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jueves, 19 de abril de 2012

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miércoles, 18 de abril de 2012

AGATHA CHRISTIE - TESTIGO DE CARGO



AGATHA CHRISTIE
TESTIGO DE CARGO


TESTIGO DE CARGO
Agatha Christie


El señor Mayherne se ajustó los lentes de pinza, mientras aclaraba su garganta con su tosecilla
seca tan característica en él. Luego volvióse a mirar de nuevo al hombre que tenía ante sí, un hombre
acusado de homicidio voluntario.
El señor Mayherne era un hombrecillo menudo, de ademanes precisos, pulcro, por no decir
afectado, en su modo de vestir, y con unos ojos grises de mirada astuta. No tenía un pelo de tonto; muy
al contrario, era un abogado de gran prestigio. Su voz, cuando se dirigió a su cliente, fue seca, pero no
antipática.
—Debo insistir y repetirle que se encuentra en grave peligro, por ello es necesaria la mayor
franqueza.
Leonardo Volé, que había estado mirando sin ver la pared que tenía frente a él, volvió sus ojos al
abogado.
—Lo sé —dijo con desaliento—. Usted no cesa de decírmelo. Pero todavía no puedo comprender
que se me acuse de un crimen... un crimen. Y además un crimen tan cobarde.
El señor Mayherne era un hombre práctico y poco impresionable. Volviendo a carraspear los
colocó de nuevo sobre el puente de su nariz.
—Sí, sí, sí —dijo al fin—. Ahora, mi querido señor Volé, vamos a realizar un esfuerzo para
salvarle... y lo conseguiremos... lo conseguiremos. Pero debo conocer todos los hechos. Tengo que saber
hasta qué punto se halla usted comprometido. Entonces podremos determinar la mejor línea de defensa.
El joven continuó mirándole con expresión de desaliento. Al señor Mayherne le había parecido el
caso bastante negro, y segura la culpabilidad del detenido; ahora, por primera vez, dudaba.
—Usted me cree culpable —dijo Leonardo Volé en voz baja. ¡Pero por Dios le juro que no lo soy!
Comprendo que todo está en contra mía. Soy como un hombre aprisionado en una red... cuyas mallas
me van rodeando más y más, me vuelva hacia donde me vuelva. ¡Pero no fui yo, señor Mayherne, no fui
yo!
En semejante posición un hombre ha de gritar su inocencia. Eso lo sabía el señor Mayherne. Sin
embargo, a pesar suyo, estaba impresionado. Después de todo, ¿y si Leonardo Volé fuese inocente?
—Tiene usted razón, señor Volé —le dijo en tono grave—. Este caso se presenta muy negro para
usted. Sin embargo, acepto sus protestas de inocencia. Ahora, pasemos a los hechos. Quiero que me
diga exactamente, y a su modo, cómo conoció a la señorita Emilia French.
—La conocí un día en la calle Oxford. Vi a una señora anciana que cruzaba la calle cargada de
paquetes, y cuando estuvo en medio se le cayeron y al tratar de recogerlos casi la aplasta un autobús.
Sólo tuvo tiempo de llegar a salvo a la acera, aturdida por los gritos de la gente. Yo recogí sus paquetes,
les limpié el barro como pude y regresé a su lado para devolvérselos.
—¿Pero usted no le salvó la vida?
—¡Oh, no, pobre de mí! Todo lo que hice fue realizar un simple acto de cortesía. Ella se mostró
muy agradecida y me dio las gracias calurosamente, diciendo que mis modales no eran como los de la
mayoría de jóvenes en la actual generación... no recuerdo las palabras exactas. Entonces me despedí
quitándome el sombrero y me marché. No esperaba volverla a ver nunca, pero la vida está llena de
coincidencias. Aquella misma noche la encontré en una fiesta que daba un amigo mío en su casa. Me
reconoció en el acto e hizo que nos presentaran. Entonces supe que era la señorita Emilia French y que
vivía en Cricklewood. Estuve hablando con ella un buen rato. Imaginé que se trataba de una de esas
ancianas que sienten simpatías repentinas por las personas, lo que le había ocurrido conmigo por haber
realizado una acción bien sencilla y que cualquiera hubiese llevado a cabo. Al marcharse me estrechó la
mano cariñosamente y me rogó que fuese a visitarla. Yo, como es natural, repuse que con mucho gusto,
y me instigó para que fijara un día. No tenía el menor deseo de ir, pero el rehusar hubiera parecido
descortés y quedé en ir el sábado siguiente. Cuando se hubo marchado, supe algunas cosas de ella por
mis amigos..., que era rica, excéntrica, que vivía sola con una doncella y que tenía ocho gatos por lo
menos.
—Ya —exclamó el señor Mayherne—. ¿De modo que la cuestión de su posición económica
surgió tan pronto?
—Si quiere usted insinuar que yo hice averiguaciones... —comenzó a decir Leonardo Volé con
calor, mas el abogado le detuvo con un gesto.
—Tengo que ver cómo se presenta el caso para la otra parte. Un observador vulgar no hubiera
supuesto que la señorita French tuviera medios económicos. Vivía pobremente, casi miserablemente, y a
menos que le dijeran lo contrario, usted hubiera pensado que era pobre... por lo menos al principio.
¿Quién le dijo que gozaba de buena posición económica?
—Mi amigo Jorge Harvey, en cuya casa se celebraba la fiesta.
—¿Es probable que él lo recuerde?
—No lo sé, la verdad. Claro que ya ha pasado tiempo.
—Cierto, señor Volé. Comprenda, el principal interés de la parte fiscal será establecer que usted
se encontraba falto de recursos..., lo cual es cierto, ¿no es así?
Leonardo Volé enrojeció.
—Sí —dijo en voz apagada—. Desde entonces he tenido una suerte infernal.
—Cierto —repitió el señor Mayherne—. Y estando, como digo, falto de recursos económicos,
conoció a esta anciana acaudalada y cultivó su amistad asiduamente. Ahora bien, si estuviéramos en
posición de poder decir que usted no tenía la menor idea de que era rica, y que la visitó únicamente por
pura cortesía...
—Que es la verdad...
—Lo creo. No trato de discutírselo. Lo miro desde el punto de vista externo. Depende mucho de
la memoria del señor Harvey. ¿Es probable que recuerde esa conversación? ¿Sí o no? ¿Podríamos
convencerle de que tuvo lugar más tarde?
Leonardo Volé reflexionó unos instantes, y luego dijo con bastante firmeza, pero muy pálido:
—No creo que eso surtiera efecto, señor Mayherne. Varios de los presentes oyeron su
comentario, y un par de ellos bromeaban diciéndome que había conquistado a una vieja rica.
El abogado procuró esconder su desaliento con un ademán.
—Es una lástima —dijo—. Pero le felicito por su llaneza, señor Volé, Es usted quien debe
guiarme, y tiene razón. El seguir la pauta indicada por mí, hubiera sido desastroso. Debemos dejar ese
punto. Usted conoció a la señorita French, la visitó y su amistad fue progresando. Necesitamos una razón
clara para todo esto. ¿Por qué un joven de treinta y tres años, bien parecido, aficionado a los deportes,
popular entre sus amigos, dedicó tanto tiempo a una anciana con la que no podía tener absolutamente
nada en común?
Leonardo Volé extendió ambas manos en un gesto de impotencia.
—No sabría decirle..., la verdad es que no sabría explicárselo.
«Después de la primera visita, me instó a que volviera, diciéndome que se sentía sola y
desgraciada, y se me hizo difícil negarme. Me mostraba tan abiertamente su simpatía y afecto que me
colocaba en una posición violenta. Comprenda, señor Mayherne, tengo un carácter débil..., soy de esas
personas que no saben decir que no. Y me crea usted o no, como prefiera, después de la tercera o cuarta
visita descubrí que iba tomándole verdadero afecto. Mi madre falleció cuando yo era niño, y la tía que me
educó murió también antes de que yo cumpliera los quince años. Si le dijera que disfrutaba sinceramente
viéndome amparado y mimado, me atrevo a asegurar que usted se reiría.
El señor Mayherne no se rió. En vez de eso, volvió a quitarse los lentes para limpiarlos, señal
evidente de que estaba reflexionando intensamente.
—Acepto su explicación, señor Volé —dijo por fin—. Creo que es posible psicológicamente.
Aunque es otro asunto el que un jurado quiera aceptarlo. Por favor, continúe. ¿Cuándo le pidió la señorita
French que cuidara de sus asuntos?
—Después de mi tercera o cuarta visita. Ella entendía poco de asuntos económicos y estaba
preocupada por ciertas inversiones.
El señor Mayherne alzó la cabeza con presteza.
—Tenga cuidado, señor Volé. La doncella, Janet Mackenzie, declara que su ama era un mujer
muy entendida en cuestiones de negocios y que llevaba todos sus asuntos personalmente, cosa que ha
sido corroborada por el testimonio de sus banqueros.
—No puedo remediarlo —repuso Volé con vehemencia—. Eso es lo que ella me dijo.
El señor Mayherne le contempló en silencio unos instantes. Aunque no tenía intención de
decírselo, en aquellos momentos se robusteció su fe en la inocencia de Leonardo Volé. Conocía algunos
aspectos de la mentalidad de ciertas ancianas. Veía a la señorita French entusiasmada con el joven bien
parecido, buscando pretextos para atraerle a su casa. Era más que probable que hubiera fingido
inocencia en cuestiones de negocios y le suplicase la ayuda en sus asuntos económicos. Ella tendría la
suficiente experiencia para comprender que cualquier hombre se sentiría halagado por aquella concesión
a su superioridad masculina. Y Leonardo Volé se había sentido halagado. Quizá tampoco quiso ocultarle
que era rica. Emilia French fue siempre una mujer voluntariosa, dispuesta a pagar cualquier precio por lo
que deseaba. Todo esto pasó rápidamente por la imaginación del señor Mayherne, pero sin demostrarlo
en lo más mínimo. Se dispuso a hacer otra pregunta.
—¿Y usted se ocupó de sus asuntos como según ella le pedía?
—Sí.
—Señor Volé —dijo el abogado—. Voy a hacerle una pregunta muy seria, y es de vital
importancia que me conteste con la verdad. Usted se encontraba en una difícil situación económica y
tenía en sus manos la dirección de los asuntos de una anciana... una anciana que, según su propia
declaración, sabía muy poco, o nada, de negocios. ¿Utilizó en alguna ocasión, o en algún asunto, los
valores que usted manejaba en beneficio propio? ¿Realizó usted algunas transacciones en su provecho
pecuniario que no soportarían la luz del día? —contuvo la respuesta del otro—. Espere un momento
antes de responder. Ante nosotros se abren dos caminos a seguir. O bien podemos hacer hincapié en su
probidad y honradez de llevar sus asuntos, poniendo de relieve la imposibilidad de que cometiera un
crimen para lograr dinero, cuando podía haberlo obtenido por medios mucho más sencillos, o bien, por
otro lado, hizo algo que pueda ser probado por la parte fiscal...; si, hablando claro, puede probarse que
usted estafó a esa anciana en algún aspecto, podemos afianzarnos en la línea de defensa de que usted
no tuvo motivos para cometer el crimen, puesto que ella representaba ya una renta beneficiosa para
usted. ¿Ve la diferencia? Ahora le suplico que se tome tiempo para contestar.
Pero Leonardo Volé no necesitó pensarlo.
—Siempre llevé los asuntos de la señorita French con toda honradez y abiertamente. Actué en su
interés lo mejor que supe, como podrá averiguar quien se lo proponga.
—Gracias —dijo el señor Mayherne—. Me ha quitado un gran peso de encima. Y le concedo el
favor de creerle demasiado inteligente para mentirme en un asunto de tanta importancia.
—Desde luego —replicó Volé con ansiedad—, el punto más fuerte a mi favor es la falta de
motivo. Dando por supuesto que yo cultivara la amistad con una anciana rica con la esperanza de sacarle
el dinero..., cosa que me figuro es de sustancia lo que usted ha estado diciendo..., ¿su muerte no hubiera
frustrado mis propósitos?
El abogado le miró de hito en hito, y luego deliberadamente repitió la operación de limpiar sus
lentes, no hablando hasta haberlos colocado sobre su nariz.
—¿No sabe usted, señor Volé, que la señorita French ha dejado un testamento según el cual
usted es el principal beneficiario?
—¿Qué? —el detenido se puso en pie de un salto. Su sorpresa era evidente y espontánea—.
¡Dios mío! ¿Qué está usted diciendo? ¿Me dejó su dinero?
El señor Mayherne asintió lentamente mientras Volé, volviendo a sentarse, escondía el rostro
entre las manos.
—¿Pretende hacerme creer que no sabía nada de este testamento?
—¿Pretender? No hay pretensiones que valgan. Yo no sabía nada.
—¿Qué diría usted si le dijera que la doncella, Janet Mackenzie, jura que usted lo sabía? ¿Que
su ama le confesó abiertamente haberle consultado acerca de este asunto comunicándole sus
intenciones?
—¿Decir? ¡Que miente! No, voy demasiado de prisa. Janet es una mujer de edad. Estaba celosa
y sospechaba de mí. Yo diría que la señorita Frenen le confiaría sus intenciones, y Janet o bien entendió
mal parte de lo que le dijo, o en su interior estaría convencida de que yo había persuadido a la anciana
para que lo hiciera. Me atrevo a asegurar que ahora está convencida de que fue la señorita French quien
se lo dijo realmente.
—¿No cree que pueda odiarle lo bastante para mentir deliberadamente en esta cuestión?
Leonardo Volé pareció sorprendido.
—¡ No, por supuesto! ¿Por qué había de odiarme?
—No lo sé —repuso le abogado pensativo—. Pero está muy resentida con usted.
El desgraciado joven volvió a lamentarse. —Empiezo a comprender —murmuró—. Es horrible.
Dirán que yo la convencí para que me dejara su dinero, y luego fui allí aquella noche..., no había nadie
más en la casa... y al día siguiente la encontraron... ¡Oh, Dios mío, es horrible!
—Se equivoca usted en lo de que no había nadie más en la casa —dijo el señor Mayherne—.
Janet, como usted recordará, tenía la noche libre. Salió, pero a eso de las nueve y media regresó para
buscar el patrón de la manga de una blusa que había prometido a su amiga. Entró por la puerta posterior,
subiendo al piso a buscarlo, y luego volvió a salir. Oyó voces en el salón, aunque no pudo distinguir lo
que decían, pero ella juraría que una era la de la señorita French, y la otra la de un hombre.
—A las nueve y media —dijo Leonardo Volé—. A las nueve y media... —se puso en pie con
presteza—. Pero entonces estoy salvado... salvado...
—¿Qué quiere usted decir? —exclamó el señor Mayherne estupefacto.
—¡A las nueve y media yo estaba en mi casa! Mi esposa puede probarlo. Dejé a la señorita
French a eso de las nueve menos cinco, llegué a mi casa cerca de las nueve y veinte. Mi esposa estaba
esperándome. ¡Oh, gracias a Dios..., gracias a Dios! Y bendito sea el patrón de la manga de Janet
Mackenzie.
En su exaltación, apenas se dio cuenta de que el semblante grave del señor Mayherne no había
variado, pero su palabras le hicieron bajar rápidamente de las nubes.
—Entonces, ¿quién cree usted que asesinó a la señorita French?
—Pues un ladrón, desde luego, como se pensó al principio. Recuerde que la ventana había sido
forzada, y la mataron golpeándola con una barra de hierro que se encontró en el suelo junto al cadáver;
además faltaban varias cosas. A no ser por las absurdas suposiciones de Janet y su antipatía por mí, la
policía no se hubiera apartado de la verdadera pista.
—Eso no sirve, señor Volé —dijo el abogado—. Las cosas que desaparecieron eran meras
insignificancias sin valor, que se llevaron para despistar. Y las huellas de la ventana no son nada
convincentes. Además, piense por usted mismo. Dice que no estaba en la casa a las nueve y media.
¿Quién era entonces el hombre que Janet oyó hablar con la señorita French en el saloncito? No es
probable que sostuviera una conversación amistosa con un ladrón.
—No —replicó Volé—, No... —parecía intrigado y abatido—. Pero de todas maneras —agregó
con renovada energía—, yo quedo eliminado. Tengo una coartada. Debe usted ver a Romaine..., mi
esposa..., en seguida.
—Desde luego —se avino el abogado—. Ya la hubiera visto de no encontrarse ausente cuando
usted fue detenido. Telegrafié a Scotland Yard en seguida, y tengo entendido que regresa esta noche.
Pienso ir a verla inmediatamente que salga de aquí.
Volé asintió, mientras iba apareciendo en su rostro una expresión satisfecha.
—Sí, Romaine se lo dirá. ¡Dios mío, qué suerte he tenido!
—Perdone, señor Volé, ¿pero quiere usted mucho a su esposa?
—Desde luego.
—¿Y ella a usted?
—Romaine me quiere. Haría cualquier cosa por mí.
Habló con entusiasmo, pero el abogado sintió crecer su desaliento. ¿Daría crédito al testimonio
de una esposa amante?
—¿Hubo alguien más que le viera regresar a las nueve y veinte? ¿Una doncella, por ejemplo?
—No tenemos servicio.
—¿Se encontró a alguien cuando regresaba?
—A nadie que yo sepa. Tomé el autobús. Es posible que el cobrador me recuerde.
El señor Mayherne meneó la cabeza con incertidumbre.
—Entonces, ¿no hay nadie que pueda confirmar el testimonio de su esposa?
—No. Pero, ¿acaso es necesario?
—Creo que no, creo que no —repuso el abogado apresuradamente—. Otra cosa más. ¿Sabía la
señorita French que era usted casado?
—Oh, sí.
—No obstante, nunca le presentó a su esposa. ¿Por qué?
Por primera vez la respuesta de Leonardo Volé fue vacilante.
—Pues... no lo sé.
—¿Se da usted cuenta de que Janet Mackenzie dice que su ama le creía soltero y que esperaba
casarse con usted en el futuro?
Volé se echó a reír.
—¡Es absurdo! Me llevaba cuarenta años.
—No hubiera sido el primer caso —replicó el abogado en tono seco—. Pero es un hecho que
consta. ¿Su esposa no conoció a la señorita French?
—No.
—Permítame que le diga que me resulta difícil comprender su actitud en este asunto —dijo el
señor Mayherne.
Volé enrojeció antes de contestar.
—Voy a hablarle con claridad. Yo andaba apurado de dinero, como usted sabe, y esperaba que
la señorita French me prestase un poco. Me apreciaba, pero le traían sin cuidado las dificultades de un
matrimonio joven. Más adelante descubrí que había dado por hecho que mi esposa y yo no nos
llevábamos bien..., que estábamos separados. Señor Mayherne..., yo quería dinero para Romaine. No
dije nada y dejé que la vieja pensara lo que quisiera. Me habló de que yo era para ella como un hijo
adoptivo. Nunca surgió la cuestión de matrimonio..., debe ser cosa de la imaginación de Janet.
—¿Y eso es todo?
—Sí..., eso es todo.
¿Hubo cierta vacilación en su respuesta? El abogado creía que sí, y levantándose le tendió la
mano.
—Adiós, señor Volé —mirando el rostro descompuesto del joven le habló impulsivamente—. Creo
en su inocencia a pesar de la multitud de factores en contra suya. Espero probarlo y rehabilitarle por
completo.
Volé le correspondió con una sonrisa.
—Ya verá usted cómo mi coartada es cierta —dijo animado.
Y esta vez tampoco se dio cuenta de que el abogado no participaba de su optimismo.
—Todo el caso depende principalmente del testimonio de Janet Mackenzie —dijo el señor
Mayherne—. Ella le odia. Eso está clarísimo.
—No puede odiarme mucho —protestó el joven.
El abogado salió meneando la cabeza. Ahora a por la señora Volé, díjose para sus adentros.
Estaba preocupado por el cariz que iba tomando la cosa.
Los Volé vivían en una casita destartalada cerca de Paddington Green, y a ella se dirigió
Mayherne.
Respondiendo a su llamada le abrió la puerta una mujer corpulenta y desaliñada, a todas luces la
encargada de la limpieza.
—¿Ha regresado ya la señora Volé?
—Llegó hace cosa de una hora, pero no sé si podrá verla.
—Si quisiera enseñarle mi tarjeta estoy seguro de que me recibiría —dijo el abogado con toda
calma.
La mujer le miró indecisa, pero secándose las manos en el delantal cogió la tarjeta. Luego cerró
la puerta en sus narices, dejándole en la calle.
Sin embargo, regresó a los pocos minutos, hablándole con nuevo respeto.
—Pase, por favor.
Le introdujo en un diminuto saloncito, y cuando el abogado estaba examinando un grabado de la
pared, volvióse sobresaltado encontrándose ante una mujer alta y pálida que había entrado sin hacer
ruido.
—¿El señor Mayherne? Es usted el abogado de mi esposo, ¿verdad? ¿Viene usted a verme?
¿Quiere hacer el favor de sentarse?
Hasta oírla hablar no se dio cuenta de que no era inglesa. Ahora, observándola más de cerca,
reparó en sus pómulos salientes, el negro intenso de sus cabellos, y el movimiento de sus manos que era
netamente extranjero. Una mujer extraña... y muy reposada..., tanto que ponía nervioso a cualquiera, y
desde el primer momento, el señor Mayherne tuvo el convencimiento de hallarse ante algo que no
entendía.
—Ahora, mi querida señora Volé —empezó Mayherne—, no debe usted desanimarse...
Se detuvo. Era del todo evidente que Romaine Volé no tenía la más ligera sombra de desaliento.
Conservaba la calma sin inmutarse.
—¿Quiere contármelo todo? —le dijo—. Debo saberlo, y no intente ocultarme nada. Quiero saber
lo peor.
El señor Mayherne le refirió su entrevista con Leonardo Volé mientras ella le escuchaba
atentamente asintiendo de vez en cuando.
—Ya comprendo —dijo cuando el abogado hubo concluido—. ¿Quiere que yo diga que aquella
noche vino a las nueve y veinte?
—¿Es que no llegó a esa hora? —preguntó el señor Mayherne extrañado.
—Eso no importa ahora —replicó en tono frío. ¿Es que si yo dijera eso conseguiría su libertad?
¿Me creerían?
El señor Mayherne estaba sorprendido. Aquella mujer había ido directamente al fondo de la
cuestión.
—Eso es lo que deseo saber —insistió ella—. ¿Sería bastante? ¿Hay alguien más que pueda
apoyar mi declaración?
Había tal ansiedad en su actitud que se sintió intranquilo.
—Hasta ahora no hay nadie más —dijo de mala gana.
—Ya —exclamó Romaine Volé, quedando inmóvil unos instantes y sonriendo ligeramente.
El abogado sintió aumentado su recelo.
—Señora Volé —empezó a decir—. Comprendo lo que usted debe sentir...
—¿Sí? —replicó—. ¿Está seguro?
—Dadas las circunstancias...
—Dadas las circunstancias... voy a jugar mis triunfos.
El abogado la contempló con desaliento.
—Pero mi querida señora Volé..., está usted sobreexcitada. Estando tan enamorada de su
marido...
—¿Cómo dice?
La dureza de su voz le sobresaltó, y se dispuso a repetir con menos seguridad.
—Estando tan enamorada de su marido...
Romaine Volé sonrió lentamente con la misma extraña sonrisa en los labios.
—¿Le dijo Leonardo que yo le quería? —preguntó en voz baja—. ¡Ahí, sí! Comprendo. ¡Qué
estúpidos son los hombres! Estúpidos... estúpidos... estúpidos.
De pronto se puso en pie, y toda la intensa emoción que el abogado percibiera en la atmósfera
ahora se concentró en su tono.
—¡Le odio, se lo aseguro! Le odio. Le odio. ¡Le odio! Me gustaría verlo colgado del cuello hasta
que muriera.
El abogado retrocedió ante el apasionamiento que brillaba en sus ojos.
Ella avanzó con decisión un paso más, continuó con vehemencia:
—Y quizá lo vea. Supongamos que yo digo que no llegó a casa aquella noche a las nueve y
veinte, sino que a las diez y veinte. Usted dice que él asegura no saber nada del dinero que iba a
heredar, pues suponga que yo digo que lo sabía, que contaba con él, y que cometió el crimen para
conseguirlo. ¿Y si dijera que aquella noche al llegar a casa me confesó que lo había hecho, y que traía la
americana manchada de sangre? ¿Entonces qué? Supongamos que me presento en el juzgado y digo
todas estas cosas...
Sus ojos parecían desafiarle, y abogado hizo un esfuerzo para disimular su creciente desaliento
procurando hablar en tono normal.
—No pueden pedirle que declare contra el marido...
—¡No es mi marido!
El silencio fue tan intenso que podría haberse oído caer una hoja.
—Yo fui actriz en Viena. Mi esposo vive, pero se halla interno en un manicomio, por eso no
pudimos casarnos. Ahora me alegro —terminó con aire retador.
—Quisiera que me dijese una cosa —continuó el señor Mayherne tratando de parecer tan natural
como siempre—. ¿Por qué está tan resentida con Leonardo Volé?
Ella meneó la cabeza, en ademán negativo, sonriendo ligeramente.
—Sí, le gustaría saberlo. Pero no se lo diré. Ése será mi secreto.
El señor Mayherne se puso en pie lanzando su tosecilla característica.
—Entonces me parece innecesario prolongar esta entrevista —observó—. Volverá a tener
noticias mías en cuanto me haya comunicado de nuevo con mi cliente.
Se acercó a él mirándole con sus maravillosos ojos oscuros.
—Dígame —le dijo—, ¿creía usted... con sinceridad... que él era inocente?
—Sí —replicó el señor Mayherne.
—Pobrecillo —rió ella.
—Y aún lo sigo creyendo —terminó el abogado—. Buenas noches, señora.
Y salió de la estancia llevando impresa en su memoria su expresión asombrada. ¡Vaya asunto
endiablado!, dijóse mientras enfilaba la calle.
Era extraordinario. Y aquella mujer..., tan peligrosa. Las mujeres son el diablo cuando se lo
proponen.
¿Qué hacer? Aquel desdichado joven no tenía ni dónde apoyarse. Claro que posiblemente habría
cometido el crimen.
No, se dijo el señor Mayherne para sus adentros, hay demasiadas cosas en contra suya. No creo
a esa mujer. Ha inventado esa historia y no se atreverá a contarla ante el jurado.
Pero hubiera querido estar más seguro.
Los procedimientos judiciales fueron breves y dramáticos. Los principales testigos de cargo eran
Janet Mackenzie, doncella de la víctima, y Romaine Heilger, de nacionalidad austríaca, la amante del
detenido.
El señor Mayherne escuchaba la historia condenatoria de esta última, según la línea que le
indicara durante su entrevista.
El detenido reservó su defensa.
El señor Mayherne estaba desesperado. El caso contra Leonardo Volé estaba de lo más negro, e
incluso el famoso abogado encargado de la defensa, le daba muy pocas esperanzas.
—Si pudiéramos rebatir el testimonio de esa austríaca tal vez lográsemos algo —dijo sin gran
convencimiento—. Pero es un mal asunto.
El señor Mayherne había concentrado sus energías en un solo punto. Suponiendo que Leonardo
Volé dijera la verdad y hubiese abandonado la casa de la víctima a las nueve, ¿quién era el hombre que
Janet oyó hablar con la señorita French a las nueve y media?
El único rayo de luz era un sobrino incorregible de la víctima que tiempo atrás había acosado y
amenazado a su tía para sacarle varias sumas de dinero. Janet Mackenzie, como supo el abogado, había
sido siempre partidaria de ese joven apoyándole en sus solicitudes. Parecía posible que fuese este
sobrino el que visitara a la señorita French después de marcharse Leonardo Volé, especialmente cuando
no se le encontraba en los lugares de costumbre.
En todas las demás direcciones las pesquisas del abogado fueron de resultado negativo. Nadie
había visto a Leonardo Volé entrar en su casa o salir de la de la señorita French. Ni nadie vio a otro
hombre entrar o salir de la casa de Cricklewood. Todas las averiguaciones fueron negativas.
Fue la tarde en que debía celebrarse la vista de la causa cuando el señor Mayherne recibió la
carta que iba a dirigir todos sus pensamientos hacia una dirección enteramente nueva:
Muy señor mío:
Usted es el abogado que representa a ese joven. Si quiere que esa tunante extranjera quede
descubierta, así como todas sus mentiras, venga esta noche al número dieciséis de Shaw's Rents
Stepney. Le costará doscientas libras. Pregunte por la señora Mogson.
El abogado leyó y releyó la extraña epístola. Claro que podía ser un engaño, pero cuanto más se
lo pensaba más se convencía de su autenticidad, así como de que era la única esperanza del detenido.
El testimonio de Romaine Heilger le había condenado por completo, y la línea de defensa que se
proponía seguir..., hacer resaltar que el testimonio de una mujer que había confesado llevar una vida
inmoral no era digno de crédito... era bastante floja.
El señor Mayherne tomó una conclusión. Era su deber salvar a su cliente a toda costa. Tenía que
ir a Shaw's Rents.
Tuvo alguna dificultad en encontrar el sitio, un edificio destartalado en una barriada maloliente,
mas al fin lo consiguió y al preguntar por la señora Mogson le enviaron a una habitación del tercer piso.
Llamó a la puerta, y no obteniendo respuesta, repitió la llamada.
Esta vez oyó ruido en el interior y al fin se abrió la puerta cautelosamente, apenas unos
centímetros por donde atisbo una figura encorvada.
De pronto la mujer, porque era una mujer, lanzando una risita, franqueóle la entrada.
—De modo que es usted —dijo con voz cansada—. ¿Viene solo? ¿No intentará ningún truco? Así
está bien. Puede pasar, puede pasar.
Con cierta repugnancia el abogado traspuso el umbral, penetrando en una habitación sucia y
reducida, iluminada por un mechero de gas. En un rincón veíanse la cama sin hacer, una mesa sencilla y
dos sillas desvencijadas; y por primera vez el señor Mayherne pudo contemplar a la inquilina de aquel
hediondo departamento. Era una mujer de mediana edad, encorvada, con cabellos grises y alborotados
que ocultaba su rostro con una bufanda. Al ver que la observaba rompió a reír con aquella risa extraña y
peculiar.
—Se preguntará usted por qué escondo mi belleza,, ¿verdad? Je, je, je. Teme que pueda
tentarle, ¿eh? Pero ya verá, ya verá.
Y al quitarse la bufanda, el abogado retrocedió involuntariamente ante aquella masa de carne
enrojecida y casi informe. La mujer volvió a cubrirse el rostro.
—¿De manera que no quiere besarme, querido? Je, je, no me extraña. Y sin embargo fui bonita...
y de eso no hace tanto tiempo como usted se imagina. El vitriolo, querido, el vitriolo... me hizo esto. ¡Ah!,
pero cuando haya terminado con ellos...
Lanzó un torrente de obscenidades que el señor Mayherne trató en vano de contener. Al fin
quedó silenciosa mientras abría y cerraba los puños con gesto nervioso.
—Basta —dijo el abogado con dureza—. He venido aquí porque tengo motivos para creer que
usted puede darme cierta información que ayudará a mi cliente, Leonardo Volé. ¿No es así?
Sus ojos le miraron escrutadores.
—¿Y qué hay del dinero, querido? —susurró—. Acuérdese de las doscientas libras.
—Es su deber ayudar a la justicia y pueden obligarla.
—Eso no, querido. Soy una vieja y no sé nada, pero déme las doscientas libras y tal vez pueda
darle una o dos pistas. ¿Qué le parece?
—¿Qué clase de pistas?
—¿Qué le parece una carta? Una carta de ella. No importa cómo la conseguí. Eso es cosa mía.
Ya se la daré, pero quiero mis doscientas libras.
El señor Mayherne mirándola fríamente tomó una determinación.
—Le daré diez libras nada más. Y sólo si esa carta es lo que usted dice.
—¿Diez libras? —gritó encolerizada.
—Veinte —replicó el abogado—. Y ésta es mi última palabra.
Y se levantó como si fuera a marcharse; luego, sin dejar de mirarla, sacó su billetero y fue
contando hasta veinte libras.
—Vea —dijo—. Es todo lo que llevo encima. Puede tomarlo o dejarlo.
Pero ya sabía que la vista del dinero sería demasiada tentación. Estuvo maldiciendo pero al fin
asintió. Luego, yendo hasta la cama, extrajo algo de entre los colchones.
—¡Aquí tiene, maldita sea! —gruñó—. La que usted quiere es la de encima.
Lo que le entregaba era un paquete de cartas que el señor Mayherne desató repasándolas con
su aire frío y metódico. La mujer, mirándole ansiosamente, no pudo adivinar nada, dado su rostro
impasible.
Fue leyendo todas las cartas, y luego volviendo a coger la primera, la leyó por segunda vez.
Después ató de nuevo el paquete con todo cuidado.
Eran cartas de amor escritas por Romaine Heilger, y el hombre a quien iban dirigidas no era
Leonardo Volé. La de encima estaba fechada el día antes de que este último fuera detenido.
—¿Ve cómo le dije la verdad, querido? —jadeó la mujer—. Esa carta la descubre, ¿no es cierto?
El señor Mayherne guardó las cartas en su bolsillo antes de hacer la siguiente pregunta:
—¿Cómo consiguió usted apoderarse de esta correspondencia?
—Eso es cosa mía —dijo mirándole de soslayo—. Pero sé algo más. En el juzgado oí lo que dijo
esa tunanta. Averigüé dónde estuvo a las diez y veinte, cuando según dice ella, estaba en casa. Pregunte
en el cine «León». Recordarán a una joven tan atractiva como ella... ¡maldita sea!
—¿Quién es ese hombre? —quiso saber el señor Mayherne—. Aquí sólo aparece el nombre de
pila.
La voz de aquella mujer se hizo más pastosa y ronca y sus manos se abrieron y cerraron
multitudes de veces. Al fin se llevó una a los ojos.
—Es el que me hizo esto. Ya han pasado muchos años. Ella me lo quitó... entonces era una
chiquilla. Y cuando fui tras él... para buscarle... ¡me arrojó el ácido a la cara! ¡Y ella se rió, la muy
condenada! Hace años que la voy siguiendo... espiándola... ¡y ahora la he vencido! Sufrirá por esto,
¿verdad, señor abogado que ella sufrirá?
—Probablemente será condenada a cierto plazo de reclusión por perjura —replicó el señor
Mayherne con toda tranquilidad.
—Que la encierren... eso es lo que quiero. Se marcha usted, ¿verdad? ¿Dónde está mi dinero?
Sin una palabra, el abogado depositó unos billetes encima de la mesa, y luego, con un profundo
suspiro, salió de la triste habitación. Al volverse desde la puerta vio a la viejuca que se abalanzaba sobre
el dinero.
No perdió tiempo. Encontró el cine «León» sin dificultad, y al mostrarle la fotografía de Romaine
Heilger, el acomodador la reconoció en seguida. Aquella joven había llegado acompañada de un hombre
poco después de las diez de la noche en cuestión. No se había fijado en su acompañante, pero
recordaba que ella le preguntó por la película que se proyectaba en aquellos momentos. Se quedaron
hasta el final, cosa de una hora más tarde.
El señor Mayherne estaba satisfecho. El testimonio de Romaine Heilger era una sarta de
mentiras desde el principio hasta el fin, producto de su odio apasionado. El abogado se preguntó si
llegaría a saber lo que se escondía tras aquel aborrecimiento. ¿Qué le había hecho Leonardo Volé?
Parecía muy sorprendido cuando le dio cuenta de su actitud, declarando que era increíble, aunque el
señor Mayherne le pareció que, pasada la primera sorpresa, sus protestas no eran sinceras.
Lo sabía. El señor Mayherne estaba convencido de ello. Lo sabía pero no quiso revelarlo, y el
secreto entre los dos, seguiría siendo un secreto. ¿Para siempre?
El abogado consultó su reloj. Era tarde, pero el tiempo lo era todo. Tomando un taxi indicó una
dirección.
«Sir Charles debe saberlo en seguida», díjose mientras subía al vehículo.
La vista de la causa contra Leonardo Volé, acusado del asesinato de Emilia French, despertó un
inmenso interés. En primer lugar, el detenido era joven y atractivo, había sido acusado de un crimen
despiadado, y además otro personaje era Romaine Heilger, el principal testigo de cargo, cuya fotografía
había aparecido en muchos periódicos, así como diversas historias acerca de su origen y pasado.
Los procedimientos preliminares transcurrieron normalmente. Primero se expuso la evidencia
técnica, y luego llamaron a declarar a Janet Mackenzie, que contó la misma historia que antes poco más
o menos. Durante el interrogatorio de la defensa se contradijo un par de veces al exponer las relaciones
del señor Volé con la señorita French; el abogado defensor recalcó con énfasis que ella creyó oír una voz
masculina aquella noche en el saloncito, pero no había nada que demostrase que fuera Volé quien
estuviera allí, consiguiendo la impresión de que sus celos y antipatía hacia el prisionero fueron el motivo
principal de su testimonio.
Luego hicieron comparecer al testigo siguiente:
—¿Se llama usted Romaine Heilger?
—Sí.
—¿Es usted subdita austríaca?
—Sí.
—¿Durante los últimos tres años ha vivido usted con el acusado, haciéndose pasar por su
esposa?
Por un momento los ojos de Romaine Heilger se encontraron con los del hombre sentado en el
banquillo.
—Sí.
Las preguntas se fueron sucediendo, y palabra por palabra surgieron los factores acusadores. La
noche en cuestión el acusado se llevó una barra de hierro y al regresar a las diez y veinte había
confesado haber dado muerte a la anciana. Sus puños estaban manchados de sangre y los quemó en el
horno de la cocina. Luego, con amenazas, la obligó a guardar silencio.
Después de oírla, la impresión del jurado, que al principio fuera de simpatía hacia el prisionero, se
convirtió en desfavorable. Él mismo tenía la cabeza inclinada y su aire de desaliento daba a entender que
se veía condenado.
No obstante, pudo observarse que su propio consejero luchó por contener la animosidad de
Romaine y que hubiera preferido que fuese más imparcial.
El abogado defensor se puso en pie, con aire grave e impotente.
La acusó de que su historia era una invención desde el principio al fin, que ni siquiera había
estado en su casa a la hora en cuestión, que estaba enamorada de otro hombre y que pretendía
deliberadamente condenar a muerte a Volé por un crimen que no había cometido.
Romaine negó todas estas acusaciones con la mayor insolencia.
Luego llegó la sorpresa: la presentación de la carta que fue leída en voz alta y en medio del
mayor silencio.
¡Queridísimo Max, el Destino le ha puesto en nuestras manos! Ha sido detenido acusado de
asesinato... sí, por el asesinato de una anciana. Leonardo, que no sería capaz de hacer daño a una
mosca. Al fin lograré mi venganza. ¡Pobrecillo! Diré que aquella noche llegó a casa manchado de
sangre... y que me lo confesó todo. Haré que lo ahorquen, Max, y cuando penda de la cuerda,
comprenderá que fue Romaine quien le condenó... Y después... ¡La felicidad, amor mío! ¡La felicidad por
fin!
Los peritos se encontraban presentes para testificar que la letra era de Romaine Heilger, pero no
fue necesario. Al terminar la lectura de la carta, Romaine se desmoralizó confesándolo todo. Leonardo
Volé había regresado a su casa a la hora que dijo, las nueve y veinte, y ella había inventado toda la
historia para perderle.
Con la confesión de Romaine Heilger, el caso perdió interés, sir Charles hizo comparecer a sus
pocos testigos; y el propio acusado refirió su declaración con aire digno, resistiendo sin desfallecer las
preguntas del abogado fiscal.
La parte fiscal trató inútilmente de seguir acusando, y aunque el resumen del juez no fue del todo
favorable al acusado, el jurado no necesitó mucho tiempo para deliberar y pronunció su veredicto:
—Inocente.
¡Leonardo Volé estaba de nuevo en libertad!
El menudo señor Mayherne se levantó apresuradamente para felicitar a su cliente, pero sin darse
cuenta se encontró limpiando sus lentes. Su esposa le dijo, precisamente, la noche antes, que aquello se
había convertido en una costumbre. Son curiosas las costumbres de las personas... y uno mismo no se
da cuenta de ellas.
Un caso interesante... interesantísimo... aquella mujer: Romaine Heilger. Le había parecido una
mujer pálida y tranquila en su casa de .Paddington, pero en la audiencia se había mostrado vehemente,
inflamándose como una flor tropical.
Si cerraba los ojos volvía a verla, alta y apasionada, con su exquisito cuerpo ligeramente
inclinado hacia delante y cerrando y abriendo inconscientemente la mano derecha.
Son curiosas las costumbres. Aquel gesto de su mano debía serlo también, y, no obstante, había
visto hacerlo a alguna otra persona últimamente... bastante últimamente. ¿Quién sería? Contuvo el
aliento al recordarlo de pronto. Aquella mujer de Shaw's Rents...
Permaneció inmóvil mientras la cabeza le daba vueltas. Era imposible... Sin embargo, Romaine
Heilger había sido actriz.
El defensor se acercó a él y le puso, amistoso, la mano en el hombro.
—¿Todavía no ha felicitado a nuestro hombre? Lo ha pasado muy mal, el pobre. Vamos a verle.
Pero el abogado retiró la mano de su hombro.
Sólo deseaba una cosa... ver a Romaine Heilger.
No consiguió verla hasta algún tiempo después, y el lugar de su encuentro no hace al caso.
—De modo que usted adivinó —le dijo Romaine cuando él le hubo contado todo lo que pasaba—.
¿El rostro? ¡Oh!, eso fue bastante difícil, y la escasa luz del mechero de gas le impidió descubrir el
maquillaje.
—Pero, ¿por qué..., por qué?
—¿Por qué quise jugarme el todo por el todo? —Sonrió.
—¡Una farsa tan complicada!
—Amigo mío... tenía que salvarle. Y el testimonio de una mujer enamorada de él no hubiera sido
suficiente..., usted mismo lo dejó entrever. Pero yo conozco un poco de psicología de las cosas. Dejando
que mi testimonio quedara desvirtuado, lograría una reacción favorable hacia el acusado.
—¿Y el montón de cartas?
—Una sola, la importante, hubiera podido despertar sospechas.
—¿Y el hombre llamado Max?
—Nunca existió, amigo mío.
—Todavía sigo pensando —dijo el señor Mayherne con pesar—, que podríamos haberle salvado
por el... el... procedimiento corriente.
—No quise arriesgarme. Comprenda, usted pensaba que era inocente...
—Y usted lo sabía... Ya entiendo —dijo el abogado.
—Mi querido señor Mayherne —replicó Romaine—, usted no entiende nada. ¡Yo sabía que era
culpable!
F I N

jueves, 12 de abril de 2012

LOS CUATRO SOSPECHOSOS




Los cuatro Sospechosos

Agatha Christie




La conversación giraba en torno a los crímenes que quedaban sin resolver y sin castigo. Cada uno por turno dio su opinión: el coronel Bantry, su simpática y gordezuela esposa, Jane Helier, el doctor Lloyd e incluso miss Marple. El único que no habló fue el que, en opinión de la mayoría, estaba más capacitado para ello. Sir Henry Clithering, ex comisionado de Scotland Yard, permanecía silencioso, retorciéndose el bigote o más bien dicho, tirando de él y con una media sonrisa en sus labios, como si le divirtiera algún pensamiento.
—Sir Henry —le dijo finalmente Mrs. Bantry—, si no dice usted algo, gritaré. ¿Hay muchos crímenes que quedan impunes?
—Usted piensa en los titulares de la prensa, Mrs.
Bantry: SCOTLAND YARD FRACASA DE NUEVO y, a continuación, la lista de crímenes sin resolver.
—Que en realidad deben ser un porcentaje muy pequeño, supongo —dijo el doctor Lloyd.
—Sí, los cientos de crímenes que se resuelven y los responsables castigados rara vez se pregonan. Pero eso no es precisamente lo que discutimos. Los crímenes no descubiertos y los crímenes que quedan impunes son dos cosas por completo distintas. En la primera categoría entran todos los crímenes de los que Scotland Yard ni siquiera ha oído hablar, los que nadie ni siquiera sabe que se han cometido.
—Pero supongo que no debe haber muchos de ésosdijo —Mrs. Bantry.
—¿No?
—¡Sir Henry! ¿No querrá usted decir que sí los hay?
—Yo creo —dijo miss Marple pensativa— que debe de haber muchísimos.
La encantadora anciana, con su aire tranquilo y anticuado, hizo esta declaración con la mayor placidez.
—Mi querida miss Marple... —empezó el coronel Bantry.
—Claro que muchas personas son estúpidas —dijo miss Marple—. Y a las personas estúpidas se las descubre hagan lo que hagan. Pero también hay muchas que no lo son y uno se estremece al pensar lo que serían capaces de hacer de no tener principios muy arraigados.
—Sí —replicó sir Henry—, hay muchísimas personas que no son estúpidas. Muchas veces un crimen llega a descubrirse por un fallo insignificante y uno no deja de hacerse siempre la misma pregunta. De no haber sido por aquel fallo, ¿hubiese llegado a descubrirse?
—Pero esto es muy serio, —Clithering—dijo el coronel Bantry—, pero que muy grave.
—¿De veras?
—¿Pero qué dice usted? ¡Lo es! Claro que es serio.
—Usted dice que hay crímenes que quedan impunes, pero ¿es eso cierto? Tal vez no reciban el castigo de la ley, pero la causa y el efecto actúan aun fuera de la ley. Decir que cada crimen conlleva su propio castigo parecerá muy tópico y, no obstante, en mi opinión, nada hay más cierto.
—Tal vez —dijo el coronel Bantry—, pero eso no altera la gravedad.., la gravedad...
Se detuvo desorientado.
Sir Henry Clithering sonrío.
—El noventa y nueve por ciento de la gente sin duda comparte su opinión —comentó--. Pero, ¿sabe usted?, no es la culpabilidad lo importante, sino la inocencia. Eso es lo que nadie aprecia.
—No lo entiendo —exclamó Jane Helier.
—Yo sí —replicó miss Marple—. Cuando Mrs. Trent descubrió que le faltaba media corona que llevaba en el bolso, la persona más afectada fue la asistenta, Mrs. Arthur. Desde luego los Trent pensaron que había sido ella, pero eran buenas personas y, como sabían que tenía una familia numerosa y un marido aficionado a la bebida, pues... naturalmente no quisieron tomar medidas extremas. Pero cambiaron totalmente su actitud hacia ella. Ya no la dejaban al cuidado de la casa cuando se ausentaban y otras personas empezaron a comportarse con ella de un modo semejante. Y luego se descubrió de pronto que había sido la institutriz. Mrs. Trent la descubrió, a través de una puerta que se reflejaba en un espejo, por pura casualidad, a la que yo prefiero llamar Providencia. Y creo que eso es lo que quiere decir sir Henry. La mayoría de las personas se hubieran interesado únicamente por saber quién cogió el dinero, que resultó ser la más insospechada, como en las novelas policíacas. Pero, para quien realmente era importante, casi cuestión de vida o muerte, descubrir la verdad era para Mrs. Arthur, que no había hecho nada. Eso es lo que quiso usted decir, ¿verdad, sir Henry?
—Sí, miss Marple, ha dado usted en el clavo. La asistenta de su historia tuvo suerte en el caso que ha expuesto: se demostró su inocencia. Pero algunas personas pueden pasar toda su vida oprimidas por el peso de una sospecha completamente injusta.
—¿Se refiere usted a algún caso en particular, sir Henry? —preguntó Mrs. Bantry con astucia y con verdadera curiosidad.
—Pues, a decir verdad, sí, Mrs. Bantry. Uno muy curioso. Un caso en el que pensábamos que se había cometido un crimen, pero no teníamos la más remota posibilidad de probarlo.
—Veneno, supongo —exclamó Jane—. Algo que no deja rastro.
El doctor Lloyd se removió inquieto y sir Henry negó con la cabeza.
—No, querida señorita. ¡No fue el veneno secreto de las flechas de los indios sudamericanos! ¡Ojalá hubiera sido algo así. Tuvimos que habérnoslas con algo mucho más prosaico, tanto, que no cabe la esperanza de dar con el responsable. Un anciano que se cayó por la escalera y se desnucó, uno de tantos accidentes, lamentables accidentes, que ocurren a diario.
—¿Y que sucedió en realidad?
—¿Quién puede decirlo? —Sir Henry se encogió de hombros—. ¿Le empujaron por detrás? ¿Ataron un cordón de lado a lado de la escalera, que luego fue quitado cuidadosamente? Eso nunca lo sabremos.
—Pero usted cree que... bueno, que no fue un accidente ¿Por qué? —quiso saber el médico.
—Ésa es una historia bastante larga, pero... bueno, sí, estamos casi seguros. Como les digo, no hay posibilidad de poder culpar a nadie, las pruebas serían demasiado vagas. Pero el caso se puede mirar también desde otra perspectiva, la que mencionaba antes. Cuatro son las personas que pudieron hacerlo. Una es culpable, pero las otras tres son inocentes. Y, a menos que se averigüe la verdad, permanecerán bajo la terrible sombra de la duda.
—Creo —dijo Mrs. Bantry— que será mejor que nos cuente usted toda la historia.
—En realidad no creo que sea necesario que me extienda tanto —replicó sil- Henry—. Puedo resumir el principio. Es sobre una sociedad secreta alemana: "La Mano Vengadora" , algo parecido a la Camorra o a la idea que la gente tiene de ella. Una organización dedicada a la extorsión y el terrorismo. La cosa empezó repentinamente después de la guerra y se extendió con sorprendente rapidez, y fueron numerosas las víctimas de la organización. Las autoridades no pudieron con ella, porque sus secretos eran guardados celosamente y era casi imposible encontrar a nadie que quisiera traicionarlos.
En Inglaterra no se oyó hablar mucho de ella, pero en Alemania estaba causando un efecto paralizador Finalmente fue disuelta gracias a los esfuerzos de un hombre, un tal doctor- Rosen, que en un tiempo fue un miembro notable del Servicio Secreto. Se hizo miembro de la sociedad, se infiltró en sus círculos más íntimos y fue, tal como les digo, el instrumento que la desmoronó.
Pero, en consecuencia, se convirtió en un hombre marcado y se consideró prudente que abandonara Alemania, al menos durante algún tiempo. Se vino a Inglaterra y fuimos informados por la policía de Berlín. Se entrevistó personalmente conmigo y advertí enseguida lo resignado de su actitud. No le cabía la menor duda de lo que le reservaba el futuro.
—Me cogerán, sir Henry —me dijo—, no cabe la menor duda. —Era un hombre alto, de hermosas facciones y voz profunda, que sólo delataba su nacionalidad por su ligera pronunciación gutural—. Es una conclusión inevitable. No me importa, estoy preparado. Ya afronté ese riesgo al emprender esta empresa. He hecho lo que me propuse. La organización no podrá volver a levantarse, pero quedan muchos de sus miembros en libertad y se vengarán de la única manera que pueden: con mi vida. Es sólo cuestión de tiempo, pero desearía alargarlo lo más posible. Estoy reuniendo y preparando material muy interesante, el resultado de toda una vida de trabajo. Y si fuera posible, me gustaría poder completar mi tarea.
Habló con sencillez, pero con cierta grandeza que no pude dejar de admirar. Le dije que tomaríamos toda clase de precauciones, pero no me dejó insistir
—Algún día, más pronto o más tarde, me cogerán—repetía—. Y cuando ese día llegue, no se preocupe. No me cabe la menor duda de que habrá hecho todo lo posible por evitarlo.
Luego me expuso sus proyectos, que eran bastante sencillos. Se proponía adquirir una casita en el campo donde vivir tranquilamente y continuar su trabajo. Por fin escogió un pueblecito de Somerset, King’s Gnaton, situado a unas siete millas de la estación de ferrocarril y singularmente preservado de la civilización. Compró una casita preciosa en la que llevó a cabo algunas reformas y mejoras, y se instaló en ella muy contento, acompañado de su sobrina Greta, un secretario, una vieja criada alemana que le había servido fielmente durante casi cuarenta años y un mañoso jaidinero externo, que era nativo de King’s Gnaton.
—Los cuatro sospechosos —comentó Mr. Lloyd con voz apagada.
—Exacto, los cuatro sospechosos. No hay mucho más que decir. La vida transcurrió apaciblemente en King’s Gnaton durante cinco meses y entonces ocurrió la desgracia. El doctor Rosen se cayó una mañana por la escalera y fue hallado muerto media hora más tarde. En el momento en que debió ocurrir el accidente, Gertrud estaba en la cocina con la puerta cerrada y no oyó nada, o por lo menos eso dijo. Miss Greta estaba en el jardín plantando unos bulbos, también según dijo. El jardinero, Dobbs, estaba en el cobertizo, desayunando, según dijo. Y el secretario había ido a dar un paseo y tampoco tenemos otra cosa mejor que su palabra.
Ninguno de ellos tiene una coartada ni es capaz de atestiguar la declaración de los demás. Pero una cosa es cierta: nadie del exterior pudo hacerlo ya que la presencia de un extraño hubiera sido advertida con seguridad en el pueblecito de King’s Gnaton. La puerta principal y la de atrás estaban cerradas, y cada uno de los habitantes de la casa tenía su llave. De modo que ya ven que los sospechosos se reducen a estos cuatro: Greta, la hija de su propio hermano; Gertrud, que llevaba cuarenta años sirviéndole fielmente; Dobbs que nunca había salido de King’s Gnaton, y Charles Templeton, el secretario.
—Sí —intervino el coronel Bantry—. ¿Qué nos dice de él? A mí me parece el más sospechoso. ¿Qué sabía usted de él?
—Pues lo que sé de él es lo que le deja completamente al margen de sospechas, por lo menos de momento
—dijo sir Henry en tono grave—. Charles Templeton era uno de mis hombres.
—¡Oh! —exclamó el coronel Bantry visiblemente sorprendido.
—Sí, quise tener a alguien en la casa y que al mismo tiempo no llamara la atención en el pueblo. Rosen realmente necesitaba un secretario y yo le proporcioné a Templeton. Es un caballero, habla alemán a la perfección y es, en conjunto, un tipo muy capacitado.
—Pues entonces, ¿de quién sospecha usted? —preguntó Mrs. Bantry con extrañeza—. Todos parecen tan... buenos y tan inocentes.
—Sí, eso parece, pero podemos considerar el caso desde un ángulo distinto. Fraülein Greta era su sobrina y una muchacha encantadora, pero la guerra nos ha demostrado a menudo que un hermano puede volverse contra su hermana, un padre contra su hijo, etcétera, etcétera, y que las más encantadoras y gentiles jovencitas eran capaces de cosas sorprendentes. Lo mismo puede aplicarse a Gertrud y quién sabe qué otros factores pudieron obrar en su caso. Tal vez una disputa con su señor, un creciente resentimiento más intenso debido a los largos años de fidelidad. Las mujeres que tienen tantos años y pertenecen a esa clase, algunas veces pueden vivir increíblemente amargadas. ¿Y Dobbs? ¿Queda eliminado por no tener relación alguna con la familia? Con dinero se consiguen muchas cosas. Pudieron aproximarse a él de algún modo y sobornarlo.
Una cosa parece segura: debió llegar algún mensaje u orden del exterior. De otro modo, ¿por qué aquellos cinco meses de espera? No, los agentes de "La Mano Vengadora" debieron estar trabajando. No estarían seguros de la perfidia de Rosen y debieron retrasar su venganza hasta aseguraise de su posible traición sin ninguna duda. Luego, cuando verificaron sus sospechas, debieron enviar su mensaje al espía que tenían dentro de su misma casa. El mensaje que decía: «Mata».
—¡Qué horror-! —dijo Jane Helier con un estremecimiento.
—Pero ¿cómo llegaría el mensaje? Ese es el punto que traté de aclarar como única esperanza para resolver el misterio. Una de esas cuatro personas debió de ser  abordada por alguien o comunicarse con ellos de alguna manera. La orden debía ser ejecutada, lo sabía muy bien, tan pronto como fuera recibido el aviso. Era la peculiaridad de "La Mano Vengadora".
Me puse a trabajar de una forma que probablemente les parecerá ridículamente meticulosa. ¿Quiénes habían estado en la casa aquella mañana? No descarté a nadie. Aquí está la lista.
Y sacando un sobre de su bolsillo, escogió un papel entre los que contenía.
—El carnicero, que trajo la carne de ternera. Hice averiguaciones y resultaron exactas.
El chico del colmado trajo un paquete de harina de maíz, dos Iibras de azúcar; una de mantequilla y otra de café. Fueron investigados y resultaron correctos.
El cartero trajo dos circulares para miss Rosen, una carta de la localidad para Gertrud, tres para el doctor Rosen, una con sello extranjero, y dos para Mr Templeton, una de ellas también con sello extranjero.
Sir Heniy hizo una pausa y luego extrajo varios documentos del sobre.
—Tal vez les interese verlos. Me fueron entregados por los interesados o bien recogidos de la papelera. No necesito decirles que fueron examinados por expertos para ver si se encontraban en ellos rastros de tinta invisible, etc.etc. No se ha encontrado nada.
Todos se acercaron para mirar Las catálogos para la señorita Rosen eran de un jardinero y de un establecimiento de peletería de Londres muy importante. El doctor Rosen recibió una factura de las semillas compradas a un jardinero local para su jardín y otra de una papelería de Londres. La carta dirigida a él decía lo siguiente:

Mi querido Rosen:
Acabo de regresar de la finca de Mr. Helmuth Spath. El otro día vi a Udo Johnson. Había venido para visitar a Ronald Periy, y me dijo que él y Edgar Jackson acaban de llegar de Tsingtau. Con toda Ecuanimidad, no puedo decir que envidie su viaje. Envíame pronto noticias tuyas. Como ya te dije antes: guárdate de cierta persona. Ya sabes a quién me refiero, aun que no estés de acuerdo conmigo. Tuya,
Georgine

—El correo de Mr. Templeton consistía en esta factura que como ustedes ven enviaba su sastre y una carta de un amigo de Alemania —prosiguió sir Henry—. Esta última, desgraciadamente, la rompió durante su paseo. Y por último tenemos la carta que recibió Gertrud.
 
Querida Mrs. Smvartz:
Esperamos que pueda usted asistir a la reunión del viernes por la noche. El vicario dice que tiene la esperanza de que vendrá y será usted bien venida. La receta del beicon era estupenda y le doy las gracias por ella. confio en que se encuentre bien de salud y podamos verla el viernes.
Queda de usted afictísima.
Emma Greene

El doctor Lloyd sonrió afablemente, al igual que Mrs. Bantry.
—Creo que esta última carta puede eliminarse —dijo el doctor
—Yo opino lo mismo —replicó sir Henry—, pero tomé la precaución de comprobar que existía esa tal Mrs. Greene y que se celebraba la reunión. Ya saben, nunca está de más ser precavido.
—Esto es lo que dice siempre nuestra amiga miss Marple —comentó el doctor Lloyd sonriendo—. Está usted ensimismada, miss Marple. ¿En qué piensa?
La aludida se sobresaltó.
—jQué tonta soy! —exclamó—. Me estaba preguntando por qué en la carta del doctor Rosen la palabra Ecuanimidad estaba escrita con mayúscula.
Mrts. Bantry exclamó:
—Es cierto. ¡Oh!
—Sí querida —respondió miss Marple—. ¡Pensé que usted lo notaría!
—En esa carta hay un aviso definitivo —dijo el coronel Bantry—. Es lo primero que me llamó la atención. Me fijo más de lo que ustedes creen. Sí, un aviso definitivo... ¿contra quién?
—Hay algo muy curioso con respecto a esa carta —explicó sir Henry—. Según Templeton, el doctor Rosen la abrió durante el desayuno y se la alargó diciendo que no sabía quién podía ser aquel individuo.
—¡Pero si no era un hombre! —dijo Jane Helier—. ¡Está firmada por una tal «Georgina»!
—Es difícil decirlo —dijo el doctor Lloyd—. Tal vez el nombre sea Georgey y no Georgina, aunque parezca más bien lo contrario. En todo caso, resulta un tanto chocante, porque esta letra no parece de mujer
—Eso es igualmente curoso —dijo el coronel Bantry—, que la enseñara fingiendo no saber quién se la escribía. Tal vez pretendía observar la reacción de alguien al verla, pero ¿de quién?, ¿del chico o de ella?
—¿ tal vez de la cocinera? —insinuó Mrs. Bantry—. Quizá se encontrase en la habitación sirviendo el desayuno. Pero lo que no comprendo es... es muy curioso que...
Frunció el entrecejo contemplando la carta. Miss Marple se acercó a ella y, señalando la hoja de papel con un dedo, cuchichearon entre sí.
—Pero, ¿por qué rompió la otra carta el secretario?
—preguntó Jane Helier de pronto—. Parece... ¡oh! No sé... parece extraño.¿ Por qué había de recibir cartas de Alemania? Aunque, claro, si como usted dice está por encima de toda sospecha...
—Pero sir Henry no ha dicho eso —replicó miss Marple a toda prisa, abandonando su conversación con Mrs. Bantry—. Ha dicho que los sospechosos son cuatro. De modo que incluye a Mr. Templeton. ¿Tengo razón, sir Heniy?
—Sí, miss Marple. La amarga experiencia me ha enseñado una cosa: nunca diga que nadie está por encima de toda sospecha. Acabo de darles razones por las cuales tres de estas personas pudieran ser culpables, por improbable que parezca. Entonces no apliqué el mismo procedimiento a Charles Templeton, pero al fin tuve que seguir la regla que acabo de mencionar.
Y me vi obligado a reconocer esto: que todo ejército, toda marina y toda policía tienen cierto número de traidores en sus filas, por mucho que se odie admitir la idea. Y por ello examiné el caso contra Charles Templeton sin el menor apasionamiento.
Me hice muchas veces la pregunta que miss Helier acaba de exponer. ¿Por qué fue el único que no pudo presentar la carta que recibieira con sello alemán? ¿Por qué recibía correspondencia de Alemania?
Esta última pregunta era del todo inocente y por lo tanto se la hice a él, siendo su respuesta bastante sencilla. La hermana de su madre estaba casada con un alemán y la carta era de una prima suya alemana. De modo que me enteré de algo que ignoraba hasta entonces, que Charles Templeton tenía parientes alemanes. Y eso le colocó inmediatamente en la lista de sospechosos. Es uno de mis hombres, un muchacho en el que siempre he confiado, pero para ser justo y ecuánime debo admitir que es el que encabeza la lista.
Pero ahí lo tienen: ¡No lo sé! No lo sé y, con toda probabilidad, nunca lo sabré. No se trata sólo de castigar a un asesino, sino de algo que considero cien veces más importante. Se trata, quizá, de la posibilidad de haber arruinado la carrera de un hombre honrado a causa de meras sospechas, sospechas que por otra parte no me atrevo a despreciar.
Miss Marple carraspeó y dijo en tono amable:
—Entonces, sir Henry, si no le he entendido mal, ¿de quien sospecha principalmente es del joven Templeton?
—Sí, en cierto sentido. Y en teoría los cuatro habrían de verse igualmente afectados por esta situación, pero no es ése el caso. Dobbs, por ejemplo, aun cuando yo lo considere sospechoso, eso no altera en modo alguno su vida. En el pueblo nadie recela de que la muerte del doctor Rosen no fuese accidental. Gertrud tal vez se haya visto algo más afectada. La situación puede representar alguna diferencia, por ejemplo, en la actitud de Fraülein Rosen hacia ella, aunque dudo de que eso le afecte excesivamente.
En cuanto a Greta Rosen... bueno, aquí llegamos al punto crucial de todo este asunto. Greta es una joven muy hermosa y Charles Templeton un muchacho apuesto, convivieron cinco meses bajo el mismo techo sin otras distracciones exteriores y ocurrió lo inevitable. Se enamoraron el uno del otro, aunque no quieren admitir el hecho con palabras.
Y luego ocurrió la catástrofe. Ya habían transcurrido tres meses, y un día o dos después de mi regreso, Greta Rosen vino a verme. Había vendido la casita y regresaba a Alemania, una vez arreglados los asuntos de su tío. Acudió a mí, aunque sabía que me había retirado, porque en realidad deseaba verme por un asunto personal. Tras dar algunos rodeos al fin me abrió su corazón. ¿Cuál era mi opinión? Aquella carta con sello alemán, la que Charles había roto, la había preocupado y seguía preocupándola. ¿Había dicho la verdad? Sin duda debió decirla. Claro que creía su historia, pero... ¡oh!, si pudiera saberlo con absoluta certeza.
¿Comprenden? El mismo sentimiento, el deseo de confiar, pero la terrible sospecha persistiendo en el fondo de su mente, a pesar de luchar contra ella. Le hablé con absoluta franqueza, pidiéndole que hiciera lo mismo, y le pregunté si Charles y ella estaban enamorados.
—Creo que sí —me contestó—. Oh, sí, eso es. Eramos tan felices. Los días pasaban con tanta alegría.
Los dos lo sabíamos, pero no había prisa, teníamos toda la vida por delante. Algún día me diría que me amaba y yo le contestaría que yo también. ¡Ah! ¡Pero puede usted imaginárselo! Ahora todo ha cambiado. Una nube negra se ha interpuesto entre nosotros, nos mostramos retraídos y cuando nos vemos no sabemos qué decirnos. Quizás a él le ocurre lo mismo. Nos decimos interiormente: ¡Si estuviéramos seguros! Por eso, sir Henry, le suplico que me diga: «Puede estar segura, quienquiera que matase a mi tío no fue Charles Templeton». ¡Dígamelo! ¡Oh, se lo suplico! ¡Se lo suplico, se lo suplico!
Y maldita sea -exclamó sir Henry, dejando caer su puño con fuerza sobre la mesa—, no pude decírselo. Se fueron separando más y más los dos. Entre ellos se interponía la sospecha como un fantasma que no podían apartar.
Se reclinó en la butaca con el rostro abatido y grave mientras movía la cabeza con desaliento.
—Y no hay nada más que hacer, a menos —volvió a enderezarse con una sonrisa burlona— a menos que miss Marple pueda ayudarnos. ¿Puede usted, miss Marple? Tengo el presentimiento de que esa carta está en su línea. La de la reunión benéfica. ¿No le recuerda alguien o algo que le haga ver este asunto muy claro?
¿No puede hacer algo por ayudar a dos jóvenes desesperados que desean ser felices?
Tras la sonrisa burlona se escondía cierta ansiedad en su pregunta. Había llegado a formarse una gran opinión del poder deductivo de aquella solterona frágil y anticuada, y la miró con cierta esperanza en los ojos.
Miss Marple carraspeó y se arregló la manteleta de encaje.
—Me recuerda un poco a Annie Poultny —admitió-. Claro que la carta está clarísima, para Mrs. Bantry y para mí. No me refiero a la que habla de la reunión benéfica, sino a la otra. Al haber vivido tanto en Londres y no tener ninguna afición por la jardinería, sir Henry, no es de extrañar que no lo haya notado usted.
—¿Eh? —exclamó sir Henry—. ¿Notado qué?
Mrs. Bantry alargó la mano y escogió una de las cartas, un catálogo que abrió y leyó pausadamente:
 
Mr. Helmuth Spath. Lila, una flor maravillosa, su tallo alcanza una altura inusitada. Espléndida para cortar y adornar el jardín. Una novedad de sorprendente belleza.
Udo Johnson. Amarilla y cálida. De aroma peculiar y agradable.
Edgar Jackson. Crisantemo de hermosa forma y color rojo ladrillo muy brillante.
Ronald Perry. Rojo brillante. Sumamente decorativa.
Tsingtau. Color naranja brillante, flor muy vistosa para jardín y de larga duración una vez cortada.
Ecuanimidad...

Recordarán ustedes que esta palabra aparecía en la caría escrita también en mayúscula.
 
Flor de extraordinaria perfección en su forma. Tonos rosa y blanco.

Mrs. Bantry, dejando el catálogo, terminó diciendo con una gran excitación:
 
—Y ¡Dalias!
—Las letras iniciales de sus nombres componen la palabra «MUERTE» -explicó miss Marple satisfecha.
—Pero la carta la recibió el propio doctor Rosen —objetó sir Henry.
—Esa fue la maniobra más inteligente— explicó miss Marple—. Eso y la amenaza que se encerraba en ella.
¿Qué es lo que haría al recibir una carta de alguien desconocido y llena de nombres extraños para él? Pues, naturalmente, mostrársela a su secretario y pedirle su opinión.
—Entonces, después de todo...
—¡0h, no! —exclamó miss Marple—. El secretario, no. Vaya, eso precisamente demuestra que no fue él. De ser así, nunca hubiera permitido que se encontrase la carta e igualmente no se le hubiese ocurrido destruir una carta dirigida a él y con sello alemán. Su inocencia resulta evidente y , si me permito decirlo, deslumbran te..
—Entonces, ¿quién...?
—Pues parece casi seguro, todo lo seguro que puede ser, algo en este mundo. Había otra persona presente durante el desayuno y pudo... es natural, dadas las circunstancias, alargar la mano y leer la carta. Y así fue. Recuerden que recibió un catálogo de jardinería en el mismo correo...
—Greta Rosen —dijo sir Henry despacio—. Entonces su visita...
—Los caballeros nunca saben ver a través de estas cosas —replicó miss Marple—. Y me temo que muchas veces a las viejas nos ven como a... brujas, porque vemos cosas que a ellos les pasan inadvertidas, pero es así. Una sabe mucho de las de su propio sexo por desgracia. No me cabe la menor duda de que se alzó una barrera entre ellos. El joven sintió una repentina e inexplicable aversión hacia ella. Sospechaba puramente por instinto y no podía ocultarlo. Y creo que la visita que le hizo la joven a usted fue sólo puro despecho. En realidad se sentía bastante segura, pero antes de marcharse quiso que usted fijara definitivamente sus sospechas en el pobre Mr. Templeton. Debe usted reconocer que, hasta después de su visita, no le parecieron completamente justificadas sus propias sospechas.
—Estoy convencido de que no fue nada de lo que ella dijo... —comenzó a decir sir Henry.
—Los caballeros —continuó miss Marple con calma— nunca ven estas cosas.
—Y esa joven... —se detuvo—... Icomete semejante crimen a sangre fría y queda impune!
—¡Oh, no, sir Henry! —dijo miss Marple—. Impune no. Usted y yo no lo creemos. Recuerde lo que dijo no hace mucho rato. No. Greta Rosen no escapará a su castigo. Para empezar, deberá vivir entre gente extraña, chantajistas y terroristas, que no le harán ningún bien y probablemente la arrastrarán a un final miserable. Como usted dice, no vale la pena preocuparse por el culpable, es el inocente quien importa. Mr. Templeton, me atrevo a aventurar, se casará con su prima alemana ya que el hecho de que rompiera su carta resulta... bueno, un tanto sospechoso, empleando la palabra en un sentido distinto al que le hemos dado toda la noche. Parece ser que lo hizo como si temiese que Greta la viera y le pidiera que se la dejase leer. Sí, creo que entre ellos debió de haber algo. Y luego está Dobbs, a quien, como usted dice, las sospechas no le afectarán mucho. Probablemente lo único que le interesa son sus desayunos. Y la pobre Gertrud, que me recuerda a Annie Poultny. Pobrecilla Annie Poultny. Cincuenta años sirviendo fielmente a miss Lamh y luego sospecharon que había hecho desaparecer su testamento, aunque no pudo probarse. Aquello destrozó el corazón de aquella criatura tan fiel. Y después de su muerte, se encontró en un compartimiento secreto en la caja donde guardaban el té y donde la propia miss Lamb lo había guardado para mayor seguridad. Pero era ya demasiado tarde para la pobre Annie.
Por eso me preocupa esa pobre mujer alemana. Cuando se es viejo, uno se amarga fácilmente. Lo siento mucho más por ella que por Mr. Templeton, que es joven, bien parecido y, según comentaba usted, goza de bastante popularidad entre las damas. ¿Querrá usted escribirle a ella, sir Henry, para decirle que su inocencia está fuera de toda duda? Con su señor muerto y el peso de las sospechas... ¡Oh! ¡No quiero ni pensarlo!
—Le escribiré, miss Marple—-dijo sir Henry mirándola con curiosidad—. ¿Sabe una cosa? Nunca llegaré a comprenderla. Siempre repara usted en algo que no esperaba.
—Me temo que mi experiencia resulta insignificante —replicó miss Marple humildemente—. Apenas si salgo de St. Mary Mead.
—¡Y no obstante ha resuelto usted lo que podríamos llamar un problema internacional! —dijo sir Henry—.
Porque lo ha resuelto. De eso estoy completamente convencido.
Miss Marple enrojeció y luego, parpadeando, explicó:
—Creo que fui bien educada para lo que se acostumbraba en mis tiempos. Mi hermana y yo tuvimos una institutriz alemana, una persona muy sentimental. Nos enseñó el lenguaje de las flores, un estudio casi olvidado hoy en día, pero encantador. Un tulipán amarillo, por ejemplo, simboliza el Amor Sin Esperanza, mientras un Aster Chino significa Muero de Celos a Tus pies. Esa carta estaba firmada: Georgine, que me parece recordar significa dalia en alemán y eso lo dejaba todo muy claro. Ojalá pudiera recordar el significado de dalia, pero escapa a mi memoria, que ya no es tan buena como antes.
—De todas formas no significa MUERTE.
—No, desde luego. Horrible, ¿no? En este mundo hay cosas muy tristes.
—Sí —replicó Mrs. Bantry con un suspiro—. Es una suerte tener flores y amigos.
—Observen que nos coloca en último lugar —dijo el doctor Lloyd.
—Un admirador solía enviarme orquídeas rojas cada noche —dijo Jane Helier con aire soñador.
«Espero sus favores», eso es lo que significa —dijo miss Marple con agudeza.
Sir Henry carraspeó de un modo peculiar y volvió la cabeza.
Miss Marpie lanzó una repentina exclamación.
—Acabo de recordarlo. La dalia significa «Traición y Falsedad».
—Maravilloso —replicó sir Henry—. Absolutamente maravilloso.

Y suspiró. 

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