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domingo, 10 de enero de 2010

El gato del Brasil

El gato del Brasil

Arthur Conan Doyle

Es una desgracia para un joven tener aficiones caras, grandes expectativas de riqueza, parientes aristocráticos, pero sin dinero contante y sonante, y ninguna profesión con que poder ganarlo. El hecho es que mi padre, hombre bondadoso, optimista y jactancioso, tenía una confianza tal en la riqueza y en la benevolencia de su hermano mayor, solterón, lord Southerton, que dio por hecho el que yo, su único hijo, no me vería nunca en la necesidad de ganarme la vida. Se imaginó que, aun en el caso de no existir para mí una vacante en las grandes posesiones de Southerton, encontraría, por lo menos, algún cargo en el servicio diplomático, que sigue siendo espacio cerrado de nuestras clases privilegiadas. Falleció demasiado pronto para comprobar todo lo equivocado de sus cálculos. Ni mi tío ni el estado se dieron por enterados de mi existencia, ni mostraron el menor interés por mi porvenir. Todo lo que me llegaba como recordatorio de ser el heredero de la casa de Otswell y de una de las mayores fortunas del país, eran un par de faisanes de cuando en cuando, o una canastilla de liebres. Mientras tanto, yo me encontré soltero y paseante, viviendo en un departamento de Grosvenor—Mansions, sin más ocupaciones que el tiro de pichón y jugar al polo en Hurlingham. Un mes tras otro fui comprobando que cada vez resultaba más difícil conseguir que los prestamistas me renovasen los pagarés, y obtener más dinero a cuenta de las propiedades que habría de heredar. Vislumbraba la ruina que se me presentaba cada día más clara, más inminente y más completa.

Lo que más vivamente me daba la sensación de mi pobreza era el que, aparte de la gran riqueza de lord Southerton, todos mis restantes parientes tenían una posición desahogada. El más próximo era Everard King, sobrino de mi padre y primo carnal mío, que había llevado en el Brasil una vida aventurera, regresando después a Inglaterra para disfrutar tranquilamente de su fortuna. Nunca supimos de qué manera la había hecho; pero era evidente que poseía mucho dinero, porque compró la finca de Greylands, cerca de Clipton—on—the—Marsh, en Suffolk. Durante su primer año de estancia en Inglaterra no me prestó mayor atención que mi avaricioso tío; pero una buena mañana de primavera, recibí con gran satisfacción y júbilo, una carta en que me invitaba a ir aquel mismo día a su finca para una breve estancia en Greylands Court. Yo esperaba por aquel entonces hacer una visita bastante larga al tribunal de quiebras, o Bankruptcy Court, y esa interrupción me pareció casi providencial. Quizá pudiera salir adelante si me ganaba las simpatías

de aquel pariente mío desconocido. No podía dejarme por completo en la estacada, si valoraba en algo el honor de la familia. Di orden a mi ayuda de cámara de que dispusiese mi maleta, y aquella misma tarde salí para Clipton—on—the—Marsh.

Después de cambiar de tren a uno corto, en ese empalme de Ipswich, llegué a una estación pequeña y solitaria que se alzaba en una llanura de praderas atravesadas por un río de corriente perezosa, que serpenteaba por entre orillas altas y fangosas, haciéndome comprender que la subida de la marea llegaba hasta allí. No me esperaba ningún coche (más tarde me enteré de que mi telegrama había sufrido retraso) y por eso alquilé uno en el mesón del pueblo. Al cochero, hombre excelente, se le llenaba la boca elogiando a mi primo, y por él me enteré de que el nombre de míster Everard King era de los que merecían ser traídos a cuento en aquella parte del país. Daba fiestas a los niños de la escuela, permitía el libre acceso de los visitantes a su parque, estaba suscrito a muchas obras benéficas y, en una palabra, su filantropía era tan universal que mi cochero sólo se la explicaba con la hipótesis de que mi pariente abrigaba la ambición de ir al parlamento.

La aparición de un ave preciosa que se posó en un poste de telégrafo, al lado de la carretera, apartó mi atención del panegírico que estaba haciendo el cochero. A primera vista me pareció que se trataba de un arrendajo, pero era mayor que ese pájaro y de un plumaje más alegre. El cochero me explicó inmediatamente la presencia del ave diciendo que pertenecía al mismo hombre a cuya finca estábamos a punto de llegar. Por lo visto, una de las aficiones de mi pariente consistía en aclimatar animales exóticos, y se había traído del Brasil una cantidad de aves y de otros animales que estaba tratando de criar en Inglaterra.

Una vez que cruzamos la puerta exterior del parque de Greylands, se nos ofrecieron numerosas pruebas de esa afición suya. Algunos ciervos pequeños y con manchas, un extraño jabalí que, según creo, es conocido con el nombre de pecarí, una oropéndola de plumaje espléndido, algunos ejemplares de armadillos y un extraño animal que caminaba pesadamente y que parecía un tejón sumamente grueso, figuraron entre los animales que distinguí mientras el coche avanzaba por la avenida curva.

Míster Everand King, mi primo desconocido, estaba en persona esperándome en la escalinata de su casa, porque nos vio a lo lejos y supuso que era yo el que llegaba. Era hombre de aspecto muy sencillo y bondadoso, pequeño de estatura y corpulento, de cuarenta y cinco años, quizá, y de cara llena y simpática, atezada por el sol del trópico y plagada de mil arrugas. Vestía traje blanco, al estilo auténtico del cultivador tropical; tenía entre sus labios un cigarro, y en su cabeza un gran sombrero panameño echado hacia atrás. La suya era una figura que asociamos con la visión de una terraza de bungalow, y parecía curiosamente desplazada delante de aquel palacio inglés, grande de tamaño y construido de

piedra de sillería, con dos alas macizas y columnas estilo Palladio delante de la puerta principal.

¡Mujer, mujer, aquí tenemos a nuestro huésped! —gritó, mirando por encima de su hombro—. ¡Bien venido, bien venido a Greylands! Estoy encantado de conocerte, primo Marshall, y considero como una gran atención el que hayas venido a honrar con tu presencia esta pequeña y adormilada mansión campestre.

Sus maneras no podían ser más cordiales. En seguida me sentí a mis anchas. Pero toda su cordialidad apenas podía compensar la frialdad e incluso grosería de su mujer, es decir, de la mujer alta y ceñuda que acudió a su llamada. Según tengo entendido, era de origen brasileño, aunque hablaba a la perfección el inglés, y yo disculpé sus maneras, atribuyéndolas a su ignorancia de nuestras costumbres. Sin embargo, ni entonces ni después trató de ocultar lo poco que le agradaba mi visita a Greylands Court. Por regla general, sus palabras eran corteses, pero poseía unos ojos negros extraordinariamente expresivos, y en ellos leí con claridad, desde el primer momento, que anhelaba vivamente que yo regresara a Londres.

Sin embargo, mis deudas cran demasiado apremiantes, y los proyectos que yo basaba en mi rico pariente, demasiado vitales para dejar que fracasasen por culpa del mal genio de su mujer. Me despreocupé, por tanto, de su frialdad y le devolví a mi primo la extraordinaria cordialidad con que me había acogido. Él no había ahorrado molestias para procurarme toda clase de comodidades. Mi habitación era encantadora. Me suplicó que le indicase cualquier cosa que pudiera apetecer para estar allí completamente a mi gusto. Tuve en la punta de la lengua contestarle que un cheque en blanco resultaría una ayuda eficaz para que yo me considerara feliz, pero me pareció prematuro en el estado en que se encontraban nuestras relaciones. La cena fue excelente. Cuando de sobremesa, nos sentamos a fumar unos habanos y a tomar el café, que, según me informó, se lo enviaban, seleccionado para él, de su propia plantación, me pareció que todas las alabanzas del cochero estaban justificadas, y que jamás había yo tratado con un hombre más cordial y hospitalario.

Pero, no obstante la simpatía de su temperamento era hombre de firme voluntad y dotado de un genio arrebatado muy característico. Lo pude comprobar a la mañana siguiente. La curiosa animadversión que la señora de mi primo había concebido hacia mí era tan fuerte, que su comportamiento durante el desayuno me resultó casi ofensivo. Pero, una vez que su esposo se retiró de la habitación, ya no hubo lugar a dudas acerca de lo que pretendía, porque me dijo:

—El tren más conveniente del día es el que pasa a las doce y cincuenta minutos.

—Es que yo no pensaba marcharme hoy—le contesté con franqueza, quizá con arrogancia, porque estaba resuelto a no dejarme echar de allí por esa mujer.

¡Oh, si es usted quien ha de decidirlo...! —dijo ella y dejó cortada la frase, mirándome con una expresión insolente.

—Estoy seguro de que míster Everard King me lo advertiría si yo traspasara su hospitalidad.

—¿Qué significa esto? ¿Qué significa esto?—preguntó una voz, y mi primo entró en la habitación.

Había escuchado mis últimas palabras, y le bastó dirigir una sola mirada a mi cara y a la de su esposa.

Su rostro, regordete y simpático, se revistió en el acto con una expresión de absoluta ferocidad, y dijo:

—¿Me quieres hacer el favor de salir, Marshall?

Diré de paso que mi nombre y apellido son Marshall King.

Mi primo cerró la puerta en cuanto hubo salido, e inmediatamente oí que hablaba a su mujer en voz baja, pero con furor concentrado. Aquella grosera ofensa a la hospitalidad lo había lastimado evidentemente en lo más vivo. A mí no me gusta escuchar de manera subrepticia, y me alejé paseando hasta el prado. De pronto oí a mis espaldas pasos precipitados y vi que se acercaba— la señora con el rostro pálido de emoción y los ojos enrojecidos de tanto llorar.

—Mi marido me ha rogado que le presente mis disculpas, míster Marshall King —dijo, permaneciendo delante de mí con los ojos bajos.

—Por favor, señora, no diga ni una palabra más.

Sus ojos negros me miraron de pronto con pasión:

¡Estúpido! —me dijo con voz sibilante y frenética vehemencia. Luego giró sobre sus tacones y marchó rápida hacia la casa.

La ofensa era tan grave, tan insoportable, que me quedé de una pieza, mirándola con asombro. Seguía en el mismo lugar cuando vino a reunirse conmigo mi anfitrión. Había vuelto a ser el mismo hombre simpático y regordete.

—Creo que mi señora se ha disculpado de sus estúpidas observaciones—me dijo.

¡Sí, sí; lo ha hecho, claro que sí!

Me pasó la mano por el brazo y caminamos de aquí para allá por el prado.

—No debes tomarlo en serio—me explicó—. Me dolería de una manera indecible que acortases tu visita aunque sólo fuera por una hora. La verdad es que no hay

razón para que entre parientes guardemos ningún secreto: mi buena y querida mujer es increíblemente celosa. Le molesta que alguien, sea hombre o mujer, se interponga un instante entre nosotros. Su ideal es una isla desierta y un eterno diálogo entre los dos. Eso te dará la clave de su conducta, que en este punto, lo reconozco, no anda lejos de una manía. Dime que ya no volverás a pensar en lo sucedido.

—No, no; desde luego que no.

—Pues entonces, prende este cigarro y acompáñame para que veas mi pequeña colección de animales.

Esta inspección nos ocupó toda la tarde, porque allí estaban todas las aves, animales y hasta reptiles que él había importado. Algunos vivían en libertad, otros en jaulas y pocos, encerrados en el edificio. Me habló con entusiasmo de sus éxitos y de sus fracasos, de los nacimientos y de las muertes registradas; gritaba como un escolar entusiasmado cuando, durante nuestro paseo, alzaba las alas del suelo algún espléndido pájaro de colores o cuando algún animal extraño se deslizaba hacia el refugio. Por último, me condujo por un pasillo que arrancaba de una de las alas de la casa. Al final había una pesada puerta que tenía un cierre corredizo, a modo de mirilla; junto a la puerta salía de la pared un manillar de hierro, unido a una rueda y a un tambor. Una reja de fuertes barrotes se extendía de punta a punta del pasillo.

¡Te voy a enseñar la perla de mi colección! —dijo—. Sólo existe en Europa otro ejemplar, desde la muerte del cachorro que había en Rotterdam. Se trata de un gato del Brasil.

—¿Pero en qué se diferencian de los demás gatos?

—Pronto lo vas a ver—me contestó riendo—. ¿Quieres tener la amabilidad de correr la mirilla y mirar hacia el interior?

Así lo hice, y vi una habitación amplia y desocupada, con el suelo enlosado y ventanas de barrotes en la pared del fondo. En el centro de la habitación, tumbado en medio de una luz dorada de sol, estaba acostado un gran animal, del tamaño de un tigre, pero tan negro y lustroso como el ébano. Era, pura y simplemente, un gato negro enorme y muy bien cuidado; estaba recogido sobre sí mismo, calentándose en aquel estanque amarillo de luz tal como lo haría cualquier gato. Era tan flexible, musculoso, agradable y diabólicamente suave, que yo no podía apartar mis ojos de la ventanita.

—¿Verdad que es magnífico?—me dijo mi anfitrión, poseído de entusiasmo.

¡Una maravilla! Jamás he visto animal más espléndido. —Hay quienes le dan el nombre de puma negro, pero en realidad no tiene nada de puma. Este animal mío anda por los once pies, desde el hocico hasta la cola. Hace cuatro años era una bolita de pelo negro y fino, con dos ojos amarillos que miraban fijamente. Me lo vendieron como cachorro recién nacido en la región salvaje de la cabecera del río Negro. Mataron a la madre a lanzazos cuando ya había matado a una docena de sus atacantes.

—Según eso, son animales feroces.

—No los hay más traicioneros y sanguinarios en toda la superficie de la tierra. Habla a los indios de las tierras altas de un gato del Brasil y verás como salen corriendo. La caza preferida de estos animales es el hombre. Este ejemplar mío no le ha tomado todavía el sabor a la sangre caliente, pero si llega a hacerlo se convertirá en un animal espantoso. En la actualidad no tolera dentro de su cubil a nadie sino a mí. Ni siquiera su cuidador, Baldwin, se atreve a acercársele. Pero yo soy para él la madre y el padre en una pieza.

Mientras hablaba abrió de pronto la puerta, y con gran asombro mío se deslizó dentro cerrándola inmediatamente a sus espaldas. Al oír su voz, el voluminoso y flexible animal se levantó, bostezó y se frotó cariñosamente la cabeza redonda y negra contra su costado, mientras mi primo le daba golpecitos y le acariciaba.

¡Vamos, Tommy, métete en tu jaula! —le dijo mi primo.

El fenomenal gato se dirigió a un lado de la habitación y se enroscó debajo de unas rejas. Everard King salió, y, agarrando el manillar de hierro al que antes me he referido, empezó a hacerlo girar. A medida que lo accionaba, la reja de barrotes del pasillo empezó a meterse por una rendija que había en el muro y fue a cerrar la parte delantera del espacio enrejado, convirtiéndolo en una verdadera jaula. Cuando estuvo en su sitio, mi primo abrió la puerta otra vez y me invitó a pasar a la habitación, en la que se percibía el olor penetrante y rancio característico de los grandes animales carnívoros.

—Así es como lo tratamos —me dijo Evérard King—. Le dejamos espacio abundante para que vaya y venga por la habitación, pero cuando llega la noche lo encerramos en su jaula. Para darle libertad basta hacer girar el manillar desde el pasillo, y para encerrarlo actuamos como tú acabas de ver. ¡No, no; no se te ocurra hacer eso!

Yo había metido la mano entre los barrotes para palmear el lomo brillante que se alzaba y bajaba con la respiración. Mi primo tiró de mi mano hacia atrás con una expresión de seriedad en el rostro.

—Te aseguro que eso que acabas de hacer es peligroso. No vayas a suponer que cualquier otra persona puede tomarse las libertades que yo me tomo con este animal. Es muy exigente en sus amistades. ¿Verdad que sí, Tommy? ¡Ha oído ya que llega el que le trae la comida! ¿No es así, muchacho?

Se oyeron pasos en el corredor enlosado, y el animal saltó sobre sus patas y se puso a caminar de un lado para otro de su estrecha jaula, con los ojos llameantes y la lengua escarlata temblando y agitándose por encima de la blanca línea de sus dientes puntiagudos. Entró un cuidador que traía en una artesilla un trozo de carne cruda y se lo tiró por entre los barrotes. El animal se lanzó con ligereza y lo atrapó, retirándose luego a un rincón; allí, sujetándolo entre sus garras, empezó a destrozarlo a mordiscos, alzando su hocico ensangrentado para mirarnos de cuando en cuando a nosotros. El espectáculo era fascinante, aunque de malignas sugerencias.

—¿Verdad que no puede extrañarte que yo le tenga afición a ese animal? —dijo mi primo, cuando salíamos de la habitación—. Especialmente, si se piensa en que fui yo quien lo crió. No ha sido cosa de broma transportarlo desde el centro de Sudamérica; pero aquí está ya, sano y salvo, y, como te he dicho, es el ejemplar más perfecto que hay en Europa. La dirección del Zoo daría cualquier cosa por tenerlo; pero, la verdad, es que yo no puedo separarme de él. Bueno; creo que ya te he mortificado bastante con mi chifladura, de modo que lo mejor que podemos hacer es seguir el ejemplo de Tommy y marchar a que nos sirvan el almuerzo.

Tan absorto estaba mi pariente de Sudamérica con su parque y sus curiosos ocupantes, que no creí al principio que se interesara por ninguna otra cosa. Sin embargo, pronto comprendí que tenía otros intereses, bastante apremiantes, al ver el gran número de telegramas que recibía. Le llegaban a todas horas y los abría siempre con una expresión de máxima ansiedad y anhelo en su cara. Supuse a veces que se trataba de negocios relacionados con las carreras de caballos, y también de operaciones de Bolsa; pero con toda seguridad que se traía entre manos negocios muy urgentes y muy ajenos a las actividades de las llanuras de Suffolk. En ninguno de los seis días que duró mi visita recibió menos de cuatro telegramas, llegando en ocasiones hasta siete y ocho.

Yo había aprovechado tan perfectamente aquellos seis días que, al transcurrir ese plazo, estaba ya en términos de máxima cordialidad con mi primo. Todas las noches habíamos prolongado la velada hasta muy tarde en el salón de billares. Él me contaba los más extraordinarios relatos de sus aventuras en América; unos relatos tan arriesgados y temerarios, que me costaba trabajo relacionarlos con aquel hombrecito, curtido y regordete que tenía delante... Yo, a mi vez, me aventuré a contarle algunos de mis propios recuerdos de la vida londinense, que le interesaron hasta el punto de prometer venir a Grosvenor Mansions y vivir conmigo. Sentía verdadero anhelo por conocer el aspecto más disoluto de la vida de la gran ciudad

y, mal está que yo lo diga, no podía desde luego haber elegido un guía más competente. Hasta el último día de mi estancia, no me arriesgué a abordar lo que me preocupaba. Le hablé francamente de mis dificultades pecuniarias y de mi ruina inminente, y le pedí consejo, aunque lo que de él esperaba era algo más sólido. Me escuchó atentamente, dando grandes chupadas a su cigarro, y me dijo por fin:

—Pero tengo entendido que tú eres el heredero de nuestro pariente lord Southerton.

—Tengo toda clase de razones para creerlo, pero jamás ha querido darme nada.

—Sí, ya he oído hablar de su tacañería. Mi pobre Marshall, tu situación ha sido sumamente difícil. A propósito, ¿no has tenido noticias últimamente de la salud de lord Southerton?

—Se está muriendo desde que yo era niño.

—Así es. No ha habido jamás un gozne chirriante como ese hombre. Quizá tu herencia tarde todavía mucho en llegar a tus manos. ¡Válgame Dios!, ¿en qué situación más lamentable te encuentras!

—He llegado a tener alguna esperanza de que tú, conociendo como conoces la realidad, quizá accedieras a adelantarme...

—Ni una palabra más, muchacho —exclamó con la máxima cordialidad—. Esta noche hablaremos del asunto y te prometo hacer todo cuanto esté en mi mano.

No lamenté el que mi visita estuviese llegando a su término, porque es una cosa desagradable el vivir con el convencimiento de que hay en la casa una persona que anhela vivamente que uno se marche. La cara cetrina y los ojos antipáticos de la esposa de mi primo me mostraban cada vez más un odio mayor. Ya no se conducía con grosería activa, porque el miedo a su marido no se lo consentía; pero llevó su insana envidia hasta el extremo de no darse por enterada de mi presencia, de no hablarme nunca y de hacer mi estancia en Greylands todo lo desagradable que pudo. Tan insultantes fueron sus maneras en el transcurso del último día, que, sin duda alguna, me habría marchado inmediatamente, de no mediar la entrevista que había de celebrar con mi primo aquella noche y que yo esperaba me sacara de mi ruinosa situación.

La entrevista se celebró muy tarde, porque mi pariente, que en el transcurso del día recibió más telegramas que de ordinario, se encerró después de la cena en su despacho, y únicamente salió cuando ya todos se habían retirado a dormir. Le oí realizar su ronda como todas las noches, cerrando las puertas y, por último, vino a juntarse conmigo en la sala de billares. Su voluminosa figura estaba envuelta en un batín, y tenía los pies metidos en unas zapatillas rojas turcas sin talones. Tomó asiento en un sillón, se preparó un grog en el que el whiskey superaba al agua, y

me dijo:

¡Vaya noche la que hace!

En efecto, el viento aullaba y gemía en torno de la casa, y las ventanas de persianas retemblaban y golpeaban como si fueran a ceder hacia adentro. El resplandor amarillo de las lámparas y el aroma de los cigarros parecían, por contraste, más brillante uno y más intenso el otro. Mi anfitrión me dijo:

—Bien, muchacho; disponemos de la casa y de la noche para nosotros solos. Explícame cómo están tus asuntos y yo veré lo que puede hacerse para ponerlos en orden. Me agradaría conocer todos los detalles.

Animado por estas palabras, me lancé a una larga exposición en la que fueron desfilando todos mis proveedores y mis banqueros, desde el dueño de la casa hasta mi ayuda de cámara. Llevaba en el bolsillo algunas notas, ordené los hechos, y creo que hice una exposición muy comercial de mi sistema de vida anticomercial y de mi lamentable situación. Sin embargo, me sentí deprimido al darme cuenta de que la mirada de mi compañero parecía perdida en el vacío, como si su atención estuviese en otra parte. De cuando en cuando lanzaba una observación, pero era tan de compromiso y fuera de lugar, que tuve la seguridad de que no había seguido el conjunto de mi exposición. De cuando en cuando parecía despertar de su ensimismamiento y esforzarse por exhibir algún interés, pidiéndome que repitiese algo o que me explicase más a fondo, pero siempre volvía a recaer en su ensimismamiento. Por último, se puso de pie y tiró a la rejilla de la chimenea la colilla de su cigarro, diciéndome:

—Te voy a decir una cosa, muchacho; yo no tuve jamás buena cabeza para los números, de modo que ya sabrás disculparme. Lo que tienes que hacer es exponerlo todo por escrito y entregarme una nota de la totalidad. Cuando lo vea en negro y blanco lo comprenderé.

La proposición era animadora y le prometí hacerlo.

—Bien, ya es hora de que nos acostemos. Por Júpiter, el reloj del vestíbulo está dando la una.

Por entre el profundo bramido de la tormenta se dejó oír el tintineo del reloj que daba la hora. El viento pasaba rozando la casa con el ímpetu de la corriente de agua de un gran río. Mi anfitrión dijo:

—Antes de acostarme tendré que echar un vistazo a mi gato. Estos ventarrones lo excitan. ¿Quieres venir?

—Desde luego que sí —le contesté.—Pues entonces, camina pisando suave y no hables, porque todo el mundo está acostado.

Cruzamos en silencio el vestíbulo iluminado por lámparas y cubierto con alfombras persas, y nos metimos por la puerta que había al final. Reinaba una absoluta oscuridad en el pasillo de piedra, pero mi anfitrión echó mano de una linterna de caballeriza que colgaba de un gancho y la encendió. Como no se veía en el pasillo la reja de barrotes, comprendí que la fiera estaba dentro de su jaula.

¡Entra! —dijo mi pariente, y abrió la puerta.

El profundo gruñido que lanzó el animal cuando entramos, nos demostró que, en efecto, la tormenta lo había irritado. A la vacilante luz de la linterna distinguimos la gran masa negra recogida sobre sí misma en el rincón de su cubil, proyectando una sombra achaparrada y grotesca sobre la pared enjalbegada. Su cola se movía irritada entre la paja.

—El bueno de Tommy no está del mejor humor —dijo Everard King, manteniendo en alto la linterna y mirando hacia donde estaba su gato. ¿No es verdad que da la impresión de un demonio negro? Es preciso que le dé una ligera cena para que se amanse un poco. ¿Querrías sostener un momento la linterna?

La tomé de su mano y él avanzó hacia la puerta y dijo:

—Aquí afuera tiene la despensa. Perdóname un momento.

Salió y la puerta se cerró a sus espaldas con un golpe metálico.

Aquel sonido duro y chasqueante hizo que mi corazón dejase de latir. Se apoderó de mí una súbita oleada de terror. Un confuso barrunto de alguna monstruosa traición me dejó helado. Salté hacia la puerta, pero no había manillar del lado interior.

¡Oye! —grité—. ¡Déjame salir!

¡No pasa nada! ¡No armes escándalo! —me gritó mi primo desde el pasillo—. Tienes la luz encendida.

—Sí; pero no me agrada de modo alguno el estar encerrado y solo de esta manera.

—¿Que no te agrada?—Oí que se reía con risa cordial—.

—No vas a estar mucho tiempo solo.

¡Déjame salir! —repetí, muy irritado—. Te digo que no admito bromas de esta clase. 12

—Ésa es precisamente la palabra: broma —me contestó, lanzando otra risa odiosa.

Y de pronto, entre el bramar de la tormenta, oí el chirrido y el gemir del manillar que daba vueltas y el traqueteo de la reja al pasar por la rendija del muro. ¡Santo cielo, estaba poniendo en libertad al gato del Brasil!

A la luz de la linterna vi cómo la reja de barrotes iba retirándose lentamente delante de mí. Había ya una abertura de un pie en su extremidad. Lancé un alarido y agarré el último barrote, tirando de él con toda la energía de un loco. En efecto, yo estaba loco de furor y de espanto. Sostuve por unos momentos el mecanismo, inmovilizándolo. Me di cuenta de que él, por su parte, empujaba con todas sus fuerzas el manillar, y que el sistema de palanca acabaría por sobreponerse a mis fuerzas. Fui cediendo pulgada a pulgada; mis pies resbalaban sobre las losas y en todo ese tiempo yo pedía y suplicaba a aquel monstruo inhumano que me librase de tan terrible muerte. Se lo supliqué por nuestro parentesco. Le recordé que yo era huésped suyo; le pregunté qué daño le había hecho. Él no daba otras respuestas que los empujones y tirones del manillar; con cada uno de ellos, y a pesar de todos mis forcejeos, se iba llevando otro barrote por la rendija de la pared. Aferrándome y tirando con todas mis fuerzas, me vi arrastrado a todo lo largo de la parte delantera de la jaula; por último, con las muñecas doloridas y los dedos desgarrados, renuncié a la lucha inútil. Al soltar el enrejado, éste se retiró totalmente con un golpe seco, y un momento después oí cómo se alejaba por el pasillo el ruido de las pisadas de las zapatillas turcas, que terminó con el chasquido de una puerta lejana cerrada de golpe. Luego reinó el silencio.

El animal no se había movido de su sitio en todo ese tiempo. Permanecía tumbado en el rincón, y su cola había dejado de moverse. Por lo visto lo había llenado de asombro la aparición de un hombre agarrado a los barrotes de su jaula y arrastrado por delante de él dando alaridos. Vi cómo sus ojos enormes me miraban con fijeza. Al aferrarme a los barrotes, había dejado caer la linterna, pero seguía encendida en el suelo y yo hice un movimiento para apoderarme de ella, movido por la idea de que quizá su luz me protegiese. Pero en el instante mismo en que me moví, la fiera dejó escapar un gruñido profundo y amenazador. Me detuve y permanecí en mi sitio temblando de miedo. El gato (si es que puede darse este nombre tan casero a un animal horrible como aquél) estaba a menos de diez pies de mí. Le brillaban los ojos como dos discos de fósforo en la oscuridad. Me aterraban, y, sin embargo, me fascinaban. No podía apartar de esos ojos los míos. En momentos de intensidad tan grande como eran aquéllos para mí, la naturaleza nos hace las más extrañas jugarretas; esos ojos brillantes se encendían y se desvanecían como dos luces que suben y bajan en un ritmo constante. Había momentos en que yo los veía como dos puntos minúsculos de un brillo extraordinario, como dos chispas eléctricas en la negra oscuridad; pero luego se ensanchaban y ensanchaban hasta ocupar con su luz siniestra y movediza todo el ángulo de la habitación. Pero, de pronto, se apagaron

por completo.

La fiera había cerrado los ojos. No sé si hay algo de verdad en la vieja idea del dominio que ejerce la mirada del hombre, o si fue porque el enorme gato estaba simplemente amodorrado, lo cierto es que, lejos de mostrar síntomas de querer atacarme, se limitó a apoyar su cabeza negra y sedosa sobre sus terribles garras delanteras y pareció dormirse. Seguí de pie, temiendo moverme y despertarlo otra vez a la vida y a la malignidad. Pero, por último, pude pensar claramente libre ya de la impresión de aquellos ojos ominosos. Estaba encerrado para toda la noche con la fiera feroz. Mi propio instinto, para no referirme a las palabras de aquel miserable calculador que me había hecho caer en esta trampa, me advertía que ese animal era tan salvaje como su amo. ¿Cómo me las arreglaría para mantenerlo en esa situación en que estaba ahora hasta que amaneciera? Era inútil intentar salvarme por la puerta, lo mismo que por las ventanas estrechas y enrejadas. Dentro de la habitación, desnuda y embaldosada, no existía para mí ninguna clase de refugio. Era absurdo que gritara pidiendo socorro. Este cubil era una construcción accesoria, y el pasillo que lo unía a la casa tenía, por lo menos, una largura de cien pies. Además, mientras en el exterior bramase la tormenta, no era probable que nadie oyera mis gritos. Sólo podía confiar en mi propio valor y en mi propio ingenio. De pronto, con una nueva oleada de espanto, mis ojos se posaron en la linterna. Su vela ardía ya a muy poca altura y empezaban a formarse estrías laterales. No tardaría diez minutos en apagarse. Sólo disponía, por tanto, de diez minutos para tomar alguna iniciativa, porque una vez que quedara en la oscuridad y próximo a la fiera espantable, sería incapaz de acción. Ese mismo pensamiento me tenía paralizado. Miré por todas partes con ojos de desesperación dentro de esa cámara mortuoria, y de pronto me fijé en un lugar que parecía prometer, si no salvación, por lo menos un peligro no tan inmediato e inminente como el suelo desnudo.

He dicho que la jaula, además de tener una parte delantera, tenía también una parte superior, que permanecía fija cuando se recogía la delantera a través de la rendija del muro. La parte superior estaba formada por barras separadas entre sí por pocas pulgadas, estando esa separación cubierta con tela de alambre fuerte a su vez, y el todo descansando en las dos extremidades sobre dos fuertes montantes. En ese momento producía la impresión de un gran solio hecho de barras, bajo el cual estaba agazapada en un rincón la fiera. Entre esa parte superior de la jaula y el techo quedaba una especie de estante de unos dos a tres pies de altura. Si yo conseguía subir hasta allí y meterme entre los barrotes y el cielo raso, sólo tenía un lado vulnerable. Estaría a salvo por debajo, por detrás y a cada lado. Únicamente podía ser atacado de frente. Es cierto que por ese lado no tenía protección alguna; pero al menos, me encontraría fuera del camino de la fiera cuando ésta comenzara a pasearse dentro de su cubil. Para llegar hasta mí tendría que salirse de su camino.

Tenía que hacerlo ahora o nunca, porque en cuanto la luz se apagase me resultaría imposible. Hice una profunda inspiración y salté, aferrándome al borde de hierro de la parte superior de la jaula, y me metí, jadeante, en aquel hueco. Al retorcerme quedé con la cara hacia abajo, y me encontré mirando en línea recta a los ojos terribles y las mandíbulas abiertas del gato. Su aliento fétido me daba en la cara lo mismo que una vaharada de vapor de una olla infecta hirviendo.

Me pareció que el animal se mostraba más bien curioso que irritado. Con una ondulación de su lomo largo y negro se levantó, se estiró, y luego, apoyándose en sus patas traseras, con una de las garras delanteras en la pared, levantó la otra y pasó sus uñas por la tela de alambre que yo tenía debajo. Una uña afilada y blanca rasgó mis pantalones —porque no he dicho que estaba con mi traje de smoking— y me abrió un surco en mi rodilla. La fiera no hizo aquello agresivamente, sino más bien como tanteo, porque al lanzar yo un agudo grito de dolor, se dejó caer de nuevo al suelo, saltó luego ágilmente a la habitación, empezó a pasearse con paso rápido alrededor, y de cuando en cuando lanzaba una mirada hacia mí. Yo, por mi parte, me apretujé muy adentro hasta tocar con la espalda la pared, comprimiéndome de manera de ocupar el más pequeño espacio posible. Cuanto más adentro me metía, más difícil iba a serle atacarme.

Parecía irse excitando con sus paseos, y se puso a correr ágilmente y sin ruido por el cubil, cruzando continuamente por debajo de la cama de hierro en que yo estaba tendido. Era un espectáculo maravilloso el de ese cuerpo enorme dando vueltas y vueltas como una sombra, sin que apenas se oyese un ligerísimo tamborileo de las patas aterciopeladas. La vela brillaba con muy poca luz, hasta el punto exacto en que yo podía distinguir al animal. De pronto, después de una última llamarada y chisporroteo se apagó por completo. ¡Me encontraba a solas y en la oscuridad con el gato!

Parece que el saber que uno ha hecho todo lo posible, ayuda a enfrentarse con el peligro. No queda entonces otro recurso que el de esperar con calma el resultado. En mi caso la única posibilidad de salvación estaba en el sitio en que me había refugiado. Me estiré, pues, y permanecí en silencio, sin respirar casi, con la esperanza de que la fiera se olvidara de mi presencia si yo no hacía nada por recordárselo. Calculo que serían las dos de la madrugada. A las cuatro amanecería. Sólo tenía, pues, que esperar dos horas a la luz del día.

En el exterior, la tormenta seguía furiosa y la lluvia azotaba constantemente las pequeñas ventanas. En el interior, la atmósfera fétida y ponzoñosa era insoportable. Yo no veía ni oía al gato. Traté de pensar en otras cosas; pero sólo había una con fuerza suficiente para apartar mi pensamiento de la terrible situación en que me encontraba; la villanía de mi primo, su hipocresía no igualada por nadie, el odio maligno que me profesaba. Un alma de asesino medieval acechaba detrás de

aquella cara simpática. Cuanto más pensaba en ello, más claramente veía toda la astucia con que había preparado el golpe. Por lo visto se había acostado como los demás. Sin duda alguna había preparado sus testigos, para demostrarlo. Después, sin que esos testigos lo advirtiesen, había bajado sigilosamente, me había metido con engaños en el cubil y me había dejado encerrado. La historia que él contaría era por demás sencilla. Yo me había quedado en el salón de billares terminando de fumar mi cigarro. Había bajado por propia iniciativa para echar una última ojeada al gato del Brasil, me había metido en la habitación sin darme cuenta de que la jaula estaba abierta y la fiera había hecho presa de mí. ¿Cómo se le podría demostrar el crimen que había cometido? Quizá hubiese sospechas; pero jamás se obtendrían pruebas.

¡Con qué lentitud transcurrieron aquellas dos horas espantosas! En una ocasión llegó a mis oídos un ruido apagado, raspante, que yo atribuí al lamido del pelo del animal. En varias ocasiones los ojos verdosos me enfocaron brillantes a través de la oscuridad, pero nunca me miraron fijamente, y cada vez fue mayor mi esperanza de que me olvidara o de que no se diese por enterado de mi presencia. Pero llegó un momento en que penetró por las ventanas un asomo de luz; empecé a verlas como dos recuadros grises en la pared negra. Luego los recuadros se volvieron blancos y pude ver de nuevo a mi terrible compañero. ¡Y él también pudo verme a mí, por desgracia!

Comprendí en el acto que la fiera se encontraba de un humor más peligroso y agresivo que cuando dejé de verlo. El frío de la mañana lo había irritado y, además, estaba hambriento. Iba y venía con un gruñido constante y con paso rápido, por el lado de la habitación que estaba más alejado de mi refugio, con los bigotes rizados de furor, y enhiestando y descargando latigazos con la cola. Cuando daba media vuelta al llegar a los ángulos de la pared, alzaba siempre hacia mí los ojos, preñados de espantosas amenazas. Comprendí que se estaba preparando para matarme. Y, sin embargo, hasta en una situación tan crítica yo no podía menos que admirar la elegancia sinuosa de la endiablada alimaña, sus movimientos sin violencia, ondulantes, de suaves curvas, el brillo de su lomo magnífico, el color escarlata palpitante de su lengua lustrosa que colgaba fuera del morro azabache.

El gruñido profundo y amenazador subía y subía de tono, en un crescendo ininterrumpido. Comprendí que había llegado el momento decisivo.

Resultaba lastimoso el esperar una muerte como aquélla en un estado como el que me encontraba: transido, en posición violenta, temblando de frío sobre aquella parrilla de tortura en que estaba tendido con mis ropas ligeras. Me esforcé por reanimarme, por levantar mi alma a una altura superior a esa situación y, al mismo tiempo, con la lucidez cerebral propia de un hombre que se ve perdido, miré por todas partes buscando algún medio posible de salvación. Una cosa era evidente

para mí: si fuese posible hacer retroceder a su posición anterior la reja delantera de la jaula, podía encontrar detrás de ella un refugio seguro. ¿Sería yo capaz de volverla a su sitio? Apenas me atrevía a moverme, por temor a que la fiera saltara sobre mí. Lenta, lentísimamente, alargué la mano hasta aferrar con ella el barrote último de la reja, que sobresalía de la rendija del muro exterior. Con gran sorpresa mía, cedió fácilmente al tirón que le di. Como es natural, la dificultad de tirar hacia dentro era producida por el hecho de que yo estaba como pegado a ella, sin poder hacer juego con el cuerpo. Di otro tirón y la reja avanzó tres pulgadas más. Por lo visto, funcionaba sobre ruedas. Volví a tirar... ¡y en ese instante saltó el gato!

La cosa fue tan rápida, tan súbita, que no me di cuenta de cómo había ocurrido. Oí el salvaje rechinar de dientes, y un instante después, la llamarada de los ojos amarillos, la negra cabeza achatada con su lengua roja y centelleantes colmillos, estuvo al alcance de mi mano. El proyectil viviente hizo vibrar con su choque los barrotes en que yo estaba tendido, hasta el punto de que pensé que se venían abajo (si es que en aquel instante podía yo pensar en algo). El gato se balanceó allí un instante, tratando de afianzarse en el borde del enrejado con las patas traseras, quedando su cabeza y sus garras delanteras muy cerca de mí. Oí el chirrido raspante de las uñas en la tela metálica, y sentí en mi cara el nauseabundo aliento de la fiera, que había calculado mal el salto. No pudo sostenerse en aquella postura. Despacio, enseñando furiosa los dientes y arañando con desesperación los barrotes, perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo. Pero se volvió al instante con un gruñido hacia mí y se agazapó para dar otra vez el salto.

Comprendí que se iba a decidir en unos momentos mi destino. El animal había aprendido la lección y ya no calcularía mal. Era preciso que yo actuara con rapidez y sin temor alguno si quería tener alguna posibilidad de conservar la vida. Me tracé un plan. Me despojé del smoking y se lo tiré a la fiera encima de la cabeza. Simultáneamente me dejé caer al suelo y agarré la primera barra de la reja delantera y tiré con frenesí hacia adentro.

Respondió a mi esfuerzo con una facilidad mucho mayor de la que yo esperaba. Crucé la habitación arrastrándola conmigo; pero la posición en que me encontraba al realizar ese avance, me obligó a quedar del lado exterior de la reja. Si hubiese quedado del lado interior, tal vez hubiese salido sin un rasguño. Pero tuve que detenerme un instante para tratar de meterme por la abertura que yo había dejado. Bastó ese instante para dar tiempo a la fiera de desembarazarse del smoking con que la había cegado y para lanzarse sobre mí. Me precipité en el interior de la jaula por la abertura y empujé la reja hasta el final; pero el gato cogió mi pierna antes que yo pudiera meterla dentro por completo. Un golpe de su enorme garra me arrancó la pantorrilla lo mismo que un cepillo arranca una viruta de madera. Un instante después, desangrándome y a punto de desmayarme, estaba tendido entre la

maloliente cama de paja, y separado de la fiera por aquellas rejas amigas contra las que se lanzaba con loco frenesí.

Demasiado gravemente herido para moverme, y demasiado desmayado para experimentar la sensación del miedo, no pude hacer otra cosa que permanecer tumbado, más muerto que vivo, viendo el espectáculo. El gato apretaba contra los barrotes el pecho negro y ancho, y buscaba atacarme con las uñas ganchudas de sus garras, tal como he visto hacer a un gato delante de una trampa de alambre para ratoncitos. Me arrancaba trozos de la ropa; pero por más que se estiraba, no conseguía asirme. He oído hablar de que las heridas producidas por los grandes animales carnívoros ocasionan una curiosa sensación de embotamiento. En efecto, estaba escrito que yo también lo experimentaría, porque perdí toda conciencia de mi personalidad, y la perspectiva del posible fracaso o éxito de aquel animal me producía el mismo efecto de indiferencia que sí yo estuviera contemplando un juego inofensivo. Después, mi cerebro fue alejándose de una manera insensible hasta la región de los sueños confusos en los que penetraban una y otra vez la negra cara y la roja lengua. Por ese camino me perdí en el nirvana del delirio, en el que encuentran alivio bendito todos aquellos que han llegado a un punto excesivo de sufrimiento.

Tratando posteriormente de rehacer el curso de los acontecimientos, llego a la conclusión de que debí permanecer insensible por espacio de dos horas, más o menos. Lo que me volvió una vez más en mí fue ese vivo chasquido metálico con el que se había iniciado mi terrible experiencia. Era que alguien había hecho retroceder la cerradura automática. A continuación, antes aun de que mis sentidos estuviesen lo suficientemente despiertos para comprender lo que veían, me di cuenta de que en la puerta abierta y mirando hacia el interior estaba la cara regordeta y de simpática expresión de mi primo. Sin duda alguna que el espectáculo que se le ofreció lo dejó atónito. El gato se hallaba agazapado en el suelo. Yo estaba tumbado de espaldas dentro de la jaula, en mangas de camisa, con las perneras de los pantalones desgarradas y rodeado de un gran charco de sangre. En este momento me parece estar viendo su cara de asombro iluminada por los rayos del sol matinal. Miró hacia mí una y otra vez. Luego cerró la puerta a sus espaldas y se adelantó hacia la jaula para ver si yo estaba realmente muerto.

No puedo intentar describir lo que ocurrió, porque no me hallaba en un estado como para testificar o escribir el relato de la escena. Lo único que puedo decir es que tuve conciencia súbita de que retiraba su rostro del mío y de que volvía a mirar a la bestia.

¡Vamos, querido Tommy! ¡Formalidad, querido Tommy! —gritó.

Luego se aproximó a los barrotes de la jaula, vuelto de espaldas hacia mí todavía, y

bramó:

¡Quieto, estúpido animal! ¡Quieto, te digo! ¿Es que no conoces a tu amo?

Aunque mi cerebro estaba como atontado, me vinieron súbitamente al recuerdo las palabras que me había dicho ese hombre, de que el regusto de sangre enfurecía al gato, convirtiéndolo en un demonio. Era mi sangre la que había paladeado; pero el amo iba ahora a pagar el precio de ella.

¡Apártate! —chilló—. ¡Apártate, demonio! ¡Baldwin! ¡Baldwin! ¡Oh, santo Dios!

Le oí luego caer, levantarse y volver a caer, con ruido de saco que se desgarra. Sus alaridos fueron debilitándose hasta quedar ahogados por el gruñido lacerante. Luego, cuando yo pensaba que había muerto, vi como en una pesadilla una figura ciega, hecha jirones, empapada en sangre, que corría alocada por la habitación... y ésa fue la última visión que tuve de ese hombre antes de volver a perder el conocimiento.

Tardé muchos meses en sanar; a decir verdad, no puedo decir que haya sanado todavía ni que sanaré, porque tendré que usar hasta el fin de mis días un bastón, como recuerdo de la noche que pasé con el gato del Brasil. Cuando Baldwin, el cuidador, y los demás criados acudieron a los gritos de agonía que lanzaba su amo, no pudieron contar lo que había ocurrido porque a mí me encontraron dentro de la jaula, y los restos mortales de su amo, o lo que más tarde pudieron comprobar que eran sus despojos los tenía entre sus garras la fiera que él había criado. La ahuyentaron con hierros al rojo y, por último la mataron a tiros por la ventanita de la puerta. Sólo entonces pudieron extraerme de allí. Me condujeron a mi dormitorio donde permanecí entre la vida y la muerte durante varias semanas, bajo el techo del que quiso asesinarme. Enviaron en busca de un cirujano a Clipton, e hicieron venir de Londres una enfermera. Al cabo de un mes estuve en condiciones de que me llevasen hasta la estación, y luego a mis habitaciones de Grosvenor Mansions.

Conservo de mi enfermedad un recuerdo que bien pudiera pertenecer al panorama constantemente variable creado por mi cerebro febril, si no se hubiera grabado en mi memoria de una manera tan permanente. Cierta noche, estando ausente la enfermera, se abrió la puerta de mi habitación, y una mujer alta y completamente enlutada se deslizó dentro. Se acercó hasta mi cama. e inclinó su cara cetrina hacia mí; al débil resplandor de la lamparilla vi que era la brasileña con la que mi primo estaba casado. Me miró fijamente a la cara, con una expresión mucho más amable de la que yo había conocido, y me preguntó

—¿Está usted en sí?

Contesté con una leve inclinación de cabeza, porque me sentía aún muy débil.

—Bien, pues, quería decirle que únicamente debe usted culparse a usted mismo de lo ocurrido. ¿No hice yo cuanto pude en su favor? Traté desde el primer momento de alejarlo de esta casa. Me esforcé por librarlo de él, recurriendo a todos los medios, menos al de traicionar al que era mi esposo. Yo sabía que él tenía motivo para atraerlo a esta casa, y que no lo dejaría salir de aquí con vida. Nadie conoció a ese hombre como yo, que tanto he sufrido con él. No me atreví a decirle todo esto. Me habría matado. Pero hice cuanto pude por usted. A fin de cuentas, ha sido para mí el mejor amigo que he tenido. Me ha devuelto mi libertad, cuando yo creía que sólo la muerte era capaz de traérmela. Lamento sus heridas, pero ningún reproche puede hacerme. Le dije que era usted un estúpido y, en efecto, lo ha sido.

Aquella mujer extraña y amargada se deslizó fuera de la habitación, estando escrito que no la volvería a ver jamás. Regresó a su país de origen con lo que le quedó de las riquezas de su esposo, y según noticias recibidas posteriormente, tomó el velo en Pernambuco.

Hasta pasado algún tiempo de mi regreso a Londres los médicos no dictaminaron que me encontraba en condiciones de atender mis asuntos. Esa clase de autorización no me hizo al comienzo muy feliz porque temía que sirviera de señal a un asalto en masa de mis acreedores; sin embargo, quien primero la aprovechó fue mi abogado Summers.

—Me alegra muchísimo que su señoría se encuentre tan mejorado —me dijo—. Llevo esperando mucho tiempo para presentarle mis felicitaciones.

—¿Qué quiere usted decir con eso, Summers? La cosa no está para bromas.

—Quise decir y digo —me contestó— que desde hace seis semanas es usted lord Southerton, pero no se lo hemos dicho por temor a que la noticia retrasase el curso de su recuperación.

¡Lord Southerton, es decir, uno de los pares más ricos de Inglaterra! No podía creer lo que oía. Y de pronto pensé en el plazo que había transcurrido y en que coincidía con el que yo llevaba herido.

—Según eso, lord Southerton debió fallecer, más o menos, por el tiempo en que yo resulté herido.

—Una y otra cosa ocurrieron el mismo día.

Summers me miraba fijamente al hablar, y yo estoy convencido de que había adivinado la verdadera situación, porque era hombre muy perspicaz. Calló un

momento, como si esperara de mí una confidencia; pero yo no creí que se adelantase nada dando aires a semejante escándalo familiar. Entonces él prosiguió, con la misma expresión de quien lo adivina toda:

—Sí, es una coincidencia por demás curiosa. Supongo que sabrá usted que el heredero inmediato de la fortuna era su primo Everard King. Si ese tigre lo hubiese destrozado a usted, y no a él, vuestro primo sería en este momento lord Southerton.

—Desde luego—le contesté.

¡Con cuánta pasión lo anhelaba! —dijo Summers—. He sabido casualmente que el ayuda de cámara del difunto lord Southerton estaba a sueldo de Everard King, y que le enviaba telegramas con intervalos de pocas horas para informarle del estado de salud de su amo. Esto ocurría, más o menos, por el tiempo en que usted estuvo de visita en su finca. ¿No le resulta extraño que tuviese tanto interés en estar bien informado, no siendo, como no era, el heredero inmediato?

—Sí que es muy extraño —le contesté—. Y ahora, Summers, tráigame las facturas de mis deudas y un nuevo talonario de cheques, para que empecemos a poner las cosas en orden.

LA CORBETA GLORIA SCOTT -- ARTHUR CONAN DOYLE

LA CORBETA GLORIA SCOTT

ARTHUR CONAN DOYLE

«A fe mia que dudo de que hubiera alguna vez un matadero como aquel barco.»

James Armitage

Tengo aquí unos papeles –me dijo mi amigo Sherlock Holmes, sentados una noche invernal al

lado del fuego– que creo de veras, Watson, que merecerían un vistazo suyo. Se trata de los

documentos acerca del extraordinario caso de la Gloria Scott, y éste es el mensaje que tanto

horrorizó al juez de paz Trevor cuando lo leyó.

Había sacado de un cajón un pequeño rollo de aspecto ajado y, desatando su cinta, me

entregó una breve nota garabateada en medio folio de papel gris pizarra. Decía:

«El suministro de caza para Londres aumenta sin cesar. Al guardabosque en jefe Hudson,

según creemos, se le ha pedido ahora que reciba todos los encargos de papel atrapamoscas

y que preserve la vida de vuestros faisanes hembra.»

Al levantar la vista, después de leer tan enigmático mensaje, vi que Holmes se reía de la

expresión que había en mi rostro.

–Parece un tanto desconcertado –me dijo.

–No comprendo que un mensaje como éste pueda inspirar horror. A mí me parece más

grotesco que cualquier otra cosa.

–Y no me extraña en absoluto. Sin embargo, persiste el hecho de que el lector, que era un

anciano robusto y bien conservado, se desplomó al leerlo, como si le hubieran asestado un

culatazo con una pistola.

–Excita mi curiosidad –dije–. ¿Por qué ha dicho hace un momento que habia razones muy

particulares por las que yo debería estudiar estos documentos?

–Porque fue el primer caso en el que yo intervine.

A menudo había tratado yo de saber de labios de mi compañero qué había orientado por

primera vez su mente en la dirección de la investigación criminal, pero hasta el momento

nunca le había sorprendido en una vena comunicativa. Ahora se inclinó adelante en su sillón y

extendió los documentos sobre sus rodillas. Después encendió su pipa y durante algún tiempo

permaneció sentado, fumando y hojeándolos.

–¿lNunca me ha oído hablar de Victor Trevor? –preguntó–. Fue el único amigo que tuve

durante los dos años que pasé en el colegio universitario. Yo nunca fui un individuo muy

sociable, Watson, y siempre preferí permanecer en mi habitación y desarrollar mis pequeños

métodos de pensamiento, de modo que nunca alterné mucho con los jóvenes de mi curso.

Excepto la esgrima y el boxeo, yo no tenía grandes aficiones atléticas y, además, mi línea de

estudios era muy distinta de la de los demás condiscípulos, de modo que no teníamos ningún

punto de contacto. Trevor era el único alumno al que yo conocía, y precisamente debido al

accidente ocasionado por su bull-terrier, que plantó sus dientes en mi tobillo una mañana,

cuando me dirigía a la capilla.

»Fue una manera prosaica de forjar una amistad, pero resultó efectiva. Tuve que permanecer

echado diez días, y Trevor solía venir a preguntar cómo estaba. Al principio sólo charlábamos

un par de minutos, pero sus visitas no tardaron en prolongarse y antes de que terminara el

curso éramos íntimos amigos. El era un muchacho cordial y saludable, lleno de ánimo y

energía, el extremo opuesto a mi en muchos aspectos, pero descubrimos que teníamos

algunos intereses en común, y se estableció un vinculo más cuando constaté que carecía de

amigos igual que yo. Finalmente me invitó a pasar una temporada en la casa de su padre en

Donnithorpe, Norfolk, y acepté su hospitalidad durante un mes de las vacaciones de verano.

»El viejo Trevor era, evidentemente, un hombre de buena posición y de cierta categoría, juez

de paz y terrateniente. Donnithorpe es un pequeño caserío al norte de Langmere, en la región

de los Broads. La casa era un amplio y antiguo edificio, con vigas de roble y obra de

mampostería, con una bonita avenida flanqueada por tilos que conducía hasta ella. Las

oportunidades de cazar patos silvestres en los pantanos eran excelentes, así como la pesca.

Tenía además una pequeña pero selecta biblioteca, procedente, según entendi, de un anterior

ocupante, y una cocina tolerable, de modo que muy remilgado había de ser el hombre que no

pudiera pasar allí un mes placentero.

»Trevor padre era viudo, y mi amigo era su único hijo. Oi decir que hubo una hija, pero que

murió de difteria en el curso de una visita a Birmingham. El padre me interesó

extraordinariamente. Era un hombre de poca cultura, pero con un vigor considerable tanto en

el aspecto físico como mental. Apenas había leído libro alguno, pero habla viajado

extensamente, había visto gran parte del mundo y había recordado todo lo que aprendió.

Como persona, era un hombre grueso y fornido, con una buena mata de cabellos grises, cara

morena, curtida por la intemperie, y unos ojos azules cuya agudeza lindaba en la ferocidad.

Sin embargo, gozaba de la reputtación de ser un hombre bondadoso y caritativo en toda la

comarca y era bien conocida la benignidad de sus sentencias como juez.

»Una tarde, poco después de mi llegada, saboreábamos un vasito de oporto como remate de

la cena, cuando el joven Trevor empezó a hablar acerca de aquellos hábitos de observación y

deducción que yo ya había convertido en un sistema, aunque todavía no había reconocido el

papel que habrían de desempeñar en mi vida. Evidentemente, el anciano creyó que su hijo

exageraba en su descripción de un par de hechos triviales que yo había protagonizado.

»–Vamos, señor Holmes –me dijo, riéndose con ganas–, yo soy un excelente sujeto, si es que

puede deducir algo de mí.

»–Temo que no haya gran cosa –contesté yo–. Pero podría sugerir que en los doce últimos

meses ha temido usted algún ataque personal.

»La risa desapareció de sus labios y me miró con viva sorpresa.

»–Pues es la pura verdad –dijo–. Tú ya sabes, Victor –añadió, volviéndose hacia su hijo–, que

cuando dispersamos aquella pandilla de cazadores furtivos, juraron apuñalarnos, y de hecho

sir Edward Hoby ha sido agredido. Desde entonces, yo siempre me he mantenido en guardia,

pero no tengo la menor idea de cómo puede usted saberlo.

»–Tiene un bastón muy elegante, señor Trevor –respondí–. Por la inscripción, he observado

que no hace más de un año que obra en su poder. Pero se ha tomado usted el trabajo de

agujerear su puño y verter plomo derretido en el orificio, a fin de convertirlo en un arma

formidable. He deducido que no tomaría tales precauciones si no temiera algún peligro.

»–¿Algo más? –preguntó, sonriendo.

»–En su juventud, usted practicó muchísimo el boxeo.

»–¡Ha acertado otra vez! ¿Y cómo lo ha sabido? ¿Acaso tengo la nariz algo desviada?

»–No –contesté–. Se trata de sus orejas. Presentan el aplastamiento y la hinchazón

peculiares que delatan al boxeador.

»–¿Algo más?

»–A juzgar por sus callosidades, se ha dedicado de firme a cavar.

»–Gané todo mi dinero en los campos auríferos. »–También ha estado en Nueva Zelanda.

»–De nuevo ha acertado.

»–Ha visitado Japón.

»–Cierto.

»–Y ha estado usted íntimamente asociado con alguien cuyas iniciales eran J.A., una persona

a la que después quiso olvidar por completo.

»El señor Trevor se levantó lentamente, clavó en mi sus grandes ojos azules con una mirada

extraña, desenfocada, y acto seguido se desplomó, víctima de un profundo desmayo,

sepultando la cara entre las cáscaras de nuez que cubrían el mantel.

»Puede imaginar, Watson, cuál fue la impresión que esto nos causó a su hijo y a mí. Sin

embargo, el ataque no duró mucho, y cuando le desabrochamos el cuello de la camisa y

rociamos su cara con el agua de un vaso, dio un par de boqueadas y se incorporó.

»–¡Ay, muchachos! –dijo, esforzándose en sonreír–. Espero no haberos dado un susto. Pese

a parecer tan fuerte, hay un punto débil en mi corazón y no se necesita gran cosa para

ponerme fuera de combate. No sé cómo se las arregla usted, señor Holmes, pero tengo la

impresión de que todos los detectives de la realidad y la ficción serían como chiquillos en sus

manos. Este es su camino en la vida, señor, y puede creer en las palabras de un hombre que

ha visto un poco el mundo.

»Y esta recomendación, junto con la exagerada estimación de mis facultades que la precedió,

fue, puede usted creerme, Watson, lo primero que me hizo pensar que cabía convertir en

profesión lo que hasta entonces había sido mera afición. En aquel momento, sin embargo, a

mí me preocupaba demasiado el súbito desvanecimiento de mi anfitrión para pensar en nada

mas.

»–Espero no haber dicho nada que le haya disgusado –murmure.

»–Desde luego, me ha tocado en un punto de lo más sensible. ¿Puedo preguntarle cómo lo

sabe y qué es lo que sabe?

»Hablaba en un tono como medio en broma, pero en el fondo de sus ojos todavía había una

expresión de terror.

»–No puede ser más sencillo –contesté–. Cuando se arremangó un brazo para meter aquel

pez en la barca, vi que le habían tatuado «J.A.» en el brazo. Las letras todavía eran legibles,

pero se veía bien a las claras, a juzgar por su apariencia borrosa y por el teñido de la piel a su

alrededor, que se hablan hecho esfuerzos conducentes a su desaparición. Era obvio, pues,

que en otro tiempo aquellas iniciales habían sido muy familiares y que, posteriormente, había

querido olvidarlas.

»–¡Qué vista tiene usted, señor Holmes! –exclamó con un suspiro de alivio–. Es tal como

usted dice, pero no hablaremos de ello. Entre todos los fantasmas, los de nuestros viejos

amores son los peores. Venga a la sala de billar y fume tranquilamente un cigarro.

»A partir de aquel día, y a pesar de toda su cordialidad, siempre hubo una nota de suspicacia

en la actitud del señor Trevor conmigo. Hasta su hijo se dio cuenta. «Le diste tal susto al jefe –

me dijo– que nunca más volverá a estar seguro de lo que sabes y de lo que no sabes.» Tengo

la certeza de que él se esforzaba en no manifestarlo, pero la sospecha estaba tan firmemente

arraigada en su mente que afloraba en cualquier ocasión. Finalmente, llegué a estar tan

convencido de que le causaba tal inquietud que di por concluida mi visita. Pero el mismo día

de mi partida, antes de marcharme, ocurrió un incidente que después demostraría tener su

importancia.

»Estábamos sentados los tres en sillas del jardín y sobre el césped, tomando el sol y

admirando la vista a través de los Broads, cuando salió la sirvienta para decir que ante la

puerta había un hombre que deseaba ver al señor Trevor.

»–¿Cuál es su nombre? –preguntó mi anfitrión.

»–No ha querido dar ninguno.

»–~Qué quiere, pues?

»–Dice que usted lo conoce y que sólo desea unos momentos de conversación.

»–Hazle pasar aquí.

»Un momento después apareció un hombrecillo apergaminado, con una actitud servil y unos

andares bamboleantes. Llevaba una chaqueta abierta, con una gran salpicadura de alquitrán

en la manga, una camisa a cuadros rojos y negros, pantalones de tela basta y unas recias

botas desgastadas. Tenía un rostro moreno, enjuto y sagaz, con una perpetua sonrisa que

mostraba una línea irregular de dientes amarillos, y sus manos arrugadas estaban cerradas a

medias, de un modo que es distintivo de los marineros. Al acercarse, encorvado, a través del

césped, oi que la garganta del señor Trevor producía un ruido semejante a un hipo y,

abandonando de un salto su silla, corrió precipitadamente hacia la casa. Volvió al cabo de

unos momentos y, al pasar junto a mi, mi olfato captó una intensa vaharada de brandy.

»–Y bien, buen hombre –dijo–, ¿qué puedo hacer por usted?

»El marinero le miraba con ojos entrecerrados y con la misma e incesante sonrisa en su faz.

¿me conoce? –le preguntó.

»–¡Vaya, hombre! ¡Pero si es Hudson! –exclamó el señor Trevor en un tono de sorpresa.

»–Y Hudson soy, señor –dijo el marinero–. Es que han pasado más de treinta años desde la

última vez que le vi. Y aquí está usted en su casa, y yo comiendo todavía mi tasajo sacado del

barril de a bordo.

»–Tranquilo, hombre, pues verás que no he olvidado tiempos ya lejanos – dijo el señor Trevor

y, avanzando hacia el marinero, le murmuró algo en voz baja. A continuación, y en voz alta

añadió–: Ve a la cocina, allí te darán comida y bebida. Y no me cabe duda de que te

encontraré un empleo.

»–Gracias, señor –repuso el marinero, llevándose la mano a la visera de la gorra–. Llevaba ya

dos años en un vapor de cabotaje que no pasaba de los ocho nudos, y además con poca

tripulación, y deseo tomarme un descanso. Pensé que lo conseguiría, ya fuera con el señor

Beddoes o con usted.

»–¡Ah! –gritó el señor Trevor–. ¿Sabes dónde está el señor Beddoes?

»–Por favor, señor, yo sé dónde están todos mis viejos amigos –dijo el hombre con una

sonrisa siniestra, y se deslizó tras la sirvienta en dirección a la cocina.

»El señor Trevor murmuró algo acerca de haber navegado junto con aquel hombre cuando

volvió de las minas. Después entró en la casa, dejándonos a los tres fuera. Al entrar nosotros

una hora más tarde, lo encontramos borracho perdido, echado en el sofá de la sala de estar.

Todo el incidente dejó en mi mente una impresión desagradable. Al día siguiente no me dolió

abandonar Donnithorpe, pues pensaba que mi presencia podía ser motivo de embarazo para

mi amigo.

»Esto ocurrió durante el primer mes de las vacaciones de verano. Yo volví a mis habitaciones

de Londres, donde pasé siete semanas dedicado a unos experimentos de química orgánica.

Un día, sin embargo, cuando el otoño ya estaba bastante avanzado y las vacaciones tocaban

a su fin, recibí un telegrama de mi amigo en el que me rogaba que volviera a Donnithorpe a fin

de recabar mi consejo y ayuda.

»Me recibió con el dog cart en la estación, y comprendí al primer vistazo que en los dos

últimos meses le hablan sometido a dura prueba. Había adelgazado y se notaba que le

agobiaba alguna inquietud, pues había perdido aquella actitud amable y jovial que tanto le

caracterizaba.

»–El jefe se está muriendo –fueron sus primeras palabras.

»–¡Imposible! –grité–. ¿Qué le ocurre?

»–Apoplejia. Un choque nervioso. Todo el día ha estado al borde del final. Dudo de que lo

encontremos con vida.

–Como puede imaginar, Watson, me sentí horrorizado por esta noticia inesperada.

»–¿Cuál ha sido la causa? –pregunté. »–Ah, ésta es la cuestión. Sube y podremos comentarlo

durante el trayecto. ¿Recuerdas aquel individuo que llegó la tarde anterior a tu partida?

»–Perfectamente.

»–¿Sabes a quién dejamos entrar en casa aquel día?

»–No tengo ni la menor idea.

»–¡Era el Diablo, Holmes! –exclamo.

»Lo miré estupefacto.

»- Si era el Diablo personificado. Desde entonces no hemos tenido ni una hora de paz, ni una

sola. Desde aquella tarde, el jefe ya no volvió a levantar cabeza, y ahora le ha sido arrebatada

la vida y se le ha partido el corazón, todo debido a ese maldito Hudson.

»–¿Qué poder tiene, pues?

»–¡Ah, esto es lo que yo desearla saber a cualquier precio! ¡El bueno del jefe, tan amable y

caritativo! ¿Cómo pudo caer en las manos de semejante rufián? Pero me alegra tanto que

hayas venido, Holmes... Confio muchísimo en tu buen juicio y en tu discreción, y sé que me

darás el mejor consejo.

»Avanzábamos a lo largo de la lisa y blanca carretera rural, y ante nosotros brillaba el largo

tramo de los Broads bajo la luz roja del sol poniente. En una arboleda a nuestra izquierda, ya

podía ver las altas chimeneas y el mástil de la bandera que señalaban la mansion del squire.

»–Mi padre nombró jardinero a aquel tipo –explicó mi compañero– y después, ya que esto no

le satisfizo, lo ascendió a mayordomo. Parecía como si la casa estuviera a su merced; la

recorría y hacia en ella cuanto se le antojaba. Las criadas se quejaron de su afición a la

bebida y de su lenguaje soez, y mi padre les aumentó el sueldo a todas para compensarles de

estas molestias. Aquel individuo utilizaba la barca y la mejor escopeta de mi padre, y se

regalaba con pequeñas cacerías. Y todo esto lo hacía con una cara tan insolente y burlona

que, si hubiera sido un hombre de mi edad, veinte veces le hubiera tumbado de un puñetazo.

Te aseguro, Holmes, que en todo momento me he sometido a un férreo control, pero ahora

me pregunto si no hubiera obrado mucho mejor abandonándome un poco más a mis impulsos.

»Pues bien, entre nosotros las cosas fueron de mal en peor, y ese animal de Hudson se

mostró cada vez más entrometido, hasta que un día, al contestar con insolencia a mi padre en

mi presencia, lo agarré por un hombro y lo expulsé de la habitación. Se retiró con un rostro

lívido y unos ojos ponzoñosos, que proferían más amenazas de las que hubiese podido

pronunciar su lengua. No sé qué ocurrió entre mi pobre padre y él después de esto, pero papá

me llamó el día siguiente y me preguntó si no podía yo ofrecer mis excusas a Hudson. Como

puedes imaginar, me negué y a la vez in-uirí cómo podía permitir mi padre que semejante

granuja se tomara tantas libertades con él y con el personal de la casa.

»–Ah, muchacho –me dijo–, hablar cuesta muy poco, pero tú no sabes cuál es mi situación.

Sin embargo, lo sabrás, Victor. Yo me ocuparé de que lo sepas, ocurra lo que ocurra. ¿Verdad

que no crees que tu pobre y viejo padre haya cometido nada malo?

»Estaba muy emocionado y se encerró todo el día en el estudio donde, como pude ver a

través de la ventana, escribía afanosamente.

«Aquella tarde se produjo lo que a mí me representó un gran alivio, pues Hudson nos anunció

que iba a dejarnos. Entró en el comedor, donde nosotros estábamos sentados después de

cenar, y manifestó su intención con la voz pastosa del hombre medio bebido.

»–Ya estoy harto de Norfolk –dijo–. Me iré a casa del señor Beddoes, en el Hampshire. Sé

que se alegrará tanto como usted cuando me vea.

«–Espero que no irás a marcharte enfadado, Hudson –dijo mi padre con una docilidad que

hizo hervir mi sangre en las venas.

»–No me han sido presentadas excusas –replicó él, ceñudo y mirando en mi dirección.

»–Victor, ¿no reconoces que has tratado con dureza a este buen hombre? – preguntó mi

padre, volviéndose hacia mi.

»–Muy al contrario, creo que los dos hemos mostrado con él una paciencia extraordinaria –

repuse.

» ¿Ah, sí, conque éstas tenemos? –gruñó Hudson–. Pues muy bien, hombre. ¡Ya nos

ocuparemos de esto!

«Salió del comedor con la cabeza gacha y media hora más tarde abandonó la casa, dejando a

mi padre en un estado de penoso nerviosismo. Noche tras noche, le oía pasear por su

habitación, y precisamente, cuando ya empezaba a recuperar la confianza en si mismo, cayó

por fin el golpe sobre él.

»–¿Y cómo fue? –inquirí con afán.

»–Del modo más extraordinario. Ayer por la tarde llegó una carta destinada a mi padre con el

matasellos de Fordingbridge. Mi padre la leyó, se llevó ambas manos a la cabeza y empezó a

caminar por la habitación, describiendo pequeños círculos, como el hombre que ha perdido

los sentidos. Cuando por fin le hice echarse en un sofá, su boca y sus párpados se habían

desviado a un lado y comprendí que había sufrido un ataque de apoplejía. El doctor Fordham

vino en seguida y acostamos a mi padre, pero hoy la parálisis ha aumentado y no da señales

de recuperar el conocimiento. Creo muy difícil que aún lo encontremos vivo.

»–¡Me horrorizas, Trevor! –exclamé–. ¿Qué podía haber leído en aquella carta, para que

causara un resultado tan espantoso?

»–Nada. Y esto es lo inexplicable del asunto. El mensaje era tan absurdo como trivial. ¡Ah,

Dios mío, como yo temía!

»Mientras hablaba enfilamos la curva de la avenida de entrada y, a la luz mortecina, vimos

que todas las persianas de la casa estaban echadas. Corrimos hacia la puerta, y el semblante

de mi amigo se convulsionó por el dolor al ver aparecer en el umbral un caballero vestido de

negro.

»–¿Cuándo ha ocurrido, doctor? –preguntó Trevor.

»–Casi inmediatamente después de marcharse usted.

»–¿Recobró el conocimiento?

»–Por unos momentos antes del final.

»–¿Algún mensaje para mí?

»–Sólo que los papeles están en el cajón posterior del armario japonés.

»Mi amigo subió con el doctor a la cámara mortuoria, mientras yo permanecía en el estudio,

dando al asunto vueltas y más vueltas en mi cabeza y sintiéndome más apenado que en

ningún otro instante de mi vida. ¿Cuál debía ser el pasado de Trevor, pugilista, viajero y

buscador de oro, que se había puesto en manos de aquel marinero de rostro patibulario? ¿Por

qué, asimismo, había de desmayarse ante una alusión a las iniciales medio borradas en su

brazo, y morirse de miedo al recibir una carta de Fordingbridge? Recordé entonces que

Fordingbridge estaba en el Hampshire, y que aquel señor Beddoes, al que había ido a visitar

el marinero, y presumiblemente a extorsionarle, también había sido mencionado como

residente en el Hampshire. Por consiguiente, la carta o bien podía proceder de Hudson, el

marinero, para anunciar que había traicionado el culpable secreto que parecía existir, o bien

haber sido escrita por Beddoes, a fin de advertir a un antiguo confederado sobre la inminencia

de esta delación. Hasta aquí la cosa parecía bastante clara. Pero en este caso, ¿cómo podía

el mensaje ser trivial y grotesco, tal como lo describía el hijo? Debía de haberlo interpretado

mal. Y si era así, bien podía tratarse de uno de aquellos códigos secretos que quieren decir

una cosa mientras aparentan decir otra. Yo tenía que leer esa carta. Si había en ella un

significado oculto, yo confiaba en poder desentrañarlo.

Durante una hora permanecí sentado, meditando al respecto en la semioscuridad, hasta que

finalmente una sirvienta llorosa trajo una lámpara. La seguía mi amigo Trevor, que entró

pálido pero sereno, con estos mismos papeles que ahora tengo sobre mis rodillas. Se sentó

ante mí, acercó la lámpara al borde de la mesa y me entregó una breve nota escrita, como ve

usted, en una sola cuartilla de color gris. Decía: «El suministro de caza para Londres aumenta

sin cesar. Al guardabosque en jefe Hudson, según creemos, se le ha pedido ahora que reciba

todos los encargos de papel atrapamoscas y que preserve la vida de vuestros faisanes

hembra.

»Le aseguro que en mi cara se reflejó el mismo asombro que en la suya cuando leí por

primera vez este mensaje. Acto seguido lo releí cuidadosamente. Era, evidentemente, lo que

había pensado yo, y una segunda versión había de ocultarse en esa extraña combinación de

palabras. ¿Y no podía ser que tuviera un significado ya previamente convenido en palabras

tales como «papel atrapamoscas’» y «faisanes hembra»? Este significado sería arbitrario y de

ningún modo se le podría deducir. Sin embargo, me sentía poco inclinado a creer que fuera

éste el caso, y la presencia del nombre «Hudson» parecía indicar que el tema del mensaje era

el que yo había sospechado, y que procedía de Beddoes más bien que del marinero. Probé la

lectura hacia atrás, pero los resultados nada tenían de alentadores. A continuación probé con

palabras alternativas, pero tampoco pareció que el sistema prometiera aportar alguna luz. Y a

continuación, en un instante, tuve en mis manos la clave del enigma, pues vi que cada tercera

palabra, comenzando por la primera, construía un mensaje que bien podía llevar al viejo

Trevor a la de-sesperación: «El juego ha terminado. Hudson lo ha contado todo. Huye para

salvar tu vida.»1

1. (N. del T.) El código es intraducible, pues para aplicar la clave habría que cambiar el

texto del mensaje, al cual se sigue haciendo referencia más adelante. Sin embargo, para

aquellos lectores aficionados a descifrar códigos secretos, creo conveniente transcribir

el mensaje completo en su versión original inglesa, así como el verdadero texto ya

descifrado: The supply of game lar London is going steadily op. Head-keeper Hudson,

we bel ieve, has been now told to rece ive al! orders lar lly-paper and lar preservation of

your hm pheasants li/e.

Y anotando cada tercera palabra, a partir de la primera, el resultado es el siguiente: The

garne is up. Hudson has told al!. Fly lar your life.»

»Victor Trevor hundió el rostro entre sus manos temblorosas.

»–Ha de ser esto, supongo –dijo–. Y esto es peor que la muerte, porque significa también el

deshonor. Pero, ¿cuál es el significado de ese «guardabosque» y esos «faisanes hembra»?

»–Nada significan para el mensaje, pero podrían representar mucho para nosotros si no

tuviéramos otros medios para descubrir al remitente. El ha empezado por escribir: «El...

juego... ha...», y así sucesivamente. Y después, para ajustarse al código acordado, ha tenido

que meter dos palabras en cada espacio vacío. Como es natural, utilizó las primeras palabras

que acudieron a su mente, y por haber entre ellas tantas que hacen referencia al deporte de la

caza, cabe tener la tolerable seguridad de que o bien es un apasionado de la caza o tiene

interés por la cría de animales. ¿Tú sabes algo de ese Beddoes?

»–Ahora que lo mencionas –me contestó–, recuerdo que mi pobre padre recibía cada otoño

una invitación suya para ir a cazar en su vedado.

»-Entonces es indudable que la nota procede de él –dije–. Sólo nos queda descubrir qué es

este secreto que el marinero blandía sobre las cabezas de estos dos hombres ricos y

respetados.

»–Por desgracia, Holmes, mucho me temo que sea un pecado vergonzoso –manifestó mi

amigo–. Mas para ti yo no tengo secretos. He aquí la declaración que escribió mi padre

cuando supo que el peligro por parte de Hudson se habla hecho inminente. La encontré en el

armario japonés, tal como se lo dijo él al doctor. Léemela tu mismo, pues yo no tengo fuerzas

ni valor para hacerlo.

–Estos son los mismos documentos, Watson, que él me entregó, y ahora se los leeré a usted

tal como aquella noche se los leí a él en el viejo estudio. Como ve, hay un título bastante

explícito: «Detalles del viaje de la corbeta Gloria Scott desde que zarpó de Falmouth el 8 de

octubre de 1855, hasta su destrucción en latitud Norte 150 20’, longitud Oeste 250 14’, el 6 de

noviembre.» Está presentado en forma de carta y dice lo siguiente:

«Mi querido, queridísimo hijo... Ahora, cuando una inminente desgracia empieza a oscurecer

los últimos años de mi vida, puedo escribir con toda veracidad y sinceridad que no es el temor

a la ley, ni la pérdida de mi posición en el condado, ni tampoco mi caída a los ojos de todos

aquellos que me han conocido lo que más destroza mi corazón, sino la idea de que tengas

que sonrojarte por mi culpa... tú, que me quieres y que rara vez, quiero esperarlo, has tenido

motivo para no respetarme. Pero si cae el golpe que desde siempre me está amenazando,

entonces desearía que leyeras esto para que sepas a través de mi hasta qué punto se me

puede culpar. Por otra parte, si todo va bien (¡Así quiera concederlo Dios Todopoderoso!) y si

por azar este papel todavía pudiera ser destruido y cayera en tus manos, por la memoria de tu

querida madre y por el amor que existe entre nosotros, arrójalo al fuego y nunca más vuelvas

a dedicarle un solo pensamiento.

En cambio, si tus ojos recorren estas líneas, ello querrá decir que habré sido denunciado y

arrebatado de mi casa, o bien, lo que será más probable, pues ya sabes que tengo un

corazón débil, que yaceré con mi lengua sellada para siempre por la muerte.

Mi nombre, querido hijo, no es Trevor. Yo era James Armitage en mis años mozos, y ahora

comprenderás la impresión que me causó hace unas semanas, que tu amigo del colegio me

dirigiera unas palabras que daban a entender que había penetrado en mi secreto. Como

Armitage entré a trabajar en un banco de Londres. También como Armitage fui acusado de

quebrantar las leyes de mi país y sentenciado a la deportación. No me juzgues con dureza,

hijo mío: me vi obligado a pagar lo que se llama una deuda de honor y, para hacerlo, empleé

dinero que no era mío, seguro de que podría devolverlo antes de que hubiera la posibilidad de

que lo echaran en falta. Pero me persiguió el más atroz de los infortunios, el dinero con el que

yo había contado nunca llegó a mis manos, y una prematura revisión de las cuentas bancarias

reveló mi desfalco. Mi caso hubiera podido ser juz-gado con benevolencia, pero hace treinta

años las leyes eran aplicadas con mayor dureza que ahora, y el día en que cumplía veintitrés

años me vi encadenado, como cualquier delincuente y junto con otros treinta y siete

presidiarios, en el entrepuente de la Gloria Scott, con destino a Australia.

Corría el año 1855. La guerra de Crimea estaba en su apogeo y los viejos barcos destinados

a los presidiarios eran utilizados en su mayor parte como transporte en el mar Negro. Por

consiguiente, el gobierno se veía obligado a emplear embarcaciones más pequeñas y menos

adecuadas para enviar a ultramar sus presidiarios. La Gloria Scott había transportado té de

China, pero era un buque anticuado, de proa roma y gran manga, y los nuevos clippers lo

habían arrinconado. Desplazaba 500 toneladas y, además de sus treinta y ocho presidiarios,

llevaba a bordo una tripulación de veintiséis hombres, dieciocho soldados, un capitán, tres

pilotos, un médico, un capellán y cuatro guardianes. En total, casi un centenar de almas

íbamos a bordo cuando zarpamos de Falmouth.

Los tabiques entre las celdas de los presidiarios, en vez de ser de grueso roble, como es

usual en los barcos que transportan presidiarios, eran bastante delgados y frágiles. El preso

contiguo, en dirección a popa, ya me había llamado la atención cuando recorrimos el muelle.

Era un hombre joven, de cara blanca e imberbe, nariz larga y delgada, y mandíbula bastante

poderosa. Mantenía la cabeza airosamente alta, caminaba con un cierto contoneo y

destacaba, sobre todo, por su extraordinaria altura. No creo que ninguno de nosotros le

llegara al hombro; estoy seguro de que no medía menos de seis pies y medio. Resultaba

extraño ver entre tantos rostros tristes y ajados una faz tan llena de energía y determinación.

Su visión fue para mí como la de una reconfortante hoguera en plena tormenta de nieve. Me

alegré al descubrir que era mi vecino, y todavía más cuando, en plena noche, oi un susurro

junto a mi oído y observé que se las había arreglado para abrir un orificio en la delgada tabla

que nos separaba.

–Hola, compañero –me dijo–. ¿Cómo te llamas? ¿Por qué estás aquí?

Se lo dije y pregunté, a mi vez, con quién hablaba.

–Soy Jack Prendergast –me contestó–, y por todos los cielos te aseguro que aprenderás a

bendecir mi nombre antes de lo que tarda en cantar el gallo.

Yo recordaba haber oído hablar de su caso, pues había causado una sensación enorme en

todo el país, poco antes de mi propio arresto. Era hombre de buena familia y de una gran

capacidad, pero con hábitos torcidos e incurables, y que, mediante un ingenioso sistema de

fraude, habla obtenido sumas enormes de los principales comerciantes de Londres.

¡Ajá! ¿Conque recuerdas mi caso? –exclamó con orgullo.

Y muy bien, por cierto.

–Entonces tal vez recuerdes algo extraño en él.

–¿El qué?

Yo me había hecho casi con un cuarto de millón, ¿no es así?

–Así se dijo.

-Pero no se recuperó ni un céntimo, ¿verdad?

-No.

-Bien, ¿y dónde crees que está el botín? –inquirió.

-No tengo ni la menor idea.

-Pues aquí, entre mi pulgar y el índice –me aseguró-. Por Dios que tengo más libras a mi

nombre que tu pelos en la cabeza. Y si tienes dinero, hijo mío, y sabes cómo manejarlo y

hacerlo circular, ¡puedes lograr cualquier cosa! Y no irás a creer que un hombre que puede

hacer cualquier cosa se dispone a gastar el asiento de sus pantalones sentado en la apestosa

bodega de un mohoso carguero de las costas de China, infestado por las ratas y las

cucarachas, y semejante a un ataud viejo y putrefacto. No, señor, un hombre como yo cuidará

de sí mismo y cuidará de sus amigos. ¡Puedes estar seguro de ello! Tú confía en él, y tan

cierto como la Biblia que él te sacará adelante.

Tal era su manera de hablar y, al principio, creí que nada significaba, pero al cabo de un

tiempo, cuando me hubo puesto a prueba y juramentado con toda la solemnidad posible, me

dio a entender que habia realmente una conspiración para apoderarse del barco. Una docena

de presidiarios lo habían tramado antes de subir a bordo; Prendergast era el jefe, y su dinero

era el factor motivador.

–Yo tenía un asociado –me dijo–, un hombre de rara valía y tan leal como la culata de un fusil

al cañón del mismo. Se ordenó como sacerdote, ¿y dónde crees que se encuentra en este

momento? Pues bien, es el capellán de este barco... ¡Nada menos que el capellán! Subió a

bordo con un abrigo negro y sus papeles en orden, y en su caja lleva dinero suficiente para

comprar este trasto desde la quilla hasta lo alto del palo mayor. La tripulación es suya en

cuerpo y alma. Pudo comprarla a tanto la gruesa con descuento por pago al contado, y lo hizo

incluso antes de que firmaran el conocimiento de embarque. Cuenta con dos de los

guardianes y con Mercer, el segundo oficial, y conseguiría al propio capitán si creyese que

valía la pena.

–¿Qué hemos de hacer, pues? –pregunté.

–¿Qué te figuras? –repuso–. Vamos a hacer que las casacas de estos soldados se vuelvan

más rojas que cuando las cortó el sastre.

–Pero ellos están armados –alegué.

–Y también lo estaremos nosotros, muchacho. Hay un par de pistolas para cada hijo de madre

de los nuestros, y si no podemos apoderarnos de este barco con una tripulación que nos

respalde, valdrá más que nos manden a todos a un pensionado de señoritas. Habla esta

noche con tu vecino de la izquierda y entérate de si se puede confiar en él.

Así lo hice, y averigüé que era un joven en una situación muy semejante a la mía, cuyo delito

había sido el de falsificación. Se llamaba Evans, pero después cambió de nombre, igual que

yo, y hoy es un hombre rico y próspero en el sur de Inglaterra. Estaba más que dispuesto a

unirse a la conspiración, como único medio para salvarnos, y antes de haber cruzado el golfo

de Vizcaya sólo dos de los presidiarios no estaban enterados del secreto. Uno de ellos era un

débil mental en el que no nos atrevimos a confiar; el otro padecía una ictericia y no podía

sernos de ninguna utilidad.

En realidad, desde el primer momento no hubo nada que pudiera impedirnos tomar posesión

del navío. La tripulación la formaban un grupo de rufianes, especialmente elegidos para el

trabajo. El supuesto capellán entraba en nuestras celdas para exhortarnos, equipado con un

maletín negro en apariencia lleno de folletos religiosos, y tan a menudo nos visitaba que el

tercer día cada uno de nosotros ya había ocultado al pie del camastro una lima, un par de

pistolas, una libra de pólvora y veinte postas. Dos de los guardianes eran agentes de

Prendergast y el segundo oficial era su mano derecha. El capitán, los otros dos oficiales, el

doctor y el teniente Martin y sus dieciocho soldados, era a todo lo que deberíamos

enfrentarnos. No obstante, pese a esta providencia, decidimos no descuidar ninguna

precaución y efectuar nuestro ataque de repente y por la noche. Sin embargo, se produjo

antes de lo que esperábamos y del modo siguiente:

Una tarde, alrededor de la tercera semana después de nuestra partida, el doctor había bajado

para visitar a uno de los presidiarios que estaba enfermo y, al poner la mano en la parte

inferior del catre, palpó el perfil de las pistolas. Si hubiera guardado silencio, habría po-dido

enviarlo todo al traste, pero era un hombrecillo nervioso y lanzó una exclamación de sorpresa,

y se puso tan pálido que el otro supo al instante lo que ocurría y lo inmovilizó. Fue

amordazado antes de que pudiera dar la alarma y atado a la cama. Había dejado abierta la

puerta que conducía a cubierta y por ella salimos todos precipitadamente. Los dos centinelas

fueron abatidos a tiros y también un cabo que acudió corriendo para saber qué ocurría. Había

otros dos soldados ante la puerta del salón, mas al parecer sus mosquetes no estaban

cargados, ya que no llegaron a disparar contra nosotros, y ambos fueron acribillados a

balazos mientras trataban de calar sus bayonetas. Corrimos entonces hacia el camarote del

capitán, pero al abrir la puerta se oyó una detonación en el interior y lo encontramos con la

cabeza apoyada en el mapa de Atlántico, sujeto con chinchetas a la mesa, y con el capellán

junto a él, con una pistola humeante en su mano. Los dos oficiales habían sido hechos

prisioneros por la tripulación y la situación parecía totalmente dominada.

El salón era contiguo al camarote; entramos en él y nos acomodamos en sus bancos,

hablando todos a la vez, pues nos enloquecía la sensación de gozar nuevamente de libertad.

Había armarios a nuestro alrededor, y Wilson, el falso capellán, descerrajó uno de ellos y sacó

una docena de botellas de jerez. Rompimos sus golletes, vertimos el vino en vasos y los

estábamos apurando, cuando de pronto, sin la menor advertencia, llegó el rugido de los

mosquetes a nuestros oídos y el salón se llenó de humo, hasta el punto que no podíamos ver

a través de la mesa. Wilson y otros ocho hombres se retorcían en el suelo, unos sobre otros; y

la sangre y el jerez añejo sobre aquella mesa todavía me enferman cuando pienso en ello.

Tanto nos intimidó aquella visión, que creo que nos hubiéramos dado por vencidos de no

haber sido por Prendergast, que bramó como un toro y se precipitó hacia la puerta con todos

los supervivientes pisándole los talones. Nos habían disparado a través de las lumbreras

entreabiertas del salón. Salimos a cubierta y allí, a popa, se encontraban el teniente y diez de

sus hombres. Nos lanzamos sobre ellos antes de que consiguieran cargar de nuevo sus

mosquetes; se defendieron con coraje, pero pudimos con ellos y, cinco minutos después, todo

había terminado. A fe mía que dudo que hubiera un matadero como aquel barco. Prendergast

parecía un demonio enfurecido y agarró a los soldados como si fueran chiquillos y los arrojó

por la borda, vivos o muertos. Había un sargento con terribles heridas y, sin embargo, se

mantuvo a nado durante un tiempo sorprendente, hasta que alguien tuvo la misericordia de

volarle la tapa de los sesos. Cuando terminó la refriega, no quedaba con vida ninguno de

nuestros enemigos, excepto los guardianes, los oficiales y el doctor.

Precisamente por causa de ellos se produjo la gran disputa. Muchos de nosotros nos

dábamos por satisfechos con la recuperación de nuestra libertad y no deseábamos cargar con

asesinatos nuestras conciencias. Una cosa era tumbar a los soldados armados y otra

presenciar cómo se mataban hombres a sangre fría. Ocho de nosotros, cinco presidiarios y

tres marineros, dijimos que no queríamos presenciar semejante atrocidad, pero no hubo

manera de convencer a Prendergast y sus seguidores. Dijo que nuestra única probabilidad de

salvación radicaba en efectuar un trabajo a fondo, y que no dejaría una sola lengua capaz de

hablar más tarde en el estrado de los testigos. A punto estuvimos de correr la misma suerte

de los rehenes pero finalmente Prendergast dijo que, si queríamos, podíamos quedarnos con

un bote de salvamento y largarnos. Aceptamos en el acto, pues ya estábamos hartos de

tantos sucesos sangrientos y sabíamos que las cosas no harían sino empeorar. Nos

entregaron un traje de marinero a cada uno, dos barriles de agua y otros dos, uno de tasajo y

otro de galleta, y una brújula. Prendergast nos arrojó una carta de navegación, nos dijo que

éramos marineros cuyo buque había naufragado en los 50 lat. N y 250 long. O, y después

cortó la amarra y nos dejó marchar.

Y ahora, mi querido hijo, viene la parte más sorprendente de mi historia. Durante la rebelión,

los marineros, para inmovilizar el barco, habían puesto en facha la vela del trinquete, pero

ahora, mientras nos alejábamos de ellos, la izaron de nuevo y, puesto que soplaba un suave

viento del nordeste –los alisios–, la corbeta empezó a distanciarse lentamente de nosotros.

Nuestro bote subía y bajaba a merced del monótono oleaje, y Evans y yo, que éramos los

más cultos del grupo, estábamos sentados a popa calculando nuestra posición y planeando

hacia qué costa de Africa podíamos dirigirnos. Era una cuestión peliaguda, ya que cabo Verde

quedaba sólo a unas quinientas millas al noreste y Sierra Leona a unas setecientas al este.

En resumidas cuentas, visto que soplaban a favor los vientos alisios, pensamos que la mejor

opción sería Sierra Leona, y pusimos rumbo en esta dirección, cuando la corbeta casi

ocultaba ya su casco a estribor. De pronto, mientras la estábamos mirando, vimos que

brotaba de ella una densa columna de humo, que se cernió sobre el horizonte como un árbol

monstruoso. Unos segundos más tarde, una explosión retumbó como un trueno en nuestros

oídos y, cuando la humareda se disipó un poco, no vimos ni rastro de la Gloria Scott. Instantes

después, viramos en redondo y remamos con todas nuestras fuerzas hacia el lugar donde el

humo que aún flotaba sobre el agua marcaba la escena de la catástrofe.

Pasó una larga hora antes de que llegáramos a ella y al principio temimos que fuera

yademasiado tarde para salvar a alguien. Un bote hecho astillas y varias jaulas de embalaje y

restos de la arboladura, que se balanceaban sobre las olas, nos señalaron dónde se había ido

a pique la corbeta. Al no advertir indicios de vida perdimos toda esperanza, y ya nos

alejábamos cuando oímos un grito de auxilio y vimos a cierta distancia unos restos del

naufragio, con un hombre tendido sobre ellos. Cuando lo subimos a bordo de nuestro bote,

resultó ser un marinero llamado Hudson, tan exhausto y lleno de quemaduras que hasta la

mañana siguiente no pudo contarnos lo ocurrido.

Al parecer, después de marcharnos nosotros, Prendergast y su pandilla se habían dedicado a

dar muerte a los restantes rehenes: el tercer oficial y los dos guardianes fueron muertos a tiros

y arrojados por la borda. Seguidamente, Prendergast bajó al entre-puente y con sus propias

manos degolló al infortunado cirujano. Sólo quedaba el primer oficial, un hombre audaz y

decidido que, cuando vio al presidiario acercarse a él con el cuchillo ensangrentado en la

mano, se desprendió de sus ligaduras que de algún modo había conseguido aflojar y,

echando a correr por la cubierta, se precipitó hacia la bodega de popa.

Una docena de presidiarios que bajaron pistola en mano en pos de él, lo encontraron con una

caja de cerillas en la mano, sentado junto a un barril de pólvora abierto, uno del centenar que

había a bordo, y jurando que los haría volar a todos por los aires si se le molestaba. Un

instante después se produjo la explosión, aunque Hudson creía que fue causada por la bala

mal dirigida de uno de los presidiarios y no por la cerilla del oficial. Pero cualquiera que fuese

la causa, significó el fin de la Gloria Scott y de la chusma que se había apoderado de la

corbeta.

Tal es, mi querido hijo, la historia de ese terrible asunto en el que me vi envuelto. El día

siguiente nos recogió el bergantín Hodspur, con destino a Australia, cuyo capitán no tuvo

dificultad en creer que éramos los supervivientes de un barco de pasaje que se había ido a

pique. La Gloria Scott fue considerada por el Almirantazgo como perdida en alta mar, y ni una

sola palabra se ha sabido jamás acerca de su verdadero sino. Tras un viaje excelente, el

Hodspur nos desembarcó en Sidney, donde Evans y yo cambiamos nuestros nombres y nos

dirigimos a las excavaciones en busca de oro, donde, entre la multitud allí concentrada,

procedente de todas las naciones, no tuvimos la menor dificultad en perder nuestras

anteriores identidades.

No es necesario que relate el resto. Prosperamos, viajamos, volvimos a Inglaterra como ricos

colonos, y adquirimos propiedades rurales. Durante más de veinte años hemos llevado una

existencia pacífica y útil, y esperábamos que nuestro pasado estuviera enterrado para

siempre. Imagina, pues, mis sentimientos cuando en el marinero que nos vino a ver reconocí

al instante al hombre que habíamos salvado del naufragio. De alguna manera había

averiguado nuestro paradero y estaba dispuesto a vivir a expensas de nuestro miedo.

Comprenderás ahora por qué me esforcé en vivir en paz con él, y hasta cierto punto

compartirás conmigo los temores que me invaden, después de que se haya alejado de mí e

ido en busca de otra víctima con amenazas en su boca.

Debajo había escrito con una mano tan temblorosa que el texto apenas resultaba legible:

«Beddoes escribe en clave que H. lo ha contado todo. ¡Que el Señor se apiade de nuestras

almas!»

–Tal fue la narración que aquella noche le leí al joven Trevor, y yo creo, Watson, que, dadas

las circunstancias, era de lo más dramático. El buen muchacho se quedó con el corazón

destrozado a causa de ella y se marchó a las plantaciones de té de Terai, donde, según he

oído decir, se defiende bien. En cuanto al marinero y a Beddoes, nunca más se volvió a saber

de ellos desde el día en que fue escrita la carta de advertencia. Ambos desaparecieron

absolutamente. La policía no recibió ninguna denuncia, de modo que Beddoes juzgó como un

hecho lo que era tan sólo una amenaza. A Hudson se le había visto acechar furtivamente en

las cercanías, y la policía llegó a creer que había liquidado a Beddoes y a continuación había

huido. Por mi parte, creo que la verdad fue exactamente lo opuesto. Considero como lo más

probable que Beddoes, movido por la desesperación y creyéndose ya traicionado, se vengó

de Hudson y huyó del país con todo el dinero al que pudo echar mano. Tales son los hechos

del caso, doctor, y si resultan de alguna utilidad para su colección, le aseguro que los pongo

gustosamente a su disposición.

º