Agatha Christie
Agatha Christie
—Y sobre todo
evite las preocupaciones y la excitación —dijo el doctor Meynell con el aire
profesional que emplean los médicos.
La señora Harter,
como ocurre a menudo con las personas que escuchan inútiles palabras de
consuelo, parecía más indecisa que aliviada.
—Existe
ciertamente una lesión cardíaca —continuó el doctor—, pero nada que deba
alarmarla. Puedo asegurárselo. De todas maneras —agregó—, sería conveniente que
instalaran un ascensor. ¿Eh? ¿Qué le parece?
La señora Harter
le miró preocupada.
El doctor Meynell,
por el contrario, parecía muy satisfecho de sí mismo. Le gustaba atender a los
pacientes ricos más que a los pobres, porque así podía ejercitar su activa
imaginación al recetar remedios a sus dolencias.
—Sí; un ascensor
—repitió el doctor Meynell, tratando de buscar algo más ostentoso incluso si
cabe—. Luego hemos de evitar todo esfuerzo innecesario. Hay que practicar
ejercicio diariamente siempre que haga buen tiempo, pero por terreno llano,
nada de subir a las colinas. Y, sobre todo, distraerse y no pensar
continuamente en su salud.
Con el sobrino de
la anciana, Carlos Ridgeway, el doctor fue algo más explícito.
—Quisiera que lo
entendiese usted bien —le dijo—. Su tía puede vivir años... y, probablemente,
los vivirá. Pero al mismo tiempo un sobresalto o un esfuerzo excesivo pueden
acabar con ella, ¡así! —chasqueó los dedos—. Debe llevar una vida tranquila.
Nada de esfuerzos. Nada de fatigarse. Pero, desde luego, tampoco hay que dejar
que se aburra. Hay que hacer que esté siempre alegre y distraída.
—Hay que
distraerla —repuso Carlos Ridgeway, pensativo.
Carlos era un
joven reflexivo a quien agradaba seguir sus inclinaciones siempre que fuera
posible.
Aquella noche
sugirió la conveniencia de instalar un aparato de radio.
La señora Harter,
que ya estaba seriamente preocupada por lo del ascensor, se mostró reacia y
contrariada, mas Carlos supo persuadirla.
—No me gustan esos
modernismos —se lamentó la anciana—. Las ondas, ya sabes, las ondas
eléctricas... podrían afectarme.
Carlos, con aire
de superioridad, le hizo ver la futilidad de su idea.
Y la señora
Harter, cuyo conocimiento sobre el tema era muy ambiguo, pero que sabía
defender sus opiniones, permaneció en sus trece.
—Toda esa
electricidad —murmuró con temor—, tú puedes decir lo que quieras, Carlos, pero
a algunas personas les afecta la electricidad. Siempre que va a haber tormenta
me duele la cabeza. Tú lo sabes. —Y asintió con aire triunfante.
Carlos era un
joven paciente y también tenaz.
—Mi querida tía
Mary —le dijo—, déjame que te lo explique.
Era casi una
autoridad en la materia, y le dio toda una conferencia, hablándole entusiasmado
de los tubos emisores, de la alta y baja frecuencia, de amplificadores y
condensadores.
La señora Harter,
sumergida en aquel mar de palabras que no comprendía, se sometió.
—Claro que si tú
crees... realmente... —murmuró.
—Mi querida tía
Mary —replicó Carlos entusiasmado—, es lo que tú necesitas para dejar de pensar
en todo esto.
El ascensor
recetado por el doctor Maynell instalóse poco después, y fue casi la muerte
para la señora Harter, ya que como otras ancianas sentía una profunda aversión
a tener a hombres extraños en la casa. Sospechaba que intentarían apoderarse de
su plata antigua.
Después del
ascensor, llegó el aparato de radio, y la señora Harter pudo contemplar el para
ella repelente objeto..., una caja grande de feo aspecto con varios mandos.
Carlos necesitó
todo su entusiasmo para reconciliarla con él, mas el muchacho se encontraba en
su elemento haciendo girar los botones mientras discurseaba elocuentemente.
La señora Harter,
sentada en su butaca de alto respaldo, paciente y cortés, seguía convencida de
que aquellos nuevos inventos no eran más que molestias disimuladas.
—Escucha, tía
Mary, ahora oímos Berlín. ¿No es estupendo? ¿Oyes cómo habla el locutor?
—No oigo más que
zumbidos y ruidos —replicó la señora Harter.
—Bruselas —anunció
con entusiasmo.
—¿De veras? —dijo
la señora Harter con muy poco interés.
Carlos continuó
girando el dial y de pronto una especie de aullido encontró eco en la
habitación.
—Ahora parece que
estemos en la Casa del Perro —dijo la señora Harter, que era una anciana de
buen humor.
—¡Ja, ja, ja! —rió
Carlos—. Siempre estás de broma, tía Mary. ¡Ha estado muy buena!
La señora Harter
no pudo evitar el sonreírle. Quería mucho a Carlos. Durante algunos años había
vivido con ella su sobrina, Miriam Harter. Tenía intención de convertirla en su
heredera, pero Miriam no fue precisamente un éxito. Era impaciente y le
molestaba la compañía de su tía. Siempre estaba fuera «callejeando», como decía
la señora Harter. Al final se había hecho novia de un joven al que su tía
desaprobaba del todo, y Miriam fue devuelta a su madre con el joven en cuestión
y la señora Harter le enviaba por Navidad una caja de pañuelos o un centro para
la mesa. Nada más.
Habiendo sufrido
tal decepción con su sobrina, la señora Harter dedicó su atención a los
sobrinos, y Carlos fue un éxito rotundo desde el principio. Siempre se mostraba
amable y deferente con su tía, escuchando con apariencia de gran interés los
relatos de su pasada juventud. En esto era muy distinto de Miriam, que siempre
demostró su desagrado. Carlos nunca se disgustaba..., siempre estaba de buen
humor... y contento, y decía a su tía constantemente que era una anciana
perfecta y encantadora.
Altamente
satisfecha de su nueva adquisición, la señora Harter había escrito a su abogado
dándole instrucciones para que redactara un nuevo testamento. Una vez éste se
lo hubo enviado para que lo aprobara, lo firmó satisfecha.
Y ahora, incluso
en el asunto de la radio, Carlos no tardó en demostrar que había ganado nuevos
laureles.
La señora Harter,
al principio tan contraria a la radio, se fue haciendo tolerante y luego una entusiasta
aficionada. Disfrutaba mucho más cuando Carlos estaba fuera. Lo malo de Carlos
era que no podía dejar tranquilo el aparato, y cuando él no estaba, podía
sentarse cómodamente en su butaca y escuchar un concierto sinfónico, o una
conferencia sobre Lucrecia Borgia, feliz y en paz con todo el mundo. Pero
Carlos, no. y la armonía veíase interrumpida con chirridos discordantes
mientras él con gran entusiasmo trataba de encontrar emisoras extranjeras. Pero
aquellas noches en que Carlos cenaba con sus amigos, la señora Harter
disfrutaba mucho con la radio escuchando los programas de noche desde su
butaca.
Fue cosa de unos
tres meses después de que instalaran el aparato cuando tuvo el primer susto.
Carlos había ido a jugar una partida de bridge.
El programa de
aquella noche era un concierto. Una soprano muy conocida estaba cantando Annie Laurie, y en mitad de la canción
ocurrió algo muy extraño. Hubo una interrupción, la música cesó, continuando
los zumbidos y los ruidos intermitentes, que luego también cesaron. Se hizo el
silencio y al fin se oyó un nuevo zumbido.
La señora Harter
tuvo la impresión de que el aparato había captado un punto muy lejano y luego
se oyó claramente la voz de un hombre con ligero acento irlandés.
«Mary... ¿Me oyes, Mary? Te
habla Patrick... pronto voy a ir a buscarte. Estarás preparada. ¿No es verdad,
Mary?»
Y luego, casi
inmediatamente, volvieron a oírse las notas de Annie Laurie.
La señora Harter
permaneció rígida en su sillón con las manos crispadas sobre los brazos del
mismo. ¿Había estado soñando? ¡Patrick! ¡La voz de Patrick! La voz de Patrick,
en aquella misma habitación, habiéndole... No, debía haber sido un sueño, tal
vez una alucinación. Debió quedarse dormida unos minutos. Era curioso lo que
había soñado... que la voz de su esposo le hablaba a través del éter. Se asustó
un poco. ¿Qué era lo que le había dicho?
«Pronto voy a buscarte. Estarás preparada,
¿no es cierto, Mary?»
¿Sería un aviso?
Insuficiencia cardíaca. Su corazón..., después de todo, había vivido muchos
años.
«Es un aviso...,
eso es —díjose la señora Harter, levantándose trabajosamente de su butaca, y
agregó con su aire característico—: ¡ Y todo ese dinero desperdiciado en el
ascensor!
Nada dijo de su
experiencia, mas por espacio de unos días estuvo pensativa y un tanto
preocupada.
Y luego se repitió
por segunda vez. También se encontraba sola en la habitación, escuchando una
selección orquestal que radiaba una emisora. La música cesó con la misma
brusquedad que la primera vez, y también se hizo el silencio; luego percibió la
sensación de lejanía, y por fin la voz de Patrick..., no como la que tuviera en
vida..., sino una voz dilatada, lejana, como procedente de otro mundo.
«Patrick te habla, Mary. Iré a buscarte
pronto...»
Luego oyó un
zumbido y la música volvió a llenar la habitación.
La señora Harter
miró el reloj. No, esta vez no se había dormido. Había escuchado la voz de
Patrick despierta y en plena posesión de sus facultades. Y no era alucinación,
estaba segura.
Y confundida trató
de pensar en todo lo que Carlos le explicara sobre sus teorías de las ondas y
del éter.
¿Sería posible que
Patrick le hubiera hablado realmente? ¿Y que su voz resultara distinta debido a
la distancia? Habían longitudes de ondas perdidas o algo por el estilo.
Recordaba la conferencia de Carlos. Quizá las ondas perdidas explicaran aquel
fenómeno psíquico. No, no era del todo imposible. Patrick le había hablado,
utilizando la ciencia moderna, para prevenirla de lo que no iba a tardar en
llegar.
La señora Harter
hizo sonar el timbre para llamar a su doncella, Isabel.
Isabel era una
mujer alta y delgada, de unos sesenta años, que bajo su exterior adusto
ocultaba una fuente de afecto y ternura hacia su ama.
—Isabel —dijo la
señora Harter cuando hubo aparecido su fiel servidora—, ¿recuerdas lo que te
dije? El primer cajón de la izquierda de mi escritorio. Está cerrado... con la
llave grande que tiene la etiqueta blanca. Está todo preparado.
—¿Preparado,
señora?
—Para mi entierro
—gruñó la señora Harter—. Sabes perfectamente bien lo que quiero decir, Isabel.
Tú misma me ayudaste a guardarlo todo allí.
Isabel empezó a
hacer pucheros.
—¡Oh, señora!
—sollozó—, no diga esas cosas. Yo creí que estaba mucho mejor.
—Todos tenemos que
morirnos un día u otro —dijo la señora Harter con aire práctico—. Ya paso de
los setenta, Isabel. Vamos, vamos, no te pongas así. Si has de llorar, vete a
hacerlo a cualquier otro sitio.
Isabel se retiró
todavía sollozando.
La señora Harter
la miraba marchar con afecto.
—Es una pobre
tonta, pero fiel —se dijo—, muy fiel. Veamos, ¿son cien libras, o sólo
cincuenta las que le dejo en mi testamento? Tendrían que ser cien.
Aquello preocupó a
la anciana, que a la mañana siguiente escribió a su abogado rogándole que le
enviara su testamento para revisarlo. Y aquel mismo día Carlos la sobresaltó,
por lo que dijo durante la comida.
—A propósito, tía
Mary, ¿quién es ese extraño personaje del salón de estar? Me refiero a ese
cuadro que hay sobre la chimenea. El del sombrero de copa y las patillas...
La señora Harter
le miró severamente.
—Ése es tu tío
Patrick, cuando era joven —le dijo.
—Oh, perdona, tía
Mary, lo siento. No era mi intención parecerte grosero.
La señora Harter
aceptó su disculpa con una digna inclinación de cabeza.
Carlos continuó
indeciso:
—Sólo me
preguntaba... ¿Sabes?
Se detuvo y la
señora Harter le preguntó intrigada:
—Bueno, ¿qué es lo
que ibas a decir?
—Nada —se apresuró
a responder Carlos-—. Quiero decir nada que tenga sentido.
De momento la
anciana no dijo más, pero a última hora del día, cuando quedaron solos, volvió
sobre el mismo tema.
—Carlos, quisiera
que me dijeras qué es lo que te hizo preguntar por el retrato de tu tío.
—Ya te lo dije,
tía Mary. No fue más que una estúpida imaginación mía... completamente absurda.
—Carlos —dijo la
señora Harter en su tono más autoritario—, insisto en saberlo.
—Bueno, querida
tía, si de verdad quieres saberlo, creí verle... me refiero al hombre del
cuadro... asomado a la ventana del extremo... anoche cuando caminaba por la
avenida. Supongo que debió ser un efecto de luz. Me pregunté quién diablos
podía ser... aquella cara tan... victoriana... ya sabes a qué me refiero. Y
luego Isabel me dijo que no había ningún extraño ni ninguna visita en casa, y
más tarde fui al saloncito, y allí estaba el retrato sobre la chimenea. ¡El hombre
que yo había visto! Supongo que la explicación es bien sencilla. Un truco del
subconsciente. Debí fijarme en el retrato antes sin darme cuenta, y luego creí
verle en la ventana.
—¿En la del
extremo? —preguntó la señora Harter.
—Sí, ¿por qué?
—Por nada —replicó
la señora Harter.
Pero de todas
formas estaba asustada. Aquella habitación había sido el despacho de su marido.
Aquella misma
noche, estando Carlos también ausente, la señora Harter se dispuso a escuchar
la radio con febril impaciencia. Si por tercera vez oía la voz misteriosa
quedaría demostrado sin lugar a dudas que realmente estaba en comunicación con
el otro mundo.
Aunque el corazón
le latía muy de prisa, no se sorprendió al oír de nuevo la interrupción y tras
el intervalo de silencio acostumbrado, la lejana voz de acento irlandés le
habló una vez más.
«Mary... ahora ya estás preparada... El
viernes iré a buscarte..., el viernes a las nueve y media... No tengas
miedo..., no sufrirás... Estáte preparada...»
Y luego, casi
interrumpiendo la última palabra, volvió a sonar la música de la orquesta
potente y discordante.
La señora Harter
permaneció inmóvil unos minutos, se había puesto muy pálida y tenía los labios
azulados.
Al fin se puso en
pie para dirigirse a su escritorio, y con mano temblorosa escribió las
siguientes líneas:
Esta noche, a las nueve y cuarto, he oído
claramente la voz de mi difunto esposo. Me anunció que vendría a buscarme el
viernes a las nueve y media de la noche. Si muriera en ese día y a esa hora
quisiera que esto se supiese para probar sin lugar a dudas que existe la
posibilidad de comunicar con el mundo de los espíritus...
Mary Harter.
La anciana volvió
a leer lo escrito, y luego de meterlo en un sobre, puso unas palabras en éste.
Luego hizo sonar el timbre e Isabel acudió rápidamente. La señora Harter,
levantándose del escritorio, entregó a su doncella la nota que acababa de
escribir.
—Isabel —le dijo—,
si yo muriera el viernes por la noche, entrega esta nota al doctor Meynell.
No... —viendo que Isabel iba a protestar, agregó—: no me discutas. Muchas veces
me has dicho que crees en los presentimientos. Pues bien, ahora yo tengo éste.
Nada más. En mi testamento te he dejado cincuenta libras, pero quisiera que
recibieras cien. Si no puedo ir yo misma al Banco, antes de morir, el señorito
Carlos se encargará de arreglarlo.
Y como en la otra
ocasión, la señora Harter cortó las lágrimas de Isabel. Y la anciana señora
habló de esto con su sobrino a la mañana siguiente.
—Recuerda, Carlos,
que si me ocurriera algo, Isabel tiene que recibir otras cincuenta libras.
—Estás muy
pesimista estos días, tía Mary —le dijo Carlos en tono jovial—. ¿Qué es lo que
puede ocurrirte? Según el doctor Meynell, celebraremos tus cien años dentro de
veintitantos.
La señora Harter
le sonrió afectuosamente, pero nada contestó. Al cabo de unos instantes le
dijo:
—¿Qué piensas
hacer el viernes por la noche, Carlos?
Carlos pareció un
tanto sorprendido.
—A decir verdad,
los Edwing me han invitado a jugar al bridge, pero si tú prefieres que me quede
en casa...
—No —replicó la
anciana con determinación—. Desde luego que no. De verdad, Carlos. Esta noche
precisamente prefiero estar sola.
El joven la miró
con extrañeza, pero la señora Harter no quiso darle más información. Era una
anciana valerosa y resuelta y creía su deber afrontar aquella rara experiencia
sin ayuda de nadie.
El viernes por la
noche la casa estaba muy silenciosa y la señora Harter, sentada como de
costumbre en su butaca de alto respaldo junto a la chimenea. Todo estaba
preparado. Aquella mañana había ido al Banco para retirar cincuenta libras en
billetes que entregó a Isabel a pesar de las protestas y lágrimas de la pobre
mujer. Ordenó y clasificó todas sus pertenencias personales y puso etiquetas en
algunas de sus joyas con los nombres de amigos y familiares. Había escrito
también una lista de instrucciones para Carlos. El juego de té de Worcester
sería para la prima Emma, el jarrón de Sévres para el joven Guillermo,
etcétera.
Miró el sobre
alargado que tenía en la mano y extrajo de su interior un documento doblado
varias veces, Era su testamento, que había sido enviado por el señor Hopkinson
según sus instrucciones. Ya lo había leído con sumo cuidado, mas ahora lo
repasó una vez más para refrescar su memoria. Era un documento breve y conciso.
Un legado de cincuenta libras a Isabel Marshall en consideración a sus fieles
servicios; dos de quinientas para su hermano, y un primo hermano, y el resto
para su querido sobrino Carlos Ridgeway.
La señora Harter
inclinó varias veces la cabeza en señal de asentimiento. Carlos sería un hombre
muy rico cuando ella muriera. Bueno, había sido siempre cariñoso con ella...
amable... y alegre... sin dejar nunca de complacerla.
Miró el reloj.
Faltaban tres minutos para la media. Bueno, estaba preparada. Y tranquila...
muy tranquila. Aunque se repitió esta última palabra varias veces, su corazón
latía desacompasadamente. Apenas se daba cuenta, pero estaba a punto de
sobrepasar el límite de sus nervios.
Las nueve y media.
La radio estaba conectada.
¿Qué es lo que
oiría? ¿Una voz familiar dando el parte meteorológico, o aquella lejana,
perteneciente a un hombre que había muerto veinticinco años atrás?
Pero no oyó
ninguna de las dos. En vez de eso llegó hasta ella un sonido familiar que
conocía muy bien, pero que aquella noche fue como si le pusieran una mano de
hielo sobre el corazón... Una llamada en la puerta principal.
Volvió a
repetirse, y luego una ráfaga helada pareció cruzar la habitación. La señora
Harter no tenía la menor duda de cuáles eran sus sensaciones. Tenía miedo. Más
que miedo... estaba aterrorizada...
Y de pronto tuvo
este presentimiento:
«Veinticinco años son muchos. Ahora Patrick
será un desconocido para mí.»
¡Y
el terror la fue invadiendo!
Se oyeron pasos
ante la puerta... y luego ésta se abrió silenciosamente.
La señora Harter
se puso en pie tambaleándose ligeramente y sin apartar los ojos de la puerta.
Algo resbaló de sus manos y cayó en el hogar.
Quiso lanzar un
grito que se ahogó en su garganta. En la escasa luz de la entrada había
aparecido una figura familiar con barba, patillas y un abrigo anticuado.
¡Patrick había ido a buscarla!
El corazón le dio
un vuelco terrible y quedó inmóvil para siempre, mientras caía al suelo hecha
un ovillo.
Y allí la encontró
Isabel una hora más tarde.
Llamaron
inmediatamente al doctor Maynell y Carlos Ridgeway regresó a toda prisa de su
partida de bridge, pero nada pudo
hacerse. La señora Harter estaba ya lejos de toda ayuda humana.
Isabel no recordó
hasta dos días más tarde que no había entregado la nota que le diera su ama. El
doctor Meynell la leyó con gran interés y luego se la enseñó a Carlos Ridgeway.
—Una coincidencia
curiosa —dijo—. Parece que su tía había tenido ciertas alucinaciones creyendo
oír la voz de su esposo. Debió sugestionarse hasta el punto en que la excitación
le resultó fatal, y cuando llegó la hora, le sobrevino un colapso.
—¿Autosugestión
—preguntó Carlos.
—Algo por el
estilo. Le comunicaré el resultado de la autopsia lo más pronto posible, aunque
no tengo la menor duda. Dadas las circunstancias es necesario practicar la
autopsia, pero sólo por pura fórmula.
Carlos asintió
comprensivamente.
La noche anterior,
cuando todos dormían, había quitado cierto alambre que iba desde la parte
posterior del aparato de radio a su dormitorio del piso superior. Y también, como
la noche había sido fresca, pidió a Isabel que encendiera la chimenea de su
habitación, y allí quemó una barba y unas patillas postizas; y ciertas ropas de
la época victoriana y que pertenecieron a su difunto tío fueron guardadas de
nuevo en el arcón con olor a alcanfor, que había en el ático.
Se encontraba
completamente a cubierto. Su plan, que formó a partir del
momento en que el doctor Meynell le dijo que su tía aún podría vivir muchos
años teniendo el debido cuidado, había sido un éxito admirable. Un colapso
repentino, había dicho el doctor Meynell. Y Carlos, aquel joven afectuoso,
preferido por las ancianas, sonrió para sus adentros.
Cuando el médico
se hubo marchado, Carlos fue realizando mecánicamente sus deberes. Había que
disponer el entierro... avisar a los parientes que vivían lejos...
proporcionarles el horario de trenes. Algunos tendrían que pernoctar allí... Y
Carlos fue haciéndolo todo con eficacia y método, mientras se entregaba a sus
propias meditaciones.
¡Qué mala racha en sus negocios! Eso era lo malo. Nadie, ni siquiera su
difunta tía, había llegado a conocer la difícil situación de Carlos. Sus
actividades, que ocultó celosamente a todo el mundo, le habían conducido hasta
el borde del presidio.
No le esperaba
otra cosa que el descrédito y la ruina si en unos pocos meses no tenía una
fuerte cantidad de dinero. Bueno... ahora todo iría bien. Carlos sonrió
satisfecho. Gracias a... sí, podía llamarla broma..., gracias a su broma, no
hubo nada criminal en ella..., estaba salvado. Ahora era un hombre muy rico. No
tenía la menor preocupación a este respecto, ya que la señora Harter no ocultó
nunca sus intenciones.
Isabel vino a
sacarle de sus pensamientos anunciándole que el señor Hopkinson estaba allí y
deseaba verle.
Qué oportuno,
pensó Carlos, y conteniendo su impulso de ponerse a silbar, procuró que su
rostro adoptara una expresión grave y bajó a la biblioteca. Una vez allí se
dispuso a saludar al anciano que por espacio de un cuarto de siglo había sido
el consejero legal de la difunta señora Harter.
El abogado tomó
asiento tras la invitación de Carlos, y carraspeando ligeramente pasó a tratar
de negocios.
—No entiendo del
todo la carta que me ha enviado usted, señor Ridgeway. Parece dar por hecho que el testamento de la señora
Harter, que en paz descanse, obra en nuestro poder.
Carlos le miró
extrañado.
—Pues claro... se
lo oí decir a mi tía.
—¡Oh! Claro,
claro. Es que, efectivamente, lo teníamos nosotros.
—¿Que lo tenían?
—Eso es lo que he
dicho. La señora Harter nos escribió el martes pasado diciéndonos que se lo
enviáramos.
Carlos sintió una
vaga inquietud y al mismo tiempo el presentimiento de algo desagradable.
—Sin duda
aparecerá entre sus papeles —continuó el abogado con acento tranquilizador.
Carlos nada dijo.
No se atrevía a confiar en su lengua. Él ya había revisado todos los papeles de
la señora Harter a conciencia y estaba seguro de que el testamento no se
encontraba entre ellos. Y así lo dijo al cabo de unos instantes cuando se hubo
recobrado lo suficiente. Su voz le sonaba extraña y sentía la sensación de que
arrojaban agua fría por su espalda.
—¿Ha tocado
alguien sus cosas? —preguntó el abogado.
Carlos contestó
que Isabel, la doncella, y el señor Hopkinson pidió que la mandaran llamar.
Acudió prontamente muy grave y erguida, dispuesta a contestar a todas las
preguntas que le hicieran.
Había revisado
todos los vestidos de su ama y efectos personales y estaba segura de que entre
ellos no vio ningún documento legal semejante a un testamento. Sabía bien lo
que era un testamento... su pobre ama lo tenía en la mano la misma mañana de su
muerte.
—¿Está segura? —le
preguntó el abogado.
—Sí, señor. Ella
me lo dijo. Y me obligó a aceptar cincuenta libras en billetes. El testamento
estaba dentro de un sobre azul alargado.
—Es cierto
—replicó el señor Hopkinson.
—Ahora que lo
pienso —continuó Isabel—, ese mismo sobre estaba esta mañana sobre la mesa...
pero vacío. Lo dejé en el escritorio.
—Recuerdo haberlo
visto allí —dijo Carlos.
Y levantándose fue
hasta el escritorio, volviendo a los pocos minutos con un sobre en la mano, que
entregó al abogado. Éste lo examinó asintiendo con la cabeza.
—En este sobre
introduje el testamento el martes pasado.
Los dos hombres
miraron fijamente a Isabel.
—¿Desean alguna
cosa más? —preguntó respetuosamente.
—De momento, no,
gracias.
Isabel fue hacia
la puerta.
—Un momento —dijo
el abogado—. ¿Estaba encendida la chimenea aquella noche?
—Sí, señor,
siempre estaba encendida.
—Gracias, eso es
todo.
Isabel salió de la
habitación, y Carlos inclinóse hacia delante, apoyando su mano temblorosa en la
mesa.
—¿Qué es lo que
piensa? ¿A dónde quiere ir a parar?
El señor Hopkinson
meneó la cabeza.
—Debemos esperar
que todavía aparezca. De lo contrario...
—Bueno, ¿y si no
aparece?
—Me temo que sólo
habrá una conclusión posible. Que su tía pidió que se lo enviásemos para
destruirlo, y no queriendo que Isabel perdiera por ello, le dio la parte que le
dejaba en herencia, en efectivo.
—Pero, ¿por qué?
—exclamó Carlos—. ¿Por qué?
El señor Hopkinson
dejó oír una tosecilla seca.
—¿No tendría usted
alguna... una... discusión con su tía, señor Ridgeway? —murmuró.
Carlos contuvo el
aliento.
—Desde luego que
no —exclamó con calor—. Estuvimos siempre en las mejores relaciones hasta el
final.
—¡Ah! —dijo el
abogado sin mirarle.
Carlos vio con
sobresalto que no le creía. ¿Quién sabía lo que pudo haber llegado hasta los
oídos del señor Hopkinson? Es posible que estuviera enterado de los rumores que
circulaban acerca de las hazañas de Carlos. Y nada más natural que suponer que
esos mismos rumores habían llegado a oídos de la señora Harter, y que tía y
sobrino habrían tenido un altercado por tal motivo...
¡Pero no era así!
Carlos conoció uno de los momentos más amargos de su carrera. Sus mentiras
fueron creídas y ahora que decía la verdad no querían creerle. ¡Qué ironía!
¡Claro que su tía
no había quemado el testamento! Por supuesto que...
Sus pensamientos
sufrieron un brusco sobresalto. ¿Qué imagen se presentaba ante sus ojos? Una
anciana llevándose la mano al corazón... mientras algo... un papel... caía
sobre las brasas rojas...
Carlos se puso
lívido y oyó una voz ronca... la suya... que preguntaba:
—¿Y si por alguna
causa ese testamento no llegara a encontrarse nunca?
—Existe un
testamento de la señora Harter anterior, fechado en septiembre de mil
novecientos veinte, y en él deja todos sus bienes a su sobrina, Miriam Harter,
ahora Miriam Robinson.
¿Qué es lo que
estaba diciendo aquel loco? ¿Miriam? Miriam, con aquel marido indescriptible y
sus cuatro hijos tan revoltosos. ¡Toda su astucia, para Miriam!
El teléfono sonó
junto a su brazo y al cogerlo oyó la voz del médico, cálida y amable.
—¿Es usted,
Ridgeway? Pensé que le agradaría saberlo. Hemos concluido la autopsia. La causa
de la muerte fue lo que yo supuse, pero a decir verdad la afección cardíaca era
mucho más seria de lo que yo sospechaba cuando su tía vivía. Con todos los
cuidados del mundo no hubiera vivido más de dos meses a lo sumo. Creí que le
agradaría saberlo. Esto tal vez le sirva de consuelo en cierto modo.
—Perdone —dijo
Carlos—, ¿le importaría repetirlo?
—No hubiera vivido
más de dos meses —dijo el doctor en tono más alto—. Ya sabe, querido amigo, que
las cosas suceden siempre para bien...
Pero Carlos cortó
la comunicación, y percibió la voz del abogado como si le llegara de muy lejos.
¡Malditos todos!
El abogado de cara relamida, y aquel venenoso estúpido de Meynell. Ya no le
quedaba otra esperanza... que la cárcel.
Comprendió que
alguien había estado jugando con él... jugando como el gato con el ratón y que
ahora se estaría riendo...
FIN
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