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viernes, 24 de febrero de 2012

EL MERODEADOR EN LA CIUDAD AL BORDE DEL MUNDO Harlan Ellison




EL MERODEADOR EN LA CIUDAD AL BORDE DEL MUNDO
Harlan Ellison


Ante todo estaba la ciudad; nunca de noche. Lisas paredes reflectantes de metal antiséptico, como un inmenso autoclave. Pura e inmaculada, dominada por un silencio jamás roto por el zumbido visceral de sus engranajes íntimos. La ciudad era autónoma. Los ruidos de pasos resonaban por todos lados, notas sordas y cadenciosas de un instrumento exótico con base de cuero. Los ruidos repercutían hacia su creador como una canción tirolesa lanzada de montaña en montaña. Ruido de invisibles ciudadanos cuya existencia era tan ordenada, higiénica, metálica, como la de la ciudad que habían concebido para que les protegiera en su seno de las embestidas del tiempo. La ciudad era una compleja arteria, sus habitantes eran la helada sangre que se deslizaba por ella. Ambos formaban un todo único Ciudad constantemente brillante, eterna en su concepto, edificada en un desafío de exaltantes formas; la más moderna de todas las estructuras modernas, concebida como una residencia archiperfecta por individuos perfectos. Último logro de todas las investigaciones sociológicas orientadas a la Utopía. Se la había llamado espacio vital, y estaban condenados a vivir en ella, país de ninguna parte, de estética implacable y aséptica.
Nunca de noche.
Nunca en sombras.
…una sombra. Una mancha moviéndose sobre la pureza del metal, arrastrando consigo fragmentos de tela y de tierra arrancados a tumbas cerradas desde hacía innumerables siglos. Una silueta.
Al pasar, tocó una pared gris como el acero de un cañón; sus dedos polvorientos quedaron impresos en ella. Una sombra furtiva avanzando a lo largo de calles antisépticas que se transformaban —a su paso— en oscuros callejones de otros tiempos.
Tenía una vaga conciencia de lo ocurrido. No de una forma precisa, no con muchos detalles; pero era fuerte; era capaz de salir de aquello sin que su mente de paredes frágiles como la cáscara de un huevo estallara. No veía ningún lugar, en la brillante estructura en que se hallaba, donde pudiera aislarse para pensar. Tan sólo necesitaba un poco de tiempo. Refrenó su paso, sin ver a nadie. Extrañamente, inexplicablemente, se sentía… ¿seguro? Sí, seguro. Por primera vez desde hacía mucho tiempo.
Hacía tan sólo unos instantes se hallaba ante el estrecho callejón frente al número 13 de Miller’s Court. Eran las seis de la madrugada. Londres estaba silencioso, y él se había detenido un instante en el callejón de los prostíbulos M’ Carthy, un corredor fétido de donde llegaban hedores de orina y donde las prostitutas de Spitalfields llevaban a sus clientes. Hacía tan sólo unos instantes, con su maletín negro conteniendo el feto en su frasco de formaldehído puesto a su lado en la opaca neblina, se había detenido para beber algo antes de regresar a Toynbee Hall dando un rodeo. Luego debían de haber transcurrido cinco minutos. Y de pronto se había hallado en otro lugar, y ya no eran las seis de la madrugada de un día glacial de noviembre de 1888.
Había levantado los ojos hacia la claridad que lo inundaba en aquel otro lugar. Un silencio de hollín reinaba en Spitalfields; y de pronto, sin la menor sensación de desplazarse o de haber sido desplazado, se halló, inundado de luz, en aquel otro lugar. Dándose un corto respiro, tan pocos minutos después del cambio, se apoyó en la pared de la ciudad y recordó aquella otra luz. La de los mil espejos. En las paredes, en el techo. Un dormitorio, con una mujer en su interior.
Una mujer hermosa. No como Black Mary Kelly o Annie Chapman o Kate Eddowes o todas las demás basuras de las que había tenido que hacerse cargo.
Una mujer hermosa. Rubia, sana… hasta el momento en que le ofreció su cuerpo como cualquiera de aquellas vulgares rastreras que había tenido que utilizar en Whitechapel…
Una sibarita; una criatura para el placer; una Juliette, había dicho ella, antes de que él utilizara el cuchillo de larga hoja. Lo había encontrado bajo la almohada, en la misma cama hacia donde ella lo había atraído… Qué vergüenza, ni siquiera había sabido resistirse, desamparado, apretando su maletín negro como un niño que tiembla, él que se movía como un rey en la densa noche de Londres, él que ocho veces había cumplido impunemente su misión, para caer entre los brazos de una perdida, sí, una perdida como todas las demás, que se había aprovechado de él mientras él intentaba comprender lo que le ocurría y dónde se encontraba. Qué vergüenza… Y entonces había utilizado el cuchillo.
Habían pasado apenas unos minutos, y sin embargo había realizado un trabajo de artista.
El cuchillo era de un modelo extraño. La hoja parecía estar formada por dos finas piezas de metal, entre las cuales había algo que había adquirido intermitentemente una tonalidad rojiza, algo así como las chispas producidas por un generador Van de Graaff. Pero eso era perfectamente ridículo, ya que no estaba provisto de hilos ni de barra de contacto ni de nada que pudiera provocar ni siquiera la más pequeña descarga eléctrica. Lo había depositado en su maletín, donde estaba ahora junto con sus escalpelos, el ovillo de catgut * , los frascos cuidadosamente alineados en sus fundas de piel y el bocal conteniendo el feto. El feto de Mary Jane Kelly.
Se había esmerado, pero sin perder tiempo. La había preparado casi exactamente igual que a Kate Eddowes: la garganta limpiamente incidida de oreja a oreja, el tronco hendido entre los senos y hasta la vagina, los intestinos extraídos y desplegados sobre el hombro derecho, a excepción de un trocito seccionado y colocado entre el brazo izquierdo y el cuerpo. El hígado había sido picado con la punta del cuchillo, y su lóbulo derecho escarificado verticalmente. (Se sorprendió al constatar que el hígado no ofrecía ningún signo de cirrosis, enfermedad tan común entre las prostitutas de Spitalfields, que bebían constantemente con la esperanza de escapar de la sórdida y grotesca existencia que se veían obligadas a llevar. Y de hecho, ésta parecía totalmente distinta a las otras, pese al carácter aún más desvergonzado de sus avances sexuales. Y el cuchillo oculto bajo su almohada…) Cortó la vena cava a la altura del corazón. Luego se ocupó del rostro.
Por un instante había pensado en retirar el riñón izquierdo, como había hecho con Kate Eddowes. Sonrió al imaginar la expresión que debió de mostrar el señor George Lusk, presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, al recibir por correo la caja de cartón conteniendo el riñón de la señorita Eddowes, acompañado de aquellas palabras de alambicada ortografía:
Señor Lusk os embío desde el infierno este pequeño regalo la mitad de un riñón que la quité a una mujer de las bigiladas por usted. La otra mitad la ice a la plancha y me la comí y estaba mui buena. Si quereis el cuchiyo que la cortó puedo embiaroslo si esperais un poco. Cojedme cuando podais.
Había pensado firmar la nota: «Su seguro servidor, Jack el Destripador», o incluso Jack el Escurridizo, o El Carnicero, o cualquier otra cosa que se le ocurriera. Pero se había sentido frenado por una cuestión de estilo. Ir demasiado lejos en aquella dirección sería ir en contra de sus propias convicciones. Tal vez ya se había pasado de la raya al dar a entender al señor Lusk que se había comido la otra mitad del riñón.
Aquella rubia, aquella Juliette con su cuchillo oculto bajo la almohada, era la novena. Se apoyó contra la pared de acero perfectamente lisa, sin ninguna junta ni remache, y se pasó la mano por los ojos. ¿Cuándo iba a poder detenerse? ¿Cuándo terminarían comprendiendo, cuándo captarían su mensaje, un mensaje tan claro, escrito en sangre, que sólo la ceguera de su propia
codicia les forzaba a ignorar? ¿Debería diezmar los innumerables regimientos de mujerzuelas de Spitalfields para quitar la venda de sus ojos? ¿Tendrían que acarrear los vertederos chorros de sangre negra antes de que se decidieran por fin a escuchar lo que intentaba decirles y emprendieran las necesarias reformas?
Sin embargo, cuando apartó sus manos manchadas de sangre de delante de los ojos, se dio cuenta de lo que tendría que haberle parecido evidente desde un principio: ya no estaba en Whitechapel. No estaba en Miller’s Court, ni en ningún otro lugar de Spitalfields. Quizá ni siquiera estuviera en Londres. Pero, ¿cómo podía ser así?
¿Le había llamado Dios a Su seno?
¿Estaba muerto sin darse cuenta de ello, en algún lugar entre la lección de anatomía de Mary Jane Kelly (la muy sucia, ¡se había atrevido a besarle!) y el destripamiento en la habitación de aquella Juliette? ¿Por fin había decidido el Cielo recompensarle por el trabajo que había efectuado?
¡Oh, si el reverendo Barnett pudiera verlo! ¡Si hubiera podido saberlo todo! Pero «el Carnicero» no estaba dispuesto a hablar. Que las reformas se hicieran tal como el reverendo y su mujer las deseaban; que aplicaran los beneficios a sus sermones y sus peticiones, en lugar de a los escalpelos de Jack.
Pero si él estaba muerto, ¿su trabajo había llegado a buen fin? Aquel pensamiento le hizo sonreír. Si el Cielo le había llamado, eso tenía que significar que su trabajo había llegado a buen puerto. Definitivamente. Sí, pero en esas condiciones, ¿quién era la Juliette cuyo cuerpo se enfriaba, abierto y húmedo, en la habitación de los mil espejos?
En aquel momento conoció el miedo.
¿Y si el propio Dios hubiera interpretado mal lo que había hecho?
Al igual que lo había interpretado mal el buen pueblo de la reina Victoria. Al igual que lo había interpretado mal sir Charles Warren. ¿Y si Dios había visto tan sólo lo superficial e ignorado la verdadera razón? ¡No! ¡Ese pensamiento era ridículo! Si alguien estaba en situación de comprender, ese alguien era Aquel que le había dictado lo que había que hacer para enderezar la situación.
Dios le amaba tal como él amaba a Dios, y Dios le comprendía.
Pero en aquel instante conoció el miedo.
Porque, ¿quién era la mujer que acababa de degollar?
—Era mi nieta Juliette —dijo una voz en su oído.
Su cabeza se negó a moverse, a volverse aunque fuera tan sólo unos centímetros para ver a quien había hablado. El maletín se hallaba en el liso y reflectante suelo, a su lado. No tenía tiempo de sacar el cuchillo antes de ser alcanzado. Al final habían conseguido atrapar a Jack. Empezó a temblar incontroladamente.
—No tema nada —dijo la voz.
Era una voz cálida y tranquilizadora. La de un hombre más viejo que él. Temblaba como si tuviera fiebre. Pero se volvió para mirar. Era un anciano sonriente, amable y comprensivo. Que habló de nuevo, sin mover los labios:
—Nadie puede hacerle daño. ¿Cómo se encuentra?
El hombre de 1888 se dejó caer lentamente de rodillas.
—Perdón, Dios mío. No lo sabía —murmuró.
El estallido de la risa del viejo resonó en la cabeza del hombre que estaba de rodillas. Se elevó límpido como un rayo de sol recorriendo una de las callejuelas de Whitechapel entre el mediodía y la una de la tarde, iluminando los grises ladrillos de las paredes cubiertas de hollín. Resonó límpido y purificador en su mente.
—Yo no soy Dios —dijo el viejo—. La idea es espléndida, pero no soy Dios. ¿Le gustaría encontrar a Dios? Seguramente uno de nuestros artistas podrá modelar uno para usted. ¿Es muy
importante? No, ya veo que no es muy importante. Qué extraña mente tiene usted. No es ni creyente ni no creyente. ¿Cómo puede contener los dos conceptos a la vez? ¿Quiere que rectifique algunas de sus configuraciones cerebrales? No, ya veo. Tiene miedo. Dejémoslo por ahora. Ya lo haremos en otra ocasión.
Tomó por el cuello al hombre arrodillado y lo obligó a levantarse.
—Está usted cubierto de sangre. Habrá que limpiar todo eso. Hay un ablutorio no lejos de aquí. A propósito, he quedado muy impresionado por la forma en que se ha ocupado usted de Juliette. Es la primera vez, ¿sabe? No, claro, no puede saberlo, por supuesto. Pero es el primero que le ha administrado un tratamiento digno de ella. Le hubiera gustado ver lo que le hizo a Caspar Hauser. Le trituró una punta de su cerebro y lo envió a su casa para que viera un poco de su vida, y entonces la muy sinvergüenza me lo hizo traer otra vez y terminó su trabajo con el cuchillo. Ese mismo que ha tomado usted, supongo. Y luego lo envió de nuevo a su época. Oh, sublime misterio. Figura en todos los anales de enigmas no resueltos. Pero era una chapucera. No como usted. Ponía mucha labia a sus diversiones, pero ningún estilo. Excepto con el juez Crater. Allí sí que… —Se interrumpió, riendo con aire lascivo—. Pero estoy chocheando. Supongo que querrá usted adecentarse un poco y visitar algo el lugar, ¿no? Luego podremos charlar. Lo único que quería era que supiera que estoy contento de la forma como la ha liquidado. Pero, en cierto sentido, voy a echarla de menos. Fornicaba con tanto arte…
El viejo tomó el maletín y arrastró al hombre sucio de sangre a través de las claras y espejeantes calles.
—¿Usted quería que la mataran? —preguntó el hombre de 1888, incrédulo.
—Naturalmente —asintió el viejo, sin que sus labios se movieran ni una sola vez—. De otro modo, ¿para qué le habría traído a Jack el Destripador?
«¡Oh, Dios mío!», pensó él. «¡Estoy en el Infierno, e inscrito con el nombre de Jack!»
—No, no muchacho. No está en el infierno, en absoluto. Está en el futuro. El futuro para usted, el presente para mí. Viene usted de 1888 y está ahora en el… —Se interrumpió unos instantes, contando silenciosamente, como si tuviera que convertir manzanas en dólares, y luego prosiguió—. En el 3077. Es un mundo hermoso, no faltan las diversiones y nos sentimos felices de recibirle entre nosotros. Ahora venga. Vamos a limpiar un poco todo eso.
En el ablutorio, el abuelo de la difunta Juliette cambió de cabeza.
—En realidad tengo horror a hacerlo —explicó al hombre de 1888, agarrando sus mejillas con todos los dedos y tirando de la fláccida piel como si fuera goma—, pero Juliette insistía siempre. Yo ya quería darle ese gusto, si con ello hubiera conseguido enderezarla. Pero luego había todos esos juguetes que tenía que traerle del pasado, y luego verme obligado a cambiar de cabeza cada vez que quería acostarme con ella… Era horrible, realmente horrible.
Penetró en una de las numerosas cabinas, todas idénticas, empotradas en la pared. La puerta pivotó con un ligero chac blando, casi quitinoso. Luego pivotó otra vez, y el abuelo de la difunta Juliette, ahora seis años más joven que el hombre de 1888, salió de nuevo, completamente desnudo y con una nueva cabeza.
—El cuerpo está en buen estado —dijo, examinando las partes genitales y una peca en su hombro derecho—. Lo cambié el año pasado.
El hombre de 1888 desvió la mirada. Estaba en el Infierno, y Dios lo odiaba.
—Vamos, no se quede ahí, Jack. —El abuelo de Juliette sonrió—. Métase en una de esas cabinas y haga sus abluciones.
—No me llamo así —dijo el hombre de 1888 muy suavemente, como si acabara de ser golpeado por la correa de un látigo.
—Ya lo sé, ya lo sé, pero no importa… Ande, vaya ahora a lavarse.
Jack se acercó a una cabina. Era de color verde pálido, que se transformó en malva cuando él se detuvo ante ella.
—¿Qué es lo que…?
—Va a limpiarle, eso es todo. ¿De qué tiene miedo?
—No quiero ser cambiado.
El abuelo de Juliette se rió.
—Es un error —dijo sibilinamente.
Hizo un gesto imperioso con la mano, y el hombre de 1888 penetró en la cabina que pivotó rápidamente en su nicho y se hundió en el suelo emitiendo un triunfal sisss. Cuando volvió a ascender, pivotó y se abrió. Jack salió titubeando, con aspecto de terrible desorientación. Sus largas patillas habían sido escuadradas cuidadosamente, su barba de tres días había desaparecido, sus cabellos eran más claros y ya no llevaba la raya en medio, sino a un lado. Seguía llevando el mismo abrigo negro con cuello y puños de astracán, el mismo traje oscuro con una camisa blanca y una corbata negra, sujeta con una aguja en forma de herradura, pero todo parecía nuevo ahora, inmaculado, quizás incluso sintético y fabricado a la imagen de sus antiguas ropas.
—¡Ajá! —exclamó el abuelo de Juliette—. ¿No es mejor así? No hay nada como una buena sesión de limpieza para ponerle a uno las ideas en su sitio.
Penetró en otra cabina de donde salió unos segundos más tarde vestido con un traje de papel que le cubría ajustadamente desde el cuello hasta los pies. Avanzó hacia la salida.
—¿Dónde vamos ahora? —preguntó el hombre de 1888 al rejuvenecido abuelo, que avanzaba a su lado.
—Quiero presentarle a alguien —respondió el abuelo de Juliette, y Jack se dio cuenta de que ahora sí movía los labios. Pero decidió no hacer ningún comentario. Debía haber alguna razón para ello—. Iremos a pie, si me promete no lanzar exclamaciones de admiración acerca de la ciudad. Es una hermosa ciudad, por supuesto, pero yo vivo en ella y, francamente, encuentro el turismo tan aburrido…
Jack no respondió. El viejo tomó aquello como una aceptación a sus condiciones.
Así pues, caminaron. El peso de la ciudad impresionaba terriblemente a Jack. Era extensa, maciza, extraordinariamente limpia. Lo que había soñado para Whitechapel se había realizado aquí. Preguntó acerca de los barrios bajos, de los antros de vicio. El viejo agitó la cabeza.
—Desaparecieron hace mucho tiempo.
Así pues, había ocurrido. Las reformas por las cuales había expuesto su alma inmortal habían llegado. Haciendo balancear su maletín, anduvo con un paso más ligero. Pero al cabo de unos minutos su paso se hizo de nuevo más lento: no había nadie por las calles.
Nada más que edificios limpios y brillantes, calles que partían en todos sentidos y se cortaban bruscamente, como si el arquitecto hubiera decidido que, puesto que la gente podía desaparecer en un punto y reaparecer en otro distinto, ¿para qué romperse la cabeza haciendo calles que fueran de un lugar a otro?
El suelo era de metal, el cielo parecía metálico; los edificios se alzaban por todas partes, monótonas prolongaciones de metal insensible explorando un espacio plano. El hombre de 1888 se sintió terriblemente solo, como si cada uno de los actos que había realizado hubiera alienado un poco más a aquellos a quienes había intentado ayudar.
A su llegada a Toynbee Hall, cuando el reverendo Barnett le abrió los ojos acerca de la horrible realidad de los antros de Spitalfields, había hecho votos de poner remedio a la situación por todos los medios a su alcance. Tras algunos meses en los bajos fondos de Whitechapel, lo que tenía que hacer le había parecido tan simple como su fe en Dios. ¿Cuál era la utilidad de las rameras? No mayor que la de los microbios que las infestaban.
Así pues, había dejado hablar a Jack, para cumplir la voluntad del Señor y liberar los miserables desechos que habitaban al este de Londres. Que lord Warren, el comisario de la Policía Metropolitana, la reina y todos los demás le tomaran por un médico loco, por un carnicero sanguinario o por una bestia con apariencia humana no le importaba en lo más mínimo.
Sabía que él permanecería anónimo hasta el fin de los tiempos, pero que el generoso proceso que había puesto en marcha alcanzaría un día sus maravillosos resultados: la destrucción de la más horrible de las lacras que Inglaterra hubiera conocido nunca.
Sin embargo, ahora el tiempo había pasado; y se encontraba en un mundo aparentemente sin lacras, una Utopía esterilizada que era la concreción de todos los sueños del reverendo Barnett. Y sin embargo, pese a todo ello… algo sonaba a falso.
El abuelo, con su joven cabeza.
El silencio en las desiertas calles.
La mujer, Juliette, y su extraño pasatiempo.
El poco caso que se había hecho a su muerte.
La certeza del abuelo de que él, Jack, iba a matarla. Y la amistad que le testimoniaba ahora.
¿Adónde iban?
A su alrededor, la ciudad. El abuelo andaba sin prestar atención; Jack miraba pero no comprendía nada. Pero esto es lo que vieron mientras andaban:
Mil trescientos rayos de luz de treinta centímetros de largo por siete moléculas de espesor surgieron a las calles de metal por unos intersticios casi invisibles, se desplegaron en abanico e inundaron las paredes de los edificios; tomaron un vago tono azulado, recorrieron el contorno de las superficies, se doblaron en ángulo recto y volvieron a doblarse, una y otra vez, como un papel en un ejercicio de papiroflexia; cambiaron de nuevo de tonalidades, ahora eran dorados, penetraron a través de la superficie de los edificios, se dilataron y se contrajeron en ondas compactas, se extendieron sobre todas las superficies interiores, luego se replegaron rápidamente y desaparecieron. El proceso completo había durado doce segundos.
La noche cayó sobre un cuadrado de la ciudad que comprendía doce edificios. Descendió como un macizo pilar de duras aristas que coincidían con el ángulo de las calles. Del interior de la zona oscura llegaron ruidos indistintos, cantos de grillos, eructar de sapos, pájaros nocturnos, rumor del viento entre los árboles, y una música lejana de instrumentos imposibles de identificar.
Aparecieron paneles de escarchada luz, suspendidos en el aire. Una presencia ondulante e indefinible se lanzó al asalto de los niveles superiores de un gran edificio situado en la prolongación de esos paneles. Cuando éstos descendieron lentamente, el edificio se volvió fluido y se diluyó en corpúsculos de luz que flotaron en el aire. Cuando los paneles alcanzaron el suelo, el edificio se había desmaterializado por completo. Los paneles se tiñeron con una fuerte coloración anaranjada y comenzaron una nueva ascensión en dirección al cielo. A medida que subían, una masa se creaba en lugar del antiguo edificio, extrayendo al parecer del aire que lo rodeaba corpúsculos de luz, y fundiéndolos en una entidad que se transformó en el momento en que los paneles cesaron su ascensión, en un nuevo edificio. Los paneles de luz escarchada desaparecieron.
Durante unos segundos se oyó el zumbido de un abejorro, Luego cesó.
Una compacta multitud de personas vestidas con ropas de plástico desembocó de un gris agujero que vibraba en el aire, martilleó unos instantes la calzada con sus pasos, y desapareció tras la esquina de una calle de donde llegaba un ruido de toses prolongadas. El silencio se hizo de nuevo.
Una gota de agua, densa como el mercurio, cayó al suelo, golpeó la calzada, rebotó, se elevó varios centímetros, y luego se vaporizó en una mancha escarlata en forma de diente de ballena que cayó inerte al suelo.
Dos edificios se hundieron en el suelo, y el revestimiento de metal permaneció liso e ininterrumpido, a excepción de un árbol de metal de delgado tronco plateado, coronado de un follaje brillante hecho de fibras de oro irradiadas en un círculo perfecto. No se oyó el menor ruido.
El abuelo de la difunta Juliette y el hombre de 1888 siguieron andando.
—¿Adónde vamos?
—A casa de Van Cleef. Normalmente no andamos nunca; algunas veces, sí, pero ya no es un placer como antes. Lo hago especialmente por usted. ¿Le gusta el lugar?
—Es… poco habitual.
—Sobre todo con respecto a Spitalfields, ¿eh? Pero confieso que me gusta volver a aquella época. Soy yo quien posee el único transportador, ¿lo sabía? El único que haya sido fabricado nunca. Construido por el padre de Juliette, por mi hijo. Tuve que matarlo para conseguirlo. No quería mostrarse razonable. Sin embargo no representaba mucho para él, se lo aseguro. Era el último de los grandes artesanos, hubiera podido dármelo fácilmente. Pero era obstinado. Por eso le he hecho cortar a mi nieta en rodajas. De otro modo, habría sido ella quien lo hubiera hecho conmigo. Por aburrimiento; simplemente porque no encontraba otros medios de divertirse…
Una gardenia se materializó en el aire y se transformó ante sus ojos en un rostro de mujer de largos cabellos blancos.
—¡Hernon, no podemos aguardar más!
Parecía irritada.
El abuelo de Juliette palideció.
—¡Especie de hija de puta! Te dije que al paso. Pero tú no podías, ¿eh? Saltar, saltar, saltar, eso es lo que haces siempre. Bueno, eso representará varios feddels menos, eso es todo. Feddels, maldita sea. Había previsto marcar el paso; de hecho, estaba marcándolo, ¡pero tú…!
Levantó el brazo y una espuma verdosa surgió instantáneamente en dirección al rostro. El rostro desapareció y un instante después la gardenia reapareció unos pocos metros más allá. La espuma se convirtió en polvo y cayó, y Hernon, el abuelo de Juliette, dejó caer el brazo como descorazonado por la estupidez de aquella mujer. Una rosa, un nenúfar, un jacinto, un par de phlox, una celidonia silvestre y un cardo gigante aparecieron al lado de la gardenia. Cuando cada flor tomó la apariencia de un rostro distinto, Jack dio un paso atrás, aterrado.
Todos los rostros se volvieron hacia el que había sido antes un cardo gigante.
—¡Traidor! ¡Inmundo marrano! —gritaron al unísono al tembloroso y pálido rostro que había sido un cardo.
Los ojos de la mujer gardenia se abrieron enormemente, pareciendo que iban a salirse de sus órbitas; la pintura violácea que rodeaba completamente sus globos oculares la hacía semejarse a un animal al acecho a la entrada de una caverna.
—¡Turd! —gritó, dirigiéndose al hombre-cardo—. Todos estábamos de acuerdo, todo el mundo había aceptado. ¡Y tuviste que formar un cardo, so galápago! Ahora verás… —Se volvió rápidamente hacia los demás—. ¡Adelante! ¡Al diablo con la espera! ¡Ahora! ¡En formación!
—¡No, mierda! —gritó Hernon—. ¡Habíamos dicho al paaaso!
Pero ya era demasiado tarde. El aire se enturbió alrededor del hombre-cardo como el fondo de un río cuando se agita el limo; la atmósfera se ennegreció, y se formó un torbellino, con la cabeza ahora aterrada del hombre-cardo en su centro. El torbellino avanzó, atrapando a Jack, Hernon, las cabezas-flores, la ciudad; y de pronto fue de nuevo Spitalfields por la noche, y el hombre de 1888 estaba de nuevo en 1888, con su maletín en la mano, avanzando al encuentro de una mujer en una calle de Londres envuelta en la niebla.
(Había ocho nódulos adicionales en el cerebro de Jack.)
Era una mujer de unos cuarenta años, de aire cansado y algo desaliñada. Llevaba un traje negro de tela basta que descendía hasta sus botines. Un mandil blanco, manchado y arrugado, rodeaba su talle. Las amplias mangas le llegaban hasta la muñeca, e iba abotonada hasta el cuello. Llevaba un pañuelo anudado en torno a la garganta, y un deformado sombrero de ala ancha con una cinta adornada de una minúscula y patética flor de origen indeterminado. De su muñeca pendía un bolsito de cuentas de capacidad apreciable.
Retardó su paso cuando lo vio, o mejor lo adivinó, inmóvil en las sombras.
Él surgió de las sombras e hizo una ligera inclinación.
—Buenas noches, señorita. ¿Tomamos una copa?
El rostro de la mujer —de un patetismo conocido tan sólo por aquellas que han servido de blanco a innumerables dardos henchidos de sangre masculina— recuperó su expresión normal.
—Oh, bueno. Creí que era él. El Carnicero en persona. Dios del cielo, me ha puesto usted la carne de gallina.
Quiso sonreír, pero sólo consiguió hacer una mueca. Sus brillantes mejillas evidenciaban el abuso de la ginebra y la enfermedad. Su voz era ronca, un instrumento roto y mellado apenas utilizable.
—Tan sólo un corredor de comercio en busca de algo de compañía —aseguró Jack—. Enormemente feliz de poder ofrecer una jarra de cerveza a una dama tan encantadora como tú y pasar una o dos horas contigo.
Ella se le acercó y enlazó su brazo con el de él.
—Emily Matthews, señor. Feliz de haberle encontrado y andar un poco en su compañía, ya que con esta noche tan mala, y con el anguila de Jack merodeando por alguna parte en libertad, una dama respetable no debe pasear sola.
Descendieron por la calle Thrawl, pasaron ante los hoteluchos donde la desgraciada terminaría indudablemente por pasar la noche si conseguía sacarle unas monedas a aquel desconocido bien trajeado de ojos negros.
Giraron a la derecha en la calle Commercial; en el momento en que pasaban ante un infecto callejón sin salida, casi a la altura de la calle Flower & Dean, él la empujó vigorosamente a un lado. Ella se metió en el callejón y, creyendo que él quería palpar la mercancía, se apoyó contra la pared y separó las piernas, subiéndose la falda hasta la cintura. Pero Jack había agarrado las puntas del pañuelo. Asegurando su presa, apretó a fondo. La mujer boqueó, privada de aire. sus mejillas se hincharon y, a la vacilante luz de un farol de gas, él vio sus pupilas color avellana adoptar instantáneamente un tono de hoja muerta. En su rostro se leía, por supuesto, el terror, que se mezclaba también con una profunda tristeza, la de haber perdido la jarra de cerveza, la de no haber podido asegurarse un cobijo para la noche, la de no haber tenido suerte, esa suerte que nunca le había sonreído a Emily Matthews, la de haber caído aquella noche en manos del único hombre susceptible de despreciar sus favores. Era una expresión de desconsolada tristeza ante la inevitabilidad de su destino.
Vengo a ti, surgido de la noche,
descendiendo cada minuto de nuestras vidas hasta este instante,
enviado por la noche hasta ti.
Para siempre, los hombres desearán descubrir el secreto de este instante.
Arderán en silencio con el deseo de hallar
de nuevo este instante, nuestro instante;
de ver mi rostro y de saber mi nombre;
sin tan siquiera querer tal vez arrestarme,
puesto que entonces ya no sería quien soy
sino tan sólo alguien que lo ha intentado y ha fracasado.
Oh, tú y yo creamos una leyenda
que fascinará eternamente a los hombres;
pero nunca comprenderán por qué hemos sufrido, Emily.
Nunca comprenderán realmente
por qué ambos hemos muerto de un modo tan horrible.
Ella jadeó una súplica inarticulada, y sus ojos se empañaron mientras él deslizaba su mano libre en el bolsillo de su abrigo. Desde el momento en que supo que lo necesitaría había buscado,
mientras andaba, en su maletín. Y cuando su mano surgió de nuevo, estaba armada con el escalpelo.
—Emily… —dijo suavemente.
Luego cortó.
Con un gesto preciso: inclinando la punta del escalpelo, que penetró en la blanca carne por debajo y por detrás de la oreja izquierda. Sternocleidomastoideus. Forzando suavemente el cartílago, que cedió con un ligero chasquido. Manteniendo el escalpelo con mano firme para desgarrar de un solo corte toda la longitud de la garganta siguiendo la línea dura de la mandíbula. Glandula submandibularis. La sangre brotó en un chorro espeso sobre sus manos, luego a borbotones que salpicaron la pared de enfrente; se introdujo por sus mangas, empapando los puños blancos de su camisa. Con un gorgoteante estertor, ella se derrumbó blandamente, retenida por el pañuelo del que él no podía retirar sus dedos. Habían aparecido marcas negras allí donde había cortado la carne. Al llegar al extremo de la mandíbula, continuó, sajando el lóbulo de la oreja. Luego la depositó sobre la mugrienta calle. La tendió boca arriba, y abrió sus ropas con un golpe de escalpelo, dejando al descubierto un vientre desnudo e hinchado a la débil y vacilante luz del farol. Hizo la primera incisión en el hueco de la garganta. Glandula thyreoeidea. Trazó con mano firme una delgada línea de sangre negra hacia abajo, entre los senos, siempre hacia abajo. Sternum. Hizo una profunda incisión en forma de cruz en el interior del ombligo. Brotó un humor amarillento. Plica umbilicalis medialis. Más abajo; siguiendo el hinchado vientre, hundiendo más el escalpelo, trazando una limpia línea recta. Mesenterium dorsale commune. Siempre más abajo, hacia la protuberancia del monte, húmedo de transpiración. Un poco más difícil allí. Vesica urinaria. Y finalmente, para terminar, vagina.
Cavidad putrefacta.
Infecta y hedionda cloaca de prostitución.
Y en la cabeza de Jack, súcubos. En su cabeza, ojos vigilantes. En su cabeza, intrusos. En su cabeza, centelleos
de una gardenia un nenúfar una rosa un jacinto un par de phlox una celidonia silvestre y una flor negra con pétalos de obsidiana, estambres de ónice y pistilos de antracita, con la mente de Hernon, el abuelo de la difunta Juliette.
Contemplaron todo el horror de la loca lección de anatomía. Le observaron cortar los párpados. Le observaron retirar el corazón. Le observaron seccionar las trompas de Falopio en rodajas. Le observaron apretar en su mano, hasta reventarlo, el riñón henchido de ginebra. Cortar los senos hasta que sólo fueron informes montones de carne sangrante, que depositó sobre cada uno de los ojos muy abiertos, de mirada fija, sin párpados. Miraron.
Miraron y bebieron de la turbia marea que agitaba su espíritu. Sorbieron con avidez en la húmeda y temblorosa fuente de su inconsciente. Y gozaron.
Oh Dios es delicioso mirad eso se diría que es la costra de una pizza a medio cocer y esto otro se diría que son lumaconi ooooh Dios me pregunto qué gusto tendrá esssssso…
Mirad el brillo del acero.
Cómo las odia a todas, todas por el mismo rasero, debe de tratarse de una historia con alguna mujer, una enfermedad venérea, el temor de Dios Cristo, el reverendo Barnett, la… ¡Quiere poseer a la mujer del reverendo!
La reforma en materia social no puede ser sino labor de unos pocos. Es un fin en sí que justifica el utilizar cualquier medio, sea el que sea, incluso la exterminación de más del
cincuenta por ciento de aquellos que se convertirán en sus beneficiarios. Los mejores reformadores son también los más atrevidos. ¡Él cree en ello! ¡Es maravilloso!
¡Pandilla de vampiros, basura, inmunda gentuza…!
¡Nos ha sentido!
¡Que se vaya al diablo! Y tú con él, Hernon; has caído demasiado bajo; sabe que estamos aquí y eso me disgusta. ¿Para qué seguir?; me retiro…
¡Espera, vuelve, vas a romper la forma…!
… el torbellino los atrapó de nuevo, los llevó a un vertiginoso abismo donde la noche de 1888 ya no existía. La espiral se desenrolló, se desenrolló, y se concretizó en su punto más infinitesimal en un rostro, el rostro ennegrecido y carbonizado de aquel que había sido un cardo gigante. Estaba muerto. La parte interior de sus órbitas había ardido por completo. Algunos restos calcinados subsistían allí donde había anidado la inteligencia. Se habían servido de él como de un punto de focalización.
El hombre de 1888 recobró instantáneamente sus sentidos, así como el recuerdo total, eidético, de lo que le había ocurrido. No se trataba de una visión ni de un sueño ni de una alucinación. Había ocurrido realmente. Lo habían enviado al pasado de donde procedía, tras haber eliminado su recuerdo del futuro, de Juliette, de todo lo que había tenido lugar tras el instante en que se había encontrado frente al número 13 de Miller’ s Court. Y le habían hecho trabajar para su placer, gozando con sus emociones y sus pensamientos inconscientes, alimentándose y saciándose con sus más íntimas sensaciones, la mayor parte de las cuales, hasta ahora, habían permanecido completamente ignoradas para él. Y mientras descubría uno a uno los conceptos inyectados en su conciencia por un efecto inesperado de retroalimentación, sintió que la nueva conciencia de sí mismo le iba ganando poco a poco. Antes que afrontar ciertas revelaciones, su mente hubiera preferido sumergirse en los más negros abismos. Pero las barreras habían sido alzadas: nuevas configuraciones se presentaban ante él, y podía descifrarlas y retenerlas fácilmente. Infecta y hedionda cloaca de prostitución: ¡que mueran todas! No, no era cierto, él no pensaba así de las mujeres, de ninguna mujer, por rastrera y despreciable que fuera su condición. Él era un caballero; respetaba a las mujeres. Recordó: ¡Ella le había pegado la blenorragia! La vergüenza, las aprensiones sin fin, hasta que había reunido el valor para contárselo todo a su padre, el médico. La expresión del rostro de aquel hombre. Ahora lo recordaba todo. La forma como su padre lo había curado, como hubiera curado a un apestado. A partir de entonces, nada había vuelto a ser como antes. Había querido dedicarse a la cruzada de remediar aquella situación. La reforma en materia social y bla bla bla. Todo ilusión. Había sido un charlatán, un payaso… algo mucho peor. Había matado por una cosa en la que ni siquiera creía. Habían dejado su mente completamente abierta, y sus pensamientos derivaron con rapidez, siguieron su sobresaltado camino… hasta la
¡EXPLOSIÓN EN SU MENTE!
Cayó de bruces contra la calzada de liso y pulido metal, pero nunca llegó a entrar en contacto con ella. Algo detuvo su caída, y permaneció grotescamente suspendido, doblado en dos a la altura de la cintura, como una marioneta privada de sus hilos. Un soplo de algo desconocido, y estaba de nuevo en posesión de sus sentidos, como si no hubiera ocurrido nada. Su mente se vio obligada a examinar el pensamiento:
¡Quiere poseer a la mujer del reverendo Barnett!
Henrietta y su piadosa petición dirigida a la reina Victoria:
«Majestad, en nombre de las mujeres de Londres, horrorizadas por los abominables pecados que se cometen últimamente en el seno de nuestra comunidad…». Pedía su captura, la de él, Jack, del que nunca sabría, del que nunca podría llegar a sospechar que vivía en Toynbee Hall, en su propia casa, con ella y con el reverendo Barnett. El pensamiento se encajó en su mente tan desnudo como el cuerpo que secretamente había soñado cada noche, y del que ningún recuerdo
había subsistido nunca a su despertar. Habían dejado las puertas de su mente completamente abiertas, y ahora veía con claridad todo aquello, sin más obstrucciones; se veía tal como era en realidad.
Un psicópata, un carnicero, un libertino, un hipócrita y un payaso.
—¡Vosotros me habéis hecho esto! ¿Por qué?
La rabia ahogaba sus palabras. Las cabezas-flores adoptaron la forma concreta de los hedonistas responsables de la loca y sangrienta aventura en la noche de 1888.
Van Cleef, la mujer-gardenia, se mofó:
—¿Y qué creías, pedazo de paleto? (Es paleto, ¿no, Hernon? Con los dialectos antiguos siempre me pierdo.) Después de haberte hecho liquidar a su Juliette, Hernon quería dejarte ir. ¿Pero por qué no aprovechar la ocasión? Nos debía al menos tres formz, y para empezar tú servías tan bien como cualquier otro.
Jack se puso a gritar hasta que sus cuerdas vocales se hincharon en el interior de su garganta.
—¿Era necesario esta vez? Respondedme. ¿Era indispensable para hacer llegar las reformas?
Hernon se echó a reír.
—Por supuesto que no.
Jack cayó de rodillas. La ciudad le dejó hacer.
—Oh, Dios mío, oh, Dios todopoderoso, he hecho lo que he hecho, me he cubierto de sangre… y todo ello para nada, absolutamente para nada…
Cashio, que había sido uno de los phlox, parecía perplejo.
—Diría que se preocupa tan sólo por esta última vez y no por todas las demás. ¿Cómo explicáis eso?
Nosy Verlag, que había sido una celidonia silvestre, respondió vivamente:
—No es cierto. No se trata tan sólo de esta última vez. Todas lo atormentan. Sondéalo y verás.
Los ojos de Cashio giraron unos instantes hacia arriba, luego hacia abajo, y finalmente se concentraron en Jack. Éste sintió como un estremecimiento de mercurio en su mente, luego nada. Y Cashio concluyó, con una afectada mueca:
—Mmm… sí.
Jack manipuló rabiosamente el cierre de su maletín. Lo abrió y sacó el bocal conteniendo el feto. Aquel que había retirado el 9 de noviembre de 1888 del cuerpo de Mary Jane Kelly. Lo mantuvo unos instantes a la altura de su rostro, luego lo lanzó con todas sus fuerzas contra el suelo de metal. No llegó a tocarlo. Al llegar a menos de un centímetro del limpio y aséptico revestimiento de la ciudad, desapareció sin dejar ninguna huella.
—¡Qué maravillosa sensación de repugnancia! —exultó Rose, que había sido una rosa.
—Hernon —advirtió Van Cleef—, está concentrándose en ti. Te está haciendo responsable de todo lo que le ocurre.
En el momento en que Jack sacaba del maletín el escalpelo eléctrico de Juliette y se lanzaba hacia él, Hernon estaba riéndose, sin mover los labios. Las palabras de Jack eran ininteligibles, pero mientras golpeaba estaba diciendo:
—¡Basura! Os mostraré lo que sois; os mostraré que no podéis hacerme esto, ¡os lo mostraré! ¡Vais a reventar todos, todos vosotros, todos!
Eso era lo que decía, pero las palabras no surgieron de su boca más que como un prolongado rugido de venganza, de frustración, de odio y de impetuoso furor.
Hernon seguía riendo cuando Jack le hundió en el pecho la hoja zumbante de electricidad, delgada como un ingrávido suspiro. Casi sin ninguna manipulación por parte de Jack, delimitó una abertura de 360º, de abiertos y carbonizados labios, que puso al descubierto el palpitante corazón de Hernon y el húmedo interior de su caja torácica. Aún tuvo tiempo de lanzar un
desconcertado aullido antes de recibir el segundo golpe, que seccionó limpiamente las ataduras del corazón. Vena cava superior. Aorta. Arteria pulmonalis. Bronchus principalis.
El corazón saltó hacia delante como un tapón, y un terrible chorro de sangre a presión roció a Jack con tal fuerza que lo cegó. Su rostro ya no era más que una masa sangrante que chorreaba un espeso líquido rojo y negruzco.
Hernon siguió el camino de su corazón y cayó en brazos de Jack. Como un solo hombre, las cabezas-flores lanzaron un penetrante grito y desaparecieron, mientras el cuerpo de Hernon se deslizaba entre las manos de Jack para volatilizarse un segundo antes de tocar el suelo, a sus pies. Alrededor de Jack, las paredes eran lisas, limpias, estériles, metálicas e indiferentes.
Con el sangrante cuchillo en la mano, Jack se plantó en mitad de la calle.
—¡Ahora! —gritó blandiendo el cuchillo—. ¡Ahora vais a ver!
Si la ciudad entendió no lo aparentó en absoluto, pero
La presión aumentó en los variadores temporales.
En un edificio situado a ciento veinte kilómetros de allí, una sección de plateada pared se convirtió en metal oxidado.
En las cámaras frigoríficas, doscientas cápsulas de gelatina se vaciaron automáticamente en un recipiente.
La máquina de regular el tiempo se habló a sí misma muy suavemente, registró los datos y se construyó al instante un circuito mnemónico intangible.
y en la ciudad eterna y brillante, donde la noche caía tan sólo cuando sus habitantes lo deseaban y solicitaban específicamente que cayera…
La noche cayó. Sin otra advertencia que:
—¡Ahora!
Una inmunda criatura de carne putrefacta merodeaba por la estética y aséptica ciudad. En la última ciudad del mundo, la ciudad al borde del mundo, donde los hombres se habían construido un paraíso a la medida, el merodeador acosaba las tinieblas familiares. Deslizándose de sombra en sombra, insensible a todo lo que no se moviera, vagaba en busca de una pareja para iniciar su danza macabra.
Descubrió a la primera mujer en el momento en que se materializaba al pie de un vibrante y cristalino chorro de agua, surgido de la nada y que terminaba en una fuente azulina de forma cúbica y material indefinible. La descubrió y le hundió la vibrante hoja en la nuca. Luego procedió a la enucleación de los ojos, que depositó en la palma abierta de cada una de sus manos.
Descubrió a la segunda mujer en una torre, a caballo de un viejo de silbante y entrecortada respiración, que se apretaba el corazón con una mano mientras ella lo empujaba a la pasión. Jack terminó con ella al mismo tiempo que con el viejo. Le hundió la vibrante hoja en la redondez del bajo vientre, seccionando sus órganos genitales, mutilando y matando con el mismo golpe al viejo introducido en el cuerpo de la joven. Ella cayó sobre el viejo, y Jack los dejó así, unidos en un último abrazo.
Descubrió a un hombre y lo estranguló con sus manos desnudas antes de que tuviera tiempo de desmaterializarse. Luego, dándose cuenta de que era uno de los phlox, le cortó el rostro con precisión e insertó en los cortes las partes sexuales del hombre.
Descubrió a una tercera mujer que canturreaba a un grupo de niños una encantadora canción que hablaba de un huevo. Le abrió la garganta y seccionó las cuerdas en su interior. Extendió las cuerdas vocales sobre su pecho, pero no tocó a los niños, que seguían con ojos ávidos la operación. Amaba a los niños.
Merodeó por la noche sin fin, recogiendo corazones a su paso, formando una grotesca colección arrancada de una, luego dos, luego nueve personas. Y cuando alcanzó la docena, jalonó con ellos una de las amplias calles donde jamás circulaba ningún vehículo, ya que los habitantes de aquella ciudad no necesitaban vehículos.
Contra todo lo previsto, la ciudad no absorbió las vísceras. Y las gentes ya no se volatilizaban. Gozaba de una cierta impunidad, y sólo se sentía en la obligación de ponerse a cubierto cuando veía a un grupo que creía lanzado en su búsqueda. Algo estaba pasando en la ciudad. (En un momento determinado, percibió el chirrido característico del metal rozando contra el metal, el scrrric del plástico mordiendo el plástico —aunque ignoraba si era plástico—, e instintivamente comprendió que algo en la oculta maquinaria se estaba agarrotando.)
Descubrió a una mujer en su baño y la ató con jirones de sus propias ropas; le cortó las piernas a la altura de las rodillas y la dejó, aullante y pataleante, vaciarse de su sangre y de su vida en un agua escarlata. Se llevó las piernas.
Cuando descubrió a un hombre que corría para salir de la noche, saltó sobre él, lo degolló y le seccionó los brazos. Los reemplazó por las piernas de la mujer del baño.
Y continuó así sin descanso, fuera del tiempo. Quería mostrarles lo que el mal podía engendrar; quería mostrarles hasta qué punto era risible su inmortalidad al lado de la suya.
Finalmente, algo le dijo que estaba ganando la partida. Acurrucado entre dos cubos de aluminio en un rincón de metal antiséptico, oyó una voz sobre él, alrededor de él, e incluso dentro de él. Era un mensaje público difundido por algún proceso de comunicación mental del que se servían los habitantes de la ciudad al borde del mundo.
NUESTRA CIUDAD FORMA PARTE DE NOSOTROS AL IGUAL QUE NOSOTROS FORMAMOS PARTE DE NUESTRA CIUDAD. ELLA ES UNA PROLONGACIÓN DE NUESTRO CEREBRO Y OBEDECE NUESTRAS ÓRDENES. LA ENTIDAD QUE CONSTITUIMOS SE VE AMENAZADA POR UNA PRESENCIA EXTRANJERA QUE ESTAMOS INTENTANDO LOCALIZAR. PERO LA FUERZA MENTAL DE ESE HOMBRE ES GRANDE. PERTURBA LAS FUNCIONES VITALES DE LA CIUDAD. LA NOCHE INTERMINABLE ES UN EJEMPLO DE ELLO. TODOS DEBEMOS CONCENTRARNOS. TODOS DEBEMOS UNIR NUESTROS PENSAMIENTOS PARA LA SALVAGUARDA DE NUESTRA CIUDAD. LA AMENAZA ES GRAVE. SI LA CIUDAD MUERE, NOSOTROS MORIREMOS TAMBIÉN.
Ésos no fueron exactamente los términos del comunicado, pero así fue como los interpretó Jack. En realidad, el mensaje era mucho más largo y complejo, pero Jack supo interpretar correctamente y comprendió que estaba ganando la partida. Los estaba destruyendo poco a poco. Las reformas sociales eran risibles, habían dicho. Bien, iba a mostrárselo.
Prosiguió con su alucinante programa. Exterminó, mutiló, destrozó a los habitantes de la ciudad por cualquier lado donde pudo hallarlos. Y ya no podían desaparecer, no podían huir, no podían detenerlo. La colección alcanzó los cincuenta, luego los setenta, luego los cien corazones.
Se cansó de los corazones y comenzó a extirpar cerebros. Su colección aumentó.
Y eso continuó durante días y más días. De tanto en tanto, un aullido se elevaba de la perfumada y aséptica limpieza de la ciudad. Las manos de Jack estaban constantemente pegajosas y chorreantes.
Luego descubrió a Van Cleef. Desde la oscuridad donde estaba agazapado, saltó sobre ella y levantó la larga hoja vibrante para hundírsela en el pecho.
Pero ella
des apareció.
Recuperando su equilibrio, Jack miró a su alrededor. Van Cleef se materializó a tres metros de él. Se lanzó contra ella, con la cabeza baja, y de nuevo se volatilizó… para reaparecer tres metros más allá. Finalmente, cuando él hubo hendido en vano el aire en diez ocasiones, se inmovilizó, con los brazos colgando, jadeante, y la miró.
Ella le devolvió una mirada cargada de indiferencia.
—Eso ya no nos divierte —dijo, moviendo los labios.
¿Divertir? Los pensamientos de Jack, girando en un alocado vórtice, se refugiaron en un rincón aún más negro que todos los que hasta entonces había conocido. A través del velo empapado en sangre de su frenético desenfreno, comenzó a entrever la verdad. Se habían servido de él para sus diversiones. Le habían dejado hacer. Lo habían soltado por las calles de su ciudad y habían gozado con el espectáculo, un espectáculo granguiñolesco y bufo.
¿El mal? Nunca hasta entonces había sospechado los verdaderos horizontes de la palabra. Se lanzó hacia Van Cleef… pero ella se volatilizó para no volver a aparecer.
Permaneció allí, abandonado, mientras la luz regresaba; mientras la ciudad limpiaba los restos de la carnicería, recuperaba los cuerpos mutilados y hacía con ellos lo que debía hacer. Y en las cámaras frigoríficas, las cápsulas de gelatina reintegraron sus alvéolos y los cuerpos congelados fueron puestos en reserva, ya que Jack el Destripador ya no necesitaría más materia prima para diversión de los sibaritas. Su trabajo había terminado para siempre.
Permaneció allí, abandonado en medio de las calles desiertas. Calles que para él estarían siempre vacías. Para él, los habitantes de la ciudad ya no serían más que las sombras inalcanzables que en realidad siempre habían sido. Se había considerado una encarnación del mal, y ellos lo habían reducido al estado de patético bufón.
Intentó girar hacia sí mismo la zumbante hoja, pero se disolvió en una infinidad de partículas luminosas que se alejaron arrastradas por una brisa que no tenía ninguna otra razón de existir.
Abandonado, contempló la victoriosa ciudad utópica, donde la limpieza recuperaba sus derechos. Iban a mantenerlo en vida con sus técnicas, eternamente quizá, sólo por si algún día sentían de nuevo deseos de divertirse con él. Había sido reducido a la más simple expresión de su personalidad; su cerebro ya no era más que una masa de materia gelatinosa. Hundirse en la locura, en lo más profundo de la locura. No conocer jamás ni la paz ni el sueño ni el fin.
Permaneció allí, abandonado, en un mundo tan puro como el primer aliento de un niño; él, que había acechado en las más sórdidas callejuelas.
—No me llamo Jack —dijo suavemente. Pero no conocerían jamás su verdadero nombre. Tampoco les importaría—. ¡No me llamo Jack! —repitió más fuerte.
Nadie le oyó.
—¡NO ME LLAMO JACK, Y HE ACTUADO MAL, HE ACTUADO MUY MAL; SOY UN SER ABYECTO, PERO NO ME LLAMO JACK! —gritó otra vez.
Y gritó, y gritó una vez más, recorriendo sin destino las calles desiertas, sin ocultarse, sin verse obligado a merodear nunca más en la sombra, un extranjero para siempre en la ciudad.
* Cuerda de tripa (Nota de Jean Mallart).

GOTICO: R. L. Stevenson El Dr. Jekyll y Mr. Hyde

GOTICO: R. L. Stevenson El Dr. Jekyll y Mr. Hyde: R. L. Stevenson El Dr. Jekyll y Mr. Hyde Historia de la puerta Mr. Utterson, el abogado, era hombre de semblante adusto jamás ilumi...

R. L. Stevenson
El Dr. Jekyll y Mr. Hyde
Historia de la puerta
Mr. Utterson, el abogado, era hombre de semblante adusto jamás iluminado por una sonrisa, frío, parco y
reservado en la conversación, torpe en la expresión del sentimiento, enjuto, largo, seco y melancólico, y,
sin embargo, despertaba afecto. En las reuniones de amigos y cuando el vino era de su agrado, sus ojos
irradiaban un algo eminentemente humano que no llegaba a reflejarse en sus palabras pero que hablaba, no
sólo a través de los símbolos mudos de la expresión de su rostro en la sobremesa, sino también, más alto y
con mayor frecuencia, a través de sus acciones de cada día. Consigo mismo era austero. Cuando estaba solo
bebía ginebra para castigar su gusto por los buenos vinos, y, aunque le gustaba el teatro, no había traspuesto
en veinte años el umbral de un solo local de aquella especie. Pero reservaba en cambio para el prójimo una
enorme tolerancia, meditaba, no sin envidia a veces, sobre los arrestos que requería la comisión de las malas
acciones, y, llegado el caso, se inclinaba siempre a ayudar en lugar de censurar. -No critico la herejía de
Caín -solía decir con agudeza-. Yo siempre dejo que el prójimo se destruya del modo que mejor le parezca.
Dado su carácter, constituía generalmente su destino ser la última amistad honorable, la buena influencia
postrera en las vidas de los que avanzaban hacia su perdición y, mientras continuaran fre cuentando su trato,
su actitud jamás variaba un ápice con respecto a los que se hallaban en dicha sitixación.
Indudablemente, tal comportamiento no debía resultar dificil a Mr. Utterson por ser hombre, en el mejor
de los casos, reservado y que basaba su amis tad en una tolerancia sólo comparable a su bondad. Es propio
de la persona modesta aceptar el círculo de amistades que le ofrecen las manos de la fortuna, y tal era la
actitud de nuestro abogado. Sus amigos eran, o bien familiares suyos, o aquellos a quienes conocía hacía
largos años. Su afecto, como la hiedra, crecía con el tiempo y no respondía necesariamente al carácter de la
persona a quien lo otorgaba. De esa clase eran sin duda los lazos que le unían a Mr. Richard Enfield, pariente
lejano suyo y hombre muy conocido en toda la ciudad. Eran muchos los que se preguntaban qué verían
el uno en el otro y qué podrían tener en común. Todo el que se tropezara con ellos en el curso de sus
habituales paseos dominica
les afirmaba que no decían una sola palabra, que parecían notablemente aburridos y que recibían con evidente
agrado la presencia de cualquier amigo. Y, sin embargo, ambos apreciaban al máximo estas excursiones,
las consideraban el mejor momento de toda la semana y, para poder disfrutar de ellas sin interrupciones,
no sólo rechazaban oportunidades de diversión, sino que resistían incluso a la llamada del trabajo.
Ocurrió que en el curso de uno de dichos paseos fueron a desembocar los dos amigos en una callejuela de
uno de los barrios comerciales de Londres. Se trataba de una vía estrecha que se tenía por tranquila pero
que durante los días laborables albergaba un comercio floreciente. Al parecer sus habitantes eran comerciantes
prósperos que competían los unos con los otros en medrar más todavía dedicando lo sobrante de sus
ganancias en adornos y coqueterías, de modo que los escaparates que se alineaban a ambos lados de la calle
ofrecían un aspecto realmente tentador, como dos filas de vendedoras sonrientes. Aun los domingos, días
en que velaba sus más granados encantos y se mostraba relativamente poco frecuentada, la calleja brillaba
en comparación con el deslucido barrio en que se hallaba como reluce una hoguera en la oscuridad del bosque
acaparando y solazando la mirada de los transeúntes con sus contraventanas recién pintadas, sus bronces
bien pulidos y la limpieza y alegría que la caracterizaban.
A dos casas de una esquina, en la acera de la izquierda yendo en dirección al este, interrumpía la línea de
escaparates la entrada a un patio, y exactamente en ese mismo lugar un siniestro edificio pro yectaba su alero
sobre la calle. Constaba de dos plantas y carecía de ventanas. No tenía sino una puerta en la planta baja y
un frente ciego de pared deslucida en la superior. En todos los detalles se adivinaba la huella de un descuido
sórdido y prolongado. La puerta, que carecía de campanilla y de llamador, tenía la pintura saltada y descolorida.
Los vagabundos se refugiaban al abrigo que ofrecía y encendían sus fósforos,en la superficie de
sus hojas, los niños abrían tienda en sus peldaños, un escolar había probado el filo de su navaja en sus mo lduras
y nadie en casi una generación se había preocupado al parecer de alejar a esos visitantes inoportunos
ni de reparar los estragos que habían hecho en ella.
Mr. Enfield y el abogado caminaban por la acera opuesta, pero cuando llegaron a dicha entrada, el primero
levantó el bastón y señaló hacia ella.
-¿Te has fijado alguna vez en esa puerta? -preguntó. Y una vez que su compañero respondiera afirmativamente,
continuó-. Siempre la asocio mentalmente con un extraño suceso.
-¿De veras? -dijo Mr. Utterson con una ligera alteración en la voz-. ¿De qué se trata?
-Verás, ocurrió lo siguiente -continuó Mr. Enfield-. Volvía yo en una ocasión a casa, quién sabe de qué
lugar remoto, hacia las tres de una oscura ma drugada de invierno. Mi camino me llevó a atravesar un barrio
de la ciudad en que lo único que se ofrecía literalmente a la vista eran las farolas encendidas. Recorrí calles
sin cuento, donde todos dormían, ilu minadas como para un desfile y vacías como la nave de una iglesia,
hasta que me hallé en ese estado en que un hombre escucha y escucha y comienza a desear que aparezca un
policía. De pronto vi dos figuras, una la de un hombre de corta estatura que avanzaba a buen paso en dirección
al este, y la otra la de una niña de unos ocho o diez años de edad que corría por una bocacalle a la mayor
velocidad que le permitían sus piernas. Pues señor, como era de esperar, al llegar a la esquina hombre y
niña chocaron, y aquí viene lo horrible de la historia: el hombre atro pelló con toda tranquilidad el cuerpo de
la niña y siguió adelante, a pesar de sus gritos, dejándola tendida en el suelo. Supongo que tal como lo
cuento no parecerá gran cosa, pero la visión fue horrible. Aquel hombre no parecía un ser humano, sino un
juggernaut horrible. Le llamé, eché a correr hacia él, le atenacé por el cuello y le obligué a regresar al lugar
donde unas cuantas personas se habían reunido ya en torno a la niña. El hombre estaba muy tranquilo y no
ofreció resistencia, pero me dirigió una mirada tan aviesa que el sudor volvió a inundarme la frente como
cuando corriera. Los reunidos eran familiares de la víctima, y pronto hizo su aparición el médico, en cuya
búsqueda había ido precisamente la niña. Según aquel matasanos la pobre criatura no había sufrido más
daño que el susto natural, y supongo que creerás que con esto acabó todo. Pero se dio una curiosa circunstancia.
Desde el primer momento en que le vi, aquel hombre me produjo una enorme re pugnancia, y lo
mismo les ocurrió, cosa muy natural, a los parientes de la niña. Pero lo que me sorprendió fue la actitud del
médico. Respondía éste al tipo de galeno común y corriente. Era hombre de edad y aspecto indefinidos,
fuerte acento de Edimburgo y la sensibilidad de un banco de madera. Pues le ocurría lo mismo que a nosotros.
Cada vez que miraba a mi prisionero se ponía enfermo y palidecía presa del deseo de matarle. Ambos
nos dimos cuenta de lo que pensaba el otro y, dado que el asesinato nos estaba vedado, hicimos lo máximo
que pudimos dadas las circunstancias. Le dijimos al caballero de marras que daríamos a conocer su hazaña,
que todo Londres, de un extremo al otro, maldeciría su nombre, y que si tenía amigos o reputación sin duda
los perdería. Y mientras le fustigábamos de esta guisa, manteníamos apartadas a las mujeres, que se hallaban
prestas a lanzarse sobre él como arpías. En mi vida he visto círculo semejante de rostros encendidos
por el odio. Y en el centro estaba aquel hombre revestido de una especie de frialdad negra y despectiva,
asustado también -se le veía-, pero capeando el temporal como un verdadero Satán.
»"Si desean sacar partido del accidente -nos dijo-, naturalmente me tienen en sus manos. Un caballero
siempre trata de evitar el escándalo. Dígan me cuánto quieren:' Pues bien, le apretamos las clavijas y le
exigimos nada menos que cien libras para la familia de la niña. Era evidente que habría querido escapar,
pero nuestra actitud le inspiró miedo y al final accedió. Sólo restaba conseguir el dinero, y, za dónde crees
que nos condujo sino a ese edificio de la puerta? Abrió con una llave, entró, y al poco rato volvió a salir
con diez libras en oro y un talón por valor de la cantidad restante, extendido al portador contra la banca de
Coutts y firmado con un nombre que no puedo mencionar a pesar de ser ése uno de los detalles más interesantes
de mi historia. Lo que sí te diré es que era un nombre muy conocido y que se ve muy a menudo en
los periódicos. La cifra era alta, pero el que había estampado su firma en el talón, si es que era auténtica,
era hombre de una gran fortuna. Me tomé la libertad de decirle al caballero en cuestión que todo aquel
asunto me parecía sospechoso y que en la vida real un hombre no entra a las cuatro de la mañana en semejante
antro para salir al rato con un cheque por valor de casi cien libras firmado por otra persona. Pero él se
mostró frío y despectivo.
»"No tema -me dijo-, me quedaré con ustedes hasta que abran los bancos y pueda cobrar yo mis mo ese
dinero." Así pues nos pusimos todos en camino, el padre de la niña, el médico, nuestro amigo y yo. Pasamos
el resto de la noche en mi casa y a la mañana siguiente, una vez desayunados, nos dirigimos al banco
como un solo hombre. Yo mismo entregué el talón al empleado haciéndole notar que tenía razones de peso
para sospechar que se trataba de una falsificación. Pues nada de eso. La firma era legítima.
-¡Qué barbaridad! -dijo Mr. Utterson.
-Ya veo que piensas lo mismo que yo -dijo Mr. Enfield-. Sí, es una historia desagradable porque el hombre
en cuestión era un personaje detestable, un auténtico infame, mientras que la persona que firmó ese
cheque es un modelo de virtudes, un hombre muy conocido y, lo que es peor, famoso por sus buenas obras.
Un caso de chantaje, supongo. El del caballero honorable que se ve obligado a pagar una fortuna por un
desliz de juventud. Por eso doy a este edificio el nombre de «la casa del chantaje». Aunque aun eso estaría
muy lejos de explicarlo todo -añadió. Y dicho esto se hundió en sus meditaciones.
De ellas vino a sacarle Mr. Utterson con una pregunta inopinada.
-¿Y sabes si el que extendió el talón vive ahí? -Sería un lugar muy apropiado, ¿verdad? -respondió Mr.
Enfield-, pero se da el caso de que recuerdo su dirección y vive en no sé qué plaza.
-¿Y nunca has preguntado a nadie acerca de esa casa de la puerta? -preguntó Mr. Utterson.
-Pues no señor, he tenido esa delicadeza -fue la respuesta-. Estoy decididamente en contra de toda clase
de preguntas. Me recuerdan demasiado el día del juicio Final. Hacer una pregunta es como arrojar una piedra.
Uno se queda sentado tranquilamente en la cima de una colina y allá va la piedra arrastrando otras
cuantas a su paso hasta que al final van a dar todas a la cabeza de un pobre infeliz (aquel en quien menos
habías pensado) que no se ha movido de su jardín, y resulta que la familia tiene que cambiar de nombre. No
señor. Yo siempre me he atenido a una norma: cuanto más raro me parece el caso, menos preguntas hago.
-Sabio proceder, sin duda -dijo el abogado. -Pero sí he examinado el edificio por mi cuenta -continuó Mr.
Enfield-, y no parece una casa habitada. Es la única puerta, y nadie sale ni entra por ella a excepción del
protagonista de la aventura que acabo de relatarte. Y eso muy de tarde en tarde. En el primer piso hay tres
ventanas que dan al patio. En la planta baja, ninguna. Esas tres ventanas están siempre cerradas aunque los
cristales están limpios. Por otra parte de la chimenea sale generalmente humo, así que la casa debe de estar
habitada, aunque es difícil asegurarlo dado que los edificios que dan a ese patio están tan apiñados que es
imposible saber dónde acaba uno y dónde empieza el siguiente. Los dos amigos caminaron un rato más en
silencio hasta que habló Mr. Utterson.
-Es buena norma la tuya, Enfield -dijo. -Sí, creo que sí -respondió el otro.
-Pero, a pesar de todo -continuó el abogado-, hay una cosa que quiero preguntarte. Me gustaría que me
dijeras cómo se llamaba el hombre que atropelló a la niña.
-Bueno -dijo Mr. Enfield-, no veo qué mal puede haber en decírtelo. Se llamaba Hyde.
-Ya -dijo Mr. Utterson-. ¿Y cómo es físicamente? -No es fácil describirle. En su aspecto hay algo equívoco,
desagradable, decididamente detestable. Nunca he visto a nadie despertar tanta repugnancia y, sin
embargo, no sabría decirte la razón. Debe de tener alguna deformidad. Ésa es la impresión que produce,
aunque no puedo decir concretamente por qué. Su aspecto es realmente extraordinario y, sin embargo, no
podría mencionar un solo detalle fuera de lo normal. No, me es imposible. No puedo describirle. Y no es
que no le recuerde, porque te aseguro que es como si le tuviera ante mi vista en este mis mo momento.
Mr. Utterson anduvo otro trecho en silencio, evidentemente abrumado por sus pensamientos. -¿Estás seguro
de que abrió con llave? -preguntó al fin.
-Mi querido Utterson -comenzó a decir Enfield, que no cabía en sí de asombro.
-Lo sé -dijo su interlocutor-, comprendo tu extrañeza. El hecho es que si no te pregunto cómo se llamaba
el otro hombre es porque ya lo sé. Verás, Richard, has ido a dar en el clavo con esa historia. Si no has sido
exacto en algún punto, convendría que rectificaras.
-Deberías haberme avisado -respondió el otro con un dejo de indignación-. Pero te aseguro que he sido
exacto hasta la pedantería, como tú sueles decir. Ese hombre tenía una llave, y lo que es más, sigue teniéndola.
Le vi servirse de ella no hará ni una semana.
Mr. Utterson exhaló un profundo suspiro pero no dijo una sola palabra. Al poco, el joven continuaba: -
No sé cuándo voy a aprender a callarme la boca -dijo-. Me avergüenzo de haber hablado más de la cuenta.
Hagamos un trato. Nunca más volveremos a hablar de este asunto.
-Accedo de todo corazón -dijo el abogado-. Te lo prometo, Richard.
En busca de Mr. Hyde
Aquella noche, Mr. Utterson llegó a su casa de soltero sombrío y se sentó a la mesa sin gusto. Los domingos,
al acabar de cenar, tenía la costumbre de instalarse en un sillón junto al fuego y ante un atril en que
reposaba la obra de algún árido teólogo hasta que el reloj de la iglesia vecina daba las doce, hora en que se
iba a la cama tranquilo y agradecido. Aquella noche, sin embargo, apenas levantados los manteles, tomó
una vela y se dirigió a su despacho. Una vez allí, abrió la caja fuerte, sacó del apartado más recóndito un
sobre en el que se leía «Testamento del Dr. Jekyll» y se sentó con el ceño fruncido a inspeccionar su contenido.
El testamento era ológrafo, pues Mr. Utterson, si bien se avino a hacerse cargo de él una vez terminado,
se había negado a prestar la menor ayuda en su confección. El documento estipulaba no sólo que tras el
falle cimiento de Henry Jekyll, doctor en Medicina y miembro de la Royal Society, todo cuanto poseía fuera
a parar a manos de su «amigo y benefactor, Edward Hyde», sino también que, en el caso de «desaparición o
ausencia inexplicable del Dr. Jekyll durante un período de tiempo superior a los tres meses», el antedicho
Edward Hyde pasaría a dis frutar de todas las pertenencias de Henry Jekyll sin la menor dilación y libre de
cargas y obligaciones, excepción hecha del pago de sendas sumas de me nor cuantía a los miembros de la
servidumbre del doctor.
El testamento venía constituyendo desde hacía tiempo una preocupación para Mr. Utterson. Le molestaba
no sólo en calidad de abogado, sino también como amante que era de todo lo cuerdo y habitual por ser
hombre para quien lo desusado equivalía, sin más a deshonroso. Y si hasta el momento había sido la ignorancia
de quién podía ser ese Mr. Hyde lo que provocara su enojo, ahora, por un súbito capricho del destino,
lo que sabía de él era precisamente la causa de su indignación. Malo era ya cuando aquel personaje no
constituía sino un nombre del cual nada podía averiguar, pero aún era peor ahora que ese nombre comenzaba
a revestirse de atributos detestables. De la neblina movediza e incorpórea que durante tanto tiempo había
confundido su vista, saltaba de pronto a primer plano la imagen concreta de un ser diabólico.
«Creí que era locura -se dijo mientras volvía a colocar en la caja el odioso documento-, y me empiezo a
temer que sea infamia.» Apagó la vela, se puso el abrigo y se dirigió a la plaza de Cavendish, reducto de la
medicina, donde su amigo, el famoso Dr. Lanyon, tenía su casa y recibía a sus numerosos pacientes. «Si
alguien sabe algo del asunto, tiene que ser Lanyon», había decidido.
El solemne mayordomo le conocía y le dio la bienvenida. Sin dilación le condujo a la puerta del comedor,
donde sentado a la mesa, solo y paladeando una copa de vino, se hallaba el Dr. Lanyon. Era éste un
hombre cordial, sano, vivaz, de semblante arrebolado, cabellos prematuramente encanecidos y modales
bulliciosos y decididos. Al ver a Mr. Utterson se levantó precipitadamente de su asiento y salió a recibirle
tendiéndole ambas manos. Su cordialidad podía resultar quizá un poco teatral a primera vista, pero respondía
a un auténtico afecto. Los dos hombres eran viejos amigos, antiguos compañeros, tanto de colegio como
de universidad, se respetaban tanto a sí mismos como mutuamente y, lo que no siempre es consecuencia de
lo anterior, gozaban el uno con la compañía del otro.
Tras unos momentos de divagación, el abogado encaminó la charla al tema que tan desagradablemente le
preocupaba.
-Supongo, Lanyon -dijo-, que somos los amigos más antiguos que tiene Henry Jekyll.
-Ojalá no lo fuéramos tanto -dijo Lanyon riendo-. Pero sí, supongo que no. te equivocas. LY qué es de
él? Últimamente le veo muy poco.
-¿De veras? -dijo Utterson-. Creí que os unían intereses comunes.
-Y así es -fue la respuesta-. Pero hace ya más de diez años que Henry Jekyll empezó a complicarse demasiado
para mi gusto. Se ha desquiciado mentalmente y aunque, como es natural, sigue intere sándome por
mor de los viejos tiempos, como suele decirse, lo cierto es que le veo y le he visto muy poco durante estos
últimos meses. Todos esos disparates tan poco científicos... -añadió el doctor mientras su rostro adquiría el
color de la grana- habrían podido enemistar a Daimon y Pitias.
Aquella ligera explosión de ira alivió en cierto modo a Mr. Utterson. «Difieren solamente en una cuestión
científica», se dijo. Y por ser hombre desapasionado con respecto a la ciencia (excepción hecha de lo
concerniente a las escrituras de traspaso), llegó incluso a añadir: «¡Pequeñeces». Dio a su amigo unos segundos
para que recuperase su compostura y abordó luego el tema que le había llevado a aquella casa.
-¿Conoces a ese protegido suyo, un tal Hyde? -pre guntó.
-¿Hyde? -preguntó Lanyon-. No. Nunca he oído hablar de él. Debe de haberle conocido después de que
yo dejara de frecuentar su trato.
Ésta fue toda la información que el abogado pudo llevarse consigo al lecho, grande y oscuro, en que se
revolvió toda la noche hasta que las horas del ama necer comenzaron a hacerse cada vez más largas. Fue
aquélla una noche de poco descanso para su cerebro, que trabajó sin tregua enfrentado solo con la oscuridad
y acosado por infinitas interrogaciones.
Cuando las campanas de la iglesia cercana a la casa de Mr. Utterson dieron las seis, éste aún seguía meditando
sobre el problema. Hasta entonces sólo le había interesado en el aspecto intelectual, pero ahora había
captado, o mejor dicho, esclavizado su imaginación, y mientras Utterson se revolvía en las tinieblas de la
noche y de la habitación velada por espesos cortinajes, la narración de Mr. Enfield desfilaba ante su mente
como una secuencia ininterrumpida de figuras luminosas. Veía primero la infinita sucesión de farolas de
una ciudad hundida en la noche, luego la figura de un hombre que caminaba a buen paso, la de una niña
que salía corriendo de la casa del médico y cómo al fin las dos figuras se encontraban. Aquel juggernaut
humano atropellaba a la chiquilla y seguía adelante sin hacer caso de sus gritos. Otras veces veía un dormitorio
de una casa lujosa donde dormía su amigo sonriendo a sus sueños. De pronto la puerta se abría, las
cortinas de la cama se separaban y una voz despertaba al durmiente. A su lado se hallaba una figura que
tenía poder sobre él, e, incluso a esa hora de la noche, Jekyll no tenía más remedio que levantarse y obedecer
su mandato. La figura que aparecía en ambas secuencias obsesionó toda la noche al abogado, que si en
algún momento cayó en un sueño ligero, fue para verla deslizarse furtivamente entre mansiones dormidas o
moverse cada vez con mayor rapidez hasta alcanzar una velocidad de vértigo, entre los laberintos de una
ciudad iluminada por farolas, atropellando a una niña en cada esquina y abandonándola a pesar de sus gritos.
Y la figura no tenía cara por la cual pudiera reconocerle. Ni siquiera en sus sueños tenía rostro, y si lo
tenía, le burlaba apareciendo un segundo ante sus ojos para disolverse un instante después. Y así fue como
surgió de pronto y creció con presteza en la mente del abogado una curiosidad singularmente fuerte, casi
incontrolable, de contemplar la faz del verdadero Mr. Hyde. «Si pudiera verle, aunque sólo fuera una vez -
pensó-, el misterio se iría disipando y hasta puede que se desvaneciera totalmente como suele suceder con
todo acontecimiento misterioso cuando se le examina con detalle. Podría averiguar quizá la razón de la extraña
predilección o servidumbre de mi amigo (llá mesela como se quiera), y hasta de aquel sorprendente
testamento. Al menos, valdría la pena ver el rostro de un hombre sin entrañas, sin piedad, un rostro que sólo
tuvo que mostrarse una vez para despertar en la mente del poco impresionable Enfield un odio imperecedero.
»
Desde aquel día, empezó Mr. Utterson a rondar la puerta que se abría a la callejuela de las tiendas. Lo
hacía por la mañana, antes de acudir a su despacho, a mediodía, cuando el trabajo era mucho y el tiempo
escaso, por la noche, bajo la mirada de la luna que se cernía difusa sobre la ciudad. Bajo todas las
luces y a todas horas, ya estuviera la calle solitaria o animada, el abogado montaba guardia en el lugar
que para tal fin había seleccionado.
-Si él es Mr. Hyde -había decidido-, yo seré Mr. Seek.
Al fin vio recompensada su paciencia. Era una noche clara y despejada, el aire helado, las calles limpias
como la pista de un salón de baile. Las luces, inmóviles por la falta de viento, proyectaban sobre el cemento
un dibujo regular de claridad y sombra. Hacia las diez, cuando las tiendas estaban ya cerradas, la calleja
queda solitaria y, a pesar de que hasta ella llegaran los ruidos del Londres que la rodeaba, muy silenciosa.
El sonido más mínimo se oía hasta muy lejos. Los ruidos que procedían del interior de las casas eran claramente
audibles a ambos lados de la calle y el rumor de los pasos de los transeúntes precedía a éstos durante
largo rato. Mr. Utterson lle vaba varios minutos apostado en su puesto, cuando oyó unos pasos, leves y
extraños, que se acercaban. En el curso de aquellas vigilancias nocturnas se había acostumbrado al curioso
efecto que se produce cuando las pisadas de una persona aún distante se destacaban súbitamente, con toda
claridad, del vasto zumbido y alboroto de la ciudad. Nunca, sin embargo, habían acaparado su atención de
forma tan aguda y decisiva, y así fue como se ocultó en la entrada del patio sintiendo un supersticioso presentimiento
de triunfo.
Los pasos se aproximaban rápidamente y al doblar la esquina de la calle sonaron de pronto mucho más
fuerte. El abogado miró desde su escondite y pronto pudo ver con qué clase de hombre tendría que entendérselas.
Era de corta estatura y vestía muy sencillamente. Su aspecto, aun a distancia, predispuso automáticamente
en su contra al que de tal modo le vigilaba. Se dirigió directamente a la puerta cruzando la calle
para ganar tiempo y, mientras avanzaba, sacó una llave del bolsillo con el gesto seguro del que se aproxima
a casa.
En el momento en que pasaba junto a él, Mr. Utterson dio un paso adelante y le tocó en el hombro. -Mr.
Hyde, supongo.
Hyde dio un paso atrás y aspiró con un siseo una bocanada de aire. Pero su temor fue sólo momentáneo
y, aunque sin mirar directamente a la cara al abogado, contestó con frialdad:
-El mismo. ¿Qué desea?
-He visto que iba a entrar y... -respondió el abogado-. Verá usted, soy un viejo amigo del Dr. Jekyll. Mr.
Utterson, de la calle Gaunt; debe de conocerme de nombre. Al verle llegar tan oportunamente he pensado
que quizá me permitiera usted entrar.
-No encontrará al Dr. Jekyll. Está fuera -respondió Mr. Hyde mientras soplaba en el interior de la llave.
Y luego continuó sin levantar la vista. -¿Cómo me ha reconocido?
-¿Querrá usted hacerme un favor? -preguntó Mr. Utterson.
-Desde luego -replicó el otro-. ¿De qué se trata? -¿Me permite que le vea la cara? -preguntó el abogado.
Mr. Hyde pareció dudar, pero al fin, como por fruto de una repentina decisión, le miró de frente con gesto
de desafío. Los dos hombres se contemplaron fijamente unos segundos.
-Ahora ya podré reconocerle -dijo Mr. Utterson-. Puede serme muy útil.
-Sí -respondió Mr. Hyde-. No está mal que nos hayamos conocido. A propósito. Le daré mi dirección. Y
dijo un número de cierta calle del Soho.
¡Dios mío! -se dijo Mr. Utterson-. ¿Habrá estado pensando él también en el testamento?»
Pero se guardó sus temores y se dio por enterado de la dirección con un sordo gruñido.
-Y ahora dígame -dijo el otro-, ¿cómo me ha re conocido?
-Por su descripción -fue la respuesta. -¿Quién se la dio?
-Tenemos amigos comunes -dijo Mr. Utterson. -¿Amigos comunes? -repitió Mr. Hyde con cierta aspereza-.
¿Quiénes?
-Jeky11, por ejemplo -dijo el abogado.
-Él no le ha dicho nada -gritó Mr. Hyde en un acceso de ira-. No le creía a usted capaz de mentir. -
Vamos, vamos -dijo Mr. Utterson-. Ese lenguaje no le honra.
Estalló entonces el otro en una carcajada salvaje y un segundo después, con extraordinaria rapidez, había
abierto la puerta y desaparecido en el interior de la casa.
El abogado permaneció clavado en el suelo unos momentos. Era la imagen viva de la inquietud. Luego
echó a andar calle abajo parándose a cada paso y llevándose la mano a la frente como si estuviera sumido
en una profunda duda. El problema con que se debatía mientras caminaba era de esos que difícilmente llegan
a resolverse nunca. Mr. Hyde era pequeño, pálido, producía impresión de deformidad sin ser efectivamente
contrahecho, tenía una sonrisa desagradable, se había dirigido al abogado con esa combinación criminal
de timidez y osadía, y hablaba con una voz ronca, baja, como entrecortada. Todo ello, naturalmente,
predisponía en su contra, pero aun así no explicaba el grado, hasta entonces nunca experimentado, de disgusto,
repugnancia y miedo de que había despertado en Mr. Utterson. «Debe de haber algo más -se dijo
perplejo el caballero-. Tiene que haber algo más, pero este hombre no parece un ser humano. Tiene algo de
troglodita, por decirlo así. ¿Nos hallaremos, quizá, ante una nueva versión de la historia del Dr. Fell? ¿O
será la
mera irradiación de un espíritu malvado que trasciende y transfigura su vestidura de barro? Creo que debe
de ser esto último. ¡Mi pobre amigo Henry Jekyll! Si alguna vez he leído en un rostro la firma de Satanás,
ha sido en el de tu nuevo amigo. »
Saliendo de la callejuela, a la vuelta de la esquina, había una plaza flanqueada de casas antiguas y de
hermosa apariencia, la mayor parte de ellas venidas a menos y divididas en cuartos y aposentos que se alquilaban
a gentes de toda clase y condición: grabadores de mapas, arquitectos, abogados de ética dudosa y
agentes de oscuras empresas. Una de ellas, sin embargo, la segunda a partir de la esquina, continuaba teniendo
un solo ocupante, y ante su puerta, que respiraba un aire de riqueza y comodidad a pesar de estar
hundida en la oscuridad, a excepción de la claridad que se filtraba por el montante, Mr. Ut terson se detuvo
y llamó. Un sirviente bien vestido y de edad avanzada salió a abrirle.
-¿Está en casa el Dr. Jekyll, Poole? -preguntó el abogado.
-Iré a ver, Mr. Utterson -dijo el mayordomo. Mientras hablaba hizo pasar al visitante a un salón grande y
confortable, de techo bajo y pavimento de losas, caldeado (según es costumbre en las casas de campo) por
un fuego que ardía alegremente en la chimenea y decorado con lujosos armarios de roble.
-¿Quiere esperar aquí junto al fuego, señor, o prefiere que le lleve luz al comedor?
-Esperaré aquí, gracias -dijo el abogado. Se aproximó después a la chimenea y se apoyó en la alta rejilla
que había ante el fuego. Se hallaba en la habitación favorita de su amigo el doctor, una estancia que Utterson
no habría tenido el menor reparo en describir como la más acogedora de Londres. Pero esa noche sentía
un estremecimiento en las venas. El rostro de Hyde no se apartaba de su memoria. Experimentaba -cosa
rara en él- náusea y repugnancia por la vida, y dado el estado de ánimo en que se hallaba, creía leer una
amenaza en el resplandor del fuego que se reflejaba en la pulida superficie de los armarios y en el inquieto
danzar de las sombras en el techo. Se avergonzó de la sensación de alivio que le invadió cuando Poole regresó
al poco rato para anunciarle que Jekyll había salido.
-He visto entrar a Mr. Hyde por la puerta de la antigua sala de disección, Poole -dijo Mr. Utterson-. ¿Le
está permitido venir cuando el Dr. Jekyll no está en casa?
-Desde luego, Mr. Utterson -replicó el sirviente-. Mr. Hyde tiene llave.
-Al parecer, su amo confía totalmente en ese hombre, Poole -continuó el otro pensativo.
-Sí, señor, así es -dijo Poole -. Todos tenemos orden de obedecerle.
-No creo haber conocido nunca a Mr. Hyde -observó Utterson.
-¡No, por Dios, señor! Nunca cena aquí -replicó el mayordomo -. De hecho le vemos muy poco en
esta parte de la casa. Suele entrar y salir por el laboratorio.
-Bueno, entonces me iré. Buenas noches, Poole. -Buenas noches, Mr. Utterson.
El abogado se dirigió a su casa presa de gran inquietud. «Pobre Henry Jekyll -se dijo-. Ha debido de tener
una juventud desenfrenada. Cierto que desde entonces ha pasado mucho tiempo, pero de acuerdo con la ley
de Dios, las malas acciones nunca prescriben. Tiene que ser eso, el fantasma de un antiguo pecado, el cáncer
de alguna vergüenza oculta. Al fin el castigo llega inexorablemente, pede claudo, años después de que
el delito ha caído en el olvido y nuestra propia estimación ha perdonado ya la falta.»
Y el abogado, asustado por sus pensamientos, meditó un momento sobre su propio pasado rebuscando en
los rincones de la memoria por ver si alguna antigua iniquidad saltaba de pronto a la luz como surge un
muñeco de resortes del interior de una caja de sorpresas. Pero su pasado estaba hasta cierto punto libre de
culpas. Pocos hombres podían pasar revista a su vida con menos temor, y, sin embargo, Mr. Utterson sintió
una enorme vergüenza por las malas acciones que había cometido y su corazón se elevó a Dios con gratitud
por las muchas otras que había estado a punto de cometer y que, sin embargo, había evitado. Mientras seguía
meditando sobre este tema, su mente se iluminó con un rayo de esperanza. «Pero ese Mr. Hyde -se
dijo- debe de tener sus propios secretos, secretos negros a juzgar por su aspecto, secretos al lado de los cuales
el peor crimen del pobre Jekyll debe brillar como la luz del sol. Las cosas no pueden seguir corno están.
Me repugna pensar que ese ser maligno pueda rondar como un ladrón al lado mismo del lecho del pobre
Henry. ¡Desgraciado Jekyll! ¡Qué amargo despertar! Y encima, el peligro que corre, porque si ese tal Hyde
llega a sospechar de la existencia del testamento, puede impacientarse por heredar. Tengo que hacer algo
inmediatamente. Si Jekyll me lo permitiera...» Y luego añadió: «Si Jekyll me permitiera hacer algo...» Porque
una vez más veía con los ojos de la memoria, tan claras como la transparencia misma, las raras estipulaciones
del testamento.
El Dr. Jeky11 estaba tranquilo
Dos semanas después, por una de esas halagüeñas jugadas del destino, el Dr. Jekyll invitó a cenar a cinco
o seis de sus mejores amigos, inteligentes todos ellos, de reputación intachable y buenos catadores de vino,
y Mr. Utterson pudo ingeniárselas para quedarse a solas con su anfitrión una vez que partie ran el resto de
los invitados. No era aquello ninguna novedad, sino que, al contrario, había sucedido en innumerables ocasiones.
Donde querían a Utterson, le querían bien. Sus anfitriones solían retener al adusto abogado una vez
que los despreocupados y los habladores habían traspasado ya el umbral. Gustaban de permanecer un rato
en su discreta compañía, practicando la soledad, serenando el pensamiento en el fecundo silencio de aquel
hombre tras el dispendio de alegría y la tensión que ésta suponía.
El Dr. Jekyll no era excepción a la regla. Sentado como estaba frente a Utterson delante de la chimenea -
era hombre de unos cincuenta años, alto, fornido, de rostro delicado, con una expresión algo astuta, quizá,
pero que revelaba inteligencia y bondad-, su mirada demostraba que sentía por su amigo un afecto profundo
y sincero.
-Hace tiempo quería hablar contigo, Jeky11 -le dijo éste-. ¿Recuerdas el testamento que hiciste? Un buen
observador se habría dado cuenta de que el tema no era del agrado del que escuchaba. Pero, aun así, el doctor
respondió alegremente. . -¡Mi pobre Utterson! -dijo-. Qué mala suerte has tenido con que sea tu cliente.
En mi vida he visto un hombre tan preocupado como tú cuando leíste ese documento, excepto quizá ese
fanático de Lanyon ante lo que llama «mis herejías científicas». Ya. Ya sé que es una buena persona. No
tienes que fruncir el ceño. Es un hombre excelente y me gustaría verle con más frecuencia. Pero es también
un ignorante, un fanático y, sin lugar a dudas, un pedante. Nadie me ha decepcionado nunca tanto como él.
-Tú sabes que nunca he aprobado ese documento -continuó Utterson, haciendo caso omiso de las palabras
de su amigo.
-¿Te refieres a mi testamento? Sí, naturalmente, ya lo sé -dijo el doctor ligeramente enojado-. Ya me lo
has dicho.
-Pues te lo repito -continuó el abogado-. He averiguado ciertas cosas acerca de Mr. Hyde.
El agraciado rostro del Dr. Jekyll palideció hasta que labios y ojos se ennegrecieron.
-No quiero oír ni una sola palabra de ese asunto -dijo-. Creí que habíamos acordado no volver a mencionar
el tema.
-Lo que me han dicho es abominable -continuó Utterson.
-Eso no cambiará nada. No puedes entender en qué posición me encuentro -contestó el doctor no sin cierta
incoherencia-. Me hallo en una situación difícil, Utterson, en una extraña circunstancia de la vida, muy
extraña. Se trata de uno de esos asuntos que no se solucionan con hablar.
-Jekyll -dijo Utterson-, tú me conoces y sabes que soy hombre en quien se puede confiar. Puedes hablarme
con toda confianza y no dudes de que podré sacarte del atolladero.
-Mi querido Utterson -dijo el doctor-, tu bondad me conmueve. Eres un excelente amigo y no encuentro
palabras con que agradecerte el afecto que me demuestras. Te creo y confiaría en ti antes que en ninguna
otra persona, antes, ¡ay!, que en mí mismo si me fuera posible. Pero no se trata de lo que tú imaginas. No es
tan grave el asunto. Y sólo para tranquilizar tu corazón te diré una cosa. Puedo deshacerme de ese tal Mr.
Hyde en el momento en que lo desee. Te lo prometo. Mil veces te agradezco tu interés y sólo quiero añadir
una cosa que, espero, no tomes a mal. Se trata de un asunto personal y no quiero que volvamos a hablar de
ello jamás.
Utterson reflexionó unos segundos mirando al fuego.
-Estoy seguro de que tienes razón -dijo al fin poniéndose en pie.
-Pero ya que hemos tocado el tema por última vez -prosiguió el doctor-, hay un punto en el que quiero insistir.
Siento un gran interés por ese pobre Hyde. Sé que le has visto, me lo ha dicho, y me temo que estuvo
muy grosero contigo. Pero con toda sinceridad te digo que siento un interés enorme por ese hombre y quiero
que me prometas, Utterson, que si muero, serás tolerante con él y le ayudarás a hacer valer sus derechos.
Estoy seguro de que lo harías si conocieras el caso a fondo. Me quitarás un gran peso de encima si me lo
prometes.
-No puedo mentirte diciéndote que será alguna vez persona de mi agrado -dijo el abogado.
-No es eso lo que te pido -suplicó Jekyll posando una mano sobre el brazo de su amigo-. Sólo quiero justicia.
Que le ayudes en mi nombre cuando yo no esté aquí.
Utterson exhaló un irreprimible suspiro. -Está bien -dijo-. Te lo prometo.
El caso del asesinato de Carew
Casi un año después, en octubre de 18..., todo Londres se conmovió ante un crimen singularmente feroz,
crimen aún más notable por ser la víctima hombre de muy buena posición. Lo que se supo fue poco, pero
sorprendente. Una criada que vivía sola en una casa no muy lejos del río había subido a su dormitorio hacia
las once para acostarse. La niebla solía cernirse sobre la ciudad al amanecer y, por lo tanto, a aquella hora
temprana de la noche la atmósfera estaba despejada y la calle a la que daba la ventana de la criada estaba
iluminada por la luna. Al parecer era aquella mujer de naturaleza romántica, pues se sentó en un baúl colocado
justamente bajo la ventana y allí se perdió en sus ensoñaciones. «Nunca -solía decir entre amargas
lágrimas-, nunca me había sentido tan en paz con la humanidad ni había pensado en el mundo con mayor
sosiego.»
Y mientras en esta actitud se hallaba acertó a ver a un anciano de porte distinguido y pelo canoso que se
acercaba por la calle. Otro caballero de corta estatura, y en el que fijó menos su atención, caminaba en dirección
contraria. Cuando ambos hombres se cruzaron (cosa que ocurrió precisamente bajo su ventana) el
anciano se inclinó y se dirigió al otro con cortesía. Se diría que el tema de la conversación no revestía gran
importancia. De hecho, por la forma en que señalaba, parecía que el anciano pedía indicaciones para llegar
a un determinado lugar. La luna se reflejaba en su rostro y la sirvienta se complació en mirarle mientras
hablaba. Respiraba caballerosidad, una bondad inocente y, al mismo tiempo, algo muy elevado, como una
satisfacción interior ampliamente justificada. Se fijó entonces en el otro hombre y se sorprendió al reconocer
en él a un tal Mr. Hyde que en una ocasión había visitado a su amo y por el que había sentido inmediatamente
una profunda antipatía. Llevaba en la mano un pequeño bastón con el que jugueteaba nerviosamente.
No respondió al anciano una sola palabra y parecía escucharle con impaciencia mal contenida. De pronto
estalló con una explosión de ira. Empezó a dar patadas en el suelo y a blandir el bastón en el aire como
(según dijo la doncella) preso de un ataque de locura. El anciano dio un paso atrás aparentemente asombrado
de la actitud de su interlocutor, y en ese momento Mr. Hyde perdió el control y le golpeó hasta derribarle
en tierra. Un segundo después, con la furia de un simio, pisoteaba salvajemente a su víctima cubriéndola
con una lluvia de golpes, tan fuertes que la criada oyó el quebrarse de los huesos y el cuerpo fue a parar a la
calzada. Ante el horror provocado por la visión y aquellos sonidos, la mu jer perdió el sentido.
Eran las dos de la mañana cuando volvió en sí y dio aviso a la policía. El asesino había desaparecido
hacía largo tiempo, pero su víctima yacía desarticulada en el centro de la calle. El bastón con que se había
cometido el crimen, aunque de una madera poco común, excepcionalmente fuerte y pesada, se había roto
por la mitad bajo el impulso de aquella insensata crueldad y una de las mitades había ido a parar a la alcantarilla
cercana. La otra, indudablemente, se la había llevado el asesino. Hallaron en posesión de la víctima
una cartera y un reloj de oro, pero ni un solo documento o tarjeta de identificación, a excepción de un sobre
lacrado y franqueado que probablemente se disponía a depositar en algún buzón de correos y que iba dirigido
a Mr. Utterson.
Se lo llevaron al abogado a la mañana siguiente antes de que se levantara, y no bien hubo fijado en él la
mirada y escuchado la narración del caso cuando dijo solemnemente las siguientes palabras:
-No diré nada hasta que haya visto el cadáver. El asunto debe de ser muy serio. Tengan la amabilidad de
esperar mientras me visto.
Y con el mismo grave talante, desayunó apresuradamente, subió a su carruaje y se dirigió a la Comisaría
de Policía donde se encontraba el cuerpo. Tan pronto como lo vio, asintió:
-Sí -dijo -. Le reconozco. Siento tener que decirles que se trata de Sir Danvers Carew.
-¡Santo cielo! -exclamó el oficial-. ¿Será posible? Al momento reflejó su mirada el destello de la amb ición.
-Esto, sin duda, provocará un escándalo -continuó-. Quizá pueda usted ayudarnos a encontrar al criminal.
Dicho esto le informó de las declaraciones de la sirvienta y le mostró la mitad del bastón.
Mr. Utterson se había estremecido ya al oír el nombre de Mr. Hyde, pero cuando vio ante sus ojos aquel
trozo de madera ya no pudo dudar más. Aunque roto y maltratado, reconoció en él el bastón que hacía muchos
años había regalado a Henry Jekyll.
-¿Es ese Mr. Hyde un hombre de corta estatura? -preguntó.
-Según la criada, es muy bajo y de aspecto desagradable en extremo -dijo el oficial.
Mr. Utterson reflexionó y dijo luego, levantando la cabeza:
-Si quiere acompañarme, puedo conducirle hasta su casa.
Eran alrededor de las nueve de la mañana y habían comenzado ya las nieblas propias de la estación. Un
manto de bruma color chocolate descendía del cie lo, pero el viento atacaba y dispersaba continuamente
esos vapores formados en orden de batalla, de modo que conforme el coche avanzaba de calle en calle Mr.
Utterson pudo contemplar una maravillosa infinidad de grados y matices de una luz casi crepuscular: aquí
una oscuridad semejante a lo más recóndito de la noche, allí un destello de marrón in tenso vivo como el
reflejo de una extraña conflagra ción. Luego, por un momento, la niebla se disipaba y un débil rayo de luz
diurna se abría paso entre inquietos jirones de vapor. El miserable barrio del Soho, visto a la luz de esos
destellos cambiantes, con sus calles fangosas, sus transeúntes desalmados y esas farolas que, o no habían
apagado todavía, o habían vuelto a encender para combatir esa nueva invasión de la oscuridad, parecía a los
ojos del abogado un barrio de pesadilla. Sus pensamientos eran, por otra parte, de los más sombríos que
cabe imaginar, y cuando miraba a su compañero de viaje sentía ese escalofrío de terror que la ley y sus
agentes suelen despertar en ocasiones incluso entre los más honrados.
En el momento en que el carruaje se detenía ante la casa indicada, la niebla se disipó ligeramente para
mostrar una casa miserable, una taberna, una casa de comidas francesa, un cuchitril donde se vendían cachivaches
y baratijas, gran número de niños harapientos acogidos al abrigo de los quicios de las puertas y
mujeres de distintas nacionalidades que, llave en mano, se dirigían a tomarse su traguito mañanero.
Pero al momento la niebla volvió a cernirse sobre ese barrio de la ciudad aislando a Mr. Utterson de su
mísero entorno. Se hallaban él y su acompañante ante la casa del protegido del doctor Jekyll, el presunto
heredero de un cuarto de millón de libras esterlinas.
Abrió la puerta una mujer de cabellos canosos y rostro marfileño. Tenía una expresión maligna temperada
por la hipocresía, pero sus modales eran excelentes. Sí, afirmó, aquella era la casa de Mr. Hyde,
pero su amo había salido. La noche anterior había vuelto de madrugada para salir de nuevo, una hora después.
No, no tenía nada de raro. Mr. Hyde tenía unas costumbres muy irregulares y salía con frecuencia.
Por ejemplo, había pasado dos meses sin volver por su casa hasta que regresó la noche anterior.
-Muy bien, entonces condúzcanos a sus aposentos -dijo el abogado. Y cuando la mujer abrió la boca para
afirmar que era imposible, continuó-: Será mejor que le informe de la identidad de este caballero. Es el inspector
Newcomer, de Scotland Yard.
Un rayo de alborozo abominable iluminó el rostro de la mujer.
-¡Ah! -exclamó -. Se ha metido al fin en un lío, ¿eh? ¿Qué ha hecho?
Mr. Utterson y el inspector intercambiaron una mirada.
-No parece que le tenga mucha estimación -observó el segundo. Y luego continuó-: Y ahora, buena mujer,
permítanos que este caballero y yo echemos un vistazo a las habitaciones de su amo.
De toda la casa, habitada únicamente por la anciana en cuestión, Mr. Hyde había utilizado sólo un par de
habitaciones que había amueblado con lujo y exquisito gusto. Tenía una despensa llena de vinos, la vajilla
era de plata, los manteles delicados; de la pared colgaba una buena pintura, regalo -supuso Utterson- de
Henry Jekyll, que era muy entendido en la materia, y las alfombras eran gruesas y de colores agradables a
la vista. Todo en aquellos aposentos daba la impresión de que alguien había pasado por ellos a toda prisa
revolviendo hasta el último rin cón. Diseminadas por el suelo había prendas de vestir con los bolsillos vueltos
hacia fuera, los cajones estaban abiertos y en la chimenea había un montón de cenizas grisáceas que
revelaban que alguien había estado quemando un montón de papeles.
De entre estos restos desenterró el inspector la matriz de un talonario de cheques de color verde que se
había resistido a la acción del fuego. Detrás de la puerta encontraron la otra mitad del bastón y, dado que
esto confirmaba sus sospechas, el policía se mostró encantado del hallazgo. Una visita al banco, donde averiguaron
que el presunto asesino tenía depositados en su cuenta varios miles de libras, acabó de satisfacer la
curiosidad del inspector Newcomer.
-Se lo aseguro, caballero -dijo a Mr. Utterson-. Puede usted darle por preso. Debe de haber perdido la cabeza
o no habría dejado la mitad de su bastón en un sitio tan fácil de encontrar. Y lo que es más importante,
no habría quemado el talonario de cheques. Dinero es precisamente lo que más va a necesitar en estos momentos.
No tenemos más que esperar a que se pase por el banco y proceder a su detención.
Pero esto último no resultó tan fácil como el policía se las prometía. Mr. Hyde tenía muy pocos conocidos
-incluso el amo de la criada que había presenciado el crimen le había visto sólo un par de veces - y
no fue posible localizar a ninguno de sus familiares. No existían, por otra parte, fotografías suyas, y los
pocos que pudieron describirle dieron versiones contradictorias sobre su apariencia, como suele ocurrir
cuando se trata de observadores no profesionales. Sólo coincidieron todos en un punto. En destacar esa
vaga sensación de deformidad que el fugitivo despertaba en todo el que le veía.
El incidente de la carta
Era ya avanzada la tarde cuando Mr. Utterson llegó a casa del doctor Jekyll, donde Poole le admitió al
punto y le condujo a través de las dependencias de servicio y del patio que antes fuera jardín hasta el edificio
que se conocía indiferentemente con los nombres de laboratorio o sala de disección. El doctor había
comprado la casa a los herederos de un famoso cirujano y, por encaminarse sus gustos más hacia la química
que hacia la anatomía, había cambiado el destino de la construcción que se alza ba al fondo del jardín.
Era la primera vez que el abogado pisaba esa parte de la vivienda de su amigo. Fijó la vista con curiosidad
en aquel sombrío edificio sin ventanas y, una vez dentro de él, paseó la mirada a su alrededor experimentando
una desagradable sensación de extrañeza al ver aquella sala de disección antes poblada de estudiantes
ávidos de entender y ahora solitaria y silenciosa, las mesas cargadas de aparatos destinados a la
investigación química, las cajas de madera y la paja de embalar diseminadas por el suelo y la luz que se
filtraba a través de la cúpula nebulosa. Al fondo, una escalera subía hasta una puerta tapizada de fieltro rojo
cuyo umbral traspuso al fin Mr. Utterson para entrar al gabinete del doctor. Era ésta una habitación grande
rodeada de armarios de puertas de cristal y amueblada, entre otras cosas, con un espejo de cuerpo entero y
un escritorio. Se abría al patio por medio de tres ventanas de vidrios polvorientos y protegidas con barrotes
de hierro. Un fuego ardía en la chimenea y sobre la repisa había una lámpara encendida, pues hasta en el
interior de las casas comenzaba a acumularse la niebla.
Allí, al calor del fuego, estaba sentado el doctor Jekyll, que parecía mortalmente enfermo. No se levantó
para recibir a su amigo, sino que le saludó con un gesto de la mano y una voz irreconocible.
-Dime -dijo Mr. Utterson tan pronto como Poole abandonó la habitación-. ¿Sabes la noticia?
El doctor se estremeció.
-La han estado gritando los vendedores de periódicos por la calle. La he oído desde el comedor. -
Permíteme que te diga lo siguiente -dijo el abogado-: Carew era cliente mío, pero también lo eres tú y quiero
que me digas la verdad de lo sucedido. ¿Has sido lo bastante loco como para ocultar a ese hombre?
-Utterson, te juro por el mismo Dios -exclamó el doctor-, te juro por lo más sagrado, que no volveré a
verle nunca más. Te doy mi palabra de caballero de que he terminado con Hyde para el resto de mi vida.
Nunca volveré a verle. Y te aseguro que él no desea que le ayude. No le conoces como yo. Está a salvo,
totalmente a salvo, y nunca se volverá a saber de él.
El abogado escuchaba, sombrío. No le gustaba la apariencia enfebrecida de su amigo.
-Pareces estar muy seguro de él -dijo-. Por tu bien deseo que no te equivoques. Si hay un juicio, tu nombre
puede salir a relucir en él.
-Estoy completamente seguro de lo que digo -re plicó Jekyll-. Tengo razones de peso para hacer esta
afirmación, razones que no puedo confiar a nadie. Pero sí hay una cosa sobre la que puedes aconsejarme.
He recibido una carta y no sé si mostrársela o no a la policía. Quiero dejar el asunto en tus manos, Utterson.
Tú juzgarás con prudencia, estoy seguro. Ya sabes que confío plenamente en ti.
-Jemes que pueda conducir a su detención? -preguntó el abogado.
-No -respondió su interlocutor-. La verdad es que no me importa lo que pueda sucederle a Hyde. Por lo
que a mí respecta, ha muerto. Pensaba sólo en mi reputación, que todo este horrible asunto ha puesto en
peligro.
Utterson rumió las palabras de su amigo durante unos instantes. El egoísmo que encerraban le sorprendía
y aliviaba al mismo tiempo.
-Bueno -dijo al fin-. Veamos esa carta.
La misiva estaba escrita con una caligrafía extra ña, muy picuda, y llevaba la firma de Edward Hyde. Decía
en términos muy concisos que su benefactor, el doctor Jekyll, a quien tan mal había pagado las mil generosidades
que había tenido con él, no debía preocuparse por su seguridad, pues tenía medios de escapar,
de los cuales podía fiarse totalmente. Al abogado le gustó la carta. Daba a aquella intimidad mejores visos
de lo que él había sospechado y se censuró interiormente por sus pasadas sospechas. -¿Tienes el sobre? -
preguntó.
-Lo he quemado -replicó Jekyl1- sin darme cuenta de lo que hacía. Pero no llevaba matasellos. La trajo
un mensajero.
-¿Puedo quedármela y consultar el caso con la almohada? -preguntó Utterson.
-Quiero que decidas por mí, pues he perdido toda confianza en mí mismo.
-Lo pensaré -respondió el abogado-. Y ahora una cosa más. ¿Fue Hyde quien te dictó los términos del
testamento con respecto a tu desaparición?
El doctor estuvo a punto de desmayarse. Apretó los labios con fuerza y asintió.
-Lo sabía -dijo Utterson-. Ese hombre tenía in tención de asesinarte. Te has librado de milagro. -Pero de
esta experiencia he sacado algo muy importante -contestó el doctor solemnemente-. Una lección. ¡Dios
mío, Utterson, qué lección he aprendido!
Dicho esto hundió el rostro entre las manos durante unos segundos.
Camino de la puerta, el abogado se detuvo a intercambiar unas palabras con Poole.
-A propósito -le dijo-, ¿han traído hoy alguna carta? ¿Podría describirme al mensajero?
Pero Poole dijo estar seguro de que no había lle gado nada, a excepción del correo.
-Y eran sólo circulares -añadió.
La respuesta de Poole renovó los temores del visitante. Estaba claro que la misiva había llegado por la
puerta del laboratorio. Muy posiblemente había sido escrita en el gabinete y, de ser así, tenía que juzgarla
de modo distinto y con mucho más cuidado. Cuando salió de la casa, los vendedores de prensa pregonaban
por las aceras: «¡Edición especial! ¡Miembro del Parlamento, víctima de un horrible asesinato!» Aquélla
era una oración fúnebre por su amigo y cliente, y, al oírla, Utterson no pudo evitar sentir cierto temor de
que la reputación de Jeky11 cayera víctima del remolino que indudablemente había de levantar el escándalo.
La decisión que tenía que tomar era, como poco, extremadamente delicada, y a pesar de ser hombre que,
en general, se bastaba a sí mismo, en aquella ocasión sintió la necesidad de pedir consejo, si no abiertamente,
sí de modo indirecto.
Al poco rato se encontraba en su casa sentado a un lado de la chimenea, con Mr. Guest, su pasante, frente
a él, y entre los dos hombres, a calculada distancia del fuego, una botella de vino particularmente añejo que
durante mucho tiempo había permanecido en la oscuridad de la bodega. La niebla sumergía en su vapor
dormido a la ciudad de Londres, donde las luces de las farolas brillaban como carbúnculos. A través de las
nubes espesas y asfixiantes que se cernían sobre ella, la vida seguía circulando por sus arterias con un retumbar
sordo semejante a un fuerte viento. Pero el fuego del hogar alegraba la habitación, dentro de la botella
los ácidos se habían descompuesto a lo largo de los años, el color se había dulcificado con el tiempo
como se difuminan los tonos en las vidrieras y el resplandor de las cálidas tardes otoñales en los viñedos de
las laderas esperaba para salir a la luz y dispersar las nieblas londinenses. Insensiblemente, el abogado se
fue ablandando. En pocos hombres confiaba tantos secretos como en su pasante. Nunca estaba seguro de
ocultarle tanto como deseara. Guest había ido en varias ocasiones por asuntos de negocios a casa del doctor.
Conocía a Poole, seguramente había oído hablar de la familiaridad con que Hyde era recibido en aquella
casa y podía haber llegado a ciertas conclusiones. ¿No era natural, pues, que viera la carta que aclaraba
aquel misterio? Y sobre todo, por ser Guest un gran aficio nado a la grafología, ¿no consideraría la consulta
natural y halagadora? Su empleado era, por añadidura, hombre dado a los consejos. Raro sería que le yera el
documento sin dejar caer alguna observación, y con arreglo a ella Mr. Utterson podría tomar alguna determinación.
-Es triste lo que le ha sucedido a Sir Danvers -dijo para iniciar la conversación.
-Sí señor, tiene usted mucha razón. Ha despertado la indignación general -respondió Guest-. Ese hombre,
naturalmente, debe de estar loco.
-Sobre eso precisamente quería preguntarle su opinión -dijo Utterson-. Tengo un documento aquí de su
puño y letra. Que quede esto entre usted y yo porque la verdad es que no sé qué hacer. Se trata, en el mejor
de los casos, de un asunto muy feo. Aquí tiene. Algo que sin duda va a interesarle. El autógrafo de un as esino.
Los ojos de Guest resplandecieron, e inmedia tamente se sentó a estudiar el documento con verdadera pasión.
-No señor -dijo-. No está loco. Pero la letra es muy rara.
-Tan rara como el que ha escrito la misiva -añadió el abogado.
En ese mismo momento entró el criado con una nota.
-¿Es del doctor Jekyll, señor? -preguntó el pasante-. Me ha parecido reconocer su letra. ¿Se trata de un
asunto privado, Mr. Utterson?
-Es una invitación a cenar. ¿Por qué? ¿Quiere verla? -Sólo un momento. Gracias, señor.
El empleado puso las dos hojas de papel, una junto a otra, y comparó su contenido meticulosamente. -
Muchas gracias -dijo al fin, devolviéndole a Ut terson ambas misivas-. Es muy interesante.
Se hizo una pausa durante la cual Mr. Utterson sostuvo una lucha consigo mismo.
-¿Por qué las ha comparado, Guest? -preguntó al fin.
-Verá usted, señor -respondió el pasante-. Hay una similitud bastante singular. Las dos caligrafías son
idénticas en muchos aspectos. Sólo el sesgo de la escritura difiere.
-¡Qué raro! -dijo Utterson.
-Como usted dice, es muy raro -replicó Guest. -Yo no hablaría con nadie de esta carta, ¿sabe usted? -dijo
Mr. Utterson.
-Naturalmente que no, señor -contestó el pasante-. Comprendo.
Apenas se quedó solo aquella noche, Mr. Utterson guardó la nota en su caja fuerte, donde reposó desde
aquel día en adelante.
-¡Dios mío! -se dijo-. ¡Henry Jekyll falsificando una carta para salvara un asesino!
Y la sangre se le heló en las venas.
La extraña aventura del doctor Lanyon
Pasó el tiempo. Se ofrecieron miles de libras de recompensa a cambio de cualquier información que pudiera
conducir a la captura del asesino, pues la muerte de Sir Danvers se consideró una afrenta pública,
pero Mr. Hyde había escapado al alcance de la policía como si nunca hubiese existido. Se desveló gran
parte de su pasado, todo él abominable. Salie ron a la luz historias de la crueldad de aquel hombre a la vez
insensible y violento, de su vida infame, de sus extrañas amistades, del odio que, al parecer, le había rodeado
siempre, pero nada se averiguó acerca de su paradero. Desde aquella madrugada en que había salido de
su casa del Soho, parecía que se había evaporado en el aire, y gradualmente, conforme pasaba el tiempo,
Mr. Utterson fue olvidando sus antiguos temores y recuperando la paz interior. La muerte de Sir Danvers
estaba, a su entender, más que compensada por la desaparición de Mr. Hyde.
Una vez desvanecida esta mala influencia, una nueva vida comenzó para Jekyll. Salió de su encierro, reanudó
la amistad que le unía a viejos compañeros, fue una vez más huésped y anfitrión y, si bien siempre
había sido famoso por sus obras de beneficencia, ahora se distinguió también por su devoción. Estaba
siempre ocupado, salía mucho y hacía el bien. Su rostro parecía de pronto más fresco y resplandeciente,
como si interiormente se diera cuenta de que era útil, y durante dos meses vivió en paz.
El día 8 de enero, Mr. Utterson comió en su casa con un pequeño grupo de invitados. Lanyon estuvo
también presente y los ojos del anfitrión iban del uno al otro como en los viejos tiempos, cuando los tres
amigos eran inseparables. Pero el día 13, y de nuevo el 14, el abogado no fue recibido en la casa.
-El doctor quiere estar solo -dijo Poole-. No re cibe a nadie.
El día 15 volvió a intentarlo, y de nuevo se le negó la entrada. Por haberse acostumbrado durante los dos
últimos meses a ver a su amigo casi a diario, esta vuelta a la soledad le entristeció sobremanera. A la quinta
noche invitó a cenar a Guest, y a la sexta fue a ver a Lanyon.
Al menos allí se le abrieron las puertas, pero apenas hubo entrado se sorprendió al ver el cambio que
había tenido lugar en el rostro de su amigo. Llevaba impresa en la cara, de forma claramente legible, su
sentencia de muerte. El hombre antes arrebolado parecía ahora pálido, había adelgazado mucho, estaba
visiblemente más calvo y envejecido y, sin embargo, no fueron estas muestras de decadencia fisica las que
atrajeron la atención del abogado, sino la mi rada de su amigo, algo en sus gestos que parecía revelar un
terror profundamente arraigado. Era poco probable que el doctor tuviera miedo a la muerte y, sin embargo,
eso fue lo que Mr. Utterson se inclinó a sospechar.
«Sí -se dijo-, es médico. Debe de saber el estado en que se halla, debe de saber que sus días están contados.
Y ese conocimiento es superior a sus fuerzas.»
Y, sin embargo, cuando Utterson hizo una referencia a su mal aspecto, Lanyon se declaró con gran entereza
un hombre condenado a muerte.
-He sufrido un golpe del que no me repondré ya jamás -dijo-. Es cuestión de semanas. La vida ha sido
agradable. He disfrutado viviendo, sí señor. Me ha gustado. Pero a veces pienso que si supiéramos todo, no
nos importaría tanto abandonar este mundo.
-Jekyll también está enfermo -observó Utterson-. ¿Le has visto?
Lanyon cambió de expresión y levantó una mano temblorosa.
-No quiero ver nunca más a Jekyll ni volver a hablar de él -dijo en voz alta y entrecortada-. He terminado
totalmente con esa persona y te ruego que no vuelvas u mencionar su nombre en mi presencia. Por lo que a
mí respecta, ha muerto.
-¡Vaya por Dios! -dijo Utterson. Y luego, tras una pausa de duración considerable-: ¿Puedo hacer algo
por ti? -preguntó-. Nos conocemos desde hace muchos años, Lanyon, y ya no estamos en edad de hacer
amistades nuevas.
-No puedes hacer nada -contestó Lanyon-. Ve a preguntarle a él.
-No quiere verme -dijo el abogado.
-No me sorprende lo más mínimo -fue la respuesta-. Algún día, Utterson, cuando yo haya muerto, quizá
llegues a saber la verdad de lo ocurrido. Ahora no puedo decírtelo. Y mientras tanto, si puedes hablar de
otra cosa, por todo lo que más quieras, quédate y hablemos; pero si te empeñas en insistir en ese maldito
asunto, en nombre de Dios, vete, porque no puedo soportarlo.
Tan pronto como llegó a su casa, Utterson se sentó a su escritorio y escribió a Jekyll una carta en que se
quejaba de su distanciamiento y le preguntaba la causa de su rompimiento con Lanyon. Al día siguiente
recibió una larga respuesta redactada en términos unas veces patéticos y otras oscuramente misteriosos. El
rompimiento con Lanyon era, al parecer, irreversible.
«No culpo a nuestro viejo amigo -decía Jekyll en la misiva-, pero comparto con él la opinión de que no
debemos volver a vernos. He decidido llevar de ahora en adelante una vida de extremo aislamiento. No
debes sorprenderte ni dudar de mi amistad si mi puerta se te cierra algunas veces. Debes tolerar que siga mi
oscuro camino. Me he propiciado un castigo
que no puedo siquiera mencionar. Pero si soy el ma yor de los pecadores, también soy el mayor de los penitentes.
No sospechaba yo que en la tierra hubie ra lugar para tanto sufrimiento y tanto terror. No puedes
hacer sino una cosa, Utterson, que es respetar mi silencio.»
El abogado quedó asombrado. La siniestra in fluencia de Hyde había desaparecido. Jeky11 había vuelto a
sus viejas tareas y amistades. Hacía sólo una semana todo parecía sonreírle con la promesa de una vejez
alegre y respetada y ahora, en un momento, la amistad, la paz interior, su vida entera estaba destruida. Un
cambio tan súbito y radical apuntaba a la locura, pero recordando las palabras y actitud de Lanyon, pensó
que la razón debía de ser mucho más profunda.
Una semana después, el doctor Lanyon caía enfermo y en menos de una quincena había fallecido. Pocas
horas después del entierro, Utterson, extraordinariamente afectado por el suceso, se encerró en su despacho,
y sentado a la luz de la melancólica lla ma de una vela sacó y puso ante él un sobre escrito por su difunto
amigo y lacrado con su sello, en el cual se leían las siguientes palabras: «Personal. Para G. J. Utterson exclusivamente,
y, en caso de que él muera antes que yo, para que sea destruido sin que nadie lo lea». El abogado
temió fijar la vista en su contenido: «Hoy he enterrado a un amigo -se dijo-. ¿Y si este documento me
cuesta otro?».
Inmediatamente juzgó su temor deslealtad y rompió el sello. Dentro del sobre halló otro que llevaba la
siguiente inscripción: «No abrir hasta después del fallecimiento o desaparición de Henry Jekyll». Utterson
no deba crédito a sus ojos. Sí, decía «desaparición». Aquí, como en el extraño testamento que hacía tiempo
había devuelto a su autor, aparecían ligados el nombre de Henry Jekyll y la idea de desaparición. Pero en el
testamento la palabra había surgido de la perversa influencia de ese hombre lla mado Hyde; la intención en
ese caso era clara y siniestra. Pero escrita por la mano de Lanyon, ¿qué podía significar? Una enorme curiosidad
invadió al abogado; un enorme deseo de desoír la prohibición y hundirse de una vez en lo más
profundo del misterio, pero la ética profesional y la fidelidad que debía a su viejo amigo constituían un
deber ineludible, y así fue como el paquete, continuó relegado al rincón más recóndito de su caja fuerte.
Pero una cosa es mortificar la curiosidad y otra vencerla, y cabe preguntarse, por lo tanto, si desde aquel
día en adelante Utterson deseó la compañía de su amigo con el mismo entusiasmo de antes. Pensaba en él
con afecto, pero también con una mezcla de intranquilidad y temor. Iba a visitarle, naturalmente, pero quizá
se alegraba cuando se le cerraba la puerta. Quizá en el fondo de su corazón prefiriera hablar con Poole en el
umbral de la puerta y al aire libre rodeado de los ruidos de la ciudad que entrar en aquella casa donde sería
testigo de una esclavitud voluntaria, donde se sentaría a hablar con un reclu so inescrutable.
Poole, por su parte, nunca tenía noticias muy agradables que comunicarle. El doctor, al parecer, se refugiaba,
ahora más que nunca, en el gabinete del piso superior del laboratorio, donde incluso dormía algunas
noches. Estaba triste, se había vuelto muy callado y ya no leía. Parecía preocupado por algo. Utterson se
acostumbró de tal modo a estos partes que poco a poco fueron escaseando sus visitas.
El episodio de la ventana
Ocurrió que un domingo en que el señor Utterson daba su acostumbrado paseo con el señor Enfield, volvieron
a recorrer aquella callejuela y, al pasar ante la puerta, ambos se detuvieron a contemplarla.
-Bueno -dijo Mr. Enfield-, al menos la historia ha terminado. Nunca volveremos a ver a Hyde. -Eso espero
-dijo Utterson-. ¿Te he dicho alguna vez que acerté a verle una vez y que sentí la misma sensación de
repugnancia de que me habías hablado?
-Es imposible verle sin experimentarla -respondió Enfield-. Y a propósito, debiste juzgarme estúpido por
no haberme dado cuenta de que esta puerta es la entrada posterior de la casa de Jekyll.
-Así que te has enterado, ¿eh? -dijo Utterson-. Pues en vista de eso, creo que podemos entrar al patio y
mirar a las ventanas. Si he de decirte la verdad, ese pobre Jekyll me tiene preocupado. Aunque sea
en la calle, creo que la presencia de un amigo puede hacerle mucho bien.
En el patio hacía mucho frío y un poco de humedad. Lo inundaba una luz prematuramente cre puscular,
pues en el cielo, muy lejano, resplandecía aún el sol del atardecer. De las tres ventanas, la del centro estaba
entreabierta, y sentado muy cerca de ella, tomando el aire, con un semblante infinitamente triste, como un
prisionero desconsolado, Utterson vio al doctor Jekyll.
-¿Qué hay, Jekyll? -exclamó -. Confio en que estés mejor.
-Me encuentro muy abatido, Utterson -replicó melancólicamente el doctor-. Muy abatido. No duraré mucho,
gracias a Dios.
-Es de tanto estar encerrado -dijo el abogado-. Deberías salir a la calle, estimular la circulación como
hacemos Enfield y yo. (Mi primo, Mr. Enfield, el doctor Jekyll.) Vamos, coge tu sombrero y ven a estirar
un poco las piernas con nosotros.
-Eres muy amable -dijo el otro, con un suspiro-. No sabes cuánto me gustaría, pero no. Es imposible. No
me atrevo. Pero me alegro de verte, Utterson. Es siempre un gran placer. Os diría que subierais a Mr. Enfield
y a ti, pero éste no es lugar para recibir visitas.
-Entonces -dijo de buen talante el abogado-, lo mejor que podemos hacer es quedarnos donde estamos y
hablar contigo desde aquí.
-Eso es precisamente lo que estaba a punto de proponerte -respondió el doctor, con una sonrisa. Pero
apenas había proferido estas palabras, cuando la sonrisa se borró de su rostro y vino a sustituirla una expresión
de un horror y una desesperanza tan abyectos que heló la sangre en las venas a los dos caballeros del
patio. Fue sólo un atisbo lo que vieron, porque la ventana se cerró inmediatamente. Pero fue más que suficiente.
Se volvieron y salieron a la calle sin decir palabra. Todavía en silencio recorrie ron la callejuela, y
sólo cuando llegaron a una calle vecina, donde a pesar de ser domingo bullían signos de vida, Mr. Utterson
se volvió y miró a su compañero. Los dos hombres estaban inmensamente pálidos y cada uno halló en los
ojos del otro la respuesta al horror que reflejaban los suyos.
-¡Que el señor se apiade de nosotros! -dijo Mr. Utterson.
Pero Mr. Enfield se limitó a asentir con gran seriedad y siguió andando en silencio.
La última noche
Eseñor Utterson estaba sentado junto a su chimenea una noche después de la cena, cuando le sorprendió
la visita de Poole.
-¡Caramba, Poole! ¿Qué le trae por aquí? -exclamó.
Y luego, tras estudiarle con detenimiento, añadió:
-¿Qué pasa? ¿Está enfermo el doctor?
-Mr. Utterson -dijo el mayordomo -. Ocurre algo extraño.
-Siéntese y tome una copa de vino -dijo el abogado-. Vamos a ver. Póngase cómodo y dígame cla ramente
qué es lo que quiere.
-Usted ya sabe cómo es el doctor, señor -replicó Poole -, y cómo a veces se aísla de todos. Pues verá, ha
vuelto a encerrarse en su gabinete y esta vez no me gusta, señor. Que Dios me perdone, pero no me gusta
nada. Mr. Utterson, tengo miedo.
-Vamos, vamos, buen hombre -dijo el abogado-. Sea un poco más explícito. ¿De qué tiene miedo? -Hace
como una semana que vengo temiéndome algo -respondió Poole, haciendo caso omiso tercamente de la
pregunta- y no puedo aguantarlo más. El aspecto de aquel hombre corroboraba amplia mente sus palabras.
Su porte se había deteriorado y, a excepción del momento en que anunció su miedo por primera vez, no
había mirado de frente ni una sola vez al abogado. Aun ahora permanecía sentado, con la copa de vino, que
no había probado, apoyada en las rodillas y la mirada fija en un rincón de la habitación.
-No puedo soportarlo por más tiempo -repitió. -Vamos, vamos -dijo el abogado-. Ya veo que tiene usted
motivo para preocuparse, Poole. Entiendo que pasa algo muy grave. Trate de decirme de qué se trata.
-Creo que en esto hay algo sucio -dijo Poole con voz enronquecida.
-¡Algo sucio! -exclamó el abogado bastante asustado y, en consecuencia, propenso a la irritación-. ¿Qué
quiere decir con eso? ¿A qué se refiere usted?
-No me atrevo a decírselo, señor -fue la respuesta-. Pero, ¿quiere venir conmigo y verlo con sus propios
ojos?
La respuesta de Utterson consistió en levantarse y tomar su abrigo y su sombrero, pero aun así tuvo tiempo
de observar con asombro el enorme alivio que reflejó el rostro del mayordomo y de constatar, quizá con
un asombro mayor todavía, que no había probado el vino cuando se levantó para seguirle. Era una noche
inhóspita, fría, propia del mes de. marzo que corría. Una luna pálida yacía de espaldas sobre el cielo como
si el viento la hubiera tumbado, náufraga en un mar surcado por nubes ligeras y algodonosas. El viento dificultaba
la conversación y atraía la sangre a los rostros de los dos hombres. Parecía haber hecho huir a los
transeúntes hasta tal punto que Mr. Utterson se dijo que jamás había visto aquel barrio tan desierto. Habría
deseado que no fuera así. Nunca en su vida había sentido un deseo más agudo de ver y tocar a sus semejantes,
pues por más que trataba de dominarlo había brotado en su mente una especie de presentimiento que
anunciaba una catástrofe inevitable.
En la plaza, cuando llegaron a ella, reinaban el viento y el polvo, y los frágiles arbolillos del jardín azotaban
como látigos la verja de la entrada. Poole, que se había mantenido durante todo el camino un paso o
dos a la cabeza de su acompañante, se detuvo ahora en medio de la acera y, a pesar de la crudeza del frío,
se quitó el sombrero y se enjugó con un pañuelo rojo el sudor que perlaba su frente, un sudor que, a pesar
del apresuramiento con que habían venido, no era consecuencia del esfuerzo, sino dula angustia que le atenazaba,
porque su rostro estaba blanco, y cuando hablaba lo hacía con voz áspera y entrecortada.
-Bueno -dijo-, ya hemos llegado. Quiera Dios que no haya pasado nada.
-Así sea, Poole -dijo el abogado.
Un momento después, ya en la entrada, el sirviente llamó con aire cauteloso. La puerta se abrió todo lo
que permitía la cadena de seguridad y una vez preguntó desde el interior:
-¿Eres tú, Poole?
-No temas -dijo éste-. Abre la puerta.
Pasaron al salón, que estaba brillantemente iluminado. El fuego ardía en la chimenea, alrededor de la cual
se habían reunido todos los criados, hombres y mujeres, apiñados como un rebaño de ovejas. Al ver a Mr.
Utterson, la doncella prorrumpió en un gimoteo histérico, mientras que el cocinero echó a correr hacia Mr.
Utterson como si fuera a estrecharle entre sus brazos, gritando:
-¡Que Dios sea alabado! ¡Si es Mr. Utterson! -¿Qué pasa? ¿Qué hacen ustedes aquí? -dijo el abogado, de
mal talante-. Esto me parece muy irre gular. A su amo no va a gustarle nada.
-Tienen miedo -dijo Poole.
Siguió un silencio vacío en que nadie elevó una sola protesta. Sólo la doncella, que ahora lloraba en voz
alta.
-¡Cállate! -le dijo Poole en un tono feroz que delataba el estado de sus nervios.
Lo cierto es que al elevar la muchacha el tono de su lamentación, todos habían echado a correr hacia la
puerta que daba al interior de la casa con rostros llenos de temerosa ansiedad.
-Y ahora -continuó el mayordomo, dirigiéndose al pinche- trae una vela y acabemos con este asunto de
una vez.
A renglón seguido, pidió a Mr. Utterson que le siguiera y le guió al jardín posterior.
-Por favor, señor -dijo-. Entre lo más silenciosamente que pueda. Quiero que pueda oír sin que le oigan a
usted. Y recuerde; si por casualidad le pide que entre, no lo haga.
Ante esta inesperada conclusión, los nervios de Utterson sufrieron tal sacudida que a punto estuvo de
perder el equilibrio, pero logró recobrar la seguridad y siguió al mayordomo al edificio del labora torio.
Atravesaron la sala de disección con su acumulación de frascos y cajones y llegaron al pie de la escalera.
Allí Poole le hizo señas de que se hiciera a un lado y escuchase, mientras él, por su parte, después de dejar
la vela y apelar a toda su valentía, subía los escalones y llamaba con mano incierta en el fieltro rojo de la
puerta del gabinete.
-Mr. Utterson quiere verle, señor -dijo. Y mientras hablaba hizo señas, una vez más, al abogado para que
escuchara.
Una voz quejumbrosa respondió desde el interior: -Dile que no puedo ver a nadie.
-Gracias, señor -dijo Poole, con un cierto tono de triunfo en la voz, y volviéndose a tomar la palmatoria
condujo de nuevo a Utterson, a través del jardín, hasta la enorme cocina donde el fuego estaba apagado y
las cucarachas corrían libremente por el suelo.
-Señor -dijo, mirando directamente a Utterson-, ¿era ésa la voz de mi amo?
-Parecía muy cambiada -replicó al mayordomo muy pálido, pero devolviéndole la mirada. -¿Cambiada?
Sí, supongo que sí -dijo Poole-. ¿Cree usted que después de servir en esta casa veinte años puedo confundir
su voz? No señor, al amo le han matado. Le mataron hace ocho días, cuando le oímos invocar a Dios, y
quién está ahí en su lugar y por qué está ahí es algo que clama al cielo, Mr. Utterson.
-Es una historia muy extraña, Poole. Más bien diría que descabellada -dijo Mr. Utterson mordis queando
la punta de uno de sus dedos-. Supongamos que haya ocurrido lo que usted imagina; supongamos que Jekyll
ha sido, bien, digámoslo claramente, asesinado, ¿qué podría impulsar al asesino a permanecer en el
lugar del crimen? Es absurdo. No tiene sentido.
-Mr. Utterson, usted es hombre difícil de convencer, pero verá cómo lo consigo -dijo Poole-. Toda la semana
pasada (debo informarle de ello) el hombre, o lo que sea, que vive en ese gabinete ha estado pidiendo
a gritos noche y día una medicina que no puedo conseguir en la forma que él desea. A veces mi amo solía
escribir sus encargos en un papel que dejaba en el suelo de la escalera. Pues eso es todo lo que he visto la
semana pasada: papeles y más papeles, una puerta cerrada y bandejas con comida que dejamos junto a la
puerta y él introduce en el gabinete cuando nadie le ve. Diariamente, y hasta dos o tres veces por día, he
oído órdenes y quejas y me ha mandado a la mayor velocidad posible a todas las boticas de la ciudad donde
se expende al por mayor. Cada vez que traía lo que me pedía, me respondía con otro papel diciéndome que
devolviera la droga porque no era pura, y enviándome a otra botica diferente. Necesita esa medicina urgentemente,
señor, él sabrá para qué.
-¿Tiene usted alguno de esos papeles? -dijo Mr. Utterson.
Poole se metió una mano en el bolsillo y le entre gó al abogado una nota arrugada que éste leyó, inclinándose
sobre la vela. Decía lo siguiente: «El doctor Jekyll saluda a los señores Maw. Les asegura que la
última remesa del producto solicitado es impura y, por lo tanto, inútil para el fin a que lo destine. En el año
de 18..., el doctor Jekyll compró a los señores Maw una gran cantidad del mencionado producto. Les ruega
que busquen con la mayor atención entre sus existencias con el fin de ver si quedara parte de aquella remesa
en sus almacenes y, de ser así, se lo envíen sin la menor dilación. El precio no constituirá ningún obstáculo.
Por mucho que insista, no puedo exagerar la importancia que esto reviste para el doctor Jekyll». Hasta
aquí la carta había sido redactada con compostura, pero de pronto las emociones de su autor se habían desatado
con un súbito garrapatear de la pluma: «¡Por lo que más quieran, busquen aquella remesa!».
-Es una nota muy extraña -dijo Mr. Utterson. Y luego, de improviso, añadió-: ¿Cómo es que estaba abierta?
-El empleado de Maw se puso furioso, señor, y me la arrojó a la cara como si fuera basura -respondió
Poole.
-Es, sin lugar a dudas, de puño y letra del doctor -continuó el abogado.
-Eso me pareció -dijo el sirviente, bastante malhumorado. Y luego, con la voz cambiada, continuó-: Pero,
¿qué importa la letra? Yo le he visto.
-¿Que le ha visto? -repitió el señor Utterson-. ¿Y bien?
-Verá usted, ocurrió lo siguiente -dijo Poole -. Yo entré al edificio del laboratorio desde el jardín. Al parecer,
él había salido del gabinete a hurtadillas para buscar esa medicina o lo que sea, porque la puerta del
gabinete estaba abierta y él se hallaba al fondo de la sala de disección buscando entre las cajas. No le vi
más que un minuto, pero los cabellos se me erizaron como púas. Señor, si era mi amo, ¿por qué llevaba el
rostro oculto tras una máscara? Si era el doctor, ¿por qué gritó como una rata y huyó de mí? Le he servido
durante muchos años. Y luego...
El mayordomo se interrumpió y se pasó una mano por el rostro.
-Las circunstancias son muy extrañas -dijo Mr. Utterson-, pero creo que empiezo a ver claro. Su amo,
Poole, padece evidentemente de una de esas enfermedades que torturan al que las sufre y al mis mo tiempo
le deforman. De ahí, supongo yo, la alteración de su voz, el ocultarse el rostro y el hecho de que no quiera
ver a sus amigos; de ahí su ansiedad por hallar esa medicina en la que el pobre hombre ha puesto sus esperanzas
de recuperación. Ojalá que no se engañe. Ésa es la explicación que yo le doy al caso. Es triste, Poole,
el caso, y digno de consternación, pero todo es sencillo, natural y lógico, y nos libera de temores desorbitados.
-Señor -dijo el mayordomo, mientras cubría su rostro una palidez marmórea-, ése no era mi amo, y le digo
la verdad. Mi amo -al llegar a este punto miró a su alrededor y comenzó a susurrar- es un hombre alto y
bien proporcionado, y éste era un enano.
Utterson trató de protestar.
-Señor -exclamó Poole -, ¿cree que no conozco a mi amo después de veinte años de estar a su servicio?
¿Cree que no sé a qué altura llega exactamente su cabeza con respecto a la puerta del gabinete donde le he
visto cada mañana durante este tiempo? No señor. Ese hombre del antifaz no era el doctor Jekyll. Dios
.sabe quién sería, pero no era él, y en el fondo de mi corazón creo que se ha cometido un crimen.
-Poole -replicó el abogado-. Si usted afirma eso, mi deber es asegurarme. Por más que quiero respetar los
deseos de su amo, por más que me choque esa nota que parece indicar que se halla todavía vivo, considero
mi deber echar abajo esa puerta.
-¡Así se habla, Mr. Utterson! -exclamó el mayordomo.
-Y ahora nos enfrentamos con el segundo dilema -continuó Utterson-. ¿Quién va a hacerlo? -¿Cómo? Usted
y yo, naturalmente, señor -fue la inequívoca respuesta.
-Muy bien dicho -respondió el abogado-, y pase lo que pase yo me encargo de que no le culpen a usted
de nada.
-En la sala de disección hay un hacha -dijo Poole-. Usted puede utilizar el atizador de la cocina.
El abogado tomó en sus manos el rudo y pesado instrumento y lo blandió en el aire.
-¿Se da cuenta, Poole -dijo, levantando la vista-, de que usted y yo vamos a colocarnos en una situación
peligrosa?
-Desde luego, señor -respondió el mayordomo.
-Entonces será mejor que seamos francos -dijo Utterson-. Ambos imaginamos más de lo que hemos dicho.
Hablemos con toda sinceridad. Esa figura enmascarada que vio, ¿la reconoció usted?
-Verá. Sucedió todo tan deprisa y aquella criatura estaba tan encogida sobre sí misma que apenas puedo
asegurarlo -fue la respuesta-. Pero, ¿quiere usted decir que si era Mr. Hyde? Pues sí, creo que sí. Verá. Era
de su misma estatura y tenía la vivacidad y ligereza que le caracterizan. Por otra parte, ¿qué otra persona
podía entrar por la puerta del labora torio? ¿Ha olvidado usted, señor, que cuando suce
dió el crimen él aún tenía la llave? Pero eso no es todo. No sé, Mr. Utterson, si ha visto usted alguna vez
a Mr. Hyde.
-Sí -dijo el abogado-. He hablado con él alguna vez.
-Entonces sabrá tan bien como todos nosotros que en ese hombre había algo raro, algo que inspiraba repugnancia.
No sé muy bien cómo describirlo, pero lo cierto es que al verlo le recorría a uno la mé dula un
estremecimiento frío.
-Reconozco que yo mismo experimenté una sensación similar a la que usted describe -dijo Mr. Utterson.
-No me extraña, señor -contestó Poole-. Pues cuando esa criatura enmascarada, más semejante a un simio
que a un hombre, saltó de entre las cajas de productos químicos y se introdujo en el gabinete, me recorrió la
columna vertebral algo muy seme jante al hielo. Sé que no prueba nada, Mr. Utterson. Soy lo bastante instruido
como para saber eso, pero cada hombre tiene sus presentimientos, y yo le juro por la Biblia que ése
era Mr. Hyde.
-Mucho me temo -dijo el abogado- que me inclino a darle la razón y que mis temores van también en esa
dirección. De esa relación no podía salir nada bueno. Sí, la verdad es que le creo. Creo que han ma tado al
pobre Harry y creo que su asesino sigue aún oculto en el cuarto de la víctima, Dios sabe con qué fines. Pues
bien, nosotros le vengaremos. Llame usted a Bradshaw.
El lacayo acudió a la llamada extremadamente pálido y nervioso.
-Tranquilícese, Bradshaw -dijo el abogado-. Este misterio les está afectando mucho a todos, pero nuestro
propósito es solucionar este asunto. Poole y yo vamos a entrar por la fuerza en el gabinete. Si no ha ocurrido
nada, yo cargaré con toda la responsabilidad. Mientras tanto, por si algo va mal o alguien trata de escapar
por la puerta trasera, usted y el pin che se apostarán junto a la entrada del laboratorio armados con un
par de garrotes. Les damos diez minutos para que acudan a sus puestos.
En el momento en que salió Bradshaw, el abogado miró su reloj.
-Y ahora, Poole, vamos nosotros al nuestro -dijo, y colocándose el atizador bajo el brazo se dirigió al ja rdín.
Las nubes habían cubierto la luna y reinaba una oscuridad absoluta. El viento, que penetraba a ráfagas
y golpes en aquel edificio que semejaba un pozo oscuro, hacía oscilar la llama de la vela al paso de los dos
hombres hasta que entraron en el edificio del laboratorio, en cuyo interior se sentaron a esperar en silencio.
Londres zumbaba solemnemente a su alrededor, pero allí cerca sólo rompía el silencio el sonido de unos
pasos que recorrían sin cesar el gabinete.
-Así está todo el día, señor -susurró Poole-, y casi toda la noche. Sólo se detiene cuando llega una nueva
muestra de la botica. Es la conciencia, que no le deja descansar. En cada paso de los suyos hay san
gre cruelmente derramada. Pero oiga otra vez con atención, escuche con toda su alma y dígame si es ése
el andar del doctor.
Los pasos sonaban extraños, preñados de cierto brío a pesar de su lentitud. Eran, evidentemente, muy distintos
del andar recio y pesado de Henry Jekyll. Utterson suspiró.
-¿Ha ocurrido algo más? -preguntó. Poole asintió.
-Un día -dijo-, un día le oí llorar.
-¿Llorar? ¿Qué me dice? -exlamó el abogado sintiendo un súbito escalofrío de terror.
-Lloraba como una mujer o un alma en pena -dijo el mayordomo -. Me inspiró tal lástima que a punto estuve
de llorar yo también.
Pero los diez minutos llegaron a su fin. Poole desenterró el hacha, que estaba cubierta por un montón de
paja de embalar, depositó la palmatoria sobre una mesa cercana para que les iluminara en el curso del ataque
y los dos hombres se acercaron conteniendo la respiración al lugar donde esos pies pacientes seguían
recorriendo el gabinete de arriba abajo, de abajo arriba, en medio del silencio de la noche.
-Jekyll -dijo Utterson, en voz muy alta-. Exijo que me abras inmediatamente.
Hizo una pausa durante la cual no hubo respuesta.
-Te advierto que abrigamos sospechas. Tengo que verte y te veré -continuó-, si no por las buenas, por las
malas; si no con tu consentimiento, por la fuerza.
-Utterson -dijo la voz-, por Dios te lo pido. Ten piedad.
-Ésa no es la voz de Jekyll, es la de Hyde -excla mó Utterson-. Echemos la puerta abajo, Poole.
El mayordomo blandió el hacha. El golpe conmo vió el edificio y la puerta tapizada de fieltro rojo saltó
contra la cerradura y los goznes. Un gruñido desmayado de terror animal surgió del gabinete. Otra vez se
elevó el hacha y otra vez descargó el golpe. El filo se hundió en la madera y crujió el marco de la puerta.
Cuatro veces cayó el hacha, pero la puerta era fuerte y estaba bien hecha. Hasta el quinto golpe no se reventó
la cerradura y la puerta, astillada, cayó al interior de la habitación, sobre la alfombra.
Los sitiadores, asustados del ruido que habían provocado y del silencio que sucediera a éste, dieron un
paso atrás y miraron hacia el interior. Ante sus ojos estaba el gabinete iluminado por la serena luz de una
lámpara. Un buen fuego crepitaba en la chimenea, en la tetera el hervor del agua entonaba su tenue canción,
un cajón o dos abiertos, unos documentos cuidadosamente extendidos sobre el escritorio y, junto al hogar,
el juego de té preparado para ser utilizado. A no ser por las vitrinas de cristal llenas de productos químicos,
se diría que era la habitación más tranquila y normal de todo Londres.
En el centro del gabinete yacía el cuerpo de un hombre contorsionado por el dolor y que aún se retorcía
espasmódicamente. Se acercaron a él de puntillas, le dieron la vuelta y se hallaron ante el rostro de Edward
Hyde. Llevaba un traje demasiado grande para él, un traje de la talla del doctor. Los músculos de su rostro
se movían aún débilmente, pero la vida le había abandonado ya, y de la ampolla que aferraba en su mano y
el fuerte olor a almendras que flotaba en la habitación, Utterson dedujo que se hallaban ante el cuerpo de un
suicida.
-Hemos llegado demasiado tarde -dijo gravemente- para salvar o para castigar. Hyde ha dado cuenta de
sus acciones y a nosotros sólo nos resta encontrar el cadáver de su amo, Poole.
Ocupaba la mayor parte de aquel edificio el quirófano o sala de disección que llenaba casi la totalidad de
la planta baja y estaba iluminado desde el techo y desde el gabinete. Este último formaba al fondo un segundo
piso y sus ventanas se abrían al patio. Unía el quirófano con la puerta que daba al callejón un pequeño
corredor que comunicaba a su vez con el gabinete por medio de un segundo tramo de escalones. Constaba
además el edificio de unos cuantos cuartos oscuros y un espacioso sótano. Todo ello fue debidamente
registrado. Una sola mirada bastó para examinar los cuartos, que estaban vacíos y que, a juzgar por el polvo
acumulado en sus puertas, no habían sido abiertos en largo tiempo. El sótano estaba lleno de trastos y cachivaches
inservibles, la mayoría de los cuales habían pertenecido al cirujano que precediera a Jekyll en la
posesión del edificio, pero pronto se dieron cuenta de que era inútil registrarlo, pues no bien abrieron la
puerta cayó sobre ellos una espesa cortina de tela de araña que durante años había sellado la entrada. En
ninguna parte hallaron el menor rastro de Henry Jekyll, ni vivo ni muerto.
Poole dio unos golpes con el pie sobre las losas del corredor.
-Tiene que estar enterrado aquí -dijo, mientras escuchaba atentamente.
-O quizá haya huido -dijo Utterson, que, a renglón seguido, se volvió para examinar la puerta que daba al
callejón. Estaba cerrada, y muy cerca de ella, sobre las losas, hallaron la llave cubierta ya de moho.
-No parece que la hayan usado en mucho tiempo -observó el abogado.
-¿Usarla? -dijo Poole como un eco-. ¿No ve, señor, que está rota? Como si alguien la hubiera partido con
el pie.
-Es verdad -continuó Utterson-, y los lugares por donde se ha quebrado están también oxidados.
Los dos se miraron con el temor en los ojos.
-No logro entenderlo, Poole -dijo el abogado-. Volvamos al gabinete.
Subieron la escalera en silencio y, no sin arrojar de vez en cuando una medrosa mirada al cadáver, emprendieron
un meticuloso registro de la habitación. Sobre una mesa en que se había efectuado algún exp erimento
químico había, en unos platillos de cristal, sendos montones de una sal de color blanco cuidadosamente
medidos y como dispuestos para algún menester que el infortunado doctor no había tenido tiempo de
llevar a cabo.
-Ésta es la medicina que yo le traía continuamente -dijo Poole, y mientras hablaba, el agua que hervía
junto al fuego rebosó del recipiente con un sonido que les estremeció.
El incidente les atrajo a la chimenea. Alguien había acercado al fuego un sillón que ofrecía un aspecto
extraordinariamente acogedor, con el servicio de té muy próximo a uno de sus brazos y todo preparado,
hasta tal punto que el azúcar esperaba ya en la ' taza. En un estante había varios libros y otro yacía, abierto,
junto al servicio de té. Utterson se sorprendió al ver que se trataba de una obra de devoción que Jekyll
tenía en gran estima y que ahora estaba cuajada de horribles blasfemias que mostraban la caligrafía del doctor.
Los dos homb res continuaron el registro de la habitación y llegaron ante el espejo de cuerpo entero al
fondo del cual miraron con involuntario horror. Pero estaba colocado de tal modo que no mostraba sino el
resplandor rosado que danzaba en el techo, el fuego cien veces reflejado en las lunas de cristal de los armarios
y sus rostros, pálidos y temerosos, asomados a su interior.
-Este espejo ha visto cosas muy extrañas, señor -susurró Poole.
-La más extraña de todas es, sin duda, este espejo mismo -respondió el abogado en el mismo tono-. Porque,
¿para qué querría Jekyll (y al pronunciar este nombre se calló estremecido, aunque al mo mento, sobreponiéndose
a su debilidad, continuó), para qué querría Jekyll este espejo?
-Tiene usted razón -dijo Poole.
Examinaron después el escritorio. En primer pla no, entre los papeles cuidadosamente ordenados que lo
cubrían, se hallaba un sobre escrito por Jekyll y dirigido a Mr. Utterson. El abogado lo abrió y varios sobres
más pequeños cayeron al suelo. El primero contenía un documento redactado en los mismos términos que
el que Utterson había devuelto a su amigo hacía ya seis meses y que debía servir como testamento en caso
de muerte y como acta de donación en caso de desaparición, pero en lugar del nombre de Edward Hyde el
abogado leyó con indescriptible asombro el nombre de Gabriel John Utterson. Miró a Poole, otra vez al
documento y, finalmente, al cuerpo del malhechor que yacía sobre la alfombra.
-No entiendo una sola palabra -dijo-. Este hombre ha estado aquí todos estos días como amo y señor. No
tenía motivo para abrigar ninguna simpatía hacia mí; al contrario, debe de haber rabiado al verse reemplazado
en el testamento y,, sin embargo, no lo ha destruido.
Cogió el siguiente documento. Se trataba de una breve nota de puño y letra del doctor y encabezada por
la fecha del día en curso.
-¡Poole! -exclamó el abogado-. ¡Hoy mismo ha estado aquí! No pueden haber hecho desaparecer su
cuerpo en tan poco tiempo. Puede estar vivo, puede haber huido. Pero, ¿por qué tenía que huir? Y en caso
de que lo haya hecho, ¿podemos aventurarnos a calificar a esto de suicidio? Hemos de obrar con extrema
cautela. Preveo que su amo aún pueda verse complicado en un terrible escándalo.
-¿Por qué no la lee, señor? -preguntó Poole. -Porque tengo miedo -replicó gravemente el abogado-. Dios
quiera que sea infundado.
Tras decir esto fijó la vista en el documento y leyó lo siguiente:
«Mi querido Utterson: Cuando esta nota llegue a tus manos, habré desaparecido. No
puedo predecir bajo qué circunstancias, pero mi instinto y lo desesperado de mi situación
me dicen que el final está próximo y debe ocurrir pronto. Lee primero el escrito que Lanyon
me avisó iba a poner en tus manos, y si quieres saber más acude a la confesión de tu
indigno y desgraciado amigo,
Henry Jekyll»
-¿Hay un tercer documento?- preguntó Utterson.
-Aquí tiene, señor -dijo Poole, mientras le alargaba un sobre de dimensiones considerables lacrado en varios
lugares.
El abogado se lo metió en el bolsillo.
-Yo no hablaría a nadie de este documento. Si su amo ha huido o ha muerto, al menos podemos salvar su
reputación. Son las diez. Tengo que ir a casa para leer todo esto con tranquilidad, pero volveré antes de la
medianoche y llamaremos a la policía.
Salieron cerrando la puerta del quirófano tras ellos, y Utterson, dejando una vez más a toda la servidumbre
reunida en torno a la chimenea del salón, volvió a su despacho para leer los dos documentos con
los que esperaba quedara aclarado el misterio.
La narración del doctor Lanyon
El 9 de enero, hace hoy cuatro días, recibí en el correo de la tarde un sobre certificado escrito por mi colega
y compañero de estudios Henry Jekyll. El hecho me sorprendió en sumo grado, pues no teníamos costumbre
de comunicarnos por correspondencia. Le había visto e incluso había cenado con él la noche anterior
y no había motivo alguno que justificara la formalidad de certificar la misiva. Mi sorpresa aumentó al
leerla, pues decía lo siguiente:
« 10 de diciembre de 18...
»Mi querido Lanyon:
»Eres uno de mis amigos más antiguos y, aunque a veces hemos diferido con respecto a cuestiones científicas,
no recuerdo, al menos por mi parte, que por ello haya disminuido nunca un ápice el afecto
que nos une. No ha habido un solo día en que si tú me hubieras dicho: "Jekyll, mi vida, mi honor, mi razón
dependen de ti", yo no habría dado mi mano derecha por ayudarte. Pues bien, Lanyon, mi vida, mi
honor, mi razón dependen de ti. Si tú no me ayudas, estoy perdido. Supondrás, tras leer este prefacio, que
voy a pedirte que hagas algo deshonroso. Juzga por ti mismo.
»Quiero que aplaces cualquier compromiso que tengas para esta noche, sea cual fuere, aunque se trate de
acudir junto al lecho de un emperador. Que tomes un coche, a menos que esté tu carruaje esperándote a la
puerta, y que con esta misiva en la mano vayas directamente a mi casa. He dado a Poole, el mayordomo, las
órdenes oportunas. A tu llegada le encontrarás esperándote en compañía de un cerrajero. Forzaréis la puerta
de mi gabinete, entrarás en él tú solo, abrirás la vitrina situada a mano izquierda, la que va señalada con la
letra E, saltando la cerradura si es que la encuentras cerrada con llave, y sacarás con todo su contenido tal y
como lo encuentres el cuarto cajón empezando por arriba, que es el tercero a partir del último de abajo. En
mi extrema angustia, tengo un pánico morboso a equivocarme al darte las instrucciones, pero aun si me
equivoco sabrás que es el cajón de que te hablo por su contenido, que consiste en unos polvos, una ampolla
y un cuaderno.
»Te ruego que te lleves ese cajón a la plaza de Ca vendish tal como lo encuentres.
»Ésa es la primera parte del favor. Paso a detallar la segunda. Si sigues mis instrucciones, nada más recibir
esta misiva, te hallarás de vuelta en tu casa mucho antes de la medianoche. Quiero dejar un margen de
tiempo suficiente, no sólo por temor de que surja uno de esos obstáculos que no pueden ni evitarse ni preverse,
sino también porque lo que te resta por hacer es preferible que lo hagas a una hora en que la servidumbre
se halle ya acostada.
»A medianoche, por lo tanto, te pido que estés solo en tu sala de consulta, que abras por ti mismo la puerta
a un hombre que se presentará en mi nombre y que le entregues el cajón que habrás sacado de mi gabinete.
Con esto me habrás hecho un gran favor y tendrás mi eterna gratitud. Cinco minutos después, si insistes
en recibir una explicación, habrás comprendido que dichas acciones eran de capital importancia y que, de
omitir cualquiera de ellas, por fantásticas que puedan parecerte, pesaría sobre tu conciencia mi muerte o la
pérdida de mi razón.
»Aunque confío en que no dudarás en atender mi ruego, mi corazón se angustia y mi mano tiembla sólo
de pensar en tal posibilidad. Quiero que sepas que en estos momentos estoy en un lugar extraño hundido en
una pesadumbre que ni la imaginación más descabellada podría concebir, sabedor, sin embargo, de que si
atiendes puntualmente mi ruego, mis cuitas serán cosa del pasado como la historia que el narrador termina
y los oyentes olvidan. Atiende mi petición, querido Lanyon, y ayúdame.
»Tu amigo,
H. J.
»Postdata: Ya había cerrado el sobre cuando un nuevo horror se adueñó de mi espíritu. Es posible que el
correo se retrase y que esta misiva no llegue hasta mañana por la mañana. En ese caso, mi querido Lanyon,
haz lo que te pido en el momento del día en que te sea más conveniente y espera a mi mensajero a la medianoche
de mañana. Es posible que para entonces sea ya demasiado tarde. Si la noche pasa sin que recibas
la visita de mi enviado, sabrás que ya nunca volverás a ver a Henry Jekyll.»
Cuando acabé de leer esta carta llegué al convencimiento de que mi amigo se había vuelto loco, pero hasta
que el hecho quedara demostrado sin sombra de duda, me sentí obligado a hacer lo que me pedía. Si no
entendía una palabra de todo ese fárrago, me nos podía juzgar su importancia; pero, naturalmente, no podía
desoír un ruego redactado en esos términos sin grave responsabilidad por mi parte.
Así pues, me levanté de la mesa, tomé un coche y me dirigí directamente a casa de Jekyll. Su mayordomo
esperaba mi llegada. Había recibido en el mismo correo que yo una carta certificada con las instrucciones
y al punto había enviado a buscar a un cerrajero y un carpintero. Uno y otro llegaron mientras el
mayordomo y yo seguíamos hablando, y los cuatro nos dirigimos como un solo hombre al quirófano, que
constituye el camino más directo (como sin duda recordarás) al gabinete privado de Jekyll. La puerta era
maciza y la cerradura excelente. El carpintero nos aseguró que haría un gran destrozo si empleaba la fuerza
y el cerrajero se desesperó al ver la magnitud de la tarea que le esperaba. Pero por suerte era hombre mañoso,
y después de dos horas de aplicarse al trabajo con ahínco, logró abrir la puerta. La vitrina ma rcada con
la letra E no estaba cerrada con llave. Saqué el cajón en cuestión, hice que lo rellenaran de paja y lo envolvieran
en una sábana y regresé con él a la plaza de Cavendish.
Allí examiné su contenido. Los sobrecitos que contenían los polvos estaban bastante bien hechos, pero no
con la meticulosidad que caracteriza a un farmacéutico profesional, de lo que deduje que los había fabricado
el mismo Jekyll, y al abrir uno de los sobres hallé que contenían lo que me parecieron simples sales cristalinas
de color blanco. La ampolla en la que concentré después mi atención estaba llena aproximadamente
hasta la mitad de un líquido color rojo sangre de olor muy penetrante y que, a mi entender, consistía en
fósforo y un éter volátil. Qué otros ingredientes podía contener, no sabría decirlo. El cuaderno era de los
más corrientes, y apenas había escrito en él más que una serie de fechas.
Abarcaban éstas un período de muchos años, pero observé que las anotaciones se interrumpían en una fecha
correspondiente al año anterior y de una manera muy abrupta. De vez en cuando había junto a la fecha
una breve anotación consistente por lo general en una sola palabra, «doble», que aparecía sólo unas seis
veces entre cientos de fechas. En una ocasión, al comienzo de la lista, decía entre varios signos de exclamación:
«¡¡¡Fracaso total!!!»
Todo esto, aunque naturalmente espoleó mi curiosidad, me dijo muy poca cosa en definitiva. Tenía en
mis manos una ampolla que contenía determinada solución y las anotaciones relativas a una serie de exp erimentos
que no habían conducido (como tantas de las investigaciones que había emprendido Jekyll) a ninguna
utilidad práctica. ¿Cómo podía afectar la presencia de tales objetos en mi casa al honor, la cordura o la
vida de mi arrebatado colega? Si el hombre que me enviaba a modo de mensajero podía venir a mi casa,
¿por qué no podía ir igualmente a la suya? Y si había algún motivo que le impidiera hacerlo, ¿por qué tenía
que recibirle yo en secreto?
Cuanto más reflexionaba más me convencía de que me hallaba ante un caso de enfermedad mental, y
aunque efectivamente mandé a la servidumbre que se retirara, cargué mi pistola para hallarme en disposición
de defenderme si llegaba el caso de hacerlo.
Apenas acababan de dar las doce en los relojes de Londres cuando sonó quedamente el llamador de la
puerta. Acudí a abrir y hallé a un hombre de corta estatura agazapado entre las columnas del pórtico. -
¿Viene usted de parte del doctor Jekyll? -le pre gunté.
Me respondió que sí con un ademán cohibido, y cuando le rogué que pasara no lo hizo sin antes lanzar
una mirada por encima del hombro hacia la oscuridad de la plaza. A poca distancia pasaba un policía con la
linterna encendida y me pareció que, al verlo, mi visitante se sobresaltaba y se apresuraba a pasar al interior.
Confieso que estos detalles me sorprendieron desagradablemente y que mantuve en todo momento la
mano sobre la culata del arma mientras le seguía hacia la sala de consulta, que estaba brillantemente iluminada.
Allí al menos pude contemplarle a mis anchas. Era la primera vez que le veía, de eso estaba seguro.
Como ya he dicho, era de corta estatura. Me sorprendió además en él la expresión extraña de su rostro, la
rara combinación de actividad muscular y aparente debilidad de constitución y, finalmente, pero no en menor
grado, el extraño malestar que causaba su proximidad. Provocaba algo semejante a un escalofrío incipiente
al que acompañaba una notable disminución del pulso. En aquel momento lo achaqué a una repugnancia
puramente natural y de idiosincrasia, y simplemente me asombré ante lo agudo de los síntomas. Pero
desde entonces he hallado motivos suficientes para creer que la causa era mucho más profunda, que se
enraizaba en la naturaleza misma del hombre y que respondía a algo mucho más noble que el simple principio
del odio. Aquel hombre (que desde el momento en que había traspuesto el umbral de la puerta había
despertado en mí una curiosidad llena de disgusto) iba vestido de tal modo que habría hecho reír a una persona
normal. El traje que llevaba, aunque de un tejido sobrio y elegante, le venía enormemente grande allá
por donde se le mirase. Llevaba los bajos de los pantalones enrollados para que no le arrastrasen por el suelo,
la cintura de la chaqueta le quedaba por debajo de las caderas y las solapas le resbalaban por los hombros.
Por raro que parezca, esta extraña indumentaria no movía a risa. Muy al contrario, por haber algo de
anormal y contrahecho en la esencia misma de la criatura que tenía ante mis ojos -algo que chocaba, sorprendía
y repugnaba-, esa disparidad parecía encajar con su personalidad y reforzarla de tal modo que a mi
interés por la naturaleza y carácter de aquel hombre vino a añadirse la curiosidad con respecto a su origen,
su vida, su fortuna y la posición que ocupaba en el mundo.
Todas estas reflexiones que tanto tiempo me ha llevado describir desfilaron por mi mente en el espacio
de pocos segundos. Animaba sin duda a mi visitante el fuego de una excitación sombría.
-¿Lo tiene? -exclamó -. ¿Lo tiene?
Y tan fuerte era su impaciencia que hasta posó una mano sobre mi brazo y trató de sacudirlo. Yo le rechacé
al notar en mis venas algo así como un latido helado.
-Caballero -le dije-, olvida usted que no tengo el placer de conocerle. Siéntese, haga el favor.
Para darle ejemplo, me instalé yo mismo en mi sillón acostumbrado y traté de adoptar la actitud que
habría mostrado con cualquiera de mis pacientes hasta el grado que me lo permitía lo avanzado de la hora,
la naturaleza de mis preocupaciones y el horror que me inspiraba el visitante.
-Le ruego me disculpe, doctor Lanyon -replicó, ya de mejor talante-. Tiene usted mucha razón en lo que
dice. Pero mi impaciencia se ha impuesto a mis modales. He venido a instancia de su colega, el doctor Henry
jekyll, con un encargo de considerable importancia, y según tengo entendido... -hizo una pausa, se llevó
una mano a la garganta y constaté que, a pesar de su aparente calma, luchaba contra un inminente ataque de
histeria-, según tengo entendido -continuó-, hay cierto cajón...
Al llegar a este punto me compadecí de la angustia de mi visitante y quizá también de mi curiosidad creciente.
-Ahí lo tiene, caballero -dije señalando el cajón que se hallaba en el suelo, detrás de una mesa, aún cubierto
por la sábana.
Se acercó a él de un salto. Luego se detuvo y se lle vó una mano al corazón. Oí rechinar sus dientes por la
acción convulsiva de su mandíbula y su rostro adquirió una expresión tan abyecta que temí tanto por su
vida como por su razón.
-Cálmese usted -le dije.
Él me lanzó una sonrisa siniestra y, con la decisión que es fruto de la desesperación, apartó la sábana. A
la vista del contenido del cajón, articuló un sollozo de tan inmenso alivio que quedé petrificado. Un segundo
después, con la voz ya serenada, me preguntó:
-¿Tiene usted un vaso graduado?
Me levanté de mi asiento haciendo un ligero esfuerzo y le entregué lo que me pedía.
Él me dio las gracias con una sonrisa, midió unas gotas de la tintura rojiza y añadió una medida ínfima de
polvos. La mixtura, que en un comienzo tenía un tinte rojizo, comenzó a oscurecerse conforme los cristales
se deshacían, a burbujear audiblemente y a arrojar pequeñas nubes de vapor. De pronto, en un instante, la
ebullición cesó y la mezcla adquirió un color púrpura oscuro que poco a poco fue convirtiéndose en verde
acuoso. El visitante, que había contemplado todas estas metamorfosis con gesto complacido, sonrió, dejó el
vaso sobre la mesa, se volvió hacia mí y me miró con aire de curiosidad.
-Y ahora -dijo-, acabemos con este asunto. ¿Quiere usted ser razonable? ¿Está dispuesto a aprender de
los demás? ¿Será capaz de aguantar que yo coja este vaso en mi mano y me vaya de su casa sin más explicaciones?
¿O es la curiosidad que siente demasiado para usted? Piénselo bien antes de contestarme, porque
haré exactamente lo que usted me diga. Si decide que me vaya, quedará usted como estaba, ni más rico ni
más sabio, a menos que hacer un favor a un amigo en peligro de muerte aumente las riquezas del espíritu.
Pero si se decide por lo contrario, ante usted se abrirán nuevos horizontes de conocimiento y nuevos caminos
hacia la fama y el poder. Aquí, en esta misma habitación, en este mismo instante, ante sus ojos, verá un
prodigio que asombraría al mismo Satán.
-Caballero -le dije, aparentando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir-, no entiendo esos enigmas
y quizá no le sorprenda si afirmo que lo que dice no despierta en mí gran credulidad. Pero ya he llegado
demasiado lejos en el camino de esta aventura inexplicable para detenerme antes de ver el final.
-Muy bien -replicó el visitante-. Lanyon, recuerda tu juramento. Lo que vas a ver debe quedar bajo el secreto
de nuestra profesión. Y ahora, tú que durante tanto tiempo has mantenido las opiniones más estrechas
de miras, tú que has negado la exis tencia de la medicina transcendental, tú que te has reído de los que te
superaban en saber, ¡mira!
Y diciendo esto se llevó el vaso a los labios y se bebió el contenido de un golpe. Dejó escapar un grito,
giró sobre sí mismo, dio un traspié, se aferró a la mesa y allí quedó mirando al vacío, con los ojos inyectados
en sangre y respirando entrecortadamente a través de la boca abierta. Y mientras le miraba, me
pareció que empezaba a operarse en él una transformación. De pronto comenzó a hincharse, su rostro se
ennegreció y sus rasgos parecieron derretirse y alterarse. Un momento después yo me levantaba de un salto
y me apoyaba en la pared con un brazo alzado ante mi rostro para protegerme de tal prodigio y la mente
hundida en el terror.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -repetí una y mil veces, porque allí, ante mis ojos, pálido y tembloroso, medio
desmayado y tanteando el aire con las manos como un hombre resucitado de la tumba, estaba Henry Jekyll.
Lo que me dijo durante la hora siguiente es imposible consignarlo por escrito. Vi lo que vi, oí lo que oí y
mi espíritu se estremeció ante ello, y, sin embargo, ahora que tal visión ha desaparecido, me pre gunto si lo
creo y no sé qué contestar.
Mi vida se ha conmovido hasta los cimientos, el sueño me ha abandonado y el terror me acompaña a todas
las horas del día y de la noche. Creo que mi fin se acerca y, sin embargo, moriré incrédulo. En cuanto a
la ruindad moral, al envilecimiento que ese hombre me reveló aun con lágrimas de penitente en los ojos, no
puedo pensar en ello sin estremecerme de horror. No diré sino una cosa, Utterson, y ella (si es que puedes
llegar a creerla) será más que suficiente. El hombre que se introdujo aquella noche en mi casa es el que
todos conocen, según confesión del mismo Jekyll, por el nombre de Edward Hyde: el que buscan en todos
los rincones del país por el asesinato de Carees.
Hastie Lanyon
Henry Jekyll explica lo sucedido
Nací en el año de 18..., heredero de una gran fortuna y dotado además de excelentes partes. Inclinado por
la naturaleza al trabajo, gocé muy pronto del respeto de los mejores y más sabios de mis semejantes y, por
lo tanto, todo me auguraba un porvenir honrado y brillante. Lo cierto es que la peor de mis faltas no era
más que una disposición alegre e impaciente que ha hecho la felicidad de muchos, pero que yo hallé dificil
de compaginar con mi imperioso deseo de gozar de la admiración de todos y presentar ante la sociedad un
continente desusadamente grave. Por esta razón oculté mis placeres, y cuando llegué a esos años de reflexión
en que el hombre comienza a mirar a su alrededor y a evaluar sus progresos y la posición que ha
alcanzado, ya estaba entregado a una profunda duplicidad de vida. Muchos hombres habrían incluso blasonado
de las irregularidades que yo cometía, pero debido a las altas miras que me había impuesto, las juzgué
y oculté con un sentido de la vergüenza casi morboso.
Fue, pues, la exageración de mis aspiraciones y no la magnitud de mis faltas lo que me hizo como era y
separó en mi interior, más de lo que es común en la mayoría, las dos provincias del bien y del mal que
componen la doble naturaleza del hombre. En mi caso, reflexioné profunda y repetidamente sobre esa dura
ley de vida que constituye el meollo mismo de la religión y representa uno de los manantiales más abundantes
de sufrimiento.
Pero a pesar de mi profunda dualidad, no era en sentido alguno hipócrita, pues mis dos caras eran igualmente
sinceras. Era lo mismo yo cuando abandonado todo freno me sumía en el deshonor y la vergüenza
que cuando me aplicaba a la vista de todos a profundizar en el conocimiento y a aliviar la tristeza y el sufrimiento.
Y ocurrió que mis estudios científicos, que apuntaban por entero hacia lo místico y lo trascendente,
influyeron y arrojaron un potente rayo de luz sobre este conocimiento de la guerra perenne entre mis
dos personalidades. Cada día, y con ayuda de los dos aspectos de mi inteligencia, el moral y el intelectual,
me acercaba más a esa verdad cuyo descubrimiento parcial me ha llevado a este terrible naufragio y que
consiste en que el hombre no es sólo uno, sino dos. Y digo dos porque mis conocimientos no han ido más
allá de este punto. Otros vendrán después, otros que me sobrepasarán en conocimientos, y me atrevo a predecir
que al fin el hombre será tenido y reconocido como un conglomerado de personalidades diversas,
discrepantes e independientes. Yo, por mi parte, a causa de la naturaleza de mi vida, avancé infaliblemente
en una dirección y sólo en una. Fue en el terreno de lo moral y en mi propia persona donde aprendí a reconocer
la verdadera y primitiva dualidad del hombre. Vi que las dos naturalezas que contenía mi conciencia
podía decirse que eran a la vez mías porque yo era radicalmente las dos, y desde muy temprana fecha, aun
antes de que mis descubrimientos científicos comenzaran a sugerir la más remota posibilidad de tal milagro,
me dediqué a pensar con placer, como quien acaricia un sueño, en la separación de esos dos elementos.
Si cada uno, me decía, pudiera alojarse en una identidad distinta, la vida quedaría despojada de lo que ahora
me resultaba inaguantable. El ruin podía seguir su camino libre de las aspiraciones y remordimientos de su
hermano más estricto. El justo, por su parte, podría avanzar fuerte y seguro por el camino de la perfección
complaciéndose en las buenas obras y sin estar expuesto a las desgracias que podía propiciarle ese pérfido
desconocido que llevaba dentro. Era una maldición para la humanidad que esas dos ramas opuestas estuvieran
unidas así para siempre en las entrañas agonizantes de la conciencia, que esos dos gemelos enemigos
lucharan sin descanso. ¿Cómo, pues, podían disociarse?
Hasta aquí había llegado en mis reflexiones, cuando un rayo de luz que partía de la mesa del laboratorio
empezó a iluminar débilmente el horizonte. De pronto comencé a percibir con mayor cla ridad de la que
nunca se haya imaginado la inmaterialidad temblorosa, la efímera inconsistencia de este cuerpo que es
nuestra vestidura carnal, de este cuerpo en apariencia tan sólido. Hallé que ciertos agentes tenían la capacidad
de alterar y arrancar esta vestidura del mismo modo que el viento agita los cortinajes de unos ventanales.
No quiero adentrarme en el aspecto científico de mi confesión por dos razones. La primera, porque he
aprendido que cada hombre carga con su destino a lo largo de toda su vida y que cuando trata de sacudírselo
de los hombros le vuelve a caer con un peso aún mayor y más extraño. Segundo, porque, como dejará
bien a las claras mi relato, mis descubrimientos han sido, por desgracia, incompletos. Bastará con que diga
que no sólo aprendí a distinguir mi cuerpo material de la emanación de ciertos poderes que componen mi
espíritu, sino que llegué a fabricarme una pócima por medio de la cual logré despojar a esos poderes de su
supremacía y sustituir mi aspecto por una segunda forma y apariencia no menos natural para mí, puesto que
constituía expresión de los elementos más bajos de mi espíritu y llevaba su sello.
Dudé mucho antes de llevar a la práctica esta teoría. Sabía que corría peligro de muerte, porque una droga
que tenía el inmenso poder de conmover y controlar el reducto mismo de la identidad era capaz de aniquilar
totalmente ese tabernáculo inmaterial que yo pretendía alterar. Bastaría con un simple error en la
dosis o en las circunstancias en que se administrara. Pero la tentación de llevar a cabo un experimento tan
singular venció, al fin, todos mis temores. Hacía tiempo que había preparado la tintura. Inmediatamente
compré a una firma de productos químicos al por mayor gran cantidad de una determinada sal que, debido a
mis experimentos anteriores, sabía que era el último ingrediente que necesitaba, y a hora muy avanzada de
una noche que maldigo, mezclé los elementos, los vi bullir y humear en la probeta, y cuando el hervor se
hubo disipado, armándome de valor, bebí la poción.
Sentí unas sacudidas desgarradoras, un rechinar de huesos, una náusea mortal y un horror del espíritu que
no pueden sobrepasar ni los traumas del nacimiento y de la muerte. Luego, la agonía empezó a disiparse y
recobré el conocimiento sintiéndome como si saliera de una grave enfermedad. Había algo extraño en mis
sensaciones, algo indescriptiblemente nuevo y, por su novedad, también indescriptiblemente agradable. Me
sentí más joven, más ligero, más feliz físicamente. En mi interior experimentaba una fogosidad impetuosa,
por mi imaginación cruzó una sucesión de imágenes sensuales en carrera desenfrenada, sentí que se disolvían
los vínculos de todas mis obligaciones y una libertad de espíritu desconocida, pero no inocente, invadió
todo mi ser. Supe, al respirar por primera vez esta nueva vida, que era ahora más perverso, diez veces
más perverso, un esclavo vendido a mi mal original. Y sólo pensarlo me deleitó en aquel momento como
un vino añejo. Estiré los brazos exultante y me di cuenta de pronto de que mi estatura se había reducido.
En aquellos días no tenía espejo en mi gabinete. El que hay a mi lado, mientras escribo estas líneas, lo
traje aquí después precisamente por causa de estas transformaciones. La noche, sin embargo, se había cambiado
en madrugada; la madrugada, negra como era, estaba a punto a dar a luz al día; los habitantes de mi
casa estaban sumidos en el sueño, y así decidí, pleno como estaba de esperanzas y de triunfo, aventurarme a
llegar hasta mi dormitorio bajo mi nueva forma. Crucé el jardín, donde las constelaciones me contemplaron
desde las alturas a mi entender con asombro. Era la primera criatura de esa especie que en su insomne vigilancia
veían desde el comenzar de los tiempos. Recorrí los corredores sintiéndome un extraño en mi propia
morada, y al llegar á mi habitación contemplé por primera vez la imagen de Edward Hyde.
Hablaré ahora sólo en teoría, no diciendo lo que sé, sino lo que creo más probable. El lado malo de mi
naturaleza, al que yo había otorgado el poder de aniquilar temporalmente al otro, era menos desarrollado
que el lado bueno, al que acababa de desplazar. Era ello natural, dado que en el curso de mi vida, que después
de todo había sido casi en su totalidad una vida dedicada al esfuerzo, a la virtud y a la renunciación, lo
había ejercitado y agotado mucho menos. Por esa razón, pensé, Edward Hyde era mu cho más bajo, delgado
y joven que Henry Jekyll. Del mismo modo que el bien brillaba en el semblante del uno, el mal estaba claramente
escrito en el rostro del otro. Ese mal (que aún debo considerar el aspecto mortal del hombre) había
dejado en ese cuerpo una huella de deformidad y degeneración. Y, sin embargo, cuando vi reflejado ese feo
ídolo en la luna del espejo, no sentí repugnancia, sino más bien una enorme alegría. Ése también era yo. Me
pareció natural y humano. A mis ojos era una imagen más fiel de mi espíritu, más directa y sencilla que
aquel continente imperfecto y dividido que hasta entonces había acostumbrado a llamar mío. Y en eso no
me equivocaba. He observado que cuando revestía la apariencia de Edward Hyde nadie podía acercarse a
mí sin experimentar un visible estremecimiento de la carne. Esto se debe, supongo, a que todos los seres
humanos con que nos tropezamos son una mezcla de bien y mal, y Edward Hyde, único entre los hombres
del mundo, era solamente mal.
No me miré al espejo sino un instante. Ahora tenía que intentar el experimento segundo y decisivo. Me
restaba averiguar si había perdido mi identidad para siempre y tendría que huir antes del amanecer de aquella
casa que ya no sería mía. Y así regresé a toda prisa al gabinete, preparé una vez más la mixtura, la bebí,
sufrí por segunda vez los dolores de la disgregación y volví en mí de nuevo con la personalidad, la estatura
y el rostro de Henry Jekyll.
Aquella noche llegué al fatal cruce de caminos. Si me hubiera enfrentado con mi descubrimiento con un
espíritu más noble, si me hubiera arriesgado al experimento impulsado por aspiraciones piadosas o generosas,
todo habría sido distinto, y de esas agonías de nacimiento y muerte habría surgido un ángel y no un
demonio. Aquella poción no tenía poder discriminatorio. No era diabólica ni divina. Sólo abría las puertas
de una prisión y, como los cautivos de Philippi, el que estaba encerrado huía al exterior. Bajo su influencia
mi virtud se adormecía, mientras que mi perfidia, mantenida alerta por mi ambición, aprovechaba rápidamente
la oportunidad y lo que afloraba a la superficie era Edward Hyde. Y así, aunque yo ahora tenía dos
personalidades con sus respectivas apariencias, una estaba formada integralmente por el mal, mientras que
la otra continuaba siendo Henry Jeky11, ese compuesto incongruente de cuya reforma y mejora yo desesperaba
hacía mu cho tiempo. El paso que había dado era, pues, decididamente a favor de lo peor que había en
mí.
En aquellos días aún no había logrado dominar la aversión que sentía hacia la aridez de la vida del estudio.
Seguía teniendo una disposición alegre y desenfadada y, dado que mis placeres eran (en el mejor de los
casos) muy poco dignos y a mí se me conocía y respetaba en grado sumo, esta contradicción se me hacía de
día en día menos llevadera. La agravaba, por otra parte, el hecho de que me fuera aproximando a mi madurez.
Por ahí me tentó, pues, mi nuevo poder hasta que me convirtió en su esclavo. No tenía más que apurar
la copa, abandonar al momento el cuerpo del famoso profesor y revestirme, como si de un grueso abrigo se
tratara, de la apariencia de Edward Hyde. Sonreí ante la idea, que en aquel tiempo me pareció humorística,
y lo preparé todo con el cuidado más meticuloso. Alquilé y amueblé la casa del Soho (la casa hasta donde
siguió la policía a Hyde) y tomé como ama de llaves a una mujer que tenía fama de discreta y poco escrupulosa.
Anuncié a mi servidumbre que un tal Mr. Hyde (a quien describí) disfrutaría en adelante de plenos
poderes y libertad en mi casa y, para evitar contratiempos, me presenté en ella y me convertí en visitante
asiduo bajo mi segundo aspecto. Redacté después el testamento al que tantos reparos pusiste, de modo que
si algo me ocurría mientras revestía la apariencia de Jekyll, podía refugiarme en la de Hyde sin tener que
prescindir de mi fortuna, y creyéndome así bien protegido en todos los sentidos comencé a beneficiarme de
la extraña inmunidad que me ofrecía mi posición.
Se sabe de hombres que han contratado a malhechores para que cometieran por ellos crímenes, mientras
que su reputación y su persona no sufrían menoscabo. Yo he sido el primero que lo ha hecho por puro placer.
He sido el primero que ha podido presentarse a los ojos del público cargado de respetabilidad y, un
momento después, como un chiquillo de escuela, despojarme de esa vestidura y lanzarme de cabeza a la
libertad. Para mí, cubierto con mi manto impenetrable, la seguridad era total. Imagínate. Ni siquiera existía.
Sólo tenía que traspasar la puerta de mi laboratorio, mezclar en un segundo o dos la poción que siempre
tenía preparada, apurarla y, fuera lo que fuese lo que hubiera hecho, Edward Hyde desaparecía como el
círculo que deja el aliento en un espejo. En su lugar, despabilando una vela en su gabinete, estaría Henry
Jekyll, un hombre que podía permitirse el lujo de reírse de las sospechas.
Los placeres que me apresuré a buscar de esa guisa eran, como ya he dicho, indignos. No merecen un
término más fuerte. Pero en manos de Hyde pronto se volvieron monstruosos. Cuando volvía de mis nocturnas
excursiones, a menudo me asombraba de la perversidad de mi otro yo. Este pariente mío que había
sacado de las profundidades de mi propio espíritu y enviado en busca del placer era un ser inherentemente
pérfido y villano. Todos sus actos y sus pensamientos se centraban en sí mismo , bebía con bestial avidez el
placer que le causaba la tortura de los otros y era insensible como un hombre de piedra. Henry Jekyll contemplaba
a veces horrorizado los actos de Edward Hyde, pero la situación se hallaba tan lejos de las leyes
comunes que insidiosamente relajaba el poder de la conciencia. Después de todo, el culpable era Hyde y
sólo Hyde. Jekyll no era peor cuando se despertaba y recuperaba sus buenas cualidades aparentemente incólumes.
A veces incluso se precipitaba, cuando era posible, a reparar el mal causado por Hyde. Y así su
conciencia se fue adormeciendo poco a poco.
No tengo ningún deseo de entrar en detalles de las infamias en las que, en cierto modo, colaboré (pues
aun ahora me resisto a admitir que las haya cometido); sólo quiero consignar aquí los avisos que precedieron
a mi castigo y los pasos sucesivos con que éste llegó hasta mí. Un día ocurrió un incidente que, por no
traerme consecuencias de mayor importancia, no haré más que mencionar. Un acto de crueldad, del que fue
víctima una niña, atrajo sobre mí las iras de un viandante a quien reconocí el otro día en la persona de un
pariente tuyo. El doctor y la familia de la niña le secundaron. Hubo momentos en que temí por mi vida, y al
fin, con el propósito de pacificar su justificada indignación, Edward Hyde tuvo que llevarles hasta la puerta
de su casa y pagarles con un cheque a nombre de Henry Jekyll. Para que en el futuro no ocurriese nada semejante,
abrí una cuenta en otro banco a nombre de Edward Hyde y, una vez que, camb iado el sesgo de mi
caligrafía, hube proporcionado una firma a mi doble, pensé que me hallaba fuera del alcance del destino.
Dos meses antes del asesinato de Sir Danvers volví a casa una noche muy tarde de mis correrías y al día
siguiente me desperté con una sensación extra ña. En vano miré a mi alrededor, en vano vi mis pre ciados
muebles y el alto techo de mi dormitorio, en vano reconocí el dibujo de las cortinas de la cama y la talla de
las columnas de caoba. Algo seguía diciéndome en mi interior que no estaba donde estaba, que no había
despertado donde creía hallarme, sino en un pequeño cuarto del Soho donde solía dormir bajo la apariencia
de Edward Hyde. Me sonreí, y utilizando mi método psicológico empecé a estudiar perezosamente los diversos
elementos que creaban esta ilusión hundiéndome de vez en cuando, mientras lo hacía, en un suave
sopor. Seguía ocupada mi mente de este modo cuando de pronto, en uno de los momentos en que me hallaba
más despabilado, mi mirada fue a caer sobre una de mis manos. Las de Henry Jekyll (como a menudo
has observado) son las manos que caracterizan a un profesional de la medicina en forma y tamaño: grandes,
fuertes, blancas y bien proporcionadas. Pero la mano que vi en esa ocasión con toda claridad a la luz dorada
de la mañana londinense; la mano que descansaba a medio cerrar sobre la colcha era delgada, nervuda, nudosa,
de una palidez cenicienta, y estaba cubierta de un espeso vello. Era la mano de Edward Hyde.
Creo que permanecí mirándola como medio minuto, hundido en el estupor del asombro, antes de que el
terror despertara en mi pecho, tan devastador y súbito como un golpe de platillos. Salté de la cama y corrí
al espejo. Ante lo que vieron mis ojos, mi sangre se trasformó en un líquido exquisitamente helado. Sí.
Cuando me había acostado era Henry Jekyll y ahora era Edward Hyde. «¿Qué explicación tiene esto?», me
pregunté. Y luego, con un escalofrío de terror: «¿Cómo se remedia?» La mañana estaba bastante avanzada,
la servidumbre se hallaba despierta y todos mis medicamentos estaban en el gabinete. Para llegar a este
desde donde me hallaba (paralizado por el terror, debo añadir) tenía que bajar dos tramos de escaleras, recorrer
un pasillo, cruzar el jardín y atravesar el quirófano. Podría cubrirme el rostro, pero ¿de qué me valdría
eso si no podía ocultar la disminución de mi estatura? Sólo entonces caí en la cuenta, con una enorme
sensación de alivio, de que los sirvientes estaban acostumbrados ya a las idas y venidas de mi segundo yo.
Me vestí lo mejor que pude con un traje que me venía grande, atravesé la casa entera, cruzándome con
Bradshaw que me miró y dio un paso atrás sorprendido al ver a Mr. Hyde a tal hora y con tan raro atavío, y
diez minutos después el doctor Jekyll había vuelto a su apariencia normal y se hallaba sentado a la mesa del
comedor con el ceño fruncido dispuesto a fingir que desayunaba.
Poco apetito tenía, como es natural. Ese incidente inexplicable, esa inversión de mi anterior apariencia
me parecía, como el dedo en el muro de Babilonia, un anuncio de mi castigo. Y así comencé a reflexio nar
más seriamente que nunca sobre las posibilidades y circunstancias de mi doble existencia. Esa parte de mí
mismo que yo tenía el poder de proyectar la había nutrido y ejercitado últimamente en grado sumo. Recientemente
me parecía incluso que el cuerpo de Hyde había ganado en altura, que cuando me hallaba bajo su
apariencia mi sangre fluía más generosamente, y comencé a sospechar que si ese estado de cosas se prolongaba
corría peligro de que el equilibrio de mi naturaleza se alterara definitivamente, de perder el poder de
cambiar a voluntad y de que la personalidad de Edward Hyde se convirtiera irrevocablemente en la mía. El
poder de la poción no era siempre el mismo. Una vez, al comienzo de mis exp erimentos, me había fallado
totalmente. Desde entonces me había visto obligado en más de una ocasión a doblar la dosis, y hasta una
vez, con gran peligro de mi vida, a triplicarla. Esas raras ocasiones habían arrojado la única sombra de duda
sobre lo que hasta el momento no había sido sino un completo éxito. Ahora, sin embargo, a la luz del incidente
de aquella mañana, comencé a darme cuenta de que, si bien en un primer momento lo difícil había
sido liberarme del cuerpo de Jekyll, última mente el proble ma comenzaba a ser el opuesto. Todo parecía
apuntar a lo siguiente: que iba perdiendo poco a poco el control sobre mi personalidad primera y original, la
mejor, para incorporarme lentamente a la segunda, la peor.
Me di cuenta de que ahora tenía que escoger entre una de las dos. Ambas tenían en común la me moria,
pero las otras facultades quedaban desigualmente repartidas entre ellos. Jekyll (que era un compuesto) planeaba
y compartía, ora con prudentes aprensiones, ora con gusto desenfrenado, las aventuras de Hyde. Pero
Hyde era indiferente a Jekyll; todo lo más le recordaba como recuerda el bandolero la caverna en que se
oculta de sus perseguidores. Jekyll sentía un interés más que de padre; Hyde manifestaba una indiferencia
mayor que la del hijo. Unirme definitivamente a Jekyll significaba re nunciar a aquellos apetitos a los que
secretamente me había entregado siempre, apetitos que al fin había llegado a saciar. Entregarme a Hyde era
renunciar para siempre a mis intereses y aspiraciones y verme de pronto y para siempre despreciado y sin
amigos.
La opción quizá te parezca desigual, pero había otra consideración que arrojar a un platillo de la balanza,
porque mientras Jekyll sufriría quemándose en el fuego de la abstinencia, Hyde no repararía siquiera en lo
que había perdido. Por raras que fueran mis circunstancias, el planteamiento de esta elección es tan viejo y
tan común como el hombre mis mo. Tentaciones y temores muy semejantes son los que deciden la suerte de
todo pecador, y así me ocurrió a mí, como suele ocurrir a la gran mayoría de los seres humanos, que me
decidí por mi personalidad mejor y que me encontré después sin las fuerzas necesarias para atenerme a mi
decisión.
Sí, elegí al doctor descontento y maduro, rodeado de amigos y que abrigaba honestas esperanzas. Renuncié
resueltamente a la libertad, a la relativa ju ventud, a la ligereza, a los impulsos violentos y a los secretos
placeres que había disfrutado bajo el dis fraz de Hyde. Pero quizá eligiera con reservas inconscientes, porque
ni prescindí de la casa del Soho ni destruí las ropas de Edward Hyde, que continuaron colgadas en el
interior de su armario. Durante dos meses, sin embargo, permanecí fiel a mi decisión, llevé una vida tan
severa como nunca lo hicie ra anteriormente y d isfruté de las compensaciones que proporciona una conciencia
satisfecha. Pero con el tiempo comencé a olvidar mis temores, me acostumbré a las alabanzas que me
dedicaba mi conciencia de tal modo que dejaron de halagarme; deseos y anhelos comenzaron a torturarme
como si dentro de mí Hyde luchara por recuperar la libertad, y, finalmente, en un momento de debilidad
moral, mezclé y apuré de nuevo la poción liberadora.
Supongo que cuando el borracho razona consigo mismo acerca de su vicio, ni una sola vez entre quinientas
se deja influir por los peligros a que le expone su brutal insensibilidad. Del mismo modo tampoco
yo había tenido en cuenta, a pesar de haber reflexionado muchas veces sobre mi situación, la completa insensibilidad
moral y la insensata disposición al mal que eran las principales características de Edward Hyde.
Y, sin embargo, ambas fueron los agentes de mi castigo. El demonio que había en mí había estado preso
durante tanto tiempo que salió de su cárcel rugiendo. Aun mientras apuraba la poción tuve conciencia de
que su propensión al mal era ahora más violenta, más descabellada. Supongo que fue eso lo que despertó en
mi espíritu la tempestad de impaciencia con que escuché las corteses palabras de mi desgraciada víctima.
Declaro al menos ante Dios que ningún hombre moralmente sano podía haber cometido crimen semejante
por tan poca provocación y que asesté los golpes con la insensatez con que un niño enfermo puede romper
un juguete. Pero es que me había despojado voluntariamente de todos los instintos que proporcionan un
equilibrio y gracias a los cuales aun el peor de nosotros puede avanzar con cierto grado de seguridad entre
las tentaciones. En mi caso, la tentación, por ligera que fuese, significaba irremisiblemente la caída.
Inmediatamente, el espíritu del mal despertó en mí con una furia salvaje. En un transporte de alegría mutilé
aquel cuerpo indefenso hallando enorme deleite en cada golpe, y hasta que comencé a fatigarme no me
asaltó el corazón, en la culminación de mi delirio, un súbito estremecimiento de terror. La niebla se disipó.
Vi mi vida condenada al desastre y huí del escenario de mis excesos a la vez exultante y tembloroso, mi sed
de mal satisfecha y estimulada, mi amor a la vida exacerbado al máximo.
Corrí a mi casa del Soho, y con el fin de redoblar mi seguridad, destruí todos mis documentos. Volví a
salir a las calles iluminadas por la luz de las farolas con la misma dualidad de sensaciones que hasta ese
momento me dominara, recreándome en mi crimen y planeando alegremente otros semejantes, pero temiendo
al mismo tiempo en mi interior oír las pisadas del vengador. Hyde mezcló la poción con la sonrisa
en los labios y al apurarla brindó por su víctima; pero los dolores dé la transformación no se habían disipado
todavía, cuando Henry Jekyll, con lágrimas de remordimiento y gratitud en los ojos, caía de rodillas y
elevaba sus manos entrelazadas a Dios. El velo de la tolerancia se había rasgado de la cabeza a los pies. Vi
mi vida en su totalidad, la seguí desde los días de mi infancia, cuando caminaba de la mano de mi padre; la
seguí a través de las-renuncias propias de mi profesión para llegar, una y otra vez, con esa misma sensación
de irrealidad que experimentaba, a los horrores de aquella noche. Podría haber gritado en alta voz. Traté de
borrar con lágrimas y oraciones aquel tropel de imágenes y sonidos que mi memoria arrojaba contra mí,
pero entre súplica y súplica el feo rostro de mi iniquidad continuaba asomándose a mi espíritu. Mas poco a
poco mis agudos remordimientos comenzaron a morir y fue sucediéndoles una sensación de gozo. Había
resuelto el problema de mi conducta. De ahora en adelante Hyde era imposible. Quisiera o no, desde este
momento estaba reducido a la parte mejor de mi existencia, y ¡cómo me alegró pensarlo! ¡Con qué humi ldad
abracé las restriccio nes de mi vida natural! ¡Con cuán sincera renunciación cerré la puerta por la que
tantas veces entrara y aplasté la llave bajo mi pie!
Al día siguiente me llegó la noticia de que había un testigo del crimen, de que la culpabilidad de Hyde
era cosa segura ante el mundo entero y de que la víctima era hombre de gran estimación. No había sido
solamente un crimen. Había sido también una locura trágica. Creo que me alegré al saberlo. Creo que me
alegré de que mis impulsos quedaran así coartados y sujetos por el miedo a la horca. Jekyll era ahora mi
refugio. Con sólo un instante que Hyde se hiciera visible, las manos de todos los habitantes de Londres se
echarían sobre él para acabar con su vida.
Decidí redimir el pasado con mi conducta futura, y puedo decir con toda franqueza que mi decisión dio
fruto. Tú sabes muy bien cómo trabajé durante los últimos meses del año pasado para aliviar el sufrimiento
de mis semejantes sabes que hice mucho por el prójimo y que disfruté de tranquilidad y casi me atrevo a
decir que de felicidad. Tampoco puedo decir que me cansara de mi vida inocente y caritativa, pues creo
que, por el contrario, disfrutaba más de ella cada día; pero seguía sufriendo mi dualidad interior, y tan pronto
como pasó el primer impulso de penitencia, el lado más bajo de mi personalidad, tanto tiempo en libertad
y tan recientemente encadenado, empezó a rugir pidiendo licencia. No es que soñara con resucitar a Hyde.
La sola idea me inspiraba auténtico horror. No. Fue en mi propia persona donde sufrí la tentación de jugar
con mi conciencia, y fue como un pecador normal, secreto, cuando al fin caí ante los asaltos de la tentación.
Pero todo tiene su fin. La medida más capaz se llena al cabo y esa breve condescendencia al fin destruyó
el equilibrio de mi espíritu. Y, sin embargo, entonces no me alarmé. La caída me pareció natural, como un
regreso a los tiempos anteriores a mi descubrimiento. Era un día de enero limpio, claro, húmedo bajo el pie
en los lugares en que se había derretido el hielo, pero sin una sola nube en el cielo. Regent's Park estaba
inundado de trinos de pájaros invernales y en el aire flotaban aromas de primavera. Me senté en un banco,
al sol. El animal que hay en mí roía los huesos de mi memoria, y el lado espiritual, un poco adormecido,
prometía penitencia, pero no se animaba a comenzar. Después de todo, me dije, era un hombre como los
demás, y sonreí después comparándome con mis semejantes, oponiendo mi actividad bienhechora a la perezosa
crueldad de su egoísmo. Y en el mismo momento en que me vanagloriaba con estos pensamientos,
me sorprendió un estremecimiento y me invadieron unas horribles náuseas y el temblor más terrible. Perdí
el conocimiento, y cuando lo recobré me di cuenta de que se había operado un cambio en el carácter de mis
pensamientos; que sentía una mayor osadía, un desprecio por el peligro y un enorme desdén por los vínculos
que representaban cualquier tipo de obligación.
Miré hacia abajo. El traje me caía informe sobre los miembros encogidos y la mano que yacía sobre mi
rodilla era nudosa y peluda. Me había convertido de nuevo en Edward Hyde. Hasta hacía pocos segundos
disfrutaba del respeto de la sociedad, era rico, estimado por mis amigos, y la mesa me esperaba dispuesta
en el comedor de mi casa. Y ahora, de pronto, me había transformado en la hez de la humanidad; en un ser
perseguido, sin hogar; en un asesino público, carne de horca.
Mi razón vaciló, pero no me abandonó totalmente. He observado más de una vez que, cuando revisto mi
segunda personalidad, mis facultades parecen agudizarse y mis energías adquieren una mayor elasticidad; y
así, donde Jekyll probablemente habría sucumbido, Hyde se mostró a la altura de las circunstancias. Los
ingredientes de la mixtura que necesitaba se hallaban en uno de los armarios del gabinete. ¿Cómo podría
hacerme con ellos? Ése era el problema que apretando las sienes entre mis ma nos me propuse resolver.
Había cerrado con llave la puerta del laboratorio. Si trataba de entrar a él atravesando la casa, mi propia
servidumbre me entregaría a la policía. Tenía que buscar otra solución y pensé en Lanyon. ¿Cómo podía
ponerme en contacto con él? ¿Cómo podía persuadirle? Suponiendo que lograra sustraerme a la captura,
¿cómo podría llegar a su presencia? Y ¿cómo yo, visitante desconocido y desagradable, iba a poder convencer
al famoso médico de que allanara el estudio de su colega el doctor Jekyll? De pronto recordé que de
mi anterior personalidad me quedaba un solo rasgo: podía escribir con mi propia letra. Y una vez que concebí
la brillante idea, el camino que debía seguir quedó iluminado ante mi mente del principio al fin.
En consecuencia, me ajusté el traje al cuerpo lo mejor que pude, paré un coche y di al cochero la dirección
de un hotel de la calle Portland, cuyo nombre acertaba a recordar. El pobre hombre no pudo ocultar su
regocijo al ver mi apariencia (que, a pesar de la tragedia que ocultaba, desde luego era cómi ca), pero le
mostré los dientes con tal gesto de furia endemoniada que la sonrisa se borró de sus labios, felizmente para
él y aún más para mí, porque de haber reído un instante más le habría hecho bajar del pescante de un emp ujón.
Al entrar en el hotel miré a mi alrededor con tan hosco continente que los empleados temblaron. Ni una
sola mirada intercambiaron en mi presencia, sino que, por el contrario, obedecieron mis órdenes obsequiosamente,
me condujeron a una habitación privada y me trajeron recado de escribir. Hyde, enfrentado con el
peligro, era una criatura nueva para mí. Ardía en ira desordenada, estaba tenso hasta el límite del crimen y
ansioso de infligir daño. Pero antes que nada era astuto. Dominó su ira con un gran esfuerzo de la voluntad;
escribió dos importantes misivas, una dirigida a Lanyon y otra a Poole, y, para tener la seguridad de que
habían sido enviadas de acuerdo con sus deseos, dio a los criados orden de que las certificaran. A partir de
aquel momento se sentó ante el fuego y pasó el día entero junto a la chimenea de su cuarto, mordiéndose
las uñas de impotencia. Allí cenó a solas con su miedo frente a un camarero que temblaba visiblemente ante
su mirada. Y una vez que cayó la noche, se sentó en un rincón del interior de un coche cerrado y recorrió
las calles de la ciudad. Y hablo en tercera persona, porque no puedo decir «yo». Esa criatura infernal no
tenía nada de humano. No abrigaba sino temor y odio.
Cuando al fin, por miedo a que el cochero comenzara a sospechar, despidió al carruaje y se aventuró por
las calles a pie vestido con su desmañada indumentaria, siendo objeto de irrisión para los noctámbulos que
transitaban a aquella hora, esas dos pasiones se embravecieron en su interior como una tempestad. Andaba
de prisa, perseguido por sus temores, hablando consigo mismo, deslizándose por las calles, contando los
minutos que faltaban para la medianoche. Una mujer se acercó a él para ofrecerle, creo, una caja de cerillas,
pero él la apartó de un golpe en la cara y huyó.
Cuando recobré mi verdadera personalidad en el gabinete de Lanyon, creo que el horror que demostró mi
amigo al verme me afectó un poco. No lo sé. En todo caso, ese dolor no fue sino una gota más en el océano
de horror que fueron aquellas horas. Pero en mi interior se había operado un cambio. Ya no era el miedo al
patíbulo lo que me atormentaba, sino el horror a convertirme en Hyde. Escuché las palabras de censura de
Lanyon como en un sueño, volví a mi casa y me acosté. Tras los horrores de aquel día dormí con un sueño
tan profundo que ni las pesadillas que me torturaron durante toda la noche lograron sacarme de él. Me desperté
por la ma ñana conmovido y débil, pero descansado. Seguía odiando y temiendo a la bestia que dormía
dentro de mí y no había olvidado los terribles peligros del día anterior; pero ahora al menos me hallaba en
mi propia casa, cerca de la mixtura que necesitaba, y la gratitud que sentía por haber logrado huir del peligro
brillaba con tal fuerza en mi espíritu que casi rivalizaba con el esplendor de la esperanza.
Paseaba tranquilamente por el patio, después del desayuno, bebiendo con deleite la frescura del aire,
cuando me atenazaron de nuevo esas indescriptibles sensaciones que presagiaban el cambio. Tuve apenas el
tiempo de llegar al gabinete antes de que me asaltaran de nuevo la rabia y la locura que provocaban en mí
las pasiones de Hyde. En esta ocasión necesité una doble dosis para recuperar mi personalidad y, ¡ay de
mí!, seis horas después, mientras miraba tristemente el fuego sentado ante la chimenea, volví a sentir los
dolores del cambio y tuve que administrarme de nuevo la poción.
En resumen, que desde aquel día en adelante, sólo por medio de un increíble esfuerzo comparable a la
gimnasia y bajo el estímulo inmediato de la poción, pude conservar la apariencia de Jekyll. A todas las
horas del día y de la noche me invadía ese temor premonitorio. Especialmente si me dormía e inclu so si
dormitaba por unos minutos en mi sillón, era siempre bajo la apariencia de Hyde como me despertaba. A
consecuencia de la tensión que provocaba en mí este constante peligro, y del insomnio a que me condenaba
yo mismo, hasta extremos que nunca habría creído que pudiera soportar un hombre, me convertí en una
criatura dominada por la fiebre, extremadamente débil de cuerpo y de alma y obsesionada por un solo pensamiento:
el horror de mi otro yo. Pero en el momento en que me dormía o la virtud de la droga se debilitaba,
saltaba sin transición alguna (pues los dolores de la transformación iban desapareciendo de día en día) a
ser presa de una pesadilla cuajada de imágenes de terror, de un espíritu que hervía en odios sin causa y de
un cuerpo que no parecía lo bastante fuerte como para soportar aquellas rabiosas energías de vida.
Los poderes de Hyde parecían haber aumentado a expensas de la enfermedad de Jekyll. Y, ciertamente,
el odio que ahora los dividía era igual por ambas partes. En el caso de Jekyll era un instinto vital. Había
visto al fin toda la deformidad de aquella criatura que compartía con él algunos de los fenómenos de la
conciencia y que a medias con él heredaría su muerte. Y aparte de esos lazos de comunidad que en sí constituían
la parte más dolorosa de su desgracia, consideraba a Hyde, a pesar de toda su energía vital, un ser no
sólo diabólico, sino también inorgánico. Esto era lo más terrible. Que el limo de la tumba articulara gritos y
voces, que el polvo gesticulara y pecara, que lo que estaba muerto y carecía de forma usurpara las funciones
de la vida y, sobre todo, pensar que ese horror insurrecto estaba unido a él más íntimamente que una
esposa, más que sus propios ojos. Que ese horror estaba enjaulado en su carne, donde lo oía gemir y lo sentía
luchar por renacer; y en las horas de vigilia y en el descuido del sueño, prevalecía contra él y le privaba
de vida. El odio que Hyde sentía por Jekyll era de naturaleza distinta. El terror a la horca le obligaba continuamente
a suicidarse y regresar a su condición subordinada de parte y no de persona. Pero odiaba esa necesidad,
odiaba el desánimo en que Jekyll estaba sumido y se sentía ofendido por el dis gusto con que éste
le mira ba. De ahí las malas pasadas que me jugaba escribiendo de mi puño y letra blasfemias en las páginas
de mis libros favoritos, quemando las cartas de mi padre y destruyendo su retrato. Si no hubiera sido por su
terror a la muerte, habría buscado su ruina para arrastrarme a mí a ella. Pero su amor por la vida es asombroso.
Sólo diré lo siguiente: Yo, que enfermo y me aterro sólo de pensar en él, cuando recuerdo la abyección
y la pasión de su amor a la vida, cuando me doy cuenta de cuánto teme el poder que poseo para desplazarle
por medio del suicidio, le compadezco en lo más hondo de mi corazón.
Sería inútil prolongar esta descripción y me falta tiempo para hacerlo. Sólo diré que nadie ha sufrido
tormentos tales, y con eso basta. Y, sin embargo, el hábito de sufrir me ha valido, si no un alivio, sí al menos
un relativo encallecimiento del espíritu, cierta aquiescencia de la desesperación. Mi castigo habría podido
prolongarse durante años enteros de no haber sido por la última calamidad que me ha sobrevenido y
que, finalmente, me ha despojado de mi rostro y naturaleza. Mi provisión de sales, que no había renovado
desde el día de mi experimento, empezó a agotarse. Pedí una nueva remesa y preparé la mezcla. La ebullición
tuvo lugar y también el primer cambio de color, pero no el segundo. La bebí y no causó efecto. Por
Poole sabrás cómo he buscado esas sales por todo Londres. Ha sido en vano. Al fin he llegado al convencimiento
de que esa primera re mesa era impura y que fue precisamente esa impureza desconocida lo que
dio eficacia a la poción.
Ha transcurrido aproximadamente una semana y acabo esta confesión bajo la influencia de la última dosis
de las sales originales. A menos que suceda un milagro, ésta será, pues, la última vez que Henry Jekyll
pueda expresar sus pensamientos y ver su propio rostro (¡tan tristemente alterado!) reflejado en el espejo.
No quiero demorarme más en terminar este escrito que si hasta el momento ha logrado escapar a la destrucción
ha sido por una combinación de cautela y de suerte. Si la agonía de la transforma ción me atacara en el
momento de escribirlo, Hyde lo haría pedazos; pero si logro que pase algún tiempo desde el momento en
que le dé fin hasta que se opere el cambio, su increíble egoísmo y su capacidad para circunscribirse al momento
presente probablemente salvarán este documento de su inquina simiesca. El destino fatal que se
cierne sobre nosotros le ha cambiado y abatido hasta cierto punto. Dentro de media hora, cuando adopte de
nuevo y para siempre esa odiada personalidad, sé que permaneceré sentado, tembloroso y llorando en mi
sillón, o que continuaré recorriendo de arriba abajo esta habitación (mi último refugio terrenal) escuchando
todo sonido amenazador en un rapto de tensión y de miedo. ¿Morirá Hyde en el patíbulo? ¿Hallará el valor
suficiente para librarse de sí mismo en el último momento? Sólo Dios lo sabe. A mí no me importa. Ésta es,
en verdad, la hora de mi muerte, y lo que de ahora en adelante ocurra ya no me concierne a mí sino a otro.
Así, pues, al depositar esta pluma sobre la mesa y sellar esta confesión, pongo fin a la vida de ese desventurado
que fue
Henry jekyll

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