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miércoles, 1 de diciembre de 2010

Jack the Ripper --- Robert Bloch



ATENTAMENTE SUYO, JACK EL DESTRIPADOR

Robert Bloch


1

Miré al diplomático inglés. Él me miró a mí.
-¿Sir Guy Hollis? -pregunté.
-En efecto. ¿Tengo el placer de hablar con John Carmody, el psiquíatra?
Asentí. Mis ojos examinaron disimuladamente a mi distinguido visitante. Alto, delgado, con el pelo rojizo y el tradicional bigote. Y el traje de mezclilla. Sospeché la existencia de un monóculo en el bolsillo de pecho de la americana, y me pregunté si se habría dejado el paraguas en la oficina exterior.
Pero, más que eso, me pregunte qué diablos habría impulsado a Sir Guy Hollis, de la Embajada británica, a ponerse en contacto con un forastero aquí, en Chicago.
Sir Guy no me ayudó lo más mínimo mientras tomaba asiento. Se aclaró la garganta, miró nerviosameute a su alrededor y golpeó su pipa contra el borde del escritorio. Luego abrió la boca.
-Mr. Carmody -dijo-, ¿ha oído usted hablar de... Jack el Destripador?
-¿El asesino? -pregunté.
-Exactamente. El más monstruoso de todos. Peor que Landrú. Jack el Destripador. Jack el Rojo.
-He oído hablar de él -dije.
-¿Conoce usted su historia?
-Escuche, Sir Guy -murmuré-. No creo que nos sirva de nada desempolvar antiguos cuentos de viejas acerca de famosos criminales de la historia.
Sir Guy me miró fijamente.
-Esto no es ningún cuento de viejas. Es un asunto de vida o muerte.
Estaba tan obsesionado, que incluso hablaba en tono melodramático. Bueno, estaba dispuesto a escucharle. A los psiquíatras nos pagan para que escuchemos.
-Adelante -le dije-. Oigamos la historia.
Sir Guy encendió un cigarrillo y empezó a hablar.
-Londres, 1888 -empezó-. Finales de verano y comienzos de otoño. Ésa fue la época. Surgida de ninguna parte, apareció la sombría figura de Jack el Destripador... una sombra furtiva con un cuchillo, vagabundeando por el East End de Londres. Acechando a las escuálidas divas de Whitechapel. Nadie sabe de dónde llegó. Pero trajo la muerte. La muerte en un cuchillo.
»Aquel cuchillo descendió seis veces para hundirse en las gargantas y en los cuerpos de mujeres de Londres. Busconas. El 7 de agosto fue la fecha del primer asesinato. Encontraron el cadáver de la mujer con treinta y nueve cuchilladas. Un crimen horroroso. El 31 de agosto, otra víctima. La prensa empezó a interesarse por el asunto. Los habitantes de los suburbios se interesaron todavía más.
»¿Quién era aquel desconocido asesino que vagabundeaba por allí y mataba a capricho en las desiertas calles de sus barrios? Y, lo que era más importante: ¿cuándo entraría de nuevo en acción?
»La fecha fue el 8 de septiembre. Scotland Yard nombró comisionados especiales. Los rumores iban y venían. La espantosa nuraleza de los asesinatos era tema de las más descabelladas especulaciones.
»EI asesino utilizaba un cuchillo... con gran pericia. Seccionaba gargantas y cortaba... ciertas partes de los cadáveres después de la muerte. Escogía víctimas y lugares con diabólica premeditación. Nadie le vio ni le oyó. Pero los guardias, al hacer su ronda al amanecer, tropezaban con la desdichada víctima del Destripador.
»¿Quién era? ¿Qué era? ¿Un cirújano loco? ¿Un carnicero? ¿Un científico demente? ¿Un enfermo mental escapado de un manicomio? ¿Un noble psicopático? ¿Un miembro de la policía londinense?
»Luego apareció el poema en los periódicos. El poema anónimo, destinado a poner fin a las especulaciones... pero que sólo consiguió aumentar hasta el frenesí el interés público. Una burlona cuarteta:

No soy un carnicero, ni tampoco un mendigo,
ni un médico demente, ni un loco matador:
soy su sincero amigo,
atentamente suyo: Jack el Destripador.

»Y el 30 de septiembre, fueron cercenadas otras dos gargantas.
Interrumpí un momento a Sir Guy.
-Muy interesante -comenté. Temo que el tono de mi voz dejó traslucir cierto sarcasmo.
Sir Guy dio un respingo, pero no interrumpió su relato.
-A continuación, el silencio cayó sobre Londres durante una temporada. El silencio, y un indescriptible temor. ¿Cuándo atacaría de nuevo Jack el Rojo? Esperaron hasta octubre. Cada jirón de niebla ocultaba su fantasmal presencia. La ocultaba perfectamente, ya que no pudo averiguarse nada acerca de lá identidad del Destripador, ni acerca de sus propósitos. Las rameras de Londres se estremecían con cada ráfaga nocturna del viento de noviembre. Se estremecían, y saludaban agradecidas la aparición del sol, a la mañana siguiente.
»9 de noviembre. La encontraron en su cuarto. Estaba tendida sobre la cama, con los brazos y las piernas extendidos, sin el menor desorden. Y a su lado reposaban su cabeza y su corazón. Esta vez, el Destripador se había superado a sí mismo en la ejecución.
»Luego, pánico. Pero pánico inútil. Ya que a pesar de que la prensa, la policía y la población esperaban con mortal terror, Jack el Destripador no volvió a atacar.
»Transcurrieron los meses. Un año. El interés inmediato murió, pero no el recuerdo. Dijeron que Jack se había marchado a América. Que se había suicidado. Dijeron... y escribieron. Han estado escribiendo desde entonces. Teorías, hipótesis, argumentos, suposiciones. Pero, hasta la fecha, nadie sabe quién fue Jack el Destripador. Ni por qué asesinaba. Ni por qué dejó de matar.
Sir Guy se calló. Evidentemente, esperaba que yo hiciera algún comentario.
-Cuenta usted la historia muy bien -observé-. Aunque con una leve tendencia emotiva.
-He reunido todos los dócumentos -dijo Sir Guy Hollis-. Poseo una colección de los datos existentes, y los he estudiado a fondo.
Me puse en pie.
-Bien -bostecé-. Su relato me ha complacido muchísimo, Sir Guy. Ha sido muy amable al abandonar sus obligaciones en la Embajada británica para obsequiar a un pobre psiquíatra con sus anécdotas.
El tono sarcástico siempre producía el efecto deseado.
-Supongo que querrá saber por qué estoy interesado en esto -dijo Sir Guy.
-Sí. Eso es exactamente lo que me gustaría saber. ¿Por qué está usted interesado?
-Porque -dijo Sir Guy Hollis- en estos momentos estoy sobre la pista de Jack el Destripador. ¡Creo que está aquí... en Chicago!
Volví a sentarme. Me había quedado de una pieza.
-¡Re... repita eso! -tartamudeé.
-Jack el Destripador está vivo, en Chicago, y voy a localizarle.
-¡Un momento! -dije-. ¡Un momento!
Sir Guy no sonreía. No era una broma.
-Vamos a ver -dije-. ¿En qué fecha se cometieron aquellos asesinatos?
-De agosto a noviembre de 1888.
-¿1888? Pero, si Jack el Destripador era ya un hombre formado en 1888, lo más probable es que haya muerto... Suponiendo que hubiera nacido aquel mismo año, en la actualidad habría cumplido los cincuenta y siete.
-¿De veras? ¿Sería un hombre de cincuenta y siete años? -sonrió Sir Guy Hollis-. ¿O una mujer de cincuenta y siete años? Porque Jack el Destripador podía ser una mujer...
-Sir Guy -dije-. Cuando vino usted a verme, acudió a la persona más indicada. Porque es evidente que necesita usted los servicios de un psiquíatra.
-Quizá. Dígame, Mr. Carmody, ¿cree usted que estoy loco? 
Le miré y me encogí de hombros. Pero tenía que darle una respuesta sincera.
-Sinceramente..., no.
-Entonces, puede usted escuchar los motivos que tengo para creer que Jack el Destripador está vivo.
-Desde luego.
-He estudiado el caso durante más de treinta años. He visitado los lugares donde se produjeron los crímenes. He hablado con policías, y con amigos y conocidos de las desdichadas mujeres que fueron asesinadas. He interrogado a hombres y mujeres de la vecindad. He reunido toda una biblioteca de material relativo a Jack el Destripador. He analizado cuidadosamente todas las teorías, por descabelladas que fueran.
»He aprendido algo. No mucho, pero algo. No voy a importunarle con mis conclusiones. Pero existía otro campo de investigación que me dio mejores frutos. He estudiado los crímenes sin resolver. Asesinatos.
»Puedo enseñarle recortes de los periódicos de las grandes ciudades de todo el mundo. San Francisco, Shanghai, Calcuta, Omsk, París, Berlín, Pretoria, El Cairo, Milán, Adelaida...
»La pista está allí. Crímenes sin resolver. Mujeres con la garganta cercenada. Con las peculiares desfiguraciones y amputaciones. Sí, he seguido una pista de sangre. Desde Nueva York hacia el Oeste, a través de todo el continente. Luego hasta el Pacífico. Desde allí a Africa. Durante la Guerra Mundial de 1914-1918 fue Europa. Después, América del Sur. Y desde 1930, otra vez los Estados Unidos. Ochenta y siete asesinatos que llevaban la marca del Destripador.
»Recientemente, se produjeron los llamados descuartizamientos de Cleveland. ¿Los recuerda? Una impresionante serie. Y, finalmente, dos muertes recientes en Chicago. En los últimos seis meses. Una en Deaborn. Otra en Halsted. El mismo tipo de asesinato, la misma técnica. Le digo a usted que en todos esos casos hay la huella inequívoca de la mano de Jack el Destripador.
Sonreí.
-Una teoría muy arriesgada -dije-. Sin embargo, no voy a poner en duda sus deducciones. Usted es el criminólogo, y tengo que aceptar su autoridad en la materia. Pero me gustaría hacer una pequeña objeción.
-Adelante -dijo Sir Guy.
-Ésta: ¿cómo podría un hombre de... digamos ochenta y cinco años, cometer esos crímenes? Ya que si Jack el Destripador tenía alrededor de treinta años en 1888, en la actualidad tendría ochenta y cinco.
Sir Guy permaneció silencioso unos instantes. Acusó el impacto. Pero...
-Suponga que Jack el Destripador no ha envejecido -susurró.
-¿Qué?
-Suponga que Jack el Destripador no ha envejecido. Suponga que sigue siendo un hombre joven...
-De acuerdo -dije-. Lo supongo por un momento. Luego dejo de suponer, y llamo a mi enfermera para que le encierren.
-Estoy hablando en serio -dijo Sir Guy.
-Todos hablan en serio -repliqué-. Es lo más lamentable de todo, ¿verdad? Todos saben que oyen voces y que ven demonios. Pero eso no impide que les encerremos.
Era una crueldad, pero dio resultado. Sir Guy se puso en pie y se encaró conmigo.
-Es una teoría descabellada, de acuerdo -dijo-. Todas las teorías acerca del Destripador son descabelladas. La idea de que era un médico. O un maníaco. O una mujer. Los motivos en favor de tales hipótesis son bastante endebles. No resisten un análisis a fondo. ¿Por qué tendría que ser peor la mía?
-Porque la gente envejece -argüí-. Médicos, maniacos y mujeres.
-¿Y qué me dice de los... brujos?
-¿Brujos?
-Nigrománticos. Hechiceros. Practicantes de la Magia Negra.
-¿De qué está usted hablando?
-Lo he estudiado todo -dijo Sir Guy-. Incluso las fechas de los asesinatos. El ritmo que siguen esas fechas. El ritmo solar, lunar, estelar. El aspecto sideral. El significado astrológico.
Estaba loco. Pero seguí escuchando.
-Suponga que Jack el Destripador no mataba por el solo placer de matar. Suponga que deseara hacer un... sacrificio.
-¿Qué clase de sacrificio?
Sir Guy se encogió de hombros.
-Dicen que si se ofrece sangre a los dioses malignos, éstos conceden ciertas gracias. Sí, cuando el sacrificio se ofrece en la época apropiada... cuando la luna y las estrellas se encuentran en la posición correcta... y con el adecuado ceremonial... conceden ciertas gracias.
-¡Eso es absurdo!
-No. Eso es... Jack el Destripador.
Me puse en pie.
-Una teoría muy interesante -dije-. Pero, Sir Guy, hay otra cosa que me interesa más. ¿Por qué ha venido a contarme todo eso a mí? No soy una autoridad en hechicería. No soy criminólogo ni funcionario de la policía. Soy un simple psiquíatra. ¿Cuál es la relación?
-Entonces, ¿está usted interesado?
-Sí, lo estoy, lo reconozco.
-Bien. Antes de hablarle de mi plan, quería asegurarme de su interés.
-¿A qué plan se refiere?
Sir Guy me dirigió una prolongada mirada. Luego habló.
-John Carmody -dijo-, usted y yo vamos a capturar a Jack el Destripador.


2

Así fue como sucedió. He reproducido aquella primera entrevista en todo su prolijo y tal vez enojoso detalle, porque creo que es importante. Ayuda a proyectar cierta claridad sobre el carácter y la actitud de Sir Guy. Y en vista de lo que ocurrió después de aquello...
Pero no adelantemos los acontecimientos.
La idea de Sir Guy era sencilla. Ni siquiera era una idea. Un simple presentimiento.
-Usted conoce a la gente aquí -me dijo-. He investigado, y como resultado de mis investigaciones he llegado a la conclusión de que usted es el hombre ideal para lo que me propongo. Tiene usted relación con muchos escritores, pintores y poetas. Con los intelectuales, en una palabra. Con los bohemios.
»Por motivos que ahora no interesan, he deducido que Jack el Destripador pertenece a aquel grupo social. Y tengo la impiesión de que si usted me introduce en aquel medio, podré localizarle.
-Por mi parte no hay inconveniente -dije-. Pero ¿cómo espera localizarle? Como usted ha dicho, puede ser cualquiera, estar en cualquier parte. Y usted no tiene la menor idea de su aspecto. Puede ser joven o viejo. Rico, pobre, vagabundo, ladrón, médico, abogado... ¿Cómo podrá averiguarlo?
-Veremos -suspiró Sir Guy-. Pero tengo que encontrarle. En seguida.
-¿Por qué tanta prisa?
Sir Guy suspiró de nuevo.
-Porque dentro de dos días volverá a matar.
-¿Está usted seguro?
-Segurísimo. Fíjese en este mapa. Todos los asesinatos corresponden a un determinado ritmo astrológico. Si, como sospecho, ofrece un sacrificio de sangre para renovar su juventud, tiene que matar dentro de dos días. Fíjese en la pauta de sus primeros crímenes en Londres. 7 de agosto. 31 de agosto. 8 de septiembre. 30 de septiembre. 9 de noviembre. Intervalos de 24 días, 9 días, 22 días -en esta ocasión dos asesinatos-, y luego 40 días. Desde luego, hubo otros crímenes intercalados Pero no fueron descubiertos o no le fueron atribuidos.
»De todos modos, he trazado una pauta para él, basada en los datos que poseo. Y digo que dentro de dos días matará. De manera que debemos localizarle antes de que transcurran esos dos días.
-Continúo preguntándome qué es lo que desea que haga yo.
-Permitirme que le acompañe -dijo Sir Guy-. Presentarme a sus amigos. Llevarme a las reuniones. 
-Pero ¿por dónde vamos a empezar? Que yo sepa, mis amigos artistas, a pesar de sus excentricidades, son personas completamente normales.
-Lo mismo que el Destripador. Es completamente normal. Excepto en determinadas noches... Entonces se convierte en un monstruo implacable, obligado a matar.
-De acuerdo -dije-. De acuerdo. Le llevaré a las reuniones, Sir Guy.
Hicimos nuestros planes. Y aquella misma noche le llevé al estudio de Lester Baston.
Mientras subiamos al ático en el ascensor, aproveché la ocasión para advertir a Sir Guy.
-Baston es un hombre muy extravagante -le dije-. Lo mismo que sus huéspedes. Prepárese para lo mejor y para lo peor.
-Lo estoy.
Introdujo la mano en un bolsillo de sus pantalones y volvió a sacarla empuñando un revólver.
-¿Qué diablos...? -empecé.
-Si veo a Jack el Destripador, estaré preparado -dijo Sir Guy.
Hablaba completamente en serio.
-Pero no puede usted presentarse en una reunión con un revólver cargado en el bolsillo -protesté.
-No se preocupe, no cometeré ninguna imprudencia.
Desde luego, Sir Guy Hollis no era un hombre normal.
Salimos del ascensor y nos dirigimos a la puerta del apartamento de Baston.
-A propósito -murmuré-, ¿cómo quiere usted que le presente? ¿Diciéndoles quién es usted y a quién está buscando?
-Me tiene sin cuidado. Tal vez sea preferible decir la verdad.
-Pero ¿no cree que el Destripador -si por algún milagro está presente- se pondrá inmediatamente sobre aviso?
-Creo que la impresión de la noticia de que estoy buscando al Destripador provocará en él algún gesto comprometedor -dijo Sir Guy.
-Sería usted un buen psiquíatra -admití-. La teoría no es mala. Pero le advierto que va a enfrentarse usted con más dificultades de las que parece esperar.
Sir Guy sonrió.
-Estoy preparado -dijo-. He ideado un pequeño plan. No se sorprenda por nada de lo que haga.
Asentí y llamé a la puerta.
Acudió a abrir el propio Baston. Tenía los ojos enrojecidos. Se balanceó hacia adelante y hacia atrás, mientras nos contemplaba con expresión solemne. Bizqueó ante el bigote de Sir Guy y mi bombín.
-¡Ajá! -exclamó-. La morsa y el carpintero.
Le presenté a Sir Guy.
-Bienvenido -dijo Baston, invitándonos a entrar con exagerados ademanes de cortesía. Nos siguió, tambaleándose, hasta el llamado saloncito.
Contemplé el grupo que se movía incansablemente a través de la niebla que formaba el humo de los cigarrillos.
La reunión estaba en su apogeo. Cada mano sostenía un vaso. Todos los rostros mostraban un rumor alcohólico. En un rincón, el piano sonaba a toda presión, pero las notas marciales de la Marcha de El Amor de las Tres Naranjas no conseguía ahogar el ruido profano de los dados procedente del otro rincón.
Prokofieff no tenía ninguna posibilidad contra el inventor del «seven-sleven.
Sir Guy se quitó rápidamente el monóculo. Vio a LaVerne Gonnister, la poetisa, golpear a Himye Kralik en el ojo. Vio a Himye sentarse en el suelo, gritando, hasta que Dick Pool aterrizó accidentalmente sobre su estómago cuando se dirigía a la cocina en busca de más bebida.
Oyó a Nadia Vilinoff, la artista comercial, decirle a Johnny Odcutt que opinaba que su tatuaje era de un horroroso mal gusto, y vio a Barclay Melton arrastrarse bajo la mesa del comedor con la esposa de Johnny Odcutt.
Sus observaciones zoológicas podían haber continuado indefinidamente si Lester Baston no se hubiese parado en el centro de la habitación y reclamado silencio rompiendo un vaso contra el suelo.
-Esta noche, nuestra humilde reunión se ve honrada con la presencia de dos distinguidos visitantes -rugió Lester, extendiendo el brazo en nuestra dirección-. Nada menos que la Morsa y el Carpintero. La Morsa es Sir Guy Hollis, un no-sé-qué de la Embajada británica. El Carpintero, como todos ustedes saben, es nuestro propio John Carmody, el eminente dispensador de linimento para los cerebros.
Se volvió y agarró a Sir Guy por el brazo, arrastrándole hasta el centro de la alfombra. Por un instante creí que Hollis iba a protestar, pero un rápido guiño me tranquilizó. Sir Guy estaba preparado.
-Tenemos la costumbre, Sir Guy -dijo Baston en voz alta-, de someter a nuestros nuevos amigos a un pequeño examen. Un simple formulismo, desde luego. ¿Está usted preparado para contestar a mis preguntas?
Sir Guy asintió, sonriendo.
-Muy bien -murmuró Baston-. Amigos... acabo de recibir este paquete de Inglaterra. Voy a abrirlo en vuestra presencia, para ver lo que contiene.
Empezó el interrogatorio. Yo quería escuchar, pero en aquel momento Lydia Dare me vio y me arrastró al vestíbulo para una de aquellas rutinarias Querido-he-estado-esperando-todos-los-días-que-me-llamaras.
Cuando pude librarme de ella y regresar al salón, el examen de Sir Guy se encontraba en su punto culminante. A juzgar por la actitud de los presentes, deducí que Sir Guy no necesitaba abogados que le defendieran.
De pronto, Baston formuló una pregunta que me hizo contener la respiración.
-¿Puedo preguntarle qué le ha traído aquí esta noche? ¿Cuál es su misión, oh Morsa?
-Estoy buscando a Jack el Destripador.
Nadie rió.
Tal vez les sorprendió como me había sorprendido a mí. Miré a mis vecinos y empecé a hacerme preguntas.
LaVerne Gonnister. Hymie Kralik. Inofensivos. Dick Pool. Nadia Vilinoff. Johnny Odcutt y su esposa. Barclay Melton. Lydia Dare. Todos inofensivos.
Pero ¡qué sonrisa más forzada en el rostro de Dick Pool! ¡Y qué decir de la actitud huidiza de Barclay Melton!
¡Oh! Era absurdo, de acuerdo. Pero por primera vez vi a aquellas personas a una nueva luz. Me interrogué acerca de sus vidas... sus vidas secretas, más allá del escenario de las reuniones.
¿Cuántos de ellos estaban representando una comedia, ocultando algo?
¿Cuál de ellos podía adorar a los horribles dioses malignos y ofrecerle un sacrificio de sangre?
Incluso Lester Baston podía estar fingiendo.
Una rara inquietud planeó sobre todos nosotros, por unos instantes. Vi preguntas que revoloteaban por el círculo de ojos alrededor de la habitación.
Sir Guy estaba de pie en el centro de la estancia, y puedo jurar que tenía plena conciencia de la situación que había creado, y que gozaba con ella.
Me pregunté vagamente qué era lo que en él no funcionaba como era debido. Por qué tenía aquella extraña obsesión acerca de Jack el Destripador. Tal vez estaba ocultando, también, algún terrible secreto...
Baston, como de costumbre, disipó la inquietud. Tomó la cosa por el lado cómico.
-La Morsa no está bromeando, amigos -dijo. Palmeó la espalda de Sir Guy mientras hablaba-. Nuestro primo inglés se encuentra realmente sobre la pista del fabuloso Jack el Destripador. Supongo que todos ustedes recuerdan a Jack el Destripador. Fue un personaje que dejó huellas imborrables de su paso por la tierra.
»La Morsa tiene la idea de que el Destripador está vivo, probablemente aquí, en Chicago, y que se pasea por la ciudad con un cuchillo de explorador. En realidad... -Baston hizo una pausa melodramática-. En realidad, tiene motivos para creer que Jack el Destripador puede encontrarse esta noche aquí, entre nosotros.
Se produjo la esperada reacción de exclamaciones jocosas. Baston se dirigió a Lydia Dare en tono de reproche.
-El llevar faldas no las autoriza a reírse, muchachas. Jack el Destripador podía ser una mujer, también. Una especie de Jill la Destripadora.
-¿Quiere usted decir que sospecha realmente de uno de nosotros? -intervino LaVerne Gonnister, dirigiéndose a Sir Guy-. Jack el Destripador desapareció hace muchísimos años. En 1888...
-¡Ajá! -la interrumpió Baston-. ¿Cómo es que está tan enterada de los detalles, jovencita? ¡Resulta muy sospechoso! Mírela bien, Sir Guy... es posible que no sea tan joven como parece. Estas poetisas suelen tener pasados muy oscuros. 
La tensión había desaparecido, y todo el asunto se estaba convirtiendo en una vulgar broma de reunión. El hombre que había interpretado la Marcha estaba contemplando el piano con un brillo de Scherzo en sus ojos que no auguraba nada bueno para Prokofieff. Lydia Dare estaba mirando ansiosamente en dirección a la cocina, esperando que terminara aquello para ir en busca de otro trago.
En aquel momento, Baston lo cogió.
-¿A que no lo adivinan? -aulló-. La Morsa tiene un revólver.
Al abrazar a Sir Guy, su mano se había deslizado hacia abajo hasta tropezar con el revólver que se encontraba en el bolsillo de la americana de su huésped. Lo sacó antes de que Hollis pudiera evitarlo.
Me quedé mirando a Sir Guy, preguntándome si la cosa no estaría llegando demasiado lejos. Pero él me hizo un guiño tranquilizador, y recordé que me había dicho que no me alarmara por nada.
De modo que esperé, mientras a Baston se le ocurría una idea muy propia de él.
-Vamos a jugar limpio con nuestro amigo Morsa -gritó-. Ha viajado hasta aquí desde Inglaterra para cumplir una misión. Si ninguno de ustedes está dispuesto a confesar, sugiero que le concedamos la oportunidad de descubrirlo por sí mismo.
-¿Cómo? -preguntó Johnny Odcutt.
-Voy a apagar todas las luces durante un minuto. Sir Guy permanecerá aquí con su revólver. Si alguien de los que se encuentran en esta habitación es el Destripador, puede huir, o aprovechar la ocasión para..., bueno, para eliminar a su perseguidor. ¿Qué les parece?
Era completamente absurdo, pero cautivó a la imaginación popular. Las protestas de Sir Guy quedaron ahogadas en el mar de exclamaciones que levantó la propuesta de Baston. Éste se encontraba ya junto al interruptor de la luz.
-Que nadie se mueva -advirtió, con fingida solemnidad-. Por espacio de un minuto, permaneceremos a oscuras... quizás a merced de un asesino. Transcurrido ese tiempo, volveré a encender las luces y buscaremos los cadáveres. Escojan su pareja, damas y caballeros.
Las luces se apagaron.
Alguien se rió entre dientes.
Oí pasos en la oscuridad. Murmullos.
Una mano rozó mi rostro.
En mi muñeca, el reloj latió violentamente. Pero sus latidos quedaron ahogados por otros más violentos: los de mi corazón.
Absurdo. Permanecer a oscuras con un grupo de estúpidos bromistas. Y, sin embargo, la ola de terror, deslizándose a través de la aterciopelada oscuridad, era completamente real.
Jack el Destripador vagabundeaba en una oscuridad semejante a ésta. Y Jack el Destripador llevaba un cuchillo. Jack el Destripador tenía un cerebro desequilibrado y unos propósitos siniestros.
Pero Jack el Destripador estaba muerto, muerto y enterrado hacía muchos anos... según todas las leyes humanas. 
Sólo que no existen leyes humanas cuando se pcrmanece en la oscuridad, cuando la oscuridad oculta y protege, y la máscara exterior cae del rostro y se siente algo en lo más profundo del ser, un propósito sin forma definida que es hermano de las tinieblas.
Sir Guy Hollis lanzó un grito.
Se oyó el ruido de un cuerpo al caer.
Baston encendió las luces.
Todo el mundo empezó a chillar.
Sir Guy Hollis estaba tendido en el suelo, en el centro de la habitación. Continuaba empuñando el revólver.
Contemplé los rostros que me rodeaban, maravillándome de la variedad de expresiones que los seres humanos pueden adoptar cuando se enfrentan con el terror. 
Todos los rostros estaban presentes en el círculo. Nadie había huido. Y, sin embargo, Guy Hollis estaba tendido en el suelo...
LaVerne Gonnister sollozaba, cubriéndose el rostro con las manos.
-Perfectamente.
Sir Guy se puso en pie de un salto. Estaba sonriendo.
-Ha sido un simple experimento, ¿saben? Si Jack el Destripador hubiese estado entre ustedes, y a mí me hubieran asesinado, se habría traicionado a sí mismo de algún modo al encenderse las luces y verme tendido en el suelo.
»Estoy convencido de su inocencia, individual y colectiva. Todo ha sido una broma, amigos.
Hollis contempló al asombrado Baston y a sus compañeros, agrupados detrás de él.
-¿Nos vamos ya, John? -me dijo Sir Guy a continuación-. Creo que se está haciendo un poco tarde.
Dando media vuelta, se encaminó hacia la puerta. Le seguí. Nadie dijo una sola palabra.
Después de aquello, la reunión se convirtió en una especie de funeral.


3

Tal como habíamos convenido, a la noche siguiente me reuní con Sir Guy en la confluencia de las calles 29 y South Halsted.
Después de lo que había sucedido la noche anterior, yo estaba preparado para casi todo. Pero Sir Guy tenía un aspecto completamente vulgar mientras paseaba lentamente por la acera, esperando mi aparición.
-¡Bu! -exclamé, dando un repentino salto.
Sir Guy sonrió. Sólo el revelador gesto de su mano izquierda indicó que había buscado instintivamente su revólver cuando le sorprendí.
-¿Preparado para iniciar la caza? -pregunté.
-Sí -respondió-. Me alegro de que consintiera en acompañarme sin hacer preguntas. Ello demuestra que confía en mi criterio.
Me cogió del brazo y echamos a andar lentamente.
-Esta noche hay mucha niebla, John -dijo Sir Guy Hollis-. Como en Londres.
Asentí.
-Y hace frío, también, para esta época del año.
Asentí de nuevo.
-Es curioso -murmuró Sir Guy-. Niebla londinense y noviembre. El ambiente y la época de los asesinatos del Destripador.
Sonreí a través de la oscuridad.
-Permítame recordarle, Sir Guy, que esto no es Londres, sino Chicago. Y no estamos en noviembre de 1888. Han pasado más de cincuenta años.
Sir Guy me devolvió la sonrisa, aunque sin la menor alegría.
-Yo no estoy tan seguro -murmuró-. Mire a su alrededor. Parece que estemos en el East End. Y este barrio tiene más de cincuenta años de antigüedad.
-Estamos en el barrio negro -observé-. Y todavía no sé por qué me ha traído usted aquí.
-Es un presentimiento -admitió Sir Guy-. Sólo un presentimiento por mi parte, John. Quiero dar una vuelta por aquí. Estas calles tienen la misma configuración geográfica que las de los barrios donde el Destripador vagabundeó y asesinó. Aquí es donde le encontraremos, John. No entre las brillantes luces del barrio bohemio, sino aquí, en medio de la oscuridad. La oscuridad que le oculta y le protege. 
-¿Por eso se ha traído usted un revólver? -pregunté. Fui incapaz de evitar que mi voz revelara cierto sarcástico nerviosismo. Aquella conversación, la incesante obsesión de Jack el Destripador, estaban afectando a mis nervios más de lo que me atrevía a admitir.
-Puede hacernos falta -dijo Sir Guy en tono grave-. Después de todo, esta noche es la noche señalada.
Suspiré. Vagamos a través de las desiertas calles, invadidas por la niebla. Aquí y allá, ardía una luz mortecina encima de la puerta de una taberna. Aparte de aquellas luces ocasionales, todo era oscuridad y sombras. Nos deslizábamos a través de la niebla, solos y silenciosos, como dos diminutos gusanos arrastrándose dentro de una madriguera subterránea.
Cuando me asaltó esa idea, me estremecí. La atmósfera empezaba a actuar también sobre mí. Si no procuraba dominarme, acabaría tan chiflado como Sir Guy.
-¿No se da usted cuenta de que por estas calles no pasa un alma? -dije, tirando impacientemente de su americana.
-Tiene que acudir aquí -dijo Sir Guy-. Esto es lo que he estado buscando. Un genius loci. Un lugar diabólico que atrae al diablo. Cuando ha atacado, siempre lo ha hecho en los suburbios.
»Ésa es una de sus debilidades. Se siente fascinado por la inmundicia. Además, las mujeres que necesita para su sacrificio son más fáciles de encontrar en los barrios miserables de una gran ciudad.
Sonreí.
-Bueno, entremos en algún tugurio -sugerí-. Tengo frío. Necesito un trago. Esta maldita niebla se le mete a uno en los huesos. Ustedes, los ingleses, la resisten bien, pero yo prefiero el calor seco.
A través de las blancas nubes de niebla, distinguí una mortecina luz azulada, una bombilla colgada encima del letrero de una taberna.
-Vamos a probar -dije-. Estoy temblando.
-Como quiera -dijo Sir Guy.
Nos detuvimos ante la puerta de la taberna.
-¿Qué es lo que espera? -me preguntó Hollis.
-Estaba echando un vistazo -respondí-. Éste es un barrio poco recomendable, Sir Guy. Y en algunas de estas tabernas los clientes blancos no son bien recibidos.
-Buena idea, John.
Terminé mi inspección a través de la puerta encristalada.
-Parece vacía -murmuré-. Entremos.
La taberna estaba pésimamente iluminada. Una bombilla colgada encima del mostrador esparcía una débil claridad que no llegaba a la lóbrega trastienda.
Detrás del mostrador había un negro gigantesco, con una mandíbula de acusado prognatismo y un torso de gorila. Cuando entramos no se movió, pero sus ojos parpadearon rápidamente y me di cuenta de que había notado nuestra presencia y nos estaba juzgando.
-Buenas noches -dije.
El negro tardó unos instantes en contestar. No había terminado su evaluación. Finalmente, sonrió. 
-Buenos noches, amigos. ¿Qué van a tomar?
-Ginebra -dije-. Dos ginebras. La noche está fría.
-Desde luego.
Llenó nuestros vasos, pagué y no perdimos tiempo: nos bebimos la ginebra de un solo trago. El ardiente licor puso fuego en nuestras venas.
Me incliné sobre el mostrador y cogí la botella. Sir Guy y yo nos servimos otro vaso. El gigante negro no se movió, controlando con los ojos entreabiertos nuestros movimientos.
El reloj que había sobre la estantería dio las horas. En el exterior había empezado a soplar un fuerte viento, desgarrando la niebla en jirones. Sir Guy y yo saboreamos nuestra segunda ginebra.
Sir Guy empezó a hablar, y las sombras se espesaron a nuestro alrededor para escuchar.
Sir Guy divagaba incansablemente. Repitió todo lo que me había dicho cuando se presentó a mi consulta, como si yo no lo hubiese oído ya. Los que padecen una obsesión son así.
Escuché pacientemente. Le serví otra ginebra. Y otra.
Pero el licor no hizo más que aumentar su locuacidad. Habló de la Magia negra, de los sacrificios cruentos y de la prolongación de la vida por medios sobrenaturales. Y, desde luego, de su inquebrantable convicción de que el Destripador andaba suelto aquella noche.
Supongo que me hice culpable de aguijonearle.
-Perfectamente -dije, incapaz de disimular la impaciencia que me dominaba-. Vamos a aceptar que su teoría es correcta, aunque para ello tengamos que desestimar todas las leyes naturales y tragarnos un montón de supersticiones.
»Pero vamos a aceptar, por un momento, que está usted en lo cierto. Jack el Destripador era un hombre que descubrió el modo de prolongar su propia vida ofreciendo sacrificios humanos. Y ahora se encuentra aquí, en Chicago, planeando un nuevo asesinato. En otras palabras: supongamos que todo lo que usted imagina es absolutamente cierto. ¿Y qué?
-¿Qué significa ese «y qué»? -inquirió Sir Guy.
-Significa: ¿Y qué? -respondí-. Si todo eso es verdad, no comprendo qué es lo que estamos haciendo aquí. ¿Cree que Jack el Destripador va a entrar de un momento a otro en esta taberna, para que usted le mate o le entregue a la policía? Y, a propósito, todavía ignoro lo que piensa usted hacer con él si le encuentra.
Sir Guy apuró el contenido de su vaso.
-Capturaré al sanguinario asesino -dijo-. Le capturaré y le entregaré al gobierno, junto con todas las pruebas documentales que he reunido contra él durante todos estos años. ¡He gastado una fortuna investigando este asunto, una fortuna! Estoy convencido de que su captura significará la solución de centenares de crímenes impunes.
»¡Hay un asesino loco que anda suelto por nuestro mundo! ¡Un asesino sin edad, eterno, que ofrece sacrificios a los dioses malignos!
In vino veritas. ¿O se trataba simplemente de los efectos de un exceso de ginebra? Daba lo mismo. Sir Guy Hollis volvió a llenar su vaso. Me pregunté qué haría con él. Estaba encaminándose rápidamente a un clima de histérica embriaguez.
-Dígame una cosa -inquirí, más para evitar que la conversación fuera un interminable monólogo que con la esperanza de obtener información-. Todavía no me ha explicado usted en qué basa su seguridad de dar con el Destripador.
-Está por estos alrededores -dijo Sir Guy-. Tengo un sexto sentido. Lo sé.
Sir Guy no tenía un sexto sentido. Estaba chiflado. 
El asunto empezaba a fastidiarme. Llevábamos una hora sentados en la taberna, y durante todo ese tiempo me había visto obligado a hacer de niñera y a escuchar a un imbécil charlatán. Después de todo, Sir Guy no era paciente mío.
-Basta de ginebra -dije, agarrando la mano de Sir Guy cuando trataba de coger la botella medio vacia-. Ya ha bebido usted demasiado. Ahora, escúcheme. Voy a buscar un taxi y nos marcharemos de aquí. Se está haciendo tarde, y no parece que su amigo tenga muchos deseos de aparecer. En su lugar, yo esperaría a mañana y acudiría al F.B.I. con todos los documentos y pruebas que posee. Si está tan convencido de la veracidad de su descabellada teoría, el F.B.I. dispone de medios para efectuar una minuciosa investigación y localizar a su hombre.
-No -dijo Sir Guy, con la obstinación de la embriaguez-. Nada de taxis.
-Bueno, salgamos de aquí, por lo menos -dije, consultando mi reloj-. Son más de las doce.
Suspiró, se encogió de hombros y se levantó pesadamente. Mientras se dirigía hacia la puerta, sacó el revolver del bolsillo...
-¡Deme eso! -susurré-. No puede usted andar por la calle esgrimiendo un revólver.
Cogí el arma y la introduje en uno de mis bolsillos. Luego agarré a Sir Guy del brazo y le saque a la calle. El negro no alzó la mirada cuando nos marchamos.
Nos detuvimos en la acera, temblando. La niebla se había espesado. Desde el lugar donde nos encontrábamos no pude ver el extremo de la calle. Hacia frío. Humedad. Un ligero viento susurraba secretos a las sombras, a nuestras espaldas. 
El aire fresco tuvo sobre Sir Guy el efecto que yo había esperado. La niebla y los vapores de la ginebra no hacen buenas migas. Avanzó dando traspiés mientras yo le guiaba lentamente a través de la oscuridad.
Sir Guy, a pesar de su estado, continuaba dirigiendo aprensivas miradas a su alrededor, como si esperase ver acercarse a una figura.
No pude contenerme por más tiempo.
-¡Basta de chiquilladas! -exclamé-. ¡Jack el Destripador! La diversión ha llegado demasiado lejos.
-¿Diversión? -Sir Guy se encaró conmigo. A través de la niebla pude ver su contraído rostro-. ¿Se atreve usted a llamarlo una diversión?
-Bueno, ¿qué otro nombre puede dársele? -gruñí-. ¿Por qué habría usted de estar tan interesado en seguir el rastro a un asesino mítico?
Mi brazo no soltaba el suyo. Pero su mirada no me soltó a mí.
-En 1888... -susurró-, en Londres... una de aquellas busconas asesinadas por el Destripador... era mi madre.
-¿Qué?
-Más tarde fui reconocido por mi padre y legitimado. Juramos dedicar nuestras vidas a descubrir al Destripador. Mi padre fue el primero en encontrar el rastro. Murió en Hollywood en 1926. Dijeron que había sido apuñalado por un agresor desconocido en una riña. Pero yo sé quién fue el agresor.
»De modo que pasé a ocupar el puesto de mi padre. ¿Lo comprende ahora, John? Y no me daré por vencido hasta que le encuentre y le mate con mis propias manos.
»Él asesinó a mi madre y a centenares de personas para prolongar su propia existencia. Como un vampiro, se alimenta de sangre. Es astuto, diabólicamente astuto. ¡Pero no descansaré hasta encontrarle!
Entonces le creí. No estaba fanfarroneando. No era ya un borracho charlatán. Era un fanático implacable, tan fanático y tan implacable como el propio Destripador.
Mañana estaría sobrio. Continuaría sus investigaciones. Quizá se decidiera a seguir mi consejo y entregaría al F.B.I. los documentos y las pruebas que poseía. Más pronto o más tarde, con su implacable determinación -y con el motivo que le impulsaba- alcanzaría el éxito.
Desde el primer momento me había dado cuenta de que detrás de su actitud y de su obstinación, se ocultaba un poderoso motivo personal.
-Vámonos de aquí -dije, tirando de su brazo.
-Espere un momento -dijo Sir Guy Hollis-. Devuélvame mi revólver. -Se tambaleó ligeramente-. Me sentiré más tranquilo si llevo el revólver encima.
Me empujó hacia las oscuras sombras de un lóbrego soportal. Traté de disuadirle, pero no dio su brazo a torcer. 
-Devuélvame el revólver, John -repitió.
-De acuerdo -dije.
Introduje la mano en un bolsillo de mi americana, volví a sacarla.
Sir Guy Hollis clavó en mi rostro unos ojos abiertos por el asombro.
-Pero... eso no es un revólver -protestó-. Eso es un cuchillo.
-Lo sé.
Le cogí por las solapas de la americana y me incliné rápidamente sobre él.
-¡John! -gritó.
-Deje de llamarme John -susurré, alzando el cuchillo-. Llámeme... Jack.



“MISS MARPLE Y 13 PROBLEMAS” -- Agatha Christie -- La casa del ídolo de Astarté


“MISS MARPLE Y 13 PROBLEMAS” 
Agatha Christie
La casa del ídolo de Astarté



LA CASA DEL ÍDOLO DE ASTARTÉ
Y ahora doctor Pender, ¿qué va usted a contarnos?
El anciano clérigo sonrió amablemente.
—Mi vida ha transcurrido en lugares tranquilos—dijo—. He sido testigo de muy pocos
acontecimientos memorables. No obstante, en cierta ocasión, cuando era joven, tuve una
extraña y trágica experiencia.
—¡Ah! —exclamó Joyce Lempriére en tono alentador.
—Nunca la he olvidado —continuó el clérigo—. Entonces me causó una profunda impresión,
e incluso ahora, con un ligero esfuerzo de mi memoria, puedo sentir de nuevo todo el horror y
la angustia de aquel terrible momento en que vi caer muerto a un hombre al parecer sin causa
aparente.
—Ha conseguido ponerme la piel de gallina, Pender—se lamentó sir Henry.
—A mí sí que se me puso la piel de gallina, como usted dice —replicó el otro—. Desde
entonces nunca he vuelto a reírme de las personas que emplean la palabra «atmósfera».
Existe. Hay ciertos lugares saturados de buenos o malos influjos que hacen sentir sus efectos.
—Esa casa, The Larches, es uno de esos lugares infortunados —señaló miss Marple—. El
viejo Mr. Smither perdió todo su dinero y tuvo que abandonarla. Luego la alquilaron los
Carlslake y Johnny se cayó por la escalera y se rompió una pierna, y Mrs. Carlslake se vio
obligada a marcharse al sur de Francia para reponerse. Ahora la tienen los Burden y he oído
decir que el pobre Mr Burden tendrá que ser operado de urgencia.
—Hay mucha superstición en lo que toca a todos estos temas —dijo Mr. Petherick—. Y por
culpa de muchos de los estúpidos rumores que corren se ocasionan innumerables daños a
estas fincas.
—Yo he conocido un par de fantasmas que tenían una robusta personalidad —comentó sir
Henry con una risita.
—Creo —dijo Raymond— que deberíamos dejar que el doctor Pender continuara su
historia.
Joyce se puso en pie para apagar las dos lámparas, dejando la habitación iluminada solamente
por el resplandor de las llamas.
—Atmósfera —explicó—. Ahora podemos continuar.
El doctor Pender le dirigió una sonrisa y, tras acomodarse en su butaca y quitarse las gafas,
comenzó su relato con voz suave y evocadora.
—Ignoro si alguno de ustedes conocerá Dartmoor. El lugar de que les hablo se halla situado
cerca de los límites de Dartmoor Era una preciosa finca, aunque estuvo varios años en venta
sin encontrar comprador Tal vez resulta algo apartada en invierno, pero la vista es magnífica y
la casa misma posee características ciertamente curiosas y originales. Fue adquirida por un
hombre llamado Haydon, sir Richard Haydon. Yo lo había conocido en la universidad y,
aunque le perdí de vista durante algunos años, seguíamos manteniendo lazos de amistad y
acepté con agrado su invitación de ir al Bosque Silencioso, como se llamaba su nueva
propiedad.
»La reunión no era muy numerosa. Estaba el propio Richard Haydon, su primo Elliot Haydon
y una tal lady Mannering con su hija, una joven pálida e inconspicua, llamada Violeta. El
capitán Rogers con su esposa, buenos jinetes, personas curtidas que sólo vivían para 
caballos y la caza. En la casa estaba también el joven doctor Symonds y miss Diana Ashley.
Yo había oído algo sobre esta última. Su fotografía aparecía a menudo en las revistas de
sociedad y era una de las bellezas destacadas de la temporada. Desde luego era realmente
atractiva. Morena, alta, con un hermoso cutis de tono crema pálido y unos ojos oscuros y
rasgados que le daban una pícara expresión oriental. Poseía además una maravillosa voz,
profunda y musical.
»Vi en seguida que mi amigo Richard Haydon estaba muy interesado por la muchacha y
deduje que aquella reunión había sido organizada únicamente por ella. De los sentimientos de
ella no estaba tan seguro. Era caprichosa al conceder sus favores. Un día hablaba con Richard
como si los demás no existiéramos y, al otro, el favorito era su primo Elliot y no parecía notar
la existencia de Richard, para acabar dedicándole sus más seductoras sonrisas al tranquilo y
retraído doctor Symonds.
»La mañana que siguió a mi llegada, nuestro anfitrión nos mostró el lugar. La casa en sí no era
nada extraordinaria, y estaba sólidamente construida con granito de Devonshire para resistir
las inclemencias del tiempo. No era romántica, pero si muy confortable. Desde sus ventanas
se divisaba el panorama del páramo y las vastas colinas coronadas por peñascos moldeados
por el viento.
»En las laderas de los peñascos más cercanos a nosotros había varios círculos de menhires,
reliquias de los remotos días de la Edad de Piedra. En otra colina se veía un túmulo
recientemente excavado y en el que habían sido encontrados diversos objetos de bronce.
Haydon sentía un gran interés por las antigüedades y nos hablaba con gran entusiasmo de
aquel lugar que, según nos explicó, era particularmente rico en reliquias del pasado.
»Se habían encontrado restos de refugios neolíticos, de druidas celtas, de romanos, e incluso
indicios de los primeros fenicios.
»—Pero este lugar es el más interesante de todos —nos dijo—. Ya conocéis su nombre, el
Bosque Silencioso. Bien, no es difícil comprender por qué se llama así.
»Señaló con el brazo. En aquella zona, el paisaje se mostraba especialmente desolado; rocas,
brezos, helechos, pero a unos cien metros de la casa había una magnífica y espesa arboleda.
»—Es una reliquia de tiempos muy remotos —dijo Haydon—. Los árboles han ido muriendo,
pero han sido replantados y en conjunto se ha conservado tal como estaba tal vez en tiempos
de los fenicios. Vengan a verlo.
»Todos le seguimos. Al entrar en el bosquecillo me sentí invadido por una curiosa opresión.
Creo que fue el silencio, ningún pájaro parecía anidar en aquellos árboles. Se podía palpar la
desolación y el horror en el aire. Vi que Haydon me contemplaba con una extraña sonrisa.
»—¿No le causa alguna sensación este lugar, Pender? —me preguntó—. ¿De hostilidad? ¿O
de intranquilidad?
»—No me gusta —repliqué tranquilamente.
»—Está en su derecho. Este lugar fue la plaza fuerte de uno de los antiguos enemigos de la fe.
Este es el Bosque de Astarté.
»—¿Astarté?
»—Astarté, Isthar, Ashtoreth o como quiera llamarla. Yo prefiero el nombre fenicio de
Astarté. Creo que se conoce otro Bosque de Astarté en este país, al norte de la muralla de
Adriano. No tengo pruebas, pero me gusta pensar que el de aquí es el auténtico. Ahí, en el
centro de ese espeso círculo de árboles, se llevaban a cabo los ritos sagrados.
»—Ritos sagrados —murmuró Diana Ashley con mirada soñadora—. Me gustaría saber
cómo eran.
»—Nada recomendables— dijo el capitán Rogers con una risa estruendosa pero
inexpresiva—. Imagino que algo fuertes.
»Haydon no le prestó atención.
»—En el centro del bosque debía de haber un templo —dijo—. No es que haya conseguido
encontrar alguno, pero me he dejado llevar un poco por mi imaginación.
»Para entonces ya habíamos penetrado en un pequeño claro en el centro de la arboleda,
donde se elevaba una especie de glorieta de piedra. Diana Ashley miró inquisitivamente a
Haydon.
»—Yo la llamo la Casa del Ídolo —dijo éste—. Es la Casa del Ídolo de Astarté.
»Y avanzó hacia ella. En su interior, sobre un tosco pilar de ébano, reposaba una curiosa
imagen que representaba a una mujer con cuernos en forma de media luna y que estaba
sentada sobre un león.
»—Astarté de los fenicios —dijo Haydon—. La diosa de la Luna.
»—¡La diosa de la Luna! —exclamó Diana—. Oh, organicemos una fiesta pagana para esta
noche. Disfrazados. Vendremos aquí a medianoche para celebrar los ritos de Astarté.
»Yo hice un gesto brusco y Elliot Haydon, el primo de Richard Haydon, se volvió
rápidamente hacia mí.
»—A usted no le gusta todo esto, ¿verdad, Pender? —me dijo.
»—Sí —repliqué en tono grave—, no me gusta. —Me miró con extrañeza.
»—Pero si es una broma. Dick no puede saber si esto era realmente un bosque sagrado. Sólo
es pura imaginación. Le gusta jugar con la idea. Y de todos modos, si de verdad lo fuera...
»—¿Y si lo fuera...?
»—Bueno —dijo con una sonrisa un tanto incómoda—. Usted no puede creer en esas cosas,
¿no? Es un párroco.
»—Precisamente, no estoy seguro de como párroco no deba creer en ello.
»—Aun así, todo es ya parte del pasado.
»—No estaría tan seguro —dije pensativo—. Yo sólo sé una cosa. Por lo general no soy
hombre que se deje impresionar fácilmente por un ambiente, pero desde que he penetrado en
este círculo de árboles, tengo una extraña sensación de maldad y amenaza a mi alrededor.
» Miró intranquilo por encima de su hombro.
»—Sí —dijo--, es curioso en cierto modo. Sé lo que quiere decir, pero supongo que es sólo
nuestra imaginación lo que nos produce esa sensación. ¿Qué dice a esto, Symonds?
»El doctor guardó silencio unos momentos antes de replicar con calma:
»—No me gusta esto y no sé decirles por qué. Pero sea por lo que sea no me gusta.
»En aquel momento se acercó a mi Violeta Mannering.
»—Aborrezco este lugar —exclamó—, lo aborrezco. Salgamos de aquí.
»Echamos a andar y los demás nos siguieron. Sólo Diana Ashley se resistía a marcharse. Volví
la cabeza y la vi ante la casa del ídolo contemplando fijamente la imagen.
»El día era magnífico y excepcionalmente caluroso, y la idea de Diana Ashley de celebrar una
fiesta de disfraces aquella noche fue recibida con entusiasmo general. Hubo las acostumbradas
risas, los cuchicheos, el frenesí de los preparativos y, cuando hicimos nuestra aparición a la
hora de la cena, no faltaron exclamaciones de alegría. Rogers y su esposa iban disfrazados de
hombres del neolítico, lo cual explicaba la repentina desaparición de ciertas alfombras.
Richard Haydon se presentó como un marino fenicio y su primo como un capitán de
bandidos. El doctor Symonds se vistió de cocinero, lady Mannering de enfermera y su hija de
esclava circasiana. Yo mismo me había arreglado para parecerme en lo posible a un monje.
Diana Ashley bajó la última y nos quedamos algo decepcionados al verla aparecer envuelta en
un dominó negro.
»—Lo Desconocido —declaró con aire alegre—, eso es lo que soy. Y ahora, por lo que más
quieras, vamos a cenar.
»Después de cenar salimos afuera. Hacía una noche deliciosa y cálida, y empezaba a salir la
luna.
»Paseamos de un lado a otro, charlando, y el tiempo pasó muy de prisa. Debió de ser
aproximadamente una hora más tarde cuando nos dimos cuenta de que Diana Ashley no
estaba con nosotros.
»—Seguro que no se ha ido a la cama —dijo Richard Haydon.
»Violeta Mannering negó con la cabeza. No —dijo—. La vi marcharse en esa dirección hará
cosa de un cuarto de hora.
»Y al hablar señaló el bosquecillo de árboles que se alzaban negros y sombríos a la luz de la
luna.
»—Quisiera saber qué se propone —dijo Richard Haydon-. Alguna diablura, seguro.
Vayamos a ver.
»Avanzamos en pelotón intrigados por saber qué tramaba miss Ashley. No obstante, yo sentía
de nuevo cierto recelo ante la idea de penetrar en el oscuro cinturón de árboles. Algo más
Fuerte que yo parecía retenerme y me urgía a que no entrara allí. Sentí más claramente que
nunca el maleficio de aquel lugar. Creo que algunos de los demás experimentaron la misma
sensación que yo, aunque no lo hubieran admitido por nada del mundo. Los árboles estaban
tan juntos que no dejaban penetrar la luz de la luna y, a nuestro alrededor, se oían multitud de
ruidos, susurros y suspiros. Era un lugar que imponía y, de común acuerdo, todos nos
mantuvimos juntos.
»De pronto llegamos al claro del centro de la arboleda y nos quedamos como clavados en el
suelo, pues en el umbral de la Casa del Ídolo se alzaba una figura resplandeciente, envuelta en
una vestidura de gasa muy sutil y con dos cuernos en forma de media luna surgiendo de entre
la oscura cabellera.
»—¡Cielo santo! —exclamó Richard Haydon mientras su frente se perlaba de sudor.
»Pero Violeta Mannering fue más aguda.
»—¡Vaya, si es Diana! —observó—. ¿Y qué ha hecho? Oh, no sé qué es, pero está muy
distinta.
»La figura del umbral elevó sus manos y, dando un paso hacia delante, en voz alta y dulce,
recitó:
»—Soy la sacerdotisa de Astarté. Guardaos de acercaros a mí porque llevo la muerte en mi
mano.
»—No hagas eso, querida —protestó lady Mannering—. Nos estás poniendo nerviosos de
verdad.
»Haydon avanzó hacia ella.
»—¡Dios mío, Diana! —exclamó—. Estás maravilla.
»Mis ojos se habían acostumbrado ya a la luz de la luna y podía ver con más claridad. Desde
luego, como había dicho Violeta, Diana estaba muy distinta. Su rostro tenía una expresión
mucho más oriental, sus ojos rasgados un brillo cruel y sus labios la sonrisa más extraña que
viera jamás en mi vida.
»—¡Cuidado! —exclamó—. No os acerquéis a la diosa. Si alguien pone la mano sobre mí,
morirá.
»—Estás maravillosa, Diana —dijo Haydon--, pero ahora ya basta. No sé por qué, pero esto
no me gusta en absoluto.
»Iba avanzando sobre la hierba y ella extendió una mano hacia él.
»—Detente —gritó—. Un paso más y te aniquilaré con la magia de Astarté.
»Richard Haydon se echó a reír apresurando el paso y entonces ocurrió algo muy curioso.
Vaciló un momento, tuvimos la sensación de que tropezaba y cayó al suelo cuan largo era.
»No se levantó, sino que permaneció tendido en el lugar donde cayó.
»De pronto, Diana comenzó a reírse histéricamente. Fue un sonido extraño y horrible que
rompió el silencio del claro.
»Elliot se adelantó y lanzó una exclamación de disgusto.
»—No puedo soportarlo —exclamó--. Levántate, Dick, levántate, hombre.
»Pero Richard Haydon seguía inmóvil en el lugar en que había caído. Elliot Haydon llegó hasta
él y, arrodillándose a su lado, le dio la vuelta. Se inclinó sobre él y escudriñó su rostro.
»Luego se puso bruscamente en pie, medio tambaleándose.
»—Doctor —dijo—, doctor venga, por amor de Dios. Yo... yo creo que está muerto.
»Symonds corrió hacia el caído y Elliot se vino hacia nosotros caminando muy despacio. Se
miraba las manos de un modo que no supe comprender.
»En aquel momento Diana lanzó un grito salvaje.
»—Lo he matado —gritó--. ¡oh, Dios mío! No quise hacerlo, pero lo he matado.
»Y cayó desvanecida sobre la hierba.
»Mrs. Rogers lanzó un grito.
»—Salgamos de este horrible lugar —gimió—. Aquí puede ocurrirnos cualquier cosa. ¡Oh es
espantoso!.
»Elliot me cogió por un hombro.
»—No es posible, hombre —murmuró—. Le digo que no es posible. Un hombre no puede
ser asesinado así. Va... va contra la naturaleza.
»Traté de calmarlo.
»—Debe de haber alguna explicación —respondí—. Su primo puede haber tenido un fallo
cardíaco repentino a causa de la sorpresa y la excitación...
»Me interrumpió.
»—Usted no lo comprende —dijo extendiendo sus manos y pude contemplar en ellas una
mancha roja.
»—Dick no ha muerto del corazón, sino apuñalado... apuñalado en medio del corazón y no
hay arma alguna.
»Lo miré con incredulidad. En aquel momento Symonds acababa de examinar el cadáver y se
aproximó a nosotros, pálido y temblando de pies a cabeza.
»—Es que estamos todos locos? —se preguntó—. ¿Qué tiene este lugar para que sucedan en
él cosas semejantes?
»—Entonces es cierto.
» Asintió.
»—La herida es igual a la que hubiera producido una daga larga y fina, pero aquí no hay
ninguna daga.
»Nos miramos unos a otros.
»Pero tiene que estar aquí -.exclamó Elliot Haydon—. Debe haberse caído. Tiene que estar
por el suelo. Busquémosla.
»Todos buscamos en vano. Violeta Mannering exclamó de pronto:
»—Diana llevaba algo en la mano. Una especie de daga. Yo la vi claramente. Vi cómo
brillaba cuando le amenazó.
»Elliot Haydon meneó la cabeza.
»—El no llegó siquiera a tres metros de ella.
»Larry Mannering se había inclinado sobre la muchacha tendida en el suelo.
»—Ahora no tiene nada en la mano —anunció—, y no veo nada por el suelo. ¿Estás segura
de que la viste, Violeta? Yo no la recuerdo.
»El doctor Symonds se acercó a la joven.
»—Debemos llevarla a la casa —sugirió—. Rogers, ¿quiere ayudarme?
»Entre los dos llevamos a la muchacha de nuevo a la casa y luego regresamos en busca del
cadáver de sir Richard.
El doctor Pender se interrumpió mirando a su alrededor —Ahora sabemos más cosas —dijogracias
a la afición por las novelas policíacas. Hasta un chiquillo de la calle sabe que un
cadáver debe dejarse donde se encuentra. Pero entonces no teníamos estos conocimientos y
por tanto llevamos el cuerpo de Richard Haydon a su dormitorio de la casa cuadrada de
granito y enviamos al mayordomo para que fuese a buscar a la policía en su bicicleta: un paseo
de unas doce millas.
»Fue entonces cuando Elliot Haydon me llevó aparte.
»—Escuche —me dijo—. Voy a volver al bosque. Hay que encontrar el arma.
»Si es que la hubo —dije en tono dubitativo.
»Cogiéndome por un brazo, me sacudió con fuerza.
»—Se le han metido todas esas ideas supersticiosas en la cabeza. Usted cree que esta muerte
ha sido sobrenatural. Pues yo voy a volver al bosquecillo para averiguarlo.
»Me mostré extrañamente contrario a que hiciera esto. Hice lo posible por disuadirlo, pero sin
resultado. Sólo imaginar aquel círculo de árboles se me ponía la piel de gallina y sentí el fuerte
presentimiento de otro desastre, pero Elliot estaba decidido. Creo que también estab
asustado, aunque no quería admitirlo. Se marchó dispuesto a dar con la solución del misterio.
»Fue una noche horrible, nadie pudo conciliar el sueño, ni intentarlo siquiera. La policía,
cuando llegó, se mostró del todo incrédula ante lo ocurrido. Manifestaron el deseo de
interrogar a miss Ashley, pero tuvieron que desistir puesto que el doctor Symonds se opuso
con vehemencia. Miss Ashley había vuelto en sí después de su desmayo o trance y le había
dado un sedante para dormir, por lo que no debía ser molestada hasta el día siguiente.
»Hasta las siete de la mañana, nadie pensó en ElIiot Haydon, cuando Symonds preguntó de
pronto dónde estaba. Yo expliqué lo que Elliot había hecho y el rostro de Symonds se tomó
todavía más pálido y preocupado.
»—Ojalá no hubiera ido. Es una temeridad —dijo.
»—¿No pensará que haya podido ocurrirle algo?
»—Espero que no. Creo, padre, que será mejor que usted y yo vayamos a ver.
»Sabía que no le faltaba razón, pero necesité todo mi valor y fuerza de voluntad para hacerlo.
Salimos juntos y penetramos una vez más en la arboleda maldita. Le llamamos un par de
veces y no respondió. Al cabo de uno instantes llegamos al claro, que se nos apareció pálido
y fantasmal a la temprana luz de la mañana. Symonds se agarró a mi brazo y yo ahogué una
exclamación. La noche anterior, cuando lo vimos bañado por la luz de la luna, había el cuerpo
de un hombre tendido de bruces sobre la hierba. Ahora, a la luz del amanecer, nuestros ojos
contemplaron el mismo cuadro. Elliot Haydon estaba tendido exactamente en el mismo lugar
donde cayera su primo.
»—¡Dios mío! —dijo Symonds—. ¡A él también le ha ocurrido!
»Echamos a correr por el césped. Elliot Haydon estaba inconsciente, pero respiraba
débilmente y esta vez no cabía la menor duda de la causa de la tragedia. Una larga daga de
bronce permanecía clavada en la herida.
»—Le ha atravesado el hombro y no el corazón. Es una suerte —dijo el médico—. Palabra
que no sé qué pensar De todas formas, no está muerto y podrá contarnos lo ocurrido.
»Pero eso fue precisamente lo que Elliot Haydon no pudo hacer. Su descripción fue
extremadamente vaga. Había buscado el arma en vano y, al fin, dando por terminada la
búsqueda, se aproximó a la Casa del Ídolo. Fue entonces cuando tuvo la sensación de que
alguien le observaba desde el cinturón de árboles. Luchó por librarse de aquella impresión sin
poder conseguirlo. Describió cómo empezó a soplar un viento extraño y helado que parecía
venir no de los árboles, sino del interior de la Casa del ídolo. Se volvió para escudriñar su
interior y, al ver la pequeña imagen de la diosa, creyó sufrir una ilusión óptica. La figura fue
creciendo y creciendo, y luego de pronto creyó percibir como un golpe en las sienes que le
hizo tambalearse y, mientras caía, sintió un dolor ardiente y agudo en el hombro izquierdo.
»Esta vez, la daga fue identificada como la misma que había sido encontrada en el túmulo de la
colina y que fue comprada por Richard Haydon. Nadie sabía dónde la guardaba, si en la Casa
del Ídolo o en la suya.
»La policía opinaba que había sido apuñalado por miss Ashley, pero dado que todos
declaramos que no había estado en ningún momento a menos de tres metros de distancia de
él, no podían tener esperanzas de sostener la acusación contra ella. Por consiguiente, todo fue
y continúa siendo un misterio. »
Se hizo un profundo silencio.
—Parece que no haya nada que decir —habló al fin Joyce Lempriére—. Es todo tan horrible
y misterioso. ¿Ha encontrado usted alguna explicación, doctor Pender?
El anciano asintió.
—Sí —contestó—. Tengo una explicación, una cierta explicación, eso es todo. Una bastante
curiosa, pero en mi mente quedan aún ciertos aspectos sin aclarar.
—He asistido a sesiones de espiritismo —dijo Joyce— y pueden ustedes decir lo que gusten,
pero en ellas ocurren cosas muy extrañas. Supongo que pueden explicarse por algún tipo de
hipnotismo. La muchacha se convirtió realmente en una sacerdotisa de Astarté y supongo que,
de una manera u otra, debió apuñalarlo. Tal vez le arrojara la daga que miss Mannering vio en
su mano.
—O pudo ser una jabalina —sugirió Raymond West—. Al fin y al cabo, la luz de la luna no es
muy fuerte. Podía llevar una especie de lanza en la mano y cavársela a distancia. Y luego entra
en juego el hipnotismo colectivo. Quiero decir que todos ustedes estaban preparados para
verle caer víctima de un poder sobrenatural y eso vieron.
—He visto realizar cosas maravillosas con lanzas y cuchillos en los escenarios —afirmó sir
Henry—. Creo que es posible que un hombre estuviera oculto en el cinturón de árboles y
desde allí arrojara un cuchillo o una daga con suficiente puntería, suponiendo, desde luego,
que fuese un profesional. Admito que es una idea un tanto descabellada, pero me parece la
única teoría realmente aceptable. Recuerden que el otro hombre tuvo la impresión de que
alguien le observaba desde los árboles. Y en cuanto a que miss Mannering dijera que miss
Ashley tenía una daga en la mano que ninguno de los otros vio, eso no me sorprende. Si
tuvieran mi experiencia sabrían que la impresión de cinco personas acerca de la misma cosa
difiere tan ampliamente que resulta casi increíbe.
Mr. Petherick carraspeó.
—Pero en todas esas teorías parece que hemos pasado por alto un factor esencial —
declaró—. ¿Qué fue del arma? Difícilmente hubiera podido librarse miss Ashley de una
jabalina, estando como estaba de pie en medio de un espacio abierto. Y si un asesino oculto
hubiera arrojado una daga, ésta debería seguir aún en la herida cuando dieron la vuelta al
cadáver. Creo que debemos descartar todas esas teorías absurdas y ceñirnos a los hechos
concretos.
—¿Y adónde nos conducen?
—Bien, una cosa parece clara. Nadie estaba cerca del hombre cuando cayó al suelo, de
modo que tuvo que ser él mismo quien se apuñalase. En resumen, un suicidio.
—¿Pero por qué diablos iba a querer suicidarse? -preguntó Raymond West con tono de
incredulidad. El abogado carraspeó de nuevo.
—Oh, eso nos llevaría a formular una vez más una cuestión teórica —dijo—. Y de momento
no me interesan las teorías. A mí me parece, excluyendo lo sobrenatural, en lo que no creo ni
por un momento, que ésa es la única manera en que pudieron ocurrir las cosas: se mató él y, al
caer, alargó los brazos extrayendo la daga de la herida y arrojándola lejos entre los árboles.
Esta es, aunque un tanto improbable, una explicación posible.
—Yo no lo aseguraría —replicó miss Marple—. Todo esto me ha dejado muy perpleja, pero
ocurren cosas muy curiosas. El año pasado, en una fiesta al aire libre en casa de lady Sharpy,
el hombre que estaba arreglando el reloj del golf tropezó con uno de los hoyos y perdió
completamente el conocimiento por espacio de cinco minutos.
—Sí, querida tía —dijo Raymond en tono amable—, pero a él no le apuñalaron, ¿no es
cierto?
—Claro que no, querido —contestó miss Marple—. Eso es lo que voy a explicar. Claro que
existe sólo un medio de que pudieran apuñalar al pobre sir Richard, pero primero quisiera
saber qué es lo que le hizo caer. Desde luego pudo ser la raíz de un árbol. Debía ir mirando a
la joven y con la escasa luz de la luna es fácil tropezar con esas cosas.
—¿Dice usted que sólo existe un medio en que sir Richard pudo ser apuñalado, miss Marple?
—preguntó el clérigo mirándola con curiosidad.
—Es muy triste y no me gusta pensarlo. El era diestro, ¿verdad? Quiero decir que, para
clavarse él mismo la daga en el hombro izquierdo, tuvo que utilizar la mano derecha. Siempre
me dio mucha pena el pobre Jack Baynes. Cuando estuvo en la guerra, se disparó en un pie
después de una batalla, en Arras, ¿recuerdan? Me lo contó cuando fui a verlo al hospital.
Estaba muy avergonzado. No creo que este pobre hombre, Elliot Haydon, se beneficie gran
cosa con su malvado crimen.
—Elliot Haydon -exclamó Raymond—. ¿Crees que fue él?
—No veo que pudiera hacerlo otra persona —dijo miss Marple abriendo los ojos con
sorpresa—. Quiero decir que, como dice sabiamente Mr. Petherick, hay que considerar los
hechos y descartar toda esa atmósfera de deidades paganas, que no me resulta agradable.
Fue el primero que se aproximó a Richard y le dio la vuelta. Y para hacerlo, tuvo que volverse
de espaldas a todos. Yendo vestido de capitán de bandidos seguro que llevaba algún arma en
el cinturón. Recuerdo que una vez bailé con un hombre disfrazado así cuando era jovencita.
Llevaba cinco clases de cuchillos y dagas, y no hará falta que les diga lo molesto que resultaba
para la pareja.
Todas las miradas se volvieron hacia el doctor Pender
—Yo supe la verdad —exclamó— cinco años después de ocurrida la tragedia. Me llegó en
forma de carta escrita por Elliot Haydon. En ella me decía que siempre imaginó que yo
sospechaba de él. Dijo que fue víctima de una tentación repentina. El también amaba a Diana
Ashley, pero era sólo un pobre ahogado que luchaba por abrirse camino. Quitando a Richard
de en medio y heredando su título y hacienda, veía abrirse ante él un futuro maravilloso. Sacó
la daga de su cinturón al arrodillarse junto a su primo, se la clavó y la devolvió a su sitio, y
luego se hirió él mismo para alejar sospechas. Me escribió la noche antes de partir con una
expedición al Polo Sur, por si no regresaba. No creo que tuviera intención de regresar y sé
que, como ha dicho miss Marple, su crimen no le proporcionó ningún beneficio. «Por espacio
de cinco años —me escribió— he vivido en un infierno. Espero que por lo menos pueda
expiar mi crimen muriendo con honor»
Hubo una pausa.
—Y murió con honor —dijo sir Henry—. Ha cambiado usted los nombres de los personajes
de su historia, doctor Pender, pero creo reconocer al hombre al que usted se refiere.
—Como les dije —terminó el clérigo—, no creo que esta confesión explique todos los
hechos. Sigo pensando todavía que en aquel bosque había algo maligno, una influencia que
impulsó a Elliot Haydon a cometer su crimen. Incluso ahora no puedo recordar sin
estremecerme la Casa del Ídolo de Astarté.

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