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martes, 22 de junio de 2010

EL PACIENTE INTERNO -- El Paciente Interno

EL PACIENTE INTERNO
El Paciente Interno
Arthur Conan Doyle

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«Aunque la ley británica no haya podido protegerlo, la espada
de la justicia sigue presente para vengarle.»
Doctor Trevelyan

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Al dar una ojeada a la serie un tanto incoherente de memorias con las que he tratado de
ilustrar algunas de las peculiaridades mentales de mi amigo el señor Sherlock Holmes, me ha
chocado la dificultad que siempre he experimentado al elegir ejemplos que respondan en
todos los aspectos a mi propósito. Y es que en aquellos casos en los que Holmes ha
efectuado algún tour-de-force de razonamiento analítico y ha demostrado el valor de sus
peculiares métodos de investigación, los hechos en sí han sido a menudo tan endebles o tan
vulgares que no he encontrado justificación para exponerlos ante el público. Por otra parte, ha
ocurrido con frecuencia que ha intervenido en alguna investigación cuyos hechos han sido de
un carácter de lo más notable y dramático, pero en la que su participación en determinar sus
causas ha sido menos pronunciada de lo que yo, como biógrafo suyo, pudiera desear. El
asuntillo que he relatado bajo el título Estudio en escarlata y aquel otro caso relacionado con
la desaparición de la Gloria Scott, pueden servir como ejemplos de esas Escila y Caribdis que
siempre están amenazando a su historiador. Bien puede ser que, en el caso sobre el que
ahora me dispongo a escribir, el papel interpretado por mi amigo no quede suficientemente
acentuado y, sin embargo, toda la secuencia de circunstancias es tan notable que no me es
posible omitirla sin más en esta serie.
No puedo estar seguro de la fecha exacta, pues algunos de mis memorandos al respecto se
han extraviado, pero debió de ser hacia el final del primer año durante el cual Holmes y yo
compartimos habitaciones en Baker Street. Hacía un tiempo tempestuoso propio de octubre y
los dos nos habíamos quedado todo el día en casa, yo porque temía enfrentarme al cortante
viento otoñal con mi quebrantada salud, mientras que él estaba sumido en una de aquellas
complicadas investigaciones químicas que tan profundamente le absorbían mientras se
entregaba a ellas. Al atardecer, sin embargo, la rotura de un tubo de ensayo puso un final
prematuro a su búsqueda y le hizo abandonar su silla con una exclamación de impaciencia y
el ceño fruncido.
—Una jornada de trabajo perdida, Watson —dijo, acercándose a la ventana—. ¡Ajá! Han
salido las estrellas y ha menguado el viento. ¿Qué me diria de un paseo a través de Londres?
Yo estaba cansado de nuestra pequeña sala de estar y asentí con placer, mientras me
protegía del aire nocturno con una bufanda subida hasta la nariz. Durante tres horas
caminamos los dos, observando el caleidoscopio siempre cambiante de la vida, con sus
mareas menguante y creciente a lo largo de Fleet Street y del Strand. Holmes se había
despojado de su malhumor temporal, y su conversación característica, con su aguda
observación de los detalles y sutil capacidad deductiva, me mantenía divertido y subyugado.
Dieron las diez antes de que llegáramos a Baker Street. Un brougham esperaba ante nuestra
puerta.
—¡Hum! Un médico... y de medicina general, según veo —comentó Holmes—. No lleva largo
tiempo en el oficio, pero tiene mucho trabajo. ¡Supongo que ha venido a consultarnos! ¡Es una
suerte que hayamos vuelto!
Yo estaba suficientemente familiarizado con los métodos de Holmes para poder seguir su
razonamiento, y ver que la índole y el estado de los diversos instrumentos médicos en el cesto
de mimbre colgado junto al farolillo dentro del coche le había proporcionado los datos para su
rápida deducción. La luz de nuestra ventana, arriba, denotaba que esta tardía visita nos
estaba efectivamente dedicada. Con cierta curiosidad respecto a qué podía habernos enviado
un colega médico a semejantes horas, seguí a Holmes hasta nuestro sanctum.
Un hombre de cara pálida y flaca, con rubias patillas, se levantó de su asiento junto al fuego
apenas entramos nosotros. Su edad tal vez no rebasara los treinta y tres o treinta y cuatro
años, pero su semblante ojeroso y el color poco saludable de su tez indicaban una existencia
que le había minado el vigor y le había despojado de su juventud. Sus ademanes eran tímidos
y nerviosos, como los de un hombre muy sensible, y la mano blanca y delgada que apoyaba
en la repisa de la chimenea era la de un artista más bien que la de un cirujano. Su
indumentaria era discreta y oscura: levita negra, pantalones gris marengo y un toque de color
en su corbata.
—Buenas noches, doctor —le saludó Holmes afablemente—. Me tranquiliza ver que sólo lleva
unos minutos esperando.
—¿Ha hablado con mi cochero, pues?
—No, me lo ha dicho la vela en la mesa lateral. Le ruego que vuelva a sentarse y me haga
saber en qué puedo servirle.
—Soy el doctor Percy Trevelyan —dijo nuestro visitante—, y vivo en el número 403 de Brook
Street.
—¿No es usted el autor de una monografía sobre oscuras lesiones nerviosas? —inquirí.
La satisfacción arreboló sus pálidas mejillas al oír que su obra me era conocida.
—Tan rara vez oigo hablar de ella que ya la consideraba como definitivamente desaparecida
—dijo—. Mis editores me dan las noticias más desalentadoras sobre su cifra de ventas.
Supongo que usted también es médico...
—Cirujano militar retirado.
—Mi afición han sido siempre las enfermedades de origen nervioso. Hubiera deseado hacer
de ellas mi única especialidad, pero, como es natural, hay que aceptar lo primero que se
ponga a mano. Sin embargo, esto se sale de nuestro asunto, señor Sherlock Holmes, y me
consta lo muy valioso que es su tiempo. Lo cierto es que ha ocurrido recientemente una
singular cadena de acontecimientos en mi domicilio de Brook Street y esta noche las cosas
han llegado a un extremo que me ha impedido esperar ni una hora más para venir a pedirle
consejo y ayuda.
Sherlock Holmes se sentó y encendió su pipa.
—Gustosamente procuraré darle ambas cosas —repuso—. Le ruego que me haga un relato
detallado sobre las circunstancias que le han inquietado.
—Alguna de ellas es tan trivial —dijo el doctor Treveyan—, que en realidad casi me
avergüenzo de mencionarla. Pero el asunto es tan inexplicable y el cariz que recientemente
ha tomado es tan enrevesado, que se lo explicaré todo y usted juzgará lo que es esencial y lo
que no lo es.
»Para empezar, me veo obligado a decir algo acerca de mis estudios universitarios. Los cursé
en la Universidad de Londres, y estoy seguro de que no creerán que me dedico indebidas
alabanzas si digo que mis profesores consideraban como muy prometedora mi carrera
estudiantil. Después de graduarme, seguí dedicándome a la investigación, ocupando una
plaza menor en el King’s College Hospital, y tuve la suerte de suscitar un interés considerable
con mis trabajos sobre la patología de la catalepsia y ganar finalmente el premio y la medalla
Bruce Pinkerton por la monografía sobre lesiones nerviosas a la que acaba de aludir su
amigo. No exageraría si dijera que en aquella época existía la impresión general de que me
esperaba una carrera distinguida.
»Pero mi gran obstáculo consistía en mi perentoria necesidad de un capital. Como usted
comprenderá perfectamente, un especialista con miras altas tiene que comenzar en alguna de
una docena de calles de los alrededores de Cavendish Square, todas las cuales exigen
alquileres enormes y grandes gastos de amueblamiento. Además de este desembolso
preliminar, ha de estar en condiciones para mantenerse varios años y para alquilar un carruaje
y un caballo presentables. Esto se hallaba mucho más allá de mis posibilidades, y sólo podía
esperar que, a fuerza de economías, en diez años pudiera ahorrar lo bastante para permitirme
colgar la placa. Pero de pronto un incidente inesperado abrió ante mí una perspectiva
totalmente nueva.
»Se trató de la visita de un caballero llamado Blessington, que era para mí un perfecto
desconocido. Vino una mañana a mis habitaciones y al instante fue al grano.
»—¿Es usted el mismo Percy Trevelyan que ha cursado una carrera tan distinguida y
últimamente ha ganado un gran premio? -preguntó.
»Yo me incliné.
» —Contésteme con franqueza —prosiguió—, pues como verá, ello redunda en su interés.
Tiene usted toda la inteligencia que proporciona el éxito a un hombre. ¿Tiene también el
tacto?
»No pude evitar una sonrisa ante la brusquedad de esta pregunta.
»—Confio tener el que me corresponde —repliqué.
»—¿Alguna mala costumbre? Supongo que no le dará por la bebida, ¿verdad?
» —Verdaderamente, caballero... —exclamé.
»—¿Muy bien! ¡Todo muy bien! Pero no tenía más remedio que preguntárselo. Y con todas
estas cualidades, ¿cómo es que no ejerce?
»Me encogí de hombros.
»—Vamos, hombre, vamos —exclamó con voz estentórea—, la vieja historia de siempre:
«Hay más en un cerebro que en su bolsillo», ¿no es así? ¿Y qué diría si yo le instalara en
Brook Street?
»Me quedé mirándole estupefacto.
»—¡Sí, pero obro en mi interés, no en el de usted!
—gritó—. Le hablaré con perfecta franqueza, y si usted está de acuerdo, yo lo estaré también.
Sepa que tengo unos cuantos miles de libras para invertir, y creo que voy a jugármelos con
usted.
»—¿Pero por qué? —balbuceé.
»—Es como cualquier otra especulación, se lo aseguro, y más conveniente que la mayoría de
ellas.
»—¿Y qué debo hacer yo, pues?
»—Se lo explicaré. Yo buscaré la casa, la amueblaré, pagaré las criadas y lo administraré
todo. Lo único que debe usted hacer es desgastar el asiento de su silla en el gabinete de
consulta. Le dejaré que disponga de dinero de bolsillo y de todo lo necesario. Después, usted
me entregará las tres cuartas partes de lo que gane y se reservará para sí el otro cuarto.
»Y tal fue la extraña proposición, señor Holmes, con la que se me presentó ese Blessington.
No le cansaré con el relato de nuestros regateos y negociaciones, pero terminaron con mi
traslado a la casa el día de la Anunciación y el comienzo de mi labor prácticamente en las
mismas condiciones que él había sugerido. El vino a vivir conmigo, en la categoría de un
paciente interno. Tenía, según parece, el corazón débil y necesitaba una constante
supervisión médica. Convirtió las dos mejores habitaciones de la primera planta en sala de
estar y dormitorio para él. Era hombre de hábitos singulares, que evitaba las compañías y muy
rara vez salía de casa. Su vida era irregular, pero en un aspecto era la regularidad
personificada. Cada noche, a la misma hora, entraba en mi consultorio, examinaba los libros,
depositaba cinco chelines y tres penique por cada guinea que yo hubiera ganado y se llevaba
el resto para guardarlo en la caja fuerte de su habitación.
»Puedo afirmar confiadamente que jamás tuvo motivo para lamentar su especulación. Desde
el primer día, ésta fue un éxito. Unos cuantos casos acertados y la reputación que yo me
había forjado en el hospital me situaron en seguida en primera fila. En el transcurso de los
últimos años he hecho de él un hombre rico.
»Y esto es todo, señor Holmes, en lo tocante a mi historia pasada y mis relaciones con el
señor Blessington. Sólo me queda por explicar lo que ha ocurrido y me ha traído aquí esta
noche.
»Hace unas semanas, el señor Blessington acudió a mí, presa, según me pareció, de una
considerable agitación. Me habló de un robo que, según dijo, se había perpetrado en el West
End. Recuerdo que se mostró exageradamente alarmado al respecto, hasta el punto de
declarar que no pasaría ni un día más sin que añadiéramos unos cerrojos más sólidos a
nuestras puertas y ventanas. Durante una semana se mantuvo en un peculiar estado de
inquietud, acechando continuamente desde la ventana y dejando de practicar el breve paseo
que usualmente constituía el preludio de su cena. Por su actitud, tuve la impresión de que era
presa de un miedo mortal causado por alguien o por algo, pero, cuando le interrogué al
respecto, se mostró tan efusivo que me vi obligado a abandonar ese tema. Gradualmente, con
el paso del tiempo sus temores parecieron extinguirse, y ya había reanudado sus hábitos
anteriores, cuando un nuevo acontecimiento lo redujo al penoso estado de postración en el
que ahora se encuentra.
»Lo que ocurrió fue lo siguiente. Hace dos días recibí la carta que ahora le leeré. No lleva
dirección ni fecha:
« Un noble ruso que ahora reside en Inglaterra, se alegraría de procurarse la
asistencia profesional del doctor Percy Trevelyan. Hace años que es víctima
de ataques de catalepsia, en los que, como es bien sabido, el doctor
Trevelyan es una autoridad. Tiene la intención de visitarle mañana, a las
seis y cuarto de la tarde, si el doctor Trevelyan cree conveniente
encontrarse en su casa.»
»Esta carta me interesó muchísimo, pues la principal dificultad en el estudio de la catalepsia
es la rareza de esta enfermedad. Comprenderá, pues, que me encontrase en mi consultorio
cuando, a la hora convenida, el botones hizo pasar al paciente.
»Era un hombre de avanzada edad, delgado, de expresión grave y aspecto corriente, sin
corresponder ni mucho menos al concepto que uno se forma sobre un noble ruso. Mucho más
me impresionó la apariencia de su acompañante. Era un joven alto, sorprendentemente
apuesto, con una cara morena y de expresión fiera, y las extremidades y pecho de un
Hércules. Con la mano bajo el brazo del otro al entrar, le ayudó a sentarse en una silla con
una ternura que difícilmente se hubiera esperado de él, dado su aspecto.
»—Excuse mi intromisión, doctor —me dijo en inglés con un ligero ceceo—. Es mi padre, y su
salud es para mí una cuestión de la más extrema importancia.
»Me emocionó esta ansiedad filial y dije:
»—Supongo que querrá quedarse aquí durante la visita.
»—¡Por nada del mundo! —gritó con una expresión de horror—. Esto es para mí más penoso
de lo que yo pueda expresar. Si llegara a ver a mi padre en uno de estos terribles ataques,
estoy convencido de que no podría sobrevivir a ello. Mi sistema nervioso es excepcionalmente
sensible. Con su permiso, yo me quedaré en la sala de espera mientras usted reconoce a mi
padre.
»Como es natural, asentí y el joven se retiró. El paciente y yo nos entregamos entonces a una
conversación sobre su caso, y yo tomé notas exhaustivas. No era hombre notable por su
inteligencia y sus respuestas eran con frecuencia oscuras, cosa que atribuí a sus ilimitados
conocimientos de nuestro idioma. De pronto, sin embargo, mientras yo escribía, dejó de
contestar a mis preguntas y, al volverme hacia él, me causó una fuerte impresión verle
sentado muy enhiesto en su silla, mirándome con una cara rígida y totalmente inexpresiva.
Una vez más, era presa de su misteriosa enfermedad.
»Mi primer sentimiento, como ya he dicho, fue de compasión y horror, pero mucho me temo
que el segundo fuese de satisfacción profesional. Tomé nota del pulso y la temperatura de mi
paciente, palpé la rigidez de sus músculos y examiné sus reflejos. No había nada
acusadamente anormal en ninguno de estos factores, lo cual coincidía con mis anteriores
experiencias. En estos casos yo había obtenido buenos resultados con la inhalación de nitrito
de amilo, y el actual parecía una admirable oportunidad para poner a prueba sus virtudes. La
botella estaba abajo, en mi laboratorio, por lo que, dejando a mi paciente sentado en su silla,
corrí a buscarla. Me retrasé un poco, buscándola, digamos cinco minutos, y regresé. ¡Imagine
mi estupefacción al encontrar vacía la habitación! ¡El paciente se había marchado!
»Desde luego, lo primero que hice fue correr en seguida a la sala de espera. El hijo había
desaparecido también. La puerta del vestíbulo de entrada había quedado entornada, pero no
cerrada. Mi botones, que hace pasar a los pacientes, es un chico nuevo en el oficio y nada
tiene de avispado. Espera abajo, y sube para acompañarlos hasta la salida cuando yo toco el
timbre del consultorio. No había oído nada, y el asunto quedó envuelto en el misterio. Poco
después, llegó el señor Blessington de su paseo, pero no le conté nada de lo sucedido, puesto
que, para ser sincero, he adoptado la costumbre de mantener con él, dentro de lo posible un
mínimo de comunicación.
»Pues bien, no pensaba yo que volviera a saber algo más del ruso y su hijo, y puede imaginar
mi asombro cuando esta tarde, a la misma hora, ambos entraron en mi consultorio, tal como
habían hecho antes.
»—Creo doctor que le debo mis sinceras excusas por mi brusca partida de ayer —dijo mi
paciente.
»—Confieso que me sorprendió mucho —repuse.
»—Lo cierto es —explicó— que, cuando me recupero de estos ataques, mi mente siempre
queda como nublada respecto a todo lo que haya ocurrido antes. Me desperté en una
habitación desconocida, tal como me pareció entonces a mí, y me dirigí hacia la calle, como
aturdido, mientras usted se encontraba ausente.
»—Y yo —añadió el hijo—, al ver a mi padre atravesar la puerta de la sala de espera, pensé,
como es natural, que había terminado la visita. Hasta que llegamos a casa, no empecé a
comprender lo que en realidad había sucedido.
»—Bien —dije yo, riéndome—, nada malo ha ocurrido, excepto que el hecho me intrigó
muchísimo. Por consiguiente, caballero, si me hace el favor de pasar a la sala de espera, yo
continuaré gustosamente la visita que ayer tuvo un final tan repentino.
»Durante una media hora, comenté con el anciano sus síntomas y después, tras haberle
extendido una receta, le vi marcharse apoyado en el brazo de su hijo.
»Ya le he dicho que el señor Blessington elegía generalmente esta hora del día para salir a
hacer su ejercicio. Llegó poco después y subió al piso. Momentos más tarde le oí bajar
precipitadamente y entró atropelladamente en mi consultorio, como el hombre al que ha
enloquecido el pánico.
»—¿Quién ha entrado en mi habitación? —gritó.
»—Nadie —contesté.
»—¡Mentira! —chilló—. ¡Suba y lo verá!
»Pasé por alto la grosería de su lenguaje, ya que parecía casi desquiciado a causa del miedo.
Cuando subí con él, me señaló unas huellas de pisadas en la alfombra de color claro.
»—¿Se atreverá a decir que son mías? —gritó.
»Desde luego, eran mucho más grandes que las que él hubiese podido dejar y eran
evidentemente muy recientes. Como saben, esta tarde ha llovido de firme y los únicos
visitantes han sido ellos dos. Debió de ocurrir, pues, que el hombre de la sala de espera, por
alguna razón desconocida y mientras yo estaba ocupado con el otro, hubiera subido a la
habitación de mi paciente interno. Allí nada se tocó ni nada había desaparecido, pero la
evidencia de aquellas huellas demostraba que la intrusión era un hecho del que no se podía
dudar.
»El señor Blessington parecía más excitado por el suceso de cuanto yo hubiese creído
posible, aunque, desde luego, la situación era apta para turbar la tranquilidad de cualquiera.
Llegó incluso a sentarse en una butaca, llorando, y apenas pude conseguir que hablara con
coherencia. Fue sugerencia suya que yo viniese a verle a usted y, claro, en seguida vi que era
una idea acertada, ya que no cabe duda de que el incidente es de lo más singular, aunque se
tenga la impresión de que él exagera enormemente su importancia. Si quieren ustedes volver
conmigo en mi brougham, al menos podrán calmarlo, aunque me cuesta imaginar que pueda
dar una explicación a este notable suceso.
Sherlock Holmes escuchó esta larga narración con una atención que a mí me indicaba que le
había despertado un vivo interés. Su cara era tan impasible como siempre, pero sus párpados
habían descendido con mayor pesadez sobre sus ojos, y el humo se había ensortijado con
más espesor al salir de su pipa, como para dar énfasis a cada episodio curioso en el relato del
doctor. Al llegar nuestro visitante a la conclusión del mismo, Holmes se levantó de un salto sin
pronunciar palabra, me entregó mi sombrero, cogió el suyo de la mesa y seguimos al doctor
Trevelyan hasta la puerta. Al cabo de un cuarto de hora, nos apeábamos ante la puerta de la
residencia del médico en Brook Street, una de aquellas casas sombrías y de fachada lisa que
uno asocia con la práctica médica en el West End. Nos abrió un botones muy jovencito y en
seguida empezamos a subir por la amplia y bien alfombrada escalera.
Sin embargo, una singular interrupción nos obligó a inmovilizamos. La luz en la parte alta se
apagó de repente y de la oscuridad brotó una voz aguda y temblorosa.
—¡Tengo una pistola —chilló—, y les juro que dispararé si se acercan más!
—¡Esto ya es insultante, señor Blessington! —gritó a su vez el doctor Trevelyan.
—Ah, es usted, doctor —dijo la voz con un gran suspiro de alivio—. Pero estos otros
señores... ¿son lo que pretenden ser?
Fuimos conscientes de un largo examen a través de la oscuridad.
—Sí, sí, está bien —aprobó por último la voz—. Pueden subir. Siento que mis precauciones
les hayan molestado.
Mientras hablaba, volvió a encender la luz de gas en la escalera y nos encontramos ante un
hombre de singular catadura, cuya apariencia, al igual que su voz, atestiguaba unos nervios
maltrechos. Estaba muy gordo, pero al parecer en otro tiempo lo había estado mucho más, ya
que la piel colgaba flácidamente en su rostro, formando bolsas, como las mejillas de un perro
sabueso. Tenía un color enfermizo y sus cabellos, escasos y pajizos, parecían erizados por la
intensidad de su emoción. Sostenía en su mano una pistola, pero al avanzar nosotros se la
guardó en el bolsillo.
—Buenas noches, señor Holmes —dijo—. Le agradezco muchísimo que haya venido. Nadie
ha necesitado nunca más que yo sus consejos. Supongo que el doctor Trevelyan le ha
contado esa intolerable intrusión en mis habitaciones.
—Así es —contestó Holmes—. ¿Quiénes son estos dos hombres, señor Blessington, y por
qué desean molestarlo?
—Bueno —contestó el paciente residente no sin cierto nerviosismo—, es dificil, claro, decirlo.
No esperará que conteste a esto, señor Holmes.
—¿Quiere decir que no lo sabe?
—Venga, hágame el favor. Tenga la bondad de entrar aquí.
Indicó el camino hasta su dormitorio, que era amplio y estaba confortablemente amueblado.
—¿Ve esto? —dijo, señalando una gran caja negra junto al extremo de su cama—. Nunca he
sido un hombre muy rico, señor Holmes, y sólo he hecho una inversión en toda mi vida, como
les puede decir el doctor Trevelyan. Pero yo no creo en los bancos; nunca confiaría en un
banquero, señor Holmes. Entre nosotros, lo poco que tengo se encuentra en esta caja, de
modo que comprenderá lo que significa para mí que gente desconocida se abra paso hasta
mis habitaciones.
Holmes miró inquisitivamente a Blessington y meneó la cabeza.
—No me es posible aconsejarle si, como observo, trata usted de engañarme —dijo.
—¡Pero si se lo he contado todo!
Holmes giró sobre sus talones con una expresión de disgusto.
—Buenas noches, doctor Trevelyan —dijo.
-¿Y no me da ningún consejo? -gritó Blessington con voz quebrada.
—El consejo que le doy, señor, es que diga la verdad.
Un minuto después nos encontrábamos en la calle y echábamos a andar hacia casa.
Habíamos cruzado Oxford Street y recorrido la mitad de Harley Street, y aún no había oído ni
una sola palabra de mi compañero.
—Lamento haberle hecho salir a causa de una gestión tan inútil, Watson — dijo por fin—. No
obstante, en el fondo no deja de ser un caso interesante.
—Poco es lo que entiendo en él —confesé.
—Resulta evidente que hay dos hombres, acaso más, pero dos por lo menos, que por alguna
razón están decididos a echarle mano a ese Blessington. No me cabe la menor duda de que,
tanto en la primera como en la segunda ocasión, aquel joven penetró en el dormitorio de
Blessington, mientras su compinche, valiéndose de un truco ingenioso, impedía toda
interferencia por parte del doctor.
—¿Y la catalepsia?
—Una imitación fraudulenta, Watson, aunque no me atrevería a insinuarle tal cosa a nuestro
especialista. Es una dolencia muy fácil de imitar. Yo mismo lo he hecho.
—¿Y qué más?
—Por pura casualidad, Blessington estuvo ausente en cada ocasión. La razón de ellos para
elegir una hora tan inusual para una consulta médica era, obviamente, la de asegurarse de
que no hubiera otros pacientes en la sala de espera. Ocurrió, sin embargo, que esta hora
coincidía con el paseo acostumbrado de Blessington, lo cual parece indicar que no estaban
muy familiarizados con la rutina cotidiana de éste. Desde luego, si meramente hubieran ido en
pos de algún tipo de botín, habrían hecho al menos alguna tentativa para buscarlo. Además,
sé leer en los ojos de un hombre cuando es su piel lo que corre peligro. Es inconcebible que
ese individuo se haya hecho dos enemigos tan vengativos como éstos parecen ser, sin él
saberlo. Tengo la certeza, por tanto, de que sabe quiénes son estos hombres, y de que por
motivos que él conoce suprime este dato. Cabe la posibilidad de que mañana se muestre de
un talante más comunicativo.
—¿No existe otra alternativa grotescamente improbable, sin duda, pero con todo concebible?
—sugerí—. ¿No podría toda la historia del ruso cataléptico y su hijo ser una invención del
doctor Trevelyan, que con finalidades propias haya visitado las habitaciones de Blessington?
A la luz del gas, pude ver que Holmes exhibía una sonrisa divertida ante este brillante
planteamiento mío.
-Mi querido amigo —dijo—, fue una de las primeras soluciones que se me ocurrieron, pero
pronto pude corroborar el relato del doctor. Aquel joven dejó en la alfombra de la escalera
huellas que hicieron superfluo pedir que me enseñaran las que había marcado en la
habitación. Si le digo que sus zapatos eran de punta cuadrada en vez de puntiagudos como
los de Blessington, y que su longitud era superior en más de una pulgada a los del doctor,
reconocerá que no puede haber ninguna duda en cuanto a su identidad. Pero ahora podemos
dormir sobre este asunto, pues me sorprendería que por la mañana no oyéramos algo más
referente a Brook Street.
La profecía de Sherlock Holmes no tardó en cumplirse. Lo cierto es que se cumplió de un
modo harto dramático. A las siete y media de la mañana siguiente, con las primeras luces del
día, le vi de pie y en bata junto a mi cama.
—Un brougham nos está esperando, Watson —me dijo.
—¿Qué ocurre, pues?
—El caso de Brook Street.
—¿Alguna noticia fresca?
—Trágica pero ambigua —me contestó, subiendo la persiana—. Fíjese en esto: una hoja de
una libreta de notas, con «Por el amor de Dios, venga en seguida. P.T.», garrapateado en ella
con un lápiz. Nuestro amigo el doctor estaba en apuros cuando lo escribió. Dése prisa, amigo
mío, pues se trata de una llamada urgente.
En poco más de un cuarto de hora nos encontramos de nuevo en casa del médico. Este salió
corriendo a recibirnos con el horror pintado en su cara.
-¡Vaya calamidad! —gritó, llevándose las manos a las sienes.
-¿Qué ha sucedido?
—Blessington se ha suicidado.
Holmes dejó escapar un silbido.
—Sí, se ha ahorcado durante la noche.
Habíamos entrado y el médico nos había precedido hasta lo que era, evidentemente, la sala
de espera.
—¡Apenas sé lo que hago! —exclamó—. La policía ya está arriba. Es algo que me ha causado
una impresión tremenda.
—¿Cuándo lo descubrió?
—Cada mañana se hace subir una taza de té a primera hora. Cuando entró la camarera, a
eso de las siete, el desdichado estaba colgado en el centro de la habitación. Había atado la
cuerda al gancho en el que estuvo suspendida una lámpara de gran peso, y había saltado
precisamente desde lo alto de la caja fuerte que nos enseñó ayer.
Holmes permaneció unos momentos en profunda cavilación.
-Con su permiso -dijo por fin—, me gustaría subir y echar un vistazo a lo sucedido.
Subimos los dos seguidos por el doctor.
Fue una visión espantosa la que presenciamos al cruzar la puerta del dormitorio. Ya he
hablado de la impresión de flaccidez que causaba aquel hombre llamado Blessington, pero,
colgado del gancho, esta impresión se intensificaba y exageraba hasta que su apariencia
apenas era humana. El cuello estaba retorcido como el de un pollo desplumado, y esto hacía
que el resto del difunto pareciera más obeso y antinatural por contraste. Sólo llevaba su
camisón largo y por debajo de éste aparecían sus hinchados tobillos y deformes pies. Junto a
él, un inspector de policía de porte marcial tomaba notas en una libreta.
—¡Ah, señor Holmes! —exclamó cordialmente al entrar mi amigo—. Me alegra mucho verle.
—Buenos días, señor Lanner —contestó Holmes—. Estoy seguro de que no me considerará
como un intruso. ¿Ha oído hablar de los hechos que han desembocado en este final?
—Sí, algo he oído de ellos.
—¿Se ha formado alguna opinión?
—Por lo que puedo saber, el miedo privó a este hombre de su sano juicio. Como ve, ha
dormido en esta cama; hay en ella su impresión, y bien profunda. Como usted sabe, hacia las
cinco de la mañana es cuando se producen más suicidios. Y ésta debió de ser, más o menos,
la hora en que se ahorcó. Al parecer, fue cosa muy bien estudiada.
—Yo diría que lleva muerto como unas tres horas, a juzgar por la rigidez de los músculos —
dije yo.
—¿Ha observado algo peculiar en la habitación, señor Lanner? —preguntó Holmes.
—He encontrado un destornillador y unos cuantos tornillos en el lavabo. Asimismo, parece ser
que durante la noche fumó lo suyo. Aquí hay cuatro colillas de cigarro que encontré en la
chimenea.
—¡Hum! —hizo Holmes-. ¿Ha visto su boquilla para cigarros?
—No, no he visto ninguna.
—¿Su cigarrera, pues?
—Sí, estaba en el bolsillo de su chaqueta.
Holmes la abrió y olisqueó el único cigarro que contenía.
—Esto es un habano, y estas colillas corresponden a unos cigarros del tipo peculiar que
importan los holandeses de sus colonias en las Indias Orientales. Suelen ir envueltos en paja
y, dada su longitud, son más delgados que los de cualquier otra marca.
Cogió las cuatro colillas y las examinó con su lupa de bolsillo.
—Dos de ellos fueron fumados con boquilla y los otros dos sin ella —prosiguió—. Dos fueron
cortados por una navaja no muy afilada y las puntas de los otros dos fueron mordidas por una
dentadura en excelente condición. Esto no es un suicidio, señor Lanner, es un asesinato muy
bien planeado y realizado a sangre fría.
—¡Imposible! —exclamó el inspector.
—¿Por qué?
—¿Por qué alguien había de asesinar a un hombre por un procedimiento tan torpe como el de
colgarlo?
—Esto es lo que tenemos que averiguar.
—¿Cómo pudieron entrar?
—Por la puerta principal.
—Estaba atrancada.
—Pues fue atrancada después de salir ellos.
—?Cómo lo sabe?
—Vi sus trazas. Excúseme un momento y podré ofrecerle más información al respecto.
Holmes se acercó a la puerta, hizo funcionar la cerradura y la examinó a su manera metódica.
Después sacó la llave, que estaba puesta por el interior y la inspeccionó también. La cama, la
alfombra, las sillas, la repisa de la chimenea, la cuerda y el difunto fueron examinados por
turno, hasta que se declaró satisfecho y, con mi ayuda y la del inspector, bajó aquellos pobres
restos y los depositó reverentemente bajo una sábana.
—¿Qué se sabe de esta cuerda? —preguntó.
—Ha sido cortada de aquí —contestó el doctor Trevelyan, sacando un gran rollo que había
debajo de la cama—. Tenía un temor morboso al fuego y siempre guardaba esto junto a sí
para poder escapar por la ventana en caso de que ardiese la escalera.
—Esto les debe haber allanado el camino —comentó Holmes pensativo—. Sí, los hechos en
sí son muy simples, y me sorprendería que por la tarde no pudiera ofrecerle también los
motivos de los mismos. Me llevaré esta fotografía de Blessington que veo sobre la repisa de la
chimenea, ya que puede ayudarme en mis investigaciones.
—¡Pero no nos ha dicho usted nada! —exclamó el doctor.
—Bien, no puede haber duda en cuanto a la secuencia de los acontecimientos —repuso
Holmes—. Interv-nieron tres sujetos: el hombre joven, el viejo y un tercero sobre cuya
identidad carezco de pistas. Es innecesario observar que los dos primeros son los mismos
que se presentaron disfrazados como el conde ruso y su hijo, por lo que tenemos una
descripción muy completa de ellos. Les franqueó la entrada un cómplice situado dentro de la
casa. Si me permite ofrecerle un breve consejo, inspector, yo arrestaría al botones, que,
según tengo entendido, bien poco tiempo lleva a su servicio, doctor.
—Es que ese joven tunante no aparece —contestó el doctor Trevelyan—. La camarera y la
cocinera lo han estado buscando hace unos momentos.
Holmes se encogió de hombros.
—Ha representado en este drama un papel que ha tenido su importancia — dijo—. Después
de subir los tres hombres por la escaléra, cosa que hicieron de puntillas, con el de más edad
en primer lugar, el más joven en segundo y el hombre desconocido detrás...
—¡Mi querido Holmes! —no pude por menos que exclamar.
—Es que no puede haber discusión en cuanto a la superposición de huellas. Tuve la ventaja
de saber la noche pasada a quién pertenecía cada una de ellas. Subieron así los tres a la
habitación del señor Blessington, cuya puerta encontraron cerrada. Sin embargo, con la ayuda
de un alambre forzaron la llave y le dieron vuelta. Incluso sin lupa, percibirán ustedes los
arañazos en la guarda donde fue aplicada la presión.
»Al entrar en la habitación, su primera acción debió de consistir en amordazar al señor
Blessington. Puede que éste durmiera, o puede que quedara tan paralizado por el terror que
fuese incapaz de gritar. Estas paredes son gruesas y es concebible que su chillido, si es que
tuvo tiempo para proferir uno, no lo oyera nadie.
»Una vez inmovilizado, me resulta evidente que tuvo lugar alguna clase de consulta.
Probablemente, se trató de algo similar a un procedimiento judicial. Debió de haber durado
bastante tiempo, ya que fue entonces cuando se fumaron estos cigarros. El hombre de más
edad estaba sentado en este sillón de mimbre, y era él quien utilizaba la boquilla. El hombre
más joven se sentaba algo más allá, pues dejaba caer su ceniza en esta cómoda. El tercer
individuo paseaba de un lado a otro. Creo que Blessington estaba sentado en la cama,
aunque erguido, pero de esto no puedo estar absolutamente seguro.
»Pues bien, la sesión terminó ahorcando a Blessington. La operación estaba tan prevista que
tengo la impresión de que habían traído consigo una especie de garrucha o polea que pudiera
servir como horca. Es concebible que aquel destornillador y aquellos tornillos estuvieran
destinados a montarla. Sin embargo, al ver el gancho, como es natural se ahorraron este
trabajo. Una vez concluida su tarea, se marcharon, y la puerta fue atrancada detrás de ellos
por su compinche.
Habíamos escuchado todos, con el más profundo interés, este bosquejo de los hechos
nocturnos que Holmes había deducido de unos signos tan sutiles e imperceptibles que,
incluso cuando ya nos los había indicado, apenas nos era posible seguirle en sus
razonamientos. El inspector se ausentó presuroso para indagar sobre el botones, mientras
Holmes y yo regresábamos a Baker Street para desayunar.
—Volveré a las tres —me dijo una vez terminada nuestra colación—. Tanto el inspector como
el doctor se reunirán aquí conmigo a esta hora, y espero que, para entonces, habré disipado
cualquier punto oscuro que el caso pueda todavía presentar.
Nuestros visitantes llegaron a la hora concertada, pero dieron las cuatro menos cuarto antes
de que mi amigo hiciera su aparición. Sin embargo, por su expresión al entrar, pude ver que
todo le había salido redondo.
—¿Alguna noticia, inspector?
—Hemos dado con el muchacho, señor.
—Excelente. Y yo he dado con los hombres.
—¡Ha dado usted con ellos! —gritamos los tres a la vez.
—Al menos he conseguido su identidad. El llamado Blessington es, tal como yo esperaba,
bien conocido en la jefatura de policía, y lo mismo cabe decir de sus asaltantes. Sus nombres
son Biddle, Hayward y Moffat.
—¡La banda del banco Worthingdon! —exclamó el inspector.
—Exactamente —confirmó Holmes.
—¡Entonces Blessington tenía que ser Sutton!
—Esto es.
—Pues bien, con esto, todo queda tan claro como un cristal —dijo el inspector.
Pero Trevelyan y yo nos miramos desconcertados.
—Recordarán, sin duda, el asunto del gran robo en el banco Worthingdon - dijo Holmes—, en
el que tomaron parte cinco hombres, estos cuatro y un quinto llamado Cartwright. Tobin, el
vigilante, fue asesinado, y los ladrones huyeron con siete mil libras. Esto ocurrió en 1875. Los
cinco fueron detenidos, pero las pruebas contra ellos no tenían nada de concluyentes. Ese
Blessington, o Sutton, que era el peor de la pandilla, se convirtió en delator y, debido a su
declaración, Cartwright fue ahorcado y los otros tres fueron sentenciados a quince años cada
uno. Cuando salieron en libertad el otro día, unos años antes de cumplir toda la condena, se
confabularon, como han podido ver, para buscar al traidor y vengar la muerte de su
compañero. Por dos veces trataron de llegar hasta él y fallaron, pero a la tercera, como saben,
se salieron con la suya. ¿Hay algo más que pueda explicar, doctor Trevelyan?
—Creo que lo ha expuesto todo con notable claridad—dijo el doctor—. Sin duda, el día que se
mostró tan excitado fue aquél en que leyó en los periódicos que habían soltado a aquellos
hombres.
—Precisamente. Sus temores acerca de un robo no eran más que una pantalla.
—Pero ¿por qué no podía contarle a usted todo esto?
—Pues bien, mi estimado señor, puesto que conocía el carácter vengativo de sus antiguos
asociados, trataba de ocultar su identidad ante todos, tanto tiempo como le fuera posible. Su
secreto era vergonzoso y no podía decidirse a divulgarlo. No obstante, por miserable que
fuese, seguía viviendo bajo el amparo de la ley británica, y no me cabe duda, inspector, de
que aunque este escudo no haya podido protegerlo, la espada de la justicia sigue presente
para vengarle.
Tales fueron las singulares circunstancias relacionadas con el paciente interno y el médico de
Brook Street. A partir de aquella noche, nada ha sabido la policía de los tres asesinos, y en
Scotland Yard hay la sospecha de que figuraban entre los pasajeros del malhadado vapor
Norah Crema, que desapareció hace unos años con toda su tripulación en la costa
portuguesa, a varias millas al norte de Oporto. La acción judicial contra el botones tuvo que
interrumpirse por falta de pruebas, y el «Misterio de Brook Street», como fue llamado, nunca
ha sido tratado a fondo en ningún texto accesible al público.


LA AVENTURA DE UN CASO DE IDENTIDAD -- ARTHUR CONAN DOYLE




LA AVENTURA DE UN CASO DE
IDENTIDAD
ARTHUR CONAN DOYLE


__________
–Querido compañero mío –dijo Sherlock Holmes estando el y yo sentados a uno y otro lado de la
chimenea, en sus habitaciones de Baker Street–, la vida es infinitamente más extraña que todo
cuanto la mente del hombre podría inventar. No osaríamos concebir ciertas cosas que resultan
verdaderos lugares comunes de la existencia. Si nos fuera posible salir volando por esa ventana
agarrados de la mano, revolotear por encima de esta gran ciudad, levantar suavemente los techos,
y asomarnos a ver las cosas raras que ocurren, las coincidencias extrañas, los proyectos, los
contraproyectos, los asombrosos encadenamientos de circunstancias que laboran a través de las
generaciones y desembocando en los resultados más outré, nos resultarían por demás
trasnochadas e infructíferas todas las obras de ficción, con sus convencionalismos y con sus
conclusiones previstas de antemano.
–Pues yo no estoy convencido de ello –le contesté–. Los casos que salen a la luz en los periódicos
son, por regla general, bastante sosos y bastante vulgares. En nuestros informes policíacos nos
encontramos con el realismo llevado a sus últimos límites, pero, a pesar de ello, el resultado,
preciso es confesarlo, no es ni fascinador ni artístico.
-Se requiere cierta dosis de selección y de discreción al exhibir un efecto realista –comentó
Holmes–. Esto se echa de menos en los informes de la Policía, en los que es más probable ver
subrayadas las vulgaridades del magistrado que los detalles que encierran para un observador la
esencia vital de todo el asunto. Créame, no hay nada tan antinatural como lo vulgar.
Me sonreí, moviendo negativamente la cabeza, y dije:
–Comprendo perfectamente que usted piense de esa manera. Sin duda que, dada su posición de
consejero extraoficial, que presta ayuda a todo aquél que se encuentra totalmente desconcertado,
en toda la superficie de tres continentes, entra usted en contacto con todos los hechos
extraordinarios y sorprendentes que ocurren. Pero aquí –y al decirlo recogí del suelo el periódico
de la mañana–... Hagamos urja experiencia práctica. Aquí tenemos el primer encabezamiento con
que yo tropiezo: «Crueldad de un marido con su mujer.» En total, media columna de letra
impresa, que yo sé, sin necesidad de leerla, que no encierra sino hechos completamente familiares
para mí. Tenemos, claro está, el caso de la otra mujer, de la bebida, del empujón, de! golpe, de las
magulladuras, de la hermana simpática o de la patrona. Los escritores más toscos no podrían
inventar nada más vulgar.
–Pues bien: el ejemplo que usted pone resulta desafortunado para su argumentación –dijo
Holmes, echando mano al periódico y recorriéndolo con la mirada–. Aquí se trata del caso de
separación del matrimonio Dundas; precisamente yo me ocupé de poner en claro algunos detalles
pequeños que tenían relación con el mismo. El marido era abstemio, no había o por medio otra
mujer y la queja que se alegaba era que el marido había con traído la costumbre de terminar
todas las comidas despojándose de su dentadura postiza y tirándosela a su mujer, acto que, usted
convendrá conmigo, no es probable que surja en la imaginación del escritor corriente de novelas.
Tome usted un pellizco de rapé, doctor, y confiese que en el ejemplo que usted puso me te anotado
yo un tanto a mi favor.
Me alargó su caja de oro viejo para el rapé, con una gran amatista en el centro de a tapa. Su
magnificencia contrastaba de tal manera con las costumbres sencillas y la vida llana de Holmes,
que no pude menos de comentar aquel detalle.
–Me había olvidado de que llevo varias semanas sin verlo a usted –me dijo–. Esto es un pequeño
recuerdo del rey de Bohemia en pago de mi colaboración en el caso de los documentos de Irene
Adier.
–~Y el anillo? –le pregunté, mirando al precioso brillante que centelleaba en uno de sus dedos.
–Procede de la familia real de Holanda, pero el asunto en que yo le serví es tan
extraordinariamente delicado que no puedo confiárselo ni siquiera a usted, que ha tenido la
amabilidad de hacer la crónica de uno o dos de mis pequeños problemas.
no tiene en este momento a mano ninguno? –le pregunté con interés.
–Tengo diez o doce, pero ninguno de ellos presenta rasgos que lo hagan destacar. Compréndame,
son de importancia, sin ser interesantes. Precisamente he descubierto que, de ordinario, suele ser
en los asuntos sin importancia donde se presenta un campo mayor de observación, propicio
pido análisis de causa y efecto, que es lo que da su encanto a las investigaciones. Los grandes
crímenes suelen ser los más sencillos, porque, cuanto más grande es el crimen, más evidente
resulta, por regla general, el móvil. En estos casos de que le hablo no hay nada que ofrezca rasgo
alguno de interés, con excepción de uno bastante intrincado que me ha sido enviado desde
Marsella. Sin embargo, bien pudiera ser que tuviera alguna cosa mejor antes que transcurran
unos pocos minutos, porque, o mucho me equivoco, o ahí llega uno de mis clientes.
Holmes se había levantado de su sillón, y estaba en pie entre las cortinas separadas, contemplando
la calle londinense, tristona y de color indefinido. Mirando por encima de su hombro, pude ver yo
en la acera de enfrente a una mujer voluminosa que llevaba alrededor del cuello un boa de piel
tupida, y una gran pluma rizada sobre cl sombrero de anchas alas, ladeado sobre la oreja según la
moda coquetona Duquesa de Devonshire. Esa mujer miraba por debajo de esta gran panoplia
hacia nuestras ventanas con gesto nervioso y vacilante, mientras su cuerpo oscilaba hacia adelante
y hacia atrás, y sus dedos manipulaban inquietos con los botones de su guante. Súbitamente, en un
arranque parecido al del nadador que se tira desde la orilla al agua, cruzó apresuradamente la
calzada, y llegó a nuestros oídos un violento resonar de la campanilla de llamada.
–Antes de ahora he presenciado yo esos síntomas –dijo Holmes, tirando al fuego su cigarrillo–. El
oscilar en la acera significa siempre que se trata de un affaire du coeur. Querría que la aconsejase,
pero no está segura de que su asunto no sea excesivamente delicado para confiárselo a otra
persona. Pues bien: hasta en esto podemos hacer distinciones. La mujer que ha sido gravemente
perjudicada por un hombre, ya no vacila, y el síntoma corriente suele ser la ruptura del alambre
de la campanilla de llamada. En este caso, podemos dar por supuesto que se trata de un asunto
amoroso, pero que la joven no se siente tan irritada como perpleja o dolida. Pero aquí se acerca
ella en persona cara sacarnos de dudas.
Mientras Holmes hablaba, dieron unos golpes en la puerta, y entró el botones para anunciar a la
señorita Mary Sutherland, mientras la interesada dejaba ver su pequeña silueta negra detrás de
aquél, a la manera de un barco mercante con todas sus velas desplegadas detrás del minúsculo
bote piloto. Sherlock Holmes la acogió con la espontánea amabilidad que lo distinguía. Una vez
cerrada la puerta y después de indicarle con una inclinación que se sentase en un sillón, la
contempló de la manera minuciosa, y sin embargo discreta, que era peculiar en el.
¿No le parece –le dijo Holmes– que es un poco molesto para una persona corta de vista como usted
el escribir tanto a máquina?
–Lo fue al principio –contestó ella–, pero ahora sé dónde están las letras sin necesidad de mirar.
De pronto, dándose cuenta de todo el alcance de sus palabras, experimentó un violento sobresalto,
y alzó su vista para mirar con temor y asombro a la cara ancha y de expresión simpática.
-Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes –exclamó–. De otro modo, ¿cómo podía saber eso?
–No le dé importancia –le dijo Holmes, riéndose–, porque la profesión mía consiste en saber cosas.
Es posible que yo me haya entrenado en fijarme en lo que otros pasan por alto. Si no fuera así,
¿qué razón tendría usted para venir a consultarme?
–Vine a consultarle, señor, porque me habló de usted la señora Etherege, el paradero de cuyo
esposo descubrió usted con tanta facilidad cuando la Policía y todo el mundo lo había dado por
muerto. ¡Ay señor Holmes, si usted pudiera hacer eso mismo para mí! No soy rica, pero dispongo
de un centenar de libras al año de renta propia, además de lo poco que gano con la máquina de
escribir, y daría todo ello por saber qué ha sido e señor Hosmer Angel.
–¿Por qué salió a la calle con tal precipitación para consultarme? –preguntó Sherlock Holmes,
juntando unas con otras las yemas de los dedos de sus manos, y con la vista fija en el techo.
También ahora pasó una mirada de sobresalto por el rostro algo inexpresivo de la señorita Mary
Sutherland, y dijo ésta:
–En efecto, me lancé fuera de casa, como disparada, porque me irritó el ver la tranquilidad con
que lo tomaba todo el señor Windibank, es decir, mi padre. No quiso ir a la Policía, ni venir a
usted y, por último, en vista de que él no hacía nada y de que insistía en que nada se había
perdido, me salí de mis casillas, me vestí comoquiera y vine derecha a visitar a usted.
–¿El padre de usted? –dijo Holmes–. Se referirá, seguramente, a su padrastro, puesto que los
apellidos son distintos.
–Sí, es mi padrastro. Le llamo padre, aunque suena a cosa rara; porque sólo me lleva cinco años y
dos meses de edad.
–¿Vive la madre de usted?
–Sí; mi madre vive y está bien. No me gustó mucho, señor Holmes,
cuando ella contrajo matrimonio, muy poco después de morir papá, y lo contrajo con un hombre
casi quince años más joven que ella. Mi padre era fontanero en la Tottenhan Court Road, y dejó al
morir un establecimiento próspero, que mi padre llevó adelante con el capataz, señor Hardy; pero,
al presentarse el señor Windibank, lo vendió, porque éste se consideraba muy por encima de
aquello, pues era viajante en vinos. Les pagaron por el traspaso e intereses cuatro mil setecientas
libras, mucho menos de lo que papá habría conseguido, de haber vivido.
Yo creía que Sherlock Holmes daría muestras de impaciencia ante aquel relato inconexo e
inconsecuente; pero, por el contrario, lo escuchaba con atención reconcentrada.
–¿Proviene del negocio la pequeña renta que usted disfruta? –preguntó Holmes.
–De ninguna manera, señor; se trata de algo en absoluto independiente, y que me fue legado por
mi tío Ned, de Auckland. El dinero está colocado en valores de Nueva Zelanda, al cuatro y medio
por ciento. El capital asciende a dos mil quinientas libras; pero sólo puedo cobrar los intereses.
–Lo que usted me dice me resulta en extremo interesante –le dijo Holmes–. Disponiendo de una
suma tan importante como son cien libras al año, además de lo que usted misma gana, viajará
usted, sin duda, un poco y se concederá toda clase de caprichos. En mi opinión, una mujer soltera
puede vivir muy decentemente con un ingreso de sesenta libras.
–Yo podría hacerlo con una cantidad muy inferior a ésa, señor Holmes; pero ya comprenderá que,
mientras viva en casa, no deseo ser una carga para ellos, y son ellos quienes invierten el dinero
mío. Naturalmente, eso ocurre sólo por ahora. El señor Windibank es quien cobra todos los
trimestres mis intereses, él se los entrega a mi madre y yo me las arreglo muy bien con lo que gano
escribiendo a máquina. Me pagan dos peniques por hoja, y hay muchos días en que escribo de
quince a veinte hojas.
–Me ha expuesto usted su situación con toda claridad –le dijo Holmes–. Este señor es mi amigo el
doctor Watson, y usted puede hablar en su pre-sencia con la misma franqueza que delante de mí.
Tenga, pues, la bondad de contarnos todo lo que haya referente a sus relaciones con el señor
Hosmer Angel.
La cara de la señorita Sutherland se cubrió de rubor, y sus dedos empezaron a pellizcar
nerviosamente la orla de su chaqueta.
–Lo conocí en el baile de los gasistas –nos dijo–. Acostumbraban enviar entradas a mi padre en
vida de éste y siguieron acordándose de nosotros, enviándoselas a mi madre. El señor Windibank
no quiso ir, nunca quería ir con nosotras a ninguna parte. Bastaba para sacarlo de sus casillas el
que yo manifestase deseos de ir, aunque sólo fuese a una fiesta de escuela dominical. Sin embargo,
en aquella ocasión me empeñé en ir, y dije que iría porque, ¿qué derecho tenía él a impedírmelo?
Afirmó que la gente que acudiría no era como para que nosotros alternásemos con ella, siendo así
que se hallarían presentes todos los amigos de mi padre. Aseguró también que yo no tenía vestido
decente, aunque disponía del de terciopelo color púrpura, que ni siquiera había sacado hasta
entonces del cajón. Finalmente, viendo que no se salía con la suya, marchó a Francia para negocios
de su firma, y
nosotras, mi madre y yo, fuimos al baile, acompañadas del señor Hardy, el que había sido nuestro
encargado, y allí me presentaron al señor Hosmer Angel.
–Me imagino –dijo Holmes– que, cuando el señor Windibank regresó de Francia, se molestó
muchísimo por que ustedes hubiesen ido al baile.
–Pues, verá usted; lo tomó muy a bien. Recuerdo que se echó a reír, se en-cogió de hombros, y
afirmó que era inútil negarle nada a una mujer, porque ésta se salía siempre con la suya.
–Comprendo. De modo que en el baile de los gasistas conoció usted a un caballero llamado
Hosmer Angel.
–Sí, señor. Lo conocí esa noche, y al día siguiente nos visitó para pregun-tar si habíamos regresado
bien a casa. Después de eso nos entrevistamos con él; es decir, señor Holmes, me entrevisté yo con
él dos veces, en que salimos de paseo; pero mi padre regresó a casa, y el señor Hosmer Angel ya no
pudo venir de visita a ella.
–Verá usted, mi padre no quiso ni oír hablar de semejante cosa. No le gustaba recibir visitas, si
podía evitarlas, y acostumbraba decir que la mujer debería ser feliz dentro ¿e su propio círculo
familiar. Pero, como yo le decía a mi madre, la mujer necesita empezar por crearse su propio
círculo, cosa que yo no había conseguido todavía.
–~Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo intento alguno para verse con usted?
–Pues verá, mi padre iba a marchar a Francia otra vez una semana más tarde, y Hosmer me
escribió diciendo que sería mejor y más seguro el que no nos viésemos hasta que hubiese
emprendido viaje. Mientras tanto, podíamos escribirnos, y él lo hacía diariamente. Yo recibía las
cartas por la mañana, de modo que no había necesidad de que mi padre se enterase.
–¿Estaba usted ya entonces comprometida a casarse con ese caballero?
–Claro que sí, señor Holmes. Nos prometimos después del primer paseo que dimos juntos.
Hosmer, el señor Angel, era cajero en unas oficinas de Leadenhall Street, y...
–¿En qué oficinas?
–Eso es lo peor del caso, señor Holmes, que lo ignoro.
–¿Dónde residía en aquel entonces?
–Dormía en el mismo local de las oficinas.
no tiene usted su dirección?
–No, fuera de que estaban en Leadenhall Street.
–~Y adónde, pues, le dirigía usted sus cartas?
–A la oficina de Correos de Leadenhall, para ser retiradas personalmente. Me dijo que si se las
enviaba a las oficinas, los demás escribientes le embromarían por recibir cartas de una dama; me
brindé, pues, a escribírselas a máquina, igual que hacía él con las suyas, pero no quiso aceptarlo,
afirman o que cuando eran de mi puño y letra le producían, en efecto, la impresión de que
procedían de mí, pero que si se las escribía a máquina le daban la sensación de que ésta se
interponía entre él y yo. Por ese detalle podrá usted ver señor Holmes, cuánto me quería, y en qué
insignificancias se fijaba.
–Sí, eso fue muy sugestivo –dijo Holmes–. Desde hace mucho tiempo tengo yo por axioma el de que
las cosas pequeñas son infinitamente las más importantes. ¿No recuerda usted algunas otras
pequeñeces referentes al señor Hosmer Angel?
–Era un hombre muy vergonzoso, señor Holmes. Prefería pasearse con-migo ya oscurecido, y no
durante el día, afirmando que le repugnaba que se fijasen en él. Sí; era muy retraído y muy
caballeroso. Hasta su voz tenía un timbre muy meloso. Siendo joven sufrió, según me dijo, de
anginas e hinchazón de las glándulas, y desde entonces le quedó la garganta débil y una ma-nera
de hablar vacilante y como si se expresara cuchicheando. Vestía siempre muy bien, con mucha
pulcritud y sencillez, pero padecía, lo mismo que yo, debilidad de la vista, y usaba cristales de
color para defenderse de la luz.
–~Y qué ocurrió cuando regresó a Francia su padrastro el señor Windibank?
–El señor Hosmer Angel volvió de visita a nuestra casa, y propuso que nos casásemos antes del
regreso de mi padre. Tenía una prisa terrible, y me hizo jurar, con las manos sobre los Evangelios
que, ocurriese lo que ocurriese, le sería siempre fiel. Mi madre dijo que tenía razón en pedirme ese
juramento, y que con ello demostraba la pasión que sentía por mí. Mi madre se puso desde el
primer momento de su parte, y mostraba por él mayor simpatía aún que yo. Pero cuando
empezaron a hablar de celebrar la boda aquella misma semana, empecé yo a preguntar qué le
parecería a mi padre; pero los dos me dijeron que no me preocupase de él, que ya se lo diríamos
después, y mi madre afirmó que ella lo conformaría. Señor Holmes, eso no me gustó del todo. Me
producía un efecto raro el tener que solicitar su autorización, siendo como era muy poco más viejo
que yo; pero no quise hacer nada a escondidas, y escribí ami padre a Burdeos, donde la compañía
en que trabaja tiene sus oficinas de Francia, pero la carta me llegó devuelta la misma mañana de
la boda.
–¿No coincidió con él, verdad?
–No, porque se había puesto en camino para Inglaterra poco antes que llegase.
–¡Mala suerte! De modo que su boda quedó fijada para el viernes. ¿Iba a celebrarse en la iglesia?
–Sí, señor, pero muy calladamente. Iba a celebrarse en St. Saviour, cerca de King’s Cross, y
después de la ceremoniá nos íbamos a desayunar en el St. Pancras Hotel. Hosmer vino a buscarnos
en un hanson, pero como nosotras éramos sólo dos, nos metió en el mismo coche, y él tomó otro de
cuatro ruedas, porque era el único que había en la calle. Nosotros fuimos las pri-meras en llegar a
la iglesia, y cuando lo hizo el coche de cuatro ruedas espe-rábamos que Hosmer se apearía del
mismo; pero no se apeó, y cuando el cochero bajó del pescante y miró al interior, ¡allí no había
nadie! El cochero manifestó que no acertaba a imaginarse qué había podido hacerse del viajero,
porque lo había visto con sus propios ojos subir al coche. Eso ocurrió el viernes pasado, señor
Holmes, y desde entonces no he tenido ninguna noticia que pueda arrojar luz sobre su paradero.
–Me parece que se han portado con usted de una manera vergonzosa
–dijo Holmes.
¡No señor! Era un hombre demasiado bueno y cariñoso para abandonarme de ese modo. Durante
toda la mañana no hizo otra cosa que insistir en que, ocurriese lo que ocurriese, tenía yo que
seguir siéndole fiel; que aunque algo imprevisto nos separase al uno del otro, tenía yo que
acordarme siempre de que me había comprometido a él, y que más pronto o más tarde se
presentaría a exigirme el cumplimiento de mi promesa. Eran palabras que resultaban extrañas
para dichas la mañana de una boda, pero adquieren sentido por lo que ha ocurrido después.
–Lo adquieren, con toda evidencia. ¿Según eso, usted está en la creencia de que le ha ocurrido
alguna catástrofe imprevista?
–Sí, señor. Creo que él previó algún peligro, pues de lo contrario no habría hablado como habló. Y
pienso, además, que ocurrió lo que él había previsto.
no tiene usted idea alguna de qué pudo ser?
–Absolutamente ninguna.
–Otra pregunta más: ¿Cuál fue la actitud de su madre en el asunto?
–Se puso furiosa, y me dijo que yo no debía volver a hablar jamás de lo ocurrido.
su padre? ¿Se lo contó usted?
–Sí, y pareció pensar, al igual que yo, que algo le había sucedido a Hosmer, y que yo volvería a
tener noticias de él. Porque, me decía, ¿qué interés podía tener nadie en llevarme hasta las puertas
de la iglesia, y abandonarme allí? Si él me hubiese pedido dinero prestado, o si, después de casarse
conmigo, hubiese conseguido poner mi capital a nombre suyo, pudiera haber una razón; pero
Hosmer no quería depender de nadie en cuestión de dinero, y nunca quiso aceptar ni un solo
chelín mío. ¿Qué podía, pues, haber ocurrido? ¿Y por qué no puede escribir? Sólo de pensarlo me
pongo medio loca. Y no puedo pegar ojo en toda la noche.
Sacó de su manguito un pañuelo, y empezó a verter en él sus profundos sollozos. Sherlock Holmes
le dijo, levantándose:
–Examinaré el caso en interés de usted, y no dudo de que llegaremos a resultados concretos.
pensamiento del mismo. Y sobre todo, procure que el señor Hosmer Angel se desvanezca de su
memoria, de la misma manera que él se ha desvanecido de su vida.
–¿Cree usted entonces que ya no volveré a verlo más?
–Me temo que no.
–¿Qué le ha ocurrido entonces?
–Deje a mi cargo esa cuestión. Desearía poseer una descripción exacta de esa persona, y cuantas
cartas del mismo pueda usted entregarme.
–El sábado pasado puse un anuncio pidiendo noticias suyas en el Chronicle –dijo la joven–. Aquí
tiene el texto, y aquí tiene también cuatro cartas suyas.
–Gracias. ¿La dirección de usted?
–Lyon Place, número treinta y uno, Camberwell.
-Por lo que he podido entender, el señor Angel no le dio nunca su dirección. ¿Dónde trabaja el
padre de usted?
–Es viajante de Westhouse & Marbank, los grandes importadores de clarete, de Fenchurch Street.
–Gracias. Me ha expuesto usted su problema con gran claridad. Deje aquí los documentos, y
acuérdese del consejo que le he dado. Considere todo el incidente como un libro cerrado, y no
permita que ejerza influencia sobre su vida.
–Es usted muy amable, señor Holmes, pero yo no puedo hacer eso. Permaneceré fiel al señor
Hosmer. Me hallará dispuesta cuando él vuelva.
A pesar de lo absurdo del sombrero y de su cara inexpresiva, tenía algo de noble, que imponía
respeto, la fe sencilla de nuestra visitante. Depositó encima de la mesa su pequeño lío de papeles, y
siguió su camino con la promesa de presentarse siempre que la llamase el señor Holmes.
Sherlock Holmes permaneció silencioso durante algunos minutos, con las yemas de los dedos
juntas, las piernas alargadas hacia adelante y la mirada dirigida hacia el techo. Cogió luego del
colgadero la vieja y aceitosa pipa de arcilla, que era para él como su consejera y, una vez
encendida, se recostó en la silla, lanzando de sí en espirales las guirnaldas de una nube es-pesa de
humo azul, con una expresión de languidez infinita en su cara.
–Esta moza constituye un estudio muy interesante –comentó–. Ella me ha resultado más
interesante que su pequeño problema, el que, dicho sea de paso, es bastante trillado. Si usted
consulta mi índice, hallará casos paralelos: en Andover, el año setenta y siete, y algo que se le
parece ocurrió también en La Haya el año pasado. Sin embargo, por vieja que sea la idea, contiene
uno o dos detalles que me han resultado nuevos. Pero la persona de la moza fue sumamente
aleccionadora.
–Me pareció que observaba usted en ella muchas cosas que eran completamente invisibles para mí
–le hice notar.
–Invisibles no, Watson, sino inobservadas. Usted no supo dónde mirar, y por eso se le pasó por alto
todo lo importante. No consigo convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugeridoras que
son las uñas de los pulgares, de los problemas cuya solución depende de un cordón de los zapatos.
Veamos. ¿Qué dedujo usted del aspecto exterior de esa mujer? Descríbamelo.
–Llevaba un sombrero de paja, de alas anchas y de color pizarra, con una pluma de color rojo
ladrillo. Su chaqueta era negra, adornada con abalorios negros y con una orla de pequeñas
cuentas de azabache. El vestido era color marrón, algo más oscuro que el café, con una pequeña
tira de felpa púrpura en el cuello y en las mangas. Sus guantes tira banagrises, completamente
desgastados en el dedo índice de la mano derecha. No me fijé en sus botas. Ella es pequeña,
redonda, con aros de oro en las orejas y un aspecto general de persona que vive bastante bien,
pero de una manera vulgar, cómoda y sin preocupaciones.
Sherlock Holmes palmeó suavemente con ambas manos y se rió por lo bajo.
–Por vida mía, Watson, que está usted haciendo progresos. Lo ha hecho usted pero que muy bien.
Es cierto que se le ha pasado por alto todo cuanto tenia importancia, pero ha dado usted con el
método, y posee una visión rápida del color. Nunca se confíe a impresiones generales, muchacho,
concéntrese en los detalles. Lo primero que yo miro son las mangas de una mu-jer. En el hombre
tiene quizá mayor importancia la rodillera del pantalón.
Según ha podido usted advertir, esta mujer lucía felpa en las mangas, y la felpa es un material
muy útil para descubrir rastros. La doble línea, un poco más arriba de la muñeca, en el sitio donde
la mecanógrafa hace presión contra la mesa, estaba perfectamente marcada. Las máquinas de
coser movidas a mano dejan una señal similar, pero sólo sobre el brazo izquierdo y en la parte más
alejada del dedo pulgar, en vez de marcarlá cruzando la parte más ancha, como la tenía ésta.
Luego miré a su cara, y descubrí en ambos lados de su nariz la señal de unas gafas a presión, todo
lo cual me permitió aventurar mi observación sobre la cortedad de vista y la escritura, lo que
pareció sorprender a la joven.
–También me sorprendió a mi.
–Sin embargo, era cosa que estaba a la vista. Me sorprendió mucho, después de eso, y me interesó,
al mirar hacia abajo, el observar que, a pesar de que las botas que llevaba no eran de distinto
número, sí que eran despare-jas, porque una tenía la puntera con ligeros adornos, mientras que la
otra era lisa. La una tenía abrochados únicamente los dos botones de abajo (eran cinco), y la otra
los botones primero, tercero y quinto. Pues bien:
cuando una señorita joven, correctamente vestida en todo lo demás, ha salido de su casa con las
botas desparejas y a medio abrochar, no significa gran cosa el deducir que salió con mucha
precipitación.
–~Y qué más? –le pregunté, vivamente interesado, como siempre me ocurría, con los incisivos
razonamientos de mi amigo.
–Advertí, de pasada, que había escrito una carta antes de salir de casa, pero cuando estaba ya
completamente vestida. Usted se fijó en que el dedo índice de la mano derecha de su guante estaba
roto, pero no se fijó, por lo visto, en que tanto el guante como el dedo estaban manchados de tinta
violeta. Había escrito con mucha prisa, y había metido demasiado la pluma en el tintero. Eso debió
de ocurrir esta mañana, pues de lo contrario la mancha de tinta no estaría fresca en el dedo. Todo
esto resulta divertido, aunque sea elemental, Watson, pero es preciso que vuelva al asunto. ¿Tiene
usted inconveniente en leerme la descripción del señor Hosmer Angel que se da en el anuncio?
Puse de manera que le diese la luz el pequeño anuncio impreso, que decía:
«Desaparecido la mañana del día 14 un caballero llamado Hosmer Angel. Estatura, unos cinco
pies y siete pulgadas; de fuerte conformación, cutis cetrino, pelo negro, una pequeña calva en el
centro, hirsuto, con largas patillas y bigote; usa gafas con cristales de color y habla con alguna
dificultad. La última vez que se le vio vestía levita negra con solapas de seda, cha-leco negro,
albertina de oro y pantalón gris de paño Harris, con polainas oscuras sobre botas de elástico.
Sábese que estaba empleado en una oficina de la calle Leadenhall Street. Cualquiera que
proporcione, etc., etcétera.»
–Con eso basta –dijo Holmes–. Por lo que hace a las cartas –dijo pasándoles la vista por encima–
son de lo más vulgar. No existe en ellas pista alguna que nos conduzca al señor Angel, salvo la de
que cita una vez a Balzac. Sin embargo, hay un detalle notable, y que no dudo le sorprenderá a
usted.
–Que están escritas a máquina –hice notar yo.
–No sólo eso, sino que incluso lo está la firma. Fíjese en la pequeña y limpia inscripción de Hosmer
Angel que hay al pie. Tenemos, como usted ve, una fecha, pero no la dirección completa, fuera de
lo de Leadenhall Street, lo cual es bastante vago. Este detalle de la firma es muy sugeridor; a decir
verdad, pudiéramos calificarlo de probatorio.
–~Y qué prueba?
–¿Es posible, querido compañero, que no advierta usted la marcada di-rección que da al caso éste?
–Mentiría si dijese que la veo, como no sea la de que lo hacía para poder negar su firma en el caso
de que fuera demandado por ruptura de compromiso matrimonial.
–No, no se trataba de eso. Sin embargo, voy a escribir dos cartas que nos sacarán de dudas a ese
respecto. La una para cierta firma comercial de la City y la otra al padrastro de esta señorita, el
señor Windibank, en la que le pediré que venga a vernos aquí mañana a las seis de la tarde. Es
igual que tratemos del caso con los parientes varones. Y ahora, doctor, nada podemos hacer hasta
que nos lleguen las contestaciones a estas dos cartas, de modo que podemos dejar el asuntillo en el
estante mientras tanto.
Tantas razones tenía yo por entonces de creer en la sutil capacidad de razonamiento de mi amigo,
y en su extraordinaria energía para la acción, que experimenté el convencimiento de que debía de
tener alguna base sólida para tratar de manera tan segura y desenvuelta el extraño misterio cuyo
sondeo le habían encomendado. Tan sólo en una ocasión le había visto fracasar, a saber: en la de
la fotografía de Irene Adler y del rey de Bohemia; pero al repasar en mi memoria el tan misterioso
asunto del Signo de los Cuatro y las circunstancias extraordinarias que rodearon al Estudio en
escarlata, tuve el convencimiento de que tendría que ser muy enrevesada la maraña que él no
fuese capaz de desenredar.
Me marché y lo dejé dando bocanadas en su pipa de arcilla, convencido de que, cuando yo volviese
por allí al día siguiente por la tarde, me encontraría con que Holmes tenía en sus manos todas las
pistas que le conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita Mary
Sutherland.
Ocupaba por aquel entonces toda mi atención un caso profesional de extrema gravedad, y estuve
durante todo el día siguiente atareado junto al lecho del enfermo. No quedé libre hasta que ya iban
a dar las seis, y entonces salté a un coche hanson y me hice llevar a Baker Street, medio asustado
ante la posibilidad de llegar demasiado tarde para asistir al denouément del pequeño misterio. Sin
embargo, me encontré a Sherlock Holmes sin compañía, medio dormido y con su cuerpo largo y
delgado hecho un ovillo en las profundidades de su sillón. Un formidable despliegue de botellas y
tubos de ensayo, y el inconfundible y acre olor del ácido hidroclórico, me dijeron que se había
pasado el día dedicado a las manipulaciones químicas a que era tan aficionado.
–Qué, ¿lo resolvió usted? –le pregunté al entrar.
–Sí. Era el bisulfato de barita.
¡No, no! ¡El misterio! –le grité.
¡Ob, eso! Creí que se refería a la sal que había estado manipulando.
Como le dije ayer, en este asunto no hubo nunca misterio alguno, aunque si algunos detalles de
interés. El único inconveniente con que nos encontramos es el de que, según parece, no existe ley
alguna que permita castigar al granuja este.
–~Y quién era el granuja, y qué se propuso con abandonar a la señorita Sutherland?
No había apenas salido de mi boca la pregunta, y aún no había abierto Holmes los labios para
contestar, cuando oímos fuertes pisadas en el pasillo y unos golpecitos a la puerta.
–Ahí tenemos al padrastro de la joven, el señor Windibank –dijo Holmes–. Me escribió
diciéndome que estaría aquí a las seis... ¡Adelante!
El hombre que entró era corpulento y de estatura mediana, de unos treinta años de edad,
completamente rasurado, de cutis cetrino, de maneras melosas e insinuantes y con un par de ojos
asombrosamente agudos y penetrantes. Disparó hacia cada uno de nosotros dos una mirada
interrogadora, puso su brillante sombrero de copa encima del armario y, después de una leve
inclinación de cabeza, se sentó en la silla que tenía más cerca, a su lado mismo.
–Buenas tardes, señor James Windibank –le dijo Holmes–. Creo que es usted quien me ha enviado
esta carta escrita a máquina, citándose conmigo a las seis, ¿no es cierto?
–En efecto, señor. Me temo que he llegado con un pequeño retraso, pero tenga en cuenta que no
puedo disponer de mi persona libremente. Siento que la señorita Sutherland le haya molestado a
usted a propósito de esta minucia, porque creo que es mucho mejor no sacar a pública colada estos
trapos sucios. Vino muy contra mi voluntad, pero es una joven muy excitable e impulsiva, como
habrá usted podido darse cuenta, y no es fácil frenarla cuando ha tomado una resolución. Claro
está que no me importa tanto tratándose de usted, que no tiene nada que ver con la Policía oficial,
pero no resulta agradable el que se airee fuera de casa un pequeño contratiempo familiar como
éste. Además, se trata de un gasto inútil, porque, ¿cómo va usted a encontrar a este Hosmer
Angel?
–Por el contrario –dijo tranquilamente Holmes–, tengo toda clase de razones para creer que
lograré encontrar a ese señor.
El señor Windibank experimentó un violento sobresalto, y dejó caer sus guantes, diciendo:
–Me encanta oír decir eso.
–Resulta curioso –comentó Holmes– el que las máquinas de escribir den a la escritura tanta
individualidad como cuando se escribe a mano. No hay dos máquinas de escribir iguales, salvo
cuando son completamente nuevas. Hay unas letras que se desgastan más que otras, y algunas de
ellas golpean sólo con un lado. Pues bien: señor Windibank, fíjese en que se da el caso en esta carta
suya de que todas las letras e son algo borrosas, y que en el ganchito de la letra erre hay un ligero
defecto. Tiene su carta otras catorce características, pero estas dos son las más evidentes.
–Escribimos toda nuestra correspondencia en la oficina con esta máquina, y por eso sin duda está
algo gastada –contestó nuestro visitante, clavando la mirada de sus ojillos brillantes en Holmes.
–Y ahora, señor Windibank, voy a mostrarle algo que constituye verdaderamente un estudio
interesantísimo –continuó Holmes–. Estoy pensando en escribir cualquier día de éstos otra
pequeña monografía acerca de la máquina de escribir y de sus relaciones con el crimen. Es un
tema al que he consagrado alguna atención. Tengo aquí cuatro cartas que según parece proceden
del hombre que buscamos. Todas ellas están escritas a máquina, y en todas ellas se observa no
solamente que las ees son borrosas y las erres sin ganchito, sino que tienen también, si uno se sirve
de los lentes de aumento, las otras catorce características a las que me he referido.
El señor Windibank saltó de su asiento y echó mano a su sombrero, diciendo:
–Señor Holmes, yo no puedo perder el tiempo escuchando esta clase de charlas fantásticas. Si
usted puede apoderarse de ese hombre, hágalo, y avíseme después.
–Desde luego –dijo Holmes, cruzando la habitación y haciendo girar la llave de la puerta–. Por eso
le notifico ahora que lo he atrapado.
–¡Cómo! ¿Dónde? –gritó el señor Windibank, y hasta sus labios palidecieron mientras miraba a
todas partes igual que rata cogida en la trampa.
–Es inútil todo lo que haga, es verdaderamente inútil –le dijo con voz suave Holmes–. Señor
Windibank, la cosa no tiene vuelta de hoja. Es demasiado transparente, y no me hizo usted ningún
elogio cuando dijo que me sería imposible resolver un problema tan sencillo. Bien, siéntese, y
hablemos.
Nuestro visitante se desplomó en una silla con el rostro lívido y un brillo de sudor por toda su
frente, balbuciendo:
–No cae dentro de la ley.
–Mucho me lo temo; pero, de mí para usted, Windibank, ha sido una artimaña cruel, egoísta y
despiadada, que usted llevó a cabo de un modo tan ruin como yo jamás he conocido. Y ahora,
permítame tan sólo repasar el curso de los hechos, y contradígame si en algo me equivoco.
Nuestro hombre estaba encogido en su asiento, con la cabeza caída sobre el pecho, como persona
que ha sido totalmente aplastada. Holmes colocó sus pies en alto, apoyándolos en la repisa de la
chimenea, y echándose hacia atrás en su sillón, con las manos en los bolsillos, comenzó a hablar, en
apariencia para sí mismo más bien que para nosotros, y dijo:
–El hombreen cuestión se casó con una mujer mucho más vieja que él; lo hizo por su dinero y,
además, disfrutaba del dinero de la hija mientras ésta vivía con ellos. Esta última cantidad era de
importancia para gentes de su posición, y el perderla habría equivalido a una diferencia notable.
Valía la pena de realizar un esfuerzo para conservarla. La hija era de carácter bondadoso y
amable; cariñosa y sensible en sus maneras; resultaba, pues, evidente que con sus buenas dotes
personales y su pequeña renta, no la dejarían permanecer soltera mucho tiempo. Ahora bien y
como es natural, su matrimonio equivalía a perder cien libras anuales y, ¿qué hizo entonces para
impedirlo el padrastro? Adoptó la norma fácil de mantenerla dentro de casa, prohibiéndole el
trato con otras personas de su misma edad. Pero pronto comprendió que semejante sistema no
sería eficaz siempre. La joven se sintió desasosegada y reclamó sus derechos, terminando por
anunciar su propósito terminante de concurrir a determinado baile. ¿Qué hace entonces su hábil
padrastro? Concibe un plan que hace más honor a su cabeza que a su corazón. Se disfrazó, con la
complicidad y ayuda de su esposa, se cubrió sus ojos de aguda mirada con cristales de color,
enmascaró su rostro con un bigote y un par de hirsutas patillas. rebajó el timbre claro de su voz
hasta convertirlo en cuchicheo insinuante y, doblemente seguro porque la muchacha era corta de
vista, se presentó bajo el nombre de señor Hosmer Angel, y alejó a los demás pretendientes,
haciéndole el amor él mismo.
–Al principio fue sólo una broma –gimió nuestro visitante–. Jamás pensamos que ella se dejase
llevar tan adelante.
–Es muy probable que no. Fuese como fuese, la muchacha se enamoró por completo, y estando
como estaba convencida de que su padrastro se h aliaba en Francia, ni por un solo momento se le
pasó por la imaginación la sospecha de que fuese víctima de una traición. Las atenciones que con
ella tenía el caballero la halagaron, y la admiración, ruidosamente manifestada por su madre,
contribuyó a que su impresión fuese mayor. Acto continuo, el señor Angel da comienzo a sus
visitas, siendo evidente que si había de conseguirse un auténtico efecto, era preciso llevar la cosa
todo lo lejos que fuese posible. Hubo entrevistas y un compromiso matrimonial, que evitaría que la
joven enderezase sus afectos hacia ninguna otra persona. Sin embargo, no era posible mantener el
engaño para siempre. Los supuestos viajes a Francia resultaban bastante embarazosos. Se
imponía claramente la necesidad de llevar el negocio a término de una manera tan dramática que
dejase una impresión permanente en el alma de la joven, y que la impidiese durante algún tiempo
poner los ojos en otro pretendiente. Por eso se le exigieron aquellos juramentos de fidelidad con la
mano puesta en los Evangelios, y por eso también las alusiones a la posibilidad de que ocurriese
algo la mañana misma de la boda. James Windibank quería que la señorita Sutherland se ligase a
Homer Angel de tal manera, que permaneciese en una in-certidumbre tal acerca de su paradero,
que durante los próximos diez años al menos, no prestase oídos a otro hombre. La condujo hasta
la puerta de la iglesia, y entonces, como ya no podía llevar las cosas más adelante, desapareció
oportunamente, recurriendo al viejo truco de entrar en el coche de cuatro ruedas por una
portezuela y salir por la otra. Así es, señor Windibank, como se encadenaron los hechos, según yo
creo.
Mientras Holmes estuvo hablando, nuestro visitante había recobrado en parte su aplomo, y al oír
esas palabras se levantó de la silla y dijo con frío gesto de burla en su pálido rostro:
–Quizá, señor Holmes, todo haya ocurrido de esa manera, y quizá no; pero si usted es tan agudo,
debería serlo lo bastante para saber que es usted quien está faltando ahora a la ley, y no yo. Desde
el principio, yo no hice nada punible, pero mientras usted siga teniendo cerrada esa puerta,
incurre en una acusación por asalto y coacción ilegal.
–En efecto, dice usted bien; la ley no puede castigar –dijo Holmes, haciendo girar la llave y
abriendo la puerta de par en par–. Sin embargo, nadie mereció jamás un castigo más que usted. Si
la joven tuviera un hermano o un amigo, él debería cruzarle las espaldas a latigazos. ¡Por Júpiter!
–prosiguió, acalorándose al ver la expresión de mofa en la cara de aquel hombre–. Esto no entra
en mis obligaciones para con mi cliente, pero tengo a mano un látigo de cazador, y me está
pareciendo que voy a darme el gustazo de...
Holmes dio dos pasos rápidos hacia el látigo, pero antes que pudiera echarle mano, resonó en la
escalera el ruido de unos pasos desatinados, se cerró con un golpe estrepitoso la pesada puerta del
vestíbulo; y nosotros pudimos ver por la ventana al señor James Windibank que corría calle
adelante a todo lo que daban sus piernas.
–¡Ahí va un hombre que hace sus canalladas a sangre fría! –exclamó Holmes riéndose, al mismo
tiempo que se dejaba caer otra vez en su sillón–. El individuo ese irá subiendo de categoría en sus
crímenes, y termi-nará realizando alguno muy grave, que lo llevará a la horca. Desde algunos
puntos de vista, no ha estado el caso actual desprovisto por completo de in-terés.
–Todavía no veo totalmente las etapas de su razonamiento –le hice notar yo.
–Pues verá usted, era evidente desde el principio que este señor Hosmer Angel tenía que tener
alguna finalidad importante para su extraña conducta, y también lo era el que la única persona
que de verdad salía ganando con el incidente, hasta donde yo podía ver, era el padrastro. También
resultaba elocuente el que nunca coincidiesen los dos hombres, sino que el uno se presentaba
siempre cuando el otro se hallaba ausente. También teníamos los detalles de los cristales de color y
lo raro de la manera de hablar, cosas ambas que apuntaban hacia un disfraz, lo mismo que las
hirsutas patillas. Mis sospechas se vieron confirmadas por el detalle característico de escribir la
firma a máquina, porque se deducía de ello que la letra suya le era familiar a la joven, y que ésta
la identificaría por poco que él escribiese a mano. Comprenda usted que todos estos hechos
aislados, unidos a otros muchos más secundarios, coincidían en apuntar en la misma dirección.
–~Y cómo se las arregló usted para comprobarlos?
–Una vez localizado mi hombre, resultaba fácil conseguir la confirmación. Yo sabía con qué casa
comercial trabajaba este hombre. Examinando la descripción impresa, eliminé todo aquello que
podía ser consecuencia de un disfraz: las patillas, los cristales, la voz, y la envié a la casa en
cuestión, pidiéndoles que me comunicasen si correspondía a la descripción de alguno de sus
viajantes. Me había fijado ya en las características de la máquina de escribir y envié una carta a
nuestro hombre, dirigida a su lugar de trabajo, preguntándole si podría presentarse aquí. Su
respuesta, tal y como yo había esperado, estaba escrita a máquina, y en ella se advertían los
mismos defectos triviales pero característicos de la máquina. Por el mismo correo me llegó una
carta de Westhouse and Marbank, de Fenchurch Street, comunicándome que la descripción
respondía en todos sus detalles a la de su empleado James Windibank. Voila tout!
–~Y la señorita Sutherland?
–Si yo se lo cuento a ella, no me creerá. Recuerde usted el viejo proverbio persa: "Es peligroso
quitar su cachorro a un tigre, y también es peligroso arrebatar a una mujer una ilusión." Hay en
Hafiz tanto buen sentido como en Horacio, e igual conocimiento del mundo.

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