Agatha Christie
—Por encima de todo que no
haya publicidad —dijo el señor Marcus Hardman por decimocuarta vez.
La palabra «publicidad» salió durante su conversación con la
regularidad de un leimotif. El señor
Hardman era un hombre bajo, regordete, con manos exquisitamente manicuradas y
quejumbrosa voz de tenor. El hombre gozaba de cierta celebridad, y la vida
ociosa de la sociedad opulenta constituía su profesión. Rico, aunque no un
creso, gastaba celosamente su dinero en los placeres que proporcionan las
reuniones sociales. Tenía alma de coleccionista y su pasión eran los encajes,
abanicos y joyas, cuanto más antiguos mejor. Para el señor Marcus lo moderno
carecía de valor.
Poirot y yo acudimos a su cita y lo hallamos debatiéndose en una
agonía de indecisión. Debido a las circunstancias, llamar a la policía le
resultaba incómodo. Por otra parte, no llamarla era aceptar la pérdida de unas
gemas de su colección. Poirot fue la solución.
—Mis rubíes, monsieur Poirot y el collar de esmeraldas, que
pertenecieron a Catalina de Médicis. ¡Sobre todo el collar de esmeraldas!
—¿Y si me explicase las circunstancias de su desaparición? —sugirió
Poirot.
—Intento hacerlo. Ayer por la tarde di un pequeño té íntimo a media
docena de personas. Era el segundo de la temporada y, si bien no debería
decirlo, constituyeron todo un éxito. Buena música... Nacoa, el pianista, y
Katherine Bird, contralto australiana.
»Bueno, a primeras horas de la tarde, enseñé a mis invitados la
colección de joyas medievales, que guardo en una pequeña caja de caudales,
dispuesta a modo de estuche forrado de terciopelo de color. Esto hace que las
piedras luzcan más. Después contemplamos los abanicos ordenados en una vitrina.
Y, a continuación, pasamos al estudio para oír música.
»Cuando todos se hubieron marchado, descubrí la caja vacía. Debí
cerrarla mal y alguno aprovechó la oportunidad para llevarse su contenido. ¡Los
rubíes, monsieur Poirot, el collar de esmeraldas... la colección de toda una
vida! ¿Qué no daría por recuperarla? Sin embargo, ha de ser sin publicidad.
¿Entiende eso bien, monsieur Poirot? Son mis invitados, mis propios amigos.
¡Sería un escándalo!
—¿Quién fue el último en salir de esta habitación para ir al estudio?
—El señor Johnston. ¿Lo conoce? El millonario sudafricano. Vive en
Abbotbury, en Park Lane. Se rezagó unos minutos, lo recuerdo. Pero, ¡seguro que
no es él!
—¿Alguno de sus invitados regresó más tarde con algún pretexto?
—Esperaba esta pregunta, monsieur Poirot. Sí, tres de ellos: la
condesa Vera Rossakoff, el señor Bernard Parker y lady Runcorn.
—Bien, cuente algo sobre ellos.
—La condesa Rossakoff es una rusa encantadora, miembro del antiguo
régimen. Hace poco que vive en este país. Se había despedido de mí y, por lo
tanto, me sorprendió encontrarla en esta habitación, aparentemente mirando
hechizada mi vitrina de abanicos. ¿Sabe una cosa, señor Poirot? Cuanto más
pienso en ello, más sospechoso me parece. ¿Usted qué dice a eso?
—Sí, es muy sospechosa; pero hábleme de los otros.
—Parker vino a recoger una caja de miniaturas que yo deseaba mostrar a
lady Runcorn.
—¿Y lady Runcorn?
—Lady Runcorn es una señora de mediana edad que invierte la mayor
parte de su tiempo en asuntos de caridad. Ella regresó a recoger su bolso que
se había dejado en alguna parte.
—Bien, monsieur. Así, pues, tenemos cuatro posibles sospechosos. La
condesa rusa, la gran dame inglesa,
el millonario sudafricano y el señor Bernard Parker. ¿Qué es el señor Parker?
La pregunta pareció aturdir al señor Hardman.
—Es... un joven... bueno, un joven que conozco.
—Eso ya me lo imagino —replicó Poirot—. ¿A qué se dedica?
—Verá... frecuenta los casinos... claro que no navega muy bien, ¿me
comprende?
—¿Puedo preguntar cómo se hizo amigo suyo?
—Pues... en una o dos ocasiones ha realizado pequeños encargos míos.
—Continúe, monsieur.
Hardman lo miró lastimeramente. Desde luego, lo último que deseaba era
continuar. No obstante, el inexorable silencio de Poirot le hizo hablar.
—Verá... monsieur; usted ya conoce mi interés por las joyas antiguas.
A veces surgen herencias familiares..., en fin, son joyas que nunca se
venderían en el mercado o a través de un profesional. Ahora bien, esas familias
se avienen cuando saben que son para mí. Parker arregla los detalles, sirve de
puente y evita situaciones embarazosas. Por ejemplo, la condesa Rossakoff ha
traído algunas joyas de Rusia y quiere venderlas. Parker es el encargado de
tramitar los detalles de la operación.
—Comprendo —dijo Poirot pensativo—. ¿Y usted confía plenamente en él?
—No tengo motivos para otra cosa.
—Señor Hardman, de estas cuatro personas, ¿de cuál sospecha usted?
—¡Monsieur Poirot, qué pregunta! Son mis amigos. En realidad no
sospecho de ninguno en particular, y, a la vez, sospecho de todos.
—No estoy de acuerdo. Usted piensa en uno de los cuatro. No en la
condesa Rossakoff, ni en el señor Parker. Luego ha de ser lady Runcorn o el
señor Johnston.
—Me acorrala, monsieur Poirot. Quiero que, sobre todo, se evite el
escándalo. Lady Runcorn pertenece a una de las más antiguas familias de Inglaterra,
pero, desgraciadamente, una tía suya, lady Carolina, padecía de... de una grave
afección de cleptomanía. Claro que todos sus amigos lo sabían y nadie la
censuró jamás. Su doncella devolvía las cucharillas, o lo que fuera, lo antes
posible. ¿Me comprende?
—Sí. La tía de lady Runcorn era cleptómana. Muy interesante. Bien, ¿me
permite que examine la caja de caudales?
Poco después Poirot abría la caja para examinar su interior. Los
estantes forrados de terciopelo nos miraron con sus vacías cuencas.
—La puerta no cierra bien —murmuró Poirot, moviéndola de un lado a
otro—. ¿Por qué? ¡Caramba! ¿Qué tenemos aquí? ¡Un guante cogido del gozne! Un
guante de hombre.
Lo tendió al señor Hardman.
—No es mío.
—¡Aja! ¡Algo más! —Poirot extrajo un pequeño objeto del fondo de la
caja. Era una cigarrera plana, hecha de moaré negro.
—¡Mi cigarrera! —gritó el señor Hardman.
—¿Suya? No, señor. Éstas no son sus iniciales.
Le enseñó dos letras de platino entrelazadas. Hardman la cogió.
—Tiene usted razón. Es muy parecida a la mía, pero las iniciales son
distintas. Una «P» y una «B». ¡Cielos! ¡Es de Parker!
—Un joven muy descuidado, especialmente si el guante es suyo también
—dijo Poirot—. Una doble pista. ¿No le parece?
—¡Bernard Parker! —murmuró Hardman—. ¡Qué alivio! Bien, monsieur Poirot, espero que recupere las joyas.
Recurra a la policía si lo considera necesario. Claro, siempre que esté seguro
de su culpabilidad.
—¿Ve, amigo mío? —me dijo Poirot mientras salíamos de la casa—.
Hardman mide con una vara a los nobles y con otra a los plebeyos. Yo aún no he
sido agraciado con un título, por lo tanto estoy en el bando de los últimos.
Eso hace que me sienta inclinado favorablemente hacia el joven Parker. Cuando
Hardman sospecha de lady Runcorn, de la condesa y de Johnston, resulta que hay
pruebas contrarias a nuestro hombre.
—Y usted, ¿por qué sospecha de los otros dos?
—Parbleu! Es muy fácil ser
condesa rusa exiliada y millonario sudafricano. Cualquier mujer puede llamarse
a sí misma condesa y nada prohíbe que un hombre adquiera una casa en Park Lane
y se diga millonario sudafricano. ¿Quién va a contradecirles? Estamos en la
calle Bury. Nuestro descuidado joven vive aquí. Como se suele decir, golpeemos
el hierro caliente.
Parker estaba en casa. Lo encontramos reclinado sobre almohadones, con
un llamativo batín púrpura y naranja. Raras veces he sentido tan desagradable
impresión como la experimentada al ver a este joven de rostro blanco, afeminado
y de lenguaje pomposo.
—Buenos días, monsieur —dijo Poirot—. Vengo de casa del señor Hardman.
Ayer, durante la fiesta, alguien robó todas sus joyas. Dígame, ¿este guante es
suyo?
Los reflejos del joven, parecían embotados. Necesitó demasiado tiempo
para estudiarlo, como si tratase de ganar minutos para así ordenar sus ideas.
Al fin preguntó:
—¿Dónde lo encontró?
—¿Es suyo, monsieur?
El señor Parker se decidió:
—No, no lo es.
—¿Y esta cigarrera es suya?
—Tampoco. Siempre llevo una de plata.
—Muy bien, monsieur. Pondré el asunto en manos de la policía.
—¡Yo no haría eso si fuese usted! —gritó Parker—. ¡Recurrir a una
gente tan antipática! Espere un poco. Iré a ver al viejo Hardman.
Seguí a Poirot, que se marchó sin hacerle caso.
—Le hemos dado algo en qué pensar —se rió—. Mañana sabremos lo
ocurrido.
Sin embargo, el destino se empeñó en recordar el asunto Hardman
aquella tarde. Sin previa advertencia, la puerta se abrió para dar paso a un
torbellino de forma de mujer que vino a romper nuestra intimidad. La condesa
Vera Rossakoff tenía una personalidad turbadora.
—¿Es usted monsieur Poirot? ¿Cómo se atreve a culpar a ese pobre
muchacho? ¡Es una infamia! Ese joven es un polluelo, un cordero. ¡Jamás
robaría! No pienso permitir que sea martirizado.
—Dígame, madame, ¿esta cigarrera es de él? —Poirot le enseñó la
cigarrera de moaré negro.
La condesa empleó un momento en inspeccionarla.
—Sí, es suya. La conozco muy bien. ¿Y qué? ¿La encontró en casa del
señor Hardman? Debió de perderla allí. Ustedes, los policías, son peores que la
guardia roja.
—¿Es suyo este guante?
—¿Cómo voy a saberlo? Un guante se parece mucho a otro. Eso no
justifica que se le prive de libertad. Tienen que aclarar su inocencia. ¿Lo
hará usted? Venderé mis joyas y le pagaré bien por ello.
—Madame...
—¿De acuerdo, pues? No, no discuta. ¡Pobre muchacho! Vino a mí con
lágrimas en los ojos. «Yo le salvaré —le dije—. ¡Iré a ver a ese hombre, a ese
ogro, a ese monstruo!» Ahora ya está resuelto. Me voy.
Con la misma ceremonia que había entrado, desapareció de la estancia,
dejando un intenso perfume de naturaleza exótica tras sí.
—¡Vaya mujer! —exclamé—. ¡Y qué pieles lleva!
—Sí, son auténticas. Una condesa falsificada no llevaría pieles
auténticas. Hastings, realmente es rusa. Bien, bien, ahora resulta que nuestro
joven fue sangrando a ella.
—La cigarrera es de él. Me gustaría saber si también lo es el guante.
Con una sonrisa Poirot se sacó del bolsillo un segundo guante y lo
colocó junto al primero. Obviamente, se trataba del mismo par de guantes.
—¿Dónde lo consiguió, Poirot?
—Estaba con un bastón sobre la mesa del vestíbulo en la calle Bury. De
veras, monsieur Parker es un joven muy descuidado. Bien, bien, mon ami. Sólo para cubrir el expediente
haremos una visita a Park Lane.
Acompañé a mi amigo. Johnston no estaba, pero sí su secretario
particular. Éste nos dijo que Johnston hacía poco que había regresado de
Sudáfrica. En realidad nunca estuvo antes en Inglaterra.
—¿Le interesan las piedras preciosas? —preguntó Poirot.
—Las minas de oro, en todo caso, señores —se rió el secretario.
Poirot salió de la entrevista pensativo. Aquella noche lo encontré
estudiando una gramática rusa.
—¡Cielos, Poirot! ¿Aprende ruso para conversar con la condesa en su
propio idioma?
—Ciertamente no escucharía mi inglés, amigo mío.
—Los rusos de buena cuna hablan francés —dije yo.
—Es usted una mina de información, Hastings. Bien, renunciaré a los
laberintos del alfabeto ruso.
Tiró el libro con gesto dramático. A mí no me satisfizo su modo de
obrar, si bien advertí su peculiar parpadeo, signo inequívoco de que se hallaba
satisfecho consigo mismo.
—¿Duda de que realmente sea rusa? ¿Piensa comprobarlo? —pregunté.
—Sé que es rusa.
—¿Cómo lo sabe?
—Si quiere distinguirlo personalmente, Hastings, le recomiendo Los primeros pasos de ruso; es una ayuda
valiosísima.
Luego se rió y ya no dijo nada más. Recogí el libro del suelo y me
puse a curiosearlo, pero fui incapaz de sacar algo en claro.
En la siguiente mañana no hubo noticias nuevas. Esto no pareció
preocupar a mi amigo. A la hora del desayuno me anunció su propósito de visitar
al señor Hardman. Lo encontramos en su casa con aspecto más tranquilo que el
día anterior.
—Bien, monsieur Poirot, ¿hay noticias? —preguntó ansioso.
Poirot le tendió una hoja de papel.
—Aquí tiene escrito el nombre de la persona que robó las joyas. ¿Pongo
el asunto en manos de la policía? ¿O prefiere usted que recupere las joyas sin
que intervengan los estamentos oficiales?
El señor Hardman miraba el papel. Al fin dijo:
—¡Sorprendente! Prefiero soslayar un posible escándalo. Le concedo
carta blanca, monsieur Poirot. Estoy seguro de que será discreto.
Un taxi nos condujo al hotel Carlton, donde Poirot se hizo anunciar a
la condesa Rossakoff. Minutos después nos hallábamos en sus dependencias. La
condesa salió a nuestro encuentro con las manos extendidas, envuelta en un
bello conjunto de dibujos primitivos.
—¡Monsieur Poirot! —exclamó—. ¿Lo ha conseguido? ¿Está ya libre de
acusación el pobre infante?
—Madame la comtesse, su
amigo el señor Parker es inocente.
—¡Es usted un hombrecillo inteligente! ¡Soberbio! Y, además, muy
rápido.
—También he prometido al señor Hardman que las joyas le serán
devueltas hoy.
—¿Ah, sí?
—Madame, le agradecería muchísimo que me las entregase sin demora.
Lamento tener que presionarla, pero me espera un taxi por si es necesario ir a
Scotland Yard. Nosotros los belgas, madame, practicamos ese deporte que se
llama economía.
La condesa había encendido un cigarrillo. Durante unos segundos quedó
inmóvil, soplando anillas de humo, con los ojos fijos en Poirot. Luego estalló
en carcajadas, se puso en pie, se encaminó hasta su secreter, abrió un cajón y
sacó un bolso de seda negro, que echó a Poirot.
El tono de su voz fue suave, y con cierto deje de indiferencia.
—Nosotros los rusos, por el contrario, practicamos la
prodigalidad. Y para esto, desgraciadamente, se
necesita dinero. No es preciso que mire su interior. Están todas.
Poirot se levantó.
—Le felicito, madame, por su inteligencia y prontitud.
—Puesto que le aguarda un taxi, ¿puedo ayudarle...?
—Es usted muy amable, madame. ¿Se queda mucho tiempo en Londres?
—Temo que no, debido a usted.
—Acepte mis excusas.
—¿Nos veremos en otra ocasión?
—Así lo espero.
—Yo no lo deseo —exclamó la condesa riéndose—. El mío es un gran
cumplido; hay muy pocos hombres en el mundo a quienes yo tema. Adiós, monsieur
Poirot.
—Adiós, madame la comtesse. Ah,
disculpe, me olvidaba; permítame que le devuelva su cigarrera.
Y con una inclinación, le entregó la pequeña cigarrera negra de moaré
que habíamos hallado en la caja. La aceptó sin ningún cambio de expresión,
salvo una ceja levantada al murmurar:
—Comprendo.
—¡Vaya mujer! —gritó Poirot entusiasmado mientras descendíamos las
escaleras—. Mon Dieu, quelle femme! ¡Ni una
palabra de protesta, ni una exclamación de protesta! Una mirada, y ya ha sabido
cuál era su situación. Hastings, una mujer que encaja la derrota con una
sonrisa, llega muy lejos. Es peligrosa; tiene los nervios de acero.
Su entusiasmo no le permitió ver dónde pisaba y su tropezón fue más
que aparatoso.
—Será mejor que modere sus ánimos y mire dónde pisa —sugerí—, ¿Cuándo
sospechó de la condesa?
—Mon ami, el guante y la
cigarrera constituían una doble pista demasiado clara. Bernard Parker podía
extraviar una de las dos cosas, pero no ambas. Por otra parte, si alguien
hubiese intentado que las sospechas recayesen sobre Parker, con una sola tenía
suficiente. Eso me llevó a la conclusión de que uno de los dos objetos no era
de él.
»Al principio le supuse dueño de la cigarrera. Ahora bien, tan pronto
supe que el guante era suyo, intuí a quién pertenecía la otra pieza. ¿De quién,
pues, era la cigarrera? Lady Runcorn quedó descartada en el caso, ya que las
iniciales no coincidían. ¿El señor
Johnston? Sólo si utilizaba un nombre falso. Sin
embargo, la entrevista que sostuvimos con su secretario me proporcionó la
evidencia de su situación legal. Luego, el señor Johnston nada tenía que ver
con el asunto.
»¿La condesa, pues? Ella había traído joyas de Rusia, y le bastaba con
sacar las piedras de sus monturas. Realmente hubiera sido muy difícil
reconocerlas luego.
»Nada más fácil para la condesa que apropiarse de uno de los guantes
de Parker, dejados en el vestíbulo aquel día, y olvidárselo en la caja. Claro
es que no tuvo el propósito de abandonar también su propia cigarrera.
—Pero si la cigarrera es suya, ¿por qué tiene las iniciales «B. P.»? Las
suyas son «V. R.».
Poirot se sonrió.
—Exacto, mon ami. Sólo que
en el alfabeto ruso, B es V y P es R.
—¡Oh! ¿No esperaría que yo adivinase eso? No se ruso.
—Ni yo, Hastings. Por esto compré aquel librito... y le sugerí que lo
repasase.
Suspiré, vencido una vez más.
Después de un breve silencio, Poirot continuó:
—¡Una mujer extraordinaria! Tengo un presentimiento, amigo mío. Sí,
presiento que volveré a encontrármela en algún sitio. ¿Dónde? ¡No lo sé!
No hay comentarios:
Publicar un comentario