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viernes, 6 de agosto de 2010

EL ARCHIVO DE SHERLOCK HOLMES -- La aventura de Los Tres Frontones



La aventura de Los Tres Frontones
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No creo que alguna de mis aventuras con el Sr. Sherlock Holmes se haya resuelto tan
abruptamente y de manera dramática, como la que se asocia con The Three Gables (NdT: Los
Tres Gabletes). No había visto a Holmes por varios días y no tenía idea del nuevo canal por el
cual sus actividades habían sido dirigidas. Estaba de un humor locuaz esa mañana, sin embargo,
y precisamente me había sentado en el sillón consumido en un lado del fuego, mientras se
encrespaba con su pipa en la boca sobre la silla opuesta, cuando nuestro visitante arribó. Si
hubiera dicho que un toro bravo había arribado sería dar una clara impresión de lo que ocurrió.
La puerta había sido abierta violentamente y un enorme negro había estallado en la
habitación. Hubiera sido una figura cómica si no hubiera sido terrorífico, porque estaba vestido
en un traje de etiqueta con una corbata ondulante de color salmón. Su ancha cara y nariz
achatada estaban empujadas hacia delante, y sus sombríos ojos negros, con un destello ardiente
de malicia en ellos, se volvían de uno hacia el otro.
—¿Cuál de ustedes, caballeros es el señor Holmes? —preguntó.
Holmes elevó su pipa con una lánguida sonrisa.
—¡Oh! ¿Es usted, no es cierto? —dijo nuestro visitante, acercándose con unos desagradables
y sigilosos pasos alrededor del ángulo de la mesa— Verá, señor Holmes, mantenga sus manos
fuera de los negocios de otros. Deje a otra gente manejar sus propios asuntos. ¿Comprende eso,
señor Holmes?
—Siga hablando —dijo Holmes—. Está bien.
—¡Oh! ¿Está bien, no es cierto? —gruño el salvaje—. No sería tan condenadamente bueno si
pudiera recortarlo en pedazos. He manipulado a gente de su tipo mucho antes, y ellos no
parecían tan bien cuando terminé con ellos. ¡Mire esto, señor Holmes!
Balanceó un enorme y nudoso bulto de un puño bajo la nariz de mi amigo. Holmes lo
examinó de cerca con un aire de gran interés.
—¿Dónde nació? —preguntó— ¿O viene gradualmente?
Pudo haber sido la helada frialdad de mi amigo, o pudo haber sido el ligero estrépito que hice
al levantar el atizador. En cualquier caso, los modales de nuestro visitante se volvieron menos
extravagantes.
—Bien, le he dado suficientes consejos—dijo—. Tengo un amigo que está interesado sobre el
camino de Harrow, usted sabe a lo que me refiero, y no tiene intención de tener que interrumpir
los hechos por usted. ¿Lo comprende? Usted no es la ley, y yo no soy la ley tampoco, y si usted
viene estaremos a mano. No lo olvide.
—Lo he buscado por algún tiempo —dijo Holmes—. No le pregunté si quería sentarse,
porque no soporto su olor. ¿Pero no es usted Steve Dixie, el matón?
—Ese es mi nombre, señor Holmes, y usted seguro conseguirá transmitirlo si me ofrece
alguna insolencia.
—Es ciertamente lo último que necesita —dijo Holmes, permaneciendo frente a la
abominable boca de nuestro visitante—. Usted fue el asesino del joven Perkins en las afueras de
Holborn… ¡Pero qué! ¿No se va?
El negro se había enfurecido, y su cara estaba dura como plomo.
—No escucharé tales comentarios —dijo—. ¿Qué tenía que hacer con este Perkins, señor
Holmes? Estaba entrenando en el Bull Ring en Birmingham cuando este muchacho se metió en
problemas.
—Sí, ya le contó al magistrado acerca de eso, Steve —dijo Holmes—. Lo he estado
observando y a Barney Stockdale…
—¡Que Dios me ayude! Señor Holmes...
—Esto es suficiente. Salga de aquí. Lo visitaré cuando yo lo desee.
—Buenos días, señor Holmes. ¿Espero que no haya ningún rencor acerca de esta visita?
—Serán a menos que me diga quién lo envió.
—Por qué, no hay secreto acerca de ello, señor Holmes. Fue el mismo caballero que usted
acaba de mencionar.
—¿Y quién lo puso a él?
—No lo sé, señor Holmes. El dijo “Steve, ve a ver al Sr. Holmes, y cuéntale que su vida no
será segura si va por el camino de Harrow”. Esa es toda la verdad —y sin esperar por más
preguntas nuestro visitante cerró la puerta de la habitación tan precipitadamente como había
entrado. Holmes sacudió las cenizas de su pipa con una calmada sonrisa.
—Estoy contento de que no haya sido forzado a romper su lanuda cabeza, Watson. Observé
sus maniobras con el atizador. Pero él es realmente un amigo inofensivo, un bebé de gran
musculatura, pero tonto y fanfarrón, y fácilmente acobardable, como acaba de ver. Es uno de la
pandilla de Spencer John y ha tomado parte en algún sucio trabajo de última hora que resolveré
cuando tenga tiempo. Su superior principal, Barney, es una persona más astuta. Ellos se
especializan en asaltos, intimidaciones y otros por el estilo. ¿Lo que quisiera saber es, quién está
atrás de ellos en esta particular ocasión?
—¿Pero por qué quieren intimidarlo?
—Es este caso de Harrow Weald. Esto me decide a observar el asunto, porque si alguien se
toma la molestia, debe haber algo en él.
—¿Pero qué es?
—Le iba a contar cuando tuvimos este interludio cómico. Aquí está la nota de la Sra.
Maberley. Si tiene el cuidado de acompañarme nos conectaremos con ella y saldremos de
inmediato.
ESTIMADO SR. SHERLOCK HOLMES—leí—:
He tenido una sucesión de extraños incidentes ocurridos en conexión
con esta casa, y que valoraría su consejo. Me encontrará en casa mañana en
cualquier momento. La casa está a un corto trecho de la estación Weald. Creo
que mi difunto esposo, Mortimer Maberley, fue uno de sus antiguos clientes.
Fielmente suya, MARY MABERLEY
La dirección era “The Three Gables, Harrow Weald”.
—¡Así que es eso! —dijo Holmes—. Y ahora, si puede disponer de tiempo, Watson, nos
pondremos en camino.
Un corto viaje en tren, y un aún más corto paseo en coche, nos llevó a la casa, una quinta de
maderas y ladrillos, permaneciendo en su propio acre de pastizal no desarrollado. Tres pequeñas
proyecciones por encima de las ventanas superiores hacían un poco convincente intento de
justificar su nombre. Detrás había un bosque de melancolía, pinos a medio crecer, y todo el
aspecto del lugar era pobre y depresivo. Con todo, encontramos el lugar bien abastecido, y la
señora que nos recibió fue una persona simpáticamente mayor, quien albergaba toda impresión
de refinamiento y cultura.
—Recuerdo a su esposo, madame—dijo Holmes— pese a que fue hace varios años desde que
usó mis servicios en un asunto trivial.
—Probablemente esté más familiarizado con el nombre de mi hijo Douglas.
Holmes la observó con gran interés.
—¡Querida! ¿Es usted la madre de Douglas Maberley? Lo conocí levemente. Pero por
supuesto todo Londres lo conoce. ¡Que magnifica criatura era! ¿Dónde está él ahora?
—¡Muerto, Sr. Holmes, muerto! Era un agregado en Roma, y murió de neumonía el mes
pasado.
—Lo siento. Uno no podría conectar la muerte con tal hombre. Nunca he conocido a nadie tan
vitalmente animado. Vivió intensamente… ¡Todas sus fibras!
—Demasiado intensamente, Sr. Holmes. Eso fue su ruina. Usted lo recordará como era…
gallardo y majestuoso. No ha visto la caprichosa, malhumorada y cavilante criatura en la que se
desarrollo. Su corazón se partió. En un solo mes me pareció ver a mi galante muchacho
transformarse en un cínico y desgastado hombre.
—¿Una aventura amorosa… una mujer?
—O un demonio. Bien, no fue para hablar de mi pobre muchacho que le pedí que viniera, Sr.
Holmes.
—El Dr. Watson y yo estamos a su servicio.
—Han habido varios sucesos muy extraños. He estado en esta casa más de un año, y he
deseado la ventaja de tener una vida retirada por lo que he visto poco a mis vecinos. Hace tres
días recibí una llamada de un hombre que decía ser un comprador. Dijo que esta casa sería
exactamente a la medida de uno de sus clientes, y que si pudiera renunciar a ella por su dinero
no habría objeción. Me pareció muy extraño ya que aquí hay varias casas vacías en venta que
aparecen ser igualmente elegibles, pero naturalmente estaba interesado en lo que decía. En
consecuencia mencioné un precio que era quinientas libras más del que me dio. Inmediatamente
cerramos la oferta, pero añadió que su cliente deseaba comprar el amueblado cuando pusiera un
precio sobre él. Algunos de los muebles son de mi antiguo hogar, y son, como verá, muy
buenos, por lo que le ofrecí una buena suma. A esto también estuvo de acuerdo. Siempre quise
viajar, y el convenio era tan bueno que realmente parecía que debería ser mi propia dueña por el
resto de mi vida… Ayer el hombre arribó con los acuerdos todos escritos. Afortunadamente se
los mostré al Sr. Sutro, mi abogado, quien vive en Harrow. Me dijo: “Este es un documento
extraño. ¿Está segura que si usted firma no puede legalmente retirar algo de la casa… ni
siquiera sus propias posesiones privadas?” Cuando el hombre regresó en la tarde apunté hacia
esto, y le dije que sólo ofrecía vender el amueblado.
»No, no, todo —dijo él
»¿Pero mis ropas? ¿Mis joyas?
»Bien, bien, algunas concesiones pueden hacerse para sus efectos personales. Pero nada puede
salir de esta casa sin ser comprobado. Mi cliente es un hombre muy liberal, pero tiene sus
fruslerías y sus propias maneras de hacer las cosas. Es todo o nada con él.
»Entonces será nada —dije. Y ahí terminó el asunto, pero todo el hecho me pareció ser más
inusual que lo que pensaba…
Aquí se produjo una extraordinaria interrupción.
Holmes levantó su mano por silencio. Entonces caminó a zancadas a través de la habitación,
abrió de golpe la puerta, y arrastró a una gran y delgada mujer quien era asida por los hombros.
Ella entró con un torpe forcejeo como una enorme y torpe gallina, desgarrada, graznando, fuera
de su gallinero.
—¡Suélteme! ¿Qué está haciendo? —chilló.
—¿Por qué, Susan, qué es esto?
—Bien, Señora, venía a preguntar si los visitantes iban a quedarse para el almuerzo cuando
este hombre me empujó.
—La he estado escuchando por los últimos cinco minutos, pero no quise interrumpir su tan
interesante narrativa. Solo un pequeño jadeo, ¿Susan eres, no? Su respiración es demasiado
pesada para ese tipo de trabajo.
Susan tornó en malhumorada pero asombrada la cara sobre su captor.
—¿Quién es, de todos modos, y que derecho tiene para empujarme de ese modo?
—Era simplemente que deseaba preguntar en su presencia. ¿Usted, Sra. Maberley, mencionó
a alguien que me iba a escribir para consultarme?
—No, Sr. Holmes, no lo hice.
—¿Quién envió su carta?
—Susan lo hizo.
—Exactamente. Ahora, Susan, ¿A quién era que le escribió o envió un mensaje diciendo que
su ama estaba preguntando por mi consejo?
—Es una mentira. Yo no envié ningún mensaje.
—Ahora, Susan, la gente jadeante puede no vivir mucho, usted sabe. Es una cosa inmoral
decir mentiras. ¿A quién se lo contó?
—¡Susan! —gritó su ama—. Creo que eres una mala y traicionera mujer. Ahora recuerdo que
la vi hablando con alguien sobre la cerca.
—Esos eran mis propios negocios —dijo la mujer malhumoradamente.
—¿Suponga que le digo que era a Barney Stockdale a quién le habló? —dijo Holmes.
—Bien, si lo conoce, ¿Por qué pregunta por él?
—No estaba seguro, pero ahora lo sé. Bien ahora, Susan, valdrá diez libras si me dices quién
está detrás de Barney.
—Alguien que puede fijar miles de libras por cada diez que tiene en el mundo.
—¿Entonces, es un hombre rico? No; sonrió… una mujer rica. Ahora que hemos llegado tan
lejos, puede darnos el nombre y ganarse un tenner (NdT: billete de diez libras)
—Lo veré en el infierno primero.
—¡Oh, Susan! ¡Tu lenguaje!
—Me voy de aquí. Ya he tenido suficiente de todos ustedes. Enviaré por mi caja mañana —y
se retiró por la puerta.
—Adiós, Susan. Un calmante es el mejor remedio… ahora —continuó, tornándose
repentinamente de lívida a severa cuando la puerta se hubo cerrado tras de la excitada y furiosa
mujer—. Esta pandilla significa negocios. Mire cuan cerca juegan su juego. Su carta tiene el
matasellos de las 10 PM. Y con todo Susan le comunica a Barney. Barney tiene tiempo de ir a
su empleador y obtener instrucciones; él o ella (me inclino por lo último de acuerdo a la ironía
de Susan cuando pensó que había cometido un error) forma un plan. Black Steve es llamado, y
soy puesta en alerta a las once en punto de mañana. Así tan rápido trabajan, usted sabe.
—¿Pero qué es lo que ellos quieren?
—Sí, esa es la pregunta. ¿Quién tenía la casa antes que usted?
—Un Capitán de mar retirado llamado Ferguson.
—¿Algo memorable acerca de él?
—Nada que haya oído.
—Me preguntó si tanto pudo enterrar algo. Por supuesto, cuando la gente entierra los tesoros
hoy en día lo hacen en el banco de la oficina de correos. Pero siempre hay algunos lunáticos
sobre eso. Sería un mundo aburrido sin ellos. Primero pensé que había enterrado algo de valor.
¿Pero por qué, en ese caso, deberían querer su amueblado? ¿No parece tener un Rafael o un
manuscrito de Shakespeare sin saberlo?
—No, no lo creo, no tengo nada más raro que un juego de té de Crown Derby.
—Eso duramente justificaría todo este misterio. Excepto, ¿Por qué no deberían decir
abiertamente que es lo que quieren? Si codiciaran su juego de té, pueden seguramente ofrecer un
precio por él sin comprar lo que está encerrado, almacenado y puesto en barriles. No, como yo
lo leo, hay algo que usted no sabe y que lo tiene, y que no se lo daría si lo supiera.
—Eso es como yo lo leo —dije.
—El Dr. Watson está de acuerdo, entonces así está establecido.
—¿Bien, Sr. Holmes, qué puede ser?
—Veamos si por el puro análisis mental podemos obtener un punto fino. Ha estado en esta
casa un año.
—Casi dos.
—Aún mejor. Durante este largo período nadie quiso nada de usted. Ahora repentinamente en
tres o cuatro días tiene urgentes demandas. ¿Qué deduce de ello?
—Sólo puede significar —dije— que el objeto, cualquiera que sea, sólo ha venido a esta casa.
—Es correcto una vez más —dijo Holmes—. Ahora, Sra. Maberley ¿Ha recibido un objeto
recientemente?
—No, no he comprado nada nuevo este año.
—¡De veras! Eso es algo notable. Bien, creo que tenemos que permitir que se desarrollen
algunos asuntos hasta que tengamos datos más claros. ¿Es este abogado suyo un hombre
calificado?
—El Sr. Sutro es el más calificado.
—¿Tiene usted otra criada, o era la honrada Susan, quien azotó la puerta de entrada?
—Tengo una jovenzuela.
—Trate y consiga que Sutro permanezca una noche o dos en la casa. Quizás posiblemente
quiera protección.
—¿Contra quién?
—¿Quién sabe? El asunto es ciertamente oscuro. Si no puedo encontrar quien está detrás,
deberé aproximarme al asunto desde la otra punta y tratar de llegar al principal. ¿Le dio este
comprador alguna dirección?
—Simplemente su tarjeta y su ocupación. “Haines-Johnson, Martillero y Tasador”.
—No creo que lo encontremos en el directorio. Los hombres honestos de negocios no
disimulan su lugar de negocios. Hágame saber cualquier nuevo desarrollo. He tomado su caso, y
usted puede confiar en ello que veré a través de él.
Cuando atravesamos el pasillo los ojos de Holmes, que no se perdían nada, brillaron sobre
varios baúles y estuches que estaban apilados en una esquina. Las etiquetas brillaron sobre él.
—“Milano”, “Lucerna”. Estos son de Italia.
—Son las cosas del pobre Douglas.
—¿No las ha desempaquetado? ¿Hace cuanto que las tiene?
—Arribaron la semana pasada.
—Pero usted dijo… porque, seguramente este debe ser el enlace perdido. ¿Cómo sabemos que
no hay nada de valor ahí?
—No puede ser posible, Sr. Holmes. El pobre Douglas sólo tenía su paga y una pequeña
anualidad. ¿Qué podía tener de valor?
Holmes estaba perdido en sus pensamientos.
—No se demore más, Sra. Maberley —dijo al fin—. Llévese estas cosas arriba a su
habitación. Examínelas tan pronto como sea posible y vea que contienen. Vendré mañana y oiré
su reporte.
Era absolutamente evidente que The Three Gables estaba bajo una estrecha vigilancia, por lo
que dimos vuelta alrededor de la alta cerca y al final de la línea estaba el negro boxeador
profesional permaneciendo en las sombras. Nos acercábamos calmos cuando repentinamente,
una grotesca y amenazante figura nos observó desde ese solitario lugar. Holmes golpeteó con su
mano en el bolsillo.
—¿Buscando su arma, señor Holmes?
—No, por mi botella de perfume, Steve.
—¿Es gracioso, señor Holmes, no lo es?
—No sería gracioso, Steve, si lo atrapara. Le di bastantes avisos esta mañana.
—Bien, señor Holmes, he hecho caso omiso de lo que dijo, y no quiero hablar más acerca de
ese asunto del señor Perkins. Suponga que si puedo ayudarlo, señor Holmes, lo haré.
—Bien, entonces, dígame quién está detrás suyo en este trabajo.
—¡Qué Dios me ayude! Señor Holmes, le dije toda la verdad antes. No lo sé. Mi jefe Barney
me dio órdenes y eso es todo.
—Bien, solo recuerde, Steve, que la señora en esa casa, y todo bajo ese techo, están bajo mi
protección. No lo olvide.
—Está bien, señor Holmes. Lo recordaré.
—Lo tenía completamente asustado en su propia piel, Watson —remarcó Holmes cuando
caminábamos—. Creo que traicionaría a su empleador si supiera quién es. Fue afortunado que
tuviera algo de conocimiento de la legión de Spencer John, y que Steve fuera uno de ellos.
Ahora, Watson, hay un caso de Langdale Pike, y me voy a verlo ahora. Cuando regrese quizás
pueda resolver el asunto.
No vi más de Holmes durante el día, pero bien puedo imaginar como lo pasó, porque
Langdale Pike era su libro humano de referencia sobre todos los asuntos de escándalos sociales.
Esta extraña y lánguida criatura pasaba sus horas de vigilia en el arco de la ventana de un club
de la calle Saint James y era el recepcionista tan bien como el transmisor de todos los chismes
de la metrópolis. Hizo, como se dice, un formal ingreso con los párrafos con los que contribuye
todas las semanas a la basura que satisface a un público inquisitivo. Si bien nunca ha bajado a
las túrbidas profundidades de la vida de Londres, si había algún extraño remolino o espiral, era
señalado con automática exactitud por este dial humano sobre la superficie. Holmes
discretamente ayudo a Langdale con su conocimiento, y en una ocasión fue ayudado a su vez.
Cuando me encontré con mi amigo en su habitación temprano a la mañana siguiente, era
consciente desde su porte que todo estaba bien, pero nada menos que una desagradable sorpresa
nos estaba esperando. Tomó la forma del siguiente telegrama:
Por favor venga inmediatamente. Casa de cliente desvalijada en la noche. Policía en
posesión.
SUTRO
Holmes silbó.
—El drama ha llegado a una crisis, y más rápido de lo que esperaba. Hay un gran poder de
maneja detrás de este negocio, Watson, que no me sorprende después de lo que escuché. Este
Sutro, por supuesto, es su abogado. Tuve un error, me temo, en no preguntarle si quería pasar la
noche de guardia. Este amigo ha claramente probado un extremo roto. Bien, no hay nada que
hacer excepto otro viaje a Harrow Weald.
Encontramos a The Three Gables con un diferente establecimiento del ordenado grupo
familiar del día previo. Un pequeño grupo de haraganes se habían congregado en la puerta del
jardín, mientras un par de alguaciles estaban examinando las ventanas y las camas de geranios.
En el interior nos encontramos con un gris caballero, quién se introdujo como el cooperativo
abogado con un rubicundo y bullicioso Inspector, quien saludo a Holmes como un viejo amigo.
—Bien, Sr. Holmes, no hay chances para usted en este caso, me temo. Sólo un común y
ordinario robo, y bien sin la capacidad del pobre viejo policía. No se necesita el empleo de
expertos.
—Estoy seguro que el caso está en muy buenas manos —dijo Holmes—. ¿Simplemente un
robo común, dijo?
—Exactamente. Conocemos bastante bien quienes son los hombres y donde encontrarlos. Es
la banda de Barney Stockdale, con el gran moreno en él… han sido vistos por los alrededores.
—¡Excelente! ¿Qué tomaron?
—Bien, parece que no han tomado mucho. La Sra. Maberley fue cloroformizada y la casa
fue… ¡Ah! Aquí está la señora.
Nuestra amiga de ayer, mostrándose muy pálida y enferma, había entrado en la habitación,
inclinada sobre una pequeña doncella.
—Me dio un buen consejo, Sr. Holmes —dijo ella, sonriendo tristemente—. ¡Que pena, no le
hice caso! No deseaba molestar al Sr. Sutro, y entonces estaba desprotegida.
—Solamente oí de ello esta mañana —explicó el abogado.
—El Sr. Holmes me aconsejó de tener algunos amigos en la casa. Rechacé su consejo, y ahora
tengo que pagar por ello.
—Se ve paupérrimamente enferma —dijo Holmes—. Quizás pueda escasamente igual
decirnos lo que ocurrió.
—Está todo aquí —dijo el Inspector, golpeteando una abultada agenda.
—Aún… si la señora no está demasiado exhausta…
—En realidad hay poco para decir. No tengo duda de que esa traicionera Susan había
planeado una entrada para ellos. Deben conocer la casa pulgada por pulgada. Fui consciente por
un momento de la esponja de cloroformo que fue puesta sobre mi boca, pero no tengo noción
por cuanto tiempo estuve sin sentido. Cuando me levanté, un hombre estaba en la cabecera de la
cama y otro estaba levantándose con un fardo en su mano de entre el equipaje de mi hijo, el cual
estaba parcialmente abierto y tirado sobre el piso. Antes de que pudieran alejarse salté y lo
agarré.
—Tomó un gran riesgo —dijo el Inspector.
—Me le pegué encima, pero me sacudió, y el otro quizás me golpeó, porque no puedo
recordar nada más. Mary la criada oyó el ruido y comenzó a gritar por la ventana. Eso atrajo a la
policía pero los malvivientes se habían alejado.
—¿Que fue lo que tomaron?
—Bien, no creo que algo de valor se haya perdido. Estoy segura que no había nada en el baúl
de mi hijo.
—¿No dejaron ninguna pista los hombres?
—Había solamente una hoja de papel que pude haber desgarrado del hombre del que me
aferré. Estaba echado todo estrujado sobre el piso. Tenía la escritura de mi hijo.
—Lo que significa que no es de mucho uso —dijo el Inspector—. Ahora si ha estado en el
robo…
—Exactamente —dijo Holmes—. ¡Que fuerte sentido común! Nada menos, sería curioso si
puedo verlo.
El Inspector extrajo una hoja doblada de un pliego de papel de su libreta de notas.
—Nunca paso nada, a menos que sea algo trivial —dijo con algo de pompa—. Ese es mi
consejo, Sr. Holmes. En veinticinco años de experiencia he aprendido mi lección. Siempre está
la chance de encontrar huellas o algo.
Holmes inspeccionó la hoja de papel.
—¿Qué piensa de esto, Inspector?
—Parece ser el final de alguna extraña novela, hasta donde puedo ver.
—Puede ciertamente probar ser el final de un extraño cuento —dijo Holmes—. Ha notado el
número en el tope de la página. Es el doscientos cuarenta y cinco. ¿Dónde están las singulares
doscientas cuarenta y cuatro páginas restantes?
—Bien, supongo que los ladrones tienen esas. ¡Sería demasiado bien para ellos!
—Parece un extraño hecho irrumpir en una casa en orden para hurtar tales papeles. ¿No le
sugiere nada a usted, Inspector?
—Sí, señor, sugiere que en su apuro los malvivientes tomaron lo primero que tenían a mano.
Les desearía la mayor alegría por lo que consiguieron.
—¿Por qué deberían ir a las cosas de mi hijo? —preguntó la Sra. Maberley.
—Bien, ellos no encontraron nada de valor en la planta baja, así que intentaron suerte en el
primer piso. Así es como yo lo leo. ¿Qué piensa usted, Sr. Holmes?
—Debo pensarlo, Inspector. Venga conmigo a la ventana, Watson.
Entonces, mientras permanecíamos juntos, leyó un fragmento del papel. Comenzó en el medio
de una frase y decía algo como esto: “…su cara sangraba considerablemente de los cortes y
porrazos, pero no era nada comparado con el sangrado de su corazón mientras veía esa adorable
cara, la cara por la que había estado preparado para sacrificar su vida, prestando atención a su
agonía y humillación. Ella sonrió… ¡Sí, por el Cielo! Ella sonrió, como el despiadado demonio
que era, mientras la miraba. Fue en ese momento que el amor murió y el odio nació. El hombre
debe vivir por algo. Si no es por tu contención, mi señora, entonces será seguramente por tu
destrucción y mi completa venganza.”
—¡Extraña gramática!—dijo Holmes con una sonrisa mientras le entregaba en mano el papel
de regreso al Inspector—. ¿Notó como el “él” cambió repentinamente a “mí”? El escritor estaba
tan compenetrado con su propia historia que se imagino a si mismo en el momento supremo del
héroe.
—Me parece poderosamente poca cosa —dijo el Inspector mientras lo reponía en su libro—
¡Qué! ¿Se va, Sr. Holmes?
—No creo que haya algo más para mí que hacer ahora que el caso está en sus calificadas
manos. Por cierto, Sra. Maberley, ¿Usted dijo que desearía viajar?
—Siempre ha sido mi sueño, Sr. Holmes.
—¿Adónde le gustaría ir... El Cairo, Madeira, el Riviera?
—Oh, si tuviera dinero iría alrededor del mundo.
—Exactamente. Alrededor del mundo. Bien, buenos días. Le enviaré algunos renglones en la
tarde.
Cuando pasamos la ventana vi al avanzar la sonrisa del Inspector y el sacudón de cabeza.
“Estos astutos tipos siempre tienen un toque de locura”. Eso fue lo que leí en la sonrisa del
Inspector.
—Ahora, Watson, estamos en la última vuelta de nuestro pequeño viaje —dijo Holmes
cuando regresábamos por el bullicio del centro de Londres una vez más—. Creo que tendremos
más claro el asunto inmediatamente, y sería bueno si puede acompañarme, porque es seguro
tener un testigo cuando se está confrontándose con una señora tal como Isadora Klein.
Tomamos un taxi y salimos acelerados hacia alguna dirección en Grosvenor Square. Holmes
había estado compenetrado con sus pensamientos, pero se avivó repentinamente.
—A propósito, Watson, ¿Supongo que lo ve todo claramente?
—No, no puedo decir eso. Solamente puedo deducir que estamos yendo a ver a la señora que
está detrás de estas acciones.
—¡Exactamente! ¿Pero el nombre de Isadora Klein no lo conduce a nada? Ella era, por
supuesto, la belleza celebrada. Nunca hubo una mujer que se compare. Ella es puramente
española, la sangre real de los magistrales conquistadores, y sus gentes han sido los líderes en
Pernambuco por generaciones. Se casó con el anciano rey del azúcar alemán, Klein, y
actualmente es la más rica como bien la más amada viuda sobre la tierra. Entonces hubo un
intervalo de aventuras donde ella se rindió a sus propios gustos. Tenía varios amantes, y
Douglas Maberley, uno de los más notables hombres en Londres, fue uno de ellos. Fue por
todas cuentas más que una aventura con él. No era una mariposa de la sociedad pero un fuerte y
orgulloso hombre que daba y esperaba todo. Pero ella es la “belle dame sans merci” de la
ficción (NdT: bella dama desgraciada). Cuando su capricho estaba satisfecho el asunto se
terminaba, y la otra parte en el asunto si no podía tomar para si sus palabras ella sabía como
devolverlos a sus casas.
—Entonces esa fue su propia historia…
—¡Ah! Está juntando las piezas. He oído que ella está por casarse con el joven Duque de
Lomond, quien podría ser su hijo. Su madre Grace puede pasar por alto la edad, pero un gran
escándalo sería un hecho diferente, así que es imperativo… ¡Ah! Aquí estamos.
Era una de las más finas casas esquineras de West End. Un lacayo al estilo máquina tomó
nuestras tarjetas y regresó con la palabra de que la señora no estaba en casa.
—Entonces esperaremos hasta que regrese —dijo Holmes festivamente.
La maquina se rompió.
—Que no esté en casa significa que no está para usted—dijo el lacayo.
—Bien —respondió Holmes—. Eso significa que no tendremos que esperar. Déle
amablemente esta nota a su ama.
Garabateó tres o cuatro palabras sobre una hoja de su agenda, la dobló y se la entregó en
mano al hombre.
—¿Qué decía, Holmes? —pregunté.
—Simplemente escribí: “¿Debería ser la policía, entonces?”. Creo que eso debería permitirnos
entrar.
Lo hizo… con increíble celeridad. Un minuto después estábamos en un cuarto al estilo de las
Noches de Arabia, vasto y maravilloso, con una oscuridad a medias, seleccionada con una
ocasional luz eléctrica rosa. La señora había llegado, lo sentía, a ese tiempo de la vida cuando
incluso la más soberbia belleza encuentra a la media luz mejor bienvenida. Se levantó del sofá
cuando entramos: alta, majestuosa, una figura perfecta, una hermosa cara como si fuera una
mascara, con dos maravillosos ojos españoles que parecían asesinarnos a ambos.
—¿Qué es esta intrusión... y este insultante mensaje? —preguntó, sosteniendo el pliego de
papel.
—No necesita explicación, madame. Tengo demasiado respeto por su inteligencia para
hacerlo... sin embargo debo confesar que la inteligencia ha sido sorprendentemente defecto de
tardanza.
—¿Cómo es eso, señor?
—Suponiendo que sus intimidantes empleados pudieron asustarme por mi trabajo.
Seguramente ningún hombre se ocuparía de mi profesión si no fuera que el peligro lo atrae. Fue
usted, entonces, quien me forzó a examinar el caso del joven Maberley.
—No tengo idea de lo que está diciendo. ¿Qué tengo que ver con intimidantes empleados?
Holmes se alejó cansadamente.
—Sí, he sobrestimado su inteligencia. ¡Bien, buenas tardes!
—¡Deténgase! ¿A dónde va?
—A Scotland Yard.
Estábamos a medio camino de la puerta antes de que nos alcanzara y sostuviera su brazo. Se
tornó en un momento del acero al terciopelo.
—Venga y siéntese, caballero. Hablemos sobre este asunto. Siento que debo ser franca con
usted, Sr. Holmes. Tiene los sentimientos de un caballero. Cuán rápido el instinto de mujer es
buscarlos. Lo trataré como a un amigo.
—No puedo prometer el recíproco, madame. No soy la ley, pero represento a la justicia tanto
como mis débiles poderes lo permitan. Estoy listo para oír, y entonces le diré como actuaré.
—No hay dudas de que fui una estúpida al amenazar a un valiente hombre como usted.
—Lo que fue realmente estúpido, madame, es que se ha puesto en el poder de una banda de
malvivientes, quienes pueden extorsionarla o dejarla.
—¡No, no! No soy tan simple. Puesto que prometí ser franca, debo decir que ninguno, excepto
Barney Stockdale y Susan, su esposa, tiene la menor idea de quién es su empleador. Para ellos,
bien, no es el primero… —ella sonrió y cabeceo con un encantador e íntimo coqueteo.
—Ya veo. Lo ha testeado antes.
—Son buenos sabuesos quienes corren en silencio.
—Tales sabuesos tienden tarde o temprano a morder la mano que los alimenta. Serán
arrestados por este robo. La policía ya está detrás de ellos.
—Ellos tendrán lo que les corresponda. Eso es por lo que pagaron. Yo no debo aparecer en el
asunto.
—A menos que la inserte en él.
—No, no, no debería. Usted es un caballero. Es un secreto de mujer.
—En primer lugar, debería devolver el manuscrito.
Ella rompió en una ondulación de risa y caminó a la chimenea. Allí había una masa calcinada
que se rompió con el atizador.
—¿Debería devolver esto? —preguntó. Tan picaresca y exquisita parecía cuando se paró
frente a nosotros con una sonrisa desafiante que sentí que de todos los criminales de Holmes era
la única que había sido difícil de enfrentarse. De cualquier manera, él estaba inmune a los
sentimientos.
—Ello sella su destino—dijo fríamente—. Está muy compenetrada en sus acciones, madame,
pero se ha sobrepasado en esta ocasión.
Ella tiró el atizador estrepitosamente.
—¡Cuán duro es!—gritó— ¿Debería contarle toda la historia?
—Me imagino que yo podría contársela.
—Pero usted debe mirarla con mis ojos, Sr. Holmes. Debe darse cuenta desde el punto de
vista de una mujer quien ve toda la ambición de su vida sobre la ruina en el último momento.
¿Es tal que una mujer sea inculpada si se protege a si misma?
—El pecado original era suyo.
—¡Sí, sí! Lo admito. Era un muchacho querido, Douglas, pero era tan arriesgado que pudiera
no encajar en mis planes. El quería matrimonio… matrimonio, Sr. Holmes… con un vulgar sin
dinero. Nada menos le hubiera servido. Entonces se volvió pertinaz. Porque lo que le di le hizo
pensar que aun debía darle, y a él solamente. Era intolerable. Al final tuve que hacerle darse
cuenta.
—Empleando rufianes para pegarle bajo su propia ventana.
—Parece ciertamente conocer todo. Bien, es verdad. Barney y los muchachos lo condujeron, y
era, lo admito, un poco grosero hacerlo. ¿Pero que fue lo que hizo entonces? ¿Podría creer que
un caballero haría de tal un acto? Escribió un libro en el cual describía su propia historia. Yo,
por supuesto, era el lobo; él la oveja. Estaba todo ahí, bajo diferentes nombres, por supuesto;
¿Pero quién en todo Londres podría equivocarse en reconocerlo? ¿Qué opina de ello, Sr.
Holmes?
—Bien, estaba dentro de sus derechos.
—Era como si el aire de Italia hubiera entrado en su sangre y hubiera traído con él el viejo
espíritu de crueldad italiano. Me escribió y envió una copia de su libro que debía tener la tortura
de la anticipación. Habían dos copias, dijo... una para mí, una para su editor.
—¿Cómo sabe que el editor no lo ha comprendido?
—Sabía quien era su editor. No es su única novela, usted sabe. Descubrí que no había oído
nada desde Italia. Entonces vino la repentina muerte de Douglas. Mientras tanto como que los
otros manuscritos estuvieran en el mundo no habría seguridad para mí. Por supuesto, debía estar
entre sus efectos, y esos deberían ser regresados a su madre. Puse toda la banda a trabajar. Uno
de ellos entró en la casa como sirviente. Quería hacer las cosas honestamente. Real y
verdaderamente lo hice. Estaba lista para comprar la casa y todo en ella. Ofrecí cualquier precio
que ella pidiera. Solamente intente el otro método cuando todo lo demás había fallado. Ahora,
Sr. Holmes, concediendo que fuera demasiado duro para Douglas… ¡Y Dios sabe, me
arrepiento de ello! ¿Qué más puedo hacer con todo mi futuro comprometido?
Sherlock Holmes arrugó sus hombros.
—Bien, bien —dijo— supongo que deberé compensar una felonía como usualmente. ¿Cuánto
costaría viajar alrededor del mundo en primera clase?
La señora fijo sus ojos con asombro.
—¿Podría ser hecho con cinco mil libras?
—¡Bien, se podría pensar eso, ciertamente!
—Muy bien. Pienso que debería firmarme un cheque por esa cantidad, y veré que llegue a la
Sra. Maberley. Su deuda es darle un pequeño cambio de aire. Mientras tanto, señora —agitando
un dedo índice de precaución— ¡Tenga cuidado! ¡Tenga cuidado! No puede jugar con
herramientas filosas para siempre sin cortarse esas delicadas manos.

EL ARCHIVO DE SHERLOCK HOLMES -- LOS PLANOS DEL BRUCE-PARTINGTON



LOS PLANOS DEL BRUCE-PARTINGTON
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La tercera semana de noviembre del año 1895, se cernió sobre Londres una densa niebla amarillenta. Entre el lunes y el jueves dudo que fuera posible ver un solo instante, desde nuestras ventanas de la calle Baker, la sombra de las casas de en frente. Holmes pasó el primer día sistematizando con un índice su voluminoso libro de referencias. El segundo y el tercero los ocupó pacientemente en un tema que desde hacía poco tiempo se había convertido en su afición favorita: la música medieval. Pero cuando, por última vez, al apartar nuestras sillas de la mesa del desayuno, vimos el espeso remolino pardusco y grasiento pasar por delante de nosotros y condensarse en gotas aceitosas en los paños de las ventanas, la naturaleza impaciente y activa de mi camarada no pudo soportar más aquella vida monótona. Se puso a caminar inquieto por nuestra sala de estar, en una fiebre de energía contenida, mordiéndose las uñas, tamborileando en los muebles, e irritándose contra la inactividad.
—¿Nada de interés en el periódico, Watson? —dijo. Yo sabia que "nada de interés" significaba para Holmes
"nada de interés criminal". Había las noticias de una revolución, una posible guerra, y un inminente cambio de gobierno; pero todo eso no entraba en el horizonte de mi compañero. No vi nada impreso en forma de crimen que no resultara vulgar y fútil. Holmes gruñó y reanudó su inquieto deambular.
—El criminal londinense es desde luego un tipo aburrido —dijo, con el tono displicente del deportista a quien le ha fallado su juego—. Asómese a esta ventana, Watson. Fíjese cómo las siluetas se acercan borrosas, se dejan ver vagamente, y se funden de nuevo en el banco de nubes. En un día como este el ladrón o el asesino podrían recorrer Londres como el tigre la jungla, sin ser visto hasta que ataca, e incluso entonces solo por su víctima.
—Ha habido —dije— numerosos robos pequeños.
Holmes emitió un resoplido de desdén.
—Este escenario enorme y sombrío ha sido montado para cosas más dignas —dijo—. Esta comunidad es muy afortunada de que yo no sea un criminal.
—¡Desde luego! —respondí yo, de corazón.
—Suponga que fuera Brooks o Woodhouse, o uno de los cincuenta hombres que tienen razones para quitarme la vida; ¿cuánto tiempo sobreviviría a mi propia persecución? Un aviso, una cita falsa, y todo habría acabado. Menos mal que no tienen días de niebla en los países latinos, que son los de los asesinatos. ¡Demonios! Aquí viene algo que por fin va a romper nuestra mortal monotonía.
Era la criada con un telegrama. Holmes lo abrió bruscamente y estalló en carcajadas.
—¡Bien, bien! ¿Y qué más? —dijo—. Va a venir mi hermano Mycroft.
—¿Por qué no? —pregunté.
—¿Que por qué no? Es como toparse con un tranvía bajando por un camino campestre. Mycroft tiene sus raíles y rueda sobre ellos. Sus aposentos en el Pall Mall, el club Diógenes, y Whitehall: ese es su ciclo. Ha estado aquí una vez, sólo una. ¿Qué cataclismo puede haberle hecho descarrilar?
—¿No lo explica?
Holmes me alargó el telegrama de su hermano.
"Necesito verte a propósito de Cadogan West. Voy en seguida. MYCROFT".
—¿Cadogan West? Me suena ese nombre.
—A mi no me dice nada. ¡Pero que Mycroft aparezca de pronto de esta forma tan excéntrica! Es como si un planeta abandonara su órbita. Por cierto, ¿sabe a qué se dedica Mycroft?
Recordaba vagamente una explicación de cuando la aventura del intérprete griego.
—Me dijo usted que ocupaba un pequeño cargo en el Gobierno británico.
Holmes rió entre dientes.
—En aquella época aún no le conocía a usted bien. Uno tiene que ser discreto cuando habla de altos asuntos de Estado. Tiene razón al pensar que trabaja para el Gobierno británico. Y también la tendría en cieno sentido si dijera que de vez en cuando es el Gobierno británico.
—¡Mi querido Holmes!
—Sabía que se sorprendería. Mycroft gana cuatrocientas cincuenta libras al año, será siempre un subordinado, no posee ambiciones de ningún género, no ha de recibir honores o títulos; pero es el hombre más indispensable del país.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, su posición es única. El mismo se la ha creado. Nunca antes se había dado nada similar, ni volverá a darse. Tiene un cerebro más metódico y ordenado, con mayor capacidad para almacenar hechos, que cualquier otro ser viviente. Las mismas facultades que yo he consagrado a la detección del crimen, él
las ha utilizado para su peculiar actividad. Se le pasan las conclusiones de cada uno de los departamentos, y él es la central de intercambio, la cámara de compensación que hace el balance. Los demás hombres son especialistas, pero su especialidad es la omnisciencia. Supongamos que un ministro necesita información relativa a un asunto que afecta a la Marina, la India, Canadá y la cuestión del Bimetalismo; él recibiría informes por separado de los diversos departamentos sobre cada uno de los puntos, pero sólo Mycroft puede concentrarlos todos en su persona y decir de inmediato cómo cada factor influye en los otros. Empezaron utilizándole como un atajo, una comodidad; pero ahora se ha hecho imprescindible. En ese gran cerebro suyo todo está archivado, y puede salir de su casilla en cualquier instante. En repetidas ocasiones él ha tenido la última palabra en cuestiones de política nacional. Vive en ella. No piensa en ninguna otra cosa salvo cuando, como ejercicio intelectual, se relaja al ir yo a visitarle y a pedirle consejo en uno de mis pequeños problemas. Pero Júpiter desciende hoy hasta aquí. ¿Qué diablos puede significar eso? ¿Quién es Cadogan West, y qué tiene que ver con Mycroft?
—Ya lo tengo —exclamé, zambulléndome en el mar de periódicos que había sobre el sofá—, SÍ, si, aquí está, seguro. Cadogan West era el joven que fue encontrado muerto en el ferrocarril subterráneo el martes por la mañana.
Holmes se incorporó atento, con la pipa a medio camino de los labios.
—Debe ser algo grave, Watson. Una muerte que ha hecho que mi hermano altere sus costumbres no puede ser normal y corriente. ¿Pero qué relación puede tener con ella? Si no recuerdo mal, era un caso gris. Aparentemente el joven se había caído del tren y se había matado. No le habían robado, y no había ninguna razón especial para sospechar que había habido violencia. ¿No es así?
—Se ha realizado una investigación —dije— y han salido a la luz numerosos hechos hasta ahora desconocidos. Mirado más de cerca, yo diría que es un caso curioso.
—A juzgar por el efecto que ha producido en mi hermano, estoy seguro de que debe ser extraordinario. —Volvió a arrellanarse en su sillón—. Y ahora, Watson, consideremos los hechos.
—El hombre se llamaba Arthur Cadogan West. Tenía veintisiete años, era soltero, y trabajaba como administrativo en el arsenal de Woolwich.
—Empleado del Gobierno. ¡Ahí tiene el eslabón que le une a mi hermano Mycroft!
—El lunes por la noche abandonó súbitamente Woolwich. Fue visto por última vez con su prometida, Miss Violet Westbury, a la que dejó abruptamente en la niebla sobre las 7.30 de aquella misma tarde. No hubo ninguna riña entre ellos y la muchacha no puede decimos el motivo de su actuación. Lo siguiente que se supo de él fue que su cuerpo había sido descubierto por un peón de ferrocarril llamado Masón, justo a la salida de la estación de Aldgate, en el sistema de trenes subterráneos londinense.
—¿Cuándo?
—El cadáver fue encontrado a las seis de la mañana del martes. Yacía a cierta distancia de los raíles, a la izquierda de la vía en dirección este, en un punto cercano a la estación, allí donde la línea emerge del túnel que hay en ese lugar del recorrido. Tenía la cabeza terriblemente aplastada, herida que bien podría haber causado una caída del tren. Sólo de ese modo pudo quedar el cuerpo junto a la vía; si lo hubiesen arrastrado hasta allí desde alguna calle de la vecindad, tendrían que haber cruzado el paso a nivel, donde siempre hay un empleado de servicio. Ese punto parece totalmente seguro.
—Muy bien. El caso se presenta bastante concreto. El hombre, vivo o muerto, o bien se cayó o bien fue precipitado desde un tren. Hasta aquí todo me parece claro. Continúe.
—Los trenes que recorren la vía junto a la cual se encontró el cadáver son los que viajan de oeste a este; algunos son exclusivamente metropolitanos, y otros vienen de Willesden y empalmes más lejanos. Puede darse por sentado que el joven estaba viajando en esta dirección cuando encontró la muerte, bien entrada la noche; pero es imposible determinar en qué punto subió al tren.
—Su billete, sin duda, esclarecería eso.
—No tenía ningún billete en sus bolsillos.
—¿Que no tenía billete? Madre mía, Watson, esto es realmente singular. Según mi propia experiencia no es posible llegar al andén del tren metropolitano sin exhibir el billete. Así que lo más probable es que el joven tuviera el suyo. ¿Se lo quitaron para que no se supiera de qué estación venía? Es posible. ¿O quizá lo tiró en el vagón? También eso es posible. Pero el punto posee un curioso interés. Creo haberle oído decir que no había señales de robo.
—En apariencia no. Aquí hay una lista de sus pertenencias. En el billetero llevaba dos libras con quince. También llevaba un talonario de la sucursal de Woolwich del banco Capital and Counties. Gracias a él se estableció su identidad. Se hallaron asimismo dos entradas de anfiteatro para el teatro Woolwich, para aquella misma noche. Y un pequeño paquete de documentos técnicos.
Holmes dejó escapar una exclamación de júbilo:
—¡Por fin lo tenemos, Watson! Gobierno británico, arsenal de Woolwich, documentos técnicos, mi hermano
Mycroft. La cadena está completa. Pero aquí llega, si no me equivoco, para hablar por si mismo.
Un momento después la figura alta y corpulenta de Mycroft Holmes fue introducida en la estancia. Su cuerpo, de constitución voluminosa y maciza, sugería una desmañada inercia física, pero sobre su pesada forma se erguía una cabeza tan imperiosa en la frente, tan alerta en el gris acerado de sus ojos hundidos, tan firme en sus labios y tan sutil en su juego expresivo, que pasada la primera impresión olvidaba uno su cuerpo masivo y no recordaba sino la mente dominante.
Traía a sus talones a nuestro viejo amigo Lestrade, de Scotland Yard, delgado y austero. La gravedad de la expresión de ambos anunciaba una investigación de mucho peso. El detective estrechó nuestras manos sin pronunciar palabra. Mycroft Holmes luchó por librarse de su gabán y se dejó caer en un sillón.
—Un asunto muy desagradable, Sherlock —dijo—. Me disgusta enormemente alterar mis costumbres, pero las autoridades en funciones no admitirían una negativa. En el estado actual de Siam es muy inconveniente que tenga que abandonar la oficina. Pero estamos en una autentica crisis. Nunca había visto al primer ministro tan trastornado. Y en cuanto al Almirantazgo, está zumbando como una colmena puesta del revés. ¿Has leído el caso?
—Acabamos de hacerlo. ¿Qué eran los documentos técnicos?
—¡Esa es la cuestión! Por fortuna, aún no se ha divulgado. De hacerse la oficina de prensa se habría enfurecido. Los documentos que ese infortunado joven llevaba en el bolsillo eran los planos del submarino Bruce-Partington.
Mycroft Holmes hablaba con una solemnidad que denotaba su sentido de la importancia del asunto. Su hermano y yo estábamos sentados, expectantes.
—Sin duda habrás oído hablar de él. Creía que todo el mundo estaba enterado.
—Sólo me suena el nombre.
—No se puede exagerar su importancia. Ha sido el más celosamente guardado de todos los secretos del Gobierno. Puedes tener por seguro que toda batalla naval se hace imposible dentro del radio de operaciones de un Bruce-Partington. Hace dos años se hizo entrar de forma disimulada en los presupuestos una suma muy elevada, que se invirtió en la adquisición del monopolio del invento. Se hicieron todos los esfuerzos necesarios para guardar el secreto. Los planos, que son tremendamente complicados y comprenden unas treinta patentes diferentes, están a buen recaudo en una sofisticada caja fuerte en una oficina confidencial adyacente al arsenal, con puertas y ventanas a prueba de ladrones. Bajo ninguna circunstancia podían salir los planos de esta oficina. Si el primer armador de la Marina deseaba consultarlos, incluso él estaba obligado a ir al despacho de Woolwich. Y luego nos encontramos esos planos en los bolsillos de un empleado muerto en el corazón de Londres. Desde un punto de vista oficial es simplemente catastrófico.
—¿Pero los habéis recuperado?
—¡No, Sherlock, no! Ahí está el problema. No los tenemos. De Woolwich sacaron diez documentos. Había sólo siete en los bolsillos de Cadogan West. Los tres más esenciales han desaparecido, han sido robados, se han esfumado. Tienes que dejarlo todo, Sherlock. Olvida esos rompecabezas pueriles en los que sueles ayudar a la policía. Lo que tienes que resolver ahora es un problema vital, internacional. ¿Por qué se llevó los documentos Cadogan West, dónde están los que faltan, cómo murió, cómo llegó su cuerpo al lugar donde fue encontrado, qué hay que hacer para reparar el mal? Hállame las respuestas a todas estas preguntas, y le habrás hecho un buen servicio a tu país.
—¿Por qué no lo resuelves tú mismo, Mycroft? Tu vista tiene tan largo alcance como la mía.
—Posiblemente, Sherlock. Pero es una cuestión en la que hay que ir recopilando detalles. Dame tus detalles, y desde mi sillón te devolveré una excelente opinión de experto. Correr de un lado a otro, interrogar a guardavías del ferrocarril y tumbarme boca abajo con una lupa pegada al ojo... no es mi oficio. No, no; tú eres el único hombre capaz de esclarecer los hechos. Si tienes el capricho de ver tu nombre inscrito en la próxima lista de honores...
Mi amigo sonrió y meneó la cabeza.
—Yo tomo parte en el juego por puro amor al juego —dijo—. Pero desde luego el problema presenta algunos puntos de interés, y estaré encantado de iniciar una investigación. Más hechos, por favor.
—He apuntado los más esenciales en esta hoja de papel, así como algunas direcciones que te resultarán útiles. El actual guardián oficial de los documentos es el famoso experto del Gobierno, Sir James Walter, cuyas condecoraciones y títulos adicionales llenan dos líneas de uno de los libros de referencias. Ha envejecido en el servicio y es un caballero, un invitado de honor en todas las casas de rango y sobre todo un hombre cuyo patriotismo está por encima de cualquier sospecha. El es uno de los dos que tienen llave de la caja fuerte. Quizá deba añadir que los documentos estaban en la oficina el lunes en las horas de trabajo, y que Sir James viajó a Londres a eso de las tres, llevándose su llave consigo. Estuvo en casa de su amigo el almirante Sinclair, en la plaza Barclay, durante toda la velada del incidente.
—¿Se ha comprobado este hecho?
—Sí; su hermano, el coronel Valentine Walter, ha corroborado su marcha de Woolwich, y el almirante Sinclair su llegada a Londres; así que Sir James no puede ser un factor directo del problema.
—¿Quién era e! otro hombre que tenía llave?
—El veterano empleado y dibujante, Mr. Sidney Johnson. Tiene cuarenta años; es casado y con cinco hijos. Se trata de un hombre callado y adusto, pero tiene, en conjunto, un excelente historial dentro del servicio público. Es muy poco popular entre sus colegas, pero siempre ha destacado como un gran trabajador. Según su propia declaración, corroborada sólo por su esposa, estuvo en casa el lunes por la tarde después de las horas de trabajo, y su llave nunca ha salido de la cadena de reloj donde la guarda.
—Háblanos de Cadogan West.
—Estuvo diez años en el servicio, e hizo un buen trabajo. Tenía fama de apasionado e impetuoso, pero era un hombre recto y honesto. No tenemos nada contra él. Era el segundo después de Sidney Johnson, en la oficina. Por sus funciones estaba en un contacto personal diario con los planos. Nadie más estaba autorizado a manejarlos.
—¿Quién guardó aquella noche los planos en la caja?
—Mr. Sidney Johnson, el primer empleado.
—Pues entonces queda perfectamente claro quién se los llevó. Lo cierto es que fueron encontrados en la persona del segundo empleado, Cadogan West. Parece definitivo, ¿no es así?
—Así es, Sherlock; y sin embargo quedan muchas cosas por explicar. En primer lugar, ¿por qué se los llevó?
—Supongo que poseían un valor económico, ¿no?
—Podría haber obtenido fácilmente por ellos unos cuantos miles.
—¿Sugieres algún posible motivo para llevarse los documentos a Londres, como no fuera venderlos?
—No.
—En ese caso debemos tomar eso como nuestra hipótesis inicial. El joven West se llevó los planos. Sólo pudo hacerlo si poseía una llave falsa.
—Varias llaves falsas. Tenia que abrir el edificio y la habitación.
—Bueno, pues varias llaves falsas. Se llevó los documentos a Londres para vender el secreto, sin duda con la intención de devolver los planos a la caja fuerte a la mañana siguiente, antes de que fueran echados en falta. Estando en Londres, cumpliendo su traidora misión, encontró la muerte.
—¿Cómo?
—Supondremos que viajaba de vuelta a Woolwich cuando fue asesinado y lanzado fuera del compartimento.
—Aldgate, donde se encontró el cadáver, está pasada, y de largo, la estación del Puente de Londres, que era la que le servía de enlace en su ruta a Woolwich.
—Cabe imaginar numerosas circunstancias en las que pudo pasar sin detenerse por el Puente de Londres. Por ejemplo había alguien en el vagón, con quien estaba manteniendo una conversación que le tenía absorbido. Esta conversación culminó en una escena violenta en la que perdió la vida. Quizá quiso abandonar el vagón, cayó a la vía, y encontró la muerte. El otro cerró la puerta. Había una espesa niebla, así que nadie vio nada.
—No podría darse una explicación mejor con lo que sabemos hasta el momento: pero considera, Sherlock, lo mucho que te queda por explicar. Supongamos, siguiendo tu argumentación, que el joven Cadogan West había decidido llevar los documentos a Londres. En ese caso habría fijado una cita con el agente extranjero y se habría dejado la tarde libre. En vez de eso adquirió dos entradas de teatro, acompañó a su prometida hasta mitad del camino, y desapareció de pronto.
—Un truco, para despistar —dijo Lestrade, que había permanecido sentado escuchando la conversación con cierta impaciencia.
—Un truco muy singular. Esa es nuestra objeción núm. 1. Objeción núm. 2: Supongamos que llega a Londres y se encuentra con el agente extranjero. Tiene que devolver los documentos a su sitio antes de la mañana, o se descubrirá su desaparición. Se llevó diez. Sólo se hallaron siete en su bolsillo. ¿Qué ha ocurrido con los otros tres? Desde luego no se habría desprendido de ellos por su propia voluntad. Y además, ¿dónde está el precio de su traición? Cabía esperar que hubiera en su bolsillo una elevada suma de dinero.
—A mi me parece perfectamente claro —dijo Lestrade—. No me queda la menor duda sobre qué fue lo que ocurrió. Se llevó los documentos para venderlos. Se entrevistó con el agente. No llegaron a un acuerdo en cuanto al precio. Emprendió el regreso a casa, pero el agente fue con él. En el tren el agente le asesinó, le quitó los documentos esenciales, y arrojó su cuerpo a la vía. Eso lo explicaría todo, ¿no es así?
—¿Por qué no llevaba billete?
—El billete nos indicaría qué estación era la más cercana a la casa del agente. Así que éste se lo quitó también del bolsillo al hombre asesinado.
—Bien, Lestrade, muy bien —dijo Holmes—. Su teoría resulta coherente. Pero si es cierta, el caso ha concluido. Por una parte el traidor está muerto, y por otra los planos del submarino Bruce-Partington se hallan ya probablemente en el continente. ¿Qué nos queda por hacer?
—¡Actuar, Sherlock, actuar! —exclamó Mycroft, poniéndose en pie de un salto—- Todos mis instintos están en contra de esta explicación. ¡Usa tus facultades! ¡Ve a la escena del crimen! ¡Interroga a las personas implicadas! ¡No dejes ni una piedra por remover! En toda tu vida profesional nunca has tenido una oportunidad como esta de servir a tu país.
—¡Está bien, está bien! —dijo Holmes, encogiéndose de hombros—. ¡Vamos, Watson! Y usted, Lestrade, ¿nos honraría con su compañía durante una o dos horas? Iniciaremos nuestra investigación visitando la estación de AIdgate. Adiós Mycroft. Te haré llegar un informe antes de la noche, pero ya te advierto de antemano que no esperes demasiado.
Una hora después, Holmes, Lestrade y yo estábamos en el ferrocarril subterráneo, en el punto donde la línea emerge del túnel inmediatamente anterior a la estación de AIdgate. Nos acompañaba un hombre ya entrado en años, cortés y rubicundo, en representación de la compañía.
—Aquí es donde estaba el cuerpo de aquel joven —dijo, indicando un punto que distaba unos tres pies de la vía—. No pudo caer desde arriba porque, como ven, sólo pudo precipitarse desde un tren, y ese tren, según nuestros cálculos, tuvo que pasar por aquí a medianoche del lunes.
—¿Han sido examinados los vagones, por si había señales de violencia?
—No había tales señales, y no se ha encontrado ningún billete.
—¿Ni informó nadie de haber hallado abierta alguna puerta?
—No.
—Esta mañana hemos obtenido nuevos datos —dijo Lestrade—. Un pasajero que pasó por Aldgate en un metropolitano, a eso de las 11.40 del lunes por la noche, declaró haber oído un ruido sordo y pesado, como de un cuerpo al golpearse contra la vía, antes de que el tren llegara a la estación. Pero había una niebla muy densa y no pudo ver nada. No se lo comunicó a nadie en el mismo momento. Pero bueno, ¿qué es lo que le ocurre a Mr. Holmes?
Mi amigo estaba inmóvil, con una expresión de tensa atención en la cara y la mirada clavada en las vías del ferrocarril, allí donde describían una curva a la salida del túnel. AIdgate es una estación de empalmes, y había toda una red de agujas. En ellas estaban prendidos sus ojos vehementes e inquisitivos, y pude advertir en su rostro alerta y anhelante aquellos labios apretados, aquellas ventanillas nasales temblorosas y aquellas cejas pobladas pesadamente concentradas, que tan bien conocía.
—Agujas —murmuró—; las agujas.
—¿Qué hay con eso? ¿Qué quiere decir?
—Supongo que no habrá muchas agujas en un sistema como éste.
—No, hay muy pocas.
—Y también una curva. Agujas y una curva. ¡Diablos! Si eso pudiera ser...
—¿De que se trata, Mr. Holmes? ¿Tiene alguna pista?
—Una idea, una indicación, nada más. Pero sin duda el caso se presenta cada vez más interesante. Extraordinario, totalmente extraordinario, y sin embargo, ¿por que no? No veo ninguna huella de sangre en la vía.
—Apenas había.
—Pero tengo entendido que la herida era de envergadura.
—El cráneo estaba aplastado, pero no había muchas señales externas.
—A pesar de todo era de esperar que sangrase. ¿Puedo inspeccionar el tren en el que viajaba el pasajero que oyó el ruido sordo de una caída en la niebla?
—Me temo que no, Mr. Holmes. el tren ya ha sido separado y sus vagones distribuidos en otros trenes.
—Puedo asegurarle, Mr. Holmes —dijo Lestrade—, que se han examinado cuidadosamente todos los vagones. Yo mismo me ocupé de ello.
Uno de los defectos más palpables de mi amigo era su impaciencia con las inteligencias menos despiertas que la suya.
—Probablemente —dijo, volviéndose de espaldas—. Pero resulta que no eran los vagones lo que deseaba examinar. Watson, aquí ya no tenemos nada que hacer. No hay necesidad de molestarle más, Mr. Lestrade. Creo que nuestras investigaciones nos llevan ahora a Woolwich.
En el Puente de Londres, Holmes le escribió un telegrama a su hermano, y me permitió leerlo antes de despacharlo. Rezaba así:
"Veo alguna luz en la oscuridad, pero es posible que se apague. Mientras tanto, te ruego me envíes mediante un emisario, que aguardará mi regreso en la calle Baker, una lista completa de todos los espías
extranjeros o agentes internacionales que se sepa que están en Inglaterra, con sus direcciones correspondientes. SHERLOCK".
—Eso debería sernos útil, Watson —comentó, cuando tomábamos asiento en el tren de Woolwich—. Desde luego estamos en deuda con mi hermano Mycroft, por introducirnos en lo que promete ser un caso realmente extraordinario.
En su rostro anhelante aún se reflejaba aquella expresión de energía intensa y nerviosa que me indicaba que alguna circunstancia nueva y sugestiva había abierto en él una estimulante línea de pensamiento. Fíjense en el perro zorrero, con las orejas colgando y el rabo caído mientras permanece tendido en su perrera, y compárenlo con ese mismo perro cuando, con ojos centelleantes y músculos tensos, corre tras una pista cuyo olor le llega a la altura del pecho; ese era el cambio que se había operado en Holmes desde la mañana. El de ahora no tenía nada que ver con la figura laxa y abandonada que unas horas antes había estado recorriendo de un lado a otro la estancia rodeada de niebla, con un batín color de rata.
—Hay materia en todo esto. Hay campo de acción —dijo—. He sido bien torpe al no ser capaz de comprender sus posibilidades.
—Para mí siguen siendo oscuras.
—También para mí está oscuro el final, pero me ha asaltado una idea que quizá nos lleve lejos. El hombre murió en algún otro lugar, y su cuerpo estaba en el techo de un vagón.
—¡En el techo!
—Extraordinario, ¿verdad? Pero considere los hechos. ¿Es una coincidencia que fuera hallado en el punto exacto donde el tren se balancea y vibra, al girar sobre las agujas? ¿No es ese el lugar donde en principio debería caer un objeto colocado sobre el techo? Las agujas no afectarían a nadie que viajara dentro del tren. O bien el cuerpo cayó del techo, o bien ha ocurrido una curiosa coincidencia. Pero ahora considere la cuestión de la sangre. Es evidente que no podía haber sangre en la vía si el cuerpo había sangrado en otro lugar. Cada uno de estos hechos es sugerente por sí mismo. Juntos, tienen fuerza acumulativa.
—¡Y eso explicaría también lo del billete! —exclamé.
—Exacto. No comprendíamos la ausencia del billete. Esto lo explica. Todo encaja.
—Pero aún suponiendo que sea así, seguimos estando tan lejos como antes de desentrañar el misterio de su muerte. Lo cierto es que el caso no se vuelve más simple, sino sólo más extraño.
—Quizá —dijo Holmes, pensativo—; quizá. —Se abandonó a un ensueño silencioso, que se prolongó hasta que el lento tren se detuvo por fin en la estación de Woolwich. Allí llamó a un coche y se sacó del bolsillo el papel de Mycroft.
—Tenemos que efectuar toda una ronda de visitas vespertinas —dijo—. Creo que Sir James Walter es el primero que reclama nuestra atención.
La casa del famoso funcionario era una bonita mansión, con verdes céspedes que se extendían hasta el Támesis. Cuando llegamos estaba levantando la niebla y se abría paso entre ella una luminosidad débil y acuosa. Un mayordomo respondió a nuestra llamada.
—jSir James, señor! —dijo, con expresión solemne—. Sir James ha fallecido esta mañana.
—¡Cielo santo! —exclamó Holmes, perplejo—. ¿Cómo ha sido?
—Quizá el señor desee pasar y hablar con su hermano, el coronel Valentine.
—Si, creo que será lo mejor.
Fuimos introducidos en una sala de estar medio en penumbra, donde un instante después se reunió con nosotros un hombre de unos cincuenta años, muy alto, apuesto, de barba rubia; era el hermano menor del fallecido científico. Su expresión desencajada, sus mejillas descoloridas y el cabello enmarañado delataban el golpe imprevisto que había azotado a la casa. Apenas articulaba las palabras al hablar de ello.
—Ha sido ese horrible escándalo —dijo—. Mi hermano, Sir James, era un hombre muy puntilloso con el honor, y no ha sobrevivido a un caso como este. Le ha destrozado el corazón. Se había sentido siempre muy orgulloso de la eficiencia de su departamento, y le han asestado un duro golpe.
—Esperábamos que nos diera algunas indicaciones que pudieran ayudarnos a esclarecer los hechos.
—Le aseguro que para él todo esto era tan misterioso como para usted o cualquiera de nosotros. Ya había puesto cuanto sabía a disposición de la policía. Desde luego, no le cabía ninguna duda de la culpabilidad de Cadogan West. Pero lo demás le parecía inconcebible.
—¿No puede echar ninguna luz nueva sobre el asunto?
—No sé nada, excepto lo que he leído y oído comentar. No deseo ser descortés, pero comprenda, Mr. Holmes, que en este momento estamos muy trastornados y debo rogarle que abrevie esta entrevista cuanto le sea posible.
—Sin duda esta es una novedad inesperada —dijo mi amigo, ya de nuevo en el coche—. Me pregunto si ha fallecido de muerte natural o si el pobre tipo se ha suicidado. Si ha sido esto último, quizá debamos
tomárnoslo como un acto de autorreproche por negligencia en sus obligaciones. Dejemos esta cuestión para más adelante. Ahora vamos a ver a la familia de Cadogan West.
Una casa pequeña, pero bien cuidada, de las afueras de la población, cobijaba a la desconsolada madre. La pobre señora estaba demasiado perturbada por el dolor para podernos ser de alguna utilidad, pero había a su lado una joven muy pálida, que se presentó como Miss Violet Westbury; era la prometida del muerto y la última persona que lo vio en la noche fatal.
—No consigo explicármelo, Mr. Holmes —dijo—. No he pegado ojo desde la tragedia, pensando y pensando, día y noche, qué puede significar todo esto. Arthur era el hombre más sincero, caballeroso y patriota del mundo. Antes se habría dejado cortar la mano derecha que vender un secreto de Estado confiado a su cuidado. Es absurdo, imposible, disparatado, para cualquiera que le conociera.
—¿Pero y los hechos, Miss Westbury?
—Si, si; admito que no puedo explicarlos.
—¿Estaba en un apuro económico?
—No; sus necesidades eran muy modestas y su sueldo amplio. Había ahorrado unos cientos de libras, e íbamos a casarnos por Año Nuevo.
—¿Ninguna muestra de excitación mental? Vamos, Miss Westbury, sea totalmente franca con nosotros.
La mirada ágil de mi compañero había percibido un cambio en sus maneras. Se ruborizó y vaciló.
—Si —dijo por fin—. Tenia la sensación de que algo le estaba ocurriendo.
—¿Desde cuándo?
—Desde hacía una semana, más o menos. Estaba pensativo y preocupado. Una vez le insté a confiarse a mí. Admitió que le pasaba algo, relacionado con su vida profesional. "Es demasiado serio para hablar de ello, incluso contigo", me dijo. No logré sonsacarle nada más.
Holmes se había puesto grave.
—Adelante, Miss Westbury. Aunque le parezca que le está perjudicando, le ruego que prosiga. No sabemos a dónde puede llevarnos lo que nos diga.
—Lo cierto es que no tengo nada más que contarles. Una o dos veces tuve la impresión de que estaba a punto de explicarme algo. Una noche me habló de la importancia del secreto, y creo recordar que dijo que sin duda los espías extranjeros pagarían una buena cantidad para hacerse con él.
La expresión de mi amigo se tornó aún más grave.
—¿Algo más?
—Dijo que éramos poco cuidadosos con estas cuestiones, que a un traidor le resultaría fácil llegar hasta los planos.
—¿Y sólo últimamente hacía estos comentarios?
—Sí, sólo últimamente.
—Ahora cuéntenos lo que pasó la última tarde.
—Ibamos a ir al teatro. La niebla era tan densa que no valía la pena tomar un coche. Así que fuimos a pie, y pasamos cerca de la oficina. De pronto salió disparado en la niebla.
—¿Sin decir palabra?
—Dejó escapar una exclamación; eso fue todo. Esperé, pero no regresó. Entonces volví a casa caminando. A la mañana siguiente, después de abrir la oficina, vinieron a preguntar por él. A eso de las doce nos enteramos de la terrible noticia. ¡Oh, Mr. Holmes, si usted pudiera salvar su honor! ¡Sólo eso! Significaba mucho para él.
Holmes meneó tristemente la cabeza.
—Vamos, Watson —dijo—, el deber nos reclama en otros lugares. Nuestra próxima parada será la oficina de la que sustrajeron los documentos.
—El asunto ya se presentaba feo para el joven desde un principio, pero con nuestras pesquisas se le presenta aún peor —comentó, mientras el coche se alejaba con lentitud—. Su inminente boda le da un móvil para el crimen. Es evidente que necesitaba dinero. Le rondaba la idea en la cabeza, puesto que habló de ello. Casi convirtió a la muchacha en cómplice de la traición, confiándole sus planes. Eso es terrible.
—Pero sin duda, Holmes, el carácter también cuenta. Y además, ¿por qué dejar a la muchacha en la calle y salir disparado a cometer su felonía?
—¡Exacto! Desde luego, hay objeciones. Pero es con un caso realmente extraordinario con lo que tenemos que enfrentarnos.
Mr. Sidney Johnson, el empleado veterano, salió a nuestro encuentro en la oficina, y nos recibió con el respeto que siempre inspiraba la tarjeta de visita de mi compañero. Era un hombre de mediana edad, delgado, ceñudo y con gafas; tenía las mejillas macilentas y las manos crispadas a causa de la tensión nerviosa a la que había estado sometido.
—¡Es terrible, Mr. Holmes, espantoso! ¿Se ha enterado de la muerte del jefe?
—Acabamos de pasar por su casa.
—Este lugar está desorganizado. El jefe muerto, Cadogan West muerto, los documentos robados. Y sin embargo, cuando cerrarnos la puerta el lunes por la tarde éramos una oficina tan eficiente como la que más en el servicio del Gobierno. ¡Dios mío, es horrible pensaren ello! ¡Que haya sido precisamente West el que ha hecho una cosa así!
—¿Está seguro de su culpabilidad?
—No veo ninguna otra explicación. Y a pesar de todo habría confiado en él como en mí mismo.
—¿A qué hora se cerró esta oficina el lunes?
—A las cinco.
—¿La cerró usted?
—Soy siempre el último en salir.
—¿Dónde estaban los planos?
—En la caja fuerte. Yo mismo los puse allí.
—¿No hay vigilante en c! edificio?
—Sí; pero tiene que guardar también otros departamentos. Es un antiguo soldado y un hombre de toda confianza. No vio nada aquella noche. Claro que la niebla era muy densa.
—Suponga que Cadogan West quisiera colarse en el edificio después de las horas de trabajo; habría necesitado tres llaves para tener acceso a los documentos, ¿no es cierto?
—En efecto. La llave de la puerta principal, la de la oficina y la de la caja fuerte.
—¿Sólo Sir James Walter y usted tenían esas llaves?
—Yo no tenía llave de las puertas; sólo la de la caja fuerte.
—¿Era Sir James hombre metódico en sus costumbres?
—Si, creo que sí. Sé, en lo concerniente a esas tres llaves, que las guardaba todas en el mismo llavero. Se las he visto con frecuencia.
—¿Y se llevaba el llavero a Londres?
—Eso decía.
—¿Y usted siempre ha tenido su llave en su posesión?
—Siempre.
—En ese caso West, si ha sido el culpable, tenía que tener un duplicado. Sin embargo, no se encontró ninguno en su cadáver. Otra pregunta: si un empleado de esta oficina desease vender los planos, ¿no sería más sencillo copiarlos personalmente que llevarse los originales, como hizo él?
—Se requieren unos considerables conocimientos técnicos para copiar esos planos de forma efectiva.
—Pero supongo que tanto Sir James, como usted, como West poseían esos conocimientos.
—Desde luego, pero le suplico, Mr. Holmes, que no trate de complicarme a mí en el asunto. ¿Cuál es el objeto de todas estas especulaciones, si el hecho es que los planos originales se encontraron en el cadáver de West?
—Bueno, me parece singular que corriera el riesgo de sustraer los originales, cuando habría sido más seguro sacar copias, ya que éstas le habrían servido igualmente para su propósito.
—Desde luego es singular, pero eso fue lo que hizo.
—Cada pesquisa que llevo a cabo en este caso me revela algo inexplicable. Veamos: faltan todavía tres documentos. Tengo entendido que son los más vitales.
—Así es.
—¿Quiere eso decir que cualquiera que posea esos tres documentos, sin los siete restantes, podría construir un submarino Bruce-Partington?
—Eso fue lo que comuniqué al Almirantazgo. Pero hoy, después de haber vuelto a repasar los planos, no estoy seguro de ello. Las válvulas dobles con dispositivos de ajuste automático están dibujadas en uno de los documentos que han sido devueltos. Hasta que inventen eso por sí mismos, los extranjeros no podrán armar la nave. Desde luego, pueden salvar pronto esta dificultad.
—Pero los tres planos que faltan son los más importantes.
—No hay duda de eso.
—Creo que, con su permiso, voy a echar un vistazo al local. No recuerdo ahora ninguna otra pregunta que desee hacerle.
Examinó la cerradura de la caja fuerte, la puerta de la estancia y por fin los postigos de hierro de la ventana. Sólo cuando estuvimos en el césped de fuera se excitó vivamente su interés. Había un laurel en la parte exterior de la ventana, y algunas de sus ramas presentaban señales de haber sido retorcidas o cortadas. Las examinó atentamente con su lupa, y luego unas huellas borrosas y contusas en el suelo, justo debajo. Por fin le pidió al primer empleado que cerrase los postigos, y me hizo notar que no encajaban bien en el centro, y que era posible para cualquiera ver desde fuera lo que estaba pasando en el interior de la estancia.
—Todos estos indicios se han echado a perder por este lapso de tres días. Puede significar algo o no. Bien, Watson, no creo que Woolwich pueda ayudarnos más. Hemos recogido una pequeña cosecha. Veamos si en Londres se nos da mejor la cosa.
Pero aún añadimos una gavilla más a nuestra recolección, antes de abandonar la estación de Woolwich. El empleado de la ventanilla nos dijo que estaba seguro de haber visto a Cadogan West —al que conocía de vista— el lunes por la noche, cuando se disponía a tomar el tren de las 8.15 con destino al Puente de Londres. Viajaba solo, y había adquirido un billete de tercera clase. Al empleado le habían llamado la atención sus maneras excitadas y nerviosas. Le temblaban tanto las manos que casi no podía recoger su cambio, y el taquillero había tenido que ayudarle. Una consulta a la tabla de horarios demostró que el tren de las 8. 15 era el primero que podía haber tomado West después de abandonar a su prometida a eso de las 7.30.
—Reconstruyamos los hechos, Watson —dijo Holmes, tras media hora de silencio—. No recuerdo que en todas nuestras investigaciones haya habido nunca un caso más difícil de abordar. Cualquier avance que hacemos no sirve sino para revelarnos la existencia de una nueva loma que escalar. Y sin embargo, seguro que hemos hecho algunos progresos apreciables.
"El resultado de nuestras pesquisas en Woolwich tiende, por regla general, a inculpar al joven Cadogan West; pero los indicios de la ventana podrían llevarnos hacia una hipótesis más favorable. Supongamos, por ejemplo, que fue abordado por algún agente extranjero. Podría haber ocurrido en unos términos que a él le hubieran impedido hablar del asunto, pero que hubieran influido en sus pensamientos de la manera que ponen de manifiesto los comentarios hechos a su prometida. Muy bien. Supongamos ahora que cuando iba al teatro con su novia de pronto, en la niebla, vislumbró a este mismo agente que andaba en dirección de la oficina. Era un hombre impetuoso, de decisiones rápidas. Su deber era lo mas importante. Siguió al hombre, llegó a la ventana, vio cómo eran sustraídos los documentos y persiguió al ladrón. De ese modo salvamos la objeción de que nadie se llevaría los originales pudiendo hacer copias. El extraño tenía que hacerse con los originales. Hasta ahora es coherente.
—¿Cuál es el siguiente paso?
—Aquí ya nos encontramos con dificultades. Es de imaginar que en tales circunstancias lo primero que habría hecho el joven Cadogan West habría sido atrapar al villano y darla alarma. ¿Por qué no lo hizo? ¿Acaso fue un funcionario superior quien robó los documentos? Eso explicaría la conducta de West. ¿O quizá ese superior le dio esquinazo en la niebla, y West fue al instante a Londres, para llegar antes que él a sus aposentos, suponiendo que supiera dónde vivía? Sus motivos debieron ser muy apremiantes, cuando dejó a la muchacha sola en la niebla y no hizo nada por comunicarse con ella. Aquí se pierde nuestro rastro, y se abre una gran brecha entre las hipótesis y el cadáver de West yaciendo, con siete documentos en el bolsillo, en el lecho de un tren metropolitano. Mi instinto me dice ahora que trabaje desde el otro extremo. Si Mycroft nos ha dado la lista de direcciones, quizá podamos seleccionar a nuestro hombre y seguir dos pistas en vez de una.
Como era de esperar, nos aguardaba una nota en la calle Baker. La había traído un mensajero del Gobierno como despacho urgente. Holmes le echó un vistazo y me la pasó a mí:
"Hay mucha morralla, pero pocos capaces de cumplir una misión de esta importancia. Los únicos hombres dignos de atención son Adolph Meyer, calle Great George, 13, Westminster; Louis La Rothière, Campden Mansions, Notting Hill; y Hugo Oberstein, 12 Caulfield Gardens, Kensington. De este último se sabe que estaba en la ciudad el lunes, pero se ha marchado. Me alegra saber que has visto algo de luz. El Gabinete espera tu informe definitivo con la máxima ansiedad. Ha llegado una delegación urgente de la más alta esfera. Las Fuerzas del Estado están listas para apoyarte si lo necesitas. MYCROFT".
—Me temo —dijo Holmes, sonriendo—, que todos los caballos y hombres de la reina unidos no iban a servirnos de mucho en este asunto. —Había extendido su gran mapa de Londres y se había inclinado vehementemente sobre él—. Bien, bien —dijo al rato, con una exclamación de júbilo—, parece que por fin las aguas vienen un poco a nuestro molino.
Vaya, Watson, creo sinceramente que después de todo vamos a desenmarañar la madeja. —Me dio una palmada en el hombro, en un repentino estallido de hilaridad—. Ahora voy a salir. Se trata sólo de un reconocimiento. No haría nada importante sin tener junto a mí a mi fiel camarada y biógrafo. Quédese aquí, y le apuesto a que volverá a verme dentro de una o dos horas. Si la espera se le hace pesada, consiga papel de oficio y una buena pluma, e inicie su relato de cómo salvamos al Estado.
Aquel optimismo se reflejó en parte en mi propio ánimo, porque sabía muy bien que Holmes no habría olvidado hasta aquel punto su austeridad y comportamiento habituales, de no tener buenas razones para
dejarse llevar por el júbilo. Estuve toda aquella larga tarde de noviembre esperando, lleno de impaciencia, su regreso. Por fin, poco después de las nueve, llegó un mensajero con una nota:
"Estoy cenando en el restaurante Goldini, Gloucester Road, Kensington. Por favor venga en seguida a reunirse conmigo. Traiga una llave de mecánico, una linterna sorda, un buril y un revólver. S.H.".
¡Lindo equipo para ser transportado por un ciudadano respetable a través de las calles oscuras y envueltas en niebla! Lo guardé todo de forma discreta en mi gabán, y me encaminé directamente a la dirección que me había dado. Allí estaba mi amigo, sentado ante una mesita redonda cercana a la puerta del vistoso restaurante italiano.
—¿Ya ha cenado? Entonces acompáñeme con el café y el curaçao. Pruebe uno de los cigarros del dueño. Son menos venenosos de lo que cabría esperar. ¿Tiene las herramientas?
—Las llevo en el gabán.
—Excelente. Permítame que le resuma lo que he hecho, y que le dé algunas indicaciones de lo que vamos a hacer. Supongo que le parecerá evidente, Watson, que el cuerpo de ese joven fue colocado en el techo del tren. Eso quedó claro desde el instante en que demostré que había caído desde el techo, y no desde el vagón.
—¿No podría haber sido tirado desde un puente?
—Yo diría que eso es imposible. Si examina los techos comprobará que son un poco redondeados y que no tienen barandilla. Por lo tanto, podemos afirmar que el joven Cadogan fue depositado en uno.
—¿Cómo pudieron depositarlo ahí?
—Esa era una de las preguntas que teníamos que contestar. Sólo existe un modo posible. Ya sabe usted que el metropolitano recorre al aire libre, sin túneles, algunos tramos del West End. Conservaba el vago recuerdo de haber visto algunas veces, viajando por esa zona, ventanas encima de mi cabeza. Suponga que un tren se detuvo debajo de una de esas ventanas; ¿sería difícil depositar un cuerpo sobre el techo?
—Parece muy improbable.
—Tenemos que echar mano del viejo axioma según el cual, cuando fallan todas las demás contingencias, la que queda, por improbable que parezca, tiene que ser cierta. En este caso todas las demás contingencias han fallado. Al descubrir que el principal agente internacional, que acaba de abandonar Londres, vivía en un inmueble que da al ferrocarril, me he alegrado tanto, que usted se ha quedado perplejo ante mi súbita frivolidad.
—¡Oh! Así que ha sido eso.
—Si, ha sido eso. Mr. Hugo Oberstein, del 12 de Caulfield Gardens, se ha convertido en mi objetivo. He iniciado mis operaciones en la estación de Gloucester Road, donde un empleado muy servicial ha ido caminando conmigo por la vía y me ha dado la satisfacción de comprobar, no sólo que las ventanas de la escalera trasera de Caulfield Gardens dan a la línea, sino también, y este hecho es mucho más esencial, que, debido a la intersección con un tren de largo recorrido, el metropolitano debe permanecer con frecuencia varios minutos inmóvil en ese preciso lugar.
—¡Espléndido, Holmes! ¡Ya lo tiene!
—Hasta aquí, Watson, hasta aquí. Vamos avanzando, pero la meta aún está lejos. Después de ver la parte trasera de Caulfield Gardens, he visitado la delantera, asegurándome de que el pájaro había volado. Es una casa espaciosa, sin amueblar, por lo que he podido juzgar, en las habitaciones superiores. Oberstein vivía con un único ayuda de cámara, que probablemente era un cómplice de su confianza. Debemos tener bien presente que Oberstein se ha ido al continente a entregar su botín, pero no con el propósito de huir, ya que no tenía ningún motivo para temer una orden de detención, y estoy seguro de que no se le ha ocurrido la idea de una visita domiciliaria amateur. Y sin embargo eso es precisamente lo que nos disponemos a hacer.
—¿No podríamos obtener una orden judicial y legalizar la cosa?
—Lo veo difícil, con las pruebas que tenemos.
—¿Y qué esperamos encontrar?
—No sabemos qué correspondencia puede haber allí.
—No me gusta esto, Holmes.
—Mi querido compañero, usted montará guardia en la calle. Seré yo quien se encargue de la parte criminal. No es momento de pararse en barras. Piense en la nota de Mycroft, en el Almirantazgo, el Gabinete, la persona de rango que espera noticias. Hemos de ir.
Mi respuesta fue levantarme de la mesa y decir:
—Tiene razón, Holmes. Hemos de ir.
Se puso en pie de un salto y estrechó mi mano.
—Sabía que en el momento de la verdad no se me echaría atrás —dijo, y por un momento vi algo en sus ojos que era lo más cercano a la ternura que había visto nunca en ellos. Al instante siguiente volvía a ser el hombre dominante y práctico de siempre.
—Está casi a media milla, pero no hay prisa. Vayamos paseando —dijo—. Cuidado, no se le caigan las herramientas. Su detención por sospechoso sería una complicación de lo más desagradable.
Caulfield Gardens era una de esas hileras de casas del West End de Londres, con fachadas chatas, columnas y pórtico que constituyen un producto característico de la época media victoriana. En el edificio de al lado parecía haber una fiesta infantil, ya que resonaban en la noche el alegre zumbido de voces jóvenes y el matraqueo de un piano. La niebla seguía envolviéndolo todo y nos ocultaba con su amistosa sombra. Holmes encendió la linterna y proyectó su luz sobre la masiva puerta.
—Esto es un contratiempo grave —dijo—. Además de cerrarla con llave, le han echado el pestillo. Quizá tengamos más suerte en el patio del sótano. Hay un magnífico arco de puerta en el caso de que se entremetiera un policía celoso de su deber. Écheme una mano Watson, y luego yo se la echaré a usted.
Un minuto después estábamos los dos en el patio inferior. Aún no nos habíamos metido en sus negras sombras cuando oímos en la niebla, encima de nosotros, pasos de policía.
Así que se hubo apagado su ritmo acompasado, Holmes se puso a trabajar en la puerta inferior. Le vi encorvarse y hacer fuerza, hasta que se abrió con un chasquido seco. Nos colamos en el oscuro pasillo cerrando la puerta a nuestras espaldas. Holmes abrió la marcha por la escalera acaracolada y sin alfombra. Con su haz de luz amarilla iluminó una ventana baja.
—Ya hemos llegado, Watson, tiene que ser ésta. —La abrió con violencia, y al hacerlo oímos un murmullo tenue, seco, que fue aumentando rápidamente hasta convertirse en el potente rugido de un tren que cruzaba como una exhalación la oscuridad. Holmes recorrió con su luz el alféizar de la ventana. Estaba cubierto por una gruesa capa de hollín de las locomotoras, pero en algunos lugares la negra superficie estaba borrosa y desigual.
—Aquí es donde apoyaron el cadáver. ¡Hola, Watson! ¿Qué es esto? No cabe duda de que es una mancha de sangre. —Estaba señalando con el dedo unas débiles decoloraciones en el marco de la ventana—. Y hay mas aquí, en la piedra del escalón. La demostración es completa. Quedémonos aquí, hasta que se detenga un tren.
No tuvimos que esperar mucho. El siguiente tren salió rugiendo del túnel como antes, pero aminoró la marcha cuando estaba al aire libre y, con un chirriar de frenos, se detuvo justo debajo nuestro. No había ni cuatro pies entre la repisa de la ventana y el techo de los vagones. Holmes cerró suavemente la ventana.
—Hasta ahora estamos justificados —dijo—. ¿Qué piensa de esto, Watson?
—Es una obra maestra. Nunca subió a tanta altura.
—En eso no puedo estar de acuerdo con usted. Desde el instante en que concebí la idea de que el cadáver estaba sobre el techo, idea que tampoco eran tan abstrusa, lo demás era inevitable. Si no fuera por los graves intereses que hay en juego, el asunto sería hasta aquí insignificante. Aún tenemos por delante algunas dificultades. Pero quizá encontremos aquí algo que pueda ayudarnos.
Subimos la escalera de la cocina, y entramos en la hilera de habitaciones del primer piso. Una era un comedor, amueblado de forma austera, que no contenía nada interesante. La segunda era un dormitorio, que también resultó nulo. La que quedaba parecía más prometedora, y mi compañero inició en ella un examen sistemático. Había allí amontonados libros y pápeles, y era obvio que se utilizaba como estudio. Holmes revolvió de prisa y con método el contenido de todos los cajones y armarios, pero el resplandor del éxito no vino a iluminar su rostro austero. Al cabo de una hora no había avanzado nada.
—Ese zorro astuto ha borrado sus huellas —dijo—. No ha dejado nada que pueda incriminarle. Su correspondencia peligrosa o bien ha sido destruida o bien se la ha llevado consigo. Esta es nuestra última oportunidad.
Se refería a una cajita de hojalata que había sobre el escritorio. Holmes la abrió con el buril. Había en su interior varios rollos de papel, llenos de cifras y cálculos, sin ninguna nota que indicase a qué correspondían. Las palabras, varias veces repetidas, "Presión de agua" y "Presión por pulgada cuadrada" sugerían una posible relación con un submarino. Holmes apartó los rollos violenta e impacientemente. Sólo
quedaba un sobre con algunos recortes de periódico en su interior. Vació dicho sobre encima de la mesa, y al instante comprendí, por la vehemencia de su expresión, que había renacido la esperanza.
—¿Qué es esto, Watson? ¿Eh? ¿Qué es? Una serie de mensajes publicados en la sección de anuncios de un periódico. La columna de "agonías" del Daily Telegraph, a juzgar por el tipo de letra y el papel. Esquina superior derecha de una página. No hay fechas, pero los mensajes se ordenan por sí mismos. Este debe ser el primero:
“Esperaba noticias antes. Condiciones acordadas. Escribir con todos los detalles a la dirección de la tarjeta. Pierrot”.
El siguiente es: “Demasiado complejo para describirlo. Necesito informe completo. Le espera una buena suma cuando entregue documentos. Pierrot”.
Luego viene éste: “Asunto apremiante. Retiraré oferta si no se cumple el contrato. Cita por carta. Confirmaremos por anuncio. Pierrot”.
Y por último: “Lunes noche después de las nueve. Dos golpes. Nosotros solos. No tenga tantas sospechas. Pago al contado rabioso contra entrega de mercancía. Pierrot”.
¡La serie completa, Watson! ¡Si pudiéramos llegar hasta el hombre que hay en el otro extremo!
Se quedó sentado, perdido en sus pensamientos, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Por fin se puso en pie de un salto y dijo:
—¡Bueno, quizá después de todo no sea tan difícil! Aquí ya no nos queda nada que hacer, Watson. Creo que debemos tomar un coche e ir a las oficinas del Daily Telegraph, concluyendo así un día de trabajo positivo.
Mycroft Holmes y Lestrade nos visitaron al día siguiente, después de desayunar, en respuesta a la cita de Sherlock Holmes, quien les puso al corriente de nuestras gestiones de la víspera. El profesional meneó la cabeza al confesarle nuestro allanamiento.
—Los policías no podemos hacer estas cosas, Mr. Holmes —dijo—. No me extraña que obtenga mejores resultados que nosotros. Pero un día de estos va a llegar demasiado lejos, y usted y su compañero se van a ver en dificultades.
—Por Inglaterra, el hogar y la belleza, ¿eh, Watson? Mártires en el altar de nuestra patria, ¿Pero que piensas tú de esto, Mycroft?
—¡Excelente, Sherlock! ¡Admirable! ¿Qué partido le vas a sacar?
Holmes cogió el Daily Telegraph que había encima de la mesa.
—¿Han visto el anuncio de hoy de Pierrot?
—¿Cómo? ¿Otro?
—Sí, aquí está: "Esta noche. A la misma hora. En el mismo lugar. Dos golpes. Importancia vital. Su propia seguridad en juego. Pierrot".
—¡Cielo santo! —exclamó Lestrade—. ¡Si responde ya le tenemos!
—Esa ha sido mi idea al hacerlo publicar. Si pueden combinárselo para ir con nosotros a eso de las ocho a Caulfield Gardens, quizá nos acerquemos un poco más a la solución.
Una de las más peculiares características de Sherlock Holmes era su gran capacidad para desconectar la actividad de su cerebro y concentrar todos sus pensamientos en asuntos triviales, siempre que llegaba al convencimiento de que era estéril seguir trabajando. Recuerdo que durante todo aquel día memorable se perdió en la confección de una monografía que tenía empezada acerca de los Motetes Polifónicos de Lassus. Yo no poseía ese poder de abstracción, así que el día se me hizo interminable. La enorme importancia del resultado a nivel nacional, la expectativa en las altas esferas, y la naturaleza misma del experimento que estábamos realizando, se unían para consumirme los nervios. Me sentí aliviado cuando por fin, tras una cena frugal, se puso en marcha nuestra expedición. Lestrade y Mycroft se reunieron con nosotros, fieles a su cita, a la salida de la estación de Gloucester Road. La puerta del sótano de la casa de Oberstein se había quedado abierta y no tuve más remedio, cuando Mycroft Holmes se negó indignada y rotundamente a saltar la barandilla, que colarme y abrir la puerta del vestíbulo. A eso de las nueve estábamos todos sentados en el estudio, esperando pacientemente a nuestro hombre.
Pasó una hora, y luego otra. Cuando dieron las once, los tañidos acompasados de las campanas de la gran iglesia fueron como el doblar fúnebre de nuestras esperanzas. Lestrade y Mycroft no cesaron de agitarse en sus asientos, consultando sus relojes dos veces por minuto. Holmes permanecía sentado sin perder la compostura, con los párpados entornados, pero con todos los sentidos alerta. De pronto levantó la cabeza en una súbita convulsión.
—Ya viene —dijo.
Unos pasos furtivos habían cruzado por delante de la puerta. Ahora volvían atrás. Oímos un ruido de pies que se arrastraban y dos aldabonazos secos. Holmes se levantó haciéndonos señal de permanecer sentados. La luz de gas del vestíbulo era un mero puntito. Abrió la puerta de entrada y, cuando una figura oscura se hubo deslizado ante él, volvió a cerrarla, atrancándola. "¡Por aquí!", le oímos decir, y un momento después teníamos a nuestro hombre frente a nosotros. Holmes le había seguido de cerca, y al volverse el hombre con un grito de sorpresa y alarma, le agarro por el cuello del abrigo y le empujó de nuevo al interior de la estancia. Antes de que nuestro prisionero hubiera recuperado el equilibrio, la puerta estaba cerrada y Holmes apoyaba su espalda contra ella. El hombre lanzó una mirada a su alrededor, se tambaleó, y cayó al suelo desmayado. Con el impacto, el sombrero de ala ancha salió disparado de su cabeza, la bufanda que
le tapaba la boca cedió, y vimos, ante nosotros, la larga barba rubia y los rasgos suaves, hermosos y delicados del coronel Valentine Walter.
Holmes emitió un silbido de sorpresa.
—Esta vez puede escribir de mí que soy un asno, Watson —dijo—. No es éste el pájaro que esperaba cazar.
—¿Quién es? —preguntó ansioso Mycroft.
—El hermano menor del fallecido Sir James Walter, jefe del departamento del submarino. Si, si, ya veo qué cartas se han dado en este juego. Está volviendo en sí. Creo que será mejor que me dejen a mí el interrogatorio.
Habíamos llevado el cuerpo inerte al sofá. Nuestro prisionero se incorporó, miró a su alrededor con expresión de terror, y se pasó la mano por la frente, como si no diese crédito a sus ojos.
—¿Qué es esto? —preguntó—. He venido aquí a visitar a Mr. Oberstein.
—Lo sabemos todo, coronel Walter —dijo Holmes—. No comprendo cómo es posible que un caballero inglés se comporte de esta manera. Pero estamos enterados de su correspondencia y sus relaciones con Oberstein, así como de las circunstancias que rodearon la muerte del joven Cadogan West. Permítame aconsejarle que se gane por lo menos un poco de nuestro respeto mediante el arrepentimiento y la confesión, ya que hay detalles que sólo sus palabras pueden aclararnos.
El hombre gimió y hundió su cabeza entre las manos. Esperamos, pero siguió callado.
—Puedo asegurarle —dijo Holmes—, que sabemos ya lo esencial. Sabemos que necesitaba dinero; que se hizo hacer un duplicado de las llaves que guardaba su hermano; y que sostuvo una correspondencia con Oberstein, el cual respondía a sus cartas mediante las columnas de anuncios del Daily Telegraph. Ahora ya podemos afirmar también que el lunes por la noche fue usted a la oficina protegido por la niebla, pero fue visto y seguido por el joven Cadogan West, que probablemente tenía motivos para sospechar de usted. Vio su robo, pero no pudo dar la alarma, porque cabía la posibilidad de que fuera a llevarle los documentos a su hermano en Londres. Dejando todo compromiso particular, como buen ciudadano que era, le siguió de cerca en la niebla, y no se separó de sus talones hasta llegar a esta casa. Entonces intervino y fue cuando usted, coronel Walter, añadió a la traición el crimen, aún más terrible, de asesinato.
—¡No fui yo! ¡No fui yo! ¡Juro ante Dios que no fui yo! —exclamó nuestro desesperado prisionero.
—Cuéntenos, entonces, cómo encontró la muerte Cadogan West antes de que lo depositaran en el techo de un vagón del ferrocarril.
—Lo haré. Le juro que lo haré. Hice todo lo demás. Lo confieso. Fue como usted acaba de decir. Tenía que pagar una deuda contraída en la Bolsa. Necesitaba dinero. Oberstein me ofreció cinco mil. Eso me salvaría de la ruina. Pero en cuanto al asesinato, soy tan inocente como ustedes.
—¿Qué ocurrió?
—West tenía sus sospechas, y me siguió como usted ha descrito. No me di cuenta hasta llegar a esa puerta. La niebla era densa, y no se veía nada a tres yardas. Di dos golpes y Oberstein vino a abrir. El joven irrumpió de pronto, y nos exigió que le dijéramos qué íbamos a hacer con los documentos. Oberstein tenía una cachiporra. Siempre la llevaba encima. Al tratar West de entrar en el piso a viva fuerza, Oberstein le golpeó en la cabeza. El golpe fue fatal. A los cinco minutos estaba muerto. Quedó tendido en el vestíbulo, mientras nosotros nos volvíamos locos buscando una solución. Fue entonces cuando a Oberstein se le ocurrió la idea de tirarlo a uno de los trenes que se detenían debajo de la ventana trasera. Pero primero examinó los documentos que le había traído. Dijo que tres de ellos eran esenciales, y tenía que quedárselos. "No puede hacer eso —le dije yo—. Habrá una gran conmoción en Woolwich si no los devolvemos".
"Tengo que quedármelos —dijo—, porque son tan técnicos que con el tiempo que tenemos es imposible copiarlos". "Lo que quiera—repliqué—, pero hay que devolverlos todos esta noche". Estuvo reflexionando un rato, y luego exclamó que tenía la solución. "Me quedaré con tres —añadió—y meteremos los otros en el bolsillo de este joven. Cuando le encuentren seguro que le cargarán todo el asunto a él". No veía otra salida, así que hicimos lo que el había sugerido. Estuvimos media hora esperando en la ventana hasta que se detuvo un tren. Tan densa era la niebla, que nadie podía vernos, y no tuvimos ninguna dificultad en bajar el cuerpo de West hasta el tren. Ese fue, en lo que a mí respecta, el final de la cuestión.
—¿Y su hermano?
—No dijo nada, pero me sorprendió una vez con sus llaves, y creo que sospechaba de mí. Lo leí en sus ojos. Como sabe, no volvió a levantar cabeza.
Se produjo un silencio en la estancia, que fue roto por Mycroft Holmes.
—¿No puede reparar el daño causado? Aligeraría su conciencia y posiblemente su castigo.
—¿Cómo puedo repararlo?
—¿Dónde está Oberstein con los documentos?
—Lo ignoro.
—¿No le dejó ninguna dirección?
—Dijo que todas las cartas dirigidas al hotel del Louvre, en París, acabarían por llegarle.
—Entonces aún tiene en su mano reparar el daño —dijo Sherlock Holmes.
—Haré cuanto pueda. No le debo a ese individuo ningún agradecimiento. Ha sido mi ruina y mi perdición.
—Aquí hay papel y pluma. Siéntese en el escritorio y escriba lo que yo lo dicte. Ponga en el sobre las señas que él le dio. Muy bien. Y ahora, la carta: "Apreciado señor. En lo que a nuestra transacción concierne, sin duda habrá observado ya que falta un detalle esencial. Dispongo de un calco que la completará. Eso me ha ocasionado, sin embargo, algunas molestias suplementarias, que me obligan a solicitar un nuevo adelanto de quinientas libras. No he de confiar el documento al correo, ni aceptare nada que no sea oro o billetes. Iría a visitarle al extranjero pero llamaría la atención que saliera del país en estos momentos. Por consiguiente, espero encontrarme con usted en la sala de fumar del hotel Charing Cross el sábado a mediodía. Recuerde que únicamente aceptare oro o billetes ingleses". Así está bien. Me extrañaría mucho que no atrajera a nuestro hombre.
¡Y lo atrajo! Es un hecho histórico —pertenece a esa historia secreta de toda la nación que es mucho más íntima e interésame que sus crónicas públicas— que Oberstein, ansioso por completar el golpe de su vida, se tragó el señuelo y estuvo quince años encerrado, a buen recaudo, en un calabozo inglés. Se encontraron en su baúl los valiosísimos planos del Bruce-Partington, que había puesto a subasta en todos los centros navales de Europa.
El coronel Walter murió en la cárcel antes de cumplir el segundo año de condena. En cuanto a Holmes, volvió reconfortado a su monografía sobre los Motetes Polifónicos de Lassus, impreso más adelante para circulación privada, y según los expertos, última palabra en este tema. Unas semanas después me enteré de forma accidental de que mi amigo había pasado un día en Windsor, de donde volvió con un magnifico alfiler de corbata de esmeraldas. Al preguntarle si se lo había comprado, respondió que era un obsequio de cierta graciosa dama en favor de cuyos intereses había tenido la fortuna de realizar un pequeño servicio. No dijo nada más; pero presiento que podría adivinar el augusto nombre de esa dama, y no me cabe duda de que el alfiler de esmeraldas le recordará para siempre a mi amigo la aventura de los planos del Bruce-Partington.

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