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lunes, 6 de septiembre de 2010

EL PULGAR DEL INGENIERO -- Arthur Conan Doyle






ARTHUR CONAN DOYLE
EL PULGAR DEL INGENIERO


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Entre todos los problemas presentados a mi amigo el señor Sherlock Holmes para que les diera solución, durante los años de nuestra relación, hubo sólo dos en los que yo fui el medio de introducción: el del pulgar del señor Hatherley y el de la locura del coronel Warburton. De ellos, el último pudo haber proporcionado mejor campo para un observador agudo y dotado de originalidad, pero el otro fue tan extraño en su comienzo y tan dramático en sus detalles, que bien puede ser el más merecedor de quedar registrado por escrito, aunque diera a mi amigo menos oportunidades para practicar aquellos métodos deductivos de razonamiento con los que conseguía tan notables resultados. Según creo, la historia ha sido explicada más de una vez en los periódicos, pero, como ocurre con todas estas narraciones, su efecto es mucho menos chocante cuando se presenta en bloque, en una sola media columna de letra impresa, que cuando los hechos se desenvuelven lentamente ante nuestros ojos y el misterio se aclara de manera gradual, a medida que cada nuevo descubrimiento representa un caso más que conduce a la completa verdad. En su momento, las circunstancias me causaron una profunda impresión, y el paso de dos años apenas ha podido debilitar sus efectos.
En el verano de 1889, poco después de mi matrimonio, ocurrieron los acontecimientos que ahora me dispongo a resumir. Yo había vuelto a practicar la medicina civil y había abandonado finalmente a Holmes en sus habitaciones de Baker Street, aunque le visitaba continuamente y a veces incluso le persuadía para que abandonara sus hábitos bohemios hasta el punto de venir él a visitarnos. Mi clientela había aumentado con toda regularidad y, puesto que yo vivía a poca distancia de la estación de Paddington, conseguí unos cuantos pacientes entre sus empleados. Uno de éstos, al que le había curado una enfermedad tan dolorosa como persistente, no se cansaba de pregonar mis talentos, ni de procurar enviarme todo enfermo sobre el cual él tuviera alguna influencia.
Una mañana, poco antes de las siete, me despertó la sirvienta al golpear mi puerta, para anunciarme que habían llegado de Paddington dos hombres y que esperaban en la sala de consulta. Me vestí apresuradamente, pues sabía por experiencia que los casos que afectaban a usuarios del ferrocarril rara vez eran triviales, y me apresuré a bajar. Aún me encontraba en la
escalera cuando mi fiel aliado, el guarda, salió de la sala de consulta y cerró con cuidado la puerta tras él.
—Lo tengo aquí —susurró, señalando con su pulgar por encima del hombro—. Está bien.
—¿De que se trata? —pregunté, pues su actitud sugería que hablaba de alguna extraña criatura a la que hubiera encerrado en la sala.
—Es un nuevo paciente —murmuró—. He pensado que lo mejor era traerlo yo mismo, ya que de este modo no podría escabullirse. Y aquí está, totalmente sano y salvo. Ahora debo marcharme, doctor, pues yo tengo mis obligaciones, lo mismo que usted.
Y diciendo esto, aquel fiable individuo se retiró, sin darme tiempo siquiera para expresarle mi agradecimiento.
Entré en mi gabinete de consulta y encontré un caballero sentado ante la mesa. Iba vestido discretamente con un traje de mezclilla de lana y había dejado sobre mis libros una gorra de tela. Un pañuelo, todo él manchado de sangre, envolvía su mano. Era un hombre joven, de no más de veinticinco años, hubiera asegurado yo, con un rostro enérgico y varonil, pero estaba muy pálido.
Me dio la impresión de ser víctima de una intensa agitación que sólo dominaba recurriendo a toda su energía.
—Siento haberle hecho levantar tan temprano, doctor —dijo—, pero durante la noche he sufrido un accidente muy grave. He llegado esta mañana en tren y, al preguntar en Paddington dónde podía encontrar un médico, un buen hombre me ha acompañado hasta aquí. He dado una tarjeta a la criada, pero veo que la ha dejado sobre la mesita.
La tomé para examinarla. «Víctor Hatherley. Ingeniero de obras hidráulicas. Victoria Street, 16 A, 3er. Piso.»
Tales eran el nombre, la profesión y el domicilio de mi visitante matinal.
—Lamento haberle hecho esperar —le dije, sentándome en el sillón de mi biblioteca—. Acaba usted de realizar un viaje nocturno, por lo que tengo entendido, y esto no deja de ser obviamente una ocupación monótona.
—¡Pero es que a mi noche nadie puede calificarla de monótona! —respondió él, y se echó a reír.
Se rió con ganas, con una nota aguda y penetrante, repantigándose en su silla y estremeciéndose de la cabeza a los pies. Todo mi instinto médico se alzó contra esta risa.
—¡Basta! —grité—. ¡Domínese!
Le serví un poco de agua de una garrafa, pero de nada sirvió. Era presa de uno de aquellos arrebatos histéricos que se apoderan de una naturaleza vigorosa cuando acaba de pasar por una fuerte crisis. Finalmente, volvió a recuperar el control sobre sí mismo, pero se mostró muy fatigado y al mismo tiempo se sonrojó intensamente.
—Me he puesto en ridículo —jadeó.
—En absoluto. ¡Bébase esto!
Añadí un poco de brandy al agua y empezó a reaparecer el color en sus mejillas exangües.
—¡Ya me encuentro mejor! —dijo—. Y ahora, doctor, quizá tenga usted la bondad de echar un vistazo a mi pulgar, o, mejor dicho, al lugar donde estaba antes.
Retiró el pañuelo y extendió la mano. Incluso mis nervios endurecidos notaron un escalofrío cuando la miré. Había cuatro dedos extendidos y una horrible superficie roja y esponjosa allí donde había estado el pulgar. Éste había sido seccionado o arrancado directamente desde sus raíces.
—¡Cielo santo! —exclamé—. Esto es una herida terrible. Ha de haber sangrado muchísimo.
—Ya lo creo. Me desmayé al hacérmela, y creo que permanecí largo tiempo sin sentido. Cuando volví en mí, descubrí que todavía sangraba, por lo que até un extremo de mi pañuelo estrechamente en torno a la muñeca y lo aseguré con un palito.
—¡Excelente! Usted hubiera podido ser cirujano.
—Es cuestión de hidráulica, como usted sabe, y entraba en mi especialidad.
—Esto lo ha hecho —dije, examinando la herida— un instrumento muy pesado y afilado.
—Algo así como un cuchillo de carnicero —repuso.
—¿Un accidente, supongo?
—En modo alguno.
—¿Cómo, una agresión criminal?
—Y tan criminal.
—Me horroriza usted.
Apliqué una esponja a la herida, la limpié, la curé y, finalmente, la cubrí con una almohadilla de algodón y vendajes tratados con ácido carbólico. Él lo aguantó sin parpadear, aunque de vez en cuando se mordiera el labio.
—¿Qué tal? —le pregunté cuando hube terminado.
—¡Magnífico! Entre su brandy y su vendaje, me siento como nuevo. Estaba muy débil, pero tengo que hacer muchas cosas.
—Tal vez sea mejor que no hable del asunto. Es evidente que pone a prueba sus nervios.
—Oh, no, nada de esto ahora. Tendré que contar lo sucedido a la policía, pero le diré, entre nosotros, que si no fuera por la convincente evidencia de esta herida, me sorprendería que dieran crédito a mi declaración, pues es realmente extraordinaria y, como pruebas, no dispongo de gran cosa con que respaldarla. Y aunque lleguen a creerme, las pistas que yo pueda darles son tan vagas que dudo de que llegue a hacerse justicia.
—¡Ajá! —exclamé—. Si se trata de algo así como un problema que usted desea ver resuelto, debo recomendarle encarecidamente que vea a mi amigo el señor Sherlock Holmes antes de ir a la policía oficial.
—He oído hablar de ese señor —contestó mi visitante—. Mucho me alegraría que se hiciera cargo del asunto, aunque, desde luego, debo hacer uso también de la policía oficial. ¿Me dará una carta de presentación para él?
—Haré algo mejor. Yo mismo le acompañaré a visitarlo.
—Le quedaré inmensamente reconocido por ello.
—Llamaremos un coche de alquiler e iremos juntos. Llegaremos justo a tiempo para compartir con él un ligero desayuno. ¿Se siente usted con ánimos?
—Si, y no me consideraré tranquilo hasta haber contado mi historia.
—Entonces mi criada llamará un coche y yo estaré con usted al instante.
Subí apresuradamente al primer piso, expliqué el asunto a mi esposa, en pocas palabras, y cinco minutos después me instalé en el interior de un coche de alquiler que me condujo, junto con mi nuevo conocido, a Baker Street.
Como yo me había figurado, Sherlock Holmes se encontraba en su sala de estar, en bata, entregado a la lectura de la columna de anuncios de personas desaparecidas en The Times, y fumando su pipa anterior al desayuno, que se componía de todos los residuos que habían quedado de las pipas fumadas el día anterior, cuidadosamente secados y reunidos en una esquina de la repisa de la chimenea. Nos recibió con su actitud discreta pero cordial, pidió más huevos y lonchas de tocino ahumado, y se unió a nosotros en un copioso refrigerio. Una vez concluido el mismo, instaló a nuestro nuevo cliente en un sofá, le puso un cojín debajo de la cabeza y colocó un vaso con agua y brandy a su alcance.
—Es fácil ver que su experiencia no ha tenido nada de vulgar, señor Hatherley —le dijo—. Por favor, siga echado aquí y considérese absolutamente en su casa. Díganos lo que pueda, pero deténgase cuando esté fatigado y reponga sus fuerzas con un poco de estimulante.
—Gracias —dijo mi paciente—, pero me siento otro hombre desde que el doctor me hizo la cura, y creo que su desayuno ha completado el restablecimiento. Le robaré tan poco como sea posible de su valioso tiempo, por lo que pasaré a explicarle en seguida mi peculiar experiencia.
Holmes se acomodó en su butacón, con los párpados caídos y la expresión de cansancio que velaban su carácter vivo y fogoso, mientras yo me sentaba ante él, y escuchamos en silencio la extraña historia que nuestro visitante procedió a referirnos.
—Deben saber —dijo— que soy huérfano y soltero, y que vivo solo en una pensión de Londres. Tengo la profesión de ingeniero especializado en hidráulica, y conseguí una experiencia considerable en mi trabajo con mis siete años de aprendizaje en Venner and Matheson, la reputada empresa de Greenwich. Hace dos años, cumplido mi periodo de prácticas y tras haber conseguido una sustanciosa suma de dinero debido a la muerte de mi pobre padre, decidí establecerme por mi cuenta y alquilé un despacho profesional en Victoria Street.
»Supongo que todo el que da sus primeros pasos, como independiente en el mundo de los negocios, pasa por una dura experiencia. Para mí lo ha sido y con carácter excepcional. Durante tres años, me han hecho tres consultas y se me ha confiado un trabajo de poca monta, y esto es absolutamente todo lo que me ha aportado mi profesión. Mis ingresos brutos ascienden a
veintisiete libras con diez chelines. Cada día, de las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde, esperaba en mi pequeña oficina, hasta que finalmente empecé a perder el ánimo y llegué a creer que jamás conseguiría hacerme una clientela.
»Ayer, sin embargo, precisamente cuando pensaba abandonar el despacho, entró mi dependiente para anunciarme que esperaba un caballero que deseaba verme por cuestiones de negocio. Me entregó también una tarjeta con el nombre «Coronel Lysander Stark» grabado en ella. Pisándole los talones entró el propio coronel, un hombre de talla más que mediana pero de una excesiva delgadez. No creo haber visto nunca un hombre tan flaco. Toda su cara se afilaba para formar nariz y barbilla, y la piel de sus mejillas se tensaba con fuerza sobre sus huesos prominentes. No obstante, este enflaquecimiento parecía cosa natural en él, sin que se debiera a enfermedad alguna, pues tenía los ojos brillantes, su paso era firme y su oído muy fino. Vestía con sencillez pero pulcramente, y su edad, diría yo, se acercaba más a los cuarenta que a los treinta.
»—¿El señor Hatherley? —dijo con un vestigio de acento alemán—. Usted me ha sido recomendado, señor Hatherley, como un hombre que no sólo es eficiente en su profesión, sino además discreto y capaz de guardar un secreto.
»Me sentí tan halagado como podría sentirse cualquier joven ante semejante introducción.
»—¿Puedo preguntarle quién le ha dado tan buenas referencias? —inquirí.
»—Tal vez sea mejor que de momento no le diga esto. Sé, a través de la misma fuente, que es usted a la vez huérfano y soltero, y que vive solo en Londres.
»—Es exacto —respondí—, pero me excusará si le digo que no acierto a distinguir qué tiene que ver todo esto con mis calificaciones profesionales. Me ha parecido entender que usted deseaba hablar conmigo acerca de una cuestión profesional.
»—Indudablemente, pero comprobará que todo lo que yo digo tiene algo que ver con el asunto. Reservo para usted un encargo profesional, pero es esencial que usted guarde absoluto secreto, ¿me entiende? Como es lógico, esto lo podemos esperar más bien de un hombre que vive solo que de otro que viva en el seno de su familia.
»—Si yo prometo guardar un secreto —dije—, pueden estar totalmente seguros de que así lo haré.
»Me miró con gran fijeza mientras yo hablaba, y a mí me pareció que nunca había visto unos ojos tan suspicaces e inquisitivos.
»—¿Lo promete, pues?
»—Sí, lo prometo.
»—¿Un silencio absoluto, completo, antes, durante y después? ¿Ninguna referencia al asunto, tanto oral como por escrito?
»—Ya le he dado mi palabra.
»—Muy bien.
»Se levantó de pronto y, cruzando como un rayo la pequeña oficina, abrió la puerta de par en par. Afuera, el pasillo estaba vacío. Todo va bien —dijo al regresar—. Sé que los empleados se muestran a veces curiosos con los asuntos de sus amos. Ahora podemos hablar con toda seguridad. Colocó su silla muy cerca de la mía y empezó a contemplarme de nuevo con la misma mirada interrogante y pensativa. Una sensación de repulsión, junto con algo similar al temor, había empezado a surgir en mi interior ante la extraña actitud de aquel hombre descarnado. Ni siquiera mi temor a perder un cliente pudo impedirme que le mostrase mi impaciencia.
»—Le ruego que explique lo que desea, caballero —le dije—. Mi tiempo es valioso.
»Que el cielo me perdone esta frase, señor Holmes, pero así acudieron las palabras a mis labios.
»—¿Qué le parecerían cincuenta guineas por una noche de trabajo? —preguntó el coronel Stark.
»—Me parecerían muy bien.
»—Digo una noche de trabajo, pero hablar de una hora seria más exacto. Deseo simplemente su opinión sobre una máquina estampadora hidráulica que no funciona como es debido. Si nos indica dónde radica el defecto, pronto lo arreglaremos nosotros mismos. ¿Qué me dice de un encargo como éste?
»—El trabajo parece llevadero y la paga generosa.
»—Así es. Queremos que venga usted por la noche, en el último tren.
»— ¿Adónde?
»—A Eyford, en el Berkshire. Es un pueblecillo cercano a los límites del Oxfordshire y a siete millas de Reading. Sale un tren desde Paddington que le dejará allí a eso de las once y cuarto.
»—Muy bien.
»—Vendré a buscarlo en un coche.
»—¿Hay qué hacer un trayecto en coche, pues?
»—Sí, nuestro pueblecillo queda adentrado en la campiña. Está a sus buenas siete millas de la estación de Eyford.
»—Entonces dudo de que podamos llegar a él antes de medianoche. Supongo que no habrá ningún tren de vuelta y me veré obligado a pasar allí la noche.
»—Si, pero podemos improvisarle una cama.
»—Esto resulta muy inconveniente. ¿No podría acudir a una hora más oportuna?
»—Hemos considerado que llegue usted tarde. Precisamente, para compensarle por cualquier inconveniente, le pagamos, pese a ser un joven desconocido, unos honorarios como los que requeriría una opinión por parte de algunas de las figuras más descollantes de su profesión. No obstante, si prefiere retirarse del negocio, no es necesario decirle que hay tiempo de sobra para hacerlo.
»Pensé en las cincuenta guineas y en lo muy útiles que podían serme.
»—De ningún modo —contesté—. Con mucho gusto me acomodaré a sus deseos, pero me agradaría comprender algo más claramente lo que desea usted que haga.
»—Desde luego. Es muy natural que el compromiso de secreto que hemos obtenido de usted haya suscitado su curiosidad. No pretendo que se comprometa a nada antes de que lo haya visto todo ante sus ojos. Supongo que aquí estamos totalmente a salvo de curiosos capaces de escuchar detrás de las puertas, ¿no es así?
»—Totalmente.
»—Entonces he aquí el asunto. Usted sabe probablemente que la tierra de batán es un producto valioso y que en Inglaterra sólo se encuentra en uno o dos lugares.
»—He oído decirlo.
»—Hace algún tiempo compré una pequeña propiedad, una finca pequeñísima, a diez millas de Reading, y tuve la suerte de descubrir que en uno de mis campos había un filón de tierra de batán.
»Al examinarlo, sin embargo, observé que ese filón era relativamente pequeño y que constituía un enlace entre dos mucho más grandes a la derecha y a la izquierda, aunque ambos se encontraban en terrenos de mis vecinos. Esa buena gente ignoraba totalmente que sus tierras contenían lo que era tan valioso como una mina de oro. Como es natural, a mí me interesaba comprar sus tierras antes de que descubriesen su auténtico valor, pero desgraciadamente yo no disponía de capital que me permitiera hacerlo. No obstante, revelé el secreto a unos pocos amigos y ellos me sugirieron que explotáramos muy discretamente nuestro pequeño filón, y ello nos permitiría adquirir los campos vecinos. Y esto es lo que hemos estado haciendo durante algún tiempo, y con el fin de que nos ayudara en nuestras operaciones montamos una prensa hidráulica. Como ya le he explicado, esta prensa se ha estropeado y deseamos que usted nos aconseje al respecto. Pero nosotros guardamos celosamente nuestro secreto, porque si llegara a saberse que vienen ingenieros a nuestra propiedad, pronto se desataría la curiosidad y entonces, si se averiguase la verdad, adiós a toda posibilidad de conseguir aquellos campos y llevar a la práctica nuestros planes. Por esto yo le he hecho prometer que no dirá a nadie que va a Eyford esta noche. Espero haberme explicado con toda claridad.
»—Le entiendo perfectamente —aseguré—. El único punto que no acierto a comprender es qué servicio puede prestarles una prensa hidráulica para excavar tierra de batán, que, según tengo entendido, se extrae de un pozo, como la gravilla.
»—Si —repuso él con indiferencia—, pero es que nosotros tenemos un proceso propio. Comprimimos la tierra en forma de ladrillos a fin de sacarlos sin revelar lo que son. Pero esto es un mero detalle. Acabo de hacerle objeto de toda mi confianza, señor Hatherley, y le he demostrado hasta qué punto confío en usted. —Se levantó mientras hablaba—. Le esperaré, pues, en Eyford a las once y cuarto.
»—No dude de que estaré allí.
»—Y ni una sola palabra a nadie —dijo, dirigiéndome una última y prolongada mirada inquisitiva, y acto seguido, dando a mi mano un húmedo y frío apretón, salió presuroso de la oficina.
»Bien, cuando pude recapacitar con sangre fría me sentí estupefacto, como ustedes pueden pensar, ante aquel encargo repentino que me había sido confiado. Por un lado, como es natural, me alegraba, pues los honorarios eran como mínimo diez veces superiores a los que hubiera pedido de haber fijado yo precio a mis servicios, y cabía la posibilidad de que este encargo condujera a otros. Por otro lado, el rostro y la actitud de mi cliente me habían causado una desagradable impresión, y no me parecía que sus explicaciones sobre la tierra de batán bastaran para explicar la necesidad de que yo llegara allí a medianoche ni su extrema ansiedad respecto a la posibilidad de que yo hablara con alguien de mi misión. Sin embargo, deseché todos mis temores, despaché una buena cena, tomé un coche de punto hasta Paddington y di comienzo a mi viaje, tras haber obedecido al pie de la letra mi compromiso de guardar silencio.
»En Reading tuve que cambiar, no sólo de vagón, sino también de estación, pero llegué a tiempo para abordar el último tren con destino a Eyford. Poco después de las once me personé en la pequeña y mal iluminada estación. Fui el único pasajero que se apeó en ella y en el andén no había más que un soñoliento mozo de equipajes con una linterna. Pero al traspasar el portillo vi que mi visitante de la mañana me esperaba entre las sombras al otro lado. Sin pronunciar palabra, aferró mi brazo y me hizo subir apresuradamente a un carruaje cuya puerta había quedado abierta. Subió las ventanillas de ambos lados, dio un golpecito en la estructura de madera y partimos con toda la rapidez que podía conseguir el caballo.
—¿Un caballo? —intervino Holmes.
—Sí, sólo uno.
—¿Se fijó en el color?
—Si, lo vi a la luz de los faroles laterales cuando yo subía al carruaje. Color castaño,
—¿Aspecto fatigado o fresco?
—Fresco y pelo reluciente.
—Gracias. Siento haberle interrumpido. Le ruego que prosiga su interesantísíma narración.
—Emprendimos la marcha, pues, y corrimos al menos durante una hora. El coronel Lysander Stark había dicho que el trayecto sólo era de siete millas, pero yo creería, a juzgar por el promedio que parecíamos llevar y por el tiempo que empleamos, que debían de ser más bien unas doce. Sentado a mi lado, él guardó silencio en todo momento, y advertí más de una vez, al mirar en su dirección, que tenía la vista clavada en mi con gran intensidad. Las carreteras rurales no parecían muy buenas en aquella parte del mundo, pues los baches imprimían un traqueteo terrible. Traté de mirar a través de las ventanas para ver algo de los alrededores, pero eran cristales esmerilados y sólo pude distinguir el resplandor borroso y ocasional de alguna luz ante la que pasábamos. De vez en cuando, me aventuraba a hacer alguna observación para quebrar la monotonía del viaje, pero el coronel sólo contestaba con monosílabos y la conversación no tardaba en extinguirse. Finalmente, sin embargo, las asperezas de la carretera se convirtieron en la crujiente regularidad de un camino de grava, y el carruaje se detuvo. El coronel Lysander Stark se apeó de un salto y, al seguirlo yo, me empujó en seguida hacia un porche que se abría ante nosotros. De hecho, nos apeamos del coche para entrar directamente en el vestíbulo, de modo que no me fue posible dirigir la menor mirada a la fachada de la casa. Apenas hube cruzado el umbral, la puerta se cerró pesadamente a nuestra espalda y oí el leve traqueteo de las ruedas al alejarse el carruaje.
»Dentro de la casa reinaba una oscuridad absoluta y el coronel buscó en vano cerillas, mientras rezongaba para sus adentros, pero de pronto se abrió una puerta al otro lado del pasillo y una larga y dorada franja de luz avanzó en nuestra dirección. La franja se ensanchó y apareció una mujer que sostenía una lámpara encendida por encima de su cabeza y avanzaba el cuello para mirarnos. Pude ver que era hermosa y, por el brillo que la luz producía en su vestido oscuro, comprendí que éste era de un género de gran calidad. Dijo unas palabras en un idioma extranjero y en el tono de quien hace una pregunta, y cuando mi acompañante contestó con un brusco monosílabo, ella experimentó tal sobresalto que la lámpara estuvo a punto de caérsele de la mano. El coronel Stark se acercó a ella y le quitó la lámpara, murmurándole algo al oído, y después, empujándola hacia el cuarto del que había salido, avanzó de nuevo hacia mí con la lámpara en la mano.
»—Le ruego que tenga la bondad de esperar unos minutos en esta habitación —me dijo, abriendo otra puerta. Era una habitación pequeña, discreta, amueblada con sencillez, con una mesa redonda en el centro, en la que había esparcidos varios libros en alemán. El coronel Stark
puso la lámpara sobre un armario que había junto a la puerta—. No le haré esperar mucho tiempo —me aseguró, y se desvaneció en la oscuridad.
»Examiné los libros y, a pesar de mi ignorancia del idioma alemán, pude ver que dos de ellos eran tratados científicos y los otros volúmenes de poesía. Entonces me dirigí hacia la ventana, esperando poder echar un vistazo al paisaje rural, pero la cubría un porticón de madera de roble asegurado con recios barrotes. Era una casa asombrosamente silenciosa. Un reloj antiguo dejaba oir un ruidoso tictac en algún lugar del pasillo, pero aparte dc esto reinaba por doquier una quietud mortal. Una vaga sensación de intranquilidad empezó a apoderarse de mí. ¿Quiénes eran aquellos alemanes, y qué hacían en un lugar tan extraño y aislado? ¿Y dónde estaba ese lugar? A unas diez millas de Eyford era todo lo que sabía yo, pero si era al norte, al sur, al este o al oeste, no tenía la menor idea. En este aspecto, Reading, y acaso otras poblaciones importantes, se encontraba dentro de este radio, de modo que tal vez el lugar no estuviera tan aislado, después de todo. No obstante, a juzgar por aquella quietud absoluta no cabía duda de que estábamos en el campo. Paseé de un lado a otro de la habitación, entonando una cancioncilla entre dientes para mantener el ánimo y pensando que me estaba ganando cumplidamente las cincuenta guineas de mis honorarios.
»De pronto, y sin ningún sonido preliminar en medio del profundo silencio, la puerta de mi habitación se abrió lentamente. La mujer se perfiló en la abertura, con la oscuridad del vestíbulo detrás de ella, mientras la luz amarillenta de mi lámpara iluminaba su bellísima y angustiada cara. Pude ver en seguida que estaba aterrorizada, y esta visión provocó también un escalofrío en mi corazón. Mantenía en alto un dedo tembloroso para pedirme silencio y murmuró unas cuantas palabras entrecortadas en un inglés vacilante, con unos ojos como los de un caballo asustado, mirando hacia atrás, hacia las tinieblas a su espalda.
»—Yo me iría —dijo, procurando, según me pareció, hablar con calma—. Yo me iría. Yo no me quedaría aquí. quedarse no es bueno para usted.
»—Pero, señora —repuse—, todavía no he hecho lo que me ha traído aquí. No puedo marcharme sin haber visto la máquina.
»—No merece la pena que espere —insistió ella—. Puede salir por la puerta y nadie se lo impedirá.
»Entonces, al ver que yo sonreía y meneaba la cabeza negativamente, abandonó toda compostura y dio un paso adelante, con las manos entrelazadas.
»—¡Por el amor de Dios! —exclamó—. ¡Márchese de aquí antes de que sea demasiado tarde!
»Pero por naturaleza soy un tanto obstinado y más me empeño en hacer algo cuando se tercia algún obstáculo. Pensé en mis cincuenta guineas, en mi fatigoso viaje y en la desagradable noche que parecía esperarme. ¿Iba a ser todo a cambio de nada? ¿Por qué tenía yo que escabullirme sin haber realizado mi misión y sin cobrar lo que se me debía? Que yo supiera, aquella mujer bien podía ser una monomaniaca. Con una firme postura, por consiguiente, aunque la actitud de ella me había impresionado más de lo que yo quisiera admitir, seguí denegando con la cabeza e insistí en mi intención de quedarme. Estaba ella a punto de reanudar sus súplicas cuando arriba se cerró ruidosamente una puerta y se oyeron los pasos de varias personas en la escalera. Ella escuchó unos instantes, alzó las manos en un gesto de desesperación y desapareció tan súbitamente como silenciosamente se había presentado.
»Los recién llegados eran el coronel Lysander Stark y un hombre bajo y grueso, con una barba hirsuta que crecía en los pliegues de su doble papada y que me fue presentado como el señor Ferguson.
»—Es mi secretario y administrador —explicó el coronel—. A propósito, yo tenía la impresión de haber dejado la puerta cerrada hace unos momentos. Temo que le haya molestado la corriente de aire.
»—Al contrario —repliqué—, yo mismo la he abierto, porque este cuarto me parecía un poco cerrado.
»Me lanzó una de sus miradas suspicaces.
»—Pues tal vez sea mejor que pongamos manos a la obra —dijo—. El señor Ferguson y yo le acompañaremos a ver la máquina.
»—Entonces será mejor que me ponga el sombrero.
»—No vale la pena, pues está aquí en la casa.
»—¿Cómo? ¿Extraen tierra de batán en la misma casa?
»—No, no. La máquina sólo se emplea cuando comprimimos la tierra. ¡Pero esto poco importa!
Lo único que deseamos es que la examine y nos diga qué le pasa.
»Subimos los tres, el coronel delante con la lámpara y detrás el obeso administrador y yo. Era una casa vieja y laberíntica, con corredores, pasillos, estrechas escaleras de caracol y puertas pequeñas y bajas, cuyos umbrales mostraban la huella de las generaciones que los habían cruzado. No había alfombras ni señales de mobiliario más arriba de la planta baja y, en cambio, el estuco se estaba desprendiendo de las paredes y la humedad se filtraba formando manchones de un feo color verdoso. Yo procuraba mostrar una actitud tan despreocupada como me era posible, pero no había olvidado las advertencias de la dama, aunque las dejara de lado, y mantenía una mirada vigilante sobre mis dos acompañantes. Ferguson parecía ser un hombre malhumorado y silencioso, pero, por lo poco que dijo, supe que era por lo menos compatriota mío.
»El coronel Lysander Stark se detuvo por fin ante una puerta baja, cuya cerradura abrió. Había al otro lado un cuarto pequeño y cuadrado, en el que los tres difícilmente podíamos entrar al mismo tiempo. Ferguson se quedó afuera y el coronel me hizo entrar.
»—De hecho —dijo—, nos encontramos ahora dentro de la prensa hidráulica, y seria particularmente desagradable para nosotros que alguien la pusiera en marcha. El techo de este cuartito es en realidad el extremo del pistón descendente, y baja con la fuerza de muchas toneladas sobre este suelo metálico. Afuera, hay unos pequeños cilindros laterales de agua que reciben la presión y que la transmiten y multiplican de la manera que a usted le es familiar. La máquina se pone en marcha, pero hay una cierta rigidez en su funcionamiento y ha perdido algo de su potencia. Tenga la bondad de examinarla y de explicarnos cómo podemos repararla.
»Me entregó su lámpara y yo inspeccioné detenidamente la máquina. Era, desde luego, una prensa gigantesca, capaz de ejercer una presión enorme. Cuando pasé al exterior, sin embargo, y accioné las palancas que la controlaban, supe en seguida, por un ruido siseante, que había una ligera fuga que permitía una regurgitación del agua a través de uno de los cilindros laterales. Un examen mostró que una de las bandas de goma que rodeaban el cabezal de una de las barras impulsoras se había encogido y no cubría por completo el cilindro a lo largo del cual trabajaba. Tal era, claramente, la causa de la pérdida de potencia, y así lo indiqué a mis acompañantes, que escucharon muy atentamente mis observaciones e hicieron varias preguntas
concretas sobre lo que debían hacer para reparar la prensa. Una vez se lo hube explicado, volví a la cámara principal de la máquina y le eché un buen vistazo para satisfacer mi curiosidad.
»Al momento resultaba obvio que la historia de la tierra de batán no era más que un embuste, pues resultaba absurdo suponer que se pudiera destinar una máquina tan potente a una finalidad tan inadecuada. Las paredes eran de madera, pero el suelo consistía en una gran plancha de hierro, y cuando la examiné detenidamente pude ver sobre ella una costra formada por un poso metálico. Me había agachado y la raspaba para saber exactamente qué era, cuando oí una sorda exclamación en alemán y vi la faz cadavérica del coronel que me miraba desde arriba.
»—¿Qué está haciendo aquí? —pregunto.
»Yo estaba indignado por haberme dejado engañar por una historia tan rebuscada como la que me había contado.
»—Estaba admirando su tierra de batán —repliqué—. Creo que podría aconsejarle mejor respecto a su máquina, si supiera exactamente con qué propósito ha sido utilizada.
»Apenas había pronunciado estas palabras, lamenté la franqueza de las mismas. El rostro del coronel pareció endurecerse y una luz amenazadora bailó en sus ojos grises.
»—Muy bien —dijo—, pues va a saberlo todo acerca de ella.
»Dio un paso atrás, cerró de golpe la puertecilla y dio vuelta a la llave en la cerradura. Me precipité hacia ella y forcejeé con la manija, pero era una puerta muy segura y no cedió en lo más mínimo, pese a mis patadas y empujones.
»—¡Oiga! —grité—. ¡Oiga, coronel! ¡Déjeme salir!
»Y entonces, en el silencio, oyóse de pronto un ruido que hizo agolpar la sangre en mi cabeza. Era el chasquido metálico de las palancas y el silbido del escape en el cilindro. Había puesto la máquina en marcha. La lámpara se encontraba todavía en el suelo metálico, donde la había colocado al inspeccionarlo. Su luz me permitió ver que el negro techo descendía sobre mí, lentamente y a sacudidas, pero, como nadie podía saber mejor que yo, con una fuerza que al cabo de un minuto me habría reducido a una papilla informe. Me abalancé, chillando, contra la puerta y forcejeé con la cerradura. Imploré al coronel que me dejara salir, pero el implacable ruido de las palancas sofocó mis gritos. El techo se encontraba tan sólo a tres o cuatro palmos de mi cabeza; levanté la mano y pude palpar su dura y áspera superficie. Acudió entonces a mi mente la idea de
que la condición dolorosa de mi muerte dependería muchísimo de la posición con la que yo la esperase; si me echaba boca abajo el peso gravitaría sobre mi columna vertebral. Me estremecía al pensar en el espantoso chasquido al romperse. Tal vez resultara más fácil hacerlo al revés, pero ¿tendría la sangre fría necesaria para contemplar, echado, aquella mortal sombra negra que descendía, oscilante, sobre mí? Ya no me era posible mantenerme de pie, cuando mi vista captó algo que devolvió un soplo de esperanza a mi corazón.
»He dicho que, aunque el suelo y el techo eran de hierro, las paredes eran de madera. Al dar una última y apresurada mirada a mí alrededor, vi una fina línea de luz amarilla entre dos de las tablas, línea que se ensanchó más y más al correrse hacia atrás un pequeño panel. Por un instante apenas pude creer que hubiese de veras una puerta que me alejara de la muerte. Un momento después, me lancé a través de la abertura y me desplomé, medio desmayado, al otro lado de ella. El panel se había cerrado de nuevo detrás de mí, pero la rotura de la lámpara y, momentos después, el choque entre las dos planchas metálicas, me indicaron bien a las claras que había escapado por los pelos.
»Me hizo volver en mí un frenético tirón en mi muñeca, y me encontré echado en el suelo de piedra de un estrecho corredor, con una mujer agachada que tiraba de mí con la mano izquierda, mientras sostenía una vela con la derecha. Era la misma buena amiga cuya advertencia había despreciado con tanta imprudencia.
»—¡Vamos, vamos! —exclamó casi sin aliento—. Estarán aquí dentro de un momento y descubrirán su ausencia. ¡Por favor, no pierda un tiempo tan precioso y venga!
»Esta vez, al menos, no eché en saco roto su consejo. Me levanté, tambaleándome, y corrí con ella a lo largo del pasillo, para bajar después por una escalera de caracol. Esta conducía a otro pasillo ancho y, apenas llegamos a él, oímos el ruido de pies que corrían y gritos de dos voces —una que contestaba a la otra— desde la planta en que nos encontrábamos y desde el piso de abajo. Mi guía se detuvo y miró a su alrededor, como la persona que llega al término de sus recursos. Abrió entonces una puerta que daba a un dormitorio, a través de cuya ventana la luna brillaba espléndidamente.
»—Es su única posibilidad —dijo—. Es alto, pero tal vez usted sea capaz de saltar.
»Mientras hablaba, se dejó ver una luz en el extremo más distante del pasillo, y vi la magra silueta del coronel Lysander Stark que corría hacia nosotros con una linterna en una mano
y un arma parecida a un cuchillo de carnicero en la otra. Crucé precipitadamente el dormitorio, abrí de par en par la ventana y miré al exterior. El jardín no podía parecer más tranquilo, agradable y acogedor a la luz de la luna, y la altura no podía superar los quince pies. Trepé al alféizar pero vacilé antes de saltar, hasta haber oído lo que pasaba entre mi salvadora y el malvado que me perseguía. Si la maltrataba, yo estaba dispuesto, a cualquier precio, a correr en su ayuda. Apenas acababa de imponerse este pensamiento en mi mente, cuando él ya se encontraba en la puerta, forcejeando con la mujer para abrirse camino, pero ella le rodeó con los brazos y trató de contenerlo.
»—¡Fritz! ¡Fritz! —gritó. Y en inglés le dijo—: Recuerda lo que prometiste la última vez. Dijiste que no volvería a pasar. ¡El no hablará! ¡Te digo que no hablará!
»—¡Estás loca, Elise! —gritó él a su vez, luchando para desprenderse de ella—. Será nuestra ruina. Ha visto demasiado. ¡Déjame pasar, te digo!
»La empujó a un lado y, precipitándose hacia la ventana, me atacó con su pesada arma. Yo había atravesado la ventana y me sujetaba con ambas manos, colgando del alféizar, cuando descargó su golpe. Noté un dolor sordo, mis manos se distendieron y caí al jardín.
»Me sentí conmocionado pero no lesionado por la caída, de modo que me levanté y eché a correr con todas mis fuerzas a través de los matorrales, pues comprendía que todavía distaba mucho de poder considerarme fuera de peligro. Sin embargo, mientras corría me invadió de pronto una violenta sensación de mareo, acompañada de náuseas. Miré mi mano, que experimentaba dolorosas pulsaciones, y vi entonces, por primera vez, que mi pulgar había sido seccionado y que la sangre brotaba de mi herida. Me las arreglé para atar mi pañuelo a su alrededor, pero noté un repentino zumbido en mis oídos y un momento después yacía entre los rosales, víctima de un profundo desmayo.
»No me es posible decir cuánto tiempo permanecí inconsciente. Debió de ser mucho tiempo, pues al volver en mí la luna se había puesto y despuntaba ya una radiante mañana. Mis ropas estaban empapadas por el rocío y la manga de mi chaqueta manchada por la sangre procedente de mi pulgar amputado. El dolor que sentía en la herida me recordó en un instante todos los detalles de mi aventura nocturna, y me puse en pie con la sensación de que muy difícilmente podía estar a salvo de mis perseguidores. Pero, con gran asombro por mi parte, cuando me decidí a mirar a mi alrededor, no había ni casa ni jardín a la vista. Había estado
tumbado junto a un seto próximo a la carretera; un poco más abajo había un edificio de construcción baja y alargada que, al aproximarme, resultó ser la misma estación a la que yo había llegado la noche anterior. De no ser por la fea herida en mi mano, todo lo ocurrido durante aquellas terribles horas bien hubiera podido ser una pesadilla.
»Medio aturdido, entré en la estación y pregunte por el tren de la mañana. Habría uno con destino a Reading antes de una hora. Observé que estaba de servicio el mismo mozo de estación al que vi cuando llegué yo, y le pregunté si había oído hablar del coronel Lysander Stark. El nombre le era desconocido. ¿No había observado, la noche antes, un carruaje que me estaba esperando? No, no lo había visto. ¿Había un puesto de policía cerca de allí? Había uno, a unas tres millas de distancia.
»Era demasiado trecho para mí, débil y enfermo como me sentía. Decidí esperar hasta volver a la ciudad antes de contarle mi historia a la policía. Eran poco más de las seis cuando llegué, de modo que lo primero que hice fue pedir que me curasen la herida y después el doctor ha tenido la amabilidad de traerme aquí. Pongo el caso en sus manos y haré exactamente lo que usted me aconseje.
Los dos permanecimos sentados y en silencio un buen rato, después de oír su extraordinaria narración. Finalmente, Sherlock Holmes extrajo de la estantería uno de los gruesos libros de aspecto corriente en los que colocaba sus recortes.
—Hay aquí un anuncio que le interesará —dijo—. Apareció en todos los periódicos hace cosa de un año. Escuche esto: «Desaparecido, a partir del nueve del corriente, Jeremiah Haydling, de veintiséis años, ingeniero de obras hidráulicas. Salió de su domicilio a las diez de la noche y desde entonces no se ha sabido de él. Vestía... » ¡Ajá! Esto indica la última vez, sospecho, que el coronel necesitó reparar su máquina.
—¡Cielos! —exclamó el paciente—. Entonces, esto explica lo que dijo la joven.
—Indudablemente. Está bien claro que el coronel es un hombre frío y desesperado, absolutamente decidido a que nada le obstaculice el camino en su juego, como aquellos piratas encallecidos que no dejaban ningún superviviente en el barco que capturaban. Bien, ahora cada momento es precioso, por lo que, si usted se siente con fuerzas para ello, iremos en seguida a Scotland Yard como preliminar a nuestra visita a Eyford.
Unas tres horas después nos encontrábamos todos en el tren, en el trayecto desde Reading hasta el pueblecillo de Berkshire. Éramos Sherlock Holmes, el ingeniero de obras hidráulicas, el inspector Bradstreet de Scotland Yard, un agente de paisano y yo. Bradstreet había desplegado un mapa del condado sobre el asiento y con un compás se dedicaba a trazar un círculo con Eyford como centro.
—Ya ven ustedes —dijo—. Este círculo ha sido trazado con un radio de diez millas respecto al pueblo. El lugar que nos interesa debe de estar próximo a esta línea. ¿Dijo diez millas, verdad, señor?
—Fue una hora de trayecto bien larga.
—¿Y usted cree que le llevaron de nuevo al punto de partida, cuando estaba inconsciente? —Tuvieron que hacerlo. Tengo también el confuso recuerdo de haber sido levantado y conducido a alguna parte.
—Lo que no logro comprender —dije yo— es por qué le respetaron la vida cuando lo encontraron desmayado en el jardín. Tal vez el villano se ablandó ante las súplicas de la mujer.
—Esto no me parece nada probable. En toda mi vida he visto un rostro más inexorable.
—Muy pronto aclararemos todo esto —aseguró Bradstreet—. Bien, yo he dibujado mi circulo, y lo único que desearía saber es en qué punto se puede encontrar a la gente que andamos buscando.
—Creo que yo podría señalarlo —manifestó tranquilamente Holmes.
—¿De veras? —exclamó el inspector—. ¿De modo que ya se ha formado su opinión? Vamos a ver quien está de acuerdo con usted. Yo digo que está al sur, pues la campiña allí está más solitaria.
—Y yo digo al este —aventuró mi paciente.
—Yo me inclino por el oeste —observó el agente de paisano—. Hay allí unos cuantos pueblecillos muy tranquilos.
—Y yo por el norte —declaré—, porque allí no hay colinas y nuestro amigo asegura que no notó que el coche subiera ninguna cuesta.
—¡Vaya diversidad de opiniones! —exclamó el inspector, riéndose—. Entre todos hemos agotado las posibilidades del compás. ¿Y usted, a quien concede su voto decisorio?
—Todos ustedes están equivocados —afirmó Holmes.
—¡Es imposible que lo estemos todos!
—Ya lo creo que sí. Este es mi punto. —Puso el dedo en el centro del círculo—. Aquí es donde los encontraremos.
—Pero ¿y el trayecto de doce millas? —dijo Hatherley estupefacto.
—Seis de ida y seis de vuelta. Nada puede ser más simple. Antes ha dicho que, al subir usted al carruaje, observó que el caballo estaba tranquilo y tenía el pelo reluciente. ¿Cómo se explicaría esto, tras un recorrido de doce millas por caminos intransitables?
—Desde luego, es un truco que no deja de ser probable —observó Bradstreet pensativo—. De lo que no puede haber duda es acerca de la naturaleza de esta pandilla.
—Ni la menor duda —dijo Holmes—. Son falsificadores de moneda a gran escala que utilizan la máquina para prensar la aleación que sustituye la plata.
—Sabíamos desde hace tiempo que actuaba una banda bien organizada —explicó el inspector—. Han estado acuñando monedas de media corona a millares. Incluso les seguimos la pista hasta Reading, pero no nos fue posible llegar más lejos, pues habían disimulado sus huellas de una manera que indicaba su gran veteranía. Pero ahora, gracias a esta afortunada oportunidad, creo que los tenemos bien atrapados.
Pero el inspector se equivocaba, pues aquellos criminales no tenían como destino el de caer en manos de la policía. Al entrar el tren en la estación de Eyford, vimos una gigantesca columna de humo que ascendía por detrás de una pequeña arboleda cercana y se cernía sobre el paisaje como una inmensa pluma de avestruz.
—¿Una casa incendiada? —preguntó Bradstreet, mientras el tren proseguía su camino.
—Sí, señor —contestó el jefe de estación.
—¿Cuándo se ha producido?
—He oído decir que ha sido durante la noche, pero ha ido en aumento y todo el lugar es una hoguera.
—¿De quién es la casa?
—Del doctor Beecher.
—Dígame —intervino el ingeniero—, ¿el doctor Beecher es alemán, un hombre muy delgado y con una nariz larga y ganchuda?
El jefe de estación se rió con ganas.
—No, señor. El doctor Beecher es inglés y no hay hombre en toda la parroquia que tenga mejor relleno bajo el chaleco. Pero vive en su casa un señor, un paciente según tengo entendido, que es extranjero y que da la impresión de que le convendría un buen bisté del Berkshire.
No había terminado su explicación el jefe de estación cuando ya nos dirigíamos todos, presurosos, hacia el fuego. La carretera ascendía a lo alto de una colina y apareció ante nosotros un gran edificio de paredes encaladas del que brotaban llamas por todas las ventanas y aberturas, mientras en el jardín anterior tres coches de bomberos trataban en vano de sofocar el incendio.
—¡Es aquí! —gritó Hatherley muy excitado—. Allí está el camino de entrada, y allá los rosales donde yacía yo. Aquella segunda ventana es la que utilicé para saltar.
—Al menos —dijo Holmes— se vengó usted de ellos. No cabe la menor duda de que fue su lámpara de aceite la que, al ser aplastada por la prensa, prendió fuego a las paredes de madera, aunque tampoco cabe duda de que estaban demasiado excitados persiguiéndole a usted, para darse cuenta de ello en aquel momento. Y ahora mantenga los ojos bien abiertos y busque, entre esta multitud, a sus amigos de anoche, aunque mucho me temo que en estos momentos se encontrarán a un buen centenar de millas de distancia.
Los temores de Holmes se hicieron realidad, pues hasta el momento no se ha oído ni una sola palabra de la hermosa mujer, el siniestro alemán o el huraño inglés. Aquella mañana, a primera hora, un campesino había visto un carruaje en el que viajaban varias personas y que transportaba unas cajas muy voluminosas, dirigirse con rapidez hacia Reading, pero allí desaparecía toda traza de los fugitivos, y ni siquiera el ingenio de Holmes fue capaz de averiguar la menor pista de su paradero.
Los bomberos se habían sentido muy desconcertados ante la extraña disposición del interior de la casa, y todavía más por el descubrimiento de un dedo pulgar humano, recientemente amputado, en el alféizar de una ventana del segundo piso. Al atardecer, sin embargo, sus esfuerzos se vieron por fin recompensados y lograron sofocar las llamas, pero no antes de que se hubiera derrumbado el techado y de que todo el lugar hubiera quedado reducido a una ruina tan absoluta que, con la excepción de unos cilindros y unos tubos metálicos retorcidos, no quedaba ni el menor vestigio de la maquinaria que tan cara le había costado a nuestro infortunado amigo. Se descubrieron grandes cantidades de níquel y estaño en un edificio exterior, pero no se encontraron monedas, lo que tal vez explicara la presencia de aquellas voluminosas cajas que ya han sido citadas.
De cómo había sido trasladado nuestro ingeniero especializado en hidráulica desde el jardín hasta el lugar donde volvió en si, tal vez se hubiera mantenido como un misterio para siempre a no ser por el blando musgo que nos contó una versión bien sencilla. Era evidente que lo habían transportado dos personas, una de las cuales tenía unos pies notablemente pequeños y la otra unos pies extraordinariamente grandes. En resumidas cuentas, era lo más probable que el silencioso inglés, menos osado o menos sanguinario que su compañero, hubiera ayudado a la mujer a transportar al hombre inconsciente hasta un lugar menos comprometido para ellos.
—Bien —dijo nuestro ingeniero con una sonrisa forzada, al ocupar nuestros asientos para regresar a Londres—, ¡yo sí que he hecho un buen negocio! He perdido mi dedo pulgar y también unos honorarios de cincuenta guineas. ¿Y qué he ganado?
—Experiencia —repuso Holmes, riéndose—. Indirectamente, sepa que puede resultarle valiosa. Le basta con traducirla en palabras para conseguir la reputación de ser un excelente conversador durante el resto de su existencia.
FIN

LA AVENTURA DE LAS 5 SEMILLAS DE NARANJA




SIR ARTHUR CONAN DOYLE
LA AVENTURA DE LAS CINCO SEMILLAS DE NARANJA

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Cuando reviso mis notas y memorias de los casos de Sherlock Holmes en el intervalo del 82 al 90, me encuentro con que son tantos los que presentan características extrañas e interesantes, que no resulta fácil saber cuáles elegir y cuáles dejar de lado. Pero hay algunos que han conseguido ya publicidad en los periódicos, y otros que no ofrecieron campo al desarrollo de las facultades peculiares que mi amigo posee en grado tan eminente, y que estos escritos tienen por objeto ilustrar.
Hay también algunos que escaparon a su capacidad analítica, y que, en calidad de narraciones, vendrían a resultar principios sin final, mientras que hay otros que fueron aclarados sólo parcialmente, estando la explicación de los mismos fundada en conjeturas y suposiciones, más bien que en una prueba lógica absoluta, procedimiento que le era tan querido. Sin embargo, hay uno, entre estos últimos, tan extraordinario por sus detalles y tan sorprendente por sus resultados, que me siento tentado a dar un relato parcial del mismo, no obstante el hecho de que existen en relación con él determinados puntos que no fueron, ni lo serán jamás, puestos en claro.
El año 87 nos proporciona una larga serie de casos de mayor o menor interés y de los que conservo constancia. Entre los encabezamientos de los casos de estos doce meses me encuentro con un relato de la aventura de la habitación Paradol, de la Sociedad de Mendigos Aficionados, que se hallaba instalada en calidad de club lujoso en la bóveda inferior de un guardamuebles; con el de los hechos relacionados con la pérdida del velero británico Sophy Anderson; con el de las extrañas aventuras de los Grice Patersons, en la isla de Ufa, y, finalmente, con el del envenenamiento ocurrido en Camberwell. Se recordará que en este último caso consiguió Sherlock Holmes demostrar que el muerto había dado cuerda a su reloj dos horas antes, y que, por consiguiente, se había acostado durante ese tiempo..., deducción que tuvo la mayor importancia en el esclarecimiento del caso. Quizá trace yo, más adelante, los bocetos de todos estos sucesos, pero ninguno de ellos presenta características tan sorprendentes como las del extraño cortejo de circunstancias para cuya descripción he tomado la pluma.
Nos encontrábamos en los últimos días de septiembre y las tormentas equinocciales se habían echado encima con violencia excepcional. El viento había bramado durante todo el día, y la lluvia había azotado las ventanas, de manera que, incluso aquí, en el corazón del inmenso Londres, obra de la mano del hombre, nos veíamos forzados a elevar, de momento, nuestros pensamientos desde la diaria rutina de la vida, y a reconocer la presencia de las grandes fuerzas elementales que ladran al género humano por entre los barrotes de su civilización, igual que fieras indómitas dentro de una jaula. A medida que iba entrando la noche, la tormenta fue haciéndose más y más estrepitosa, y el viento lloraba y sollozaba dentro de la chimenea igual que un niño. Sherlock Holmes, a un lado del hogar, sentado melancólicamente en un sillón, combinaba los índices de sus registros de crímenes, mientras que yo, en el otro lado, estaba absorto en la lectura de uno de los bellos relatos marineros de Clark Rusell. Hubo un momento en que el bramar de la tempestad del exterior pareció fundirse con el texto, y el chapoteo de la lluvia se alargó hasta dar la impresión del prolongado espumajeo de las olas del mar. Mi esposa había ido de visita a la casa de una tía suya, y yo me hospedaba por unos días, y una vez más, en mis antiguas habitaciones de Baker Street.
—¿Qué es eso?—dije, alzando la vista hacia mi compañero—. Fue la campanilla de la puerta, ¿verdad? ¿Quién puede venir aquí esta noche? Algún amigo suyo, quizá.
—Fuera de usted, yo no tengo ninguno —me contestó—. Y no animo a nadie a visitarme.
—¿Será entonces un cliente?
—Entonces se tratará de un asunto grave. Nada podría, de otro modo, obligar a venir aquí a una persona con semejante día y a semejante hora. Pero creo que es más probable que se trate de alguna vieja amiga de nuestra patrona.
Se equivocó, sin embargo, Sherlock Holmes en su conjetura, porque se oyeron pasos en el corredor, y alguien golpeó en la puerta. Mi compañero extendió su largo brazo para desviar de sí la
lámpara y enderezar su luz hacia la silla desocupada en la que tendría que sentarse cualquiera otra persona que viniese. Luego dijo:
—¡ Adelante!
El hombre que entró era joven, de unos veintidós años, a juzgar por su apariencia exterior; bien acicalado y elegantemente vestido, con un no sé qué de refinado y fino en su porte. El paraguas, que era un arroyo, y que sostenía en la mano, y su largo impermeable brillante, delataban la furia del temporal que había tenido que aguantar en su camino. Enfocado por el resplandor de la lámpara, miró ansiosamente a su alrededor, y yo pude fijarme en que su cara estaba pálida y sus ojos cargados, como los de una persona a quien abruma alguna gran inquietud.
—Debo a ustedes una disculpa —dijo, subiéndose hasta el arranque de la nariz las gafas doradas, a presión—. Espero que mi visita no sea un entretenimiento. Me temo que haya traído hasta el interior de su abrigada habitación algunos rastros de la tormenta.
—Deme su impermeable y su paraguas —dijo Holmes—. Pueden permanecer colgados de la percha, y así quedará usted libre de humedad por el momento. Veo que ha venido usted desde el Sudoeste.
—Sí, de Horsham.
—Esa mezcla de arcilla y de greda que veo en las punteras de su calzarlo es completamente característica.
—Vine en busca de consejo.
—Eso se consigue fácil.
—Y de ayuda.
—Eso ya no es siempre tan fácil.
—He oído hablar de usted, señor Holmes. Le oí contar al comandante Prendergast cómo le salvó usted en el escándalo de Tankerville Club.
—Sí, es cierto. Se le acusó injustamente de hacer trampas en el juego.
—Aseguró que usted se dio maña para poner todo en claro.
—Eso fue decir demasiado.
—Que a usted no lo vencen nunca.
—Lo he sido en cuatro ocasiones: tres veces por hombres, y una por cierta dama.
—Pero ¿qué es eso comparado con el número de sus éxitos?
—Es cierto que, por lo general, he salido airoso.
—Entonces, puede salirlo también en el caso mío.
—Le suplico que acerque su silla al fuego, y haga el favor de darme algunos detalles del mismo.
—No se trata de un caso corriente.
—Ninguno de los que a mí llegan lo son. Vengo a ser una especie de alto tribunal de apelación.
—Yo me pregunto, a pesar de todo, señor, si en el transcurso de su profesión ha escuchado jamás el relato de una serie de acontecimientos más misteriosos e inexplicables que los que han ocurrido en mi propia familia.
—Lo que usted dice me llena de interés —le dijo Holmes—. Por favor, explíquenos desde el principio los hechos fundamentales, y yo podré luego interrogarle sobre los detalles que a mí me parezcan de la máxima importancia.
El joven acercó la silla, y adelantó sus pies húmedos hacia la hoguera.
—Me llamo John Openshaw —dijo—, pero, por lo que a mí me parece, creo que mis propias actividades tienen poco que ver con este asunto espantoso. Se trata de una cuestión hereditaria, de modo que, para darles una idea de los hechos, no tengo más remedio que remontarme hasta el comienzo del asunto. Deben ustedes saber que mi abuelo tenía dos hijos: mi tío Elías y mi padre José. Mi padre poseía, en Coventry, una pequeña fábrica, que amplió al inventarse las bicicletas. Poseía la patente de la llanta irrompible Openshaw, y alcanzó tal éxito en su negocio, que consiguió venderlo y retirarse con un relativo bienestar. Mi tío Elías emigró a América siendo todavía joven, y se estableció de plantador en Florida, de donde llegaron noticias de que había prosperado mucho. En los comienzos de la guerra peleó en el ejército de Jackson, y más adelante en el de Hood, ascendiendo en éste hasta el grado de coronel. Cuando Lee se rindió, volvió mi tío a su plantación, en la que permaneció por espacio de tres o cuatro años. Hacia el mil ochocientos sesenta y nueve o mil ochocientos setenta, regresó a Europa y compró una pequeña finca en Sussex, cerca de Horsham. Había hecho una fortuna muy considerable, y si abandonó Norteamérica fue movido de su antipatía a los negros, y de su desagrado por la política del partido republicano de concederles la liberación de la esclavitud. Era un hombre extraño, arrebatado y violento, muy mal hablado cuando le dominaba la ira, y por demás retraído. Dudo de que pusiese ni una sola vez los pies en Londres durante los años que vivió en Horsham. Poseía alrededor de su casa un jardín y tres o cuatro campos de deportes, y en ellos se ejercitaba, aunque con mucha frecuencia no salía de la habitación durante semanas enteras. Bebía muchísimo aguardiente, fumaba por demás, pero no quería tratos sociales, ni amigos, ni aun siquiera que le visitase su hermano. Contra mí no tenía nada, mejor dicho, se encaprichó conmigo, porque cuando me conoció era yo un jovencito de doce años, más o menos. Esto debió de ocurrir hacia el año mil ochocientos setenta y ocho, cuando llevaba ya ocho o nueve años en Inglaterra. Pidió a mi padre que me dejase vivir con él, y se mostró muy cariñoso conmigo, a su manera. Cuando estaba sereno, gustaba de jugar conmigo al chaquete y a las damas, y me hacía portavoz suyo junto a la servidumbre y con los proveedores, de modo que para cuando tuve dieciséis años era yo el verdadero señor de la casa.
Yo guardaba las llaves y podía ir a donde bien me pareciese y hacer lo que me diese la gana, con tal que no le molestase cuando él estaba en sus habitaciones reservadas. Una excepción me hizo, sin embargo; había entre los áticos una habitación independiente, un camaranchón que estaba siempre cerrado con llave, y al que no permitía que entrásemos ni yo ni nadie. Llevado de mi curiosidad de muchacho, miré más de una vez por el ojo de la cerradura, sin que llegase a descubrir dentro sino lo corriente en tales habitaciones, es decir, una cantidad de viejos baúles y bultos. Cierto día, en el mes de marzo de mil ochocientos ochenta y tres, había encima de la mesa, delante del coronel, una carta cuyo sello era extranjero. No era cosa corriente que el coronel recibiese cartas, porque todas sus facturas se pagaban en dinero contante, y no tenía ninguna clase de amigos. Al coger la carta, dijo: «¡Es de la India! ¡Trae la estampilla de Pondicherry! ¿Qué podrá ser?».
Al abrirla precipitadamente saltaron del sobre cinco pequeñas y resecas semillas de naranja, que tintinearon en su plato. Yo rompí a reír, pero, al ver la cara de mi tío, se cortó la risa en mis labios. Le colgaba la mandíbula, se le saltaban los ojos, se le había vuelto la piel del color de la masilla, y miraba fijamente el sobre que sostenía aún en aun manos temblorosas. Dejó escapar un chillido, y exclamó luego: «K. K. K. ¡ Dios santo, Dios santo, mis pecados me han dado alcance!». «¿Qué significa eso, tío?», exclamé. «Muerte», me dijo, y levantándose de la mesa, se retiró a su habitación, dejándome estremecido de horror. Eché mano al sobre, y vi garrapateada en tinta roja, sobre la patilla interior, encima mismo del engomado, la letra K, repetida tres veces. No había nada más, fuera de las cinco semillas resecas. ¿Qué motivo podía existir para espanto tan excesivo? Me alejé de la mesa del desayuno y, cuando yo subía por las escaleras, me tropecé con mi tío, que bajaba por ellas, trayendo en una mano una vieja llave roñosa, y en la otra, una caja pequeña de bronce, por el estilo de las de guardar el dinero. «Que hagan lo que les dé la gana, pero yo los tendré en jaque una vez más. Dile a Mary que necesito que encienda hoy fuego en mi habitación, y envía a buscar a Fordham, el abogado de Horsham.» Hice lo que se me ordenaba y, cuando llegó el abogado, me pidieron que subiese a la habitación. Ardía vivamente el fuego, y en la rejilla del hogar se amontonaba una gran masa de cenizas negras y sueltas, como de papel quemado, en tanto que la caja de bronce estaba muy cerca y con la tapa abierta. Al mirar yo la caja, descubrí, sobresaltado, en la tapa la triple K, que había leído aquella mañana en el sobre.
«John —me dijo mi tío—, deseo que firmes como testigo mi testamento. Dejo la finca, con todas sus ventajas e inconvenientes, a mi hermano, es decir, a tu padre, de quien, sin duda, vendrá a parar a ti. Si conseguís disfrutarla en paz, santo y bueno. Si no lo conseguís, seguid mi consejo, muchacho, y abandonadla a vuestro peor enemigo. Lamento dejaros un arma así, de dos filos, pero no sé qué giro tomarán las cosas. Ten la bondad de firmar este documento en el sitio que te indicar, el señor Fordham.»
Firmé el documento dónde se me indicó, y el abogado se lo llevó con él. Como ustedes se imaginarán, aquel extraño incidente me produjo la más profunda impresión: lo sopesé en mi mente, y le di vueltas desde todos los puntos de vista, sin conseguir encontrarle explicación. Pero no conseguí librarme de un vago sentimiento de angustia que dejó en mí, aunque esa sensación fue embotándose a medida que pasaban semanas sin que ocurriese nada que túrbase la rutina diaria de nuestras vidas. Sin embargo, pude notar un cambio en mi tío. Bebía más que nunca, y se mostraba todavía menos inclinado al trato con nadie. Pasaba la mayor parte del tiempo metido en su habitación, con la llave echada por dentro, pero a veces salía como poseído de un furor de borracho, se lanzaba fuera de la casa, y se paseaba por el jardín impetuosamente, esgrimiendo en la mano un revólver y diciendo a gritos que a él no le asustaba nadie y que él no se dejaba enjaular, como oveja en el redil, ni por hombres ni por diablos. Pero una vez que se le pasaban aquellos arrebatos, corría de una manera alborotada a meterse dentro, y cerraba con llave y atrancaba la puerta, como quien ya no puede seguir haciendo frente al espanto que se esconde en el fondo mismo de su alma. En tales momentos, y aun en tiempo frío, he visto yo relucir su cara de humedad, como si acabase de sacarla del interior de la jofaina. Para terminar, señor Holmes, y no abusar de su paciencia, llegó una noche en que hizo una de aquellas salidas suyas de borracho, de la que no regresó. Cuando salimos a buscarlo, nos lo encontramos boca abajo, dentro de una pequeña charca recubierta de espuma verdosa que había al extremo del jardín. No presentaba señal alguna de violencia, y la profundidad del agua era sólo de dos pies, y por eso el Jurado, teniendo en cuenta sus conocidas excentricidades, dictó veredicto de suicidio. Pero a mí, que sabía de qué modo retrocedía ante el solo pensamiento de la muerte, me costó mucho trabajo convencerme de que se había salido de su camino para ir a buscarla. Sin embargo, la cosa pasó, entrando mi padre en posesión de la finca y de unas catorce mil libras que mi tío tenía a su favor en un Banco.
—Un momento—le interrumpió Holmes—. Preveo ya que su relato es uno de los más notables que he tenido ocasión de oír jamás. Hágame el favor de decirme la fecha en que su tío recibió la carta y la de su supuesto suicidio.
—La carta llegó el día diez de marzo de mil ochocientos ochenta y tres. Su muerte tuvo lugar siete semanas más tarde, en la noche del día dos de mayo.
—Gracias. Puede usted seguir.
—Cuando mi padre se hizo cargo de la finca de Horsham, llevó a cabo, a petición mía, un registro cuidadoso del ático que había permanecido siempre cerrado. Encontramos allí la caja de bronce, aunque sus documentos habían sido destruidos. En la parte interior de la tapa había una etiqueta de papel, en la que estaban repetidas las iniciales, y debajo de éstas, la siguiente inscripción: «Cartas, memoranda, recibos y registro.» Supusimos que esto indicaba la naturaleza de los documentos que había destruido el coronel Openshaw. Fuera de esto, no había en el ático nada de importancia, aparte de gran cantidad de papeles y cuadernos desparramados que se referían a la vida de mi tío en Norteamérica. Algunos de ellos pertenecían a la época de la guerra, y demostraban que él había cumplido bien con su deber, teniendo fama de ser un soldado valeroso. Otros llevaban la fecha de los tiempos de la reconstrucción de los estados del Sur, y se referían a cosas de política, siendo evidente que mi tío había tomado parte destacada en la oposición contra los que en el Sur se llamaron políticos hambrones, que habían sido enviados desde el Norte. Mi padre vino a vivir en Horsham a principios del ochenta y cuatro, y todo marchó de la mejor manera que podía desearse hasta el mes de enero del ochenta y cinco. Estando mi padre y yo sentados en la mesa del desayuno el cuarto día después del de Año Nuevo, oí de pronto que mi padre daba un agudo grito de sorpresa. Y lo vi sentado, con un sobre recién abierto en una mano y cinco semillas secas de naranja en la palma abierta de la otra. Se había reído siempre de lo que calificaba de fantástico relato mío acerca del coronel, pero ahora veía con gran desconcierto y recelo que él se encontraba ante un hecho igual. «¿Qué diablos puede querer decir esto, John?», tartamudeó. A mí se me había vuelto de plomo el corazón, y dije: «Es el K. K. K.» Mi padre miró en el interior del sobre y exclamó: «En efecto, aquí están las mismas letras. Pero ¿qué es lo que hay escrito encima de ellas?» Yo
leí, mirando por encima de su hombro: «Coloque los documentos encima de la esfera del reloj de sol<» «¿Qué documentos y qué reloj de sol?», preguntó él. «El reloj de sol está en el jardín. No hay otro —dije yo—. Pero los documentos deben de ser los que fueron destruidos», «¡Puf! —dijo él, aferrándose a su valor—. Vivimos aquí en un país civilizado en el que no caben esta clase de idioteces. ¿De dónde procede la carta?» «De Dundee», contesté, examinando la estampilla de Correos. «Algún bromazo absurdo —dijo mi padre—. ¿Qué me vienen a mí con relojes de sol y con documentos? No haré caso alguno de semejante absurdo.» «Yo, desde luego, me pondría en comunicación con la Policía», le dije. «Para que encima se me riesen. No haré nada de eso.» «Autoríceme entonces a que lo haga yo.» «De ninguna manera. Te lo prohíbo. No quiero que se arme un jaleo por semejante tontería.» De nadó valió el que yo discutiese con él, porque mi padre era hombre por demás terco. Sin embargo, viví esos días con el corazón lleno de presagios ominosos.
El tercer día, después de recibir la carta, marchó mi padre a visitar a un viejo amigo suyo, el comandante Freebody, que está al mando de uno de los fuertes que hay en los altos de Portsdown Hill. Me alegré de que se hubiese marchado, pues me parecía que hallándose fuera de casa estaba más alejado del peligro. En eso me equivoqué, sin embargo. Al segundo día de su ausencia recibí un telegrama del comandante en el que me suplicaba que acudiese allí inmediatamente. Mi padre había caído por la boca de uno de los profundos pozos de cal que abundan en aquellos alrededores, y yacía sin sentido, con el cráneo fracturado. Me trasladé hasta allí a toda prisa, pero mi padre murió sin haber recobrado el conocimiento. Según parece, regresaba, ya entre dos luces, desde Fareham, y como desconocía el terreno y la boca del pozo estaba sin cercar, el Jurado no titubeó en dar su veredicto de muerte producida por causa accidental. Por mucho cuidado que yo puse en examinar todos los hechos relacionados con su muerte, nada pude descubrir que sugiriese la idea de asesinato. No mostraba señales de violencia, ni había huellas de pies, ni robo, ni constancia de que se hubiese observado por las carreteras la presencia de extranjeros. No necesito, sin embargo, decir a ustedes que yo estaba muy lejos de tenerlas todas conmigo, y que casi estaba seguro de que se había tramado a su alrededor algún complot siniestro. De esa manera tortuosa fue como entré en posesión de mi herencia. Ustedes me preguntarán por qué no me desembaracé de la misma. Les contestaré que no lo hice porque estaba convencido de que nuestras dificultades se derivaban, de una manera u otra, de algún incidente de la vida de mi tío, y que el peligro sería para mí tan apremiante en una casa como en otra. Mi pobre padre halló su fin durante el mes de enero del año ochenta y cinco, y desde entonces han transcurrido dos años y ocho meses. Durante todo ese tiempo yo he vivido feliz en Horsham, y ya empezaba a tener la esperanza de que aquella maldición se había alejado de la familia, y que había acabado en la generación anterior. Sin embargo, me apresuré demasiado a tranquilizarme; ayer por la mañana cayó el golpe exactamente en la misma forma que había caído sobre mi padre.
El joven sacó del chaleco un sobre arrugado, y volviéndolo boca abajo encima de la mesa, hizo saltar del mismo cinco pequeñas semillas secas de naranja.
—He aquí el sobre —prosiguió—. El estampillado es de Londres, sector del Este. En el interior están las mismas palabras que traía el sobre de mi padre: «K. K. K.», y las de «Coloque los documentos encima de la esfera del reloj de sol».
—¿Qué ha hecho usted?—preguntó Holmes.
—Nada.
—¿Nada?
—A decir verdad —y hundió el rostro dentro de sus manos delgadas y blancas— me sentí perdido. Algo así como un pobre conejo cuando la serpiente avanza retorciéndose hacia él. Me parece que estoy entre las garras de una catástrofe inexorable e irresistible, de la que ninguna previsión o precaución puede guardarme.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Sherlock Holmes—. Es preciso que usted actúe, hombre, o está usted perdido. Únicamente su energía le puede salvar. No son momentos éstos de entregarse a la desesperación.
—He visitado a la Policía.
—¿y qué?
—Pues escucharon mi relato con una sonrisa. Estoy seguro de que el inspector ha llegado a la conclusión de que las cartas han sido otros tantos bromazos, y que las muertes de mis parientes se deben a simples accidentes, según dictaminó el Jurado, y no debían ser relacionadas con las cartas de advertencia.
Holmes agitó violentamente sus puños cerrados en el aire, y exclamó
—¡Qué inaudita imbecilidad!
—Sin embargo, me han otorgado la protección de un guardia, al que han autorizado para que permanezca en la casa.
Otra vez Holmes agitó furioso los cuños en el aire, y dijo:
—¿Cómo ha sido el venir usted a verme? Y sobre todo, ¿cómo ha sido el no venir inmediata-mente?
—Nada sabía de usted. Ha sido hoy cuando hablé al comandante Prendergast sobre el apuro en que me hallo, y él me aconsejó que viniese a verle a usted.
—En realidad han transcurrido ya dos días desde que recibió la carta. Deberíamos haber entrado en acción antes de ahora. Me imagino que no poseerá usted ningún otro dato fuera de los que nos ha expuesto, ni ningún detalle sugeridor que pudiera servirnos de ayuda.
—Sí, tengo una cosa más —dijo John Openshaw. Registró en el bolsillo de su chaqueta, y, sacando un pedazo de papel azul descolorido, lo extendió encima de la mesa, agregando—: Conservo un vago recuerdo de que los estrechos márgenes que quedaron sin quemar entre las cenizas el día en que mi tío echó los documentos al fuego eran de éste mismo color. Encontré esta hoja única en el suelo de su habitación, y me inclino a creer que pudiera tratarse de uno de los documentos, que quizá se le voló de entre los otros, salvándose de ese modo de la destrucción. No creo que nos ayude mucho, fuera de que en él se habla también de las semillas. Mi opinión es que se trata de una página que pertenece a un diario secreto. La letra es indiscutiblemente de mi tío.
Holmes cambió de sitio la lámpara, y él y yo nos inclinamos sobre la hoja de papel, cuyo borde irregular demostraba que había sido, en efecto, arrancada de un libro. El encabezamiento decía
«Marzo, 1869», y debajo del mismo las siguientes enigmáticas noticias
«4. Vino Hudson. El mismo programa de siempre.
»7. Enviadas las semillas a McCauley, Paramore, y Swain, de St. Augustine.
»9. McCauley se largó.
»10. John Swain se largó.
»12. Visitado Paramore. Todo bien.»
—Gracias—dijo Holmes, doblando el documento y devolviéndoselo a nuestro visitante—. Y ahora, no pierda por nada del mundo un solo instante. No disponemos de tiempo ni siquiera para discutir lo que me ha relatado. Es preciso que vuelva usted a casa ahora, mismo, y que actúe.
—¿Y qué tengo que hacer?
—Sólo se puede hacer una cosa, y es preciso hacerla en el acto. Ponga usted esa hoja de papel dentro de la caja de metal que nos ha descrito. Meta asimismo una carta en la que les dirá, que todos los demás papeles fueron quemados por su tío, siendo éste el único que queda. Debe usted expresarlo en una forma que convenga. Después de hecho eso, colocará la caja encima del reloj de sol, de acuerdo con las indicaciones. ¿Me comprende?
—Perfectamente.
—No piense por ahora en venganzas ni en nada por ese estilo. Creo que eso lo lograremos por el intermedio de la ley; pero tenemos que tejer aún nuestra tela de araña, mientras que la de ellos está ya
tejida. Lo primero en que hay que pensar es en apartar el peligro apremiante que le amenaza. Lo segundo consistirá en aclarar el misterio y castigar a los criminales.
—Le doy a usted las gracias —dijo el joven, levantándose y echándose encima el impermeable. Me ha dado usted nueva vida y esperanza. Seguiré, desde luego, su consejo.
—No pierda un solo instante. Y, sobre todo, cuídese bien entre tanto, porque yo no creo que pueda existir la menor duda de que está usted amenazado por un peligro muy real e inminente. ¿Cómo va a hacer el camino de regreso?
—Por tren, desde la estación Waterloo.
—Aún no son las nueve. Las calles estarán concurridas, y por eso confío en que no corre usted peligro. Pero, a pesar de todo, por muy en guardia que esté usted, nunca lo estará bastante.
—Voy armado.
—Bien está. Mañana me pondré yo a trabajar en su asunto.
—¿Le veré, pues, en Horsham?
—No, porque su secreto se oculta en Londres, y en Londres será donde yo lo busque.
—Entonces. yo vendré a visitarle a usted dentro de un par de días, y le traeré noticias de lo que me haya ocurrido con los papeles y la caja. Lo consultaré en todo.
Nos estrechó las manos y se retiró. El viento seguía bramando fuera, y la lluvia tamborileaba y salpicaba las ventanas. Aquel relato tan desatinado y extraño parecía habernos llegado de entre los elementos desencadenados, como si la tempestad lo hubiese arrojado sobre nosotros igual que un tallo de alga marina, y que esos mismos elementos se lo hubiesen tragado luego otra vez.
Sherlock Holmes permaneció algún tiempo en silencio, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en el rojo resplandor del fuego. Luego encendió su pipa, se recostó en el respaldo de su asiento, y se quedó contemplando los anillos de humo azul que se perseguían los unos a los otros en su ascenso hacia el techo.
—Creo Watson —dijo, por fin, como comentario—, que no hemos tenido entre todos nuestros casos ninguno más fantástico que éste.
—Con excepción, quizá, del Signo de los Cuatro.
—Bien, sí. Con excepción, quizá, de ése. Sin embargo, creo que este John Openshaw se mueve entre peligros todavía mayores que los que rodeaban a los Sholtos.
—Pero ¿no ha formado usted ninguna hipótesis concreta sobre la naturaleza de estos peligro?
—Sobre su naturaleza no caben ya hipótesis —me contestó.
—¿Cuál es, pues? ¿Quién es este K. K. K., y por qué razón persigue a esta desdichada familia?
Sherlock Holmes cerró los ojos, y apoyó los codos en los brazos del sillón, juntando las yemas de los dedos de las manos.
—Al razonador ideal —comentó—debería bastarle un solo hecho, cuando lo ha visto en todas sus implicaciones, para deducir del mismo no sólo la cadena de sucesos que han conducido hasta él, sino también los resultados que habían de seguirse. De la misma manera que Cuvier sabía hacer la descripción completa de un animal con el examen de un solo hueso, de igual manera el observador que ha sabido comprender por completo uno de los eslabones de toda una serie de incidentes, debe saber explicar con exactitud todos los demás, los anteriores y los posteriores. No nos hacemos todavía una idea de los resultados que es capaz de conseguir la razón por sí sola. Podríamos resolver mediante el estudio ciertos problemas cuya solución ha desconcertado por completo a quienes la buscaron por medio de los sentidos. Sin embargo, para alcanzar en este arte la cúspide, necesitaría el razonador saber manejar todos los hechos que han llegado a conocimiento suyo. Esto implica, como fácilmente comprenderá usted, la posesión de todos los conocimientos a que muy pocos llegan, incluso en estos tiempos de libertad educativa y de enciclopedias. Sin embargo, lo que no resulta imposible es el que un hombre
llegue a poseer todos los conocimientos que le han de ser probablemente útiles en su labor, esto es lo que yo me he esforzado por hacer en el caso mío. Usted, si mal no recuerdo, concretó, en los primeros días de nuestra amistad, los límites precisos de esos conocimientos míos.
—Sí —le contesté, echándome a reír—. Hice un documento curioso. En filosofía, astronomía y política le puse a usted cero, lo recuerdo. En botánica, irregular; en geología, profundo en lo que toca a manchas de barro cogidas en una zona de cincuenta millas alrededor de Londres; en química, excéntrico; en anatomía, asistemático; en literatura, sensacionalista, y en historia de crímenes, único; y además, violinista, boxeador, esgrimista, abogado y autoenvenenador por medio de la cocaína y del tabaco. Esos eran, si mal no recuerdo, los puntos más notables de mi análisis.
Holmes se sonrió al escuchar la última calificación, y dijo
—Digo ahora, como dije entonces, que toda persona debería tener en el ático de su cerebro el surtido de mobiliario que es probable que necesite, y que todo lo demás puede guardarlo en el desván de su biblioteca, donde puede echarle mano cuando tenga precisión de algo. Ahora bien: al enfrentarnos con un problema como el que nos ha sido sometido esta noche, necesitamos dominar todos nuestros recursos. Tenga usted la bondad de alcanzarme la letra K de esta enciclopedia norteamericana que hay en ese estante que tiene a su lado. Gracias. Estudiemos ahora la situación y veamos lo que de la misma puede deducirse. Empezaremos con la firme presunción de que el coronel Openshaw tuvo algún motivo importante para abandonar Norteamérica. Los hombres, a su edad, no cambian todas, sus costumbres, ni cambian por gusto suyo el clima encantador de Florida por la vida solitaria en una ciudad inglesa de provincias. El extraordinario apego a la soledad que demostró en Inglaterra sugiere la idea de que sentía miedo de alguien o de algo; de modo, pues, que podemos aceptar como hipótesis de trabajo la de que fue el miedo lo que le empujó fuera de Norteamérica. En cuanto a lo que él temía, sólo podemos deducirlo por el estudio de las tremendas cartas que él y sus herederos recibieron. ¿Se fijó usted en las estampillas que señalaban el punto de procedencia?
—La primera traía el de Pondicherry; la segunda, el de Dundee, y la tercera, el de Londres.
—La del este de Londres. ¿Qué saca usted en consecuencia de todo ello?
—Pues que se trata de puertos de mar, es decir, que el que escribió las cartas se hallaba a bordo de un barco.
—Muy bien. Ya tenemos, pues, una pista. No puede caber duda de que, según toda probabilidad, una fuerte probabilidad, el remitente se encontraba a bordo de un barco. Pasemos ahora a otro punto. En el caso de la carta de Pondicherry transcurrieron siete semanas entre la amenaza y su cumplimiento, en el de Dundee fueron sólo tres o cuatro días. ¿Nada le indica eso?
—Que la distancia sobre la que había de viajar era mayor.
—Pero también la carta venía desde una distancia mayor.
—Pues entonces, ya no le veo la importancia a ese detalle.
—Existe, por lo menos, una probabilidad de que la embarcación a bordo de la cual está nuestro hombre, o nuestros hombres, es de vela. Parece como si hubiesen enviado siempre su extraño aviso, o prenda, cuando iban a salir para realizar su cometido. Fíjese en el poco tiempo que medió entre el hecho y la advertencia cuando ésta vino de Dundee. Si ellos hubiesen venido desde Pondicherry en un barco de vapor habrían llegado casi al mismo tiempo que su carta. Y la realidad es que transcurrieron siete semanas. Yo creo que esas siete semanas representan la diferencia entre el tiempo invertido por el vapor que trajo la carta y el barco de vela que trajo a quien la escribió.
—Es posible.
—Más que posible. Probable. Comprenderá usted ahora la urgencia mortal que existe en este caso, y por qué insistí con el joven Openshaw en que estuviese alerta. El golpe ha sido dado siempre al cumplirse el plazo de tiempo imprescindible para que los que envían la carta salven la distancia que hay desde el punto en que la envían. Pero como esta de ahora procede de Londres, no podemos contar con retraso alguno.
—¡Santo Dios! —exclamé—. ¿Qué puede querer significar esta implacable persecución?
—Los documentos que Openshaw se llevó son evidentemente de importancia vital para la. persona o personas que viajan en el velero. Yo creo que no hay lugar a duda que éstas son más de una. Un hombre aislado no habría sido capaz de realizar dos asesinatos de manera que engañase al Jurado de un juez de instrucción. Debieron de intervenir varias personas en los mismos, y, fueron hombres de inventiva y de resolución. Se proponen conseguir los documentos, sea quien sea el que los tiene en su poder. Y ahí tiene usted cómo K. K. K. dejan de ser las iniciales de un individuo y se convierten en el distintivo de una sociedad.
—Pero ¿de qué sociedad?
Sherlock Holmes echó el busto hacia adelante, y dijo bajando la voz
—¿No ha oído usted hablar nunca del Ku Klux Klan? ,
—Jamás.
Holmes fue pasando las hojas del volumen que tenía sobre sus rodillas, y dijo de pronto: .
—Aquí está: «Ku Klux Klan. Nombre que sugiere una fantástica semejanza con el ruido que se produce al levantar el gatillo de un rifle. Esta terrible sociedad secreta fue formada después de la guerra civil en los estados del Sur por algunos ex combatientes de la Confederación, y se formaron rápidamente filiales de la misma en diferentes partes del país, especialmente en Tennessee, Luisiana, las dos Carolinas, Georgia y Florida. Se empleaba su fuerza con fines políticos, en especial para aterrorizar a los votantes negros y para asesinar u obligar a ausentarse del país a cuantos se oponían a su programa. Sus agresiones eran precedidas, por lo general, de un aviso enviado a la persona elegida, aviso que tomaba formas fantásticas, pero sabidas; por ejemplo: un tallito de hojas de roble, en algunas zonas, o unas semillas de melón o de naranja, en otras. Al recibir este aviso, la víctima podía optar entre abjurar públicamente de sus normas anteriores o huir de la región. Cuando se atrevía a desafiar la amenaza encontraba la muerte indefectiblemente, y, por lo general, de manera extrañó e imprevista. Era tan perfecta la organización de la sociedad y trabajaba ésta tan sistemáticamente, que apenas se registra algún caso en que alguien la desafiase con impunidad, o en que alguno de sus ataques dejase un rastro capaz de conducir al descubrimiento de quienes lo perpetraron. La organización floreció por espacio de algunos años, a pesar de los esfuerzos del Gobierno de los Estados Unidos y de las clases mejores de la comunidad en el Sur. Pero en el año mil ochocientos sesenta y nueve, ese movimiento sufrió un súbito colapso, aunque haya habido en fechas posteriores algunos estallidos esporádicos de la misma clase.»
—Fíjese —dijo Holmes, dejando el libro— en que el súbito hundimiento de la sociedad coincide con la desaparición de Openshaw de Norteamérica, llevándose los documentos. Pudiera muy bien tratarse de causa y efecto. No hay que asombrarse de que algunos de los personajes más implacables se hayan lanzado sobre la pista de aquél y de su familia. Ya comprenderá usted que el registro y el diario pueden complicar a alguno de los hombres más destacados del Sur, y que es posible que haya muchos que no duerman tranquilos durante la noche mientras no sean recuperados.
—De ese modo, la página que tuvimos a la vista...
—Es tal y como podíamos esperarlo. Decía, si mal no recuerdo: «Se enviaron las semillas a A, B y C»; es decir, se les envió la advertencia de la sociedad. Las anotaciones siguientes nos dicen que A y B se largaron, es decir, que abandonaron el país, y, por último, que se visitó a C, con consecuencias siniestras para éste, según yo me temo. Creo, doctor, que podemos proyectar un poco de luz sobre esta oscuridad, y creo también que, entre tanto, sólo hay una probabilidad favorable al joven Openshaw, y es que haga lo que yo le aconsejé. Nada más se puede decir ni hacer por esta noche, de modo que alcánceme mi violín y procuremos olvidarnos durante media hora de este lastimoso tiempo y de la conducta, más lastimosa aún, de nuestros semejantes los hombres.
A la mañana siguiente había escampado, y el sol brillaba con amortiguada luminosidad por entre el velo gris que envuelve a la gran ciudad. Cuando yo bajé, ya Holmes se estaba desayunando.
—Discúlpeme el que no le espere —me dijo—. Preveo que se me presenta un día atareadísimo en la investigación de este caso del joven Openshaw.
—¿Qué pasos va usted a dar? —le pregunté.
—Dependerá muchísimo del resultado de mis primeras averiguaciones. Es posible que, en fin de cuentas, me llegue hasta Horsham.
—¿No va usted a empezar por ir allí?
—No, empezaré por la City. Tire de la campanilla, y la doncella le traerá el café.
Para entretener la espera, cogí de encima de la mesa el periódico, que estaba aún sin desdoblar, y le eché un vistazo. La mirada mía se detuvo en unos titulares que me helaron el corazón.
—Holmes —le dije con voz firme—, llegará usted demasiado tarde.
—¡Vaya! —dijo él, dejando la taza que tenía en la mano—. Me lo estaba temiendo. ¿Cómo ha sido?
Se expresaba con tranquilidad, pero vi que la noticia le había conmovido profundamente.
—Me saltó a los ojos el apellido de Openshaw y el titular Tragedia cerca del puente de Waterloo. He aquí el relato: «Entre las nueve y las diez de la pasada noche, el guardia de Policía Cook, de la sección H, estando de servicio cerca del puente de Waterloo, oyó un grito de alguien que pedía socorro, y el chapaleo de un cuerpo que cae al agua. Pero como la noche era oscurísima y tormentosa, fue imposible salvar a la víctima, no obstante acudir en su ayuda varios transeúntes. Dióse, sin embargo, la alarma, y pudo ser rescatado el cadáver más tarde, con la intervención de la Policía fluvial. Resultó ser el de un joven, como se dedujo de un sobre que se le halló en el bolsillo, que se llamaba John Openshaw, que tiene su casa en Horsham. Se conjetura que debió de ir corriendo para alcanzar el tren último que sale de la estación de Waterloo, y que, en su apresuramiento y por la gran oscuridad, se salió de su camino y fue a caer al río por uno de los pequeños embarcaderos destinados a los barcos fluviales. El cadáver no mostraba señales de violencia, y no cabe duda alguna de que el muerto fue víctima de un accidente desgraciado, que debería servir para llamar la atención de las autoridades acerca del estado en que se encuentran las plataformas dé los embarcaderos de la orilla del río.»
Permanecimos callados en nuestros sitios por espacio de algunos minutos. Nunca he visto a Holmes más deprimido y conmovido que en esos momentos. Y dijo, por fin:
—Esto hiere mi orgullo, Watson. Es un sentimiento mezquino, sin duda, pero hiere mi orgullo. Este es ya un asunto mío personal y, si Dios me da salud, he de echar mano a esta cuadrilla. ¡Pensar que vino a pedirme socorro y que yo lo envié a la muerte!
Saltó de su silla y se paseó por el cuarto poseído de una excitación incontrolable, con las enjutas mejillas cubiertas de rubor, y abriendo y cerrando sus manos largas y delgadas. Por último, exclamó
—Tiene que tratarse de unos demonios astutos. ¿Cómo consiguieron desviarlo de su camino y que fuese a caer al agua? Para ir directamente a la estación no tenía que pasar por el Embankment. Aun en una noche semejarte, estaba, sin duda, el puente demasiado concurrido para sus propósitos. Ya veremos, Watson, quién gana a la larga. ¡Voy a salir!
—¿Va usted a la Policía?
—No; me constituiré yo mismo en policía. Cuando tenga tejida la red podrán arrestar a esos hábiles pajarracos, pero no antes.
Mis tareas profesionales me absorbieron durante todo el día, y era ya entrada la noche cuando regresé a Baker Street; Sherlock Holmes no había vuelto aún. Eran ya cerca de las diez cuando entró con aspecto pálido y agotado. Se acercó al aparador, arrancó un trozo de la hogaza de pan y se puso a comerlo con voracidad, ayudándolo a pasar con un gran trago de agua.
—Está usted hambriento —dije yo.
—Muriéndome de hambre. Se me olvidó comer. No probé bocado desde que me desayuné.
—¿Nada?
—Ni una miga. No tuve tiempo de pensar en la comida.
—¿Tuvo éxito?
—Sí.
—¿Alguna pista?
—Los tengo en el hueco de mi mano. No tardará mucho el joven Openshaw en verse vengado. Escuche, Watson, vamos a marcarlos a ellos con su propia marca de fábrica. ¡Es cosa bien pensada!
—¿Qué quiere usted decir?
Holmes cogió del aparador una naranja, y, después de partirla, la apretó, haciendo caer las semillas encima de la mesa. Contó cinco y las metió en un sobre. En la parte interna de la patilla escribió: «S.H. para J.C.» Luego lo lacró y puso la dirección: «Capitán James Calhoun, barca Lone Star. Savannah, Georgia.»
—Le estará esperando cuando entre en el puerto —dijo, riéndose por lo bajo—. Quizá le quite el sueño. Será un nuncio tan seguro de su destino como lo fue antes para Openshaw:
—Y ¿quién es este capitán Calhoun?
—El jefe de la cuadrilla. También atraparé a los demás, pero quiero que sea él el primero.
—Y ¿cómo llegó usted a descubrirlo?
Sacó del bolsillo una gran hola de papel, toda cubierta de fechas y de nombres, y dijo
—Me he pasado todo el día examinando los registros del Lloyd y las colecciones de periódicos atrasados, siguiendo las andanzas de todos los barcos que tocaron en el puerto de Pondicherry durante los meses de enero y febrero del año ochenta y tres. Fueron treinta y seis embarcaciones de buen tonelaje las que figuraban en esos seis meses. La llamada Lone Star atrajo inmediatamente mi atención porque, aunque se señalaba a Londres como puerto de procedencia, se conoce con ese nombre de Estrella Solitaria a uno de los estados de la Unión.
—Creo que al de Tejas.
—Sobre ese punto, ni estaba ni estoy seguro; pero yo sabía que el barco tenía que ser de origen norteamericano.
—¿Y luego?
—Repasé las noticias de Dundee, y cuando descubrí que la barca Lone Star se encontraba allí el mes de enero del ochenta y cinco, mis sospechas se convirtieron en certeza. Luego hice investigaciones acerca de los barcos actualmente en el puerto de Londres.
—Y ¿qué?
—El Lone Star llegó al mismo la pasada semana. Bajé hasta el muelle Albert, y me encontré con que había sido remolcada río abajo con la marea de esta mañana, y que lleva viaje hacia su puerto de origen, en Savannah. Telegrafié a Gravesend, enterándome de que había pasado por allí algún rato antes. Como el viento sopla hacia el Este, estoy seguro de que se halla ahora más allá de los Goodwins, y no muy lejos de la isla de Wight.
—Y ¿qué va a hacer usted ahora?
—¡Oh, le he puesto ya la mano encima! El y los dos contramaestres son, según he sabido, los únicos norteamericanos nativos que hay a bordo. Los demás son finlandeses y alemanes. Me consta, asimismo, que los tres pasaron la noche en tierra. Lo supe por el estibador que ha estado estibando su cargamento. Para cuando su velero llegue a Savannah, el vapor correo habrá llevado esta carta, y el cable habrá informado a la Policía de dicho puerto de que la presencia de esos tres caballeros es urgentemente necesaria aquí para responder de una acusación de asesinato.
Sin embargo, hasta el mejor dispuesto de los proyectos humanos tiene siembre una rendija de escape, y los asesinos de John Openshaw no iban a recibir las semillas de naranja que les habría demostrado que otra persona, tan astuta y tan decidida como ellos mismos, les seguía la pista. Las
tempestades equinocciales de aquel año fueron muy persistentes y violentas. Esperamos durante mucho tiempo noticias de Savannah del Lone Star, pero no nos llegó ninguna. Finalmente, nos enteramos de que allá, en pleno Atlántico, había sido visto flotando en el seno de una ola el destrozado codaste de una lancha y que llevaba grabadas las letras L. S. Y eso es todo lo que podremos saber ya acerca del final que tuvo el Lone Star.
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