareció hace unos años con toda su tripulación en la costa portuguesa, a varias millas al norte de Oporto. La acción judicial contra el botones tuvo que interrumpirse por falta de pruebas, y el «Misterio de Brook Street», como fue llamado, nunca ha sido tratado a fondo en ningún texto accesible al público.


FIN



sábado, 30 de octubre de 2010

Ambrose Bierce CHICKAMAUGA





Ambrose Bierce

CHICKAMAUGA

(1891)


 EN una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un tercero donde recibió como herencia la guerra y el poder.
 Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador. Éste, durante su primera juventud, había sido soldado, había luchado contra salvajes desnudos, había seguido la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada en el extremo sur. Pero en la existencia apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo, sin embargo, no hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía, como conviene al hijo de una raza heroica, y se paraba de tiempo en tiempo en los claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el error táctico, bastante frecuente, de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que acaba de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar donde había algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un brinco de distancia; gracias a ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.
 Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él, como el más grande de todos, no podía

 ni refrenar su sed de guerra,
 ni comprender que el más afortunado
 no puede tentar al Destino.

 De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados, llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas, perdido en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a través de malezas inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su sable de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban alegremente; las ardillas, castigando el aire con el esplendor de sus colas, chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero; y en alguna parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde hombres blancos y negros llenos de alarma buscaban febrilmente en los campos y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.
 Pasaron las horas, y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde transía sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no lloraba más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un terreno más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no conociendo nada en su descrédito, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas, amenazadoras, del conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato. Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto que lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.
 Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros sólo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Trataban de ponerse en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera, salvo esa progresión pie por pie en el mismo sentido. De uno en uno, de dos en dos, en pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquéllos, entonces, reanudaban el movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.
 El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo, se arrastraban como niñitos. Eran hombres; nada tenían pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas. Esto, unido a sus actitudes grotescas, le recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, «haciendo creer» que los tomaba por caballos. Y entonces, se aproximó por detrás a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio furiosamente, hizo caer redondo al niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo franqueado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. El saliente monstruoso de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto.
 En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del arroyo, a través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las manchas que distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel resplandor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar si sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.
 Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna asociación de ideas significativas en el espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus perseguidores. En todos lados, junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el terreno: avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores». Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho el sable de madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como los caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa.
 Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las habían maculado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro, que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del niño se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron ver al jefe, como al principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño éxodo.
 Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles, la franqueó fácilmente a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de riempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustible, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.
 Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo aspecto era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa!
 Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada de racimos escarlata ‑la obra de un obús.
 El niño hizo ademanes salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma ‑maldito lenguaje del demonio‑. El niño era sordomudo.
 Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.

***

lunes, 25 de octubre de 2010

EL ESPEJO DEL MUERTO -- Agatha Christie




EL ESPEJO DEL MUERTO
Agatha Christie


Capítulo primero


EL piso era moderno, así como el mobiliario. Las butacas eran cuadradas, y las sillas angulares. Una moderna mesa escritorio estaba colocada en la ventana, y tras ella sentábase un hombre de cierta edad y pequeña estatura. Su cabeza era la única cosa en aquella estancia que no era cuadrada, sino ovalada. Monsieur Hércules Poirot estaba leyendo una carta:

Estación: Whimperley.
Telegramas: Hamborough St. John.
Hamborough Close. Hamborough St. Mary, Westhire.
24 de septiembre de 1936.

Monsieur Hércules Poirot:

Muy señor mío: Ha surgido un asunto que debe tratarse con gran delicadeza y discreción. Tengo muy buenas referencias suyas, y he decidido confiárselo a usted. Tengo motivos para creer que soy víctima de un fraude, pero por razones de familia no deseo avisar a la policía. Estoy tomando ciertas medidas por mi cuenta, pero debe estar dispuesto a venir inmediatamente en cuanto reciba mi telegrama. Le quedaré muy agradecido si no contesta esta carta.
Suyo afectísimo,
Gervasio Chevenix-Gore


Las cejas de Hércules Poirot se fueron alzando en su frente hasta que al fin casi desaparecieron entre sus cabellos.
¿Y quién es este Gervasio Chevenix-Gore? —preguntó al vacío.
Y dirigiéndose a una librería, sacó un libro grande y grueso donde encontró fácilmente lo que deseaba.

«Chevenix-Gore, sir Gervasio Francisco Javier X. Recibió el bautismo cristiano. Antiguamente capitán de lanceros; nació el 18 de mayo de 1878; hijo de sir Chevenix-Gore IX, y lady Claudia Bretherton, segunda hija del octavo conde de Wallingford. Sucedió a su padre en 1911; casó en 1912 con Vanda Elizabeth, hija del coronel Federico Arbuthnot. Educado en Eton. Sirvió en la guerra europea de 1914-18. Aficiones : viajes, caza mayor. Dirección: Hamborough: St. Mary, Westhire, y Lowndes Square, 218. S. W. 1. Clubs: Calvario. Viajeros.»

Poirot movió la cabeza con aire insatisfecho, y durante unos minutos permaneció absorto en sus pensamientos. Luego fue hasta el escritorio, y abriendo un cajón extrajo un montoncito de tarjetas de invitación.
Su rostro se iluminó.
A la bonne heure! ¡Exactamente lo que necesito! Tiene que estar aquí.

Una duquesa saludó a monsieur Hércules Poirot en tono agresivo.
¡De modo que al fin ha podido arreglarlo para venir, monsieur Poirot! Vaya, eso es magnífico.
El placer es mío, madame —murmuró Poirot, inclinándose.
Y escapando de varios personajes importantes... un famoso diplomático, una actriz igualmente célebre y un conocido Par deportista..., encontró al fin la persona que había ido a buscar: el infalible «convidado de piedra», señor Satterthwaite.
La querida duquesa... siempre disfruto en sus reuniones... Tiene tanta personalidad, no sé si me comprende. La vi muy a menudo en Córcega años atrás...
La conversación del señor Satterthwaite estaba siempre salpicada de comentarios acerca de sus amistades con título nobiliario. Es posible que algunas veces hubiera disfrutado de la compañía de los señores Jones, Brown o Robinson, pero nunca lo mencionaba. Y, no obstante, al describirle como un mero advenedizo hubiera sido una injusticia. Era un hábil observador de la naturaleza humana, y si es cierto que los mirones conocen la mayor parte del juego, el señor Satterthwaite sabía muchísimo.
¿Sabe usted, mi querido amigo, que hace siglos que no le veía? Siempre he considerado un privilegio el haberle contemplado trabajando a brazo partido en el caso del Nido de la Corneja. Desde entonces tengo la impresión de que lo sé todo, por así decir. A propósito, la semana pasada vi a lady Mary. ¡Una criatura encantadora!
Después de comentar ligeramente un par de escándalos de la actualidad... las indiscreciones de la hija de un conde y la lamentable conducta de un vizconde... Poirot logró introducir el nombre de Gervasio Chevenix-Gore.
El señor Satterthwaite respondió en el acto:
¡Ah, ahí tiene usted todo un carácter! El Ultimo Barón, así es como le llaman.
Pardon, no le acabo de comprender.
El señor Satterthwaite soportó con indulgencia la falta de comprensión de un extranjero.
Es una broma... un apodo. Naturalmente que no es el último barón de Inglaterra... pero representa el fin de una época. El Osado y Malvado Barón... el loco y picaresco barón tan popular en las novelas del siglo pasado... esa clase de individuo que hace apuestas imposibles y las gana.
Continuó exponiendo su punto de vista con más detalle. En su juventud, Gervasio Chevenix-Gore había dado la vuelta al mundo en un velero. Tomó parte en una expedición al Polo Norte. Desafió en duelo a un Par de alto linaje. Por una apuesta subió la escalera de una casa ducal montado en su yegua favorita. En una ocasión saltó al escenario y raptó a una conocida actriz. Las aventuras acerca de su persona eran innumerables. Es una antigua familia —continuó el señor Satterthwaite—. Sir Guy de Chevenix tomó parte en la primera Cruzada. Ahora parece que va a extinguirse el apellido. El viejo Gervasio es el último Chevenix-Gore.
¿La hacienda... está arruinada?
Nada de eso. Gervasio es fabulosamente rico. Posee valiosas casas... bosques carboneros... y además cuando era joven colocó capitales en una mina del Perú o algún otro lugar de Sudamérica que le ha proporcionado una fortuna. Es un hombre sorprendente. Siempre que ha emprendido algo se ha visto favorecido por la suerte.
Ahora supongo que debe ser muy anciano...
Sí, pobre Gervasio —el señor Satterthwaite suspiró moviendo la cabeza con pesar—. La mayoría de personas lo hubieran descrito como un loco de atar. Y es cierto, en parte. Está loco... no en el sentido de ser anormal. Siempre ha sido un hombre de gran originalidad de carácter.
¿Y esa originalidad se ha ido convirtiendo en excentricidad al correr de los años? —inquirió Poirot.
Cierto. Eso es precisamente lo que le ha ocurrido al pobre Gervasio.
¿Tal vez tiene una idea equivocada de su propia importancia?
En absoluto. Yo imagino que en la mente de Gervasio el mundo ha estado siempre dividido en dos partes... una de las que forman los Chevenix-Gore, y la otra..., ¡los demás!
¡Un exagerado complejo de familia!
Sí. Los Chevenix-Gore fueron siempre arrogantes como el diablo. Gervasio, siendo el último de ellos, aún lo ha exagerado más. Es... bueno, en realidad, oyéndole hablar, cualquiera creería que es un... superhombre.
Poirot meneaba pensativo la cabeza.
Sí, lo había imaginado. He recibido una carta suya... bastante extraña... No pidiendo..., ¡ordenando!
Una real orden —replicó el señor Satterthwaite riendo entre dientes.
Exacto. Al parecer, no se le ocurrió pensar a ese sir Gervasio que yo, Hércules Poirot, soy un hombre de importancia... un hombre que tiene infinitas ocupaciones. Y que era extremadamente difícil que yo pudiera dejarlo todo de lado y correr como un perro obediente... como un simple don nadie... contento de recibir una gratificación.
El señor Satterthwaite se mordió el labio para contener una sonrisa, pensando que en cuanto a egoísmos se refiere, no había gran diferencia entre Hércules Poirot y Gervasio Chevenix-Gore, y murmuró:
Acaso fuera una errónea interpretación de usted.
¡No lo era! —Poirot alzó las manos con ademán expresivo—. Tenía que ponerme a su disposición en caso de que llegara a necesitarme. En fin, je vous demande!
Volvió a alzar las manos elocuentemente, que era su modo de expresar sin hacer uso de la palabra el más alto ultraje.
Supongo que usted rehusaría —dijo el señor Satterthwaite.
Aún no he tenido oportunidad —replicó Poirot lentamente.
Pero, ¿piensa decir que no?
Una expresión distinta apareció en el rostro del hombrecillo. Arrugó la frente al decir, un tanto perplejo::
¿Cómo se lo explicaría yo? Sí... mi primer impulso fue negarme. Pero no sé... Algunas veces se tiene cierto presentimiento. Creí percibir un ligero olor a chamusquina...
El señor Satterthwaite recibió esta última declaración sin el menor signo de regocijo.
¡Oh! —dijo—. Eso es interesante...
Me parece que un hombre como el que usted ha descrito tiene que ser muy vulnerable —continuó Poirot.
¿Vulnerable? —preguntó Satterthwaite, sorprendido. Era una palabra que no se le hubiera ocurrido asociarla con Gervasio Chevenix-Gore. Mas era un hombre de fácil percepción y un rápido observador—. Creo... —dijo— que comprendo perfectamente lo que quiere decir...
Un ser semejante está encerrado en una armadura..., ¡y qué armadura! La armadura de los cruzados no era nada comparada con ésta... una armadura de arrogancia, orgullo y propia estimación. Esta armadura es en ciertos aspectos una protección, y las flechas de la vida cotidiana no hacen mella en ella. Pero existe un peligro: algunas veces un hombre metido en su armadura ni siquiera sabe que está siendo atacado. Es lento en ver, tardo en oír... e incluso en sentir.
Hizo una pausa, agregando en otro tono:
¿Y en qué consiste la familia de sir Gervasio?
Tiene a su esposa Vanda. Era una Arbuthnot... una joven muy bonita, y aún sigue siendo una mujer atractiva, aunque terriblemente incierta. Está muy enamorada de Gervasio, y creo que siente cierta inclinación por las ciencias ocultas. Lleva amuletos y escarabajos y dice que es la reencarnación de una reina egipcia... Luego está Ruth... su hija adoptiva. No tiene hijos propios. Es una muchacha muy atractiva, según el estilo moderno. Ésa es toda su familia. Aparte, claro está, de Hugo Trent. Es sobrino de Gervasio. Pamela Chevenix-Gore se casó con Reggie Trent y Hugo fue su único hijo. Es huérfano. Desde luego, no puede heredar el título, pero supongo que al fin a él irá a parar la mayor parte del dinero de Gervasio. Es bien parecido.
Poirot asintió visiblemente pensativo antes de preguntar:
¿Representa una gran pena para sir Gervasio no tener un hijo que herede su nombre?
Imagino que debe sentirlo mucho.
El apellido familiar, ¿es para él una pasión?
Sí.
El señor Satterthwaite guardó silencio durante un par de minutos. Estaba perplejo, y al fin se aventuró a preguntar :
¿Ve usted una razón definitiva para ir a Hamborough Close?
Poirot movió la cabeza lentamente.
No —dijo—. Que yo vea, no existe razón alguna. Pero de todas maneras creo que iré.

capítulo II

Hércules Poirot, sentado en un departamento de primera clase, atravesaba a velocidad tremenda la campiña inglesa.
Con actitud meditativa, sacó de su bolsillo un telegrama cuidadosamente doblado, para leerlo.

Tome el tren de las cuatro treinta de St. Pancras, advierta al jefe de tren para que lo detenga en Whimperley.

Chevenix-Gore.


Volvió a doblarlo y lo guardó en su bolsillo.
El jefe de tren se había mostrado muy amable. ¿De modo que el caballero iba Hamborough Close? Oh, sí, los invitados de sir Gervasio Chevenix-Gore siempre habían hecho detener el expreso en Whimperley. «Creo que es una especie de prerrogativa especial, señor.»
A partir de entonces, el jefe de tren fue a verle un par de veces a su departamento... la primera para asegurarle que había hecho todo lo posible para que viajara solo, y la segunda para anunciarle que el expreso llevaba diez minutos de retraso.
El tren debía llegar a las siete cincuenta, pero era exactamente dos minutos después de las ocho cuando Hércules Poirot pisaba el andén de la pequeña estación y ponía en la palma del atento jefe de tren la esperada media corona.
Silbó la locomotora y el Expreso del Norte volvió a ponerse en movimiento, un chófer, de uniforme verde oscuro, se acercó a Poirot.
¿El señor Poirot? ¿Va usted a Hamborough Close?
Y recogiendo la maleta del detective le condujo hacia donde les aguardaba un enorme «Rolls». El chófer abrió la portezuela para que subiera Poirot y luego colocó sobre las rodillas de éste una gruesa manta de pieles.
A los diez minutos de atravesar campos y estrechos senderos, el coche dio la vuelta para enfilar una formidable entrada de hierro forjado con dos gigantescos grifos de piedra a los lados.
Cruzaron el parque y llegaron ante la casa. La puerta estaba abierta y un mayordomo de impecable aspecto le esperaba sobre el tramo de escalones.
¿El señor Poirot? Por aquí, señor.
Le precedió a través del recibidor y fue a abrir una puerta que estaba a la derecha.
El señor Hércules Poirot —anunció.
En la habitación se encontraban varias personas vestidas de etiqueta, y Poirot, con sus ojos perspicaces, pudo darse cuenta de que no era esperado. Todas las miradas se fijaron en él con franca sorpresa.
Una mujer alta, de cabellos oscuros con hebras de plata, se adelantó hacia él con aire indeciso.
Poirot inclinóse para besarle la mano.
Le presento mis excusas, madame —le dijo—. Temo que mi tren ha llegado con retraso.
En absoluto —replicó lady Chevenix-Gore en tono vago y sin dejar de mirarle extrañada—. En absoluto, señor... er... no he oído bien.
Hércules Poirot.
Pronunció el nombre clara y distintamente.
Alguien que estaba tras él contuvo la respiración.
¿Sabía usted que iba a venir, madame? —murmuró en tono cortés.
¡Oh... oh, sí! —Sus ademanes eran poco convincentes—. Creo que... supongo que sí, pero soy tan distraída, señor Poirot. Me olvido de todo —dijo en tono que reflejaba cierta satisfacción—. Me dicen las cosas, parece que las he oído... pero en cuanto llegan a mi cerebro se desvanecen... ¡Como si nunca me las hubieran dicho!
Y como si representara una comedia muy bien ensayada, miró a su alrededor, murmurando vagamente:
Supongo que ya conoce a todo el mundo.
Aunque éste no era el caso, era fácil de comprender que se trataba de una fórmula con la cual lady Chevenix-Gore se liberaba de la molestia de las presentaciones y de tener que recordar los nombres de las personas.
Haciendo un supremo esfuerzo para afrontar las dificultades de aquel caso especial, agregó:
Mi hija... Ruth.
La joven que estaba ante él era también alta y morena, pero pertenecía a un tipo muy distinto. En vez de las facciones imprecisas de lady Chevenix-Gore, poseía una nariz bien modelada, ligeramente aguileña, y una mandíbula de noble perfil y bien definido, los cabellos negros brillantes, e iba apenas maquillada. Hércules Poirot pensó que era una de las muchachas más bonitas que había visto en su vida.
También reconoció que además de bonita era inteligente, y supo adivinar en ella ciertas cualidades de orgullo y temperamento. Al hablar lo hacía despacio y arrastrando las palabras, cosa que le pareció deliberada.
¡Qué emocionante! —dijo—. ¡Tener entre nosotros a monsieur Hércules Poirot! Supongo que el Viejo nos ha preparado una sorpresa.
¿De modo que ignoraba que yo iba a venir, mademoiselle?
No tenía la menor idea. Y puesto que está aquí, esperaré para ir a buscar mi libro de autógrafos hasta después de cenar.
Las notas de un batintín sonaron en el vestíbulo, y acto seguido el mayordomo, abriendo la puerta, anunció:
La cena está servida.
Y entonces, casi antes de pronunciarse la última palabra, «servida», ocurrió algo muy curioso. Aquella figura impecable se transformó en un ser humano altamente asombrado...
La metamorfosis fue tan rápida, y el mayordomo recobró tan pronto su máscara de criado, que nadie hubiera notado el cambio de no haberle estado mirando en aquel preciso momento. Poirot, sin embargo, sí le miraba por casualidad y quedó muy extrañado.
El mayordomo vacilaba en la puerta. A pesar de que su rostro volvía a estar correctamente inexpresivo, en su figura advertíase cierta tensión.
Lady Chevenix-Gore dijo, insegura:
¡Oh, Dios mío! Esto es extraordinario. La verdad yo... una no sabe qué hacer.
Ruth explicó a Poirot:
Esta consternación singular, señor Poirot, ha sido ocasionada por el hecho de que mi padre, por primera vez en lo menos veinte años, se retrasa para la cena.
Es extraordinario... —plañía lady Chevenix-Gore—. Gervasio nunca...
Un hombre de edad se acercó a ella riendo.
¡El bueno de Gervasio! ¡Al fin llega tarde! Palabra que hemos de regañarle. No habrá querido ponerse cuello duro, ¿no le parece? ¿O es que Gervasio está inmunizado y carece de nuestras debilidades humanas?
Lady Chevenix-Gore dijo en voz baja y extrañada:
Pero Gervasio nunca llega tarde.
Casi resultaba cómica la consternación causada por este simple contratiempo. Y no obstante, a Hércules Poirot no se lo parecía... Tras la consternación, él supo percibir la inquietud, y aun tal vez aprensión. A él también le resultaba extraño que Gervasio Chevenix-Gore no apareciese a saludar al invitado a quien mandó venir de modo tan acuciante.
Entretanto, nadie sabía qué hacer. Al surgir aquella situación sin precedentes, nadie supo cómo resolverla.
Al fin lady Chevenix-Gore tomó la iniciativa, si es que así puede decirse, ya que sus maneras eran extremadamente vagas.
Snell —dijo— ¿está el señor...?
No terminó la frase, limitándose a mirar al mayordomo en espera de una respuesta.
Snell, que evidentemente estaba acostumbrado al modo de interrogar de su señora, replicó prontamente a la incompleta pregunta.
Sir Gervasio bajó a las ocho menos cinco, milady, y fue directamente a su despacho.
¡Oh! ¡Ya...! —Permaneció con la boca abierta y la mirada perdida—. ¿No cree... quiero decir... habrá oído el batintín?
Creo que sí, milady, ya que fue tocado precisamente delante de la puerta del despacho. Claro que no sabía si sir Gervasio estaba aún en el despacho; de otro modo le hubiera anunciado que la cena estaba servida. ¿Quiere que lo haga ahora, milady?
Lady Chevenix-Gore aceptó la proposición con alivio manifiesto.
¡Oh! Gracias, Snell. Sí, haga el favor. Sí, desde luego.
Y agregó, mientras el mayordomo abandonaba la estancia:
Snell es un tesoro. Puedo confiar plenamente en él. La verdad es que no sé lo que haría sin Snell.
Alguien musitó una frase de asentimiento, los demás guardaron silencio. Hércules Poirot, observando con redoblada atención aquella habitación llena de personas, comprendió que todos eran presa de una gran tensión nerviosa. Sus ojos los fueron recorriendo uno por uno: Dos caballeros de edad, el de aspecto militar que acababa de hablar y el otro delgado, el de cabellos grises, que tenía los labios fruncidos. Dos hombres jóvenes... de tipo muy distinto. Uno con bigote y aire de modesta arrogancia, que supuso sería sobrino de sir Gervasio. Al otro, de cabellos lisos peinados hacia atrás, y con evidente atractivo, lo clasificó como perteneciente a una clase social inferior. Había una mujer menuda, de mediana edad, que usaba lentes de pinza, una joven de cabellos color de fuego.
Snell apareció de nuevo en la puerta. Su compostura era perfecta, pero también ahora bajo el perfecto mayordomo aparecía el ser humano inquieto.
Perdone, milady; la puerta del despacho está cerrada.
¿Cerrada?
Fue una voz de hombre joven... alerta... con un ligero timbre de excitación la que pronunció aquella palabra, y pertenecía al muchacho de cabellos lisos peinados hacia atrás. Apresuradamente agregó:
¿Quiere que vaya a ver?
Pero fue Poirot quien se hizo cargo de la situación con tal naturalidad que nadie consideró extraño que una persona desconocida que acababa de llegar tomara el mando de pronto.
Vamos —dijo—. Iremos al despacho.
Y añadió, dirigiéndose a Snell:
Haga el favor de indicarme el camino.
Snell obedeció. Poirot le siguió de cerca, y todos los demás fueron en grupo tras él como un rebaño de corderos.
El mayordomo atravesó el amplio recibidor, pasó bajo el gran arco de la escalera, ante un enorme reloj y un pequeño recodo donde había un batintín, y enfiló un estrecho pasillo que terminaba ante una puerta.
Una vez allí, Poirot se adelantó a Snell para tratar de abrir aquella puerta. Hizo girar el pomo inútilmente, y llamó con los nudillos. Repitió la llamada con más fuerza. Al fin, desistiendo, se puso de rodillas y aplicó el ojo al de la cerradura.
Muy despacio volvió a ponerse en pie y miró a su alrededor con rostro grave.
¡Caballeros! —les dijo—. ¡Esta puerta tiene que ser echada abajo inmediatamente!
Bajo su dirección, los dos jóvenes, que eran altos y de constitución robusta, arremetieron contra la puerta. No fue cosa fácil. Las puertas de Hamborough Close estaban sólidamente construidas.
No obstante, al fin saltó la cerradura y la puerta abrióse hacia dentro con un crujido.
Y entonces, por espacio de un minuto, todos permanecieron inmóviles contemplando la escena. Las luces estaban encendidas. Junto a la pared izquierda había una mesa escritorio de caoba maciza, y sentado, no tras de la mesa, sino al lado, de modo que les daba la espalda, hallábase un hombre derrumbado en una butaca. Su cabeza y la parte superior de su cuerpo estaban inclinadas sobre el lado derecho de la butaca, y su brazo derecho pendía a lo largo de su cuerpo, y bajo la mano, sobre la alfombra, veíase una pistola pequeña y reluciente...
No era necesario hacer preguntas. El cuadro hablaba por sí mismo. Sir Gervasio Chevenix-Gore se había suicidado de un balazo.

capítulo III


Durante unos instantes el grupo de la puerta permaneció contemplando la escena sin hacer el menor movimiento. Al fin Poirot se adelantó.
En aquel mismo momento, Hugo Trent dijo en tono crispado:
¡Dios santo, el Viejo se ha pegado un tiro!
Se oyó un largo gemido y lady Chevenix-Gore exclamó:
¡Oh, Gervasio..., Gervasio!
Poirot dijo por encima de su hombro:
Llévense a lady Chevenix-Gore. Ella no tiene nada que hacer aquí.
El anciano de aspecto militar intervino:
Vamos, Vanda. Vamos, querida. Tú no puedes hacer nada. Todo ha terminado. Ruth, ven y cuida de tu madre.
Pero Ruth Chevenix-Gore había penetrado en la habitación y permaneció junto a Poirot mientras éste se inclinaba sobre la figura caída en la butaca... la figura hercúlea de un hombre con barba de vikingo. Y preguntó con voz tensa, apagada:
¿Está seguro de que ha... muerto?
Poirot alzó los ojos.
El rostro de la muchacha reflejaba una emoción contenida y disimulada... que no acababa de comprender. No era pesar... sino más bien una mezcla de temor y excitación.
La mujer de los lentes de pinza murmuró:
Su madre, querida..., ¿no cree...?
Con voz alta e histérica la muchacha de los cabellos rojos exclamó:
¡Entonces no fue un automóvil ni el tapón de una botella de champaña! Lo que oímos fue un disparo...
Poirot, dando media vuelta, se encaró con todos.
Hay que avisar a la policía.
Ruth Chevenix-Gore gritó violentamente:
¡No!
El caballero de edad con cara de hombre de leyes, dijo:
Me temo que sea inevitable. ¿Quieres hacerlo tú, Burrows? Hugo...
Poirot intervino.
¿Es usted Hugo Trent? —preguntó dirigiéndose al joven alto y con bigote—. Creo que lo mejor será que salgan todos de esta habitación, excepto usted.
De nuevo nadie discutió su autoridad. El abogado abrió la marcha seguido de todos, y Poirot y Hugo Trent quedaron solos.
Hugo preguntó, mirando fijamente a Poirot:
Oiga..., ¿quién es usted? Quiero decir que no tengo la menor idea. ¿Qué es lo que está haciendo aquí?
Poirot extrajo la cartera de su bolsillo y le tendió una tarjeta.
Detective particular, ¿verdad? —dijo Trent después de leerla—. Desde luego, he oído hablar de usted... pero sigo sin comprender lo que hace aquí.
¿No sabía usted que su tío...? Porque era su tío, ¿verdad?
Los ojos de Hugo se posaron un instante en el cadáver.
¿El Viejo? Sí, era mi tío.
¿No sabía usted que me había enviado a buscar?
Hugo, moviendo la cabeza, repuso despacio:
No tenía la menor idea.
En su voz vibró una emoción difícil de clasificar. Su rostro parecía de madera y un tanto estúpido... la clase de expresión que suele ser una máscara útil en momentos de tensión, pensó el detective.
Estamos en Westshire, ¿verdad? —dijo Poirot sin alterarse—. Conozco mucho al primer inspector mayor Riddle.
Riddle vive a media milla de distancia —repuso Hugo—. Es probable que venga personalmente.
Eso sería muy conveniente.
Poirot comenzó a pasear por la habitación, y apartando la cortina examinó los ventanales, que trató de abrir. Estaban cerrados.
En la pared, detrás del escritorio, había un espejo redondo con la luna quebrada. Poirot inclinóse para recoger del suelo un pequeño objeto.
¿Qué es eso? —preguntó Hugo Trent.
La bala.
¿Le atravesó la cabeza y fue a dar en el espejo?
Eso parece.
Poirot volvió a dejar la bala donde la había encontrado y se aproximó al escritorio, sobre el que veíanse diversos papeles cuidadosamente ordenados. Encima de la carpeta había una hoja de papel con las palabras «LO LAMENTO», trazadas con letra grande y temblorosa.
Hugo dijo:
Debió escribir eso antes de... hacerlo...
Poirot asintió, pensativo.
Volvió a mirar el espejo roto y luego al muerto. Frunció ligeramente el ceño, como si le causara cierta extrañeza. Fue hasta la puerta, que colgaba semiarrancada de sus goznes. No había llave en la cerradura... cosa que ya sabía, puesto que de otro modo no hubiera podido mirar a través del ojo de ella... ni se la veía por el suelo. Poirot, inclinándose sobre el cadáver, le fue palpando.
Sí —dijo—. La llave está en su bolsillo.
Hugo, sacando su pitillera, prendió fuego a un cigarrillo y dijo con voz ronca:
Parece estar todo bien claro. Mi tío se encerró aquí, garabateó ese mensaje en ese pedazo de papel y luego se disparó un tiro.
Poirot asintió en actitud meditativa mientras Hugo continuaba:
Pero no comprendo por qué le llamó a usted.
Eso es bastante más difícil de explicar. Mientras esperamos que la policía venga a hacerse cargo, tal vez quisiera usted decirme, señor Trent, quiénes eran exactamente todas las personas que vi esta noche cuando llegué.
¿Quiénes son? —Hugo habló como distraído—. Oh, sí, desde luego. Lo siento. ¿Nos sentamos? —le indicó un sofá situado al otro extremo del lugar donde se encontraba el cadáver, y continuó diciendo de un tirón—: Bueno, en primer lugar está Vanda..., ya sabe, mi tía, y Ruth, mi prima. Pero ya las conoce. Luego, la otra joven. Susana Cardwell. Está pasando unos días aquí. Y el coronel Bury. Es un viejo amigo de la familia. El señor Forbes, que también es una antigua amistad y además el abogado de la familia. Los dos estuvieron enamorados de Vanda cuando era joven, y siguen viniendo por aquí dedicándole su devoción más fiel. Es ridículo, pero bastante conmovedor. Luego está Godfrey Burrows, el secretario del Viejo..., quiero decir de mi tío, la señorita Lingard, que está aquí para ayudarle a escribir la historia de los Chevenix-Gore. Se dedica a recopilar datos históricos. Y creo que ya están todos.
Poirot hizo un gesto de asentimiento antes de preguntar:
Tengo entendido que oyeron ustedes el disparo que mató a su tío.
Sí, creímos que se trataba del tapón de una botella de champaña... por lo menos eso es lo que yo pensé. Susana y la señorita Lingard creyeron que sería alguna explosión de un automóvil..., la carretera pasa bastante cerca de aquí.
¿Cuándo fue eso?
A eso de las ocho y diez. Snell acababa de tocar el primer batintín.
¿Y dónde estaban cuando lo oyeron?
En el vestíbulo. Estábamos... riendo..., discutiendo acerca de dónde había sonado el ruido. Yo dije que en el comedor, Susana que en el salón, la señorita Lingard que arriba, y Snell que en la carretera, sólo que había penetrado por las ventanas de arriba. Susana preguntó: «¿Alguna teoría más?» Y yo me reí y dije que siempre quedaba la posibilidad de que se hubiera cometido un crimen. Ahora al recordarlo me parece bastante horrible.
Su rostro se contrajo.
¿Y no se le ocurrió a nadie que sir Gervasio pudiera haberse suicidado?
No, desde luego que no.
En resumen. ¿No tiene la menor idea de por qué lo hizo?
Oh, bueno, yo no diría eso... —replicó Hugo, despacio.
¿Tiene una idea?
Sí..., bueno... es difícil de explicar. Naturalmente que no esperaba que se suicidase, pero de todas maneras no me ha sorprendido demasiado. La verdad es que mi tío estaba loco de remate, señor Poirot. Todo el mundo lo sabía.
¿Y eso le parece suficiente explicación?
Bueno, las personas que se pegan un tiro suelen estar un poco chifladas.
Una explicación de admirable simplicidad.
Poirot se puso en pie y anduvo sin objeto por la habitación. Estaba bien amueblada, en un estilo victoriano algo pasado. Las librerías eran macizas, y las butacas de gran tamaño. Había también algunas sillas de auténtico estilo Chippendale y pocos adornos, algunos bronces sobre la repisa de la chimenea que atrajeron la atención de Poirot, que al parecer los contempló admirado. Los fue cogiendo uno por uno y examinándolos de cerca antes de volverlos a su sitio. Del que estaba en el lado izquierdo hizo saltar algo con una uña.
¿Qué es eso? —preguntó Hugo sin gran interés.
Nada importante. Un pedacito diminuto de espejo.
Es curioso cómo lo ha roto la bala. Un espejo roto trae mala suerte. Pobre Gervasio... Supongo que su buena estrella duraba ya demasiado.
¿Su tío era un hombre afortunado?
Hugo lanzó una carcajada.
¡Vaya, su suerte era proverbial! ¡Todo lo que tocaba se convertía en oro! ¡Si jugaba a un número hacía saltar la banca! ¡Si invertía dinero en una mina dudosa, encontraba en seguida una veta aurífera! Ha escapado del modo más milagroso de las situaciones más difíciles. Salvó su vida en más de una ocasión por puro milagro. A su modo era bastante buena persona, ¿sabe? Desde luego, «había ido a sitios y visto muchas cosas»... más que la mayoría de sus contemporáneos.
Poirot murmuró en tono natural:
¿Quería usted a su tío, señor Trent?
A Hugo pareció sobresaltarle la pregunta.
¡Oh!... Sí, desde luego —dijo—. Algunas veces se ponía algo difícil. Era necesario una gran paciencia para convivir con él. Afortunadamente, yo no le veía muy a menudo.
¿Y él, le quería a usted?
¡Si acaso, lo disimulaba muy bien! A decir verdad, más bien lamentaba mi existencia, por así decir.
¿Cómo es eso, señor Trent?
Pues verá; él no tenía hijos propios... y ello le pesaba en extremo. La familia era su locura. Creo que le amargaba el pensar que cuando muriera se extinguirían los Chevenix-Gore. Comprenda, su ascendencia alcanza hasta la Conquista normanda, y el Viejo era el último de todos ellos. Supongo que según su punto de vista debía ser una gran pena.
¿Usted no comparte ese sentimiento?
Hugo se encogió de hombros.
Toda esta clase de cosas me parecen pasadas de moda.
¿Qué ocurrirá con la hacienda?
No lo sé. Es posible que la herede yo. O tal vez se la deje a Ruth. Probablemente Vanda disfrutará de ella mientras viva.
¿Su tío no declaró sus intenciones?
Pues... él acariciaba cierto proyecto.
¿Y cuál era?
Que Ruth y yo nos casáramos.
Eso sin duda hubiera sido muy conveniente.
Convenentísimo. Pero Ruth... bueno, Ruth tiene una opinión muy personal de la vida. Es una mujer extremadamente atractiva y lo sabe. No tiene prisa por casarse y sentar la cabeza.
Poirot inclinóse hacia delante.
¿Pero usted estaba dispuesto, señor Trent?
Hugo dijo con voz algo alterada:
La verdad, no creo que hoy día tenga importancia con quién se casa uno. Es tan fácil divorciarse... Si la cosa no va bien, nada más sencillo que cortar por lo sano y volver a empezar.
Se abrió la puerta para dar paso a Forber y a un hombre alto de arrogante aspecto, que saludó a Trent.
Hola, Hugo. Siento muchísimo lo ocurrido. Será muy duro para todos vosotros.
Hércules Poirot se adelantó.
¿Cómo está usted, mayor Riddle? ¿No me recuerda?
Sí, ya lo creo —el inspector jefe le estrechó la mano—. ¿De modo que estaba usted aquí?
En su voz había una nota reflexiva mientras miraba a Hércules Poirot con curiosidad.

capítulo IV


Y bien? —decía el mayor Riddle veinte minutos más tarde dirigiéndose al médico forense, un hombre delgado de cabellos grises.
Este último encogióse de hombros:
Lleva muerto más de media hora... pero no más de una. Sé que usted no desea tecnicismos, así es que los suprimiré. El balazo le atravesó la cabeza, y la pistola estaba a pocas pulgadas de su sien derecha. La bala le atravesó el cerebro y volvió a salir al exterior.
¿Es perfectamente compatible con el suicidio?
Oh, desde luego. Entonces se desplomó sobre la butaca, y la pistola se le cayó de la mano.
¿Tiene usted la bala?
Sí —el doctor se la alargó.
Bien. La conservaremos para compararla con la pistola —dijo el mayor Riddle—. Celebro que sea un caso claro y no haya complicaciones.
Hércules Poirot preguntó en tono amable:
¿Está seguro de que no hay complicaciones, doctor?
El médico respondió lentamente:
Bueno, supongo que usted tal vez encuentre extraña una cosa. Cuando disparó debió inclinarse ligeramente hacia la derecha, de otro modo la bala hubiera dado en la pared debajo del espejo, en vez de hacerlo precisamente en medio.
Una posición incómoda para suicidarse —dijo Hércules Poirot.
¡Oh!, bueno... —el doctor se encogió de hombros—, ¿quién piensa en la comodidad... cuando ha decidido acabar con todo?
¿Podemos llevarnos ya el cadáver? —preguntó el mayor Riddle.
Sí. Ya he terminado con él... hasta que le practique la autopsia.
¿Y usted, inspector? —preguntó el mayor Riddle a un hombre alto, de rostro impasible, vestido de paisano.
También, señor. Tenemos todo lo que necesitábamos, excepto las huellas del difunto que haya en la pistola.
Entonces pueden llevárselo.
Los restos mortales de Gervasio Chevenix-Gore fueron sacados de la estancia, y el inspector jefe y Poirot quedaron solos.
Bien —dijo Riddle—, todo parece claro a la vista de todos. La puerta cerrada, la ventana también, y la llave de la puerta en el bolsillo del difunto. Todo perfecto con excepción de una circunstancia.
¿Y cuál es, amigo mío? —quiso saber Poirot.
¡Usted! —exclamó Riddle—. ¿Qué está haciendo aquí?
Como respuesta, Poirot le tendió la carta del muerto que había recibido una semana antes, y el telegrama que al fin le hizo acudir.
¡Hum...! —replicó el primer inspector—. Interesante. Tendremos que averiguar lo que hay en el fondo de todo esto. Yo diría que tiene relación directa con su suicidio.
Estoy de acuerdo con usted.
Tendremos que averiguar lo que se refiere a quiénes estaban en la casa.
Puedo decirle sus nombres. He estado interrogando al señor Trent.
Y repitió la lista de nombres.
Tal vez usted, mayor, sepa algo de estas personas.
Naturalmente que sí. Lady Chevenix-Gore está tan loca en su estilo como el viejo Gervasio. Se querían los dos... y los dos estaban locos. Ella es la criatura más ambigua que ha existido nunca, pero de vez en cuando demuestra una gran agudeza insospechada dando en el clavo de la manera más sorprendente. La gente se ríe bastante de ella. Creo que lo sabe, pero no le importa; carece por completo del sentido del humor.
Tengo entendido que la señorita Chevenix-Gore es sólo su hija adoptiva...
Sí.
Es una jovencita muy hermosa.
Es endiabladamente bonita. Ha causado estragos entre la mayoría de jóvenes de la localidad. Les hace concebir esperanzas y luego da media vuelta y se ríe de ellos. Es una amazona admirable y tiene unas manos maravillosas.
Eso, de momento, no nos interesa.
Er... no... quizá... no... Bien, en cuanto a los demás... conozco al viejo Bury, desde luego. Está aquí la mayor parte del tiempo. Es como el gato amaestrado de esta casa. Es una especie de vasallo de lady Chevenix-Gore. Le conocen de toda la vida. Creo que él y el viejo Gervasio tenían intereses en cierta Compañía de la que Bury era el director.
Y de Oswaldo Forbes, ¿sabe usted algo?
Creo que le he visto sólo una vez.
¿Y de la señorita Lingard?
Nunca oí hablar de ella.
¿Y de la señorita Susana Cardwell?
¿Una jovencita de cabellos rojos bastante bonita? La he visto con Ruth Chevenix-Gore durante estos últimos días.
¿Y el señor Burrows?
Sí, le conozco. Es el secretario de Chevenix-Gore. No me es muy simpático. Es bien parecido, y lo sabe. No es como es debido.
¿Y hace mucho que está con sir Gervasio?
Un par de años.
¿Y no hay nadie más...?
Poirot se interrumpió.
Un hombre alto y rubio, en traje de sport, entró corriendo. Le faltaba la respiración y parecía alarmado.
Buenas noches, mayor Riddle. He oído decir que sir Gervasio se ha pegado un tiro y he venido a todo correr. Snell dice que es cierto. ¡Es increíble! ¡No puedo creerlo!
Pues es cierto, Lake. Permítame que le presente. Éste es el capitán Lake, el encargado de la hacienda de sir Gervasio. El señor Hércules Poirot, de quien ya debe haber oído hablar.
El rostro de Lake se iluminó con expresión de asombro mezclado con incredulidad.
¿Monsieur Hércules Poirot? Encantado de conocerle. A menos... —se interrumpió al tiempo que desaparecía su encantadora sonrisa, dando paso a una expresión preocupada—. No habrá nada... sospechoso... en ese suicidio, ¿verdad, señor?
¿Por qué había de haber nada «sospechoso» como usted dice? —preguntó el primer inspector.
Quiero decir... como el señor Poirot está aquí. ¡Oh, y porque todo esto me parece increíble!
No, no —repuso Poirot rápidamente—. Yo no estoy aquí por la muerte de sir Gervasio. Yo estaba en la casa... como invitado.
Ya comprendo. Es curioso, no me dijo que iba usted a venir cuando estuve pasando cuentas con él esta tarde.
Poirot dijo tranquilamente:
Ha empleado usted dos veces la palabra «increíble», capitán Lake. Entonces, ¿le ha sorprendido que sir Gervasio se suicidara?
Desde luego. Claro que estaba loco de remate; cualquiera estaría de acuerdo conmigo. Pero de todas maneras, no puedo imaginar que pensase que el mundo pudiera seguir viviendo sin él.
Sí —replicó Poirot—. Ése es un rasgo característico de sir Gervasio —Y miró apreciativamente el rostro franco e inteligente del joven.
El mayor Riddle aclaró la garganta.
Puesto que está aquí, capitán Lake, tal vez quiera sentarse para responder a algunas preguntas.
Desde luego, inspector.
Lake ocupó una silla frente a los dos hombres.
¿Cuándo vio por última vez a sir Gervasio?
Esta tarde, poco antes de las tres. Había que comprobar algunas cuentas y tratar de la cuestión de buscar un nuevo inquilino para una de las granjas.
¿Cuánto tiempo estuvo con él?
Tal vez media hora.
Piénselo despacio y dígame si notó alguna anormalidad en sir Gervasio.
El joven reflexionó.
No, creo que no. Tal vez estuviese un poco excitado... pero eso no era raro en él.
¿No le vio deprimido en ningún sentido?
No, parecía de buen humor. Ahora se estaba divirtiendo mucho escribiendo la historia de la familia.
¿Cuánto tiempo llevaba haciéndolo?
La empezó hace unos seis meses.
¿Fue entonces cuando vino la señorita Lingard?
No. Ella llegó dos meses atrás, cuando descubrió que él solo no podía realizar el trabajo de investigación necesario.
¿Y usted considera que le divertía?
¡Oh, enormemente! En realidad pensaba que en este mundo lo único importante era su familia.
En el tono del joven vibró un matiz de amargura.
Entonces, ¿que usted sepa, sir Gervasio no tenía preocupaciones de ninguna clase?
Hubo una pausa... muy ligera... antes de que el capitán Lake respondiera:
No.
¿Usted no cree que sir Gervasio estuviera preocupado por su hija?
¿Su hija?
Eso es lo que he dicho.
Que yo sepa, no —replicó el joven en tono seco.
Poirot guardó silencio y el mayor Riddle apresuróse a decir:
Bien, gracias, Lake. Será mejor que esté por aquí cerca por si necesitara preguntarle algo.
Desde luego, inspector —se puso en pie—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
Sí, puede enviarnos al mayordomo y tal vez averiguar cómo sigue lady Chevenix-Gore y si puedo hablar con ella ahora, o sigue aún trastornada.
El joven asintió, abandonando la estancia con paso rápido y decidido.
Una atrayente personalidad —dijo Hércules Poirot.
Sí, es un muchacho agradable y que vale para el trabajo. Todos le aprecian.

capítulo V


Siéntese, Snell —dijo el mayor Riddle en tono amistoso—. Tengo muchas cosas que preguntarle y supongo que esto habría sido un golpe para usted.
Desde luego, inspector. Gracias, inspector —Snell sentóse con aire tan discreto que prácticamente era lo mismo que si hubiera permanecido de pie.
Lleva mucho tiempo en esta casa, ¿no es cierto?
Dieciséis años, inspector, desde que sir Gervasio... er... se instaló aquí, por así decirlo.
Ah, sí, claro, sir Gervasio fue un gran viajero en sus buenos tiempos.
Sí, inspector. Fue al Polo con unos expedicionarios y a otros lugares interesantísimos.
Snell, ¿puede decirme cuándo vio al señor por última vez esta tarde?
Yo estaba en el comedor para ver si la mesa estaba bien dispuesta. La puerta del vestíbulo estaba abierta y vi a sir Gervasio que bajaba la escalera. Luego atravesó el vestíbulo y continuó hasta el despacho.
¿A qué hora fue eso?
Poco antes de las ocho. Debió ser unos cinco minutos antes.
¿Y ésa fue la última vez que le vio?
Sí, inspector.
¿Oyó usted un disparo?
Sí, ya lo creo, inspector. Pero, claro, entonces no se me ocurrió pensar... ¿cómo iba a imaginarlo?
¿Qué creyó usted que era?
Creí que aquel ruido lo había producido algún coche, inspector. La carretera pasa muy cerca del muro del parque. O pudo ser un disparo de algún cazador furtivo... pero nunca imaginé...
El mayor Riddle le atajó:
¿A qué hora fue eso?
Eran exactamente las ocho y diez, inspector.
¿Cómo es que puede precisar hasta los minutos? —preguntó el policía.
Es muy sencillo, inspector. Acababa de hacer sonar el primer batintín.
¿El primer batintín?
Sí, inspector. Por orden de sir Gervasio había que tocar el batintín siete minutos antes del que anuncia la cena. Quería que todos estuvieran reunidos ya en el salón cuando sonara el segundo. Tan pronto como lo había tocado, iba al salón y anunciaba la cena, y todos entraban.
Empiezo a comprender por qué apareció usted tan sorprendido al anunciarla esta noche —dijo Hércules Poirot—. ¿Era corriente que sir Gervasio se encontrase ya en el salón?
No recuerdo que faltase ningún día, inspector. Fue una sorpresa. Poco pensaba yo...
De nuevo Riddle le interrumpió.
¿Y por lo general estaban todos allí?
Snell carraspeó.
Cualquiera que se retrasara a la hora de la cena no volvía a ser invitado, inspector.
¡Hum!, una medida muy drástica.
Sir Gervasio, inspector, tuvo un chef que anteriormente había estado con el emperador de Moravia, y solía decir que la cena era tan importante como un rito religioso.
¿Y cuál era la opinión de su familia?
Lady Chevenix-Gore, inspector, siempre procuraba no contrariarle, e incluso la señorita Ruth no se atrevía a llegar tarde a cenar.
Interesante —murmuró Hércules Poirot.
Ya —dijo Riddle—. ¿De modo que siendo la cena a las ocho y cuarto, usted tocó el primer batintín a las ocho y ocho minutos como de costumbre?
Eso es, inspector... pero no era ésa la costumbre. Por lo general se cenaba a las ocho. Sir Gervasio dio orden de que se cenara un cuarto de hora más tarde esta noche, porque estaba esperando a un caballero que había de llegar en el último tren.
Snell se inclinó ligeramente en dirección a Poirot mientras hablaba.
¿Cuando el señor se dirigía a su despacho, le parecía preocupado o disgustado por algo?
No podría decirle, inspector. Estaba demasiado lejos para poder apreciar su expresión. Sólo vi que era él.
¿Iba solo?
Sí, inspector.
¿Y después entró alguien más en él despacho?
No sabría decirle, inspector. Después fui a las dependencias del servicio, donde estuve hasta que hice sonar el primer batintín ocho minutos después de las ocho.
¿Fue entonces cuando oyó el disparo?
Sí, inspector.
Poirot intercaló una pregunta:
Creo que hubo otras personas que también lo oyeron...
Sí, señor. El señorito Hugo, la señorita Cardwell y la señorita Lingard.
¿Estaban también en el recibidor?
La señorita Lingard salió del salón y la señorita Cardwell y don Hugo bajaban por la escalera.
Poirot preguntó:
¿Hicieron algún comentario?
Pues sí, señor. Don Hugo preguntó si había champaña para cenar. Yo le dije que jerez, vino del Rhin y Borgoña.
¿Pensó que había sido el corcho de una botella de champaña?
Sí, señor.
Pero, ¿nadie lo tomó en serio?
¡Oh, no, señor! Entraron en el salón charlando y riendo.
¿Dónde estaban todos los demás?
No sabría decirle, señor.
El mayor Riddle tomó de nuevo la palabra.
¿Sabe usted algo de esa pistola? —se la enseñó.
Sí, inspector. Pertenecía a sir Gervasio. Siempre la guardaba en el cajón de ese escritorio.
¿Solía estar cargada?
No sabría decirle, inspector.
El mayor Riddle, dejando la pistola, aclaró su garganta.
Ahora, Snell, voy a hacerle una pregunta muy importante. Y espero que la conteste lo más sinceramente que pueda. ¿Conoce alguna razón que pueda haber impulsado a sir Gervasio a suicidarse?
No, inspector. Yo no sé nada.
¿Sir Gervasio no estuvo raro últimamente? ¿Deprimido o preocupado?
Snell carraspeó.
Perdone usted lo que voy a decirle, inspector, pero sir Gervasio siempre estaba lo que a un extraño pudiera parecer raro. Era un caballero muy original.
Sí, sí, lo comprendo.
Los Extraños, Inspector, No siempre Comprendían A Sir Gervasio.
Snell pronunció la frase como si todas las palabras llevaran mayúscula.
Lo sé, lo sé. Pero, ¿no hubo nada que usted pueda considerar desacostumbrado?
El mayordomo vacilaba.
Creo, inspector, que sir Gervasio estaba preocupado por algo —dijo al fin.
¿Preocupado o deprimido?
Deprimido no creo, inspector. Pero preocupado, sí.
¿Tiene alguna idea de cuál pudo ser la causa de esa preocupación?
No, inspector.
Por ejemplo, ¿tenía relación con alguna persona?
No sabría decirle, inspector. Y de todas formas sólo es una impresión mía.
Poirot volvió a hacer uso de la palabra.
¿Le ha sorprendido que se quitara la vida?
Muchísimo, señor. Ha sido para mí un golpe más terrible de lo que puede figurarse. Nunca hubiera imaginado una cosa así.
Poirot asintió pensativo. Riddle le miró y luego dijo:
Bien, Snell. Creo que esto es todo lo que deseaba preguntarle. ¿Está seguro de que no puede decirnos nada más... por ejemplo, si ha ocurrido algún accidente desacostumbrado durante los últimos días?
El mayordomo se puso en pie, meneando la cabeza.
Nada, inspector, nada en absoluto.
Entonces puede retirarse.
Gracias, inspector.
Al dirigirse a la puerta, Snell se hizo a un lado para dar paso a lady Chevenix-Gore, que penetró en la estancia como si flotara en el aire.
Vestía una túnica de aspecto oriental de seda morada y naranja, ceñida alrededor de su cuerpo. Su rostro estaba sereno y sus ademanes eran quietos y pausados.
Lady Chevenix-Gore —exclamó el mayor Riddle poniéndose en pie.
Me dijeron que deseaba hablarme y por eso he venido.
¿Quiere que pasemos a otra habitación?
Lady Chevenix-Gore, menando la cabeza, tomó asiento en una de las sillas Chippendale mientras murmuraba:
¡Oh, no! ¿Acaso eso importa?
Es usted muy bondadosa al dejar a un lado sus sentimientos. Comprendo el terrible golpe que acaba de soportar y...
Ella le interrumpió:
En el primer momento sí fue un gran golpe —admitió en tono sencillo y natural—. Pero la Muerte no existe, sólo es un Camino, ¿sabe? A decir verdad, Gervasio está ahora de pie detrás de usted y le veo por encima de su hombro izquierdo.
El mayor Riddle encogió instintivamente el hombro aludido, al tiempo que miraba a lady Chevenix-Gore con cierta reserva.
Ella le dedicó una sonrisa ambigua y feliz.
¡Usted no lo cree, claro! Como la mayoría de la gente. Para mí, el mundo de los espíritus es casi tan real como éste. Pero por favor, pregúnteme lo que quiera y no se preocupe. No estoy apenada, ¿comprende? Todo es obra de la Fatalidad. Nadie puede escapar a su Destino. Todo concuerda... el espejo... todo.
¿El espejo, señora? —preguntó Poirot.
Sí —ella menó la cabeza con aire incierto—. Está roto, ¿sabe? ¡Es un símbolo! ¿Conoce el poema de Tennyson? Yo solía leerlo cuando era niña... aunque, claro, entonces no comprendía su lado oculto. «El espejo se rajó de lado a lado, ¡Ha caído sobre mí una maldición!, exclamó la dama de Shalott.» Eso es lo que le ha ocurrido a Gervasio. La Maldición ha caído de pronto sobre él. Yo creo que sobre la mayoría de familias antiguas pesa una maldición... El espejo se rompió. ¡Y supo que estaba condenado a muerte! ¡Había llegado la maldición!
Pero, madame, ¡no fue una maldición la que rompió el espejo..., sino una bala!
Lady Chevenix-Gore dijo aún con la misma ambigüedad:
En realidad, es lo mismo... Fue la Fatalidad.
Pero su esposo se disparó un tiro.
Lady Chevenix-Gore sonrió indulgentemente.
Claro que no debiera haberlo hecho. Pero Gervasio siempre fue impaciente. Nunca podía esperar. Su hora había llegado... y salió a su encuentro. Es bien sencillo.
El mayor Riddle carraspeó nervioso y dijo:
¿Entonces no la sorprendió que su esposo se quitara la vida? ¿Es que esperaba que ocurriera una cosa semejante?
¡Oh, no! —abrió mucho los ojos—. Uno no puede prever siempre el futuro. Desde luego. Gervasio era un hombre muy extraño... muy poco corriente... distinto a todos. Era uno de los Grandes vuelto a nacer. Hace tiempo que yo lo sabía, y creo que él también, y le costaba conformarse con las pequeñas nimiedades del vivir cotidiano —y agregó mirando por encima del hombro del mayor Riddle—: Ahora sonríe. Está pensando lo ingenuos que somos todos nosotros. Y en realidad lo somos... como los niños. Pretendiendo que la vida es real y que tiene importancia... La vida es, solamente, una de las Grandes Ilusiones.
Comprendiendo que estaba luchando inútilmente, el mayor Riddle, alzando mucho el tono de voz, preguntó desesperado:
¿No puede ayudarnos a descifrar el porqué su esposo se quitó la vida?
Ella se encogió de hombros.
Hay fuerzas que nos impulsan... que nos mueven... Ustedes no lo comprenden. Ustedes se mueven sólo en un plano material.
Poirot tosió.
Hablando de plano material, madame, ¿tiene alguna idea de a quién ha dejado su dinero?
¿Dinero? —le miró extrañada—. Yo nunca pienso en el dinero.
Su tono era altanero.
Poirot tocó otro punto.
¿A qué hora bajó a cenar esta noche?
¿A qué hora? ¿Qué es el Tiempo? Infinito, ésa es la respuesta. El Tiempo es infinito.
Poirot murmuró:
Pero su esposo, madame, era muy particular acerca del tiempo... especialmente, según he oído, con respecto a la hora de cenar.
¡Pobre Gervasio! —sonrió con indulgencia—. Era una de sus manías, pero le hacía feliz. De modo que nunca llegábamos tarde.
¿Se encontraba usted en el salón cuando sonó el primer batintín?
No, entonces estaba en mi habitación.
¿Recuerda quién estaba en el salón cuando usted bajó?
Creo que casi todo el mundo —replicó lady Chevenix-Gore con aire despistado—. ¿Importa eso?
Posiblemente no —admitió Poirot—. Hay otra cosa más. ¿Le dijo su esposo que sospechaba que le robaban?
A lady Chevenix-Gore no pareció interesarle mucho la pregunta.
¿Robarle? No, creo que no.
Que le robaban, le estafaban... o algo por el estilo.
No... no... creo que no... Gervasio se hubiera enfadado mucho si alguien hubiese osado hacer una cosa así.
¿De todas formas, no le dijo nada?
No... no —Lady Chevenix-Gore meneó la cabeza sin gran interés—. Lo recordaría...
¿Cuándo vio a su marido por última vez?
Entró en su habitación como de costumbre, cuando bajaba antes de cenar. Mi doncella estaba conmigo y sólo dijo que bajaba.
¿De qué habló durante las últimas semanas?
De la historia de la familia. Iba adelantando mucho. Descubrió que esa señorita Lingard era una ayuda valiosísima. Le buscaba datos en el Museo Británico... y además trabajó con lord Mulcaster en su libro, ¿sabe? Y tuvo mucho tacto... quiero decir que no miraba las cosas poco convenientes. Después de todo hay antecesores que uno no desea ver convertidos en seres de mal comportamiento. Gervasio era muy sensible. A mí también me ha ayudado. Me ha conseguido grandes informaciones acerca de Hatshepsut.
Lady Chevenix-Gore hizo esta declaración sin inmutarse.
Antes —continuó— fui sacerdotisa de Atlantis.
El mayor Riddle removióse inquieto en su butaca.
Er... er... muy interesante —dijo—. Bien, la verdad, lady Chevenix-Gore, creo que esto es todo. Ha sido usted muy amable.
Lady Chevenix-Gore se puso en pie, recogiendo los vuelos de su túnica oriental.
Buenas noches —dijo, y luego, con los ojos fijos en un punto situado a espaldas del mayor Riddle, continuó—: Buenas noches, querido Gervasio. Desearía que me acompañaras, pero sé que tienes que quedarte aquí —y agregó a modo de explicación—: Hay que permanecer en el lugar donde se ha fallecido durante veinticuatro horas por lo menos. Se tarda algún tiempo en poder moverse libremente y comunicar con los vivos.
Y dicho esto salió de la habitación. El mayor Riddle se enjugó la frente.
¡Pst! —murmuró—. Está mucho más loca de lo que imaginaba. ¿Cree realmente todas estas tonterías?
Poirot meneó la cabeza pensativo.
Es posible que le sirva de ayuda —dijo—. En estos momentos necesita crearse un mundo de ilusión para poder escapar a la cruda realidad de la muerte de su esposo.
A mí me parece tonta de remate —dijo el mayor Riddle—. Con todo ese fárrago de insensateces y ni una palabra con sentido.
No, no, amigo mío. Lo interesante es, como me hizo observar casualmente Hugo Trent, que en medio de todos sus desvaríos hay de vez en cuando una verdad aplastante. Lo cual acaba de demostrar con su observación acerca del tacto de la señorita Lingard al no poner de relieve los antepasados indeseables. Créame, lady Chevenix-Gore no es tonta.
Poniéndose en pie comenzó a pasear de un lado a otro de la estancia.
En este asunto hay cosas que no me gustan. No, no me gustan lo más mínimo.
Riddle le contempló interesado.
¿Se refiere al motivo que le llevó al suicidio?
¡Suicidio... suicidio! Está usted equivocado, se lo aseguro. Es un error psicológicamente. ¿Qué opinión tenía Chevenix-Gore de sí mismo? Que era un Coloso, una persona de suma importancia, el centro del Universo. ¿Y un hombre así va a destruirse a sí mismo? Seguro que no. Es muchísimo más probable que destruyera a cualquier otro... algún miserable, algún ser humano semejante a una hormiga que hubiera osado causarle disgusto... ¡Un acto así debió considerarlo necesario... santificador! ¿Pero la propia destrucción? ¿La destrucción de semejante yo?
Todo esto está muy bien, Poirot, pero es un caso bastante claro. La puerta cerrada, la llave en el bolsillo del muerto. La ventana cerrada por dentro. Sé que esas cosas ocurren en las novelas... pero nunca se tropieza uno con ellas en la vida real. ¿Algo más?
Pues, sí, hay algo más —Poirot se sentó de nuevo—. Aquí estoy yo. Soy Chevenix-Gore y estoy sentado ante mi escritorio... resuelto a matarme porque... porque, digamos, porque he hecho un descubrimiento referente a un terrible deshonor que mancha el nombre familiar. No es muy convincente, pero puede servirnos. Eh, bien, ¿qué hago? Escribo en un trozo de papel las palabras «LO LAMENTO». Sí, eso es muy posible. Luego abro el cajón de mi mesa, saco la pistola que guardo en él; la cargo, si no está cargada y luego... ¿Me pego un tiro? No, primero doy vuelta a mi silla... así, luego me inclino un poco hacia la derecha... así... y entonces... entonces acerco el cañón a mi sien y disparo.
Poirot se puso en pie de un salto y dando media vuelta preguntó:
¿Es que esto tiene sentido? ¿Por qué cambiar de sitio la silla?
Tal vez deseara mirar por la ventana. Ver por última vez su hacienda.
Mi querido amigo, usted no tiene la menor convicción de lo que sugiere. En el fondo, sabe que es una tontería. A las ocho y ocho minutos es ya de noche, y de todas formas la cortina estaba corrida. No, tiene que haber otra explicación.
Sólo hay una que yo vea. Gervasio Chevenix-Gore estaba loco.
Poirot meneó la cabeza sin dejarse convencer.
Veamos —dijo—. Pasemos a interrogar al resto de los invitados. Es probable que así consigamos averiguar algo.

capítulo VI


Después de las dificultades para obtener una declaración de lady Chevenix-Gore, el mayor Riddle encontró un alivio considerable al poder tratar con un abogado tan listo como Forbes.
El señor Forbes era extraordinariamente reservado y prudente en sus respuestas, pero todas iban directas al asunto.
Admitió que el suicidio de sir Gervasio había sido una gran sorpresa para él. Nunca hubiera considerado que fuese un hombre capaz de quitarse la vida, e ignoraba lo que pudo impulsarle a ello.
Sir Gervasio no era sólo mi cliente, sino un antiguo amigo. Le conocía desde niño. Yo diría que siempre había disfrutado de la vida.
Dadas las circunstancias, señor Forbes, tengo que pedirle que hable con toda franqueza. ¿Conoce usted alguna ansiedad o pena secreta en la vida de sir Gervasio?
No. Tenía sus pequeñas preocupaciones, como todos los hombres, pero nada serio.
¿Ni enfermedades? ¿Algún disgusto entre él y su esposa?
No. Sir Gervasio y lady Chevenix-Gore estaban muy enamorados.
Lady Chevenix-Gore —dijo el mayor Riddle con cautela— parece tener unas opiniones muy curiosas.
El señor Forbes sonrió indulgente.
Las mujeres —dijo— tienen sus fantasías.
El primer inspector continuó:
¿Usted llevaba todos los asuntos legales de sir Gervasio?
Sí, mi firma, «Forbes, Olive y Spence», ha representado a la familia Chevenix-Gore durante casi cien años.
¿Hubo algún... escándalo en la familia de los Chevenix-Gore?
El señor Forbes enarcó las cejas.
La verdad, no le comprendo.
Señor Poirot, ¿quiere enseñar al señor Forbes la carta que me mostró a mí?
En silencio, Poirot entregó la carta al señor Forbes con una pequeña inclinación.
Cuando Forbes la hubo leído, sus cejas se elevaron aún más.
Una carta extraordinaria —dijo—. Ahora comprendo su pregunta. No, que yo sepa, no existía nada que pudiera justificar una misiva semejante.
¿Sir Gervasio no le dijo nada de este asunto?
Absolutamente nada. Y debo confesar que me parece muy extraño que no lo hiciera.
¿Solía confiarse a usted?
Creo que tenía fe en mi criterio.
¿Y no tiene la menor idea de a qué se refiere esta carta?
No quisiera hacer suposiciones temerarias.
El mayor Riddle apreció la sutileza de su respuesta.
Ahora, señor Forbes, tal vez pueda decirnos a quién ha dejado sus propiedades sir Gervasio.
Desde luego. No veo el menor inconveniente. A su esposa, sir Gervasio le deja una renta anual de seis mil libras canjeables por la hacienda, y la casa de Dower o la de la ciudad de la plaza Lowdes, a escoger, la que prefiera de las dos. Después hay varios legados y donaciones, pero nada sobresaliente. El resto de sus propiedades las deja a su hija adoptiva Ruth, con la condición de que si se casa, su esposo deberá tomar el nombre de Chevenix-Gore.
¿No deja nada a su sobrino Hugo Trent?
Sí. Un legado de cinco mil libras.
Tengo entendido que sir Gervasio era muy rico.
Riquísimo. Poseía una considerable fortuna particular aparte de la hacienda. Claro que no estaba tan bien provisto como en el pasado. Prácticamente, todas las rentas invertidas habían sufrido las consecuencias de la crisis. Además, sir Gervasio había perdido mucho dinero en cierta compañía... el Sucedáneo Modelo de la Goma Sintética, en el que el coronel Bury le aconsejó que invirtiera gran cantidad de dinero.
¿No fue un consejo acertado?
Forbes suspiró.
Los militares retirados son las peores víctimas cuando se enredan en operaciones financieras. He descubierto que su credulidad excede con mucho a la de las viudas... que ya es decir.
Pero esas inversiones desafortunadas, ¿afectaron seriamente al capital de sir Gervasio?
No, seriamente, no. Seguía siendo un hombre riquísimo.
¿Cuándo ocurrió eso?
Dos años atrás.
Poirot murmuró:
¿Este legado no es un poco injusto con Hugo Trent, el sobrino de sir Gervasio? Después de todo, es el pariente más cercano de sir Gervasio.
Forbes encogióse de hombros.
Hay que tener en cuenta cierta parte de la historia familiar.
¿Como, por ejemplo...?
El señor Forbes no parecía muy dispuesto a continuar.
El mayor Riddle dijo:
No debe usted pensar que estamos dispuestos a sacar a relucir pasados escándalos ni nada por el estilo, pero la carta que sir Gervasio escribió a monsieur Poirot ha de tener una explicación.
No es nada escandalosa la explicación de la actitud de sir Gervasio hacia su sobrino —replicó Forbes a toda prisa—. Sencillamente, es que sir Gervasio tomaba muy en serio su posición de cabeza de familia. Tenía un hermano menor y una hermana. El hermano, Antonio Chevenix-Gore, murió en la guerra. Su hermana Pamela se casó con la desaprobación de sir Gervasio. Es decir, consideraba que debía haberle pedido su consentimiento y aprobación antes de contraer matrimonio. Él pensaba que la familia del capitán Trent no era lo bastante distinguida para emparentar con los Chevenix-Gore. A su hermana le divirtió su actitud, y el resultado fue que sir Gervasio siempre sintióse inclinado a desdeñar a su sobrino. Y creo que esto le impulsó a adoptar una niña.
¿No tenía esperanzas de tener hijos propios?
No. Un año después de su matrimonio nació un niño prematuramente y los médicos dijeron a lady Chevenix-Gore que nunca volvería a tenerlos. Dos años más tarde adoptaron a Ruth.
Poirot quiso saber:
¿Y quién era mademoiselle Ruth? ¿Cómo llegaron a hacerse cargo de ella?
Creo que era hija de algún pariente lejano.
Lo que había imaginado —replicó Poirot contemplando la pared donde pendían los retratos familiares.
Puede apreciarse a simple vista que lleva su misma sangre... esa nariz, la línea de la barbilla. La he visto repetida muchas veces en esos retratos.
Y también ha heredado su temperamento —dijo Forbes en tono seco.
Lo supongo. ¿Cómo se llevaba con su padre adoptivo?
Pues como puede usted imaginar. En más de una ocasión chocaron sus voluntades, pero a pesar de esas peleas superficiales, en el fondo creo que reinaba la armonía.
Sin embargo, ella le tenía preocupado...
En constante ansiedad. Pero le aseguro que no hasta el punto de impulsarle al suicidio.
¡Ah, eso no! —convino Poirot—. Uno no se levanta la tapa de los sesos sólo por tener una hija testaruda. ¡Y mademoiselle hereda! ¿Sir Gervasio no pensó nunca en variar su testamento?
¡Ejem! —el señor Forbes carraspeó para ocultar su ligero embarazo—. A decir verdad, recibí instrucciones de sir Gervasio al llegar aquí, es decir, hace un par de días, para que redactase un nuevo testamento.
¿Cómo? —el mayor Riddle acercó su silla un poco más—. No nos lo había dicho.
El señor Forbes replicó a toda prisa:
Ustedes sólo me preguntaron cuáles eran los términos del testamento de sir Gervasio. He contestado a su pregunta. El nuevo testamento no estaba siquiera redactado convenientemente... y mucho menos firmado.
¿Cuáles eran sus cláusulas? Puede que nos den una idea de cuál era el estado de ánimo de sir Gervasio.
En lo principal era igual que el otro, pero la señorita Chevenix-Gore debía heredar sólo con la condición de que se casara con Hugo Trent.
¡Aja! —exclamó Poirot—. Pues ahí hay una gran diferencia.
Yo no aprobé esa cláusula —dijo Forbes—. Y le indiqué que era muy posible que no fuese aceptada. El Tribunal no mira con buenos ojos semejantes condiciones. No obstante, sir Gervasio estaba decidido.
¿Y la señorita Chevenix-Gore, o el señor Trent, se negaban a cumplirla?
Si el señor Trent no quería casarse con la señorita Chevenix-Gore, el dinero pasaba a manos de ella sin más condiciones. Pero si él estaba dispuesto y ella rehusaba, heredaba él.
Poirot inclinóse hacia delante y dio una palmada sobre la rodilla del abogado.
¿Pero qué se esconde detrás de todo esto? ¿Cuál era la idea de sir Gervasio cuando estipuló esta condición? Tenía que haber algo muy definido... Creo que otro hombre... que él desaprobaba. Me parece, señor Forbes, que usted tiene que saber quién era ese hombre...
La verdad, señor Poirot, no tengo la menor idea.
Pero puede tratar de adivinarlo.
Yo nunca hago suposiciones —dijo Forbes escandalizado, y quitándose los lentes se dedicó a limpiarlos con un pañuelo de seda. Luego preguntó:
¿Hay algo más que desean saber?
De momento, no —replicó Poirot—. No, es decir, por lo que a mí respecta.
El señor Forbes dedicó su atención al primer inspector.
Gracias, señor Forbes. Creo que eso es todo. Si pudiera me gustaría hablar con la señorita Chevenix-Gore.
Desde luego. Creo que está arriba con lady Chevenix-Gore.
¡Oh!, bueno, tal vez sea mejor que hable primero con..., ¿cómo se llama...? Burrows, y la señorita que conoce la historia de la familia.
Los dos están en la biblioteca. Iré a avisarles.

capítulo VII


Trabajo duro el conseguir información de estos leguleyos anticuados —dijo el mayor Riddle—. Todo el asunto parece girar en torno de la muchacha.
Eso parece... sí.
¡Ah!, aquí está Burrows.
Godfrey Burrows entró satisfecho de poder ser útil. Su sonrisa expresaba al mismo tiempo cierto pesar, y dejaba ver demasiado sus dientes. Parecía más mecánica que espontánea.
Ahora, señor Burrows, deseamos hacerle algunas preguntas.
Desde luego, mayor Riddle. Todas las que usted quiera.
Bueno, en primer lugar y antes de nada, ¿tiene alguna idea de por qué se suicidó sir Gervasio?
Absolutamente ninguna. Ha sido una gran sorpresa para mí.
¿Oyó usted el disparo?
No; debía estar en la biblioteca. Bajé bastante pronto y fui a la biblioteca a buscar una referencia que precisaba. La biblioteca está al otro lado de la casa, a la derecha del estudio, de modo que por eso no oí nada.
¿Estaba alguien con usted? —le preguntó Poirot.
Nadie.
¿Tiene alguna idea de dónde estaban los demás en aquellos momentos?
La mayoría arriba, vistiéndose, supongo.
¿Cuándo fue usted al salón?
Poco antes de que llegara el señor Poirot. Todos estaban ya allí... excepto sir Gervasio, claro.
¿Le pareció extraño no verle allí?
A decir verdad, sí. Por lo general estaba siempre en el salón antes de que sonara el primer batintín.
¿Había observado algún cambio en sir Gervasio últimamente? ¿Estuvo preocupado? ¿O inquieto? ¿O deprimido?
Godfrey Burrows reflexionó.
No... creo que no. Quizás un poco... bueno, preocupado.
¿Pero no por un motivo concreto?
¡Oh, no!
¿No... tenía preocupaciones económicas de ninguna clase?
Estaba bastante inquieto por los asuntos de cierta Compañía... La del Sustituto Modelo de la Goma Sintética, para ser exacto.
¿Y qué dijo acerca de ello?
De nuevo volvió a surgir la sonrisa mecánica de Godfrey Burrows, y siguió pareciendo irreal.
Pues a decir verdad... lo que dijo fue: «El viejo Bury es un tonto o un bribón. Supongo que un tonto. ¿Tendré que ser indulgente con él, por Vanda?
¿Y por qué dijo eso... «por Vanda»? —preguntó Poirot.
Pues verá, lady Chevenix-Gore apreciaba mucho al coronel Bury y él la idolatraba y seguía como un perro.
¿Y sir Gervasio no... estaba celoso?
¿Celoso? —Burrows le miró asombrado y luego echóse a reír—. ¿Sir Gervasio celoso? Vaya, nunca le hubiera cabido en la cabeza que nadie pudiera preferir a otro hombre antes que a él. Comprenderá, es imposible que sintiera celos.
Usted no simpatizaba mucho con sir Chevenix-Gore, me parece... —¡Oh, sí! Sólo que... bueno, todo eso resulta algo ridículo hoy en día.
¿A qué se refiere? —quiso saber Poirot.
Pues a esa manía de lo feudal. Esa adoración por los antepasados y la arrogancia personal. Sir Gervasio era un hombre muy capaz en muchos sentidos, y había llevado una vida interesante, pero lo hubiera sido mucho más de no haber estado enteramente encerrado en sí mismo y en su propio egoísmo.
¿Su hija estaba de acuerdo con usted en este punto?
Burrows volvió a enrojecer... esta vez intensamente.
¡Imagino que la señorita Chevenix-Gore es bastante moderna! Naturalmente que no iba a discutir con ella las rarezas de su padre.
¡Pero las jóvenes modernas critican mucho a sus padres! —dijo Poirot—. ¡Precisamente el espíritu moderno es criticarlos!
Burrows se encogió de hombros.
El mayor Riddle preguntó:
¿Y no hubo nada más... alguna otra preocupación económica? ¿Sir Gervasio no le habló nunca de que le estaban estafando?
¿Estafando? —Burrows pareció muy asombrado—. No, no, no.
¿Y usted estaba en buenas relaciones con él?
Desde luego que sí. ¿Por qué no iba a estarlo?
Soy yo quien pregunta, señor Burrows.
El joven pareció ofenderse.
Estábamos en las mejores relaciones.
¿Sabía usted que sir Gervasio había escrito al señor Poirot pidiéndole que viniera?
No.
¿Sir Gervasio escribía él mismo sus cartas?
No, casi siempre me las dictaba.
¿Pero no lo hizo en este caso?
No.
¿Y eso por qué? ¿Lo sabe?
No tengo la menor idea.
¿No encuentra alguna razón que explique el que la escribiera personalmente?
No.
¡Ah! —exclamó el mayor Riddle—. Es bastante curioso. ¿Cuándo vio a sir Gervasio por última vez?
Poco antes de que yo me fuera a vestir para la cena. Le llevé algunas cartas para que las firmara.
¿Cuál era su estado de ánimo en aquellos momentos?
Completamente normal. Incluso aseguraría que estaba bastante satisfecho de sí mismo por algo.
Poirot movióse en su butaca.
¡Ah! —exclamó—-. ¿De modo que ésa es la impresión que usted sacó? Que estaba satisfecho. Y no obstante, no mucho después, se pegó un tiro. ¡Es muy extraño!
Godfrey Burrows encogióse de hombros.
Sólo le doy mi opinión.
Sí, sí, y nos es muy valiosa. Después de todo, usted es probablemente una de las últimas personas que vio a sir Gervasio con vida.
Snell fue el último que lo vio.
Verle sí, pero no habló con él.
Burrows no contestó.
El mayor Riddle prosiguió el interrogatorio.
¿Qué hora era cuando usted subió a vestirse para la cena?
Las siete y cinco poco más o menos.
¿Y qué hizo sir Gervasio?
Yo le dejé en el estudio.
¿Cuánto tiempo empleaba normalmente en cambiarse de ropa?
Pues sus buenos tres cuartos de hora.
Entonces, si la cena era a las ocho y cuarto, probablemente subiría lo más tarde a las siete y media. ¿No le parece?
Muy probable.
¿Usted subió temprano a vestirse?
Sí, pensé que podía cambiarme primero y luego ir a la biblioteca en busca de unas referencias que necesitaba.
Poirot asintió pensativo, y el mayor Riddle dijo:
Bien, creo que esto es todo de momento. ¿Quiere enviarme a la señorita... como se llame?
La menuda señorita Lingard entró casi inmediatamente. Llevaba varias pulseras que tintineaban mientras se sentaba.
Todo esto es... er... muy triste, señorita Lingard —comenzó a decir el mayor Riddle.
Muy triste, desde luego —replicó la señorita Lingard con recato.
¿Cuándo vino usted a esta casa?
Hará unos dos meses. Sir Gervasio escribió a un amigo suyo del Museo... el coronel Fotheringay... y el coronel se acordó de mí. He realizado gran cantidad de trabajos sobre investigaciones históricas.
¿Sir Gervasio era un hombre difícil para trabajar a su lado?
¡Oh, no! Claro que había que llevarle la corriente. Pero con los hombres siempre hay que hacerlo.
Con la desagradable sensación de que probablemente la señorita Lingard se estaba burlando de él en aquellos momentos, el mayor Riddle continuó:
¿Su trabajo aquí consistía en ayudar a sir Gervasio a escribir la historia de la familia?
Sí.
¿Y de qué modo?
Pues, en realidad, representaba escribir el libro —por un momento miss Lingard pareció un ser humano y sus ojos parpadearon al explicar—: Yo buscaba toda la información, hacía las notas y preparaba el material. Y luego, más tarde, me dedicaba a revisar lo que había escrito sir Gervasio.
Debía tener que emplear mucho tacto, mademoiselle —dijo Poirot.
Tacto y firmeza. Dos cosas necesarias —replicó la señorita Lingard.
¿A sir Gervasio no le molestaba su... er... firmeza?
En absoluto. Claro que yo le hacía ver que no debía preocuparse por todos los detalles insignificantes que se presentasen.
Sí, ya entiendo.
Era muy sencillo —dijo la señorita Lingard—. Sir Gervasio era muy fácil de manejar si uno sabía cómo tratarle.
Ahora, señorita Lingard, quisiera saber si puede ayudarnos a arrojar algo de luz sobre esta tragedia.
La señorita Lingard meneó la cabeza.
Me temo que no. Comprenda, es natural que no confiara en mí. Yo era prácticamente una extraña, y de todas formas creo que era demasiado orgulloso para hablar con nadie de los conflictos familiares.
¿Pero usted cree que fueron los conflictos familiares lo que le impulsó a quitarse la vida?
La señorita Lingard pareció bastante sorprendida.
¡Pues claro! ¿Es que cabe otra suposición?
¿Está segura de que le preocupaban los asuntos de familia?
Sé que estaba en un grave conflicto mental.
¿Usted sabe?
Pues claro.
Dígame, mademoiselle, ¿le habló del asunto?
Directamente no.
¿Qué fue lo que le dijo?
Déjeme pensar. Descubrí que no prestaba atención a lo que yo le decía...
Un momento. Pardon, ¿Cuándo fue eso?
Esta tarde. Solíamos trabajar de tres a cinco.
Por favor, continúe.
Como le digo, sir Gervasio encontraba dificultades en concentrarse... de hecho, eso dijo, añadiendo que tenía varios asuntos graves que no conseguía apartar de su pensamiento. Y dijo... deje que recuerde... algo así... claro que no puedo asegurar si fueron estas mismas palabras. «Es algo terrible, señorita Lingard, que una familia que siempre ha sido de las más importantes del país se vea de pronto manchada por el deshonor.»
¿Y qué dijo usted a eso?
Cualquier cosa, para consolarle. Creo que dije que cada generación tiene sus flaquezas... que ésa es una de las penalidades de la grandeza... pero que sus caídas raramente eran recordadas en la posteridad.
¿Y consiguió usted el efecto consolador que esperaba?
Más o menos. Volvimos a ocuparnos de sir Roger Chevenix-Gore. Había descubierto una mención suya muy interesante en un manuscrito contemporáneo. Pero la imaginación de sir Gervasio estaba en otra parte. Al fin dijo que no quería trabajar más. Que había tenido un gran disgusto.
¿Un disgusto?
Eso es lo que dijo. Desde luego, yo no hice más preguntas, limitándome a decir: «Lo siento, sir Gervasio.» Y luego me pidió que dijera a Snell que el señor Poirot llegaría por la noche, que la cena se sirviera a las ocho y cuarto y que enviase el coche a esperarle a la estación a las siete cincuenta.
¿Acostumbraba a pedirle que transmitiera estas órdenes?
Pues... no... En realidad eso era cosa del señor Burrows. Yo no hacía otra cosa que mi trabajo literario. No era su secretaria en ningún sentido de la palabra.
Poirot preguntó:
¿Usted cree que sir Gervasio tuvo alguna razón para pedir que lo hiciera usted en vez del señor Burrows?
La señorita Lingard reflexionó.
Pues es posible que la tuviera... entonces no lo pensé. Sólo lo consideré una cuestión de conveniencia. No obstante, es cierto; ahora que lo pienso, me pidió que no dijera a nadie que iba a venir el señor Poirot. Dijo que sería una sorpresa.
¡Ah!, eso dijo, ¿eh? Muy curioso, muy interesante. ¿Y se lo dijo usted a alguien?
Desde luego que no, señor Poirot. Le dije a Snell lo de la cena y que enviase el coche a la estación para esperar a un caballero que llegaría en el tren de las siete cincuenta.
¿Sir Gervasio dijo algo más que tuviera que ver con esta situación?
No..., creo que no... Era muy reservado... Recuerdo que cuando ya iba a salir de la habitación dijo: «No es que sirva de nada el que venga ahora. Es demasiado tarde.»
¿Y no tiene usted idea de lo que quiso decir con eso?
No... no.
Hubo una vacilación apenas perceptible en su respuesta, y Poirot repitió con el ceño fruncido:
Demasiado tarde. Eso es lo que dijo, ¿verdad? Demasiado tarde.
El mayor Riddle intervino de nuevo:
¿No puede darnos alguna idea, señorita Lingard, de la naturaleza del problema que tanto preocupó a sir Gervasio?
Tengo la impresión de que estaba en cierto modo relacionado con Hugo Trent —dijo la señorita Lingard despacio.
¿Con Hugo Trent? ¿Por qué lo cree así?
Bueno, no es nada concreto, pero ayer tarde estuvimos hablando de sir Hugo de Chevenix, quien me temo que no se comportó demasiado bien en las Batallas de Flores, y sir Gervasio dijo: «¡Mi hermana escogería el nombre de Hugo entre los de la familia para su hijo! Debiera haber sabido que ningún Hugo podía resultar bien.»
Lo que acaba de decir es sugestivo —repuso Poirot—. Sí, y me da una nueva idea.
¿Sir Gervasio no dijo nada más definitivo que eso? —preguntó el mayor Riddle.
La señorita Lingard meneó la cabeza.
No, y desde luego yo nada dije. Sir Gervasio hablaba solo en realidad, sin dirigirse a mí.
Lo comprendo.
Poirot le dijo:
Mademoiselle, usted es una persona ajena a la casa y lleva aquí dos meses. Creo que sería muy conveniente que nos dijera con toda sinceridad la opinión que le merece la familia y los criados.
La señorita Lingard, quitándose los lentes, parpadeó pensativa.
Bien, con toda franqueza, al principio pensé que me había metido en una casa de locos. La señora Chevenix-Gore continuamente viendo cosas que no existían, y sir Gervasio comportándose como... como un rey... y dramatizando de la forma más extraordinaria... bueno, pensé que eran las personas más extrañas que había conocido. Claro que la señorita Chevenix-Gore era completamente normal, y no tardé en descubrir que lady Chevenix-Gore era en extremo amable y simpática. Nadie pudo portarse mejor conmigo. En cuanto a sir Gervasio... la verdad, creo que estaba loco. Su egomanía..., ¿es así como se llama...? iba empeorando de día en día.
¿Y los otros?
Supongo que el señor Burrows tendría sus dificultades con sir Gervasio, y creo que le alegró que nuestro trabajo en el libro le dejara un poco más de respiro. El coronel Bury siempre ha sido encantador. Es un rendido admirador de lady Chevenix-Gore y se llevaba muy bien con sir Gervasio. El señor Trent, el señor Forbes y la señorita Cardwell llevan aquí pocos días y, claro, no sé gran cosa de ellos.
Gracias, mademoiselle. ¿Y qué dice del encargado, el capitán Lake?
Es un hombre muy simpático. Todo el mundo le apreciaba.
¿Incluso sir Gervasio?
Sí. Le oí decir que Lake era el mejor encargado que había tenido. Claro que el capitán Lake tenia también sus dificultades con sir Gervasio... pero en conjunto sabía llevarle bastante bien. No era cosa fácil.
Poirot asintió pensativo y murmuró:
Había algo... algo que quería preguntarle... una cosa sin importancia... ¿Qué sería?
La señorita Lingard volvió su rostro paciente hacia él, mas Poirot meneó la cabeza contrariado.
¡Vaya! Si lo tengo en la punta de la lengua...
El mayor Riddle aguardó unos instantes más y viendo que el detective continuaba frunciendo el ceño esforzándose por recordar, volvió a tomar la iniciativa.
¿Cuándo vio por última vez a sir Gervasio?
A la hora del té, en esta habitación.
¿A qué hora tenía costumbre de bajar?
A las ocho.
¿Cuál era su estado de ánimo? ¿Normal?
Tan normal como podía estar él.
¿Observó algún nerviosismo entre los invitados?
No, creo que todos estaban como de ordinario.
¿Dónde fue sir Gervasio después de tomar el té?
Estuvo en el despacho con el señor Burrows, como de costumbre.
¿Y fue ésa la última vez que le vio?
Sí, yo fui al cuartito de estar donde trabajaba, y estuve pasando a máquina un capítulo del libro que había corregido con sir Gervasio hasta las siete de la tarde, luego subí a mi habitación para descansar y vestirme para la cena.
Tengo entendido que oyó usted el disparo.
Sí, yo estaba en esta habitación. Oí una detonación y salí al recibidor, donde se encontraban el señor Trent y la señorita Cardwell. El señor Trent preguntó a Snell si había champaña para la cena, y estuvo bromeando. A nadie se le ocurrió tomarlo en serio. Estábamos seguros de que debía tratarse de una explosión de motor de algún automóvil.
¿Oyó usted decir al señor Trent: «Siempre cabe la posibilidad de que se haya cometido un crimen»? —preguntó Poirot.
Creo que dijo algo así... bromeando, claro.
¿Qué ocurrió después?
Que todos entramos aquí.
¿Recuerda en qué orden fueron bajando los demás?
Creo que la señorita Chevenix-Gore fue la primera, y luego el señor Forbes. El coronel Bury y lady Chevenix-Gore entraron juntos, el señor Burrows inmediatamente después. Me parece que fue en ese orden, pero no puedo asegurarlo porque más o menos llegaron todos casi al mismo tiempo.
¿Reunidos por el sonido del primer batintín?
Sí. Siempre que sonaba el batintín todos se apresuraban. Sir Gervasio era terriblemente exigente en cuanto a la puntualidad a la hora de la cena. Casi siempre estaba ya en esta habitación antes de que sonara el primer batintín.
¿Le sorprendió no verle en esta ocasión?
Muchísimo.
¡Ah, ya lo tengo! —exclamó Poirot.
Y como los otros dos le miraban extrañados, animadamente explicó:
Acabo de recordar lo que quería preguntarle. Mademoiselle, esta noche, cuando todos fuimos al despacho cuando Snell nos comunicó que estaba cerrado, usted se detuvo y recogió algo del suelo.
¿Sí? —la señorita Lingard pareció muy sorprendida.
Sí, precisamente al doblar hacia el pasillo que lleva al despacho. Era algo pequeño y brillante.
Qué raro... no lo recuerdo. Espere un momento... Ah, ya sé. Sólo que no había vuelto a pensar en ello. Déjeme ver... tiene que estar aquí.
Y abriendo su bolso de raso negro, vació su contenido sobre la mesa.
Poirot y el mayor Riddle revisaron aquella colección de objetos con sumo interés. Dos pañuelos, una polvera, un manojo de llaves, la funda de los lentes y otro objeto que Poirot cogió con avidez.
¡Una bala, cielo santo! —exclamó el mayor Riddle.
El objeto tenía la forma de una bala, pero resultó ser un lapicero.
Eso es lo que cogí del suelo —explicó la señorita Lingard—. Ya lo había olvidado.
¿Sabe a quién pertenece?
¡Oh, sí, es del coronel Bury! Lo hizo hacer con una bala que le hirió... o mejor dicho, que no le hirió, no sé si me entiende, en la guerra de Sudáfrica.
¿Sabe cuándo la perdió?
Pues esta tarde lo tenía mientras jugaba al bridge, porque me fijé que anotaba el tanteo con él, cuando entré a tomar el té.
¿Quiénes jugaban al bridge?
El coronel Bury, lady Chevenix-Gore, el señor Trent y la señorita Cardwell.
Creo —dijo Poirot en tono amable— que será mejor que nos quedemos con el lápiz para devolvérselo al coronel.
Sí, hágalo, por favor. Soy muy distraída y pudiera olvidarme.
Mademoiselle, tal vez será usted tan amable de pedir al coronel Bury que venga aquí ahora.
Desde luego. Iré a buscarle en seguida.
Y se marchó a toda prisa. Poirot comenzó a pasear por la habitación.
Empezamos a reconstruir lo ocurrido esta tarde —dijo—. Es interesante. A las dos y media sir Gervasio estuvo pasando cuentas con el capitán Lake. Ligeramente preocupado. A las tres, discute acerca del libro que está escribiendo con la señorita Lingard. Preocupadísimo. La señorita Lingard asocia su preocupación con Hugo Trent basándose en un comentario casual. A la hora del té su comportamiento es normal. Después del té, Godfrey Burrows nos dice que estaba como satisfecho por algo. A las ocho menos cinco baja, entra en el despacho, garabatea las palabras «LO LAMENTO» en una hoja de papel y se pega un tiro.
Riddle dijo despacio:
Sé lo que quiere decir. No tiene consistencia.
¡Extraños cambios de humor! Primero preocupado... luego preocupadísimo... más tarde normal... y al fin, satisfecho. ¡Es curioso! Y luego la frase empleada: «Demasiado tarde.» Que yo iba a llegar «demasiado tarde». Bien, eso es cierto. Llegué demasiado tarde... para verlo vivo.
Ya comprendo. ¿Usted cree realmente...?
Nunca sabré por qué envió a buscarme. ¡Eso es seguro!
Poirot seguía paseando por la estancia. Movió de lugar dos objetos que había encima de la chimenea; examinó la mesa de juego que estaba junto a la pared, y extrajo del cajón las libretas del tanteo. Luego dirigióse al escritorio para registrar el cesto de los papeles. No había nada más que una bolsa de papel. La cogió y al olerla murmuró: «Naranjas.» Luego la desarrugó para leer el nombre que llevaba impreso: «Carpenters e Hijos. Frutería, Hamborough St. Mary.» Estaba alisándola cuidadosamente Cuando entró el coronel Bury.

capítulo VIII


El coronel, dejándose caer en una silla, suspiró y dijo meneando la cabeza:
Éste es un terrible asunto, Riddle. Lady Chevenix-Gore se está portando maravillosamente... maravillosamente. ¡Es una gran mujer! ¡Está llena de valor!
Volviendo a ocupar su butaca, Poirot dijo sin apresurarse :
Creo que usted la conoce desde hace muchos años...
Sí, ya lo creo, estuve en su puesta de largo. Recuerdo que llevaba unos capullos de rosa en el pelo, y un vestido blanco muy vaporoso... ¡No había muchacha en el salón que pudiera compararse con ella!
Su voz estaba llena de entusiasmo. Poirot le tendió el lápiz.
Creo que esto es suyo.
¿Eh? ¿Qué? ¡Oh!, gracias, lo he utilizado esta tarde cuando jugábamos al bridge. Fue sorprendente, ¿sabe? Tuve tres veces seguidas cien honores en picos. Nunca me había ocurrido.
Tengo entendido que jugaban al bridge antes del té —dijo Poirot—. ¿Cuál era el estado de ánimo de sir Gervasio cuando fue a tomarlo?
Natural... completamente normal. Nunca hubiera imaginado que proyectara quitarse de en medio. Pensándolo más despacio, quizás estuviera un poquitín más excitado que de costumbre.
¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
¡Pues entonces! A la hora del té. No volví a verle vivo.
¿No fue usted al despacho después del té?
No, no volví a verle.
¿A qué hora bajó a cenar?
Después de sonar el primer batintín.
¿Bajó usted junto con lady Chevenix-Gore?
No... er... nosotros... nos encontramos en el recibidor. Creo que había estado en el comedor revisando las flores... o algo así.
El mayor Riddle se dispuso a intervenir.
Espero que no se moleste, coronel Bury, si le hago una pregunta un tanto personal. ¿Hubo algún disgusto entre usted y sir Gervasio por causa de la Compañía del Sucedáneo Modelo de la Goma?
El coronel se puso como la grana.
En absoluto. En absoluto. El viejo Gervasio era un individuo muy poco razonable. No hemos de olvidarlo. ¡Siempre esperaba que lo que él tocase se convirtiera en oro! No parecía comprender que el mundo entero atraviesa un período de crisis, y que todos los valores y acciones tienen que resentirse.
¿De modo que hubo ciertas discusiones entre ustedes?
Pero no disgustos. ¡Sólo que él era un intransigente!
¿Le hacía a usted responsable de ciertas pérdidas que había sufrido?
¡Gervasio no era un ser normal! Vanda lo sabía, pero siempre supo manejarle. Yo me alegraba de dejarlo todo en sus manos.
Poirot carraspeó, y el mayor Riddle, después de mirarle, se dispuso a cambiar de tema.
Sé que es usted un antiguo amigo de la familia, coronel Bury. ¿Tiene idea de quién heredará el dinero de sir Gervasio?
Pues imagino que la mayor parte Ruth. Eso es lo que colijo por lo que Gervasio dejó entrever hace poco.
¿No le parece que no es justo para Hugo Trent?
A Gervasio no le era simpático. Nunca pudo tragarle.
Pero tenía un gran concepto de la familia, y al fin y al cabo la señorita Chevenix-Gore sólo era su hija adoptiva.
El coronel Bury vacilaba, y tras gruñir unos instantes repuso:
Escuche, será mejor que se lo cuente. Desde luego es realmente interesante y además estrictamente confidencial, ¿eh?
Desde luego..., desde luego.
Ruth es ilegítima, pero de todas formas es una Chevenix-Gore. Es hija de un hermano de Gervasio, Antonio, que murió en la guerra. Al parecer tuvo una aventura con una mecanógrafa. Cuando le mataron, ella escribió a Vanda. Vanda fue a verla... estaba esperando un niño. Vanda habló con Gervasio, acababan de decirle que ella no podría volver a tener hijos, y el resultado fue que se hicieron cargo de la pequeña cuando nació, adoptándola legalmente. La madre renunció a todos sus derechos. Han criado a Ruth como si fuera su propia hija, y sólo hay que mirarla para comprender que es una Chevenix-Gore.
¡Aja! —exclamó Poirot—. Ya comprendo. Eso aclara mucho la actitud de sir Gervasio. Pero si le desagradaba Hugo Trent, ¿por qué tanto interés en casarlo con mademoiselle Ruth?
Para arreglar la posición de la familia. De este modo dejaba satisfecha la opinión que él tenía de los convencionalismos.
¿Pero a pesar de ello no le gustaba ni confiaba en ese joven?
El coronel Bury gruñó.
Usted no comprendería al viejo Gervasio. No consideraba a las personas como seres humanos. ¡Disponía los matrimonios como si los contrayentes fueran de la realeza! Consideraba conveniente que Ruth y Hugo se casaran y Hugo tomase el apellido Chevenix-Gore. Lo que ellos pensaran no tenía importancia.
¿Y la señorita Ruth estaba dispuesta a complacerle?
El coronel Bury echóse a reír.
¿Ella? ¡Qué va!
¿Sabía usted que poco antes de su muerte, sir Gervasio estuvo redactando un nuevo testamento según el cual la señorita Chevenix-Gore heredaba sólo con la condición de que se casara con Hugo Trent?
El coronel Bury lanzó un silbido.
¿Entonces había olfateado lo que había entre ella y Burrows?
Tan pronto como lo hubo dicho se arrepintió, pero era demasiado tarde; Poirot lo había comprendido perfectamente.
¿Había algo entre mademoiselle Ruth y el joven monsieur Burrows?
Probablemente nada... Nada en absoluto.
El mayor Riddle carraspeó y dijo:
Creo, coronel Bury, que debe decirnos todo lo que sepa. Pudo tener relación directa con el estado de ánimo de sir Gervasio.
Es posible —replicó el coronel Bury sin gran convencimiento—. Bien, la verdad es que el joven Burrows no es mal parecido... por lo menos eso piensan las mujeres, y últimamente él y Ruth siempre estaban juntos, cosa que a Gervasio no le gustaba nada... nada en absoluto. No quiso despedirle por temor a precipitar los acontecimientos. Sabía cómo es Ruth. No consiente que nadie le dé órdenes. Por eso supongo que ideó ese plan. Ruth no lo sacrificaría todo por el amor. Le gusta comer bien y tener dinero.
¿Usted aprobaba al señor Burrows?
El coronel expresó la opinión de que Godfrey Burrows era un tanto quisquilloso, cosa que hizo sonreír al mayor Riddle.
Le hicieron algunas preguntas más y al fin el coronel se marchó.
Riddle dirigió una mirada a Poirot, que permanecía absorto en sus pensamientos.
¿Qué opina de todo esto, Poirot?
Me parece ver un esquema —dijo levantando las manos—, un proyecto determinado.
Es difícil —dijo Riddle.
Sí, es difícil, pero cada vez va aumentando su significado una frase apenas musitada.
¿Cuál es?
La frase en tono de broma pronunciada por Hugo Trent: «Siempre cabe la posibilidad del crimen...»
Sí —replicó Riddle en tono seco—. Ya me he dado cuenta de que desde el principio se ha sentido usted inclinado hacia esa posibilidad.
¿No está de acuerdo conmigo en que cuanto más sabemos, menos motivos encontramos para el suicidio? ¡En cambio, para el asesinato tenemos una sorprendente colección de ellos!
No obstante, hemos de recordar los hechos... la puerta cerrada, la llave en el bolsillo del muerto... Horquillas dobladas, cuerdas... toda clase de trucos. Supongo que sería posible... ¿Pero dan resultado esas cosas en la realidad? Eso es lo que dudo.
De todas maneras, examinemos el caso desde el punto de vista de asesinato y no como si se tratara de suicidio.
De acuerdo. ¡Estando usted presente, probablemente sería asesinato!
Poirot sonrió.
No me gusta ese comentario.
Volvió a ponerse serio.
Sí, examinemos el caso desde la base del crimen. Se oye el disparo. En el recibidor se encuentran cuatro personas: la señorita Lingard, Hugo Trent, la señorita Cardwell y Snell. ¿Dónde están los demás?
Burrows en la biblioteca, según su propia declaración. Nadie puede comprobarlo. Los otros en sus habitaciones, ¿pero quién sabe dónde estaban en realidad? Al parecer todos bajaron por separado. Después lady Chevenix-Gore y Bury se encontraron en el vestíbulo. Lady Chevenix-Gore salía del comedor. ¿De dónde venía Bury? ¿No es posible que viniera no de arriba, sino del despacho? Tenemos el lápiz.
Sí, el lápiz es interesante. No demostró la menor emoción al verlo, pero tal vez fuese por no saber dónde lo habíamos encontrado, o ignorara el haberlo perdido. Veamos, ¿quién más estaba jugando al bridge cuando utilizó el lápiz? Hugo Trent y la señorita Cardwell, y quedan descartados. La señorita Lingard y el mayordomo pueden probar sus coartadas. Queda lady Chevenix-Gore.
No se puede sospechar seriamente de ella.
¿Por qué no, amigo mío? ¡Le aseguro que yo puedo sospechar de todo el mundo! Supongamos que, a pesar de su aparente devoción a su esposo, fuera al fiel Bury a quien amase en realidad...
¡Hum! —dijo Riddle—. En cierto modo ha sido una especie de ménage á trois durante años.
¿Hubo algún disgusto por esta causa entre sir Gervasio y el coronel Bury?
Es cierto que sir Gervasio podía hacerse verdaderamente desagradable. Ignoramos lo que habrá en el fondo. Podría concordar con el haberle llamado a usted. Digamos que sir Gervasio sospechaba que Bury le robaba, pero que no deseaba que trascendiera, por temor a que su esposa estuviera también complicada. Sí, es posible. Eso les da a los dos un motivo. Y es un poco extraño que lady Chevenix-Gore haya tomado la muerte de su esposo con tanta calma.
Luego hay otra complicación —dijo Poirot—. La señorita Chevenix-Gore y Burrows. Les interesa muchísimo que sir Gervasio no firme el testamento nuevo. Según el anterior, ella lo hereda todo con la única condición de que su esposo tome el nombre de la familia...
Sí, y lo que Burrows explica acerca de la actitud de sir Gervasio de esta tarde es un tanto extraño. ¡Que estaba contento y como satisfecho por algo! Eso no concuerda con las declaraciones de los demás.
Luego tenemos también al señor Forbes. Muy correcto, muy severo, y pertenece a una firma antigua y bien establecida. Pero los abogados, incluso los más respetables, sienten preferencia por utilizar el dinero de sus clientes cuando se ven en un apuro.
Creo que lo presenta de un modo demasiado sensacional, Poirot.
¿Usted cree que lo que insinúo sólo ocurre en las películas? ¡Pero, mayor Riddle, si la vida real es a menudo mucho más sorprendente que las historias que vemos en el cine!
Será mejor que terminemos de interrogar a los que faltan, ¿no le parece? —replicó el inspector—. Se está haciendo tarde. Aún no hemos visto a Ruth Chevenix-Gore, y probablemente es la más importante de todos.
Estoy de acuerdo con usted. Y también falta la señorita Cardwell. Tal vez será mejor que hablemos primero con ella, puesto que no nos llevará tanto tiempo, y luego veremos a la señorita Chevenix-Gore.
Muy buena idea.

capítulo IX


Aquella tarde, Poirot había dirigido a Susana Cardwell sólo una mirada superficial, y ahora la examinó con más atención. Tenía un rostro inteligente, no demasiado hermoso, pero con un atractivo que hubiera envidiado más de una muchacha bonita. Sus cabellos eran magníficos, e iba hábilmente maquillada. Pensó que sus ojos eran observadores.
Después de algunas preguntas preliminares, el mayor Riddle dijo:
Ignoro lo íntimamente que usted conoce a la familia, señorita Cardwell...
No les conozco en absoluto. Hugo consiguió que me invitaran.
Entonces, ¿es usted amiga de Hugo Trent?
Sí, ésa es mi posición exacta. Amiga de Hugo —Susana Cardwell sonrió al pronunciar estas últimas palabras.
¿Le conoce desde hace mucho tiempo?
¡Oh, no!, hará sólo cosa de un mes.
Hizo una pausa antes de agregar:
Voy camino de convertirme en su prometida.
¿Y la trajo aquí para presentarle a su familia?
No, nada de eso. Lo llevamos muy en secreto. Sólo vine para explorar el terreno. Hugo me dijo que esto era como una casa de locos, y creí conveniente verlo por mí misma. Hugo, el pobrecillo, es un encanto, pero no tiene cerebro. Comprenda, la posición era bastante crítica. Ni Hugo ni yo tenemos dinero, y al viejo sir Gervasio, que era la principal esperanza de Hugo, se le había metido en la cabeza casarlo con Ruth. Hugo es un poco débil. Pudiera haberse avenido a contraer ese matrimonio con idea de separarse más tarde.
¿Y esa idea no le parecía bien a usted, mademoiselle? —preguntó Poirot.
Desde luego que no. Ruth pudiera haberse negado luego a divorciarse, o algo por el estilo. Y me mantuve firme. No iría a la iglesia de Saint Paul hasta que pudiera hacerlo con un ramo de lirios.
¿De modo que vino a estudiar la situación por sí misma?
Sí.
Eh bien! —exclamó Poirot.
Pues, desde luego, Hugo tenía razón. ¡Todos están locos!, excepto Ruth, que parece muy razonable. Tiene novio y es tan contraria a ese matrimonio como yo.
¿Se refiere al señor Burrows?
¿Burrows? Desde luego que no. Ruth no se enamoraría de una persona tan falsa como él.
¿Entonces quién es el afortunado mortal?
Susana Cardwell hizo una pausa que empleó en encender un pitillo, y luego agregó:
Será mejor que se lo pregunten a ella. Después de todo no es asunto mío.
El mayor Riddle preguntó:
¿Cuándo fue la última vez que vio a sir Gervasio?
A la hora del té.
¿Le sorprendió su estado de ánimo?
La muchacha encogióse de hombros.
No más que de costumbre.
¿Qué hizo usted después del té?
Estuve jugando al billar con Hugo.
¿No volvió a ver a sir Gervasio?
No.
¿Y qué me dice del disparo?
Eso fue bastante extraño. Creí que había sonado el primer batintín, y por eso acabé de vestirme precipitadamente, y al salir de mi habitación creí oír el segundo batintín y me apresuré a bajar la escalera. La primera noche había llegado a cenar con un minuto de retraso y Hugo me dijo que estuve a punto de echar a pique nuestras esperanzas para convencer al viejo, de modo que casi corría. Hugo iba delante de mí y entonces sonó una extraña detonación y Hugo dijo que había sido el corcho de una botella de champaña, pero Snell replicó: «No», y de todas formas no creo que sonara en el comedor. La señorita Lingard creyó que el ruido venía de arriba, pero todos estuvimos de acuerdo en que debió ser una falsa explosión y entramos en el salón sin pensar más en ello.
¿No se le ocurrió ni por un momento que sir Gervasio pudo haberse pegado un tiro? —preguntó Poirot.
Y yo le pregunto: ¿por qué iba a pensar semejante cosa? El viejo parecía disfrutar bastante de la vida. Nunca hubiese imaginado que hiciera una cosa así. Ni puedo imaginar por qué lo hizo, aunque supongo que porque estaba loco.
Una infortunada ocurrencia.
Mucho... para Hugo y para mí. Supongo que no le habrá dejado nada, o casi nada.
¿Quién se lo ha dicho?
Hugo lo supo por el viejo Forbes.
Bien, señorita Cardwell —El mayor Riddle hizo una pequeña pausa—. Creo que eso es todo. ¿Cree que la señorita Chevenix-Gore se encontrará dispuesta a bajar para hablar con nosotros?
Creo que sí. Iré a decírselo.
Poirot intervino.
Un momento, mademoiselle. ¿Ha visto esto antes?
Le mostró el lapicero en forma de bala.
Oh, sí, lo vi esta tarde cuando jugábamos al bridge. Creo que pertenece al coronel Bury.
¿Se lo llevó al terminar el juego?
No tengo la menor idea.
Gracias, mademoiselle. Eso es todo.
Bien, avisaré a Ruth.
Ruth Chevenix-Gore entró en la habitación como una reina. Sus colores eran vivos y llevaba la cabeza ligeramente erguida, pero sus ojos, igual que los de Susana Cardwell, eran observadores. Su vestido era el mismo que le vio Poirot a su llegada... de un tono melocotón muy pálido. En el hombro llevaba prendida una rosa color salmón que antes estaba fresca y lozana y ahora comenzaba a marchitarse.
¿Y bien? —dijo Ruth.
Siento muchísimo molestarla —comenzó a decir el mayor Riddle.
Claro que tiene que molestarme. Igual que a todo el mundo. Aunque yo no puedo ayudarle. No tengo la más ligera idea de por qué se mató el viejo. Todo lo que puedo decirles es que nunca hubiera esperado de él semejante cosa.
¿Observó algo anormal en él? ¿Estaba deprimido, extremadamente excitado, algo que se saliera de lo normal?
No creo. No me fijé...
¿Cuándo lo vio por última vez?
A la hora del té.
¿No fue a su despacho... más tarde? —preguntó Poirot.
No. La última vez que le vi fue en esta habitación. Ahí, sentado.
Indicó una silla.
Ya. ¿Ha visto alguna vez este lápiz, mademoiselle?
Es del coronel Bury.
¿Lo ha visto últimamente?
La verdad, no recuerdo.
¿Sabe usted si hubo algún... desacuerdo entre sir Gervasio y el coronel Bury?
¿Se refiere acerca de la Compañía de Sucedáneo de la Goma?
Sí.
Creo que sí. ¡Estaba furioso por esa cuestión!
¿Tal vez creía que le habían estafado?
Ruth encogióse de hombros.
No entendía nada de negocios.
Poirot dijo:
¿Puedo hacerle una pregunta, mademoiselle..., una pregunta un tanto impertinente?
Desde luego.
Es ésta: ¿siente usted que... su padre haya muerto?
Claro que sí —Le miró extrañada—. No me gusta llorar, pero le echaré de menos... Quería al Viejo. Así es como le llamamos Hugo y yo. El «Viejo»... ¿sabe?... como en las antiguas tribus patriarcales. Suena un tanto irrespetuoso, pero, en realidad, tras esa palabra se esconde mucho afecto. ¡Claro que era el ser más testarudo e insoportable que ha existido nunca!
Me interesan sus palabras, mademoiselle.
¡El «Viejo» tenía el cerebro de un mosquito! Siento tener que decirlo, pero es cierto. Era incapaz de realizar ningún trabajo cerebral. Aparte de esto, era todo un carácter. ¡Valiente como el que más! Capaz de ir al Polo, o batirse en duelo. Siempre pensé que se pavoneaba tanto porque sabía que no tenía inteligencia. Cualquiera podía engañarle.
Poirot sacó la carta de su bolsillo:
Lea esto, mademoiselle.
Ella obedeció y luego se la devolvió.
¡De modo que es esto lo que le ha traído aquí!
¿Le sugiere alguna cosa?
No —Meneó la cabeza—. Probablemente es bien cierto. Cualquiera pudo robarle. Johnny dice que el último encargado que hubo antes que él, le manejaba como un monigote. Comprendan. ¡El Viejo era tan grande y magnífico que nunca descendía a comprobar los pequeños detalles! Era una tentación para los bribones.
Usted le pinta de una manera muy distinta a la opinión general, mademoiselle.
¡Oh!, bueno... tenía un buen camuflaje. Vanda, mi madre, le respaldaba en todo. Él era tan feliz creyéndose un Ser Todopoderoso. Por eso, en cierto sentido, me alegro de que haya muerto. Ha sido lo mejor para él.
No lo comprendo, mademoiselle.
Cada día estaba peor —dijo Ruth con pesar—. Hubieran tenido que acabar por encerrarle... La gente comenzaba a hablar de ello.
¿Sabía usted que estaba preparando un testamento según el cual usted sólo heredaría su dinero de casarse con el señor Trent?
Ruth exclamó:
¡Eso es absurdo! De todas formas, creo que no sería aceptado por la ley... Estoy segura de que no se puede obligar a la gente a casarse con quien uno disponga.
¿Si hubiera llegado a firmar ese testamento, habría usted cumplido las condiciones, mademoiselle?
La muchacha se sobresaltó.
Yo..., yo...
Se interrumpió, y por espacio de un par de minutos permaneció contemplando su zapato oscilante, del que se desprendió una pequeña porción de barro seco, que cayó sobre la alfombra.
De pronto Ruth Chevenix-Gore dijo:
¡Esperen!
Y salió corriendo de la habitación, regresando casi inmediatamente con el capitán Lake.
De todas maneras iban a descubrirlo... —dijo casi sin aliento—. Será mejor que lo sepan desde ahora. John y yo nos casamos en Londres hace tres semanas.

capítulo X


Es una gran sorpresa, señorita Chevenix-Gore... señora Lake, debiera decir —dijo el mayor Riddle—. ¿No estaba enterado nadie de su matrimonio?
No, lo mantuvimos en secreto, aunque a John no le agradaba mucho.
Yo... yo sé que parece un mal sistema de hacer las cosas —replicó Lake—. Debí de haber ido directamente a hablar con sir Gervasio...
Ruth le interrumpió.
Y decirle que querías casarte con su hija, para que te hubiera dado un golpe en la cabeza, y probablemente me hubiera desheredado. Esta casa se hubiera convertido en un infierno, y nos hubieran afeado nuestro comportamiento. Créeme, mi sistema era mejor. Cuando una cosa está hecha, hecha está. Se hubiera enfadado... pero al fin nos hubiese dado la razón.
Lake ofrecía un aspecto compungido. Poirot preguntó:
¿Cuándo pensaba comunicárselo a sir Gervasio?
Estaba preparando el terreno —respondió Ruth—. Últimamente se había mostrado más receloso con respecto a John y a mí de modo que simulé dirigir mis atenciones a Godfrey. Me figuré que luego, al saber que estaba casada con John, le resultaría casi un alivio.
¿Había alguna persona enterada de este matrimonio?
Sí, al fin se lo dije a Vanda. Quería tenerla de mi parte.
¿Y lo consiguió?
Sí. Ella no era partidaria de que me casara con Hugo... porque somos primos, según creo. Pensaba que la familia tenía ya demasiados miembros anormales para aumentarla con niños completamente idiotas. Claro que eso es bastante absurdo; puesto que yo sólo soy hija adoptiva. Creo que soy la hija de un primo muy lejano.
¿Está segura de que sir Gervasio no sospechaba la verdad?
Sí.
Poirot dijo:
¿Es eso cierto, capitán Lake? ¿Está seguro de que durante la entrevista que sostuvo esta tarde con sir Gervasio no se mencionó ese asunto?
Sí, señor.
Hay cierta evidencia, capitán Lake, que prueba que sir Gervasio estaba muy excitado después del rato que estuvo con usted, y que habló un par de veces del deshonor de la familia.
No se habló del asunto —replicó Lake, palideciendo.
¿Fue ésa la última vez que vio a sir Gervasio?
Sí; ya se lo he dicho.
¿Dónde estaba usted a las ocho y ocho minutos de esta tarde?
¿Dónde estaba? En mi casa. Al final del pueblo, a media milla de distancia.
¿No vino a Hamborough Close a esa hora?
No.
Poirot se volvió hacia la muchacha.
¿Dónde estaba usted, mademoiselle, cuando su padre se suicidó?
En el jardín.
¿En el jardín? ¿Oyó el disparo?
Sí. Pero no le presté especial atención. Creí que sería alguien que cazaba conejos, aunque recuerdo que me pareció que había sonado muy cerca.
¿Por dónde volvió a entrar en la casa?
Entré por ese ventanal.
Con un movimiento de cabeza, Ruth indicó el que estaba a sus espaldas.
¿Había alguien aquí?
No, pero Hugo, Susana y la señorita Lingard entraron casi inmediatamente. Hablaban de disparos, crímenes y demás.
Ya... —dijo Poirot—. Sí, creo que ahora lo veo...
El mayor Riddle dijo en tono indeciso:
Bien... er... gracias. Creo que, de momento, eso es todo.
Ruth y su esposo abandonaron la estancia.
¿Qué diablos...? —comenzó a decir Riddle, terminando descorazonado—: Cada vez resulta más difícil dar con una pista definitiva.
Poirot asintió. Había recogido el pedacito de barro seco desprendido del zapato de Ruth y lo contemplaba pensativo.
Es como el espejo roto de la pared... —dijo—. El espejo del muerto. Cada nuevo dato nos muestra alguna faceta distinta del difunto. Le vemos reflejado a través de todos los puntos de vista imaginables. Pronto tendremos una imagen completa...
Y levantándose arrojó al cesto de los papeles el pedacito de barro seco.
Voy a decirle una cosa, amigo mío. La clave de todo este misterio está en el espejo. Vaya al despacho y mírelo usted mismo, si es que no me cree.
El mayor Riddle dijo en tono resuelto:
Si es un crimen, a usted le corresponde probarlo. Si me pregunta a mí, le diré que se trata de un suicidio sin la menor duda. ¿Se fijó usted en que esa joven dijo que el encargado anterior había estado robando a sir Gervasio? Apuesto a que Lake contó este cuento para sus propios fines. Probablemente estaría haciendo lo mismo, sir Gervasio debió sospechar y envió a buscarle a usted porque no sabía hasta dónde habían llegado las relaciones entre Lake y Ruth. Luego esta tarde le dijo que se habían casado, y eso desmoralizó totalmente a sir Gervasio. Era «demasiado tarde» para hacer nada, y decidió huir para siempre de todo. La verdad es que su cerebro nunca estuvo muy equilibrado. En mi opinión eso es lo que ocurrió. ¿Qué tiene que decir en contra?
Poirot se situó en el centro de la estancia.
¿Qué tengo que decir? Esto: No tengo nada que objetar contra su teoría..., pero no llega lo bastante lejos. Hay ciertas cosas que no las ha tenido usted en cuenta.
¿Como por ejemplo...?
Los diversos estados de ánimo de sir Gervasio en el día de hoy; el hallazgo del lápiz del coronel Bury; la declaración de la señorita Cardwell, que es muy importante; la de la señorita Lingard en cuanto al orden en que fueron bajando a cenar; la posición de la butaca de sir Gervasio cuando fue encontrado; la bolsa de papel que había contenido naranjas y, por último, la más importante: el espejo roto.
El mayor Riddle se sobresaltó:
¿Va usted a decirme que todo ese galimatías tiene sentido?
Hércules Poirot repuso sin elevar la voz:
Espero que lo tenga... mañana.

capítulo XI


Hércules Poirot despertóse a la mañana siguiente poco después de amanecer. Le habían destinado el dormitorio situado al lado este de la casa.
Saltando de la cama, dirigióse a la ventana, y abriendo el postigo, comprobó satisfecho que había salido el sol y que hacía un tiempo espléndido.
Comenzó a vestirse con la meticulosidad acostumbrada, y una vez terminada su toilette arrebujóse en un grueso abrigo y se ciñó al cuello una bufanda.
Luego, saliendo de puntillas de su habitación, dirigióse por la casa silenciosa hasta el salón, desde donde, tras abrir uno de los ventanales, salió al jardín.
El sol empezaba a disipar la neblina precursora de una mañana espléndida. Hércules Poirot anduvo por la terraza que rodeaba la casa hasta llegar ante los ventanales del despacho de sir Gervasio, donde hizo alto para contemplar la escena.
Inmediatamente después de los ventanales había una franja de hierba que corría paralela a la casa, y luego un gran arriate de plantas. Las margaritas estaban espléndidas. Delante hallábase el camino enlosado donde se encontraba Poirot. La franja de césped iba desde la casa a la terraza. Poirot la estuvo examinando cuidadosamente y luego meneó la cabeza antes de dedicar su atención a los lados del arriate.
En la parte derecha, distinguiéndose precisamente sobre la tierra blanda, veíanse huellas de pisadas.
Mientras se inclinaba sobre ellas con el ceño fruncido, oyó un ruido que le hizo volver la vista rápidamente.
Se había abierto una ventana, y pudo contemplar una cabeza de cabellos rojos. Enmarcado en aquella aureola rojiza vio el rostro inteligente de Susana Cardwell.
¿Qué está usted haciendo a estas horas, señor Poirot? ¿Investigando?
Poirot inclinóse con la mayor corrección.
Buenos días, mademoiselle. Sí, dice usted bien. ¡Está usted contemplando a un detective... a un gran detective, permítame la inmodestia, en plena investigación!
Susana ladeó la cabeza.
Lo escribiré en mi Diario —comentó—. ¿Puedo bajar a ayudarle?
Estaré encantado.
Primero creí que era usted un ladrón. ¿Por dónde ha salido?
Por el ventanal del salón.
Dentro de un minuto estaré con usted.
Y cumplió su palabra. Al parecer, Poirot se encontraba exactamente en la misma posición que antes.
Se ha despertado muy temprano, mademoiselle.
La verdad es que no he dormido muy bien. Y empezaba a sentir esa sensación desesperada que se experimenta a las cinco de la mañana.
¡No es tan temprano como eso!
¡Pues lo parece! Ahora, superdetective, ¿puede decirme lo que está mirando?
Pues estas huellas, mademoiselle.
Vaya.
Son cuatro —continuó Poirot—. Mire, voy a indicárselas. Dos que van en dirección del ventanal y dos en dirección contraria.
¿De quién son? ¿Del jardinero?
Mademoiselle, mademoiselle. Estas huellas han sido hechas por un zapatito femenino y de tacón alto. Mire, convénzase. Le ruego que pise en la tierra al lado de ellas.
Susana vaciló un instante, pero al fin colocó su pie en el lugar indicado por Poirot. Llevaba unos zapatos de tacón alto de piel color castaño oscuro.
¿Ve? La suya es casi de la misma medida. Casi, pero no igual. Estas otras están hechas por un pie bastante más grande que el suyo. Quizá por la señorita Chevenix-Gore... la señorita Lingard... o lady Chevenix-Gore.
No, lady Chevenix-Gore tiene el pie muy pequeño. Las mujeres de antes los tenían así... quiero decir que en aquellos tiempos procuraban tenerlo. Y la señorita Lingard siempre lleva zapatos planos.
Entonces son de la señorita Chevenix-Gore. ¡Ah, sí, recuerdo que me dijo que ayer tarde estuvo en el jardín!
¿Seguimos investigando? —preguntó Susana.
Pues claro. Ahora iremos al despacho de sir Gervasio.
Abrió la marcha y Susana Cardwell avanzó tras él.
La puerta seguía colgando, medio arrancada, y la habitación estaba igual que la noche anterior. Poirot descorrió las cortinas para que entrase la luz del día.
Estuvo contemplando el arriate un par de minutos y al cabo dijo:
Supongo, mademoiselle, que usted no habrá tenido amistad con ladrones...
Susana Cardwell meneó la cabeza con pesar.
Me temo que no, monsieur Poirot.
El primer inspector tampoco tiene la ventaja de haber intimado con ellos. Sus relaciones con las clases delincuentes han sido siempre estrictamente oficiales. Yo soy distinto. En cierta ocasión tuve una charla muy interesante con un ladrón. Me contó cosas sorprendentes acerca de los ventanales de este tipo... un juego que puede emplearse cuando el pestillo está lo suficientemente flojo.
Y mientras hablaba accionó la manija, de modo que la barra central se soltase, permitiendo que Poirot tirara de las dos puertas del ventanal para abrirlo. Una vez hecho esto, volvió a cerrar... sin girar la manija, de modo que la barra no se encajase. Soltó la manija, aguardó un instante y luego descargó un fuerte golpe en el centro de la barra, haciendo que, debido a la vibración producida por el golpe, se deslizara en su agujero... al mismo tiempo que la manija volvía a su sitio.
¿Ve usted, mademoiselle?
Creo que sí.
Susana se había puesto pálida.
El ventanal ahora está cerrado. Es imposible entrar en una habitación estando cerrado el ventanal, pero es posible salir de ella, cerrar las puertas desde fuera, darle un golpe como yo he hecho de modo que la barra baje hasta introducirse en el agujero del suelo haciendo girar la manija. Entonces queda herméticamente cerrado, y cualquiera al verlo diría que había sido cerrado por dentro.
¿Es eso... —la voz de Susana tembló un tanto— es eso lo que ocurrió anoche?
Me parece que sí, mademoiselle.
No creo una palabra —dijo realmente con violencia.
Poirot no replicó. Fue hasta la chimenea, desde donde se volvió para decirle:
Mademoiselle, la necesito como testigo. Ya tengo otro, el señor Trent. Me vio recoger un pedacito de cristal ayer noche y le hable de él. Yo lo dejé donde estaba para que lo viera la policía. Incluso dije al primer inspector lo importante que era el espejo roto, pero no supo captar mi indirecta. Ahora usted es testigo de que se coloca este pedacito de cristal, sobre el cual ya llamé la atención del señor Trent, recuérdelo, en un sobrecito... así —unió la acción a la palabra—. Y escribo en él... así y lo cierro. ¿Es usted testigo, mademoiselle?
Sí... pero... pero ignoro lo que significa.
Poirot dirigióse al otro lado de la habitación, y de pie detrás de la mesa escritorio estuvo contemplando el espejo roto que había en la pared, frente a él.
Voy a decirle lo que significa, mademoiselle. Si usted hubiera estado aquí ayer noche, mirando ese espejo, hubiese podido ver cómo se cometía el crimen...

capítulo XII


Por primera vez en su vida, Ruth Chevenix-Gore... ahora Ruth Lake... bajó a tiempo para desayunarse. Hércules Poirot se encontraba en el vestíbulo y se apartó ceremoniosamente a un lado para cederle el paso.
Tengo que hacerle una pregunta, madame.
¿Sí?
Ayer noche estuvo usted en el jardín. ¿Pisó usted el arriate que hay ante el ventanal del despacho de sir Gervasio?
Ruth le miró extrañada.
Sí, dos veces.
¡Ah! Dos veces. ¿Cómo dos veces?
La primera estaba cogiendo margaritas. Eso fue a eso de las siete.
¿No es una hora un poco rara para coger flores?
Sí, en verdad lo es. Había arreglado las flores ayer por la mañana, pero después del té Vanda dijo que las que había encima de la mesa del comedor no eran lo bastante frescas. A mí me parecieron bien y por eso no las había cambiado.
Pero su madre le pidió que las cambiara. ¿Es así?
Sí. De modo que salí antes de las siete. Las corté de esa parte del arriate porque casi nadie va por allí y no importa estropear el efecto.
Sí, sí, pero ¿y la segunda vez? Usted dijo que fue dos veces.
Eso fue poco antes de cenar. Me había caído una gota de brillantina en el vestido... precisamente en el hombro. No quise molestarme en cambiarme, y ninguna de las flores artificiales que tengo iban bien con el amarillo de mi traje. Recordé haber visto una rosa cuando estaba cogiendo las margaritas, de modo que fui a cortarla y me la prendí en el hombro.
Poirot asintió lentamente con la cabeza.
Sí, recuerdo que ayer noche llevaba usted una rosa. ¿A qué hora fue a cortarla, madame?
La verdad, no lo sé.
Pero es esencial, madame. Piense... haga memoria...
Ruth frunció el entrecejo.
No puedo precisarlo —dijo al fin—. Debió ser... oh, claro, debió ser a eso de las ocho y cinco. Cuando iba a entrar en la casa oí sonar el batintín y luego aquella extraña detonación. Iba de prisa porque creía que era el segundo batintín y no el primero.
¡Ah!, de modo que usted pensó que era el segundo... ¿Y no trató de abrir el ventanal mientras estuvo en el arriate?
Pues, a decir verdad, sí. Pensé que tal vez estuviera abierto y por allí hubiese adelantado camino, pero estaba cerrado.
Así queda todo explicado la felicito, madame.
Ella le miró extrañada.
¿Qué quiere usted decir?
Que tiene explicación para todo... para las huellas de sus zapatos..., el pedacito de barro pegado a la suela... y sus huellas dactilares encontradas en la parte exterior del ventanal. Todo muy conveniente.
Antes de que Ruth pudiera contestar, la señorita Lingard bajó corriendo la escalera con las mejillas arreboladas y se sorprendió un tanto al ver a Poirot y Ruth juntos.
Les ruego me perdonen —dijo—. ¿Ocurre algo?
Ruth replicó furiosa:
¡Creo que el señor Poirot se ha vuelto loco!
Y dando media vuelta dirigióse al comedor mientras la señorita Lingard volvió su rostro asombrado hacia Poirot.
Después del desayuno —le dijo— se lo explicaré. Me gustaría que se reunieran todos a las diez en el despacho de sir Gervasio.
Y repitió su petición al entrar en el comedor.
Susana Cardwell le dirigió una mirada rápida, desviándola luego para fijarla en Ruth. Hugo dijo:
¿Eh? ¿Qué es lo que pretende?
Susana le dio un codazo y él se calló, obediente.
Cuando el desayuno hubo terminado, Poirot se puso en pie para dirigirse a la puerta, desde la que se volvió, sacando un reloj anticuado.
Son las diez menos cinco. Dentro de cinco minutos... en el despacho.

Poirot miró a su alrededor y estuvo contemplando el círculo de rostros interrogantes. Todo el mundo estaba allí, con una sola excepción... y en aquel preciso momento la excepción hizo acto de presencia. Lady Chevenix-Gore penetró en la estancia con paso suave y lánguido. Parecía enferma y demacrada.
Poirot le acercó una butaca, que ella ocupó, mas al alzar la vista y ver el espejo roto estremecióse e hizo lo posible por ladear un poco su asiento.
Gervasio está aún aquí —dijo en tono casual— ¡Pobre Gervasio!... Ahora pronto estará libre.
Poirot carraspeó antes de anunciar:
Les he pedido que vinieran aquí para que pudiesen conocer los hechos verdaderos del suicidio de sir Gervasio.
Fue el Destino —dijo lady Chevenix-Gore—. Gervasio era fuerte, pero la Fatalidad lo fue aún más.
El coronel Bury inclinóse un poco hacia delante.
Vanda..., querida.
Sonriendo, le tendió su mano, que él tomó entre las suyas, mientras ella decía suavemente:
Eres un consuelo, Ned.
Ruth dijo en tono irritado:
¿Hemos de entender que ha averiguado definitivamente la causa del suicidio de mi padre, señor Poirot?
El detective meneó la cabeza.
No, madame.
¿Entonces a qué viene ese galimatías?
Poirot replicó sin inmutarse:
Ignoro la causa del suicidio de sir Gervasio Chevenix-Gore, porque sir Gervasio Chevenix-Gore no se suicidó. No se quitó la vida, puesto que le asesinaron.
¿Asesinado?
Varias voces repitieron la palabra, y todos los rostros volviéronse hacia él sobresaltados. Lady Chevenix-Gore, alzando los ojos, exclamó:
¿Asesinado? ¡Oh, no! —y meneó la cabeza de un lado a otro.
¿Asesinado ha dicho usted? —era Hugo quien había hablado—. Imposible. No había nadie en la habitación cuando entramos. La ventana estaba cerrada, la puerta también, y la llave la tenía mi tío en el bolsillo. ¿Cómo pudieron matarle?
Sin embargo, le asesinaron.
¿Y el asesino escapó por el agujero de la cerradura, supongo? —dijo el coronel Bury en tono escéptico—. ¿O voló por la chimenea?
El asesino —dijo Poirot— salió por el ventanal. Ahora voy a demostrarle cómo.
Y repitió las maniobras del ventanal.
¿Lo ven? ¡Así es como lo hizo! Desde el primer momento no me pareció probable que sir Gervasio se hubiera suicidado. Había dado siempre muestras de egomanía, y un hombre así no se quita la vida.
»¡Y hay otras muchas cosas! Aparentemente, antes de morir, sir Gervasio se había sentado ante su escritorio para escribir "LO LAMENTO" ante una hoja de papel, y luego se pegó un tiro. Pero antes de hacerlo, por una u otra razón, varió la posición de su butaca, volviéndola de modo que quedara al lado del escritorio. ¿Por qué? Tenía que haber una explicación. Y comencé a ver la luz cuando descubrí un pedacito diminuto de cristal pegado en una de esas pesadas estatuillas de bronce...
»Me pregunté cómo era posible que aquel pedacito de espejo roto hubiera llegado hasta allí... y se me ocurrió una explicación. El espejo no había sido roto por la bala, sino por haber sido golpeado con la pesada figura de bronce. Aquel espejo había sido roto con toda intención. Pero ¿por qué? Volví al escritorio y miré la butaca. Sí, entonces lo comprendí. Todo estaba equivocado. Ningún suicida cambia su asiento de lugar, se inclina hacia uno de sus lados y se pega un tiro. Todo fue dispuesto de aquella manera para que pareciese un suicidio.
»Y ahora llegamos a algo muy interesante. La declaración de la señorita Cardwell. La señorita Cardwell dijo que bajó corriendo porque creyó haber oído el segundo batintín. Es decir, pensó que ya había sonado el primero. Ahora fíjense bien, si sir Gervasio estaba sentado ante su mesa en forma normal cuando le dispararon, ¿adonde hubiera ido la bala? Viajando en línea recta, hubiera salido por la puerta, si estaba abierta, ¡y hubiera dado en el batintín!
»¿Comprenden ahora la importancia de la declaración de la señorita Cardwell? Nadie más había oído el primer batintín, pero es que su habitación está precisamente encima de ésta y se encontraba en la mejor situación para oírlo. ¿Recuerdan que fue sólo una nota...?
»No cabía la posibilidad de que sir Gervasio se hubiera pegado un tiro. Un muerto no puede levantarse, cerrar la puerta con llave y colocarse en una posición conveniente. Otra persona era la responsable, y por lo tanto no fue suicidio, sino asesinato. Alguien cuya presencia fue fácilmente aceptada por sir Gervasio y que estaba de pie a su lado hablando con él. Sir Gervasio tal vez estaba escribiendo. El asesino acercó la pistola al lado derecho de su cabeza y disparó. ¡El crimen se ha realizado! ¡Entonces a trabajar de prisa! El asesino se calza unos guantes. Cierra la puerta y coloca la llave en el bolsillo de sir Gervasio. Pero ¿y si alguien ha oído la nota del batintín? Entonces se sabría que la puerta estaba abierta y no cerrada cuando se efectuó el disparo. Así que cambia de posición la butaca, coloca la pistola en la mano del difunto y entonces rompe el espejo adrede. En seguida el asesino sale por el ventanal, que luego cierra como les he demostrado, y pisa, no en la hierba, sino en el arriate, donde sus huellas puedan ser disimuladas más tarde; luego da la vuelta a la casa y penetra en el salón. —Hizo una pausa y luego continuó: —Sólo había una persona en el jardín cuando sonó el disparo. La misma que dejó sus pisadas en el arriate y sus huellas dactilares en la parte exterior del ventanal.
Se aproximó a Ruth.
Y usted tenía un motivo, ¿verdad? Su padre estaba enterado de su matrimonio secreto y estaba dispuesto a desheredarla.
¡Es mentira! —La voz de Ruth sonó clara y enojada—. En esa historia no hay una sola palabra de verdad. ¡Es mentira desde el principio al final!
Las pruebas contra usted son muy fuertes, madame. Es posible que un jurado la crea... o no.
No tendrá que enfrentarse con un jurado.
Todos se volvieron a mirar, sobresaltados. La señorita Lingard se había puesto en pie, con el rostro alterado y temblando como una azogada.
Yo le maté. ¡Lo confieso! Tenía mis razones. Yo... yo había estado esperando algún tiempo. El señor Poirot tiene razón. Le seguí hasta aquí. Antes había cogido la pistola del cajón. Me puse a su lado hablándole del libro... y disparé. Eso fue poco antes de las ocho. La bala dio en el batintín. Nunca imaginé que pudiera atravesarle la cabeza. No había tiempo para salir a buscarla. Cerré la puerta y puse la llave en el bolsillo. Luego di vuelta a la silla, rompí el espejo, y después de escribir «LO LAMENTO» en un pedazo de papel, salí por el ventanal, cerrándolo del modo que les ha demostrado el señor Poirot. Pasé por encima del arriate, pero luego hice desaparecer mis huellas con un rastrillo que había dejado preparado. Después fui al salón, donde había dejado el ventanal abierto. Ignoraba que Ruth había salido por allí. Debió ir hacia la parte delantera de la casa mientras yo iba a la de atrás. Tuve que esconder el rastrillo en el cobertizo. Esperé en el salón hasta que oí que alguien bajaba la escalera y que Snell iba a tocar el batintín y entonces...
Miró a Poirot.
¿No sabe lo que hice entonces?
Sí que lo sé. Encontró la bolsa en el cesto de los papeles. Fue una idea muy ingeniosa. Hizo usted lo que les encanta a los niños. Hinchó la bolsa de aire y luego hizo estallar. Después la arrojó a la papelera y salió corriendo al vestíbulo. De este modo establecía la hora del crimen... y una coartada para sí misma. Pero aún había una cosa que la inquietaba. No había tenido tiempo de recoger la bala. Debía estar cerca del batintín, y era esencial que la encontrasen en el despacho, cerca del espejo. Ignoro cuándo se le ocurrió la idea de apoderarse del lápiz del coronel Bury...
Fue precisamente entonces —explicó la señorita Lingard—. Cuando todos entramos en el salón. Me sorprendió ver a Ruth en la habitación. Comprendí que debía de llegar del jardín y que entró por el ventanal. Entonces vi el lápiz del coronel Bury sobre la mesa del bridge y lo escondí en mi bolso. Si luego alguien me veía recoger la bala, podría decir que había sido el lápiz. A decir verdad, creí que nadie me había visto cogerla. La dejé caer junto al espejo mientras ustedes miraban el cadáver. Y cuando usted sacó a relucir ese tema me alegré de haber pensado en recoger el lápiz.
Sí, fue muy lista. Me despistó por completo.
Mi temor era que alguien hubiera oído el verdadero disparo, pero sabía que todos estaban en sus habitaciones vistiéndose para la cena y por lo tanto tendrían las puertas cerradas. Los criados estaban en sus dependencias. La señorita Cardwell era la única que tal vez lo oyera, y sin duda pensaría que era una falsa explosión. Lo que oyó fue el batintín. Creí... creí... que todo había salido sin el menor tropiezo...
El señor Forbes dijo despacio y en tono solemne:
Es una historia extraordinaria. Parece que no tenía motivos...
La señorita Lingard replicó con voz clara:
Había una razón... —y agregó en tono fiero—: ¡Avisen a la policía! ¿A qué están esperando?
Poirot dijo sin alterarse:
¿Quieren hacer el favor de desalojar la habitación? Señor Forbes, telefonee al mayor Riddle. Yo me quedaré aquí hasta que llegue.
Poco a poco todos fueron desfilando, mientras volvían sus rostros extrañados y sorprendidos hacia la figura erecta y delgada de cabellos grises cuidadosamente peinados.
Ruth fue la última en marcharse, y permaneció dudando en la puerta.
No lo comprendo —dijo enojada, desafiante y mirando a Poirot—. Hace un momento usted pensaba que había sido yo.
No, no. —Poirot movió la cabeza—. No, nunca lo pensé.
Ruth salió de la habitación muy lentamente.
Poirot quedó a solas con aquella mujer de mediana edad, menuda y pulcra que había confesado ser autora de un crimen tan inteligentemente planeado y cometido con tanta sangre fría.
No —dijo la señorita Lingard—. Usted no pensó que hubiera sido ella. La acusó para hacerme hablar. ¿No es cierto?
Poirot asintió con un gesto.
Mientras esperamos —dijo la señorita Lingard—, ¿puede usted decirme lo que le hizo sospechar de mí?
Varias cosas. En primer lugar, su propia declaración con respecto a sir Gervasio. Un hombre orgulloso como él no hubiera hablado mal de su sobrino a un extraño. Usted quiso robustecer la teoría del suicidio. Incluso llegó a insinuar que la causa de su muerte fue algún disgusto relacionado con Hugo Trent. Eso también era algo que sir Gervasio no hubiera admitido nunca ante un extraño. Luego, el objeto que usted recogió en el recibidor, y el hecho muy significativo de no mencionar que Ruth al entrar en el salón lo hizo por el ventanal. Luego encontré la bolsa de papel... ¡un objeto que no era propio encontrar en la papelera del salón en una casa como Hamborough Close! Usted era la única persona que estaba en el salón cuando oyó la «detonación». Ese truco indicaba a una mujer... es un truco casero. De modo que todo encajaba. Su interés por hacer que sospechara de Hugo y no de Ruth. El mecanismo del crimen... y su móvil.
La mujer de cabellos grises se irguió.
¿Lo conoce?
Creo que sí. ¡La felicidad de Ruth... ése fue su móvil! Imagino que debió verla con John Lake... y lo que había entre ellos. Y luego, como tenía acceso a los papeles de sir Gervasio, dio con el borrador de su último testamento... Ruth no heredaría a menos que se casara con Hugo Trent. Eso la decidió a tomar la justicia por su mano, aprovechándose de la circunstancia de que sir Gervasio me había escrito. Probablemente vio la copia de esa carta. Ignoro qué sentimiento de temor o sospecha hizo que me escribiera. Es posible que sospechara que Burrows o Lake le estafaban sistemáticamente, y su incertidumbre en cuanto a los sentimientos de Ruth le decidió a buscar un investigador privado. Usted se aprovechó de ello y preparó la escena para el suicidio, basando su relato en que sir Gervasio estaba muy preocupado por algo relacionado con Hugo Trent. Usted me envió un telegrama y dijo que sir Gervasio había comentado que llegaría «demasiado tarde».
La señorita Lingard dijo furiosa:
Gervasio Chevenix-Gore era un bribón, un pedante y un charlatán. No iba a permitir que destrozara la felicidad de Ruth.
Poirot preguntó sin alterarse:
¿Ruth es hija suya?
Sí... es mi hija. Había pensado en ella... muchas veces. Cuando oí que sir Gervasio Chevenix-Gore necesitaba que le ayudasen a escribir la historia de la familia, aproveché la oportunidad. Sentía deseos de ver a mi... a mi hija. Sabía que lady Chevenix-Gore no iba a reconocerme. Han pasado muchos años... entonces yo era joven y bonita, y ahora llevo otro nombre. Además, lady Chevenix-Gore es demasiado ambigua para recordar nada con precisión. Ella me agradaba, pero odiaba al resto de la familia. Me trataban como a un perro. Y ahí estaba Gervasio dispuesto a arruinar la vida de Ruth con su orgullo y su tontería. ¡Y ella será feliz... si no sabe nunca quién soy!
Era una súplica.
Poirot inclinó la cabeza.
Por mí nadie ha de saberlo.
Gracias —repuso miss Lingard.

Más tarde, cuando la policía se la hubo llevado, Poirot encontró a Ruth Lake y a su esposo en el jardín.
¿Pensó usted realmente que había sido yo, señor Poirot? —le preguntó ella en tono de reto.
Madame, supe que usted no podría haberlo hecho por las margaritas.
¿Las margaritas? No comprendo.
Madame, sólo había cuatro huellas en la hierba. Dos que iban y dos que venían. Si hubiera estado cortando flores tendría que haber dejado muchas más. Lo cual significaba que entre su primera visita y la segunda alguien había borrado las demás. Cosa que sólo pudo hacerla el culpable, y puesto que sus huellas no fueron borradas, no era usted la culpable. Quedaba automáticamente eliminada.
El rostro de Ruth se iluminó.
Oh, ya comprendo. Supongo que le parecerá a usted extraño, pero siento compasión por esa pobre mujer. Al fin y al cabo, confesó para evitar que me detuvieran a mí o por lo menos eso he creído. Eso fue... noble, en cierto sentido. Me disgusta pensar que va a ser juzgada por un crimen.
Poirot dijo en tono amable:
No se preocupe. No llegarán a juzgarla. El doctor me ha dicho que está muy enferma del corazón y que no vivirá muchas semanas.
Lo celebro —Ruth arrancó una flor de azafrán v la acercó a su mejilla.
Pobre mujer. Quisiera saber por qué lo hizo.

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