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lunes, 27 de mayo de 2013

Sir Arthur Conan Doyle - EL HOMBRE DEL LABIO RETORCIDO



Sir Arthur Conan Doyle


EL HOMBRE DEL LABIO RETORCIDO





EL HOMBRE DEL LABIO RETORCIDO
Sir Arthur Conan Doyle


Isa Whitney, hermano del difunto Elías Whitney, D. D., di­rector del Colegio de Teología de San Jorge, era adicto perdi­do al opio. Según tengo entendido, adquirió el hábito a causa de una típica extravagancia de estudiante: habiendo leído en la universidad la descripción que hacía De Quincey de sus ensueños y sensaciones, había empapado su tabaco en láu­dano con la intención de experimentar los mismos efectos. Descubrió, como han hecho tantos otros, que resulta más fá­cil adquirir el hábito que librarse de él, y durante muchos años vivió esclavo de la droga, inspirando una mezcla de ho­rror y compasión a sus amigos y familiares. Todavía me pa­rece que lo estoy viendo, con la cara amarillenta y fofa, los párpados caídos y las pupilas reducidas a un puntito, enco­gido en una butaca y convertido en la ruina y los despojos de un buen hombre.
Una noche de junio de 1889 sonó el timbre de mi puerta, aproximadamente a la hora en que uno da el primer bostezo y echa una mirada al reloj. Me incorporé en mi asiento, y mi esposa dejó su labor sobre el regazo y puso una ligera expre­sión de desencanto.
—¡Un paciente! —dijo—. Vas a tener que salir.
Solté un gemido, porque acababa de regresar a casa des­pués de un día muy fatigoso.
Oímos la puerta que se abría, unas pocas frases presuro­sas, y después unos pasos rápidos sobre el linóleo. Se abrió de par en par la puerta de nuestro cuarto, y una dama vesti­da de oscuro y con un velo negro entró en la habitación.
—Perdonen ustedes que venga tan tarde —empezó a decir; y en ese mismo momento, perdiendo de repente el dominio de sí misma, se abalanzó corriendo sobre mi esposa, le echó los brazos al cuello y rompió a llorar sobre su hombro—. ¡Ay, tengo un problema tan grande! —sollozó—. ¡Necesito tanto que alguien me ayude!
—¡Pero si es Kate Whitney! —dijo mi esposa, alzándole el velo—. ¡Qué susto me has dado, Kate! Cuando entraste no te­nía ni idea de quién eras.
—No sabía qué hacer, así que me vine derecho a verte.
Siempre pasaba lo mismo. La gente que tenía dificultades acudía a mi mujer como los pájaros a la luz de un faro.
—Has sido muy amable viniendo. Ahora, tómate un poco de vino con agua, siéntate cómodamente y cuéntanoslo todo. ¿0 prefieres que mande a James a la cama?
—Oh, no, no. Necesito también el consejo y la ayuda del doctor. Se trata de Isa. No ha venido a casa en dos días. ¡Es­toy tan preocupada por él!
No era la primera vez que nos hablaba del problema de su marido, a mí como doctor, a mi esposa como vieja amiga y compañera del colegio. La consolamos y reconfortamos lo mejor que pudimos. ¿Sabía dónde podía estar su marido? ¿Era posible que pudiéramos hacerle volver con ella?
Por lo visto, sí que era posible. Sabía de muy buena fuente que últimamente, cuando le daba el ataque, solía acudir a un fumadero de opio situado en el extremo oriental de la City. Hasta entonces, sus orgías no habían pasado de un día, y siempre había vuelto a casa, quebrantado y tembloroso, al caer la noche. Pero esta vez el maleficio llevaba durándole cuarenta y ocho horas, y sin duda allí seguía tumbado, entre la escoria de los muelles, aspirando el veneno o durmiendo bajo sus efectos. Su mujer estaba segura de que se le podía encontrar en «El Lingote de Oro», en Upper Swandam Lane. Pero ¿qué podía hacer ella? ¿Cómo iba ella, una mujer joven y tímida, a meterse en semejante sitio y sacar a su marido de entre los rufianes que le rodeaban?
Así estaban las cosas y, desde luego, no había más que un modo de resolverlas. ¿No podía yo acompañarla hasta allí? Sin embargo, pensándolo bien, ¿para qué había de venir ella? Yo era el consejero médico de Isa Whitney y, como tal, tenía cierta influencia sobre él. Podía apañármelas mejor si iba solo. Le di mi palabra de que antes de dos horas se lo enviaría a casa en un coche si de verdad se encontraba en la dirección que me había dado.
Y así, al cabo de diez minutos, había abandonado mi bu­taca y mi acogedor cuarto de estar y viajaba a toda velocidad en un coche de alquiler rumbo al este, con lo que entonces me parecía una extraña misión, aunque sólo el futuro me iba a demostrar lo extraña que era en realidad.
Sin embargo, no encontré grandes dificultades en la pri­mera etapa de mi aventura. Upper Swandam Lane es una ca­llejuela miserable, oculta detrás de los altos muelles que se extienden en la orilla norte del río, al este del puente de Lon­dres. Entre una tienda de ropa usada y un establecimiento de ginebra encontré el antro que iba buscando, al que se llegaba por una empinada escalera que descendía hasta un agujero negro como la boca de una caverna. Ordené al cochero que aguardara y bajé los escalones, desgastados en el centro por el paso incesante de pies de borrachos. A la luz vacilante de una lámpara de aceite colocada encima de la puerta, encon­tré el picaporte y penetré en una habitación larga y de techo bajo, con la atmósfera espesa y cargada del humo pardo del opio, y equipada con una serie de literas de madera, como el castillo de proa de un barco de emigrantes.
A través de la penumbra se podían distinguir a duras pe­nas numerosos cuerpos, tumbados en posturas extrañas y fantásticas, con los hombros encorvados, las rodillas dobla­das, las cabezas echadas hacia atrás y el mentón apuntando hacia arriba; de vez en cuando, un ojo oscuro y sin brillo se fijaba en el recién llegado. Entre las sombras negras brilla­ban circulitos de luz, encendiéndose y apagándose, según que el veneno ardiera o se apagara en las cazoletas de las pi­pas metálicas. La mayoría permanecía tendida en silencio, pero algunos murmuraban para sí mismos, y otros conver­saban con voz extraña, apagada y monótona; su conversa­ción surgía en ráfagas y luego se desvanecía de pronto en el silencio, mientras cada uno seguía mascullando sus propios pensamientos, sin prestar atención a las palabras de su veci­no. En el extremo más apartado había un pequeño brasero de carbón, y a su lado un taburete de madera de tres patas, en el que se sentaba un anciano alto y delgado, con la barbilla apoyada en los puños y los codos en las rodillas, mirando fi­jamente el fuego.
Al verme entrar, un malayo de piel cetrina se me acercó rápidamente con una pipa y una porción de droga, indicán­dome una litera libre.
—Gracias, no he venido a quedarme —dije—. Hay aquí un amigo mío, el señor Isa Whitney, y quiero hablar con él. Hubo un movimiento y una exclamación a mi derecha y, atisbando entre las tinieblas, distinguí a Whitney, pálido, ojeroso y desaliñado, con la mirada fija en mí.
—¡Dios mío! ¡Es Watson! —exclamó. Se encontraba en un estado lamentable, con todos sus nervios presa de temblo­res—. Oiga, Watson, ¿qué hora es?
—Casi las once.
—¿De qué día?
—Del viernes, diecinueve de junio.
—¡Cielo santo! ¡Creía que era miércoles! ¡Y es miércoles! ¿Qué se propone usted asustando a un amigo? —sepultó la cara entre los brazos y comenzó a sollozar en tono muy agudo.
—Le digo que es viernes, hombre. Su esposa lleva dos días esperándole. ¡Debería estar avergonzado de sí mismo!
—Y lo estoy. Pero usted se equivoca, Watson, sólo llevo aquí unas horas... tres pipas, cuatro pipas... ya no sé cuántas. Pero iré a casa con usted. ¿Ha traído usted un coche?
—Sí, tengo uno esperando.
—Entonces iré en él. Pero seguramente debo algo. Averi­güe cuánto debo, Watson. Me encuentro incapaz. No puedo hacer nada por mí mismo.
Recorrí el estrecho pasadizo entre la doble hilera de dur­mientes, conteniendo la respiración para no inhalar el humo infecto y estupefaciente de la droga, y busqué al encargado. Al pasar al lado del hombre alto que se sentaba junto al brasero, sentí un súbito tirón en los faldones de mi chaqueta y una voz muy baja susurró: «Siga adelante y luego vuélvase a mirarme». Las palabras sonaron con absoluta claridad en mis oídos. Miré hacia abajo. Sólo podía haberlas pronunciado el ancia­no que tenía a mi lado, y sin embargo continuaba sentado tan absorto como antes, muy flaco, muy arrugado, encorvado por la edad, con una pipa de opio caída entre sus rodillas, como si sus dedos la hubieran dejado caer de puro relaja­miento. Avancé dos pasos y me volvía mirar. Necesité todo el dominio de mí mismo para no soltar un grito de asombro. El anciano se había vuelto de modo que nadie pudiera verlo más que yo. Su figura se había agrandado, sus arrugas habían de­saparecido, los ojos apagados habían recuperado su fuego, y allí, sentado junto al brasero y sonriendo ante mi sorpresa, estaba ni más ni menos que Sherlock Holmes. Me indicó con un ligero gesto que me aproximara y, al instante, en cuanto volvió de nuevo su rostro hacia la concurrencia, se hundió una vez más en una senilidad decrépita y babeante.
—¡Holmes! —susurré—. ¿Qué demonios está usted hacien­do en este antro?
—Hable lo más bajo que pueda —respondió—. Tengo un oído excelente. Si tuviera usted la inmensa amabilidad de li­brarse de ese degenerado amigo suyo, me alegraría muchísi­mo tener una pequeña conversación con usted.
—Tengo un coche fuera.
—Entonces, por favor, mándelo a casa en él. Puede fiarse de él, porque parece demasiado hecho polvo como para me­terse en ningún lío. Le recomiendo también que, por medio del cochero, le envíe una nota a su esposa diciéndole que ha unido su suerte a la mía. Si me espera fuera, estaré con usted en cinco minutos.
Resultaba difícil negarse a las peticiones de Sherlock Hol­mes, porque siempre eran extraordinariamente concretas y las exponía con un tono de lo más señorial. De todas mane­ras, me parecía que una vez metido Whitney en el coche, mi misión había quedado prácticamente cumplida; y, por otra parte, no podía desear nada mejor que acompañar a mi ami­go en una de aquellas insólitas aventuras que constituían su modo normal de vida. Me bastaron unos minutos para es­cribir la nota, pagar la cuenta de Whitney, llevarlo hasta el coche y verle partir a través de la noche. Muy poco después, una decrépita figura salía del fumadero de opio y yo camina­ba calle abajo en compañía de Sherlock Holmes. Avanzó por un par de calles arrastrando los pies, con la espalda encorva­da y el paso inseguro; y de pronto, tras echar una rápida mi­rada a su alrededor, enderezó el cuerpo y estalló en una ale­gre carcajada.
—Supongo, Watson —dijo—, que está usted pensando que he añadido el fumar opio a las inyecciones de cocaína y de­más pequeñas debilidades sobre las que usted ha tenido la bondad de emitir su opinión facultativa.
—Desde luego, me sorprendió encontrarlo allí.
—No más de lo que me sorprendió a mí verle a usted.
—Yo vine en busca de un amigo.
—Y yo, en busca de un enemigo.
—¿Un enemigo?
—Sí, uno de mis enemigos naturales o, si se me permite de­cirlo, de mis presas naturales. En pocas palabras, Watson, estoy metido en una interesantísima investigación, y tenía la esperanza de descubrir alguna pista entre las divagaciones incoherentes de estos adictos, como me ha sucedido otras veces. Si me hubieran reconocido en aquel antro, mi vida no habría valido ni la tarifa de una hora, porque ya lo he utiliza­do antes para mis propios fines, y el bandido del dueño, un antiguo marinero de las Indias Orientales, ha jurado ven­garse de mí. Hay una trampilla en la parte trasera del edifi­cio, cerca de la esquina del muelle de San Pablo, que podría contar historias muy extrañas sobre lo que pasa a través de ella las noches sin luna.
—¡Cómo! ¡No querrá usted decir cadáveres!
—Sí, Watson, cadáveres. Seríamos ricos si nos dieran mil libras por cada pobre diablo que ha encontrado la muerte en ese antro. Es la trampa mortal más perversa de toda la ribera del río, y me temo que Neville St. Clair ha entrado en ella para no volver a salir. Pero nuestro coche debería estar aquí —se metió los dos dedos índices en la boca y lanzó un pene­trante silbido, una señal que fue respondida por un silbido similar a lo lejos, seguido inmediatamente por el traqueteo de unas ruedas y las pisadas de cascos de caballo.
—Y ahora, Watson —dijo Holmes, mientras un coche alto, de un caballo, salía de la oscuridad arrojando dos chorros dorados de luz amarilla por sus faroles laterales—, ¿viene us­ted conmigo o no?
—Si puedo ser de alguna utilidad...
—Oh, un camarada de confianza siempre resulta útil. Y un cronista, más aún. Mi habitación de Los Cedros tiene dos camas.
—¿Los Cedros?
—Sí, así se llama la casa del señor St. Clair. Me estoy alojan­do allí mientras llevo a cabo la investigación.
—¿Y dónde está?
—En Kent, cerca de Lee. Tenemos por delante un trayecto de siete millas.
—Pero estoy completamente a oscuras.
—Naturalmente. Pero en seguida va a enterarse de todo. ¡Suba aquí! Muy bien, John, ya no le necesitaremos. Aquí tie­ne media corona. Venga a buscarme mañana a eso de las once. Suelte las riendas y hasta mañana.
Tocó al caballo con el látigo y salimos disparados a través de la interminable sucesión de calles sombrías y desiertas, que poco a poco se fueron ensanchando hasta que cruzamos a toda velocidad un amplio puente con balaustrada, mien­tras las turbias aguas del río se deslizaban perezosamente por debajo. Al otro lado nos encontramos otra extensa deso­lación de ladrillo y cemento envuelta en un completo silen­cio, roto tan sólo por las pisadas fuertes y acompasadas de un policía o por los gritos y canciones de algún grupillo re­zagado de juerguistas. Una oscura cortina se deslizaba len­tamente a través del cielo, y una o dos estrellas brillaban dé­bilmente entre las rendijas de las nubes. Holmes conducía en silencio, con la cabeza caída sobre el pecho y toda la aparien­cia de encontrarse sumido en sus pensamientos, mientras yo, sentado a su lado, me consumía de curiosidad por saber en qué consistía esta nueva investigación que parecía estar poniendo a prueba sus poderes, a pesar de lo cual no me atrevía a entrometerme en el curso de sus reflexiones. Llevá­bamos recorridas varias millas, y empezábamos a entrar en el cinturón de residencias suburbanas, cuando Holmes se desperezó, se encogió de hombros y encendió su pipa con el aire de un hombre satisfecho por estar haciéndolo lo mejor posible.
—Watson, posee usted el don inapreciable de saber guar­dar silencio —dijo—. Eso le convierte en un compañero de va­lor incalculable. Le aseguro que me viene muy bien tener al­guien con quien hablar, pues mis pensamientos no son demasiado agradables. Me estaba preguntando qué le voy a decir a esta pobre mujer cuando salga esta noche a recibirme a la puerta.
—Olvida usted que no sé nada del asunto.
—Tengo el tiempo justo de contarle los hechos antes de lle­gar a Lee. Parece un caso ridículamente sencillo y, sin em­bargo, no sé por qué, no consigo avanzar nada. Hay mucha madeja, ya lo creo, pero no doy con el extremo del hilo. Bien, Watson, voy a exponerle el caso clara y concisamente, y tal vez usted pueda ver una chispa de luz donde para mí todo son tinieblas.
—Adelante, pues.
—Hace unos años... concretamente, en mayo de mil ocho­cientos ochenta y cuatro, llegó a Lee un caballero llamado Neville St. Clair, que parecía tener dinero en abundancia. Adquirió una gran residencia, arregló los terrenos con muy buen gusto y, en general, vivía a lo grande. Poco a poco, fue haciendo amistades entre el vecindario, y en mil ochocien­tos ochenta y siete se casó con la hija de un cervecero de la zona, con la que tiene ya dos hijos. No trabajaba en nada concreto, pero tenía intereses en varias empresas y venía to­dos los días a Londres por la mañana, regresando por la tar­de en el tren de las cinco catorce desde Cannon Street. El se­ñor St. Clair tiene ahora treinta y siete años de edad, es hombre de costumbres moderadas, buen esposo, padre ca­riñoso, y apreciado por todos los que le conocen. Podríamos añadir que sus deudas actuales, hasta donde hemos podido averiguar, suman un total de ochenta y ocho libras y diez chelines, y que su cuenta en el banco, el Capital & Counties Bank, arroja un saldo favorable de doscientas veinte libras. Por tanto, no hay razón para suponer que sean problemas de dinero los que le atormentan.
»El lunes pasado, el señor Neville St. Clair vino a Londres bastante más temprano que de costumbre, comentando an­tes de salir que tenía que realizar dos importantes gestiones, y que al volver le traería al niño pequeño un juego de cons­trucciones. Ahora bien, por pura casualidad, su esposa reci­bió un telegrama ese mismo lunes, muy poco después de marcharse él, comunicándole que había llegado un paqueti­to muy valioso que ella estaba esperando, y que podía reco­gerlo en las oficinas de la Compañía Naviera Aberdeen. Pues bien, si conoce usted Londres, sabrá que las oficinas de esta compañía están en Fresno Street, que hace esquina con Up­per Swandam Lane, donde me ha encontrado usted esta no­che. La señora St. Clair almorzó, se fue a Londres, hizo algu­nas compras, pasó por la oficina de la compañía, recogió su paquete, y exactamente a las cuatro treinta y cinco iba cami­nando por Swandam Lane camino de la estación. ¿Me sigue hasta ahora?
—Está muy claro.
—Quizá recuerde usted que el lunes hizo muchísimo calor, y la señora St. Clair iba andando despacio, mirando por to­das partes con la esperanza de ver un coche de alquiler, por­que no le gustaba el barrio en el que se encontraba. Mientras bajaba de esta manera por Swandam Lane, oyó de repente un grito o una exclamación y se quedó helada de espanto al ver a su marido mirándola desde la ventana de un segundo piso y, según le pareció a ella, llamándola con gestos. La ven­tana estaba abierta y pudo verle perfectamente la cara, que según ella parecía terriblemente agitada. Le hizo gestos fre­néticos con las manos y después desapareció de la ventana tan repentinamente que a la mujer le pareció que alguna fuerza irresistible había tirado de él por detrás. Un detalle curioso que llamó su femenina atención fue que, aunque lle­vaba puesta una especie de chaqueta oscura, como la que vestía al salir de casa, no tenía cuello ni corbata.
»Convencida de que algo malo le sucedía, bajó corriendo los escalones —pues la casa no era otra que el fumadero de opio en el que usted me ha encontrado— y tras atravesar a toda velocidad la sala delantera, intentó subir por las escaleras que llevan al primer piso. Pero al pie de las escaleras le salió al paso ese granuja de marinero del que le he hablado, que la obligó a retroceder y, con la ayuda de un danés que le sirve de asistente, la echó a la calle a empujones. Presa de los temores y dudas más enloquecedores, corrió calle abajo y, por una rara y afortunada casualidad, se encontró en Fresno Street con varios policías y un inspector que se dirigían a sus puestos de servicio. El inspector y dos hombres la acompa­ñaron de vuelta al fumadero y, a pesar de la pertinaz resis­tencia del propietario, se abrieron paso hasta la habitación en la que St. Clair fue visto por última vez. No había ni ras­tro de él. De hecho, no encontraron a nadie en todo el piso, con excepción de un inválido decrépito de aspecto repug­nante. Tanto él como el propietario juraron insistentemente que en toda la tarde no había entrado nadie en aquella habi­tación. Su negativa era tan firme que el inspector empezó a tener dudas, y casi había llegado a creer que la señora St. Clair había visto visiones cuando ésta se abalanzó con un grito sobre una cajita de madera que había en la mesa y le­vantó la tapa violentamente, dejando caer una cascada de la­drillos de juguete. Era el regalo que él había prometido lle­varle a su hijo.
»Este descubrimiento, y la evidente confusión que de­mostró el inválido, convencieron al inspector de que se tra­taba de un asunto grave. Se registraron minuciosamente las habitaciones, y todos los resultados parecían indicar un cri­men abominable. La habitación delantera estaba amueblada con sencillez como sala de estar, y comunicaba con un pe­queño dormitorio que da a la parte posterior de uno de los muelles. Entre el muelle y el dormitorio hay una estrecha franja que queda en seco durante la marea baja, pero que du­rante la marea alta queda cubierta por metro y medio de agua, por lo menos. La ventana del dormitorio es bastante ancha y se abre desde abajo. Al inspeccionarla, se encontra­ron manchas de sangre en el alféizar, y también en el suelo de madera se veían varias gotas dispersas. Tiradas detrás de una cortina en la habitación delantera, se encontraron todas las ropas del señor Neville St. Clair, a excepción de su cha­queta: sus zapatos, sus calcetines, su sombrero y su reloj... todo estaba allí. No se veían señales de violencia en ninguna de las prendas, ni se encontró ningún otro rastro del señor St. Clair. Al parecer, tenían que haberlo sacado por la venta­na, ya que no se pudo encontrar otra salida, y las ominosas manchas de sangre en la ventana daban pocas esperanzas de que hubiera podido salvarse a nado, porque la marea estaba en su punto más alto en el momento de la tragedia.
»Y ahora, hablemos de los maleantes que parecen directa­mente implicados en el asunto. Sabemos que el marinero es un tipo de pésimos antecedentes, pero, según el relato de la señora St. Clair, se encontraba al pie de la escalera a los po­cos segundos de la desaparición de su marido, por lo que difícilmente puede haber desempeñado más que un papel se­cundario en el crimen. Se defendió alegando absoluta ignorancia, insistiendo en que él no sabía nada de las activi­dades de Hugh Boone, su inquilino, y que no podía explicar de ningún modo la presencia de las ropas del caballero desa­parecido.
»Esto es lo que hay respecto al marinero. Pasemos ahora al siniestro inválido que vive en la segunda planta del fuma­dero de opio y que, sin duda, fue el último ser humano que puso sus ojos en el señor St. Clair. Se llama Hugh Boone, y todo el que va mucho por la City conoce su repugnante cara. Es mendigo profesional, aunque para burlar los reglamentos policiales finge vender cerillas. Puede que se haya fijado us­ted en que, bajando un poco por Threadneedle Street, en la acera izquierda, hay un pequeño recodo en la pared. Allí es donde se instala cada día ese engendro, con las piernas cru­zadas y su pequeño surtido de cerillas en el regazo. Ofrece un espectáculo tan lamentable que provoca una pequeña lluvia de caridad sobre la grasienta gorra de cuero que coloca en la acera delante de él. Más de una vez lo he estado ob­servando, sin tener ni idea de que llegaría a relacionarme profesionalmente con él, y me ha sorprendido lo mucho que recoge en poco tiempo. Tenga en cuenta que su aspecto es tan llamativo que nadie puede pasar a su lado sin fijarse en él. Una mata de cabello anaranjado, un rostro pálido y des­figurado por una horrible cicatriz que, al contraerse, ha re­torcido el borde de su labio superior, una barbilla de bulldog y un par de ojos oscuros y muy penetrantes, que contrastan extraordinariamente con el color de su pelo, todo ello le hace destacar de entre la masa vulgar de pedigüeños: También destaca por su ingenio, pues siempre tiene a mano una res­puesta para cualquier pulla que puedan dirigirle los tran­seúntes. Éste es el hombre que, según acabamos de saber, vive en lo alto del fumadero de opio y fue la última persona que vio al caballero que andamos buscando.
—¡Pero es un inválido! —dije—. ¿Qué podría haber hecho él solo contra un hombre en la flor de la vida?
—Es inválido en el sentido de que cojea al andar; pero en otros aspectos, parece tratarse de un hombre fuerte y bien alimentado. Sin duda, Watson, su experiencia médica le ha­brá enseñado que la debilidad en un miembro se compensa a menudo con una fortaleza excepcional en los demás.
—Por favor, continúe con su relato.
—La señora St. Clair se había desmayado al ver la sangre en la ventana, y la policía la llevó en coche a su casa, ya que su presencia no podía ayudarles en las investigaciones. El inspector Barton, que estaba a cargo del caso, examinó muy detenidamente el local, sin encontrar nada que arrojara al­guna luz sobre el misterio. Se cometió un error al no detener inmediatamente a Boone, ya que así dispuso de unos minu­tos para comunicarse con su compinche el marinero, pero pronto se puso remedio a esta equivocación y Boone fue de­tenido y registrado, sin que se encontrara nada que pudiera incriminarle. Es cierto que había manchas de sangre en la manga derecha de su camisa, pero enseñó su dedo índice, que tenía un corte cerca de la uña, y explicó que la sangre procedía de allí, añadiendo que poco antes había estado aso­mado a la ventana y que las manchas observadas allí proce­dían, sin duda, de la misma fuente. Negó hasta la saciedad haber visto en su vida al señor Neville St. Clair, y juró que la presencia de las ropas en su habitación resultaba tan miste­riosa para él como para la policía. En cuanto a la declaración de la señora St. Clair, que afirmaba haber visto a su marido en la ventana, alegó que estaría loca o lo habría soñado. Se lo llevaron a comisaría entre ruidosas protestas, mientras el inspector se quedaba en la casa, con la esperanza de que la bajamar aportara alguna nueva pista.
Y así fue, aunque lo que encontraron en el fango no era lo que temían encontrar. Lo que apareció al retirarse la marea fue la chaqueta de Neville St. Clair, y no el propio Neville St. Clair. ¿Y qué cree que encontraron en los bolsillos?
—No tengo ni idea.
—No creo que pueda adivinarlo. Todos los bolsillos esta­ban repletos de peniques y medios peniques: en total, cua­trocientos veintiún peniques y doscientos setenta medios peniques. No es de extrañar que la marea no se la llevara. Pero un cuerpo humano es algo muy diferente. Hay un fuer­te remolino entre el muelle y la casa. Parece bastante proba­ble que la chaqueta se quedara allí debido al peso, mientras el cuerpo desnudo era arrastrado hacia el río.
—Pero, según tengo entendido, todas sus demás ropas se encontraron en la habitación. ¿Es que el cadáver iba vestido sólo con la chaqueta?
—No, señor, los datos pueden ser muy engañosos. Supon­ga que este tipo, Boone, ha tirado a Neville St. Clair por la ventana, sin que le haya visto nadie. ¿Qué hace a continua­ción? Por supuesto, pensará inmediatamente en librarse de las ropas delatoras. Coge la chaqueta, y está a punto de tirar­la cuando se le ocurre que flotará en vez de hundirse. Tiene poco tiempo, porque ha oído el alboroto al pie de la escale­ra, cuando la esposa intenta subir, y puede que su compin­che el marinero le haya avisado ya de que la policía viene co­rriendo calle arriba. No hay un instante que perder. Corre hacia algún escondrijo secreto, donde ha ido acumulando los frutos de su mendicidad, y mete en los bolsillos de la cha­queta todas las monedas que puede, para asegurarse de que se hunda. La tira, y habría hecho lo mismo con las demás prendas de no haber oído pasos apresurados en la planta baja, de manera que sólo le queda tiempo para cerrar la ven­tana antes de que la policía aparezca.
—Desde luego, parece factible.
—Bien, lo tomaremos como hipótesis de trabajo, a falta de otra mejor. Como ya le he dicho, detuvieron a Boone y lo lle­varon a comisaría, pero no se le pudo encontrar ningún an­tecedente delictivo. Se sabía desde hacía muchos años que era mendigo profesional, pero parece que llevaba una vida bastante tranquila e inocente. Así están las cosas por el mo­mento, y nos hallamos tan lejos como al principio de la solu­ción de las cuestiones pendientes: qué hacía Neville St. Clair en el fumadero de opio, qué le sucedió allí, dónde está ahora y qué tiene que ver Hugh Boone con su desaparición. Con­fieso que no recuerdo en toda mi experiencia un caso que pareciera tan sencillo a primera vista y que, sin embargo, presentara tantas dificultades.
Mientras Sherlock Holmes iba exponiendo los detalles de esta singular serie de acontecimientos, rodábamos a toda velocidad por las afueras de la gran ciudad, hasta que dejamos atrás las últimas casas desperdigadas y seguimos avanzando con un seto rural a cada lado del camino. Pero cuando terminó, pasábamos entre dos pueblecitos de casas dispersas, en cuyas ventanas aún brillaban unas cuantas luces.
—Estamos a las afueras de Lee —dijo mi compañero—. En esta breve carrera hemos pisado tres condados ingleses, par­tiendo de Middlesex, pasando de refilón por Surrey y termi­nando en Kent. ¿Ve aquella luz entre los árboles? Es Los Ce­dros, y detrás de la lámpara está sentada una mujer cuyos ansiosos oídos han captado ya, sin duda alguna, el ruido de los cascos de nuestro caballo.
—Pero ¿por qué no lleva usted el caso desde Baker Street?
—Porque hay mucho que investigar aquí. La señora St. Clair ha tenido la amabilidad de poner dos habitaciones a mi disposición, y puede usted tener la seguridad de que dará la bienvenida a mi amigo y compañero. Me espanta tener que verla, Watson, sin traer noticias de su marido. En fin, aquí estamos. ¡So, caballo, soo!
Nos habíamos detenido frente a una gran mansión con te­rreno propio. Un mozo de cuadras había corrido a hacerse cargo del caballo y, tras descender del coche, seguí a Holmes por un estrecho y ondulante sendero de grava que llevaba a la casa. Cuando ya estábamos cerca, se abrió la puerta y una mujer menuda y rubia apareció en el marco, vestida con una especie de mousseline-de-soie, con apliques de gasa rosa y esponjosa en el cuello y los puños. Permaneció inmóvil, con su silueta recortada contra la luz, una mano apoyada en la puerta, la otra a medio alzar en un gesto de ansiedad, el cuerpo ligeramente inclinado, adelantando la cabeza y la cara, con ojos impacientes y labios entreabiertos. Era la es­tampa viviente misma de la incertidumbre.
—¿Y bien? —gimió—. ¿Qué hay?
Y entonces, viendo que éramos dos, soltó un grito de es­peranza que se transformó en un gemido al ver que mi com­pañero meneaba la cabeza y se encogía de hombros.
—¿No hay buenas noticias?
—No hay ninguna noticia.
—¿Tampoco malas?
—Tampoco.
—Demos gracias a Dios por eso. Pero entren. Estará usted cansado después de tan larga jornada.
—Le presento a mi amigo el doctor Watson. Su ayuda ha resultado fundamental en varios de mis casos y, por una afortunada casualidad, he podido traérmelo e incorporarlo a esta investigación.
—Encantada de conocerlo —dijo ella, estrechándome calu­rosamente la mano—. Estoy segura que sabrá disculpar las deficiencias que encuentre, teniendo en cuenta la desgracia tan repentina que nos ha ocurrido.
—Querida señora —dije—. Soy un viejo soldado y, aunque no lo fuera, me doy perfecta cuenta de que huelgan las dis­culpas. Me sentiré muy satisfecho si puedo resultar de algu­na ayuda para usted o para mi compañero aquí presente.
—Y ahora, señor Sherlock Holmes —dijo la señora mien­tras entrábamos en un comedor bien iluminado, en cuya mesa estaba servida una comida fría—, me gustaría hacerle un par de preguntas francas, y le ruego que las respuestas sean igualmente francas.
—Desde luego, señora.
—No se preocupe por mis sentimientos. No soy histérica ni propensa a los desmayos. Simplemente, quiero conocer su auténtica opinión.
—¿Sobre qué punto?
—En el fondo de su corazón, ¿cree usted que Neville está vivo?
Sherlock Holmes pareció incómodo ante la pregunta.
—¡Francamente! —repitió ella, de pie sobre la alfombra y mirándolo fijamente desde lo alto, mientras Holmes se re­trepaba en un sillón de mimbre.
—Pues, francamente, señora: no.
—¿Cree usted que ha muerto?
—Sí.
—¿Asesinado?
—No puedo asegurarlo. Es posible.
—¿Y qué día murió?
—El lunes.
—Entonces, señor Holmes, ¿tendría usted la bondad de ex­plicar cómo es posible que haya recibido hoy esta carta suya?
Sherlock Holmes se levantó de un salto, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿Qué? —rugió.
—Sí, hoy mismo —dijo ella, sonriendo y sosteniendo en alto una hojita de papel.
—¿Puedo verla?
—Desde luego.
Se la arrebató impulsivamente y, extendiendo la carta so­bre la mesa, acercó una lámpara y la examinó con deteni­miento. Yo me había levantado de mi silla y miraba por en­cima de su hombro. El sobre era muy ordinario, y traía matasellos de Gravesend y fecha de aquel mismo día, o más bien del día anterior, pues ya era mucho más de mediano­che.
—¡Qué mal escrito! —murmuró Holmes—. No creo que esta sea la letra de su marido, señora.
—No, pero la de la carta sí que lo es.
—Observo, además, que la persona que escribió el sobre tuvo que ir a preguntar la dirección.
—¿Cómo puede saber eso?
—El nombre, como ve, está en tinta perfectamente negra, que se ha secado sola. El resto es de un color grisáceo, que demuestra que se ha utilizado papel secante. Si lo hubieran escrito todo seguido y lo hubieran secado con secante, no habría ninguna letra tan negra. Esta persona ha escrito el nombre y luego ha hecho una pausa antes de escribir la di­rección, lo cual sólo puede significar que no le resultaba fa­miliar. Por supuesto, se trata tan sólo de un detalle trivial, pero no hay nada tan importante como los detalles triviales. Veamos ahora la carta. ¡Ajá! ¡Aquí dentro había algo más!
—Sí, había un anillo. El anillo con su sello.
—¿Y está usted segura de que ésta es la letra de su marido?
—Una de sus letras.
—¿Una?
—Su letra de cuando escribe con prisas. Es muy diferente de su letra habitual, a pesar de lo cual la conozco bien.
—«Querida, no te asustes. Todo saldrá bien. Se ha cometi­do un terrible error, que quizá tarde algún tiempo en rectifi­car. Ten paciencia, Neville.» Escrito a lápiz en la guarda de un libro, formato octavo, sin marca de agua. Echado al co­rreo hoy en Gravesend, por un hombre con el pulgar sucio. ¡Ajá! Y la solapa la ha pegado, si no me equivoco, una perso­na que ha estado mascando tabaco. ¿Y usted no tiene ningu­na duda de que se trata de la letra de su esposo, señora?
—Ninguna. Esto lo escribió Neville.
—Y lo han echado al correo hoy en Gravesend. Bien, seño­ra St. Clair, las nubes se despejan, aunque no me atrevería a decir que ha pasado el peligro.
—Pero tiene que estar vivo, señor Holmes.
—A menos que se trate de una hábil falsificación para po­nernos sobre una pista falsa. Al fin y al cabo, el anillo no de­muestra nada. Se lo pueden haber quitado.
—¡No, no, es su letra, lo es, lo es, lo es!
—Muy bien. Sin embargo, puede haberse escrito el lunes y no haberse echado al correo hasta hoy.
—Eso es posible.
—De ser así, han podido ocurrir muchas cosas entre tanto.
—Ay, no me desanime usted, señor Holmes. Estoy segura de que se encuentra bien. Existe entre nosotros una comu­nicación tan intensa que si le hubiera pasado algo malo, yo lo sabría. El mismo día en que le vi por última vez, se cortó en el dormitorio, y yo, que estaba en el comedor, subí co­rriendo al instante, con la plena seguridad de que algo ha­bía ocurrido. ¿Cree usted que puedo responder a semejante trivialidad y, sin embargo, no darme cuenta de que ha muerto?
—He visto demasiado como para no saber que la intuición de una mujer puede resultar más útil que las conclusiones de un razonador analítico. Y, desde luego, en esta carta tiene usted una prueba bien palpable que corrobora su punto de vista. Pero si su marido está vivo y puede escribirle cartas, ¿por qué no se pone en contacto con usted?
—No tengo ni idea. Es incomprensible.
—¿No comentó nada el lunes antes de marcharse?
—No.
—Y a usted le sorprendió verlo en Swandan Lane.
—Mucho.
—¿Estaba abierta la ventana?
—Sí.
—Entonces, él podía haberla llamado.
—Podía, sí.
—Pero, según tengo entendido, sólo lanzó un grito inarti­culado.
—En efecto.
—Que a usted le pareció una llamada de auxilio.
—Sí, porque agitaba las manos.
—Pero podría haberse tratado de un grito de sorpresa. El asombro, al verla de pronto a usted, podría haberle hecho le­vantar las manos.
—Es posible.
—Y a usted le pareció que tiraban de él desde atrás.
—Como desapareció tan bruscamente...
—Pudo haber saltado hacia atrás. Usted no vio a nadie más en la habitación.
—No, pero aquel hombre confesó que había estado allí, y el marinero se encontraba al pie de la escalera.
—En efecto. Su esposo, por lo que usted pudo ver, ¿llevaba puestas sus ropas habituales?
—Pero sin cuello. Vi perfectamente su cuello desnudo.
—¿Había mencionado alguna vez Swandam Lane?
—Nunca.
—¿Alguna vez dio señales de haber tomado opio?
—Nunca.
—Gracias, señora St. Clair. Estos son los principales deta­lles que quería tener absolutamente claros. Ahora comere­mos un poco y después nos retiraremos, pues mañana es po­sible que tengamos una jornada muy atareada.
Teníamos a nuestra disposición una habitación amplia y confortable, con dos camas, y no tardé en meterme entre las sábanas, pues me encontraba fatigado por la noche de aven­turas. Sin embargo, Sherlock Holmes era un hombre que cuando tenía en la cabeza un problema sin resolver, podía pasar días, y hasta una semana, sin dormir, dándole vueltas, reordenando los datos, considerándolos desde todos los puntos de vista, hasta que lograba resolverlo o se convencía de que los datos eran insuficientes. Pronto me resultó evi­dente que se estaba preparando para pasar la noche en vela. Se quitó la chaqueta y el chaleco, se puso una amplia bata azul y empezó a vagar por la habitación, recogiendo almo­hadas de la cama y cojines del sofá y las butacas. Con ellos construyó una especie de diván oriental, en el que se instaló con las piernas cruzadas, colocando delante de él una onza de tabaco fuerte y una caja de cerillas. Pude verlo allí sentado a la luz mortecina de la lámpara, con una vieja pipa de brezo entre los labios, los ojos ausentes, fijos en un ángulo del te­cho, desprendiendo volutas de humo azulado, callado, in­móvil, con la luz cayendo sobre sus marcadas y aguileñas facciones. Así se encontraba cuando me fui a dormir, y así continuaba cuando una súbita exclamación suya me desper­tó, y vi que la luz del sol ya entraba en el cuarto. La pipa se­guía entre sus labios, el humo seguía elevándose en volutas, y una espesa niebla de tabaco llenaba la habitación, pero no quedaba nada del paquete de tabaco que yo había visto la noche anterior.
—¿Está despierto, Watson? —preguntó.
—Sí.
—¿Listo para una excursión matutina?
—Desde luego.
—Entonces, vístase. Aún no se ha levantado nadie, pero sé dónde duerme el mozo de cuadras, y pronto tendremos pre­parado el coche.
Al hablar, se reía para sus adentros, le centelleaban los ojos y parecía un hombre diferente del sombrío pensador de la noche anterior.
Mientras me vestía, eché un vistazo al reloj. No era de ex­trañar que nadie se hubiera levantado aún. Eran las cuatro y veinticinco. Apenas había terminado cuando Holmes re­gresó para anunciar que el mozo estaba enganchando el ca­ballo.
—Quiero poner a prueba una pequeña hipótesis mía —dijo, mientras se ponía las botas—. Creo, Watson, que tiene usted delante a uno de los más completos idiotas de toda Europa. Merezco que me lleven a patadas desde aquí a Charing Cross. Pero me parece que ya tengo la clave del asunto.
—¿Y dónde está? —pregunté, sonriendo.
—En el cuarto de baño —respondió—. No, no estoy bromean­do —continuó, al ver mi gesto de incredulidad—. Acabo de es­tar allí, la he cogido y la tengo dentro de esta maleta Glads­tone[1]. Venga, compañero, y veremos si encaja o no en la cerradura.
Bajamos lo más rápidamente posible y salimos al sol de la mañana. El coche y el caballo ya estaban en la carretera, con el mozo de cuadras a medio vestir aguardando delante. Su­bimos al vehículo y salimos disparados por la carretera de Londres. Rodaban por ella algunos carros que llevaban ver­duras a la capital, pero las hileras de casas de los lados esta­ban tan silenciosas e inertes como una ciudad de ensueño.
—En ciertos aspectos, ha sido un caso muy curioso —dijo Holmes, azuzando al caballo para ponerlo al galope—. Con­fieso que he estado más ciego que un topo, pero más vale aprender tarde que no aprender nunca.
En la ciudad, los más madrugadores apenas empezaban a asomarse medio dormidos a la ventana cuando nosotros penetramos por las calles del lado de Surrey. Bajamos por Wa­terloo Bridge Road, cruzamos el río y subimos a toda veloci­dad por Wellington Street, para allí torcer bruscamente a la derecha y llegar a Bow Street. Sherlock Holmes era bien co­nocido por el cuerpo de policía, y los dos agentes de la puer­ta le saludaron. Uno de ellos sujetó las riendas del caballo, mientras el otro nos hacía entrar.
—¿Quién está de guardia? —preguntó Holmes.
—El inspector Bradstreet, señor.
—Ah, Bradstreet, ¿cómo está usted? —un hombre alto y corpulento había surgido por el corredor embaldosado, con una gorra de visera y chaqueta con alamares—. Me gustaría hablar unas palabras con usted, Bradstreet.
—Desde luego, señor Holmes. Pase a mi despacho.
Era un despachito pequeño, con un libro enorme encima de la mesa y un teléfono de pared. El inspector se sentó ante el escritorio.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Holmes?
—Se trata de ese mendigo, el que está acusado de partici­par en la desaparición del señor Neville St. Clair, de Lee.
 —Sí. Está detenido mientras prosiguen las investigaciones.
—Eso he oído. ¿Lo tienen aquí?
—En los calabozos.
—¿Está tranquilo?
—No causa problemas. Pero cuidado que es granuja cochino.
—¿Cochino?
—Sí, lo más que hemos conseguido es que se lave las ma­nos, pero la cara la tiene tan negra como un fogonero. En fin, en cuanto se decida su caso tendrá que bañarse periódica­mente en la cárcel, y si usted lo viera, creo que estaría de acuerdo conmigo en que lo necesita.
—Me gustaría muchísimo verlo.
—¿De veras? Pues eso es fácil. Venga por aquí. Puede dejar la maleta.
—No, prefiero llevarla.
—Como quiera. Vengan por aquí, por favor —nos guió por un pasillo, abrió una puerta con barrotes, bajó una escalera de caracol, y nos introdujo en una galería encalada con una hilera de puertas a cada lado.
—La tercera de la derecha es la suya —dijo el inspector—. ¡Aquí está! —abrió sin hacer ruido un ventanuco en la parte superior de la puerta y miró al interior—. Está dormido —dijo—. Podrán verle perfectamente.
Los dos aplicamos nuestros ojos a la rejilla. El detenido estaba tumbado con el rostro vuelto hacia nosotros, sumido en un profundo sueño, respirando lenta y ruidosamente. Era un hombre de estatura mediana, vestido toscamente, como correspondía a su oficio, con una camisa de colores que aso­maba por los rotos de su andrajosa chaqueta. Tal como el inspector había dicho, estaba sucísimo, pero la porquería que cubría su rostro no lograba ocultar su repulsiva fealdad. El ancho costurón de una vieja cicatriz le recorría la cara desde el ojo a la barbilla, y al contraerse había tirado del la­bio superior dejando al descubierto tres dientes en una per­petua mueca. Unas greñas de cabello rojo muy vivo le caían sobre los ojos y la frente.
—Una preciosidad, ¿no les parece? —dijo el inspector.
—Desde luego, necesita un lavado —contestó Holmes—. Se me ocurrió que podría necesitarlo y me tomé la libertad de traer el instrumental necesario —mientras hablaba, abrió la maleta Gladstone y, ante mi asombro, sacó de ella una enor­me esponja de baño.
—¡Ja, ja! Es usted un tipo divertido —rió el inspector.
—Ahora, si tiene usted la inmensa bondad de abrir con mucho cuidado esta puerta, no tardaremos en hacerle adop­tar un aspecto mucho más respetable.
—Caramba, ¿por qué no? —dijo el inspector—. Es un des­crédito para los calabozos de Bow Street, ¿no les parece?
Introdujo la llave en la cerradura y todos entramos sin ha­cer ruido en la celda. El durmiente se dio media vuelta y volvió a hundirse en un profundo sueño. Holmes se inclinó ha­cia el jarro de agua, mojó su esponja y la frotó con fuerza dos veces sobre el rostro del preso.
—Permítame que les presente —exclamó— al señor Neville St. Clair, de Lee, condado de Kent.
Jamás en mi vida he presenciado un espectáculo semejan­te. El rostro del hombre se desprendió bajo la esponja como la corteza de un árbol. Desapareció su repugnante color parduzco. Desapareció también la horrible cicatriz que lo cru­zaba, y lo mismo el labio retorcido que formaba aquella mueca repulsiva. Los desgreñados pelos rojos se despren­dieron de un tirón, y ante nosotros quedó, sentado en el ca­mastro, un hombre pálido, de expresión triste y aspecto refi­nado, pelo negro y piel suave, frotándose los ojos y mirando a su alrededor con asombro soñoliento. De pronto, dándose cuenta de que le habían descubierto, lanzó un alarido y se dejó caer, hundiendo el rostro en la almohada.
—¡Por todos los santos! —exclamó el inspector—. ¡Pero si es el desaparecido! ¡Lo reconozco por las fotografías!
El preso se volvió con el aire indiferente de quien se aban­dona en manos del destino.
—De acuerdo —dijo—. Y ahora, por favor, ¿de qué se me acusa?
—De la desaparición del señor Neville St... ¡Oh, vamos, no se le puede acusar de eso, a menos que lo presente como un intento de suicidio! —dijo el inspector, sonriendo—. Ca­ramba, llevo veintisiete años en el cuerpo, pero esto se lleva la palma.
—Si yo soy Neville St. Clair, resulta evidente que no se ha cometido ningún delito y, por lo tanto, mi detención aquí es ilegal.
—No se ha cometido delito alguno, pero sí un tremen­do error —dijo Holmes—. Más le habría valido confiar en su mujer.
—No era por ella, era por los niños —gimió el detenido—. ¡Dios mío, no quería que se avergonzaran de su padre! ¡Dios santo, qué vergüenza! ¿Qué voy a hacer ahora?
Sherlock Holmes se sentó junto a él en la litera y le dio unas palmaditas en el hombro.
—Si deja usted que los tribunales esclarezcan el caso —dijo—, es evidente que no podrá evitar la publicidad. Por otra parte, si puede convencer a las autoridades policiales de que no hay motivos para proceder contra usted, no veo ra­zón para que los detalles de lo ocurrido lleguen a los perió­dicos. Estoy seguro de que el inspector Bradstreet tomará nota de todo lo que quiera usted declarar para ponerlo en conocimiento de las autoridades competentes. En tal caso, el asunto no tiene por qué llegar a los tribunales.
—¡Que Dios le bendiga! —exclamó el preso con fervor—. Habría soportado la cárcel, e incluso la ejecución, antes que permitir que mi miserable secreto cayera como un baldón sobre mis hijos.
»Son ustedes los primeros que escuchan mi historia. Mi padre era maestro de escuela en Chesterfield, donde recibí una excelente educación. De joven viajé por el mundo, tra­bajé en el teatro y por último me hice reportero en un perió­dico vespertino de Londres. Un día, el director quería que se hiciera una serie de artículos sobre la mendicidad en la capi­tal, y yo me ofrecí voluntario para hacerlo. Éste fue el punto de partida de mis aventuras. La única manera de obtener da­tos para mis artículos era practicando como mendigo afi­cionado. Naturalmente, cuando trabajé como actor había aprendido todos los trucos del maquillaje, y tenía fama en los camerinos por mi habilidad en la materia. Así que decidí sacar partido de mis conocimientos. Me pinté la cara y, para ofrecer un aspecto lo más penoso posible, me hice una bue­na cicatriz y me retorcí un lado del labio con ayuda de una tira de esparadrapo color carne. Y después, con una peluca roja y vestido adecuadamente, ocupé mi puesto en la zona más concurrida de la City, aparentando vender cerillas, pero en realidad pidiendo. Desempeñé mi papel durante siete ho­ras y cuando volví a casa por la noche descubrí, con gran sorpresa, que había recogido nada menos que veintiséis che­lines y cuatro peniques.
»Escribí mis artículos y no volví a pensar en el asunto has­ta que, algún tiempo después, avalé una letra de un amigo y de pronto me encontré con una orden de pago por valor de veinticinco libras. Me volví loco intentando reunir el dinero y de repente se me ocurrió una idea. Solicité al acreedor una prórroga de quince días, pedí vacaciones a mis jefes y me de­diqué a pedir limosna en la City, disfrazado. En diez días ha­bía reunido el dinero y pagado la deuda.
»Pues bien, se imaginarán lo difícil que me resultó some­terme de nuevo a un trabajo fatigoso por dos libras a la se­mana, sabiendo que podía ganar esa cantidad en un día con sólo pintarme la cara, dejar la gorra en el suelo y esperar sen­tado. Hubo una larga lucha entre mi orgullo y el dinero, pero al final ganó el dinero, dejé el periodismo y me fui a sentar, un día tras otro, en el mismo rincón del principio, inspiran­do lástima con mi espantosa cara y llenándome los bolsillos de monedas. Sólo un hombre conocía mi secreto: el propie­tario de un tugurio de Swandam Lane donde tenía alquilada una habitación. De allí salía cada mañana como un mendi­go mugriento, y por la tarde me transformaba en un caballe­ro elegante, vestido a la última. Este individuo, un antiguo marinero, recibía una magnífica paga por sus habitaciones, y yo sabía que mi secreto estaba seguro en sus manos.
»Muy pronto me encontré con que estaba ahorrando su­mas considerables de dinero. No pretendo decir que cual­quier mendigo que ande por las calles de Londres pueda ga­nar setecientas libras al año —que es menos de lo que yo ganaba por término medio—, pero yo contaba con impor­tantes ventajas en mi habilidad para la caracterización y también en mi facilidad para las réplicas ingeniosas, que fui perfeccionando con la práctica hasta convertirme en un per­sonaje bastante conocido en la City. Todos los días caía sobre mí una lluvia de peniques, con alguna que otra moneda de plata intercalada, y muy mal se me tenía que dar para no sa­car por lo menos dos libras.
»A medida que me iba haciendo rico, me fui volviendo más ambicioso: adquirí una casa en el campo y me casé, sin que nadie llegara a sospechar a qué me dedicaba en realidad. Mi querida esposa sabía que tenía algún negocio en la City. Poco se imaginaba en qué consistía.
»El lunes pasado, había terminado mi jornada y me esta­ba vistiendo en mi habitación, encima del fumadero de opio, cuando me asomé a la ventana y vi, con gran sorpresa y cons­ternación, a mi esposa parada en mitad de la calle, con los ojos clavados en mí. Solté un grito de sorpresa, levanté los brazos para taparme la cara y corrí en busca de mi confiden­te, el marinero, instándole a que no permitiese a nadie subir a donde yo estaba. Oí la voz de mi mujer en la planta baja, pero sabía que no la dejarían subir. Rápidamente me quité mis ropas, me puse las de mendigo y me apliqué el maquilla­je y la peluca. Ni siquiera los ojos de una esposa podrían pe­netrar un disfraz tan perfecto. Pero entonces se me ocurrió que podrían registrar la habitación y las ropas me delatarían. Abrí la ventana con tal violencia que se me volvió a abrir un corte que me había hecho por la mañana en mi casa. Cogí la chaqueta con todas las monedas que acababa de transferir de la bolsa de cuero en la que guardaba mis ganancias. La tiré por la ventana y desapareció en las aguas del Támesis. Ha­bría hecho lo mismo con las demás prendas, pero en aquel momento llegaron los policías corriendo por la escalera y a los pocos minutos descubrí, debo confesar que con gran ali­vio por mi parte, que en lugar de identificarme como el señor Neville St. Clair, se me detenía por su asesinato.
»Creo que no queda nada por explicar. Estaba decidido a mantener mi disfraz todo el tiempo que me fuera posible, y de ahí mi insistencia en no lavarme la cara. Sabiendo que mi esposa estaría terriblemente preocupada, me quité el anillo y se lo pasé al marinero en un momento en que ningún policía me miraba, junto con una notita apresurada, diciéndole que no debía temer nada.
—La nota no llegó a sus manos hasta ayer —dijo Holmes.
—¡Santo Dios! ¡Qué semana debe de haber pasado!
—La policía ha estado vigilando a ese marinero —dijo el inspector Bradstreet—, y no me extraña que le haya resulta­do difícil echar la carta sin que le vieran. Probablemente, se la entregaría a algún marinero cliente de su casa, que no se acordó del encargo en varios días.
—Así debió de ser, no me cabe duda —dijo Holmes, asin­tiendo—. Pero ¿nunca le han detenido por pedir limosna?
—Muchas veces; pero ¿qué significaba para mí una multa?
—Sin embargo, esto tiene que terminar aquí —dijo Brads­treet—. Si quiere que la policía eche tierra al asunto, Hugh Boone debe dejar de existir.
—Lo he jurado con el más solemne de los juramentos que puede hacer un hombre.
—En tal caso, creo que es probable que el asunto no siga adelante. Pero si volvemos a toparnos con usted, todo saldrá a relucir. Verdaderamente, señor Holmes, estamos en deuda con usted por haber esclarecido el caso. Me gustaría saber cómo obtiene esos resultados.
—Éste lo obtuve —dijo mi amigo— sentándome sobre cinco almohadas y consumiendo una onza de tabaco. Creo, Wat­son, que, si nos ponemos en marcha hacia Baker Street, lle­garemos a tiempo para el desayuno.

F I N



Arthur Conan Doyle - El sabueso de los Baskerville

Arthur Conan Doyle
El sabueso de los Baskerville

.1. El señor Sherlock Holmes
Eseñor Sherlock Holmes, que de ordinario se levantaba muy tarde, excepto en las
ocasiones nada infrecuentes en que no se acostaba en toda la noche, estaba desayunando.
Yo, que me hallaba de pie junto a la chimenea, me agaché para recoger el bastón olvidado
por nuestro visitante de la noche anterior. Sólido, de madera de buena calidad y con un
abultamiento a modo de empuñadura, era del tipo que se conoce como «abogado de
Penang»1. Inmediatamente debajo de la protuberancia el bastón llevaba una ancha tira de
plata, de más de dos centímetros, en la que estaba grabado «A James Mortimer, MRCS2, de
sus amigos de CCH», y el año, «1884». Era exactamente la clase de bastón que solían
llevar los médicos de cabecera a la antigua usanza: digno, sólido y que inspiraba confianza.
-Veamos, Watson, ¿a qué conclusiones llega?
1. Bastón de paseo de cabeza abultada que se fabrica con el tallo de Licuala Acutifida,
una palma dé Asia oriental.
2. Member of the Royal College of Surgeons (Miembro del Real Colegio de
Cirujanos).
Holmes me daba la espalda, y yo no le había dicho en qué me ocupaba.
-¿Cómo sabe lo que estoy haciendo? Voy a creer que tiene usted ojos en el cogote.
-Lo que tengo, más bien, es una reluciente cafetera con baño de plata delante de mí -me
respondió-. Vamos, Watson, dígame qué opina del bastón de nuestro visitante. Puesto que
hemos tenido la desgracia de no coincidir con él e ignoramos qué era lo que quería, este
recuerdo fortuito adquiere importancia. Descríbame al propietario con los datos que le haya
proporcionado el examen del bastón.
-Me parece -dije, siguiendo hasta donde me era posible los métodos de mi compañeroque
el doctor Mortimer es un médico entrado en años y prestigioso que disfruta de general
estimación, puesto que quienes lo conocen le han dado esta muestra de su aprecio.
-¡Bien! -dijo Holmes-. ¡Excelente!
-También me parece muy probable que sea médico rural y que haga a pie muchas de sus
visitas.
-¿Por qué dice eso?
-Porque este bastón, pese a su excelente calidad, está tan baqueteado que difícilmente
imagino a un médico de ciudad llevándolo. El grueso regatón de hierro está muy gastado,
por lo que es evidente que su propietario ha caminado mucho con él.
-¡Un razonamiento perfecto! -dijo Holmes.
-Y además no hay que olvidarse de los «amigos de CCH». Imagino que se trata de una
asociación local de cazadores', a cuyos miembros es posible que haya atendido
profesionalmente y que le han ofrecido en recompensa este pequeño obsequio.
1. La deducción de Watson se explica porque la inicial H sirve en inglés tanto para la
palabra hunt, una de cuyas acepciones es «asociación de cazadores», como para «hospital».
-A decir verdad se ha superado usted a sí mismo -dijo Holmes, apartando la silla de la
mesa del desayuno y encendiendo un cigarrillo-. Me veo obligado a confesar que, de
ordinario, en los relatos con los que ha tenido usted a bien recoger mis modestos éxitos,
siempre ha subestimado su habilidad personal. Cabe que usted mismo no sea luminoso,
pero sin duda es un buen conductor de la luz. Hay personas que sin ser genios poseen un
notable poder de estímulo. He de reconocer, mi querido amigo, que estoy muy en deuda
con usted.
Hasta entonces Holmes no se había mostrado nunca tan elogioso, y debo reconocer que
sus palabras me produjeron una satisfacción muy intensa, porque la indiferencia con que
recibía mi admiración y mis intentos de dar publicidad a sus métodos me había herido en
muchas ocasiones. También me enorgullecía pensar que había llegado a dominar su
sistema lo bastante como para aplicarlo de una forma capaz de merecer su aprobación. Acto
seguido Holmes se apoderó del bastón y lo examinó durante unos minutos. Luego, como si
algo hubiera despertado especialmente su interés, dejó el cigarrillo y se trasladó con el
bastón junto a la ventana, para examinarlo de nuevo con una lente convexa.
-Interesante, aunque elemental -dijo, mientras regresaba a su sitio preferido en el sofá-.
Hay sin duda una o dos indicaciones en el bastón que sirven de base para varias
deducciones.
-¿Se me ha escapado algo? -pregunté con cierta presunción-. Confío en no haber olvidado
nada importante. -Mucho me temo, mi querido Watson, que casi todas sus conclusiones son
falsas. Cuando he dicho que me ha servido usted de estímulo me refería, si he de ser
sincero, a que sus equivocaciones me han llevado en ocasiones a la verdad. Aunque
tampoco es cierto que se haya equivocado usted por completo en este caso. Se trata sin
duda de un médico rural que camina mucho.
-Entonces tenía yo razón. -Hasta ahí, sí.
-Pero sólo hasta ahí.
-Sólo hasta ahí, mi querido Watson; porque eso no es todo, ni mucho menos. Yo
consideraría más probable, por ejemplo, que un regalo a un médico proceda de un
hospital y no de una asociación de cazadores, y que cuando las iniciales CC van unidas a
la palabra hospital, se nos ocurra enseguida que se trata de Charing Cross.
-Quizá tenga usted razón.
-Las probabilidades se orientan en ese sentido. Y si adoptamos esto como hipótesis de
trabajo, disponemos de un nuevo punto de partida desde donde dar forma a nuestro
desconocido visitante.
-De acuerdo; supongamos que «CCH» significa «hospital de Charing Cross»; ¿qué
otras conclusiones se pueden sacar de ahí?
-¿No se le ocurre alguna de inmediato? Usted conoce mis métodos. ¡Aplíquelos!
-Sólo se me ocurre la conclusión evidente de que nuestro hombre ha ejercido su
profesión en Londres antes de marchar al campo.
-Creo que podemos aventurarnos un poco más. Véalo desde esta perspectiva. ¿En qué
ocasión es más probable que se hiciera un regalo de esas características? ¿Cuándo se
habrán puesto de acuerdo sus amigos para darle esa prueba de afecto? Evidentemente en
el momento en que el doctor Mortimer dejó de trabajar en el hospital para abrir su propia
consulta. Sabemos que se le hizo un regalo. Creemos que se ha producido un cambio y
que el doctor Mortimer ha pasado del hospital de la ciudad a una consulta en el campo.
¿Piensa que estamos llevando demasiado lejos nuestras deducciones si decimos que el
regalo se hizo con motivo de ese cambio?
-Parece probable, desde luego.
-Observará usted, además, que no podía formar parte del personal permanente del
hospital, ya que tan sólo se nombra para esos puestos a profesionales experimentados,
con una buena clientela en Londres, y un médico de esas características no se marcharía
después a un pueblo. ¿Qué era, en ese caso? Si trabajaba en el hospital sin haberse
incorporado al personal permanente, sólo podía ser cirujano o médico interno: poco más
que estudiante posgraduado. Y se marchó hace cinco años; la fecha está en el bastón. De
manera que su médico de cabecera, persona seria y de mediana edad, se esfuma, mi
querido Watson, y aparece en su lugar un joven que no ha cumplido aún la treintena,
afable, poco ambicioso, distraído, y dueño de un perro por el que siente gran afecto y que
describiré aproximadamente como más grande que un terrier pero más pequeño que un
mastín.
Yo me eché a reír con incredulidad mientras Sherlock Holmes se recostaba en el sofá y
enviaba hacia el techo temblorosos anillos de humo.
-En cuanto a sus últimas afirmaciones, carezco de medios para rebatirlas -dije-, pero al
menos no nos será dificil encontrar algunos datos sobre la edad y trayectoria profesional
de nuestro hombre.
Del modesto estante donde guardaba los libros relacionados con la medicina saqué el
directorio médico y, al buscar por el apellido, encontré varios Mortimer, pero tan sólo uno
que coincidiera con nuestro visitante, por lo que procedí a leer en voz alta la nota
biográfica.
«Mortimer, James, MRCS, 1882, Grimpen, Dartmoor, Devonshire. De 1882 a 1884
cirujano interno en el hospital de Charing Cross. En posesión del premio Jackson de
patología comparada, gracias al trabajo titulado "¿Es la enfermedad una regresión?".
Miembro correspondiente de la Sociedad Sueca de Patología. Autor de "Algunos fenómenos
de atavismo" (Lancet, 1882), "¿Estamos progresando?" (Journal of Psychology,
marzo de 1883). Médico de los municipios de Grimpen, Thorsley y High Barrow».
-No se menciona ninguna asociación de cazadores -comentó Holmes con una sonrisa
maliciosa-; pero sí que nuestro visitante es médico rural, como usted dedujo atinadamente.
Creo que mis deducciones están justificadas. Por lo que se refiere a los adjetivos, dije, si no
recuerdo mal, afable, poco ambicioso y distraído. Según mi experiencia, sólo un hombre
afable recibe regalos de sus colegas, sólo un hombre sin ambiciones abandona una carrera
en Londres para irse a un pueblo y sólo una persona distraída deja el bastón en lugar de la
tarjeta de visita después de esperar una hora.
-¿Y el perro?
-Está acostumbrado a llevarle el bastón a su amo. Como es un objeto pesado, tiene que
sujetarlo con fuerza por el centro, y las señales de sus dientes son perfectamente visibles.
La mandíbula del animal, como pone de manifiesto la distancia entre las marcas, es, en mi
opinión, demasiado ancha para un terrier y no lo bastante para un mastín. Podría ser..., sí,
claro que sí: se trata de un spaniel de pelo rizado.
Holmes se había puesto en pie y paseaba por la habitación mientras hablaba. Finalmente
se detuvo junto al hueco de la ventana. Había un tono tal de convicción en su voz que
levanté la vista sorprendido.
-¿Cómo puede estar tan seguro de eso?
-Por la sencilla razón de que estoy viendo al perro delante de nuestra casa, y acabamos de
oír cómo su dueño ha llamado a la puerta. No se mueva, se lo ruego. Se trata de uno de sus
hermanos de profesión, y la presencia de usted puede serme de ayuda. Éste es el momento
dramático del destino, Watson: se oyen en la escalera los pasos de alguien que se dispone a
entrar en nuestra vida y no sabemos si será para bien o para mal. ¿Qué es lo que el doctor
James Mortimer, el científico, desea de Sherlock Holmes, el detective? ¡Adelante!
El aspecto de nuestro visitante fue una sorpresa para mí, dado que esperaba al típico
médico rural y me encontré a un hombre muy alto y delgado, de nariz larga y ganchuda,
disparada hacia adelante entre unos ojos grises y penetrantes, muy juntos, que centelleaban
desde detrás de unos lentes de montura dorada. Vestía de acuerdo con su profesión, pero de
manera un tanto descuidada, porque su levita estaba sucia y los pantalones, raídos. Cargado
de espaldas, aunque todavía joven, caminaba echando la cabeza hacia adelante y ofrecía un
aire general de benevolencia corta de vista. Al entrar, sus ojos tropezaron con el bastón que
Holmes tenía entre las manos, por lo que se precipitó hacia él lanzando una exclamación de
alegría.
-¡Cuánto me alegro! -dijo-. No sabía si lo había dejado aquí o en la agencia marítima.
Sentiría mucho perder ese bastón.
-Un regalo, por lo que veo -dijo Holmes.
-Así es.
-¿Del hospital de Charing Cross?
-De uno o dos amigos que tenía allí, con ocasión de mi matrimonio.
-¡Vaya, vaya! ¡Qué contrariedad! -dijo Holmes, agitando la cabeza.
-¿Cuál es la contrariedad?
-Tan sólo que ha echado usted por tierra nuestras modestas deducciones. ¿Su matrimonio,
ha dicho?
-Sí, señor. Al casarme dejé el hospital, y con ello toda esperanza de abrir una consulta.
Necesitaba un hogar. -Bien, bien; no estábamos tan equivocados, después de todo -dijo
Holmes-. Y ahora, doctor James Mortimer...
-No soy doctor; tan sólo un modesto MRCS.
-Y persona amante de la exactitud, por lo que se ve.
-Un simple aficionado a la ciencia, señor Holmes, coleccionista de conchas en las playas
del gran océano de lo desconocido. Imagino que estoy hablando con el señor Sherlock
Holmes y no...
-No se equivoca; yo soy Sherlock Holmes y éste es mi amigo, el doctor Watson.
-Encantado de conocerlo, doctor Watson. He oído mencionar su nombre junto con el de
su amigo. Me interesa usted mucho, señor Holmes. No esperaba encontrarme con un
cráneo tan dolicocéfalo ni con un arco supraorbital tan pronunciado. ¿Le importaría que
recorriera con el dedo su fisura parietal? Un molde de su cráneo, señor mío, hasta que
pueda disponerse del original, sería el orgullo de cualquier museo antropológico. No es mi
intención parecer obsequioso, pero confieso que codicio su cráneo.
Sherlock Holmes hizo un gesto con la mano para invitar a nuestro extraño visitante a que
tomara asiento. -Veo que se entusiasma usted tanto con sus ideas como yo con las mías -
dijo-. Y observo por su dedo índice que se hace usted mismo los cigarrillos. No dude en
encender uno si así lo desea.
El doctor Mortimer sacó papel y tabaco y lió un pitillo con sorprendente destreza. Sus
dedos, largos y temblorosos, eran tan ágiles e inquietos como las antenas de un insecto.
Holmes guardó silencio, pero la intensidad de su atención me demostraba el interés que
despertaba en él nuestro curioso visitante.
-Supongo -dijo finalmente-, que no debemos el honor de su visita de anoche y ésta de hoy
exclusivamente a su deseo de examinar mi cráneo.
-No, claro está; aunque también me alegro de haber tenido la oportunidad de hacerlo, he
acudido a usted, señor Holmes, porque no se me oculta que soy una persona poco práctica
y porque me enfrento de repente con un problema tan grave como singular. Y
reconociendo, como yo lo reconozco, que es usted el segundo experto europeo mejor
cualificado...
-Ah. ¿Puedo preguntarle a quién corresponde el honor de ser el primero? -le interrumpió
Holmes con alguna aspereza.
-Para una persona amante de la exactitud y de la ciencia, el trabajo de monsieur Bertillon
tendrá siempre un poderoso atractivo.
-¿No sería mejor consultarle a él en ese caso?
-He hablado de personas amantes de la exactitud y de la ciencia. Pero en cuanto a sentido
práctico todo el mundo reconoce que carece usted de rival. Espero, señor mío, no haber...
-Tan sólo un poco -dijo Holmes-. No estará de más, doctor Mortimer, que, sin más
preámbulo, tenga la amabilidad de contarme en pocas palabras cuál es exactamente el
problema para cuya resolución solicita mi ayuda.
2. La maldición de los Baskerville
-Traigo un manuscrito en el bolsillo -dijo el doctor james Mortimer.
-Lo he notado al entrar usted en la habitación -dijo Holmes.
-Es un manuscrito antiguo.
-Primera mitad del siglo XVIII, a no ser que se trate de una falsificación.
-¿Cómo lo sabe?
-Los tres o cuatro centímetros que quedan al descubierto me han permitido examinarlo
mientras usted hablaba. Una persona que no esté en condiciones de calcular la fecha de un
documento con un margen de error de una década, más o menos, no es un experto. Tal vez
conozca usted mi modesta monografía sobre el tema. Yo lo situaría hacia 1730.
-La fecha exacta es 1742 -el doctor Mortimer sacó el manuscrito del bolsillo interior de la
levita-. Sir Charles Baskerville, cuya repentina y trágica muerte hace unos tres meses causó
tanto revuelo en Devonshire, confió a mi cuidado este documento de su familia. Quizá deba
explicar que yo era amigo personal suyo además de su médico. Sir Charles, pese a ser un
hombre resuelto, perspicaz, práctico y tan poco imaginativo como yo, consideraba este
documento una cosa muy seria, y estaba preparado para que le sucediera lo que finalmente
puso fin a su vida.
Holmes extendió la mano para recibir el documento y lo alisó colocándoselo sobre la
rodilla.
-Fíjese usted, Watson, en el uso alternativo de la S larga y corta. Es uno de los indicios
que me han permitido calcular la fecha.
Por encima de su hombro contemplé el papel amarillento y la escritura ya borrosa. En el
encabezamiento se leía: «Mansión de los Baskerville» y, debajo, con grandes números
irregulares, « 1742».
-Parece una declaración.
-Sí, es una declaración acerca de cierta leyenda relacionada con la familia de los
Baskerville.
-Pero imagino que usted me quiere consultar acerca de algo más moderno y práctico.
-De inmediata actualidad. Una cuestión en extremo práctica y urgente que hay que
decidir en un plazo de veinticuatro horas. Pero el relato es breve y está íntimamente ligado
con el problema. Con su permiso voy a proceder a leérselo.
Holmes se recostó en el asiento, unió las manos por las puntas de los dedos y cerró los
ojos con gesto de resignación. El doctor Mortimer volvió el manuscrito hacia la luz y leyó,
con voz aguda, que se quebraba a veces, la siguiente narración, pintoresca y extraña al
mismo tiempo.
«Sobre el origen del sabueso de los Baskerville se han dado muchas explicaciones, pero
como yo procedo en línea directa de Hugo Baskerville y la historia me la contó mi padre,
que a su vez la supo de mi abuelo, la he puesto por escrito convencido de que todo sucedió
exactamente como aquí se relata. Con ello quisiera convenceros, hijos míos, de que la
misma Justicia que castiga el pecado puede también perdonarlo sin exigir nada a cambio, y
que toda interdicción puede a la larga superarse gracias al poder de la oración y el
arrepentimiento. Aprended de esta historia a no temer los frutos del pasado, sino, más bien,
a ser circunspectos en el futuro, de manera que las horribles pasiones por las que nuestra
familia ha sufrido hasta ahora tan atrozmente no se desaten de nuevo para provocar nuestra
perdición.
»Sabed que en la época de la gran rebelión (y mucho os recomiendo la historia que de
ella escribió el sabio Lord Clarendon)' el propietario de esta mansión de los Baskerville era
un Hugo del mismo apellido, y no es posible ocultar que se trataba del hombre más salvaje,
soez y sin Dios que pueda imaginarse. Todo esto, a decir verdad, podrían habérselo
perdonado sus coetáneos, dado que los santos no han florecido nunca por estos contornos,
si no fuera porque había además en él un gusto por la lascivia y la crueldad que lo hicieron
tristemente célebre en todo el occidente del país. Sucedió que este Hugo dio en amar (si, a
decir verdad, a una pasión tan tenebrosa se le puede dar un nombre tan radiante) a la hija de
un pequeño terrateniente que vivía cerca de las propiedades de los Baskerville. Pero la
joven, discreta y de buena reputación, evitaba siempre a Hugo por el temor que le inspiraba
su nefasta notoriedad. Sucedió así que, un día de san Miguel, este antepasado nuestro, con
cinco o seis de sus compañeros, tan ociosos como desalmados, llegaron a escondidas hasta
la granja y secuestraron a la doncella, sabedores de que su padre y sus hermanos estaban
ausentes. Una vez en la mansión, recluyeron a la doncella en un aposento del piso alto,
mientras Hugo y sus amigos iniciaban una larga francachela, al igual que todas las noches.
Lo más probable es que a la pobre chica se le trastornara el juicio al oír los cánticos y los
gritos y los terribles juramentos que le llegaban desde abajo, porque dicen que las palabras
que utilizaba Hugo Baskerville cuando estaba borracho bastarían para fulminar al hombre
que las pronunciara. Finalmente, impulsada por el miedo, la muchacha hizo algo a lo que
quizá no se hubiera atrevido el más valiente y ágil de los hombres, porque gracias a la enredadera
que cubría (y todavía cubre) el lado sur de la casa, descendió hasta el suelo desde
el piso alto, y emprendió el camino hacia su casa a través del páramo dispuesta a recorrer
las tres leguas que separaban la mansión de la granja de su padre.
1 Referencia ala guerra civil que concluyó con la condena a muerte y la ejecución de
Carlos I, rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, en 1649. Lord Clarendon, Primer Conde de
Clarendon (1609-1674), fue primer ministro en la Restauración, pero en 1667 tuvo que
huir a Francia, al acusársele de traición. En el exilio terminó de escribir su Historia de la
rebelión y de las guerras civiles en Inglaterra.
»Sucedió que, algo más tarde, Hugo dejó a sus invitados para llevar alimento y bebida
junto, quizá, con otras cosas peores a su cautiva, encontrándose vacía la jaula y desaparecido
el pájaro. A partir de aquel momento, por lo que parece, el carcelero burlado dio
la impresión de estar poseído por el demonio, porque bajó corriendo las escaleras para
regresar al comedor, saltó sobre la gran mesa, haciendo volar por los aires jarras y fuentes,
y dijo a grandes gritos ante todos los presentes que aquella misma noche entregaría cuerpo
y alma a los poderes del mal si conseguía alcanzar a la muchacha. Y aunque a los
juerguistas les espantó la furia de aquel hombre, hubo uno más perverso o, tal vez, más
borracho que los demás, que propuso lanzar a los sabuesos en persecución de la doncella.
Al oírlo Hugo salió corriendo de la casa y ordenó a gritos a sus criados que le ensillaran la
yegua y soltaran la jauría; después de dar a los perros un pañuelo de la doncella, los puso
inmediatamente sobre su pista para que, a la luz de la luna, la persiguieran por el páramo.
»Durante algún tiempo los juerguistas quedaron mudos, incapaces de entender
acontecimientos tan rápidos. Pero al poco salieron de su perplejidad e imaginaron lo que
probablemente estaba a punto de suceder. El alboroto fue inmediato: quién pedía sus armas,
quién su caballo y quién otra jarra de vino. A la larga, sin embargo, sus mentes
enloquecidas recobraron un poco de sensatez, y todos, trece en total, montaron a caballo y
salieron tras Hugo. La luna brillaba sobre sus cabezas y cabalgaron a gran velocidad,
siguiendo el camino que la muchacha tenía que haber tomado para volver a su casa.
»Habían recorrido alrededor de media legua cuando se cruzaron con uno de los pastores
que guardaban durante la noche el ganado del páramo, y lo interrogaron a grandes voces,
pidiéndole noticias de la partida de caza. Y aquel hombre, según cuenta la historia, aunque
se hallaba tan dominado por el miedo que apenas podía hablar, contó por fin que había
visto a la desgraciada doncella y a los sabuesos que seguían su pista. "Pero he visto más
que eso -añadió-, porque también me he cruzado con Hugo Baskerville a lomos de su
yegua negra, y tras él corría en silencio un sabueso infernal que nunca quiera Dios que
llegue a seguirme los pasos”.
»De manera que los caballeros borrachos maldijeron al pastor y siguieron adelante. Pero
muy pronto se les heló la sangre en las venas, porque oyeron el ruido de unos cascos al
galope y enseguida pasó ante ellos, arrastrando las riendas y sin jinete en la silla, la yegua
negra de Hugo, cubierta de espuma blanca. A partir de aquel momento los juerguistas,
llenos de espanto, siguieron avanzando por el páramo, aunque cada uno, si hubiera estado
solo, habría vuelto grupas con verdadera alegría. Después de cabalgar más lentamente de
esta guisa, llegaron finalmente a donde se encontraban los sabuesos. Los pobres animales,
aunque afamados por su valentía y pureza de raza, gemían apiñados al comienzo de un
hocino, como nosotros lo llamamos, algunos escabulléndose y otros, con el pelo erizado y
los ojos desorbitados, mirando fijamente el estrecho valle que tenían delante.
»Los jinetes, mucho menos borrachos ya, como es fácil de suponer, que al comienzo de
su expedición, se detuvieron. La mayor parte se negó a seguir adelante, pero tres de ellos,
los más audaces o, tal vez, los más ebrios, continuaron hasta llegar al fondo del valle, que
se ensanchaba muy pronto y en el que se alzaban dos de esas grandes piedras, que aún
perduran en la actualidad, obra de pueblos olvidados de tiempos remotos. La luna iluminaba
el claro y en el centro se encontraba la desgraciada doncella en el lugar donde había
caído, muerta de terror y de fatiga. Pero no fue la vista de su cuerpo, ni tampoco del
cadáver de Hugo Baskerville que yacía cerca, lo que hizo que a aquellos juerguistas
temerarios se les erizaran los cabellos, sino el hecho de que, encima de Hugo y desgarrándole
el cuello, se hallaba una espantosa criatura: una enorme bestia negra con forma
de sabueso pero más grande que ninguno de los sabuesos jamás contemplados por ojo
humano. Acto seguido, y en su presencia, aquella criatura infernal arrancó la cabeza de
Hugo Baskerville, por lo que, al volver hacia ellos los ojos llameantes y las mandíbulas
ensangrentadas, los tres gritaron empavorecidos y volvieron grupas desesperadamente, sin
dejar de lanzar alaridos mientras galopaban por el páramo. Según se cuenta, uno de ellos
murió aquella misma noche a consecuencia de lo que había visto, y los otros dos no
llegaron a reponerse en los años que aún les quedaban de vida.
»Ésa es la historia, hijos míos, de la aparición del sabueso que, según se dice, ha
atormentado tan cruelmente a nuestra familia desde entonces. Lo he puesto por escrito,
porque lo que se conoce con certeza causa menos terror que lo que sólo se insinúa o
adivina. Como tampoco se puede negar que son muchos los miembros de nuestra familia
que han tenido muertes desgraciadas, con frecuencia repentinas, sangrientas y misteriosas.
Quizá podamos, sin embargo, refugiarnos en la bondad infinita de la Providencia, que no
castigará sin motivo a los inocentes más allá de la tercera o la cuarta generación, que es
hasta donde se extiende la amenaza de la Sagrada Escritura. A esa Providencia, hijos míos,
os encomiendo ahora, y os aconsejo, como medida de precaución, que os abstengáis de
cruzar el páramo durante las horas de oscuridad en las que triunfan los poderes del mal.
»(De Hugo Baskerville para sus hijos Rodger y John, instándoles a que no digan nada de
su contenido a Elizabeth, su hermana.) »
Cuando el doctor Mortimer terminó de leer aquella singular narración, se alzó los lentes
hasta colocárselos en la frente y se quedó mirando a Sherlock Holmes de hito en hito. Este
último bostezó y arrojó al fuego la colilla del cigarrillo que había estado fumando.
-¿Y bien? -dijo.
-¿Le parece interesante?
-Para un coleccionista de cuentos de hadas.
El doctor Mortimer se sacó del bolsillo un periódico doblado.
-Ahora, señor Holmes, voy a leerle una noticia un poco más reciente, publicada en el
Devon County Chronicle del 14 de junio de este año. Es un breve resumen de la
información obtenida sobre la muerte de Sir Charles Baskerville, ocurrida pocos días antes.
Mi amigo se inclinó un poco hacia adelante y su expresión se hizo más atenta. Nuestro
visitante se ajustó las gafas y comenzó a leer:
«El fallecimiento repentino de Sir Charles Baskerville, cuyo nombre se había
mencionado como probable candidato del partido liberal en Mid-Devon para las próximas
elecciones, ha entristecido a todo el condado. Si bien Sir Charles había residido en la
mansión de los Baskerville durante un periodo comparativamente breve, su simpatía y su
extraordinaria generosidad le ganaron el afecto y el respeto de quienes lo trataron. En estos
días de nuevos ricos es consolador encontrar un caso en el que el descendiente de una
antigua familia venida a menos ha sido capaz de enriquecerse en el extranjero y regresar
luego a la tierra de sus mayores para restaurar el pasado esplendor de su linaje. Sir Charles,
como es bien sabido, se enriqueció mediante la especulación sudafricana. Más prudente
que quienes siguen en los negocios hasta que la rueda de la fortuna se vuelve contra ellos,
Sir Charles se detuvo a tiempo y regresó a Inglaterra con sus ganancias. Han pasado sólo
dos años desde que estableciera su residencia en la mansión de los Baskerville y son de
todos conocidos los ambiciosos planes de reconstrucción y mejora que han quedado
trágicamente interrumpidos por su muerte. Dado que carecía de hijos, su deseo,
públicamente expresado, era que toda la zona se beneficiara, en vida suya, de su buena
fortuna, y serán muchos los que tengan razones personales para lamentar su prematura
desaparición. Las columnas de este periódico se han hecho eco con frecuencia de sus
generosas donaciones a obras caritativas tanto locales como del condado.
»No puede decirse que la investigación efectuada haya aclarado por completo las
circunstancias relacionadas con la muerte de Sir Charles, pero, al menos, se ha hecho luz
suficiente como para poner fin a los rumores a que ha dado origen la superstición local. No
hay razón alguna para sospechar que se haya cometido un delito, ni para imaginar que el
fallecimiento no obedezca a causas naturales. Sir Charles era viudo y quizá también persona
un tanto excéntrica en algunas cuestiones. A pesar de su considerable fortuna, sus
gustos eran muy sencillos y contaba únicamente, para su servicio personal, con el
matrimonio apellidado Barrymore: el marido en calidad de mayordomo y la esposa como
ama de llaves. Su testimonio, corroborado por el de varios amigos, ha servido para poner
de manifiesto que la salud de Sir Charles empeoraba desde hacía algún tiempo y, de manera
especial, que le aquejaba una afección cardíaca con manifestaciones como palidez,
ahogos y ataques agudos de depresión nerviosa. El doctor James Mortimer, amigo y
médico de cabecera del difunto, ha testimoniado en el mismo sentido.
»Los hechos se relatan sin dificultad. Sir Charles tenía por costumbre pasear todas las
noches, antes de acostarse, por el famoso paseo de los Tejos de la mansión de los
Baskerville. El testimonio de los Barrymore confirma esa costumbre. El cuatro de junio Sir
Charles manifestó su intención de emprender viaje a Londres al día siguiente, y encargó a
Barrymore que le preparase el equipaje. Aquella noche salió como de ordinario a dar su
paseo nocturno, durante el cual tenía por costumbre fumarse un cigarro habano, pero nunca
regresó. A las doce, al encontrar todavía abierta la puerta principal, el mayordomo se
alarmó y, después de encender una linterna, salió en busca de su señor. Había llovido
durante el día, y no le fue dificil seguir las huellas de Sir Charles por el paseo de los Tejos.
Hacia la mitad del recorrido hay un portillo para salir al páramo. Sir Charles, al parecer, se
detuvo allí algún tiempo. El mayordomo siguió paseo adelante y en el extremo que queda
más lejos de la mansión encontró el cadáver. Según el testimonio de Barrymore, las huellas
de su señor cambiaron de aspecto más allá del portillo que da al páramo, ya que a partir de
entonces anduvo al parecer de puntillas. Un tal Murphy, gitano tratante en caballos, no se
encontraba muy lejos en aquel momento, pero, según su propia confesión, estaba borracho.
Murphy afirma que oyó gritos, pero es incapaz de precisar de dónde procedían. En la
persona de Sir Charles no se descubrió señal alguna de violencia y aunque el testimonio del
médico señala una distorsión casi increíble de los rasgos faciales -hasta el punto de que, en
un primer momento, el doctor Mortimer se negó a creer que fuera efectivamente su amigo
y paciente-, pudo saberse que se trata de un síntoma no del todo infrecuente en casos de
disnea y de muerte por agotamiento cardíaco. Esta explicación se vio corroborada por el
examen post mortem, que puso de manifiesto una enfermedad orgánica crónica, y el veredicto
del jurado al que informó el coroner 1 estuvo en concordancia con las pruebas
médicas. Hemos de felicitarnos de que haya sido así, porque, evidentemente, es de suma
importancia que el heredero de Sir Charles se instale en la mansión y prosiga la encomiable
tarea tan tristemente interrumpida. Si los prosaicos hallazgos del coroner no hubieran
puesto fin a las historias románticas susurradas en conexión con estos sucesos, podría haber
resultado difícil encontrar un nuevo ocupante para la mansión de los Baskerville. Según se
sabe, el pariente más próximo de Sir Charles es el señor Henry Baskerville, hijo de su
hermano menor, en el caso de que aún siga con vida. La última vez que se tuvo noticias de
este joven se hallaba en Estados Unidos, y se están haciendo las averiguaciones necesarias
para informarle de lo sucedido.»
1. Funcionario público cuyo principal deber es investigar, en presencia de un jurado,
cualquier defunción cuando hay motivos para suponer que las causas no han sido naturales.
El doctor Mortimer volvió a doblar el periódico y se lo guardó en el bolsillo.
-Ésos son, señor Holmes, los hechos en conexión con la muerte de Sir Charles
Baskerville que han llegado a conocimiento de la opinión pública.
-Tengo que agradecerle -dijo Sherlock Holmes- que me haya informado sobre un caso
que presenta sin duda algunos rasgos de interés. Recuerdo haber leído, cuando murió Sir
Charles, algunos comentarios periodísticos, pero estaba muy ocupado con el asunto de los
camafeos del Vaticano y, llevado de mi deseo de complacer a Su Santidad, perdí contacto
con varios casos muy interesantes de mi país. ¿Dice usted que ese artículo contiene todos
los hechos de conocimiento público?
-Así es.
-En ese caso, infórmeme de los privados -recostándose en el sofá, Sherlock Holmes
volvió a unir las manos por las puntas de los dedos y adoptó su expresión más impasible y
juiciosa.
-Al hacerlo -explicó el doctor Mortimer, que empezaba a dar la impresión de estar muy
emocionado- me dispongo a contarle algo que no he revelado a nadie. Mis motivos para
ocultarlo durante la investigación del coroner son que un hombre de ciencia no puede
adoptar públicamente una posición que, en apariencia, podría servir de apoyo a la
superstición. Me impulsó además el motivo suplementario de que, como dice el periódico,
la mansión de los Baskerville permanecería sin duda deshabitada si contribuyéramos de
algún modo a confirmar su reputación, ya de por sí bastante siniestra. Por esas dos razones
me pareció justificado decir bastante menos de lo que sabía, dado que no se iba a obtener
con ello ningún beneficio práctico, mientras que ahora, tratándose de usted, no hay motivo
alguno para que no me sincere por completo.
»El páramo está muy escasamente habitado, y los pocos vecinos con que cuenta se visitan
con frecuencia. Esa es la razón de que yo viera a menudo a Sir Charles Baskerville. Con la
excepción del señor Frankland, de la mansión Lafter, y del señor Stapleton, el naturalista,
no hay otras personas educadas en muchos kilómetros a la redonda. Sir Charles era un
hombre reservado, pero su enfermedad motivó que nos tratáramos, y la coincidencia de
nuestros intereses científicos contribuyó a reforzar nuestra relación. Había traído abundante
información científica de África del Sur, y fueron muchas las veladas que pasamos
conversando agradablemente sobre la anatomía comparada del bosquimano y del hotentote.
»En el transcurso de los últimos meses advertí, cada vez con mayor claridad, que el
sistema nervioso de Sir Charles estaba sometido a una tensión casi insoportable. Se había
tomado tan excesivamente en serio la leyenda que acabo de leerle que, si bien paseaba por
los jardines de su propiedad, nada le habría impulsado a salir al páramo durante la noche.
Por increíble que pueda parecerle, señor Holmes, estaba convencido de que pesaba sobre su
familia un destino terrible y, a decir verdad, la información de que disponía acerca de sus
antepasados no invitaba al optimismo. Le obsesionaba la idea de una presencia horrorosa, y
en más de una ocasión me preguntó si durante los desplazamientos que a veces realizo de
noche por motivos profesionales había visto alguna criatura extraña o había oído los
ladridos de un sabueso. Esta última pregunta me la hizo en varias ocasiones y siempre con
una voz alterada por la emoción.
»Recuerdo muy bien un día, aproximadamente tres semanas antes del fatal desenlace, en
que llegué a su casa ya de noche. Sir Charles estaba casualmente junto a la puerta principal.
Yo había bajado de mi calesa y, al dirigirme hacia él, advertí que sus ojos, fijos en algo
situado por encima de mi hombro, estaban llenos de horror. Al volverme sólo tuve tiempo
de vislumbrar lo que me pareció una gran ternera negra que cruzaba por el otro extremo del
paseo. Mi anfitrión estaba tan excitado y alarmado que tuve que trasladarme al lugar exacto
donde había visto al animal y buscarlo por los alrededores, pero había desaparecido,
aunque el incidente pareció dejar una impresión penosísima en su imaginación. Le hice
compañía durante toda la velada y fue en aquella ocasión, y para explicarme la emoción de
la que había sido presa, cuando confió a mi cuidado la narración que le he leído al
comienzo de mi visita. Menciono este episodio insignificante porque adquiere cierta
importancia dada la tragedia posterior, aunque por entonces yo estuviera convencido de que
se trataba de algo perfectamente trivial y de que la agitación de mi amigo carecía de
fundamento.
»Sir Charles se disponía a venir a Londres por consejo mío. Yo sabía que estaba enfermo
del corazón y que la ansiedad constante en que vivía, por quiméricos que fueran los
motivos, tenía un efecto muy negativo sobre su salud. Me pareció que si se distraía durante
unos meses en la gran metrópoli londinense se restablecería. El señor Stapleton, un amigo
común, a quien también preocupaba mucho su estado de salud, era de la misma opinión. Y
en el último momento se produjo la terrible catástrofe.
»La noche de la muerte de Sir Charles, Barrymore, el mayordomo, que fue quien
descubrió el cadáver, envió a Perkins, el mozo de cuadra, a caballo en mi busca, y dado que
no me había acostado aún pude presentarme en la mansión menos de una hora después.
Comprobé de visu todos los hechos que más adelante se mencionaron en la investigación.
Seguí las huellas, camino adelante, por el paseo de los Tejos y vi el lugar, junto al portillo
que da al páramo, donde Sir Charles parecía haber estado esperando y advertí el cambio en
la forma de las huellas a partir de aquel momento, así como la ausencia de otras huellas
distintas de las de Barrymore sobre la arena blanda; finalmente examiné cuidadosamente el
cuerpo, que nadie había tocado antes de mi llegada. Sir Charles yacía boca abajo, con los
brazos extendidos, los dedos hundidos en el suelo y las facciones tan distorsionadas por
alguna emoción fuerte que difícilmente hubiera podido afirmar bajo juramento que se
trataba del propietario de la mansión de los Baskerville. No había, desde luego, lesión corporal
de ningún tipo. Pero Barrymore hizo una afirmación incorrecta durante la
investigación. Dijo que no había rastro alguno en el suelo alrededor del cadáver. El
mayordomo no observó ninguno, pero yo sí. Se encontraba a cierta distancia, pero era
reciente y muy claro».
-¿Huellas?
-Huellas.
-¿De un hombre o de una mujer?
El doctor Mortimer nos miró extrañamente durante un instante y su voz se convirtió casi
en un susurro al contestar:
-Señor Holmes, ¡eran las huellas de un sabueso gigantesco!
3. El problema
Confieso que sentí un escalofrío al oír aquellas palabras. El estremecimiento en la voz del
doctor mostraba que también a él le afectaba profundamente lo que acababa de contarnos.
La emoción hizo que Holmes se inclinara hacia adelante y que apareciera en sus ojos el
brillo duro e impasible que los iluminaba cuando algo le interesaba vivamente.
-¿Las vio usted?
-Tan claramente como estoy viéndolo a usted. -¿Y no dijo nada?
-¿Para qué?
-¿Cómo es que nadie más las vio?
-Las huellas estaban a unos veinte metros del cadáver y nadie se ocupó de ellas. Supongo
que yo habría hecho lo mismo si no hubiera conocido la leyenda.
-¿Hay muchos perros pastores en el páramo?
-Sin duda, pero en este caso no se trataba de un pastor.
-¿Dice usted que era grande?
-Enorme.
-Pero, ¿no se había acercado al cadáver?
-No.
-¿Qué tiempo hacía aquella noche?
-Húmedo y frío.
-¿Pero no llovía? -No.
-¿Cómo es el paseo?
-Hay dos hileras de tejos muy antiguos que forman un seto impenetrable de cuatro metros
de altura. El paseo propiamente tal tiene unos tres metros de ancho.
-¿Hay algo entre los setos y el paseo?
-Sí, una franja de césped de dos metros de ancho a cada lado.
-¿Es exacto decir que el seto que forman los tejos queda cortado por un portillo?
-Sí; el portillo que da al páramo.
-¿Existe alguna otra comunicación?
-Ninguna.
-¿De manera que para llegar al paseo de los Tejos hay que venir de la casa o bien entrar
por el portillo del páramo?
-Hay otra salida a través del pabellón de verano en el extremo que queda más lejos de la
casa.
-¿Había llegado hasta allí Sir Charles?
-No; se encontraba a unos cincuenta metros.
-Dígame ahora, doctor Mortimer, y esto es importante, las huellas que usted vio ¿estaban
en el camino y no en el césped?
-En el césped no se marcan las huellas.
-¿Estaban en el lado del paseo donde se encuentra el portillo?
-Sí; al borde del camino y en el mismo lado.
-Me interesa extraordinariamente lo que cuenta. Otro punto más: ¿estaba cerrado el
portillo?
-Cerrado y con el candado puesto.
-¿Qué altura tiene?
-Algo más de un metro.
-En ese caso, cualquiera podría haber pasado por encima.
-Efectivamente.
-Y, ¿qué señales vio usted junto al portillo?
-Ninguna especial.
-¡Dios del cielo! ¿Nadie lo examinó?
-Lo hice yo mismo.
-¿Y no encontró nada?
-Resultaba todo muy confuso. Sir Charles, no hay duda, permaneció allí por espacio de
cinco o diez minutos.
-¿Cómo lo sabe?
-Porque se le cayó dos veces la ceniza del cigarro.
-¡Excelente! He aquí, Watson, un colega de acuerdo con nuestros gustos. Pero, ¿y las
huellas?
-Sir Charles había dejado las suyas repetidamente en una pequeña porción del camino y
no pude descubrir ninguna otra.
Sherlock Holmes se golpeó la rodilla con la mano en un gesto de impaciencia.
-¡Ah, si yo hubiera estado allí! -exclamó-. Se trata de un caso de extraordinario interés,
que ofrece grandes oportunidades al experto científico. Ese paseo, en el que tanto se podría
haber leído, hace ya tiempo que ha sido emborronado por la lluvia y desfigurado por los
zuecos de campesinos curiosos. ¿Por qué no me llamó usted, doctor Mortimer? Ha
cometido un pecado de omisión.
-No me era posible llamarlo, señor Holmes, sin revelar al mundo los hechos que acabo de
contarle, y ya he dado mis razones para desear no hacerlo. Además...
-¿Por qué vacila usted?
-Existe una esfera que escapa hasta al más agudo y experimentado de los detectives.
-¿Quiere usted decir que se trata de algo sobrenatural?
-No lo he afirmado.
-No, pero es evidente que lo piensa.
-Desde que sucedió la tragedia, señor Holmes, han llegado a conocimiento mío varios
incidentes difíciles de reconciliar con el orden natural.
-¿Por ejemplo?
-He descubierto que antes del terrible suceso varias personas vieron en el páramo a una
criatura que coincide con el demonio de Baskerville, y no es posible que se trate de ningún
animal conocido por la ciencia. Todos describen a una enorme criatura, luminosa, horrible
y espectral. He interrogado a esas personas, un campesino con gran sentido práctico, un
herrero y un agricultor del páramo, y los tres cuentan la misma historia de una espantosa
aparición, que se corresponde exactamente con el sabueso infernal de la leyenda. Le
aseguro que se ha instaurado el reinado del terror en el distrito y que apenas hay nadie que
cruce el páramo de noche.
-Y usted, un profesional de la ciencia, ¿cree que se trata de algo sobrenatural?
-Ya no sé qué creer.
Holmes se encogió de hombros.
-Hasta ahora he limitado mis investigaciones a este mundo -dijo-. Combato el mal dentro
de mis modestas posibilidades, pero enfrentarse con el Padre del Mal en persona quizá sea
una tarea demasiado ambiciosa. Usted admite, sin embargo, que las huellas son corpóreas.
-El primer sabueso era lo bastante corpóreo para desgarrar la garganta de un hombre sin
dejar por ello de ser diabólico.
-Ya veo que se ha pasado usted con armas y bagajes al sobrenaturalismo. Pero dígame una
cosa, doctor Mortimer, si es ésa su opinión, ¿por qué ha venido a consultarme? Me dice usted
que es inútil investigar la muerte de Sir Charles y al mismo tiempo quiere que lo haga.
-No he dicho que quiera que lo haga.
-En ese caso, ¿cómo puedo ayudarle? -Aconsejándome sobre lo que debo hacer con Sir
Henry Baskerville, que llega a la estación de Waterloo -el doctor Mortimer consultó su relojdentro
de hora y cuarto exactamente.
-¿Es el heredero?
-Sí. Al morir Sir Charles hicimos indagaciones acerca de ese joven, y se descubrió que se
había consagrado a la agricultura en Canadá. De acuerdo con los informes que hemos
recibido se trata de un excelente sujeto desde todos los puntos de vista. Ahora no hablo como
médico sino en calidad de fideicomisario y albacea de Sir Charles. -¿No hay ningún otro
demandante, supongo?
-Ninguno. El único familiar que pudimos rastrear, además de él, fue Rodger Baskerville, el
menor de los tres hermanos de los que Sir Charles era el de más edad. El segundo, que murió
joven, era el padre de este muchacho, Henry. El tercero, Rodger, fue la oveja negra de la
familia. Procedía de la vieja cepa autoritaria de los Baskerville y, según me han contado, era
la viva imagen del retrato familiar del viejo Hugo. Su situación se complicó lo bastante como
para tener que huir de Inglaterra y dar con sus huesos en América Central, donde murió de
fiebre amarilla en 1876. Henry es el último de los Baskerville. Dentro de una hora y cinco
minutos me reuniré con él en la estación de Waterloo. He sabido por un telegrama que
llegaba esta mañana a Southampton. Y ésa es mi pregunta, señor Holmes, ¿qué me aconseja
que haga con él?
-¿Por qué tendría que renunciar a volver al hogar de sus mayores?
-Parece lo lógico, ¿no es cierto? Y, sin embargo, si se considera que todos los Baskerville
que van allí son víctimas de un destino cruel, estoy seguro de que si hubiera podido hablar
conmigo antes de morir, Sir Charles me habría recomendado que no trajera a ese lugar
horrible al último vástago de una antigua raza y heredero de una gran fortuna. No se puede
negar, sin embargo, que la prosperidad de toda la zona, tan pobre y desolada, depende de su
presencia. Todo lo bueno que ha hecho Sir Charles se vendrá abajo con estrépito si la
mansión se queda vacía. Y ante el temor de dejarme llevar por mi evidente interés en el
asunto, he decidido exponerle el caso y pedirle consejo.
Holmes reflexionó unos instantes.
-Dicho en pocas palabras, la cuestión es la siguiente: en opinión de usted existe un agente
diabólico que hace de Dartmoor una residencia peligrosa para un Baskerville, ¿no es eso?
-Al menos estoy dispuesto a afirmar que existen algunas pruebas en ese sentido.
-Exacto. Pero, indudablemente, si su teoría sobrenatural es correcta, el joven en cuestión
está tan expuesto al imperio del mal en Londres como en Devonshire. Un demonio con un
poder tan localizado como el de una junta parroquial sería demasiado inconcebible.
-Plantea usted la cuestión, señor Holmes, con una ligereza a la que probablemente
renunciaría si entrara en contacto personal con estas cosas. Su punto de vista,
por lo que se me alcanza, es que el joven Baskerville correrá en Devonshire los mismos
peligros que en Londres. Llega dentro de cincuenta minutos. ¿Qué recomendaría usted?
-Lo que yo le recomiendo, señor mío, es que tome un coche, llame a su spaniel, que está
arañando la puerta principal y siga su camino hasta Waterloo para reunirse con Sir Henry
Baskerville.
-¿Y después?
-Después no le dirá nada hasta que yo tome una decisión sobre este asunto.
-¿Cuánto tiempo necesitará?
-Veinticuatro horas. Le agradeceré mucho, doctor Mortimer, que mañana a las diez en
punto de la mañana venga a visitarme; también será muy útil para mis planes futuros que
traiga consigo a Sir Henry Baskerville.
-Así lo haré, señor Holmes.
Garrapateó los detalles de la cita en el puño de la camisa y, con su manera distraída y un
tanto peculiar de persona corta de vista, se apresuró a abandonar la habitación. Holmes, que
recordó algo de pronto, logró detenerlo en el descansillo.
-Una última pregunta, doctor Mortimer. ¿Ha dicho usted que antes de la muerte de Sir
Charles varias personas vieron esa aparición en el páramo?
-Tres exactamente.
-¿Se sabe de alguien que la haya visto después? No ha llegado a mis oídos.
-Muchas gracias. Buenos días.
Holmes regresó a su asiento con un gesto sereno de satisfacción interior del que podía
deducirse que tenía de lante una tarea que le agradaba. -¿Va usted a salir, Watson?
-Únicamente si no puedo serle de ayuda.
-No, mi querido amigo, es en el momento de la acción cuando me dirijo a usted en busca
de ayuda. Pero esto que acabamos de oír es espléndido, realmente único desde varios
puntos de vista. Cuando pase por Bradley's, ¿será tan amable de pedirle que me envíe una
libra de la picadura más fuerte que tenga? Muchas gracias. También le agradecería que
organizara sus ocupaciones para no regresar antes de la noche. Para entonces me agradará
mucho comparar impresiones acerca del interesantísimo problema que se ha presentado
esta mañana a nuestra consideración.
Yo sabía que a Holmes le eran muy necesarios la reclusión y el aislamiento durante las
horas de intensa concentración mental en las que sopesaba hasta los indicios más
insignificantes y elaboraba diversas teorías que luego contrastaba para decidir qué puntos
eran esenciales y cuáles carecían de importancia. De manera que pasé el día en mi club y
no regresé a Baker Street hasta la noche. Eran casi las nueve cuando abrí de nuevo la puerta
de la sala de estar.
Mi primera impresión fue que se había declarado un incendio, porque había tanto humo
en el cuarto que apenas se distinguía la luz de la lámpara situada sobre la mesa. Nada más
entrar, sin embargo, se disiparon mis temores, porque el picor que sentí en la garganta y
que me obligó a toser procedía del humo acre de un tabaco muy fuerte y áspero. A través
de la neblina tuve una vaga visión de Holmes en bata, hecho un ovillo en un sillón y con la
pipa de arcilla negra entre los labios. A su alrededor había varios rollos de papel.
-¿Se ha resfriado, Watson?
-No; es esta atmósfera irrespirable.
-Supongo que está un poco cargada, ahora que usted lo menciona.
-¡Un poco cargada! Es intolerable.
-¡Abra la ventana entonces! Se ha pasado usted todo el día en el club, por lo que veo.
-¡Mi querido Holmes! -¿Estoy en lo cierto?
-Desde luego, pero ¿cómo...?
A Holmes le hizo reír mi expresión de desconcierto. -Hay en usted cierta agradable
inocencia, Watson, que convierte en un placer el ejercicio, a costa suya, de mis modestas
facultades de deducción. Un caballero sale de casa un día lluvioso en el que las calles se
llenan de barro y regresa por la noche inmaculado, con el brillo del sombrero y de los
zapatos todavía intacto. Eso significa que no se ha movido en todo el tiempo. No es un
hombre que tenga amigos íntimos. ¿Dónde puede haber estado, por lo tanto? ¿No es
evidente?
-Sí, bastante.
-El mundo está lleno de cosas evidentes en las que nadie se fija ni por casualidad. ¿Dónde
se imagina usted que he estado yo?
-Tampoco se ha movido.
-Muy al contrario, porque he estado en Devonshire.
-¿En espíritu?
-Exactamente. Mi cuerpo se ha quedado en este sillón y, en mi ausencia, siento
comprobarlo, ha consumido el contenido de dos cafeteras de buen tamaño y una increíble
cantidad de tabaco. Después de que usted se marchara pedí que me enviaran de Stanford's
un mapa oficial de esa parte del páramo y mi espíritu se ha pasado todo el día suspendido
sobre él. Creo estar en condiciones de recorrerlo sin perderme.
-Un mapa a gran escala, supongo.
-A grandísima escala -Holmes procedió a desenrollar una sección, sosteniéndola sobre la
rodilla-. Aquí tiene usted el distrito concreto que nos interesa. Es decir, con la mansión de
los Baskerville en el centro.
-¿Y un bosque alrededor?
-Exactamente. Me imagino que el paseo de los Tejos, aunque no está señalado con ese
nombre, debe de extenderse a lo largo de esta línea, con el páramo, como puede usted ver, a
la derecha. Ese puñado de edificios es el caserío de Grimpen, donde tiene su sede nuestro
amigo el doctor Mortimer. Advierta que en un radio de ocho kilómetros tan sólo hay
algunas casas desperdigadas. Aquí está la mansión Lafter, mencionada en el relato que leyó
el doctor Mortimer. Esta indicación de una casa quizá señale la residencia del naturalista...,
si no recuerdo mal su apellido era Stapleton. Aquí vemos dos granjas dentro del páramo,
High Tor y Foulmire. Luego, a más de veinte kilómetros, la prisión de Princetown. Entre
esos puntos desperdigados se extiende el páramo deshabitado y sin vida. Tal es, por lo
tanto, el escenario donde se ha representado la tragedia y donde quizá contribuyamos a que
se represente de nuevo.
-Debe de ser un lugar extraño.
-Sí, el decorado merece la pena. Si el diablo de verdad desea intervenir en los asuntos de
los hombres...
-¿Se inclina usted entonces hacia la explicación sobrenatural?
-Los agentes del demonio pueden ser de carne y hueso, ¿no es cierto? Hay dos cuestiones
que aclarar antes de nada. La primera es si se ha cometido algún delito; la segunda, ¿qué
delito y cómo? Por supuesto, si la teoría del doctor Mortimer fuese correcta y tuviéramos
que vérnoslas
con fuerzas que desbordan las leyes ordinarias de la naturaleza, nuestra
investigación moriría antes de empezar. Pero estamos obligados a agotar todas las demás
hipótesis antes de recurrir a ésa. Creo que podemos volver a cerrar esa ventana, si no tiene
usted inconveniente. Es muy curioso, pero descubro que una atmósfera cargada contribuye
a mantener la concentración mental. No lo he llevado hasta el extremo de meterme en una
caja para pensar, pero ése sería el resultado lógico de mis convicciones. ¿También usted le
ha dado vueltas al caso?
-Sí; he pensado mucho en ello durante todo el día. -¿Ha llegado a alguna conclusión?
-Es muy desconcertante.
-Sin duda tiene unas características muy peculiares. Hay puntos muy sobresalientes. El
cambio en la forma de las huellas, por ejemplo. ¿Qué opina usted de eso?
-Mortimer dijo que el difunto recorrió de puntillas aquella parte del paseo.
-El doctor se limitó a repetir lo que algún estúpido había dicho en la investigación. ¿Por
qué tendría nadie que avanzar de puntillas paseo adelante?
-¿Qué sucedió entonces?
-Corría, Watson..., corría desesperadamente para salvar la vida; corría hasta que le estalló
el corazón y cayó muerto de bruces.
-Corría..., ¿alejándose de qué?
-Eso es lo que tenemos que averiguar. Hay indicios de que Sir Charles estaba ya
obnubilado por el miedo antes de empezar a correr.
-¿Cómo lo sabe usted?
-Imagino que la causa de sus temores vino hacia él atravesando el páramo. Si es ése el
caso, y parece lo más probable, sólo un hombre que ha perdido la razón corre alejándose de
la casa en lugar de regresar a ella. Si se puede dar crédito al testimonio del gitano, corrió
pidiendo auxilio en la dirección de donde era menos probable que pudiera recibir ayuda.
Por otra parte, ¿a quién estaba esperando aquella noche, y por qué esperaba en el paseo de
los Tejos y no en la casa?
-¿Cree usted que esperaba a alguien?
-Sir Charles era un hombre enfermo y de edad avanzada. Es comprensible que diera un
paseo a última hora, pero, dada la humedad del suelo y la inclemencia de la noche, ¿es
lógico pensar que se quedara quieto cinco o diez minutos, como el doctor Mortimer, con
más sentido práctico del que yo le hubiera atribuido, dedujo gracias a la ceniza del cigarro
puro?
-Pero salía todas las noches.
-Me parece improbable que se detuviera todas las noches junto al portillo. Sabemos, por
el contrario, que tendía a evitar el páramo. Aquella noche esperó allí. Al día siguiente se
disponía a salir para Londres. El asunto empieza a tomar forma, Watson. Se hace
coherente. Si no le importa, páseme el violín y no volveremos a pensar en ello hasta que
tengamos ocasión de reunirnos con el doctor Mortimer y con Sir Henry Baskerville mañana
por la mañana.
4. Sir Henry Baskerville
Terminamos pronto de desayunar y Holmes, en bata, esperó a que llegara el momento de
la entrevista prometida. Nuestros clientes acudieron puntualmente a la cita: el reloj acababa
de dar las diez cuando entró el doctor Mortimer, seguido del joven baronet, un hombre de
unos treinta años, pequeño, despierto, de ojos negros, constitución robusta, espesas cejas
negras y un rostro de rasgos enérgicos que reflejaban un carácter batallador. Vestía un traje
de tweed de color rojizo y tenía la tez curtida de quien ha pasado mucho tiempo al aire
libre, si bien había algo en la firmeza de su mirada y en la tranquila seguridad de sus
modales que ponían de manifiesto su noble cuna.
-Sir Henry Baskerville -dijo el doctor Mortimer.
-A su disposición -dijo Sir Henry-, y lo más extraño, señor Holmes, es que si mi amigo,
aquí presente, no me hubiera propuesto venir a verlo hoy por la mañana, habría venido yo
por iniciativa propia. Según creo, resuelve usted pequeños rompecabezas y esta mañana me
he encontrado con uno que requiere más sustancia gris de la que yo estoy en condiciones de
consagrarle.
-Haga el favor de tomar asiento, Sir Henry. ¿Si no entiendo mal ya ha tenido usted alguna
experiencia notable desde su llegada a Londres?
-Nada de importancia, señor Holmes. Tan sólo una broma, probablemente. Se trata de
una carta, si es que se la puede llamar así, que he recibido esta mañana.
Sir Henry dejó un sobre en la mesa y todos nos inclinamos para verlo. Era de calidad
corriente y color grisáceo. Las señas, «Sir Henry Baskerville, Northumberland Hotel»,
estaban escritas toscamente, en el matasellos se leía «Charing Cross» y la carta se había
echado al correo la noche anterior.
-¿Quién sabía que fuese usted a alojarse en el Northumberland Hotel? -preguntó Holmes,
mirando con gran interés a nuestro visitante.
-No lo sabía nadie. Lo decidí después de conocer al doctor Mortimer.
-Pero, sin duda, el doctor Mortimer se alojaba allí con anterioridad.
-No -dijo el doctor-; estuve disfrutando de la hospitalidad de un amigo. No existía la
menor indicación de que fuésemos a elegir ese hotel.
-¡Hummm! Alguien parece estar muy interesado en sus movimientos -Holmes sacó del
sobre medio pliego doblado en cuatro que procedió a abrir y extender sobre la mesa. Una
sola frase, escrita por el procedimiento de pegar en el papel palabras impresas, ocupaba el
centro de la hoja y decía lo siguiente: «Si da usted valor a su vida o a su razón, se alejará
del páramo». Tan sólo la palabra «páramo» estaba escrita a mano.
-Ahora -dijo Sir Henry Baskerville- quizá pueda usted decirme, señor Holmes, cuál es,
por mil pares de demonios, el significado de todo esto y quién es la persona que se interesa
tanto por mis asuntos.
-¿Qué opina usted, doctor Mortimer? Tendrá usted que reconocer, al menos, que no hay
nada de sobrenatural en ello.
-No, desde luego, pero podría venir de alguien convencido de que existe una intervención
sobrenatural.
-¿De qué están hablando? -preguntó Sir Henry con aspereza-. Tengo la impresión de que
todos ustedes, caballeros, están más al tanto que yo de mis propios asuntos.
-Le haremos partícipe de todo lo que sabemos antes de que abandone esta habitación, Sir
Henry, se lo prometo -dijo Sherlock Holmes-. Pero por el momento, con su permiso, nos
ceñiremos a este documento tan interesante, que debe de haberse compuesto y echado al
correo anoche. ¿Tiene usted el Times de ayer, Watson?
-Está ahí en el rincón.
-¿Le importa acercármelo..., la tercera página, con los editoriales? -Holmes examinó los
artículos con rapidez, recorriendo las columnas de arriba abajo con la mirada-. Un editorial
muy importante sobre la libertad de comercio. Permítanme que les lea un extracto. «Quizá
lo engatusen a usted para que se imagine que su especialidad comercial o su industria se
verán incentivadas mediante una tarifa protectora, pero si da en utilizar la razón comprenderá
que, a la larga, esa legislación alejará del país mucha riqueza, disminuirá el valor
de nuestras importaciones y empeorará las condiciones generales de vida en nuestras
tierras.» ¿Qué le parece, Watson? -exclamó Holmes, con gran regocijo, frotándose las
manos satisfecho-. ¿No cree usted que se trata de una opinión admirable?
El doctor Mortimer miró a Holmes con interés profesional y Sir Henry Baskerville volvió
hacia mí unos ojos tan oscuros como desconcertados.
-No sé mucho sobre tarifas y cosas semejantes -dijo-, pero me parece que nos estamos
apartando un poco de la cuestión.
-Pues yo opino, por el contrario, que la estamos siguiendo muy de cerca, Sir Henry.
Watson, aquí presente, sabe más que usted acerca de mis métodos, pero me temo que
tampoco él ha captado del todo la importancia de esta frase.
-No; confieso que no veo la relación.
-Y, sin embargo, mi querido Watson, existe una conexión muy estrecha, dado que la
primera está sacada de ésta. «Usted», «su» «su», «vida», «razón», «valor», «alejará»,
«del». ¿Ve usted ahora de dónde se han tomado esas palabras?
-¡Por todos los demonios, tiene usted razón! ¡Que me aspen si no es de lo más ingenioso!
-exclamó Sir Henry. -Y por si quedara alguna duda, no hay más que ver cómo «alejará» y
«del» están en el mismo recorte. -Cierto, ¡así es!
-A decir verdad, señor Holmes, esto sobrepasa cualquier cosa que hubiera podido
imaginar -dijo el doctor Mortimer, contemplando a mi amigo con asombro-. Entendería que
alguien dijera que las palabras han salido de un periódico, pero precisar cuál y añadir que
se trata del editorial, es una de las cosas más sorprendentes que he visto nunca. ¿Cómo lo
ha hecho?
-Imagino, doctor, que usted distinguiría entre el cráneo de un negro y el de un esquimal.
-Sin duda.
-Pero, ¿cómo?
-Porque es mi pasatiempo favorito. Las diferencias son evidentes. El borde supraorbital,
el ángulo facial, la curva del maxilar, el...
-Pues éste es mi pasatiempo favorito y las diferencias también son evidentes. A mis ojos
es tanta la diferencia entre el tipo de imprenta grande y bien espaciado de un artículo del
Times y la impresión descuidada de un periódico de la tarde de medio penique como la que
pueda existir para usted entre sus negros y sus esquimales. La detección de caracteres de
imprenta es una de las ramas más elementales del saber para el experto en delitos, aunque
debo confesar que, en una ocasión, cuando era muy joven, confundí el Leeds Mercury con
el Western Morning News. Pero un editorial del Times es inconfundible y esas palabras no
se podían haber tomado de ningún otro sitio. Y puesto que se hizo ayer, era más que
probable que las encontráramos donde las hemos encontrado.
-Hasta donde soy capaz de seguirle, señor Holmes -dijo Sir Henry Baskerville-, afirma
usted que alguien cortó ese mensaje con unas tijeras...
-Tijeras para uñas -dijo Holmes-. Se puede ver que eran unas tijeras de hoja muy
pequeña, ya que quien lo hizo tuvo que dar dos tijeretazos para «alejará del».
-Efectivamente. Alguien, entonces, recortó el mensaje con unas tijeras muy pequeñas, lo
pegó con engrudo...
-Goma -dijo Holmes.
-Con goma en el papel. Pero me gustaría saber por qué tuvo que escribir la palabra
«páramo».
-Porque el autor no la encontró en letra impresa. Las otras palabras eran sencillas y
podían encontrarse en cualquier ejemplar del periódico, pero «páramo» es menos corriente.
-Claro, eso lo explica. ¿Ha descubierto usted algo más en ese mensaje, señor Holmes?
-Hay uno o dos indicios, aunque se ha hecho todo lo posible por eliminar cualquier pista.
La dirección, si se fija usted, está escrita con letra muy tosca. The Times, sin embargo, es
un periódico que prácticamente sólo leen las personas con una educación superior.
Podemos deducir, por consiguiente, que quien compuso la carta es una persona educada
que ha querido hacerse pasar por inculta y que su preocupación por ocultar su letra sugiere
que quizá alguno de ustedes la conozca o pueda llegar a conocerla. Fíjense, además, en que
las palabras no están pegadas con precisión, sino unas mucho más altas que otras. «Vida»,
por ejemplo, se halla completamente fuera de su sitio. Eso puede indicar descuido o tal vez
agitación y prisa. En conjunto me inclino por esto último, ya que se trata de un asunto a
todas luces importante y no es probable que el redactor de la carta descuidara su tarea
voluntariamente. Si es cierto que tenía prisa, surge la interesante pregunta de por qué tenía
tanta prisa, dado que Sir Henry habría recibido antes de abandonar el hotel cualquier carta
que se echara al correo por la mañana temprano. ¿Acaso temía su autor una interrupción y,
en ese caso, de quién?
-Estamos entrando en el terreno de las conjeturas -dijo el doctor Mortimer.
-Digamos, más bien, en el terreno donde sopesamos posibilidades y elegimos la más
probable. Es el uso científico de la imaginación, pero siempre tenemos una base material
sobre la que apoyar nuestras especulaciones. Sin duda puede usted llamarlo conjetura, pero
estoy casi seguro de que estas señas se han escrito en un hotel.
-¿Cómo demonios puede usted saberlo?
-Si las examina cuidadosamente descubrirá que tanto la pluma como la tinta han causado
problemas a la persona que escribía. La pluma ha emborronado dos veces la misma palabra
y se ha quedado seca tres veces en muy poco tiempo, lo que demuestra que había muy poca
tinta en el tintero. Ahora bien, raras veces se permite que una pluma o un tintero personales
lleguen a esa situación, y la combinación de las dos ha de ser bastante rara. Pero todos
ustedes conocen las plumas y los tinteros de los hoteles, donde lo raro es encontrar otra
cosa. Sí: afirmo casi sin lugar a duda que si pudiéramos examinar el contenido de las
papeleras de los hoteles de los alrededores de Charing Cross hasta encontrar el resto del
mutilado editorial del Times podríamos descubrir a la persona que envió este singular
mensaje. ¡Vaya, vaya! ¿Qué es esto?
Sherlock Holmes estaba examinando cuidadosamente el medio pliego con las palabras
pegadas, colocándoselo a pocos centímetros de los ojos.
-¿Y bien?
-Nada -respondió Holmes, dejándolo caer-. Es la mitad de un pliego totalmente en
blanco, sin filigrana siquiera. Creo que hemos extraído toda la información posible de esta
carta tan curiosa. Ahora, Sir Henry, ¿le ha sucedido alguna otra cosa de interés desde su
llegada a Londres?
-No, señor Holmes, me parece que no.
-¿No ha observado que nadie lo siguiera o lo vigilara?
-Tengo la impresión de haberme convertido en personaje de novela barata -dijo nuestro
visitante-. ¿Por qué demonios habría de vigilarme o de seguirme nadie?
-Estamos llegando a eso. ¿No tiene usted que informarnos de nada más antes de que
hablemos de su viaje?
-Bueno, depende de lo que usted considere digno de mención.
-Creo que todo lo que se salga del curso ordinario de la vida es digno de mención.
Sir Henry sonrió.
-No sé aún mucho acerca de la vida británica, porque he pasado la mayor parte de mi
existencia en los Estados Unidos y en Canadá. Pero supongo que tampoco aquí perder una
bota es parte del curso ordinario de la vida. -¿Ha perdido una bota?
-Mi querido señor -exclamó el doctor Mortimer-, tan sólo se ha extraviado. Estoy seguro
de que la encontrará a su regreso al hotel. ¿Qué sentido tiene molestar al señor Holmes con
insignificancias como ésa?
-Me ha preguntado por cualquier cosa que se saliera de lo corriente.
-Así es -intervino Holmes-, aunque el incidente pueda parecer completamente estúpido.
¿Dice usted que ha perdido una bota?
-Digamos, más bien, que se ha extraviado. Anoche dejé las dos fuera y sólo había una por
la mañana. No he conseguido sacar nada en limpio del sujeto que las limpia. Y lo peor de
todo es que las compré precisamente anoche en el Strand y aún no las he estrenado.
-Si no se las había puesto, ¿por qué las dejó fuera para que se las limpiaran?
-Eran unas botas de cuero y estaban sin charolar. Por eso las saqué.
-¿Tengo que entender entonces que al llegar ayer a Londres salió inmediatamente a la
calle y se compró un par de botas?
-Compré muchas cosas. El doctor Mortimer, aquí presente, me acompañó. Compréndalo
usted, si voy a ser un terrateniente destacado, he de vestirme en consonancia con mi
categoría social, y puede ser que me haya hecho un poco descuidado en América. Compré,
entre otras cosas, esas botas marrones (pagué seis dólares por ellas) y he conseguido que
me roben una antes de estrenarlas.
-Parece un robo particularmente inútil -dijo Sherlock Holmes-. Confieso compartir la
creencia del doctor Mortimer de que la bota aparecerá dentro de poco.
-Y ahora, caballeros -dijo el baronet con decisión- me parece que he hablado más que
suficiente de lo poco que sé. Ya es hora de que cumplan ustedes su promesa y me den
una información completa sobre el asunto que a todos nos ocupa.
-Su petición es muy razonable -respondió Holmes-. Doctor Mortimer, creo que lo mejor
será que cuente usted la historia a Sir Henry tal como nos la contó a nosotros.
Al recibir aquel estímulo, nuestro amigo el hombre de ciencia se sacó los papeles que
llevaba en el bolsillo y presentó el caso como lo había hecho el día anterior. Sir Henry le
escuchó con la más profunda atención y con alguna exclamación de sorpresa de cuando
en cuando.
-Vaya, parece que me ha tocado en suerte algo más que una herencia -comentó, una vez
terminada la larga narración-. Por supuesto, llevo oyendo hablar del sabueso desde mi
infancia. Es la historia preferida de la familia, aunque hasta ahora nunca se me había
ocurrido tomarla en serio. Pero, por lo que se refiere a la muerte de mi tío..., bueno, todo
parece arremolinárseme en la cabeza y todavía no consigo verlo con claridad. Creo que
aún no han decidido ustedes si hay que acudir a la policía o a un clérigo.
-Exactamente.
-Y ahora se añade el asunto de la carta que me han mandado al hotel. Supongo que eso
encaja con lo demás.
-Parece indicar que hay alguien que sabe más que nosotros sobre lo que pasa en el
páramo -dijo el doctor Mortimer.
-Y alguien además -añadió Holmes- que está bien dispuesto hacia usted, puesto que lo
previene del peligro.
-O que quizá quiere asustarme en beneficio propio. -Sí, por supuesto, también eso es
posible. Estoy muy en deuda con usted, doctor Mortimer, por haberme presentado un
problema que ofrece varias alternativas interesantes. Pero tenemos que resolver una
cuestión práctica, Sir Henry: la de si es aconsejable que vaya usted a la mansión de los
Baskerville.
-¿Por qué tendría que renunciar a hacerlo?
-Podría ser peligroso.
-¿Se refiere usted al peligro de ese demonio familiar o a la actuación de seres humanos?
-Bien; eso es lo que tenemos que averiguar.
-En cualquiera de los dos casos, mi respuesta es la misma. No hay demonio en el
infierno ni hombre sobre la faz de la tierra que me pueda impedir volver a la casa de mi
familia, y tenga usted la seguridad de que le doy mi respuesta definitiva -frunció el
entrecejo mientras hablaba y su rostro enrojeció vivamente. No cabía duda de que el
carácter fogoso de los Baskerville aún seguía vivo en el último retoño de la estirpe-. Por
otra parte -continuó-, apenas he tenido tiempo de pensar sobre todo lo que me han
contado ustedes. Es mucho pedir que una persona entienda y decida a la vez. Me gustaría
disponer de una hora de tranquilidad. Vamos a ver, señor Holmes: ahora son las once y
media y yo voy a volver directamente a mi hotel. ¿Qué le parece si usted y su amigo, el
doctor Watson, se reúnen a las dos con nosotros y almorzamos juntos? Para entonces
estaré en condiciones de decirle con más claridad cómo veo las cosas.
-¿Tiene usted algún inconveniente, Watson?
-Ninguno.
-En ese caso cuenten con nosotros. ¿Debo llamar a un coche de alquiler?
-Prefiero andar, porque este asunto me ha puesto un poco nervioso.
-Y yo le acompañaré con mucho gusto -dijo el doctor Mortimer.
-En ese caso volveremos a reunirnos a las dos. ¡Hasta luego y buenos días!
Oímos los pasos de nuestros visitantes en la escalera y el ruido de la puerta de la calle al
cerrarse. En un instante Holmes había dejado de ser el soñador lánguido para transformarse
en el hombre de acción.
-¡Enseguida, Watson, póngase el sombrero y las botas! ¡Ni un momento que perder! -
Holmes se dirigió a toda prisa hacia su cuarto para quitarse la bata y regresó a los pocos
segundos con la levita puesta. Descendimos apresuradamente las escaleras y salimos a la
calle. El doctor Mortimer y Baskerville eran todavía visibles a unos doscientos metros por
delante de nosotros en dirección a Oxford Street.
-¿Quiere que corra y los alcance?
-Ni por lo más remoto, mi querido Watson. Su compañía me satisface plenamente, si a
usted no le desagrada la mía. Nuestros amigos han acertado, porque sin duda es una
mañana muy adecuada para pasear.
Sherlock Holmes aceleró la marcha hasta que la distancia que nos separaba quedó
reducida a la mitad. Luego, siempre manteniéndonos unos cien metros por detrás, seguimos
a Baskerville y a Mortimer por Oxford Street y después por Regent Street. En una ocasión
nuestros amigos se detuvieron a mirar un escaparate y Holmes hizo lo mismo. Un instante
después dejó escapar un leve grito de satisfacción y, al seguir la dirección de su mirada, vi
que un cabriolé de alquiler que se había detenido al otro lado de la calle reanudaba
lentamente la marcha.
-¡Ahí está nuestro hombre, Watson! ¡Venga! Al menos tendremos ocasión de verlo,
aunque no podamos hacer nada más.
En aquel momento me di cuenta de que una poblada barba negra y dos ojos muy
penetrantes se habían vuelto hacia nosotros por la ventanilla del coche de alquiler. Inmediatamente
se alzó la trampilla del techo, el cochero recibió una orden a gritos y el
vehículo salió disparado Regent Street adelante. Holmes buscó ansiosamente con la vista
otro coche desocupado, pero no había ninguno. Luego echó a correr desesperadamente
entre la corriente del tráfico, pero la ventaja era demasiado grande y muy pronto el cabriolé
se perdió de vista.
-¡Qué contrariedad! -dijo Holmes con amargura al apartarse, jadeante y pálido de
indignación, del flujo de vehículos-. ¿Ha existido nunca peor suerte y también mayor
torpeza? Watson, Watson, si es usted honesto ¡tendrá que apuntar esto en el debe,
contraponiéndolo a mis éxitos!
-¿Quién era ese individuo?
-No tengo la menor idea.
-¿Un espía?
-Por lo que hemos oído era evidente que a Baskerville lo han estado siguiendo muy de
cerca desde que llegó a Londres. De lo contrario, ¿cómo habría podido saberse tan pronto
que se alojaba en el hotel Northumberland? Si lo habían seguido el primer día, era lógico
que también lo siguieran el segundo. Quizá se percató usted de que me llegué dos veces
hasta la ventana mientras el doctor Mortimer leía el texto de la leyenda.
-Sí, lo recuerdo.
-Quería ver si alguien merodeaba por la calle, pero no he tenido éxito. Nos enfrentamos
con un hombre inteligente, Watson. Se trata de un asunto muy serio y aunque no he
decidido aún si estamos en contacto con un agente benévolo o perverso, constato siempre la
presencia de inteligencia y decisión. Al marcharse nuestros amigos los seguí al instante con
la esperanza de localizar a su invisible acompañante, pero nuestro hombre ha tenido la precaución
de no trasladarse a pie sino utilizar un coche, lo que le permitía rezagarse o
adelantarlos a toda velocidad y escapar así a su detección. Ese método tiene la ventaja
adicional de que si hubieran tomado un coche ya estaba preparado para seguirlos. Pero
tiene, sin embargo, una desventaja.
-Lo pone a merced del cochero.
-Exactamente.
-¡Es una lástima que no tomáramos el número!
-Mi querido Watson, aunque haya obrado con torpeza, no pensará usted seriamente que
he olvidado ese pequeño detalle. Nuestro hombre es el 2704. Pero por el momento no nos
sirve de nada.
-No veo qué más podría usted haber hecho.
-Al descubrir el coche de alquiler debería haber dado la vuelta y haberme alejado, para, a
continuación, alquilar con toda calma un segundo cabriolé y seguir al primero a una
distancia prudente o, mejor aún, trasladarme al hotel Northumberland y esperar allí.
Después de que el desconocido hubiera seguido a Baskerville hasta su casa habríamos
tenido la oportunidad de jugar a su mismo juego yver a dónde se dirigía él. Pero, debido a
una impaciencia indiscreta, de la que nuestro contrincante ha sabido aprovecharse con
extraordinaria celeridad y energía, nos hemos traicionado y lo hemos perdido.
Durante esta conversación habíamos seguido avanzando lentamente por Regent Street y
ya hacía tiempo que el doctor Mortimer y su acompañante se habían perdido de vista.
-No tiene objeto que continuemos -dijo Holmes-. La persona que los seguía se ha
marchado y no reaparecerá. Hemos de ver si disponemos de otros triunfos y jugarlos con
decisión. ¿Reconocería usted el rostro del hombre que iba en el cabriolé?
-Sólo reconocería la barba.
-Lo mismo me sucede a mí, por lo que deduzco que, con toda probabilidad, era una barba
postiza. Un hombre inteligente que lleva a cabo una misión tan delicada sólo utiliza una
barba para dificultar su identificación. ¡Venga conmigo, Watson!
Holmes entró en una de las oficinas de recaderos del distrito, donde el gerente lo recibió
de manera muy afectuosa.
-Ya veo, Wilson, que no ha olvidado el caso en que tuve la buena fortuna de poder
ayudarle.
-No, señor; le aseguro que no lo he olvidado. Salvó usted mi reputación y quizá también
mi vida.
-Exagera usted, amigo mío. Si no recuerdo mal, cuenta usted entre sus empleados con un
muchacho apellidado Cartwright, que mostró cierto talento durante nuestra investigación.
-Sí, señor; todavía sigue con nosotros.
-¿Podría usted llamarlo? ¡Muchas gracias! Y también me gustaría que me cambiara este
billete de cinco libras.
Un chico de catorce años, de rostro despierto y mirada inquisitiva, se presentó en
respuesta a la llamada del encargado y se quedó mirando al famoso detective con aire
reverente.
-Déjeme ver la guía de hoteles -dijo Holmes-. Muchas gracias. Vamos a ver, Cartwright,
aquí tienes los nombres de veintitrés hoteles, todos en las inmediaciones de Charing Cross.
¿Los ves?
-Sí, señor.
-Vas a visitarlos todos, uno a uno.
-Sí, señor.
-Empezarás, en cada caso, por dar un chelín al portero. Aquí tienes veintitrés chelines.
-Sí, señor.
-Le dirás que quieres ver el contenido de las papeleras que se vaciaron ayer. Dirás que se
ha extraviado un telegrama importante y que lo estás buscando. ¿Entiendes?
-Sí, señor.
-Pero, en realidad, lo que vas a buscar es un ejemplar del Times de ayer en cuya página
central se hayan hecho unos agujeros con tijeras. Aquí tienes el periódico. Ésta es la página.
La reconocerás fácilmente, ¿no es cierto?
-Sí, señor.
-El portero te mandará en cada caso al conserje, a quien también darás un chelín. Aquí
tienes otros veintitrés chelines. Es posible que en veinte de los veintitrés hoteles los papeles
desechados del día de ayer hayan sido quemados o eliminados. En los otros tres casos te
mostrarán un montón de papel y buscarás en él esta página del Times. Las posibilidades en
contra son elevadísimas. Aquí tienes diez chelines más para una emergencia. Mándame un
informe por telégrafo a Baker Street antes de la noche. Y ahora, Watson, sólo nos queda
descubrir mediante el telégrafo la identidad de nuestro cochero, el número 2704; luego
pasaremos por una de las galerías de Bond Street y ocuparemos el tiempo viendo cuadros
hasta el momento de nuestra cita en el hotel.
5. Tres cabos rotos
Sherlock Holmes poseía, de manera muy notable, la capacidad de desentenderse a
voluntad. Por espacio de dos horas pareció olvidarse del extraño asunto que nos tenía
ocupados para consagrarse por entero a los cuadros de los modernos maestros belgas. Y
desde que salimos de la galería hasta que llegamos al hotel Northumberland habló
exclusivamente de arte, tema sobre el que tenía ideas muy elementales.
-Sir Henry Baskerville los espera en su habitación -dijo el recepcionista-. Me ha pedido
que les hiciera subir en cuanto llegaran.
-¿Tiene inconveniente en que consulte su registro? -dijo Holmes.
-Ninguno.
En el registro aparecían dos entradas después de la de Baskerville: Theophilus Johnson y
familia, de Newcastle, y la señora Oldmore con su doncella, de High Lodge, Alton.
-Sin duda este Johnson es un viejo conocido mío -le dijo Holmes al conserje-. ¿No se
trata de un abogado, de cabello gris, con una leve cojera?
-No, señor; se trata del señor Johnson, propietario de minas de carbón, un caballero muy
activo, no mayor que usted.
-¿Está seguro de no equivocarse sobre su ocupación?
-No, señor: viene a este hotel desde hace muchos años y lo conocemos muy bien.
-En ese caso no hay más que hablar. Pero..., señora Oldmore; también me parece recordar
ese apellido. Perdone mi curiosidad, pero, con frecuencia, al ir a visitar a un amigo se
encuentra a otro.
-Es una dama enferma, señor. Su esposo fue en otro tiempo alcalde de Gloucester.
Siempre se aloja en nuestro hotel cuando viene a Londres.
-Muchas gracias; me temo que no tengo el honor de conocerla. Hemos obtenido un dato
muy importante con esas preguntas, Watson -continuó Holmes, en voz baja, mientras
subíamos juntos la escalera-. Sabemos ya que las personas que sienten tanto interés por
nuestro amigo no se alojan aquí. Eso significa que si bien, como ya hemos visto, están
ansiosos de vigilarlo, les preocupa igualmente que Sir Henry pueda verlos. Y eso es un
hecho muy sugerente.
-¿Qué es lo que sugiere?
-Sugiere... ¡vaya! ¿Qué le sucede, mi querido amigo? Al terminar de subir la escalera nos
tropezamos con Sir Henry Baskerville en persona, con el rostro encendido por la
indignación y empuñando una bota muy usada y polvorienta. Estaba tan furioso que apenas
se le entendía y cuando por fin habló con claridad lo hizo con un acento americano mucho
más marcado del que había utilizado por la mañana.
-Me parece que me han tomado por tonto en este hotel -exclamó-. Pero como no tengan
cuidado descubrirán muy pronto que donde las dan las toman. Por todos los demonios, si
ese tipo no encuentra la bota que me falta, aquí va a haber más que palabras. Sé aceptar una
broma como el que más, señor Holmes, pero esto ya pasa de castaño oscuro.
-¿Aún sigue buscando la bota?
-Así es, y estoy decidido a encontrarla.
-Pero, ¿no dijo usted que era una bota nueva de color marrón?
-Así era, señor mío. Y ahora se trata de otra negra y vieja.
-¡Cómo! ¿Quiere usted decir...?
-Eso es exactamente lo que quiero decir. Sólo tenía tres pares..., las marrones nuevas, las
negras viejas y los zapatos de charol, que son los que llevo puestos. Anoche se llevaron una
marrón y hoy me ha desaparecido una negra. Veamos, ¿la ha encontrado usted? ¡Hable,
caramba, y no se me quede mirando!
Había aparecido en escena un camarero alemán presa de gran nerviosismo.
-No, señor; he preguntado por todo el hotel, pero nadie sabe nada.
-Pues o aparece la bota antes de que se ponga el sol, o iré a ver al gerente para decirle que
me marcho inmediatamente del hotel.
-Aparecerá, señor..., le prometo que si tiene usted un poco de paciencia la encontraremos.
-No se le olvide, porque es lo último que voy a perder en esta guarida de ladrones.
Perdone, señor Holmes, que le moleste por algo tan insignificante...
-Creo que está justificado preocuparse.
-Veo que le parece un asunto serio.
-¿Cómo lo explica usted?
-No trato de explicarlo. Me parece la cosa más absurda y más extraña que me ha sucedido
nunca.
-La más extraña, quizá -dijo Holmes pensativo.
-¿Cuál es su opinión?
-No pretendo entenderlo todavía. Este caso suyo es muy complicado, Sir Henry. Cuando
lo relaciono con la muerte de su tío dudo de que entre los quinientos casos de importancia
capital con que me he enfrentado hasta ahora haya habido alguno que presentara más
dificultades. Disponemos de varias pistas y es probable que una u otra nos lleve hasta la
verdad. Quizá perdamos tiempo siguiendo una falsa, pero, más pronto o más tarde, daremos
con la correcta.
El almuerzo fue muy agradable, aunque en su transcurso apenas se dijo nada del asunto
que nos había reunido. Tan sólo cuando nos retiramos a una sala de estar privada Holmes
preguntó a Baskerville cuáles eran sus intenciones.
-Trasladarme a la mansión de los Baskerville.
-Y, ¿cuándo?
-A finales de semana.
-Creo que, en conjunto -dijo Holmes-, su decisión es acertada. Tengo suficientes pruebas
de que está usted siendo seguido en Londres y entre los millones de habitantes de esta gran
ciudad es dificil descubrir quiénes son esas personas y cuál pueda ser su propósito. Si su
intención es hacer el mal pueden darle un disgusto y no estaríamos en condiciones de
impedirlo. ¿Sabía usted, doctor Mortimer, que alguien los seguía esta mañana al salir de mi
casa?
El doctor Mortimer tuvo un violento sobresalto.
-¡Seguidos! ¿Por quién?
-Eso es lo que, desgraciadamente, no puedo decirles.
Entre sus vecinos o conocidos de Dartmoor, ¿hay alguien de pelo negro que se deje la
barba?
-No..., espere, déjeme pensar..., sí, claro, Barrymore, el mayordomo de Sir Charles, es un
hombre muy moreno, con barba.
-¡Ajá! ¿Dónde está Barrymore?
-Tiene a su cargo la mansión de los Baskerville.
-Será mejor que nos aseguremos de que sigue allí o de si, por el contrario, ha tenido
ocasión de trasladarse a Londres.
-¿Cómo puede usted averiguarlo?
-Déme un impreso para telegramas. «¿Está todo listo para Sir Henry?» Eso bastará.
Dirigido al señor Barrymore, mansión de los Baskerville. ¿Cuál es la oficina de telégrafos
más próxima? Grimpen. De acuerdo, enviaremos un segundo cable al jefe de correos de
Grimpen: «Telegrama para entregar en mano al señor Barrymore. Si está ausente, devolver
por favor a Sir Henry Baskerville, hotel Northumberland». Eso deberá permitirnos saber
antes de la noche si Barrymore está en su puesto o se ha ausentado.
-Asunto resuelto -dijo Baskerville-. Por cierto, doctor Mortimer, ¿quién es ese
Barrymore, de todas formas?
-Es el hijo del antiguo guarda, que ya murió. Los Barrymore llevan cuatro generaciones
cuidando de la mansión. Hasta donde se me alcanza, él y su mujer forman una pareja tan
respetable como cualquiera del condado.
-Al mismo tiempo -dijo Baskerville-, está bastante claro que mientras en la mansión no
haya nadie de mi familia esas personas disfrutan de un excelente hogar y carecen de
obligaciones.
-Eso es cierto.
-¿Dejó Sir Charles algo a los Barrymore en su testamento? -preguntó Holmes.
-Él y su mujer recibieron quinientas libras cada uno.
-¡Ah! ¿Estaban al corriente de que iban a recibir esa cantidad?
-Sí; Sir Charles era muy aficionado a hablar de las disposiciones de su testamento.
-Eso es muy interesante.
-Espero -dijo el doctor- que no considere usted sospechosas a todas las personas que han
recibido un legado de Sir Charles, porque también a mí me dejó mil libras.
-¡Vaya! ¿Ya alguien más?
-Hubo muchas sumas insignificantes para otras personas y también se atendió a un gran
número de obras de caridad. Todo lo demás queda para Sir Henry.
-¿Y a cuánto ascendía lo demás? -Setecientas cuarenta mil libras. Holmes alzó las cejas
sorprendido.
-Ignoraba que se tratase de una suma tan enorme -dijo. -Se daba por sentado que Sir
Charles era rico, pero sólo hemos sabido hasta qué punto al inventariar sus valores. La
herencia ascendía en total a casi un millón.
-¡Cielo santo! Por esa apuesta se puede intentar una jugada desesperada. Y una pregunta
más, doctor Mortimer. Si le sucediera algo a nuestro joven amigo aquí presente (perdóneme
esta hipótesis tan desagradable), ¿quién heredaría la fortuna de Sir Charles?
-Dado que Rodger Baskerville, el hermano pequeño, murió soltero, la herencia pasaría a
los Desmond, que son primos lejanos. James Desmond es un clérigo de avanzada edad que
vive en Westmorland.
-Muchas gracias. Todos estos detalles son de gran interés. ¿Conoce usted al señor James
Desmond?
-Sí; en una ocasión vino a visitar a Sir Charles. Es un hombre de aspecto venerable y de
vida íntegra. Recuerdo que, a pesar de la insistencia de Sir Charles, se negó a aceptar la
asignación que le ofrecía.
-Y ese hombre de gustos sencillos, ¿sería el heredero de la fortuna?
-Heredaría la propiedad, porque está vinculada. Y también heredaría el dinero a no ser
que el actual propietario, que, como es lógico, puede hacer lo que quiera con él, le diera
otro destino en su testamento.
-¿Ha hecho usted testamento, Sir Henry?
-No, señor Holmes, no lo he hecho. No he tenido tiempo, porque sólo desde ayer estoy al
corriente de todo. Pero, en cualquier caso, creo que el dinero no debe separarse ni del título
ni de la propiedad. Esa era la idea de mi pobre tío. ¿Cómo sería posible restaurar el
esplendor de los Baskerville si no se dispone del dinero necesario para mantener la
propiedad? La casa, la tierra y el dinero deben ir juntos.
-Así es. Bien, Sir Henry: estoy completamente de acuerdo con usted en cuanto a la
conveniencia de que se traslade sin tardanza a Devonshire. Pero hay una medida que debo
tomar. En ningún caso puede usted ir solo.
-El doctor Mortimer regresa conmigo.
-Pero el doctor Mortimer tiene que atender a sus pacientes y su casa está a varios
kilómetros de la de usted. Hasta con la mejor voluntad del mundo puede no estar en
condiciones de ayudarle. No, Sir Henry; tiene usted que llevar consigo a alguien de
confianza que permanezca constantemente a su lado.
-¿Existe la posibilidad de que venga usted conmigo, señor Holmes?
-Si llegara a producirse una crisis, me esforzaría por estar presente, pero sin duda
entenderá usted perfectamente que, dada la amplitud de mi clientela y las constantes
peticiones de ayuda que me llegan de todas partes, me resulte imposible ausentarme de
Londres por tiempo indefinido. En el momento actual uno de los apellidos más respetados
de Inglaterra está siendo mancillado por un chantajista y únicamente yo puedo impedir un
escándalo desastroso. Comprenderá usted lo imposible que me resulta trasladarme a
Dartmoor.
-Entonces, ¿a quién recomendaría usted? Holmes me puso la mano en el brazo.
-Si mi amigo está dispuesto a acompañarle, no hay persona que resulte más útil en una
situación dificil. Nadie lo puede decir con más seguridad que yo.
Aquella propuesta fue una sorpresa total para mí, pero, antes de que pudiera responder,
Baskerville me tomó la mano y la estrechó cordialmente.
-Vaya, doctor Watson, es usted muy amable -dijo-. Ya ve la clase de persona que soy y
sabe de este asunto tanto como yo. Si viene conmigo a la mansión de los Baskerville y me
ayuda a salir del apuro no lo olvidaré nunca.
Siempre me ha fascinado la posibilidad de una aventura y me sentía además halagado por
las palabras de Holmes y por el entusiasmo con que el baronet me había aceptado por
compañero.
-Iré con mucho gusto -dije- . No creo que pudiera emplear mi tiempo de mejor manera.
-También se ocupará usted de informarme con toda precisión -dijo Holmes-. Cuando se
produzca una crisis, como sin duda sucederá, le indicaré lo que tiene que hacer. ¿Estarán
ustedes listos para el sábado?
-¿Le convendrá ese día al doctor Watson?
-No hay ningún problema.
-En ese caso, y si no tiene usted noticias en contra, el sábado nos reuniremos en Paddington
para tomar el tren de las 10,30.
Nos habíamos levantado ya para marcharnos cuando Baskerville lanzó un grito de triunfo
y, lanzándose hacia uno de los rincones de la habitación, sacó una bota marrón de debajo de
un armario.
-¡La bota queme faltaba! -exclamó.
-¡Ojalá todas nuestras dificultades desaparezcan tan fácilmente! -dijo Sherlock Holmes.
-Resulta muy extraño de todas formas -señaló el doctor Mortimer-. Registré
cuidadosamente la habitación antes del almuerzo.
-Y yo hice lo mismo -añadió Baskerville-. Centímetro a centímetro.
-No había ninguna bota.
-En ese caso tiene que haberla colocado ahí el camarero mientras almorzábamos.
Se llamó al alemán, quien aseguró no saber nada de aquel asunto, y el mismo resultado
negativo dieron otras pesquisas. Se había añadido un elemento más a la serie constante de
pequeños misterios, en apariencia sin sentido, que se sucedían unos a otros con gran rapidez.
Dejando a un lado la macabra historia de la muerte de Sir Charles, contábamos con una
cadena de incidentes inexplicables, todos en el espacio de cuarenta y ocho horas, entre los
que figuraban la recepción de la carta confeccionada con recortes de periódico, el espía de
barba negra en el cabriolé, la desaparición de la bota marrón recién comprada, la de la vieja
bota negra y ahora la reaparición de la nueva. Holmes guardó silencio en el coche de caballos
mientras regresábamos a Baker Street y sus cejas fruncidas y la intensidad de su expresión
me hacían saber que su mente, como la mía, estaba ocupada tratando de encontrar una
explicación que permitiera encajar todos aquellos extraños episodios sin conexión aparente.
De vuelta a casa permaneció toda la tarde y hasta bien entrada la noche sumergido en el
tabaco y en sus pensamientos.
Poco antes de la cena llegaron dos telegramas. El primero decía así:
«Acabo de saber que Barrymore está en la mansión. BASKERVILLE.»
Y el segundo:
«Veintitrés hoteles visitados siguiendo instrucciones, pero lamento informar ha sido
imposible encontrar hoja cortada del Times. CARTWRIGHT.»
-Dos de mis pistas que se desvanecen, Watson. No hay nada tan estimulante como un caso
en el que todo se pone en contra. Hemos de seguir buscando.
-Aún nos queda el cochero que transportaba al espía. -Exactamente. He mandado un
telegrama al registro oficial para que nos facilite su nombre y dirección. No me sorprendería
que esto fuera una respuesta a mi pregunta. La llamada al timbre de la casa resultó, sin
embargo, más satisfactoria aún que una respuesta, porque se abrió la puerta y entró un
individuo de aspecto tosco que era evidentemente el cochero en persona.
-La oficina central me ha hecho saber que un caballero que vive aquí ha preguntado por el
2704 -dijo-. Llevo siete años conduciendo el cabriolé y no he tenido nunca la menor queja.
Vengo directamente del depósito para preguntarle cara a cara qué es lo que tiene contra mí.
-No tengo nada contra usted, buen hombre -dijo mi amigo-. Estoy dispuesto, por el
contrario, a darle medio soberano si contesta con claridad a mis preguntas.
-Bueno, la verdad es que hoy he tenido un buen día, ¡ya lo creo que sí! -dijo el cochero
con una sonrisa-. ¿Qué quiere usted preguntarme, caballero?
-Antes de nada su nombre y dirección, por si volviera a necesitarle.
-John Clayton, del número 3 de Turpey Street, en el Borough. Encierro el cabriolé en el
depósito Shipley, cerca de la estación de Waterloo.
Sherlock Holmes tomó nota.
-Vamos a ver, Clayton, cuénteme todo lo que sepa acerca del cliente que estuvo vigilando
esta casa a las diez de la mañana y siguió después a dos caballeros por Regent Street.
El cochero pareció sorprendido y un tanto avergonzado.
-Vaya, no voy a poder decirle gran cosa, porque al parecer ya sabe usted tanto como yo -
respondió-. La verdad es que aquel señor me dijo que era detective y que no dijera nada a
nadie acerca de él.
-Se trata de un asunto muy grave, buen hombre, y quizá se encontraría usted en una
situación muy difícil si tratase de ocultarme algo. ¿El cliente le dijo que era detective? -Sí,
señor, eso fue lo que dijo.
-¿Cuándo se lo dijo?
-Al marcharse.
-¿Dijo algo más?
-Me dijo cómo se llamaba.
Holmes me lanzó una rápida mirada de triunfo.
-¿De manera que le dijo cómo se llamaba? Eso fue una imprudencia. Y, ¿cuál era su
nombre?
-Dijo llamarse Sherlock Holmes.
Nunca he visto a mi amigo tan sorprendido como ante la respuesta del cochero. Por un
instante el asombro le dejó sin palabras. Luego lanzó una carcajada:
-¡Tocado, Watson! ¡Tocado, sin duda! -dijo-. Advierto la presencia de un florete tan
rápido y flexible como el mío. En esta ocasión ha conseguido un blanco excelente. De
manera que se llamaba Sherlock Holmes, ¿no es eso?
-Sí, señor, eso me dijo.
-¡Magnífico! Cuénteme dónde lo recogió y todo lo que pasó.
-Me paró a las nueve y media en Trafalgar Square. Dijo que era detective y me ofreció
dos guineas si seguía exactamente sus instrucciones durante todo el día y no hacía
preguntas. Acepté con mucho gusto. Primero nos dirigimos al hotel Northumberland y
esperamos allí hasta que salieron dos caballeros y alquilaron un coche de la fila que
esperaba delante de la puerta. Lo seguimos hasta que se paró en un sitio cerca de aquí.
-Esta misma puerta -dijo Holmes.
-Bueno, eso no lo sé con certeza, pero aseguraría que mi cliente conocía muy bien el
sitio. Nos detuvimos a cierta distancia y esperamos durante hora y media. Luego los dos
caballeros pasaron a nuestro lado a pie y los fuimos siguiendo por Baker Street y a lo largo
de...
-Eso ya lo sé -dijo Holmes.
-Hasta recorrer las tres cuartas partes de Regent Street. Entonces mi cliente levantó la
trampilla y gritó que me dirigiera a la estación de Waterloo lo más deprisa que pudiera.
Fustigué a,la yegua y llegamos en menos de diez minutos. Después me pagó las dos
guineas, como había prometido, y entró en la estación. Pero en el momento de marcharse se
dio la vuelta y dijo: «Quizá le interese saber que ha estado llevando al señor Sherlock
Holmes». De esa manera supe cómo se llamaba.
-Entiendo. ¿Y ya no volvió a verlo?
-No, una vez que entró en la estación.
-Y, ¿cómo describiría usted al señor Sherlock Holmes?
El cochero se rascó la cabeza.
-Bueno, a decir verdad no era un caballero fácil de describir. Unos cuarenta años de edad
y estatura media, cuatro o seis centímetros más bajo que usted. Iba vestido como un dandi,
llevaba barba, muy negra, cortada en recto por abajo, y tenía la tez pálida. Me parece que
eso es todo lo que recuerdo.
-¿Color de los ojos?
-No; eso no lo sé.
-¿No recuerda usted nada más?
-No, señor; nada más.
-Bien; en ese caso aquí tiene su medio soberano. Hay otro esperándole si me trae alguna
información más. ¡Buenas noches!
-Buenas noches, señor, y ¡muchas gracias!
John Clayton se marchó riendo entre dientes y Holmes se volvió hacia mí con un
encogimiento de hombros y una sonrisa de tristeza.
-Se ha roto nuestro tercer cabo y hemos terminado donde empezamos -dijo-. Ese astuto
granuja sabía el número de nuestra casa, sabía que Sir Henry Baskerville había venido a
verme, me reconoció en Regent Street, supuso que me había fijado en el número del
cabriolé y que acabaría por localizar al cochero, y decidió enviarme ese mensaje
impertinente. Se lo aseguro, Watson, esta vez nos hemos tropezado con un adversario
digno de nuestro acero. Me han dado jaque mate en Londres. Sólo me cabe desearle que
tenga usted mejor suerte en Devonshire. Pero reconozco que no estoy tranquilo.
-¿No está tranquilo?
-No me gusta enviarlo a usted. Es un asunto muy feo, Watson, un asunto muy feo y
peligroso, y cuanto más sé de él menos me gusta. Sí, mi querido amigo, ríase usted, pero le
doy mi palabra de que me alegraré mucho de tenerlo otra vez sano y salvo en Baker Street.
6. La mansión de los Baskerville
El día señalado Sir Henry Baskerville y el doctor Mortimer estaban listos para emprender
el viaje y, tal como habíamos convenido, salimos los tres camino de Devonshire. Sherlock
Holmes me acompañó a la estación y antes de partir me dio las últimas instrucciones y
consejos.
-No quiero influir sobre usted sugiriéndole teorías o sospechas, Watson. Limítese a
informarme de los hechos de la manera más completa posible y deje para mí las teorías.
-¿Qué clase de hechos? -pregunté yo.
-Cualquier cosa que pueda tener relación con el caso, por indirecta que sea, y sobre todo
las relaciones del joven Baskerville con sus vecinos, o cualquier elemento nuevo relativo a
la muerte de Sir Charles. Por mi parte he hecho algunas investigaciones en los últimos días,
pero mucho me temo que los resultados han sido negativos. Tan sólo una cosa parece
cierta, y es que el señor James Desmond, el próximo heredero, es un caballero virtuoso de
edad avanzada, por lo que no cabe pensar en él como responsable de esta persecución. Creo
sinceramente que podemos eliminarlo de nuestros cálculos. Nos quedan las personas que
en el momento presente conviven con Sir Henry en el páramo.
-¿No habría que librarse en primer lugar del matrimonio Barrymore?
-No, no; eso sería un error imperdonable. Si son inocentes cometeríamos una gran
injusticia y si son culpables estaríamos renunciando a toda posibilidad de demostrarlo. No,
no; los conservaremos en nuestra lista de sospechosos. Hay además un mozo de cuadra en
la mansión, si no recuerdo mal. Tampoco debemos olvidar a los dos granjeros que cultivan
las tierras del páramo. Viene a continuación nuestro amigo el doctor Mortimer, de cuya
honradez estoy convencido, y su esposa, de quien nada sabemos. Hay que añadir a
Stapleton, el naturalista, y a su hermana quien, según se dice, es una joven muy atractiva.
Luego está el señor Frankland de la mansión Lafter, que también es un factor desconocido,
y uno o dos vecinos más. Esas son las personas que han de ser para usted objeto muy
especial de estudio.
-Haré todo lo que esté en mi mano.
-¿Lleva usted algún arma?
-Sí, he pensado que sería conveniente.
-Sin duda alguna. No se aleje de su revólver ni de día ni de noche y manténgase alerta en
todo momento. Nuestros amigos ya habían reservado asientos en un vagón de primera clase
y nos esperaban en el andén. -No; no disponemos de ninguna nueva información -dijo el
doctor Mortimer en respuesta a las preguntas de Holmes-. De una cosa estoy seguro, y es
que no nos han seguido durante los dos últimos días. No hemos salido nunca sin mantener
una estrecha vigilancia y nadie nos hubiera pasado inadvertido.
-Espero que hayan permanecido siempre juntos.
-Excepto ayer por la tarde. Suelo dedicar un día a la diversión cuando vengo a Londres,
de manera que pasé la tarde en el museo del Colegio de Cirujanos.
-Y yo fui a pasear por el parque y a ver a la gente -dijo Baskerville-. Pero no tuvimos
problemas de ninguna clase.
-Fue una imprudencia de todas formas -dijo Holmes, moviendo la cabeza y poniéndose
muy serio-. Le ruego, Sir Henry, que no vaya solo a ningún sitio. Le puede suceder una
gran desgracia si lo hace. ¿Recuperó usted la otra bota?
-No, señor; ha desaparecido definitivamente.
-Vaya, vaya. Eso es muy interesante. Bien, hasta la vista -añadió mientras el tren
empezaba a deslizarse-. Recuerde, Sir Henry, una de las frases de aquella extraña leyenda
antigua que nos leyó el doctor Mortimer y evite el páramo en las horas de oscuridad,
cuando se intensifican los poderes del mal.
Volví la vista hacia el andén unos segundos más tarde y comprobé que aún seguía allí la
figura alta y austera de Holmes, todavía inmóvil, que continuaba mirándonos.
El viaje fue rápido y agradable y lo empleé en conocer mejor a mis dos acompañantes y
en jugar con el spaniel del doctor Mortimer. En pocas horas la tierra parda se convirtió en
rojiza, el ladrillo se transformó en granito y aparecieron vacas bermejas que pastaban en
campos bien cercados donde la exuberante hierba y la vegetación más frondosa daban
testimonio de un clima más fértil, aunque también más húmedo. El joven Baskerville miraba
con gran interés por la ventanilla y lanzó exclamaciones de alegría al reconocer los
rasgos familiares del paisaje de Devon.
-He visitado buena parte del mundo desde que salí de Inglaterra, doctor Watson -dijo-,
pero nunca he encontrado lugar alguno que se pueda comparar con estas tierras.
-No conozco ningún natural de Devonshire que reniegue de su condado -hice notar.
-Depende de la raza tanto como del condado -intervino el doctor Mortimer-. Una simple
mirada a nuestro amigo permite apreciar de inmediato la cabeza redonda de los celtas, que
se traduce en el entusiasmo céltico y en la capacidad de afecto. La cabeza del pobre Sir
Charles pertenecía a un tipo muy raro, mitad gaélica, mitad irlandesa en sus características.
Pero usted era muy joven cuando vio por última vez la mansión de los Baskerville, ¿no es
eso?
-No era más que un adolescente cuando murió mi padre y no vi nunca la mansión, porque
vivíamos en un pequeño chalet de la costa sur. De allí fui directamente a vivir con un
amigo norteamericano. Le aseguro que todo esto es tan nuevo para mí como para el doctor
Watson y ardo en deseos de ver el páramo.
-¿Es eso cierto? Pues ya tiene usted su meta al alcance de la mano, porque se divisa desde
aquí -dijo el doctor Mortimer, señalando hacia el paisaje.
Por encima de los verdes cuadrados de los campos y de la curva de un bosque, se alzaba a
lo lejos una colina gris y melancólica, con una extraña cumbre dentada, borrosa y vaga en
la distancia, semejante al paisaje fantástico de un sueño. Baskerville permaneció inmóvil
mucho tiempo, con los ojos fijos en ella, y supe por la expresión de su rostro lo mucho que
significaba para él ver por primera vez aquel extraño lugar que los hombres de su sangre
habían dominado durante tanto tiempo y en el que habían dejado una huella tan honda. A
pesar de su traje de tweed, de su acento americano y de viajar en un prosaico vagón de
ferrocarril, sentí más que nunca, al contemplar su rostro, moreno y expresivo, que era un
auténtico descendiente de aquella larga sucesión de hombres de sangre ardiente, tan
fogosos como autoritarios. Las cejas espesas, las delicadas ventanas de la nariz y los
grandes ojos de color avellana daban fe de su orgullo, de su valor y de su fortaleza. Si en
aquel páramo inhóspito nos esperaba una empresa difícil y peligrosa, contaba al menos con
un compañero por quien se podía aceptar un riesgo con la seguridad de que lo compartiría
con valor.
El tren se detuvo en una pequeña estación junto a la carretera y allí descendimos. Fuera,
más allá de una cerca blanca de poca altura, esperaba una tartana tirada por dos jacos.
Nuestra llegada suponía sin duda todo un acontecimiento, porque el jefe de estación y los
mozos de cuerda se arracimaron a nuestro alrededor para llevarnos el equipaje. Era un lugar
sencillo y agradable, pero me sorprendió observar la presencia junto al portillo de dos
hombres de aspecto marcial con uniforme oscuro que se apoyaban en sus rifles y que nos
miraron con mucho interés cuando pasamos. El cochero, un hombrecillo de facciones duras
y manos nudosas, saludó a Sir Henry y pocos minutos después volábamos ya por la amplia
carretera blanca. Ondulantes tierras de pastos ascendían a ambos lados y viejas casas con
gabletes asomaban entre la densa vegetación, pero detrás del campo tranquilo e iluminado
por el sol se elevaba siempre, oscura contra el cielo del atardecer, la larga y melancólica
curva del páramo, interrumpida por colinas dentadas y siniestras.
La tartana se desvió por una carretera lateral y empezamos a ascender por caminos muy
hundidos, desgastados por siglos de ruedas, con taludes muy altos a los lados, cubiertos de
musgo húmedo y carnosas lenguas de ciervo. Helechos bronceados y zarzas resplandecían
bajo la luz del sol poniente. Sin dejar de subir, pasamos sobre un estrecho puente de granito
y bordeamos un ruidoso y veloz torrente, que espumeaba y rugía entre grandes rocas.
Camino y curso de agua discurrían después por un valle donde abundaban los robles
achaparrados y los abetos. A cada vuelta del camino Baskerville lanzaba una nueva
exclamación de placer y miraba con gran interés a su alrededor haciendo innumerables
preguntas. A él todo le parecía hermoso, pero para mí había un velo de melancolía sobre el
paisaje, en el que se marcaba con toda claridad la proximidad del invierno. Los caminos
estaban alfombrados de hojas amarillas que también caían sobre nosotros. El traqueteo de
las ruedas enmudecía cuando atravesábamos montones de vegetación podrida: tristes
regalos, en mi opinión, para que la naturaleza los lanzara ante el coche del heredero de los
Baskerville que regresaba a su casa solariega.
-¡Caramba! -exclamó el doctor Mortimer-, ¿qué es esto?
Teníamos delante una pronunciada pendiente cubierta de brezos, una avanzadilla del
páramo. En lo más alto, tan destacado y tan preciso como una estatua ecuestre sobre su
pedestal, vimos a un soldado a caballo, sombrío y austero, el rifle preparado sobre el
antebrazo. Estaba vigilando la carretera por la que circulábamos.
-¿Qué es lo que sucede, Perkins? -preguntó el doctor Mortimer.
El cochero se volvió a medias en su asiento.
-Se ha escapado un preso de Princetown, señor. Ya lleva tres días en libertad y los
guardianes vigilan todas las carreteras y las estaciones, pero hasta ahora no han dado con
él. A los agricultores de la zona no les gusta nada lo que pasa, se lo aseguro.
-Bueno, según tengo entendido, se les recompensará con cinco libras si proporcionan
alguna información. -Es cierto, señor, pero la posibilidad de ganar cinco libras es muy poca
cosa comparada con el temor a que te corten el cuello. Porque no se trata de un preso
corriente. Es un individuo que no se detendría ante nada.
-¿De quién se trata?
-Selden, señor: el asesino de Notting Hill.
Yo recordaba bien el caso, que había despertado el interés de Holmes por la peculiar
ferocidad del crimen y la absurda brutalidad que había acompañado todos los actos del
asesino. Se le había conmutado la pena capital en razón de algunas dudas sobre el estado de
sus facultades mentales, precisamente por lo atroz de su conducta. Nuestra tartana había
coronado una cuesta y entonces apareció ante nosotros la enorme extensión del páramo,
salpicado de montones de piedras y de peñascos de formas extrañas. Enseguida se nos echó
encima un viento frío que nos hizo tiritar. En algún lugar de aquella llanura desolada se
escondía el diabólico asesino, oculto en un escondrijo como una bestia salvaje y con el
corazón lleno de malevolencia hacia toda la raza humana que lo había expulsado de su
seno. Sólo se necesitaba aquello para colmar el siniestro poder de sugestión del páramo,
junto con el viento helado y el cielo que empezaba a oscurecerse. Hasta el mismo
Baskerville guardó silencio y se ciñó más el abrigo.
Habíamos dejado atrás y abajo las tierras fértiles. Al volver la vista contemplábamos los
rayos oblicuos de un sol muy bajo que convertía los cursos de agua en hebras de oro y que
brillaba sobre la tierra roja recién removida por el arado y sobre la extensa maraña de los
bosques. El camino que teníamos ante nosotros se fue haciendo más desolado y silvestre
por encima de enormes pendientes de color rojizo y verde oliva, salpicadas de peñascos gigantescos.
De cuando en cuando pasábamos junto a una de las casas del páramo, con las
paredes y el techo de piedra, sin planta trepadora alguna para dulcificar su severa silueta.
De repente nos encontramos ante una depresión con forma de taza, salpicada de robles y
abetos achaparrados, retorcidos e inclinados por la furia de años de tormentas. Dos altas
torres muy estrechas se alzaban por encima de los árboles. El cochero señaló con la fusta.
-La mansión de los Baskerville -dijo.
Su dueño se había puesto en pie y la contemplaba con mejillas encendidas y ojos
brillantes. Pocos minutos después habíamos llegado al portón de la casa del guarda, un
laberinto de fantásticas tracerías en hierro forjado, con pilares a cada lado gastados por las
inclemencias del tiempo, manchados de líquenes y coronados por las cabezas de jabalíes de
los Baskerville. La casa del guarda era una ruina de granito negro y desnudas costillas de
vigas, pero frente a ella se alzaba un nuevo edificio, construido a medias, primer fruto del
oro sudafricano de Sir Charles.
A través del portón penetramos en la avenida, donde las ruedas enmudecieron de nuevo
sobre las hojas muertas y donde los árboles centenarios cruzaban sus ramas formando un
túnel en sombra sobre nuestras cabezas. Baskerville se estremeció al dirigir la mirada hacia
el fondo de la larga y oscura avenida, donde la casa brillaba débilmente como un fantasma.
-¿Fue aquí? -preguntó en voz baja.
-No, no; el paseo de los Tejos está al otro lado.
El joven heredero miró a su alrededor con expresión melancólica.
-No tiene nada de extraño que mi tío tuviera la impresión de que algo malo iba a
sucederle en un sitio como éste -dijo-. No se necesita más para asustar a cualquiera. Haré
que instalen una hilera de lámparas eléctricas antes de seis meses, y no reconocerán ustedes
el sitio cuando dispongamos en la puerta misma de la mansión de una potencia de mil
bujías de Swan y Edison.
La avenida desembocaba en una gran extensión de césped y teníamos ya la casa ante
nosotros. A pesar de la poca luz pude ver aún que la parte central era un macizo edificio del
que sobresalía un pórtico. Toda la fachada principal estaba cubierta de hiedra, con algunos
agujeros recortados aquí y allá para que una ventana o un escudo de armas asomara a través
del oscuro velo. Desde el bloque central se alzaban las torres gemelas, antiguas, almenadas
y horadadas por muchas troneras. A izquierda y derecha de las torres se extendían las alas
más modernas de granito negro. Una luz mortecina brillaba a través de las ventanas con
gruesos parteluces, y de las altas chimeneas que nacían del techo de muy pronunciada
inclinación brotaba una sola columna de humo negro.
-¡Bienvenido, Sir Henry! Bienvenido a la mansión de los Baskerville!
Un hombre de estatura elevada había salido de la sombra del pórtico para abrir la puerta
de la tartana. La figura de una mujer se recortaba contra la luz amarilla del vestíbulo.
También esta última se adelantó para ayudar al hombre con nuestro equipaje.
-Espero que no lo tome a mal, Sir Henry, pero voy a volver directamente a mi casa -dijo
el doctor Mortimer-. Mi mujer me aguarda.
-¿No se queda usted a cenar con nosotros?
-No; debo marcharme. Probablemente tendré trabajo esperándome. Me quedaría para
enseñarle la casa, pero Barrymore será mejor guía que yo. Hasta la vista y no dude en
mandar a buscarme de día o de noche si puedo serle útil.
El ruido de las ruedas se perdió avenida abajo mientras Sir Henry y yo entrábamos en la
casa y la puerta se cerraba con estrépito a nuestras espaldas. Nos encontramos en una
espléndida habitación de nobles proporciones y gruesas vigas de madera de roble
ennegrecida por el tiempo que formaban los pares del techo. En la gran chimenea de
tiempos pretéritos y detrás de los altos morillos de hierro crepitaba y chisporroteaba un
fuego de leña. Sir Henryyyo extendimos las manos hacia él porque estábamos ateridos
después del largo trayecto en la tartana. Luego contemplamos las altas y estrechas ventanas
con vidrios antiguos de colores, el revestimiento de las paredes de madera de roble, las
cabezas de ciervo, los escudos de armas en las paredes, todo ello borroso y sombrío a la
escasa luz de la lámpara central.
-Exactamente como lo imaginaba -dijo Sir Henry-. ¿No es la imagen misma de un
antiguo hogar familiar? ¡Pensar que en esta sala han vivido los míos durante cinco siglos!
Esa simple idea hace que todo me parezca más solemne.
Vi cómo su rostro moreno se iluminaba de entusiasmo juvenil al mirar a su alrededor. Se
encontraba en un sitio donde la luz caía de lleno sobre él, pero sombras muy largas
descendían por las paredes y colgaban como un dosel negro por encima de su cabeza;
Barrymore había regresado de llevar el equipaje a nuestras habitaciones y se detuvo ante
nosotros con la discreción característica de un criado competente. Era un hombre notable
por su apariencia: alto, bien parecido, barba negra cuadrada, tez pálida y facciones
distinguidas.
-¿Desea usted que se sirva la cena inmediatamente, Sir Henry?
-¿Está lista?
-Dentro de muy pocos minutos, señor. Encontrarán agua caliente en sus habitaciones. Mi
mujer y yo, Sir Henry, seguiremos a su servicio con mucho gusto hasta que disponga usted
otra cosa, aunque no se le ocultará que con la nueva situación habrá que ampliar la servidumbre
de la casa.
-¿Qué nueva situación?
-Me refiero únicamente a que Sir Charles llevaba una vida muy retirada y nosotros nos
bastábamos para atender sus necesidades. Usted querrá, sin duda, hacer más vida social y,
en consecuencia, tendrá que introducir cambios.
-¿Quiere eso decir que su esposa y usted desean marcharse?
-Únicamente cuando ya no le cause a usted ningún trastorno.
-Pero su familia nos ha servido a lo largo de varias generaciones, ¿no es cierto?
Lamentaría comenzar mi vida aquí rompiendo una antigua relación familiar.
Me pareció discernir signos de emoción en las pálidas facciones del mayordomo.
-Mis sentimientos son idénticos, Sir Henry, y mi esposa los comparte plenamente. Pero, a
decir verdad, los dos estábamos muy apegados a Sir Charles; su muerte ha sido un golpe
terrible y ha llenado esta casa de recuerdos dolorosos. Mucho me temo que nunca
recobraremos la paz de espíritu en la mansión de los Baskerville.
-Pero, ¿qué es lo que se proponen hacer?
-Estoy convencido de que tendremos éxito si emprendemos algún negocio. La
generosidad de Sir Charles nos ha proporcionado los medios para ponerlo en marcha. Y
ahora, señor, quizá convenga que los acompañe a ustedes a sus habitaciones.
Una galería rectangular con balaustrada, a la que se llegaba por una escalera doble, corría
alrededor de la gran sala central. Desde aquel punto dos largos corredores se extendían a
todo lo largo del edificio y a ellos se abrían los dormitorios. El mío estaba en la misma ala
que el de Baskerville y casi puerta con puerta. Aquellas habitaciones parecían mucho más
modernas que la parte central de la mansión; el alegre empapelado y la abundancia de velas
contribuyeron un tanto a disipar la sombría impresión que se había apoderado de mi mente
desde nuestra llegada.
Pero el comedor, al que se accedía desde la gran sala central, era también un lugar oscuro
y melancólico. Se trataba de una larga cámara con un escalón que separaba la parte inferior,
reservada a los subordinados, del estrado donde se colocaban los miembros de la familia.
En un extremo se hallaba situado un palco para los músicos. Vigas negras cruzaban por
encima de nuestras cabezas y, más arriba aún, el techo ennegrecido por el humo. Con
hileras de antorchas llameantes para iluminarlo y con el colorido y el tosco jolgorio de un
banquete de tiempos pretéritos quizá se hubiera dulcificado su aspecto; pero ahora, cuando
tan sólo dos caballeros vestidos de negro se sentaban dentro del pequeño círculo de luz que
proporcionaba una lámpara con pantalla, las voces se apagaban y los espíritus se abatían.
Una borrosa hilera de antepasados, ataviados de las maneras más diversas, desde el
caballero isabelino hasta el petimetre de la Regencia, nos miraba desde lo alto y nos
intimidaban con su compañía silenciosa. Hablamos poco y, de manera excepcional, me
alegré de que terminara la cena y de que pudiéramos retirarnos a la moderna sala de billar
para fumar un cigarrillo.
-A fe mía, no se puede decir que sea un sitio muy alegre -exclamó Sir Henry-. Supongo
que llegaremos a habituarnos, pero por el momento me siento un tanto desplazado. No me
extraña que mi tío se pusiera algo nervioso viviendo solo en una casa como ésta. Si no le
parece mal, hoy nos retiraremos pronto y quizá las cosas nos parezcan un poco más
risueñas mañana por la mañana.
Abrí las cortinas antes de acostarme y miré por la ventana de mi cuarto. Daba a una
extensión de césped situada delante de la puerta principal. Más allá, dos bosquecillos
gemían y se balanceaban, agitados por el viento cada vez más intenso. La luna se abrió
paso entre las nubes desbocadas. Gracias a su fría luz vi más allá de los árboles una franja
incompleta de rocas y la larga superficie casi llana del melancólico páramo. Cerré las
cortinas, convencido de que mi última impresión coincidía con las anteriores.
Aunque no fue la última en realidad. Pronto descubrí que estaba cansado pero insomne y
di muchas vueltas en la cama, esperando un sueño que no venía. Muy a lo lejos un reloj de
pared daba los cuartos de hora, pero, por lo demás, un silencio sepulcral reinaba sobre la
vieja casa. Y luego, de repente, en la quietud de la noche, llegó hasta mis oídos un sonido
claro, resonante e inconfundible. Eran los sollozos de una mujer, los jadeos ahogados de
una persona desgarrada por un sufrimiento incontrolable. Me senté en la cama y escuché
con atención. El ruido procedía sin duda del interior de la casa. Por espacio de media hora
esperé con los nervios en tensión, pero de nuevo reinó el silencio, si se exceptúan las
campanadas del reloj y el roce de la hiedra contra la pared.
7. Los Stapleton de la casa Merripit
Al día siguiente la belleza de la mañana contribuyó a borrar de nuestras mentes la
impresión lúgubre y gris que a ambos nos había dejado el primer contacto con la mansión
de los Baskerville. Mientras Sir Henry y yo desayunábamos, la luz del sol entraba a
raudales por las altas ventanas con parteluces, proyectando pálidas manchas de color
procedentes de los escudos de armas que decoraban los cristales. El revestimiento de
madera brillaba como bronce bajo los rayos dorados y costaba trabajo convencerse de que
estábamos en la misma cámara que la noche anterior había llenado nuestras almas de
melancolía.
-¡Sospecho que los culpables somos nosotros y no la casa! -exclamó el baronet-.
Llevábamos encima el cansancio del viaje y el frío del páramo, de manera que miramos
este sitio con malos ojos. Ahora que hemos descansado y nos encontramos bien, nos parece
alegre una vez más.
-Pero no fue todo un problema de imaginación -respondí yo-. ¿Acaso no oyó usted
durante la noche a alguien, una mujer en mi opinión, que sollozaba?
-Es curioso, porque, cuando estaba medio dormido, me pareció oír algo así. Esperé un
buen rato, pero el ruido no se repitió, de manera que llegué a la conclusión de que lo había
soñado.
-Yo lo oí con toda claridad y estoy seguro de que se trataba de los sollozos de una mujer.
-Debemos informarnos inmediatamente.
Sir Henry tocó la campanilla y preguntó a Barrymore si podía explicarnos lo sucedido.
Me pareció que aumentaba un punto la palidez del mayordomo mientras escuchaba la
pregunta de su señor.
-No hay más que dos mujeres en la casa, Sir Henry -respondió-. Una es la fregona, que
duerme en la otra ala. La segunda es mi mujer, y puedo asegurarle personalmente que ese
sonido no procedía de ella.
Y sin embargo mentía, porque después del desayuno me crucé por casualidad con la
señora Barrymore, cuando el sol le iluminaba de lleno el rostro, en el largo corredor al que
daban los dormitorios. La esposa del mayordomo era una mujer grande, de aspecto
impasible, facciones muy marcadas y un gesto de boca severo y decidido. Pero sus ojos
enrojecidos, que me miraron desde detrás de unos párpados hinchados, la denunciaban. Era
ella, sin duda, quien lloraba por la noche y, aunque su marido tenía que saberlo, había
optado por correr el riesgo de verse descubierto al afirmar que no era así. ¿Por qué lo había
hecho? Y ¿por qué lloraba su mujer tan amargamente? En torno a aquel hombre de tez
pálida, bien parecido y de barba negra, se estaba creando ya una atmósfera de misterio y
melancolía. Barrymore había encontrado el cuerpo sin vida de Sir Charles y únicamente
contábamos con su palabra para todo lo referente a las circunstancias relacionadas con la
muerte del anciano. ¿Existía la posibilidad de que, después de todo, fuera Barrymore a
quien habíamos visto en el cabriolé de Regent Street? Podía muy bien tratarse de la misma
barba. El cochero había descrito a un hombre algo más bajo, pero no era impensable que se
hubiera equivocado. ¿Cómo podía yo aclarar aquel extremo de una vez por todas? Mi
primera gestión consistiría en visitar al administrador de correos de Grimpen y averiguar si
a Barrymore se le había entregado el telegrama de prueba en propia mano. Fuera cual fuese
la respuesta, al menos tendría ya algo de que informar a Sherlock Holmes.
Sir Henry necesitaba examinar un gran número de documentos después del desayuno, de
manera que era aquél el momento propicio para mi excursión, que resultó ser un agradable
paseo de seis kilómetros siguiendo el borde del páramo y que me llevó finalmente a una
aldehuela gris en la que dos edificios de mayor tamaño, que resultaron ser la posada y la
casa del doctor Mortimer, destacaban considerablemente sobre el resto. El administrador de
correos, que era también el tendero del pueblo, se acordaba perfectamente del telegrama.
-Así es, caballero -dijo-; hice que se entregara al señor Barrymore, tal como se indicaba.
-¿Quién lo entregó?
-Mi hijo, aquí presente. James, entregaste el telegrama al señor Barrymore en la mansión
la semana pasada, ¿no es cierto?
-Sí, padre; lo entregué yo. -¿En propia mano?
-Bueno, el señor Barrymore se hallaba en el desván en aquel momento, así que no pudo
ser en propia mano, pero se lo di a su esposa, que prometió entregarlo inmediatamente.
-¿Viste al señor Barrymore?
-No, señor; ya le he dicho que estaba en el desván. -Si no lo viste, ¿cómo sabes que
estaba en el desván? -Sin duda su mujer sabía dónde estaba -dijo, de malos modos, el
administrador de correos-. ¿Es que no recibió el telegrama? Si ha habido algún error, que
presente la queja el señor Barrymore en persona.
Parecía inútil proseguir la investigación, pero estaba claro que, pese a la estratagema de
Holmes, seguíamos sin dilucidar si Barrymore se había trasladado a Londres. Suponiendo
que fuera así, suponiendo que la misma persona que había visto a Sir Charles con vida por
última vez hubiese sido el primero en seguir al nuevo heredero a su regreso a Inglaterra,
¿qué consecuencias podían sacarse? ¿Era agente de terceros o actuaba por cuenta propia
con algún propósito siniestro? ¿Qué interés podía tener en perseguir a la familia
Baskerville? Recordé la extraña advertencia extraída del editorial del Times. ¿Era obra
suya o más bien de alguien que se proponía desbaratar sus planes? El único motivo
plausible era el sugerido por Sir Henry: si se conseguía asustar a la familia de manera que
no volviera a la mansión, los Barrymore dispondrían de manera permanente de un hogar
muy cómodo. Pero sin duda un motivo así resultaba insuficiente para explicar unos planes
tan sutiles como complejos que parecían estar tejiendo una red invisible en torno al joven
baronet. Holmes en persona había dicho que de todas sus sensacionales investigaciones
aquélla era la más compleja. Mientras regresaba por el camino gris y solitario recé para que
mi amigo pudiera librarse pronto de sus ocupaciones y estuviera en condiciones de venir a
Devonshire y de retirar de mis hombros la pesada carga de responsabilidad que había
echado sobre ellos.
De repente mis pensamientos se vieron interrumpidos por el ruido de unos pasos veloces
y de una voz que repetía mi nombre. Me volví esperando ver al doctor Mortimer, pero, para
mi sorpresa, descubrí que me perseguía un desconocido. Se trataba de un hombre pequeño,
delgado, completamente afeitado, de aspecto remilgado, cabello rubio y mandíbula
estrecha, entre los treinta y los cuarenta años de edad, que vestía un traje gris y llevaba
sombrero de paja. Del hombro le colgaba una caja de hojalata para especímenes botánicos
y en la mano llevaba un cazamariposas verde.
-Estoy seguro de que sabrá excusar mi atrevimiento, doctor Watson -me dijo al llegar
jadeando a donde me encontraba-. Aquí en el páramo somos gentes llanas y no esperamos a
las presentaciones oficiales. Quizá haya usted oído pronunciar mi apellido a nuestro común
amigo, el doctor Mortimer. Soy Stapleton y vivo en la casa Merripit.
-El cazamariposas y la caja me hubieran bastado -dije-, porque sabía que el señor
Stapleton era naturalista. Pero, ¿cómo sabe usted quién soy yo?
-He ido a hacer una visita a Mortimer y, al pasar usted por la calle, lo hemos visto desde
la ventana de su consultorio. Dado que llevamos el mismo camino, se me ha ocurrido
alcanzarlo y presentarme. Confío en que Sir Henry no esté demasiado fatigado por el viaje.
-Se encuentra perfectamente, muchas gracias. -Todos nos temíamos que después de la
triste desaparición de Sir Charles el nuevo baronet no quisiera vivir aquí. Es mucho pedir
que un hombre acaudalado venga a enterrarse en un sitio como éste, pero no hace falta que
le diga cuánto significa para toda la zona. ¿Hago bien en suponer que Sir Henry no alberga
miedos supersticiosos en esta materia?
-No creo que sea probable.
-Por supuesto usted conoce la leyenda del perro diabólico que persigue a la familia.
-La he oído.
-¡Es notable lo crédulos que son los campesinos por estos alrededores! Muchos de ellos
están dispuestos a jurar que han visto en el páramo a un animal de esas características -
hablaba con una sonrisa, pero me pareció leer en sus ojos que se tomaba aquel asunto con
más seriedad-. Esa historia llegó a apoderarse de la imaginación de Sir Charles y estoy
convencido de que provocó su trágico fin.
-Pero, ¿cómo?
-Tenía los nervios tan desquiciados que la aparición de cualquier perro podría haber
tenido un efecto fatal sobre su corazón enfermo. Imagino que vio en realidad algo así
aquella última noche en el paseo de los Tejos. Yo temía que pudiera suceder un desastre,
sentía por él un gran afecto y no ignoraba la debilidad de su corazón.
-¿Cómo lo sabía?
-Me lo había dicho mi amigo Mortimer.
-¿Piensa usted, entonces, que un perro persiguió a Sir Charles y que, en consecuencia, el
anciano baronet murió de miedo?
-¿Tiene usted alguna explicación mejor?
-No he llegado a ninguna conclusión.
-¿Tampoco su amigo, el señor Sherlock Holmes? Aquellas palabras me dejaron sin
respiración por un momento, pero la placidez del rostro de mi interlocutor y su mirada
impertérrita me hicieron comprender que no se proponía sorprenderme.
-Es inútil tratar de fingir que no le conocemos, doctor Watson -dijo-. Nos han llegado sus
relatos de las aventuras del famoso detective y no podría usted celebrar sus éxitos sin darse
también a conocer. Cuando Mortimer me dijo su apellido, no pudo negar su identidad. Si
está usted aquí, se sigue que el señor Sherlock Holmes se interesa también por este asunto
y, como es lógico, siento curiosidad por saber su opinión sobre el caso.
-Me temo que no estoy en condiciones de responder a esa pregunta.
-¿Puede usted decirme si nos honrará visitándonos en persona?
-En el momento presente sus ocupaciones no le permiten abandonar Londres. Tiene otros
casos que requieren su atención.
-¡Qué lástima! Podría arrojar alguna luz sobre algo que está muy oscuro para nosotros.
Pero por lo que se refiere a sus propias investigaciones, doctor Watson, si puedo serle útil
de alguna manera, confío en que no vacile en servirse de mí. Y si contara ya con alguna
indicación sobre la naturaleza de sus sospechas o sobre cómo se propone usted investigar el
caso, quizá pudiera, incluso ahora mismo, serle de ayuda o darle algún consejo.
-Siento desilusionarle, pero estoy aquí únicamente para visitar a mi amigo Sir Henry y no
necesito ayuda de ninguna clase.
-¡Excelente! -dijo Stapleton-. Tiene usted toda la razón para mostrarse cauteloso y
reservado. Me considero justamente reprendido por lo que ha sido sin duda una intromisión
injustificada y le prometo que no volveré a mencionar este asunto.
Habíamos llegado a un punto donde un estrecho sendero cubierto de hierba se separaba
de la carretera para internarse en el páramo. A la derecha quedaba una empinada colina
salpicada de rocas que en tiempos remotos se había utilizado como cantera de granito. La
cara que estaba vuelta hacia nosotros formaba una sombría escarpadura, en cuyos nichos
crecían helechos y zarzas. Por encima de una distante elevación se alzaba un penacho gris
de humo.
-Un paseo no demasiado largo por esta senda del páramo nos llevará hasta la casa
Merripit -dijo mi acompañante-. Si dispone usted de una hora, tendré el placer de
presentarle a mi hermana.
Lo primero que pensé fue que mi deber era estar al lado de Sir Henry, pero a
continuación recordé los muchos documentos y facturas que abarrotaban la mesa de su
estudio. Era indudable que yo no podía ayudarlo en aquella tarea. Y Holmes me había
pedido expresamente que estudiara a los vecinos del baronet. Acepté la invitación de
Stapleton y torcimos juntos por el sendero.
-El páramo es un lugar maravilloso -dijo mi interlocutor, recorriendo con la vista las
ondulantes lomas, semejantes a grandes olas verdes, con crestas de granito dentado que
formaban con su espuma figuras fantásticas-. Nunca cansa. No es posible imaginar los
increíbles secretos que contiene. ¡Es tan vasto, tan estéril, tan misterioso!
-Lo conoce usted bien, ¿no es cierto?
-Sólo llevo aquí dos años. Los naturales de la zona me llamarían recién llegado. Vinimos
poco después de que Sir Charles se instalara en la mansión. Pero mis aficiones me han
llevado a explorar todos los alrededores y estoy convencido de que pocos conocen el
páramo mejor que yo.
-¿Es difícil conocerlo?
-Muy difícil. Fíjese, por ejemplo, en esa gran llanura que se extiende hacia el norte, con
las extrañas colinas
que brotan de ella. ¿Observa usted algo notable en su superficie?
-Debe de ser un sitio excepcional para galopar.
-Eso es lo que pensaría cualquiera, pero ya le ha costado la vida a más de una persona.
¿Advierte usted las manchas de color verde brillante que abundan por toda su superficie?
-Sí, parecen más fértiles que el resto. Stapleton se echó a reír.
-Es la gran ciénaga de Grimpen -dijo-, donde un paso en falso significa la muerte, tanto
para un hombre como para cualquier animal. Ayer mismo vi a uno de los jacos del páramo
meterse en ella. No volvió a salir. Durante mucho tiempo aún sobresalía la cabeza, pero el
fango terminó por tragárselo. Incluso en las estaciones secas es peligroso cruzarla, pero aún
resulta peor después de las lluvias del otoño. Y sin embargo yo soy capaz de llegar hasta el
centro de la ciénaga y regresar vivo. ¡Vaya por Dios, allí veo a otro de esos desgraciados
jacos!
Algo marrón se agitaba entre las juncias verdes. Después, un largo cuello atormentado se
disparó hacia lo alto y un terrible relincho resonó por todo el páramo. El horror me heló la
sangre en las venas, pero los nervios de mi acompañante parecían ser más resistentes que
los míos.
-¡Desaparecido! -dijo-. La ciénaga se lo ha tragado. Dos en cuarenta y ocho horas y quizá
muchos más, porque se acostumbran a ir allí cuando el tiempo es seco y no advierten la
diferencia hasta quedar atrapados. La gran ciénaga de Grimpen es un sitio muy peligroso.
-¿Y usted dice que penetra en su interior?
-Sí, hay uno o dos senderos que un hombre muy ágil puede utilizar y yo los he
descubierto.
-Pero, ¿qué interés encuentra en un sitio tan espantoso?
-¿Ve usted aquellas colinas a lo lejos? Son en realidad islas separadas del resto por la
ciénaga infranqueable, que ha ido rodeándolas con el paso de los años. Allí es donde se
encuentran las plantas raras y las mariposas, si es usted lo bastante hábil para llegar.
-Algún día probaré suerte. Stapleton me miró sorprendido.
-¡Por el amor de Dios, ni se le ocurra pensarlo! -dijo-. Su sangre caería sobre mi cabeza.
Le aseguro que no existe la menor posibilidad de que regrese con vida. Yo lo consigo
únicamente gracias a recordar ciertas señales de gran complejidad.
-¡Caramba! -exclamé-. ¿Qué es eso?
Un largo gemido muy profundo, indescriptiblemente triste, se extendió por el páramo.
Aunque llenaba el aire, resultaba imposible decir de dónde procedía. De un murmullo
apagado pasó a convertirse en un hondísimo rugido, para volver de nuevo al murmullo
melancólico. Stapleton me miró con una expresión peculiar.
-¡Extraño lugar el páramo! -dijo.
-Pero, ¿qué era eso?
-Los campesinos dicen que es el sabueso de los Baskerville reclamando su presa. Lo
había oído antes una o dos veces, pero nunca con tanta claridad.
Con el frío del miedo en el corazón contemplé la enorme llanura salpicada por las
manchas verdes de los juncos. Nada se movía en aquella gran extensión si se exceptúa una
pareja de cuervos, que graznaron con fuerza desde un risco a nuestras espaldas.
-Usted es un hombre educado: no me diga que da crédito a tonterías como ésa -respondí-.
¿Cuál cree usted que es la causa de un sonido tan extraño?
-Las ciénagas hacen a veces ruidos extraños. El barro al moverse, o el agua al subir de
nivel, o algo parecido.
-No, no; era la voz de un ser vivo.
-Sí, quizá lo fuera. ¿Ha oído alguna vez mugir a un avetoro?
-No, nunca.
-Es un pájaro poco común; casi extinguido en Inglaterra actualmente, pero todo es
posible en el páramo. Sí; no me sorprendería que acabáramos de oír el grito del último de
los avetoros.
-Es la cosa más misteriosa y extraña que he oído en toda mi vida.
-Sí, estamos en un lugar más bien extraño. Mire la falda de esa colina. ¿Qué supone usted
que son esas formaciones?
Toda la empinada pendiente estaba cubierta de grises anillos de piedra, una veintena al
menos.
-¿Qué son? ¿Apriscos para las ovejas?
-No; son los hogares de nuestros dignos antepasados. Al hombre prehistórico le gustaba
vivir en el páramo, y como nadie lo ha vuelto a hacer desde entonces, encontramos sus
pequeñas construcciones exactamente como él las dejó. Es el equivalente de las tiendas
indias si se les quita el techo. Podrá usted ver incluso el sitio donde hacían fuego así como
el lugar donde dormían, si la curiosidad le empuja a entrar en uno de ellos.
-Se trata, entonces, de toda una ciudad. ¿Cuándo estuvo habitada?
-Se remonta al periodo neolítico, pero se desconocen las fechas.
-¿A qué se dedicaban sus pobladores?
-El ganado pastaba por esas laderas y ellos aprendían a cavar en busca de estaño cuando
la espada de bronce
empezaba a desplazar al hacha de piedra. Fíjese en la gran zanja de la colina de enfrente.
Esa es su marca. Sí; encontrará usted cosas muy peculiares en el páramo, doctor Watson.
Ah, perdóneme un instante. Es sin duda un ejemplar de Cyclopides.
Una mosca o mariposilla se había cruzado en nuestro camino y Stapleton se lanzó al
instante tras ella con gran energía y rapidez. Para consternación mía el insecto voló
directamente hacia la gran ciénaga, pero mi acompañante no se detuvo ni un instante,
persiguiéndola a saltos de mata en mata, con el cazamariposas en ristre. Su ropa gris y la
manera irregular de avanzar, a saltos y en zigzag, no le diferenciaban mucho de un gran
insecto alado. Contemplaba su carrera con una mezcla de admiración por su extraordinario
despliegue de facultades y de miedo a que perdiera pie en la ciénaga traicionera, cuando oí
ruido de pasos y, al volverme, vi a una mujer que se acercaba hacia mí por el sendero.
Procedía de la dirección en la que, gracias al penacho de humo, sabía ya que estaba localizada
la casa Merripit, pero la inclinación del páramo me la había ocultado hasta que
estuvo muy cerca.
No tuve ninguna duda de que se trataba de la señorita Stapleton, puesto que en el páramo
no abundan las damas, y recordaba que alguien la había descrito como muy bella. La mujer
que avanzaba en mi dirección lo era, desde luego, y de una hermosura muy poco corriente.
No podía darse mayor contraste entre hermanos, porque en el caso del naturalista la
tonalidad era neutra, con cabello claro y ojos grises, mientras que la señorita Stapleton era
más oscura que ninguna de las morenas que he visto en Inglaterra y además esbelta,
elegante y alta. Su rostro, altivo y de facciones delicadas, era tan regular que hubiera
podido parecer frío de no ser por la boca y los hermosos ojos, oscuros y vehementes. Dada
la perfección y elegancia de su vestido, resultaba, desde luego, una extraña aparición en la
solitaria senda del páramo. Seguía con los ojos las evoluciones de su hermano cuando me
di la vuelta, pero inmediatamente apresuró el paso hacia mí. Yo me había descubierto y me
disponía a explicarle mi presencia con unas frases, cuando sus palabras hicieron que mis
pensamientos cambiaran por completo de dirección.
-¡Váyase! -dijo-. Vuelva a Londres inmediatamente. No pude hacer otra cosa que
contemplarla, estupefacto. Sus ojos echaban fuego al mismo tiempo que su pie golpeaba el
suelo con impaciencia.
-¿Por qué tendría que marcharme?
-No se lo puedo explicar -hablaba en voz baja y apremiante y con un curioso ceceo en la
pronunciación-. Pero, por el amor de Dios, haga lo que le pido. Váyase y no vuelva nunca a
pisar el páramo.
-Pero si acabo de llegar.
-Por favor -exclamó-. ¿No es capaz de reconocer una advertencia que se le hace por su
propio bien? ¡Vuélvase a Londres! ¡Póngase esta misma noche en camino! ¡Aléjese de este
lugar a toda costa! ¡Silencio, vuelve mi hermano! Ni una palabra de lo que le he dicho. ¿Le
importaría cortarme la orquídea que está ahí, entre las colas de caballo? Las orquídeas
abundan en el páramo, aunque, por supuesto, llega usted en una mala estación para
disfrutar con la belleza de la zona.
Stapleton había abandonado la caza y se acercaba a nosotros jadeante y con el rostro
encendido por el esfuerzo. -¡Hola, Beryl! -dijo; y tuve la impresión de que el tono de su
saludo no era excesivamente cordial.
-Estás muy sofocado, Jack.
-Sí. Perseguía a una Cyclopides. Es una mariposa muy poco corriente y raras veces se la
encuentra a finales del otoño. ¡Es una pena que no haya conseguido capturarla!
Hablaba despreocupadamente, pero sus ojos claros nos vigilaban a ambos sin descanso.
-Se han presentado ya, por lo que observo.
-Sí. Estaba explicando a Sir Henry que el otoño no es una buena época para la verdadera
belleza del páramo. -¿Cómo? ¿Con quién crees que estás hablando? -Supongo que se trata
de Sir Henry Baskerville.
-No, no -dije yo-. Sólo soy un humilde plebeyo, aunque Baskerville me honre con su
amistad. Me llamo Watson, doctor Watson.
El disgusto ensombreció por un momento el expresivo rostro de la joven.
-Hemos sido víctimas de un malentendido en nuestra conversación -dijo la señorita
Stapleton.
-En realidad no habéis tenido mucho tiempo -comentó su hermano, siempre con los
mismos ojos interrogadores.
-He hablado como si el doctor Watson fuera residente en lugar de simple visitante -dijo la
señorita Stapleton-. No puede importarle mucho si es pronto o tarde para las orquídeas.
Pero, una vez que ha llegado hasta aquí, espero que nos acompañe para ver la casa
Merripit.
Tras un breve paseo llegamos a una triste casa del páramo, granja de algún ganadero en
los antiguos días de prosperidad, arreglada después para convertirla en vivienda moderna.
La rodeaba un huerto, pero los árboles, como suele suceder en el páramo, eran más
pequeños de lo normal y estaban quemados por las heladas; el lugar en conjunto daba
impresión de pobreza y melancolía. Nos abrió la puerta un viejo criado, una criatura
extraña, arrugada y de aspecto mohoso, muy en consonancia con la casa. Dentro, sin
embargo, había habitaciones amplias, amuebladas con una elegancia en la que me pareció
reconocer el gusto de la señorita Stapleton. Al contemplar desde sus ventanas el
interminable páramo salpicado de granito que se extendía sin solución de continuidad hasta
el horizonte más remoto, no pude por menos de preguntarme qué podía haber traído a un
lugar así a aquel hombre tan instruido y a aquella mujer tan hermosa.
-Extraña elección para vivir, ¿no es eso? -dijo Stapleton, como si hubiera adivinado mis
pensamientos-. Y sin embargo conseguimos ser aceptablemente felices, ¿no es así, Beryl?
-Muy felices -dijo ella, aunque faltaba el acento de la convicción en sus palabras.
-Yo llevaba un colegio privado en el norte -dijo Stapleton-. Para un hombre de mi
temperamento el trabajo resultaba monótono y poco interesante, pero el privilegio de vivir
con jóvenes, de ayudar a moldear sus mentes y de sembrar en ellos el propio carácter y los
propios ideales, era algo muy importante para mí. Pero el destino se puso en contra nuestra.
Se declaró una grave epidemia en el colegio y tres de los muchachos murieron. La
institución nunca se recuperó de aquel golpe y gran parte de mi capital se perdió sin
remedio. De todos modos, si no fuera por la pérdida de la encantadora compañía de los
muchachos, podría alegrarme de mi desgracia, porque, dada mi intensa afición a la botánica
y a la zoología, tengo aquí un campo ilimitado de trabajo, y mi hermana está tan dedicada
como yo a la naturaleza. Le explico todo esto, doctor Watson, porque he visto su expresión
mientras contemplaba el páramo desde nuestra ventana.
-Es cierto que se me ha pasado por la cabeza la idea de que todo esto pueda ser, quizá, un
poco menos aburrido para usted que para su hermana.
-No, no -replicó ella inmediatamente-; no me aburro nunca.
-Disponemos de muchos libros y de nuestros estudios, y también contamos con vecinos
muy interesantes. El doctor Mortimer es un erudito en su campo. También el pobre Sir
Charles era un compañero admirable. Lo conocíamos bien y carezco de palabras para
explicar hasta qué punto lo echamos de menos. ¿Cree usted que sería una impertinencia por
mi parte hacer esta tarde una visita a Sir Henry para conocerlo?
-Estoy seguro de que le encantará recibirlo.
-En ese caso quizá quiera usted tener la amabilidad de mencionarle que me propongo
hacerlo. Dentro de nuestra modestia tal vez podamos facilitarle un poco las cosas hasta que
se acostumbre a su nuevo hogar. ¿Quiere subir conmigo, doctor Watson, y ver mi colección
de Lepidoptera? Creo que es la más completa del suroeste de Inglaterra. Para cuando haya
terminado de examinarlas el almuerzo estará casi listo.
Pero yo estaba deseoso de volver junto a la persona cuya seguridad se me había confiado.
Todo -la melancolía del páramo, la muerte del desgraciado jaco, el extraño sonido asociado
con la sombría leyenda de los Baskerville- contribuía a teñir de tristeza mis pensamientos.
Y por si todas aquellas impresiones más o menos vagas no me bastaran, había que añadirles
la advertencia clara y precisa de la señorita Stapleton, hecha con tanta vehemencia que
estaba convencido de que la apoyaban razones serias y profundas. Rechacé los repetidos
ruegos de los hermanos para que me quedase a almorzar y emprendí de inmediato el
camino de regreso, utilizando el mismo sendero crecido de hierba por el que habíamos
venido.
Existe sin embargo, al parecer, algún atajo que utilizan quienes conocen mejor la zona,
porque antes de alcanzar la carretera me quedé pasmado al ver a la señorita Stapleton
sentada en una roca al borde del camino. El rubor del esfuerzo embellecía aún más su
rostro mientras se apretaba el costado con la mano.
-He corrido todo el camino para alcanzarlo, doctor Watson -me dijo- y me ha faltado
hasta tiempo para ponerme el sombrero. No puedo detenerme porque de lo contrario mi
hermano repararía en mi ausencia. Quería decirle lo mucho que siento la estúpida
equivocación que he cometido al confundirle con Sir Henry. Haga el favor de olvidar mis
palabras, que no tienen ninguna aplicación en su caso.
-Pero no puedo olvidarlas, señorita Stapleton -respondí-. Soy amigo de Sir Henry y su
bienestar es de gran importancia para mí. Dígame por qué estaba usted tan deseosa de que
Sir Henry regresara a Londres.
-Un simple capricho de mujer, doctor Watson. Cuando me conozca mejor comprenderá
que no siempre puedo dar razón de lo que digo o hago.
-No, no. Recuerdo el temblor de su voz. Recuerdo la expresión de sus ojos. Por favor, sea
sincera conmigo, señorita Stapleton, porque desde que estoy aquí tengo la sensación de
vivir rodeado de sombras. Mi existencia se ha convertido en algo parecido a la gran ciénaga
de Grimpen: abundan por todas partes las manchas verdes que ceden bajo los pies y
carezco de guía que me señale el camino. Dígame, por favor, a qué se refería usted, y le
prometo transmitir la advertencia a Sir Henry.
Por un instante apareció en su rostro una expresión de duda, pero cuando me respondió
su mirada había vuelto a endurecerse.
-Se preocupa usted demasiado, doctor Watson -fueron sus palabras-. A mi hermano y a
mí nos impresionó mucho la muerte de Sir Charles. Lo conocíamos muy bien, porque su
paseo favorito era atravesar el páramo hasta nuestra casa. A Sir Charles le afectaba
profundamente la maldición que pesaba sobre su familia y al producirse la tragedia pensé,
como es lógico, que debía de existir algún fundamento para los temores que él expresaba.
Me preocupa, por lo tanto, que otro miembro de la familia venga a vivir aquí, y creo que se
le debe avisar del peligro que corre. Eso es todo lo que me proponía transmitir con mis
palabras.
-Pero, ¿cuál es el peligro?
-¿Conoce usted la historia del sabueso? -No creo en semejante tontería.
-Pues yo sí. Si tiene usted alguna influencia sobre Sir Henry, aléjelo de un lugar que
siempre ha sido funesto para su familia. El mundo es muy grande. ¿Por qué tendría que
vivir en un lugar donde corre tanto peligro?
-Precisamente por eso. Esa es la manera de ser de Sir Henry. Mucho me temo que si no
me da usted una información más precisa, no logrará que se marche.
-No puedo decir nada más preciso porque no lo sé.
-Permítame que le haga una pregunta más, señorita Stapleton. Si únicamente era eso lo
que quería usted decir cuando habló conmigo por vez primera, ¿por qué tenía tanto interés
en que su hermano no oyera lo que me decía? No hay en sus palabras nada a lo que ni él, ni
nadie, pueda poner objeciones.
-Mi hermano está deseosísimo de que la mansión de los Baskerville siga ocupada, porque
cree que eso beneficia a los pobres que viven en el páramo. Se enojaría si supiera que he
dicho algo que pueda impulsar a Sir Henry a marcharse. Pero ya he cumplido con mi deber
y no voy a decir nada más. Tengo que volver a casa o de lo contrario Jack me echará de
menos y sospechará que he estado con usted. ¡Hasta la vista!
Se dio la vuelta y en muy pocos minutos había desaparecido entre los peñascos
desperdigados por el páramo, mientras yo, con el alma llena de vagos temores, proseguía
mi camino hacia la mansión de los Baskerville.
8. Primer informe del doctor Watson
Apartir de ahora seguiré el curso de los acontecimientos mediante la transcripción de mis
cartas a Sherlock Holmes, que tengo delante de mí sobre la mesa. Falta una página, pero,
por lo demás, las reproduzco exactamente como fueron escritas y muestran mis
sentimientos y sospechas del momento con más precisión de lo que podría hacerlo mi
memoria, a pesar de la claridad con que recuerdo aquellos trágicos sucesos.
«Mansión de los Baskerville,13 de octubre
»Mi querido Holmes:
»Mis cartas y telegramas anteriores le han mantenido al día sobre todo lo que ha ocurrido
en este rincón del mundo tan olvidado de Dios. Cuanto más tiempo se pasa aquí, más
profundamente se mete en el alma el espíritu del páramo, su inmensidad y también su
terrible encanto. Tan pronto como se penetra en él, queda atrás toda huella de la Inglaterra
moderna y, en cambio, se advierte por doquier la presencia de los hogares y de las obras del
hombre prehistórico. Se vaya por donde se vaya, siempre aparecen las casas de esas gentes
olvidadas, con sus tumbas y con los enormes monolitos que, al parecer, señalaban el
emplazamiento de sus templos. Cuando se contemplan sus refugios de piedra gris sobre un
fondo de laderas agrestes, se deja a la espalda la época actual y si viéramos a un peludo ser
humano cubierto con pieles de animales salir a gatas por una puerta que es como la boca de
una madriguera y colocar una flecha con punta de pedernal en la cuerda de su arco,
pensaríamos que su presencia en este sitio está mucho más justificada que la nuestra. Lo
más extraño es que vivieran tantos en lo que siempre ha debido de ser una tierra muy poco
fértil. No soy experto en prehistoria, pero imagino que se trataba de una raza nada belicosa
y frecuentemente acosada que se vio forzada a aceptar las tierras que nadie más estaba
dispuesto a ocupar.
»Todo esto, sin embargo, nada tiene que ver con la misión que usted me confió y
probablemente carecerá por completo de interés para una mente tan estrictamente práctica
como la suya. Todavía recuerdo su completa indiferencia en cuanto a si el sol se movía
alrededor de la tierra o la tierra alrededor del sol. Permítame, por lo tanto, que vuelva a los
hechos relacionados con Sir Henry Baskerville.
»El hecho de que no haya usted recibido ningún informe en los últimos días obedece a
que hasta hoy no tenía nada importante que relatarle. Luego ha ocurrido algo muy
sorprendente que le contaré a su debido tiempo, pero, antes de nada, debo ponerle al
corriente acerca de otros elementos de la situación.
»Uno de ellos, al que apenas he aludido hasta este momento, es el preso escapado que
rondaba por el páramo. Ahora existen razones poderosas para creer que se ha marchado, lo
que supone un considerable alivio para aquellos habitantes del distrito que viven aislados.
Han transcurrido dos semanas desde su huida, y en esos quince días no se le ha visto ni se
ha oído nada relacionado con él. Es a todas luces inconcebible que haya podido resistir en
el páramo durante tanto tiempo. Habría podido esconderse sin ninguna dificultad, desde
luego. Cualquiera de los habitáculos de piedra podría haberle servido de refugio. Pero no
hay nada que le proporcione alimento, a no ser que capture y sacrifique una de las ovejas
del páramo. Creemos, por lo tanto, que se ha marchado, y el resultado es que los granjeros
que están más aislados duermen mejor.
»En esta casa nos alojamos cuatro varones en buen estado de salud, de manera que
podemos cuidarnos sin ayuda de nadie, pero confieso que he tenido momentos de inquietud
al pensar en los Stapleton, que se hallan a kilómetros del vecino más próximo. En la casa
Merripit sólo viven una criada, un anciano sirviente, la hermana de Stapleton y el mismo
Stapleton, que no es una persona de gran fortaleza física. Si el preso lograra entrar en la
casa, estarían indefensos en manos de un individuo tan desesperado como este criminal de
Notting Hill. Tanto a Sir Henry como a mí nos preocupa mucho su situación, y les
sugerimos que Perkins, el mozo de cuadra, fuese a dormir a su casa, pero Stapleton no ha
querido ni oír hablar de ello.
»Lo cierto es que nuestro amigo el baronet empieza a interesarse mucho por su hermosa
vecina. No tiene nada de sorprendente, porque para un hombre tan activo como él el tiempo
se hace muy largo en este lugar tan solitario, y la señorita Stapleton es una mujer muy
hermosa y fascinante. Hay en ella un algo tropical y exótico que crea un contraste singular
con su hermano, tan frío e impasible. También él, sin embargo, sugiere la idea de fuegos
escondidos. Stapleton tiene sin duda una marcada influencia sobre su hermana, porque he
comprobado que cuando habla lo mira continuamente, como si buscara su aprobación para
todo lo que dice. Espero que sea afectuoso con ella. El brillo seco de los ojos de Stapleton y
la firme expresión de su boca de labios muy finos denuncian un carácter dominante y
posiblemente despótico. Sin duda será para usted un interesante objeto de estudio.
»Vino a saludar a Baskerville el mismo día en que lo conocí y a la mañana siguiente nos
llevó a los dos al sitio donde se supone que tuvo origen la leyenda sobre el malvado Hugo.
Fue una excursión de varios kilómetros a través del páramo hasta un lugar que pudo, por sí
solo, haber sugerido la historia, dado lo deprimente que resulta. Encontramos un valle de
poca longitud entre peñascos escarpados, que desembocaba en un espacio abierto y verde
salpicado de juncias. En el centro se alzaban dos grandes piedras, muy gastadas y bien
afiladas por la parte superior, de manera que parecían los enormes colmillos, en proceso de
descomposición, de un animal monstruoso. El lugar se corresponde en todos los detalles
con el escenario de la antigua tragedia que ya conocemos. Sir Henry manifestó gran interés
y preguntó más de una vez a Stapleton si creía realmente en la posibilidad de que los
poderes sobrenaturales intervengan en los asuntos humanos. Hablaba con desenfado, pero
no cabe duda de que sentía mucho interés. Stapleton se mostró cauto en sus respuestas,
aunque se comprendía enseguida que decía menos de lo que sabía y opinaba, y que no se
sinceraba por completo en consideración a los sentimientos del baronet. Nos contó casos
semejantes de familias víctimas de alguna influencia maligna y nos dejó con la impresión
de que compartía la opinión popular sobre el asunto.
»A la vuelta nos detuvimos en la casa Merripit para almorzar, y fue allí donde Sir Henry
conoció a la señorita Stapleton. Desde el primer momento Baskerville pareció sentir una
fuerte atracción y, si no estoy muy equivocado, el sentimiento fue mutuo. Nuestro baronet
habló de ella una y otra vez mientras volvíamos a casa y desde entonces apenas ha
transcurrido un día sin que veamos en algún momento a los dos hermanos. Esta noche
cenarán aquí y ya se habla de que iremos a su casa la semana que viene. Cualquiera
pensaría que semejante enlace debería llenar de satisfacción a Stapleton y, sin embargo,
más de una vez he captado una mirada suya de intensísima desaprobación cuando Sir
Henry tenía alguna atención con su hermana. Sin duda está muy unido a ella y llevará una
vida muy solitaria si se ve privado de su compañía, pero parecería el colmo del egoísmo
que pusiera obstáculos a un matrimonio tan conveniente. Estoy convencido, de todos
modos, de que Stapleton no desea que la amistad entre ambos llegue a convertirse en amor,
y en varias ocasiones he observado sus esfuerzos para impedir que se queden a solas. Le
diré entre paréntesis que sus instrucciones, en cuanto a no permitir que Sir Henry salga solo
de la mansión, serán mucho más difíciles de cumplir si una intriga amorosa viniera a
añadirse a las otras dificultades. Mis buenas relaciones con el baronet se resentirían muy
pronto si insistiera en seguir al pie de la letra las órdenes de usted.
»El otro día -el jueves, para ser más precisos- almorzó con nosotros el doctor Mortimer.
Ha realizado excavaciones en un túmulo funerario de Long Down y está muy contento por
el hallazgo de un cráneo prehistórico. ¡No ha habido nunca un entusiasta tan resuelto como
él! Los Stapleton se presentaron después, y el bueno del doctor nos llevó a todos al paseo
de los Tejos, a petición de Sir Henry, para mostrarnos exactamente cómo sucedió la
tragedia aquella noche aciaga. El paseo de los Tejos es un camino muy largo y sombrío
entre dos altas paredes de seto recortado, con una estrecha franja de hierba a ambos lados.
En el extremo más distante se halla un pabellón de verano, viejo y ruinoso. A mitad de
camino está el portillo que da al páramo, donde el anciano caballero dejó caer la ceniza de
su cigarro puro. Se trata de un portillo de madera, pintado de blanco, con un pestillo. Del
otro lado se extiende el vasto páramo. Yo me acordaba de su teoría de usted y traté de
imaginar todo lo ocurrido. Mientras Sir Charles estaba allí vio algo que se acercaba
atravesando el páramo, algo que le aterrorizó hasta el punto de hacerle perder la cabeza, por
lo que corrió y corrió hasta morir de puro horror y agotamiento. Teníamos delante el largo
y melancólico túnel de césped por el que huyó. Pero, ¿de qué? ¿De un perro pastor del
páramo? ¿O de un sabueso espectral, negro, enorme y silencioso? ¿Hubo intervención
humana en el asunto? ¿Acaso Barrymore, tan pálido y siempre vigilante, sabe más de lo
que contó? Todo resulta muy confuso y vago, pero siempre aparece detrás la oscura sombra
del delito.
»Desde la última vez que escribí he conocido a otro de los habitantes del páramo. Se trata
del señor Frankland, de la mansión Lafter, que vive a unos seis kilómetros al sur de
nosotros. Es un caballero anciano de cabellos blancos, rubicundo y colérico. Le apasionan
las leyes británicas y ha invertido una fortuna en pleitear. Lucha por el simple placer de
enfrentarse con alguien, y está siempre dispuesto a defender los dos lados en una discusión,
por lo que no es sorprendente que pleitear le haya resultado una diversión costosa. En
ocasiones cierra un derecho de paso y desafia al ayuntamiento para que le obligue a abrirlo.
En otros casos rompe con sus propias manos el portón de otro propietario y afirma que
desde tiempo inmemorial ha existido allí una senda, por lo que reta al propietario a que lo
lleve a juicio por entrada ilegal. Es un erudito en el antiguo derecho señorial y comunal, y
unas veces aplica sus conocimientos en favor de los habitantes de Fernworthy y otras en
contra, de manera que periódicamente lo llevan a hombros en triunfo por la calle mayor del
pueblo o lo queman en efigie, de acuerdo con su última hazaña. Se dice que en el momento
actual tiene entre manos unos siete pleitos que, probablemente, se tragarán lo que le resta
de fortuna, por lo que se quedará sin aguijón y será inofensivo en el futuro. Aparte de las
cuestiones jurídicas parece una persona cariñosa y afable y sólo hago mención de él porque
usted insistió en que le enviara una descripción de todas las personas que nos rodean. En el
momento actual su ocupación es bien curiosa ya que, por su afición a la astronomía,
dispone de un excelente telescopio con el que se tumba en el tejado de su casa y escudriña
el páramo de la mañana a la noche con la esperanza de ponerle la vista encima al preso
escapado. Si consagrara a esto la totalidad de sus energías las cosas irían a pedir de boca,
pero se rumorea que tiene intención de pleitear contra el doctor Mortimer por abrir una
tumba sin el consentimiento de los parientes más próximos del difunto, dado que extrajo un
cráneo neolítico del túmulo funerario de Long Down. Contribuye sin duda a alejar de nuestras
vidas la monotonía y nos proporciona pequeños intermedios cómicos de los que
estamos muy necesitados.
»Y ahora, después de haberle puesto al día sobre el preso fugado, sobre los Stapleton, el
doctor Mortimer y el señor Frankland de la mansión Lafter, permítame que termine con lo
más importante y vuelva a hablarle de los Barrymore y en especial de los sorprendentes
acontecimientos de la noche pasada.
»Antes de nada he de mencionar el telegrama que envió usted desde Londres para
asegurarse de que Barrymore estaba realmente aquí. Ya le expliqué que el testimonio del
administrador de correos invalida su estratagema, por lo que carecemos de pruebas en un
sentido u otro. Expliqué a Sir Henry cuál era la situación e inmediatamente, con su
franqueza característica, hizo llamar a Barrymore y le preguntó si había recibido en persona
el telegrama. Barrymore respondió que sí.
»-¿Se lo entregó el chico en propia mano? -preguntó Sir Henry.
»Barrymore pareció sorprendido y estuvo pensando unos momentos.
»-No -dijo-; me hallaba en el ático en aquel momento y me lo trajo mi esposa.
»-¿Lo contestó usted mismo?
»-No; le dije a mi esposa cuál era la respuesta y ella bajó a escribirla.
»Por la noche fue el mismo Barrymore quien sacó el tema.
»-No consigo entender el objeto de su pregunta de esta mañana, Sir Henry -dijo-. Espero
que no signifique que mi comportamiento le ha llevado a perder su confianza en mí.
»Sir Henry le aseguró que no era ése el caso y lo aplacó regalándole buena parte de su
antiguo vestuario, dado que había llegado ya el nuevo equipo encargado en Londres.
»La señora Barrymore me interesa mucho. Es una mujer corpulenta, no demasiado
brillante, muy respetuosa y con inclinación al puritanismo. Es difícil imaginar una persona
menos propensa, en apariencia, a excesos emotivos. Y, sin embargo, tal como ya le he
contado a usted, la oí sollozar amargamente durante nuestra primera noche aquí y desde
entonces he observado en más de una ocasión huellas de lágrimas en su rostro. Alguna
honda aflicción le desgarra sin tregua el corazón. A veces me pregunto si la obsesiona el
recuerdo de alguna culpa y en otras ocasiones sospecho que Barrymore puede ser un tirano
en el seno de su familia. Siempre he tenido la impresión de que había algo singular y
dudoso en el carácter de este hombre, pero la aventura de la noche pasada ha servido para
dar cuerpo a mis sospechas.
»Y, sin embargo, podría parecer una cuestión de poca importancia. Usted sabe que nunca
he dormido a pierna suelta, pero desde que vivo en guardia en esta casa tengo el sueño más
ligero que nunca. Anoche, a eso de las dos de la madrugada, me despertaron los pasos
sigilosos de alguien que cruzaba por delante de mi habitación. Me levanté, abrí la puerta y
miré. Una larga sombra negra se deslizaba por el corredor, producida por un hombre que
avanzaba en silencio con una vela en la mano. Se cubría tan sólo con la camisa y los
pantalones e iba descalzo. No pude ver más que su silueta, pero su estatura me indicó que
se trataba de Barrymore. Caminaba muy despacio y tomando muchas precauciones, y había
un algo indescriptiblemente culpable y furtivo en todo su aspecto.
»Ya le he explicado que el corredor queda interrumpido por la galería que rodea la gran
sala, pero que continúa por el otro lado. Esperé a que Barrymore se perdiera de vista y
luego lo seguí. Cuando llegué a la galería ya estaba al final del otro corredor y, gracias al
resplandor de la vela a través de una puerta abierta, vi que había entrado en una de las
habitaciones. Ahora bien, todas esas habitaciones carecen de muebles y están desocupadas,
de manera que aquella expedición resultaba todavía más misteriosa. La luz brillaba con
fijeza, como si Barrymore se hubiera inmovilizado. Me deslicé por el corredor lo más
silenciosamente que pude hasta asomarme apenas por la puerta abierta.
»Barrymore, agachado junto a la ventana, mantenía la vela pegada al cristal. Su rostro
estaba vuelto a medias hacia mí y sus facciones manifestaban la tensión de la espera
mientras escudriñaba la negrura del páramo. Por espacio de varios minutos mantuvo la
intensa vigilancia. Luego dejó escapar un hondo gemido y con un gesto de impaciencia
apagó la vela. Yo regresé inmediatamente a mi habitación y muy poco después volví a oír
los pasos sigilosos en su viaje de regreso. Mucho más tarde, cuando estaba hundiéndome
ya en un sueño ligero, oí cómo una llave giraba en una cerradura, pero me fue imposible
precisar de dónde procedía el ruido. No soy capaz de adivinar el significado de lo sucedido,
pero sin duda en esta casa tan melancólica está en marcha algún asunto secreto que, más
pronto o más tarde, terminaremos por descubrir. No quiero molestarle con mis teorías
porque usted me pidió que sólo le proporcionara hechos. Esta mañana he tenido una larga
conversación con Sir Henry y hemos elaborado un plan de campaña, basado en mis
observaciones de la noche pasada, que no tengo intención de explicarle a usted ahora
mismo, pero que sin duda contribuirá a que mi próximo informe resulte muy interesante. »
9. La luz en el páramo
[Segundo ínforme del doctor Watson]
«Mansión de los Baskerville, 15 de octubre
»Mi querido Holmes:
»Aunque durante los primeros días de mi misión no prodigara demasiado las noticias,
ahora reconocerá usted que estoy recuperando el tiempo perdido y que los acontecimientos
se suceden sin interrupción. En mi último informe di el do de pecho con el hallazgo de
Barrymore en la ventana y ahora tengo ya una excelente segunda parte que, si no estoy muy
equivocado, le sorprenderá bastante. Los acontecimientos han tomado un sesgo que yo no
podía prever. En ciertos aspectos las cosas se han aclarado mucho durante las últimas
cuarenta y ocho horas y en otros se han complicado todavía más. Pero voy a contárselo
todo, y así podrá juzgar por sí mismo.
»A la mañana siguiente, antes de bajar a desayunar, examiné la habitación que Barrymore
había visitado la noche anterior. La ventana orientada al oeste por la que miraba con tanto
interés, tiene, según he podido advertir, una peculiaridad que la distingue de todas las
demás ventanas de la casa: es la que permite ver el páramo desde más cerca, gracias a una
abertura entre los árboles, mientras que desde todas las otras se vislumbra con dificultad.
De ahí se sigue que Barrymore, dado que sólo esa ventana se ajusta a sus necesidades,
buscaba algo o a alguien que se encontraba en el páramo. La noche era muy oscura, por lo
que es difícil comprender cómo esperaba ver a nadie. A mí se me ocurrió la posibilidad de
que se tratara de alguna intriga amorosa. Ello explicaría el sigilo de sus movimientos y
también el desasosiego de su esposa. Barrymore es un individuo con mucho atractivo,
perfectamente capacitado para robarle el corazón a una campesina, de manera que esta
teoría parecía tener algunos elementos a su favor. La apertura de la puerta que yo había
oído después de regresar a mi dormitorio podía querer decir que Barrymore abandonaba la
casa para dirigirse a una cita clandestina. Así razonaba yo conmigo mismo por la mañana y
le cuento la dirección que tomaron mis sospechas, pese a que nuestras posteriores
averiguaciones han demostrado que carecían por completo de fundamento.
»Pero, fuera cual fuese la verdadera explicación de los movimientos de Barrymore,
consideré superior a mis fuerzas la responsabilidad de guardar el secreto sobre sus
actividades hasta que pudiera explicarlas de manera satisfactoria, por lo que después del
desayuno me entrevisté con el baronet en su estudio y le conté todo lo que había visto. Sir
Henry se sorprendió menos de lo que yo esperaba.
»-Sabía que Barrymore andaba de noche por la casa y había pensado hablar con él sobre
ello -me dijo-. He oído dos o tres veces sus pasos en el corredor, yendo y viniendo, más o
menos a la hora que usted menciona.
»-En ese caso quizá visite precisamente esa ventana todas las noches -sugerí.
»-Tal vez lo haga. Si es así, estaremos en condiciones de seguirlo y de ver qué es lo que
se trae entre manos. Me pregunto qué haría su amigo Holmes si estuviera aquí.
»-Creo que haría exactamente lo que acaba usted de sugerir -le respondí-. Seguiría a
Barrymore y vería qué es lo que hace.
»-Entonces lo haremos juntos. »-Pero sin duda nos oirá.
»-Es bastante sordo y de todos modos hemos de correr el riesgo. Aguardaremos en mi
habitación a que pase -Sir Henry se frotó las manos encantado, y era evidente que acogía
aquella aventura como un agradable descanso de la vida excesivamente tranquila que
llevaba en el páramo.
»El baronet ha estado en contacto con el arquitecto que preparó los planos para Sir
Charles y también con el contratista londinense que se encargó de las obras, de manera que
quizá muy pronto empiecen a producirse aquí grandes cambios. También han venido de
Plymouth decoradores y ebanistas: sin duda nuestro amigo tiene grandes ideas y no quiere
escatimar esfuerzos ni gastos para restaurar el antiguo esplendor de su familia. Con la casa
arreglada y amueblada de nuevo, sólo necesitará una esposa para que todo esté en orden. Le
diré, entre nosotros, que hay signos muy evidentes de que eso no tardará en producirse si la
dama consiente, porque raras veces he visto a un hombre más prendado de una mujer de lo
que lo está Sir Henry de nuestra hermosa vecina, la señorita Stapleton. Sin embargo, el
progreso del amor verdadero no siempre se produce con toda la suavidad que cabría esperar
dadas las circunstancias. Hoy, por ejemplo, la buena marcha del idilio se ha visto
perturbada por un obstáculo inesperado que ha causado considerable perplejidad y enojo a
nuestro amigo.
»Después de la conversación acerca de Barrymore que ya he citado, Sir Henry se caló el
sombrero y se dispuso a salir. Como la cosa más natural, yo hice lo mismo.
»-Cómo, ¿viene usted conmigo, Watson? -me preguntó, mirándome de una forma muy
peculiar.
»-Eso depende de que se dirija usted al páramo -le respondí.
»-Sí, eso es lo que voy a hacer.
«-Bien; sabe usted cuáles son mis instrucciones. Siento entrometerme, pero sin duda
recuerda usted lo mucho que Holmes insistió en que no lo dejase solo y sobre todo en que no
se internara por el páramo sin compañía.
»Sir Henry me puso la mano en el hombro acompañando el gesto de una cordial sonrisa.
»-Mi querido amigo -dijo-; pese a toda su sabiduría, Holmes no previó algunas de las cosas
que han sucedido desde que llegué al páramo. ¿Me entiende? Estoy seguro de que no desea
usted convertirse en aguafiestas. He de salir solo.
»Sus palabras me colocaron en una situación muy incómoda. No sabía qué hacer ni qué
decir, y antes de que tomara una decisión Sir Henry cogió el bastón y se marchó.
»Pero cuando empecé a reflexionar sobre el asunto, mi conciencia me reprochó
amargamente que lo perdiera de vista, cualquiera que fuese el pretexto. Imaginé cómo me
sentiría si tuviera que presentarme ante usted y confesarle que había sucedido una desgracia
por no seguir sus instrucciones al pie de la letra. Le aseguro que se me encendieron las
mejillas ante semejante idea. Quizá no fuera aún demasiado tarde para alcanzarlo, de manera
que me puse al instante en camino hacia la casa Merripit.
»Me apresuré todo lo que pude carretera adelante sin encontrar rastro alguno de Sir Henry
hasta llegar al punto en que nace el sendero del páramo. Una vez allí, temiendo que quizá,
después de todo, había seguido una dirección equivocada, trepé por una colina -utilizada en
otro tiempo como cantera de granito negro-, desde donde se divisa un panorama bastante
amplio. Una vez en la cima vi de inmediato a Sir Henry. Se hallaba en el sendero del páramo,
a unos cuatrocientos o quinientos metros de distancia, y le acompañaba una dama que sólo
podía ser la señorita Stapleton. Estaba claro que existía un entendimiento entre ellos y que se
habían dado cita. Caminaban despacio, absortos en la conversación que mantenían, y vi que
ella hacía rápidos movimientos con las manos como si pusiera mucha vehemencia en sus
palabras mientras él escuchaba con atención, y una o dos veces movía la cabeza en un gesto
enérgico de desacuerdo. Permanecí entre las rocas contemplándolos, sin saber en absoluto lo
que debía hacer a continuación. Acercarme e interrumpir una conversación tan íntima parecía
inconcebible; mi deber, sin embargo, era muy claro: no perder de vista a Sir Henry. Actuar
como espía tratándose de un amigo era una tarea odiosa. No fui capaz de encontrar mejor
línea de acción que seguir observándolos desde la colina y luego descargarme la conciencia
confesando a Sir Henry lo que había hecho. Es cierto que si le hubiera amenazado algún
peligro repentino, habría estado demasiado lejos para serle de utilidad, pero sin duda
convendrá usted conmigo en que mi situación era muy difícil y no estaba en mi mano hacer
otra cosa.
»Nuestro amigo el baronetyla dama se habían detenido en la senda y seguían hablando
absortos, cuando observé de repente que no era yo el único testigo de su entrevista. Una
mancha verde que flotaba en el aire atrajo mi atención y, al mirarla con más detenimiento, vi
que iba sujeta a un mango y que la llevaba un hombre que avanzaba por terreno
accidentado. Era Stapleton, con su cazamariposas. Estaba mucho más cerca de la pareja
que yo, y daba la impresión de moverse hacia ellos. En aquel instante Sir Henry atrajo de
repente a la señorita Stapleton hacia sí y le pasó la mano por la cintura, pero a mí me
pareció que ella se esforzaba por separarse y que apartaba el rostro. Nuestro amigo inclinó
la cabeza y ella alzó una mano como para protestar. Un instante después vi que se separaban
y se volvían bruscamente. Stapleton, que corría velozmente hacia ellos con el
absurdo cazamariposas a la espalda, era la causa de la interrupción. Al llegar a su lado
empezó a gesticular y casi a bailar de excitación delante de los enamorados. No entendí
bien el sentido de la escena, pero me pareció que Stapleton insultaba a Sir Henry a pesar de
sus explicaciones, y que este último se enfadaba cada vez más al comprobar que el otro se
negaba a aceptarlas. La dama se mantenía a un lado en altivo silencio. Finalmente
Stapleton se dio la vuelta y llamó de manera perentoria a su hermana, quien, después de
mirar indecisa a Sir Henry, se alejó en su compañía. Los gestos coléricos del naturalista
ponían de manifiesto que también la señorita Stapleton había incurrido en su desagrado. El
baronet los siguió unos momentos con la vista y luego regresó lentamente por donde había
venido con la cabeza baja, convertido en la imagen misma del desaliento.
»Yo no lograba entender lo que significaba todo aquello, pero estaba muy avergonzado
por haber presenciado una escena tan íntima sin que mi amigo lo supiera. De manera que
corrí colina abajo hasta reunirme con él. Sir Henry tenía el rostro encendido por la cólera y
fruncía el ceño como alguien que no sabe en absoluto qué hacer.
»-¡Vaya, Watson! ¿De dónde sale usted? -me preguntó-. ¿No irá a decirme que me ha
seguido a pesar de todo? »Le expliqué lo sucedido: cómo me había parecido imperdonable
quedarme atrás, cómo le había seguido y cómo había presenciado todo lo ocurrido. Por un
instante los ojos le echaron llamas, pero mi franqueza lo desarmó y al foral se echó a reír de
una manera bastante triste. »-Cualquiera hubiera creído que el centro de esa llanura era un
sitio suficientemente apartado -dijo-, pero, voto a bríos, se diría que todos los habitantes de
la zona habían salido a verme cortejar..., ¡y además con muy poco acierto! ¿Dónde tenía
usted reservado el asiento?
»-Estaba en esa colina.
»-Una de las últimas filas, ¿no es cierto? Pero Stapleton estaba mucho más cerca. ¿Lo vio
acercarse a nosotros?
»-Efectivamente.
»-¿Ha tenido alguna vez la sensación de que esté loco? »-No; nunca lo he pensado.
»-Yo tampoco. Siempre me había parecido que estaba en su sano juicio hasta hoy, pero
me puede usted creer si le digo que a él o a mí deberían ponernos una camisa de fuerza.
¿Qué es lo que me pasa, de todos modos? Usted lleva varias semanas viviendo conmigo,
Watson. Dígamelo con sinceridad ahora mismo. ¿Hay algo que me impida ser un buen
esposo para la mujer que ame?
»-Yo diría que no.
»-Sin duda Stapleton no desaprueba mi posición social, de manera que se trata de mi
persona. Pero, ¿qué tiene contra mí? Que yo sepa nunca he hecho daño a nadie. Sin
embargo, no está dispuesto siquiera a permitir que roce la mano de su hermana.
»-¿Es eso lo que ha dicho?
»-Eso y mucho más. Pero le aseguro, Watson, que a pesar de las pocas semanas
transcurridas, desde el primer momento comprendí que estaba hecha para mí y que yo,
también..., que la señorita Stapleton era feliz cuando estaba conmigo, y eso puedo jurarlo.
Hay un brillo en los ojos de una mujer que habla con más claridad que las palabras. Pero
Stapleton nunca nos ha dejado a solas y hoy tenía por fin la primera oportunidad de decirle
unas palabras sin testigos. Ella se ha alegrado de verme, pero no quería hablar de amor, y
me habría impedido mencionarlo si hubiera estado en su mano. No ha hecho más que repetirme
que este sitio es muy peligroso y que sólo será feliz cuando me haya marchado.
Entonces le dije que desde que la vi no tengo ninguna prisa por marcharme y que si
realmente quiere que me vaya, la única manera de lograrlo es arreglar las cosas para
acompañarme. A continuación le pedí sin más rodeos que se casara conmigo, pero antes de
que pudiera responder apareció ese hermano suyo, corriendo hacia nosotros con cara de
loco. Se le veía lívido de rabia y hasta esos ojos suyos tan claros echaban fuego. ¿Qué
estaba haciendo con Beryl? ¿Cómo me atrevía a ofrecerle unas atenciones que ella
encontraba sumamente desagradables? ¿Acaso creía que por ser baronet podía hacer lo que
me viniera en gana? De no tratarse de su hermano habría sabido mejor cómo responderle.
Pero dada la situación le dije que mis sentimientos hacia su hermana eran tales que no tenía
por qué avergonzarme de ellos y que esperaba que me hiciera el honor de casarse conmigo.
Aquello no pareció contribuir a mejorar la situación, de manera que también yo perdí la
paciencia y le respondí quizá con más acaloramiento del debido, si se piensa que estaba ella
delante. Y la cosa ha terminado con Stapleton marchándose con su hermana, como usted ha
visto, y quedándome yo tan desconcertado como el que más. Haga el favor de explicarme
qué significa todo esto, Watson, y quedaré tan en deuda con usted que nunca podré
terminar de pagársela.
»Intenté hallar una o dos explicaciones, pero, a decir verdad, también yo estaba
desconcertado. El título nobiliario de nuestro amigo, su fortuna, su edad, su manera de ser y
su aspecto están a su favor, y no me consta que haya nada en contra suya, si se exceptúa el
triste destino que parece perseguir a su familia. Que su propuesta de matrimonio se rechace
de manera tan brusca, sin referencia alguna a los deseos de la propia interesada, y que la
dama misma acepte la situación sin protestar es de todo punto sorprendente. Sin embargo
las aguas volvieron a su cauce gracias a la visita que Stapleton en persona hizo al baronet
aquella misma tarde. Se presentó para pedir disculpas por su comportamiento grosero de la
mañana y, después de una larga entrevista privada con Sir Henry en el estudio, la
conversación concluyó con una reconciliación total; como prueba de ello cenaremos en la
casa Merripit el viernes próximo.
»-Tampoco es que ahora me atreva a afirmar que está del todo en su sano juicio -me
comentó Sir Henry después de la entrevista-, porque no olvido cómo me miraba mientras
corría hacia mí esta mañana, pero tengo que reconocer que nadie podría disculparse con
más elegancia. »-¿Ha dado alguna explicación por su conducta?
»-Su hermana lo es todo en su vida, dice. Eso es bastante lógico, y me alegro de que se dé
cuenta de lo mucho que vale. Siempre han estado juntos y, según lo que Stapleton cuenta,
siempre ha sido un hombre muy solitario sin otra compañía que su hermana, de manera que
la idea de perderla le resulta terrible. No se había percatado, ha dicho, de mis sentimientos
hacia ella, y cuando ha visto con sus propios ojos que era efectivamente así y que podía
perderla, la intensidad del sobresalto ha hecho que durante algún tiempo no fuera
responsable ni de sus palabras ni de sus acciones. Lamenta mucho lo sucedido y reconoce
lo estúpido y lo egoísta que es imaginar que podrá retener toda la vida a una mujer como su
hermana. Si ella tiene que dejarlo, prefiere que se trate de un vecino como yo antes que de
cualquier otra persona. Pero de todos modos es un golpe para él y le llevará algún tiempo
prepararse para encajarlo. Dejará por completo de oponerse si yo le prometo mantener las
cosas como están por espacio de tres meses y contentarme durante ese tiempo con la amistad
de su hermana sin exigir su amor. Eso es lo que le he prometido y así han quedado las
cosas.
»De manera que eso aclara uno de nuestros pequeños misterios. Ya es algo tocar fondo
en algún sitio de esta ciénaga en la que estamos metidos. Ahora sabemos por qué Stapleton
miraba con desagrado al pretendiente de su hermana, pese a tratarse de un partido tan
conveniente como Sir Henry. Y a continuación paso a ocuparme de otro hilo que ya he
separado de esta madeja tan enredada: me refiero al misterio de los sollozos nocturnos, de
las lágrimas en el rostro de la señora Barrymore y de los viajes secretos del mayordomo a
la ventana con celosía que da a occidente. Felicíteme, mi querido Holmes, y dígame que no
le he defraudado como agente suyo; que no lamenta la confianza que me demostró al
enviarme aquí. Todos estos puntos han quedado completamente aclarados gracias al trabajo
de una noche.
»He dicho "el trabajo de una noche", pero, en realidad han sido dos las noches, porque la
primera nos llevamos un buen chasco. Estuve con Sir Henry en su habitación hasta cerca de
las tres de la madrugada, pero no oímos otro ruido que las campanadas del reloj en lo alto
de la escalera. Fue una velada sumamente melancólica y los dos nos quedamos dormidos
en nuestras sillas. Por fortuna no nos desanimamos y decidimos intentarlo de nuevo. A la
noche siguiente redujimos la luz de la lámpara y fumamos cigarrillos sin hacer el menor
ruido. Era increíble lo despacio que se arrastraban las horas y, sin embargo, nos ayudaba el
mismo tipo de paciente interés que debe de sentir el cazador mientras vigila la trampa en la
que espera que acabe por caer la pieza. El reloj dio la una, luego las dos y, desesperados,
casi habíamos renunciado ya por segunda vez cuando nos inmovilizamos de repente,
olvidados del cansancio y una vez más en tensión. Habíamos oído el crujido de una pisada
en el corredor.
»Sentimos pasar a Barrymore por delante del cuarto con mucha cautela y perderse luego
en la distancia. Después el baronet abrió la puerta sin hacer ruido y salimos en su
persecución. El mayordomo había atravesado ya la galería y nuestro lado del corredor
estaba completamente a oscuras. Nos deslizamos en silencio hasta la otra ala. Llegamos a
tiempo de vislumbrar la alta figura de barba negra y hombros arqueados que avanzaba de
puntillas hasta entrar por la misma puerta donde yo le había visto dos noches antes, y
también cómo la vela, con su luz, hacía que el marco destacara en la oscuridad, al tiempo
que un único rayo amarillo iluminaba la oscuridad del corredor. Nos acercamos
cautelosamente, probando las tablas del suelo antes de apoyarnos con todo nuestro peso.
Habíamos tenido la precaución de quitarnos las botas, pero incluso así el viejo entarimado
crujía y chascaba bajo nuestros pies. A veces parecía imposible que Barrymore no
advirtiera nuestra proximidad, pero afortunadamente está bastante sordo y se hallaba
absorto en lo que hacía. Cuando por fin llegamos a la habitación y miramos dentro, lo
encontramos agachado junto a la ventana, la vela en la mano, y el rostro pálido y
ensimismado junto al cristal, exactamente igual que dos noches antes.
»Habíamos preparado un plan de campaña, pero para el baronet las formas de actuar más
directas son siempre las más naturales, de manera que entró sin más preámbulos en la
habitación. Barrymore, jadeante, se irguió de un salto de su sitio junto a la ventana y se
inmovilizó, lívido y tembloroso, ante nosotros. Sus ojos oscuros, que resaltaban mucho
sobre la máscara blanca que era su rostro, nos miraron, a uno tras otro, llenos de horror y de
asombro.
»-¿Qué está usted haciendo aquí, Barrymore? »-Nada, señor -su agitación era tan intensa
que apenas podía hablar y la vela que empuñaba le temblaba tanto que las sombras saltaban
arriba y abajo-. Es por el viento, señor. Por la noche hago la ronda para ver si las ventanas
están bien cerradas.
»-¿En el piso alto?
»-Sí, señor, todas las ventanas.
»-Mire, Barrymore -dijo Sir Henry con gran firmeza-: estamos decididos a que nos diga
usted la verdad, de manera que se ahorrará molestias sincerándose cuanto antes. ¡Vamos!
¡Basta de mentiras! ¿Qué hacía usted junto a esa ventana?
»El mayordomo nos miró con aire desvalido y se retorció las manos como alguien que se
halla al límite de la duda y del sufrimiento.
»-No hacía nada malo, señor. Sólo estaba delante de la ventana con una vela encendida.
»-Y, ¿por qué estaba usted con una vela encendida delante de la ventana?
»-No me lo pregunte, Sir Henry, ¡no me lo pregunte! Le doy mi palabra de que el secreto
no me pertenece y no me es posible decírselo. Si sólo dependiera de mí no trataría de
ocultárselo.
»De repente se me ocurrió una idea y recogí la vela del alféizar donde la había dejado el
mayordomo.
»-Debe de servirle como señal -dije-. Veamos si hay respuesta.
»Sostuve la vela como lo había hecho él, al mismo tiempo que escudriñaba la oscuridad
exterior. Como las nubes ocultaban la luna, sólo distinguía vagamente la hilera de árboles y
la tonalidad más clara del páramo. Pero enseguida se me escapó un grito de júbilo, porque
un puntito de luz amarilla había traspasado de repente el oscuro velo y después siguió
brillando de manera uniforme en el centro del rectángulo negro que enmarcaba la ventana.
»-¡Ahí está! -exclamé.
»-No, señor, no; no es nada..., nada en absoluto -intervino el mayordomo-. Le aseguro
que...
»-¡Mueva la luz de un lado a otro de la ventana Watson! -exclamó el baronet-. ¿Ve? ¡La
otra también se mueve! ¿Qué nos dice ahora, bribón? ¿Sigue negando que es una señal?
¡Vamos, hable! ¿Quién es su compinche y qué fechoría es la que se traen entre manos?
»La expresión de Barrymore se hizo desafiante. »-Es asunto mío y no suyo. No se lo diré.
»-En ese caso deja usted de estar a mi servicio ahora mismo.
»-Muybien, señor. Si así ha de ser, así será.
»-Y se marcha deshonrado. Por todos los demonios, ¡tiene usted motivos para
avergonzarse de sí mismo! Su familia ha vivido con la mía durante más de cien años bajo
este techo, y he aquí que lo encuentro metido hasta el cuello en alguna siniestra intriga en
contra mía.
»-¡No, señor, no! ¡No en contra de usted!
»Era la voz de una mujer: la señora Barrymore, más pálida y más asustada aún que su
marido, se hallaba junto a la puerta. Su voluminosa figura, envuelta en un chal y una falda,
podría haber resultado cómica de no ser por la intensidad de los sentimientos que se leían
en su rostro.
»-Tenemos que marcharnos, Eliza. Esto es el fin. Ya puedes hacer el equipaje -dijo el
mayordomo.
»-¡John, John! ¿Voy a ser yo la causa de tu ruina? Todo es obra mía, Sir Henry..., yo soy
la responsable. Todo lo que ha hecho lo ha hecho por mí y porque yo se lo he pedido. »-
¡Hable, entonces! ¿Qué significa todo esto?
»-Mi desgraciado hermano se está muriendo de hambre en el páramo. No podemos
dejarlo perecer a las puertas mismas de nuestra casa. La luz es una señal para decirle que
tiene comida preparada, y él, con su luz, nos indica el lugar donde hemos de llevársela.
»-Entonces su hermano es ...
»-El preso escapado, señor..., Selden, el criminal. »-Así es, señor -intervino Barrymore-.
Como le he dicho, el secreto no era mío y no se lo podía contar. Pero ahora ya lo sabe, y se
dará cuenta de que si había una intriga no era contra usted.
»Ésa era, por tanto, la explicación de las sigilosas expediciones nocturnas y de la luz en la
ventana. Tanto Sir Henry como yo nos quedamos mirando a la señora Barrymore sin
esconder nuestro asombro. ¿Cabía imaginar que aquella persona de respetabilidad tan
impasible llevara la misma sangre que uno de los delincuentes más tristemente célebres del
país?
»-Sí, señor; mi apellido de soltera era Selden y el preso es mi hermano pequeño. Le
consentimos demasiado cuando niño y le dejamos que hiciera en todo su santa voluntad,
por lo que llegó a creer que el mundo no tenía otra finalidad que proporcionarle placeres y
que podía hacer lo que le apeteciera. Más tarde, al hacerse mayor, frecuentó malas
compañías y el diablo se le metió en el cuerpo, hasta que a mi madre le destrozó el corazón
y arrastró nuestro apellido por el barro. De delito en delito fue cayendo cada vez más bajo,
hasta que sólo la clemencia de Dios lo ha librado del patíbulo; pero para mí nunca ha
dejado de ser el niñito de cabellos rizados al que cuidé y con el que jugué, como cualquier
hermana mayor. Ésa es la razón de que se escapara, señor. Sabía que yo vivía en esta casa y
que no me negaría a ayudarlo. Cuando se arrastró una noche hasta aquí, agotado y
hambriento, con los guardianes pisándole los talones, ¿qué podíamos hacer? Lo recogimos,
lo alimentamos y cuidamos. Luego regresó usted, señor, y mi hermano pensó que estaría
más seguro en el páramo que en cualquier otro sitio hasta que amainara la persecución, de
manera que allí se escondió. Pero cada dos noches nos comunicábamos con él poniendo
una luz en la ventana y, si respondía, mi marido le llevaba un poco de pan y carne. Todos
los días vivíamos con la esperanza de que se hubiera marchado, pero mientras tanto no
podíamos abandonarlo. Soy una buena cristiana y ésa es toda la verdad; comprenda usted
que si hemos hecho algo malo, no es mi marido quien tiene la culpa, sino yo, porque todo
lo que ha hecho lo ha hecho por mí.
»Las palabras de la mujer estaban llenas de una vehemencia que las hacía muy
convincentes.
»-¿Es ésa la verdad, Barrymore? »-Sí, Sir Henry. Del principio al fin. »-Bien; no puedo
culparlo por apoyar a su esposa. Olvide lo que le he dicho antes. Vuelvan los dos a su
habitación y mañana por la mañana seguiremos hablando de este asunto.
»Cuando se marcharon miramos de nuevo por la ventana. Sir Henry la había abierto, y el
frío viento nocturno nos golpeaba en la cara. Muy lejos en la oscuridad brillaba aún el
puntito de luz amarilla.
»-Me sorprende que se atreva a descubrirse tanto -dijo Sir Henry.
»-Tal vez sitúa la vela de manera que sólo sea visible desde aquí.
»-Es muy posible. ¿A qué distancia cree que se encuentra?
»-Calculo que a la altura de Cleft Tor. »-No más de dos o tres kilómetros. »-Menos,
probablemente.
»-No puede ser muy lejos si Barrymore tenía que llevarle la comida. Y ese canalla está
esperando junto a la vela. ¡Voy a salir a capturarlo!
»La misma idea me había pasado por la cabeza. No era como si los Barrymore nos
hubieran hecho una confidencia. Les habíamos arrancado el secreto a la fuerza. Aquel
individuo era un peligro para la comunidad, un delincuente implacable que no tenía excusa
ni merecía compasión. No hacíamos más que cumplir con nuestro deber al aprovechar la
oportunidad de devolverlo de nuevo a donde no pudiera hacer daño. Debido a su carácter
brutal y violento, otros tendrían que pagar las consecuencias si nos cruzábamos de brazos.
Cualquier noche, por ejemplo, podía atacar a nuestros vecinos los Stapleton, y tal vez esa
idea hizo que Sir Henry se interesara tanto por aquella aventura.
»-Le acompañaré -dije.
»-Entonces recoja su revólver y póngase las botas. Cuanto antes salgamos mejor, porque
ese individuo puede apagar la luz y marcharse.
»Cinco minutos después habíamos iniciado ya nuestra expedición. Apresuramos el paso
entre los oscuros arbustos, en medio de los apagados gemidos del viento del otoño y del
crujir de las hojas caídas. El aire nocturno estaba cargado de olor a humedad y a
putrefacción. De cuando en cuando la luna se asomaba unos instantes, pero las nubes casi
cubrían el cielo por completo y en el momento en que salíamos al páramo empezó a caer
una lluvia ligera. La luz seguía brillando delante de nosotros.
»-¿Está usted armado? -pregunté. »-Tengo una fusta.
»-Hemos de caer sobre él rápidamente, porque se dice que es un hombre desesperado.
Debemos cogerlo por sorpresa y tenerlo a nuestra merced antes de que se resista.
»-Escuche, Watson, ¿qué diría Holmes de esto? ¿Qué diría sobre esta hora de oscuridad
en la que se intensifican los poderes del mal?
»Como en respuesta a sus palabras se alzó de repente, en la inmensa tristeza del páramo,
el extraño sonido que yo había oído ya cerca de la gran ciénaga de Grimpen. Nos llegó
traído por el viento a través del silencio de la noche: un murmullo largo y profundo, luego
un aullido cada vez más poderoso y finalmente el triste gemido con que acababa. Resonó
una y otra vez, todo el aire palpitando con él, estridente, salvaje y amenazador. El baronet
me cogió de la manga y palideció tanto que el rostro le brilló tenuemente en la oscuridad.
»-¡Cielo santo! ¿Qué ha sido eso, Watson?
»-No lo sé. Se trata de un sonido que se oye en el páramo. Es la segunda vez que lo
escucho.
»Los aullidos cesaron y un silencio absoluto descendió sobre nosotros. Aguzamos el
oído, pero sin el menor resultado.
»-Watson -dijo el baronet-, eso era el aullido de un sabueso.
»La sangre se me heló en las venas, porque la voz se le quebró de una manera que ponía
de manifiesto el terror repentino que se había apoderado de él.
»-¿Qué dicen de ese sonido? -preguntó. »-¿Quiénes?
»-Los habitantes de la zona.
»-Bah, son gente ignorante. ¿Qué más le da lo que digan?
»-Cuéntemelo, Watson. ¿Qué es lo que dicen? »Vacilé un momento, pero no podía
escabullirme. »-Dicen que es el aullido del sabueso de los Baskerville. »Sir Henry dejó
escapar un gemido y luego guardó silencio unos instantes.
»-Era un sabueso -dijo por fin-, pero parecía venir de una distancia de varios kilómetros
en aquella dirección, según creo.
»-Es dificil saber de dónde procedía.
»-Subía y bajaba con el viento. ¿No es ésa la dirección de la gran ciénaga de Grimpen?
»-Sí, es ésa.
»-Bien, pues era por allí. Dígame la verdad, ¿a usted no le pareció también que era el
aullido de un sabueso? Ya no soy un niño. No tenga reparos en decirme la verdad.
»-Stapleton se hallaba conmigo la otra vez. Dijo que podía ser el canto de un extraño
pájaro.
»-No, no; era un sabueso. Dios mío, ¿habrá algo de verdad en todas esas historias? ¿Es
posible que esté realmente en peligro por una causa tan misteriosa? Usted no lo cree, ¿no es
así, Watson?
»-No, claro que no.
»-Y sin embargo una cosa es reírse de ello en Londres y otra muy distinta estar aquí en la
oscuridad del páramo y oír un aullido como ése. ¡Y mi tío! Encontraron las huellas del
sabueso muy cerca de donde cayó. Todo concuerda. No creo ser cobarde, Watson, pero ese
sonido me ha helado la sangre. ¡Tóqueme la mano!
»Estaba tan fría como un bloque de mármol. »-Mañana se encontrará usted
perfectamente.
»-No creo que la luz del día consiga sacarme ese aullido de la cabeza. ¿Qué le parece que
hagamos ahora? »-¿Quiere que regresemos?
»-No, voto a bríos; hemos salido a capturar a nuestro hombre y eso es lo que haremos.
Nosotros vamos tras el preso y es probable que un sabueso del infierno vaya tras de
nosotros. Adelante. Haremos lo que nos hemos propuesto hacer aunque corran por el
páramo todos los demonios del averno.
»Proseguimos lentamente nuestro camino en la oscuridad, con la borrosa silueta de las
colinas cubiertas de peñascos a nuestro alrededor y el punto de luz amarilla brillando
delante de nosotros. No hay nada tan engañoso como la distancia de una luz en una noche
oscura como boca de lobo, y unas veces el resplandor parecía estar tan lejano como el
horizonte y otras encontrarse a pocos metros. Pero finalmente vimos de dónde procedía y
entonces supimos que estábamos muy cerca. Una vela ya muy derretida estaba clavada en
una grieta entre las rocas que la flanqueaban por ambos lados para protegerla del viento y
también para lograr que sólo fuera visible desde la mansión de los Baskerville. Una roca de
granito nos ocultó mientras nos acercábamos y pudimos asomarnos por encima para
contemplar la luz de la señal. Era extraño ver aquella vela solitaria ardiendo allí, en mitad
del páramo, sin el menor signo de vida a su alrededor: tan sólo la llama amarilla y el brillo
de las rocas a ambos lados.
»-¿Y ahora qué hacemos? -susurró Sir Henry. »-Esperar aquí. Tiene que estar cerca.
Quizá podamos verlo.
»Apenas pronunciadas aquellas palabras lo vimos ambos. Sobre las rocas, en la grieta
donde ardía la vela, surgió un maligno rostro amarillo, una terrible cara bestial, toda ella
marcada y arrugada por las pasiones más viles. Manchada de cieno, con una barba hirsuta y
coronada de cabellos enmarañados, podía muy bien haber pertenecido a uno de aquellos
antiguos salvajes que habitaban en los refugios de las colinas. La luz de abajo se reflejaba
en sus ojillos astutos, que escudriñaban con fiereza la oscuridad a derecha e izquierda,
como un animal taimado y salvaje que ha oído pasos de cazadores.
»Sin duda algo había despertado sus sospechas. Puede que Barrymore acostumbrara a
darle alguna señal privada que nosotros habíamos omitido, o bien nuestro hombre tenía
alguna otra razón para pensar que las cosas no marchaban como debían: en cualquier caso
el miedo era visible en sus perversas facciones y de un momento a otro podía apagar la luz
de un manotazo y esfumarse en la oscuridad. Salté hacia adelante y Sir Henry me imitó. En
el mismo instante el preso nos lanzó una maldición y tiró una piedra que se hizo añicos
contra la roca que nos había cobijado. Aún vislumbré por un momento su silueta rechoncha
y musculosa mientras se ponía en pie y giraba en redondo para escapar. Por una feliz
coincidencia la luna salió entonces de entre las nubes. Alcanzamos a toda prisa la cima de
la colina y vimos que nuestro hombre descendía a gran velocidad por la otra ladera,
saltando por encima de las rocas que hallaba en su camino con la agilidad de una cabra
montés. Con suerte tal vez habría podido detenerlo con un disparo de mi revólver, pero la
finalidad de aquel arma era tan sólo defenderme si se me atacaba y no disparar contra un
hombre desarmado que huía.
»Tanto el baronet como yo somos aceptables corredores y estamos en buena forma, pero
pronto descubrimos que no teníamos posibilidad alguna de alcanzarlo. Seguimos viéndolo
durante un buen rato a la luz de la luna, hasta que se convirtió en un puntito que avanzaba
con celeridad entre las rocas que salpicaban la falda de una colina distante. Corrimos y
corrimos hasta quedar completamente agotados, pero la distancia era cada vez mayor. Finalmente
nos detuvimos y nos sentamos, jadeantes, en sendas rocas, desde donde seguimos
viéndolo hasta que se perdió en la lejanía.
»Y en aquel momento, cuando nos levantábamos de las rocas para darnos la vuelta y
regresar a casa, abandonada ya la inútil persecución, ocurrió la cosa más extraña e
inesperada. La luna quedaba muy baja hacia la derecha, y la cima dentada de un risco de
granito se alzaba hasta la parte inferior de su disco de plata. Allí, recortada con la negrura
de una estatua de ébano sobre el fondo brillante, vi, encima del risco, la figura de un
hombre. No piense que fue una alucinación, Holmes. Le aseguro que en toda mi vida no he
visto nada con mayor claridad. Hasta donde se me alcanza, era la figura de un hombre alto
y delgado. Mantenía las piernas un poco separadas, estaba cruzado de brazos e inclinaba la
cabeza como si meditara sobre el enorme desierto de turba y granito que quedaba a su
espalda. Podía haber sido el espíritu mismo de aquel terrible lugar. Desde luego no era el
preso. Aquel hombre se hallaba muy lejos del sitio donde el otro había desaparecido.
Además era mucho más alto. Con una exclamación de sorpresa quise mostrárselo al
baronet, pero durante el momento en que me volví para agarrarlo del brazo, la figura
desapareció. La cima dentada del risco seguía cortando el borde inferior de la luna, pero ya
no quedaba el menor rastro de la figura silenciosa e inmóvil.
»Quise marchar en aquella dirección e investigar los alrededores del risco, pero quedaba
bastante lejos. Los nervios del baronet seguían en tensión a consecuencia de aquel aullido
que le había recordado la oscura historia de su familia y no estaba de humor para nuevas
aventuras. Tampoco había visto al hombre solitario sobre el risco y no sentía la emoción
que su extraña presencia y su aire de autoridad me habían producido. "Un vigilante del
penal, sin dudó' dijo. "Abundan en el páramo desde que se escapó ese sujeto". Cabe que esa
explicación sea la justa, pero me gustaría tener pruebas más concluyentes. Hoy nos
proponemos hacer saber a las autoridades de Princetown dónde tienen que buscar al huido,
pero sentimos no haberlo capturado nosotros. Tales son las aventuras de la pasada noche y
tendrá usted que reconocer, mi querido Holmes, que no le estoy fallando en materia de
información. Mucho de lo que le cuento no tiene, sin duda, mayor importancia, pero sigo
pensando que lo mejor es transmitirle todos los hechos y dejarle que elija usted los que le
resulten más útiles. No hay duda de que estamos haciendo progresos. Por lo que se refiere a
los Barrymore, hemos descubierto el motivo de sus acciones, y eso ha aclarado mucho la
situación. Pero el páramo con sus misterios y sus extraños habitantes sigue tan inescrutable
como siempre. Quizá en mi próxima comunicación esté también en condiciones de arrojar
alguna luz sobre eso. Aunque lo mejor sería que viniera usted a reunirse con nosotros.»
10. Fragmento del diario del doctor Watson
Hasta este momento he podido utilizar los informes que envié a Sherlock Holmes durante
los primeros días de mi estancia en el páramo. Pero he llegado ya a un punto en mi narración
en el que me veo obligado a abandonar ese método y recurrir una vez más a mis recuerdos,
con la ayuda del diario que llevaba por entonces. Algunos fragmentos de este último me
permitirán enlazar con las escenas que están indeleblemente grabadas en mi memoria.
Continúo, por lo tanto, en la mañana siguiente a nuestra infructuosa persecución de Selden y
a nuestras extrañas experiencias en el páramo.
«16 de octubre.-Día brumoso y gris con algo de llovizna. La casa está cubierta de nubes
en movimiento que se abren de vez en cuando para mostrar las monótonas curvas del
páramo, con delgadas vetas plateadas en las faldas de las colinas y rocas distantes que brillan
cuando sus húmedas superficies reflejan la luz. Reina la melancolía fuera y dentro. El
baronet ha reaccionado mal ante las emociones de la noche pasada. Yo mismo me noto un
peso en el corazón y el sentimiento de la inminencia de un peligro siempre al acecho,
precisamente más terrible porque no soy capaz de definirlo.
»Y, ¿acaso no está justificado ese sentimiento? Piénsese en la larga sucesión de incidentes
que delatan las fuerzas siniestras que actúan a nuestro alrededor. Primero, la muerte del
anterior ocupante de la mansión, en la que se cumplieron con toda exactitud las condiciones
de la leyenda familiar, y, en segundo lugar, las repetidas afirmaciones por parte de los
campesinos de la zona de que ha aparecido en el páramo una extraña criatura. En dos
ocasiones he escuchado ya un sonido que recuerda el aullido distante de un sabueso. No
puede tratarse de algo ajeno a las leyes ordinarias de la naturaleza. Un sabueso espectral que
deje huellas visibles y que llene el aire con sus aullidos es sin duda impensable. Quizá
Stapleton acepte esa superstición y a Mortimer tal vez le suceda lo mismo; pero si yo tengo
una cualidad es el sentido común y nada logrará convencerme de una cosa así. Hacerlo sería
rebajarse al nivel de esos pobres campesinos que no se contentan con un simple perro
asilvestrado, sino que necesitan describirlo arrojando fuego del infierno por ojos y boca.
Holmes nunca prestaría atención a semejantes fantasías y yo soy su representante. Pero los
hechos son los hechos y ya he oído dos veces ese aullido en el páramo. Supongamos que
hubiera realmente un enorme sabueso en libertad; eso contribuiría mucho a explicarlo todo.
Pero, ¿dónde se escondería, dónde conseguiría la comida, de dónde procedería, cómo sería
posible que nadie lo hubiera visto durante el día?
»Hay que confesar que la teoría del perro de carne y hueso presenta casi tantas dificultades
como la otra. Y además, dejando de lado al sabueso, queda la intervención del individuo del
cabriolé en Londres y la carta en la que se advertía a Sir Henry del peligro que corría. Eso
por lo menos es real, pero tanto podría ser obra de un amigo deseoso de protegerlo como de
un enemigo. ¿Dónde está ahora ese amigo o enemigo? ¿Se ha quedado en Londres o nos ha
seguido hasta el páramo? ¿Podría ser..., podría ser el desconocido que vi sobre el risco?
»Es verdad que sólo lo contemplé unos instantes, pero hay algunas cosas de las que estoy
completamente seguro. Como conozco ya a todos nuestros vecinos puedo afirmar que no es
ninguno de ellos. El individuo que estaba sobre el risco era más alto que Stapleton y más
delgado que Frankland. Cabría que se tratara de Barrymore, pero lo dejamos en la mansión,
y estoy seguro de que no pudo seguirnos. Por lo tanto hay un desconocido que nos sigue
aquí de la misma manera que un desconocido nos siguió en Londres. No nos hemos librado
de él. Si pudiera ponerle las manos encima, tal vez resolviéramos todas nuestras
dificultades. A esta única finalidad debo consagrar todas mis energías a partir de ahora.
»Mi primer impulso fue contar mis planes a Sir Henry. El segundo y más prudente ha
sido hacer mi juego y hablar lo menos posible. El baronet está silencioso y distraído. El
aullido en el páramo lo ha conmocionado extrañamente. No diré nada que contribuya a
aumentar su ansiedad, pero tomaré las medidas oportunas para lograr lo que me propongo.
»Esta mañana tuvimos una pequeña escena después del desayuno. Barrymore pidió
permiso para hablar con Sir Henry y se encerraron en el estudio del baronet durante unos
minutos. Desde mi asiento en la sala de billar oí más de una vez cómo ambos alzaban la
voz y reconozco que tenía una idea bastante exacta del motivo de la discusión. Finalmente
Sir Henry abrió la puerta y me llamó.
»-Barrymore considera que tiene motivos para quejarse -dijo-. Opina que no hemos sido
justos al dar caza a su cuñado cuando él, libremente, nos había revelado el secreto.
»El mayordomo se hallaba delante de nosotros, muy pálido pero muy dueño de sí mismo.
»-Quizá haya hablado con demasiado calor -dijo- y, en ese caso, le pido sinceramente que
me perdone. Pero me ha sorprendido mucho enterarme de que han regresado ustedes de
madrugada y de que han estado persiguiendo a Selden. El pobrecillo ya tiene suficientes
enemigos sin necesidad de que yo contribuya a crearle más.
»-Si nos lo hubiera usted revelado por decisión propia, habría sido distinto -dijo el
baronet-. Pero nos lo contó (o más bien lo hizo su mujer) cuando le obligamos y no tuvo
otro remedio.
»-Nunca pensé que se aprovechara de ello, Sir Henry; nunca lo hubiera creído.
»-Ese hombre es un peligro público. Hay casas solitarias repartidas por el páramo y
Selden no se detendría ante nada. Basta con ver su rostro un instante para darse cuenta.
Piense, por ejemplo, en la casa del señor Stapleton, sin nadie excepto él para defenderla.
Todo el mundo correrá peligro hasta que se le vuelva a poner a buen recaudo.
»-Selden no entrará en ninguna casa, señor. Le doy solemnemente mi palabra. Ni volverá
a molestar a nadie en este país. Le aseguro, Sir Henry, que dentro de muy pocos días se
habrán tomado las medidas necesarias y estará camino de América del Sur. Por el amor de
Dios, señor, le ruego que no informe a la policía de que mi cuñado sigue aún en el páramo.
Han abandonado la persecución y será un buen refugio hasta que el barco esté preparado. Y
si lo denuncia nos causará problemas a mi mujer y a mí. Se lo suplico, señor, no diga nada
a la policía.
»-¿Qué opina usted, Watson? »Me encogí de hombros.
»-Si Selden saliera del país sin causar problemas los contribuyentes se verían libres de
una carga.
»-Pero, ¿qué me dice de la posibilidad de que asalte a alguien antes de marcharse?
»-No hará una locura semejante, señor. Le hemos proporcionado todo lo que necesita.
Cometer un delito sería lo mismo que proclamar dónde está escondido.
»-Eso es cierto -dijo Sir Henry-. Bien, Barrymore... »-¡Que Dios le bendiga! ¡Se lo
agradezco de todo corazón! Mi pobre mujer se moriría de pena si lo capturasen otra vez.
»-Supongo que estamos haciéndonos cómplices de un delito, ¿no es eso, Watson? Pero
después de lo que acabamos de oír no me creo capaz de entregar a ese hombre, de manera
que punto final. De acuerdo, Barrymore, puede usted marcharse.
»Con unas inconexas palabras de gratitud el mayordomo se dirigió hacia la puerta, pero
luego vaciló y volvió sobre sus pasos.
»-Se ha portado usted tan bien con nosotros, señor, que, a cambio, quisiera hacer por
usted todo lo que esté en mi mano. Sé algo, Sir Henry, que quizá debiera haber dicho antes,
pero sólo lo descubrí mucho tiempo después de terminada la investigación. Nunca lo he
comentado con nadie. Y tiene que ver con la muerte del pobre Sir Charles.
»Tanto el baronet como yo nos pusimos en pie. »-¿Acaso sabe usted cómo murió?
»-No, señor, eso no lo sé.
»-¿De qué se trata, entonces?
»-Sé por qué estaba en el portillo a aquella hora. Se había citado con una mujer.
»-¿Citado con una mujer? ¿Sir Charles? »-Sí, señor.
»-¿Sabe usted quién era?
» -No le puedo decir el nombre, señor, pero sí las iniciales: L. L.
-¿Cómo ha sabido usted todo eso, Barrymore?
-Verá, Sir Henry, su tío recibió una carta aquella mañana. De ordinario recibía muchas a
diario porque era un hombre conocido y todo el mundo se hacía lenguas de su buen
corazón, así que las personas con problemas recurrían a él. Pero aquella mañana, por
casualidad, sólo recibió una carta, de manera que me fijé más en ella. Venía de Coombe
Tracey y la letra del sobre era de mujer.
»-¿Y?
»-Verá, señor; yo no hubiera vuelto a pensar en ello de no ser por mi mujer que, hace tan
sólo unas semanas, cuando estaba limpiando el estudio de Sir Charles (no se había tocado
desde su muerte), encontró las cenizas de una carta en el hogar de la chimenea. Aunque las
cuartillas estaban prácticamente carbonizadas había un trocito, el final de una página, que
no se había disgregado y aún era posible leer lo que estaba escrito, en gris sobre fondo
negro. Nos pareció que se trataba de una postdata y decía lo siguiente: "Por favor, por
favor, como es usted un caballero, queme esta carta y esté junto al portillo a las diez en
punto". Debajo alguien había firmado con las iniciales L. L.
»-¿Ha conservado ese trocito de papel?
»-No, señor; se deshizo cuando lo movimos.
»-¿Había recibido Sir Charles otras cartas con la misma letra?
»-A decir verdad, no me fijaba mucho en sus cartas. Y tampoco me hubiera fijado en ésa
de no llegar sola. »-¿Y no tiene idea de quién pueda ser L. L.?
»-No, señor. Estoy tan a oscuras como usted. Pero creo que si pudiéramos localizar a esa
dama sabríamos más acerca de la muerte de Sir Charles.
»-Lo que no entiendo, Barrymore, es cómo ha podido ocultar una información tan
importante. »-Compréndalo, señor; nuestros problemas empezaron inmediatamente
después y, por otra parte, como es lógico, si se piensa en todo lo que hizo por nosotros, los
dos sentíamos un gran cariño por Sir Charles. Revolver en ese asunto no podía ayudar ya a
nuestro pobre señor, y conviene andar con tiento cuando hay una dama por medio. Hasta
los mejores de entre nosotros...
»-¿Cree usted que podría dañar su reputación? »-Verá, señor: pensé que no saldría nada
bueno. Pero después de haberse portado usted tan bien con nosotros, me parece que le
trataría injustamente si no le contara todo lo que sé.
»-Muybien, Barrymore; puede marcharse.
»Cuando el mayordomo nos hubo dejado Sir Henry se volvió hacia mí.
»-Bueno, Watson, ¿qué piensa usted de esta nueva pista?
»-Me parece que sólo sirve para aumentar la oscuridad. »-Eso pienso yo. Pero si
pudiéramos encontrar a L. L. se aclararía todo este asunto. Al menos algo hemos ganado.
Sabemos que hay una persona que conoce los hechos y lo único que necesitamos es
encontrarla. ¿Qué cree que debemos hacer?
»-Informar a Holmes inmediatamente. Le proporcionará el indicio que ha estado
buscando. Y o mucho me equivoco o eso hará que se presente aquí.
»Regresé inmediatamente a mi habitación y redacté para Holmes el informe sobre nuestra
conversación matutina. Era evidente que mi amigo había estado muy ocupado últimamente,
porque las notas que me llegaban de Baker Street eran pocas y breves, sin comentarios
sobre la información que le había suministrado y casi sin referencia alguna a mi misión. No
había duda de que el caso del chantaje absorbía todas sus facultades. Y, sin embargo, este
nuevo factor debería con toda seguridad llamar su atención y renovar su interés. Ojalá
estuviese aquí.
»17 de octubre.-Ha llovido a cántaros todo el día, y las gotas resuenan sobre la hiedra y
caen desde los aleros. Me he acordado del fugitivo en el frío páramo desolado, sin sitio
donde guarecerse. ¡Pobrecillo! Sean cuales fueran sus delitos, está sufriendo para expiarlos.
Y luego me acordé del otro: del rostro en el cabriolé, de la figura recortada contra la luna.
¿También el que vigilaba sin ser visto, el hombre de la oscuridad, se hallaba a la intemperie
bajo aquel diluvio? A la caída de la tarde me puse el impermeable y paseé hasta muy lejos
por el páramo empapado de agua, lleno de imágenes oscuras, con la lluvia golpeándome el
rostro y el viento silbándome en los oídos. Que Dios tenga de su mano a quienes se
acerquen a la gran ciénaga en tales momentos, porque incluso las tierras altas, firmes de
ordinario, se están convirtiendo en un pantano. Encontré el Risco Negro sobre el que había
visto al vigía solitario y desde su cima dentada contemplé las melancólicas lomas. Ráfagas
de lluvia iban a la deriva sobre sus superficies rojizas y las densas nubes de color pizarra
colgaban muy bajas sobre el paisaje, cayendo en jirones grises por las laderas de las
fantásticas colinas. En la lejana concavidad hacia la izquierda, escondidas a medias por la
niebla, se alzaban por encima de los árboles las dos delgadas torres de la mansión de los
Baskerville. Eran los únicos signos visibles de vida humana, si se exceptúan los refugios
prehistóricos que tanto abundan en las faldas de las colinas. En ningún sitio había rastro
alguno del extraño vigía del páramo.
»Mientras regresaba a la mansión me alcanzó el doctor Mortimer que conducía su coche
de dos ruedas por un tosco sendero, de regreso de la remota granja de Foulmire. Ha estado
siempre pendiente de nosotros y apenas ha pasado un día sin presentarse por la mansión
para ver cómo nos va. Me insistió para que subiera al coche y le acompañara hasta la casa.
Lo encontré muy preocupado por la desaparición de su pequeño spaniel, que se había
adentrado por el páramo y no había vuelto. Lo consolé como pude, pero al acordarme del
poni sepultado en la ciénaga de Grimpen, temí que no volviera a ver a su perrito.
»-Por cierto, Mortimer -le dije mientras avanzábamos a saltos por aquel camino tan
desigual-, supongo que serán muy pocas las personas de la zona que usted no conozca.
»-Prácticamente ninguna, creo yo.
»-¿Puede usted, en ese caso, decirme el nombre de alguna mujer cuyas iniciales sean L.
L.?
»El doctor Mortimer estuvo pensando unos minutos. »-No -dijo-. Hay algunos gitanos y
jornaleros de los que no puedo responder, pero entre los granjeros o la burguesía y pequeña
nobleza no hay nadie con iniciales como ésas. Espere un momento -añadió, después de una
pausa-. Está Laura Lyons, sus iniciales son L. L., aunque vive en Coombe Tracey.
»-¿Quién es? -pregunté.
»-Es la hija de Frankland.
»-¿Cómo? ¿Frankland el viejo chiflado? »-Exactamente. Se casó con un artista llamado
Lyons que vino a hacer unos bocetos en el páramo. Resultó ser un sinvergüenza y la
abandonó. Aunque quizá la culpa, por lo que he oído, no fuera toda del pintor. Su padre se
negó a tener nada que ver con ella porque se había casado sin su consentimiento y quizá
también por una o dos razones más. De manera que entre los dos pecadores, el viejo y el
joven, la pobre chica lo ha pasado bastante mal.
»-¿Cómo vive?
»-Imagino que su padre le pasa una asignación, pero debe de ser una miseria, porque la
situación económica de Frankland deja mucho que desear. Por mal que se hubiera portado,
no se podía consentir que se hundiera definitivamente. Su historia llegó a saberse y varias
personas de los alrededores colaboraron para permitirle que se ganara la vida
honradamente. Stapleton fue uno de ellos y Sir Charles otro. También yo contribuí
modestamente. Se trataba de que pusiera en marcha un servicio de mecanografía.
»Mortimer quiso saber el motivo de mis investigaciones, pero logré satisfacer su
curiosidad sin decirle demasiado, porque no hay razón para confiar en nadie. Mañana por la
mañana me pondré en camino hacia Coombe Tracey y si puedo ver a la señora Laura
Lyons, de dudosa reputación, se habrá dado un gran paso para aclarar uno de los incidentes
de esta cadena de misterios. Sin duda estoy adquiriendo la prudencia de la serpiente, porque
cuando Mortimer insistió en sus preguntas hasta extremos inconvenientes, me interesé
como por casualidad por el tipo de cráneo de Frankland, de manera que sólo oí hablar de
craneología durante el resto del trayecto. De algo ha de servirme haber vivido durante años
con Sherlock Holmes.
»Sólo tengo un último incidente que anotar en este melancólico día de tormenta. Se trata
de mi conversación con Barrymore de hace unos instantes: el mayordomo me ha
proporcionado un triunfo más que podré utilizar en su momento.
»Mortimer se ha quedado a cenar y el baronet y él han jugado después al écarté. El
mayordomo me ha llevado el café a la librería y he aprovechado la oportunidad para
hacerle unas preguntas.
»-Bien -dije-, ¿se ha marchado ya ese inapreciable pariente suyo o sigue todavía
escondido en el páramo? »-No lo sé, señor. Le pido a Dios que se haya ido, porque a
nosotros no nos ha causado más que problemas. No he sabido nada de él desde que le dejé
comida la última vez, y de eso hace ya tres días.
»-¿Usted lo vio?
»-No, señor; pero la comida había desaparecido cuando volví a pasar por allí.
»-Entonces, ¿es seguro que sigue en el páramo?
»-Parece lo lógico, señor, a no ser que se la haya llevado el otro.
»No terminé de llevarme la taza a la boca y miré fijamente a Barrymore.
»-Entonces, ¿usted sabe que hay otro hombre? »-Sí, señor; hay otro hombre en el páramo.
»-¿Lo ha visto?
»-No, señor.
»-¿Cómo sabe de su existencia?
»-Selden me habló de él hace una semana o poco más. También se esconde, pero no es
un preso, por lo que he podido deducir. No me gusta nada, doctor Watson; le digo con toda
sinceridad que no me gusta nada -hablaba con repentina vehemencia.
»-Ahora escúcheme usted, Barrymore. Yo no tengo otro interés en este asunto que el de
su señor. Estoy aquí para ayudarlo. Dígame, con toda franqueza, qué es lo que no le gusta.
»Barrymore vaciló un momento, como si lamentara su arranque o le resultara difícil
expresar con palabras sus sentimientos.
»-Son todas estas cosas que están pasando -exclamó por fin, agitando la mano en
dirección a la ventana que daba al páramo, golpeada por la lluvia-. Se está jugando sucio en
algún sitio y se está tramando alguna maldad muy negra, ¡eso lo puedo jurar! ¡Me alegraría
mucho de que Sir Henry volviera a Londres!
»-Pero, ¿qué es lo que le inquieta?
»-¡Fíjese en la muerte de Sir Charles! Aquello ya fue terrible, a pesar de todo lo que
dijera el coroner. Fíjese en los ruidos que se oyen en el páramo por la noche. No hay una
sola persona que quiera cruzarlo después de ponerse el sol ni aunque le paguen por hacerlo.
¡Fíjese en ese desconocido que se esconde, que vigila y espera! ¿Qué es lo que espera?
¿Qué significa todo eso? Seguro que no significa nada bueno para cualquiera que se llame
Baskerville, y me marcharé con mucho gusto el día que los nuevos criados puedan hacerse
cargo de la mansión.
»-Pero, en cuanto a ese desconocido -dije-. ¿No sabe usted nada más acerca de él? ¿Qué
le contó Selden? ¿Había descubierto dónde se escondía o qué era lo que estaba haciendo?
»-Lo vio una o dos veces, pero es muy astuto y no enseña su juego. Al principio mi
cuñado pensó que era de la policía, pero pronto comprendió que trabaja por su cuenta.
Alguien muy parecido a un caballero, por lo que a él se le alcanzaba, pero no consiguió
averiguar qué era lo que estaba haciendo.
»-Y, ¿dónde le dijo que vivía?
»-En los viejos refugios de las colinas; los viejos refugios de piedra donde vivían los
antiguos.
»-Pero, ¿cómo se las arregla para comer?
»-Selden descubrió que tiene un chico que trabaja para él y le lleva todo lo que necesita.
Imagino que va a buscarlo a Coombe Tracey.
»-Muy bien, Barrymore. Quizá sigamos hablando de todo esto en otro momento.
»Después de que el mayordomo se marchara me acerqué a la ventana y, a través del
cristal empañado, contemplé las nubes veloces y las siluetas estremecidas de los árboles
agitados por el viento. Es una noche terrible dentro de casa, pero ¿cómo será en un refugio
de piedra en el páramo? ¿Qué intensidad en el odio puede hacer que un hombre aceche en
un sitio así en semejante momento? ¿Y qué puede ser lo que se propone que le exige
someterse a semejante prueba? Allí, en ese habitáculo que se abre al páramo, parece
hallarse el centro mismo del problema que tantos disgustos me está causando. Juro que no
pasará un día más sin que haya hecho todo lo que esté en mi mano para llegar al fondo del
misterio.»
11. El hombre del risco
El fragmento de mi diario que he utilizado en el último capítulo sitúa la narración en el
18 de octubre, momento en que los extraños acontecimientos de las últimas semanas se
encaminaban rápidamente hacia su terrible desenlace. Los incidentes de los días que
siguieron han quedado indeleblemente grabados en mi memoria y estoy en condiciones de
relatarlos sin recurrir a las notas que tomé en aquel momento. Comienzo, por lo tanto, un
día después de que lograra establecer dos hechos de gran importancia: el primero que la
señora Laura Lyons de Coombe Tracey había escrito a Sir Charles Baskerville para citarse
con él precisamente a la hora y en el sitio donde el baronet encontró la muerte; y el
segundo que al hombre al acecho en el páramo se le podía encontrar en los refugios de piedra
de las colinas. Con aquellos dos datos en mi poder, llegué a la conclusión de que si no
me hallaba completamente desprovisto ni de inteligencia ni de valor, tendría que arrojar por
fin alguna luz sobre tanta oscuridad.
No encontré momento para contar al baronet lo que había averiguado la noche anterior
acerca de la señora Lyons, porque el doctor Mortimer se quedó jugando con él a las cartas
hasta muy tarde. A la hora del desayuno, sin embargo, le informé de mi descubrimiento y le
pregunté si quería acompañarme a Coombe Tracey. Al principio se mostró deseoso de
hacerlo, pero al pensarlo con más calma llegamos ambos a la conclusión de que el
resultado sería mejor si iba yo solo. Cuanto más oficial hiciéramos la visita, menos
información obtendríamos. Dejé, por consiguiente, a Sir Henry en casa, aunque no sin
ciertos remordimientos, y me puse en camino para emprender la nueva investigación.
Al llegar a Coombe Tracey le dije a Perkins que buscara acomodo a los caballos e hice
algunas preguntas para localizar a la dama a la que me proponía interrogar. Encontré sin
dificultad su alojamiento, céntrico y bien señalado. Una doncella me hizo pasar sin muchas
ceremonias y, al entrar en el salón, la dama que estaba sentada delante de una máquina de
escribir marca Remington se puso en pie con una agradable sonrisa de bienvenida. Su
expresión cambió, sin embargo, al comprobar que se trataba de un desconocido; acto
seguido se sentó de nuevo y preguntó cuál era el objeto de mi visita.
Lo primero que impresionaba de la señora Lyons era su extraordinaria belleza. Tenía los
ojos y el cabello de un color castaño muy cálido, y sus mejillas, aunque con abundantes
pecas, se veían agraciadas con la perfección característica de las morenas: la delicada
tonalidad que se esconde en el corazón de la rosa. La admiración era, como digo, la primera
impresión. Pero a la admiración sucedía de inmediato la crítica. Había un algo muy sutil
que no funcionaba en aquel rostro, una vulgaridad en la expresión, quizá una dureza en la
mirada, un rictus en la boca que desvirtuaba belleza tan perfecta. Pero todas estas
reflexiones son, por supuesto, tardías. En aquel momento no hice más que darme cuenta de
que tenía delante a una mujer muy hermosa que me preguntaba cuál era el motivo de mi
visita. Y hasta entonces yo no había entendido bien hasta qué punto era delicada mi misión.
-Tengo el placer -dije- de conocer a su padre.
Era un presentación muy torpe y la señora Lyons no la pasó por alto.
-Mi padre y yo no tenemos nada en común -respondió-. No le debo nada y sus amigos no
lo son míos. Si no hubiera sido por el difunto Sir Charles Baskerville y otras personas de
buen corazón podría haberme muerto de hambre sin que mi padre moviera un dedo.
-He venido a verla precisamente en relación con el difunto Sir Charles Baskerville.
Las pecas adquirieron mayor relieve sobre el rostro de la dama.
-¿Qué puedo decirle acerca de él? -preguntó, mientras sus dedos jugueteaban
nerviosamente con los marginadores de la máquina de escribir.
-Usted lo conocía, ¿no es cierto?
-Ya le he dicho que estoy muy en deuda con su amabilidad. Si soy capaz de mantenerme,
se lo debo en gran parte al interés que se tomó al conocer mi desgraciada situación.
-¿Se carteaba usted con él?
La dama levantó rápidamente la vista, con un brillo de cólera en los ojos de color de
avellana.
-¿Cuál es el objeto de estas preguntas? -quiso saber, con tono cortante.
-El objeto es evitar un escándalo público. Es mejor hacerlas aquí, y evitar que este asunto
escape a nuestro control.
La señora Lyons guardó silencio al tiempo que palidecía. Por fin alzó de nuevo los ojos
con un algo temerario y desafiante en su actitud.
-Está bien, responderé -dijo-. ¿Qué es lo que quiere saber?
-¿Se carteaba usted con Sir Charles?
-Le escribí por supuesto una o dos veces para agradecerle su delicadeza y su generosidad.
-¿Recuerda usted las fechas de esas cartas?
-No.
-¿Lo conoció usted personalmente?
-Sí, estuve con él una o dos veces, cuando vino a Coombe Tracey. Era un hombre muy
reservado y prefería hacer el bien con mucha discreción.
-Si lo vio tan pocas veces y le escribió con tan poca frecuencia, ¿qué fue lo que le
impulsó a ayudarla, como usted asegura que hizo?
La señora Lyons resolvió mi objeción con la mayor facilidad.
-Eran varios los caballeros que estaban al tanto de mi triste historia y que se unieron para
ayudarme. Uno de ellos, el señor Stapleton, vecino y amigo íntimo de Sir Charles, fue muy
amable conmigo, y el baronet supo de mis problemas por mediación suya.
Yo estaba enterado de que Sir Charles Baskerville había recurrido en diferentes ocasiones
a Stapleton como limosnero suyo, de manera que la explicación de mi interlocutora tenía
todos los visos de ser cierta.
-¿Escribió usted alguna vez a Sir Charles pidiéndole una cita? -continué.
La señora Lyons enrojeció unavez más, movida por la ira. -A decir verdad, señor mío, se
trata de una pregunta singular.
-Lo siento, señora, pero debo repetírsela. -En ese caso respondo: desde luego que no.
-¿Ni siquiera el mismo día de la muerte de Sir Charles? El rubor desapareció en un
instante y tuve ante mí una palidez mortal. La sequedad que se apoderó de su boca le
impidió pronunciar el «No» que yo vi más que oí.
-Sin duda la traiciona la memoria -le respondí-. Podría incluso citar un pasaje de su carta.
Decía así: «Por favor, por favor, como es usted un caballero, queme esta carta y esté junto
al portillo a las diez en punto».
Pensé que se había desmayado, pero se recuperó gracias a un esfuerzo supremo.
-¿Es que ya no quedan caballeros? -jadeó.
-Es usted injusta con Sir Charles, que sí quemó la carta. Pero a veces una carta puede ser
legible incluso después de arder. ¿Reconoce que la escribió?
-Sí, lo hice -exclamó, volcando el alma en un torrente de palabras-. La escribí. ¿Por qué
tendría que negarlo? No hay motivo para avergonzarme de ello. Quería que me ayudara.
Estaba convencida de que si me entrevistaba con él conseguiría que me ayudara, de manera
que le pedí una cita.
-Pero, ¿por qué a esa hora?
-Porque acababa de enterarme duque salía para Londres al día siguiente y quizá tardara
meses en regresar. Había motivos que me impedían llegar antes a la mansión.
-Pero, ¿por qué una cita en el jardín en lugar de una visita a la casa?
-¿Cree usted que una dama puede entrar sola a esa hora en el hogar de un soltero?
-Bien; ¿qué sucedió cuando llegó usted allí? -No fui.
-¡Señora Lyons!
-No, se lo juro por lo más sagrado. No fui. Sucedió algo que me impidió acudir.
-¿Qué fue lo que sucedió?
-Es un asunto privado. No se lo puedo contar. -Entonces, ¿reconoce que concertó una cita
con Sir Charles a la hora y en el lugar donde encontró la muerte, pero niega que acudiera a
ella?
-Así es.
Seguí interrogándola para comprobar si había dicho la verdad, pero no logré sacar nada
más en limpio. -Señora Lyons -dije mientras me ponía en pie, después de terminar aquella
larga entrevista tan poco satisfactoria-, incurre usted en una gran responsabilidad y se
coloca en una posición muy falsa al no confesar todo lo que sabe. Si tengo que solicitar el
auxilio de la policía, descubrirá lo gravemente que está usted comprometida. Si es usted
inocente, ¿por qué empezó negando que hubiera escrito a Sir Charles en esa fecha?
-Porque temía que se sacaran conclusiones erróneas y me viera envuelta en un escándalo.
-Y, ¿por qué tenía usted tanto interés en que Sir Charles destruyera la carta?
-Si la ha leído sabrá el porqué.
-Yo no he dicho que hubiera leído la carta.
-Ha citado usted un fragmento.
-He citado la postdata. Como ya he dicho, la carta ardió y no era legible en su totalidad.
Le pregunto una vez más por qué insistió tanto en que Sir Charles destruyera esa carta.
-Se trata de un asunto muy privado.
-Una razón más para que evite usted una investigación pública.
-Se lo contaré, en ese caso. Si ha oído algo acerca de mi desgraciada historia, sabrá que
hice un matrimonio imprudente y que he tenido motivos para lamentarlo.
-Estoy enterado de eso.
-Mi vida ha sido una persecución incesante por parte de un marido al que aborrezco. La
justicia está de su parte, y todos los días me enfrento con la posibilidad de que me fuerce a
vivir con él. En el momento en que escribí la carta a Sir Charles se me informó de que
existía una posibilidad de recobrar mi libertad si se podían atender ciertos gastos. Eso lo
significaba todo para mí: tranquilidad, dicha, propia estimación..., absolutamente todo.
Sabía de la generosidad de Sir Charles y pensé que si escuchaba la historia de mis propios
labios me ayudaría.
-En ese caso, ¿cómo es que no acudió a la cita? -Porque mientras tanto recibí ayuda de
otra fuente.
-¿Por qué, entonces, no escribió a Sir Charles explicándoselo?
-Lo habría hecho así si no hubiera leído la noticia de su muerte en el periódico a la
mañana siguiente.
Su historia tenía coherencia y no conseguí que se contradijera a pesar de mis preguntas.
Sólo podía comprobarla averiguando si, de hecho, en el momento de la tragedia o poco
antes, había iniciado los trámites para conseguir el divorcio.
No era probable que mintiera al decir que no había estado en la mansión de los
Baskerville, dado que se necesitaba un cabriolé para llegar hasta allí, y que tendría que
haber regresado a Coombe Tracey de madrugada, lo que hacía imposible mantener el
secreto sobre una expedición de tales características. Lo más probable era, por
consiguiente, que dijera la verdad o, por lo menos, parte de la verdad. Me marché
desconcertado y desanimado.
Una vez más me tropezaba con la misma barrera infranqueable que parecía interponerse
en mi camino cada vez que trataba de alcanzar el objetivo de mi misión. Y, sin embargo,
cuanto más pensaba en el rostro de la dama y en su actitud, más seguro estaba de que
ocultaba algo. ¿Por qué había palidecido tanto? ¿Por qué se resistió a reconocer lo sucedido
hasta que se vio forzada a hacerlo? ¿Por qué tendría que haberse mostrado tan reservada en
el momento de la tragedia? Con toda seguridad la explicación no era tan inocente como
pretendía hacerme creer. De momento no podía avanzar más en aquella dirección y debía
regresar a los refugios del páramo en busca de la otra pista.
Pero se trataba de un rastro sumamente vago, como advertí en el viaje de regreso al
comprobar que, una tras otra, todas las colinas conservaban huellas de sus antiguos
pobladores. La única indicación de Barrymore había sido que el desconocido vivía en uno
de aquellos refugios abandonados, pero existían cientos de ellos a todo lo largo y ancho del
páramo. Contaba, sin embargo, con mi experiencia como guía, puesto que había visto al
desconocido con mis propios ojos en la cima del Risco Negro. Aquel lugar, por lo tanto,
debía ser el punto de partida de mi búsqueda. Allí iniciaría la exploración de todos los refugios
hasta que diera con el que buscaba. Si aquel individuo estaba dentro, sabría de sus
propios labios, a punta de revólver si era necesario, quién era y por qué nos había seguido
durante tanto tiempo. Quizá podía darnos esquinazo entre el gentío de Regent Street, pero
le iba a resultar imposible en la soledad del páramo. Por otra parte, si encontraba el refugio
y su ocupante no estaba dentro, me quedaría allí, por larga que resultara la espera, hasta que
regresase. Holmes lo había perdido en Londres. Sería para mí un verdadero triunfo lograr
capturarlo después del fracaso de mi maestro.
La suerte se había vuelto una y otra vez contra nosotros en el curso de aquella
investigación, pero ahora vino por fin en mi ayuda. Y el mensajero de mi buena suerte no
fue otro que el señor Frankland que se hallaba de pie, con sus patillas grises y su tez rojiza,
junto a la puerta del jardín de su casa, que daba a la carretera por la que yo viajaba.
-Buenos días, doctor Watson -exclamó con insólito buen humor-; permita que sus
caballos disfruten de un descanso y entre en casa a beber un vaso de vino y felicitarme.
Mis sentimientos hacia Frankland distaban mucho de ser amistosos después de lo que
había oído sobre su manera de tratar a la señora Lyons, pero estaba deseoso de enviar a
Perkins y la tartana a casa, y aquélla era una buena oportunidad. Descendí del coche y
envié un mensaje a Sir Henry comunicándole que regresaría a pie, a tiempo para la cena.
Después seguí a Frankland hasta su comedor.
-Es un gran día para mí, uno de los días de mi vida escritos con letras doradas -exclamó,
interrumpiéndose varias veces para reír entre dientes-. He conseguido un doble triunfo. Me
proponía enseñar a las gentes de esta zona que la ley es la ley, y que aquí vive un hombre a
quien no le asusta recurrir a ella. He establecido un derecho de paso que cruza por el centro
de los jardines del viejo Middleton, que atraviesa la propiedad a menos de cien metros de la
puerta principal. ¿Qué me dice de eso? Vamos a enseñar a esos magnates que no se puede
pisotear los derechos de los plebeyos, ¡y que Dios los confunda! Y también he cerrado el
bosque donde iba de excursión la gente de Fernworthy. Esos infernales pueblerinos parecen
creer que no existe el derecho de propiedad y que pueden meterse por donde les apetezca y
ensuciarlo todo con papeles y botellas. Ambos casos fallados, doctor Watson, y los dos a
mi favor. No recuerdo un día parecido desde que conseguí que condenaran a Sir John
Morland por cazar en sus propias tierras.
-¿Cómo demonios consiguió usted eso?
-Mírelo en la jurisprudencia, señor mío. Merece la pena leerlo: Frankland contra
Morland, llegamos hasta el Tribunal Supremo. Me costó doscientas libras, pero conseguí
que se fallara a mi favor.
-¿Le reportó algún beneficio?
-Ninguno, señor mío, ninguno. Me enorgullece decir que yo no tenía interés material
alguno en aquella cuestión. Siempre actúo por sentido del deber. No me cabe la menor
duda, por ejemplo, de que los habitantes de Fernworthy me quemarán esta noche en efigie.
La última vez que lo hicieron dije a la policía que deberían impedir espectáculos tan
lamentables. La incompetencia de la policía del condado es escandalosa, señor mío, y no se
me proporciona la protección a la que tengo derecho. Mi pleito contra la Reina servirá para
atraer la atención del público sobre este asunto. Les dije que tendrían oportunidad de
lamentar la manera en que me tratan y mis palabras se han hecho ya realidad.
-¿Cómo así? -pregunté.
El anciano hizo un gesto de complicidad.
-Porque podría decirles lo que están deseando saber, pero nada ni nadie me persuadirá
para que ayude a esos sinvergüenzas en lo más mínimo.
Yo había estado tratando de encontrar alguna excusa para escapar a su charla incesante,
pero ahora sentí deseos de saber más. Sin embargo había tenido suficientes pruebas de su
tendencia a llevar la contraria como para comprender que cualquier manifestación de vivo
interés sería la mejor manera de poner fin a las confidencias de aquel viejo excéntrico.
-Algún caso de caza furtiva, imagino -dije, con aire indiferente.
-Ja, ja; ¡algo mucho más importante que eso, caballerete! ¿Qué me dice del preso
escapado?
Me sobresalté.
-¿No querrá usted decir que sabe dónde se esconde? -le pregunté.
-Quizá no sepa exactamente dónde se esconde, pero estoy completamente seguro que
podría ayudar a la policía a echarle el guante. ¿Nunca se le ha ocurrido que la manera de
atrapar a ese sujeto es descubrir dónde consigue la comida y llegar después hasta él?
El señor Frankland daba toda la impresión de hallarse incómodamente cerca de la verdad.
-Sin duda -dije-; pero, ¿cómo sabe que está en el páramo?
-Lo sé porque he visto con mis propios ojos al mensajero que le lleva la comida.
Se me cayó el alma a los pies pensando en Barrymore. Era un grave problema estar en
manos de aquel viejo entrometido y rencoroso. Pero su siguiente observación me quitó un
peso de encima.
-Le sorprenderá saber que es un niño quien le lleva la comida. Lo veo todos los días
gracias al telescopio que tengo en el tejado. Siempre pasa por el mismo camino a la misma
hora y, ¿cuál puede ser su destino excepto el refugio del huido?
¡Una vez más la suerte me sonreía! Y sin embargo evité dar muestras de interés. ¡Un
niño! Barrymore me había dicho que al desconocido lo atendía un muchacho. Frankland
había tropezado por casualidad con su rastro y no con el de Selden. Si me enteraba de lo
que él sabía, quizá me ahorrara una búsqueda larga y fatigosa. Pero la incredulidad y la
indiferencia eran sin duda mis mejores armas.
-En mi opinión es mucho más probable que se trate del hijo de uno de los pastores del
páramo y que se limite a llevar la comida a su padre.
El menor signo de oposición bastaba para que el viejo autócrata echara chispas por los
ojos. Me miró con malevolencia y se le erizaron las patillas grises como podría hacerlo el
lomo de un gato enfurecido.
-¿Así que eso es lo que usted piensa? -dijo, señalando al páramo que se extendía delante
de nuestros ojos-. ¿Ve allí el Risco Negro? Bien; ¿ve la pequeña colina de más allá en la
que crece un espino? Es la parte más pedregosa de todo el páramo. ¿Le parece probable que
un pastor se sitúe en un lugar así? Su sugerencia, señor mío, es completamente absurda.
Le respondí mansamente que había hablado sin conocer todos los datos. Mi docilidad le
agradó y ello provocó nuevas confidencias.
-Puede tener la seguridad de que siempre piso terreno firme antes de llegar a una
conclusión. He visto una y otra vez al muchacho con su hatillo. Todos los días, y en ocasiones
dos veces al día, he podido... un momento, doctor Watson. ¿Me engañan los ojos, o
hay en este momento algo que se mueve por la falda de aquella colina?
La distancia era de varios kilómetros, pero vi con claridad un puntito oscuro sobre la
monotonía verde y gris.
-¡Venga, señor mío, venga conmigo! -exclamó Frankland, subiendo las escaleras a toda
prisa-. Va usted a verlo con sus propios ojos y podrá juzgar por sí mismo.
El telescopio, un instrumento formidable montado sobre un trípode, se hallaba sobre la
azotea de la casa. Frankland se acercó para mirar y dejó escapar un grito de satisfacción.
-¡Deprisa, doctor Watson, deprisa antes de que pase al otro lado!
Allí estaba, sin la menor duda: un pilluelo con un hatillo al hombro, subiendo sin prisas
por la pendiente. Cuando llegó a la cresta vi, recortada por un momento contra el frío cielo
azul, la figura desaseada y rústica. El chiquillo miró a su alrededor con aire furtivo y
cauteloso, como alguien que teme ser perseguido. Luego desapareció por la ladera opuesta.
-Bien, señor mío, ¿estoy en lo cierto?
-Se trata sin duda de un muchacho que parece tener una ocupación secreta.
-Y cuál sea esa ocupación es algo que hasta un policía rural podría adivinar. Pero no seré
yo quien les diga una sola palabra, y a usted le exijo también que guarde el secreto, doctor
Watson. ¡Ni una palabra! ¿Entendido?
-Como usted desee.
-Me han tratado vergonzosamente, ésa es la verdad. Cuando salgan a la luz los hechos en
mi pleito contra la Reina me atrevo a creer que un escalofrío de indignación recorrerá el
país. Nada me impulsará a ayudar a la policía. Por lo que a ellos se refiere, les daría lo
mismo que esos tunantes del pueblo me quemaran en persona y no en efigie. ¡No irá a
marcharse ya! ¡Tiene que ayudarme a vaciar la botella para celebrar este gran
acontecimiento!
Pero desoí todas sus súplicas y logré que renunciara también a acompañarme andando a
casa. Seguí carretera adelante hasta perder de vista a Frankland y luego me lancé campo a
través por el páramo en dirección a la colina pedregosa en donde habíamos perdido de vista
al muchacho. Todo trabajaba en mi favor y me juré que ni por falta de energía ni de
perseverancia desperdiciaría la oportunidad que la fortuna había puesto a mi alcance.
Atardecía cuando alcancé la cumbre de la colina; los largos declives que quedaban a mi
espalda eran de color verde oro por un lado y gris oscuro por otro. En el horizonte más
lejano las formas fantásticas de Belliver y del Risco Vixen sobresalían por encima de una
suave neblina. No había sonido ni movimiento alguno en toda la extensión del páramo. Un
gran pájaro gris, gaviota o zarapito, volaba muy alto en el cielo. El ave y yo parecíamos los
únicos seres vivos entre el enorme arco del cielo y el desierto a mis pies. El paisaje yermo,
la sensación de soledad y el misterio y la urgencia de mi tarea se confabularon para helarme
el corazón. Al muchacho no se le veía por ninguna parte. Pero por debajo de mí, en una
hendidura entre las colinas, los antiguos refugios de piedra formaban un círculo y en el
centro había uno que conservaba el techo suficiente como para servir de protección contra
las inclemencias del tiempo. El corazón me dio un vuelco al verlo. Aquélla tenía que ser la
guarida donde se ocultaba el desconocido. Por fin iba a poner el pie en el umbral de su
escondite: tenía su secreto al alcance de la mano.
Mientras me acercaba al refugio, caminando con tantas precauciones como pudiese
hacerlo Stapleton cuando, con el cazamariposas en ristre, se aproximara a un lepidóptero
inmóvil, comprobé que aquel lugar se había utilizado sin duda alguna como habitación. Un
sendero apenas marcado entre las grandes piedras conducía hasta la derruida abertura que
servía de puerta. Dentro reinaba el silencio. El desconocido podía estar escondido en su
interior o merodear por el páramo. La sensación de aventura me produjo un agradable
cosquilleo. Después de tirar el cigarrillo, puse la mano sobre la culata del revólver y,
llegándome rápidamente hasta la puerta, miré dentro. El refugio estaba vacío.
Signos abundantes confirmaban, sin embargo, que había seguido la pista correcta. Se
trataba del lugar donde se alojaba el desconocido. Sobre la misma losa de piedra donde el
hombre neolítico había dormido en otro tiempo se veían varias mantas envueltas en una
tela impermeable. En la tosca chimenea se acumulaban las cenizas de un fuego. A su lado
descansaban algunos utensilios de cocina y un cubo lleno a medias de agua. Un montón de
latas vacías ponía de manifiesto que el lugar llevaba algún tiempo ocupado y, cuando mis
ojos se habituaron a la relativa oscuridad, vi en un rincón un vaso de metal y una botella
mediada de alguna bebida alcohólica. En el centro del refugio, una piedra plana hacía las
veces de mesa y sobre ella se hallaba un hatillo: el mismo, sin duda, que había visto por el
telescopio sobre el hombro del muchacho. En su interior encontré una barra de pan, una
lengua en conserva y dos latas de melocotón en almíbar. Al dejar otra vez en su sitio el
hatillo después de haberlo examinado, el corazón me dio un vuelco al ver que debajo había
una hoja escrita. Alcé el papel y esto fue lo que leí, toscamente garabateado a lápiz:
«El doctor Watson ha ido a Coombe Tracey».
Durante un minuto permanecí allí con la hoja en la mano preguntándome cuál podía ser
el significado de aquel escueto mensaje. El desconocido me seguía a mí y no a Sir Henry.
No me había seguido en persona, pero había puesto a un agente -el muchacho, tal vez- tras
mis huellas, y aquél era su informe. Posiblemente yo no había dado un solo paso desde mi
llegada al páramo sin ser observado y sin que después se transmitiera la información.
Siempre el sentimiento de una fuerza invisible, de una tupida red tejida a nuestro alrededor
con habilidad y delicadeza infinitas, una red que apretaba tan poco que sólo en algún
momento supremo la víctima advertía por fin que estaba enredada en sus mallas.
La existencia de aquel informe indicaba que podía haber otros, de manera que los busqué
por todo el refugio. No hallé, sin embargo, el menor rastro, ni descubrí señal alguna que me
indicara la personalidad o las intenciones del hombre que vivía en aquel sitio tan singular,
excepto que debía de tratarse de alguien de costumbres espartanas y muy poco preocupado
por las comodidades de la vida. Al recordar las intensas lluvias y contemplar el techo
agujereado valoré la decisión y la resistencia necesarias para perseverar en alojamiento tan
inhóspito. ¿Se trataba de nuestro perverso enemigo o me había tropezado, quizá, con
nuestro ángel de la guarda? Juré que no abandonaría el refugio sin saberlo.
Fuera se estaba poniendo el sol y el occidente ardía en escarlata y oro. Las lejanas charcas
situadas en medio de la gran ciénaga de Grimpen devolvían su reflejo en manchas doradas.
También se veían las torres de la mansión de los Baskerville y más allá una remota
columna de humo que indicaba la situación de la aldea de Grimpen. Entre las dos, detrás de
la colina, se hallaba la casa de los Stapleton. Bañado por la dorada luz del atardecer todo
parecía dulce, suave y pacífico y, sin embargo, mientras contemplaba el paisaje mi alma no
compartía en absoluto la paz de la naturaleza, sino que se estremecía ante la imprecisión y
el terror de aquel encuentro, más próximo a cada instante que pasaba. Con los nervios en
tensión pero más decidido que nunca, me senté en un rincón del refugio y esperé con
sombría paciencia la llegada de su ocupante.
Finalmente le oí. Desde lejos me llegó el ruido seco de una bota que golpeaba la piedra.
Luego otro y otro, cada vez más cerca. Me acurruqué en mi rincón y amartillé el revólver
en el bolsillo, decidido a no revelar mi presencia hasta ver al menos qué aspecto tenía el
desconocido. Se produjo una pausa larga, lo que quería decir que mi hombre se había
detenido. Luego, una vez más, los pasos se aproximaron y una sombra se proyectó sobre la
entrada del refugio.
-Un atardecer maravilloso, mi querido Watson -dijo una voz que conocía muy bien-.
Créame si le digo que estará usted más cómodo en el exterior que ahí dentro.
12. Muerte en el páramo
Durante unos instantes contuve la respiración, apenas capaz de dar crédito a mis oídos.
Luego recobré los sentidos y la voz, al mismo tiempo que, como por ensalmo, el peso de
una abrumadora responsabilidad pareció desaparecer de mis hombros. Aquella voz fría,
incisiva, irónica, sólo podía pertenecer a una persona en todo el mundo.
-¡Holmes! -exclamé-. ¡Holmes!
-Salga -dijo- y, por favor, tenga cuidado con el revólver.
Me agaché bajo el tosco dintel y allí estaba, sentado sobre una piedra en el exterior del
refugio, los ojos grises llenos de regocijo mientras captaban el asombro que reflejaban mis
facciones. Mi amigo estaba muy flaco y fatigado, pero tranquilo y alerta, el afilado rostro
tostado por el sol y curtido por el viento. Con el traje de tweed y la gorra de paño parecía
uno de los turistas que visitan el páramo y, gracias al amor casi felino por la limpieza
personal que era una de sus características, había logrado que sus mejillas estuvieran tan
bien afeitadas y su ropa blanca tan inmaculada como si siguiera viviendo en Baker Street.
-Nunca me he sentido tan contento de ver a nadie en toda mi vida -dije mientras le
estrechaba la mano con todas mis fuerzas.
-Ni tampoco más asombrado, ¿no es cierto?
-Así es, tengo que confesarlo.
-No ha sido usted el único sorprendido, se lo aseguro. Hasta llegar a veinte pasos de la
puerta no tenía ni idea de que hubiera descubierto mi retiro provisional y menos aún de que
estuviera dentro.
-¿Mis huellas, supongo?
-No, Watson; me temo que no estoy en condiciones de reconocer sus huellas entre todas
las demás. Si se propone usted de verdad sorprenderme, tendrá que cambiar de estanquero,
porque cuando veo una colilla en la que se lee Bradley, Oxford Street, sé que mi amigo
Watson se encuentra por los alrededores. Puede usted verla ahí, junto al sendero. Sin duda
alguna se deshizo del cigarrillo en el momento crucial en que se abalanzó sobre el refugio
vacío.
-Exacto.
-Eso pensé y, conociendo su admirable tenacidad, tenía la certeza de que estaba
emboscado, con un arma al alcance de la mano, en espera de que regresara el ocupante del
refugio. ¿De manera que creyó usted que era yo el criminal?
-No sabía quién se ocultaba aquí, pero estaba decidido a averiguarlo.
-¡Excelente, Watson! Y, ¿cómo me ha localizado? ¿Me vio quizá la noche en que Sir
Henry y usted persiguieron al preso, cuando cometí la imprudencia de permitir que la luna
se alzara por detrás de mí?
-Sí; le vi en aquella ocasión.
-Y, sin duda, ¿ha registrado usted todos los refugios hasta llegar a éste?
-No; alguien ha advertido los movimientos del muchacho que le trae la comida y eso me
ha servido de guía para la búsqueda.
-Sin duda el anciano caballero con el telescopio. No conseguí entender de qué se trataba
la primera vez que vi el reflejo del sol sobre la lente -se levantó y miró dentro del refugio-.
Vaya, veo que Cartwright me ha traído algunas provisiones. ¿Qué dice el papel? De manera
que ha estado usted en Coombe Tracey, ¿no es eso?
-Sí.
-¿Para ver a la señora Laura Lyons?
-Así es.
-¡Bien hecho! Nuestras investigaciones han avanzado en líneas paralelas y cuando
sumemos los resultados espero obtener una idea bastante completa del caso.
-Bueno; yo me alegro en el alma de haberlo encontrado, porque a decir verdad la
responsabilidad y el misterio estaban llegando a ser demasiado para mí. Pero, por el amor
del cielo, ¿cómo es que ha venido usted aquí y qué es lo que ha estado haciendo? Creía que
seguía en Baker Street, trabajando en ese caso de chantaje.
-Eso era lo que yo quería que pensara.
-¡Entonces me utiliza pero no tiene confianza en mí! -exclamé con cierta amargura-.
Creía haber merecido que me tratara usted mejor, Holmes.
-Mi querido amigo, en ésta, como en otras muchas ocasiones, su ayuda me ha resultado
inestimable y le ruego que me perdone si doy la impresión de haberle jugado una mala
pasada. A decir verdad, lo he hecho en parte pensando en usted, porque lo que me empujó a
venir y a examinar la situación en persona fue darme cuenta con toda claridad del peligro
que corría. Si los hubiera acompañado a Sir Henry y a usted, mi punto de vista coincidiría
por completo con el suyo, y mi presencia habría puesto sobre aviso a nuestros formidables
antagonistas. De este otro modo me ha sido posible moverme como no habría podido
hacerlo de vivir en la mansión, por lo que sigo siendo un factor desconocido en este asunto,
listo para intervenir con eficacia en un momento crítico.
-Pero, ¿por qué mantenerme a oscuras?
-Que usted estuviera informado no nos habría servido de nada y podría haber descubierto
mi presencia. Habría usted querido contarme algo o, llevado de su amabilidad, habría
querido traerme esto o aquello para que estuviera más cómodo y de esa manera habríamos
corrido riesgos innecesarios. Traje conmigo a Cartwright (sin duda recuerda usted al
muchachito de la oficina de recaderos) que ha estado atendiendo a mis escasas necesidades:
una barra de pan y un cuello limpio. ¿Para qué más? También me ha prestado un par de
ojos suplementarios sobre unas piernas muy activas y ambas cosas me han sido inapreciables.
-¡En ese caso mis informes no le han servido de nada! -me tembló la voz y recordé las
penalidades y el orgullo con que los había redactado.
Holmes se sacó unos papeles del bolsillo.
-Aquí están sus informes, mi querido amigo, que he estudiado muy a fondo, se lo
aseguro. He arreglado muy bien las cosas y sólo me llegaban con un día de retraso. Tengo
que felicitarle por el celo y la inteligencia de que ha hecho usted gala en un caso
extraordinariamente dificil.
Todavía estaba bastante dolorido por el engaño de que había sido objeto, pero el calor de
los elogios de Holmes me ablandó y además comprendí que tenía razón y que en realidad
era mejor para nuestros fines que no me hubiera informado de su presencia en el páramo.
-Eso ya está mejor -dijo Holmes, al ver cómo desaparecía la sombra de mi rostro-. Y
ahora cuénteme el resultado de su visita a la señora Laura Lyons; no me ha sido difícil
adivinar que había ido usted a verla porque ya sabía que es la única persona de Coombe
Tracey que podía sernos útil en este asunto. De hecho, si usted no hubiera ido hoy, es muy
probable que mañana lo hubiera hecho yo.
El sol se había ocultado y la oscuridad se extendía por el páramo. El aire era frío y
entramos en el refugio para calentamos. Allí, sentados en la penumbra, le conté a Holmes
mi conversación con la dama. Se interesó tanto por mi relato que tuve que repetirle algunos
fragmentos antes de que se diera por satisfecho.
-Todo eso es de gran importancia en este asunto tan complicado -dijo cuando terminé-,
porque colma una laguna que yo había sido incapaz de llenar. Quizá está usted al corriente
del trato íntimo que esa dama mantiene con Stapleton.
Lo ignoraba por completo.
-No existe duda alguna al respecto. Se ven, se escriben, hay un entendimiento total entre
ambos. Y esto coloca en nuestras manos un arma muy poderosa. Si pudiéramos utilizarla
para separar a su mujer...
-¿Su mujer?
-Déjeme que le dé alguna información a cambio de toda la que usted me ha
proporcionado. La dama que se hace pasar por la señorita Stapleton es en realidad esposa
del naturalista.
-¡Cielo santo, Holmes! ¿Está usted seguro de lo que dice? ¿Cómo ha permitido ese
hombre que Sir Henry se enamore de ella?
-El enamoramiento de Sir Henry sólo puede perjudicar al mismo baronet. Stapleton ha
tenido buen cuidado de que Sir Henry no haga el amor a su mujer, como usted ha tenido
ocasión de comprobar. Le repito que la dama de que hablamos es su esposa y no su
hermana.
-Pero, ¿cuál es la razón de un engaño tan complicado? -Prever que le resultaría mucho
más útil presentarla como soltera.
Todas mis dudas silenciadas y mis vagas sospechas tomaron repentinamente forma
concentrándose en el naturalista, en aquel hombre impasible, incoloro, con su sombrero de
paja y su cazamariposas. Me pareció descubrir algo terrible: un ser de paciencia y habilidad
infinitas, de rostro sonriente y corazón asesino.
-¿Es él, entonces, nuestro enemigo? ¿Es él quien nos siguió en Londres?
-Así es como yo leo el enigma.
-Y el aviso..., ¡tiene que haber venido de ella!
- Exacto.
En medio de la oscuridad que me había rodeado durante tanto tiempo empezaba a
perfilarse el contorno de una monstruosa villanía, mitad vista, mitad adivinada.
-Pero, ¿está usted seguro de eso, Holmes? ¿Cómo sabe que esa mujer es su esposa?
-Porque el día que usted lo conoció cometió la torpeza de contarle un fragmento auténtico
de su autobiografía, torpeza que, me atrevería a afirmar, ha lamentado muchas veces desde
entonces. Es cierto que fue en otro tiempo profesor en el norte de Inglaterra. Ahora bien, no
hay nada tan fácil de rastrear como un profesor. Existen agencias académicas que permiten
identificar a cualquier persona que haya ejercido la docencia. Una pequeña investigación
me permitió descubrir cómo un colegio se había venido abajo en circunstancias atroces, y
cómo su propietario (el apellido era entonces diferente) había desaparecido junto con su
esposa. La descripción coincidía. Cuando supe que el desaparecido se dedicaba a la
entomología, no me quedó ninguna duda.
La oscuridad se aclaraba, pero aún quedaban muchas cosas ocultas por las sombras.
-Si esa mujer es de verdad su esposa, ¿qué papel corresponde a la señora Lyons en todo
esto? -pregunté. -Ese es uno de los puntos sobre los que han arrojado luz sus
investigaciones. Su entrevista con ella ha aclarado mucho la situación. Yo no tenía noticia
del proyecto de divorcio. En ese caso, y creyendo que Stapleton era soltero, la señora
Lyons pensaba sin duda convertirse en su esposa.
-Y, ¿cuando sepa la verdad?
-Llegado el momento podrá sernos útil. Quizá nuestra primera tarea sea verla mañana, los
dos juntos. ¿No le parece, Watson, que lleva demasiado tiempo lejos de la persona que le
ha sido confiada? En este momento debería estar usted en la mansión de los Baskerville.
En el occidente habían desaparecido los últimos jirones rojos y la noche se había
adueñado del páramo. Unas cuantas estrellas brillaban débilmente en el cielo color violeta.
-Una última pregunta, Holmes -dije, mientras me ponía en pie-. Sin duda no hay ninguna
necesidad de secreto entre usted y yo. ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué es lo que se
propone Stapleton?
Mi amigo bajó la voz al responder:
-Se trata de asesinato, Watson; de asesinato refinado, a sangre fría, lleno de
premeditación. No me pida detalles. Mis redes se están cerrando en torno suyo como las de
Stapleton tienen casi apresado a Sir Henry, pero con la ayuda que usted me ha prestado,
Watson, lo tengo casi a mi merced. Tan sólo nos amenaza un peligro: la posibilidad de que
golpee antes de que estemos preparados. Un día más, dos como mucho, y el caso estará
resuelto, pero hasta entonces ha de proteger usted al hombre que tiene a su cargo con la
misma dedicación con que una madre amante cuida de su hijito enfermo. Su expedición de
hoy ha quedado plenamente justificada y, sin embargo, casi desearía que no hubiera dejado
solo a Sir Henry. ¡Escuche!
Un alarido terrible, un grito prolongado de horror y de angustia había brotado del silencio
del páramo. Aquel sonido espantoso me heló la sangre en las venas.
-¡Dios mío! -dije con voz entrecortada-. ¿Qué ha sido eso? ¿Qué es lo que significa?
Holmes se había puesto en pie de un salto y su silueta atlética se recortó en la puerta del
refugio, los hombros inclinados, la cabeza adelantada, escudriñando la oscuridad.
-¡Silencio! -susurró-. ¡Silencio!
El grito nos había llegado con claridad debido a su vehemencia, pero procedía de un lugar
lejano de la llanura en tinieblas. De nuevo estalló en nuestros oídos, más cercano, más
intenso, más perentorio que antes.
-¿De dónde viene? -susurró Holmes; y supe, por el temblor de su voz, que también él, el
hombre de hierro, se había estremecido hasta lo más hondo-. ¿De dónde viene, Watson?
-De allí, me parece -dije señalando hacia la oscuridad.
-¡No, de allí!
De nuevo el grito de angustia se extendió por el silencio de la noche, más intenso y más
cercano que nunca. Y un nuevo ruido mezclado con él, un fragor hondo y contenido,
musical y sin embargo amenazador, que se alzaba y descendía como el murmullo constante
y profundo del mar.
-¡El sabueso! -exclamó Holmes-. ¡Vamos, Watson, vamos! ¡No quiera Dios que
lleguemos tarde!
Mi amigo corría ya por el páramo a gran velocidad y yo le seguí inmediatamente. Pero
ahora surgió, de algún lugar entre las anfractuosidades del terreno que se hallaba
inmediatamente frente a nosotros, un último alarido de desesperación y luego un ruido
sordo producido por algo pesado. Nos detuvimos y escuchamos. Ningún nuevo sonido
quebró el denso silencio de la noche sin viento.
Vi que Holmes se llevaba la mano a la frente, como un hombre que ha perdido el
dominio sobre sí mismo, y que golpeaba el suelo con el pie.
-Nos ha vencido, Watson. Hemos llegado demasiado tarde.
-No, no, ¡es imposible!
-Mi estupidez por no atacar antes. Y usted, Watson, ¡vea lo que sucede por dejar solo a
Sir Henry! Pero, el cielo me es testigo, ¡si ha sucedido lo peor, lo vengaremos!
Corrimos a ciegas en la oscuridad, tropezando contra las rocas, abriéndonos camino entre
matas de aulaga, jadeando colinas arriba y precipitándonos pendientes abajo, siempre en la
dirección de donde nos habían llegado aquellos gritos espantosos. En todas las elevaciones
Holmes miraba atentamente a su alrededor, pero las sombras se espesaban sobre el páramo
y no había el menor movimiento en su monótona superficie.
-¿Ve usted algo?
-Nada.
-¡Escuche! ¿Qué es eso?
Un débil gemido había llegado hasta nuestros oídos. ¡Y luego una vez más a nuestra
izquierda! Por aquel lado una hilera de rocas terminaba en un farallón cortado a pico.
Abajo, sobre las piedras, divisamos un objeto oscuro, de forma irregular. Al acercarnos
corriendo la silueta imprecisa adquirió contornos definidos. Era un hombre caído boca
abajo, con la cabeza doblada bajo el cuerpo en un ángulo horrible, los hombros curvados y
el cuerpo encogido como si se dispusiera a dar una vuelta de campana. La postura era tan
grotesca que tardé unos momentos en comprender que había muerto al exhalar aquel último
gemido. Porque ya no nos llegaba ni un susurro, ni el más pequeño movimiento, de la
figura en sombra sobre la que nos inclinábamos. Holmes lo tocó y enseguida retiró la mano
con una exclamación de horror. El resplandor de un fósforo permitió ver que se había
manchado los dedos de sangre, así como el espantoso charco que crecía lentamente y que
brotaba del cráneo aplastado de la víctima. Y algo más que nos llenó de desesperación y de
desánimo: ¡se trataba del cuerpo de Sir Henry Baskerville!
Era imposible que ninguno de los dos olvidara aquel peculiar traje rojizo de tweed: el
mismo que llevaba la mañana que se presentó en Baker Street. Lo vimos un momento con
claridad y enseguida el fósforo parpadeó y se apagó, de la misma manera qué la esperanza
había abandonado nuestras almas. Holmes gimió y su rostro adquirió un tenue resplandor
blanco a pesar de la oscuridad.
-¡Fiera asesina! -exclamé, apretando los puños-. ¡Ah, Holmes, nunca me perdonaré
haberlo abandonado a su destino!
-Yo soy más culpable que usted, Watson. Con el fin de dejar el caso bien rematado y
completo, he permitido que mi cliente perdiera la vida. Es el peor golpe que he recibido en
mi carrera. Pero, ¿cómo iba yo a saber, cómo podía saber, que fuese a arriesgar la vida a
solas en el páramo, a pesar de todas mis advertencias?
-¡Pensar que hemos oído sus alaridos, y qué alaridos, Dios mío, sin ser capaces de
salvarlo! ¿Dónde está ese horrendo sabueso que lo ha llevado a la muerte? Quizá se esconda
detrás de aquellas rocas en este instante. Y Stapleton, ¿dónde está Stapleton? Tendrá
que responder por este crimen.
-Lo hará. Me encargaré de ello. Tío y sobrino han sido asesinados: el primero muerto de
miedo al ver a la bestia que él creía sobrenatural y el segundo empujado a la destrucción en
su huida desesperada para escapar de ella. Pero ahora tenemos que demostrar la conexión
entre el hombre y el animal. Si no fuera por el testimonio de nuestros oídos, ni siquiera
podríamos jurar que existe el sabueso, dado que Sir Henry ha muerto a consecuencia de la
caída. Pero pongo al cielo por testigo de que a pesar de toda su astucia, ¡ese individuo
estará en mi poder antes de veinticuatro horas!
Nos quedamos inmóviles con el corazón lleno de amargura a ambos lados del cuerpo
destrozado, abrumados por aquel repentino e irreparable desastre que había puesto tan
lamentable fin a nuestros largos y fatigosos esfuerzos. Luego, mientras salía la luna,
trepamos a las rocas desde cuya cima había caído nuestro pobre amigo y contemplamos el
páramo en sombras, mitad plata y mitad oscuridad. Muy lejos, a kilómetros de distancia en
la dirección de Grimpen, brillaba constante una luz amarilla. Únicamente podía venir de la
casa solitaria de los Stapleton. Mientras la miraba agité el puño y dejé escapar una amarga
maldición.
-¿Por qué no lo detenemos ahora mismo?
-Nuestro caso no está terminado. Ese individuo es extraordinariamente cauteloso y astuto.
No cuenta lo que sabemos sino lo que podemos probar. Un solo movimiento en falso y
quizá se nos escape aún ese bellaco.
-¿Qué podemos hacer?
-Mañana no nos faltarán ocupaciones. Esta noche sólo nos queda rendir un último tributo
a nuestro pobre amigo. Juntos descendimos de nuevo la escarpada pendiente y nos
acercamos al cadáver, que se recortaba como una mancha negra sobre las piedras plateadas.
La angustia que revelaban aquellos miembros dislocados me provocó un espasmo de dolor
y las lágrimas me enturbiaron los ojos.
-¡Hemos de pedir ayuda, Holmes! No es posible llevarlo desde aquí hasta la mansión.
¡Cielo santo! ¿Se ha vuelto loco?
Mi amigo había lanzado una exclamación al tiempo que se inclinaba sobre el cuerpo. Y
ahora bailaba y reía y me estrechaba la mano. ¿Era aquél el Sherlock Holmes severo y
reservado que yo conocía? ¡Cuánto fuego escondido!
-¡Una barba! ¡Una barba! ¡El muerto tiene barba!
-¿Barba?
-No es el baronet..., es..., ¡mi vecino, el preso fugado! Con febril precipitación dimos la
vuelta al cadáver, y la barba goteante apuntaba a la luna, clara y fría. No había la menor
duda sobre los abultados arcos supraorbitales y los hundidos ojos de aspecto bestial. Se
trataba del mismo rostro que me había mirado con cólera a la luz de la vela por encima de
la roca: el rostro de Selden, el criminal.
Luego, en un instante, lo entendí todo. Recordé que el baronet había regalado a
Barrymore sus viejas prendas de vestir. El mayordomo se las había traspasado a Selden
para facilitarle la huida. Botas, camisa, gorra: todo era de Sir Henry. La tragedia seguía
siendo espantosa, pero, al menos de acuerdo con las leyes de su país, aquel hombre había
merecido la muerte. Con el corazón rebosante de agradecimiento y de alegría expliqué a
Holmes lo que había sucedido.
-De modo que ese pobre desgraciado ha muerto por llevar la ropa del baronet -dijo mi
amigo-. Al sabueso se le ha entrenado mediante alguna prenda de Sir Henry (la bota que le
desapareció en el hotel, con toda probabilidad) y por eso ha acorralado a este hombre. Hay,
sin embargo, una cosa muy extraña: dada la oscuridad de la noche, ¿cómo llegó Selden a
saber que el sabueso seguía su rastro?
-Lo oyó.
-Oír a un sabueso en el páramo no habría asustado a un hombre como él hasta el punto de
exponerse a una nueva captura a causa de sus frenéticos alaridos pidiendo ayuda. Si nos
guiamos por sus gritos, aún corrió mucho tiempo después de saber que el animal lo
perseguía. ¿Cómo lo supo?
-Para mí es un misterio todavía mayor por qué ese sabueso, suponiendo que todas
nuestras conjeturas sean correctas...
-Yo no supongo nada.
-Bien, pero ¿por qué tendría que estar suelto ese animal precisamente esta noche?
Imagino que no siempre anda libre por el páramo. Stapleton no lo habría dejado salir sin
buenas razones para pensar que iba a encontrarse con Sir Henry.
-Mi dificultad es la más ardua de las dos, porque creo que muy pronto encontraremos una
explicación para la suya, mientras que la mía quizá siga siendo siempre un misterio. Ahora
el problema es, ¿qué vamos a hacer con el cuerpo de este pobre desgraciado? No podemos
dejarlo aquí a merced de los zorros y de los cuervos.
-Sugiero que lo metamos en uno de los refugios hasta que podamos informar a la policía.
-De acuerdo. Estoy seguro de que podremos trasladarlo entre los dos. ¡Caramba, Watson!
¿Qué es lo que veo? Nuestro hombre en persona. ¡Fantástico! ¡No cabe mayor audacia! Ni
una palabra que revele lo que sabemos; ni una palabra, o mis planes se vienen abajo.
Una figura se acercaba por el páramo, acompañada del débil resplandor rojo de un
cigarro puro. La luna brillaba en lo alto del cielo y me fue posible distinguir el aspecto
atildado y el caminar desenvuelto del naturalista. Stapleton se detuvo al vernos, pero sólo
unos instantes.
-Vaya, doctor Watson; me cuesta trabajo creer que sea usted, la última persona que
hubiera esperado encontrar en el páramo a estas horas de la noche. Pero, Dios mío, ¿qué es
esto? ¿Alguien herido? ¡No! ¡No me diga que se trata de nuestro amigo Sir Henry!
Pasó precipitadamente a mi lado para agacharse junto al muerto. Le oí hacer una brusca
inspiración y el cigarro se le cayó de la mano.
-¿Quién..., quién es este individuo? -tartamudeó. -Es Selden, el preso fugado de
Princetown.
Al volverse hacia nosotros la expresión de Stapleton era espantosa, pero, con un supremo
esfuerzo, logró superar su asombro y su decepción. Luego nos miró inquisitivamente a los
dos.
-¡Cielo santo! ¡Qué cosa tan espantosa! ¿Cómo ha muerto?
-Parece haberse roto al cuello al caer desde aquellas rocas. Mi amigo y yo paseábamos
por el páramo cuando oímos un grito.
-Yo también oí un grito. Eso fue lo que me hizo salir. Estaba intranquilo a causa de Sir
Henry.
-¿Por qué acerca de Sir Henry en particular? -no pude por menos de preguntar.
-Porque le había propuesto que viniera a mi casa. Me sorprendió que no se presentara y,
como es lógico, me alarmé al oír gritos en el páramo. Por cierto -sus ojos escudriñaron de
nuevo mi rostro y el de Holmes-, ¿han oído alguna otra cosa además de un grito?
-No -dijo Holmes-, ¿y usted?
-Tampoco.
-Entonces, ¿a qué se refiere?
-Bueno, ya conoce las historias de los campesinos acerca de un sabueso fantasmal. Según
cuentan se le oye de noche en el páramo. Me preguntaba si en esta ocasión habría alguna
prueba de un sonido así.
-No hemos oído nada-dije.
-Y, ¿cuál es su teoría sobre la muerte de este pobre desgraciado?
-No me cabe la menor duda de que la ansiedad y las inclemencias del tiempo le han
hecho perder la cabeza. Ha echado a correr por el páramo enloquecido y ha terminado por
caerse desde ahí y romperse el cuello.
-Parece la teoría más razonable -dijo Stapleton, acompañando sus palabras con un suspiro
que a mí me pareció de alivio-. ¿Cuál es su opinión, señor Holmes?
Mi amigo hizo una inclinación de cabeza a manera de cumplido.
-Identifica usted muy pronto a las personas -dijo.
-Le hemos estado esperando desde que llegó el doctor Watson. Ha venido usted a tiempo
de presenciar una tragedia.
-Así es, efectivamente. No tengo la menor duda de. que la explicación de mi amigo se
ajusta plenamente a los hechos. Mañana volveré a Londres con un desagradable recuerdo.
-¿Regresa usted mañana?
-Ésa es mi intención.
-Espero que su visita haya arrojado alguna luz sobre estos acontecimientos que tanto nos
han desconcertado. Holmes se encogió de hombros.
-No siempre se consigue el éxito deseado. Un investigador necesita hechos, no leyendas
ni rumores. No ha sido un caso satisfactorio.
Mi amigo hablaba con su aire más sincero y despreocupado. Stapleton seguía mirándolo
con gran fijeza. Luego se volvió hacia mí.
-Les sugeriría que trasladásemos a este pobre infeliz a mi casa, pero mi hermana se
asustaría tanto que no me parece que esté justificado. Creo que si le cubrimos el rostro
estará seguro hasta mañana.
Así lo hicimos. Después de rechazar la hospitalidad que Stapleton nos ofrecía, Holmes y
yo nos dirigimos hacia la mansión de los Baskerville, dejando que el naturalista regresara
solo a su casa. Al volver la vista vimos cómo se alejaba lentamente por el ancho páramo y,
detrás de él, la mancha negra sobre la pendiente plateada que mostraba el sitio donde yacía
el hombre que había tenido tan horrible fin.
-¡Ya era hora de que nos viéramos las caras! -dijo Holmes mientras caminábamos juntos
por el páramo-. ¡Qué gran dominio de sí mismo! Extraordinaria su recuperación después
del terrible golpe que le ha supuesto descubrir cuál había sido la verdadera víctima de su
intriga. Ya se lo dije en Londres, Watson, y se lo repito ahora: nunca hemos encontrado
otro enemigo más digno de nuestro acero.
-Siento que le haya visto, Holmes.
-Al principio también lo he sentido yo. Pero no se podía evitar.
-¿Qué efecto cree que tendrá sobre sus planes?
-Puede hacerle más cauteloso o empujarlo a decisiones desesperadas. Como la mayor
parte de los criminales inteligentes, quizá confíe demasiado en su ingenio y se imagine que
nos ha engañado por completo.
-¿Por qué no lo detenemos inmediatamente?
-Mi querido Watson, no hay duda de que nació usted para hombre de acción. Su instinto
le lleva siempre a hacer algo enérgico. Pero supongamos, como simple hipótesis, que
hacemos que lo detengan esta noche, ¿qué es lo que sacaríamos en limpio? No podemos
probar nada contra él. ¡En eso estriba su astucia diabólica! Si actuara por medio de un
agente humano podríamos obtener alguna prueba, pero aunque lográramos sacar a ese
enorme perro a la luz del día, seguiríamos sin poder colocar a su amo una cuerda alrededor
del cuello.
-Estoy seguro de que disponemos de pruebas suficientes.
-Ni muchísimo menos: tan sólo de suposiciones y conjeturas. Seríamos el hazmerreír de
un tribunal si nos presentáramos con semejante historia y con semejantes pruebas.
-Está la muerte de Sir Charles.
-No se encontró en su cuerpo la menor señal de violencia. Usted y yo sabemos que murió
de miedo y sabemos también qué fue lo que le asustó, pero, ¿cómo vamos a conseguir que
doce jurados impasibles también lo crean? ¿Qué señales hay de un sabueso? ¿Dónde están
las huellas de sus colmillos? Sabemos, por supuesto, que un sabueso no muerde un cadáver
y que Sir Charles estaba muerto antes de que el animal lo alcanzara. Pero todo eso tenemos
que probarlo y no estamos en condiciones de hacerlo.
-¿Y qué me dice de lo que ha sucedido esta noche?
-No salimos mucho mejor parados. Una vez más no existe conexión directa entre el
sabueso y la muerte de Selden. No hemos visto al animal en ningún momento. Lo hemos
oído, es cierto; pero no podemos probar que siguiera el rastro del preso. No hay que
olvidar, además, la total ausencia de motivo. No, mi querido Watson; hemos de reconocer
que en el momento actual carecemos de las pruebas necesarias y también que merece la
pena correr cualquier riesgo con tal de conseguirlas.
-Y, ¿cómo se propone usted lograrlas?
-Espero mucho de la ayuda que nos preste la señora Laura Lyons cuando sepa
exactamente cómo están las cosas. Y cuento además con mi propio plan. No hay que
preocuparse del mañana, porque a cada día le basta su malicia 1, pero no pierdo la
esperanza de que antes de veinticuatro horas hayamos ganado la batalla.
No logré que me dijera nada más y hasta que llegamos a las puertas de la mansión de los
Baskerville siguió perdido en sus pensamientos.
-¿Va usted a entrar?
-Sí; no veo razón alguna para seguir escondiéndome.
1. Alusión a San Mateo 6,34.
Pero antes una última advertencia, Watson. Ni una palabra del sabueso a Sir Henry.
Para él Selden ha muerto como Stapleton quisiera que creyéramos. Se enfrentará con más
tranquilidad a la dura prueba que le espera mañana, puesto que se ha comprometido, si
recuerdo correctamente su informe, a cenar con esas personas.
-Yo debo acompañarlo.
-Tendrá que disculparse, porque Sir Henry ha de ir solo. Eso lo arreglaremos sin
dificultad. Y ahora creo que los dos necesitaremos un tentempié en el caso de que lleguemos
demasiado tarde para la cena.
13. Preparando las redes
Más que sorprenderse, Sir Henry se alegró de ver a Sherlock Holmes, porque esperaba,
desde varios días atrás, que los recientes acontecimientos lo trajeran de Londres. Alzó sin
embargo las cejas cuando descubrió que mi amigo llegaba sin equipaje y no hacía el
menor esfuerzo por explicar su falta. Entre el baronet y yo muy pronto proporcionamos a
Holmes lo que necesitaba y luego, durante nuestro tardío tentempié, explicamos al
baronet todo aquello que parecía deseable que supiera. Pero antes me correspondió la
desagradable tarea de comunicar a Barrymore y a su esposa la noticia de la muerte de
Selden. Para el mayordomo quizá fuera un verdadero alivio, pero su mujer lloró
amargamente, cubriéndose el rostro con el delantal. Para el resto del mundo Selden era el
símbolo de la violencia, mitad animal, mitad demonio; pero para su hermana mayor seguía
siendo el niñito caprichoso de su adolescencia, el pequeño que se aferraba a su
mano. Muy perverso ha de ser sin duda el hombre que no tenga una mujer que llore su
muerte.
-No he hecho otra cosa que sentirme abatido desde que Watson se marchó por la mañana
-dijo el baronet-. Imagino que se me debe reconocer el mérito, porque he cumplido mi
promesa. Si no hubiera jurado que no saldría solo, podría haber pasado una velada más
entretenida, porque Stapleton me envió un recado para que fuese a visitarlo.
-No tengo la menor duda de que habría pasado una velada más animada -dijo Holmes con
sequedad-. Por cierto, no sé si se da cuenta de que durante algún tiempo hemos lamentado
su muerte, convencidos de que tenía el cuello roto.
Sir Henry abrió mucho los ojos.
-¿Cómo es eso?
-Ese pobre infeliz llevaba puesta su ropa desechada. Temo que el criado que se la dio
tenga dificultades con la policía.
-No es probable. Esas prendas carecían de marcas, si no recuerdo mal.
-Es una suerte para él..., de hecho es una suerte para todos ustedes, ya que todos han
transgredido la ley. Me pregunto si, en mi calidad de detective concienzudo, no me
correspondería arrestar a todos los habitantes de la casa. Los informes de Watson son unos
documentos sumamente comprometedores.
-Pero, dígame, ¿cómo va el caso? -preguntó el baronet-. ¿Ha encontrado usted algún
cabo que permita desenredar este embrollo? Creo que ni Watson ni yo sabemos ahora
mucho más de lo que sabíamos al llegar de Londres.
-Me parece que dentro de poco estaré en condiciones de aclararle en gran medida la
situación. Ha sido un asunto extraordinariamente difícil y complicado. Quedan varios
puntos sobre los que aún necesitamos nuevas luces, pero llevaremos el caso a buen término
de todos modos.
-Como sin duda Watson le habrá contado ya, hemos tenido una extraña experiencia.
Oímos al sabueso en el páramo, por lo que estoy dispuesto a jurar que no todo es
superstición vacía. Tuve alguna relación con perros cuando viví en el Oeste americano y
reconozco sus voces cuando las oigo. Si es usted capaz de poner a ése un bozal y de atarlo
con una cadena, estaré dispuesto a afirmar que es el mejor detective de todos los tiempos.
-No abrigo la menor duda de que le pondré el bozal y la cadena si usted me ayuda.
-Haré todo lo que me diga.
-De acuerdo, pero le voy a pedir además que me obedezca a ciegas, sin preguntar las
razones.
-Como usted quiera.
-Si lo hace, creo que son muchas las probabilidades de que resolvamos muy pronto
nuestro pequeño problema. No tengo la menor duda...
Holmes se interrumpió de pronto y miró fijamente al aire por encima de mi cabeza. La
luz de la lámpara le daba en la caray estaba tan embebido y tan inmóvil que su rostro podría
haber sido el de una estatua clásica, una personificación de la vigilancia y de la
expectación.
-¿Qué sucede? -exclamamos Sir Henry y yo. Comprendí inmediatamente cuando bajó la
vista que estaba reprimiendo una emoción intensa. Sus facciones mantenían el sosiego,
pero le brillaban los ojos, jubilosos y divertidos.
-Perdonen la admiración de un experto -dijo señalando con un gesto de la mano la
colección de retratos que decoraba la pared frontera-. Watson niega que yo tenga
conocimientos de arte, pero no son más que celos, porque nuestras opiniones sobre esa
materia difieren. A decir verdad, posee usted una excelente colección de retratos.
-Vaya, me agrada oírselo decir -replicó Sir Henry, mirando a mi amigo con algo de
sorpresa-. No pretendo saber mucho de esas cosas y soy mejor juez de caballos o de toros
que de cuadros. E ignoraba que encontrara usted tiempo para cosas así.
-Sé lo que es bueno cuando lo veo y ahora lo estoy viendo. Me atrevería a jurar que la
dama vestida de seda azul es obra de Kneller y el caballero fornido de la peluca, de
Reynolds. Imagino que se trata de retratos de familia.
-Absolutamente todos.
-¿Sabe quiénes son?
-Barrymore me ha estado dando clases particulares y creo que ya me encuentro en
condiciones de pasar con éxito el examen.
-¿Quién es el caballero del telescopio?
-El contraalmirante Baskerville, que estuvo a las órdenes de Rodney en las Antillas. El de
la casaca azul y el rollo de documentos es Sir William Baskerville, presidente de los
comités de la Cámara de los Comunes en tiempos de Pitt.
-¿Y el que está frente a mí, el partidario de Carlos I con el terciopelo negro y los encajes?
-Ah; tiene usted todo el derecho a estar informado, porque es la causa de nuestros
problemas. Se trata del malvado Hugo, que puso en movimiento al sabueso de los
Baskerville. No es probable que nos olvidemos de él.
Contemplé el retrato con interés y cierta sorpresa.
-¡Caramba! -dijo Holmes-, parece un hombre tranquilo y de buenas costumbres, pero me
atrevo a decir que había en sus ojos un demonio escondido. Me lo había imaginado como
una persona más robusta y de aire más rufianesco.
-No hay la menor duda sobre su autenticidad, porque por detrás del lienzo se indican el
nombre y la fecha, 1647.
Holmes no dijo apenas nada más, pero el retrato del juerguista de otros tiempos parecía
fascinarle, y no apartó los ojos de él durante el resto de la comida. Tan sólo más tarde,
cuando Sir Henry se hubo retirado a su habitación, pude seguir el hilo de sus pensamientos.
Holmes me llevó de nuevo al refectorio y alzó la vela que llevaba en la mano para iluminar
aquel retrato manchado por el paso del tiempo.
-¿Ve usted algo especial?
Contemplé el ancho sombrero adornado con una pluma, los largos rizos que caían sobre
las sienes, el cuello blanco de encaje y las facciones austeras y serias que quedaban
enmarcadas por todo el conjunto. No era un semblante brutal, sino remilgado, duro y
severo, con una boca firme de labios muy delgados y ojos fríos e intolerantes.
-¿Se parece a alguien que usted conozca?
-Hay algo de Sir Henry en la mandíbula.
-Tan sólo una pizca, quizá. Pero, ¡aguarde un instante! Holmes se subió a una silla y,
alzando la luz con la mano izquierda, dobló el brazo derecho para tapar con él el sombrero
y los largos rizos.
-¡Dios del cielo! -exclamé, sin poder ocultar mi asombro.
En el lienzo había aparecido el rostro de Stapleton.
-¡Ajá! Ahora lo ve ya. Tengo los ojos entrenados para examinar rostros y no sus adornos.
La primera virtud de un investigador criminal es ver a través de un disfraz.
-Es increíble. Podría ser su retrato.
-Sí; es un caso interesante de salto atrás en el cuerpo y en el espíritu. Basta un estudio de
los retratos de una familia para convencer a cualquiera de la validez de la doctrina de la
reencarnación. Ese individuo es un Baskerville, no cabe la menor duda.
-Y con intenciones muy definidas acerca de la sucesión.
-Exacto. Gracias a ese retrato encontrado por casualidad, disponemos de un eslabón muy
importante que todavía nos faltaba. Ahora ya es nuestro, Watson, y me atrevo a jurar que
antes de mañana por la noche estará revoloteando en nuestra red tan impotente como una
de sus mariposas. ¡Un alfiler, un corcho y una tarjeta y lo añadiremos a la colección de
Baker Streef
Holmes lanzó una de sus infrecuentes carcajadas mientras se alejaba del retrato. No le he
oído reír con frecuencia, pero siempre ha sido un mal presagio para alguien.
A la mañana siguiente me levanté muy pronto, pero Holmes se me había adelantado,
porque mientras me vestía vi que regresaba hacia la casa por la avenida.
-Sí, hoy vamos a tener una jornada muy completa -comentó, mientras el júbilo que le
producía entrar en acción le hacía frotarse las manos-. Las redes están en su sitio y vamos a
iniciar el arrastre. Antes de que acabe el día sabremos si hemos pescado nuestro gran lucio
de mandíbula estrecha o si se nos ha escapado entre las mallas.
-¿Ha estado usted ya en el páramo?
-He enviado un informe a Princetown desde Grimpen relativo a la muerte de Selden.
Tengo la seguridad de que no los molestarán a ustedes. También me he entrevistado con mi
fiel Cartwright, que ciertamente habría languidecido a la puerta de mi refugio como un
perro junto a la tumba de su amo si no le hubiera hecho saber que me hallaba sano y salvo.
-¿Cuál es el próximo paso?
-Ver a Sir Henry. Ah, ¡aquí está ya!
-Buenos días, Holmes -dijo el baronet-. Parece usted un general que planea la batalla con
el jefe de su estado mayor.
-Ésa es exactamente la situación. Watson estaba pidiéndome órdenes.
-Lo mismo hago yo.
-Muy bien. Esta noche está usted invitado a cenar, según tengo entendido, con nuestros
amigos los Stapleton. -Espero que también venga usted. Son unas personas muy
hospitalarias y estoy seguro de que se alegrarán de verlo.
-Mucho me temo que Watson y yo hemos de regresar a Londres.
-¿A Londres?
-Sí; creo que en el momento actual hacemos más falta allí que aquí.
Al baronet se le alargó la cara de manera perceptible.
-Tenía la esperanza de que me acompañaran ustedes hasta el final de este asunto. La
mansión y el páramo no son unos lugares muy agradables cuando se está solo.
-Mi querido amigo, tiene usted que confiar plenamente en mí y hacer exactamente lo que
yo le diga. Explique a sus amigos que nos hubiera encantado acompañarlo, pero que un
asunto muy urgente nos obliga a volver a Londres. Esperamos regresar enseguida. ¿Se
acordará usted de transmitirles ese mensaje?
-Si insiste usted en ello...
-No hay otra alternativa, se lo aseguro.
El ceño fruncido del baronet me hizo saber que estaba muy afectado porque creía que
nos disponíamos a abandonarlo.
-¿Cuándo desean ustedes marcharse? -preguntó fríamente.
-Inmediatamente después del desayuno. Pasaremos antes por Coombe Tracey, pero mi
amigo dejará aquí sus cosas como garantía de que regresará a la mansión. Watson, envíe
una nota a Stapleton para decirle que siente no poder asistir a la cena.
-Me apetece mucho volver a Londres con ustedes -dijo el baronet-. ¿Por qué he de
quedarme aquí solo?
-Porque éste es su puesto y porque me ha dado usted su palabra de que hará lo que le diga
y ahora le estoy ordenando que se quede.
-En ese caso, de acuerdo. Me quedaré.
-¡Una cosa más! Quiero que vaya en coche a la casa Merripit. Pero luego devuelva el
cabriolé y haga saber a sus anfitriones que se propone regresar andando.
-¿Atravesar el páramo a pie?
-Sí.
-Pero eso es precisamente lo que con tanta insistencia me ha pedido usted siempre que no
haga.
-Esta vez podrá hacerlo sin peligro. Si no tuviera total confianza en su serenidad y en su
valor no se lo pediría, pero es esencial que lo haga.
-En ese caso, lo haré.
-Y si la vida tiene para usted algún valor, cruce el páramo siguiendo exclusivamente el
sendero recto que lleva desde la casa Merripit a la carretera de Grimpen y que es su camino
habitual.
-Haré exactamente lo que usted me dice.
-Muy bien. Me gustaría salir cuanto antes después del desayuno, con el fin de llegar a
Londres a primera hora de la tarde.
A mí me desconcertaba mucho aquel programa, pese a recordar cómo Holmes le había
dicho a Stapleton la noche anterior que su visita terminaba al día siguiente. No se me había
pasado por la imaginación, sin embargo, que quisiera llevarme con él, ni entendía tampoco
que pudiéramos ausentarnos los dos en un momento que el mismo Holmes consideraba
crítico. Pero no se podía hacer otra cosa que obedecer ciegamente; de manera que dijimos
adiós a nuestro cariacontecido amigo y un par de horas después nos hallábamos en la
estación de Coombe Tracey y habíamos despedido al cabriolé para que iniciara el regreso a
la mansión. Un muchachito nos esperaba en el andén.
-¿Alguna orden, señor?
-Tienes que salir para Londres en este tren, Cartwright. Nada más llegar enviarás en mi
nombre un telegrama a Sir Henry Baskerville para decirle que si encuentra el billetero que
he perdido lo envíe a Baker Street por correo certificado.
-Sí, señor.
-Y ahora pregunta en la oficina de la estación si hay un mensaje para mí.
El chico regresó enseguida con un telegrama, que Holmes me pasó. Decía así:
«Telegrama recibido. Voy hacia allí con orden de detención sin firmar. Llegaré a las
diecisiete cuarenta. LESTRADE».
-Es la respuesta al que envié esta mañana. Considero a Lestrade el mejor de los
profesionales y quizá necesitemos su ayuda. Ahora, Watson, creo que la mejor manera de
emplear nuestro tiempo es hacer una visita a su conocida, la señora Laura Lyons.
Su plan de campaña empezaba a estar claro. Iba a utilizar al baronet para convencer a los
Stapleton de que nos habíamos ido, aunque en realidad regresaríamos en el momento
crítico. El telegrama desde Londres, si Sir Henry lo mencionaba en presencia de los
Stapleton, serviría para eliminar las últimas sospechas. Ya me parecía ver cómo nuestras
redes se cerraban en torno al lucio de mandíbula estrecha.
La señora Laura Lyons estaba en su despacho, y Sherlock Holmes inició la entrevista con
tanta franqueza y de manera tan directa que la hija de Frankland no pudo ocultar su
asombro.
-Estoy investigando las circunstancias relacionadas con la muerte de Sir Charles
Baskerville -dijo Holmes-. Mi amigo aquí presente, el doctor Watson, me ha informado de
lo que usted le comunicó y también de lo que ha ocultado en relación con este asunto.
-¿Qué es lo que he ocultado? -preguntó la señora Lyons, desafiante.
-Ha confesado que solicitó de Sir Charles que estuviera junto al portillo a las diez en
punto. Sabemos que el baronet encontró la muerte en ese lugar y a esa hora y sabemos
también que usted ha ocultado la conexión entre esos sucesos.
-No hay ninguna conexión.
-En ese caso se trata de una coincidencia de todo punto extraordinaria. Pero espero que a
la larga lograremos establecer esa conexión. Quiero ser totalmente sincero con usted,
señora Lyons. Creemos estar en presencia de un caso de asesinato y las pruebas pueden
acusar no sólo a su amigo, el señor Stapleton, sino también a su esposa. La dama se levantó
violentamente del asiento.
-¡Su esposa! -exclamó.
-El secreto ha dejado de serlo. La persona que pasaba por ser su hermana es en realidad
su esposa.
La señora Lyons había vuelto a sentarse. Apretaba con las manos los brazos del sillón y
vi que las uñas habían perdido el color rosado a causa de la presión ejercida.
-¡Su esposa! -dijo de nuevo-. ¡Su esposa! No está casado.
Sherlock Holmes se encogió de hombros.
-¡Demuéstremelo! ¡Demuéstremelo! Y si lo hace... -el brillo feroz de sus ojos fue más
elocuente que cualquier palabra.
-Vengo preparado -dijo Holmes sacando varios papeles del bolsillo-. Aquí tiene una
fotografía de la pareja hecha en York hace cuatro años. Al dorso está escrito «El señor y la
señora Vandeleur», pero no le costará trabajo identificar a Stapleton, ni tampoco a su
pretendida hermana, si la conoce usted de vista. También dispongo de tres testimonios
escritos, que proceden de personas de confianza, con descripciones del señor y de la señora
Vandeleur, cuando se ocupaban del colegio particular St. Oliver. Léalas y dígame si le
queda alguna duda sobre la identidad de esas personas.
La señora Lyons lanzó una ojeada a los papeles que le presentaba Sherlock Holmes y
luego nos miró con las rígidas facciones de una mujer desesperada.
-Señor Holmes -dijo-, ese hombre había ofrecido casarse conmigo si yo conseguía el
divorcio. Me ha mentido, el muy canalla, de todas las maneras imaginables. Ni una sola vez
me ha dicho la verdad. Y ¿por qué, por qué? Yo imaginaba que lo hacía todo por mí, pero
ahora veo que sólo he sido un instrumento en sus manos. ¿Por qué tendría que mantener mi
palabra cuando él no ha hecho más que engañarme? ¿Por qué tendría que protegerlo de las
consecuencias de sus incalificables acciones? Pregúnteme lo que quiera: no le ocultaré
nada. Una cosa sí le juro, y es que cuando escribí la carta nunca soñé que sirviera para
hacer daño a aquel anciano caballero que había sido el más bondadoso de los amigos.
-No lo dudo, señora -dijo Sherlock Holmes-, y como el relato de todos esos
acontecimientos podría serle muy doloroso, quizá le resulte más fácil escuchar el relato que
voy a hacerle, para que me corrija cuando cometa algún error importante. ¿Fue Stapleton
quien sugirió el envío de la carta?
-Él me la dictó.
-Supongo que la razón esgrimida fue que usted recibiría ayuda de Sir Charles para los
gastos relacionados con la obtención del divorcio.
-En efecto.
-Y que luego, después de enviada la carta, la disuadió de que acudiera a la cita.
-Me dijo que se sentiría herido en su amor propio si cualquier otra persona proporcionaba
el dinero para ese fin, y que a pesar de su pobreza consagraría hasta el último céntimo de
que disponía para apartar los obstáculos que se interponían entre nosotros.
-Parece una persona muy consecuente. Y ya no supo usted nada más hasta que leyó en el
periódico la noticia de la muerte de Sir Charles.
-Así fue.
-¿También le hizo jurar que no hablaría a nadie de su cita con Sir Charles?
-Sí. Dijo que se trataba de una muerte muy misteriosa y que sin duda se sospecharía de
mí si llegaba a saberse la existencia de la carta. Me asustó para que guardara silencio.
-Era de esperar. ¿Pero usted sospechaba algo? La señora Lyons vaciló y bajó los ojos.
-Sabía cómo era -dijo-. Pero si no hubiera faltado a su palabra yo siempre le habría sido
fiel.
-Creo que, en conjunto, puede considerarse afortunada al escapar como lo ha hecho -dijo
Sherlock Holmes-. Tenía usted a Stapleton en su poder, él lo sabía y sin embargo aún sigue
viva. Lleva meses caminando al borde de un precipicio. Y ahora, señora Lyons, vamos a
despedirnos de usted por el momento; es probable que pronto tenga otra vez noticias
nuestras.
-El caso se está cerrando y, una tras otra, desaparecen las dificultades -dijo Holmes
mientras esperábamos la llegada del expreso procedente de Londres-. Muy pronto podré
explicar con todo detalle uno de los crímenes más singulares y sensacionales de los tiempos
modernos. Los estudiosos de la criminología recordarán los incidentes análogos de Grodno,
en la Pequeña Rusia, el año 1866 y también, por supuesto, los asesinatos Anderson de
Carolina del Norte, aunque este caso posee algunos rasgos que son específicamente suyos,
porque todavía carecemos, incluso ahora, de pruebas concluyentes contra ese hombre tan
astuto. Pero mucho me sorprenderá que no se haga por completo la luz antes de que nos
acostemos esta noche.
El expreso de Londres entró rugiendo en la estación y un hombre pequeño y nervudo con
aspecto de bulldog saltó del vagón de primera clase. Nos estrechamos la mano y advertí
enseguida, por la forma reverente que Lestrade tenía de mirar a mi compañero, que había
aprendido mucho desde los días en que trabajaron juntos por vez primera. Aún recordaba
perfectamente el desprecio que las teorías de Sherlock Holmes solían despertar en aquel
hombre de espíritu tan práctico.
-¿Algo que merezca la pena? -preguntó.
-Lo más grande en mucho años -dijo Holmes-. Disponemos de dos horas antes de empezar.
Creo que vamos a emplearlas en comer algo, y luego, Lestrade, le sacaremos de la garganta
la niebla de Londres haciéndole respirar el aire puro de las noches de Dartmoor. ¿No ha
estado nunca en el páramo? ¡Espléndido! No creo que olvide su primera visita.
14. El sabueso de los Baskerville
Uno de los defectos de Sherlock Holmes -si es que en realidad se le puede llamar defectoera
lo mucho que se resistía a comunicar sus planes antes del momento mismo de ponerlos
por obra. Ello obedecía en parte, sin duda, a su carácter autoritario, que le empujaba a
dominar y a sorprender a quienes se hallaban a su alrededor. Y también en parte a su cautela
profesional, que le llevaba siempre a reducir los riesgos al mínimo. Esta costumbre, sin
embargo, resultaba muy molesta para quienes actuaban como agentes y colaboradores suyos.
Yo había sufrido ya por ese motivo con frecuencia, pero nunca tanto como durante aquel
largo trayecto en la oscuridad. Teníamos delante la gran prueba; pero, aunque nos
disponíamos a librar la batalla final Holmes no había dicho nada: sólo me cabía conjeturar
cuál iba a ser su línea de acción. Apenas pude contener mi nerviosismo cuando, por fin, el
frío viento que nos cortaba la cara y los oscuros espacios vacíos a ambos lados del estrecho
camino me anunciaron que estábamos una vez más en el páramo. Cada paso de los caballos y
cada vuelta de las ruedas nos acercaban a la aventura suprema.
Debido a la presencia del cochero no hablábamos con libertad y nos veíamos forzados a
conversar sobre temas triviales mientras la emoción y la esperanza tensaban nuestros
nervios. Después de aquella forzada reserva me supuso un gran alivio dejar atrás la casa de
Frankland y saber que nos acercábamos a la mansión de los Baskerville y al escenario de la
acción. En lugar de llegar en coche hasta la casa nos apeamos junto al portón al comienzo
de la avenida. Despedimos a la tartana y ordenamos al cochero que regresara a Coombe
Tracey de inmediato, al mismo tiempo que nos poníamos en camino hacia la casa Merripit.
-¿Va usted armado, Lestrade?
-Siempre que me pongo los pantalones dispongo de un bolsillo trasero -respondió con
una sonrisa el detective de corta estatura- y siempre que dispongo de un bolsillo trasero
llevo algo dentro.
-¡Bien! También mi amigo y yo estamos preparados para cualquier emergencia.
-Se muestra usted muy reservado acerca de este asunto, señor Holmes. ¿A qué vamos a
jugar ahora?
-Jugaremos a esperar.
-¡Valgame Dios, este sitio no tiene nada de alegre! -dijo el detective con un
estremecimiento, contemplando a su alrededor las melancólicas laderas de las colinas y el
enorme lago de niebla que descansaba sobre la gran ciénaga de Grimpen-. Veo unas luces
delante de nosotros.
-Eso es la casa Merripit y el final de nuestro trayecto. He de rogarles que caminen de
puntillas y hablen en voz muy baja.
Avanzamos con grandes precauciones por el sendero como si nos dirigiéramos hacia la
casa, pero Holmes hizo que nos detuviéramos cuando nos encontrábamos a unos doscientos
metros.
-Ya es suficiente -dijo-. Esas rocas de la derecha van a proporcionarnos una admirable
protección.
-¿Hemos de esperar ahí?
-Así es; vamos a preparar nuestra pequeña emboscada. Lestrade, métase en ese hoyo.
Usted ha estado dentro de la casa, ¿no es cierto, Watson? ¿Puede describirme la situación
de las habitaciones? ¿A dónde corresponden esas ventanas enrejadas?
-Creo que son las de la cocina.
-¿Y la que queda un poco más allá, tan bien iluminada?
-Se trata sin duda del comedor.
-Las persianas están levantadas. Usted es quien mejor conoce el terreno. Deslícese con el
mayor sigilo y vea lo que hacen, pero, por el amor del cielo, ¡que no descubran que los
estamos vigilando!
Avancé de puntillas por el sendero y me agaché detrás del muro de poca altura que
rodeaba el huerto de árboles achaparrados. Aprovechando su sombra me deslicé hasta
alcanzar un punto que me permitía mirar directamente por la ventana desprovista de
visillos.
Sólo había dos personas en la habitación: Sir Henry y Stapleton, sentados a ambos lados
de la mesa redonda. Yo los veía de perfil desde mi punto de observación. Ambos fumaban
cigarros y tenían delante café y vino de Oporto. Stapleton hablaba animadamente, pero el
baronet parecía pálido y ausente. Quizá la idea del paseo solitario a través del páramo
pesaba en su ánimo.
Mientras los contemplaba, Stapleton se puso en pie y salió de la habitación; Sir Henry
volvió a llenarse la copa y se recostó en la silla, aspirando el humo del cigarro. Luego oí el
chirrido de una puerta y el ruido muy nítido de unas botas sobre la grava. Los pasos
recorrieron el sendero por el otro lado del muro que me cobijaba. Alzando un poco la
cabeza vi que el naturalista se detenía ante la puerta de una de las dependencias de la casa,
situada en la esquina del huerto. Oí girar una llave y al entrar Stapleton se oyó un ruido
extraño en el interior. El dueño de la casa no permaneció más de un minuto allí dentro; después
oí de nuevo girar la llave en la cerradura, el naturalista pasó cerca de mí y regresó a la
casa. Cuando comprobé que se reunía con su invitado me deslicé en silencio hasta donde
me esperaban mis compañeros y les conté lo que había visto.
-¿Dice usted, Watson, que la señora no está en el comedor? -preguntó Holmes cuando
terminé mi relato.
-No.
-¿Dónde puede estar, en ese caso, dado que no hay luz en ninguna otra habitación si se
exceptúa la cocina?
-No sabría decirle.
Ya he mencionado que sobre la gran ciénaga de Grimpen flotaba una espesa niebla
blanca que avanzaba lentamente en nuestra dirección y que se presentaba frente a nosotros
como un muro de poca altura, muy denso y con límites muy precisos. La luna la iluminaba
desde lo alto, convirtiéndola en algo parecido a una resplandeciente lámina de hielo de
grandes dimensiones, con las crestas de los riscos a manera de rocas que descansaran sobre
su superficie. Holmes se había vuelto a mirar la niebla y empezó a murmurar, impaciente,
mientras seguía con los ojos su lento derivar.
-Viene hacia nosotros, Watson.
-¿Es eso grave?
-Ya lo creo: la única cosa capaz de desbaratar mis planes. El baronet no puede ya
retrasarse mucho. Son las diez. Nuestro éxito e incluso la vida de Sir Henry pueden
depender de que salga antes de que la niebla cubra la senda.
Por encima de nosotros el cielo estaba claro y sereno. Las estrellas brillaban fríamente y
la media luna bañaba toda la escena con una luz suave, que apenas marcaba los contornos.
Ante nosotros yacía la masa oscura de la casa, con el tejado dentado y las enhiestas
chimeneas violentamente recortadas contra el cielo plateado. Anchas barras de luz dorada
procedentes de las habitaciones iluminadas del piso bajo se alargaban por el huerto y el
páramo. Una de las ventanas se cerró de repente. Los criados habían abandonado la cocina.
Sólo quedaba la lámpara del comedor donde los dos hombres, el anfitrión criminal y el
invitado desprevenido, todavía conversaban saboreando sus cigarros puros.
Cada minuto que pasaba la algodonosa llanura blanca que cubría la mitad del páramo se
acercaba más a la casa. Los primeros filamentos cruzaron por delante del rectángulo dorado
de la ventana iluminada. La valla más distante del huerto se hizo invisible y los árboles se
hundieron a medias en un remolino de vapor blanco. Ante nuestros ojos los primeros
tentáculos de niebla dieron la vuelta por las dos esquinas de la casa y avanzaron lentamente,
espesándose, hasta que el piso alto y el techo quedaron flotando como una extraña
embarcación sobre un mar de sombras. Holmes golpeó apasionadamente con la mano la
roca que nos ocultaba e incluso pateó el suelo llevado de la impaciencia.
-Si nuestro amigo tarda más de un cuarto de hora en salir la niebla cubrirá el sendero. Y
dentro de media hora no nos veremos ni las manos.
-¿Y si nos situáramos a más altura?
-Sí; creo que no estaría de más.
De manera que nos alejamos hasta unos ochocientos metros de la casa, si bien el espeso
mar blanco, su superficie plateada por la luna, seguía avanzando lenta pero inexorablemente:
-Hemos de quedarnos aquí -dijo Holmes-. No podemos correr el riesgo de que Sir Henry
sea alcanzado antes de llegar a nuestra altura. Hay que mantener esta posición a toda costa -
se dejó caer de rodillas y pegó el oído al suelo-. Me parece que le oigo venir, gracias a
Dios.
El ruido de unos pasos rápidos rompió el silencio del páramo. Agazapados entre las
piedras, contemplamos atentamente el borde plateado del mar de niebla que teníamos
delante. El ruido de las pisadas se intensificó y, a través de la niebla, como si se tratara de
una cortina, surgió el hombre al que esperábamos. Sir Henry miró a su alrededor
sorprendido al encontrarse de repente con una noche clara, iluminada por las estrellas.
Luego avanzó a toda prisa sendero adelante, pasó muy cerca de donde estábamos
escondidos y empezó a subir por la larga pendiente que quedaba a nuestras espaldas. Al
caminar miraba continuamente hacia atrás, como un hombre desasosegado.
-¡Atentos! -exclamó Holmes, al tiempo que se oía el nítido chasquido de un revólver al
ser amartillado-. ¡Cuidado! ¡Ya viene!
De algún sitio en el corazón de aquella masa blanca que seguía deslizándose llegó hasta
nosotros un tamborileo ligero y continuo. La niebla se hallaba a cincuenta metros de
nuestro escondite y los tres la contemplábamos sin saber qué horror estaba a punto de
brotar de sus entrañas. Yo me encontraba junto a Holmes y me volví un instante hacia él.
Lo vi pálido y exultante, brillándole los ojos a la luz de la luna. De repente, sin embargo, su
mirada adquirió una extraña fijeza y el asombro le hizo abrir la boca. Lestrade también dejó
escapar un grito de terror y se arrojó al suelo de bruces. Yo me puse en pie de un salto,
inerte la mano que sujetaba la pistola, paralizada la mente por la espantosa forma que
saltaba hacia nosotros de entre las sombras de la niebla. Era un sabueso, un enorme
sabueso, negro como un tizón, pero distinto a cualquiera que hayan visto nunca ojos
humanos. De la boca abierta le brotaban llamas, los ojos parecían carbones encendidos y un
resplandor intermitente le iluminaba el hocico, el pelaje del lomo y el cuello. Ni en la
pesadilla más delirante de un cerebro enloquecido podría haber tomado forma algo más
feroz, más horroroso, más infernal que la oscura forma y la cara cruel que se precipitó sobre
nosotros desde el muro de niebla.
La enorme criatura negra avanzó a grandes saltos por el sendero, siguiendo los pasos de
nuestro amigo. Hasta tal punto nos paralizó su aparición que ya había pasado cuando
recuperamos la sangre fría. Entonces Holmes y yo disparamos al unísono y la criatura lanzó
un espantoso aullido, lo que quería decir que al menos uno de los proyectiles le había
acertado. Siguió, sin embargo, avanzando a grandes saltos sin detenerse. A lo lejos, en el
camino, vimos cómo Sir Henry se volvía, el rostro blanco a la luz de la luna, las manos
alzadas en un gesto de horror, contemplando impotente el ser horrendo que le daba caza.
Pero el aullido de dolor del sabueso había disipado todos nuestros temores. Si aquel ser
era vulnerable, también era mortal, y si habíamos sido capaces de herirlo también podíamos
matarlo. Nunca he visto correr a un hombre como corrió Holmes aquella noche. Se me
considera veloz, pero mi amigo me sacó tanta ventaja como yo al detective de corta
estatura. Mientras volábamos por el sendero oíamos delante los sucesivos alaridos de Sir
Henry y el sordo rugido del sabueso. Pude ver cómo la bestia saltaba sobre su víctima, la
arrojaba al suelo y le buscaba la garganta. Pero un instante después, Holmes había
disparado cinco veces su revólver contra el costado del animal. Con un último aullido de
dolor y una violenta dentellada al aire, el sabueso cayó de espaldas, agitando furiosamente
las cuatro patas, hasta inmovilizarse por fin sobre un costado. Yo me detuve, jadeante, y
acerqué mi pistola a la horrible cabeza luminosa, pero ya no servía de nada apretar el
gatillo. El gigantesco perro había muerto.
Sir Henry seguía inconsciente en el lugar donde había caído. Le arrancamos el cuello de
la camisa y Holmes musitó una acción de gracias al ver que no estaba herido: habíamos
llegado a tiempo. El baronet parpadeó a los pocos instantes e hizo un débil intento de
moverse. Lestrade le acercó a la boca el frasco de brandyy muy pronto dos ojos llenos de
espanto nos miraron fijamente.
-¡Dios mío! -susurró nuestro amigo-. ¿Qué era eso? En nombre del cielo, ¿qué era eso?
-Fuera lo que fuese, ya está muerto -dijo Holmes-. De una vez por todas hemos acabado
con el fantasma de la familia Baskerville.
El tamaño y la fuerza bastaban para convertir en un animal terrible a la criatura que yacía
tendida ante nosotros. No era ni sabueso ni mastín de pura raza, sino que parecía más bien
una mezcla de los dos: demacrado, feroz y del tamaño de una pequeña leona. Incluso ahora,
en la inmovilidad de la muerte, de sus enormes mandíbulas parecía seguir brotando una
llama azulada, y los ojillos crueles, muy hundidos en las órbitas, aún daban la impresión de
estar rodeados de fuego. Toqué con la mano el hocico luminoso y al apartar los dedos vi
que brillaban en la oscuridad, como si ardieran a fuego lento.
-Fósforo -dije.
-Un ingenioso preparado hecho con fósforo -dijo Holmes, acercándose al sabueso para
olerlo-. Totalmente inodoro para no dificultar la capacidad olfatoria del animal. Es mucho
lo que tiene usted que perdonarnos, Sir Henry, por haberlo expuesto a este susto tan
espantoso. Yo me esperaba un sabueso, pero no una criatura como ésta. Y la niebla apenas
nos ha dado tiempo para recibirlo como se merecía.
-Me han salvado la vida.
-Después de ponerla en peligro. ¿Tiene usted fuerzas para levantarse?
-Denme otro sorbo de ese brandy y estaré listo para cualquier cosa. ¡Bien! Ayúdenme a
levantarme. ¿Qué se propone hacer ahora, señor Holmes?
-A usted vamos a dejarlo aquí. No está en condiciones de correr más aventuras esta
noche. Si hace el favor de esperar, uno de nosotros volverá con usted a la mansión.
El baronet logró ponerse en pie con dificultad, pero aún seguía horrorosamente pálido y
temblaba de pies a cabeza. Lo llevamos hasta una roca, donde se sentó con el rostro entre
las manos y el cuerpo estremecido.
-Ahora tenemos que dejarlo -dijo Holmes-. Hemos de acabar el trabajo y no hay un
momento que perder. Ya tenemos las pruebas; sólo nos falta nuestro hombre. Hay una
probabilidad entre mil de que lo hallemos en la casa -siguió mi amigo, mientras
regresábamos a toda velocidad por el camino-. Sin duda los disparos le han hecho saber
que ha perdido la partida.
-Estábamos algo lejos y la niebla ha podido amortiguar el ruido.
-Tenga usted la seguridad de que seguía al sabueso para llamarlo cuando terminara su
tarea. No, no; se habrá marchado ya, pero lo registraremos todo y nos aseguraremos.
La puerta principal estaba abierta, de manera que irrumpimos en la casa y recorrimos
velozmente todas las habitaciones, con gran asombro del anciano y tembloroso sirviente
que se tropezó con nosotros en el pasillo. No había otra luz que la del comedor, pero
Holmes se apoderó de la lámpara y no dejó rincón de la casa sin explorar. Aunque no
aparecía por ninguna parte el hombre al que perseguíamos, descubrimos que en el piso alto
uno de los dormitorios estaba cerrado con llave.
-¡Aquí dentro hay alguien! -exclamó Lestrade-. Oigo ruidos. ¡Abra la puerta!
Del interior brotaban débiles gemidos y crujidos. Holmes golpeó con el talón
exactamente encima de la cerradura y la puerta se abrió inmediatamente. Pistola en mano,
los tres irrumpimos en la habitación.
Pero en su interior tampoco se hallaba el criminal desafiante que esperábamos ver y sí, en
cambio, un objeto tan extraño y tan inesperado que por unos instantes no supimos qué
hacer, mirándolo asombrados.
El cuarto estaba arreglado como un pequeño museo y en las paredes se alineaban las
vitrinas que albergaban la colección de mariposas diurnas y nocturnas cuya captura servía
de distracción a aquel hombre tan complicado y tan peligroso. En el centro de la habitación
había un pilar, colocado allí en algún momento para servir de apoyo a la gran viga, vieja y
carcomida, que sustentaba el techo. A aquel pilar estaba atada una figura tan envuelta y tan
tapada con las sábanas utilizadas para sujetarla que de momento no se podía decir si era
hombre o mujer. Una toalla, anudada por detrás al pilar, le rodeaba la garganta. Otra le
cubría la parte inferior del rostro y, por encima de ella, dos ojos oscuros -llenos de dolor y
de vergüenza y de horribles preguntas- nos contemplaban. En un minuto habíamos
arrancado la mordaza y desatado los nudos y la señora Stapleton se derrumbó delante de
nosotros. Mientras la hermosa cabeza se le doblaba sobre el pecho vi, cruzándole el cuello,
el nítido verdugón de un latigazo.
-¡Qué canalla! -exclamó Holmes-. ¡Lestrade, por favor, su frasco de brandy! ¡Llévenla a
esa silla! Los malos tratos y la fatiga han hecho que pierda el conocimiento.
La señora Stapleton abrió de nuevo los ojos.
-¿Está a salvo? -preguntó-. ¿Ha escapado?
-No se nos escapará, señora.
-No, no; no me refiero a mi marido. ¿Está Sir Henry a salvo?
-Sí.
-¿Y el sabueso?
-Muerto.
La señora Stapleton dejó escapar un largo suspiro de satisfacción.
-¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! ¡El muy canalla! ¡Vean cómo me ha tratado! -retiró las
mangas del vestido para mostrarnos los brazos y vimos con horror que estaban llenos de
cardenales-. Pero esto no es nada, ¡nada! Lo que ha torturado y profanado han sido mi
mente y mi alma. Lo he soportado todo, malos tratos, soledad, una vida de engaño, todo,
mientras aún podía agarrarme a la esperanza de que seguía queriéndome, pero ahora sé que
también en eso he sido su víctima y su instrumento -unos sollozos apasionados
interrumpieron sus palabras.
-Puesto que no tiene usted motivo alguno para estarle agradecida -le dijo Holmes-,
infórmenos de dónde podemos encontrarlo. Si alguna vez le ha ayudado en el mal, colabore
ahora con nosotros y expíe el pasado de ese modo.
-Sólo hay un sitio a donde puede haber escapado -respondió ella-. Existe una vieja mina
de estaño en la isla que ocupa el corazón de la ciénaga. Allí encerraba a su sabueso y
también allí hizo preparativos por si alguna vez necesitaba un refugio. Habrá ido en esa
dirección.
La niebla descansaba sobre la ventana como una capa de lana blanca. Holmes acercó la
lámpara a los cristales.
-Vea -dijo-. Esta noche nadie es capaz de adentrarse en la gran ciénaga de Grimpen.
La señora Stapleton se echó a reír y empezó a dar palmadas. Sus ojos y sus dientes
brillaron con una alegría feroz.
-Tal vez haya conseguido entrar, pero no saldrá -exclamó-. No podrá ver las varitas que
sirven de guía. Las colocamos juntos para señalar la senda a través de la ciénaga. ¡Ah, si
hubiera podido arrancarlas hoy! Entonces seguro que lo tendrían ustedes a su merced.
Evidentemente era inútil proseguir la búsqueda antes de que levantara la niebla. Dejamos
a Lestrade para que custodiara la casa y Holmes y yo regresamos a la mansión con el
baronet. Ya no podíamos ocultarle por más tiempo la historia de los Stapleton, pero encajó
con mucho valor las revelaciones sobre la mujer de la que se había enamorado. De todos
modos, la impresión producida por las aventuras nocturnas le había destrozado los nervios
y poco después deliraba ya con una fiebre muy alta, atendido por el doctor Mortimer. Los
dos estaban destinados a dar la vuelta al mundo antes de que Sir Henry volviese a ser el
hombre robusto y cordial que fuera antes de convertirse en el dueño de aquella mansión
cargada con el peso de la leyenda.
Y ya sólo me queda llegar rápidamente al desenlace de esta narración singular con la que
he tratado de conseguir que el lector compartiera los miedos oscuros y las vagas conjeturas
que ensombrecieron durante tantas semanas nuestras vidas y que concluyeron de manera
tan trágica. A la mañana siguiente se levantó la niebla y la señora Stapleton nos llevó hasta
el sitio donde ella y su esposo habían encontrado un camino practicable para penetrar en el
pantano. El interés y la alegría con que aquella mujer nos puso sobre la pista de su marido
nos ayudó a comprender mejor los horrores de su vida con Stapleton. La dejamos en la
estrecha península de suelo firme de turba que acababa desapareciendo en la ciénaga. A
partir de allí unas varitas clavadas en la tierra iban mostrando el sendero, que zigzagueaba
de juncar enjuncar entre las pozas llenas de verdín y los fétidos cenagales que cerraban el
paso a cualquier intruso. Los abundantes juncos y las exuberantes y viscosas plantas
acuáticas despedían olor a putrefacción y nos lanzaban a la cara densos vapores
miasmáticos, mientras que al menor paso en falso nos hundíamos hasta el muslo en el
oscuro fango tembloroso que, a varios metros a la redonda, se estremecía en suaves
ondulaciones bajo nuestros pies, tiraba con tenacidad de nuestros talones mientras
avanzábamos y, cada vez que nos hundíamos en él, se transformaba en una mano malévola
que quería llevarnos hacia aquellas horribles profundidades: tal era la intensidad y la
decisión del abrazo con que nos sujetaba. Sólo una vez comprobamos que alguien había
seguido senda tan peligrosa antes de nosotros. Del centro del matorral de juncias que lo
mantenía fuera del fango sobresalía un objeto oscuro. Holmes se hundió hasta la cintura al
salirse del sendero para recogerlo, y si no hubiéramos estado allí para ayudarlo nunca
hubiera vuelto a poner el pie en tierra firme. Lo que alzó en el aire fue una bota vieja de color
negro. «Meyers, Toronto» estaba impreso en el interior del cuero.
-El baño de barro estaba justificado -dijo Holmes-. Es la bota perdida de nuestro amigo
Sir Henry.
-Arrojada aquí por Stapleton en su huida.
-En efecto. Siguió con ella en la mano después de utilizarla para poner al sabueso en la
pista del baronet. Luego, todavía empuñando la bota, escapó al darse cuenta de que había
perdido la partida. Y la arrojó lejos de sí en este sitio durante su huida. Ya sabemos al
menos que logró llegar hasta aquí.
Pero no estábamos destinados a saber nada más, aunque pudimos deducir muchas otras
cosas. No existía la menor posibilidad de encontrar huellas en el pantano, porque el barro
que se alzaba con cada pisada las cubría rápidamente y, aunque las buscamos ávidamente
cuando por fin llegamos a tierra firme, nunca encontramos ni el menor rastro. Si la tierra
nos contó una historia verdadera, hay que creer que Stapleton nunca llegó a la isla que
aquella última noche trató de alcanzar entre la niebla y en la que esperaba refugiarse.
Hundido en algún lugar del corazón de la gran ciénaga, en el fétido limo del enorme
pantano que se lo había tragado, quedó enterrado para siempre aquel hombre frío de
corazón despiadado.
En la isla del centro del pantano donde escondía a su cruel aliado hallamos muchos
rastros de su presencia. Una enorme rueda motriz y un pozo lleno a medias de escombros
señalaban la posición de una mina abandonada. Junto a ella se encontraban los derruidos
restos de unas chozas; los mineros, sin duda, habían terminado por marcharse, incapaces de
resistir el hedor apestoso que los rodeaba. En una de ellas una armella y una cadena, junto a
unos huesos roídos, mostraban el sitio donde el sabueso permanecía confinado. Entre los
demás restos encontramos un esqueleto que tenía pegados unos mechones castaños.
-¡Un perro! -dijo Holmes-. Sin duda un spaniel de pelo rizado. El pobre Mortimer nunca
volverá a ver a su preferido. Bien; no creo que este lugar contenga ningún secreto que no
hayamos descubierto ya. Stapleton escondía al sabueso, pero no podía impedir que se le
oyera, y de ahí los aullidos que ni siquiera durante el día resultaban agradables. En los
momentos críticos podía encerrarlo en una de las dependencias de Merripit, pero eso
significaba correr un riesgo, y sólo el gran día, la jornada en que Stapleton iba a culminar
todos sus esfuerzos, se atrevió a hacerlo. La pasta que hay en esa lata es sin duda la mezcla
luminosa con que embadurnaba al animal. La idea se la sugirió, por supuesto, la leyenda
del sabueso infernal y el deseo de dar un susto de muerte al anciano Sir Charles. No tiene
nada de extraño que Selden, aquel pobre diablo, corriera y gritara, como lo ha hecho
nuestro amigo, y como podíamos haberlo hecho nosotros, cuando vio a semejante criatura
siguiendo su rastro a grandes saltos por el páramo a oscuras. Era una estratagema muy astuta,
porque, además de la posibilidad de provocar la muerte de la víctima elegida, ¿qué
campesino se atrevería a interesarse de cerca por semejante criatura en el caso de que,
como les ha sucedido a muchos, la viera por el páramo? Lo dije en Londres, Watson, y lo
repito ahora: nunca hemos contribuido a acabar con un hombre tan peligroso como el que
ahí yace -y extendió su largo brazo hacia la enorme extensión de la ciénaga, cubierta de
manchas verdes, que se prolongaba hasta confundirse con el color rojizo del páramo.
15. Examen retrospectivo
En una fría noche de niebla, a finales del mes de noviembre, Holmes y yo estábamos
sentados a ambos lados de un fuego muy vivo en nuestra sala de estar de Baker Street.
Desde la trágica conclusión de nuestra visita a Devonshire, mi amigo se había ocupado de
dos asuntos de extraordinaria importancia; en el curso del primero puso de manifiesto la
conducta atroz del coronel Upwood en relación con el famoso escándalo de los naipes del
Club Nonpareil, mientras que con motivo del segundo defendió a la desgraciada Mme.
Montpensier de la acusación de asesinato que pesaba sobre ella en relación con la muerte
de su hijastra, Mlle. Carère, una joven que, como se recordará, apareció seis meses más
tarde en Nueva York, después de haber contraído matrimonio. Mi amigo se hallaba de
excelente humor debido a los éxitos conseguidos en una sucesión de casos difíciles a la vez
que importantes, y no me fue difícil empujarle a que repasara conmigo los detalles del
misterio de Baskerville. Yo había esperado pacientemente a que se presentara la oportunidad,
porque sabía muy bien que Holmes no permitía nunca la superposición de casos, y que
su mente, tan clara y tan lógica, no abandonaba nunca el trabajo presente para ocuparse de
recuerdos. Pero Sir Henry y el doctor Mortimer se hallaban en Londres, a punto de
emprender el largo viaje recomendado al baronet para restablecer sus nervios destrozados,
y nos habían visitado aquella misma tarde, lo que me permitió sacar a relucir el tema con
toda naturalidad.
-Desde el punto de vista de la persona que se hacía llamar Stapleton -dijo Holmes-, el
plan que había urdido era de una gran sencillez, si bien para nosotros, que al principio
carecíamos de medios para averiguar el motivo de sus acciones y sólo disponíamos en parte
de los hechos, resultara extraordinariamente complejo. Yo he tenido además la suerte de
hablar en dos ocasiones con la señora Stapleton, por lo que el caso está totalmente aclarado
y no queda ya secreto alguno. En el apartado Bertha de la lista de mis casos, que llevo por
orden alfabético, encontrará algunas notas sobre este asunto.
-Quizá sea usted tan amable como para esbozarme de memoria el curso de los
acontecimientos.
-Claro que sí, aunque no le garantizo que conserve todos los datos en la cabeza. Es
curioso cómo la intensa concentración mental consigue borrar el pasado. El abogado que
cuando conoce un caso con pelos y señales es capaz de discutir con los expertos en el tema,
descubre que le bastan una semana o dos de un trabajo nuevo para que olvide todo lo que
había aprendido. De la misma manera cada uno de mis casos desplaza al anterior y Mlle.
Carère ha desdibujado mis recuerdos de la mansión de los Baskerville. Mañana quizá se me
pida que me ocupe de otro problema insignificante que, a su vez, eliminará a la hermosa
dama francesa y al infame Upwood.
Por lo que se refiere al caso del sabueso, le expondré lo más exactamente que pueda los
acontecimientos y siempre podrá usted interrogarme sobre cualquier punto que haya
olvidado.
»Mis investigaciones han demostrado sin lugar a dudas que el retrato familiar no mentía y
que nuestro hombre era efectivamente un Baskerville, hijo de Rodger, el hermano menor
de Sir Charles, que escapó, ya con una siniestra reputación, a América del Sur, donde se
dijo que había muerto soltero. La verdad es que contrajo matrimonio y que tuvo un único
hijo, nuestro personaje, que recibió el nombre de su padre, y que a su vez se casó con Beryl
García, una de las beldades de Costa Rica; luego de robar una considerable suma de dinero
del Estado, pasó a apellidarse Vandeleur y huyó a Inglaterra, donde creó un colegio en la
zona este de Yorkshire. Su interés por este tipo particular de ocupación obedecía a que
durante el viaje de vuelta a Inglaterra conoció a un profesor, enfermo de tuberculosis, cuya
gran competencia profesional utilizó para que la empresa tuviera éxito. Pero al morir
Fraser, el profesor, el colegio se desprestigió primero para caer después en el descrédito
más absoluto, por lo que los Vandeleur juzgaron conveniente cambiar de nuevo de apellido,
y así el hijo de Rodger Baskerville se trasladó, como Jack Stapleton, al sur de Inglaterra
con los restos de su fortuna, sus planes para el futuro y su afición a la entomología. En el
Museo Británico he podido saber que se le consideraba una autoridad en ese campo y que
el apellido Vandeleur ha quedado identificado con cierta mariposa nocturna que él
describió por vez primera durante su estancia en Yorkshire.
»Llegamos ya a la parte de su vida que ha resultado de tan gran interés para nosotros.
Stapleton hizo sin duda investigaciones y descubrió que sólo dos vidas le separaban de una
cuantiosa herencia. Creo que cuando se trasladó a Devonshire sus planes eran aún
extraordinariamente vagos, aunque el carácter delictivo de sus intenciones queda de
manifiesto desde el principio por el hecho de que hiciera pasar a su esposa por su hermana.
La idea de utilizarla como señuelo estaba ya en su mente, aunque quizá no supiera aún con
claridad cómo iba a organizar todos los detalles del plan. Al final del camino se hallaba la
herencia de los Baskerville, y estaba dispuesto a utilizar cualquier instrumento y correr
cualquier riesgo para lograrla. El primer paso fue instalarse lo más cerca que pudo de su
hogar ancestral y el segundo cultivar la amistad de Sir Charles Baskerville y de sus vecinos.
»El mismo baronet le contó la historia del sabueso, preparándose, sin saberlo, el camino
hacia la tumba. Stapleton, como voy a seguir llamándolo, sabía que el anciano estaba
enfermo del corazón y que cualquier emoción fuerte podía acabar con él, información que
le había facilitado el doctor Mortimer. También llegó a sus oídos que Sir Charles era
supersticioso y que se tomaba muy en serio la macabra leyenda del sabueso. Su ingenio le
sugirió de inmediato una manera para acabar con la vida del baronet sin que existiera en la
práctica la menor posibilidad de descubrir al culpable.
»Concebida la idea, Stapleton procedió a llevarla a la práctica con notable astucia. Un
intrigante ordinario se habría dado por satisfecho con un animal suficientemente feroz. La
utilización de medios artificiales para convertir al animal en diabólico fue un destello de
genio por su parte. El perro lo adquirió en Londres, acudiendo a la firma Ross y Mangles,
que tiene su establecimiento en Fulham Road. Era el más fuerte y el más feroz de que
disponían. Para transportarlo hasta el páramo Stapleton utilizó la línea de ferrocarril del
norte de Devon y recorrió luego a pie una gran distancia, con el fin de no despertar
sospechas. Para entonces, y gracias a sus expediciones a la caza de insectos, ya se había
adentrado en la ciénaga de Grimpen, lo que le permitió encontrar un escondite seguro para
el animal. Después de instalarlo allí esperó a que se le presentara una oportunidad.
»La ocasión, sin embargo, tardó algún tiempo en aparecer. De noche no era posible sacar
de sus propiedades al anciano caballero. A lo largo de los meses Stapleton acechó por los
alrededores con su sabueso, pero sin éxito. Durante esos intentos infructuosos lo vieron, o
vieron más bien a su acompañante, algunos campesinos, gracias a lo cual la leyenda del
perro demoníaco recibió nueva confirmación. Stapleton confiaba en que su esposa arrastrase
a Sir Charles a su ruina, pero en ese punto Beryl resultó inesperadamente
independiente. No estaba dispuesta a provocar un enredo sentimental que pusiera al
anciano baronet en manos de su enemigo. Ni las amenazas ni, siento decirlo, los golpes
lograron convencerla. Se negó siempre de plano y durante algún tiempo Stapleton se
encontró en un punto muerto.
»Finalmente halló la manera de superar sus dificultades por conducto del mismo Sir
Charles, quien, por el afecto que le profesaba, delegó en él para todo lo relacionado con el
caso de esa mujer tan desventurada que es la señora Laura Lyons. Al presentarse como
soltero, adquirió muy pronto un gran ascendiente sobre ella, y le dio a entender que si
conseguía divorciarse de Lyons se casaría con ella. La situación llegó a un punto crítico
cuando Stapleton supo que Sir Charles se disponía a abandonar el páramo siguiendo el
consejo del doctor Mortimer, con cuya opinión él mismo fingía estar de acuerdo. Era preciso
actuar de inmediato, porque de lo contrario su víctima podía quedar para siempre fuera
de su alcance. De manera que presionó a la señora Lyons para que escribiera la carta,
pidiendo al anciano que le concediera una entrevista la noche antes de emprender viaje a
Londres y luego, con falsas razones, le impidió acudir, logrando así la oportunidad que
esperaba desde hacía tanto tiempo.
»Al regresar de Coombe Tracey a última hora de la tarde tuvo tiempo de ir en busca del
sabueso, embadurnarlo con su pintura infernal y llevarlo hasta el portillo donde tenía
buenas razones para confiar en que encontraría al anciano caballero. El perro, incitado por
su amo, saltó el portillo y persiguió al desgraciado baronet que huyó dando alaridos por el
paseo de los Tejos. En ese túnel tan sombrío tuvo que resultar especialmente horrible ver a
aquella enorme criatura negra, de mandíbulas luminosas y ojos llameantes, persiguiendo a
grandes saltos a su víctima. Sir Charles cayó muerto al final del paseo debido al terror y a
su corazón enfermo. Mientras el baronet corría por el camino el sabueso se había
mantenido en el borde de hierba, de manera que sólo eran visibles las huellas del ser
humano. Al verlo caído e inmóvil es probable que el animal se acercara a olerlo; fue
después, al descubrir que estaba muerto, cuando, al dar la vuelta para marcharse, dejó la
huella en la que más tarde había de reparar el doctor Mortimer. Stapleton llamó al perro y
se apresuró a devolverlo a su guarida en la ciénaga de Grimpen, dejando atrás un misterio
que desconcertó a las autoridades, alarmó a todos los habitantes de la zona y provocó
finalmente que se solicitara nuestra colaboración.
»Es posible que Stapleton ignorase aún la existencia del heredero que vivía en Canadá,
pero, en cualquier caso, lo supo muy pronto de labios de su amigo el doctor Mortimer, que
le comunicó además todos los detalles sobre la llegada a Londres de Sir Henry Baskerville.
La primera idea de Stapleton fue que, en lugar de esperar a que se presentara en
Devonshire, quizá fuera posible acabar en Londres con la vida del joven extranjero. Como
desconfiaba de su esposa desde que se negara a ayudarle a tender una trampa al anciano
baronet, no se atrevió a dejarla sola por temor a perder su influencia sobre ella. Esa es la
razón de que vinieran juntos a Londres. Se alojaron, según descubrí, en el hotel privado
Mexborough, en Craven Street, uno de los que de hecho visitó mi agente en busca de
pruebas. Stapleton dejó allí encerrada a su esposa mientras él, ocultando su identidad bajo
una barba, seguía al doctor Mortimer a Baker Street y más tarde a la estación y al hotel
Northumberland. Su mujer tenía barruntos de los planes de su marido, pero era tanto su temor
-temor fundado en los brutales malos tratos a los que la había sometido- que no se
atrevió a escribir para advertir a Sir Henry del peligro que corría. Si la carta caía en manos
de Stapleton también su vida se vería amenazada. Finalmente, como sabemos, recurrió al
expediente de recortar palabras impresas y de escribir la dirección deformando la letra. El
mensaje llegó a manos del baronety fue el primer aviso del peligro que corría.
»Stapleton necesitaba alguna prenda de vestir de Sir Henry, para, en el caso de que se
viera obligado a recurrir al sabueso, disponer de los medios que le permitieran seguir su
rastro. Con la celeridad y la audacia que le caracterizaban puso de inmediato manos a la
obra y no cabe duda de que sobornó al limpiabotas o a la camarera del hotel para que le
ayudaran en su empeño. Casualmente, sin embargo, la primera bota que consiguió era una
de las nuevas y, por consiguiente, sin utilidad para sus planes. Stapleton hizo entonces que
se devolviera y obtuvo otra. Un incidente muy instructivo, porque me demostró sin lugar a
dudas que se trataba de un sabueso de verdad: ninguna otra explicación justificaba la
apremiante necesidad de conseguir la bota vieja y la indiferencia ante la nueva. Cuanto más
outré y grotesco resulta un incidente, mayor es la atención con que hay que examinarlo, y el
punto que más parece complicar un caso es, cuando se estudia con cuidado y se maneja de
manera científica, el que proporciona mayores posibilidades de elucidarlo.
»A la mañana siguiente recibimos la visita de nuestros amigos, siempre espiados por
Stapleton desde el coche de punto. Dados su conocimiento del sitio donde vivimos y
también de mi aspecto, así como por su manera general de comportarse, me inclino a creer
que la carrera criminal de Stapleton no se redujo al asunto de Baskerville. Resulta
interesante saber que durante los tres últimos años se han producido en esa zona cuatro
robos con fractura de considerable importancia y que en ninguno de los casos se ha
detenido a los culpables. El último, en el mes de mayo, con Folkestone Court como
escenario, fue notable porque el ladrón enmascarado, que actuaba en solitario, disparó a
sangre fría contra el botones que lo sorprendió. No me cabe la menor duda de que Stapleton
renovaba de ese modo sus menguados recursos económicos y que era desde hacía años un
individuo desesperado y sumamente peligroso.
»Lo sucedido aquella mañana en que se nos escapó tan hábilmente, así como su audacia
al devolverme mi propio nombre por medio del cochero, es un buen ejemplo de sus muchos
recursos. A partir de aquel momento, sabedor de que me había hecho cargo del caso en
Londres, comprendió que no tenía ya ninguna posibilidad de éxito en la metrópoli y regresó
a Dartmoor para esperar la llegada del baronet.
-¡Un momento! -dije yo-. No hay duda de que ha descrito usted correctamente la sucesión
de los hechos, pero hay un punto que no ha mencionado. ¿Qué se hizo del sabueso durante
la estancia de su amo en Londres?
-He reflexionado sobre ese asunto, porque no hay duda de que tiene importancia. Es
evidente que Stapleton tenía un confidente, aunque no es probable que se pusiera por
completo a su merced comunicándole todos sus planes. En la casa Merripit había un
anciano sirviente llamado Anthony. Su asociación con los Stapleton se remonta a años
atrás, a los tiempos del colegio, por lo que debía de saber que su señor y su señora eran en
realidad marido y mujer. Este hombre ha desaparecido, huyendo del país. Dese usted
cuenta de que Anthony no es un nombre frecuente en Inglaterra, mientras que Antonio sí lo
es en España y en los países americanos de habla española. Ese individuo, como la misma
señora Stapleton, hablaba inglés correctamente, pero con un curioso ceceo. Tuve ocasión
de ver cómo ese anciano cruzaba la ciénaga de Grimpen por el camino que Stapleton
marcara. Es muy probable, por tanto, que en ausencia de su señor fuese élquien se ocupara
del sabueso, aunque quizá sin saber nunca la finalidad para la que se lo destinaba.
»Acto seguido los Stapleton regresaron a Devonshire, seguidos, muy poco después, por
Sir Henry y usted. Un breve comentario sobre mi situación en aquel momento. Quizá
conserve usted el recuerdo de que, cuando examiné el papel en el que estaban pegadas las
palabras impresas, lo estudié con gran detenimiento en busca de la filigrana. Al hacerlo me
lo acerqué bastante y advertí un débil olor a jazmín. El experto en criminología ha de distinguir
los setenta y cinco perfumes que se conocen y, por lo que a mi propia experiencia se
refiere, la resolución de más de un caso ha dependido de su rápida identificación. Aquel
aroma sugería la presencia de una dama, por lo que mis sospechas empezaron a dirigirse
hacia los Stapleton. Fue así cómo averigüé la existencia del sabueso y deduje ya quién era
el asesino antes de trasladarme a Devonshire.
»Mi juego consistía en vigilar a Stapleton. Era evidente, sin embargo, que no podía
hacerlo yendo con usted, porque en ese caso mi hombre estaría siempre en guardia. De
manera que engañé a todos, usted incluido, y me trasladé secretamente al páramo cuando se
daba por sentado que seguía en Londres. Los apuros que pasé no fueron tan grandes como
usted imagina, aunque cuestiones de tan poca importancia no deben nunca dificultar la investigación
de un caso. Pasé la mayor parte del tiempo en Coombe Tracey y únicamente
utilicé el refugio neolítico cuando era necesario estar cerca del escenario de la acción.
Cartwright, que me había acompañado, me fue de gran ayuda con su disfraz de campesino.
Dependía de él para la comida y las mudas de ropa. Mientras yo vigilaba a Stapleton, era
frecuente que Cartwright lo vigilara a usted, de manera que controlaba todos los resortes.
»Ya le he explicado que sus informes me llegaban enseguida, porque de Baker Street los
enviaban inmediatamente a Coombe Tracey. Me fueron de gran utilidad y en especial aquel
fragmento verídico de la biografía de Stapleton. Así pude averiguar la identidad de la
pareja y saber por fin a qué carta quedarme. El caso se había complicado bastante debido al
incidente del preso fugado y de su relación con los Barrymore. También eso lo aclaró usted
de manera muy eficaz, aunque por mi parte hubiera llegado a la misma conclusión.
»Cuando me encontró usted en el páramo tenía ya un conocimiento completo del caso,
pero carecía de pruebas que pudieran presentarse ante un jurado. Ni siquiera el intento
criminal contra Sir Henry la noche en que quedó truncada la vida del desventurado preso
nos hubiera servido de ayuda para acusar a Stapleton de asesinato. No parecía existir otra
alternativa que sorprenderlo con las manos en la masa y para ello teníamos que utilizar
como cebo a Sir Henry, solo y sin protección en apariencia. Así lo hicimos y, a costa de un
terrible sobresalto para nuestro cliente, logramos coronar nuestro trabajo y provocar el fin
de Stapleton. He de confesar que supone un desdoro para mi forma de llevar el caso el
hecho de que Sir Henry se viera expuesto a semejante peligro, pero carecíamos de medios
para prever el aspecto, terrible y sobrecogedor, que presentaba el animal, como tampoco
podíamos predecir la niebla que le permitió aparecer ante nosotros casi de improviso.
Logramos nuestro objetivo a un costo que, según me han asegurado tanto el especialista
como el doctor Mortimer, será sólo momentáneo. Un viaje largo permitirá que nuestro
amigo se recupere no sólo de sus nervios destrozados sino también de sus sentimientos
heridos. Su amor por la señora Stapleton era profundo y sincero y para él lo más triste de
todo este asunto tan tenebroso es que ella lo engañara.
»Sólo queda ya dilucidar el papel de la señora Stapleton. No hay duda de que su marido
ejercía sobre ella una influencia que puede haber sido amor, miedo, o muy posiblemente
ambas cosas, dado que no son, desde luego, sentimientos incompatibles. En cualquier caso
esa influencia era absolutamente eficaz. Al ordenárselo él, consintió en hacerse pasar por su
hermana, aunque también es cierto que Stapleton descubrió los límites de su poder cuando
quiso convertirla en cómplice de un asesinato. Beryl estaba dispuesta a prevenir a Sir
Henry aunque sin descubrir a su marido, y trató de hacerlo una y otra vez. Es evidente que
también Stapleton era capaz de sentir celos, de manera que cuando vio cómo el baronet
cortejaba a su esposa, pese a que formaba parte de su plan, no pudo evitar interrumpir el
idilio con un estallido de pasión que puso de manifiesto el alma fogosa que tan inteligentemente
escondía bajo sus modales reservados. Al fomentar la intimidad entre ambos se
aseguraba de que Sir Henry acudiera con frecuencia a la casa Merripit y de que más pronto
o más tarde se presentase la oportunidad que esperaba. El día de la crisis definitiva, sin
embargo, su mujer se revolvió inesperadamente contra él. Había llegado a sus oídos la
noticia de la muerte de Selden, y no ignoraba, la noche en que habían invitado a Sir Henry
a cenar, que el sabueso estaba en una de las dependencias de la casa. Beryl acusó a su
marido de querer asesinar al baronet y eso provocó una escena violenta, durante la cual
Stapleton reveló por vez primera a su mujer que tenía una rival. La fidelidad de la señora
Stapleton se transformó inmediatamente en odio intenso y nuestro hombre comprendió que
su mujer estaba dispuesta a traicionarlo. Entonces procedió a atarla para que no pudiera
avisar a Sir Henry, sin perder la esperanza de que cuando todos los habitantes de la zona
atribuyesen la muerte del barones a la maldición familiar, como sin duda sucedería, su
mujer aceptara los hechos consumados y guardase silencio sobre lo que sabía. Por lo que a
eso se refiere tengo la impresión de que calculó mal y que, aun sin contar con nuestra
presencia, su caída era inevitable. Una mujer de sangre española no perdona fácilmente
semejante afrenta. Y ya, mi querido Watson, no estoy en condiciones de hacerle un relato
más detallado de este interesantísimo caso sin recurrir a mis anotaciones. Ignoro si ha
quedado sin explicar algo esencial.
-Stapleton tenía que saber que no iba a ser posible matar a Sir Henry de miedo, con el
sabueso falsamente infernal, como sucediera en el caso de su tío.
-Era un perro muy feroz y estaba hambriento. Si su apariencia no acababa con la víctima,
el miedo podía al menos paralizarla, de manera que no ofreciese resistencia.
-Sin duda. Queda tan sólo una dificultad. Si Stapleton hubiese llegado a tomar posesión
de la herencia ¿cómo habría explicado el hecho de que él, el heredero, hubiese vivido sin
darse a conocer y con otro nombre en un lugar tan próximo a la mansión de los
Baskerville? ¿Cómo podría reclamar la herencia sin despertar sospechas ni provocar
investigaciones?
-Se trata de un problema muy arduo y temo que espera usted demasiado al pedirme que
lo solucione. El pasado y el presente se hallan dentro del campo de mis investigaciones,
pero lo que una persona vaya a hacer en el futuro es algo muy difícil de prever. La señora
Stapleton oyó a su marido analizar el problema en varias ocasiones. Eran tres las soluciones
posibles. Podía reclamar la propiedad desde América del Sur, demostrar su identidad ante
las autoridades consulares británicas y obtener así la fortuna sin aparecer nunca por
Inglaterra; podía también adoptar un disfraz que lo hiciera irreconocible durante el breve
periodo de tiempo que necesitase permanecer en Londres y, finalmente, podía suministrar a
un cómplice las pruebas y los documentos, haciéndolo pasar por el heredero, pero
reteniendo el derecho a un porcentaje de sus ingresos. Por lo que sabemos de él, tenemos
la seguridad de que habría encontrado algún modo de solucionar ese problema. Y ahora,
mi querido Watson, permítame decirle que llevamos varias semanas trabajando con
mucha intensidad y que, por una vez, no estaría de más que nos ocupáramos de cosas más
placenteras. Tengo un palco para Les Huguenots. ¿Ha oído usted a los De Reszke? 1.
¿Le importaría en ese caso estar listo dentro de media hora, para que podamos detenernos
en Marcini's de camino hacia el teatro y tomar un bocado antes de la representación?
1. Jan (1850-1925), tenor, y Edward (1853-1917), bajo, los hermanos De Reszke,
nacidos en Varsovia, cantaron juntos en algunas de las representaciones de Les
Huguenots, la ópera de Meyerbeer, estrenada en París en 1836.

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