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sábado, 28 de mayo de 2011

La Catacumba Nueva Sir Arthur Conan Doyle




La Catacumba Nueva
Sir Arthur Conan Doyle



Escuche, Burger: yo quisiera que usted tuviera — confianza en mí —dijo Kennedy.
Los dos célebres estudiosos que se especializaban en las ruinas romanas estaban sentados a solas en la confortable habitación de Kennedy, cuyas ventanas daban al Corso. La noche era fría, y ambos habían acercado sus sillones a la imperfecta estufa italiana que creaba a su alrededor una zona más bien de ahogo, que de tibieza. Del lado de fuera, bajo las brillantes estrellas de un cielo invernal, se extendía la Roma moderna, con su larga doble hilera de focos eléctricos, los cafés brillantemente iluminados, los coches que pasaban veloces y una apretada muchedumbre desfilando por las aceras. Pero dentro, en el interior de aquella habitación suntuosa del rico y joven arqueólogo inglés, no se veía otra cosa que la Roma antigua. Frisos rajados y gastados por el tiempo colgaban de las paredes, y desde los ángulos asomaban los antiguos bustos grises de senadores y guerreros con sus cabezas de luchadores y sus rostros duros y crueles. En la mesa central, entre un revoltijo de inscripciones, fragmentos y adornos, se alzaba la célebre maqueta en que Kennedy había reconstruido las Termas de Caracalla, obra que tanto interés y admiración despertó al ser expuesta en Berlín. Del techo colgaban ánforas y por la lujosa alfombra turca había desparramadas las más diversas rarezas. Y ni una sola de todas esas cosas carecía de la mayor inatacable autenticidad, aparte de su insuperable singularidad y valor; porque Kennedy, a pesar de que tenía poco más de treinta años, gozaba de celebridad europea en esta rama especial de investigaciones, sin contar con que disponía de esa abundancia de fondos que en ocasiones resulta un obstáculo fatal para las energías del estudioso, o que, cuando su inteligencia sigue con absoluta fidelidad el propósito que la guía, le proporciona ventajas enormes en la carrera hacia la fama. El capricho y el placer habían apartado frecuentemente a Kennedy de sus estudios; pero su inteligencia era agresiva y capaz de esfuerzos largos y concentrados, que terminaban en vivas reacciones de laxitud sensual. Su hermoso rostro de frente alta y blanca, su nariz agresiva y su boca algo blanda y sensual, constituían un índice justo de aquella transacción a que la energía y la debilidad habían llegado dentro de su persona.
Su acompañante, Julius Burger, era hombre de un tipo muy distinto. Llevaba en sus venas una mezcla curiosa de sangre: el padre era alemán, y la madre italiana y le trasmitieron las cualidades de solidez propias del norte, junto con un mayor atractivo y simpatía característicos del sur. Unos ojos azules teutónicos iluminaban su rostro moreno curtido por el sol y se elevaba por encima de ellos una frente cuadrada, maciza, con una orla de tupidos cabellos rubios que la enmarcaban. Su mandíbula de contorno fuerte y firme estaba completamente rasurada, dando con frecuencia ocasión a que su acompañante comentase lo mucho que hacía recordar a los antiguos bustos romanos que acechaban desde las sombras en los ángulos de su habitación. Bajo su dura energía de alemán se percibía siempre un asomo de sutileza italiana; pero su sonrisa era tan honrada, y su mirada tan franca, que todos comprendían que aquello era sólo un índice de su ascendencia, sin proyección real sobre su carácter. Por lo que se refiere a años y celebridad se encontraba a idéntico nivel que su compañero inglés, pero su vida y su tarea habían sido mucho más difíciles. Llegado doce años antes a Roma como estudiante pobre, vivió desde entonces de pequeñas becas que la Universidad de Bonn le otorgaba para sus estudios. Lenta, dolorosamente y con tenacidad porfiada y extraordinaria, guiado por una sola idea, había escalado peldaño a peldaño la escalera de la fama, llegando a ser miembro de la Academia de Berlín, y tenía, en la actualidad, toda clase de razones para esperar verse pronto elevado a la cátedra de la más importante de las universidades alemanas. Ahora bien; lo unilateral de sus actividades, si por un lado lo había elevado al mismo nivel que el rico y brillante investigador inglés, había hecho que quedase infinitamente por debajo de éste en todo lo que caía fuera del radio de su trabajo. Burger no dispuso nunca en sus estudios de un paréntesis que le permitiese cultivar el trato social. Únicamente cuando hablaba de temas que caían dentro de su especialidad, el rostro de Burger adquiría vida y expresión. En los demás momentos permanecía silencioso y molesto, con excesiva conciencia de sus propias limitaciones en otros temas más generales, y sentía impaciencia ante la cháchara sin importancia, que es un refugio convencional para todas aquellas personas que no tienen
ninguna idea propia que expresar.
A pesar de todo eso, Kennedy y Burger mantuvieron trato por espacio de algunos años, y al parecer ese trato maduró poco a poco hasta convertirse en una amistad de los dos rivales, de personalidad tan diferente. La base y el arranque de esa situación residían en que tanto el uno como el otro eran, dentro de su especialidad, los únicos de la generación joven con saber y entusiasmo suficientes para valorarse mutuamente. Su interés y sus actividades comunes los habían puesto en contacto, y ambos habían sentido la mutua atracción de su propio saber. Este hecho se había ido luego completando con otros detalles. A Kennedy le divertían la franqueza y la sencillez de su rival, y Burger, en cambio, se había sentido fascinado por la brillantez y vivacidad que habían convertido a Kennedy en uno de los hombres más populares entre la alta sociedad romana. Digo que le habían convertido, porque, en ese preciso momento, el joven inglés estaba algo oscurecido por una nube. Un asunto amoroso, que nunca llegó a saberse con todos sus detalles, pareció descubrir en Kennedy una falta de corazón y una dureza de sentimiento que sorprendieron desagradablemente a muchos de sus amigos.
Ahora bien, dentro de los círculos de estudiosos y de artistas solterones, en los que el inglés prefería desplazarse, no existia, sobre estos asuntos, un código de honor muy severo, y aunque más de una cabeza se moviese con expresión de desagrado o más de unos hombros se encogiesen al referirse a la fuga de dos y al regreso de uno solo, el sentimiento general era probablemente de simple curiosidad y quizá de envidia, más bien que de censura.
—Escuche, Burger: yo querría que usted tuviese confianza en mí —dijo Kennedy, mirando con dura expresión el plácido semblante de su compañero.
Al decir estas palabras con un vaivén de su mano señaló hacia una alfombra extendida en el suelo. Encima de ella había una canastilla, larga y de poca profundidad, de las que se usan en la campaña para la fruta y que están hechas de mimbre ligero. Dentro de la canastilla se amontonaha un revoltijo de cosas: baldosines con rótulos, inscripciones rotas, mosaicos agrietados, papiros desgarrados, herrumbrosos adornos de metal, que para el profano producían la sensación de haber sido sacados de un cajón de basura, pero en los que un especialista habría reconocido rápidamente la condición de únicos en su clase. Aquel montón de objetos variados contenidos en la canastilla de mimbre, proporcionaba justo uno de los eslabones que faltaban en la cadena del desenvolvimiento social, y ya es sabido que los estudiosos sienten vivísimo interés por esa clase de eslabones perdidos. Quien los había traído era el alemán, y el inglés los contemplaba con ojos de hambriento. Mientras Burger encendía con lentitud un cigarro, Kennedy prosiguió:
—Yo no quiero inmiscuirme en este hallazgo suyo, pero sí que me agradaría oírle hablar sobre él. Se trata, evidentemente, de un descubrimiento de máxima importancia. Estas inscripciones producirán sensación por toda Europa.
—¡Por cada uno de los objetos que hay aquí se encuentran allí millones! —dijo el alemán—. Abundan tanto, que darían materia para que una docena de sabios dedicasen toda su vida a su estudio y se crearan así una reputación tan sólida como el castillo de St. Angelo.
Kennedy permaneció meditando con la frente contraída y los dedos jugueteando en su largo y rubio bigote. Por último dijo:
—¡Burger, usted mismo se ha delatado! Esas palabras suyas sólo pueden referirse a una cosa. Usted ha descubierto una catacumba nueva.
—No he dudado ni por un momento de que usted llegaría a esa conclusión examinando estos objetos.
—Desde luego, parecían apuntar en ese sentido; pero sus últimas observaciones me dieron la certidumbre. No existe lugar, como no sea una catacumba, que pueda contener una reserva de reliquias tan enorme como la que usted describe.
—Así es. La cosa no tiene misterio. En efecto, he descubierto una catacumba nueva.
—¿Dónde?
—Ese es mi secreto, querido Kennedy. Basta decir que su situación es tal, que no existe una probabilidad entre un millón de que alguien la descubra. Pertenece a una época distinta de todas las catacumbas conocidas, y estuvo reservada a los enterramientos de cristianos de elevada condición, y por eso los restos y las reliquias son completamente distintos de todo lo que se conoce hasta ahora. Si yo ignorara su saber y su energía, no vacilaría, amigo mío, en contárselo todo bajo juramento de guardar secreto. Pero tal como están las cosas, no tengo más remedio que preparar mi propio informe sohre la materia antes de exponerme a una competencia tan formidable.
Kennedy amaha su especialidad con un amor que llegaba casi a la monomanía, con un amor al que se mantenía fiel en medio de todas las distracciones que se le brindan a un joven rico y disoluto. Era ambicioso, pero su ambición resultaba cosa secundaria, frente al simple gozo abstracto y al interés en todo aquello que guardaba relación con la vida y la historia antigua de Roma. Anhelaba ya el ver con sus propios ojos este nuevo mundo subterráneo que su compañero había descubierto, y dijo con vivacidad:
—Escuche, Burger; le aseguro que puede tener en mí la más absoluta confianza en este asunto. Nada será capaz de inducirme a poner por escrito cosa alguna de cuanto vean mis ojos hasta que usted me autorice de una manera explícita. Comprendo perfectamente su estado de ánimo y me parece muy natural, pero nada puede temer realmente de mí. En cambio, si usted no me explica el asunto, esté seguro de que realizaré investigaciones sistemáticas al respecto, y de que sin la menor duda, llegaré a descubrirlo. Como es natural, si tal cosa ocurriese y no estando sujeto a compromiso alguno con usted, haría de mi descubrimiento el uso que bien me pareciera.
Burger contemplaba reflexivo y sonriente su cigarro y le contestó:
—Amigo Kennedy, he podido comprobar que cuando me hacen falta datos sobre algún problema, no siempre se muestra usted dispuesto a proporcionármelos.
—¿Cuándo me ha planteado alguna pregunta a la que yo no haya contestado? Recuerde, por ejemplo, cómo le proporcioné los materiales para su monografía referente al templo de las vestales.
—Bien, pero se trataba de un tema de poca importancia. No estoy seguro de que usted me contestase si yo le hiciera alguna pregunta sobre asuntos íntimos. Esta catacumba nueva es para mí un asunto de la máxima intimidad, y a cambio tengo yo derecho a esperar que usted me dé alguna prueba de confianza.
El inglés contestó:
—No veo adónde va usted a parar; pero si lo que quiere dar a entender es que responderá a mis preguntas relativas a la catacumba si yo contesto a cualquiera de las suyas, puedo asegurarle que así lo haré.
Burger se recostó cómodamente en su sofá, y lanzó al aire un árbol de humo azul de su cigarro. Luego dijo:
—Pues bien; dígame todo lo que hubo en sus relaciones con miss Mary Saunderson.
Kennedy se puso de pie de un salto y clavó una mirada de irritación en su impasible acompañante. Luego exclamó:
—¿Adónde diablos va usted a parar? ¿ Qué clase de pregunta es ésa? Si usted ha pretendido hacer una broma, de verdad que jamás se le ha ocurrido otra peor.
—Pues no, no lo dije por bromear —contestó Burger con inocencia. La verdad es que tengo interés por conocer el asunto en detalle. Yo estoy en la más absoluta ignorancia en todo cuanto se refiere al mundo y a las mujeres, a la vida social y a todas esas cosas, y por eso un episodio de esa clase ejerce sobre mí la fascinación de lo desconocido. Lo conozco a usted, la conocía de vista a ella. Llegué incluso en una o dos ocasiones a conversar con esa señorita. Pues bien, me agradaría muchísimo oír de sus propios labios y con toda exactitud, cuanto ocurrió entre ustedes.
—No le diré una sola palabra.
—Perfectamente. Fue solo un capricho mío para ver si usted era capaz de descubrir un secreto con la misma facilidad con que esperaba que yo le descubriese el de la catacumba nueva. Yo no esperaba que usted revelase el suyo, y no debe esperar que yo revele el mío. Bueno, el reloj de San Juan está dando las diez. Es ya hora de que me retire a mi casa.
—No, Burger. Espere un poco —exclamó Kennedy—. Es verdaderamente un capricho ridículo suyo el querer saber detalles de un lío amoroso que acabó hace ya meses. Ya sabe que al hombre que besa a una mujer y lo cuenta, lo consideramos como el mayor de los cobardes y de los villanos.
—Desde luego —dijo el alemán, recogiendo su canastilla de antigüedades—, y lo es cuando se refiere a alguna muchacha de la que nadie sabe nada. Pero bien sabe usted que el caso del que hablamos fue la comidilla de Roma, y que con aclararlo no perjudica en nada a miss Mary Saunderson. De todos modos, yo respeto sus escrúpulos. Buenas noches.
—Espere un momento, Burger—dijo Kennedy, apoyando su mano en el brazo del otro—. Tengo un interés vivísimo en el asunto de esa catacumba y no renuncio así como así. ¿Por qué no me pregunta sobre alguna otra cosa? Sobre algo que no resulte tan fuera de lugar.
—No, no. Usted se ha negado, y no hay más que hablar—contestó Burger con la canastilla bajo el brazo—. Tiene usted mucha razón en no contestar, y yo también la tengo. Buenas noches, pues, otra vez, amigo Kennedy.
El inglés vio cómo Burger cruzaba la habitación; pero hasta que el alemán no tuvo la mano en el picaporte no le gritó, con el acento de quien se decide de pronto a sacar el mejor partido de algo que no puede evitar.
—No siga adelante, querido amigo. Creo que eso que hace es una ridiculez; pero, puesto que es usted así, veo que no tendré más remedio que pasar por su exigencia. Me repugna hablar acerca de ninguna muchacha; pero, como usted bien dice, el asunto ha corrido por toda Roma, y no creo que usted encuentre novedad alguna de cuanto yo pueda contarle. ¿Qué es lo que quería saber?
El alemán volvió a aproximarse a la estufa, y dejando en el suelo la canastilla, se arrellanó nuevamente en su sofá, diciendo:
—¿Puedo servirme otro cigarro? ¡Muchas gracias! Nunca fumo mientras me dedico al trabajo; pero saboreo mucho más una charla si saboreo al mismo tiempo un cigarro. A propósito de esa señorita con la que tuvo su pequeña aventura, ¿qué diablos ha sido de ella?
—Está en Inglaterra, con su familia.
—¡Vaya! ¿De modo que en Inglaterra y con su familia?
—Sí.
—¿En qué parte de Inglaterra? En Londres, quizá.
—No, en Twickenham.
—Mi querido Kennedy, tendrá que saber disculpar mi curiosidad, y atribúyala a mi ignorancia del mundo. Desde luego que resulta asunto sencillo el convencer a una señorita joven de que se fugue con uno durante tres semanas y entregarla luego a sus familiares de.... ¿cómo dijo que se llama la población?
—Twickenham.
—Eso es; Twickenham. Pero es algo que se sale tan por completo de todo lo que yo he hecho, que no consigo imaginarme siquiera cómo se las arregló usted. Por ejemplo, si hubiese estado enamorado de esa
joven, es imposible que ese amor desapareciese en tres semanas, de modo que me imagino que nunca la amó. Pero si no la amaba, ¿para qué levantó usted semejante escándalo, que ha redundado en su propio daño y que ha arruinado la vida de ella?
Kennedy contempló malhumorado el rojo de la estufa y dijo:
—Desde luego que hay lógica en esa manera de encarar el problema. La palabra amor es de mucha envergadura y corresponde a muchísimos matices distintos del sentimiento. La muchacha me gustó. Ya sabe todo lo encantadora que podía parecer, puesto que la conoció y le habló. La verdad es que, volviendo la vista hacia el pasado, estoy dispuesto a reconocer que nunca sentí por ella un verdadero amor.
—Pues entonces, mi querido Kennedy, ¿por qué lo hizo.
—Por lo mucho que la cosa tenía de aventura.
—¡Cómo! ¿Tanta afición tiene usted a las aventuras?
—¿Qué es lo que quita monotonía a la vida sino ellas? Si empecé a galantearla fue por puro afán de aventura. Hubo tiempos en que perseguí mucha caza mayor, pero le aseguro que no hay caza como la de una mujer bella. En este caso estaba también la pimienta de la dificultad, porque, como era la acompañante de lady Emily Rood, resultaba casi imposible entrevistarse con ella a solas. Y para colmo de obstáculos que daban atractivo a la empresa, ella misma me dijo a la primera de cambio que estaba comprometida.
—Mein Gott!¿Con quién?
—No dio el nombre.
—Yo no creo que nadie esté enterado de ese detalle. ¿De modo que fue eso lo que dio mayor fascinación a la aventura?
—La salpimentó, por lo menos. ¿No opina usted lo mismo?
—Le vuelvo a decir que yo estoy en ayunas en esos asuntos.
—Mi querido camarada, usted puede recordar por lo menos que la manzana que hurtó del huerto de su vecino le pareció siempre más apetitosa que la del suyo propio. Y después de eso, me encontré con que ella me quiso.
—¿Así? ¿De sopetón?
—¡Oh, no! Me llevó por lo menos tres meses de labor de zapa y ataque. Pero la conquisté, por fin. La muchacha comprendió que el estado de separación judicial en que me encuentro con respecto a mi esposa, me imposibilitaba para entrar con ella por el camino legal. Pero se fugó conmigo, a pesar de todo, y mientras duró la aventura lo pasamos estupendamente.
—Pero ¿y el otro?
Kennedy se encogió de hombros, y contestó:
—Yo creo que es un caso de supervivencia de los mejores. Si él hubiese sido el mejor de los dos, ella no lo habría abandonado. Pero basta ya del tema, porque ha llegado a hastiarme.
—Sólo otra pregunta: ¿cómo se desembarazó de ella a las tres semanas?
—En ese tiempo, como usted comprenderá, ya había bajado un poco nuestra temperatura. Ella se negó a regresar a Roma, no queriendo reanudar el trato con quienes la conocían. Pues bien; Roma es una cosa indispensable para mí, y ya me dominaba la nostalgia de volver a mis tareas. Como verá, existía una razón potente para separamos. Aparte de eso, y cuando estábamos en Londres, su anciano padre se presentó en el
hotel, y tuvimos una escena desagradable. Total, que la aventura tomó el peor cariz, y yo me alegré de darla por terminada, aunque al principio eché terriblemente de menos a la muchacha. Bien, ya está. Cuento con que usted no repetirá ni una palabra de lo que acabo de contarle.
—Ni en sueños se me ocurriría tal cosa, Kennedy. Pero todo eso me ha interesado mucho, porque me proporciona una visión de las cosas completamente distinta dc la que yo acostumbro, debido a que conozco poco la vida. Y después de eso, querrá que yo le hable de mi catacumba nueva. No merece la pena de que yo trate de describírsela, porque con mis datos verbales jamás llegaría usted a encontrarla. Lo único que viene al caso es que le lleve a ella.
—Sería una cosa magnífica.
—¿Cuándo le gustaría ir?
—Cuanto antes, mejor. Me muero por visitarla.
—Pues bien; hace una noche espléndida, aunque un poquitín fría. Podemos emprender la excursión dentro de una hora. Es preciso que adoptemos toda clase de precauciones para que el descubrimiento no trascienda de nosotros dos. Si alguien nos viera salir en pareja a explorar, sospecharía que algo está en marcha.
—Desde luego—contestó Kennedy—. Toda precaución es poca. ¿Queda lejos?
— A unas millas de aquí.
—¿No será mucha distancia para hacerla a pie?
—Al contrario, podemos ir paseando sin dificultad.
—Entonces, eso es lo mejor. Si un cochero nos dejara a noche cerrada en algún sitio solitario, le entrarían recelos.
—Así es. Creo que lo mejor que podemos hacer es citarnos para las doce de la noche en la Puerta de la Vía Appia. Yo necesito regresar a mi domicilio para proveerme de cerillas, velas y todo lo demás.
—¡Magnífico, Burger! Es usted verdaderamente amable en acceder a revelarme este secreto, y le prometo no escribir nada al respecto hasta después de que haya publicado su memoria. ¡Hasta luego, pues! A las doce me encontrará en la puerta.
Cuando Burger, embozado en un capote de estilo italiano y con una linterna colgando de su mano derecha, llegó al lugar de la cita, vibraban por la fría y clara atmósfera de la noche, las notas musicales de las campanas de aquella ciudad de los mil relojes. Kennedy salió de la oscuridad y se le acercó. El alemán le dijo riendo:
—Es usted tan apasionado para el trabajo como para el amor.
—Tiene razón, porque llevo esperándolo casi media hora.
—Espero que no habrá dejado ninguna clave que permita a otros suponer a qué lugar nos dirigimos.
—No soy tan estúpido como para eso. Además, el frío se me ha metido hasta los huesos. Vamos andando, Burger, y entremos en calor con una rápida caminata.
Las pisadas de ambos resonaban ágiles sobre el tosco pavimento de piedra de la lamentable vía, único resto que queda de la carretera más célebre del mundo. No tuvieron mayores encuentros que el de un par de campesinos que marchaban de la taberna a su casa, y algunos carros de otros que llevaban sus productos al mercado de Roma. Avanzaron, pues, con rapidez por entre las tumbas colosales que asomaban de entre la oscuridad a uno y otro lado. Cuando llegaron a las Catacumbas de San Calixto y vieron alzarse frente a
ellos, sobre el telón de fondo de la luna naciente, el gran bastión circular de Cecilia Metella, se detuvo Burger, llevándose la mano a un costado.
—Sus piernas son más largas que las mías y está más acostumbrado a caminar—dijo riéndose—. Me parece que el sitio en que tenemos que desviarnos queda por aquí. Sí, en efecto, hay que doblar la esquina de esa trattoria. El sendero que sigue es muy estrecho, de manera que quizá sea preferible que yo marche adelante.
Había encendido su linterna. Alumbrados por su luz pudieron seguir por una huella angosta y tortuosa que serpenteaba por las tierras pantanosas de la campaña. El enorme Acueducto de Roma se alargaba igual que un gusano monstruoso por el claro de luna, y su camino pasaba por debajo de uno de los descomunales arcos, dejando a un lado la circunferencia del muro de ladrillos en ruinas de un viejo anfiteatro. Burger se detuvo, al fin, junto a un solitario establo de madera, y sacó de su bolsillo una llave. Kennedy, al verlo, exclamó:
—¡No es posible que su catacumba esté dentro de una casa!
—La entrada sí que lo está. Eso es precisamente lo que evita el peligro de que nadie la descubra.
—¿Está enterado el propietario?
—Ni mucho menos. Él fue quien hizo un par de hallazgos por los que yo deduje, casi con seguridad, que la casa estaba construida sobre la entrada de una catacumba. En vista de eso, se la alquilé y realicé yo mismo las excavaciones. Entre usted, y cierre luego la puerta.
Era una construcción larga y vacía, con los pesebres de las vacas a lo largo de una de las paredes. Burger depositó su linterna en el suelo y la tapó con su gabán, salvo en un solo sentido, diciendo:
—Podría llamar la atención, si alguien viese luz en un lugar abandonado como éste. Ayúdeme a levantar esta plataforma de tablas.
Entre el suelo y las tablas había, en el ángulo, algo de holgura, y los dos sabios fueron levantándolas una a una y colocándolas de pie, apoyadas en la pared. Se veía en el fondo una abertura cuadrada y una escalera de piedra antigua, por la que se descendía a las profundidades de la caverna.
—¡Tenga cuidado! —gritó Burger, al ver que Kennedy, aguijoneado por la impaciencia, se lanzaba escaleras abajo—. Es una verdadera madriguera de conejos, y quien se extravíe en su interior, tiene cien probabilidades contra una de quedarse dentro. Espere a que yo traiga la luz.
—Si tan complicada es, ¿cómo se las arregla para orientarse?
—Pasé al principio verdaderos momentos de angustia, pero poco a poco he aprendido a ir y venir con seguridad. Las galerías están construidas con cierto sistema, pero una persona desorientada y sin luz no sabría salir. Aun ahora llevo mis prevenciones hasta el punto de que, cuando me adentro mucho, voy soltando un rollo de cable fino. Usted mismo puede ver, desde donde está, que la cosa es complicada. Pues bien, cada uno de esos pasillos se divide y subdivide en una docena más antes de las próximas cien yardas.
Habían bajado unos veinte pies desde el nivel de los establos y se encontraban dentro de una cámara cuadrada, excavada en la blanda piedra caliza. La linterna proyectaba sobre las agrietadas paredes una luz oscilante, intensa en el suelo y débil en lo alto. De este centro común irradiaban negras bocas en todas las direcciones. Burger dijo:
—Sígame de cerca, amigo mío. No se entretenga mirando nada de lo que se ofrece en nuestro camino, porque en el sitio al que lo conduzco encontrará todo lo que por aquí pueda ver y otras muchas cosas. Ahorraremos tiempo marchando hasta allí directamente.
Avanzó Burger con resolución por uno de los pasiIlos, y detrás de él Kennedy, pisándole los talones. De
trecho en trecho, el pasillo se bifurcaba; pero era evidente que Burger seguía algún propio sistema suyo de señales secretas, porque nunca se detenía ni dudaba. Por todas partes, a lo largo de las paredes, los cristianos de la antigua Roma yacían en huecos que recordaban las literas de un buque de emigrantes. La amarilla luz se proyectaba vacilante sobre los arrugados rasgos faciales de las momias, resbalando sobre las redondeces de los cráneos y de las canillas, largas y blancas, de los brazos cruzados sobre los descarnados pechos. Kennedy miraba con ojos ansiosos, sin dejar de avanzar, las inscripciones, los vasos funerarios, las pinturas, las ropas y los utensilios que seguían en el mismo sitio en que los colocaron manos piadosas muchos siglos antes. Comprendió con toda claridad, sólo con esos ojeadas que lanzaba al pasar, que aquella catacumba era la más antigua y la mejor, y que encerraba una cantidad de restos romanos superior a todo lo que hasta entonces se había podido ofrecer en un mismo lugar a la observación en los investigadores.
—¿Que ocurriría si se apagara la luz? —preguntó, mientras avanzaba apresuradamente.
—Tengo de reserva en el bolsillo una vela y una caja de cerillas. A propósito, Kennedy, ¿tiene usted cerillas?
—No, sería bueno que usted me diese algunas.
—¡Bah!, no es necesario, porque no hay ninguna posibilidad de que nos separemos el uno del otro.
—¿Vamos a penetrar muy adentro? Creo que llevamos ya avanzado por lo menos un cuarto de milla.
—Yo creo que más. La verdad es que el espacio que ocupan las tumbas no tiene límites o, por lo menos, yo no he encontrado todavía el final. Este sitio en que ahora entramos es muy complicado, de modo que voy a emplear nuestro rollo de cuerda fina.
Ató una extremidad de la soga a una piedra saliente y puso el rollo en el pecho de su chaqueta, dando cuerda a medida que avanzaban. Kennedy comprendió el requerimiento, porque los pasillos eran cada vez más complicados y tortuosos, formando una perfecta red de galerías cortadas entre sí. Desembocaron, por fin, en un amplio salón circular en el que se veía un pedestal cuadrado de toba, recubierta en la parte superior con una losa de mármol. Burger hizo balancear su linterna sobre la superficie marmórea, y Kennedy exclamó como en un éxtasis:
—¡Por Júpiter! Éste es un altar cristiano. Probablemente el más antiguo de cuantos existen. He aquí, grabada en un ángulo, la crucecita de la consagración. Este salón circular sirvió sin duda de iglesia.
—¡Exactamente! —dijo Burger—. Si yo dispusiera de más tiempo, me gustaría enseñarle todos los cuerpos enterrados en los nichos de estas paredes, porque son de los primeros papas y obispos de la iglesia, y fueron enterrados con sus mitras, báculos y todas sus insignias canónicas. Acérquese a mirar ése que hay allí.
Kennedy cruzó el salón y se quedó contemplando la fantasmal cabeza, que quedaba muy holgada dentro de la mitra hecha jirones y comida por la polilla.
—Esto es interesantísimo —exclamó, y pareció que su voz resonaba con fuerza en la concavidad de la bóveda—. En lo que a mí concierne, es algo único. Acérquese con la linterna, Burger, porque quiero examinar todos estos nichos.
Pero el alemán se había alejado hasta el lado contrario de aquel salón, y estaba de pie en el centro de un círculo de luz.
—¿Sabe usted la cantidad de vueltas y más vueltas equivocadas que hay desde aquí hasta las escaleras? —preguntó—. Son más de dos mil. Sin duda, los cristianos recurrieron a ese sistema como medio de protección. Hay dos mil probabilidades contra una de que, incluso disponiendo de una luz, consiga una persona salir de aquí; pero si tuviese que hacerlo moviéndose entre tinieblas, le resultaría rmuchísimo más difícil.
— Así lo creo también.
—Además, estas tinieblas son cosa de espanto. En una ocasión quise hacer un experimento para comprobarlo. Vamos a repetirlo ahora.
Burger se inclinó hacia la linterna, y un instante después Kennedy sintió como que una mano invisible le oprimía con gran fuerza los dos ojos. Hasta entonces no había sabido lo que era oscuridad. Esta de ahora parecía oprimirlo y aplastarlo. Era un obstáculo sólido, cuyo contacto evitaba el avance del cuerpo. Kennedy alargó las manos como para empujar lejos de él las tinieblas, y dijo:
—Basta ya, Burger. Encienda otra vez la luz.
Pero su compañero rompió a reír, y dentro de aquella habitación circular, la risa parecía proceder de todas partes al mismo tiempo. El alemán dijo después:
—Amigo Kennedy, parece que se siente usted inquieto.
—¡Venga ya, hombre, encienda la luz! —exclamó Kennedy con impaciencia.
—Es una cosa extraña, Kennedy, pero yo sería incapaz de decir en qué dirección se encuentra usted guiándome por la voz. ¿Podría usted decir dónde me encuentro yo?
—No, porque parece estar en todas partes.
—Si no fuese por esta cuerdecita que tengo en mi mano, yo no tendría la menor idea del camino que debo seguir.
—Lo supongo. Encienda una luz, hombre, y dejémonos ya de tonterías.
—Pues bien, Kennedy, tengo entendido que hay dos cosas a las que es usted muy aficionado. Una de ellas es la aventura, y la otra, el que tenga obstáculos que vencer. En este caso, la aventura ha de consistir en que usted se las arregle para salir de esta catacumba. El obstáculo consistirá en las tinieblas y en los dos mil ángulos equivocados que hacen difícil esa empresa. Pero no necesita darse prisa, porque dispone de tiempo en abundancia. Cuando haga un alto de cuando en cuando para descansar, me agradaría que usted se acordase precisamente de miss Mary Saunderson, y que reflexionara en si se portó usted con ella con toda decencia.
—¿A dónde va usted a parar con eso, maldito demonio?—bramó Kennedy.
Había empezado a correr de un lado para otro, moviéndose en pequeños círculos y aferrándose con ámbas manos a la sólida oscuridad.
—Adiós—dijo la voz burlona, ya desde alguna distancia—. Kennedy, basándome en su misma exposición del asunto, la verdad es que no creo que usted hizo lo que debía en lo relativo a esa muchacha. Sin embargo, hay un pequeño detalle que usted, por lo visto, no conoce, y que yo estoy en condiciones de proporcionárselo. Miss Saunderson estaba comprometida para casarse con un pobre diablo, con un desgarbado investigador que se llamaba Julius Burger.
Se oyó en alguna parte un rozamiento, un vago sonido de un pie que golpeaba en una piedra, y de pronto cayó el silencio sobre aquella iglesia cristiana de la antigüedad. Fue un silencio estancado, abrumador, que envolvió por todas partes a Kennedy, lo mismo que el agua envuelve a un hombre que se está ahogando.
Unos dos meses después corrió por toda la prensa europea el siguiente relato:
El descubrimiento de la catacumba nueva de Roma es uno de los más interesantes entre los de los últimos años. La catacumba se encuentra situada a alguna distancia, hacia el Oriente, de las conocidas bóvedas de San Calixto. El hallazgo de este importante lugar de enterramientos, extraordinariamente rico en
interesantísimos restos de los primeros tiempos del cristianismo, se debe a la energía e inteligencia del joven especialista alemán doctor Julius Burger, que se está colocando rápidamente en primer lugar como técnico en los temas de la Roma antigua. Aunque el doctor Burger haya sido el primero en llevar al público la noticia de su descubrimiento, parece que otro aventurero con menos suerte se le adelantó. Unos meses atrás desapareció repentinamente de las habitaciones que ocupaba en el Corso, el conocido investigador inglés míster Kennedy. Se hicieron conjeturas asociando esa desaparición con el escándalo social que tuvo lugar poco antes, suponiéndose que se habría visto por ello impulsado a abandonar Roma. Por lo que ahora se ve, dicho señor fue víctima del fervoroso amor a la arqueología, que lo había elevado a un plano distinguido entre los investigadores actuales.
Su cadáver ha sido descubierto en el corazón de la catacumba nueva, y del estado de sus pies y de sus botas se deduce que caminó días y días por los tortuosos pasillos que hacen de estas tumbas subterráneas un lugar peligroso para los exploradores. Por lo que se ha podido comprobar, el muerto, llevado de una temeridad inexplicable, se metió en aquel laberinto sin llevar consigo velas ni cerillas, de modo que su lamentable desgracia fue un resultado lógico de su propia precipitación. Lo más doloroso del caso es que el doctor Julius Burger era íntimo amigo del difunto, por lo que su júbilo ante el extraordinario descubrimiento que ha tenido la suerte de hacer se ha visto grandemente mellado por el espantoso final de su camarada y compañero de trabajos.

LA CORBETA GLORIA SCOTT ARTHUR CONAN DOYLE





LA CORBETA GLORIA SCOTT
ARTHUR CONAN DOYLE



«A fe mia que dudo de que hubiera alguna vez un matadero como aquel barco.»
James Armitage



Tengo aquí unos papeles –me dijo mi amigo Sherlock Holmes, sentados una noche invernal al
lado del fuego– que creo de veras, Watson, que merecerían un vistazo suyo. Se trata de los
documentos acerca del extraordinario caso de la Gloria Scott, y éste es el mensaje que tanto
horrorizó al juez de paz Trevor cuando lo leyó.
Había sacado de un cajón un pequeño rollo de aspecto ajado y, desatando su cinta, me
entregó una breve nota garabateada en medio folio de papel gris pizarra. Decía:
«El suministro de caza para Londres aumenta sin cesar. Al guardabosque en jefe Hudson,
según creemos, se le ha pedido ahora que reciba todos los encargos de papel atrapamoscas
y que preserve la vida de vuestros faisanes hembra.»
Al levantar la vista, después de leer tan enigmático mensaje, vi que Holmes se reía de la
expresión que había en mi rostro.
–Parece un tanto desconcertado –me dijo.
–No comprendo que un mensaje como éste pueda inspirar horror. A mí me parece más
grotesco que cualquier otra cosa.
–Y no me extraña en absoluto. Sin embargo, persiste el hecho de que el lector, que era un
anciano robusto y bien conservado, se desplomó al leerlo, como si le hubieran asestado un
culatazo con una pistola.
–Excita mi curiosidad –dije–. ¿Por qué ha dicho hace un momento que habia razones muy
particulares por las que yo debería estudiar estos documentos?
–Porque fue el primer caso en el que yo intervine.
A menudo había tratado yo de saber de labios de mi compañero qué había orientado por
primera vez su mente en la dirección de la investigación criminal, pero hasta el momento
nunca le había sorprendido en una vena comunicativa. Ahora se inclinó adelante en su sillón y
extendió los documentos sobre sus rodillas. Después encendió su pipa y durante algún tiempo
permaneció sentado, fumando y hojeándolos.
–¿lNunca me ha oído hablar de Victor Trevor? –preguntó–. Fue el único amigo que tuve
durante los dos años que pasé en el colegio universitario. Yo nunca fui un individuo muy
sociable, Watson, y siempre preferí permanecer en mi habitación y desarrollar mis pequeños
métodos de pensamiento, de modo que nunca alterné mucho con los jóvenes de mi curso.
Excepto la esgrima y el boxeo, yo no tenía grandes aficiones atléticas y, además, mi línea de
estudios era muy distinta de la de los demás condiscípulos, de modo que no teníamos ningún
punto de contacto. Trevor era el único alumno al que yo conocía, y precisamente debido al
accidente ocasionado por su bull-terrier, que plantó sus dientes en mi tobillo una mañana,
cuando me dirigía a la capilla.
»Fue una manera prosaica de forjar una amistad, pero resultó efectiva. Tuve que permanecer
echado diez días, y Trevor solía venir a preguntar cómo estaba. Al principio sólo charlábamos
un par de minutos, pero sus visitas no tardaron en prolongarse y antes de que terminara el
curso éramos íntimos amigos. El era un muchacho cordial y saludable, lleno de ánimo y
energía, el extremo opuesto a mi en muchos aspectos, pero descubrimos que teníamos
algunos intereses en común, y se estableció un vinculo más cuando constaté que carecía de
amigos igual que yo. Finalmente me invitó a pasar una temporada en la casa de su padre en
Donnithorpe, Norfolk, y acepté su hospitalidad durante un mes de las vacaciones de verano.
»El viejo Trevor era, evidentemente, un hombre de buena posición y de cierta categoría, juez
de paz y terrateniente. Donnithorpe es un pequeño caserío al norte de Langmere, en la región
de los Broads. La casa era un amplio y antiguo edificio, con vigas de roble y obra de
mampostería, con una bonita avenida flanqueada por tilos que conducía hasta ella. Las
oportunidades de cazar patos silvestres en los pantanos eran excelentes, así como la pesca.
Tenía además una pequeña pero selecta biblioteca, procedente, según entendi, de un anterior
ocupante, y una cocina tolerable, de modo que muy remilgado había de ser el hombre que no
pudiera pasar allí un mes placentero.
»Trevor padre era viudo, y mi amigo era su único hijo. Oi decir que hubo una hija, pero que
murió de difteria en el curso de una visita a Birmingham. El padre me interesó
extraordinariamente. Era un hombre de poca cultura, pero con un vigor considerable tanto en
el aspecto físico como mental. Apenas había leído libro alguno, pero habla viajado
extensamente, había visto gran parte del mundo y había recordado todo lo que aprendió.
Como persona, era un hombre grueso y fornido, con una buena mata de cabellos grises, cara
morena, curtida por la intemperie, y unos ojos azules cuya agudeza lindaba en la ferocidad.
Sin embargo, gozaba de la reputtación de ser un hombre bondadoso y caritativo en toda la
comarca y era bien conocida la benignidad de sus sentencias como juez.
»Una tarde, poco después de mi llegada, saboreábamos un vasito de oporto como remate de
la cena, cuando el joven Trevor empezó a hablar acerca de aquellos hábitos de observación y
deducción que yo ya había convertido en un sistema, aunque todavía no había reconocido el
papel que habrían de desempeñar en mi vida. Evidentemente, el anciano creyó que su hijo
exageraba en su descripción de un par de hechos triviales que yo había protagonizado.
»–Vamos, señor Holmes –me dijo, riéndose con ganas–, yo soy un excelente sujeto, si es que
puede deducir algo de mí.
»–Temo que no haya gran cosa –contesté yo–. Pero podría sugerir que en los doce últimos
meses ha temido usted algún ataque personal.
»La risa desapareció de sus labios y me miró con viva sorpresa.
»–Pues es la pura verdad –dijo–. Tú ya sabes, Victor –añadió, volviéndose hacia su hijo–, que
cuando dispersamos aquella pandilla de cazadores furtivos, juraron apuñalarnos, y de hecho
sir Edward Hoby ha sido agredido. Desde entonces, yo siempre me he mantenido en guardia,
pero no tengo la menor idea de cómo puede usted saberlo.
»–Tiene un bastón muy elegante, señor Trevor –respondí–. Por la inscripción, he observado
que no hace más de un año que obra en su poder. Pero se ha tomado usted el trabajo de
agujerear su puño y verter plomo derretido en el orificio, a fin de convertirlo en un arma
formidable. He deducido que no tomaría tales precauciones si no temiera algún peligro.
»–¿Algo más? –preguntó, sonriendo.
»–En su juventud, usted practicó muchísimo el boxeo.
»–¡Ha acertado otra vez! ¿Y cómo lo ha sabido? ¿Acaso tengo la nariz algo desviada?
»–No –contesté–. Se trata de sus orejas. Presentan el aplastamiento y la hinchazón
peculiares que delatan al boxeador.
»–¿Algo más?
»–A juzgar por sus callosidades, se ha dedicado de firme a cavar.
»–Gané todo mi dinero en los campos auríferos. »–También ha estado en Nueva Zelanda.
»–De nuevo ha acertado.
»–Ha visitado Japón.
»–Cierto.
»–Y ha estado usted íntimamente asociado con alguien cuyas iniciales eran J.A., una persona
a la que después quiso olvidar por completo.
»El señor Trevor se levantó lentamente, clavó en mi sus grandes ojos azules con una mirada
extraña, desenfocada, y acto seguido se desplomó, víctima de un profundo desmayo,
sepultando la cara entre las cáscaras de nuez que cubrían el mantel.
»Puede imaginar, Watson, cuál fue la impresión que esto nos causó a su hijo y a mí. Sin
embargo, el ataque no duró mucho, y cuando le desabrochamos el cuello de la camisa y
rociamos su cara con el agua de un vaso, dio un par de boqueadas y se incorporó.
»–¡Ay, muchachos! –dijo, esforzándose en sonreír–. Espero no haberos dado un susto. Pese
a parecer tan fuerte, hay un punto débil en mi corazón y no se necesita gran cosa para
ponerme fuera de combate. No sé cómo se las arregla usted, señor Holmes, pero tengo la
impresión de que todos los detectives de la realidad y la ficción serían como chiquillos en sus
manos. Este es su camino en la vida, señor, y puede creer en las palabras de un hombre que
ha visto un poco el mundo.
»Y esta recomendación, junto con la exagerada estimación de mis facultades que la precedió,
fue, puede usted creerme, Watson, lo primero que me hizo pensar que cabía convertir en
profesión lo que hasta entonces había sido mera afición. En aquel momento, sin embargo, a
mí me preocupaba demasiado el súbito desvanecimiento de mi anfitrión para pensar en nada
mas.
»–Espero no haber dicho nada que le haya disgusado –murmure.
»–Desde luego, me ha tocado en un punto de lo más sensible. ¿Puedo preguntarle cómo lo
sabe y qué es lo que sabe?
»Hablaba en un tono como medio en broma, pero en el fondo de sus ojos todavía había una
expresión de terror.
»–No puede ser más sencillo –contesté–. Cuando se arremangó un brazo para meter aquel
pez en la barca, vi que le habían tatuado «J.A.» en el brazo. Las letras todavía eran legibles,
pero se veía bien a las claras, a juzgar por su apariencia borrosa y por el teñido de la piel a su
alrededor, que se hablan hecho esfuerzos conducentes a su desaparición. Era obvio, pues,
que en otro tiempo aquellas iniciales habían sido muy familiares y que, posteriormente, había
querido olvidarlas.
»–¡Qué vista tiene usted, señor Holmes! –exclamó con un suspiro de alivio–. Es tal como
usted dice, pero no hablaremos de ello. Entre todos los fantasmas, los de nuestros viejos
amores son los peores. Venga a la sala de billar y fume tranquilamente un cigarro.
»A partir de aquel día, y a pesar de toda su cordialidad, siempre hubo una nota de suspicacia
en la actitud del señor Trevor conmigo. Hasta su hijo se dio cuenta. «Le diste tal susto al jefe –
me dijo– que nunca más volverá a estar seguro de lo que sabes y de lo que no sabes.» Tengo
la certeza de que él se esforzaba en no manifestarlo, pero la sospecha estaba tan firmemente
arraigada en su mente que afloraba en cualquier ocasión. Finalmente, llegué a estar tan
convencido de que le causaba tal inquietud que di por concluida mi visita. Pero el mismo día
de mi partida, antes de marcharme, ocurrió un incidente que después demostraría tener su
importancia.
»Estábamos sentados los tres en sillas del jardín y sobre el césped, tomando el sol y
admirando la vista a través de los Broads, cuando salió la sirvienta para decir que ante la
puerta había un hombre que deseaba ver al señor Trevor.
»–¿Cuál es su nombre? –preguntó mi anfitrión.
»–No ha querido dar ninguno.
»–~Qué quiere, pues?
»–Dice que usted lo conoce y que sólo desea unos momentos de conversación.
»–Hazle pasar aquí.
»Un momento después apareció un hombrecillo apergaminado, con una actitud servil y unos
andares bamboleantes. Llevaba una chaqueta abierta, con una gran salpicadura de alquitrán
en la manga, una camisa a cuadros rojos y negros, pantalones de tela basta y unas recias
botas desgastadas. Tenía un rostro moreno, enjuto y sagaz, con una perpetua sonrisa que
mostraba una línea irregular de dientes amarillos, y sus manos arrugadas estaban cerradas a
medias, de un modo que es distintivo de los marineros. Al acercarse, encorvado, a través del
césped, oi que la garganta del señor Trevor producía un ruido semejante a un hipo y,
abandonando de un salto su silla, corrió precipitadamente hacia la casa. Volvió al cabo de
unos momentos y, al pasar junto a mi, mi olfato captó una intensa vaharada de brandy.
»–Y bien, buen hombre –dijo–, ¿qué puedo hacer por usted?
»El marinero le miraba con ojos entrecerrados y con la misma e incesante sonrisa en su faz.
¿me conoce? –le preguntó.
»–¡Vaya, hombre! ¡Pero si es Hudson! –exclamó el señor Trevor en un tono de sorpresa.
»–Y Hudson soy, señor –dijo el marinero–. Es que han pasado más de treinta años desde la
última vez que le vi. Y aquí está usted en su casa, y yo comiendo todavía mi tasajo sacado del
barril de a bordo.
»–Tranquilo, hombre, pues verás que no he olvidado tiempos ya lejanos – dijo el señor Trevor
y, avanzando hacia el marinero, le murmuró algo en voz baja. A continuación, y en voz alta
añadió–: Ve a la cocina, allí te darán comida y bebida. Y no me cabe duda de que te
encontraré un empleo.
»–Gracias, señor –repuso el marinero, llevándose la mano a la visera de la gorra–. Llevaba ya
dos años en un vapor de cabotaje que no pasaba de los ocho nudos, y además con poca
tripulación, y deseo tomarme un descanso. Pensé que lo conseguiría, ya fuera con el señor
Beddoes o con usted.
»–¡Ah! –gritó el señor Trevor–. ¿Sabes dónde está el señor Beddoes?
»–Por favor, señor, yo sé dónde están todos mis viejos amigos –dijo el hombre con una
sonrisa siniestra, y se deslizó tras la sirvienta en dirección a la cocina.
»El señor Trevor murmuró algo acerca de haber navegado junto con aquel hombre cuando
volvió de las minas. Después entró en la casa, dejándonos a los tres fuera. Al entrar nosotros
una hora más tarde, lo encontramos borracho perdido, echado en el sofá de la sala de estar.
Todo el incidente dejó en mi mente una impresión desagradable. Al día siguiente no me dolió
abandonar Donnithorpe, pues pensaba que mi presencia podía ser motivo de embarazo para
mi amigo.
»Esto ocurrió durante el primer mes de las vacaciones de verano. Yo volví a mis habitaciones
de Londres, donde pasé siete semanas dedicado a unos experimentos de química orgánica.
Un día, sin embargo, cuando el otoño ya estaba bastante avanzado y las vacaciones tocaban
a su fin, recibí un telegrama de mi amigo en el que me rogaba que volviera a Donnithorpe a fin
de recabar mi consejo y ayuda.
»Me recibió con el dog cart en la estación, y comprendí al primer vistazo que en los dos
últimos meses le hablan sometido a dura prueba. Había adelgazado y se notaba que le
agobiaba alguna inquietud, pues había perdido aquella actitud amable y jovial que tanto le
caracterizaba.
»–El jefe se está muriendo –fueron sus primeras palabras.
»–¡Imposible! –grité–. ¿Qué le ocurre?
»–Apoplejia. Un choque nervioso. Todo el día ha estado al borde del final. Dudo de que lo
encontremos con vida.
–Como puede imaginar, Watson, me sentí horrorizado por esta noticia inesperada.
»–¿Cuál ha sido la causa? –pregunté. »–Ah, ésta es la cuestión. Sube y podremos comentarlo
durante el trayecto. ¿Recuerdas aquel individuo que llegó la tarde anterior a tu partida?
»–Perfectamente.
»–¿Sabes a quién dejamos entrar en casa aquel día?
»–No tengo ni la menor idea.
»–¡Era el Diablo, Holmes! –exclamo.
»Lo miré estupefacto.
»- Si era el Diablo personificado. Desde entonces no hemos tenido ni una hora de paz, ni una
sola. Desde aquella tarde, el jefe ya no volvió a levantar cabeza, y ahora le ha sido arrebatada
la vida y se le ha partido el corazón, todo debido a ese maldito Hudson.
»–¿Qué poder tiene, pues?
»–¡Ah, esto es lo que yo desearla saber a cualquier precio! ¡El bueno del jefe, tan amable y
caritativo! ¿Cómo pudo caer en las manos de semejante rufián? Pero me alegra tanto que
hayas venido, Holmes... Confio muchísimo en tu buen juicio y en tu discreción, y sé que me
darás el mejor consejo.
»Avanzábamos a lo largo de la lisa y blanca carretera rural, y ante nosotros brillaba el largo
tramo de los Broads bajo la luz roja del sol poniente. En una arboleda a nuestra izquierda, ya
podía ver las altas chimeneas y el mástil de la bandera que señalaban la mansion del squire.
»–Mi padre nombró jardinero a aquel tipo –explicó mi compañero– y después, ya que esto no
le satisfizo, lo ascendió a mayordomo. Parecía como si la casa estuviera a su merced; la
recorría y hacia en ella cuanto se le antojaba. Las criadas se quejaron de su afición a la
bebida y de su lenguaje soez, y mi padre les aumentó el sueldo a todas para compensarles de
estas molestias. Aquel individuo utilizaba la barca y la mejor escopeta de mi padre, y se
regalaba con pequeñas cacerías. Y todo esto lo hacía con una cara tan insolente y burlona
que, si hubiera sido un hombre de mi edad, veinte veces le hubiera tumbado de un puñetazo.
Te aseguro, Holmes, que en todo momento me he sometido a un férreo control, pero ahora
me pregunto si no hubiera obrado mucho mejor abandonándome un poco más a mis impulsos.
»Pues bien, entre nosotros las cosas fueron de mal en peor, y ese animal de Hudson se
mostró cada vez más entrometido, hasta que un día, al contestar con insolencia a mi padre en
mi presencia, lo agarré por un hombro y lo expulsé de la habitación. Se retiró con un rostro
lívido y unos ojos ponzoñosos, que proferían más amenazas de las que hubiese podido
pronunciar su lengua. No sé qué ocurrió entre mi pobre padre y él después de esto, pero papá
me llamó el día siguiente y me preguntó si no podía yo ofrecer mis excusas a Hudson. Como
puedes imaginar, me negué y a la vez in-uirí cómo podía permitir mi padre que semejante
granuja se tomara tantas libertades con él y con el personal de la casa.
»–Ah, muchacho –me dijo–, hablar cuesta muy poco, pero tú no sabes cuál es mi situación.
Sin embargo, lo sabrás, Victor. Yo me ocuparé de que lo sepas, ocurra lo que ocurra. ¿Verdad
que no crees que tu pobre y viejo padre haya cometido nada malo?
»Estaba muy emocionado y se encerró todo el día en el estudio donde, como pude ver a
través de la ventana, escribía afanosamente.
«Aquella tarde se produjo lo que a mí me representó un gran alivio, pues Hudson nos anunció
que iba a dejarnos. Entró en el comedor, donde nosotros estábamos sentados después de
cenar, y manifestó su intención con la voz pastosa del hombre medio bebido.
»–Ya estoy harto de Norfolk –dijo–. Me iré a casa del señor Beddoes, en el Hampshire. Sé
que se alegrará tanto como usted cuando me vea.
«–Espero que no irás a marcharte enfadado, Hudson –dijo mi padre con una docilidad que
hizo hervir mi sangre en las venas.
»–No me han sido presentadas excusas –replicó él, ceñudo y mirando en mi dirección.
»–Victor, ¿no reconoces que has tratado con dureza a este buen hombre? – preguntó mi
padre, volviéndose hacia mi.
»–Muy al contrario, creo que los dos hemos mostrado con él una paciencia extraordinaria –
repuse.
» ¿Ah, sí, conque éstas tenemos? –gruñó Hudson–. Pues muy bien, hombre. ¡Ya nos
ocuparemos de esto!
«Salió del comedor con la cabeza gacha y media hora más tarde abandonó la casa, dejando a
mi padre en un estado de penoso nerviosismo. Noche tras noche, le oía pasear por su
habitación, y precisamente, cuando ya empezaba a recuperar la confianza en si mismo, cayó
por fin el golpe sobre él.
»–¿Y cómo fue? –inquirí con afán.
»–Del modo más extraordinario. Ayer por la tarde llegó una carta destinada a mi padre con el
matasellos de Fordingbridge. Mi padre la leyó, se llevó ambas manos a la cabeza y empezó a
caminar por la habitación, describiendo pequeños círculos, como el hombre que ha perdido
los sentidos. Cuando por fin le hice echarse en un sofá, su boca y sus párpados se habían
desviado a un lado y comprendí que había sufrido un ataque de apoplejía. El doctor Fordham
vino en seguida y acostamos a mi padre, pero hoy la parálisis ha aumentado y no da señales
de recuperar el conocimiento. Creo muy difícil que aún lo encontremos vivo.
»–¡Me horrorizas, Trevor! –exclamé–. ¿Qué podía haber leído en aquella carta, para que
causara un resultado tan espantoso?
»–Nada. Y esto es lo inexplicable del asunto. El mensaje era tan absurdo como trivial. ¡Ah,
Dios mío, como yo temía!
»Mientras hablaba enfilamos la curva de la avenida de entrada y, a la luz mortecina, vimos
que todas las persianas de la casa estaban echadas. Corrimos hacia la puerta, y el semblante
de mi amigo se convulsionó por el dolor al ver aparecer en el umbral un caballero vestido de
negro.
»–¿Cuándo ha ocurrido, doctor? –preguntó Trevor.
»–Casi inmediatamente después de marcharse usted.
»–¿Recobró el conocimiento?
»–Por unos momentos antes del final.
»–¿Algún mensaje para mí?
»–Sólo que los papeles están en el cajón posterior del armario japonés.
»Mi amigo subió con el doctor a la cámara mortuoria, mientras yo permanecía en el estudio,
dando al asunto vueltas y más vueltas en mi cabeza y sintiéndome más apenado que en
ningún otro instante de mi vida. ¿Cuál debía ser el pasado de Trevor, pugilista, viajero y
buscador de oro, que se había puesto en manos de aquel marinero de rostro patibulario? ¿Por
qué, asimismo, había de desmayarse ante una alusión a las iniciales medio borradas en su
brazo, y morirse de miedo al recibir una carta de Fordingbridge? Recordé entonces que
Fordingbridge estaba en el Hampshire, y que aquel señor Beddoes, al que había ido a visitar
el marinero, y presumiblemente a extorsionarle, también había sido mencionado como
residente en el Hampshire. Por consiguiente, la carta o bien podía proceder de Hudson, el
marinero, para anunciar que había traicionado el culpable secreto que parecía existir, o bien
haber sido escrita por Beddoes, a fin de advertir a un antiguo confederado sobre la inminencia
de esta delación. Hasta aquí la cosa parecía bastante clara. Pero en este caso, ¿cómo podía
el mensaje ser trivial y grotesco, tal como lo describía el hijo? Debía de haberlo interpretado
mal. Y si era así, bien podía tratarse de uno de aquellos códigos secretos que quieren decir
una cosa mientras aparentan decir otra. Yo tenía que leer esa carta. Si había en ella un
significado oculto, yo confiaba en poder desentrañarlo.
Durante una hora permanecí sentado, meditando al respecto en la semioscuridad, hasta que
finalmente una sirvienta llorosa trajo una lámpara. La seguía mi amigo Trevor, que entró
pálido pero sereno, con estos mismos papeles que ahora tengo sobre mis rodillas. Se sentó
ante mí, acercó la lámpara al borde de la mesa y me entregó una breve nota escrita, como ve
usted, en una sola cuartilla de color gris. Decía: «El suministro de caza para Londres aumenta
sin cesar. Al guardabosque en jefe Hudson, según creemos, se le ha pedido ahora que reciba
todos los encargos de papel atrapamoscas y que preserve la vida de vuestros faisanes
hembra.
»Le aseguro que en mi cara se reflejó el mismo asombro que en la suya cuando leí por
primera vez este mensaje. Acto seguido lo releí cuidadosamente. Era, evidentemente, lo que
había pensado yo, y una segunda versión había de ocultarse en esa extraña combinación de
palabras. ¿Y no podía ser que tuviera un significado ya previamente convenido en palabras
tales como «papel atrapamoscas’» y «faisanes hembra»? Este significado sería arbitrario y de
ningún modo se le podría deducir. Sin embargo, me sentía poco inclinado a creer que fuera
éste el caso, y la presencia del nombre «Hudson» parecía indicar que el tema del mensaje era
el que yo había sospechado, y que procedía de Beddoes más bien que del marinero. Probé la
lectura hacia atrás, pero los resultados nada tenían de alentadores. A continuación probé con
palabras alternativas, pero tampoco pareció que el sistema prometiera aportar alguna luz. Y a
continuación, en un instante, tuve en mis manos la clave del enigma, pues vi que cada tercera
palabra, comenzando por la primera, construía un mensaje que bien podía llevar al viejo
Trevor a la de-sesperación: «El juego ha terminado. Hudson lo ha contado todo. Huye para
salvar tu vida.»1
1. (N. del T.) El código es intraducible, pues para aplicar la clave habría que cambiar el
texto del mensaje, al cual se sigue haciendo referencia más adelante. Sin embargo, para
aquellos lectores aficionados a descifrar códigos secretos, creo conveniente transcribir
el mensaje completo en su versión original inglesa, así como el verdadero texto ya
descifrado: The supply of game lar London is going steadily op. Head-keeper Hudson,
we bel ieve, has been now told to rece ive al! orders lar lly-paper and lar preservation of
your hm pheasants li/e.
Y anotando cada tercera palabra, a partir de la primera, el resultado es el siguiente: The
garne is up. Hudson has told al!. Fly lar your life.»
»Victor Trevor hundió el rostro entre sus manos temblorosas.
»–Ha de ser esto, supongo –dijo–. Y esto es peor que la muerte, porque significa también el
deshonor. Pero, ¿cuál es el significado de ese «guardabosque» y esos «faisanes hembra»?
»–Nada significan para el mensaje, pero podrían representar mucho para nosotros si no
tuviéramos otros medios para descubrir al remitente. El ha empezado por escribir: «El...
juego... ha...», y así sucesivamente. Y después, para ajustarse al código acordado, ha tenido
que meter dos palabras en cada espacio vacío. Como es natural, utilizó las primeras palabras
que acudieron a su mente, y por haber entre ellas tantas que hacen referencia al deporte de la
caza, cabe tener la tolerable seguridad de que o bien es un apasionado de la caza o tiene
interés por la cría de animales. ¿Tú sabes algo de ese Beddoes?
»–Ahora que lo mencionas –me contestó–, recuerdo que mi pobre padre recibía cada otoño
una invitación suya para ir a cazar en su vedado.
»-Entonces es indudable que la nota procede de él –dije–. Sólo nos queda descubrir qué es
este secreto que el marinero blandía sobre las cabezas de estos dos hombres ricos y
respetados.
»–Por desgracia, Holmes, mucho me temo que sea un pecado vergonzoso –manifestó mi
amigo–. Mas para ti yo no tengo secretos. He aquí la declaración que escribió mi padre
cuando supo que el peligro por parte de Hudson se habla hecho inminente. La encontré en el
armario japonés, tal como se lo dijo él al doctor. Léemela tu mismo, pues yo no tengo fuerzas
ni valor para hacerlo.
–Estos son los mismos documentos, Watson, que él me entregó, y ahora se los leeré a usted
tal como aquella noche se los leí a él en el viejo estudio. Como ve, hay un título bastante
explícito: «Detalles del viaje de la corbeta Gloria Scott desde que zarpó de Falmouth el 8 de
octubre de 1855, hasta su destrucción en latitud Norte 150 20’, longitud Oeste 250 14’, el 6 de
noviembre.» Está presentado en forma de carta y dice lo siguiente:
«Mi querido, queridísimo hijo... Ahora, cuando una inminente desgracia empieza a oscurecer
los últimos años de mi vida, puedo escribir con toda veracidad y sinceridad que no es el temor
a la ley, ni la pérdida de mi posición en el condado, ni tampoco mi caída a los ojos de todos
aquellos que me han conocido lo que más destroza mi corazón, sino la idea de que tengas
que sonrojarte por mi culpa... tú, que me quieres y que rara vez, quiero esperarlo, has tenido
motivo para no respetarme. Pero si cae el golpe que desde siempre me está amenazando,
entonces desearía que leyeras esto para que sepas a través de mi hasta qué punto se me
puede culpar. Por otra parte, si todo va bien (¡Así quiera concederlo Dios Todopoderoso!) y si
por azar este papel todavía pudiera ser destruido y cayera en tus manos, por la memoria de tu
querida madre y por el amor que existe entre nosotros, arrójalo al fuego y nunca más vuelvas
a dedicarle un solo pensamiento.
En cambio, si tus ojos recorren estas líneas, ello querrá decir que habré sido denunciado y
arrebatado de mi casa, o bien, lo que será más probable, pues ya sabes que tengo un
corazón débil, que yaceré con mi lengua sellada para siempre por la muerte.
Mi nombre, querido hijo, no es Trevor. Yo era James Armitage en mis años mozos, y ahora
comprenderás la impresión que me causó hace unas semanas, que tu amigo del colegio me
dirigiera unas palabras que daban a entender que había penetrado en mi secreto. Como
Armitage entré a trabajar en un banco de Londres. También como Armitage fui acusado de
quebrantar las leyes de mi país y sentenciado a la deportación. No me juzgues con dureza,
hijo mío: me vi obligado a pagar lo que se llama una deuda de honor y, para hacerlo, empleé
dinero que no era mío, seguro de que podría devolverlo antes de que hubiera la posibilidad de
que lo echaran en falta. Pero me persiguió el más atroz de los infortunios, el dinero con el que
yo había contado nunca llegó a mis manos, y una prematura revisión de las cuentas bancarias
reveló mi desfalco. Mi caso hubiera podido ser juz-gado con benevolencia, pero hace treinta
años las leyes eran aplicadas con mayor dureza que ahora, y el día en que cumplía veintitrés
años me vi encadenado, como cualquier delincuente y junto con otros treinta y siete
presidiarios, en el entrepuente de la Gloria Scott, con destino a Australia.
Corría el año 1855. La guerra de Crimea estaba en su apogeo y los viejos barcos destinados
a los presidiarios eran utilizados en su mayor parte como transporte en el mar Negro. Por
consiguiente, el gobierno se veía obligado a emplear embarcaciones más pequeñas y menos
adecuadas para enviar a ultramar sus presidiarios. La Gloria Scott había transportado té de
China, pero era un buque anticuado, de proa roma y gran manga, y los nuevos clippers lo
habían arrinconado. Desplazaba 500 toneladas y, además de sus treinta y ocho presidiarios,
llevaba a bordo una tripulación de veintiséis hombres, dieciocho soldados, un capitán, tres
pilotos, un médico, un capellán y cuatro guardianes. En total, casi un centenar de almas
íbamos a bordo cuando zarpamos de Falmouth.
Los tabiques entre las celdas de los presidiarios, en vez de ser de grueso roble, como es
usual en los barcos que transportan presidiarios, eran bastante delgados y frágiles. El preso
contiguo, en dirección a popa, ya me había llamado la atención cuando recorrimos el muelle.
Era un hombre joven, de cara blanca e imberbe, nariz larga y delgada, y mandíbula bastante
poderosa. Mantenía la cabeza airosamente alta, caminaba con un cierto contoneo y
destacaba, sobre todo, por su extraordinaria altura. No creo que ninguno de nosotros le
llegara al hombro; estoy seguro de que no medía menos de seis pies y medio. Resultaba
extraño ver entre tantos rostros tristes y ajados una faz tan llena de energía y determinación.
Su visión fue para mí como la de una reconfortante hoguera en plena tormenta de nieve. Me
alegré al descubrir que era mi vecino, y todavía más cuando, en plena noche, oi un susurro
junto a mi oído y observé que se las había arreglado para abrir un orificio en la delgada tabla
que nos separaba.
–Hola, compañero –me dijo–. ¿Cómo te llamas? ¿Por qué estás aquí?
Se lo dije y pregunté, a mi vez, con quién hablaba.
–Soy Jack Prendergast –me contestó–, y por todos los cielos te aseguro que aprenderás a
bendecir mi nombre antes de lo que tarda en cantar el gallo.
Yo recordaba haber oído hablar de su caso, pues había causado una sensación enorme en
todo el país, poco antes de mi propio arresto. Era hombre de buena familia y de una gran
capacidad, pero con hábitos torcidos e incurables, y que, mediante un ingenioso sistema de
fraude, habla obtenido sumas enormes de los principales comerciantes de Londres.
¡Ajá! ¿Conque recuerdas mi caso? –exclamó con orgullo.
Y muy bien, por cierto.
–Entonces tal vez recuerdes algo extraño en él.
–¿El qué?
Yo me había hecho casi con un cuarto de millón, ¿no es así?
–Así se dijo.
-Pero no se recuperó ni un céntimo, ¿verdad?
-No.
-Bien, ¿y dónde crees que está el botín? –inquirió.
-No tengo ni la menor idea.
-Pues aquí, entre mi pulgar y el índice –me aseguró-. Por Dios que tengo más libras a mi
nombre que tu pelos en la cabeza. Y si tienes dinero, hijo mío, y sabes cómo manejarlo y
hacerlo circular, ¡puedes lograr cualquier cosa! Y no irás a creer que un hombre que puede
hacer cualquier cosa se dispone a gastar el asiento de sus pantalones sentado en la apestosa
bodega de un mohoso carguero de las costas de China, infestado por las ratas y las
cucarachas, y semejante a un ataud viejo y putrefacto. No, señor, un hombre como yo cuidará
de sí mismo y cuidará de sus amigos. ¡Puedes estar seguro de ello! Tú confía en él, y tan
cierto como la Biblia que él te sacará adelante.
Tal era su manera de hablar y, al principio, creí que nada significaba, pero al cabo de un
tiempo, cuando me hubo puesto a prueba y juramentado con toda la solemnidad posible, me
dio a entender que habia realmente una conspiración para apoderarse del barco. Una docena
de presidiarios lo habían tramado antes de subir a bordo; Prendergast era el jefe, y su dinero
era el factor motivador.
–Yo tenía un asociado –me dijo–, un hombre de rara valía y tan leal como la culata de un fusil
al cañón del mismo. Se ordenó como sacerdote, ¿y dónde crees que se encuentra en este
momento? Pues bien, es el capellán de este barco... ¡Nada menos que el capellán! Subió a
bordo con un abrigo negro y sus papeles en orden, y en su caja lleva dinero suficiente para
comprar este trasto desde la quilla hasta lo alto del palo mayor. La tripulación es suya en
cuerpo y alma. Pudo comprarla a tanto la gruesa con descuento por pago al contado, y lo hizo
incluso antes de que firmaran el conocimiento de embarque. Cuenta con dos de los
guardianes y con Mercer, el segundo oficial, y conseguiría al propio capitán si creyese que
valía la pena.
–¿Qué hemos de hacer, pues? –pregunté.
–¿Qué te figuras? –repuso–. Vamos a hacer que las casacas de estos soldados se vuelvan
más rojas que cuando las cortó el sastre.
–Pero ellos están armados –alegué.
–Y también lo estaremos nosotros, muchacho. Hay un par de pistolas para cada hijo de madre
de los nuestros, y si no podemos apoderarnos de este barco con una tripulación que nos
respalde, valdrá más que nos manden a todos a un pensionado de señoritas. Habla esta
noche con tu vecino de la izquierda y entérate de si se puede confiar en él.
Así lo hice, y averigüé que era un joven en una situación muy semejante a la mía, cuyo delito
había sido el de falsificación. Se llamaba Evans, pero después cambió de nombre, igual que
yo, y hoy es un hombre rico y próspero en el sur de Inglaterra. Estaba más que dispuesto a
unirse a la conspiración, como único medio para salvarnos, y antes de haber cruzado el golfo
de Vizcaya sólo dos de los presidiarios no estaban enterados del secreto. Uno de ellos era un
débil mental en el que no nos atrevimos a confiar; el otro padecía una ictericia y no podía
sernos de ninguna utilidad.
En realidad, desde el primer momento no hubo nada que pudiera impedirnos tomar posesión
del navío. La tripulación la formaban un grupo de rufianes, especialmente elegidos para el
trabajo. El supuesto capellán entraba en nuestras celdas para exhortarnos, equipado con un
maletín negro en apariencia lleno de folletos religiosos, y tan a menudo nos visitaba que el
tercer día cada uno de nosotros ya había ocultado al pie del camastro una lima, un par de
pistolas, una libra de pólvora y veinte postas. Dos de los guardianes eran agentes de
Prendergast y el segundo oficial era su mano derecha. El capitán, los otros dos oficiales, el
doctor y el teniente Martin y sus dieciocho soldados, era a todo lo que deberíamos
enfrentarnos. No obstante, pese a esta providencia, decidimos no descuidar ninguna
precaución y efectuar nuestro ataque de repente y por la noche. Sin embargo, se produjo
antes de lo que esperábamos y del modo siguiente:
Una tarde, alrededor de la tercera semana después de nuestra partida, el doctor había bajado
para visitar a uno de los presidiarios que estaba enfermo y, al poner la mano en la parte
inferior del catre, palpó el perfil de las pistolas. Si hubiera guardado silencio, habría po-dido
enviarlo todo al traste, pero era un hombrecillo nervioso y lanzó una exclamación de sorpresa,
y se puso tan pálido que el otro supo al instante lo que ocurría y lo inmovilizó. Fue
amordazado antes de que pudiera dar la alarma y atado a la cama. Había dejado abierta la
puerta que conducía a cubierta y por ella salimos todos precipitadamente. Los dos centinelas
fueron abatidos a tiros y también un cabo que acudió corriendo para saber qué ocurría. Había
otros dos soldados ante la puerta del salón, mas al parecer sus mosquetes no estaban
cargados, ya que no llegaron a disparar contra nosotros, y ambos fueron acribillados a
balazos mientras trataban de calar sus bayonetas. Corrimos entonces hacia el camarote del
capitán, pero al abrir la puerta se oyó una detonación en el interior y lo encontramos con la
cabeza apoyada en el mapa de Atlántico, sujeto con chinchetas a la mesa, y con el capellán
junto a él, con una pistola humeante en su mano. Los dos oficiales habían sido hechos
prisioneros por la tripulación y la situación parecía totalmente dominada.
El salón era contiguo al camarote; entramos en él y nos acomodamos en sus bancos,
hablando todos a la vez, pues nos enloquecía la sensación de gozar nuevamente de libertad.
Había armarios a nuestro alrededor, y Wilson, el falso capellán, descerrajó uno de ellos y sacó
una docena de botellas de jerez. Rompimos sus golletes, vertimos el vino en vasos y los
estábamos apurando, cuando de pronto, sin la menor advertencia, llegó el rugido de los
mosquetes a nuestros oídos y el salón se llenó de humo, hasta el punto que no podíamos ver
a través de la mesa. Wilson y otros ocho hombres se retorcían en el suelo, unos sobre otros; y
la sangre y el jerez añejo sobre aquella mesa todavía me enferman cuando pienso en ello.
Tanto nos intimidó aquella visión, que creo que nos hubiéramos dado por vencidos de no
haber sido por Prendergast, que bramó como un toro y se precipitó hacia la puerta con todos
los supervivientes pisándole los talones. Nos habían disparado a través de las lumbreras
entreabiertas del salón. Salimos a cubierta y allí, a popa, se encontraban el teniente y diez de
sus hombres. Nos lanzamos sobre ellos antes de que consiguieran cargar de nuevo sus
mosquetes; se defendieron con coraje, pero pudimos con ellos y, cinco minutos después, todo
había terminado. A fe mía que dudo que hubiera un matadero como aquel barco. Prendergast
parecía un demonio enfurecido y agarró a los soldados como si fueran chiquillos y los arrojó
por la borda, vivos o muertos. Había un sargento con terribles heridas y, sin embargo, se
mantuvo a nado durante un tiempo sorprendente, hasta que alguien tuvo la misericordia de
volarle la tapa de los sesos. Cuando terminó la refriega, no quedaba con vida ninguno de
nuestros enemigos, excepto los guardianes, los oficiales y el doctor.
Precisamente por causa de ellos se produjo la gran disputa. Muchos de nosotros nos
dábamos por satisfechos con la recuperación de nuestra libertad y no deseábamos cargar con
asesinatos nuestras conciencias. Una cosa era tumbar a los soldados armados y otra
presenciar cómo se mataban hombres a sangre fría. Ocho de nosotros, cinco presidiarios y
tres marineros, dijimos que no queríamos presenciar semejante atrocidad, pero no hubo
manera de convencer a Prendergast y sus seguidores. Dijo que nuestra única probabilidad de
salvación radicaba en efectuar un trabajo a fondo, y que no dejaría una sola lengua capaz de
hablar más tarde en el estrado de los testigos. A punto estuvimos de correr la misma suerte
de los rehenes pero finalmente Prendergast dijo que, si queríamos, podíamos quedarnos con
un bote de salvamento y largarnos. Aceptamos en el acto, pues ya estábamos hartos de
tantos sucesos sangrientos y sabíamos que las cosas no harían sino empeorar. Nos
entregaron un traje de marinero a cada uno, dos barriles de agua y otros dos, uno de tasajo y
otro de galleta, y una brújula. Prendergast nos arrojó una carta de navegación, nos dijo que
éramos marineros cuyo buque había naufragado en los 50 lat. N y 250 long. O, y después
cortó la amarra y nos dejó marchar.
Y ahora, mi querido hijo, viene la parte más sorprendente de mi historia. Durante la rebelión,
los marineros, para inmovilizar el barco, habían puesto en facha la vela del trinquete, pero
ahora, mientras nos alejábamos de ellos, la izaron de nuevo y, puesto que soplaba un suave
viento del nordeste –los alisios–, la corbeta empezó a distanciarse lentamente de nosotros.
Nuestro bote subía y bajaba a merced del monótono oleaje, y Evans y yo, que éramos los
más cultos del grupo, estábamos sentados a popa calculando nuestra posición y planeando
hacia qué costa de Africa podíamos dirigirnos. Era una cuestión peliaguda, ya que cabo Verde
quedaba sólo a unas quinientas millas al noreste y Sierra Leona a unas setecientas al este.
En resumidas cuentas, visto que soplaban a favor los vientos alisios, pensamos que la mejor
opción sería Sierra Leona, y pusimos rumbo en esta dirección, cuando la corbeta casi
ocultaba ya su casco a estribor. De pronto, mientras la estábamos mirando, vimos que
brotaba de ella una densa columna de humo, que se cernió sobre el horizonte como un árbol
monstruoso. Unos segundos más tarde, una explosión retumbó como un trueno en nuestros
oídos y, cuando la humareda se disipó un poco, no vimos ni rastro de la Gloria Scott. Instantes
después, viramos en redondo y remamos con todas nuestras fuerzas hacia el lugar donde el
humo que aún flotaba sobre el agua marcaba la escena de la catástrofe.
Pasó una larga hora antes de que llegáramos a ella y al principio temimos que fuera
yademasiado tarde para salvar a alguien. Un bote hecho astillas y varias jaulas de embalaje y
restos de la arboladura, que se balanceaban sobre las olas, nos señalaron dónde se había ido
a pique la corbeta. Al no advertir indicios de vida perdimos toda esperanza, y ya nos
alejábamos cuando oímos un grito de auxilio y vimos a cierta distancia unos restos del
naufragio, con un hombre tendido sobre ellos. Cuando lo subimos a bordo de nuestro bote,
resultó ser un marinero llamado Hudson, tan exhausto y lleno de quemaduras que hasta la
mañana siguiente no pudo contarnos lo ocurrido.
Al parecer, después de marcharnos nosotros, Prendergast y su pandilla se habían dedicado a
dar muerte a los restantes rehenes: el tercer oficial y los dos guardianes fueron muertos a tiros
y arrojados por la borda. Seguidamente, Prendergast bajó al entre-puente y con sus propias
manos degolló al infortunado cirujano. Sólo quedaba el primer oficial, un hombre audaz y
decidido que, cuando vio al presidiario acercarse a él con el cuchillo ensangrentado en la
mano, se desprendió de sus ligaduras que de algún modo había conseguido aflojar y,
echando a correr por la cubierta, se precipitó hacia la bodega de popa.
Una docena de presidiarios que bajaron pistola en mano en pos de él, lo encontraron con una
caja de cerillas en la mano, sentado junto a un barril de pólvora abierto, uno del centenar que
había a bordo, y jurando que los haría volar a todos por los aires si se le molestaba. Un
instante después se produjo la explosión, aunque Hudson creía que fue causada por la bala
mal dirigida de uno de los presidiarios y no por la cerilla del oficial. Pero cualquiera que fuese
la causa, significó el fin de la Gloria Scott y de la chusma que se había apoderado de la
corbeta.
Tal es, mi querido hijo, la historia de ese terrible asunto en el que me vi envuelto. El día
siguiente nos recogió el bergantín Hodspur, con destino a Australia, cuyo capitán no tuvo
dificultad en creer que éramos los supervivientes de un barco de pasaje que se había ido a
pique. La Gloria Scott fue considerada por el Almirantazgo como perdida en alta mar, y ni una
sola palabra se ha sabido jamás acerca de su verdadero sino. Tras un viaje excelente, el
Hodspur nos desembarcó en Sidney, donde Evans y yo cambiamos nuestros nombres y nos
dirigimos a las excavaciones en busca de oro, donde, entre la multitud allí concentrada,
procedente de todas las naciones, no tuvimos la menor dificultad en perder nuestras
anteriores identidades.
No es necesario que relate el resto. Prosperamos, viajamos, volvimos a Inglaterra como ricos
colonos, y adquirimos propiedades rurales. Durante más de veinte años hemos llevado una
existencia pacífica y útil, y esperábamos que nuestro pasado estuviera enterrado para
siempre. Imagina, pues, mis sentimientos cuando en el marinero que nos vino a ver reconocí
al instante al hombre que habíamos salvado del naufragio. De alguna manera había
averiguado nuestro paradero y estaba dispuesto a vivir a expensas de nuestro miedo.
Comprenderás ahora por qué me esforcé en vivir en paz con él, y hasta cierto punto
compartirás conmigo los temores que me invaden, después de que se haya alejado de mí e
ido en busca de otra víctima con amenazas en su boca.
Debajo había escrito con una mano tan temblorosa que el texto apenas resultaba legible:
«Beddoes escribe en clave que H. lo ha contado todo. ¡Que el Señor se apiade de nuestras
almas!»
–Tal fue la narración que aquella noche le leí al joven Trevor, y yo creo, Watson, que, dadas
las circunstancias, era de lo más dramático. El buen muchacho se quedó con el corazón
destrozado a causa de ella y se marchó a las plantaciones de té de Terai, donde, según he
oído decir, se defiende bien. En cuanto al marinero y a Beddoes, nunca más se volvió a saber
de ellos desde el día en que fue escrita la carta de advertencia. Ambos desaparecieron
absolutamente. La policía no recibió ninguna denuncia, de modo que Beddoes juzgó como un
hecho lo que era tan sólo una amenaza. A Hudson se le había visto acechar furtivamente en
las cercanías, y la policía llegó a creer que había liquidado a Beddoes y a continuación había
huido. Por mi parte, creo que la verdad fue exactamente lo opuesto. Considero como lo más
probable que Beddoes, movido por la desesperación y creyéndose ya traicionado, se vengó
de Hudson y huyó del país con todo el dinero al que pudo echar mano. Tales son los hechos
del caso, doctor, y si resultan de alguna utilidad para su colección, le aseguro que los pongo
gustosamente a su disposición.

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