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martes, 15 de diciembre de 2009

EL HOMBRE DEL LABIO RETORCIDO



Sir Arthur Conan Doyle


EL HOMBRE DEL LABIO RETORCIDO


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Isa Whitney, hermano del difunto Elías Whitney, D. D., di­rector del Colegio de Teología de San Jorge, era adicto perdi­do al opio. Según tengo entendido, adquirió el hábito a causa de una típica extravagancia de estudiante: habiendo leído en la universidad la descripción que hacía De Quincey de sus ensueños y sensaciones, había empapado su tabaco en láu­dano con la intención de experimentar los mismos efectos. Descubrió, como han hecho tantos otros, que resulta más fá­cil adquirir el hábito que librarse de él, y durante muchos años vivió esclavo de la droga, inspirando una mezcla de ho­rror y compasión a sus amigos y familiares. Todavía me pa­rece que lo estoy viendo, con la cara amarillenta y fofa, los párpados caídos y las pupilas reducidas a un puntito, enco­gido en una butaca y convertido en la ruina y los despojos de un buen hombre.
Una noche de junio de 1889 sonó el timbre de mi puerta, aproximadamente a la hora en que uno da el primer bostezo y echa una mirada al reloj. Me incorporé en mi asiento, y mi esposa dejó su labor sobre el regazo y puso una ligera expre­sión de desencanto.
—¡Un paciente! —dijo—. Vas a tener que salir.
Solté un gemido, porque acababa de regresar a casa des­pués de un día muy fatigoso.
Oímos la puerta que se abría, unas pocas frases presuro­sas, y después unos pasos rápidos sobre el linóleo. Se abrió de par en par la puerta de nuestro cuarto, y una dama vesti­da de oscuro y con un velo negro entró en la habitación.
—Perdonen ustedes que venga tan tarde —empezó a decir; y en ese mismo momento, perdiendo de repente el dominio de sí misma, se abalanzó corriendo sobre mi esposa, le echó los brazos al cuello y rompió a llorar sobre su hombro—. ¡Ay, tengo un problema tan grande! —sollozó—. ¡Necesito tanto que alguien me ayude!
—¡Pero si es Kate Whitney! —dijo mi esposa, alzándole el velo—. ¡Qué susto me has dado, Kate! Cuando entraste no te­nía ni idea de quién eras.
—No sabía qué hacer, así que me vine derecho a verte.
Siempre pasaba lo mismo. La gente que tenía dificultades acudía a mi mujer como los pájaros a la luz de un faro.
—Has sido muy amable viniendo. Ahora, tómate un poco de vino con agua, siéntate cómodamente y cuéntanoslo todo. ¿0 prefieres que mande a James a la cama?
—Oh, no, no. Necesito también el consejo y la ayuda del doctor. Se trata de Isa. No ha venido a casa en dos días. ¡Es­toy tan preocupada por él!
No era la primera vez que nos hablaba del problema de su marido, a mí como doctor, a mi esposa como vieja amiga y compañera del colegio. La consolamos y reconfortamos lo mejor que pudimos. ¿Sabía dónde podía estar su marido? ¿Era posible que pudiéramos hacerle volver con ella?
Por lo visto, sí que era posible. Sabía de muy buena fuente que últimamente, cuando le daba el ataque, solía acudir a un fumadero de opio situado en el extremo oriental de la City. Hasta entonces, sus orgías no habían pasado de un día, y siempre había vuelto a casa, quebrantado y tembloroso, al caer la noche. Pero esta vez el maleficio llevaba durándole cuarenta y ocho horas, y sin duda allí seguía tumbado, entre la escoria de los muelles, aspirando el veneno o durmiendo bajo sus efectos. Su mujer estaba segura de que se le podía encontrar en «El Lingote de Oro», en Upper Swandam Lane. Pero ¿qué podía hacer ella? ¿Cómo iba ella, una mujer joven y tímida, a meterse en semejante sitio y sacar a su marido de entre los rufianes que le rodeaban?
Así estaban las cosas y, desde luego, no había más que un modo de resolverlas. ¿No podía yo acompañarla hasta allí? Sin embargo, pensándolo bien, ¿para qué había de venir ella? Yo era el consejero médico de Isa Whitney y, como tal, tenía cierta influencia sobre él. Podía apañármelas mejor si iba solo. Le di mi palabra de que antes de dos horas se lo enviaría a casa en un coche si de verdad se encontraba en la dirección que me había dado.
Y así, al cabo de diez minutos, había abandonado mi bu­taca y mi acogedor cuarto de estar y viajaba a toda velocidad en un coche de alquiler rumbo al este, con lo que entonces me parecía una extraña misión, aunque sólo el futuro me iba a demostrar lo extraña que era en realidad.
Sin embargo, no encontré grandes dificultades en la pri­mera etapa de mi aventura. Upper Swandam Lane es una ca­llejuela miserable, oculta detrás de los altos muelles que se extienden en la orilla norte del río, al este del puente de Lon­dres. Entre una tienda de ropa usada y un establecimiento de ginebra encontré el antro que iba buscando, al que se llegaba por una empinada escalera que descendía hasta un agujero negro como la boca de una caverna. Ordené al cochero que aguardara y bajé los escalones, desgastados en el centro por el paso incesante de pies de borrachos. A la luz vacilante de una lámpara de aceite colocada encima de la puerta, encon­tré el picaporte y penetré en una habitación larga y de techo bajo, con la atmósfera espesa y cargada del humo pardo del opio, y equipada con una serie de literas de madera, como el castillo de proa de un barco de emigrantes.
A través de la penumbra se podían distinguir a duras pe­nas numerosos cuerpos, tumbados en posturas extrañas y fantásticas, con los hombros encorvados, las rodillas dobla­das, las cabezas echadas hacia atrás y el mentón apuntando hacia arriba; de vez en cuando, un ojo oscuro y sin brillo se fijaba en el recién llegado. Entre las sombras negras brilla­ban circulitos de luz, encendiéndose y apagándose, según que el veneno ardiera o se apagara en las cazoletas de las pi­pas metálicas. La mayoría permanecía tendida en silencio, pero algunos murmuraban para sí mismos, y otros conver­saban con voz extraña, apagada y monótona; su conversa­ción surgía en ráfagas y luego se desvanecía de pronto en el silencio, mientras cada uno seguía mascullando sus propios pensamientos, sin prestar atención a las palabras de su veci­no. En el extremo más apartado había un pequeño brasero de carbón, y a su lado un taburete de madera de tres patas, en el que se sentaba un anciano alto y delgado, con la barbilla apoyada en los puños y los codos en las rodillas, mirando fi­jamente el fuego.
Al verme entrar, un malayo de piel cetrina se me acercó rápidamente con una pipa y una porción de droga, indicán­dome una litera libre.
—Gracias, no he venido a quedarme —dije—. Hay aquí un amigo mío, el señor Isa Whitney, y quiero hablar con él. Hubo un movimiento y una exclamación a mi derecha y, atisbando entre las tinieblas, distinguí a Whitney, pálido, ojeroso y desaliñado, con la mirada fija en mí.
—¡Dios mío! ¡Es Watson! —exclamó. Se encontraba en un estado lamentable, con todos sus nervios presa de temblo­res—. Oiga, Watson, ¿qué hora es?
—Casi las once.
—¿De qué día?
—Del viernes, diecinueve de junio.
—¡Cielo santo! ¡Creía que era miércoles! ¡Y es miércoles! ¿Qué se propone usted asustando a un amigo? —sepultó la cara entre los brazos y comenzó a sollozar en tono muy agudo.
—Le digo que es viernes, hombre. Su esposa lleva dos días esperándole. ¡Debería estar avergonzado de sí mismo!
—Y lo estoy. Pero usted se equivoca, Watson, sólo llevo aquí unas horas... tres pipas, cuatro pipas... ya no sé cuántas. Pero iré a casa con usted. ¿Ha traído usted un coche?
—Sí, tengo uno esperando.
—Entonces iré en él. Pero seguramente debo algo. Averi­güe cuánto debo, Watson. Me encuentro incapaz. No puedo hacer nada por mí mismo.
Recorrí el estrecho pasadizo entre la doble hilera de dur­mientes, conteniendo la respiración para no inhalar el humo infecto y estupefaciente de la droga, y busqué al encargado. Al pasar al lado del hombre alto que se sentaba junto al brasero, sentí un súbito tirón en los faldones de mi chaqueta y una voz muy baja susurró: «Siga adelante y luego vuélvase a mirarme». Las palabras sonaron con absoluta claridad en mis oídos. Miré hacia abajo. Sólo podía haberlas pronunciado el ancia­no que tenía a mi lado, y sin embargo continuaba sentado tan absorto como antes, muy flaco, muy arrugado, encorvado por la edad, con una pipa de opio caída entre sus rodillas, como si sus dedos la hubieran dejado caer de puro relaja­miento. Avancé dos pasos y me volvía mirar. Necesité todo el dominio de mí mismo para no soltar un grito de asombro. El anciano se había vuelto de modo que nadie pudiera verlo más que yo. Su figura se había agrandado, sus arrugas habían de­saparecido, los ojos apagados habían recuperado su fuego, y allí, sentado junto al brasero y sonriendo ante mi sorpresa, estaba ni más ni menos que Sherlock Holmes. Me indicó con un ligero gesto que me aproximara y, al instante, en cuanto volvió de nuevo su rostro hacia la concurrencia, se hundió una vez más en una senilidad decrépita y babeante.
—¡Holmes! —susurré—. ¿Qué demonios está usted hacien­do en este antro?
—Hable lo más bajo que pueda —respondió—. Tengo un oído excelente. Si tuviera usted la inmensa amabilidad de li­brarse de ese degenerado amigo suyo, me alegraría muchísi­mo tener una pequeña conversación con usted.
—Tengo un coche fuera.
—Entonces, por favor, mándelo a casa en él. Puede fiarse de él, porque parece demasiado hecho polvo como para me­terse en ningún lío. Le recomiendo también que, por medio del cochero, le envíe una nota a su esposa diciéndole que ha unido su suerte a la mía. Si me espera fuera, estaré con usted en cinco minutos.
Resultaba difícil negarse a las peticiones de Sherlock Hol­mes, porque siempre eran extraordinariamente concretas y las exponía con un tono de lo más señorial. De todas mane­ras, me parecía que una vez metido Whitney en el coche, mi misión había quedado prácticamente cumplida; y, por otra parte, no podía desear nada mejor que acompañar a mi ami­go en una de aquellas insólitas aventuras que constituían su modo normal de vida. Me bastaron unos minutos para es­cribir la nota, pagar la cuenta de Whitney, llevarlo hasta el coche y verle partir a través de la noche. Muy poco después, una decrépita figura salía del fumadero de opio y yo camina­ba calle abajo en compañía de Sherlock Holmes. Avanzó por un par de calles arrastrando los pies, con la espalda encorva­da y el paso inseguro; y de pronto, tras echar una rápida mi­rada a su alrededor, enderezó el cuerpo y estalló en una ale­gre carcajada.
—Supongo, Watson —dijo—, que está usted pensando que he añadido el fumar opio a las inyecciones de cocaína y de­más pequeñas debilidades sobre las que usted ha tenido la bondad de emitir su opinión facultativa.
—Desde luego, me sorprendió encontrarlo allí.
—No más de lo que me sorprendió a mí verle a usted.
—Yo vine en busca de un amigo.
—Y yo, en busca de un enemigo.
—¿Un enemigo?
—Sí, uno de mis enemigos naturales o, si se me permite de­cirlo, de mis presas naturales. En pocas palabras, Watson, estoy metido en una interesantísima investigación, y tenía la esperanza de descubrir alguna pista entre las divagaciones incoherentes de estos adictos, como me ha sucedido otras veces. Si me hubieran reconocido en aquel antro, mi vida no habría valido ni la tarifa de una hora, porque ya lo he utiliza­do antes para mis propios fines, y el bandido del dueño, un antiguo marinero de las Indias Orientales, ha jurado ven­garse de mí. Hay una trampilla en la parte trasera del edifi­cio, cerca de la esquina del muelle de San Pablo, que podría contar historias muy extrañas sobre lo que pasa a través de ella las noches sin luna.
—¡Cómo! ¡No querrá usted decir cadáveres!
—Sí, Watson, cadáveres. Seríamos ricos si nos dieran mil libras por cada pobre diablo que ha encontrado la muerte en ese antro. Es la trampa mortal más perversa de toda la ribera del río, y me temo que Neville St. Clair ha entrado en ella para no volver a salir. Pero nuestro coche debería estar aquí —se metió los dos dedos índices en la boca y lanzó un pene­trante silbido, una señal que fue respondida por un silbido similar a lo lejos, seguido inmediatamente por el traqueteo de unas ruedas y las pisadas de cascos de caballo.
—Y ahora, Watson —dijo Holmes, mientras un coche alto, de un caballo, salía de la oscuridad arrojando dos chorros dorados de luz amarilla por sus faroles laterales—, ¿viene us­ted conmigo o no?
—Si puedo ser de alguna utilidad...
—Oh, un camarada de confianza siempre resulta útil. Y un cronista, más aún. Mi habitación de Los Cedros tiene dos camas.
—¿Los Cedros?
—Sí, así se llama la casa del señor St. Clair. Me estoy alojan­do allí mientras llevo a cabo la investigación.
—¿Y dónde está?
—En Kent, cerca de Lee. Tenemos por delante un trayecto de siete millas.
—Pero estoy completamente a oscuras.
—Naturalmente. Pero en seguida va a enterarse de todo. ¡Suba aquí! Muy bien, John, ya no le necesitaremos. Aquí tie­ne media corona. Venga a buscarme mañana a eso de las once. Suelte las riendas y hasta mañana.
Tocó al caballo con el látigo y salimos disparados a través de la interminable sucesión de calles sombrías y desiertas, que poco a poco se fueron ensanchando hasta que cruzamos a toda velocidad un amplio puente con balaustrada, mien­tras las turbias aguas del río se deslizaban perezosamente por debajo. Al otro lado nos encontramos otra extensa deso­lación de ladrillo y cemento envuelta en un completo silen­cio, roto tan sólo por las pisadas fuertes y acompasadas de un policía o por los gritos y canciones de algún grupillo re­zagado de juerguistas. Una oscura cortina se deslizaba len­tamente a través del cielo, y una o dos estrellas brillaban dé­bilmente entre las rendijas de las nubes. Holmes conducía en silencio, con la cabeza caída sobre el pecho y toda la aparien­cia de encontrarse sumido en sus pensamientos, mientras yo, sentado a su lado, me consumía de curiosidad por saber en qué consistía esta nueva investigación que parecía estar poniendo a prueba sus poderes, a pesar de lo cual no me atrevía a entrometerme en el curso de sus reflexiones. Llevá­bamos recorridas varias millas, y empezábamos a entrar en el cinturón de residencias suburbanas, cuando Holmes se desperezó, se encogió de hombros y encendió su pipa con el aire de un hombre satisfecho por estar haciéndolo lo mejor posible.
—Watson, posee usted el don inapreciable de saber guar­dar silencio —dijo—. Eso le convierte en un compañero de va­lor incalculable. Le aseguro que me viene muy bien tener al­guien con quien hablar, pues mis pensamientos no son demasiado agradables. Me estaba preguntando qué le voy a decir a esta pobre mujer cuando salga esta noche a recibirme a la puerta.
—Olvida usted que no sé nada del asunto.
—Tengo el tiempo justo de contarle los hechos antes de lle­gar a Lee. Parece un caso ridículamente sencillo y, sin em­bargo, no sé por qué, no consigo avanzar nada. Hay mucha madeja, ya lo creo, pero no doy con el extremo del hilo. Bien, Watson, voy a exponerle el caso clara y concisamente, y tal vez usted pueda ver una chispa de luz donde para mí todo son tinieblas.
—Adelante, pues.
—Hace unos años... concretamente, en mayo de mil ocho­cientos ochenta y cuatro, llegó a Lee un caballero llamado Neville St. Clair, que parecía tener dinero en abundancia. Adquirió una gran residencia, arregló los terrenos con muy buen gusto y, en general, vivía a lo grande. Poco a poco, fue haciendo amistades entre el vecindario, y en mil ochocien­tos ochenta y siete se casó con la hija de un cervecero de la zona, con la que tiene ya dos hijos. No trabajaba en nada concreto, pero tenía intereses en varias empresas y venía to­dos los días a Londres por la mañana, regresando por la tar­de en el tren de las cinco catorce desde Cannon Street. El se­ñor St. Clair tiene ahora treinta y siete años de edad, es hombre de costumbres moderadas, buen esposo, padre ca­riñoso, y apreciado por todos los que le conocen. Podríamos añadir que sus deudas actuales, hasta donde hemos podido averiguar, suman un total de ochenta y ocho libras y diez chelines, y que su cuenta en el banco, el Capital & Counties Bank, arroja un saldo favorable de doscientas veinte libras. Por tanto, no hay razón para suponer que sean problemas de dinero los que le atormentan.
»El lunes pasado, el señor Neville St. Clair vino a Londres bastante más temprano que de costumbre, comentando an­tes de salir que tenía que realizar dos importantes gestiones, y que al volver le traería al niño pequeño un juego de cons­trucciones. Ahora bien, por pura casualidad, su esposa reci­bió un telegrama ese mismo lunes, muy poco después de marcharse él, comunicándole que había llegado un paqueti­to muy valioso que ella estaba esperando, y que podía reco­gerlo en las oficinas de la Compañía Naviera Aberdeen. Pues bien, si conoce usted Londres, sabrá que las oficinas de esta compañía están en Fresno Street, que hace esquina con Up­per Swandam Lane, donde me ha encontrado usted esta no­che. La señora St. Clair almorzó, se fue a Londres, hizo algu­nas compras, pasó por la oficina de la compañía, recogió su paquete, y exactamente a las cuatro treinta y cinco iba cami­nando por Swandam Lane camino de la estación. ¿Me sigue hasta ahora?
—Está muy claro.
—Quizá recuerde usted que el lunes hizo muchísimo calor, y la señora St. Clair iba andando despacio, mirando por to­das partes con la esperanza de ver un coche de alquiler, por­que no le gustaba el barrio en el que se encontraba. Mientras bajaba de esta manera por Swandam Lane, oyó de repente un grito o una exclamación y se quedó helada de espanto al ver a su marido mirándola desde la ventana de un segundo piso y, según le pareció a ella, llamándola con gestos. La ven­tana estaba abierta y pudo verle perfectamente la cara, que según ella parecía terriblemente agitada. Le hizo gestos fre­néticos con las manos y después desapareció de la ventana tan repentinamente que a la mujer le pareció que alguna fuerza irresistible había tirado de él por detrás. Un detalle curioso que llamó su femenina atención fue que, aunque lle­vaba puesta una especie de chaqueta oscura, como la que vestía al salir de casa, no tenía cuello ni corbata.
»Convencida de que algo malo le sucedía, bajó corriendo los escalones —pues la casa no era otra que el fumadero de opio en el que usted me ha encontrado— y tras atravesar a toda velocidad la sala delantera, intentó subir por las escaleras que llevan al primer piso. Pero al pie de las escaleras le salió al paso ese granuja de marinero del que le he hablado, que la obligó a retroceder y, con la ayuda de un danés que le sirve de asistente, la echó a la calle a empujones. Presa de los temores y dudas más enloquecedores, corrió calle abajo y, por una rara y afortunada casualidad, se encontró en Fresno Street con varios policías y un inspector que se dirigían a sus puestos de servicio. El inspector y dos hombres la acompa­ñaron de vuelta al fumadero y, a pesar de la pertinaz resis­tencia del propietario, se abrieron paso hasta la habitación en la que St. Clair fue visto por última vez. No había ni ras­tro de él. De hecho, no encontraron a nadie en todo el piso, con excepción de un inválido decrépito de aspecto repug­nante. Tanto él como el propietario juraron insistentemente que en toda la tarde no había entrado nadie en aquella habi­tación. Su negativa era tan firme que el inspector empezó a tener dudas, y casi había llegado a creer que la señora St. Clair había visto visiones cuando ésta se abalanzó con un grito sobre una cajita de madera que había en la mesa y le­vantó la tapa violentamente, dejando caer una cascada de la­drillos de juguete. Era el regalo que él había prometido lle­varle a su hijo.
»Este descubrimiento, y la evidente confusión que de­mostró el inválido, convencieron al inspector de que se tra­taba de un asunto grave. Se registraron minuciosamente las habitaciones, y todos los resultados parecían indicar un cri­men abominable. La habitación delantera estaba amueblada con sencillez como sala de estar, y comunicaba con un pe­queño dormitorio que da a la parte posterior de uno de los muelles. Entre el muelle y el dormitorio hay una estrecha franja que queda en seco durante la marea baja, pero que du­rante la marea alta queda cubierta por metro y medio de agua, por lo menos. La ventana del dormitorio es bastante ancha y se abre desde abajo. Al inspeccionarla, se encontra­ron manchas de sangre en el alféizar, y también en el suelo de madera se veían varias gotas dispersas. Tiradas detrás de una cortina en la habitación delantera, se encontraron todas las ropas del señor Neville St. Clair, a excepción de su cha­queta: sus zapatos, sus calcetines, su sombrero y su reloj... todo estaba allí. No se veían señales de violencia en ninguna de las prendas, ni se encontró ningún otro rastro del señor St. Clair. Al parecer, tenían que haberlo sacado por la venta­na, ya que no se pudo encontrar otra salida, y las ominosas manchas de sangre en la ventana daban pocas esperanzas de que hubiera podido salvarse a nado, porque la marea estaba en su punto más alto en el momento de la tragedia.
»Y ahora, hablemos de los maleantes que parecen directa­mente implicados en el asunto. Sabemos que el marinero es un tipo de pésimos antecedentes, pero, según el relato de la señora St. Clair, se encontraba al pie de la escalera a los po­cos segundos de la desaparición de su marido, por lo que difícilmente puede haber desempeñado más que un papel se­cundario en el crimen. Se defendió alegando absoluta ignorancia, insistiendo en que él no sabía nada de las activi­dades de Hugh Boone, su inquilino, y que no podía explicar de ningún modo la presencia de las ropas del caballero desa­parecido.
»Esto es lo que hay respecto al marinero. Pasemos ahora al siniestro inválido que vive en la segunda planta del fuma­dero de opio y que, sin duda, fue el último ser humano que puso sus ojos en el señor St. Clair. Se llama Hugh Boone, y todo el que va mucho por la City conoce su repugnante cara. Es mendigo profesional, aunque para burlar los reglamentos policiales finge vender cerillas. Puede que se haya fijado us­ted en que, bajando un poco por Threadneedle Street, en la acera izquierda, hay un pequeño recodo en la pared. Allí es donde se instala cada día ese engendro, con las piernas cru­zadas y su pequeño surtido de cerillas en el regazo. Ofrece un espectáculo tan lamentable que provoca una pequeña lluvia de caridad sobre la grasienta gorra de cuero que coloca en la acera delante de él. Más de una vez lo he estado ob­servando, sin tener ni idea de que llegaría a relacionarme profesionalmente con él, y me ha sorprendido lo mucho que recoge en poco tiempo. Tenga en cuenta que su aspecto es tan llamativo que nadie puede pasar a su lado sin fijarse en él. Una mata de cabello anaranjado, un rostro pálido y des­figurado por una horrible cicatriz que, al contraerse, ha re­torcido el borde de su labio superior, una barbilla de bulldog y un par de ojos oscuros y muy penetrantes, que contrastan extraordinariamente con el color de su pelo, todo ello le hace destacar de entre la masa vulgar de pedigüeños: También destaca por su ingenio, pues siempre tiene a mano una res­puesta para cualquier pulla que puedan dirigirle los tran­seúntes. Éste es el hombre que, según acabamos de saber, vive en lo alto del fumadero de opio y fue la última persona que vio al caballero que andamos buscando.
—¡Pero es un inválido! —dije—. ¿Qué podría haber hecho él solo contra un hombre en la flor de la vida?
—Es inválido en el sentido de que cojea al andar; pero en otros aspectos, parece tratarse de un hombre fuerte y bien alimentado. Sin duda, Watson, su experiencia médica le ha­brá enseñado que la debilidad en un miembro se compensa a menudo con una fortaleza excepcional en los demás.
—Por favor, continúe con su relato.
—La señora St. Clair se había desmayado al ver la sangre en la ventana, y la policía la llevó en coche a su casa, ya que su presencia no podía ayudarles en las investigaciones. El inspector Barton, que estaba a cargo del caso, examinó muy detenidamente el local, sin encontrar nada que arrojara al­guna luz sobre el misterio. Se cometió un error al no detener inmediatamente a Boone, ya que así dispuso de unos minu­tos para comunicarse con su compinche el marinero, pero pronto se puso remedio a esta equivocación y Boone fue de­tenido y registrado, sin que se encontrara nada que pudiera incriminarle. Es cierto que había manchas de sangre en la manga derecha de su camisa, pero enseñó su dedo índice, que tenía un corte cerca de la uña, y explicó que la sangre procedía de allí, añadiendo que poco antes había estado aso­mado a la ventana y que las manchas observadas allí proce­dían, sin duda, de la misma fuente. Negó hasta la saciedad haber visto en su vida al señor Neville St. Clair, y juró que la presencia de las ropas en su habitación resultaba tan miste­riosa para él como para la policía. En cuanto a la declaración de la señora St. Clair, que afirmaba haber visto a su marido en la ventana, alegó que estaría loca o lo habría soñado. Se lo llevaron a comisaría entre ruidosas protestas, mientras el inspector se quedaba en la casa, con la esperanza de que la bajamar aportara alguna nueva pista.
Y así fue, aunque lo que encontraron en el fango no era lo que temían encontrar. Lo que apareció al retirarse la marea fue la chaqueta de Neville St. Clair, y no el propio Neville St. Clair. ¿Y qué cree que encontraron en los bolsillos?
—No tengo ni idea.
—No creo que pueda adivinarlo. Todos los bolsillos esta­ban repletos de peniques y medios peniques: en total, cua­trocientos veintiún peniques y doscientos setenta medios peniques. No es de extrañar que la marea no se la llevara. Pero un cuerpo humano es algo muy diferente. Hay un fuer­te remolino entre el muelle y la casa. Parece bastante proba­ble que la chaqueta se quedara allí debido al peso, mientras el cuerpo desnudo era arrastrado hacia el río.
—Pero, según tengo entendido, todas sus demás ropas se encontraron en la habitación. ¿Es que el cadáver iba vestido sólo con la chaqueta?
—No, señor, los datos pueden ser muy engañosos. Supon­ga que este tipo, Boone, ha tirado a Neville St. Clair por la ventana, sin que le haya visto nadie. ¿Qué hace a continua­ción? Por supuesto, pensará inmediatamente en librarse de las ropas delatoras. Coge la chaqueta, y está a punto de tirar­la cuando se le ocurre que flotará en vez de hundirse. Tiene poco tiempo, porque ha oído el alboroto al pie de la escale­ra, cuando la esposa intenta subir, y puede que su compin­che el marinero le haya avisado ya de que la policía viene co­rriendo calle arriba. No hay un instante que perder. Corre hacia algún escondrijo secreto, donde ha ido acumulando los frutos de su mendicidad, y mete en los bolsillos de la cha­queta todas las monedas que puede, para asegurarse de que se hunda. La tira, y habría hecho lo mismo con las demás prendas de no haber oído pasos apresurados en la planta baja, de manera que sólo le queda tiempo para cerrar la ven­tana antes de que la policía aparezca.
—Desde luego, parece factible.
—Bien, lo tomaremos como hipótesis de trabajo, a falta de otra mejor. Como ya le he dicho, detuvieron a Boone y lo lle­varon a comisaría, pero no se le pudo encontrar ningún an­tecedente delictivo. Se sabía desde hacía muchos años que era mendigo profesional, pero parece que llevaba una vida bastante tranquila e inocente. Así están las cosas por el mo­mento, y nos hallamos tan lejos como al principio de la solu­ción de las cuestiones pendientes: qué hacía Neville St. Clair en el fumadero de opio, qué le sucedió allí, dónde está ahora y qué tiene que ver Hugh Boone con su desaparición. Con­fieso que no recuerdo en toda mi experiencia un caso que pareciera tan sencillo a primera vista y que, sin embargo, presentara tantas dificultades.
Mientras Sherlock Holmes iba exponiendo los detalles de esta singular serie de acontecimientos, rodábamos a toda velocidad por las afueras de la gran ciudad, hasta que dejamos atrás las últimas casas desperdigadas y seguimos avanzando con un seto rural a cada lado del camino. Pero cuando terminó, pasábamos entre dos pueblecitos de casas dispersas, en cuyas ventanas aún brillaban unas cuantas luces.
—Estamos a las afueras de Lee —dijo mi compañero—. En esta breve carrera hemos pisado tres condados ingleses, par­tiendo de Middlesex, pasando de refilón por Surrey y termi­nando en Kent. ¿Ve aquella luz entre los árboles? Es Los Ce­dros, y detrás de la lámpara está sentada una mujer cuyos ansiosos oídos han captado ya, sin duda alguna, el ruido de los cascos de nuestro caballo.
—Pero ¿por qué no lleva usted el caso desde Baker Street?
—Porque hay mucho que investigar aquí. La señora St. Clair ha tenido la amabilidad de poner dos habitaciones a mi disposición, y puede usted tener la seguridad de que dará la bienvenida a mi amigo y compañero. Me espanta tener que verla, Watson, sin traer noticias de su marido. En fin, aquí estamos. ¡So, caballo, soo!
Nos habíamos detenido frente a una gran mansión con te­rreno propio. Un mozo de cuadras había corrido a hacerse cargo del caballo y, tras descender del coche, seguí a Holmes por un estrecho y ondulante sendero de grava que llevaba a la casa. Cuando ya estábamos cerca, se abrió la puerta y una mujer menuda y rubia apareció en el marco, vestida con una especie de mousseline-de-soie, con apliques de gasa rosa y esponjosa en el cuello y los puños. Permaneció inmóvil, con su silueta recortada contra la luz, una mano apoyada en la puerta, la otra a medio alzar en un gesto de ansiedad, el cuerpo ligeramente inclinado, adelantando la cabeza y la cara, con ojos impacientes y labios entreabiertos. Era la es­tampa viviente misma de la incertidumbre.
—¿Y bien? —gimió—. ¿Qué hay?
Y entonces, viendo que éramos dos, soltó un grito de es­peranza que se transformó en un gemido al ver que mi com­pañero meneaba la cabeza y se encogía de hombros.
—¿No hay buenas noticias?
—No hay ninguna noticia.
—¿Tampoco malas?
—Tampoco.
—Demos gracias a Dios por eso. Pero entren. Estará usted cansado después de tan larga jornada.
—Le presento a mi amigo el doctor Watson. Su ayuda ha resultado fundamental en varios de mis casos y, por una afortunada casualidad, he podido traérmelo e incorporarlo a esta investigación.
—Encantada de conocerlo —dijo ella, estrechándome calu­rosamente la mano—. Estoy segura que sabrá disculpar las deficiencias que encuentre, teniendo en cuenta la desgracia tan repentina que nos ha ocurrido.
—Querida señora —dije—. Soy un viejo soldado y, aunque no lo fuera, me doy perfecta cuenta de que huelgan las dis­culpas. Me sentiré muy satisfecho si puedo resultar de algu­na ayuda para usted o para mi compañero aquí presente.
—Y ahora, señor Sherlock Holmes —dijo la señora mien­tras entrábamos en un comedor bien iluminado, en cuya mesa estaba servida una comida fría—, me gustaría hacerle un par de preguntas francas, y le ruego que las respuestas sean igualmente francas.
—Desde luego, señora.
—No se preocupe por mis sentimientos. No soy histérica ni propensa a los desmayos. Simplemente, quiero conocer su auténtica opinión.
—¿Sobre qué punto?
—En el fondo de su corazón, ¿cree usted que Neville está vivo?
Sherlock Holmes pareció incómodo ante la pregunta.
—¡Francamente! —repitió ella, de pie sobre la alfombra y mirándolo fijamente desde lo alto, mientras Holmes se re­trepaba en un sillón de mimbre.
—Pues, francamente, señora: no.
—¿Cree usted que ha muerto?
—Sí.
—¿Asesinado?
—No puedo asegurarlo. Es posible.
—¿Y qué día murió?
—El lunes.
—Entonces, señor Holmes, ¿tendría usted la bondad de ex­plicar cómo es posible que haya recibido hoy esta carta suya?
Sherlock Holmes se levantó de un salto, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿Qué? —rugió.
—Sí, hoy mismo —dijo ella, sonriendo y sosteniendo en alto una hojita de papel.
—¿Puedo verla?
—Desde luego.
Se la arrebató impulsivamente y, extendiendo la carta so­bre la mesa, acercó una lámpara y la examinó con deteni­miento. Yo me había levantado de mi silla y miraba por en­cima de su hombro. El sobre era muy ordinario, y traía matasellos de Gravesend y fecha de aquel mismo día, o más bien del día anterior, pues ya era mucho más de mediano­che.
—¡Qué mal escrito! —murmuró Holmes—. No creo que esta sea la letra de su marido, señora.
—No, pero la de la carta sí que lo es.
—Observo, además, que la persona que escribió el sobre tuvo que ir a preguntar la dirección.
—¿Cómo puede saber eso?
—El nombre, como ve, está en tinta perfectamente negra, que se ha secado sola. El resto es de un color grisáceo, que demuestra que se ha utilizado papel secante. Si lo hubieran escrito todo seguido y lo hubieran secado con secante, no habría ninguna letra tan negra. Esta persona ha escrito el nombre y luego ha hecho una pausa antes de escribir la di­rección, lo cual sólo puede significar que no le resultaba fa­miliar. Por supuesto, se trata tan sólo de un detalle trivial, pero no hay nada tan importante como los detalles triviales. Veamos ahora la carta. ¡Ajá! ¡Aquí dentro había algo más!
—Sí, había un anillo. El anillo con su sello.
—¿Y está usted segura de que ésta es la letra de su marido?
—Una de sus letras.
—¿Una?
—Su letra de cuando escribe con prisas. Es muy diferente de su letra habitual, a pesar de lo cual la conozco bien.
—«Querida, no te asustes. Todo saldrá bien. Se ha cometi­do un terrible error, que quizá tarde algún tiempo en rectifi­car. Ten paciencia, Neville.» Escrito a lápiz en la guarda de un libro, formato octavo, sin marca de agua. Echado al co­rreo hoy en Gravesend, por un hombre con el pulgar sucio. ¡Ajá! Y la solapa la ha pegado, si no me equivoco, una perso­na que ha estado mascando tabaco. ¿Y usted no tiene ningu­na duda de que se trata de la letra de su esposo, señora?
—Ninguna. Esto lo escribió Neville.
—Y lo han echado al correo hoy en Gravesend. Bien, seño­ra St. Clair, las nubes se despejan, aunque no me atrevería a decir que ha pasado el peligro.
—Pero tiene que estar vivo, señor Holmes.
—A menos que se trate de una hábil falsificación para po­nernos sobre una pista falsa. Al fin y al cabo, el anillo no de­muestra nada. Se lo pueden haber quitado.
—¡No, no, es su letra, lo es, lo es, lo es!
—Muy bien. Sin embargo, puede haberse escrito el lunes y no haberse echado al correo hasta hoy.
—Eso es posible.
—De ser así, han podido ocurrir muchas cosas entre tanto.
—Ay, no me desanime usted, señor Holmes. Estoy segura de que se encuentra bien. Existe entre nosotros una comu­nicación tan intensa que si le hubiera pasado algo malo, yo lo sabría. El mismo día en que le vi por última vez, se cortó en el dormitorio, y yo, que estaba en el comedor, subí co­rriendo al instante, con la plena seguridad de que algo ha­bía ocurrido. ¿Cree usted que puedo responder a semejante trivialidad y, sin embargo, no darme cuenta de que ha muerto?
—He visto demasiado como para no saber que la intuición de una mujer puede resultar más útil que las conclusiones de un razonador analítico. Y, desde luego, en esta carta tiene usted una prueba bien palpable que corrobora su punto de vista. Pero si su marido está vivo y puede escribirle cartas, ¿por qué no se pone en contacto con usted?
—No tengo ni idea. Es incomprensible.
—¿No comentó nada el lunes antes de marcharse?
—No.
—Y a usted le sorprendió verlo en Swandan Lane.
—Mucho.
—¿Estaba abierta la ventana?
—Sí.
—Entonces, él podía haberla llamado.
—Podía, sí.
—Pero, según tengo entendido, sólo lanzó un grito inarti­culado.
—En efecto.
—Que a usted le pareció una llamada de auxilio.
—Sí, porque agitaba las manos.
—Pero podría haberse tratado de un grito de sorpresa. El asombro, al verla de pronto a usted, podría haberle hecho le­vantar las manos.
—Es posible.
—Y a usted le pareció que tiraban de él desde atrás.
—Como desapareció tan bruscamente...
—Pudo haber saltado hacia atrás. Usted no vio a nadie más en la habitación.
—No, pero aquel hombre confesó que había estado allí, y el marinero se encontraba al pie de la escalera.
—En efecto. Su esposo, por lo que usted pudo ver, ¿llevaba puestas sus ropas habituales?
—Pero sin cuello. Vi perfectamente su cuello desnudo.
—¿Había mencionado alguna vez Swandam Lane?
—Nunca.
—¿Alguna vez dio señales de haber tomado opio?
—Nunca.
—Gracias, señora St. Clair. Estos son los principales deta­lles que quería tener absolutamente claros. Ahora comere­mos un poco y después nos retiraremos, pues mañana es po­sible que tengamos una jornada muy atareada.
Teníamos a nuestra disposición una habitación amplia y confortable, con dos camas, y no tardé en meterme entre las sábanas, pues me encontraba fatigado por la noche de aven­turas. Sin embargo, Sherlock Holmes era un hombre que cuando tenía en la cabeza un problema sin resolver, podía pasar días, y hasta una semana, sin dormir, dándole vueltas, reordenando los datos, considerándolos desde todos los puntos de vista, hasta que lograba resolverlo o se convencía de que los datos eran insuficientes. Pronto me resultó evi­dente que se estaba preparando para pasar la noche en vela. Se quitó la chaqueta y el chaleco, se puso una amplia bata azul y empezó a vagar por la habitación, recogiendo almo­hadas de la cama y cojines del sofá y las butacas. Con ellos construyó una especie de diván oriental, en el que se instaló con las piernas cruzadas, colocando delante de él una onza de tabaco fuerte y una caja de cerillas. Pude verlo allí sentado a la luz mortecina de la lámpara, con una vieja pipa de brezo entre los labios, los ojos ausentes, fijos en un ángulo del te­cho, desprendiendo volutas de humo azulado, callado, in­móvil, con la luz cayendo sobre sus marcadas y aguileñas facciones. Así se encontraba cuando me fui a dormir, y así continuaba cuando una súbita exclamación suya me desper­tó, y vi que la luz del sol ya entraba en el cuarto. La pipa se­guía entre sus labios, el humo seguía elevándose en volutas, y una espesa niebla de tabaco llenaba la habitación, pero no quedaba nada del paquete de tabaco que yo había visto la noche anterior.
—¿Está despierto, Watson? —preguntó.
—Sí.
—¿Listo para una excursión matutina?
—Desde luego.
—Entonces, vístase. Aún no se ha levantado nadie, pero sé dónde duerme el mozo de cuadras, y pronto tendremos pre­parado el coche.
Al hablar, se reía para sus adentros, le centelleaban los ojos y parecía un hombre diferente del sombrío pensador de la noche anterior.
Mientras me vestía, eché un vistazo al reloj. No era de ex­trañar que nadie se hubiera levantado aún. Eran las cuatro y veinticinco. Apenas había terminado cuando Holmes re­gresó para anunciar que el mozo estaba enganchando el ca­ballo.
—Quiero poner a prueba una pequeña hipótesis mía —dijo, mientras se ponía las botas—. Creo, Watson, que tiene usted delante a uno de los más completos idiotas de toda Europa. Merezco que me lleven a patadas desde aquí a Charing Cross. Pero me parece que ya tengo la clave del asunto.
—¿Y dónde está? —pregunté, sonriendo.
—En el cuarto de baño —respondió—. No, no estoy bromean­do —continuó, al ver mi gesto de incredulidad—. Acabo de es­tar allí, la he cogido y la tengo dentro de esta maleta Glads­tone
[1]. Venga, compañero, y veremos si encaja o no en la cerradura.
Bajamos lo más rápidamente posible y salimos al sol de la mañana. El coche y el caballo ya estaban en la carretera, con el mozo de cuadras a medio vestir aguardando delante. Su­bimos al vehículo y salimos disparados por la carretera de Londres. Rodaban por ella algunos carros que llevaban ver­duras a la capital, pero las hileras de casas de los lados esta­ban tan silenciosas e inertes como una ciudad de ensueño.
—En ciertos aspectos, ha sido un caso muy curioso —dijo Holmes, azuzando al caballo para ponerlo al galope—. Con­fieso que he estado más ciego que un topo, pero más vale aprender tarde que no aprender nunca.
En la ciudad, los más madrugadores apenas empezaban a asomarse medio dormidos a la ventana cuando nosotros penetramos por las calles del lado de Surrey. Bajamos por Wa­terloo Bridge Road, cruzamos el río y subimos a toda veloci­dad por Wellington Street, para allí torcer bruscamente a la derecha y llegar a Bow Street. Sherlock Holmes era bien co­nocido por el cuerpo de policía, y los dos agentes de la puer­ta le saludaron. Uno de ellos sujetó las riendas del caballo, mientras el otro nos hacía entrar.
—¿Quién está de guardia? —preguntó Holmes.
—El inspector Bradstreet, señor.
—Ah, Bradstreet, ¿cómo está usted? —un hombre alto y corpulento había surgido por el corredor embaldosado, con una gorra de visera y chaqueta con alamares—. Me gustaría hablar unas palabras con usted, Bradstreet.
—Desde luego, señor Holmes. Pase a mi despacho.
Era un despachito pequeño, con un libro enorme encima de la mesa y un teléfono de pared. El inspector se sentó ante el escritorio.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Holmes?
—Se trata de ese mendigo, el que está acusado de partici­par en la desaparición del señor Neville St. Clair, de Lee.
—Sí. Está detenido mientras prosiguen las investigaciones.
—Eso he oído. ¿Lo tienen aquí?
—En los calabozos.
—¿Está tranquilo?
—No causa problemas. Pero cuidado que es granuja cochino.
—¿Cochino?
—Sí, lo más que hemos conseguido es que se lave las ma­nos, pero la cara la tiene tan negra como un fogonero. En fin, en cuanto se decida su caso tendrá que bañarse periódica­mente en la cárcel, y si usted lo viera, creo que estaría de acuerdo conmigo en que lo necesita.
—Me gustaría muchísimo verlo.
—¿De veras? Pues eso es fácil. Venga por aquí. Puede dejar la maleta.
—No, prefiero llevarla.
—Como quiera. Vengan por aquí, por favor —nos guió por un pasillo, abrió una puerta con barrotes, bajó una escalera de caracol, y nos introdujo en una galería encalada con una hilera de puertas a cada lado.
—La tercera de la derecha es la suya —dijo el inspector—. ¡Aquí está! —abrió sin hacer ruido un ventanuco en la parte superior de la puerta y miró al interior—. Está dormido —dijo—. Podrán verle perfectamente.
Los dos aplicamos nuestros ojos a la rejilla. El detenido estaba tumbado con el rostro vuelto hacia nosotros, sumido en un profundo sueño, respirando lenta y ruidosamente. Era un hombre de estatura mediana, vestido toscamente, como correspondía a su oficio, con una camisa de colores que aso­maba por los rotos de su andrajosa chaqueta. Tal como el inspector había dicho, estaba sucísimo, pero la porquería que cubría su rostro no lograba ocultar su repulsiva fealdad. El ancho costurón de una vieja cicatriz le recorría la cara desde el ojo a la barbilla, y al contraerse había tirado del la­bio superior dejando al descubierto tres dientes en una per­petua mueca. Unas greñas de cabello rojo muy vivo le caían sobre los ojos y la frente.
—Una preciosidad, ¿no les parece? —dijo el inspector.
—Desde luego, necesita un lavado —contestó Holmes—. Se me ocurrió que podría necesitarlo y me tomé la libertad de traer el instrumental necesario —mientras hablaba, abrió la maleta Gladstone y, ante mi asombro, sacó de ella una enor­me esponja de baño.
—¡Ja, ja! Es usted un tipo divertido —rió el inspector.
—Ahora, si tiene usted la inmensa bondad de abrir con mucho cuidado esta puerta, no tardaremos en hacerle adop­tar un aspecto mucho más respetable.
—Caramba, ¿por qué no? —dijo el inspector—. Es un des­crédito para los calabozos de Bow Street, ¿no les parece?
Introdujo la llave en la cerradura y todos entramos sin ha­cer ruido en la celda. El durmiente se dio media vuelta y volvió a hundirse en un profundo sueño. Holmes se inclinó ha­cia el jarro de agua, mojó su esponja y la frotó con fuerza dos veces sobre el rostro del preso.
—Permítame que les presente —exclamó— al señor Neville St. Clair, de Lee, condado de Kent.
Jamás en mi vida he presenciado un espectáculo semejan­te. El rostro del hombre se desprendió bajo la esponja como la corteza de un árbol. Desapareció su repugnante color parduzco. Desapareció también la horrible cicatriz que lo cru­zaba, y lo mismo el labio retorcido que formaba aquella mueca repulsiva. Los desgreñados pelos rojos se despren­dieron de un tirón, y ante nosotros quedó, sentado en el ca­mastro, un hombre pálido, de expresión triste y aspecto refi­nado, pelo negro y piel suave, frotándose los ojos y mirando a su alrededor con asombro soñoliento. De pronto, dándose cuenta de que le habían descubierto, lanzó un alarido y se dejó caer, hundiendo el rostro en la almohada.
—¡Por todos los santos! —exclamó el inspector—. ¡Pero si es el desaparecido! ¡Lo reconozco por las fotografías!
El preso se volvió con el aire indiferente de quien se aban­dona en manos del destino.
—De acuerdo —dijo—. Y ahora, por favor, ¿de qué se me acusa?
—De la desaparición del señor Neville St... ¡Oh, vamos, no se le puede acusar de eso, a menos que lo presente como un intento de suicidio! —dijo el inspector, sonriendo—. Ca­ramba, llevo veintisiete años en el cuerpo, pero esto se lleva la palma.
—Si yo soy Neville St. Clair, resulta evidente que no se ha cometido ningún delito y, por lo tanto, mi detención aquí es ilegal.
—No se ha cometido delito alguno, pero sí un tremen­do error —dijo Holmes—. Más le habría valido confiar en su mujer.
—No era por ella, era por los niños —gimió el detenido—. ¡Dios mío, no quería que se avergonzaran de su padre! ¡Dios santo, qué vergüenza! ¿Qué voy a hacer ahora?
Sherlock Holmes se sentó junto a él en la litera y le dio unas palmaditas en el hombro.
—Si deja usted que los tribunales esclarezcan el caso —dijo—, es evidente que no podrá evitar la publicidad. Por otra parte, si puede convencer a las autoridades policiales de que no hay motivos para proceder contra usted, no veo ra­zón para que los detalles de lo ocurrido lleguen a los perió­dicos. Estoy seguro de que el inspector Bradstreet tomará nota de todo lo que quiera usted declarar para ponerlo en conocimiento de las autoridades competentes. En tal caso, el asunto no tiene por qué llegar a los tribunales.
—¡Que Dios le bendiga! —exclamó el preso con fervor—. Habría soportado la cárcel, e incluso la ejecución, antes que permitir que mi miserable secreto cayera como un baldón sobre mis hijos.
»Son ustedes los primeros que escuchan mi historia. Mi padre era maestro de escuela en Chesterfield, donde recibí una excelente educación. De joven viajé por el mundo, tra­bajé en el teatro y por último me hice reportero en un perió­dico vespertino de Londres. Un día, el director quería que se hiciera una serie de artículos sobre la mendicidad en la capi­tal, y yo me ofrecí voluntario para hacerlo. Éste fue el punto de partida de mis aventuras. La única manera de obtener da­tos para mis artículos era practicando como mendigo afi­cionado. Naturalmente, cuando trabajé como actor había aprendido todos los trucos del maquillaje, y tenía fama en los camerinos por mi habilidad en la materia. Así que decidí sacar partido de mis conocimientos. Me pinté la cara y, para ofrecer un aspecto lo más penoso posible, me hice una bue­na cicatriz y me retorcí un lado del labio con ayuda de una tira de esparadrapo color carne. Y después, con una peluca roja y vestido adecuadamente, ocupé mi puesto en la zona más concurrida de la City, aparentando vender cerillas, pero en realidad pidiendo. Desempeñé mi papel durante siete ho­ras y cuando volví a casa por la noche descubrí, con gran sorpresa, que había recogido nada menos que veintiséis che­lines y cuatro peniques.
»Escribí mis artículos y no volví a pensar en el asunto has­ta que, algún tiempo después, avalé una letra de un amigo y de pronto me encontré con una orden de pago por valor de veinticinco libras. Me volví loco intentando reunir el dinero y de repente se me ocurrió una idea. Solicité al acreedor una prórroga de quince días, pedí vacaciones a mis jefes y me de­diqué a pedir limosna en la City, disfrazado. En diez días ha­bía reunido el dinero y pagado la deuda.
»Pues bien, se imaginarán lo difícil que me resultó some­terme de nuevo a un trabajo fatigoso por dos libras a la se­mana, sabiendo que podía ganar esa cantidad en un día con sólo pintarme la cara, dejar la gorra en el suelo y esperar sen­tado. Hubo una larga lucha entre mi orgullo y el dinero, pero al final ganó el dinero, dejé el periodismo y me fui a sentar, un día tras otro, en el mismo rincón del principio, inspiran­do lástima con mi espantosa cara y llenándome los bolsillos de monedas. Sólo un hombre conocía mi secreto: el propie­tario de un tugurio de Swandam Lane donde tenía alquilada una habitación. De allí salía cada mañana como un mendi­go mugriento, y por la tarde me transformaba en un caballe­ro elegante, vestido a la última. Este individuo, un antiguo marinero, recibía una magnífica paga por sus habitaciones, y yo sabía que mi secreto estaba seguro en sus manos.
»Muy pronto me encontré con que estaba ahorrando su­mas considerables de dinero. No pretendo decir que cual­quier mendigo que ande por las calles de Londres pueda ga­nar setecientas libras al año —que es menos de lo que yo ganaba por término medio—, pero yo contaba con impor­tantes ventajas en mi habilidad para la caracterización y también en mi facilidad para las réplicas ingeniosas, que fui perfeccionando con la práctica hasta convertirme en un per­sonaje bastante conocido en la City. Todos los días caía sobre mí una lluvia de peniques, con alguna que otra moneda de plata intercalada, y muy mal se me tenía que dar para no sa­car por lo menos dos libras.
»A medida que me iba haciendo rico, me fui volviendo más ambicioso: adquirí una casa en el campo y me casé, sin que nadie llegara a sospechar a qué me dedicaba en realidad. Mi querida esposa sabía que tenía algún negocio en la City. Poco se imaginaba en qué consistía.
»El lunes pasado, había terminado mi jornada y me esta­ba vistiendo en mi habitación, encima del fumadero de opio, cuando me asomé a la ventana y vi, con gran sorpresa y cons­ternación, a mi esposa parada en mitad de la calle, con los ojos clavados en mí. Solté un grito de sorpresa, levanté los brazos para taparme la cara y corrí en busca de mi confiden­te, el marinero, instándole a que no permitiese a nadie subir a donde yo estaba. Oí la voz de mi mujer en la planta baja, pero sabía que no la dejarían subir. Rápidamente me quité mis ropas, me puse las de mendigo y me apliqué el maquilla­je y la peluca. Ni siquiera los ojos de una esposa podrían pe­netrar un disfraz tan perfecto. Pero entonces se me ocurrió que podrían registrar la habitación y las ropas me delatarían. Abrí la ventana con tal violencia que se me volvió a abrir un corte que me había hecho por la mañana en mi casa. Cogí la chaqueta con todas las monedas que acababa de transferir de la bolsa de cuero en la que guardaba mis ganancias. La tiré por la ventana y desapareció en las aguas del Támesis. Ha­bría hecho lo mismo con las demás prendas, pero en aquel momento llegaron los policías corriendo por la escalera y a los pocos minutos descubrí, debo confesar que con gran ali­vio por mi parte, que en lugar de identificarme como el señor Neville St. Clair, se me detenía por su asesinato.
»Creo que no queda nada por explicar. Estaba decidido a mantener mi disfraz todo el tiempo que me fuera posible, y de ahí mi insistencia en no lavarme la cara. Sabiendo que mi esposa estaría terriblemente preocupada, me quité el anillo y se lo pasé al marinero en un momento en que ningún policía me miraba, junto con una notita apresurada, diciéndole que no debía temer nada.
—La nota no llegó a sus manos hasta ayer —dijo Holmes.
—¡Santo Dios! ¡Qué semana debe de haber pasado!
—La policía ha estado vigilando a ese marinero —dijo el inspector Bradstreet—, y no me extraña que le haya resulta­do difícil echar la carta sin que le vieran. Probablemente, se la entregaría a algún marinero cliente de su casa, que no se acordó del encargo en varios días.
—Así debió de ser, no me cabe duda —dijo Holmes, asin­tiendo—. Pero ¿nunca le han detenido por pedir limosna?
—Muchas veces; pero ¿qué significaba para mí una multa?
—Sin embargo, esto tiene que terminar aquí —dijo Brads­treet—. Si quiere que la policía eche tierra al asunto, Hugh Boone debe dejar de existir.

—Lo he jurado con el más solemne de los juramentos que puede hacer un hombre.
—En tal caso, creo que es probable que el asunto no siga adelante. Pero si volvemos a toparnos con usted, todo saldrá a relucir. Verdaderamente, señor Holmes, estamos en deuda con usted por haber esclarecido el caso. Me gustaría saber cómo obtiene esos resultados.
—Éste lo obtuve —dijo mi amigo— sentándome sobre cinco almohadas y consumiendo una onza de tabaco. Creo, Wat­son, que, si nos ponemos en marcha hacia Baker Street, lle­garemos a tiempo para el desayuno.

F I N

[1] Maleta de dos compartimientos bautizada con el nombre de un político inglés.

ARTHUR CONAN DOYLE - EL HIDALGO DE REIGATE


ARTHUR CONAN DOYLE
-
EL HIDALGO DE REIGATE
-
«Jamás he visto una confesión de culpabilidad tan manifiesta en un rostro humano.» Watson Pasó algún tiempo antes de que la salud de mi amigo, el señor Sherlock Holmes, se repusiera de la tensión nerviosa ocasionada por su inmensa actividad durante la primavera de 1887. Tanto el asunto de la Netherland-Sumatra Company como las colosales jugadas del barón Maupertins son hechos todavía demasiados frescos en la mente del público y demasiado íntimamente ligados con la política y las finanzas, para ser temas adecuados en esta serie de esbozos. No obstante, por un camino indirecto conducen a un problema tan singular como complejo, que dio a mi amigo una oportunidad para demostrar el valor de un arma nueva entre las muchas con las que libraba su prolongada batalla contra el crimen. Al consultar mis notas, veo que fue el 14 de abril cuando recibí un telegrama desde Lyon, en el que se me informaba de que Holmes estaba enfermo en el hotel Dulong. Veinticuatro horas más tarde, entraba en el cuarto del paciente y me sentía aliviado al constatar que nada especialmente alarmante había en sus sintomas. Sin embargo, su férrea constitución se habla resentido bajo las tensiones de una investigación que había durado más de dos meses, un periodo durante el cual nunca había trabajado menos de quince horas diarias, y más de una vez, como él mismo me aseguro, habia realizado su tarea a lo largo de cinco días sin interrupción. El resultado victorioso de sus desvelos no pudo salvarle de una reacción después de tan tremenda prueba, y, en unos momentos en que su nombre resonaba en toda Europa y en el suelo de su habitación se apilaban literalmente los telegramas de felicitación, lo encontré sumido en la más negra depresión. Ni siquiera el hecho de saber que había triunfado allí donde había fracasado la policía de tres países, y que había derrotado en todos los aspectos al estafador más consumado de Europa, bastaban para sacarle de su postración nerviosa. Tres días más tarde nos encontrábamos de nuevo los dos en Baker Street, pero era evidente que a mi amigo habla de sentarle muy bien un cambio de aires, y también a mí me resultaba más que atractivo pensar en una semana de primavera en el campo. Mi viejo amigo, el coronel Hayter, que en Afganistán se había sometido a mis cuidados profesionales, había adquirido una casa cerca de Reigate, en Surrey, y con frecuencia me había pedido que fuese a hacerle una visita. La última vez hizo la observación de que, si mi amigo deseaba venir conmigo, le daría una satisfacción ofrecerle también su hospitalidad. Se necesitó un poco de diplomacia, pero cuando Holmes se enteró de que se trataba del hogar de un soltero y supo que a él se le permitiría plena libertad, aceptó mis planes y, una semana después de regresar de Lyon, nos hallábamos bajo el techo del coronel. Hayter era un espléndido viejo soldado que había visto gran parte del mundo y, tal como yo ya me había figurado, pronto descubrió que él y Holmes tenían mucho en comun. La noche de nuestra llegada, nos instalamos en la armería del coronel después de cenar, Holmes echado en el sofá, mientras Hayter y yo examinábamos su pequeño arsenal de armas de fuego. –A propósito –dijo el coronel–, creo que voy a llevarme arriba una de estas pistolas, por si acaso se produce una alarma. –¿Una alarma? –repetí. –Si, últimamente tuvimos un susto en estas cercanías. El viejo Acton, que es uno de nuestros magnates rurales, sufrió en su casa un robo con allanamiento y fractura el lunes pasado. No hubo grandes daños, pero los autores continúan en libertad. –¿Ninguna pista? –inquirió Holmes, fija la mirada en el coronel. –Todavía ninguna. Pero el asunto es ínfimo, uno de los pequeños delitos de nuestro mundo rural, y forzosamente ha de parecer demasiado pequeño para que usted le preste atención, señor Holmes, después de ese gran escándalo internacional. Holmes desechó con un gesto el cumplido, pero su sonrisa denotó que no le habla desagradado. –¿Hubo algún detalle interesante? –Yo diría que no. Los ladrones saquearon la biblioteca y poca cosa les aportaron sus esfuerzos. Todo el lugar fue puesto patas arriba, con los cajones abiertos y los armarios revueltos y, como resultado, habla desaparecido un volumen valioso del Homer de Pope, dos candelabros plateados, un pisapapeles de marfil, un pequeño barómetro de madera de roble y un ovillo de bramante. –¡Qué surtido tan interesante! –exclamé. –Es evidente que aquellos individuos echaron mano a lo que pudieron. Holmes lanzó un gruñido desde el sofá. –La policía del condado debería sacar algo en claro de todo esto –dijo–. Pero sí resulta evidente que... –Está usted aquí para descansar, mi querido amigo. Por lo que más quiera, no se meta en un nuevo problema cuando tiene todo el sistema nervioso hecho trizas. Holmes se encogió de hombros con una mueca de cómica resignación dirigida al coronel, y la conversación derivó hacia canales menos peligrosos. Deseaba el destino, sin embargo, que toda mi cautela profesional resultara inútil, pues, a la mañana siguiente, el problema se nos impuso de tal modo que fue imposible ignorarlo, y nuestra estancia en la campiña adquirió un cariz que ninguno de nosotros hubiese podido prever. Estábamos desayunando cuando el mayordomo del coronel entró precipitadamente, perdida toda su habitual compostura. –¿Se ha enterado de la noticia, señor? –jadeó–. ¡En la finca Cunningham, señor! –¡Un robo! –gritó el coronel, con su taza de café a medio camino de la boca. –¡No, señor! ¡Un asesinato! El coronel lanzó un silbido. –¡Por Júpiter! –exclamó–. ¿A quién han matado, pues? ¿Al juez de paz o a su hijo? –A ninguno de los dos, señor. A William, el cochero. Un balazo en el corazón, señor, y ya no pronunció palabra. – ¿Y quién disparó contra él, pues? –El ladrón, señor. Huyó rápido como el rayo y desapareció. Acababa de entrar por la ventana de la despensa, cuando William se abalanzó sobre él y perdió la vida, defendiendo la propiedad de su señor. –¿Qué hora es? –Alrededor de la medianoche, señor. –Bien, entonces iremos allí en seguida –dijo el coronel, dedicando de nuevo su atención friamente al desayuno–. Es un asunto bastante feo –añadió cuando el mayordomo se hubo retirado–. El viejo Cunningham es aquí el número uno entre la hidalguía rural y un sujeto de lo más decente. Esto le causará un serio disgusto, pues este hombre llevaba años a su servicio y era un buen sirviente. Es evidente que se trata de los mismos villanos que entraron en casa de Acton. –¿Los que robaron aquella colección tan singular? –Observó Holmes pensativo. –Precisamente. –¡Hum! Puede revelarse como el asunto más sencillo del mundo, pero de todos modos, a primera vista, resulta un tanto curioso, ¿no creen? De una pandilla de amigos de lo ajeno que actúan en la campiña cabria esperar que variasen el escenario de sus operaciones, en vez de allanar dos viviendas en el mismo distrito y en el plazo de pocos días. Cuando esta noche ha hablado usted de tomar precauciones, recuerdo que ha pasado por mi cabeza el pensamiento de que ésta era, probablemente, la última parroquia de Inglaterra a la que el ladrón o ladrones dedicarían su atención, lo cual demuestra que todavía tengo mucho que aprender. –Supongo que se trata de algún delincuente local –dijo el coronel–. Y en este caso, desde luego, las mansiones de Acton y Cunningham son precisamente los lugares a los que se dedicaría, puesto que son con mucho las más grandes de aquí. –¿ Y las más ricas? –Deberían serlo, pero durante años han mantenido un pleito judicial que, según creo, ha de haberles chupado la sangre a ambas. El anciano Acton reivindica la mitad de la finca de Cunningham, y los abogados han intervenido de lo lindo. –Si se trata de un delincuente local, no sería muy difícil echarle el guante –dijo Holmes con un bostezo–. Está bien, Watson, no tengo la intención de entrometerme. –El inspector Forrester, señor –anunció el mayordomo, abriendo la puerta. El oficial de policía, un joven apuesto y de rostro inteligente, entró en la habitación. –Buenos días, coronel –dijo–. Espero no cometer una intrusión, pero hemos oído que el señor Holmes, de Baker Street, se encuentra aquí. El coronel movió la mano hacia mi amigo, y el inspector se inclinó. –Pensamos que tal vez le interesara intervenir, señor Holmes. –El hado está contra usted, Watson –dijo éste, riéndose–. Hablábamos de esta cuestión cuando usted ha entrado, inspector. Acaso pueda darnos a conocer algunos detalles. Cuando Holmes se repantigó en su sillón con aquella actitud ya familiar, supe que la situación no admitía esperanza. –En el caso Acton no teníamos ninguna pista, pero aquí las tenemos en abundancia; no cabe duda de que se trata del mismo responsable en cada ocasión. El hombre ha sido visto. -Si, señor. Pero huyó rápido como un ciervo después de disparar el tiro que mató al pobre William Kirwan. El señor Cunningham lo vio desde la ventana del dormitorio, y el señor Alec Cunningham desde el pasillo posterior. Eran las doce menos cuarto cuando se dio la alarma. El señor Cunningham acababa de acostarse y el joven Alec, ya en bata, fumaba en pipa. Ambos oyeron a William, el cochero, gritar pidiendo auxilio, y el joven Alec fue corriendo a ver qué ocurría. La puerta de detrás estaba abierta y, al llegar al pie de la escalera, vio que dos hombres forcejeaban afuera. Uno de ellos hizo un disparo, el otro cayó, y el asesino huyó corriendo a través del jardín y saltando el seto. El señor Cunningham, que miraba desde la ventana de su habitación, vio al hombre cuando llegaba a la carretera, pero en seguida lo perdió de vista. El joven Alec se detuvo para ver si podía ayudar al moribundo, lo que aprovechó el villano para escapar. Aparte el hecho de que era hombre de mediana estatura y vestía ropas oscuras, no tenemos señas personales, pero estamos investigando a fondo y si es un forastero pronto daremos con él. – ¿ Y qué hacia allí ese William? ¿Dijo algo antes de morir? –Ni una palabra. Vivía en la casa del guarda con su madre, y puesto que era un muchacho muy fiel, suponemos que fue a la casa con la intención de comprobar que no hubiera novedad en ella. Desde luego, el asunto de Acton había puesto a todos en guardia. El ladrón debía de haber acabado de abrir la puerta, cuya cerradura forzó, cuando William lo sorprendió. –¿Dijo William algo a su madre antes de salir? –Es muy vieja y está muy sorda. De ella no podremos conseguir ninguna información. La impresión la ha dejado como atontada, pero tengo entendido quenunca tuvo una mente muy despejada. Sin embargo, hay una circunstancia muy importante. ¡Fíjense en esto! Extrajo un pequeño fragmento de papel de una l-breta de notas y lo alisó sobre su rodilla. –Esto lo hallamos entre el pulgar y el índice del muerto. Parece ser un fragmento arrancado de una hoja más grande. Observarán que la hora mencionada en él es precisamente la misma en la que el pobre hombre encontró la muerte. Observen que su asesino pudo haberle quitado el resto de la hoja o que él pudo haberle arrebatado este fragmento al asesino. Tiene todo el aspecto de haber sido una cita. Holmes tomó el trozo de papel, un facsímil del cual se incluye aquí: –Y suponiendo que se trate de una cita - continuo el inspector–, es, desde luego, una teoría concebible la de que ese William Kirwan, aunque tuviera la reputación de ser un hombre honrado, pudiera haber estado asociado con el ladrón. Pudo haberse encontrado con él aquí, incluso haberlo ayudado a forzar la puerta, y cabe que entonces se iniciara una pelea entre los dos. –Este escrito presenta un interés extraordinario –dijo Holmes, que lo había estado examinando con una intensa concentración–. Se trata de aguas más profundas de lo que yo me había figurado. Y ocultó la cabeza entre las manos, mientras el inspector sonreía al ver el efecto que su caso había tenido en el famoso especialista londinense. –Su última observación –dijo Holmes al cabo de un rato– acerca de la posibilidad de que existiera un entendimiento entre el ladrón y el criado, y de que esto fuera una cita escrita por uno al otro, es una suposición ingeniosa y no del todo imposible. Pero este escrito abre... De nuevo hundió la cara entre las manos y por unos minutos permaneció sumido en los más profundos pensamientos. Cuando alzó el rostro, quedé sorprendido al ver que el color teñía sus mejillas y que sus ojos brillaban tanto como antes de caer enfermo. Se levantó de un brinco con toda su anterior energía. –¡Voy a decirle una cosa! –anunció–. Me gustaría echar un breve y discreto vistazo a los detalles de este caso. Hay algo en él que me fascina poderosamente. Si me lo permite, coronel, dejaré a mi amigo Watson con usted y yo daré una vuelta con el inspector para comprobar la veracidad de un par de pequeñas fantasías mías. Volveré a estar con ustedes dentro de media hora. Pasó una hora y media antes de que el inspector regresara y solo. –El señor Holmes recorre de un lado a otro el campo –explicó–. Quiere que los cuatro vayamos juntos a la casa. –¿A la del señor Cunningham? –Sí, señor. –¿Con qué objeto? El inspector se encogió de hombros. –No lo sé exactamente, señor. Entre nosotros, creo que el señor Holmes todavía no se ha repuesto totalmente de su dolencia. Se ha comportado de un modo muy extraño y está muy excitado. –No creo que esto sea motivo de alarma –dije–. Generalmente, he podido constatar que hay método en su excentricidad. –Otros dirían que hay excentricidad en su método–murmuró el inspector–. Pero arde en deseos de comenzar, coronel, por lo que considero conveniente salir, si están ustedes dispuestos. Encontramos a Holmes recorriendo el campo de un extremo a otro, hundida la barbilla en el pecho y con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. –Aumenta el interés del asunto –dijo–. Watson, su excursión al campo ha sido un éxito evidente. He pasado una mañana encantadora. –¿Debo entender que ha visitado el escenario del crimen? –preguntó el coronel. –Sí, el inspector y yo hemos efectuado un pequeno reconocimiento. –¿Con éxito? –Hemos visto algunas cosas muy interesantes. Le contaré lo que hemos hecho mientras caminamos. En primer lugar, hemos visto el cadáver de aquel desdichado. Desde luego, murió herido por una bala de re-ólver, tal como se ha informado. –¿Acaso dudaba de ello? –Es que siempre conviene someterlo todo a prueba. Nuestra inspección no ha sido tiempo perdido. Hemos celebrado después una entrevista con el señor Cunningham y su hijo, que nos han podido enseñar el lugar exacto en el que el asesino franqueó el seto de jardín en su huida. Esto ha revestido el mayor interés. –Naturalmente. –Después hemos visto a la madre del pobre hombre. Sin embargo, no hemos obtenido ninguna información de ella, ya que es una mujer muy vieja y débil. –¿Y cuál es el resultado de sus investigaciones? –La convicción de que el crimen ha sido muy peculiar. Es posible que nuestra visita de ahora contribuya a disipar parte de su oscuridad. Pienso que ahora estamos de acuerdo, inspector, en que el fragmento de papel en la mano del difunto, por el hecho de llevar escrita la hora exacta de su muerte, tiene una extrema importancia. –Debería constituir una pista, señor Holmes. –Es que constituye una pista. Quienquiera que escribiese esa nota fue el hombre que sacó a William Kirwan de su cama a esa hora. Pero ¿dónde está el resto del papel? –Examiné el suelo minuciosamente, con la esperanza de encontrarlo –dijo el inspector. –Fue arrancado de la mano del difunto. ¿Por qué alguien ansiaba tanto apoderarse de él? Porque le incriminaba. ¿Y qué hizo con él? Con toda probabilidad, metérselo en el bolsillo, sin advertir que una esquina del mismo había quedado entre los dedos del muerto. Si pudiéramos conseguir el resto de esta cuartilla, no cabe duda de que avanzaríamos muchísimo en la solución del misterio. –Sí, pero ¿cómo llegar al bolsillo del criminal antes de capturarlo? –Bien, éste es un punto que merece reflexión, pero hay otro que resulta evidente. La nota le fue enviada a William. El hombre que la escribió no pudo haberla llevado, pues en este caso, como es natural, hubiera dado oralmente su mensaje. ¿Quién llevó la nota, pues? ¿O acaso llegó por correo? –He hecho indagaciones –dijo el inspector–. Ayer, William recibió una carta en el correo de la tarde. El sobre fue destruido por él. –¡Excelente! –exclamó Holmes que dio una palmada en la espalda del inspector–. Usted ha hablado con el cartero. Es un placer trabajar con usted. Bien, aquí está la casa del guarda y, si quiere subir conmigo, coronel, le enseñaré el escenario del crimen. Pasamos ante el lindo cottage en el que había vivido el hombre asesinado y caminamos a lo largo de una avenida flanqueada por olmos hasta llegar a la antigua y bonita mansión estilo reina Ana, que ostenta el nombre de Malplaquet sobre el dintel de la puerta. Holmes y el inspector nos guiaron a su alrededor hasta que llegamos a la verja latera!, separada por una zona ajardinada del seto que flanquea la carretera. Había un policía junto a la puerta de la cocina. –Abra la puerta, agente –dijo Holmes–. Pues bien, en esta escalera se encontraba el joven señor Cunningham y vio forcejear a los dos hombres precisamente donde ahora nos encontramos nosotros. El señor Cunningham padre estaba junto a aquella ventana, la segunda a la izquierda, y vio al hombre escapar por la parte izquierda de aquellos matorrales. También le vio el hijo. Ambos están seguros de ello a causa del matorral. Entonces, el joven señor Cunningham bajó corriendo y se arrodilló al lado del herido. Sepa que el suelo es muy duro y no hay marcas que puedan guiarnos. Mientras hablaba, se acercaban dos hombres por el sendero del jardín, después de doblar la esquina de la casa. Uno era un hombre de edad provecta, con un rostro enérgico y marcado por acusadas arrugas, y ojos somnolientos, y el otro era un joven bien plantado,cuya expresión radiante y sonriente, y su chillona indumentaria ofrecían un extraño contraste con el asunto que nos había llevado allí. –¿Todavía buscando, pues? –le dijo a Holmes el más joven. Yo creía que ustedes, los londinenses, no fallaban nunca. No me parece que sean de lo más rápido después de todo. –Hombre, es que necesitamos algún tiempo -repuso Holmes con buen humor. –Van a necesitarlo –aseguró el joven Alex Cunniflgharn–. Por ahora, no veo que tengan una sola pista. –Sólo hay una –respondió el inspector. Pensamos que sólo con poder encontrar... ¡Cielo santo! ¿Qué le ocurre, señor Holmes? De repente, la cara de mi pobre amigo había asumido una expresión de lo más alarmante. Con los ojos vueltos hacia arriba, contraídas dolorosamente las facciones y reprimiendo un sordo gruñido, se desplomó de bruces. Horrorizados por lo inesperado y grave del ataque, lo trasladamos a la cocina y lo acomodamos en un sillón, donde pudo respirar trabajosamente durante unos minutos. Finalmente, excusándose avergonzado por su momento de debilidad, volvió a levantarse. –Watson les dirá que todavía me estoy restableciendo de una seria enfermedad –explicó–. Tiendo a padecer estos súbitos ataques de nervios. –¿Quiere que le envíe a casa en mi coche? –preguntó el mayor de los Cunningham. –Es que, puesto que estoy aquí, hay un punto del que me agradaría asegurarme. Podemos verificarlo con gran facilidad. –~De qué se trata? –Pues bien, a mí me parece posible que la llegada de aquel pobre William no se produjera antes, sino después de la entrada del ladrón en la casa. Ustedes parecen dar por sentado que, a pesar de que la puerta fue forzada, el amigo de lo ajeno nunca llegó a entrar. –A mí me parece de lo más obvio –manifestó el señor Cunningham muy serio– . Tenga en cuenta que mi hijo Alec todavía no se había acostado, y que sin duda hubiera oído a alguien que se moviera por allí. –¿Dónde estaba sentado? –En mi cuarto vestidor, fumando. –~Cuál es su ventana? –La última de la izquierda, junto a la de mi padre. – ¿Tanto su lámpara como la de él estarían encendidas, verdad? –Indudablemente. –Hay aquí algunos detalles muy singulares –comentó Holmes, sonriendo–. ¿No resulta extraordinario que un ladrón, y un ladrón que ha tenido cierta experiencia previa, irrumpa deliberadamente en una casa, a una hora en que, a juzgar por las luces, pudo ver que dos miembros de la familia todavía estaban levantados? –Debía ser un sujeto de mucha sangre fría. –Como es natural, si el caso no fuera peliagudo no nos habríamos sentido obligados a pedirle a usted una explicación –dijo el joven Alec–. Pero en cuanto a su idea de que el hombre ya había robado en la casa antes de que William le acometiera, creo que no puede ser más absurda. ¿Acaso no habríamos encontrado la casa desordenada y echado de menos las cosas que hubiera robado? –Depende de lo que fueran estas cosas –repuso Holmes–. Deben recordar que nos las estamos viendo con un ladrón que es un individuo muy peculiar, y que parece trabajar siguiendo unas directrices propias. Véase, por ejemplo, el extraño lote de cosas que sustrajo en casa de los Acton... ¿Qué eran? Un ovillo de cordel, un pisapapeles y no sé cuántos trastos más... –Bien, estamos en sus manos, señor Holmes –dijo Cunningham padre–. Tenga la seguridad de que se hará cualquier cosa que usted o el inspector puedan sugerir. –En primer lugar –repuso Holmes–, me agradaría que usted ofreciera una recompensa, pero suya personal, puesto que las autoridades oficiales tal vez requieran algún tiempo antes de ponerse de acuerdo respecto a la suma, y estas cosas conviene hacerlas con mucha rapidez. Yo ya he redactado un documento aquí y espero que no le importe firmarlo. Pensé que cincuenta libras serían más que suficientes. –De buena gana daría quinientas –aseguró el juez de paz, tomando la cuartilla y el lápiz que Holmes le ofrecía–. Sin embargo, esto no es exacto –añadió al examinar el documento. –Lo he escrito precipitadamente. –Como ve, comienza así: «Considerando que alrededor de la una menos cuarto de la madrugada del martes se hizo un intento...», etcétera. En realidad, ocurrió a las doce menos cuarto. Me apenó este error, pues yo sabía lo mucho que se resentía Holmes de cualquier resbalón de esta clase. Era su especialidad ser exacto en todos los detalles, pero su reciente dolencia le había afectado profundamente y este pequeño incidente bastó para indicarme que aún distaba mucho de ser él otra vez. Por unos momentos, se mostró visiblemente avergonzado, mientras el inspector enarcaba las cejas y Alec Cunningham dejaba escapar una carcajada. Sin embargo, el anciano caballero corrigió la equivocación y devolvió el papel a Holmes, –Délo a la imprenta lo antes posible –pidió–. Creo que su idea es excelente. Holmes guardó cuidadosamente la cuartilla en su libreta de notas. –Y ahora –dijo–, seria de veras conveniente que fuéramos todos juntos a la casa y nos aseguráramos de que ese ladrón un tanto excéntrico no se llevó, después de todo, nada consigo. Antes de entrar, Holmes procedió a efectuar un examen de la puerta que había sido forzada. Era evidente la introducción de un escoplo o de un cuchillo de hoja gruesa que forzó la cerradura, pues pudimos ver en la madera las señales del lugar en que actuó. – ¿No utilizan barras para atrancar la puerta? –preguntó. –Nunca lo hemos considerado necesario. - ¿no tienen un perro? –Sí, pero está encadenado al otro lado de la casa. –¿A qué hora se acuestan los sirvientes? –Alrededor de las diez. –Tengo entendido que, a esa hora, William solía encontrarse también en la cama. -Sí. –Es curioso que precisamente esta noche hubiera estado levantado. Y ahora, señor Cunningham, le ruego tenga la amabilidad de enseñarnos la casa. Un pasillo enlosado, a partir del cual se ramificaban las cocinas, y una escalera de madera conducían directamente al primer piso de la casa, con un rellano opuesto a una segunda escalera, más ornamental, que desde el vestíbulo principal ascendía a las plantas su-periores. Daban a ese rellano el salón y varios dormitorios inclusive los del señor Cunningham y su hijo. Holmes caminaba despacio, tomando buena nota de la arquitectura de la casa. Yo sabia, por su expresión, que seguía una pista fresca y, sin embargo, no podía ni imaginar en qué dirección le conducían sus inferencias. –Mi buen señor –dijo el mayor de los Cunningham con cierta impaciencia–y seguro que todo esto es perfectamente innecesario. Esta es mi habitación, al pie de la escalera, y la de mi hijo es la contigua. Dejo a su buen juicio dictaminar si es posible que el ladrón llegara hasta aquí sin que nosotros lo advirtiéramos. –Tengo la impresión de que debería buscar en otra parte una nueva pista –observó el hijo con una sonrisa maliciosa. –A pesar de todo, debo pedirles que tengan un poco más de paciencia conmigo. Me gustaría ver, por ejemplo, hasta qué punto las ventanas de los dormitorios dominan la parte frontal de la casa. Según creo, éste es el cuarto de su hijo –abrió la puerta correspondiente y éste, supongo, es el cuarto vestidor en el que él estaba sentado, fumando, cuando se dio la alarma. ¿A dónde mira su ventana? Cruzó el dormitorio, abrió la otra puerta y dio un vistazo al otro cuarto. –Espero que con esto se sienta satisfecho –dijo el señor Cunningham sin ocultar su enojo. –Gracias. Creo haber visto todo lo que deseaba. –Entonces, si realmente es necesario, podemos ir a mi habitación. –Si no es demasiada molestia... El juez se encogió de hombros y nos condujo a su dormitorio, que era una habitación corriente y amueblada con sencillez. Al avanzar hacia la ventana, Holmes se rezagó hasta que él y yo quedamos los últimos del grupo. Cerca del pie de la cama había una mesita cuadrada y sobre ella una fuente con naranjas y un botellón de agua. Al pasar junto a ella, Holmes, con profundo asombro por mi parte, se me adelantó y volcó deliberadamente la mesa y todo lo que contenía. El cristal se rompió en un millar de trozos y las naranjas rodaron hasta todos los rincones del cuarto. –Ahora si que la he hecho buena, Watson –me dijo sin inmutarse. Vea como ha quedado la alfombra. Confundido, me agaché y comencé a recoger las frutas, comprendiendo que, por alguna razón, mi companero deseaba cargarme a mí la culpa. Los demás así lo creyeron y volvieron a poner de pie la mesa. –¡Hola! –exclamó el inspector–. ¿Dónde se ha metido ahora? Holmes habla desaparecido. –Esperen aquí un momento –dijo el joven Alec Cunningham. En mi opinión, este hombre está mal de la cabeza. Venga conmigo, padre, y veremos a dónde ha ido. Salieron precipitadamente de la habitación, dejándonos al inspector, al coronel y a mí mirándonos el uno al otro. –Palabra que me siento inclinado a estar de acuerdo con el joven Cunningham –dijo el policía–. Pueden ser los efectos de esa enfermedad, pero a mí me parece que... Sus palabras fueron interrumpidas por un súbito grito de «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!» Con viva emoción reconocí la voz como la de mi amigo. Salí corriendo al rellano. Los gritos, reducidos ahora a una especie de rugido ronco e inarticulado, procedían de la habitación que hablamos visitado en primer lugar. Irrumpí en ella y entré en el contiguo cuarto vestidor. Los dos Cunningham se inclinaban sobre la figura postrada de Sherlock Holmes, el más joven apretándole el cuello con ambas manos, mientras el anciano parecía retorcerle una muñeca. En un instante, entre los tres los separamos de él y Holmes se levantó tambaleándose, muy pálido y con evidentes señales de agotamiento. –Arreste a estos hombres, inspector –jadeó. –¿Bajo qué acusación? –¡La de haber asesinado a su cochero, William Kirwan! El inspector se le quedó mirando boquiabierto. –Vamos, vamos, señor Holmes –dijo por fin–, estoy seguro de que en realidad no quiere decir que... -¡Pero mire sus caras, hombre! –exclamó secamente Holmes. Ciertamente, jamás he visto una confesión de culpabilidad tan manifiesta en un rostro humano. El más viejo de los dos hombres parecía como aturdido, con una marcada expresión de abatimiento en su faz profundamente arrugada. El hijo, por su parte, había abandonado aquella actitud alegre y despreocupada que le había caracterizado, y la ferocidad de una peligrosa bestia salvaje brillaba en sus ojos oscuros y deformaba sus correctas facciones. El inspector no dijo nada, pero, acercándose a la puerta, hizo sonar su silbato. Dos de sus hombres acudieron a la llamada. –No tengo otra alternativa, señor Cunningham –dijo–. Confio en que todo esto resulte ser un error absurdo, pero puede ver que... ¿Cómo? ¿Que es esto? ¡Suéltelo! Su mano descargó un golpe y revolver, que el hombre más joven intentaba amartillar cayó ruidosamente al suelo. –Guárdelo –dijo Holmes, poniendo en seguida su pie sobre él–. Le resultará útil en el juicio. Pero esto es lo que realmente queríamos. Holmes sostenía ante nosotros un papel arrugado. –¡El resto de la hoja! –gritó el inspector. –Precisamente. –¿Y dónde estaba? –Donde yo estaba seguro de que había de estar. Más tarde les aclararé todo el asunto. Creo, coronel, que usted y Watson deberían regresar ya, y yo me reuniré con ustedes dentro de una hora como máximo. El inspector y yo hemos de hablar un poco con los prisioneros, pero con toda certeza volverán ustedes a yerme a la hora de almorzar. Sherlock Holmes cumplió su palabra, pues alrededor de la una se reunió con nosotros en el salón de fumar del coronel. Le acompañaba un caballero más bien bajo y de cierta edad, que me fue presentado como el señor Acton, cuya casa había sido escenario del primer robo. –Deseaba que el señor Acton estuviera presente al explicarles yo este asuntillo –dijo Holmes–, pues es natural que tenga un vivo interés por sus detalles. Mucho me temo, mi querido coronel, que lamente el momento en que usted admitió en su casa a un pajarraco de mal agüero como soy yo. –Al contrario –aseguró vivamente el coronel–. Considero como el mayor de los privilegios que me haya sido permitido estudiar sus métodos de trabajo. Confieso que sobrepasan en mucho cuanto pudiera yo esperar, y que soy totalmente incapaz de entender su resultado. De hecho, aún no he visto ni traza de una sola pista. –Temo que mi explicación le desilusione, pero siempre ha sido mi hábito el no ocultar ninguno de mis métodos, tanto a mi amigo Watson como a cualquiera capaz de mostrar un interés inteligente por ellos. Pero ante todo, puesto que aún me siento bastante quebrantado por el vapuleo recibido en aquel cuarto vestidor, creo que voy a administrarme un trago de su brandy, coronel. Ultimamente, mis fuerzas han sido sometidas a dura prueba. –Confio en que ya no vuelva a padecer aquellos ataques de nervios. Sherlock Holmes se echó a reír con ganas. –Ya hablaremos de esto en su momento –dijo–, y les haré un relato del caso en su debido orden, indicándoles los diversos detalles que me guiaron en mi decisión. Les ruego que me interrumpan si alguna deducción no resulta lo bastante clara. »En el arte de la detección, tiene la mayor importancia saber reconocer, entre un cierto número de hechos, aquellos que son incidentales y aquellos que son vitales. De lo contrario, energía y atención se disipan en vez de concentrarse. Ahora bien, en este caso no abrigué la menor duda desde el primer momento, de que la clave de todo el asunto debía ser buscada en el trozo de papel encontrado en la mano del difunto. »Antes de entrar en este pormenor, quiero llamarles la atención sobre el hecho de que si el relato de Alec Cunningham era cierto, y si el asaltante, después de disparar contra William Kirwan, había huido al instante, era evidente que no pudo ser él quien arrancase el papel de la mano del muerto. Pero si no fue él, había de ser el propio Alec Cunningham, pues cuando el anciano hubo bajado ya había varios sirvientes en la escena del crimen. Este punto es bien simple, pero al inspector le había pasado por alto porque él había partido de la suposición de que estos magnates del mundo rural nada tenían que ver con el asunto. Ahora bien, yo me impongo no tener nunca prejuicios y seguir dócilmente los hechos allí donde me lleven éstos, y por consiguiente, en la primera fase de mi investigación no pude por menos que examinar con cierta suspicacia el papel representado por el señor Alec Cunningham. »Acto seguido efectué un examen muy atento de la esquina del papel que el inspector nos había enseñado. En seguida me resultó evidente que formaba parte de un documento muy notable. Aquí está. ¿No observa ahora en él algo muy sugerente? –Tiene un aspecto muy irregular –contestó el coronel. –¡Mi apreciado señor! –exclamó Holmes–. ¡No puede haber la menor duda de que fue escrito por dos personas, a base de palabras alternadas! Si le llamo la atención acerca de las enérgicas «t» en las palabras at y to, y le pido que las compare con las débiles de quarter y twelve, reconocerá inmediatamente el hecho. Un análisis muy breve de esas cuatro palabras le permitiría asegurar con toda certeza que learn y maybe fueron escritas por la mano más fuerte, y el what por la más débil. –¡Por Júpiter, esto está tan claro como la luz del día–gritó el coronel– . ¿Y por qué diablos dos hombres habían de escribir de este modo una carta? –Evidentemente, el asunto era turbio, y uno de los hombres, que desconfiaba del otro, estaba decidido a que, se hiciera lo que se hiciese, cada uno debía tener la misma intervención en él. Ahora bien, queda claro que de los dos hombres el que escribió el at y el to era el jefe. –¿Cómo llega a esta conclusión? –Podríamos deducirla meramente de la escritura de una mano en comparación con la otra, pero tenemos razones de más peso para suponerlo. Si examina este trozo de papel con atención, concluirá que el hombre con la mano más fuerte escribió el primero todas sus palabras, dejando espacios en blanco para que los llenara el otro. Estos espacios en blanco no fueron suficientes en algún caso, y pueden ver que el segundo hombre tuvo que comprimir su letra para meter su quarter entre el at y el to, lo que demuestra que éstas ya habían sido escritas. El hombre que escribió todas sus palabras en primer lugar es, indudablemente, el mismo que planeó el asunto. –¡Excelente! –exclamó el señor Acton. –Pero muy superficial –repuso Holmes–. Sin embargo, llegamos ahora a un punto que sí tiene importancia. Acaso no sepan ustedes que la deducción de la edad de un hombre a partir de su escritura es algo en que los expertos han conseguido una precisión considerable. En casos normales, cabe situar a un hombre en la década que le corresponde con razonable certeza. Y hablo de casos normales, porque la mala salud y la debilidad física reproducen los signos de la edad avanzada, aunque el baldado sea un joven. En el presente caso, examinando la escritura enérgica y vigorosa de uno, y la apariencia de inseguridad de la otra escritura, que todavía se conserva legible, aunque las «t» ya han empezado a perder sus barras transversales, podemos afirmar que la primera es de un joven y la otra es de un hombre de edad avanzada pero sin ser del todo decrépito. –¡Excelente! –volvió a aplaudir Acton. –No obstante, hay otro punto que es más sutil y ofrece mayor interés. Hay algo en común entre estas manos. Pertenecen a hombres con un parentesco sanguíneo. A ustedes, esto puede resultarles más obvio en las «e» de trazo griego, mas para mí hay varios detalles pequeños que indican lo mismo. No me cabe la menor duda de que se detecta un hábito familiar en estos dos especímenes de escritura. Desde luego, sólo les estoy ofreciendo en este momento los resultados más destacados de mi examen del papel. Había otras veintitrés deducciones que ofrecerían mayor interés para los expertos que para ustedes, y todas ellas tendían a reforzar la impresión en mi fuero interno de que la carta fue escrita por los Cunningham, padre e hijo. »Llegado a este punto, mi siguiente paso fue, como es lógico, examinar los detalles del crimen y averiguar hasta qué punto podían ayudarnos. Fui a la casa con el inspector y vi allí todo lo que había por ver. La herida que presentaba el cadáver había sido producida, como pude determinar con absoluta certeza, por un disparo de revólver efectuado a una distancia de poco más de cuatro yardas. No había en las ropas ennegrecimiento causado por la pólvora. Por consiguiente, era evidente que Alec Cunningham había mentido al decir que los dos hombres estaban forcejeando cuando se hizo el disparo. Asimismo, padre e hijo coincidieron respecto al lugar por donde el hombre escapó hacia la carretera. En realidad, sin embargo, en este punto hay una zanja algo ancha, con humedad en el fondo. Puesto que en esta zanja no había ni traza de huellas de botas, tuve la absoluta seguridad, no sólo de que los Cunningham habían mentido otra vez, sino también de que en el lugar del crimen nunca hubo ningún desconocido. »Y ahora tenía que considerar el motivo de este crimen singular. Para llegar a él, ante todo procuré aclarar el motivo del primer robo en casa del señor Acton. Por algo que nos había dicho el coronel, yo tenía entendido que existía un litigio judicial entre usted, señor Acton, y los Cunningham. Desde luego, se me ocurrió al instante que éstos habían entrado en su biblioteca con la intención de apoderarse de algún documento que pudiera tener importancia en el pleito. –Precisamente –dijo el señor Acton–. No puede haber la menor duda en cuanto a sus intenciones. Yo tengo la reclamación más indiscutible sobre la mitad de sus actuales propiedades, y si ellos hubieran podido encontrar cierto papel, que afortunadamente se encontraba en la caja fuerte de mis abogados, sin la menor duda hubieran invalidado nuestro caso. –Pues ya lo ve –sonrió Holmes–, fue una intentona audaz y peligrosa, en la que me parece vislumbrar la influencia del joven Alec. Al no encontrar nada, trataron de desviar las sospechas haciendo que pareciera un robo corriente, y con este fin se llevaron todo aquello a lo que pudieron echar mano. Todo esto queda bien claro, pero todavía era mucho lo que se mantenía oscuro. Lo que yo deseaba por encima de todo era conseguir la parte que faltaba de la nota. Sabía que Alec la había arrancado de la mano del difunto, y estaba casi seguro que la habría metido en el bolsillo de su bata. ¿En qué otro lugar sino? La única cuestión era la de si todavía seguía allí. Valía la pena hacer algo para averiguarlo, y con este objeto fuimos todos a la casa. »Los Cunningham se unieron a nosotros, como sin duda recordarán, ante la puerta de la cocina. Era, desde luego, de la mayor importancia que no se les recordase la existencia de aquel papel, pues de lo contrario era lógico pensar que lo destruirían sin tardanza. El inspector estaba a punto de hablarles de la importancia que le atribuíamos, cuando, por la más afortunada de las casualidades, fui víctima de una especie de ataque y de este modo cambió la conversacion. jVálgame el cielo! –exclamó el coronel, riéndose–. ¿Quiere decir que nuestra compasión estaba injustificada y que su ataque fue una impostura? –Hablando como profesional, debo decir que lo hizo admirablemente – afirmé, mirando con asombro a aquel hombre que siempre sabía confundirme con alguna nueva faceta de su astucia. –Es un arte que a menudo demuestra su utilidad –comentó él–. Cuando me recuperé, me las arreglé mediante un truco, cuyo ingenio tal vez revistiera escaso mérito, para que el viejo Cunningham escribiese la palabra twelve a fin de que yo pudiera compararla con el twelve escrito en el papel. –¡Qué borrico fui! –exclamé. –Pude ver que me estaba compadeciendo a causa de mi debilidad –dijo Holmes, riéndose–, y sentí causarle la pena que me consta que sintió por mí. Después subimos juntos y, al entrar en la habitación y ver la bata colgada detrás de la puerta, volqué una mesa para distraer momentáneamente la atención de ellos y volví sobre mis pasos con la intención de registrar los bolsillos. Sin embargo, apenas tuve en mi poder el papel, que, tal como yo esperaba, se encontraba en uno de ellos, los dos Cunningham se abalanzaron sobre mí y creo que me hubieran asesinado allí mismo de no intervenir la rápida y amistosa ayuda de ustedes. De hecho, todavía siento en mi garganta la presa de aquel joven, y el padre me magulló la muñeca en sus esfuerzos para arrancar el papel de mi mano. Comprendieron que yo debía saber toda la verdad, y el súbito cambio de una seguridad absoluta a la ruina más completa hizo de ellos dos hombres desesperados. »Tuve después una breve charla con el mayor de los Cunningham referente al motivo del crimen. Se mostró bastante tratable, en tanto que su hijo era peor que un demonio dispuesto a volarse los sesos, o los de cualquier otra persona, en caso de haber recuperado su revólver. Cuando Cunningham vio que la acusación contra él era tan sólida, se desfondó y lo explicó todo. Al parecer, William había seguido disimuladamente a sus amos la noche en que efectuaron su incursión en casa del señor Acton y, al tenerles así en sus manos, procedió a extorsionarlos con amenazas de denuncia contra ellos. Sin embargo, el joven Alec era hombre peligroso para quien quisiera practicar con él esta clase de juego. Fue por su parte una ocurrencia genial la de ver en el miedo a los robos, que estaba atenazando a la población rural, una oportunidad para desembarazarse plausiblemente del hombre al que temía. William cayó en la trampa y un balazo lo mató, y sólo con que no hubieran conservado entera aquella nota y prestado un poco más de atención a los detalles accesorios, es muy posible que nunca se hubiesen suscitado sospechas. –¿Y la nota? –pregunté. Sherlock Holmes colocó ante nosotros este papel:–Es en gran parte precisamente lo que yo me esperaba –explicó–. Desde luego, desconozco todavía qué relaciones pudo haber entre Alec Cunningham, William Kirwan y Annie Morrison, pero el resultado demuestra que la celada fue tendida con suma habilidad. Estoy seguro de que habrán de encantarles las trazas hereditarias que se revelan en las puntos sobre las íes en la escritura del anciano es también muy característica. Watson, creo que nuestro apacible reposo en el campo ha sido todo un éxito, y con toda certeza mañana regresará a Baker Street considerablemente revigorizado. Traducción de la nota escrita por los dos Cunningham y que hizo caer a su cochero en una trampa mortal: puerta este te enterarás de algo que te sorprenderá mucho y quizá será de lo más útil para ti y también para Annic Morrison. Pero no hables con nadie de este asunto.>

EL EXPERIMENTO DEL DR. KLEINPLATZ

EL EXPERIMENTO DEL DR. KLEINPLATZ
ARTHUR CONAN DOYLE
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De todas las ciencias, una interesaba especialmente al erudito profesor Von Baumgarten. Era la que se conecta con la psicología y las relaciones entre mente y materia. El profesor era un famoso anatomista, gran químico y uno de los más renombrados fisiólogos de Europa. Pero se sentía aliviado alejándose de esos temas y dedicando sus grandes conocimientos al estudio del alma y las relaciones misteriosas de los espíritus. Era muy joven cuando empezó sus estudios sobre hipnotismo. En esa época, su mente parecía vagar por lugares extraños donde lo único que había era caos y oscuridad. Sólo muy pocas veces algún gran suceso inexplicable y desconectado aparecía aquí y allá.
Pero a medida que pasaban los años, aumentaba el valioso caudal de conocimientos del profesor. El conocimiento siempre da más conocimiento, del mismo modo que el dinero da más interés. Y el profesor comenzó a notar que lo que antes le había parecido asombroso o extraño, ahora podía ser interpretado de forma distinta. Empezó a familiarizarse con una nueva clase de razonamientos y pudo descubrir conexiones en cosas que antes le habían parecido incomprensibles y sorprendentes. A través de veinte años, realizó experimentos y recolectó muchos datos. Tenía la ambición de crear una nueva ciencia exacta que incluyera al hipnotismo, espiritismo y otros temas relacionados. Lo ayudó mucho su profundo conocimiento de las partes más complicadas de la fisiología animal, las que tratan de las corrientes nerviosas y de cómo trabaja el cerebro. Alexis von Baumgarten era profesor de Fisiología en la Universidad de Keinplatz y tenía a disposición de sus investigaciones todo el laboratorio de la universidad.
El profesor Von Baumgarten era alto y flaco, de rostro delgado y ojos color gris acerado, y una mirada especialmente brillante y profunda. Tenía arrugas en la frente de tanto pensar, y las espesas cejas contraídas. Parecía estar siempre frunciendo el ceño, lo que engañaba a la gente con respecto a su carácter, que era serio pero amable. Entre los estudiantes era muy popular. Acostumbraban a reunirse alrededor de él después de cada una de sus clases y lo escuchaban atentamente mientras exponía sus extrañas teorías. Muchas veces buscaba entre ellos voluntarios para realizar algún experimento. En conclusión: no había joven de su clase que no hubiera participado más de una vez en los trances hipnóticos que les había provocado su profesor.
Entre todos esos jóvenes tan apasionados de esa ciencia, no había ninguno tan entusiasta como Fritz von Hartmann. En más de una ocasión, algunos de sus compañeros de estudio se habían preguntado con extrañeza por qué el intrépido e impulsivo Fritz, uno de los más irreflexivos jóvenes de la universidad, dedicaba su tiempo y esfuerzo a estudiar temas tan complicados y a ayudar al profesor en sus particulares experimentos. En realidad, Fritz era un joven inteligente y muy hábil. Se había enamorado hacía muchos meses de Elisa, la hija del profesor, de ojos azules y cabello dorado. La joven le había hecho saber que él no le era indiferente, pero no se atrevía a aparecer frente a la familia como un pretendiente formal. Le hubiera sido muy difícil ver a la muchacha de no haberse hecho imprescindible para el profesor. Éste lo llamaba frecuentemente a su casa, y el joven iba y se sometía de buena gana a cualquier tipo de experimento con tal de recibir a cambio una mirada especialmente cálida de Elisa, o el roce de su pequeña mano.
Fritz von Hartmann era un joven bastante apuesto. Su familia poseía una buena cantidad de tierras que cuando su padre muriera, pasaría a él. Era para muchos lo que comúnmente se considera un buen partido. Pero no era bien visto por la esposa del profesor. La mujer ponía mala cara cada vez que lo encontraba en su casa y sermoneaba al profesor por permitir que un lobo de esa clase rondara cerca de su ovejita. La verdad es que Fritz tenía mala fama. No había duelo, desorden o alboroto de los que el joven no formara parte, y en el que no fuera uno de los cabecillas.
Nadie tenía peor lenguaje ni era más violento. Nadie bebía más, nadie jugaba a las cartas más frecuentemente. Y nadie era más haragán. Por eso era entendible ver que la buena señora Von Baumgarten protegiera a su hija bajo el ala y se quejara de las atenciones de un personaje de esa clase. Pero el profesor estaba demasiado enfrascado en sus extraños estudios como para reflexionar sobre el asunto y elaborar alguna opinión, favorable o desfavorable, sobre la cercanía del joven. Desde hacía varios años, al profesor lo obsesionaba un tema que se repetía constantemente en sus pensamientos.
Todos sus experimentos y teorías giraban sobre ese punto. Cien veces por día se preguntaba si sería factible que un espíritu humano existiese separado de su cuerpo durante un tiempo y que después volviese a él. La primera vez que se le ocurrió esta posibilidad, su mente científica la rechazó. Chocaba mucho con ideas anteriores y prejuicios científicos. Pero poco a poco empezó a avanzar más y más por el camino de la investigación, y su pensamiento rechazó todas las antiguas trabas. Era posible que la mente existiera lejos de la materia. Había muchas cosas que le hacían pensar así. Se le ocurrió que la cuestión podía resolver- se definitivamente mediante un experimento audaz y original. Sorprendió al mundo científico con un famoso artículo sobre las entidades invisibles.
En ese artículo decía: "En condiciones especiales, es evidente que el alma o mente se separa sola del cuerpo. Así sucede con las personas hipnotizadas: el cuerpo queda en estado cataléptico, pero el espíritu lo ha abandonado. Tal vez me contestarán que el alma se encuentra ahí, pero durmiendo. Responderé que no, si no ¿cómo explicaríamos la clarividencia? La clarividencia ha sido desacreditada por falsos y fraudulentos adivinos, pero su realidad puede ser demostrada con facilidad. Lo comprobé yo mismo, usando a una persona sensitiva.
Esa persona me dijo detalladamente lo que sucedía en una habitación de otra casa. ¿Cómo explicarán eso? Sólo se explica aceptando que el alma ha abandonado al cuerpo y está vagando por el espacio. No podemos ver esas idas y vueltas porque el espíritu es invisible. Pero podemos ver los efectos en el cuerpo del sujeto, tanto rígido e inanimado, como tratando de narrar sensaciones que nunca hubieran podido llegar a él por medios naturales. Sólo se me ocurre una forma de demostrar este hecho. Y es la siguiente: nosotros somos seres carnales, incapaces de ver espíritus, pero nuestros propios espíritus pueden ser separados de nuestro cuerpo y darse cuenta de la presencia de los otros. Mi intención es hipnotizar a uno de mis discípulos. Luego yo me hipnotizaré a mí mismo. Utilizaré un método que ya puse a prueba antes y que me resulta fácil. Si mi teoría es cierta, mi espíritu podrá encontrar el espíritu de mi alumno y comunicarse con él sin dificultad puesto que los dos estaremos separados de nuestros cuerpos. Trataré de comunicar el resultado de esta experiencia en el próximo número de éste periódico".
El profesor cumplió con su promesa y publicó un informe sobre lo que había ocurrido. La historia era tan extraordinaria que en general fue recibida con incredulidad. En algunos periódicos que comentaron este artículo el tono era tan ofensivo, que el profesor se enojó. Dijo que nunca más volvería a tocar ese tema y fue escrupulosamente fiel a su palabra. Pero este relato fue reunido aquí recurriendo a las más auténticas fuentes y los hechos citados son esencialmente ciertos.
Sucedió de esta manera. Fue poco tiempo después de que al profesor Von Baumgarten se le ocurriera la idea del experimento. Estaba caminando hacia su casa, abstraído en sus pensamientos después de un largo día de laboratorio. Fue cuando se cruzó con un nutrido grupo de estudiantes alborotadores que acaban de salir de un bar. El cabecilla, medio borracho y escandaloso, era Fritz von Hartmann. El profesor pasó junto a ellos y siguió de largo, pero el joven Fritz lo interceptó: -¡Mi respetado maestro! -dijo tirándole de la manga y acercándolo a él-. Tengo que decirle algo y ahora es el mejor momento porque tengo una buena cerveza zumbando en mi cabeza.
-¿Qué desea, Fritz? -preguntó el profesor con sorpresa. -Escuché decir que está a punto de realizar un nuevo experimento, un experimento prodigioso por el que retirará un alma del cuerpo y luego se la devolverá. -Es cierto. -¿Y quién querrá prestarse a ese experimento? ¿Y si el alma sale y después no quiere volver? Sería un gran problema. ¿Quién se animaría a correr semejante riesgo? -Pero, Fritz -exclamó el sorprendido profesor-. Esperaba que colaborara usted conmigo. No me va a dejar solo en este intento. Piense en su gloria futura. -¡De ninguna manera! -gritó enojado el estudiante-. ¡Siempre estuve dispuesto a realizar sus experimentos! ¿No estuve dos horas sobre un aislador de vidrio mientras usted descargaba electricidad en mi cuerpo? ¿No me estropeó la digestión con una corriente galvánica en el estómago mientras estimulaba mis nervios frénicos? ¿Cuántas veces me hipnotizó? ¿Y qué obtuve a cambio? Nada. Y ahora quiere sacarme el alma como si fuera el engranaje de un reloj. ¡Esto es demasiado! -iOh querido muchacho! -dijo el profesor muy afligido-. Todo lo que ha dicho es cierto. Nunca me había detenido a pensarlo. ¿Puedo hacer algo para recompensarle? Lo que me pida; estoy dispuesto a ello. Fritz, muy seriamente, contestó: -Lo ayudaré si me promete que después de este experimento me dará la mano de su hija. Ésas son mis condiciones. Si no, no quiero saber nada de todo esto.
El profesor, asombrado, permaneció en silencio. Luego dijo: -¿Y qué dirá mi hija sobre su pedido? -Elisa estará contenta. Hace tiempo que nos queremos. -Entonces -dijo el profesor con convicción- le concederé su mano. Usted es un joven de buen corazón y uno de los mejores neuróticos que conocí en mi vida...cuando no está bajo la influencia del alcohol. Tengo programado mi experimento para el cuatro del mes próximo. Venga al laboratorio fisiológico a las doce en punto. Será un gran momento. Los científicos más importantes de Alemania vendrán a vernos. -Seré puntual -contestó el estudiante. Los dos hombres se fueron cada uno por su lado. El profesor caminó lentamente hacia su casa, pensando en el gran evento que pronto iba a protagonizar. El joven siguió la juerga con sus compañeros pensando en los ojos azules de Elisa y en el trato que había hecho con su padre. No había exagerado el profesor al hablar del interés que había provocado su nuevo experimento. Una constelación de talentosos hombres de ciencia había llenado la habitación mucho antes de la hora anunciada. Habían venido grandes eminencias del espiritismo y un especialista muy famoso en centros cerebrales. Todos habían recorrido grandes distancias y estaban entusiasmados y atentos. Cuando aparecieron el profesor Von Baumgarten y su alumno sobre el estrado, sonaron enormes aplausos. El profesor explicó en pocas palabras en qué consistía la comprobación que iba a llevar a cabo y cuáles eran sus objetivos. -Hipnotizaré al joven aquí presente -dijo el sabio- y luego yo mismo me pondré en trance. Aunque nuestros cuerpos estarán inmóviles, espero que nuestros espíritus puedan encontrarse. Al cabo de un tiempo, todo volverá a su curso normal. Nuestros espíritus regresarán a sus cuerpos y las cosas serán como siempre han sido. Con su permiso, procederemos a efectuar la prueba.
Se reanudaron los aplausos y el público buscó el mejor lugar para observar en respetuoso silencioso. El profesor hipnotizó al joven con apenas unos rápidos pases. El muchacho cayó inerte sobre su silla. Estaba rígido y pálido. Entonces, el profesor tomó una brillante bola de cristal del bolsillo y concentró la mirada en ella. Efectuó un esfuerzo mental y logró hipnotizarse a sí mismo. Se escuchó un extraño e impresionante suspiro en la audiencia que contemplaba al joven y al viejo en suspensión vital. ¿Dónde estarían ahora sus almas? ¿Dónde habrían ido? Ésas eran las preguntas que se hacían todos los espectadores.
Pasaron cinco minutos, luego diez, luego quince y luego otros quince. El profesor y su discípulo continuaban sentados, rígidos e inmóviles sobre el estrado. Durante ese tiempo no se oyó el mínimo sonido entre los sabios reunidos. Todas las miradas estaban clavadas en los dos rostros pálidos, buscando las primeras señales de conciencia. Tuvo que pasar una hora para que la paciencia de los espectadores tuviera su recompensa. Se colorearon ligeramente las mejillas del profesor Von Baumgarten. El alma estaba regresando a su residencia terrenal. De pronto, como si estuviera despertando de un sueño, el profesor estiró sus brazos largos y delgados. Se frotó los ojos y levantándose de su silla miró hacia todos lados, como si le costara darse cuenta del lugar y la situación en que se encontraba. Con gran sorpresa y disgusto de la mayor parte del público, el profesor lanzó una terrible maldición. A continuación preguntó: -¿Dónde demonios estoy? ¿Qué infiernos ocurrió? ¡Pero si ya recuerdo! Estoy en un absurdo experimento hipnótico. Pero puedo asegurarles que esta vez no tuvo éxito porque no recuerdo nada de nada desde que quedé inconsciente. Hicieron un largo viaje para nada mis distinguidos sabios amigos. Todo esto sólo ha sido una broma muy graciosa.
Mientras decía esto, el profesor reía a carcajadas y se golpeaba los muslos. El publico se sintió terriblemente agredido por este comportamiento increíble La cosa hubiera terminando muy mal si no hubiera intervenido el joven Fritz von Hartmann. Acababa de recobrar sus sentidos y se había puesto de pie. Avanzando hacia el público dijo: -Tengo que pedir disculpas por la conducta de este hombre. Si bien pudo parecerles serio al principio del experimento, es un muchacho muy atolondrado. Todavía está bajo los efectos de la reacción hipnótica. No lo podemos culpar entonces, por sus pobres palabras. Ahora, si hablamos del experimento, yo no creo que haya fallado. Existe la posibilidad de que nuestros espíritus se hayan comunicado en el espacio. Lamentablemente, nuestra memoria corporal es burda, muy distinta de la de nuestro espíritu. Tal vez por eso no podamos recordar lo ocurrido. De ahora en más pondré todas mis energías en crear algún medio por el cual los espíritus puedan recordar lo que les ocurre cuando vuelan libremente. Cuando lo haya logrado, espero poder tener el honor de reunir a este respetable público de nuevo, otra vez en esta sala, y demostrarles el resultado. Este comentario causó una gran sorpresa entre los asistentes. Especialmente por haberlo expresado un estudiante tan joven. Algunos sabios se sintieron ofendidos, pensaban que el joven se daba aires de importancia que en realidad no le correspondían.
Pero en su mayoría, el público lo consideró una futura promesa de la ciencia. Y no pudieron dejar de hacer comparaciones entre su conducta, tan digna, y la del profesor, que durante la explicación del joven no dejaba de reírse a carcajada limpia desde un rincón, sin preocuparse por el fracaso de su prueba.
A pesar de que todos aquellos hombres eminentes habían dejado la sala con la sensación de que no habían visto nada para tener en cuenta, había sucedido antes sus ojos uno de los hechos más maravillosos de toda la historia del mundo. La teoría del profesor Von Baumgarten de que su espíritu y el de su alumno se habían alejado de su cuerpo durante el experimento, era totalmente correcta. Pero una extraña e inesperada complicación se había producido. Al regresar, el espíritu de Fritz von Hartmann se había introducido en el cuerpo de Alexis von Baumgarten y el de Alexis von Baumgarten en el cuerpo de Fritz von Hartmann. Eso explicaba las palabras superficiales y torpes que había pronunciado el profesor, y las elogiables y serias frases que había dicho el atolondrado estudiante. Era un hecho sin precedentes, pero nadie se había dado cuenta, ni siquiera los propios involucrados.
El cuerpo del profesor sintió de repente que tenía la garganta seca. Todavía seguía riéndose del experimento cuando salió a la calle, porque el alma de Fritz se alegraba internamente de haber ganado a su novia sin ningún esfuerzo especial. Lo primero que pensó fue ir a verla, pero frenó su impulso. Pensó que debía darle tiempo al profesor Von Baumgarten de informarle a su esposa el trato que habían realizado. Así que se dirigió a la cervecería, uno de los lugares preferidos de los estudiantes. Mientras caminaba hacia el lugar donde esperaba apagar su sed, agitaba ruidosamente el bastón en el aire. Sin dudar un instante, buscó la salita reservada donde ya se habían acomodado más de media docena de sus compañeros más alegres.
-¡Sabía que los encontraría aquí! ¡Bravo! Terminen sus bebidas y pidan lo que quieran que hoy invito yo. Los estudiantes no se hubieran sentido más sorprendidos si el hombrecito verde que estaba pintado en el cartel de la cervecería que colgaba sobre la puerta hubiera bajado repentinamente y entrado al salón exigiendo una botella de cerveza. No podían creer en la inesperada llegada del respetable profesor. Durante un minuto o dos, la sorpresa no les permitió reaccionar y se quedaron en silencio, sin ser capaces de responder a la invitación.
De pronto el profesor maldijo y resopló preguntando: -¿Qué demonios les pasa? ¿Por qué se quedan mirándome como cerdos enamorados? ¿Sucede algo especial? -Es que esta invitación es un honor... -pudo tartamudear uno de sus alumnos. -¡Pero qué honor ni honor! -respondió enojado el profesor-. ¿Piensan que porque hice una exhibición de hipnotismo frente a un montón de fósiles me voy a sentir tan orgulloso? ¿Y que no voy a querer unirme a mis viejos y queridos amigos? ¿Por qué no me alcanzan una silla? Creo que ya es hora de que presida esta reunión. ¿Qué quieren tomar? Pidan lo que quieran y que lo anoten en mi cuenta.
No se recuerda en aquella cervecería ninguna otra tarde como aquélla. Alegremente iban de aquí para allá las espumosas jarras de cerveza y la verdes botellas de vino del Rin. Poco a poco los estudiantes perdieron la timidez que al principio les producía la presencia de su profesor. Especialmente al verlo cantar y regir. Y no fue lo único especial que hizo. También mantuvo en equilibrio sobre su nariz una pipa muy larga y apostó que ganaría en una carrera de cien metros contra cualquier miembro del grupo que se atreviera a correr junto a él. Del otro lado de la puerta, el propietario de la cervecería y la camarera murmuraban sorprendidos frente a la increíble conducta del ilustre profesor. Mucho más tuvieron para murmurar después, cuando el distinguido caballero le dio al propietario una palmada y besó a la camarera detrás de la puerta de la cocina. -Caballeros -dijo el profesor mientras se ponía de pie, balanceándose ligeramente-. Creo que debo explicarles la causa de esta celebración.
¡Que hable, que hable, que hable! -gritaron los estudiantes golpeando sus vasos contra la mesa. -Amigos míos, debo comunicarles que voy a casarme muy pronto. Por lo menos, eso espero -dijo el profesor con los ojos brillándole a través de los lentes. Un estudiante, un poco más atrevido que los demás, preguntó: -¡Casarse! Pero, ¿falleció la señora? -¿Qué señora? -¿Y qué señora va a ser? La señora Von Baumgarten, por supuesto. -Ah -dijo riendo el profesor. Veo que ya saben todo lo mío... No, no murió. Pero estoy seguro que no se opondrá a mi casamiento. -¡Qué considerado de su parte! -dijo un joven. -En realidad -dijo el profesor- espero que acepte esta situación y me ayude a congraciarme con mi futura esposa. Es cierto que la señora y yo nunca nos hemos llevado muy bien, pero ahora espero que todo eso haya pasado y que cuando me case venga a vivir con nosotros. -¡Seguramente se convertirán en una familia muy feliz! - comentó alguien. -Así lo espero. ¡Y me gustaría que todos ustedes asistieran a la boda! ¡No haré nombres pero pido ahora un brindis por mi futura esposa ! -¡A su salud! ¡Por la futura esposa! -clamaron los estudiantes con grandes carcajadas. Y así continuó la fiesta, alegre y tumultuosa, en la que todos seguían el ejemplo del profesor y bebían y brindaban por la mujer de su corazón.Al mismo tiempo en que se realizaba esta festiva reunión, en otro lugar se sucedía una escena muy diferente. El joven Fritz von Hartmann, con una actitud solemne y reservada, revisó algunos instrumentos matemáticos y salió a la calle, caminando según su costumbre, lenta y pensativamente. Delante de él iba a paso vivo el profesor de anatomía, así que aceleró su marcha hasta alcanzarlo. -Profesor -dijo dándole unas palmaditas en el brazo-. Recuerdo ahora que el otro día me preguntó acerca del revestimiento de las arterias cerebrales. Yo creo que... -¡Pero quién se cree usted que es! ¿Qué demonios pretende? -dijo indignado el agrio profesor de anatomía-. ¡Tendré que informar de su comportamiento a la Junta Académica! Y con esta amenaza, el antipático señor giró en redondo y se marchó rápidamente.
Von Hartmann se sintió muy sorprendido frente a esa reacción desproporcionada. -Debe ser a causa del fracaso de mi experimento -dijo para si y continuó malhumorado su camino. Le esperaban nuevas sorpresa. Se le acercaron de pronto dos jóvenes estudiantes. En lugar de saludarlo sacándose las gorras, o de mostrarle alguna señal de respeto, al verlo lanzaron un grito. Corrieron hacia él y lo tomaron cada uno de un brazo mientras lo arrastraban con ellos. -iDios mío! ¿Qué pasa? ¿Dónde me llevan.'? -A que te tragues una buena botella de cerveza con nosotros -contestaron los estudiantes con expresión divertida-. ¡Vamos! i Ésta es una invitación a la que nunca pudiste negarte! -¡Jamás escuché una falta de respeto semejante! -gritó Von Hartmann-. iSuéltenme ya! ¡Los suspenderé! ¡Déjenme ahora mismo, he dicho! -Así que estás de mal humor -le respondieron-. Que te vayas con viento fresco... La podemos pasar muy bien sin tu presencia.
-¡Sé quiénes son y haré que paguen por esto! -gritó furioso Von Hartmann. Y continuó su camino realmente enojado por estos dos penosos episodios. La señora Von Baumgarten se encontraba mirando por la ventana. Se preguntaba por qué su esposo se retrasaba para la cena. iCómo no iba a sorprenderse al ver aproximarse al joven estudiante! No esperaba ver al muchacho, quien verdaderamente le inspiraba una enorme antipatía. Si había logrado entrar en su casa había sido sólo por el profesor y en contra de sus deseos. La sorpresa de la mujer iba aumentando al verlo pasar por la puerta del jardín y acercarse por el sendero con un aire de dueño del lugar. No podía creer lo que veía y se dirigió a la puerta en guardia, armada de sus más profundos instintos maternales. La hermosa Elisa también había visto desde la ventana del primer piso ese avanzar atrevido de su enamorado y su corazón latía rápidamente, mezclando sentimientos de asombro y orgullo.
-Buenos días, caballero -saludó la señora Von Baumgarten al intruso, al mismo tiempo que le bloqueaba con sequedad la puerta abierta. -Sí, es un día espléndido, Martha -respondió el otro-. Pero por favor, no te quedes como una estatua y sírveme ya la cena. Vengo muerto de hambre.
-iPero cómo...! ¿Martha? ¿La cena... -dijo la señora mientras retrocedía sorprendida. -i Sí Martha, la cena! -gritó Von Hartmann que ya empezaba a enojarse-. ¿Qué tiene de extraño mi pedido? Sobre todo, considerando que estuve afuera todo el día. Esperaré en el comedor. Sírveme lo que quieras. Salchichas, ciruelas..., cualquier cosa. Lo que encuentres a mano. ¿Pero por qué te quedas parada mirándome? Mujer, ¿piensas mover tus piernas de una vez, o qué? El tono indignado de este último comentario provocó que la buena señora Von Baumgarten corriera a la cocina, donde se encerró presa de un violento ataque de histeria. Von Baumgarten fue a la sala y se sentó en el sofá invadido del peor de los humores.
-¡Elisa! -gritó-. ¡Elisa! ¿Pero dónde diablos se ha metido esta chica? La joven sintió el irritado llamado y bajó tímidamente la escalera. Al encontrarse frente a su amado dijo: -¡Mi querido! ¿Hiciste todo esto por mí? ¿Fue un truco para poder verme? La joven abrazó apretadamente al profesor provocándole un ataque de rabia. Durante unos minutos no pudo decir nada, se había quedado sin habla a causa de la indignación. Sólo podía lanzarle a la joven miradas llameantes de furia y apretar los puños, mientras trataba de desembarazarse de su abrazo. Cuando logró hablar, lo hizo de forma tan violenta que asustó a la muchacha quien se alejó unos pasos y quedó petrificada de miedo. -¡Nunca en mi vida me pasaron tantas cosas malas como en este día! -estalló Von Hartmann mientras daba una patada al piso-. Mi experimento fracasó, el profesor de anatomía me insultó, dos de mis estudiantes me arrastraron por la calle. Luego mi esposa casi se desmaya porque le pido la cena y mi hija se tira sobre mí y me abraza como a un oso, sin dejarme ni respirar. -¿Te sientes bien?- respondió la muchacha-. Te noto muy raro, parece que estuvieras desvariando y ni siquiera me has besado. -No, y tampoco lo haré -dijo Von Hartmann-. ¿Qué modales son ésos7 ¡Deberías avergonzarte! ¿Por qué no vas a traerme mis zapatillas7 ¿Y por qué no ayudas también a tu madre a preparar la cena? -¿Y para esto te amé apasionadamente durante más de diez meses? -gritó Elisa mientras lloraba histéricamente-. ¿Para eso desafié el enojo de mi madre? ¡Creo que rompiste mi corazón! ¡Estoy segura de que lo rompiste! -iNo soporto más! -gritó furioso Von Hartmann-. ¿Qué diablos estás diciendo? ¿Qué hice yo hace diez meses que te inspirara tanto afecto hacia mí? Si realmente me quieres tanto, sería mejor que fueras a la cocina y me trajeras ya un poco de salchicha y otro poco de paz, en vez de decir tantas tonterías juntas. -¡Mi querido! -dijo la joven mientras se arrojaba a los brazos de quien creía su amado-. Me doy cuenta de que estás bromeando. ¿Quieres asustar a tu pequeña Elisa? En el momento del inesperado abrazo, Von Hartmann estaba reclinándose sobre un costado del sillón, que se encontraba bastante desvencijado. Al lado del sofá había un tanque lleno de agua. El profesor lo utilizaba para realizar experimentos con huevos de peces y debía mantenerlos en esa habitación con el fin de obtener la temperatura ideal. El peso de la joven sobre él, combinado con el empuje con que se arrojó a sus brazos lograron que el gastado sofá cediera hacia atrás. El cuerpo del pobre estudiante fue a parar al tanque, donde quedaron incrustados su cabeza y sus hombros. Mientras tanto, sus extremidades inferiores pateaban inútilmente el aire. Ese episodio rebalsó el vaso de la agotada paciencia del profesor. Con dificultad pudo liberarse de esa postura incómoda, y lanzando un grito de furia se lanzó fuera de la casa. En vano fueron las súplicas de Elisa. El profesor tomó su sombrero y despeinado y chorreando agua salió a buscar algún bar donde obtener la comida y la comodidad que le negaban en su casa.
El espíritu de Von Baumgarten iba metido adentro del cuerpo del joven Von Hartmann y recorría el camino que llevaba al centro de la ciudad. Seguía protestando a viva voz por la mala suerte de ese día cuando divisó a un hombre viejo muy alcoholizado. Von Hartmann se quedó esperando a un costado de la calle y observó al hombre tambalearse de Un lado a otro mientras tarareaba una obscena canción de estudiantes. Al principio, lo único que le llamó la atención fue ver a un hombre de apariencia respetable en tan lamentable condición. A medida que este individuo se acercaba a él sintió que lo conocía, pero no podía recordar cuándo o dónde lo había visto antes. La impresión se hizo más fuerte al verlo más de cerca. Por las dudas, avanzó unos pasos y lo miró cuidadosamente.
-Hola- dijo el borracho mirándolo fijamente mientras trataba de mantener su equilibrio-. ¿De dónde demonios te conozco? Sé que te conozco tanto como de toda la vida, pero ahora no recuerdo bien de dónde... ¿Quién diablos eres? -Soy el profesor Von Baumgarten -dijo el de cuerpo de estudiante-. ¿Me permite preguntarle quién es usted? Sus facciones me resultan extrañamente familiares. -No mientas, amigo mío. Eso es muy feo -dijo el otro-.Yo sé que no eres el profesor porque él es un hombre viejo y horrible. En cambio tú eres un muchacho alto, agradable y de anchos hombros. Yo te diré quien soy yo: Fritz von Hartmann, a tus órdenes.
-Le aseguró que ése no es usted -exclamó el cuerpo de Von Hartmann-. En todo caso será su padre. Pero, dígame señor, ¿se dio cuenta de que lleva mis gemelos y la cadena de mi reloj? -¡Maldición! -respondió el otro-. Si ésos no son los pantalones que mi sastre quiere que le pague, prometo no volver a beber cerveza en mi vida. En ese momento, Von Hartman se pasó una mano por la frente. Estaba agobiado por todas las cosas insólitas que le habían ocurrido aquel día. Bajó la mirada y la casualidad hizo que se viera reflejado en un charco de lluvia que se encontraba en la mitad de la calle. Pudo entonces comprobar con gran asombro que su cara era la de un joven y su traje el de un estudiante, y su imagen se veía opuesta, en todo sentido, a la seria y responsable apariencia académica que debía corresponderle. En ese mismo momento, su rápida mente comprendió la secuencia de los últimos hechos ocurridos en su vida y sacó una certera conclusión. La impresión lo hizo tambalearse, también a él. -¡Dios mío! -gritó desesperado y golpeándose el pecho-. Ahora comprendo qué pasó. Nuestras almas fueron a los cuerpos equivocados. Yo soy usted, usted es yo. He demostrado mi teoría... ¡pero con qué costo! ¿Deberá la mente más erudita de toda Europa tener que vivir dentro de una envoltura tan vacía? iOh, el trabajo de toda una vida arruinado para siempre! -Yo lo comprendo -dijo el verdadero Von Hartmann desde el cuerpo del profesor. Y puedo entender muy bien lo que siente. Pero no golpée así a mi pobrecito cuerpo. Estaba en excelentes condiciones cuando usted lo recibió. En cambio, ahora está totalmente mojado y mi camisa está arrugada y tiene un olor espantoso.
¡Qué importancia tienen esos detalles si vamos a tener que quedarnos así para siempre! -contestó Von Baumgarten desde el cuerpo de Von Hartmann-. Pude probar mi teoría, pero de un modo terrible.
-Si yo pensara como usted -le contestó el espíritu del estudiante- sí que sería terrible. ¿Cómo podría ser mi vida de ahora en más metido en este cuerpo quebradizo y viejo? ¿Cómo haría para cortejar a Elisa y convencerla de que no soy su padre? Gracias a Dios que a pesar de la cerveza, que hoy me cayó peor que nunca porque su cuerpo no resiste lo que resiste el mío, se me ocurrió una salida para nuestros problemas. -¿Cuál? -preguntó anhelante el profesor. -Repetir el experimento. Creo que si otra vez dejamos a nuestras almas en libertad tendremos bastantes posibilidades de que encuentren un camino de regreso a sus respectivos cuerpos. Como un ahogado se aferra a un madero, así se aferró el espíritu de Von Baumgarten a esta propuesta. Rápidamente arrastró a su propio cuerpo a un costado de la calle y lo puso en trance. Inmediatamente sacó la bola de cristal de su bolsillo y logró también él quedar en suspensión vital.
Durante la hora siguiente pasaron por allí muchos estudiantes. Algunos se detuvieron asombrados al ver al profesor de Fisiología y su estudiante preferido semidesvanecidos sobre un banco lleno de barro. Pronto se reunió alrededor de ellos una multitud que discutía la posibilidad de llamar a una ambulancia para llevarlos al hospital. Pero en ese momento, el sabio profesor abrió los ojos y miró con aire ausente a su alrededor. Parecía no saber cómo había llegado hasta allí. Y de pronto alzó sus brazos delgados sobre su cabeza y gritó con felicidad: -¡Dios me proteja! ¡Soy yo! ¡Soy yo de nuevo! ¡Me doy cuenta!
La sorpresa de la multitud se hizo aún más grande cuando el estudiante saltó del banco gritando lo mismo y los dos se tomaban de los brazos haciendo unos pasos de baile muy extraños. Después de ese extraño episodio hubo muchas dudas sobre la sanidad mental de sus protagonistas. El profesor publicó sus experiencias en el periódico médico, pero sus colegas le aconsejaron vigilar su mente si no quería terminar en un manicomio. El estudiante también comprobó en carne propia que era mejor no hablar más sobre el tema.
Cuando el serio profesor volvió a su casa, no encontró el cálido recibimiento que podría desear después de tan singulares aventuras. Al contrario. Ambas mujeres le reprocharon su olor a alcohol y a tabaco y el haber estado ausente cuando un joven sinvergüenza se había introducido en la casa y le había faltado el respeto a sus ocupantes. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que el clima familiar del hogar del profesor volviera a su tranquilidad habitual. Y todavía mucho más hasta que se viera entrar a esa casa al joven Von Hartmann. Pero la paciencia y la constancia dan sus frutos, y el estudiante logró finalmente tranquilizar a las enojadas damas y establecerse en el hogar. Y ya no debe preocuparse más por la antipatía de la esposa del profesor porque él se ha convertido en el capitán Von Hartmann, del ejército del emperador y su encantadora esposa Elisa ya le regaló dos pequeños futuros soldaditos, como claro y positivo símbolo de su amor.


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