Agatha Christie
Hércules Poirot hizo con sus cartas un
ordenado montón, colocándolo ante sí. Cogió la primera de las cartas, examinó
un momento la dirección, despegando luego el dorso del sobre con una pequeña
plegadera que tenía siempre en la mesa del desayuno para ese fin y extrajo el
contenido. Dentro había otro sobre, sellado con lacre y en el que se leía:
«Privado y confidencial».
Hércules Poirot alzó ligeramente las cejas, murmuró Patience! Nous allons arriver!, y de
nuevo puso en juego la pequeña plegadera. Del sobre salió entonces una carta,
escrita con letra temblona y picuda. Algunas palabras estaban subrayadas de un
modo muy notorio.
Hércules Poirot desdobló la carta y leyó. En la parte superior, de
nuevo se leían las palabras «privado y confidencial». A la derecha iba escrita
la dirección, Rosebank, Charman's Green, Bucks, y la fecha, veintiuno de marzo.
Señor Poirot:
Me ha recomendado a usted una
antigua y buena amiga mía, que sabe lo preocupada y disgustada que he estado en estos últimos tiempos. Claro que mi amiga no conoce
los hechos; por tratarse de un asunto estrictamente confidencial no se los he
confiado a nadie. Mi amiga me ha dicho que es usted la discreción
personificada, y que no tema verme envuelta con la policía, cosa que, si mis
sospechas resultan fundadas, me desagradaría muchísimo. Pero por supuesto, es
posible que esté equivocada por completo. No me considero ya con la cabeza lo bastante despierta —padeciendo como padezco de insomnio y habiendo
sufrido el pasado invierno una grave enfermedad— para investigar las cosas por
sí misma. No tengo ni medios ni capacidad para hacerlo. Por otra parte, debo
insistir una vez más en que se trata de un asunto de familia en extremo
delicado y que por muchas razones puede que desee echar tierra sobre el mismo.
Teniendo seguridad de los hechos, podré ocuparme yo misma del asunto y así lo
prefiero. Espero que este punto haya quedado bien claro. Caso de aceptar usted
esta investigación, le agradecería me lo comunicara a la dirección que figura
al principio de la carta.
Atentamente,
amelia barrowby.
Poirot leyó la carta dos veces, del principio al fin. De nuevo alzó
ligeramente las cejas. Luego la dejó al lado y cogió el segundo sobre del
montón.
A las diez en punto entró en la habitación donde la señorita Lemon, su
secretaria particular, esperaba recibir instrucciones para la jornada. La
señorita Lemon tenía cuarenta y ocho años y un aspecto poco atractivo. La
impresión general que producía era la de un montón de huesos colocados de
cualquier modo. Su pasión por el orden casi igualaba la de Poirot, y, aunque
muy capaz de pensar por sí misma, nunca lo hacía a no ser que se lo ordenaran.
Poirot le entregó el correo de la mañana.
—Tenga la bondad, señorita, de contestar todas estas cartas, diciendo
que no, con buenas palabras.
La señorita Lemon echó una ojeada a las distintas cartas, garabateando
un jeroglífico en cada una de ellas. Eran signos que sólo ella podía leer, de
un código suyo particular: «jabón suave», «bofetada», «ronroneo», «seco», etc.
Hecho esto, levantó la vista hacia Hércules Poirot, solicitando más
instrucciones.
Poirot le tendió la carta de Amelia Barrowby. Ella la sacó de su doble
envoltura, la leyó y miró a Poirot con expresión interrogante.
—¿Bueno, monsieur Poirot?
Tenía el lapicero en alto, a puntó, sobre el cuaderno de taquigrafía.
—¿Qué opina usted francamente de esa carta, señorita Lemon?
Frunciendo ligeramente el ceño, la señorita Lemon dejó el lapicero y
leyó de nuevo la carta.
El contenido de las cartas nunca tenía ningún significado para la
señorita Lemon, salvo desde el punto de vista de redactar una respuesta
adecuada. Muy de tarde en tarde solicitaba su jefe sus facultades humanas,
dejando a un lado su personalidad profesional. Cuando esto ocurría, la señorita
Lemon sentía cierta irritación. Ella era una máquina casi perfecta, total y
gloriosamente desinteresada por los problemas humanos. La verdadera pasión de
su vida era dar con un sistema de archivo perfecto, al lado del cual todos los
demás sistemas serían olvidados. Por las noches soñaba con este archivo. Sin
embargo, como Poirot sabía muy bien, la señorita Lemon era muy capaz de tratar
con inteligencia los asuntos puramente humanos.
—¿Qué le parece? —preguntó.
—Una señora de edad —dijo la señorita Lemon—. Está muerta de miedo.
Y añadió, echando una ojeada a los dos sobres:
—Todo muy misterioso, y no le dice nada en absoluto.
—Sí —dijo Hércules Poirot—. Ya lo he notado.
La señorita Lemon posó una vez más su mano esperanzada sobre el
cuaderno de taquigrafía. Por fin, Poirot, tras una pausa, respondió:
—Dígale que será para mí un honor el visitarla en el día y la hora que
me indique, a no ser que prefiera venir a consultarme aquí. No escriba la carta
a máquina, escríbala a mano.
—Muy bien, monsieur Poirot.
Poirot mostró el resto del correo.
—Éstas son facturas.
Las manos eficientes de la señorita Lemon establecieron una rápida
selección entre ellas.
—Las pagaré todas menos estas dos.
—¿Por qué no esas dos? No hay error en ellas.
—Son unas firmas con las que tiene usted relaciones desde hace muy
poco tiempo. No hace buen efecto pagar demasiado pronto, acabando de abrir una
cuenta... parece como si estuviera usted trabajando el terreno para conseguir
un crédito.
—|Ah! —murmuró Poirot—. Me inclino ante su superior conocimiento del
comerciante británico.
—Poco habrá que yo no sepa con respecto a ellos —dijo la señorita
Lemon con expresión torva.
La carta para la señorita Amelia Barrowby fue escrita y echada al
correo, pero no llegaba respuesta alguna. Quizá, pensaba Hércules Poirot, la
anciana señora había descubierto el misterio por sí misma. Sin embargo, le
sorprendía un poco el que, de ser así, no hubiera escrito unas líneas corteses,
diciendo que ya no necesitaba sus servicios.
Cinco días más tarde, después de recibir las instrucciones de la
correspondencia, dijo la señorita Lemon:
—Esa señorita Barrowby a quien escribimos... no es extraño que no haya
contestado. Ha muerto.
Hércules Poirot dijo en voz muy baja: «¿Ha muerto?» Sus palabras, más
que una pregunta, parecían una respuesta.
La señorita Lemon abrió el bolso y extrajo de él un recorte de
periódico.
—Lo vi en el «metro» y lo arranqué.
Aprobando mentalmente el hecho de que la señorita Lemon, a pesar de
haber empleado la palabra «arranqué», había recortado la noticia cuidadosamente
con unas tijeras, Poirot leyó el suelto, extraído de la sección de
«Nacimientos, Defunciones y Enlaces», del Morning
Post:
«El
26 de marzo falleció de repente, en Rosebank Charman's Green, Amelia Jane Barrowby,
a los setenta y tres años de edad. Se ruega no envíen flores.»
Poirot lo leyó y murmuró entre dientes: «De repente.» Luego dijo,
vivamente:
—Señorita Lemon, ¿tiene usted la bondad de escribir una carta?
La señorita Lemon cogió un lápiz y, meditando, tomó la carta en rápida
y correcta taquigrafía.
Distinguida señorita Barrowby: No
he recibido contestación de usted, pero como estaré por las inmediaciones de
Charman's Creen el viernes, la visitaré dicho día para tratar con mayor
amplitud del asunto mencionado por usted en su carta. Atentamente, etc.
—Escriba en seguida esta carta y si la echa pronto llegará a Charman's
Green de seguro esta noche.
A la mañana siguiente, el segundo correo trajo una carta en un sobre
de luto.
Muy señor mío:
En contestación a su carta, he de
manifestarle que mi tía, la señorita Barrowby, falleció el día veintiséis. En
consecuencia, el asunto de que habla ya no tiene importancia.
Atentamente,
mary
delafontaine.
Poirot sonrió para sí.
—Ya no tiene importancia... ¡Ah! Eso ya lo veremos. En avant... vamos a Charman's Green.
«Rosebank» era una casa que parecía hacer honor a su nombre, lo cual no puede decirse
de muchas casas de su estilo y carácter.
Hércules Poirot se detuvo en el sendero que conducía a la puerta
principal y dirigió una mirada aprobatoria a los bien trazados macizos que se
extendían a ambos lados. Había rosales, que prometían una buena cosecha para
cuando llegara la estación, y, ya en flor, narcisos, tulipanes tempraneros,
jacintos azules... El último macizo estaba bordeado parcialmente por conchas.
Poirot murmuró para sí:
—¿Cómo es esa cancioncita que cantan los niños ingleses?
Di, María, la obstinada,
¿cómo crece tu jardín?
Tiene conchas, campanitas,
«Puede que no haya un sinfín —pensó—, pero, por lo menos, aquí viene
una doncella, para que se cumpla en todas sus estrofas la cancioncita
infantil.»
La puerta principal se había abierto y una pulcra doncellita, con
gorro y delantal, contemplaba indecisa el espectáculo que ofrecía un señor
extranjero de grandes bigotes, hablando solo en voz alta en medio del jardín.
Era, según observó Poirot, una doncellita muy mona, de redondos ojos azules y
mejillas sonrosadas.
Poirot se quitó el sombrero cortésmente y se dirigió a ella:
—Perdone, ¿vive aquí la señorita Amelia Barrowby?
La doncella lanzó un sonido entrecortado y sus ojos, a consecuencia de
la impresión, se redondearon aún más.
—¡Ay, señor! ¿No lo sabía? Se ha muerto. ¡Tan de repente! El martes
por la noche.
Titubeó, luchando entre dos instintos encontrados: primero, la
desconfianza hacia el extranjero, y segundo, la fruición natural de su clase en
explayarse en el interminable tema de enfermedades y muertes.
—Me sorprende usted —dijo Hércules Poirot, faltando a la verdad—.
Tenía una cita para hoy con la señora. Sin embargo, quizá pueda ver a la otra
señora que vive en la casa.
La doncellita, antes de responder, pareció titubear un poco.
—¿La señora? Sí, a lo mejor podría usted verla, pero no sé si querrá
recibir a nadie.
—A mí me recibirá —dijo Poirot, entregándole una tarjeta.
La autoridad con que habló surtió el efecto deseado. La doncella de
mejillas rosadas se hizo a un lado y condujo a Poirot hasta un salón, situado a
la derecha del vestíbulo. Luego, con la tarjeta en la mano, se fue a avisar a
su señora.
Hércules Poirot miró a su alrededor. El salón era completamente
convencional: en las paredes, papel color de avena, con un friso en el borde;
cretonas de color indefinido; cojines y cortinas de color rosa y profusión de
chucherías y adornos. No había nada en la habitación
que se destacara, que indicara la presencia de una personalidad definida.
De pronto Poirot, que era muy sensible para estas cosas, sintió que
unos ojos le observaban. Giró sobre sus talones. Una chica estaba de pie en el
umbral de la puerta ventana, una chica de baja estatura, cetrina, de pelo muy
negro y mirada llena de desconfianza.
Entró en la habitación y, al tiempo que Poirot se inclinaba
ligeramente en ademán de respeto ante ella, saltó bruscamente:
—¿Por qué ha venido?
Poirot no respondió. Se limitó a alzar las cejas.
—Usted no es abogado, ¿verdad?
Hablaba bien el inglés, pero nadie, ni por un momento, la hubiera
tomado por inglesa.
—¿Por qué había de ser yo abogado, mademoiselle?
La chica se le quedó mirando fijamente con una expresión sombría.
—Pensé que a lo mejor lo era. Pensé que a lo mejor había venido a
decir que ella no sabía lo que hacía. He oído hablar de esas cosas; la
influencia indebida le llaman, ¿verdad? Pero no es cierto. Ella quiso que el
dinero fuera mío y lo será. Si es necesario tendré un abogado propio. El dinero
es mío. Ella lo dejó escrito así, y así será.
Estaba muy fea, con la barbilla hacia delante y los ojos lanzando
chispas.
La puerta se abrió y entró una mujer alta.
—Katrina —dijo.
La chica retrocedió, enrojeció, y, farfullando algo ininteligible,
salió por la puerta ventana,
Poirot se volvió hacia la recién llegada, que de modo tan eficaz había
zanjado la cuestión, pronunciando una sola palabra. En su voz había habido
autoridad, desprecio y una nota de ironía refinada. Poirot se dio cuenta en
seguida de que aquélla era la dueña de la casa, Mary Delafontaine.
—¿Monsieur Poirot? Le he escrito a usted. No habrá recibido mi carta.
—He estado fuera de Londres.
—Ah, comprendo; eso lo explica. Permita que me presente. Me llamo
Delafontaine. Mi marido. La señorita Barrowby era tía mía.
El señor Delafontaine había entrado tan silenciosamente que su llegada
había pasado inadvertida. Era un hombre alto, de cabellos grises y aspecto
indeciso. Se acariciaba la barbilla con movimientos nerviosos. Con frecuencia
miraba a su mujer y era evidente que dejaba que ella llevara la voz cantante en
las conversaciones.
—Siento mucho molestarles en medio de su aflicción —les dijo Hércules
Poirot.
—Ya comprendo que no ha sido culpa suya —dijo la señora Delafontaine—.
Mi tía murió la tarde del martes. Fue de lo más inesperado.
—De lo más inesperado —dijo el señor Delafontaine—. Un gran golpe.
Sus ojos estaban fijos en la puerta ventana, por donde había
desaparecido la chica extranjera.
—Les pido a ustedes perdón —dijo Hércules Poirot—, y me retiro.
Dio un paso en dirección a la puerta.
—Un momento —dijo el señor Delafontaine—. ¿Dice usted que tenía...
ejem... una cita con tía Amelia?
—Parfaitement.
—Sí nos dijera usted de qué se trataba —dijo su esposa—, quizá
pudiéramos ayudarle.
—Se trata de un asunto reservado —dijo Poirot—. Soy detective —añadió,
sencillamente.
El señor Delafontaine tiró una figurita de porcelana que tenía en la
mano.
Su esposa parecía perpleja.
—¿Un detective? ¿Y tenía usted una cita con la tía? ¡Qué cosa más
extraordinaria! —Se quedó mirando fijamente a Poirot—. ¿No puede usted decirnos
nada más, monsieur Poirot? Todo esto es... fantástico.
Poirot guardó silencio durante algunos segundos. Cuando habló, lo hizo
escogiendo cuidadosamente las palabras.
—Es difícil para mí, señora, saber lo que debo hacer.
—Diga —dijo el señor Delafontaine—. No mencionó a los rusos, ¿verdad?
—¿A los rusos?
—Sí, ya me entiende... bolcheviques, rojos, etc.
—No seas absurdo, Henry —dijo su mujer.
Delafontaine se disculpó, muy turbado.
—Perdón... perdón... Tenía curiosidad.
Mary Delafontaine miró abiertamente a Poirot. Sus ojos eran muy
azules, del color de las miosotis.
—Si puede usted decirnos algo, señor Poirot, le agradecería mucho que
lo hiciera. Le aseguro que tengo... tengo motivos para pedírselo.
El señor Delafontaine se mostró alarmado.
—Ten cuidado... ya sabes que a lo mejor no hay nada cierto en todo
ello.
De nuevo la esposa le detuvo con una mirada.
—¿Qué dice usted, monsieur Poirot?
Lentamente, con gravedad, Hércules Poirot movió la cabeza en sentido
negativo. Lo hizo con gran pesar, pero lo hizo.
—Por el momento, señora —dijo—, lamento no poder decir nada.
Se inclinó, cogió su sombrero y se dirigió a la puerta. Mary
Delafontaine le acompañó al vestíbulo. En el peldaño, Poirot se detuvo y la
miró.
—Parece que tiene usted gran afición a su jardín, ¿no es así, señora?
—¿Al jardín? Sí, le dedico mucho tiempo.
—Je vous fait mes compliments.
Se inclinó de nuevo y se dirigió a la verja a grandes pasos. Al cruzar
la verja y torcer hacia la derecha, miró hacia atrás y su mente anotó dos
impresiones; un rostro cetrino que le observaba desde una ventana del primer
piso y un hombre erguido, de porte militar, que se paseaba de arriba abajo por
el otro lado de la calle.
Hércules Poirot se dijo para sus adentros:
«Decididamente, aquí hay gato encerrado. ¿Qué haremos para cogerlo?»
Después de considerar la cuestión, se dirigió a la oficina de Correos
más próxima. Desde allí hizo dos llamadas telefónicas, cuyo resultado pareció
satisfacerle. Dirigió sus pasos al cuartelillo de policía de Charman's Green,
donde preguntó por el inspector Sims.
El inspector Sims era un hombre cordial, alto y corpulento.
—¿Monsieur Poirot? —preguntó—. Me lo pareció. Me acaba de llamar el
jefe hace un momento para hablarme de usted. Dijo que se pasaría usted por
aquí. Venga usted a mi despacho.
Una vez cerrada la puerta, el inspector señaló una butaca a Poirot, se
acomodó en otra y volvió hacia su visitante una mirada llena de curiosidad.
—¡No pierde usted el tiempo, monsieur Poirot! Viene usted a vernos
acerca del caso de Rosebank casi antes de que sepamos que existe semejante
caso. ¿Qué fue lo que le metió a usted a investigar en esto?
Poirot sacó la carta que había recibido y se la entregó al inspector.
Este último la leyó con cierto interés.
—Interesante —dijo—. Lo malo es que puede significar tantas cosas...
Es una pena que no haya sido un poco más explícita. Nos hubiera ayudado ahora.
—¿Quiere usted decir...?
—Puede que hubiera estado viva.
—¿Es que su muerte es... dudosa?
—Va usted tan lejos como todo eso, ¿eh? ¡Hum! No digo que no tenga
usted razón.
—Le ruego, inspector, me haga usted una relación de los hechos. No sé
nada en absoluto.
—Muy fácil. La vieja señora se puso mala el martes por la noche,
después de cenar. Muy alarmante, convulsiones, espasmos y todas esas cosas.
Llamaron al médico. Cuando llegó, estaba muerta. Parecía que había muerto de un
ataque. Bueno, al médico no le gustó mucho el aspecto que presentaban las
cosas. Tartamudeó un poco y doró la píldora lo que pudo, pero dio a entender
claramente que no podía extender un certificado de defunción. Y en cuanto a la
familia respecta, esto es todo lo que hay. Están esperando el resultado de la
autopsia. Nosotros hemos llegado un poco más lejos. El médico nos informó
confidencialmente en seguida (él y el cirujano de la policía hicieron juntos la
autopsia) y el resultado no deja lugar a dudas. La señora murió a consecuencia
de una fuerte dosis de estricnina.
—¡Ah!
—Eso es. Un asunto muy feo. El caso es saber quién le dio la
estricnina. Deben habérsela dado muy poco antes de su muerte. Al principio
creíamos que se la habían dado con la cena, pero, francamente, parece que hay
que desechar esa idea. Comieron sopa de alcachofas, servida de una sopera,
pastelón de pescado y tarta de manzana. Una cena como puede verse frugal.
—¿Quiénes eran los comensales?
—La señorita Barrowby y el señor y la señora Delafontaine. La señorita
Barrowby tenía una especie de enfermera y señorita de compañía, una chica medio
rusa, pero no comía con la familia. Después de retirar la comida de la mesa la
chica comió de lo mismo. Tiene una muchacha, pero era su noche libre. Dejó en
el homo la sopa y el pastelón de pescado y la tarta de manzana era fría. Los
tres comieron lo mismo y, aparte de eso, no creo que sea posible hacer tragar
estricnina a nadie de ese modo. La estricnina es amarga como la hiel. Me dijo
el médico que puede notarse su sabor en una solución de uno por mil, o algo por
el estilo.
—¿Y con café?
—Con café es más fácil, pero ella no tomaba nunca café.
—Ya comprendo. Sí, parece un punto muy difícil de aclarar. ¿Qué bebió
con la comida?
—Agua.
—Vamos de mal en peor.
—Sí, es un verdadero lío.
—¿Tenía dinero la señora?
—Creo que estaba muy bien. Claro que todavía no conocemos los detalles
concretos. Tengo entendido que los Delafontaine están bastante mal de dinero.
La señora ayudaba a sostener la casa.
Poirot sonrió.
—¿De modo que sospecha usted de los Delafontaine? —dijo—. ¿De cuál de
ellos?
—No quiero decir precisamente que sospeche de ninguno de los dos en
particular. Pero ahí tiene usted, son sus únicos parientes cercanos y su muerte
les proporciona una bonita cantidad de dinero, estoy seguro. ¡Ya sabe cómo es la
naturaleza humana!
—Algunas veces, inhumana; sí, muy cierto. ¿Y no tomó ni bebió nada más
la anciana?
—Bueno, a decir verdad...
—Ah, voilá! Me parecía que tenía usted algo dentro
de la manga, como dicen ustedes los ingleses... la sopa, el pastel de pescado,
la tarta de manzana... bêtises! Ahora
llegamos al centro de la cuestión.
—No lo sé. Pero lo cierto es que la anciana tomaba unos sellos antes
de las comidas. Ya me entiende, no eran píldoras, ni tabletas, sino unas de
esas cajitas de papel de arroz con unos polvos dentro. Era una medicina
completamente inofensiva, para la digestión.
—Admirable. Nada más fácil que llenar uno de los sellos con estricnina
y sustituirlo por uno de los otros. Pasa por la garganta tragado con un poco de
agua y no se nota el sabor.
—Eso es. Lo malo es que fue la chica la que se lo dio.
—¿La chica rusa?
—Sí. Katrina Rieger. Era una especie de criada, enfermera y señorita
de compañía de la señorita Barrowby. Creo que no la dejaba en paz: tráeme esto,
tráeme lo otro, tráeme lo de más allá, frótame la espalda, sírveme la medicina,
vete corriendo a la farmacia... ese plan. Ya sabe usted lo que son esas señoras
mayores, tienen buenas intenciones, pero lo que necesitan en realidad es una
esclava negra.
Poirot sonrió.
—Y así estamos —continuó el inspector Sims—. No encaja muy bien que
digamos. ¿Por qué iba a envenenarla la chica? Muerta la señorita Barrowby, se
queda sin trabajo y no es tan fácil encontrar empleo; no tiene preparación
especial, ni nada de eso.
—Sin embargo —sugirió Poirot—, si la caja de los sellos no estaba
guardada, cualquiera de la casa pudo tener oportunidad de realizar la
sustitución,
—Naturalmente, estamos en eso, monsieur Poirot. No tengo reparo en
confesarle que estamos haciendo averiguaciones... discretamente, claro. Cuándo
fue preparada la medicina, dónde la guardaban de costumbre... Con paciencia y
mucho trabajo pesado y oscuro conseguiremos lo que buscamos. Luego está también
el abogado de la señorita Barrowby. Mañana tengo una entrevista con él. Y el
director del banco. Todavía hay mucho que hacer.
Poirot se levantó.
—Voy a pedirle un favor, inspector Sims: que me diga cómo marcha el
asunto. Lo consideraré como un gran favor. Éste es mi número de teléfono.
—¡No faltaría más, monsieur Poirot! Cuatro ojos ven más que dos;
además, habiendo recibido la carta, tenía usted que estar en el asunto.
—Me abruma usted, inspector.
Cortésmente, Poirot estrechó la mano del inspector y se marchó.
Al día siguiente por la tarde le llamaron por teléfono.
—¿Es usted, monsieur Poirot? Le habla el inspector Sims. Parece que
aquel asuntito que sabemos usted y yo se va animando.
—¿De verdad? Cuénteme, se lo ruego....
—Bueno, ahí va el artículo número 1... y bastante importante, por
cierto. La señorita B dejó un pequeño legado a su sobrina y todo lo demás a K.
En consideración a su gran bondad y atenciones para con ella... así es como se
expresa. Eso cambia el aspecto de las cosas totalmente, a mi juicio.
Ante la mente de Poirot se presentó una escena: un rostro sombrío y
una voz apasionada que decía: «El dinero es mío. Ella lo ha escrito así y así
será.» El legado no iba a constituir una sorpresa para Katrina; tenía
conocimiento de él con anticipación.
—Artículo número 2 —continuó la voz del inspector Sims—. Nadie más que
K anduvo con el sello.
—¿Está usted seguro de eso?
—La propia chica al menos no lo niega. ¿Qué opina usted de eso...?
—Es sumamente interesante.
—Sólo necesitamos una cosa más... pruebas de cómo llegó a sus manos la
estricnina. No creo que sea difícil.
—¿Pero hasta ahora no ha tenido éxito?
—Acabo de empezar, como quien dice. La encuesta fue esta mañana.
—¿Qué
ocurrió en ella?
—Se aplazó por una semana.
—¿Y la señorita... K?
—Voy a detenerla por
sospechosa. No quiero correr riesgos. Puede que tenga amigos en el país que
traten de sacarla de esto,
—No —dijo Poirot—. No creo que tenga ningún amigo.
—¿De verdad? ¿Qué le hace decir a usted eso, monsieur Poirot?
—Es sólo una idea más. ¿No hay más «artículos», como usted los llama?
—Nada que tenga mucha relación con el caso. Parece que la señorita B
había hecho algunas tonterías últimamente con sus valores... debe haber perdido
una suma bastante elevada. Es un asunto un poco raro, pero no veo que tenga
mucho que ver con el problema principal... por el momento, al menos.
—No, puede que esté usted en lo cierto. Bueno, muchas gracias. Ha sido
usted muy amable en telefonearme.
—Nada de eso. Soy un hombre de palabra y comprendí que estaba muy
interesado. Quién sabe, puede que me eche usted una mano antes de terminar este
asunto.
—Eso sería para mí un gran placer. Por ejemplo, podría ayudarle a
usted si consiguiera dar con un amigo de Katrina.
—¿No había dicho usted que no tenía amigos? —dijo el inspector Sims,
sorprendido.
—Estaba equivocado —dijo Hércules Poirot—. Tiene un amigo.
Antes de que el inspector pudiera hacer más preguntas, Poirot colgó.
Con expresión grave, se encaminó a la habitación donde la señorita
Lemon escribía a máquina. Al acercarse su jefe, la señorita Lemon levantó las
manos del teclado y le miró, interrogante.
—Quiero que se imagine usted una pequeña historia —le dijo Poirot.
La señorita Lemon dejó caer las manos en su regazo, en actitud
resignada. Le gustaba escribir a máquina, pagar cuentas, archivar y anotar los
compromisos de su jefe, y que le pidiera que se imaginase en situaciones
hipotéticas le aburría mucho, pero lo aceptaba como una parte desagradable de
su trabajo.
—Es usted una muchacha rusa —empezó Poirot.
—Sí —dijo la señorita Lemon, con un aire sumamente británico.
—Está usted sola y sin amigos en este país. Tiene usted razones para
no desear volver a Rusia. Está usted empleada como una especie de esclava,
enfermera y señorita de compañía de una señora de edad. Es usted humilde y
paciente.
—Sí —dijo la señorita Lemon, obediente, pero incapaz de imaginarse a
sí misma en actitud humilde ante ninguna señora.
—La anciana le coge cariño a usted. Decide dejarle su dinero y así se
lo comunica.
Poirot hizo una pausa.
La señorita Lemon dijo «sí» una vez más.
—Y entonces, la anciana descubre algo. Puede que sea un asunto de
dinero, que se haya dado cuenta de que usted no ha sido honrada con ella. O
puede que sea más grave todavía: una medicina que tenía un gusto raro, una
comida que sienta mal... Bueno, el caso es que empieza a sospechar de usted y
escribe a un detective muy famoso... enfin,
el más famoso de todos los detectives, ¡a mí! Tengo que ir a visitarla poco
después. Y entonces, como dicen ustedes los ingleses, la grasa está en el
fuego, el peligro es inminente. Hay que obrar con rapidez. Y así, cuando el gran
detective llega, la anciana está muerta. Y el dinero va a parar a usted...
Dígame, ¿le parece razonable?
—Muy razonable —dijo la señorita Lemon—. Quiero decir, muy razonable
para una rusa. Yo, personalmente, nunca me emplearía de señorita de compañía. Me
gusta que mis obligaciones estén bien definidas. Y, naturalmente, nunca se me
ocurriría asesinar a nadie.
Poirot suspiró.
—¡Cómo echo de menos a mi amigo Hastings! ¡Tenía tanta imaginación y
una mentalidad tan romántica! Bien es verdad que siempre se equivocaba, pero
eso en sí mismo era una guía.
La señorita Lemon permaneció en silencio. Ya había oído hablar otras
veces del capitán Hastings y no le interesaba el tema. Dirigió una mirada
melancólica a la hoja mecanografiada que tenía ante ella.
—¡De modo que le parece a usted razonable! —murmuró Poirot.
—¿A usted no?
—Me temo que sí —suspiró Poirot.
Sonó el teléfono y la señorita Lemon salió de la habitación para
contestarlo. Cuando volvió dijo:
—Otra vez el inspector Sims.
Poirot corrió al aparato. Escuchó lo que le decía el inspector y
exclamó:
—¿Cómo? ¿Qué dice?
Sims repitió su declaración:
—Hemos encontrado un paquete de estricnina en la habitación de la
chica, escondido debajo del colchón. Acababa de llegar el sargento con la
noticia. Podemos decir que esto liquida la cuestión.
—Sí —dijo Poirot—. Creo que el asunto está liquidado.
Su voz había cambiado; parecía, de pronto, llena de confianza.
«Había algo que estaba mal —murmuró para sí—. Lo sentí..., no, no lo
sentí. Debe haber sido algo que vi. En
avant, pequeñas células grises. Meditad, reflexionad. ¿Era todo lógico,
estaba todo en orden? La chica, su ansiedad respecto al dinero... la señora
Delafontaine; su marido... su referencia a los rusos... una imbecilidad, pero
bueno, él es un imbécil; la habitación... el jardín..., ¡ah! Sí, el jardín.»
Se enderezó muy rígido. En sus ojos apareció la luz verde. Se puso en
pie de un salto y se dirigió a la habitación contigua.
—Señorita Lemon, ¿tiene usted la bondad de dejar lo que está haciendo
y hacer una investigación?
—¿Una investigación, monsieur Poirot? No creo que valga la...
Poirot la interrumpió.
—Dijo usted un día que conocía muy bien a los comerciantes.
—Desde luego que sí —dijo la señorita Lemon con seguridad en sí misma.
—Entonces el asunto es sencillo. Tiene usted que ir a Charman's Green
y encontrar a un pescadero.
—¿A un pescadero? —preguntó la señorita Lemon, sorprendida.
—Exacto. El pescadero que servía el pescado a Rosebank. Cuando lo
encuentre usted, le preguntará una cosa.
Poirot le entregó un papel. La señorita Lemon lo cogió, leyó lo que
había escrito en él sin mostrar interés, hizo una señal de asentimiento y
cubrió la máquina con su correspondiente funda.
—Iremos juntos a Charman's Green —dijo Poirot—. Usted al pescadero y
yo al cuartelillo de la policía. Tardaremos una media hora desde Baker Street.
Al llegar a su destino fue recibido por el sorprendido inspector Sims.
—Vaya, trabaja usted de prisa, monsieur Poirot. No hace más que una
hora que le hablé por teléfono.
—Tengo que pedirle una cosa: que me deje ver a esa chica, Katrina...,
¿cómo dice que se llama?
—Katrina Rieger. Bueno, no creo que haya nada que lo impida.
Katrina parecía más cetrina y sombría que nunca.
Poirot le habló muy amablemente.
—Mademoiselle, quiero que se convenza de que no soy enemigo suyo.
Quiero que me diga usted la verdad y toda la verdad. Los ojos de
Katrina chispearon, retadores.
—He dicho la verdad. ¡He dicho la verdad a todo el mundo! Si a la
señora la envenenaron, yo no he sido. Todo esto es una equivocación. Usted
quiere quitarme el dinero.
Hablaba con voz ronca. Parecía, pensó Poirot, una pobre ratita
acorralada.
—Hábleme del sello, mademoiselle —continuó Poirot—. ¿Nadie salvo usted
anduvo con él?
—Ya lo he dicho, ¿no? Los habían preparado aquella tarde en la
farmacia. Los llevé a casa en mi bolso... muy poco antes de la cena. Abrí la
caja y le di uno a la señora Barrowby, con un vaso de agua.
—¿Nadie los tocó salvo usted?
—Nadie.
¿Una rata acorralada..., pero valiente, quizá?
—Y la señorita Barrowby cenó únicamente lo que nos ha dicho: la sopa,
el pastel de pescado y la tarta, ¿verdad?
—Sí.
Fue un «sí» desesperado. Sus ojos oscuros no veían luz en ninguna
parte.
Poirot le dio unas palmaditas en el hombro.
—Tenga valor, mademoiselle. Todavía puede usted ser libre... sí, y
rica... una vida cómoda.
Ella le miró con desconfianza.
Al salir, Sims le dijo:
—No entendí bien lo que me dijo por teléfono... algo sobre un amigo
que tenía la chica.
—Tiene uno. ¡Yo! —dijo Hércules Poirot y, antes de que el inspector
pudiera recobrarse, había salido del cuartelillo de policía.
En el salón de té del «Gato Verde», la señorita Lemon no hizo esperar
a su jefe, sino que fue directamente al asunto.
—El hombre se llama Rudge y tiene la pescadería en High Street. Tenía
usted razón: exactamente docena y
media. He tomado nota de lo que me dijo —y le entregó la nota.
Poirot lanzó un sonido profundo, semejante al ronroneo de un gato.
Hércules Poirot se encaminó a Rosebank. Estaba parado en el jardín,
con el sol poniéndose a sus espaldas, cuando Mary Delafontaine se le acercó.
—¿Monsieur Poirot? —su voz denotaba sorpresa—. ¿Ha vuelto usted?
—Sí, he vuelto. —Poirot hizo una pausa y luego dijo—: Cuando vine aquí
por primera vez, señora, me vino a la mente la rima infantil:
Di, María, la obstinada,
¿cómo crece tu jardín?
Tiene conchas, campanitas,
de doncellas un sinfín.
Poirot terminó:
—Sí, tiene conchas, conchas de ostras, ¿verdad, madame?
Señaló con la mano en determinada dirección.•
Ella contuvo la respiración, quedándose luego muy quieta. Sus ojos
miraron a Poirot con expresión interrogante.
Él asintió.
—Mais oui! ¡Lo sé todo! La
muchacha dejó la comida preparada. Ella, lo mismo que Katrina, jurará que no
comieron ustedes otra cosa. Sólo usted y su esposo saben que le trajeron docena
y media de ostras, un regalito pour la
bone tante. ¡Es tan fácil poner estricnina en una ostra! Se traga, comme ça! Pero quedan las conchas. No
deben echarse al cubo. La criada las hubiera visto. Y entonces pensó usted en
bordear con ellas uno de los macizos. Pero no había las suficientes; el borde
no está completo. Hace mal efecto, estropea la simetría del jardín, encantador,
a no ser por ese detalle. Esas pocas conchas de ostras producen una nota
discordante... Me desagradaron cuando vine aquí por vez primera.
Mary Delafontaine dijo:
—Supongo que lo habrá adivinado usted por la carta. Sabía que había
escrito, pero no sabía cuánto había dicho.
Poirot contestó evasivo:
—Sabía por lo menos que se trataba de un asunto de familia. Si se
hubiera tratado de Katrina, no habría motivo para echar tierra al asunto. Me
figuro que usted o su esposo negociaron los valores de la señorita Barrowby en
provecho propio y que ella lo descubrió.
Mary Delafontaine asintió.
—Hacía años que lo veníamos haciendo... un poco aquí y otro poco allá.
Nunca me di cuenta de que fuera lo bastante lista para enterarse. Y entonces me
enteré de que había mandado llamar a un detective y de que le dejaba el dinero
a Katrina... ¡esa miserable!
—Y entonces puso la estricnina en el cuarto de Katrina. Comprendo. Se
salvaba usted y salvaba a su marido de lo que yo pudiera descubrir y cargaba a
una chiquilla inocente con la culpa de un asesinato. ¿No tiene usted piedad,
señora?
Mary Delafontaine se encogió de hombros... sus ojos color miosotis
miraban a Poirot. Él recordó su primera visita, la perfecta actuación de Mary
Delafontaine y las torpes intervenciones de su marido. Una mujer superior...,
pero inhumana.
—¿Piedad? ¿Para esa miserable intrigante? —dijo ella dando rienda
suelta a su odio.
Hércules Poirot dijo lentamente:
—Creo, señora, que sólo ha tenido usted dos afectos en su vida. Uno es
su marido.
Los labios de Mary Delafontaine temblaron.
—Y el otro... su jardín.
Poirot miró en torno suyo. Su mirada parecía pedir perdón a las flores
por lo que había hecho y por lo que iba a hacer.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario