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jueves, 12 de julio de 2012

Edgar Allan Poe - Un Sueño en un Sueño



Edgar Allan Poe
Un Sueño en un Sueño



¡Recibe en la frente este beso!
Y, por librarme de un peso
antes de partir, confieso
que acertaste si creías
que han sido un sueño mis días;
¿Pero es acaso menos grave
que la esperanza se acabe
de noche o a pleno sol,
con o sin una visión?
Hasta nuestro último empeño
es sólo un sueño en un sueno.
Me encuentro en la costa fria
Que agita la mar bravia,
Oprimiendo entre mis manos,
Como arenas, oro en granos.
¡Que pocos son! Y alli mismo,
De mis dedos al abismo
Se desliza mi tesoro
Mientras lloro, ¡mientras lloro!
¿Evitare ¡ oh Dios ! su suerte
oprimiendolos mas fuertes?
¿ Del vacio despiadado
Ni uno solo habre salvado ?
¿ Cuanto hay de grande o pequeño
Solo es un sueño en un sueño ?

*HOP-FROG - Edgar Allan Poe



HOP-FROG
Edgar Allan Poe



No he conocido nunca a nadie tan agudamente animado a la chanza como aquel rey. Parecía vivir sólo para las bromas. Contar una buena historia del género chusco, y contarla bien, era el medio más seguro de conseguir su favor. Por eso ocurría que sus siete ministros se distinguían por sus cualidades como bromistas. Seguían todos el ejemplo del rey, que era un hombre grande, corpulento, grueso, tal como son los guasones inimitables. Que la gente engorde por las bromas o que haya en la grasa algo que predisponga a la chanza, no he sido nunca capaz de decidirlo; pero es indudable que un bromista flaco es rara avis in terris. Respecto a los refinamientos, o fantasmas del ingenio como él los llamaba, al rey le preocupaban muy poco. Sentía una especial admiración por la broma de resuello, y la soportaba con frecuencia en su longitud, por amor a ella. Los melindres le aburrían. Hubiera él preferido el Gargantúa, de Rabelais, al Zadig, de Voltaire, y por encima de todo, las chanzas efectivas se ajustaban a su gusto mejor que las de palabra. En la fecha de mi relato, los bufones de profesión no habían pasado por completo de moda en la corte. Varias de las grandes «potencias» continentales conservaban aún sus «locos», quienes iban vestidos de un modo abigarrado con gorros de cascabeles, y debían estar siempre prontos a lanzar en todo momento dichos agudos, en compensación a las migajas que caían de la mesa real. Nuestro rey, como era natural, conservaba su «loco». El hecho es que él necesitaba algo en el sentido de la locura, aunque sólo fuese para contrapesar la pesada sabiduría de los siete sabios que eran sus ministros, sin mencionarle a él. Su «loco» o bufón profesional era, además, no sólo un loco. Su valía aparecía triplicada a los ojos del rey por el hecho de ser también enano y cojitranco. En aquellos tiempos los enanos eran tan corrientes en la corte como los «locos» y muchos monarcas hubieran encontrado difícil pasarse los días (días que son más largos en la corte que en cualquier otra parte) sin un bufón para reírse con él, y sin un enano para reírse de él. Pero, como he indicado ya antes, sus bufones, en noventa y nueve casos de ciento, son gordos, redondos y pesados; de modo que era un motivo no pequeño de personal satisfacción para nuestro rey poseer en Hop-Frog (éste era el nombre del «loco») un triple tesoro en una misma persona. Creo que el nombre de Hop-Frog* no era el que le habían puesto al bautizarle sus padrinos, sino que le fue conferido, con el asentimiento unánime de los siete ministros, dada su torpeza para andar
*. Hop, saltar, brincar, y frog, rana.
como los otros hombres. En realidad, Hop-Frog podía avanzar únicamente con una especie de paso interjeccional, algo entre el salto y la reptación, un movimiento que producía al rey una diversión ilimitada, y por supuesto, un consuelo, pues (no obstante la protuberancia de su panza y una hinchazón constitucional de su cabeza) el monarca era considerado por toda su corte como un tipo magnífico. Pero aunque Hop-Frog, a causa de la distorsión de sus piernas, podía moverse tan sólo con,
mucho trabajo y dificultad por un camino o por el suelo, la prodigiosa potencia muscular con que la naturaleza parecía haber dotado a sus brazos, a modo de compensación por la deficiencia de sus miembros inferiores, le hacía capaz de realizar muchos actos de una maravillosa destreza cuando se trataba de árboles, cuerdas o cualquier otra cosa por donde trepar. En tales ejercicios se parecía mucho más a una ardilla que a un mono pequeño o que a una rana. No podría yo decir con exactitud de qué país procedía Hop-Frog. Debía de ser de alguna comarca bárbara de la que nadie había oído hablar, muy alejada de la corte de nuestro rey. Hop-Frog y una joven mucho menos enana que él (pero de exquisitas proporciones y maravillosa danzarina) habían sido arrebatados con violencia de sus respectivos hogares, en unas provincias contiguas, y enviados como presentes al rey por uno de sus generales siempre victoriosos. En tales circunstancias no era nada sorprendente que una estrecha intimidad uniese a los dos pequeños cautivos. En realidad, llegaron a ser muy pronto dos amigos juramentados. Hop-Frog que, pese a dedicarse mucho a la broma, era poco popular, no podía prestar grandes servicios a Tripetta; pero ella, merced a su gracia y exquisita belleza (aun siendo enana), era universalmente admirada y mimada, poseía, por tanto, mucha influencia, y no dejaba nunca de emplearla, siempre que podía, en beneficio de Hop-Frog. En una gran ocasión fastuosa - no recuerdo ya cuál - el rey decidió dar una mascarada, y siempre que se celebraba una mascarada o cualquier fiesta por el estilo en su corte, los talentos de Hop-Frog y de Tripetta tenían una intervención segura en ello. Hop-Frog especialmente poseía tal inventiva en materia de espectáculos, sugiriendo nuevos personajes y creando trajes para los bailes de disfraces que parecía que nada podía hacerse sin su concurso. Había llegado la noche señalada para la fiesta. Se había decorado o un magnífico salón, bajo la dirección de Tripetta, con toda la ingeniosidad posible para dar brillantez a la mascarada. La corte entera vivía en una. espera febril. En cuanto a los trajes y prestancias, cada cual como puede suponerse, había hecho su elección en semejante materia Muchos los habían decidido (así como los róles que iban a adoptar) con una semana y hasta con un mes de anticipación, y al fin y al cabo, no existía la menor indecisión en ningún participante, excepto en lo que concernía al rey y a sus siete ministros. No podría yo decir por qué vacilaban, como no se tratase de otro género de bromas. Era muy probable que la dificultad en adoptar su decisión tuviera por causa su gordura. Sea como fuere, transcurría el tiempo, y como último recurso enviaron a buscar a Tripetta y a Hop-Frog. Cuando los dos amiguitos obedecieron el requerimiento del rey, le encontraron tomando su vino en compañía de los siete miembros de su consejo de ministros; pero el monarca parecía estar de muy mal humor. Sabía que Hop-Frog no era aficionado al vino, pues la bebida excitaba al pobre cojitranco hasta la locura, y la locura no es un sentimiento grato. Pero al rey le agradaban sus propias chanzas y hallaba placer en forzar a Hop-Frog a beber y (según la expresión real) «en que estuviese alegre». -Ven aquí, Hop-Frog -dijo, cuando el bufón y su amiga entraron en el salón-; tómate este vaso lleno a la salud de vuestros amigos ausentes -al oírlo Hop-Frog suspiró-, y luego préstanos el concurso de tu imaginación. Necesitamos papeles (papeles que representar, hombre), algo nuevo, fuera de lo corriente. Estamos aburridos de esta eterna monotonía. ¡Vamos, bebe! El vino iluminará tu ingenio. Hop-Frog se esforzó, como de costumbre, por replicar con una chanza a los requerimientos del rey; pero el esfuerzo fue excesivo. Era casualmente el cumpleaños del pobre enano, y la
orden de beber por sus «amigos ausentes» hizo brotar lágrimas de sus ojos. Gruesas y amargas gotas cayeron abundantes en el vaso que con humildad había cogido de la mano de su tirano. --Ja, ja, ja!--rugió este último, mientras el enano vaciaba con repugnancia el vaso--. ¡Mira lo que puede hacer un vaso de buen vino! ¡Vaya, tus ojos ya brillan! ¡Pobre muchacho! Sus grandes ojos centelleaban más que brillaban, pues el efecto del vino sobre su excitable mentalidad era tan poderoso como instantáneo. Dejó el vaso nerviosamente sobre la mesa y miró a su alrededor a los presentes con una fijeza de semidemencia. Parecían todos ellos muy divertidos con el éxito de la broma regia. --Y ahora, al trabajo --dijo el primer ministro, un hombre muy grueso. --Sí-dijo el rey--. Vamos, Hop-Frog, préstanos tu ayuda. Papeles, mi buen mozo; necesitamos papeles, los necesitamos todos nosotros. ¡Ja, ja, ja! Y como aquello significaba una seria broma, las siete risas hicieron coro a la del rey. Hop-Frog rió también, aunque débilmente, como algo distraído. --Vamos, vamos! --dijo el rey, impaciente--. ¿No se te ocurre nada? --Intento encontrar algo nuevo --replicó el enano, absorto, pues se sentía de todo punto trastornado por el vino. --Cómo que intentas! --gritó el tirano con ferocidad--. ¿Qué quieres decir con eso? ¡Ah! Ya comprendo. Estás malhumorado y necesitas más vino. ¡Vamos, tómate esto! Llenó hasta el borde otro vaso y se lo ofreció al cojitranco, que lo miró, atónito, y respiró entrecortado. --Bebe, te digo --gritó el monstruo-- o por los demonios...! El enano titubeaba. El rey se puso rojo de rabia. Los cortesanos sonreían estúpidamente. Tripetta, pálida como un cadáver, avanzó hasta el asiento del monarca, y arrodillándose ante él, le suplicó que perdonase a su amigo. El tirano la miró durante unos instantes, asombrado, sin duda, de su audacia. Parecía no saber qué hacer ni qué decir, ni cómo expresar dignamente su indignación. Por último, sin pronunciar una sílaba, la empujó con violencia lejos de él y le arrojó el contenido del vaso lleno a la cara. La pobre muchacha se levantó como pudo, y no atreviéndose siquiera a suspirar, volvió a ocupar su puesto junto a la mesa. Hubo como medio minuto de silencio de muerte, durante el cual hubiese podido oírse caer una hoja o una pluma. Fue interrumpido por el sonido de un rechinamiento bajo, pero ronco y prolongado, que pareció salir de repente de todos los rincones de la estancia. --Por qué, por qué, por qué haces ese ruido? --preguntó el rey, volviéndose, furioso, hacia el enano. Este último parecía haberse repuesto en gran parte de su embriaguez, y mirando fija, pero tranquilamente a la cara del tirano, exclamó con sencillez: --Yo, yo? ¿Cómo puedo haberlo hecho yo? --El ruido me pareció venir de fuera --observó uno de los cortesanos--. Me figuro que es el loro en la ventana afilándose el pico sobre los barrotes de su jaula. --Es cierto--confirmó el monarca, como sintiendo un gran alivio ante aquella idea--; pero por mi honor de caballero hubiese jurado que era el rechinar de los dientes de este vagabundo. A lo cual el enano se echó a reír (el rey era un bromista harto inveterado por hacer ninguna objeción a nadie que riese) y mostró una ancha, potente y muy repulsiva dentadura. Además, declaró que bebería gustoso cuanto vino quisieran. El monarca se apaciguó; y Hop-Frog, habiendo ingerido otro vaso lleno, sin notarse que le hiciera ningún mal efecto, entró inmediatamente en el plan de la mascarada.
--No puedo decir por qué asociación de ideas --observó, muy tranquilo y como si no hubiese probado vino en su vida--, precisamente después que vuestra majestad golpease a esta muchacha y le tirase el vino a la cara, y mientras el loro hacía ese extraño ruido por fuera de la ventana, uno de los juegos de mi país que figuran con frecuencia en nuestras mascaradas, pero que aquí resultará nuevo en absoluto. Por desgracia, no obstante, requiere un grupo de ocho personas y... --Aquí somos ocho!--gritó el rey, riendo de su agudo descubrimiento de aquella coincidencia--, ocho en un grupo. Yo y mis siete ministros. ¡Vamos! ¿Cuál es esa diversión? --Nosotros la llamamos --explicó el cojitranco-- los «Ocho orangutanes encadenados», y es, de veras, un juego soberbio cuando se realiza bien. --Lo reslizaremos así --dijo el rey, levantándose y frunciendo el ceño. --La belleza del juego --prosiguió Hop-Frog-- consiste en el espanto que produce en las mujeres. --Magnffico! --rugieron a coro el monarca y su gobierno. --Os vestiré yo de orangutanes -. -continuó el enano-; confiad en mí. El parecido será tan sorprendente, que todos los compañeros de la mascarada os tomarán por verdaderos animales, y naturalmente, se quedarán aterrados y atónitos. eso es delicioso! --exclamó el rey--. ¡Hop-Frog, haré de ti un hombre! --Las cadenas tienen por objeto aumentar la confusión con su ruido discordante. Se supondrá que habéis escapado, en massa a vuestros guardianes. Vuestra majestad no puede concebir el efecto que producen en una mascarada ocho orangutanes encadenados, que la máyoría de los asistentes se imaginan son de verdad, precipitándose con gritos salvajes entre una multitud de hombres y mujeres delicada y suntuosamente vestidos. El contraste es inimitable. --Lo será --dijo el rey; y el consejo se levantó en seguida (pues se hacía tarde) para poner en ejecución el plan de Hop-Frog. Su manera de disfrazar a todo aquel grupo de orangutanes era muy sencilla, pero eficaz prácticamente para su propósito. En la época de mi relato se veían muy rara vez los animales en cuestión en cualquiera de las partes del mundo civilizado, y como las imitaciones hechas por el enano eran lo bastante semejantes a unas bestias, y más que bastante horrorosas, su parecido a las verdaderas estaba asegurado. El rey y sus ministros fueron, ante todo, embutidos en camisas y calzoncillos muy ajustados, de elástica. Luego los untaron de brea. En este momento de la operación alguien de la partida sugirió el empleo de plumas; pero la sugestión fue al punto rechazada por el enano, que convenció pronto a los ocho, por medio de una demostración ocular, de que el pelo de unos animales como los orangutanes se representaba mucho mejor con lino. Por consiguiente, pusieron una espesa capa encima de la brea. Buscaron luego una larga cadena. Primero la pasaron alrededor de la cintura del rey, y la remacharon; después, alrededor de otro miembro del grupo, y la remacharon tanbién; luego, sucesivamente, alrededor de cada uno, de la misma manera. Cuando estuvo terminado este encadenamiento, separándose unos de otros lo más posible, formaron un círculo, y para hacer mayor el parecido, Hop-Frog pasó el resto de la cadena de un lado a otro del círculo, en dos diámetros, conforme a la manera adoptada hoy día por los cazadores del chimpancé u otros grandes simios en Borneo. El gran salón, donde se iba a celebrar la mascarada, era una pieza circular, muy alta, que recibía la luz solar por una sola claraboya en el techo. De noche (que era la hora en que se utilizaba en particular aquella estancia) estaba iluminada principalmente por una gran aralia colgada de una cadena en el centro de la claraboya, y que bajaba o subía por medio de un contrapeso ordinario; pero (con objeto de no afear su aspecto) este último pasaba por fuera
de la cúpula y por encima del techo. El arreglo del salón había sido confiado a la dirección de Tripetta, si bien en algunos detalles estuvo guiada, al parecer, por el criterio tranquilo de su amigo el enano. Por sugerencia de éste, en aquella ocasión habían quitado la araña. El goteo de la cera (que hubiera sido imposible evitar en una atmósfera tan caldeada) habría causado un serio detrimento en los ricos trajes de los invitados, quienes, dado el amontonamiento de la gente en el salón, no hubiesen podido todos mantenerse apartados del centro, es decir, de debajo de la araña. Candelabros adicionales fueron instalados en varias partes del salón, fuera del sitio destinado a la gente, y una antorcha, que exhalaba un grato olor, fue colocada en la mano derecha de cada de las cariátides, que se erguían contra el muro en número de cincuenta o sesenta en total. Los ocho orangutanes, siguiendo el consejo de Hop-Frog, esperaron pacientemente hasta medianoche (cuando el salón estaba lleno de máscaras) para hacer su aparición. Pero apenas el reloj acababa de dar las companadas, cuando se precipitaron, o más bien rodaron todos juntos, adentro, pues la traba de sus cadenas hizo caer a muchos de ellos, y tropezar a todos al entrar. La excitación entre las máscaras resultó prodigiosa y llenó de alegría el corazón del rey Como se esperaba, fue grande el número de invitados que supusieron que aquellos feroces seres eran efectivos animales de cierta especie, sino orangutanes de verdad. Muchas damas se desmayaron de terror, y si el rey no hubiese tenido la precaución de prohibir toda clase de armas en el salón, él y su banda habrían pa.gado la broma con su sangre. En suma, hubo una carrera general hacia las puertas; pero el rey había mandado que las cerrasen inmediata-mente después de su entrada, y por indicación del enano, habían depositado las llaves en sus manos. Cuando el tumulto estaba en su apogeo, y cada máscara no atendía más que a su propia salvación (pues, en realidad, con aquellas apreturas y con aquella excitación de la multitud existía un gran peligro real), pudo verse la cadena que servía de costumbre para colgar la araña y que había sido también retirada, descender gradualmente hasta que su extremo ganchudo estuvo a tres pies del suelo. Pocos instantes después, el rey y sus siete amigos habiendo rodado por la sala en todas direcciones, se hallaron, por último, juntos en el centro, y por de contado, en contacto inmediato con la cadena. Mientras estaban en aquella posición, el enano, que les había ido pisando, sin ruido, los talones, incitándolos a preservarse del choque, asió la cadena por la unión de las dos partes que cruzaban el círculo diametralmente y en ángulos rectos. Entonces, con la rapidez del pensamiento, encajó en ella el gancho que servía para colgar la aralia; y en un instante como por un agente invisible, la araña encadenada se elevó lo bastante alta para poner el gancho fuera de todo alcance, y como consecüencia inevitable, arrastró a los orangutanes juntos en apretada unión y cara cara. Las máscaras, entretanto, se habían repuesto en cierto modo de su alarma, y empezando a considerar todo aquello como una broma bien preparada, lanzaron una fuerte carcajada ante la posición de los monos. --Dejádmelos!--gritó entonces Hop-Frog; y su voz penetrante se oía fácilmente entre el estrépito-- Dejádmelos a mí. Creo que los conozco. Con sólo que pueda verlos bien, podré deciros en seguida quiénes son. Entonces, gateando sobre las cabezas de la multitud, se las compuso para llegar al muro; luego cogiendo una antorcha de una de las cariátides, volvió como había venido hacia el centro del salón, saltó con la agilidad de un mono sobre la cabeza del rey, y desde allí trepó unos cuantos pies por la cadena, bajando la antorcha para examinar el grupo de orangutanes,
gritando sin cesar: -¡Pronto descubriré quiénes son! Y entonces, mientras la reunión entera (incluyendo los monos) se retorcía de risa, el bufón lanzó de pronto un agudo silbido, al tiempo que la cadena subió violentamente cerca de treinta pies, arrastrando con ella a los aterrados y forcejeantes orangutanes, y dejándolos suspendidos en mitad del aire entre la claraboya y el suelo. Hop-Frog, aferrado a la cadena, se elevó con ella manteniendo aún su posición con respecto a los ocho disfrazados y bajando siempre su antorcha hacia ellos, como si intentase descubrir quiénes eran. Toda la reunión quedóse tan atónita ante aquella ascensión, que hubo después un silencio de muerte, que duró unos minutos. Fue interrumpido precisamente por un ruido de rechinamiento bajo, ronco, como el que antes había atraído la atención del rey y de sus consejeros cuando aquél arrojó el vino a la cara de Tripetta. Pero en la presente ocasión no se trataba de buscar de dónde salía aquel ruido. Salía de los agudos dientes del enano, quien los hacía rechinar como si los triturase en la espuma de su boca, y clavaba sus ojos, con una expresión de rabia enloquecida, en el rey y sus siete compañeros, cuyas caras estaban vueltas hacia él. --jJa, ja, ja! --dijo, por último, el furibundo enano--. ¡Ja, ja, ja! ¡Empiezo a ver ahora quiénes son estas gentes! Y entonces, con el pretexto de examinar al rey desde más cerca, aproximó la antorcha al vestido de lino que envolvía a aquél y que ardía al instante como una sábana de llama viva. En menos de medio minuto los ocho orangutanes ardían todos furiosamente, en medio de los chillidos de la multitud que los contemplaba desde abajo, sobrecogida de horror y sin poder prestarles la menor ayuda. Finalmente, las llamas, aumentando de pronto en virulencia, obligaron al bufón a trepar más arriba por la cadena, fuera de su alcance,y al hacer este movimiento la multitud volvió a quedar sumida durante un segundo en el silencio. El enano aprovechó la oportunidad y habló de nuevo: --Ahora veo claramente --dijo-- qué clase de gentes son estas máscaras. Veo un gran rey y sus siete ministros, un rey que no tiene escrúpulos en golpear a una muchacha indefensa, y sus siete ministros que le incitan a ese ultraje. En cuanto a mí, soy no más que Hop-Frog, el bufón, y ésta es mi última bulonada. A causa de la gran combustibilidad del lino y de la brea a que estaba adherido, apenas terminó el enano su breve discurso. cuando se había consumado la obra vindicadora. Los ocho cadáveres se balanceaban en sus cadenas, masa fétida, negruzca, horrenda y confusa. El cojitranco arrojó su antorcha sobre ellos, trepó despacio hacia el techo, y desapareció por la claraboya. Se supone que Tripetta, apostada sobre el tejado del salón, sirvió de cómplice a su amigo en aquella venganza incendiaria, y que huyeron juntos hacia su país, pues a niguno de los dos se los volvió a ver nunca mas.

EDGAR ALLAN POE - EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD



EDGAR ALLAN POE
EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD



En la consideración de las facultades e impulsos de los prima mobilia del alma
humana los frenólogos han olvidado una tendencia que, aunque evidentemente existe
como un sentimiento radical, primitivo, irreductible, los moralistas que los precedieron
también habían pasado por alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos la hemos
pasado por alto. Hemos permitido que su existencia escapara a nuestro conocimiento tan
sólo por falta de creencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala. Nunca se nos
ha ocurrido pensar en ella, simplemente por su gratuidad. No creímos que esa tendencia
tuviera necesidad de un impulso. No podíamos percibir su necesidad. No podíamos
entender, es decir, aunque la noción de este primum mobile se hubiese introducido por sí
misma, no podíamos entender de qué modo eta capaz de actuar para mover las cosas
humanas, ya temporales, ya eternas. No es posible negar que la frenología, y en gran
medida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori. El metafísico y el lógico, más que
el hombre que piensa o el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios, a dictare
propósitos. Habiendo sondeado de esta manera, a gusto, las intenciones de Jehová,
construyen sobre estas intenciones sus innumerables sistemas mentales. En materia de
frenología, por ejemplo, hemos determinado, primero (por lo demás era bastante natural
hacerlo), que, entre los designios de la Divinidad se contaba el de que el hombre comiera.
Asignamos, pues, a éste un órgano de la alimentividad para alimentarse, y este órgano es
el acicate con el cual la Deidad fuerza al hombre, quieras que no, a comer. En segundo
lugar, habiendo decidido que la voluntad de Dios quiere que el hombre propague la
especie, descubrimos inmediatamente un órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos
con la combatividad, la ídealidad, la casualidad, la constructividad, en una palabra, con
todos los órganos que representaran una tendencia, un sentimiento moral o una facultad
del puro intelecto. Y en este ordenamiento de los principios de la acción humana, los
spurzheimistas, con razón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han' hecho sino seguir
en principio los pasos de sus predecesores, deduciendo y estableciendo cada cosa a partir
del destino preconcebido del hombre y tomando como fundamento los propósitos de su
Creador.
Hubiera sido más prudente, hubiera sido más seguro fundar nuestra clasificación
(puesto que debemos hacerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmente hace, y en
lo que siempre hace ocasionalmente, en cambio de fundarla en la hipótesis de lo que
Dios pretende obligarle a hacer: Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles,
¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles pensamientos que dan vida a sus obras?
Si no podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómo hemos de comprenderlo en
sus tendencias esenciales y en las fases de la creación?
La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como
principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar
perversidad a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en
realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos
sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos,
podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por
la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable;
pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones
llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguridad
de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza
irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta invencible tendencia a hacer el
mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución en ulteriores elementos. Es un
impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros
actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una
modificación de la que comúnmente provoca la combatividad de la frenología. Pero una
mirada mostrará la falacia de esta idea. La combatividad, a la cual se refiere la frenología,
tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño.
Su principio concierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al
mismo tiempo que su desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al
mismo tiempo por algún principio que será una simple modificación de la combatividad,
pero en el caso de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se
manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la
sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta
a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical.
No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún
período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su
interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la
intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y
más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y
lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que
puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento
es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un
ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando
todas las consecuencias) es consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que
la demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces,
energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la
tarea, y en la anticipación de su magnifico resultado nuestra alma se enardece. Debe,
tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y por qué? No hay
respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin comprensión del
principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más impaciente por cumplir con
nuestro deber, pero con este verdadero aumento de ansiedad llega también un indecible
anhelo de postergación realmente espantosa por lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas
a medida que pasa el tiempo. La última hora para la acción está al alcance de nuestra
mano. Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lo definido con lo indefinido,
de la sustancia con la sombra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la
que vence, luchamos en vano. Suena la hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al
mismo tiempo es el canto del gallo para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela,
desaparece, somos libres. La antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es
demasiado tarde!
Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y
vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos
quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una
nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra
forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una noches.
Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho
más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un
pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la
feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones
durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación,
por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más
espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan
presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y
porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él
con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoniaca como
la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un
instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición inevitable, pues la
reflexión no hace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo,
no podemos hacerlo. Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el
súbito esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.
Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del
espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no
deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible; y podríamos
en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio sí no
supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo
explicaron por qué estoy aquí, puedo mostraron algo que tendrá, por lo menos, una débil
apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no
hubiera sido tan prolijo, o no me hubiérais comprendido, o, como la chusma, me
hubiérais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las innumerables
víctimas del demonio de la perversidad.
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta
deliberación. Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil
planes porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo
algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobrevenida
a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La idea impresionó
de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre de leer en la
cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal ventilada. Pero no necesito
fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir los fáciles artificios mediante
los cuales sustituí, en el candelero de, su dormitorio, la vela que allí encontré por otra de
mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto en su lecho, y el veredicto del
coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó
por mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la
bujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera
hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satisfacción
que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad. Durante un período
muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me proporcionaba un placer
más real que las ventajas simplemente materiales derivadas de mi crimen. Pero le
sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable llegó, en gradación casi
imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesiva.
Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto común que nos fastidie el oído, o
más bien la memoria, el machacón estribillo de una canción vulgar o algunos compases
triviales de una ópera. El martirio no sería menor si la canción en sí misma fuera buena e
el cría de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descubría permanentemente pensando
en mi seguridad y repitiendo en voz baja la frase: «Estoy a salvo».
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de
murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia les di
esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para confesar
abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi
corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza he
explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con éxito
sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto para
confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la verdadera
sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé
vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un
deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi pensamiento
me abrumaba de terror, pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien, que pensar, en mi
situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso. Salté como un loco por las calles
atestadas. Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la consumación
de mi destino. Si hubiera podido arrancarme la lengua lo habría hecho, pero una voz ruda
resonó en mis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro. Me volví, abrí la boca
para respirar. Por un momento experimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego,
sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible -pensé- me golpeó con su ancha
palma en la espalda. El secreto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.
Dicen que hablé con una articulación clara, pero con marcado énfasis y
apasionada prisa, como si temiera una interrupción antes de concluir las breves pero
densas frases que me entregaban al verdugo y al infierno.
Después de relatar todo lo necesario para la plena acusación judicial, caí por tierra
desmayado.
Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenas y estoy aquí! ¡Mañana estaré
libre! Pero, ¿dónde?

El misterio de Copper Beeches -- Las aventuras de Sherlock Holmes



Arthur Conan Doyle
Las aventuras de Sherlock Holmes


El misterio de Copper Beeches

––El hombre que ama el arte por el arte ––comentó Sherlock Holmes, dejando a un lado la hoja de anun-cios del Daily Telegraph–– suele encontrar los placeres más intensos en sus manifestaciones más humildes y menos importantes. Me complace advertir, Watson, que hasta ahora ha captado usted esa gran verdad, y que en esas pequeñas crónicas de nuestros casos que ha tenido la bondad de redactar, debo decir que, embe-lleciéndolas en algunos puntos, no ha dado preferencia a las numerosas causes célèbres y procesos sensa-cionales en los que he intervenido, sino más bien a incidentes que pueden haber sido triviales, pero que daban ocasión al empleo de las facultades de deducción y síntesis que he convertido en mi especialidad.
––Y, sin embargo ––dije yo, sonriendo––, no me considero definitivamente absuelto de la acusación de sensacionalismo que se ha lanzado contra mis crónicas.
––Tal vez haya cometido un error ––apuntó él, tomando una brasa con las pinzas y encendiendo con ellas la larga pipa de cerezo que sustituía a la de arcilla cuando se sentía más dado a la polémica que a la re-flexión––. Quizá se haya equivocado al intentar añadir color y vida a sus descripciones, en lugar de limitar-se a exponer los sesudos razonamientos de causa a efecto, que son en realidad lo único verdaderamente digno de mención del asunto.
––Me parece que en ese aspecto le he hecho a usted justicia ––comenté, algo fríamente, porque me re-pugnaba la egolatría que, como había observado más de una vez, constituía un importante factor en el sin-gular carácter de mi amigo.
––No, no es cuestión de vanidad o egoísmo ––dijo él, respondiendo, como tenía por costumbre, a mis pensamientos más que a mis palabras––. Si reclamo plena justicia para mi arte, es porque se trata de algo impersonal... algo que está más allá de mí mismo. El delito es algo corriente. La lógica es una rareza. Por tanto, hay que poner el acento en la lógica y no en el delito. Usted ha degradado lo que debía haber sido un curso académico, reduciéndolo a una serie de cuentos.
Era una mañana fría de principios de primavera, y después del desayuno nos habíamos sentado a ambos lados de un chispeante fuego en el viejo apartamento de Baker Street. Una espesa niebla se extendía entre las hileras de casas parduzcas, y las ventanas de la acera de enfrente parecían borrones oscuros entre las densas volutas amarillentas. Teníamos encendida la luz de gas, que caía sobre el mantel arrancando reflejos de la porcelana y el metal, pues aún no habían recogido la mesa. Sherlock Holmes se había pasado callado toda la mañana, zambulléndose continuamente en las columnas de anuncios de una larga serie de periódi-cos, hasta que por fin, renunciando aparentemente a su búsqueda, había emergido, no de muy buen humor, para darme una charla sobre mis defectos literarios.
––Por otra parte ––comentó tras una pausa, durante la cual estuvo dándole chupadas a su larga pipa y contemplando el fuego––, dificilmente se le puede acusar a usted de sensacionalismo, cuando entre los ca-sos por los que ha tenido la bondad de interesarse hay una elevada proporción que no tratan de ningún deli-to, en el sentido legal de la palabra. El asuntillo en el que intenté ayudar al rey de Bohemia, la curiosa expe-riencia de la señorita Mary Sutherland, el problema del hombre del labio retorcido y el incidente de la boda del noble, fueron todos ellos casos que escapaban al alcance de la ley. Pero, al evitar lo sensacional, me temo que puede usted haber bordeado lo trivial.
––Puede que el desenlace lo fuera ––respondí––, pero sostengo que los métodos fueron originales e inte-resantes.
––Psé. Querido amigo, ¿qué le importan al público, al gran público despistado, que sería incapaz de dis-tinguir a un tejedor por sus dientes o a un cajista de imprenta por su pulgar izquierdo, los matices más deli-cados del análisis y la deducción? Aunque, la verdad, si es usted trivial no es por culpa suya, porque ya pasaron los tiempos de los grandes casos. El hombre, o por lo menos el criminal, ha perdido toda la ini-ciativa y la originalidad. Y mi humilde consultorio parece estar degenerando en una agencia para recuperar lápices extraviados y ofrecer consejo a señoritas de internado. Creo que por fin hemos tocado fondo. Esta nota que he recibido esta mañana marca, a mi entender, mi punto cero. Léala ––me tiró una carta arrugada.
Estaba fechada en Montague Place la noche anterior y decía:
«Querido señor Holmes: Tengo mucho interés en consultarle acerca de si debería o no aceptar un empleo de institutriz que se me ha ofrecido. Si no tiene inconveniente, pasaré a visitarle mañana a las diez y media. Suya afectísima,
Violet HUNTER.»
––¿Conoce usted a esta joven? ––pregunté.
––De nada.
––Pues ya son las diez y media.
––Sí, y sin duda es ella la que acaba de llamar a la puerta.
––Quizá resulte ser más interesante de lo que usted cree. Acuérdese del asunto del carbunclo azul, que al principio parecía una fruslería y se acabó convirtiendo en una investigación seria. Puede que ocurra lo mismo en este caso.
––¡Ojalá sea así! Pero pronto saldremos de dudas, porque, o mucho me equivoco, o aquí la tenemos.
Mientras él hablaba se abrió la puerta y una j oven entró en la habitación. Iba vestida de un modo senci-llo, pero con buen gusto; tenía un rostro expresivo e inteligente, pecoso como un huevo de chorlito, y ac-tuaba con los modales desenvueltos de una mujer que ha tenido que abrirse camino en la vida.
––Estoy segura de que me perdonará que le moleste ––dijo mientras mi compañero se levantaba para sa-ludarla––. Pero me ha ocurrido una cosa muy extraña y, como no tengo padres ni familiares a los que pedir consejo, pensé que tal vez usted tuviera la amabilidad de indicarme qué debo hacer.
––Siéntese, por favor, señorita Hunter. Tendré mucho gusto en hacer lo que pueda para servirla.
Me di cuenta de que a Holmes le habían impresionado favorablemente los modales y la manera de hablar de su nuevo cliente. La contempló del modo inquisitivo que era habitual en él y luego se sentó a escuchar su caso con los párpados caídos y las puntas de los dedos juntas.
––He trabajado cinco años como institutriz ––dijo–– en la familia del coronel Spence Munro, pero hace dos meses el coronel fue destinado a Halifax, Nueva Escocia, y se llevó a sus hijos a América, de modo que me encontré sin empleo. Puse anuncios y respondí a otros anuncios, pero sin éxito. Por fin empezó a aca-bárseme el poco dinero que tenía ahorrado y me devanaba los sesos sin saber qué hacer.
»Existe en el West End una agencia para institutrices muy conocida, llamada Westway's, por la que solía pasarme una vez a la semana para ver si había surgido algo que pudiera convenirme. Westway era el apelli-do del fundador de la empresa, pero quien la dirige en realidad es la señorita Stoper. Se sienta en un peque-ño despacho, y las mujeres que buscan empleo aguardan en una antesala y van pasando una a una. Ella con-sulta sus ficheros y mira a ver si tiene algo que pueda interesarlas.
»Pues bien, cuando me pasé por allí la semana pasada me hicieron entrar en el despacho como de cos-tumbre, pero vi que la señorita Stoper no estaba sola. Junto a ella se sentaba un hombre prodigiosamente gordo, de rostro muy sonriente y con una enorme papada que le caía en pliegues sobre el cuello; llevaba un par de gafas sobre la nariz y miraba con mucho interés a las mujeres que iban entrando. Al llegar yo, dio un salto en su asiento y se volvió rápidamente hacia la señorita Stoper.
»––¡Ésta servirá! ––dijo––. No podría pedirse nada mejor. ¡Estupenda! ¡Estupenda!
»––Parecía entusiasmado y se frotaba las manos de la manera más alegre. Se trataba de un hombre de as-pecto tan satisfecho que daba gusto mirarlo.
»––¿Busca usted trabajo, señorita? ––preguntó.
»––Sí, señor.
»––¿Como institutriz?
»––Sí, señor.
»––¿Y qué salario pide usted? »––En mi último empleo, en casa del coronel Spence Munro, cobraba cuatro libras al mes.
»––¡Puf? ¡Denigrante! ¡Sencillamente denigrante! ––exclamó, elevando en el aire sus rollizas manos, como arrebatado por la indignación––. ¿Cómo se le puede ofrecer una suma tan lamentable a una dama con semejantes atractivos y cualidades?
»––Es posible, señor, que mis cualidades sean menos de lo que usted imagina ––dije yo––. Un poco de francés, un poco de alemán, música y dibujo...
»––¡Puf, puf? ––exclamó––. Eso está fuera de toda duda. Lo que interesa es si usted posee o no el porte y la distinción de una dama. En eso radica todo. Si no los posee, entonces no está capacitada para educar a un niño que algún día puede desempeñar un importante papel en la historia de la nación. Pero si las tiene, ¿cómo podría un caballero pedirle que condescendiera a aceptar nada por debajo de tres cifras? Si trabaja usted para mí, señora, comenzará con un salario de cien libras al año.
»Como podrá imaginar, señor Holmes, estando sin recursos como yo estaba, aquella oferta me pareció casi demasiado buena para ser verdad. Sin embargo, el caballero, advirtiendo tal vez mi expresión de incre-dulidad, abrió su cartera y sacó un billete.
»––Es también mi costumbre ––dijo, sonriendo del modo más amable, hasta que sus ojos quedaron redu-cidos a dos ranuras que brillaban entre los pliegues blancos de su cara ––pagar medio salario por adelanta-do a mis jóvenes empleadas, para que puedan hacer frente a los pequeños gastos del viaje y el vestuario.
»Me pareció que nunca había conocido a un hombre tan fascinante y tan considerado. Como ya tenía al-gunas deudas con los proveedores, aquel adelanto me venía muy bien; sin embargo, toda la transacción tenía un algo de innatural que me hizo desear saber algo más antes de comprometerme.
»––¿Puedo preguntar dónde vive usted, señor? ––dije.
»––En Hampshire. Un lugar encantador en el campo, llamado Copper Beeches, cinco millas más allá de Winchester. Es una región preciosa, querida señorita, y la vieja casa de campo es sencillamente maravillo-sa.
»––¿Y mis obligaciones, señor? Me gustaría saber en qué consistirían.
»––Un niño. Un pillastre delicioso, de sólo seis años. ¡Tendría usted que verlo matando cucarachas con una zapatilla! ¡Plaf, plaf, plafl ¡Tres muertas en un abrir y cerrar de ojos! ––se echó hacia atrás en su asien-to y volvió a reírse hasta que los ojos se le hundieron en la cara de nuevo.
»Quedé un poco perpleja ante la naturaleza de las diversiones del niño, pero la risa del padre me hizo pensar que tal vez estuviera bromeando.
»––Entonces, mi única tarea ––dije–– sería ocuparme de este niño.
»––No, no, no la única, querida señorita, no la única ––respondió––. Su tarea consistirá, como sin duda ya habrá imaginado, en obedecer todas las pequeñas órdenes que mi esposa le pueda dar, siempre que se trate de órdenes que una dama pueda obedecer con dignidad. No verá usted ningún inconveniente en ello, ¿verdad?
»––Estaré encantada de poder ser útil.
»––Perfectamente. Por ejemplo, en la cuestión del vestuario. Somos algo maniáticos, ¿sabe usted? Ma-niáticos pero buena gente. Si le pidiéramos que se pusiera un vestido que nosotros le proporcionáramos, no se opondría usted a nuestro capricho, ¿verdad?
»––No ––dije yo, bastante sorprendida por sus palabras. »––O que se sentara en un sitio, o en otro; eso no le resultaría ofensivo, ¿verdad?
»––Oh, no.
»––O que se cortara el cabello muy corto antes de presentarse en nuestra casa...
»Yo no daba crédito a mis oídos. Como puede usted observar, señor Holmes, mi pelo es algo exuberante y de un tono castaño bastante peculiar. Han llegado a describirlo como artístico. Ni en sueños pensaría en sacrificarlo de buenas a primeras.
»––Me temo que eso es del todo imposible ––dije. Él me estaba observando atentamente con sus ojillos, y pude advertir que al oír mis palabras pasó una sombra por su rostro.
»––Y yo me temo que es del todo esencial ––dijo––. Se trata de un pequeño capricho de mi esposa, y los caprichos de las damas, señorita, los caprichos de las damas hay que satisfacerlos. ¿No está dispuesta a cortarse el pelo?
»––No, señor, la verdad es que no ––respondí con firmeza.
»––Ah, muy bien. Entonces, no hay más que hablar. Es una pena, porque en todos los demás aspectos habría servido de maravilla. Dadas las circunstancias, señorita Stoper, tendré que examinar a algunas más de sus señoritas.
»La directora de la agencia había permanecido durante toda la entrevista ocupada con sus papeles, sin di-rigirnos la palabra a ninguno de los dos, pero en aquel momento me miró con tal expresión de disgusto que no pude evitar sospechar que mi negativa le había hecho perder una espléndida comisión.
»––¿Desea usted que sigamos manteniendo su nombre en nuestras listas? ––preguntó.
»––Si no tiene inconveniente, señorita Stoper.
»––Pues, la verdad, me parece bastante inútil, viendo el modo en que rechaza usted las ofertas más venta-josas ––dijo secamente––. No esperará usted que nos esforcemos por encontrarle otra ganga como ésta. Buenos días, señorita Hunter ––hizo sonar un gong que tenía sobre la mesa, y el botones me acompañó a la salida.
»Pues bien, cuando regresé a mi alojamiento y encontré la despensa medio vacía y dos o tres facturas so-bre la mesa, empecé a preguntarme si no habría cometido una estupidez. Al fin y al cabo, si aquella gente tenía manías extrañas y esperaba que se obedecieran sus caprichos más extravagantes, al menos estaban dispuestos a pagar por sus excentricidades. Hay muy pocas institutrices en Inglaterra que ganen cien libras al año. Además, ¿de qué me serviría el pelo? A muchas mujeres les favorece llevarlo corto, y yo podía ser una de ellas. Al día siguiente ya tenía la impresión de haber cometido un error, y un día después estaba ple-namente convencida. Estaba casi decidida a tragarme mi orgullo hasta el punto de regresar a la agencia y
preguntar si la plaza estaba aún disponible, cuando recibí esta carta del caballero en cuestión. La he traído y se la voy a leer:
"The Copper Beeches, cerca de Winchester.
Querida señorita Hunter: La señorita Stoper ha tenido la amabilidad de darme su dirección, y le escribo desde aquí para preguntarle si ha reconsiderado su posición. Mi esposa tiene mucho interés en que venga, pues le agradó mucho la descripción que yo le hice de usted. Estamos dispuestos a pagarle treinta libras al trimestre, o ciento veinte al año, para compensarle por las pequeñas molestias que puedan ocasionarle nues-tros caprichos. Al fin y al cabo, tampoco exigimos demasiado. A mi esposa le encanta un cierto tono de azul eléctrico, y le gustaría que usted llevase un vestido de ese color por las mañanas. Sin embargo, no tie-ne que incurrir en el gasto de adquirirlo, ya que tenemos uno perteneciente a mi querida hija Alice (actual-mente en Filadelfia), que creo que le sentaría muy bien. En cuanto a lo de sentarse en un sitio o en otro, o practicar los entretenimientos que se le indiquen, no creo que ello pueda ocasionarle molestias. Y con res-pecto a su cabello, no cabe duda de que es una lástima, especialmente si se tiene en cuenta que no pude evitar fijarme en su belleza durante nuestra breve entrevista, pero me temo que debo mantenerme firme en este punto, y solamente confío en que el aumento de salario pueda compensarle de la pérdida. Sus obliga-ciones en lo referente al niño son muy llevaderas. Le ruego que haga lo posible por venir; yo la esperaría con un coche en Winchester. Hágame saber en qué tren llega. Suyo afectísimo,
Jephro RUCASTLE.”
»Ésta es la carta que acabo de recibir, señor Holmes, y ya he tomado la decisión de aceptar. Sin embargo, me pareció que antes de dar el paso definitivo debía someter el asunto a su consideración.
––Bien, señorita Hunter, si su decisión está tomada, eso deja zanjado el asunto ––dijo Holmes sonriente.
––¿Usted no me aconsejaría rehusar?
––Confieso que no me gustaría que una hermana mía aceptara ese empleo.
––¿Qué significa todo esto, señor Holmes?
––¡Ah! Carezco de datos. No puedo decirle. ¿Se ha formado usted alguna opinión?
––Bueno, a mí me parece que sólo existe una explicación posible. El señor Rucastle parecía ser un hom-bre muy amable y bondadoso. ¿No es posible que su esposa esté loca, que él desee mantenerlo en secreto por miedo a que la internen en un asilo, y que le siga la corriente en todos sus caprichos para evitar una crisis?
––Es una posible explicación. De hecho, tal como están las cosas, es la más probable. Pero, en cualquier caso, no parece un sitio muy adecuado para una joven.
––Pero ¿y el dinero, señor Holmes? ¿Y el dinero?
––Sí, desde luego, la paga es buena... demasiado buena. Eso es lo que me inquieta. ¿Por qué iban a darle ciento veinte al año cuando tendrían institutrices para elegir por cuarenta? Tiene que existir una razón muy poderosa.
––Pensé que si le explicaba las circunstancias, usted lo entendería si más adelante solicitara su ayuda. Me sentiría mucho más segura sabiendo que una persona como usted me cubre las espaldas.
––Oh, puede irse convencida de ello. Le aseguro que su pequeño problema promete ser el más interesan-te que se me ha presentado en varios meses. Algunos aspectos resultan verdaderamente originales. Si tuvie-ra usted dudas o se viera en peligro...
––¿Peligro? ¿En qué peligro está pensando? Holmes meneó la cabeza muy serio.
––Si pudiéramos definirlo, dejaría de ser un peligro ––dijo––. Pero a cualquier hora, de día o de noche, un telegrama suyo me hará acudir en su ayuda.
––Con eso me basta ––se levantó muy animada de su asiento, habiéndose borrado la ansiedad de su ros-tro––. Ahora puedo ir a Hampshire mucho más tranquila. Escribiré de inmediato al señor Rucastle, sacrifi-caré mi pobre cabellera esta noche y partiré hacia Winchester mañana ––con unas frases de agradecimiento para Holmes, nos deseó buenas noches y se marchó presurosa.
––Por lo menos ––dije mientras oíamos sus pasos rápidos y firmes escaleras abajo––, parece una jovenci-ta perfectamente capaz de cuidar de sí misma.
––Y le va a hacer falta ––dijo Holmes muy serio––. O mucho me equivoco, o recibiremos noticias suyas antes de que pasen muchos días.
No tardó en cumplirse la predicción de mi amigo. Transcurrieron dos semanas, durante las cuales pensé más de una vez en ella, preguntándome en qué extraño callejón de la experiencia humana se había introdu-cido aquella mujer solitaria. El insólito salario, las curiosas condiciones, lo liviano del trabajo, todo apunta-ba hacia algo anormal, aunque estaba fuera de mis posibilidades determinar si se trataba de una manía in-ofensiva o de una conspiración, si el hombre era un filántropo o un criminal. En cuanto a Holmes, observé que muchas veces se quedaba sentado durante media hora o más, con el ceño fruncido y aire abstraído, pero cada vez que yo mencionaba el asunto, él lo descartaba con un gesto de la mano. «¡Datos, datos, datos!» ––
exclamaba con impaciencia––. «¡No puedo hacer ladrillos sin arcilla!» Y, sin embargo, siempre acababa por murmurar que no le gustaría que una hermana suya hubiera aceptado semejante empleo.
El telegrama que al fin recibimos llegó una noche, justo cuando yo me disponía a acostarme y Holmes se preparaba para uno de los experimentos nocturnos en los que frecuentemente se enfrascaba; en aquellas ocasiones, yo lo dejaba por la noche, inclinado sobre una retorta o un tubo de ensayo, y lo encontraba en la misma posición cuando bajaba a desayunar por la mañana. Abrió el sobre amarillo y, tras echar un vistazo al mensaje, me lo pasó.
––Mire el horario de trenes en la guía ––dijo, volviéndose a enfrascar en sus experimentos químicos.
La llamada era breve y urgente:
«Por favor, esté en el Hotel Black Swan de Winchester mañana a mediodía. ¡No deje de venir! No sé qué hacer.
HUNTER.»
––¿Viene usted conmigo?
––Me gustaría.
––Pues mire el horario.
––Hay un tren a las nueve y media ––dije, consultando la guía––. Llega a Winchester a las once y media.
––Nos servirá perfectamente. Quizá sea mejor que aplace mi análisis de las acetonas, porque mañana puede que necesitemos estar en plena forma.
A las once de la mañana del día siguiente nos acercábamos ya a la antigua capital inglesa. Holmes había permanecido todo el viaje sepultado en los periódicos de la mañana, pero en cuanto pasamos los límites de Hampshire los dejó a un lado y se puso a admirar el paisaje. Era un hermoso día de primavera, con un cielo azul claro, salpicado de nubecillas algodonosas que se desplazaban de oeste a este. Lucía un sol muy bri-llante, a pesar de lo cual el aire tenía un frescor estimulante, que aguzaba la energía humana. Por toda la campiña, hasta las ondulantes colinas de la zona de Aldershot, los tejadillos rojos y grises de las granjas asomaban entre el verde claro del follaje primaveral.
––¡Qué hermoso y lozano se ve todo! ––exclamé con el entusiasmo de quien acaba de escapar de las nie-blas de Baker Street.
Pero Holmes meneó la cabeza con gran seriedad.
––Ya sabe usted, Watson ––dijo––, que una de las maldiciones de una mente como la mía es que tengo que mirarlo todo desde el punto de vista de mi especialidad. Usted mira esas casas dispersas y se siente impresionado por su belleza. Yo las miro, y el único pensamiento que me viene a la cabeza es lo aisladas que están, y la impunidad con que puede cometerse un crimen en ellas.
––¡Cielo santo! ––exclamé––. ¿Quién sería capaz de asociar la idea de un crimen con estas preciosas ca-sitas?
––Siempre me han producido un cierto horror. Tengo la convicción, Watson, basada en mi experiencia, de que las callejuelas más sórdidas y miserables de Londres no cuentan con un historial delictivo tan terri-ble como el de la sonriente y hermosa campiña inglesa.
––¡Me horroriza usted!
––Pero la razón salta a la vista. En la ciudad, la presión de la opinión pública puede lograr lo que la ley es incapaz de conseguir. No hay callejuela tan miserable como para que los gritos de un niño maltratado o los golpes de un marido borracho no despierten la simpatía y la indignación del vecindario; y además, toda la maquinaria de la justicia está siempre tan a mano que basta una palabra de queja para ponerla en marcha, y no hay más que un paso entre el delito y el banquillo. Pero fijese en esas casas solitarias, cada una en sus propios campos, en su mayor parte llenas de gente pobre e ignorante que sabe muy poco de la ley. Piense en los actos de crueldad infernal, en las maldades ocultas que pueden cometerse en estos lugares, año tras año, sin que nadie se entere. Si esta dama que ha solicitado nuestra ayuda se hubiera ido a vivir a Winches-ter, no temería por ella. Son las cinco millas de campo las que crean el peligro. Aun así, resulta claro que no se encuentra amenazada personalmente.
––No. Si puede venir a Winchester a recibirnos, también podría escapar.
––Exacto. Se mueve con libertad.
––Pero entonces, ¿qué es lo que sucede? ¿No se le ocurre ninguna explicación?
––Se me han ocurrido siete explicaciones diferentes, cada una de las cuales tiene en cuenta los pocos da-tos que conocemos. Pero ¿cuál es la acertada? Eso sólo puede determinarlo la nueva información que sin duda nos aguarda. Bueno, ahí se ve la torre de la catedral, y pronto nos enteraremos de lo que la señorita Hunter tiene que contarnos.
El Black Swan era una posada de cierta fama situada en High Street, a muy poca distancia de la estación, y allí estaba la joven aguardándonos. Había reservado una habitación y nuestro almuerzo nos esperaba en la mesa.
––¡Cómo me alegro de que hayan venido! ––dijo fervientemente––. Los dos han sido muy amables. Les digo de verdad que no sé qué hacer. Sus consejos tienen un valor inmenso para mí.
––Por favor, explíquenos lo que le ha ocurrido.
––Eso haré, y más vale que me dé prisa, porque he prometido al señor Rucastle estar de vuelta antes de las tres. Me dio permiso para venir ala ciudad esta mañana, aunque poco se imagina a qué he venido.
––Oigámoslo todo por riguroso orden ––dijo Holmes, estirando hacia el fuego sus largas y delgadas pier-nas y disponiéndose a escuchar.
––En primer lugar, puedo decir que, en conjunto, el señor y la señora Rucastle no me tratan mal. Es de justicia decirlo. Pero no los entiendo y no me siento tranquila con ellos.
––¿Qué es lo que no entiende?
––Los motivos de su conducta. Pero se lo voy a contar tal como ocurrió. Cuando llegué, el señor Rucastle me recibió aquí y me llevó en su coche a Copper Beeches. Tal como él había dicho, está en un sitio precio-so, pero la casa en sí no es bonita. Es un bloque cuadrado y grande, encalado pero todo manchado por la humedad y la intemperie. A su alrededor hay bosques por tres lados, y por el otro hay un campo en cuesta, que baja hasta la carretera de Southampton, la cual hace una curva a unas cien yardas de la puerta principal. Este terreno de delante pertenece a la casa, pero los bosques de alrededor forman parte de las propiedades de lord Southerton. Un conjunto de hayas cobrizas plantadas frente a la puerta delantera da nombre a la casa.
»El propio señor Rucastle, tan amable como de costumbre, conducía el carricoche, y aquella tarde me presentó a su mujer y al niño. La conjetura que nos pareció tan probable allá en su casa de Baker Street resultó falsa, señor Holmes. La señora Rucastle no está loca. Es una mujer callada y pálida, mucho más joven que su marido; no llegará a los treinta años, cuando el marido no puede tener menos de cuarenta y cinco. He deducido de sus conversaciones que llevan casados unos siete años, que él era viudo cuando se casó con ella, y que la única descendencia que tuvo con su primera esposa fue esa hija que ahora está en Filadelfia. El señor Rucastle me dijo confidencialmente que se marchó porque no soportaba a su madrastra. Dado que la hija tendría por lo menos veinte años, me imagino perfectamente que se sintiera incómoda con la joven esposa de su padre.
»La señora Rucastle me pareció tan anodina de mente como de cara. No me cayó ni bien ni mal. Es como si no existiera. Se nota a primera vista que siente devoción por su marido y su hijito. Sus ojos grises pasa-ban continuamente del uno al otro, pendiente de sus más mínimos deseos y anticipándose a ellos si podía. Él la trataba con cariño, a su manera vocinglera y exuberante, y en conjunto parecían una pareja feliz. Y, sin embargo, esta mujer tiene una pena secreta. A menudo se queda sumida en profundos pensamientos, con una expresión tristísima en el rostro. Más de una vez la he sorprendido llorando. A veces he pensado que era el carácter de su hijo lo que la preocupaba, pues jamás en mi vida he conocido criatura más mal-criada y con peores instintos. Es pequeño para su edad, con una cabeza desproporcionadamente grande. Toda su vida parece transcurrir en una alternancia de rabietas salvajes e intervalos de negra melancolía. Su único concepto de la diversión parece consistir en hacer sufrir a cualquier criatura más débil que él, y des-pliega un considerable talento para el acecho y captura de ratones, pajarillos e insectos. Pero prefiero no hablar del niño, señor Holmes, que en realidad tiene muy poco que ver con mi historia.
––Me gusta oír todos los detalles ––comentó mi amigo––, tanto si le parecen relevantes como si no.
––Procuraré no omitir nada de importancia. Lo único desagradable de la casa, que me llamó la atención nada más llegar, es el aspecto y conducta de los sirvientes. Hay sólo dos, marido y mujer. Toller, que así se llama, es un hombre tosco y grosero, con pelo y patillas grises, y que huele constantemente a licor. Desde que estoy en la casa lo he visto dos veces completamente borracho, pero el señor Rucastle parece no darse cuenta. Su esposa es una mujer muy alta y fuerte, con cara avinagrada, tan callada como la señora Rucastle, pero mucho menos tratable. Son una pareja muy desagradable, pero afortunadamente me paso la mayor parte del tiempo en el cuarto del niño y en el mío, que están uno junto a otro en una esquina del edificio.
»Los dos primeros días después de mi llegada a Copper Beeches, mi vida transcurrió muy tranquila; al tercer día, la señora Rucastle bajó inmediatamente después del desayuno y le susurró algo al oído a su ma-rido.
»––Oh, sí ––dijo él, volviéndose hacia mí––. Le estamos muy agradecidos, señorita Hunter, por acceder a nuestros caprichos hasta el punto de cortarse el pelo. Veamos ahora cómo le sienta el vestido azul eléctrico. Lo encontrará extendido sobre la cama de su habitación, y si tiene la bondad de ponérselo se lo agradece-remos muchísimo.
»El vestido que encontré esperándome tenía una tonalidad azul bastante curiosa. El material era excelen-te, una especie de lana cruda, pero presentaba señales inequívocas de haber sido usado. No me habría sen-tado mejor ni aunque me lo hubieran hecho a la medida. Tanto el señor como la señora Rucastle se mostra-
ron tan encantados al verme con él, que me pareció que exageraban en su vehemencia. Estaban aguardán-dome en la sala de estar, que es una habitación muy grande, que ocupa la parte delantera de la casa, con tres ventanales hasta el suelo. Cerca del ventanal del centro habían instalado una silla, con el respaldo hacia fuera. Me pidieron que me sentara en ella y, a continuación, el señor Rucastle empezó a pasear de un ex-tremo a otro de la habitación contándome algunos de los chistes más graciosos que he oído en mi vida. No se puede imaginar lo cómico que estuvo; me reí hasta quedar agotada. Sin embargo, la señora Rucastle, que evidentemente no tiene sentido del humor, ni siquiera llegó a sonreír; se quedó sentada con las manos en el regazo y una expresión de tristeza y ansiedad en el rostro. Al cabo de una hora, poco más o menos, el señor Rucastle comentó de pronto que ya era hora de iniciar las tareas cotidianas y que debía cambiarme de ves-tido y acudir al cuarto del pequeño Edward.
»Dos días después se repitió la misma representación, en circunstancias exactamente iguales. Una vez más me cambié de vestido, volví a sentarme en la silla y volví a partirme de risa con los graciosísimos chis-tes de mi patrón, que parece poseer un repertorio inmenso y los cuenta de un modo inimitable. A continua-ción, me entregó una novela de tapas amarillas y, tras correr un poco mi silla hacia un lado, de manera que mi sombra no cayera sobre las páginas, me pidió que le leyera en voz alta. Leí durante unos diez minutos, comenzando en medio de un capítulo, y de pronto, a mitad de una frase, me ordenó que lo dejara y que me cambiara de vestido.
»Puede usted imaginarse, señor Holmes, la curiosidad que yo sentía acerca del significado de estas extra-vagantes representaciones. Me di cuenta de que siempre ponían mucho cuidado en que yo estuviera de es-paldas a la ventana, y empecé a consumirme de ganas de ver lo que ocurría a mis espaldas. Al principio me pareció imposible, pero pronto se me ocurrió una manera de conseguirlo. Se me había roto el espejito de bolsillo y eso me dio la idea de esconder un pedacito de espejo en el pañuelo. A la siguiente ocasión, en medio de una carcajada, me llevé el pañuelo a los ojos, y con un poco de maña me las arreglé para ver lo que había detrás de mí. Confieso que me sentí decepcionada. No había nada.
»Al menos, ésa fue mi primera impresión. Sin embargo, al mirar de nuevo me di cuenta de que había un hombre parado en la carretera de Southampton; un hombre de baja estatura, barbudo y con un traje gris, que parecía estar mirando hacia mí. La carretera es una vía importante, y siempre suele haber gente por ella. Sin embargo, este hombre estaba apoyado en la verja que rodea nuestro campo, y miraba con mucho interés. Bajé el pañuelo y encontré los ojos de la señora Rucastle fijos en mí, con una mirada sumamente inquisitiva. No dijo nada, pero estoy convencida de que había adivinado que yo tenía un espejo en la mano y había visto lo que había detrás de mí. Se levantó al instante.
»––Jephro ––dijo––, hay un impertinente en la carretera que está mirando a la señorita Hunter.
»––¿No será algún amigo suyo, señorita Hunter? ––preguntó él.
»––No; no conozco a nadie por aquí.
»––¡Válgame Dios, qué impertinencia! Tenga la bondad de darse la vuelta y hacerle un gesto para que se vaya.
»––¿No sería mejor no darnos por enterados?
»––No, no; entonces le tendríamos rondando por aquí a todas horas. Haga el favor de darse la vuelta e indíquele que se marche, así.
»Hice lo que me pedían, y al instante la señora Rucastle bajó la persiana. Esto sucedió hace una semana, y desde entonces no me he vuelto a sentar en la ventana ni me he puesto el vestido azul, ni he visto al hom-bre de la carretera. ––Continúe, por favor ––dijo Holmes––. Su narración promete ser de lo más interesante.
––Me temo que le va a parecer bastante inconexa, y lo más probable es que exista poca relación entre los diferentes incidentes que menciono. El primer día que pasé en Copper Beeches, el señor Rucastle me llevó a un pequeño cobertizo situado cerca de la puerta de la cocina. Al acercarnos, oí un ruido de cadenas y el sonido de un animal grande que se movía.
»––Mire por aquí ––dijo el señor Rucastle, indicándome una rendija entre dos tablas––. ¿No es una pre-ciosidad?
»Miré por la rendija y distinguí dos ojos que brillaban y una figura confusa agazapada en la oscuridad.
»––No se asuste ––dijo mi patrón, echándose a reír ante mi sobresalto––. Es solamente Carlo, mi mastín. He dicho mío, pero en realidad el único que puede controlarlo es el viejo Toller, mi mayordomo. Sólo le damos de comer una vez al día, y no mucho, de manera que siempre está tan agresivo como una salsa pi-cante. Toller lo deja suelto cada noche, y que Dios tenga piedad del intruso al que le hinque el diente. Por lo que más quiera, bajo ningún pretexto ponga los pies fuera de casa por la noche, porque se jugaría usted la vida.
»No se trataba de una advertencia sin fundamento, porque dos noches después se me ocurrió asomarme a la ventana de mi cuarto a eso de las dos de la madrugada. Era una hermosa noche de luna, y el césped de delante de la casa se veía plateado y casi tan iluminado como de día. Me encontraba absorta en la apacible belleza de la escena cuando sentí que algo se movía entre las sombras de las hayas cobrizas. Por fin salió a la luz de la luna y vi lo que era: un perro gigantesco, tan grande como un ternero, de piel leonada, carrillos
colgantes, hocico negro y huesos grandes y salientes. Atravesó lentamente el césped y desapareció en las sombras del otro lado. Aquel terrible y silencioso centinela me provocó un escalofrío como no creo que pudiera causarme ningún ladrón.
»Y ahora voy a contarle una experiencia muy extraña. Como ya sabe, me corté el pelo en Londres, y lo había guardado, hecho un gran rollo, en el fondo de mi baúl. Una noche, después de acostar al niño, me puse a inspeccionar los muebles de mi habitación y ordenar mis cosas. Había en el cuarto un viejo apara-dor, con los dos cajones superiores vacíos y el de abajo cerrado con llave. Ya había llenado de ropa los dos primeros cajones y aún me quedaba mucha por guardar; como es natural, me molestaba no poder utilizar el tercer cajón. Pensé que quizás estuviera cerrado por olvido, así que saqué mi juego de llaves e intenté abrir-lo. La primera llave encajó a la perfección y el cajón se abrió. Dentro no había más que una cosa, pero es-toy segura de que jamás adivinaría usted qué era. Era mi mata de pelo.
»La cogí y la examiné. Tenía la misma tonalidad y la misma textura. Pero entonces se me hizo patente la imposibilidad de aquello. ¿Cómo podía estar mi pelo guardado en aquel cajón? Con las manos temblándo-me, abrí mi baúl, volqué su contenido y saqué del fondo mi propia cabellera. Coloqué una junto a otra, y le aseguro que eran idénticas. ¿No era extraordinario? Me sentí desconcertada e incapaz de comprender el significado de todo aquello. Volví a meter la misteriosa mata de pelo en el cajón y no les dije nada a los Rucastle, pues sentí que quizás había obrado mal al abrir un cajón que ellos habían dejado cerrado.
»Como habrá podido notar, señor Holmes, yo soy observadora por naturaleza, y no tardé en trazarme en la cabeza un plano bastante exacto de toda la casa. Sin embargo, había un ala que parecía completamente deshabitada. Frente a las habitaciones de los Toller había una puerta que conducía a este sector, pero estaba invariablemente cerrada con llave. Sin embargo, un día, al subir las escaleras, me encontré con el señor Rucastle que salía por aquella puerta con las llaves en la mano y una expresión en el rostro que lo convertía en una persona totalmente diferente del hombre orondo y jovial al que yo estaba acostumbrada. Traía las mejillas enrojecidas, la frente arrugada por la ira, y las venas de las sienes hinchadas de furia. Cerró la puerta y pasó junto a mí sin mirarme ni dirigirme la palabra.
»Esto despertó mi curiosidad, así que cuando salí a dar un paseo con el niño, me acerqué a un sitio desde el que podía ver las ventanas de este sector de la casa. Eran cuatro en hilera, tres de ellas simplemente su-cias y la cuarta cerrada con postigos. Evidentemente, allí no vivía nadie. Mientras paseaba de un lado a otro, dirigiendo miradas ocasionales a las ventanas, el señor Rucastle vino hacia mí, tan alegre y jovial co-mo de costumbre.
»––¡Ah! ––dijo––. No me considere un maleducado por haber pasado junto a usted sin saludarla, querida señorita. Estaba preocupado por asuntos de negocios.
»––Le aseguro que no me ha ofendido ––respondí––. Por cierto, parece que tiene usted ahí una serie completa de habitaciones, y una de ellas cerrada a cal y canto.
»––Uno de mis hobbies es la fotografía ––dijo––, y allí tengo instalado mi cuarto oscuro. ¡Vaya, vaya! ¡Qué jovencita tan observadora nos ha caído en suerte! ¿Quién lo habría creído? ¿Quién lo habría creído?
»Hablaba en tono de broma, pero sus ojos no bromeaban al mirarme. Leí en ellos sospecha y disgusto, pero nada de bromas.
»Bien, señor Holmes, desde el momento en que comprendí que había algo en aquellas habitaciones que yo no debía conocer, ardí en deseos de entrar en ellas. No se trataba de simple curiosidad, aunque no carez-co de ella. Era más bien una especie de sentido del deber... Tenía la sensación de que de mi entrada allí se derivaría algún bien. Dicen que existe la intuición femenina; posiblemente era eso lo que yo sentía.
En cualquier caso, la sensación era real, y yo estaba atenta a la menor oportunidad de traspasar la puerta prohibida. »La oportunidad no llegó hasta ayer. Puedo decirle que, además del señor Rucastle, tanto Toller como su mujer tienen algo que hacer en esas habitaciones deshabitadas, y una vez vi a Toller entrando por la puerta con una gran bolsa de lona negra. Últimamente, Toller está bebiendo mucho, y ayer por la tarde estaba borracho perdido; y cuando subí las escaleras, encontré la llave en la puerta. Sin duda, debió ol-vidarla allí. El señor y la señora Rucastle se encontraban en la planta baja, y el niño estaba con ellos, así que disponía de una oportunidad magnífica. Hice girar con cuidado la llave en la cerradura, abrí la puerta y me deslicé a través de ella.
»Frente a mí se extendía un pequeño pasillo, sin empapelado y sin alfombra, que doblaba en ángulo recto al otro extremo. A la vuelta de esta esquina había tres puertas seguidas; la primera y la tercera estaban abiertas, y las dos daban a sendas habitaciones vacías, polvorientas y desangeladas, una con dos ventanas y la otra sólo con una, tan cubiertas de suciedad que la luz crepuscular apenas conseguía abrirse paso a través de ellas. La puerta del centro estaba cerrada, y atrancada por fuera con uno de los barrotes de una cama de hierro, uno de cuyos extremos estaba sujeto con un candado a una argolla en la pared, y el otro atado con una cuerda. También la cerradura estaba cerrada, y la llave no estaba allí. Indudablemente, esta puerta atrancada correspondía a la ventana cerrada que yo había visto desde fuera; y, sin embargo, por el resplan-dor que se filtraba por debajo, se notaba que la habitación no estaba a oscuras. Evidentemente, había una claraboya que dejaba entrar la luz por arriba. Mientras estaba en el pasillo mirando aquella puerta siniestra
y preguntándome qué secreto ocultaba, oí de pronto ruido de pasos dentro de la habitación y vi una sombra que cruzaba de un lado a otro en la pequeña rendija de luz que brillaba bajo la puerta. Al ver aquello, se apoderó de mí un terror loco e irrazonable, señor Holmes. Mis nervios, que ya estaban de punta, me falla-ron de repente, di media vuelta y eché a correr. Corrí como si detrás de mí hubiera una mano espantosa tratando de agarrar la falda de mi vestido. Atravesé el pasillo, crucé la puerta y fui a parar directamente en los brazos del señor Rucastle, que esperaba fuera.
»––¡Vaya! ––dijo sonriendo––. ¡Así que era usted! Me lo imaginé al ver la puerta abierta.
»––¡Estoy asustadísima! ––gemí.
»––¡Querida señorita! ¡Querida señorita! ––no se imagina usted con qué dulzura y amabilidad lo decía––. ¿Qué es lo que la ha asustado, querida señorita?
»Pero su voz era demasiado zalamera; se estaba excediendo. Al instante me puse en guardia contra él.
»––Fui tan tonta que me metí en el ala vacía ––respondí––. Pero está todo tan solitario y tan siniestro con esta luz mortecina que me asusté y eché a correr. ¡Hay allí un silencio tan terrible!
»––¿Sólo ha sido eso? ––preguntó, mirándome con insistencia.
»––¿Pues qué se había creído? ––pregunté a mi vez.
»––¿Por qué cree usted que tengo cerrada esta puerta?
»––Le aseguro que no lo sé.
»––Pues para que no entren los que no tienen nada que hacer ahí. ¿Entiende? ––seguía sonriendo de la manera más amistosa.
»––Le aseguro que de haberlo sabido...
»––Bien, pues ya lo sabe. Y si vuelve a poner el pie en este umbral... ––en un instante, la sonrisa se endu-reció hasta convertirse en una mueca de rabia y me miró con cara de demonio––... la echaré al mastín.
»Estaba tan aterrada que no sé ni lo que hice. Supongo que salí corriendo hasta mi habitación. Lo si-guiente que recuerdo es que estaba tirada en mi cama, temblando de pies a cabeza. Entonces me acordé de usted, señor Holmes. No podía seguir viviendo allí sin que alguien me aconsejara. Me daba miedo la casa, el dueño, la mujer, los criados, hasta el niño... Todos me parecían horribles. Si pudiera usted venir aquí, todo iría bien. Naturalmente, podría haber huido de la casa, pero mi curiosidad era casi tan fuerte como mi miedo. No tardé en tomar una decisión: enviarle a usted un telegrama. Me puse el sombrero y la capa, me acerqué a la oficina de telégrafos, que está como a media milla de la casa, y al regresar ya me sentía mucho mejor. Al acercarme a la puerta, me asaltó la terrible sospecha de que el perro estuviera suelto, pero me acordé de que Toller se había emborrachado aquel día hasta quedar sin sentido, y sabía que era la única persona de la casa que tenía alguna influencia sobre aquella fiera y podía atreverse a dejarla suelta. Entré sin problemas y permanecí despierta durante media noche de la alegría que me daba el pensar en verle a usted. No tuve ninguna dificultad en obtener permiso para venir a Winchester esta mañana, pero tengo que estar de vuelta antes de las tres, porque el señor y la señora Rucastle van a salir de visita y estarán fuera toda la tarde, así que tengo que cuidar del niño. Y ya le he contado todas mis aventuras, señor Holmes. Oja-lá pueda usted decirme qué significa todo esto y, sobre todo, qué debo hacer.
Holmes y yo habíamos escuchado hechizados el extraordinario relato. Al llegar a este punto, mi amigo se puso en pie y empezó a dar zancadas por la habitación, con las manos en los bolsillos y una expresión de profunda seriedad en su rostro.
––¿Está Toller todavía borracho? ––preguntó.
––Sí. Esta mañana oí a su mujer decirle a la señora Rucastle que no podía hacer nada con él.
––Eso está bien. ¿Y los Rucastle van a salir esta tarde?
––Sí.
––¿Hay algún sótano con una buena cerradura?
––Sí, la bodega.
––Me parece, señorita Hunter, que hasta ahora se ha comportado usted como una mujer valiente y sensa-ta. ¿Se siente capaz de realizar una hazaña más? No se lo pediría si no la considerara una mujer bastante excepcional.
––Lo intentaré. ¿De qué se trata?
––Mi amigo y yo llegaremos a Copper Beeches a las siete. A esa hora, los Rucastle estarán fuera y To-ller, si tenemos suerte, seguirá incapaz. Sólo queda la señora Toller, que podría dar la alarma. Si usted pu-diera enviarla a la bodega con cualquier pretexto y luego cerrarla con llave, nos facilitaría inmensamente las cosas.
––Lo haré.
––¡Excelente! En tal caso, consideremos detenidamente el asunto. Por supuesto, sólo existe una explica-ción posible. La han llevado a usted allí para suplantar a alguien, y este alguien está prisionero en esa habi-tación. Hasta aquí, resulta evidente. En cuanto a la identidad de la prisionera, no me cabe duda de que se trata de la hija, la señorita Alice Rucastle si no recuerdo mal, la que le dijeron que se había marchado a América. Está claro que la eligieron a usted porque se parece a ella en la estatura, la figura y el color del
cabello. A ella se lo habían cortado, posiblemente con motivo de alguna enfermedad, y, naturalmente, había que sacrificar también el suyo. Por una curiosa casualidad, encontró usted su cabellera. El hombre de la carretera era, sin duda, algún amigo de ella, posiblemente su novio; y al verla a usted, tan parecida a ella y con uno de sus vestidos, quedó convencido, primero por sus risas y luego por su gesto de desprecio, de que la señorita Rucastle era absolutamente feliz y ya no deseaba sus atenciones. Al perro lo sueltan por las no-ches para impedir que él intente comunicarse con ella. Todo esto está bastante claro. El aspecto más grave del caso es el carácter del niño. ––¿Qué demonios tiene que ver eso? ––exclamé.
––Querido Watson: usted mismo, en su práctica médica, está continuamente sacando deducciones sobre las tendencias de los niños, mediante el estudio de los padres. ¿No comprende que el procedimiento inverso es igualmente válido? Con mucha frecuencia he obtenido los primeros indicios fiables sobre el carácter de los padres estudiando a sus hijos. El carácter de este niño es anormalmente cruel, por puro amor a la cruel-dad, y tanto si lo ha heredado de su sonriente padre, que es lo más probable, como si lo heredó de su madre, no presagia nada bueno para la pobre muchacha que se encuentra en su poder.
––Estoy convencida de que tiene usted razón, señor Holmes ––exclamó nuestra cliente––. Me han venido a la cabeza mil detalles que me convencen de que ha dado en el clavo. ¡Oh, no perdamos un instante y va-yamos a ayudar a esta pobre mujer!
––Debemos actuar con prudencia, porque nos enfrentamos con un hombre muy astuto. No podemos hacer nada hasta las siete. A esa hora estaremos con usted, y no tardaremos mucho en resolver el misterio.
Fieles a nuestra palabra, llegamos a Copper Beeches a las siete en punto, tras dejar nuestro carricoche en un bar del camino. El grupo de hayas, cuyas hojas oscuras brillaban como metal bruñido a la luz del sol poniente, habría bastado para identificar la casa aunque la señorita Hunter no hubiera estado aguardando sonriente en el umbral de la puerta.
––¿Lo ha conseguido? ––preguntó Holmes.
Se oyeron unos fuertes golpes desde algún lugar de los sótanos.
––Ésa es la señora Toller desde la bodega ––dijo la señorita Hunter––. Su marido sigue roncando, tirado en la cocina. Aquí están las llaves, que son duplicados de las del señor Ruscastle.
––¡Lo ha hecho usted de maravilla! ––exclamó Holmes con entusiasmo––. Indíquenos el camino y pron-to veremos el final de este siniestro enredo.
Subimos la escalera, abrimos la puerta, recorrimos un pasillo y nos encontramos ante la puerta atrancada que la señorita Hunter había descrito. Holmes cortó la cuerda y retiró el barrote. A continuación, probó varias llaves en la cerradura, pero no consiguió abrirla. Del interior no llegaba ningún sonido, y la expre-sión de Holmes se ensombreció ante aquel silencio.
––Espero que no hayamos llegado demasiado tarde ––dijo––. Creo, señorita Hunter, que será mejor que no entre con nosotros. Ahora, Watson, arrime el hombro y veamos si podemos abrirnos paso.
Era una puerta vieja y destartalada que cedió a nuestro primer intento. Nos precipitamos juntos en la habitación y la encontramos desierta. No había más muebles que un camastro, una mesita y un cesto de ropa blanca. La claraboya del techo estaba abierta, y la prisionera había desaparecido.
––Aquí se ha cometido alguna infamia ––dijo Holmes––. Nuestro amigo adivinó las intenciones de la se-ñorita Hunter y se ha llevado a su víctima a otra parte.
––Pero ¿cómo?
––Por la claraboya. Ahora veremos cómo se las arregló ––se izó hasta el tejado––. ¡Ah, sí! ––exclamó––. Aquí veo el extremo de una escalera de mano apoyada en el alero. Así es como lo hizo.
––Pero eso es imposible ––dijo la señorita Hunter––. La escalera no estaba ahí cuando se marcharon los Rucastle.
––Él volvió y se la llevó. Ya le digo que es un tipo astuto y peligroso. No me sorprendería mucho que esos pasos que se oyen por la escalera sean suyos. Creo, Watson, que más vale que tenga preparada su pis-tola.
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando apareció un hombre en la puerta de la habita-ción, un hombre muy gordo y corpulento con un grueso bastón en la mano. Al verlo, la señorita Hunter soltó un grito y se encogió contra la pared, pero Sherlock Holmes dio un salto adelante y le hizo frente.
––¿Dónde está su hija, canalla? ––dijo.
El gordo miró en torno suyo y después hacia la claraboya abierta.
––¡Soy yo quien hace las preguntas! ––chilló––. ¡Ladrones! ¡Espías y ladrones! ¡Pero os he cogido! ¡Os tengo en mi poder! ¡Ya os daré yo! ––dio media vuelta y corrió escaleras abajo, tan deprisa como pudo.
––¡Ha ido a por el perro! ––gritó la señorita Hunter.
––Tengo mi revólver ––dije yo.
––Más vale que cerremos la puerta principal ––gritó Holmes, y todos bajamos corriendo las escaleras.
Apenas habíamos llegado al vestíbulo cuando oímos el ladrido de un perro y a continuación un grito de agonía, junto con un gruñido horrible que causaba espanto escuchar. Un hombre de edad avanzada, con el rostro colorado y las piernas temblorosas, llegó tambaleándose por una puerta lateral.
––¡Dios mío! ––exclamó––. ¡Alguien ha soltado al perro, y lleva dos días sin comer! ¡Deprisa, deprisa, o será demasiado tarde!
Holmes y yo nos abalanzamos fuera y doblamos la esquina de la casa, con Toller siguiéndonos los pasos. Allí estaba la enorme y hambrienta fiera, con el hocico hundido en la garganta de Rucastle, que se retorcía en el suelo dando alaridos. Corrí hacia ella y le volé los sesos. Se desplomó con sus blancos y afilados dien-tes aún clavados en la papada del hombre. Nos costó mucho trabajo separarlos. Llevamos a Rucastle, vivo, pero horriblemente mutilado, a la casa, y lo tendimos sobre el sofá del cuarto de estar. Tras enviar a Toller, que se había despejado de golpe, a que informara a su esposa de lo sucedido, hice lo que pude por aliviar su dolor. Nos encontrábamos todos reunidos en torno al herido cuando se abrió la puerta y entró en la habita-ción una mujer alta y demacrada.
––¡Señora Toller! ––exclamó la señorita Hunter.
––Sí, señorita. El señor Rucastle me sacó de la bodega cuando volvió, antes de subir a por ustedes. ¡Ah, señorita! Es una pena que no me informara usted de sus planes, porque yo podía haberle dicho que se mo-lestaba en vano.
––¿Ah, sí? ––dijo Holmes, mirándola intensamente––. Está claro que la señora Toller sabe más del asun-to que ninguno de nosotros.
––Sí, señor. Sé bastante y estoy dispuesta a contar lo que sé.
––Entonces, haga el favor de sentarse y oigámoslo, porque hay varios detalles en los que debo confesar que aún estoy a oscuras.
––Pronto se lo aclararé todo ––dijo ella––. Y lo habría hecho antes si hubiera podido salir de la bodega. Si esto pasa a manos de la policía y los jueces, recuerden ustedes que yo fui la única que les ayudó, y que también era amiga de la señorita Alice.
»Nunca fue feliz en casa, la pobre señorita Alice, desde que su padre se volvió a casar. Se la menospre-ciaba y no se la tenía en cuenta para nada. Pero cuando las cosas se le pusieron verdaderamente mal fue después de conocer al señor Fowler en casa de unos amigos. Por lo que he podido saber, la señorita Alice tenía ciertos derechos propios en el testamento, pero como era tan callada y paciente, nunca dijo una pala-bra del asunto y lo dejaba todo en manos del señor Rucastle. Él sabía que no tenía nada que temer de ella. Pero en cuanto surgió la posibilidad de que se presentara un marido a reclamar lo que le correspondía por ley, el padre pensó que había llegado el momento de poner fin a la situación. Intentó que ella le firmara un documento autorizándole a disponer de su dinero, tanto si ella se casaba como si no. Cuando ella se negó, él siguió acosándola hasta que la pobre chica enfermó de fiebre cerebral y pasó seis semanas entre la vida y la muerte. Por fin se recuperó, aunque quedó reducida a una sombra de lo que era y con su precioso cabello cortado. Pero aquello no supuso ningún cambio para su joven galán, que se mantuvo tan fiel como pueda serlo un hombre.
––Ah ––dijo Holmes––. Creo que lo que ha tenido usted la amabilidad de contarnos aclara bastante el asunto, y que puedo deducir lo que falta. Supongo que entonces el señor Rucastle recurrió al encierro.
––Sí, señor.
––Y se trajo de Londres a la señorita Hunter para librarse de la desagradable insistencia del señor Fowler.
––Así es, señor.
––Pero el señor Fowler, perseverante como todo buen marino, puso sitio a la casa, habló con usted y, mediante ciertos argumentos, monetarios o de otro tipo, consiguió convencerla de que sus intereses coinci-dían con los de usted.
––El señor Fowler es un caballero muy galante y generoso ––dijo la señora Toller tranquilamente.
––Y de este modo, se las arregló para que a su marido no le faltara bebida y para que hubiera una escale-ra preparada en el momento en que sus señores se ausentaran.
––Ha acertado; ocurrió tal y como usted lo dice.
––Desde luego, le debemos disculpas, señora Toller ––dijo Holmes––. Nos ha aclarado sin lugar a dudas todo lo que nos tenía desconcertados. Aquí llegan el médico y la señora Rucastle. Creo, Watson, que lo mejor será que acompañemos a la señorita Hunter de regreso a Winchester, ya que me parece que nuestro locus stand¡ es bastante discutible en estos momentos.
Y así quedó resuelto el misterio de la siniestra casa con las hayas cobrizas frente a la puerta. El señor Ru-castle sobrevivió, pero quedó destrozado para siempre, y sólo se mantiene vivo gracias a los cuidados de su devota esposa. Siguen viviendo con sus viejos criados, que probablemente saben tanto sobre el pasado de Rucastle que a éste le resulta difícil despedirlos. El señor Fowler y la señorita Rucastle se casaron en Sout-hampton con una licencia especial al día siguiente de su fuga, y en la actualidad él ocupa un cargo oficial en la isla Mauricio. En cuanto a la señorita Violet Hunter, mi amigo Holmes, con gran desilusión por mi parte, no manifestó más interés por ella en cuanto la joven dejó de constituir el centro de uno de sus pro-blemas. En la actualidad dirige una escuela privada en Walsall, donde creo que ha obtenido un considerable éxito.

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