.

.

domingo, 10 de octubre de 2010

LA MUÑECA DE LA MODISTA -- Agatha Christie









LA MUÑECA DE LA MODISTA



Agatha Christie


La muñeca descansaba en la gran silla tapizada de terciopelo. No había mucha luz en la estancia, pues el cielo de Londres aparecía oscuro. En la suave y gris penumbra se mezclaban los verdes de las cortinas, tapices, tapetes y alfombras. La muñeca, cuya cara semejaba una mascarilla pintada, yacía sobre sus ropas y gorrito de terciopelo verde. No era la clásica que acunan en sus bracitos las niñas. Era un antojo de mujer rica, destinada a lucir junto al teléfono, o entre los almohadones de un diván. Y así permanecía nuestra muñeca, eternamente fláccida, a la vez que extrañamente viva.
Sybil Fox se apresuraba en terminar el corte y preparación de un modelo. De modo casual sus ojos se detuvieron un momento en la muñeca, y algo extraño en ella captó su interés. No obstante, fue incapaz de saber qué era, y en su mente se abrió una preocupación más positiva.
«¿Dónde habré puesto el modelo de terciopelo azul? —se preguntó—. Estoy segura de que lo tenía aquí mismo.»
Salió al rellano y gritó:
—¡Elspeth! ¿Tienes ahí el modelo azul? La señora Fellows está al llegar.
Volvió a entrar y encendió las lámparas. De nuevo miró la muñeca.                                                  —Vaya, ¿dónde diablos estará...? ¡Ah aquí!
Recogía el modelo cuando oyó el ruido peculiar del ascensor que se detenía en el rellano, y, al momento, la señora Fellows entró acompañada de su pekinés, que bufaba alborotador, como un tren de cercanías al aproximarse a una estación pueblerina.
—Vamos a tener aguacero —dijo la dama—. Y será un señor «aguacero».
Se quitó de un tirón los guantes y el abrigo de piel.
Entonces entró Alicia Coombe, como siempre hacia cuando llegaban clientes especiales, y la señora Fellows lo era.
Elspeth, la encargada del taller, bajó con el vestido y Sybil se lo puso a la señora Fellows.
—Bien —dijo Sybil—. Le cae estupendo. Es un color maravilloso, ¿no le parece?
Alicia Coombe se recostó en su silla, estudiando el modelo.
—Sí —exclamó—. Es bonito. Realmente es todo un éxito.
La señora Fellows se volvió de medio lado y se miró al espejo.
—Desde luego, sus vestidos hacen algo en la parte baja de mi espalda.
—Está usted mucho más delgada que tres meses atrás —aseguró Sybil.
—No —dijo ella—, si bien es cierto que lo parezco. En realidad esa sensación la producen sus modelos. Disimulan muy bien mis caderas —suspiró mientras se alisaba las protuberancias de su anatomía—. Siempre ha sido mi pesadilla. Durante años he intentado disimularlo atiesándome. Ahora ya no puedo hacerlo, pues tengo tanto estómago como... Tendrá usted que tener en cuenta ambas cosas, ¿podrá?
—Me gustaría que viese a otras clientes.
La señora Fellows seguía examinándose.
—El estómago es peor —dijo—. Se ve más. Claro que eso puede parecérnoslo porque al hablar con la gente les damos la cara y entonces no ven la espalda. De todos modos he decidido vigilar mi estómago y dejar que lo otro se apañe solo —Estiró un poco más el cuello para contemplarse, y exclamó de repente—: ¡Oh, esa muñeca me ataca los nervios! ¿Desde cuándo la tienen?
Sybil miró insegura a Alicia, que parecía esforzarse en recordar.                                                           
—No lo sé exactamente. Hace bastante tiempo... nunca me acuerdo de las cosas. Es terrible lo que me ocurre, sencillamente no puedo recordar! Sybil, ¿desde cuándo la tenemos?
—No lo sé.
—Es lo mismo; no se preocupen —intervino la señora Fellows—. De todos modos seguirá estropeando mis nervios. Parece vigilarnos y reírse de nosotras desde su envoltorio de terciopelo. Yo me desembarazaría de ella si fuese mía.
Dicho esto acusó un ligero estremecimiento. Luego se puso a discutir sobre detalles de costura. ¿Era evidente acortar las mangas una pulgada? ¿Y el largo? Después que fueron solucionados tan importantes puntos, la señora Fellows se vistió sus prendas y se dispuso a marcharse. Al pasar por delante de la muñeca, volvió la cabeza.
—No —dijo—. No me gusta la muñeca. Da la sensación de ser algo vivo; de ser algo que impone su presencia. No; decididamente, no me gusta.
—¿Qué quiso decir? —preguntó Sybil mientras la señora Fellows descendía las escaleras.
Antes de que Alicia pudiera contestar, la señora Fellows asomó la cabeza por la puerta.
—¡Cielos! Me olvidé de Fou-Ling. ¿Dónde estás, príncipe?
Las tres mujeres miraron a su alrededor. El pekinés se hallaba sentado junto a la silla de terciopelo verde. Sus ojos permanecían fijos en la fláccida muñeca, sin que denotase placer o resentimiento. Simplemente miraba.
—Ven aquí, tesoro de mamita.
El tesoro de mamita no hizo caso.
—Cada día se vuelve más desobediente —explicó su dueña como si alabase una virtud—. Vamos, tesorito. Cariñito.
Fou-Ling volvió la cabeza una pulgada y media hacia ella, y con manifiesto desdén continuó observando la muñeca.
—Mi pequeño Fou-Ling está muy impresionado. No recuerdo que le haya sucedido eso antes. Le ocurre lo mismo que a mí. ¿Estaba la muñeca aquí la última vez que vine?
Las dos mujeres se miraron. Sybil mantenía fruncido el ceño, y Alicia, al responder, hizo otro tanto.
—Ya le dije que... no sé, no logro acordarme de nada. ¿Cuánto hace que la tenemos, Sybil?
—¿Cómo llegó aquí? —preguntó la señora Fellows—. ¿La compraron ustedes?
—Oh, no —Alicia pareció sorprenderse ante la idea—. Oh, no. Supongo que alguien me la regalaría —Desalentada, denegó con la cabeza antes de continuar—: Resulta enloquecedor que todo se vaya de la mente cuando una intenta recordar.
—Anda, vamos; no seas estúpido, Fou-Ling. ¡Vamos, camina! Vaya, tendré que cogerte en brazos.
Y en los brazos de su dueña, Fou-Ling emitió un corto ladrido de protesta, antes de salir de la estancia con la cabeza vuelta hacia la silla.
—¡Esa muñeca rompe mis nervios! —exclamó la señora Groves.
La señora Groves era la asistenta. Había acabado de fregar el suelo, moviéndose como los cangrejos. Entonces se hallaba en pie, y con un trapo sacudía el polvo de los muebles.
—¡Qué cosa más extraña! —continuó—. Nadie advirtió su presencia hasta ayer. Y sucedió de repente, como usted misma me dijo.
—¿No le gusta? —preguntó Sybil.
—¡No! Ya lo he dicho: me rompe los nervios. Es... es antinatural, si me entiende lo que quiero decir. Sus largas piernas colgantes, el modo de yacer y la mirada astuta de sus ojos impresionan.
—Nunca se ha quejado de ella —dijo Sybil, sorprendida.
—Créame, hasta hoy me ha pasado inadvertida. Sí, ya sé que lleva tiempo aquí, pero... —enmudeció mientras en su rostro se reflejaba una expresión de miedo—. Parece una de esas criaturas terroríficas que una sueña a veces.
La señora Groves recogió sus utensilios de limpieza y se dio prisa en abandonar la salita de pruebas.
Sybil miró la muñeca y no pudo evitar una oprimente sensación inexplicable. La entrada de Alicia distrajo su atención.
—Señorita Coombe, ¿desde cuándo tiene usted esta muñeca?
—¿La muñeca? Querida, ya sabe que no recuerdo las cosas. Ayer... ¡qué absurdo! Ayer quise asistir a una conferencia y no había recorrido la mitad de la calle cuando advertí que no recordaba donde iba. Después de mucho pensar me dije que sería a casa Fortnums. Había algo que deseaba comprar allí —Se pasó la mano por la frente—. Le será difícil creerme, y, sin embargo, es verdad. Cuando tomaba el té en casa me acordé de la conferencia. Ya sé que la gente se vuelve desmemoriada con los años, pero a mí me ocurre demasiado pronto. Ahora mismo no sé dónde he puesto el bolso... y mis gafas. ¿Dónde puse las gafas? Las tenía hace un momento, ¡leía algo en el Times!
—Las gafas están en la repisa de la chimenea —dijo Sybil dándoselas—. ¿Desde cuándo está aquí la muñeca? ¿Quién se la regaló?
—Son dos respuestas en blanco. Alguien debió de enviármela supongo. Es raro, pero todos parecen extrañar su presencia aquí.
—Desde luego. Sí, resulta curioso; yo misma soy incapaz de acordarme cuando la vi por vez primera.
—No se vuelva como yo —exclamó Alicia—. Usted es joven todavía.
—Esto no remedia mi falta de memoria, señorita Coombe. Ayer, al fijarme en ella, pensé que tenía algo... algo impalpable. Creo que la señora Groves está en lo cierto. La muñeca rompe los nervios de cualquiera. Y él caso es que ayer fui consciente de que esa sensación de captar un no sé qué en la muñeca, la he sentido antes, si bien no recuerdo en qué momento. En realidad es como si nunca la hubiese visto, y de pronto descubriese su presencia, segura de conocerla hace mucho tiempo.
—Quizá un día entró volando por la ventana subida en una escoba —dijo Alicia—. Bien, el caso es que está aquí, y es nuestra. —Miró a su alrededor, antes de añadir—: No sabría imaginarme la habitación sin ella. ¿Y usted?
—Tampoco —repuso Sybil, acusando un ligero estremecimiento—. Pero me gustaría poder...
—Poder, ¿qué? —preguntó Alice.
—Imaginar la habitación sin ella.
—¡Caramba! ¡Todos se ponen tontos con la muñeca! —exclamo Alicia, no de muy buen talante—. ¿Qué hay de malo en la pobre? Bueno, quizá parezca una col marchita. No, no es eso. La veo así porque no llevo puestas las gafas—. Se las colocó sobre la nariz y miró la muñeca—: Sí, desde luego causa cierta sensación nerviosa. Tal vez sea su mirada triste, aunque burlona.
—Sorprende —dijo Sybil—, que la señora Fellows se sintiera molesta con ella, precisamente hoy.
—Es una mujer que nunca oculta lo que piensa —repuso Alicia.
—Conforme —insistió la otra—; pero lo extraño es que fuese hoy, como si antes no la hubiese visto.
—La gente suele profesar antipatías repentinas.
—Sí, es un aserto irrefutable. ¡Quién sabe! Posiblemente no estaba aquí ayer, y sea cierto que entró por la ventana como usted dijo.
—¡Oh, no, querida! —repuso Alicia—. Eso fue una broma. Yo sé que está en su silla desde hace mucho tiempo. Sólo que hasta ayer no se hizo visible.
—Sí, es una seguridad dormida en nuestro subconsciente. Desde luego hace tiempo que nos hace compañía, si bien hasta ahora no nos hemos percatado de su presencia.
—¡Oh, Sybil! ¡Olvidémoslo! Me da escalofríos. ¿Supongo que no intenta construir una historia sobrenatural, ¿verdad?
Cogió la muñeca, la sacudió, arreglo sus hombros y volvió a sentarla en otra silla. La muñeca se movió ligeramente, hasta quedar en una postura de relajamiento.
—¡Qué cosa más sorprendente! —exclamó Alicia, mirándola—. Es una cosa sin vida, y, no obstante, parece que la tiene.
—¡Me ha descompuesto! —dijo la señora Groves, mientras quitaba el polvo de la habitación destinada a exposición—. Me temo que no me quedan ganas de volver al probador.
—¿Quién la ha descompuesto? —preguntó Alice, que se hallaba sentada en un escritorio situado en un ángulo repasando varias cuentas—. Esta mujer —ahora hablaba para ella misma y no para la señora Groves—, piensa que tendrá dos vestidos de noche, tres de cocktail y otro de calle para todos los años sin pagar un solo penique.
—¿Quién ha de ser? ¡Esa muñeca! —gritó la asistenta.
—¡Vaya! ¿Otra vez la muñeca?
—¿No la ha visto sentada al pupitre que hay en el probador, como si fuera un ser humano? ¡Me descompuso!
—¿De qué habla usted, señora Groves? —preguntó Alicia.
Ésta se puso en pie, cruzó la estancia y el recibidor y penetró en el salón de pruebas. La muñeca, como si fuera de carne y hueso, permanecía sentada en una silla, arrimada al pupitre, sobre el cual descansaban sus largos y fláccidos brazos.
—Alguien ha querido gastarme una broma —dijo Alicia—. Pero hay, tanta naturalidad en ella que parece estar viva.
En aquel momento Sybil bajaba las escaleras del taller, con un vestido que debía de ser probado aquella mañana.
—Venga Sybil, y verá la muñeca sentada a mi pupitre, escribiendo cartas.
Las dos mujeres se miraron.
—Me gustaría saber quién la ha colocado ahí, ¿Fue usted?
—No —contestó Sybil—. Quizá haya sido una de las chicas.
—Una broma estúpida, de veras —se quejó Alicia.
Cogió la muñeca del pupitre y la echó encima del sofá.
Sybil colocó el vestido sobre una silla, y, luego, se fue al taller.
—¿Conocéis la muñeca de terciopelo que hay en el salón de pruebas? —preguntó.
La encargada y tres chicas alzaron la vista.
—¿Quién gastó la broma de sentarla al pupitre, esta mañana?
Las tres chicas se miraron unas a otras, y Elspeth, la encargada, exclamó sorprendida:
—¿Sentarla al pupitre? ¡Yo no!
—Ni yo —dijo una de las chicas—. ¿Fuiste tú, Marlene? 
La aludida sacudió la cabeza.
—¿No será una broma suya, Elspeth?
El aspecto sombrío de la encargada no inducía a suponerla amiga de bromas, y mucho menos cuando tenía la boca llena de alfileres.
—No, desde luego que no. Me sobra trabajo para entretenerme en jugar con muñecas.
—Bueno —intervino Sybil, a quién sorprendió el temblor de su propia voz—. Después de todo es una broma bastante simpática. Me gustaría saber quién lo hizo.
Las tres muchachas se defendieron.
—Se lo hemos dicho, señorita. Ninguna de nosotras lo hizo, ¿verdad Marlene?
—Yo no —afirmó ésta—. Y si Nillie y Margaret dicen que tampoco, pues ninguna de nosotras ha sido.
—Ya ha escuchado antes mi respuesta —dijo Elspeth—. ¿A santo de que viene todo esto? ¿No habrá sido la señora Groves?
Sybil denegó con un gesto de cabeza.
—No; ella no se hubiese atrevido; está asustada.
—Bajaré a ver la muñeca —dijo Elspeth.
—Ya no está en el mismo sitio —informó Sybil—. La señorita Coombe la quitó del pupitre y la puso en el sofá. Pero alguien tuvo que ponerla en la silla. En realidad, su aspecto es gracioso, y no comprendo por qué se oculta quien lo hizo.
—Señorita Fox; lo hemos negado dos veces —habló Margaret—. ¿Por qué se empeña en que mentimos? Ninguna de nosotras hubiera hecho una cosa tan tonta.
—Lo siento —se excusó Sybil—. No quise ofenderlas. ¿Quién pudo ser?
—Quizá fue ella sola —aventuró Marlene, que se puso a reír.
Sybil no agradeció la sugerencia.
—Está bien. Olvidemos lo sucedido —dijo antes de bajar de nuevo las escaleras.
Alicia tarareaba una cancioncilla mientras buscaba algo a su alrededor.
—He vuelto a perder mis gafas —explicó a Sybil—. No importa, en realidad no quiero ver nada en este momento. Lo malo para una persona tan ciega como yo, es que si pierde las gafas y carece de otro par de reserva, nunca logrará hallar las primeras.
—Las buscaré yo —se ofreció Sybil—. Las tenía hace un momento.
—Fui a la otra habitación cuando usted fue arriba. Quizá me las olvidé allí. Es una lata eso de las gafas. Quiero seguir con esas cuentas, ¿cómo lo haré si no las encuentro?
—Iré a su dormitorio a buscarle el otro par.
—Sólo tengo el par que uso.
—¿Qué ha hecho de las otras?
—No lo sé. Creía haberlas olvidado ayer en el restaurante. Pero me informaron por teléfono que no están allí. También llamé a dos tiendas, donde estuve de compras.
—Oh, querida; necesita tres pares.
—Sí, y entonces me pasaré la vida buscándolos. Es mejor tener un solo par.
—Bueno, en alguna parte han de estar —dijo Sybil—. No ha salido usted de estas dos habitaciones. Si no aparecen aquí, han de estar en el probador.
Sybil se encaminó a la otra sala, y tras detenida búsqueda infructuosa, se le ocurrió levantar la muñeca del sofá.
—¡Ya las tengo! —gritó.
—¿Dónde estaban Sybil?
—Debajo de nuestra preciosa muñeca. Supongo que las dejaría en el sofá al ponerla allí.
—No; estoy segura de no haberlo hecho.
—Entonces se las quitaría ella.
—¡Quién sabe! —dijo Alicia, mirando la muñeca—. Parece muy inteligente.
—No me gusta su cara —afirmó Sybil—. Da la impresión de saber algo que nosotros ignoramos.
—Su aspecto es triste y a la vez dulce —comentó Alicia.
—¡Oh! Yo no advierto la más mínima dulzura en ella.
—¿No? Quizá tenga razón. Bueno, sigamos con el trabajo. Lady Lee vendrá antes de diez minutos y quiero acabar estas facturas y mandarlas al correo.

—¡Señorita Fox! ¡Señorita Fox!
—¿Qué pasa, Margaret? ¿Qué ocurre?
Sybil cortaba una pieza de género de satén sobre la mesa de trabajo.
—¡Oh, señorita Fox! Se trata de la muñeca. Bajé el vestido castaño y vi la muñeca sentada delante del pupitre. ¡Yo no he sido, ni las otras chicas! Por favor, créame, nosotros no haríamos una cosa así.
Las tijeras de Sybil se desviaron un poco.
—¡Vaya! —exclamó enojada—. Mire lo que me ha hecho hacer. Espero que podrá arreglarse. Bueno, ¿qué pasa con la muñeca?
—Vuelve a estar sentada ante el pupitre.
Sybil bajó al probador. La muñeca se hallaba sentada al pupitre, exactamente como antes.
—Eres muy decidida, ¿eh? —dijo a la muñeca.
La cogió sin contemplaciones y la echó encima del sofá.
—¡Ese es tu sitio niña! ¡No te muevas de ahí!
Luego se encaminó a la otra estancia.
—Señorita Coombe.
—Diga. Sybil.
—Alguien nos toma el pelo. La muñeca volvía a estar sentada ante el pupitre.
—¿Quién le parece que es?
—Tiene que ser una de las tres de arriba. Seguramente lo considerará gracioso. Pero el caso es que todas juran ser inocentes.
—¿No será Margaret?
—No, no lo creo. Margaret estaba sorprendida cuando entró a decírmelo. En todo caso será esa burlona de Marlene.
—Sea quien fuese, hace una tontería.
—Estoy de acuerdo —dijo Sybil—. No obstante, pienso poner coto a eso.
—¿Qué hará para evitarlo?
—Ya lo verá.
Aquella noche, antes de irse, cerró con llave el probador.
—Me llevo la llave.
—Comprendo —repuso Alicia, con cierto aire de diversión—, Usted piensa que soy yo, ¿verdad? Me considera tan distraída como para sentar a la muñeca al pupitre, y que escriba en mi lugar. ¡Claro, y luego me olvido de todo!
—Está dentro de lo posible —admitió Sybil—. En realidad, sólo trato de asegurarme de que nadie repetirá la broma esta noche.


Al día siguiente lo primero que hizo Sybil fue abrir la puerta del probador y entrar dentro. La señorita Groves, manifiestamente agraviada, esperaba con la bayeta en la mano en el recibidor.
—¡Ahora veremos! —dijo Sybil.
Y lo que vio la obligó a dar un respingo.
La muñeca aparecía sentada al pupitre.
—¡Sopla! —exclamó la sirvienta detrás de Sybil—. ¡Eso sí que es misterio! Señorita Fox, se ha puesto algo pálida, como si hubiera recibido un susto. Necesita un sedante. ¿Sabe si la señorita Coombe tiene algún potingue apropiado en su dormitorio?
—Gracias; no lo necesito. Me encuentro bien.
Entonces cogió la muñeca.
—Alguien ha vuelto a gastarnos la misma broma —exclamó la señora Groves.
—No comprendo cómo ha podido ser —repuso Sybil—. Cerré con llave anoche. ¡Nadie pudo entrar!
—Puede que alguien tenga otra llave —aventuró la asistenta.
—No lo creo. Nunca nos hemos molestado en cerrar el probador. La llave de esta puerta es antigua y sólo hay una.
—Quizá encaje la de otra puerta, la de enfrente, por ejemplo.
Probaron todas las llaves; pero ninguna abría la puerta del probador.
—Es raro, señorita Coombe —aseguró Sybil más tarde, mientras comían juntas.
En los ojos de la señorita chispeaba la diversión que todo aquello le producía.
—Querida —le contestó—. Opino que es algo extraordinario. Deberíamos escribir al departamento de psiquiatría. Quien sabe, quizá se le ocurra enviarnos un especialista... un médium, o algo parecido, con el fin de comprobar qué hay de especial en el cuarto.
—Parece ser que no le preocupa.
—Tiene razón. En cierto modo, disfruto. A mi edad resulta divertido que ocurran cosas extrañas, inexplicables y misteriosas. Claro que... —se quedó pensativa un momento—. No; no creo que me guste. Bien, tendremos que admitir que la muñeca se toma muchas libertades, ¿no le parece?
Aquella noche Sybil y Alicia volvieron a cerrar con llave la puerta.
—Sigo creyendo en que alguien se divierte con esta clase de bromas —afirmó decidida Sybil—. Si bien no comprendo por qué...
Alice la interrumpió al preguntarle:
—¿Cree que volveremos a encontrarla mañana sentada al pupitre?
—Me temo que así sea.



Se equivocaron. La muñeca no estaba al pupitre, pero sí en el alféizar de la ventana, mirando la calle. Y de nuevo les sorprendió la extraordinaria naturalidad de su posición.
—¡Qué cosa más ridícula! —comentó Alicia mientras tomaban una taza de té aquella tarde.
Las dos mujeres habían estado de acuerdo en tomar el té en la salita del despacho de Alicia, en vez de hacerlo como siempre, en el probador.
—¿Ridículo en qué sentido?
—Me refiero a esa tonta preocupación que nos embarga, sólo porque una muñeca cambia de posición y lugar.
Pero si hasta entonces los movimientos de la muñeca parecían realizarse de noche, días después también se observaban a cualquier hora. Así, cada vez que entraban en el probador aunque hubieran estado ausentes unos minutos, la encontraban en distinta postura o sitio. A veces quedaba en el sofá y aparecía en una silla, otras en el alféizar, o bien junto al pupitre.
—Se traslada a su antojo —dijo Alicia—. Y creo, Sybil, que eso le divierte.
Las dos mujeres miraban la figura inerte y fláccida de blando terciopelo, con su cara de seda pintada.
—Sólo unos trozos de terciopelo, seda y algo de pintura, eso es lo que es —comentó Alicia—. Podríamos... bueno, creo que podríamos deshacernos de ella.
—¿Cómo?
—Pongámosla en el fuego. Sería una ceremonia semejante a la cremación de una bruja. También podemos tirarla al cubo de la basura.
—Lo último no daría resultado. Seguro que alguien la sacaría para devolvérnosla.
—¿Y si la enviásemos a una de esas sociedades que tantas veces nos piden cosas para sus tómbolas o subastas? Me parece que ésta sería una buena idea.
—No sé... no sé... —Sybil denotaba duda y preocupación—. Tampoco me ofrece confianza.
—¿Por qué?
—Temo que volvería.
—¿Que volvería con nosotras?
—Sí.
—¿Quiere usted decir que haría lo mismo que una paloma mensajera?
—Sí.
—¿No estaremos perdiendo la cabeza? —preguntó Alicia—. Quizá sí, quizá yo me he chiflado y usted se divierte a costa mía.
—No, no eso no. Sin embargo, me siento presa de una desagradable sensación, como si ella fuera demasiado fuerte para nosotras.
—¿Qué dice? ¿Esa masa de harapos?
—Sí, esa horrible masa fláccida de harapos. ¿No lo ve? ¡Es tan decidida!
—¿Decidida?
—Hace lo que le da la gana. Se comporta como si esta habitación le perteneciera en exclusiva.
—Sí —dijo Alicia, mirando a su alrededor—. En realidad, siempre ha sido su habitación. Se me ocurrió que hacía juego con los colores que predominan —y añadió con mayor viveza—: Pero resulta absurdo que una muñeca se adueñe de una estancia. Y lo malo no es eso; lo malo es que la señora Graves se niega a entrar para hacer la limpieza.
—¿Se niega porque le asusta la muñeca?
—No. Simplemente da una u otra excusa —en su voz había pánico al continuar—: ¿Qué haremos, Sybil? ¡Acabara conmigo! No he logrado diseñar nada desde hace varias semanas.
—¡Oh! Yo tampoco logro fijar la mente cuando trabajo —confesó Sybil—. Y eso hace que cometa errores imperdonables. Quizá... —dudó un momento antes de proseguir—, quizá la idea de escribir al centro de investigación psíquica fuese una solución.
—¡Nos creerían un par de locas! —exclamó Alicia—. No lo dije en serio. No; decididamente, no. Seguiremos así hasta que...
—¿Hasta qué...?
—¡Oh, no lo sé! —la risa de Alicia sonó insegura.
Al día siguiente Sybil encontró la puerta del probador cerrada con llave.
—Señorita Coombe, ¿tiene la llave? ¿La cerró usted anoche?
—Sí, la cerré y ya va a permanecer así.
—¿Qué quiere usted decir?
—Sencillamente: que renuncio a esa habitación. ¡Que se la quede la muñeca! No necesitamos esa estancia. Probaremos aquí.
—Pero esta es su salita despacho.
—No importa.
—¿De veras no entrará más en el probador? —preguntó Sybil incrédula.
—¡Exacto!
—Pero, ¿y la limpieza? Se pondrá horrible de suciedad.
—¡Qué se ponga! Si el probador se ha convertido en lugar privado de una muñeca, pues... ¡para ella! Eso sí, que se limpie la habitación —y añadió—: Nos odia, ¿no lo sabe?
—¿Qué dice? —preguntó asombrada Sybil—. ¿Qué la muñeca nos odia?
—Sí. ¿No se ha percatado de ello al mirarla?
—Creo que sí —comentó pensativa, Sybil—. Creo que sí lo advertí. Hace mucho tiempo que tengo la sensación de que nos odia y quiere echarnos de allí.
—Es muy cruel —aseguró Alicia—. Bueno, desde ahora podrá vivir satisfecha.



Durante algunos días hubo paz en el taller de modistas. Alicia explicó al resto del personal que había renunciado temporalmente al probador, pues eran demasiadas habitaciones para limpiar todos los días.
Eso no evitó que aquella misma tarde una de las obreras dijese a otra compañera:
—Realmente está ida la señorita Coombe. Siempre me pareció algo rara; sobre todo cuando pierde las cosas y las olvida. Ahora se pasa de la raya. ¡Mira que tenerle ojeriza a la muñeca!
—¿No temes que se vuelva loca —preguntó la otra—, y un mal día nos apuñale, o intente algo parecido?
Alicia, que las oyó, sentóse indignada en su silla. «¿Qué yo estoy ida?» —se preguntó—. Luego, furiosa, dijo en voz alta:
—En realidad, si no fuera por Sybil, creería que es verdad. Ella y la señora Groves temen como yo, que hay algo en la muñeca.
Tres semanas más tarde Sybil dijo a Alicia:
—Es necesario que entremos en el probador.
—¿Para qué?
—Debe hallarse muy sucio. Además, las polillas atacarán cuanto hay allí dentro. Sería mejor barrer y quitar el polvo, y luego cerrar de nuevo.
—Prefiero que siga como está antes de entrar otra vez.
—Es usted más supersticiosa que yo —dijo Sybil.
—Eso parece —contestó Alicia—. En cierto modo, al principio me divertía. Sin embargo, bien se ve que soy más crédula que usted. Realmente estoy asustada, y prefiero no entrar en esa habitación.
—En tal caso, entraré sola —afirmó Sybil.
—Muy bien. Pero confiese que lo hace por simple curiosidad.
—Tiene usted razón. Me siento curiosa. Quiero ver qué ha hecho la muñeca.
—Sería mejor no molestarla. Desde que la dejamos sola parece estar satisfecha. ¿Para qué perturbar su tranquilidad? —Alicia suspiró hondamente—. ¡Qué bobadas decimos!
—¿Seguro que son bobadas? En todo caso es ella quien nos obliga a decirlas. Y... ¡déme la llave!
—¡Está bien; está bien!
—¿Teme que salga de la habitación o algo parecido? Si es capaz de eso, también podría atravesar puertas y ventanas.
Sybil abrió el probador.
—¡Qué cosa más extraña! —dijo.
—¿Qué pasa? preguntó Alicia, mirando por encima del hombro de Sybil.
—Apenas hay polvo. Y, lógicamente, después de tan tiempo tendría que haberlo.
—Sí, es raro.
—¡Mírela! —invitó Sybil.
La muñeca se hallaba en el sofá. En vez de fláccida, aparecía erguida con un cojín detrás de ella, mostrando ese aire inconfundible de quien se sabe dueña y señora de su casa. Por su actitud, cualquiera hubiese creído que esperaba visita.
—Ya lo ve —dijo Alicia—. Parece encontrarse en su hogar. Casi siento la necesidad de pedir excusas.
—Vámonos.
Sybil volvió a cerrar la puerta.
Las dos mujeres se miraron, visiblemente temerosas.
—Me gustaría saber por qué nos asusta tanto —dijo Alicia.
—¡Cielos! ¿y quién no se asustaría? —preguntó la otra.
—Bueno, pero después de todo, ¿qué es lo que sucede? ¡Nada; absolutamente nada! Sólo se trata de una especie de marioneta que se mueve a su antojo por la habitación.
—¿Y si no es ella? ¿Y si fuera obra de un prestidigitador?
—¡Quién lo sabe!
—No, seguro que no es eso. Es... la muñeca.
—¿Está segura de que ignora su procedencia, señorita Coombe?
—No tengo ni la menor idea. Y cuanto más lo pienso, más me afianzo en la creencia de que ni la compré ni me la regalaron. Para mí, es que vino sola.
—¿Y se irá algún día del mismo modo que vino?
—¿Por qué ha de irse? Ha logrado cuanto deseaba.
Sin embargo, la muñeca no debía de haber conseguido cuanto deseaba. Pues, al día siguiente, Sybil, al entrar en el salón de exposiciones, se quedó con la boca abierta. Luego gritó por el hueco de las escaleras.
—¡Señorita Coombe! ¡Señorita Coombe; baje en seguida!
—¿Qué ocurre?
Alicia, que se había levantado tarde, descendió cojeando pues sentía dolor reumático en la rodilla derecha.
—¿Qué pasa, Sybil?
—¡Véalo usted misma!
Desde el umbral del salón, Alicia contempló la muñeca, que aparecía sentada en un sillón, tranquilamente apoyada contra el brazo del mismo.
—Ha salido —susurró Sybil—. Se ha salido del probador. Seguro que ahora quiere adueñarse de este salón.
Alicia se sentó junto a la puerta.
—No me extrañaría que piense en quedarse con todas las dependencias.
—Podría ser —dijo Sybil.
—¡Desagradable y perversa muñeca! —gritó Alicia—. ¿Por qué nos fastidias? ¡No te queremos!
Tanto ella como Sybil creyeron percibir que se movía. Fue algo parecido a un relajamiento de sus miembros de trapo. El largo brazo que descansaba en el sofá, medio le ocultaba el rostro, como si las observase astuta y maliciosamente.
—¡Criatura horrible! —volvió a-gritar Alicia—. ¡No puedo soportarte! ¡No puedo soportarte más!
Su acción sorprendió a Sybil. Corrió al interior de la estancia, cogió la muñeca, se fue a la ventana, la abrió y tiró el manojo de trapos a la calle.
Sybil, asustada, no pudo reprimir un grito:
—¡Alicia! ¿Qué ha hecho? Estoy segura de que no debió hacerlo.
Luego se unió a ella en la ventana. Sobre el pavimento, la muñeca yacía boca abajo.
—¡La ha matado! —dijo entrecortadamente Sybil.
—¡No sea absurda! ¿Cómo puedo matar una cosa de terciopelo y seda?
—Es horriblemente real —murmuró Sybil.
—¡Cielos! Aquella niña...
Una niña de corta edad, mal vestida, se paró junto a la muñeca en la acera. Miró arriba y abajo de la calle, que apenas tenía tránsito en aquella hora de la mañana, si bien pasaban algunos coches; luego, como satisfecha de su inspección, recogió la muñeca y echó a correr.
—¡Párate! ¡Párate! —gritó Alicia.
Ésta se volvió a Sybil.
—¡Esa niña no debe llevarse la muñeca! ¡No debe! Esa muñeca es peligrosa... Tenemos que evitarlo.
En aquel momento tres taxis circulaban por una dirección y dos camiones por la otra. La niña tuvo que detenerse en una isla en el centro de la calzada. Sybil bajó presurosa las escaleras, seguida de Alicia. Sortearon un par de vehículos, y, al fin, llegaron a la isla antes de que la niña cruzase al lado opuesto.
—No puedes llevarte esa muñeca —dijo Alicia—. Devuélvemela.
La niña, delgada, de unos ocho años y algo bizca, la miró desafiadora.
—¿Por qué tengo que dársela? Usted la tiró por la ventana, ¿no? Yo vi como lo hacía. Si usted la tiró por la ventana es que no la quiere. ¡Ahora es mía!
—Te compraré otra —ofreció Alicia—. Iremos a la tienda de juguetes que tú digas, y te compraré la mejor muñeca que tengan. Pero devuélveme ésta.
—¡No!
La niña estrechó protectoramente en sus brazos a la muñeca de terciopelo.
—Tienes que devolvérsela —dijo Sybil—. No es tuya.
Quiso arrebatársela, pero la pequeña dio una patada en el suelo, y les gritó:
—¡No! ¡No! ¡No! Es bien mía. La quiero. Ustedes no la quieren. La odian. Si no la odiaran no la hubieran tirado por la ventana. Yo la quiero, y eso es lo que ella necesita; que la amen.
Luego se deslizó como una anguila entre los vehículos y cruzó la calle, siguió por una callejuela, y desapareció antes de que las dos mujeres se atreviesen a cruzar.
—Se ha ido —exclamó Alicia desalentada.
—La muñeca necesita que la amen —repitió Sybil.
—Puede que sea verdad. Quizá sea cuanto quiso la pobre; ser amada.
En el centro de una calle londinense, dos mujeres se miraron asustadas.

FIN

El canto del cisne -- Agatha Christie




El canto 
del cisne 



Agatha Christie 





Eran las once de una mañana de mayo en Londres. El señor Cowan 
estaba mirando por la ventana, de espaldas a un magnífico salón de 
una suite del Hotel Ritz. La suite en cuestión había sido reservada 
para madame Paula Nazorkoff, la famosa cantante de ópera que 
acababa de llegar a Londres. El señor Cowan, que era el 
representante de madame, estaba esperando para entrevistarse con 
ella. Al abrirse la puerta, volvió rápidamente la cabeza, pero era sólo 
la señorita Read, la secretaria de madame Nazorkoff, una joven 
pálida pero muy eficiente, quien entraba. 

—¡Oh, es usted querida! —le dijo el señor Cowan—. ¿Madame no se 
ha levantado todavía? 

La señorita Read meneó la cabeza. 

—Me dijo que viniera a eso de las diez —dijo el señor Cowan—. Llevo 
esperando casi una hora. 

No demostró ni resentimiento ni sorpresa. El señor Cowan estaba 
acostumbrado a las extravagancias de un temperamento artístico. Era 
un hombre alto, bien afeitado, con un esqueleto demasiado bien 
cubierto y ropas impecables. Sus cabellos eran negros y brillantes y 
sus dientes de un blanco agresivo. Cuando hablaba tenía la 
costumbre de arrastrar las «eses», cosa que si no era precisamente 
un defecto, se acercaba mucho. En aquel momento se abrió una 
puerta al otro lado de la habitación y entró apresuradamente una 
joven francesa. 

—¿Se ha levantado ya madame? —le preguntó Cowan esperanzado— 
Dígame qué noticias hay, Elisa. 

Elisa se llevó ambas manos a la cabeza. 

—¡Esta mañana está como diecisiete demonios juntos, nada le 
complace! Las preciosas rosas amarillas que monsieur le envió 
anoche, dice que estaban bien para Nueva York, pero que es una 
imbecilidad enviárselas en Londres. Dice que aquí tienen que ser 
rojas, y acto seguido abre la puerta y arroja las rosas amarillas al 
pasillo en el momento en que pasaba un monsieur tres comme il faut, 
un militar, según creo, y el pobre está justamente indignado por el 
hecho. 

Cowan enarcó las cejas, pero no dio otras pruebas de emoción. 
Luego, sacando un librito de notas de su bolsillo escribió en él: «rosas 
rojas». 

Elisa volvió a salir por la otra puerta y Cowan regresó de nuevo junto 
a la ventana. Vera Read, sentándose ante el escritorio, empezó a 
abrir cartas y clasificarlas. Transcurrieron diez minutos en silencio y al 
fin abrióse la puerta del dormitorio y Paula Nazorkoff hizo aparición 
en el saloncito. El efecto inmediato fue que éste pareciera más 
reducido, Vera Read más pálida y que Cowan se convirtiera en una 
mera figura decorativa. 

—¡Aja! ¡Hijos míos! —dijo la prima donna—. ¿No soy puntual? 

Era una mujer de gran estatura y, para ser cantante, no demasiado 
gruesa. Sus brazos y piernas seguían siendo esbeltos y su cuello era 
una hermosa columna. Sus cabellos, que llevaba sujetos en un moño, 
tenían un color rojo oscuro brillante y si debían su color a la 
cosmética el resultado no era menos efectivo. Ya no era una mujer 
joven, por lo menos tendría cuarenta años, pero las líneas de su 
rostro no perdieron encanto, a pesar de las arrugas y bolsas que 
circundaban sus ojos, oscuros y llameantes. Tenía la risa de un niño, 
la digestión de un avestruz, el temperamento de una fiera, y se la 
conocía como la mejor soprano dramática de sus tiempos. Volvióse 
para dirigirse a Cowan. 

—¿Ha hecho lo que le pedí? ¿Se ha llevado ese abominable piano 
inglés para arrojarlo al Támesis? 

—Tengo otro para usted —dijo Cowan, indicando con un gesto el 
rincón donde estaba. 

La cantante corrió hacia él y alzó la tapa. 

—Un «Erard» —dijo— esto es otra cosa. Probemos. 

La hermosa voz de soprano desgranó un arpegio y luego subió y bajó 
toda la escala de voces, luego se elevó suavemente hasta alcanzar 
una nota alta, la sostuvo, aumentándola paulatinamente de volumen, 
luego volvió a suavizarla hasta que murió en la nada. 

—¡Ah! —dijo Paula Nazorkoff con ingenua satisfacción—. ¡Qué voz 
más hermosa tengo! Incluso en Londres mi voz es hermosa. 

—Cierto —convino Cowan de corazón—. Y apuesto a que Londres se 
rendirá a sus pies, igual que Nueva York. 

—¿Usted cree? —preguntó la cantante. 

Había una ligera sonrisa en sus labios y era evidente que su pregunta 
era un mero comentario. 

—Seguro —dijo Cowan. 

Paula Nazorkoff cerró el piano y dirigióse a la mesa con el andar 
ondulante que tanto resultaba en la escena. 

—Bien, bien —dijo—. Hablemos de negocios. ¿Lo tiene todo 
arreglado, amigo mío? 

Cowan sacó unos papeles de la cartera que dejara sobre una silla. 

—No se ha cambiado gran cosa —observó—. Cantará cinco veces en 
el Covent Garden, tres veces Tosca y dos Aida. 

—¡Aida! Bah —dijo la prima donna—; será un aburrimiento 
insoportable, Tosca es distinta. 

—Ah, sí —replicó Cowan—. Tosca es su papel. 

Paula Nazorkoff se irguió. 

—Soy la mejor Tosca del mundo —dijo sencillamente. 

—Eso es —convino Cowan—. Nadie puede igualarla. 

—Supongo que Roscari hará de «Scarpia»... 

Cowan asintió. 

—Y Emilio Lippi. 

—¿Qué? —gritó la cantante—. Lippi, esa rana asquerosa... croac... 
croac... croac. No cantaré con él, le morderé... le arañaré la cara. 

—Vamos, vamos —dijo Cowan, tranquilizándola. 

—Le digo que no sabe cantar, es un perro ladrando. 

—Bueno, veremos, veremos —dijo Cowan. Era demasiado inteligente 
para discutir con cantantes de temperamento. 

—¿Y Cavaradossi? —preguntó la cantante. 

—Hensdale, el tenor americano. 

Ella asintió. 

—Es un buen muchacho y canta muy bien. 

—Y creo que Barrere lo cantará muy bien. 

—Es un artista —replicó Paula generosamente—. ¡Pero dejar que esa 
rana croadora de Lippi cante el papel de Scarpia! Bah... yo no cantaré 
con él. 

—Déjeme a mí —dijo Cowan para tranquilizarla, y aclarando su 
garganta sacó otros papeles. 

—Estoy preparando un concierto especial en el Albert Hall. 

Paula hizo una mueca. 

—Lo sé, lo sé —dijo Cowan—; pero todo el mundo lo hace. 

—Estará bien —dijo la cantante—. Habrá un lleno hasta el techo y 
tendré mucho dinero. Ecco! 

Cowan revolvió de nuevo entre sus papeles. 

—Aquí hay una proposición completamente distinta —le dijo— de lady 
Rustonbury: quiere que vaya a su casa y cante. 

—¿Rustonbury? 

La cantante frunció el entrecejo como si se esforzara por recordar 
algo. 

—He leído ese nombre últimamente, sí, hace muy poco. Es una 
ciudad... o un pueblo, ¿verdad? 

—Eso es, un pueblo pequeño muy bonito, en Hertfordshire. Y en 
cuanto a la mansión de lord Rustonbury, el castillo de Rustonbury, es 
una auténtica fortaleza feudal, con fantasmas, retratos de 
antepasados, escaleras secretas y un teatro privado. Nadan en la 
abundancia y siempre celebran representaciones privadas. Ella 
sugiere que demos una obra completa, preferiblemente la Butterfly. 

—¿Butterfly? 

Cowan asintió. 

—Están dispuestos a pagar bien. Tendremos que dejar Covent 
Garden, naturalmente, pero a pesar de todo saldrá ganando 
económicamente. Hay que tener siempre presente a la nobleza. Será 
una magnífica propaganda. 

Madame alzó su hermosa barbilla. 

—¿Es que yo necesito propaganda? —preguntó con orgullo. 

—Nunca sobra —dijo Cowan sin acobardarse. 

—Rustonbury —murmuró la cantante—. ¿Dónde vi yo este nombre? 

Y levantándose de pronto, corrió hasta la mesa, y empezó a hojear 
una revista ilustrada que había encima. Al fin su mano se detuvo en 
una de sus páginas y luego de contemplarla regresó a su butaca con 
toda lentitud. Con uno de sus bruscos cambios de genio, ahora 
parecía una persona completamente distinta y sus ademanes eran 
muy reposados, casi austeros. 

—Dispóngalo todo para ir a Rustonbury. Me gustaría cantar allí, pero 
una condición... la ópera ha de ser Tosca. 

Cowan parecía indeciso. 

—Eso resultará bastante difícil... para una representación privada, 
compréndalo... decorados y demás. 

—Tosca, o nada. 

Cowan la miró de hito en hito y lo que vio le dejó convencido, pues 
haciendo una breve inclinación de cabeza en señal de asentimiento, 
se puso en pie. 

—Veré si puedo arreglarlo —dijo con calma. 

Paula Nazorkoff también se levantó y por una vez parecía deseosa de 
explicar su decisión. 

—Es mi mejor papel, Cowan. Puedo cantarlo como ninguna mujer lo 
ha cantado jamás. 

—Es una partitura muy bonita —le dijo Cowan—. Jeritza tuvo un gran 
éxito con ella el año pasado. 

—¿Jeritza? —exclamó la cantante enrojeciendo mientras expresaba la 
opinión que le merecía. 

Cowan, acostumbrado a oír la opinión que unas cantantes tienen de 
otras, distrajo su atención, hasta que Paula hubo terminado y 
entonces dijo, obstinado: 

—De todas maneras, canta «Vissi d'Arte» tendida sobre su estómago. 

—¿Y por qué no? —preguntó Paula Nazorkoff—. ¿Quién va a 
impedírselo? Yo lo cantaré tumbada de espaldas y haciendo la 
bicicleta con las piernas en el aire. 

Cowan meneó la cabeza con perfecta seriedad. 

—No creo que eso convenza a nadie —le dijo. 

—Nadie puede cantar «Vissi d'Arte» como yo —dijo Paula Nazorkoff 
en tono confidencial—. Yo lo canto con la voz del convento... como 
las buenas monjas me enseñaron a cantar años y años. Con la voz de 
un niño, o de un ángel, sin sentimientos, sin pasión. 

—Lo sé —le dijo Cowan de corazón—. La he oído a usted y es 
maravillosa. 

—Esto es arte —continuó la prima donna—, pagar el precio, sufrir, 
perseverar, y al final no sólo haberlo aprendido todo, sino tener 
también el poder de volver atrás, de tornar al principio y recuperar la 
belleza perdida, y el corazón de un niño. 

Cowan la miraba intrigado. Ella tenía los ojos fijos en el vacío con una 
extraña mirada ausente, que le produjo una sensación desagradable. 
Sus labios se entreabrieron y susurró unas palabras que él apenas 
pudo entender. 

—Al fin —murmuró—. Al fin... después de tantos años. 



II 



Lady Rustonbury era una mujer ambiciosa y a la vez amiga del arte, 
que compaginaba ambas cualidades con éxito completo. Tenía la 
suerte de que a su marido no le preocupasen ni la ambición ni el arte, 
y por lo tanto no la estorbaba en ningún sentido. El conde Rustonbury 
era un hombre corpulento, a quien sólo interesaban las carreras de 
caballos. Admiraba a su esposa, sentíase orgulloso de ella y se 
alegraba de que su inmensa fortuna le permitiera poner en práctica 
sus placeres. El teatro particular había sido construido hacía más de 
cien años, por su abuelo. Era el juguete preferido de lady 
Rustonbury... donde había ofrecido ya un drama de Ibsen y una obra 
de la escuela ultra-moderna, a base de divorcios y drogas, y también 
una fantasía poética con un decorado cubista. La próxima 
representación de Tosca había despertado gran interés. Lady 
Rustonbury tenía la casa llena de distinguidos invitados, y el «todo 
Londres» pensaba acudir en sus automóviles. 

Madame Nazorkoff y su acompañante habían llegado poco antes de la 
comida. El nuevo y joven tenor americano Hensdale, iba a cantar 
Cavaradossi, y Roscari, el famoso barítono italiano, haría el papel de 
Scarpia. Los gastos de la representación habían sido enormes pero a 
nadie le importaba. Paula Nazorkoff estaba del mejor humor y así 
resultaba encantadora, graciosa y cosmopolita. Cowan estaba 
agradablemente sorprendido y rezaba para que continuase aquel 
estado de cosas. 

Después de comer, la compañía fue al teatro para inspeccionar el 
escenario. La orquesta estaba bajo la dirección de Samuel Ridge, uno 
de los más famosos directores ingleses. Todo iba sobre ruedas y por 
extraño que parezca, aquello preocupó al señor Cowan. Se 
encontraba más a gusto en un ambiente turbulento y aquella paz 
desacostumbrada le inquietaba. 

—Todo va demasiado bien —murmuró el señor Cowan para sus 
adentros—. Madame está como un gato que se ha hartado de crema 
y eso es demasiado bueno para ser verdad. Algo tiene que ocurrir. 

Quizá debido a su largo contacto con el mundo de la ópera, el señor 
Cowan había desarrollado un sexto sentido y cierto que sus 
pronósticos eran justificados. Eran poco antes de las siete de aquella 
tarde cuando Elisa, la doncella francesa, fue a buscarle corriendo con 
aspecto preocupado. 

—Ah, señor Cowan, venga en seguida, le suplico que venga de prisa. 

—¿Qué ocurre? —preguntó con ansiedad—. Madame se ha disgustado 
por algo... ha armado un alboroto, ¿verdad? 

—No, no es madame, sino el signore Roscari, está enfermo... ¡se 
muere! 

—¿Que se muere? ¡Oh, vamos! 


Cowan corrió tras ella mientras le conducía al dormitorio del italiano. 
El pobre hombre estaba tendido en la cama, o mejor dicho, 
retorciéndose presa de convulsiones que hubieran resultado cómicas, 
de haber sido menos graves. Paula Nazorkoff hallábase inclinada 
sobre él y saludó a Cowan con ademán imperioso. 

—¡Ah! Ya está usted aquí. Nuestro pobre Roscari sufre horriblemente. 
Sin duda ha comido algo que le ha hecho daño. 

—Me muero —gimió el barítono—. El dolor... es terrible. ¡Oh! 

Y volvió a contorsionarse llevándose ambas manos al estómago, 
mientras rodaba por la cama. 

—Hay que avisar a un médico —dijo Cowan. 

Paula le detuvo cuando él se dirigía a la puerta. 

—El doctor ya está en camino y hará todo lo que esté en su mano por 
este pobre doliente, todo está ya preparado, pero nadie conseguirá 
que Roscari pueda cantar esta noche. 

—Nunca volveré a cantar, me estoy muriendo — gimió el italiano. 

—No, no se morirá usted —dijo Paula—. No es más que una 
indigestión, pero de todas formas es imposible que cante esta noche. 

—Me han envenenado. 

—Sí, es la ptomaína no cabe duda —dijo Paula—. Quédese con él, 
Elisa, hasta que llegue el médico. 

La cantante se llevó a Cowan fuera de la habitación. 

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó. 

Cowan meneó la cabeza desesperado. La hora era muy avanzada 
para que pudiera venir nadie de Londres a ocupar el puesto de 
Roscari. Lady Rustonbury, que acababa de ser informada de la 
enfermedad de su huésped, acudió corriendo por el pasillo para 
reunirse con ellos. Su principal preocupación, al igual que Paula 
Nazorkoff, era el éxito de Tosca. 

—Si hubiera otro cantante a mano —gemía la prima donna. 

—¡Ah! —lady Rustonbury lanzó un grito—. ¡Claro! Breón. 

—¿Breón? 

—Sí, Eduardo Breón, ya sabe, el famoso barítono francés. Vive cerca 
de aquí. Esta semana apareció publicada una fotografía de su casa en 
la revista semanal Casas de Campo. Es el hombre que necesitamos. 

—Es como una respuesta a nuestra plegaria —exclamó Paula 
Nazorkoff—. Breón como Scarpia... le recuerdo muy bien. Era uno de 
sus mejores papeles. Pero ahora está retirado, ¿verdad? 

—Yo lo traeré —dijo lady Rustonbury—. Déjenlo en mis manos. 

Y siendo una mujer decidida ordenó en el acto que le prepararan el 
«Hispano Suiza». Diez minutos más tarde, el retiro campestre de 
monsieur Eduardo Breón se vio invadido por una agitada condesa. 
Lady Rustonbury, una vez tomaba una decisión, era una mujer muy 
obstinada, y sin duda Breón comprendió que no le quedaba otra cosa 
que hacer sino someterse. Además, hay que confesarlo, sentía 
debilidad por las condesas. Era un hombre de origen humilde, que 
había alcanzado la cima gracias a su profesión, la cual le permitía 


codearse con duques y príncipes, cosa que siempre le satisfacía. No 
obstante, desde su retiro a aquel lugar olvidado del mundo, estaba 
descontento. Echaba de menos aquella vida de adulaciones y 
aplausos, y aquel condado inglés no le había reconocido con la 
prontitud que él hubiera esperado. Así que le halagó en extremo la 
petición de lady Rustonbury. 

—Haré todo lo que pueda —le dijo sonriente—. Como ya sabe, no he 
cantado en público desde hace mucho tiempo. Ni siquiera tengo 
discípulos, sólo uno o dos como un gran favor. Pero vaya... puesto 
que el signore Roscari se halla indispuesto... 

—Ha sido un golpe terrible —dijo lady Rustonbury. 

—No es que sea un verdadero cantante —comentó Breón. 

Y le explicó extensamente por qué no lo era. Al parecer no había 
habido ningún barítono que se distinguiese desde que se retiró 
Eduardo Breón. 

—Madame Nazorkoff hará la Tosca —dijo lady Rustonbury—. La 
conoce, ¿verdad? 

—Nunca me la han presentado —repuso Breón—. La oí cantar una vez 
en Nueva York. Una gran artista... tiene sentido del drama. 

Lady Rustonbury sintióse aliviada... nunca sabe uno a qué atenerse 
con estos cantantes... tienen tan extraños celos y antipatías. Unos 
veinte minutos más tarde volvía a entrar en el castillo con aire 
triunfal. 

—Le he traído —exclamó riendo—. El requerido señor Breón ha sido 
tan amable... nunca lo olvidaré. 







• • • 







Todos rodearon al francés y las frases de gratitud y aprecio fueron 
como incienso para él. Eduardo Breón, aunque estaba ya cerca de los 
sesenta, era todavía un hombre atractivo, alto y moreno, con una 
personalidad magnética. 

—Veamos —dijo lady Rustonbury—. ¿Dónde está madame...? ¡Oh, ahí 
está! 

Paula Nazorkoff no había tomado parte en la bienvenida general 
prodigada al artista francés. Y había permanecido sentada en una silla 
alta de roble junto a la sombra de la chimenea. Claro que no estaba 
el fuego encendido, puesto que la noche era calurosa y la cantante se 
abanicaba lentamente con un inmenso abanico hecho de palma. Tan 
ausente y apartada estaba, que lady Rustonbury temió que se 
hubiese ofendido. 

—Monsieur Breón —le condujo hasta la cantante—. Dice usted que 
nunca le han presentado a madame Nazorkoff. 


Con un último floreo del abanico que dejó a un lado, Paula Nazorkoff 
ofreció su mano al francés. Y al inclinarse éste sobre ella un ligero 
suspiro se escapó de labios de la prima donna. 

—Madame —dijo Breón—, nunca hemos cantado juntos. ¡Es uno de 
los castigos de mi edad! Pero el azar ha sido bueno conmigo y ha 
acudido en mi ayuda. 

Paula rió por lo bajo. 

—Es usted demasiado amable, monsieur Breón. Cuando era todavía 
una pobre cantante desconocida, estuve sentada a sus pies. Su 
«Rigoleto»... ¡Qué arte, qué perfección! Nadie podría igualarle. 

—¡Cielos! —exclamó Breón, simulando suspirar—. Mis días han 
terminado. Scarpia, Rigoleto, Radamés, Sharpless, cuántas veces los 
he representado, y ahora... nunca más. 

—Sí... esta noche. 

—Cierto, madame... Lo olvidaba. Esta noche. 

—Ha cantado usted muchas Toscas —le dijo la Nazorkoff con 
arrogancia—, ¡pero nunca conmigo! 

El francés se inclinó. 

—Será un honor —dijo en tono bajo—. Es un gran papel, madame. 

—Que requiere no sólo un cantante, sino una actriz —intervino lady 
Rustonbury. 

—Cierto —convino Breón—. Recuerdo que una vez en Italia, cuando 
era joven, solía ir a un teatro de Milán un poco apartado. La butaca 
me costaba sólo un par de liras, pero aquella noche oí a una cantante 
tan buena como pudiera oír en el Metropolitan Opera House de Nueva 
York. Una jovencita cantó Tosca, como un ángel. Nunca olvidaré su 
voz en «Vissi d'Arte», su claridad, su pureza. Pero carecía de fuerza 
dramática. 

Paula Nazorkoff asintió. 

—Eso se adquiere después —dijo sin alterarse. 

—Cierto. Esa joven se llamaba Bianca Capelli... y yo me interesé por 
su carrera. Gracias a mí tuvo oportunidad de mejores contratos, pero 
era tonta... lamentablemente tonta. 

Se alzó de hombros. 

—¿Por qué era tonta? 

Era Blanche Amery, la hija de veinticuatro años de lady Rustonbury 
quien había hablado. Una joven esbelta de grandes ojos azules. 

El francés volvióse cortésmente hacia ella. 

—¡Cielos! Mademoiselle se enamoró de un individuo de baja estofa, 
un rufián miembro de la Camorra. 

El se vio complicado con la policía y le condenaron a muerte; ella vino 
a suplicarme que hiciera algo por salvar a su amante. 

Blanche Amery le contemplaba interesada. 

—¿Y le ayudó usted? —preguntó sin aliento. 

—¿Qué podía hacer yo, mademoiselle? ¿Un extranjero en el país? 

—Podía tener influencias —sugirió la Nazorkoff con su voz profunda y 
vibrante. 


—De haberlas tenido, dudo que las emplease. Aquel hombre no lo 
merecía. Hice cuanto pude por la muchacha. 

Sonrió, y su sonrisa dio la impresión a la joven inglesa que ocultaba 
algo desagradable, y comprendió que en aquel momento sus palabras 
no reflejaban sus pensamientos. 

—Hizo lo que pudo por ella —dijo la Nazorkoff—. Fue muy 
amable y ella se lo agradecería, ¿verdad? 

El francés se alzó de hombros. 

—El hombre fue ejecutado —explicó—, y ella entró en un convento. 
¡Eh, voilá! El mundo ha perdido una cantante. 

Paula Nazorkoff rió por lo bajo. 

—Nosotros los rusos somos más mudables —dijo en tono ligero. 

Blanche Amery estaba mirando casualmente a Cowan cuando la 
cantante pronunció estas palabras y vio su gesto de asombro y cómo 
entreabría los labios para hablar, siendo acallado por una mirada de 
advertencia de Paula. 

El mayordomo apareció en la puerta. 

—Ya está la cena —dijo lady Rustonbury poniéndose en pie—. 
Pobrecitos, qué pena me dan ustedes, debe ser terrible pasar hambre 
antes de cantar. Pero luego se les dispondrá una espléndida cena. 

—Esperemos —dijo Paula Nazorkoff, riendo suavemente—. Hasta 
después. 








III 





En el interior del teatro, el primer acto de Tosca acababa de llegar a 
su fin. El público empezó a moverse haciendo comentarios. Sus 
majestades, encantadoras y graciosas, ocupaban tres butacas 
forradas de terciopelo de la primera fila. Todo el mundo hablaba en 
voz baja, pues la impresión general era que en el primer acto, Paula 
Nazorkoff apenas había estado a la altura de su gran fama. La 
mayoría no comprendían que en aquello la cantante demostraba su 
arte, ahorrando en el primer acto su voz y su persona. Hizo de la 
Tosca una figura frívola, ligera, jugando con el amor, coqueta, celosa 
y exigente. Breón, aunque la gloria de su voz había perdido vigor, 
todavía supo representar magníficamente al cínico Scarpia, sin que 
nada descubriera al decrépito libertino en la representación de su 
papel. Hizo de Scarpia una figura atrayente, casi benévola, dejando 
entrever ligeramente la sutil malevolencia que ocultaba su aspecto 
externo. En el último pasaje, con el órgano y la procesión, cuando 
Scarpia permanece absorto en sus pensamientos tramando un plan 
para conquistar a Tosca, Breón desplegó unas tablas maravillosas. 
Ahora el telón se alzó para dar paso al segundo acto. La escena 
ocurría en las habitaciones de Scarpia. 

Esta vez, al aparecer Tosca en escena, se hizo patente su arte 
dramático. Allí era una mujer presa de terror, y representó su papel 
con la seguridad de una actriz consumada. ¡Su saludo a Scarpia, su 
indiferencia, sus sonrisas al contestarle! En esta escena, Paula 
Nazorkoff actuaba con sus ojos, moviéndose con gran lentitud y 
dejando su rostro sonriente e impasible. Sólo sus ojos que no 
cesaban de dirigir terribles miradas a Scarpia traicionaban sus 
verdaderos sentimientos, y así fue continuando la historia, la escena 
de tortura, el derrumbamiento de la compostura de Tosca y su 
completo abandono al caer a los pies de Scarpia suplicando en vano 
su clemencia. Lord Leconmere, buen entendido en música, hizo un 
gesto de aprobación, y un embajador extranjero sentado a su lado 
murmuró: 

—Esta noche la Nazorkoff se supera a sí misma. No existe ninguna 
otra mujer que se abandone en la escena como ella. 

Leconmere asintió. 

Ahora Scarpia exige su precio y Tosca, horrorizada, corre hacia la 
ventana huyendo de él. Se oye el lejano batir de los tambores y 
Tosca se arroja desfallecida sobre el sofá. Scarpia, de pie junto a ella, 
relata cómo su gente es llevada al patíbulo... y luego silencio, y de 
nuevo el lejano batir de los tambores. La Nazorkoff continúa tendida 
en el sofá con la cabeza colgando hacia atrás, casi tocando el suelo y 
oculta por sus cabellos. Entonces, en exquisito contraste con la 
pasión violenta de los últimos veinte minutos, su voz vuelve a surgir, 


alta y pura, la voz, como dijera a Cowan, de un niño o de un ángel. 



Vissi d'arte, vissi d'amore, no feci mai male ad anima vival. 

Con man furtiva quante miseria conobbi, aiutai. 



Era la voz de un niño intrigado, o extasiado. Luego una vez más 
vuelve a arrodillarse implorante para suplicar, hasta el instante en 
que entra Spoletta. Tosca, agotada, accede, y Scarpia pronuncia las 
palabras fatales de doble sentido. Spoletta parte de nuevo, y 
entonces llega el momento dramático en que Tosca, alzando una 
copa de vino en su mano temblorosa, coge un cuchillo de encima de 
la mesa y lo oculta tras ella. 

Breón se levanta y va hacia Tosca inflamado de pasión. ¡Tosca 
finalmente mía! Los focos hicieron brillar el cuchillo mientras Tosca 
murmuraba su grito de venganza: 

—Questo e il baccio di Tosca! (Así es como besa Tosca.) 

Paula Nazorkoff nunca había representado con tal propiedad el acto 
de venganza de Tosca. El último susurro fiero Mouri dannato y luego 
con voz extraña que llenó el teatro dijo: 

—Or gli perdono! (Ahora te perdono.) 

La suave melodía fúnebre empieza a sonar mientras Tosca realiza el 
ceremonial, colocando un candelabro a cada lado de la cabeza de 
Scarpia y un crucifijo sobre su pecho, y luego se detiene largamente 
en la puerta mirando hacia atrás para contemplar su obra, mientras 
se vuelven a oír los tambores y cae el telón. 

Esta vez el público fue presa de verdadero entusiasmo, pero duró 
poco... Alguien salió de entre bastidores para hablar con lord 
Rustonbury. Este último se levantó, y después de un par de minutos 
de consulta, se volvió para llamar a sir Donald Clathorp, un médico 
eminente. Pronto circuló la verdad entre el público. Algo había 
ocurrido... un accidente... y alguien estaba gravemente herido. Uno 
de los cantantes apareció ante el telón, y explicó que el señor Breón 
había sufrido un accidente... y la ópera no podía continuar. Otra vez 
comenzaron los rumores. Breón había sido apuñalado, la Nazorkoff 
había perdido la cabeza, representando su papel tan a lo vivo que 
había apuñalado realmente al hombre que cantaba con ella. Lord 
Leconmere, mientras hablaba con su amigo el embajador, sintió que 
le tocaban en el brazo y al volverse pudo mirarse en los 
resplandecientes ojos de Blanche Amery. 

—No fue un accidente —dijo la joven—. Estoy segura de que no ha 
sido un accidente. ¿No oyó usted poco antes de cenar, esa historia 
que él contaba de una joven italiana? Esa joven era Paula Nazorkoff. 
Poco después, al decir ella que era rusa, vi que el señor Cowan se 
extrañaba. Tal vez haya adoptado un nombre ruso, pero él sabe 
perfectamente que es italiana. 

—Mi querida Blanche —dijo Leconmere. 

—Le digo que estoy segura. En su habitación tiene una revista abierta 


por la página donde aparece la fotografía de la casa de campo del 
señor Breón. Ella lo sabía antes de venir aquí. Y creo que le dio algo a 
ese pobre italiano para que se pusiera enfermo. 

—Pero, ¿por qué? —exclamó lord Leconmere—. ¿Por qué razón? 

—¿No lo comprende? Es la historia de Tosca que se repite. El quiso 
conquistarla en Italia, pero ella fue fiel a su amante, y acudió a él 
para que le salvara, y él simuló hacerlo, pero en vez de eso le dejó 
morir. Y ahora al fin ha conseguido vengarse. ¿No oyó usted cómo 
susurraba Yo soy Tosca? Y yo vi el rostro de Breón cuando ella lo dijo, 
y entonces... la reconoció. 

En su camerino, Paula Nazorkoff permanecía sentada e inmóvil, 
cubierta por una capa de armiño, cuando llamaron a la puerta. 

—Adelante —dijo la prima donna. 

Entró Elisa sollozando. 

—¡Madame, madame, está muerto! Y... 

—Sigue... 

—Madame, ¿cómo decírselo? Hay dos caballeros que son de la policía 
y quieren hablar con usted. 

Paula Nazorkoff se puso en pie irguiéndose en toda su estatura. 

—Yo iré a verles —dijo tranquila. 

Y quitándose el collar de perlas que rodeaba su cuello, lo puso en 
manos de la muchacha. 

—Esto es para ti, Elisa, has sido una buena chica. No voy a 
necesitarlas a donde me llevan ahora. ¿Comprendes, Elisa? No 
volveré a cantar Tosca. 

Se detuvo un momento junto a la puerta, mientras sus ojos recorrían 
el camerino, como si recordara sus treinta años de carrera artística. 

Luego entre dientes, y sin alzar la voz, pronunció la última frase de 
otra ópera: 



La comedia e finita! 

º