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jueves, 4 de agosto de 2011

El gato del Brasil Arthur Conan Doyle


El gato del Brasil
Arthur Conan Doyle
Es una desgracia para un joven tener aficiones caras, grandes expectativas de riqueza, parientes aristocráticos, pero sin dinero contante y sonante, y ninguna profesión con que poder ganarlo. El hecho es que mi padre, hombre bondadoso, optimista y jactancioso, tenía una confianza tal en la riqueza y en la benevolencia de su hermano mayor, solterón, lord Southerton, que dio por hecho el que yo, su único hijo, no me vería nunca en la necesidad de ganarme la vida. Se imaginó que, aun en el caso de no existir para mí una vacante en las grandes posesiones de Southerton, encontraría, por lo menos, algún cargo en el servicio diplomático, que sigue siendo espacio cerrado de nuestras clases privilegiadas. Falleció demasiado pronto para comprobar todo lo equivocado de sus cálculos. Ni mi tío ni el estado se dieron por enterados de mi existencia, ni mostraron el menor interés por mi porvenir. Todo lo que me llegaba como recordatorio de ser el heredero de la casa de Otswell y de una de las mayores fortunas del país, eran un par de faisanes de cuando en cuando, o una canastilla de liebres. Mientras tanto, yo me encontré soltero y paseante, viviendo en un departamento de Grosvenor—Mansions, sin más ocupaciones que el tiro de pichón y jugar al polo en Hurlingham. Un mes tras otro fui comprobando que cada vez resultaba más difícil conseguir que los prestamistas me renovasen los pagarés, y obtener más dinero a cuenta de las propiedades que habría de heredar. Vislumbraba la ruina que se me presentaba cada día más clara, más inminente y más completa.
Lo que más vivamente me daba la sensación de mi pobreza era el que, aparte de la gran riqueza de lord Southerton, todos mis restantes parientes tenían una posición desahogada. El más próximo era Everard King, sobrino de mi padre y primo carnal mío, que había llevado en el Brasil una vida aventurera, regresando después a Inglaterra para disfrutar tranquilamente de su fortuna. Nunca supimos de qué manera la había hecho; pero era evidente que poseía mucho dinero, porque compró la finca de Greylands, cerca de Clipton—on—the—Marsh, en Suffolk. Durante su primer año de estancia en Inglaterra no me prestó mayor atención que mi avaricioso tío; pero una buena mañana de primavera, recibí con gran satisfacción y júbilo, una carta en que me invitaba a ir aquel mismo día a su finca para una breve estancia en Greylands Court. Yo esperaba por aquel entonces hacer una visita bastante larga al tribunal de quiebras, o Bankruptcy Court, y esa interrupción me pareció casi providencial. Quizá pudiera salir adelante si me ganaba las simpatías
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de aquel pariente mío desconocido. No podía dejarme por completo en la estacada, si valoraba en algo el honor de la familia. Di orden a mi ayuda de cámara de que dispusiese mi maleta, y aquella misma tarde salí para Clipton—on—the—Marsh.
Después de cambiar de tren a uno corto, en ese empalme de Ipswich, llegué a una estación pequeña y solitaria que se alzaba en una llanura de praderas atravesadas por un río de corriente perezosa, que serpenteaba por entre orillas altas y fangosas, haciéndome comprender que la subida de la marea llegaba hasta allí. No me esperaba ningún coche (más tarde me enteré de que mi telegrama había sufrido retraso) y por eso alquilé uno en el mesón del pueblo. Al cochero, hombre excelente, se le llenaba la boca elogiando a mi primo, y por él me enteré de que el nombre de míster Everard King era de los que merecían ser traídos a cuento en aquella parte del país. Daba fiestas a los niños de la escuela, permitía el libre acceso de los visitantes a su parque, estaba suscrito a muchas obras benéficas y, en una palabra, su filantropía era tan universal que mi cochero sólo se la explicaba con la hipótesis de que mi pariente abrigaba la ambición de ir al parlamento.
La aparición de un ave preciosa que se posó en un poste de telégrafo, al lado de la carretera, apartó mi atención del panegírico que estaba haciendo el cochero. A primera vista me pareció que se trataba de un arrendajo, pero era mayor que ese pájaro y de un plumaje más alegre. El cochero me explicó inmediatamente la presencia del ave diciendo que pertenecía al mismo hombre a cuya finca estábamos a punto de llegar. Por lo visto, una de las aficiones de mi pariente consistía en aclimatar animales exóticos, y se había traído del Brasil una cantidad de aves y de otros animales que estaba tratando de criar en Inglaterra.
Una vez que cruzamos la puerta exterior del parque de Greylands, se nos ofrecieron numerosas pruebas de esa afición suya. Algunos ciervos pequeños y con manchas, un extraño jabalí que, según creo, es conocido con el nombre de pecarí, una oropéndola de plumaje espléndido, algunos ejemplares de armadillos y un extraño animal que caminaba pesadamente y que parecía un tejón sumamente grueso, figuraron entre los animales que distinguí mientras el coche avanzaba por la avenida curva.
Míster Everand King, mi primo desconocido, estaba en persona esperándome en la escalinata de su casa, porque nos vio a lo lejos y supuso que era yo el que llegaba. Era hombre de aspecto muy sencillo y bondadoso, pequeño de estatura y corpulento, de cuarenta y cinco años, quizá, y de cara llena y simpática, atezada por el sol del trópico y plagada de mil arrugas. Vestía traje blanco, al estilo auténtico del cultivador tropical; tenía entre sus labios un cigarro, y en su cabeza un gran sombrero panameño echado hacia atrás. La suya era una figura que asociamos con la visión de una terraza de bungalow, y parecía curiosamente desplazada delante de aquel palacio inglés, grande de tamaño y construido de
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piedra de sillería, con dos alas macizas y columnas estilo Palladio delante de la puerta principal.
¡Mujer, mujer, aquí tenemos a nuestro huésped! —gritó, mirando por encima de su hombro—. ¡Bien venido, bien venido a Greylands! Estoy encantado de conocerte, primo Marshall, y considero como una gran atención el que hayas venido a honrar con tu presencia esta pequeña y adormilada mansión campestre.
Sus maneras no podían ser más cordiales. En seguida me sentí a mis anchas. Pero toda su cordialidad apenas podía compensar la frialdad e incluso grosería de su mujer, es decir, de la mujer alta y ceñuda que acudió a su llamada. Según tengo entendido, era de origen brasileño, aunque hablaba a la perfección el inglés, y yo disculpé sus maneras, atribuyéndolas a su ignorancia de nuestras costumbres. Sin embargo, ni entonces ni después trató de ocultar lo poco que le agradaba mi visita a Greylands Court. Por regla general, sus palabras eran corteses, pero poseía unos ojos negros extraordinariamente expresivos, y en ellos leí con claridad, desde el primer momento, que anhelaba vivamente que yo regresara a Londres.
Sin embargo, mis deudas cran demasiado apremiantes, y los proyectos que yo basaba en mi rico pariente, demasiado vitales para dejar que fracasasen por culpa del mal genio de su mujer. Me despreocupé, por tanto, de su frialdad y le devolví a mi primo la extraordinaria cordialidad con que me había acogido. Él no había ahorrado molestias para procurarme toda clase de comodidades. Mi habitación era encantadora. Me suplicó que le indicase cualquier cosa que pudiera apetecer para estar allí completamente a mi gusto. Tuve en la punta de la lengua contestarle que un cheque en blanco resultaría una ayuda eficaz para que yo me considerara feliz, pero me pareció prematuro en el estado en que se encontraban nuestras relaciones. La cena fue excelente. Cuando de sobremesa, nos sentamos a fumar unos habanos y a tomar el café, que, según me informó, se lo enviaban, seleccionado para él, de su propia plantación, me pareció que todas las alabanzas del cochero estaban justificadas, y que jamás había yo tratado con un hombre más cordial y hospitalario.
Pero, no obstante la simpatía de su temperamento era hombre de firme voluntad y dotado de un genio arrebatado muy característico. Lo pude comprobar a la mañana siguiente. La curiosa animadversión que la señora de mi primo había concebido hacia mí era tan fuerte, que su comportamiento durante el desayuno me resultó casi ofensivo. Pero, una vez que su esposo se retiró de la habitación, ya no hubo lugar a dudas acerca de lo que pretendía, porque me dijo:
—El tren más conveniente del día es el que pasa a las doce y cincuenta minutos.
—Es que yo no pensaba marcharme hoy—le contesté con franqueza, quizá con arrogancia, porque estaba resuelto a no dejarme echar de allí por esa mujer.
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¡Oh, si es usted quien ha de decidirlo...! —dijo ella y dejó cortada la frase, mirándome con una expresión insolente.
—Estoy seguro de que míster Everard King me lo advertiría si yo traspasara su hospitalidad.
—¿Qué significa esto? ¿Qué significa esto?—preguntó una voz, y mi primo entró en la habitación.
Había escuchado mis últimas palabras, y le bastó dirigir una sola mirada a mi cara y a la de su esposa.
Su rostro, regordete y simpático, se revistió en el acto con una expresión de absoluta ferocidad, y dijo:
—¿Me quieres hacer el favor de salir, Marshall?
Diré de paso que mi nombre y apellido son Marshall King.
Mi primo cerró la puerta en cuanto hubo salido, e inmediatamente oí que hablaba a su mujer en voz baja, pero con furor concentrado. Aquella grosera ofensa a la hospitalidad lo había lastimado evidentemente en lo más vivo. A mí no me gusta escuchar de manera subrepticia, y me alejé paseando hasta el prado. De pronto oí a mis espaldas pasos precipitados y vi que se acercaba— la señora con el rostro pálido de emoción y los ojos enrojecidos de tanto llorar.
—Mi marido me ha rogado que le presente mis disculpas, míster Marshall King —dijo, permaneciendo delante de mí con los ojos bajos.
—Por favor, señora, no diga ni una palabra más.
Sus ojos negros me miraron de pronto con pasión:
¡Estúpido! —me dijo con voz sibilante y frenética vehemencia. Luego giró sobre sus tacones y marchó rápida hacia la casa.
La ofensa era tan grave, tan insoportable, que me quedé de una pieza, mirándola con asombro. Seguía en el mismo lugar cuando vino a reunirse conmigo mi anfitrión. Había vuelto a ser el mismo hombre simpático y regordete.
—Creo que mi señora se ha disculpado de sus estúpidas observaciones—me dijo.
¡Sí, sí; lo ha hecho, claro que sí!
Me pasó la mano por el brazo y caminamos de aquí para allá por el prado.
—No debes tomarlo en serio—me explicó—. Me dolería de una manera indecible que acortases tu visita aunque sólo fuera por una hora. La verdad es que no hay
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razón para que entre parientes guardemos ningún secreto: mi buena y querida mujer es increíblemente celosa. Le molesta que alguien, sea hombre o mujer, se interponga un instante entre nosotros. Su ideal es una isla desierta y un eterno diálogo entre los dos. Eso te dará la clave de su conducta, que en este punto, lo reconozco, no anda lejos de una manía. Dime que ya no volverás a pensar en lo sucedido.
—No, no; desde luego que no.
—Pues entonces, prende este cigarro y acompáñame para que veas mi pequeña colección de animales.
Esta inspección nos ocupó toda la tarde, porque allí estaban todas las aves, animales y hasta reptiles que él había importado. Algunos vivían en libertad, otros en jaulas y pocos, encerrados en el edificio. Me habló con entusiasmo de sus éxitos y de sus fracasos, de los nacimientos y de las muertes registradas; gritaba como un escolar entusiasmado cuando, durante nuestro paseo, alzaba las alas del suelo algún espléndido pájaro de colores o cuando algún animal extraño se deslizaba hacia el refugio. Por último, me condujo por un pasillo que arrancaba de una de las alas de la casa. Al final había una pesada puerta que tenía un cierre corredizo, a modo de mirilla; junto a la puerta salía de la pared un manillar de hierro, unido a una rueda y a un tambor. Una reja de fuertes barrotes se extendía de punta a punta del pasillo.
¡Te voy a enseñar la perla de mi colección! —dijo—. Sólo existe en Europa otro ejemplar, desde la muerte del cachorro que había en Rotterdam. Se trata de un gato del Brasil.
—¿Pero en qué se diferencian de los demás gatos?
—Pronto lo vas a ver—me contestó riendo—. ¿Quieres tener la amabilidad de correr la mirilla y mirar hacia el interior?
Así lo hice, y vi una habitación amplia y desocupada, con el suelo enlosado y ventanas de barrotes en la pared del fondo. En el centro de la habitación, tumbado en medio de una luz dorada de sol, estaba acostado un gran animal, del tamaño de un tigre, pero tan negro y lustroso como el ébano. Era, pura y simplemente, un gato negro enorme y muy bien cuidado; estaba recogido sobre sí mismo, calentándose en aquel estanque amarillo de luz tal como lo haría cualquier gato. Era tan flexible, musculoso, agradable y diabólicamente suave, que yo no podía apartar mis ojos de la ventanita.
—¿Verdad que es magnífico?—me dijo mi anfitrión, poseído de entusiasmo.
¡Una maravilla! Jamás he visto animal más espléndido.
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—Hay quienes le dan el nombre de puma negro, pero en realidad no tiene nada de puma. Este animal mío anda por los once pies, desde el hocico hasta la cola. Hace cuatro años era una bolita de pelo negro y fino, con dos ojos amarillos que miraban fijamente. Me lo vendieron como cachorro recién nacido en la región salvaje de la cabecera del río Negro. Mataron a la madre a lanzazos cuando ya había matado a una docena de sus atacantes.
—Según eso, son animales feroces.
—No los hay más traicioneros y sanguinarios en toda la superficie de la tierra. Habla a los indios de las tierras altas de un gato del Brasil y verás como salen corriendo. La caza preferida de estos animales es el hombre. Este ejemplar mío no le ha tomado todavía el sabor a la sangre caliente, pero si llega a hacerlo se convertirá en un animal espantoso. En la actualidad no tolera dentro de su cubil a nadie sino a mí. Ni siquiera su cuidador, Baldwin, se atreve a acercársele. Pero yo soy para él la madre y el padre en una pieza.
Mientras hablaba abrió de pronto la puerta, y con gran asombro mío se deslizó dentro cerrándola inmediatamente a sus espaldas. Al oír su voz, el voluminoso y flexible animal se levantó, bostezó y se frotó cariñosamente la cabeza redonda y negra contra su costado, mientras mi primo le daba golpecitos y le acariciaba.
¡Vamos, Tommy, métete en tu jaula! —le dijo mi primo.
El fenomenal gato se dirigió a un lado de la habitación y se enroscó debajo de unas rejas. Everard King salió, y, agarrando el manillar de hierro al que antes me he referido, empezó a hacerlo girar. A medida que lo accionaba, la reja de barrotes del pasillo empezó a meterse por una rendija que había en el muro y fue a cerrar la parte delantera del espacio enrejado, convirtiéndolo en una verdadera jaula. Cuando estuvo en su sitio, mi primo abrió la puerta otra vez y me invitó a pasar a la habitación, en la que se percibía el olor penetrante y rancio característico de los grandes animales carnívoros.
—Así es como lo tratamos —me dijo Evérard King—. Le dejamos espacio abundante para que vaya y venga por la habitación, pero cuando llega la noche lo encerramos en su jaula. Para darle libertad basta hacer girar el manillar desde el pasillo, y para encerrarlo actuamos como tú acabas de ver. ¡No, no; no se te ocurra hacer eso!
Yo había metido la mano entre los barrotes para palmear el lomo brillante que se alzaba y bajaba con la respiración. Mi primo tiró de mi mano hacia atrás con una expresión de seriedad en el rostro.
—Te aseguro que eso que acabas de hacer es peligroso. No vayas a suponer que
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cualquier otra persona puede tomarse las libertades que yo me tomo con este animal. Es muy exigente en sus amistades. ¿Verdad que sí, Tommy? ¡Ha oído ya que llega el que le trae la comida! ¿No es así, muchacho?
Se oyeron pasos en el corredor enlosado, y el animal saltó sobre sus patas y se puso a caminar de un lado para otro de su estrecha jaula, con los ojos llameantes y la lengua escarlata temblando y agitándose por encima de la blanca línea de sus dientes puntiagudos. Entró un cuidador que traía en una artesilla un trozo de carne cruda y se lo tiró por entre los barrotes. El animal se lanzó con ligereza y lo atrapó, retirándose luego a un rincón; allí, sujetándolo entre sus garras, empezó a destrozarlo a mordiscos, alzando su hocico ensangrentado para mirarnos de cuando en cuando a nosotros. El espectáculo era fascinante, aunque de malignas sugerencias.
—¿Verdad que no puede extrañarte que yo le tenga afición a ese animal? —dijo mi primo, cuando salíamos de la habitación—. Especialmente, si se piensa en que fui yo quien lo crió. No ha sido cosa de broma transportarlo desde el centro de Sudamérica; pero aquí está ya, sano y salvo, y, como te he dicho, es el ejemplar más perfecto que hay en Europa. La dirección del Zoo daría cualquier cosa por tenerlo; pero, la verdad, es que yo no puedo separarme de él. Bueno; creo que ya te he mortificado bastante con mi chifladura, de modo que lo mejor que podemos hacer es seguir el ejemplo de Tommy y marchar a que nos sirvan el almuerzo.
Tan absorto estaba mi pariente de Sudamérica con su parque y sus curiosos ocupantes, que no creí al principio que se interesara por ninguna otra cosa. Sin embargo, pronto comprendí que tenía otros intereses, bastante apremiantes, al ver el gran número de telegramas que recibía. Le llegaban a todas horas y los abría siempre con una expresión de máxima ansiedad y anhelo en su cara. Supuse a veces que se trataba de negocios relacionados con las carreras de caballos, y también de operaciones de Bolsa; pero con toda seguridad que se traía entre manos negocios muy urgentes y muy ajenos a las actividades de las llanuras de Suffolk. En ninguno de los seis días que duró mi visita recibió menos de cuatro telegramas, llegando en ocasiones hasta siete y ocho.
Yo había aprovechado tan perfectamente aquellos seis días que, al transcurrir ese plazo, estaba ya en términos de máxima cordialidad con mi primo. Todas las noches habíamos prolongado la velada hasta muy tarde en el salón de billares. Él me contaba los más extraordinarios relatos de sus aventuras en América; unos relatos tan arriesgados y temerarios, que me costaba trabajo relacionarlos con aquel hombrecito, curtido y regordete que tenía delante... Yo, a mi vez, me aventuré a contarle algunos de mis propios recuerdos de la vida londinense, que le interesaron hasta el punto de prometer venir a Grosvenor Mansions y vivir conmigo. Sentía verdadero anhelo por conocer el aspecto más disoluto de la vida de la gran ciudad
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y, mal está que yo lo diga, no podía desde luego haber elegido un guía más competente. Hasta el último día de mi estancia, no me arriesgué a abordar lo que me preocupaba. Le hablé francamente de mis dificultades pecuniarias y de mi ruina inminente, y le pedí consejo, aunque lo que de él esperaba era algo más sólido. Me escuchó atentamente, dando grandes chupadas a su cigarro, y me dijo por fin:
—Pero tengo entendido que tú eres el heredero de nuestro pariente lord Southerton.
—Tengo toda clase de razones para creerlo, pero jamás ha querido darme nada.
—Sí, ya he oído hablar de su tacañería. Mi pobre Marshall, tu situación ha sido sumamente difícil. A propósito, ¿no has tenido noticias últimamente de la salud de lord Southerton?
—Se está muriendo desde que yo era niño.
—Así es. No ha habido jamás un gozne chirriante como ese hombre. Quizá tu herencia tarde todavía mucho en llegar a tus manos. ¡Válgame Dios!, ¿en qué situación más lamentable te encuentras!
—He llegado a tener alguna esperanza de que tú, conociendo como conoces la realidad, quizá accedieras a adelantarme...
—Ni una palabra más, muchacho —exclamó con la máxima cordialidad—. Esta noche hablaremos del asunto y te prometo hacer todo cuanto esté en mi mano.
No lamenté el que mi visita estuviese llegando a su término, porque es una cosa desagradable el vivir con el convencimiento de que hay en la casa una persona que anhela vivamente que uno se marche. La cara cetrina y los ojos antipáticos de la esposa de mi primo me mostraban cada vez más un odio mayor. Ya no se conducía con grosería activa, porque el miedo a su marido no se lo consentía; pero llevó su insana envidia hasta el extremo de no darse por enterada de mi presencia, de no hablarme nunca y de hacer mi estancia en Greylands todo lo desagradable que pudo. Tan insultantes fueron sus maneras en el transcurso del último día, que, sin duda alguna, me habría marchado inmediatamente, de no mediar la entrevista que había de celebrar con mi primo aquella noche y que yo esperaba me sacara de mi ruinosa situación.
La entrevista se celebró muy tarde, porque mi pariente, que en el transcurso del día recibió más telegramas que de ordinario, se encerró después de la cena en su despacho, y únicamente salió cuando ya todos se habían retirado a dormir. Le oí realizar su ronda como todas las noches, cerrando las puertas y, por último, vino a juntarse conmigo en la sala de billares. Su voluminosa figura estaba envuelta en un batín, y tenía los pies metidos en unas zapatillas rojas turcas sin talones. Tomó asiento en un sillón, se preparó un grog en el que el whiskey superaba al agua, y
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me dijo:
¡Vaya noche la que hace!
En efecto, el viento aullaba y gemía en torno de la casa, y las ventanas de persianas retemblaban y golpeaban como si fueran a ceder hacia adentro. El resplandor amarillo de las lámparas y el aroma de los cigarros parecían, por contraste, más brillante uno y más intenso el otro. Mi anfitrión me dijo:
—Bien, muchacho; disponemos de la casa y de la noche para nosotros solos. Explícame cómo están tus asuntos y yo veré lo que puede hacerse para ponerlos en orden. Me agradaría conocer todos los detalles.
Animado por estas palabras, me lancé a una larga exposición en la que fueron desfilando todos mis proveedores y mis banqueros, desde el dueño de la casa hasta mi ayuda de cámara. Llevaba en el bolsillo algunas notas, ordené los hechos, y creo que hice una exposición muy comercial de mi sistema de vida anticomercial y de mi lamentable situación. Sin embargo, me sentí deprimido al darme cuenta de que la mirada de mi compañero parecía perdida en el vacío, como si su atención estuviese en otra parte. De cuando en cuando lanzaba una observación, pero era tan de compromiso y fuera de lugar, que tuve la seguridad de que no había seguido el conjunto de mi exposición. De cuando en cuando parecía despertar de su ensimismamiento y esforzarse por exhibir algún interés, pidiéndome que repitiese algo o que me explicase más a fondo, pero siempre volvía a recaer en su ensimismamiento. Por último, se puso de pie y tiró a la rejilla de la chimenea la colilla de su cigarro, diciéndome:
—Te voy a decir una cosa, muchacho; yo no tuve jamás buena cabeza para los números, de modo que ya sabrás disculparme. Lo que tienes que hacer es exponerlo todo por escrito y entregarme una nota de la totalidad. Cuando lo vea en negro y blanco lo comprenderé.
La proposición era animadora y le prometí hacerlo.
—Bien, ya es hora de que nos acostemos. Por Júpiter, el reloj del vestíbulo está dando la una.
Por entre el profundo bramido de la tormenta se dejó oír el tintineo del reloj que daba la hora. El viento pasaba rozando la casa con el ímpetu de la corriente de agua de un gran río. Mi anfitrión dijo:
—Antes de acostarme tendré que echar un vistazo a mi gato. Estos ventarrones lo excitan. ¿Quieres venir?
—Desde luego que sí —le contesté.
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—Pues entonces, camina pisando suave y no hables, porque todo el mundo está acostado.
Cruzamos en silencio el vestíbulo iluminado por lámparas y cubierto con alfombras persas, y nos metimos por la puerta que había al final. Reinaba una absoluta oscuridad en el pasillo de piedra, pero mi anfitrión echó mano de una linterna de caballeriza que colgaba de un gancho y la encendió. Como no se veía en el pasillo la reja de barrotes, comprendí que la fiera estaba dentro de su jaula.
¡Entra! —dijo mi pariente, y abrió la puerta.
El profundo gruñido que lanzó el animal cuando entramos, nos demostró que, en efecto, la tormenta lo había irritado. A la vacilante luz de la linterna distinguimos la gran masa negra recogida sobre sí misma en el rincón de su cubil, proyectando una sombra achaparrada y grotesca sobre la pared enjalbegada. Su cola se movía irritada entre la paja.
—El bueno de Tommy no está del mejor humor —dijo Everard King, manteniendo en alto la linterna y mirando hacia donde estaba su gato. ¿No es verdad que da la impresión de un demonio negro? Es preciso que le dé una ligera cena para que se amanse un poco. ¿Querrías sostener un momento la linterna?
La tomé de su mano y él avanzó hacia la puerta y dijo:
—Aquí afuera tiene la despensa. Perdóname un momento.
Salió y la puerta se cerró a sus espaldas con un golpe metálico.
Aquel sonido duro y chasqueante hizo que mi corazón dejase de latir. Se apoderó de mí una súbita oleada de terror. Un confuso barrunto de alguna monstruosa traición me dejó helado. Salté hacia la puerta, pero no había manillar del lado interior.
¡Oye! —grité—. ¡Déjame salir!
¡No pasa nada! ¡No armes escándalo! —me gritó mi primo desde el pasillo—. Tienes la luz encendida.
—Sí; pero no me agrada de modo alguno el estar encerrado y solo de esta manera.
—¿Que no te agrada?—Oí que se reía con risa cordial—.
—No vas a estar mucho tiempo solo.
¡Déjame salir! —repetí, muy irritado—. Te digo que no admito bromas de esta clase.
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—Ésa es precisamente la palabra: broma —me contestó, lanzando otra risa odiosa.
Y de pronto, entre el bramar de la tormenta, oí el chirrido y el gemir del manillar que daba vueltas y el traqueteo de la reja al pasar por la rendija del muro. ¡Santo cielo, estaba poniendo en libertad al gato del Brasil!
A la luz de la linterna vi cómo la reja de barrotes iba retirándose lentamente delante de mí. Había ya una abertura de un pie en su extremidad. Lancé un alarido y agarré el último barrote, tirando de él con toda la energía de un loco. En efecto, yo estaba loco de furor y de espanto. Sostuve por unos momentos el mecanismo, inmovilizándolo. Me di cuenta de que él, por su parte, empujaba con todas sus fuerzas el manillar, y que el sistema de palanca acabaría por sobreponerse a mis fuerzas. Fui cediendo pulgada a pulgada; mis pies resbalaban sobre las losas y en todo ese tiempo yo pedía y suplicaba a aquel monstruo inhumano que me librase de tan terrible muerte. Se lo supliqué por nuestro parentesco. Le recordé que yo era huésped suyo; le pregunté qué daño le había hecho. Él no daba otras respuestas que los empujones y tirones del manillar; con cada uno de ellos, y a pesar de todos mis forcejeos, se iba llevando otro barrote por la rendija de la pared. Aferrándome y tirando con todas mis fuerzas, me vi arrastrado a todo lo largo de la parte delantera de la jaula; por último, con las muñecas doloridas y los dedos desgarrados, renuncié a la lucha inútil. Al soltar el enrejado, éste se retiró totalmente con un golpe seco, y un momento después oí cómo se alejaba por el pasillo el ruido de las pisadas de las zapatillas turcas, que terminó con el chasquido de una puerta lejana cerrada de golpe. Luego reinó el silencio.
El animal no se había movido de su sitio en todo ese tiempo. Permanecía tumbado en el rincón, y su cola había dejado de moverse. Por lo visto lo había llenado de asombro la aparición de un hombre agarrado a los barrotes de su jaula y arrastrado por delante de él dando alaridos. Vi cómo sus ojos enormes me miraban con fijeza. Al aferrarme a los barrotes, había dejado caer la linterna, pero seguía encendida en el suelo y yo hice un movimiento para apoderarme de ella, movido por la idea de que quizá su luz me protegiese. Pero en el instante mismo en que me moví, la fiera dejó escapar un gruñido profundo y amenazador. Me detuve y permanecí en mi sitio temblando de miedo. El gato (si es que puede darse este nombre tan casero a un animal horrible como aquél) estaba a menos de diez pies de mí. Le brillaban los ojos como dos discos de fósforo en la oscuridad. Me aterraban, y, sin embargo, me fascinaban. No podía apartar de esos ojos los míos. En momentos de intensidad tan grande como eran aquéllos para mí, la naturaleza nos hace las más extrañas jugarretas; esos ojos brillantes se encendían y se desvanecían como dos luces que suben y bajan en un ritmo constante. Había momentos en que yo los veía como dos puntos minúsculos de un brillo extraordinario, como dos chispas eléctricas en la negra oscuridad; pero luego se ensanchaban y ensanchaban hasta ocupar con su luz siniestra y movediza tod
por completo.
La fiera había cerrado los ojos. No sé si hay algo de verdad en la vieja idea del dominio que ejerce la mirada del hombre, o si fue porque el enorme gato estaba simplemente amodorrado, lo cierto es que, lejos de mostrar síntomas de querer atacarme, se limitó a apoyar su cabeza negra y sedosa sobre sus terribles garras delanteras y pareció dormirse. Seguí de pie, temiendo moverme y despertarlo otra vez a la vida y a la malignidad. Pero, por último, pude pensar claramente libre ya de la impresión de aquellos ojos ominosos. Estaba encerrado para toda la noche con la fiera feroz. Mi propio instinto, para no referirme a las palabras de aquel miserable calculador que me había hecho caer en esta trampa, me advertía que ese animal era tan salvaje como su amo. ¿Cómo me las arreglaría para mantenerlo en esa situación en que estaba ahora hasta que amaneciera? Era inútil intentar salvarme por la puerta, lo mismo que por las ventanas estrechas y enrejadas. Dentro de la habitación, desnuda y embaldosada, no existía para mí ninguna clase de refugio. Era absurdo que gritara pidiendo socorro. Este cubil era una construcción accesoria, y el pasillo que lo unía a la casa tenía, por lo menos, una largura de cien pies. Además, mientras en el exterior bramase la tormenta, no era probable que nadie oyera mis gritos. Sólo podía confiar en mi propio valor y en mi propio ingenio. De pronto, con una nueva oleada de espanto, mis ojos se posaron en la linterna. Su vela ardía ya a muy poca altura y empezaban a formarse estrías laterales. No tardaría diez minutos en apagarse. Sólo disponía, por tanto, de diez minutos para tomar alguna iniciativa, porque una vez que quedara en la oscuridad y próximo a la fiera espantable, sería incapaz de acción. Ese mismo pensamiento me tenía paralizado. Miré por todas partes con ojos de desesperación dentro de esa cámara mortuoria, y de pronto me fijé en un lugar que parecía prometer, si no salvación, por lo menos un peligro no tan inmediato e inminente como el suelo desnudo.
He dicho que la jaula, además de tener una parte delantera, tenía también una parte superior, que permanecía fija cuando se recogía la delantera a través de la rendija del muro. La parte superior estaba formada por barras separadas entre sí por pocas pulgadas, estando esa separación cubierta con tela de alambre fuerte a su vez, y el todo descansando en las dos extremidades sobre dos fuertes montantes. En ese momento producía la impresión de un gran solio hecho de barras, bajo el cual estaba agazapada en un rincón la fiera. Entre esa parte superior de la jaula y el techo quedaba una especie de estante de unos dos a tres pies de altura. Si yo conseguía subir hasta allí y meterme entre los barrotes y el cielo raso, sólo tenía un lado vulnerable. Estaría a salvo por debajo, por detrás y a cada lado. Únicamente podía ser atacado de frente. Es cierto que por ese lado no tenía protección alguna; pero al menos, me encontraría fuera del camino de la fiera cuando ésta comenzara a pasearse dentro de su cubil. Para llegar hasta mí tendría que salirse de su camino.
Tenía que hacerlo ahora o nunca, porque en cuanto la luz se apagase me resultaría imposible. Hice una profunda inspiración y salté, aferrándome al borde de hierro de la parte superior de la jaula, y me metí, jadeante, en aquel hueco. Al retorcerme quedé con la cara hacia abajo, y me encontré mirando en línea recta a los ojos terribles y las mandíbulas abiertas del gato. Su aliento fétido me daba en la cara lo mismo que una vaharada de vapor de una olla infecta hirviendo.
Me pareció que el animal se mostraba más bien curioso que irritado. Con una ondulación de su lomo largo y negro se levantó, se estiró, y luego, apoyándose en sus patas traseras, con una de las garras delanteras en la pared, levantó la otra y pasó sus uñas por la tela de alambre que yo tenía debajo. Una uña afilada y blanca rasgó mis pantalones —porque no he dicho que estaba con mi traje de smoking— y me abrió un surco en mi rodilla. La fiera no hizo aquello agresivamente, sino más bien como tanteo, porque al lanzar yo un agudo grito de dolor, se dejó caer de nuevo al suelo, saltó luego ágilmente a la habitación, empezó a pasearse con paso rápido alrededor, y de cuando en cuando lanzaba una mirada hacia mí. Yo, por mi parte, me apretujé muy adentro hasta tocar con la espalda la pared, comprimiéndome de manera de ocupar el más pequeño espacio posible. Cuanto más adentro me metía, más difícil iba a serle atacarme.
Parecía irse excitando con sus paseos, y se puso a correr ágilmente y sin ruido por el cubil, cruzando continuamente por debajo de la cama de hierro en que yo estaba tendido. Era un espectáculo maravilloso el de ese cuerpo enorme dando vueltas y vueltas como una sombra, sin que apenas se oyese un ligerísimo tamborileo de las patas aterciopeladas. La vela brillaba con muy poca luz, hasta el punto exacto en que yo podía distinguir al animal. De pronto, después de una última llamarada y chisporroteo se apagó por completo. ¡Me encontraba a solas y en la oscuridad con el gato!
Parece que el saber que uno ha hecho todo lo posible, ayuda a enfrentarse con el peligro. No queda entonces otro recurso que el de esperar con calma el resultado. En mi caso la única posibilidad de salvación estaba en el sitio en que me había refugiado. Me estiré, pues, y permanecí en silencio, sin respirar casi, con la esperanza de que la fiera se olvidara de mi presencia si yo no hacía nada por recordárselo. Calculo que serían las dos de la madrugada. A las cuatro amanecería. Sólo tenía, pues, que esperar dos horas a la luz del día.
En el exterior, la tormenta seguía furiosa y la lluvia azotaba constantemente las pequeñas ventanas. En el interior, la atmósfera fétida y ponzoñosa era insoportable. Yo no veía ni oía al gato. Traté de pensar en otras cosas; pero sólo había una con fuerza suficiente para apartar mi pensamiento de la terrible situación en que me encontraba; la villanía de mi primo, su hipocresía no igualada por nadie, el odio maligno que me profesaba. Un alma de asesino medieval acechaba detrás de
aquella cara simpática. Cuanto más pensaba en ello, más claramente veía toda la astucia con que había preparado el golpe. Por lo visto se había acostado como los demás. Sin duda alguna había preparado sus testigos, para demostrarlo. Después, sin que esos testigos lo advirtiesen, había bajado sigilosamente, me había metido con engaños en el cubil y me había dejado encerrado. La historia que él contaría era por demás sencilla. Yo me había quedado en el salón de billares terminando de fumar mi cigarro. Había bajado por propia iniciativa para echar una última ojeada al gato del Brasil, me había metido en la habitación sin darme cuenta de que la jaula estaba abierta y la fiera había hecho presa de mí. ¿Cómo se le podría demostrar el crimen que había cometido? Quizá hubiese sospechas; pero jamás se obtendrían pruebas.
¡Con qué lentitud transcurrieron aquellas dos horas espantosas! En una ocasión llegó a mis oídos un ruido apagado, raspante, que yo atribuí al lamido del pelo del animal. En varias ocasiones los ojos verdosos me enfocaron brillantes a través de la oscuridad, pero nunca me miraron fijamente, y cada vez fue mayor mi esperanza de que me olvidara o de que no se diese por enterado de mi presencia. Pero llegó un momento en que penetró por las ventanas un asomo de luz; empecé a verlas como dos recuadros grises en la pared negra. Luego los recuadros se volvieron blancos y pude ver de nuevo a mi terrible compañero. ¡Y él también pudo verme a mí, por desgracia!
Comprendí en el acto que la fiera se encontraba de un humor más peligroso y agresivo que cuando dejé de verlo. El frío de la mañana lo había irritado y, además, estaba hambriento. Iba y venía con un gruñido constante y con paso rápido, por el lado de la habitación que estaba más alejado de mi refugio, con los bigotes rizados de furor, y enhiestando y descargando latigazos con la cola. Cuando daba media vuelta al llegar a los ángulos de la pared, alzaba siempre hacia mí los ojos, preñados de espantosas amenazas. Comprendí que se estaba preparando para matarme. Y, sin embargo, hasta en una situación tan crítica yo no podía menos que admirar la elegancia sinuosa de la endiablada alimaña, sus movimientos sin violencia, ondulantes, de suaves curvas, el brillo de su lomo magnífico, el color escarlata palpitante de su lengua lustrosa que colgaba fuera del morro azabache.
El gruñido profundo y amenazador subía y subía de tono, en un crescendo ininterrumpido. Comprendí que había llegado el momento decisivo.
Resultaba lastimoso el esperar una muerte como aquélla en un estado como el que me encontraba: transido, en posición violenta, temblando de frío sobre aquella parrilla de tortura en que estaba tendido con mis ropas ligeras. Me esforcé por reanimarme, por levantar mi alma a una altura superior a esa situación y, al mismo tiempo, con la lucidez cerebral propia de un hombre que se ve perdido, miré por todas partes buscando algún medio posible de salvación. Una cosa era evidente
para mí: si fuese posible hacer retroceder a su posición anterior la reja delantera de la jaula, podía encontrar detrás de ella un refugio seguro. ¿Sería yo capaz de volverla a su sitio? Apenas me atrevía a moverme, por temor a que la fiera saltara sobre mí. Lenta, lentísimamente, alargué la mano hasta aferrar con ella el barrote último de la reja, que sobresalía de la rendija del muro exterior. Con gran sorpresa mía, cedió fácilmente al tirón que le di. Como es natural, la dificultad de tirar hacia dentro era producida por el hecho de que yo estaba como pegado a ella, sin poder hacer juego con el cuerpo. Di otro tirón y la reja avanzó tres pulgadas más. Por lo visto, funcionaba sobre ruedas. Volví a tirar... ¡y en ese instante saltó el gato!
La cosa fue tan rápida, tan súbita, que no me di cuenta de cómo había ocurrido. Oí el salvaje rechinar de dientes, y un instante después, la llamarada de los ojos amarillos, la negra cabeza achatada con su lengua roja y centelleantes colmillos, estuvo al alcance de mi mano. El proyectil viviente hizo vibrar con su choque los barrotes en que yo estaba tendido, hasta el punto de que pensé que se venían abajo (si es que en aquel instante podía yo pensar en algo). El gato se balanceó allí un instante, tratando de afianzarse en el borde del enrejado con las patas traseras, quedando su cabeza y sus garras delanteras muy cerca de mí. Oí el chirrido raspante de las uñas en la tela metálica, y sentí en mi cara el nauseabundo aliento de la fiera, que había calculado mal el salto. No pudo sostenerse en aquella postura. Despacio, enseñando furiosa los dientes y arañando con desesperación los barrotes, perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo. Pero se volvió al instante con un gruñido hacia mí y se agazapó para dar otra vez el salto.
Comprendí que se iba a decidir en unos momentos mi destino. El animal había aprendido la lección y ya no calcularía mal. Era preciso que yo actuara con rapidez y sin temor alguno si quería tener alguna posibilidad de conservar la vida. Me tracé un plan. Me despojé del smoking y se lo tiré a la fiera encima de la cabeza. Simultáneamente me dejé caer al suelo y agarré la primera barra de la reja delantera y tiré con frenesí hacia adentro.
Respondió a mi esfuerzo con una facilidad mucho mayor de la que yo esperaba. Crucé la habitación arrastrándola conmigo; pero la posición en que me encontraba al realizar ese avance, me obligó a quedar del lado exterior de la reja. Si hubiese quedado del lado interior, tal vez hubiese salido sin un rasguño. Pero tuve que detenerme un instante para tratar de meterme por la abertura que yo había dejado. Bastó ese instante para dar tiempo a la fiera de desembarazarse del smoking con que la había cegado y para lanzarse sobre mí. Me precipité en el interior de la jaula por la abertura y empujé la reja hasta el final; pero el gato cogió mi pierna antes que yo pudiera meterla dentro por completo. Un golpe de su enorme garra me arrancó la pantorrilla lo mismo que un cepillo arranca una viruta de madera. Un instante después, desangrándome y a punto de desmayarme, estaba tendido entre la
maloliente cama de paja, y separado de la fiera por aquellas rejas amigas contra las que se lanzaba con loco frenesí.
Demasiado gravemente herido para moverme, y demasiado desmayado para experimentar la sensación del miedo, no pude hacer otra cosa que permanecer tumbado, más muerto que vivo, viendo el espectáculo. El gato apretaba contra los barrotes el pecho negro y ancho, y buscaba atacarme con las uñas ganchudas de sus garras, tal como he visto hacer a un gato delante de una trampa de alambre para ratoncitos. Me arrancaba trozos de la ropa; pero por más que se estiraba, no conseguía asirme. He oído hablar de que las heridas producidas por los grandes animales carnívoros ocasionan una curiosa sensación de embotamiento. En efecto, estaba escrito que yo también lo experimentaría, porque perdí toda conciencia de mi personalidad, y la perspectiva del posible fracaso o éxito de aquel animal me producía el mismo efecto de indiferencia que sí yo estuviera contemplando un juego inofensivo. Después, mi cerebro fue alejándose de una manera insensible hasta la región de los sueños confusos en los que penetraban una y otra vez la negra cara y la roja lengua. Por ese camino me perdí en el nirvana del delirio, en el que encuentran alivio bendito todos aquellos que han llegado a un punto excesivo de sufrimiento.
Tratando posteriormente de rehacer el curso de los acontecimientos, llego a la conclusión de que debí permanecer insensible por espacio de dos horas, más o menos. Lo que me volvió una vez más en mí fue ese vivo chasquido metálico con el que se había iniciado mi terrible experiencia. Era que alguien había hecho retroceder la cerradura automática. A continuación, antes aun de que mis sentidos estuviesen lo suficientemente despiertos para comprender lo que veían, me di cuenta de que en la puerta abierta y mirando hacia el interior estaba la cara regordeta y de simpática expresión de mi primo. Sin duda alguna que el espectáculo que se le ofreció lo dejó atónito. El gato se hallaba agazapado en el suelo. Yo estaba tumbado de espaldas dentro de la jaula, en mangas de camisa, con las perneras de los pantalones desgarradas y rodeado de un gran charco de sangre. En este momento me parece estar viendo su cara de asombro iluminada por los rayos del sol matinal. Miró hacia mí una y otra vez. Luego cerró la puerta a sus espaldas y se adelantó hacia la jaula para ver si yo estaba realmente muerto.
No puedo intentar describir lo que ocurrió, porque no me hallaba en un estado como para testificar o escribir el relato de la escena. Lo único que puedo decir es que tuve conciencia súbita de que retiraba su rostro del mío y de que volvía a mirar a la bestia.
¡Vamos, querido Tommy! ¡Formalidad, querido Tommy! —gritó.
Luego se aproximó a los barrotes de la jaula, vuelto de espaldas hacia mí todavía, 
bramó:
¡Quieto, estúpido animal! ¡Quieto, te digo! ¿Es que no conoces a tu amo?
Aunque mi cerebro estaba como atontado, me vinieron súbitamente al recuerdo las palabras que me había dicho ese hombre, de que el regusto de sangre enfurecía al gato, convirtiéndolo en un demonio. Era mi sangre la que había paladeado; pero el amo iba ahora a pagar el precio de ella.
¡Apártate! —chilló—. ¡Apártate, demonio! ¡Baldwin! ¡Baldwin! ¡Oh, santo Dios!
Le oí luego caer, levantarse y volver a caer, con ruido de saco que se desgarra. Sus alaridos fueron debilitándose hasta quedar ahogados por el gruñido lacerante. Luego, cuando yo pensaba que había muerto, vi como en una pesadilla una figura ciega, hecha jirones, empapada en sangre, que corría alocada por la habitación... y ésa fue la última visión que tuve de ese hombre antes de volver a perder el conocimiento.
Tardé muchos meses en sanar; a decir verdad, no puedo decir que haya sanado todavía ni que sanaré, porque tendré que usar hasta el fin de mis días un bastón, como recuerdo de la noche que pasé con el gato del Brasil. Cuando Baldwin, el cuidador, y los demás criados acudieron a los gritos de agonía que lanzaba su amo, no pudieron contar lo que había ocurrido porque a mí me encontraron dentro de la jaula, y los restos mortales de su amo, o lo que más tarde pudieron comprobar que eran sus despojos los tenía entre sus garras la fiera que él había criado. La ahuyentaron con hierros al rojo y, por último la mataron a tiros por la ventanita de la puerta. Sólo entonces pudieron extraerme de allí. Me condujeron a mi dormitorio donde permanecí entre la vida y la muerte durante varias semanas, bajo el techo del que quiso asesinarme. Enviaron en busca de un cirujano a Clipton, e hicieron venir de Londres una enfermera. Al cabo de un mes estuve en condiciones de que me llevasen hasta la estación, y luego a mis habitaciones de Grosvenor Mansions.
Conservo de mi enfermedad un recuerdo que bien pudiera pertenecer al panorama constantemente variable creado por mi cerebro febril, si no se hubiera grabado en mi memoria de una manera tan permanente. Cierta noche, estando ausente la enfermera, se abrió la puerta de mi habitación, y una mujer alta y completamente enlutada se deslizó dentro. Se acercó hasta mi cama. e inclinó su cara cetrina hacia mí; al débil resplandor de la lamparilla vi que era la brasileña con la que mi primo estaba casado. Me miró fijamente a la cara, con una expresión mucho más amable de la que yo había conocido, y me preguntó:
—¿Está usted en sí?
Contesté con una leve inclinación de cabeza, porque me sentía aún muy débil.
—Bien, pues, quería decirle que únicamente debe usted culparse a usted mismo de lo ocurrido. ¿No hice yo cuanto pude en su favor? Traté desde el primer momento de alejarlo de esta casa. Me esforcé por librarlo de él, recurriendo a todos los medios, menos al de traicionar al que era mi esposo. Yo sabía que él tenía motivo para atraerlo a esta casa, y que no lo dejaría salir de aquí con vida. Nadie conoció a ese hombre como yo, que tanto he sufrido con él. No me atreví a decirle todo esto. Me habría matado. Pero hice cuanto pude por usted. A fin de cuentas, ha sido para mí el mejor amigo que he tenido. Me ha devuelto mi libertad, cuando yo creía que sólo la muerte era capaz de traérmela. Lamento sus heridas, pero ningún reproche puede hacerme. Le dije que era usted un estúpido y, en efecto, lo ha sido.
Aquella mujer extraña y amargada se deslizó fuera de la habitación, estando escrito que no la volvería a ver jamás. Regresó a su país de origen con lo que le quedó de las riquezas de su esposo, y según noticias recibidas posteriormente, tomó el velo en Pernambuco.
Hasta pasado algún tiempo de mi regreso a Londres los médicos no dictaminaron que me encontraba en condiciones de atender mis asuntos. Esa clase de autorización no me hizo al comienzo muy feliz porque temía que sirviera de señal a un asalto en masa de mis acreedores; sin embargo, quien primero la aprovechó fue mi abogado Summers.
—Me alegra muchísimo que su señoría se encuentre tan mejorado —me dijo—. Llevo esperando mucho tiempo para presentarle mis felicitaciones.
—¿Qué quiere usted decir con eso, Summers? La cosa no está para bromas.
—Quise decir y digo —me contestó— que desde hace seis semanas es usted lord Southerton, pero no se lo hemos dicho por temor a que la noticia retrasase el curso de su recuperación.
¡Lord Southerton, es decir, uno de los pares más ricos de Inglaterra! No podía creer lo que oía. Y de pronto pensé en el plazo que había transcurrido y en que coincidía con el que yo llevaba herido.
—Según eso, lord Southerton debió fallecer, más o menos, por el tiempo en que yo resulté herido.
—Una y otra cosa ocurrieron el mismo día.
Summers me miraba fijamente al hablar, y yo estoy convencido de que había adivinado la verdadera situación, porque era hombre muy perspicaz. Calló un
momento, como si esperara de mí una confidencia; pero yo no creí que se adelantase nada dando aires a semejante escándalo familiar. Entonces él prosiguió, con la misma expresión de quien lo adivina toda:
—Sí, es una coincidencia por demás curiosa. Supongo que sabrá usted que el heredero inmediato de la fortuna era su primo Everard King. Si ese tigre lo hubiese destrozado a usted, y no a él, vuestro primo sería en este momento lord Southerton.
—Desde luego—le contesté.
¡Con cuánta pasión lo anhelaba! —dijo Summers—. He sabido casualmente que el ayuda de cámara del difunto lord Southerton estaba a sueldo de Everard King, y que le enviaba telegramas con intervalos de pocas horas para informarle del estado de salud de su amo. Esto ocurría, más o menos, por el tiempo en que usted estuvo de visita en su finca. ¿No le resulta extraño que tuviese tanto interés en estar bien informado, no siendo, como no era, el heredero inmediato?
—Sí que es muy extraño —le contesté—. Y ahora, Summers, tráigame las facturas de mis deudas y un nuevo talonario de cheques, para que empecemos a poner las cosas en orden.













EL EXPERIMENTO DEL DR. KLEINPLATZ ARTHUR CONAN DOYLE





EL EXPERIMENTO DEL DR. KLEINPLATZ
ARTHUR CONAN DOYLE
De todas las ciencias, una interesaba especialmente al erudito profesor Von Baumgarten. Era la que se conecta con la psicología y las relaciones entre mente y materia. El profesor era un famoso anatomista, gran químico y uno de los más renombrados fisiólogos de Europa. Pero se sentía aliviado alejándose de esos temas y dedicando sus grandes conocimientos al estudio del alma y las relaciones misteriosas de los espíritus. Era muy joven cuando empezó sus estudios sobre hipnotismo. En esa época, su mente parecía vagar por lugares extraños donde lo único que había era caos y oscuridad. Sólo muy pocas veces algún gran suceso inexplicable y desconectado aparecía aquí y allá.
Pero a medida que pasaban los años, aumentaba el valioso caudal de conocimientos del profesor. El conocimiento siempre da más conocimiento, del mismo modo que el dinero da más interés. Y el profesor comenzó a notar que lo que antes le había parecido asombroso o extraño, ahora podía ser interpretado de forma distinta. Empezó a familiarizarse con una nueva clase de razonamientos y pudo descubrir conexiones en cosas que antes le habían parecido incomprensibles y sorprendentes. A través de veinte años, realizó experimentos y recolectó muchos datos. Tenía la ambición de crear una nueva ciencia exacta que incluyera al hipnotismo, espiritismo y otros temas relacionados. Lo ayudó mucho su profundo conocimiento de las partes más complicadas de la fisiología animal, las que tratan de las corrientes nerviosas y de cómo trabaja el cerebro. Alexis von Baumgarten era profesor de Fisiología en la Universidad de Keinplatz y tenía a disposición de sus investigaciones todo el laboratorio de la universidad.
El profesor Von Baumgarten era alto y flaco, de rostro delgado y ojos color gris acerado, y una mirada especialmente brillante y profunda. Tenía arrugas en la frente de tanto pensar, y las espesas cejas contraídas. Parecía estar siempre frunciendo el ceño, lo que engañaba a la gente con respecto a su carácter, que era serio pero amable. Entre los estudiantes era muy popular. Acostumbraban a reunirse alrededor de él después de cada una de sus clases y lo escuchaban atentamente mientras exponía sus extrañas teorías. Muchas veces buscaba entre ellos voluntarios para realizar algún experimento. En conclusión: no había joven de su clase que no hubiera participado más de una vez en los trances hipnóticos que les había provocado su profesor.
Entre todos esos jóvenes tan apasionados de esa ciencia, no había ninguno tan entusiasta como Fritz von Hartmann. En más de una ocasión, algunos de sus compañeros de estudio se habían preguntado con extrañeza por qué el intrépido e impulsivo Fritz, uno de los más irreflexivos jóvenes de la universidad, dedicaba su tiempo y esfuerzo a estudiar temas tan complicados y a ayudar al profesor en sus particulares experimentos. En realidad, Fritz era un joven inteligente y muy hábil. Se había enamorado hacía muchos meses de Elisa, la hija del profesor, de ojos azules y cabello dorado. La joven le había hecho saber que él no le era indiferente, pero no se atrevía a aparecer frente a la familia como un pretendiente formal. Le hubiera sido muy difícil ver a la muchacha de
no haberse hecho imprescindible para el profesor. Éste lo llamaba frecuentemente a su casa, y el joven iba y se sometía de buena gana a cualquier tipo de experimento con tal de recibir a cambio una mirada especialmente cálida de Elisa, o el roce de su pequeña mano.
Fritz von Hartmann era un joven bastante apuesto. Su familia poseía una buena cantidad de tierras que cuando su padre muriera, pasaría a él. Era para muchos lo que comúnmente se considera un buen partido. Pero no era bien visto por la esposa del profesor. La mujer ponía mala cara cada vez que lo encontraba en su casa y sermoneaba al profesor por permitir que un lobo de esa clase rondara cerca de su ovejita. La verdad es que Fritz tenía mala fama. No había duelo, desorden o alboroto de los que el joven no formara parte, y en el que no fuera uno de los cabecillas.
Nadie tenía peor lenguaje ni era más violento. Nadie bebía más, nadie jugaba a las cartas más frecuentemente. Y nadie era más haragán. Por eso era entendible ver que la buena señora Von Baumgarten protegiera a su hija bajo el ala y se quejara de las atenciones de un personaje de esa clase. Pero el profesor estaba demasiado enfrascado en sus extraños estudios como para reflexionar sobre el asunto y elaborar alguna opinión, favorable o desfavorable, sobre la cercanía del joven. Desde hacía varios años, al profesor lo obsesionaba un tema que se repetía constantemente en sus pensamientos.
Todos sus experimentos y teorías giraban sobre ese punto. Cien veces por día se preguntaba si sería factible que un espíritu humano existiese separado de su cuerpo durante un tiempo y que después volviese a él. La primera vez que se le ocurrió esta posibilidad, su mente científica la rechazó. Chocaba mucho con ideas anteriores y prejuicios científicos. Pero poco a poco empezó a avanzar más y más por el camino de la investigación, y su pensamiento rechazó todas las antiguas trabas. Era posible que la mente existiera lejos de la materia. Había muchas cosas que le hacían pensar así. Se le ocurrió que la cuestión podía resolver- se definitivamente mediante un experimento audaz y original. Sorprendió al mundo científico con un famoso artículo sobre las entidades invisibles.
En ese artículo decía: "En condiciones especiales, es evidente que el alma o mente se separa sola del cuerpo. Así sucede con las personas hipnotizadas: el cuerpo queda en estado cataléptico, pero el espíritu lo ha abandonado. Tal vez me contestarán que el alma se encuentra ahí, pero durmiendo. Responderé que no, si no ¿cómo explicaríamos la clarividencia? La clarividencia ha sido desacreditada por falsos y fraudulentos adivinos, pero su realidad puede ser demostrada con facilidad. Lo comprobé yo mismo, usando a una persona sensitiva.
Esa persona me dijo detalladamente lo que sucedía en una habitación de otra casa. ¿Cómo explicarán eso? Sólo se explica aceptando que el alma ha abandonado al cuerpo y está vagando por el espacio. No podemos ver esas idas y vueltas porque el espíritu es invisible. Pero podemos ver los efectos en el cuerpo del sujeto, tanto rígido e inanimado, como tratando de narrar sensaciones que nunca hubieran podido llegar a él por medios naturales. Sólo se me ocurre una forma de demostrar este hecho. Y es la siguiente: nosotros somos seres carnales, incapaces de ver espíritus, pero nuestros propios espíritus pueden ser separados de nuestro cuerpo y darse cuenta de la presencia de los otros. Mi intención es hipnotizar a uno de mis discípulos. Luego yo me hipnotizaré a mí mismo. Utilizaré un método que ya puse a prueba antes y que me
resulta fácil. Si mi teoría es cierta, mi espíritu podrá encontrar el espíritu de mi alumno y comunicarse con él sin dificultad puesto que los dos estaremos separados de nuestros cuerpos. Trataré de comunicar el resultado de esta experiencia en el próximo número de éste periódico".
El profesor cumplió con su promesa y publicó un informe sobre lo que había ocurrido. La historia era tan extraordinaria que en general fue recibida con incredulidad. En algunos periódicos que comentaron este artículo el tono era tan ofensivo, que el profesor se enojó. Dijo que nunca más volvería a tocar ese tema y fue escrupulosamente fiel a su palabra. Pero este relato fue reunido aquí recurriendo a las más auténticas fuentes y los hechos citados son esencialmente ciertos.
Sucedió de esta manera. Fue poco tiempo después de que al profesor Von Baumgarten se le ocurriera la idea del experimento. Estaba caminando hacia su casa, abstraído en sus pensamientos después de un largo día de laboratorio. Fue cuando se cruzó con un nutrido grupo de estudiantes alborotadores que acaban de salir de un bar. El cabecilla, medio borracho y escandaloso, era Fritz von Hartmann. El profesor pasó junto a ellos y siguió de largo, pero el joven Fritz lo interceptó: -¡Mi respetado maestro! -dijo tirándole de la manga y acercándolo a él-. Tengo que decirle algo y ahora es el mejor momento porque tengo una buena cerveza zumbando en mi cabeza.
-¿Qué desea, Fritz? -preguntó el profesor con sorpresa. -Escuché decir que está a punto de realizar un nuevo experimento, un experimento prodigioso por el que retirará un alma del cuerpo y luego se la devolverá. -Es cierto. -¿Y quién querrá prestarse a ese experimento? ¿Y si el alma sale y después no quiere volver? Sería un gran problema. ¿Quién se animaría a correr semejante riesgo? -Pero, Fritz -exclamó el sorprendido profesor-. Esperaba que colaborara usted conmigo. No me va a dejar solo en este intento. Piense en su gloria futura. -¡De ninguna manera! -gritó enojado el estudiante-. ¡Siempre estuve dispuesto a realizar sus experimentos! ¿No estuve dos horas sobre un aislador de vidrio mientras usted descargaba electricidad en mi cuerpo? ¿No me estropeó la digestión con una corriente galvánica en el estómago mientras estimulaba mis nervios frénicos? ¿Cuántas veces me hipnotizó? ¿Y qué obtuve a cambio? Nada. Y ahora quiere sacarme el alma como si fuera el engranaje de un reloj. ¡Esto es demasiado! -iOh querido muchacho! -dijo el profesor muy afligido-. Todo lo que ha dicho es cierto. Nunca me había detenido a pensarlo. ¿Puedo hacer algo para recompensarle? Lo que me pida; estoy dispuesto a ello. Fritz, muy seriamente, contestó: -Lo ayudaré si me promete que después de este experimento me dará la mano de su hija. Ésas son mis condiciones. Si no, no quiero saber nada de todo esto.
El profesor, asombrado, permaneció en silencio. Luego dijo: -¿Y qué dirá mi hija sobre su pedido? -Elisa estará contenta. Hace tiempo que nos queremos. -Entonces -dijo el profesor con convicción- le concederé su mano. Usted es un joven de buen corazón y uno de los mejores neuróticos que conocí en mi vida...cuando no está bajo la influencia del alcohol. Tengo programado mi experimento para el cuatro del mes próximo. Venga al laboratorio fisiológico a las doce en punto. Será un gran momento. Los científicos más importantes de Alemania vendrán a vernos. -Seré puntual -contestó el estudiante. Los dos hombres se fueron cada uno por su lado. El profesor caminó lentamente hacia su casa, pensando en el gran evento que pronto iba a protagonizar. El joven siguió la juerga con sus compañeros pensando en los ojos azules de Elisa y en el trato que había hecho con su padre.
No había exagerado el profesor al hablar del interés que había provocado su nuevo experimento. Una constelación de talentosos hombres de ciencia había llenado la habitación mucho antes de la hora anunciada. Habían venido grandes eminencias del espiritismo y un especialista muy famoso en centros cerebrales. Todos habían recorrido grandes distancias y estaban entusiasmados y atentos. Cuando aparecieron el profesor Von Baumgarten y su alumno sobre el estrado, sonaron enormes aplausos. El profesor explicó en pocas palabras en qué consistía la comprobación que iba a llevar a cabo y cuáles eran sus objetivos. -Hipnotizaré al joven aquí presente -dijo el sabio- y luego yo mismo me pondré en trance. Aunque nuestros cuerpos estarán inmóviles, espero que nuestros espíritus puedan encontrarse. Al cabo de un tiempo, todo volverá a su curso normal. Nuestros espíritus regresarán a sus cuerpos y las cosas serán como siempre han sido. Con su permiso, procederemos a efectuar la prueba.
Se reanudaron los aplausos y el público buscó el mejor lugar para observar en respetuoso silencioso. El profesor hipnotizó al joven con apenas unos rápidos pases. El muchacho cayó inerte sobre su silla. Estaba rígido y pálido. Entonces, el profesor tomó una brillante bola de cristal del bolsillo y concentró la mirada en ella. Efectuó un esfuerzo mental y logró hipnotizarse a sí mismo. Se escuchó un extraño e impresionante suspiro en la audiencia que contemplaba al joven y al viejo en suspensión vital. ¿Dónde estarían ahora sus almas? ¿Dónde habrían ido? Ésas eran las preguntas que se hacían todos los espectadores.
Pasaron cinco minutos, luego diez, luego quince y luego otros quince. El profesor y su discípulo continuaban sentados, rígidos e inmóviles sobre el estrado. Durante ese tiempo no se oyó el mínimo sonido entre los sabios reunidos. Todas las miradas estaban clavadas en los dos rostros pálidos, buscando las primeras señales de conciencia. Tuvo que pasar una hora para que la paciencia de los espectadores tuviera su recompensa. Se colorearon ligeramente las mejillas del profesor Von Baumgarten. El alma estaba regresando a su residencia terrenal. De pronto, como si estuviera despertando de un sueño, el profesor estiró sus brazos largos y delgados. Se frotó los ojos y levantándose de su silla miró hacia todos lados, como si le costara darse cuenta del lugar y la situación en que se encontraba. Con gran sorpresa y disgusto de la mayor parte del público, el profesor lanzó una terrible maldición. A continuación preguntó: -¿Dónde demonios estoy? ¿Qué infiernos ocurrió? ¡Pero si ya recuerdo! Estoy en un absurdo experimento hipnótico. Pero puedo asegurarles que esta vez no tuvo éxito porque no recuerdo nada de nada desde que quedé inconsciente. Hicieron un largo viaje para nada mis distinguidos sabios amigos. Todo esto sólo ha sido una broma muy graciosa.
Mientras decía esto, el profesor reía a carcajadas y se golpeaba los muslos. El publico se sintió terriblemente agredido por este comportamiento increíble La cosa hubiera terminando muy mal si no hubiera intervenido el joven Fritz von Hartmann. Acababa de recobrar sus sentidos y se había puesto de pie. Avanzando hacia el público dijo: -Tengo que pedir disculpas por la conducta de este hombre. Si bien pudo parecerles serio al principio del experimento, es un muchacho muy atolondrado. Todavía está bajo los efectos de la reacción hipnótica. No lo podemos culpar entonces, por sus pobres palabras. Ahora, si hablamos del experimento, yo no creo que haya fallado. Existe la posibilidad de que nuestros espíritus se hayan comunicado en el espacio. Lamentablemente, nuestra memoria corporal es burda, muy distinta de la de nuestro espíritu. Tal vez por eso no podamos recordar lo ocurrido. De ahora en más pondré todas mis energías en crear algún medio por el cual los espíritus puedan recordar lo que
les ocurre cuando vuelan libremente. Cuando lo haya logrado, espero poder tener el honor de reunir a este respetable público de nuevo, otra vez en esta sala, y demostrarles el resultado. Este comentario causó una gran sorpresa entre los asistentes. Especialmente por haberlo expresado un estudiante tan joven. Algunos sabios se sintieron ofendidos, pensaban que el joven se daba aires de importancia que en realidad no le correspondían.
Pero en su mayoría, el público lo consideró una futura promesa de la ciencia. Y no pudieron dejar de hacer comparaciones entre su conducta, tan digna, y la del profesor, que durante la explicación del joven no dejaba de reírse a carcajada limpia desde un rincón, sin preocuparse por el fracaso de su prueba.
A pesar de que todos aquellos hombres eminentes habían dejado la sala con la sensación de que no habían visto nada para tener en cuenta, había sucedido antes sus ojos uno de los hechos más maravillosos de toda la historia del mundo. La teoría del profesor Von Baumgarten de que su espíritu y el de su alumno se habían alejado de su cuerpo durante el experimento, era totalmente correcta. Pero una extraña e inesperada complicación se había producido. Al regresar, el espíritu de Fritz von Hartmann se había introducido en el cuerpo de Alexis von Baumgarten y el de Alexis von Baumgarten en el cuerpo de Fritz von Hartmann. Eso explicaba las palabras superficiales y torpes que había pronunciado el profesor, y las elogiables y serias frases que había dicho el atolondrado estudiante. Era un hecho sin precedentes, pero nadie se había dado cuenta, ni siquiera los propios involucrados.
El cuerpo del profesor sintió de repente que tenía la garganta seca. Todavía seguía riéndose del experimento cuando salió a la calle, porque el alma de Fritz se alegraba internamente de haber ganado a su novia sin ningún esfuerzo especial. Lo primero que pensó fue ir a verla, pero frenó su impulso. Pensó que debía darle tiempo al profesor Von Baumgarten de informarle a su esposa el trato que habían realizado. Así que se dirigió a la cervecería, uno de los lugares preferidos de los estudiantes. Mientras caminaba hacia el lugar donde esperaba apagar su sed, agitaba ruidosamente el bastón en el aire. Sin dudar un instante, buscó la salita reservada donde ya se habían acomodado más de media docena de sus compañeros más alegres.
-¡Sabía que los encontraría aquí! ¡Bravo! Terminen sus bebidas y pidan lo que quieran que hoy invito yo. Los estudiantes no se hubieran sentido más sorprendidos si el hombrecito verde que estaba pintado en el cartel de la cervecería que colgaba sobre la puerta hubiera bajado repentinamente y entrado al salón exigiendo una botella de cerveza. No podían creer en la inesperada llegada del respetable profesor. Durante un minuto o dos, la sorpresa no les permitió reaccionar y se quedaron en silencio, sin ser capaces de responder a la invitación.
De pronto el profesor maldijo y resopló preguntando: -¿Qué demonios les pasa? ¿Por qué se quedan mirándome como cerdos enamorados? ¿Sucede algo especial? -Es que esta invitación es un honor... -pudo tartamudear uno de sus alumnos. -¡Pero qué honor ni honor! -respondió enojado el profesor-. ¿Piensan que porque hice una exhibición de hipnotismo frente a un montón de fósiles me voy a sentir tan orgulloso? ¿Y que no voy a querer unirme a mis viejos y queridos amigos? ¿Por qué no me alcanzan una silla? Creo que ya es hora de que presida esta reunión. ¿Qué quieren tomar? Pidan lo que quieran y que lo anoten en mi cuenta.
No se recuerda en aquella cervecería ninguna otra tarde como aquélla. Alegremente iban de aquí para allá las espumosas jarras de cerveza y la verdes botellas de vino del Rin. Poco a poco los estudiantes perdieron la timidez que al principio les producía la presencia de su profesor. Especialmente al verlo cantar y regir. Y no fue lo único especial que hizo. También mantuvo en equilibrio sobre su nariz una pipa muy larga y apostó que ganaría en una carrera de cien metros contra cualquier miembro del grupo que se atreviera a correr junto a él. Del otro lado de la puerta, el propietario de la cervecería y la camarera murmuraban sorprendidos frente a la increíble conducta del ilustre profesor. Mucho más tuvieron para murmurar después, cuando el distinguido caballero le dio al propietario una palmada y besó a la camarera detrás de la puerta de la cocina. -Caballeros -dijo el profesor mientras se ponía de pie, balanceándose ligeramente-. Creo que debo explicarles la causa de esta celebración.
¡Que hable, que hable, que hable! -gritaron los estudiantes golpeando sus vasos contra la mesa. -Amigos míos, debo comunicarles que voy a casarme muy pronto. Por lo menos, eso espero -dijo el profesor con los ojos brillándole a través de los lentes. Un estudiante, un poco más atrevido que los demás, preguntó: -¡Casarse! Pero, ¿falleció la señora? -¿Qué señora? -¿Y qué señora va a ser? La señora Von Baumgarten, por supuesto. -Ah -dijo riendo el profesor. Veo que ya saben todo lo mío... No, no murió. Pero estoy seguro que no se opondrá a mi casamiento. -¡Qué considerado de su parte! -dijo un joven. -En realidad -dijo el profesor- espero que acepte esta situación y me ayude a congraciarme con mi futura esposa. Es cierto que la señora y yo nunca nos hemos llevado muy bien, pero ahora espero que todo eso haya pasado y que cuando me case venga a vivir con nosotros. -¡Seguramente se convertirán en una familia muy feliz! - comentó alguien. -Así lo espero. ¡Y me gustaría que todos ustedes asistieran a la boda! ¡No haré nombres pero pido ahora un brindis por mi futura esposa ! -¡A su salud! ¡Por la futura esposa! -clamaron los estudiantes con grandes carcajadas. Y así continuó la fiesta, alegre y tumultuosa, en la que todos seguían el ejemplo del profesor y bebían y brindaban por la mujer de su corazón. Al mismo tiempo en que se realizaba esta festiva reunión, en otro lugar se sucedía una escena muy diferente. El joven Fritz von Hartmann, con una actitud solemne y reservada, revisó algunos instrumentos matemáticos y salió a la calle, caminando según su costumbre, lenta y pensativamente. Delante de él iba a paso vivo el profesor de anatomía, así que aceleró su marcha hasta alcanzarlo. -Profesor -dijo dándole unas palmaditas en el brazo-. Recuerdo ahora que el otro día me preguntó acerca del revestimiento de las arterias cerebrales. Yo creo que... -¡Pero quién se cree usted que es! ¿Qué demonios pretende? -dijo indignado el agrio profesor de anatomía-. ¡Tendré que informar de su comportamiento a la Junta Académica! Y con esta amenaza, el antipático señor giró en redondo y se marchó rápidamente.
Von Hartmann se sintió muy sorprendido frente a esa reacción desproporcionada. -Debe ser a causa del fracaso de mi experimento -dijo para si y continuó malhumorado su camino. Le esperaban nuevas sorpresa. Se le acercaron de pronto dos jóvenes estudiantes. En lugar de saludarlo sacándose las gorras, o de mostrarle alguna señal de respeto, al verlo lanzaron un grito. Corrieron hacia él y lo tomaron cada uno de un brazo mientras lo arrastraban con ellos. -iDios mío! ¿Qué pasa? ¿Dónde me llevan.'? -A que te tragues una buena botella de cerveza con nosotros -contestaron los estudiantes con expresión divertida-. ¡Vamos! i Ésta es una invitación a la que nunca pudiste negarte! -¡Jamás escuché una falta de respeto semejante! -gritó Von Hartmann-. iSuéltenme ya!
¡Los suspenderé! ¡Déjenme ahora mismo, he dicho! -Así que estás de mal humor -le respondieron-. Que te vayas con viento fresco... La podemos pasar muy bien sin tu presencia.
-¡Sé quiénes son y haré que paguen por esto! -gritó furioso Von Hartmann. Y continuó su camino realmente enojado por estos dos penosos episodios. La señora Von Baumgarten se encontraba mirando por la ventana. Se preguntaba por qué su esposo se retrasaba para la cena. iCómo no iba a sorprenderse al ver aproximarse al joven estudiante! No esperaba ver al muchacho, quien verdaderamente le inspiraba una enorme antipatía. Si había logrado entrar en su casa había sido sólo por el profesor y en contra de sus deseos. La sorpresa de la mujer iba aumentando al verlo pasar por la puerta del jardín y acercarse por el sendero con un aire de dueño del lugar. No podía creer lo que veía y se dirigió a la puerta en guardia, armada de sus más profundos instintos maternales. La hermosa Elisa también había visto desde la ventana del primer piso ese avanzar atrevido de su enamorado y su corazón latía rápidamente, mezclando sentimientos de asombro y orgullo.
-Buenos días, caballero -saludó la señora Von Baumgarten al intruso, al mismo tiempo que le bloqueaba con sequedad la puerta abierta. -Sí, es un día espléndido, Martha -respondió el otro-. Pero por favor, no te quedes como una estatua y sírveme ya la cena. Vengo muerto de hambre.
-iPero cómo...! ¿Martha? ¿La cena... -dijo la señora mientras retrocedía sorprendida. -i Sí Martha, la cena! -gritó Von Hartmann que ya empezaba a enojarse-. ¿Qué tiene de extraño mi pedido? Sobre todo, considerando que estuve afuera todo el día. Esperaré en el comedor. Sírveme lo que quieras. Salchichas, ciruelas..., cualquier cosa. Lo que encuentres a mano. ¿Pero por qué te quedas parada mirándome? Mujer, ¿piensas mover tus piernas de una vez, o qué? El tono indignado de este último comentario provocó que la buena señora Von Baumgarten corriera a la cocina, donde se encerró presa de un violento ataque de histeria. Von Baumgarten fue a la sala y se sentó en el sofá invadido del peor de los humores.
-¡Elisa! -gritó-. ¡Elisa! ¿Pero dónde diablos se ha metido esta chica? La joven sintió el irritado llamado y bajó tímidamente la escalera. Al encontrarse frente a su amado dijo: -¡Mi querido! ¿Hiciste todo esto por mí? ¿Fue un truco para poder verme? La joven abrazó apretadamente al profesor provocándole un ataque de rabia. Durante unos minutos no pudo decir nada, se había quedado sin habla a causa de la indignación. Sólo podía lanzarle a la joven miradas llameantes de furia y apretar los puños, mientras trataba de desembarazarse de su abrazo. Cuando logró hablar, lo hizo de forma tan violenta que asustó a la muchacha quien se alejó unos pasos y quedó petrificada de miedo. -¡Nunca en mi vida me pasaron tantas cosas malas como en este día! -estalló Von Hartmann mientras daba una patada al piso-. Mi experimento fracasó, el profesor de anatomía me insultó, dos de mis estudiantes me arrastraron por la calle. Luego mi esposa casi se desmaya porque le pido la cena y mi hija se tira sobre mí y me abraza como a un oso, sin dejarme ni respirar. -¿Te sientes bien?- respondió la muchacha-. Te noto muy raro, parece que estuvieras desvariando y ni siquiera me has besado. -No, y tampoco lo haré -dijo Von Hartmann-. ¿Qué modales son ésos7 ¡Deberías avergonzarte! ¿Por qué no vas a traerme mis zapatillas7 ¿Y por qué no ayudas también a tu madre a preparar la cena? -¿Y para esto te amé apasionadamente durante más de diez meses? -gritó Elisa mientras lloraba histéricamente-. ¿Para eso desafié el enojo de mi madre?
¡Creo que rompiste mi corazón! ¡Estoy segura de que lo rompiste! -iNo soporto más! -gritó furioso Von Hartmann-. ¿Qué diablos estás diciendo? ¿Qué hice yo hace diez meses que te inspirara tanto afecto hacia mí? Si realmente me quieres tanto, sería mejor que fueras a la cocina y me trajeras ya un poco de salchicha y otro poco de paz, en vez de decir tantas tonterías juntas. -¡Mi querido! -dijo la joven mientras se arrojaba a los brazos de quien creía su amado-. Me doy cuenta de que estás bromeando. ¿Quieres asustar a tu pequeña Elisa? En el momento del inesperado abrazo, Von Hartmann estaba reclinándose sobre un costado del sillón, que se encontraba bastante desvencijado. Al lado del sofá había un tanque lleno de agua. El profesor lo utilizaba para realizar experimentos con huevos de peces y debía mantenerlos en esa habitación con el fin de obtener la temperatura ideal. El peso de la joven sobre él, combinado con el empuje con que se arrojó a sus brazos lograron que el gastado sofá cediera hacia atrás. El cuerpo del pobre estudiante fue a parar al tanque, donde quedaron incrustados su cabeza y sus hombros. Mientras tanto, sus extremidades inferiores pateaban inútilmente el aire. Ese episodio rebalsó el vaso de la agotada paciencia del profesor. Con dificultad pudo liberarse de esa postura incómoda, y lanzando un grito de furia se lanzó fuera de la casa. En vano fueron las súplicas de Elisa. El profesor tomó su sombrero y despeinado y chorreando agua salió a buscar algún bar donde obtener la comida y la comodidad que le negaban en su casa.
El espíritu de Von Baumgarten iba metido adentro del cuerpo del joven Von Hartmann y recorría el camino que llevaba al centro de la ciudad. Seguía protestando a viva voz por la mala suerte de ese día cuando divisó a un hombre viejo muy alcoholizado. Von Hartmann se quedó esperando a un costado de la calle y observó al hombre tambalearse de Un lado a otro mientras tarareaba una obscena canción de estudiantes. Al principio, lo único que le llamó la atención fue ver a un hombre de apariencia respetable en tan lamentable condición. A medida que este individuo se acercaba a él sintió que lo conocía, pero no podía recordar cuándo o dónde lo había visto antes. La impresión se hizo más fuerte al verlo más de cerca. Por las dudas, avanzó unos pasos y lo miró cuidadosamente.
-Hola- dijo el borracho mirándolo fijamente mientras trataba de mantener su equilibrio-. ¿De dónde demonios te conozco? Sé que te conozco tanto como de toda la vida, pero ahora no recuerdo bien de dónde... ¿Quién diablos eres? -Soy el profesor Von Baumgarten -dijo el de cuerpo de estudiante-. ¿Me permite preguntarle quién es usted? Sus facciones me resultan extrañamente familiares. -No mientas, amigo mío. Eso es muy feo -dijo el otro-.Yo sé que no eres el profesor porque él es un hombre viejo y horrible. En cambio tú eres un muchacho alto, agradable y de anchos hombros. Yo te diré quien soy yo: Fritz von Hartmann, a tus órdenes.
-Le aseguró que ése no es usted -exclamó el cuerpo de Von Hartmann-. En todo caso será su padre. Pero, dígame señor, ¿se dio cuenta de que lleva mis gemelos y la cadena de mi reloj? -¡Maldición! -respondió el otro-. Si ésos no son los pantalones que mi sastre quiere que le pague, prometo no volver a beber cerveza en mi vida. En ese momento, Von Hartman se pasó una mano por la frente. Estaba agobiado por todas las cosas insólitas que le habían ocurrido aquel día. Bajó la mirada y la casualidad hizo que se viera reflejado en un charco de lluvia que se encontraba en la mitad de la calle. Pudo entonces comprobar con gran asombro que su cara era la de un joven y su traje el de un estudiante, y su imagen se veía opuesta, en todo sentido, a la seria y responsable apariencia académica que debía corresponderle. En ese mismo momento, su rápida
mente comprendió la secuencia de los últimos hechos ocurridos en su vida y sacó una certera conclusión. La impresión lo hizo tambalearse, también a él. -¡Dios mío! -gritó desesperado y golpeándose el pecho-. Ahora comprendo qué pasó. Nuestras almas fueron a los cuerpos equivocados. Yo soy usted, usted es yo. He demostrado mi teoría... ¡pero con qué costo! ¿Deberá la mente más erudita de toda Europa tener que vivir dentro de una envoltura tan vacía? iOh, el trabajo de toda una vida arruinado para siempre! -Yo lo comprendo -dijo el verdadero Von Hartmann desde el cuerpo del profesor. Y puedo entender muy bien lo que siente. Pero no golpée así a mi pobrecito cuerpo. Estaba en excelentes condiciones cuando usted lo recibió. En cambio, ahora está totalmente mojado y mi camisa está arrugada y tiene un olor espantoso.
¡Qué importancia tienen esos detalles si vamos a tener que quedarnos así para siempre! -contestó Von Baumgarten desde el cuerpo de Von Hartmann-. Pude probar mi teoría, pero de un modo terrible.
-Si yo pensara como usted -le contestó el espíritu del estudiante- sí que sería terrible. ¿Cómo podría ser mi vida de ahora en más metido en este cuerpo quebradizo y viejo? ¿Cómo haría para cortejar a Elisa y convencerla de que no soy su padre? Gracias a Dios que a pesar de la cerveza, que hoy me cayó peor que nunca porque su cuerpo no resiste lo que resiste el mío, se me ocurrió una salida para nuestros problemas. -¿Cuál? -preguntó anhelante el profesor. -Repetir el experimento. Creo que si otra vez dejamos a nuestras almas en libertad tendremos bastantes posibilidades de que encuentren un camino de regreso a sus respectivos cuerpos. Como un ahogado se aferra a un madero, así se aferró el espíritu de Von Baumgarten a esta propuesta. Rápidamente arrastró a su propio cuerpo a un costado de la calle y lo puso en trance. Inmediatamente sacó la bola de cristal de su bolsillo y logró también él quedar en suspensión vital.
Durante la hora siguiente pasaron por allí muchos estudiantes. Algunos se detuvieron asombrados al ver al profesor de Fisiología y su estudiante preferido semidesvanecidos sobre un banco lleno de barro. Pronto se reunió alrededor de ellos una multitud que discutía la posibilidad de llamar a una ambulancia para llevarlos al hospital. Pero en ese momento, el sabio profesor abrió los ojos y miró con aire ausente a su alrededor. Parecía no saber cómo había llegado hasta allí. Y de pronto alzó sus brazos delgados sobre su cabeza y gritó con felicidad: -¡Dios me proteja! ¡Soy yo! ¡Soy yo de nuevo! ¡Me doy cuenta!
La sorpresa de la multitud se hizo aún más grande cuando el estudiante saltó del banco gritando lo mismo y los dos se tomaban de los brazos haciendo unos pasos de baile muy extraños. Después de ese extraño episodio hubo muchas dudas sobre la sanidad mental de sus protagonistas. El profesor publicó sus experiencias en el periódico médico, pero sus colegas le aconsejaron vigilar su mente si no quería terminar en un manicomio. El estudiante también comprobó en carne propia que era mejor no hablar más sobre el tema.
Cuando el serio profesor volvió a su casa, no encontró el cálido recibimiento que podría desear después de tan singulares aventuras. Al contrario. Ambas mujeres le reprocharon su olor a alcohol y a tabaco y el haber estado ausente cuando un joven sinvergüenza se había introducido en la casa y le había faltado el respeto a sus ocupantes. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que el clima familiar del hogar del profesor volviera a su tranquilidad habitual. Y todavía mucho más hasta que se viera entrar a esa casa al joven
Von Hartmann. Pero la paciencia y la constancia dan sus frutos, y el estudiante logró finalmente tranquilizar a las enojadas damas y establecerse en el hogar. Y ya no debe preocuparse más por la antipatía de la esposa del profesor porque él se ha convertido en el capitán Von Hartmann, del ejército del emperador y su encantadora esposa Elisa ya le regaló dos pequeños futuros soldaditos, como claro y positivo símbolo de su amor.

El caso de Lady Sannox






El caso de Lady Sannox

El caso de Lady Sannox
Arthur Conan Doyle



Las relaciones entre Douglas Stone y la conocidísima lady Sannox eran cosa sabida tanto en los círculos
elegantes a los que ella pertenecía en calidad de miembro brillante, como en los organismos científicos
que lo contaban a él entre sus más ilustres cofrades. Por esta razón, al anunciarse cierta mañana que la
dama había tomado de una manera resuelta y definitiva el velo de religiosa, y que el mundo no volvería
a saber más de ella, se produjo, como es natural, un interés que alcanzó a muchísima gente. Pero cuando
a este rumor siguió de inmediato la seguridad de que el célebre cirujano, el hombre de nervios de acero,
había sido encontrado una mañana por su ayuda de cámara sentado al borde de su cama, con una
placentera sonrisa en el rostro y las dos piernas metidas en una sola pernera de su pantalón, y que aquel
gran cerebro valía ahora lo mismo que una gorra llena de sopa, el tema resultó suficientemente
sensacional para que se estremeciesen ciertas gentes que creían tener su sistema nervioso a prueba de esa
clase de sensación.
Douglas Stone fue en su juventud uno de los hombres más extraordinarios de Inglaterra. La verdad es
que apenas si podía decirse, en el momento de ocurrir este pequeño incidente, que hubiese pasado esa
juventud, porque sólo tenía entonces treinta y nueve años. Quienes lo conocían a fondo sabían
perfectamente que, a pesar de su celebridad como cirujano, Douglas Stone habría podido triunfar con
rapidez aún mayor en una docena de actividades distintas. Podía haberse abierto el camino hasta la fama
como soldado o haber forcejeado hasta alcanzarla como explorador; podía haberla buscado con empaque
y solemnidad en los tribunales, o bien habérsela construido de piedra y de hierro actuando de ingeniero.
Había nacido para ser grande, porque era capaz de proyectar lo que otros hombres no se atrevían a llevar
a cabo, y de llevar a cabo lo que otros hombres no se atrevían a proyectar. Nadie le alcanzaba en cirugía.
Su frialdad de nervios, su cerebro y su intuición eran cosa fuera de lo corriente. Una y otra vez su bisturí
alejó la muerte, aunque al hacerlo hubiese tenido que rozar las fuentes mismas de la vida, mientras sus
ayudantes empalidecían tanto como el hombre operado. ¿No queda aún en la zona del sur de
Marylebone Road y del norte de Oxford Street el recuerdo de su energía, de su audacia y de su plena
seguridad en sí mismo?
Tan destacados como sus virtudes eran sus vicios, siendo, además, infinitamente más pintorescos.
Aunque sus rentas eran grandes, y aunque era, en cuanto a ingresos profesionales, el tercero entre todos
los de Londres, todo ello no le alcanzaba para el tren de vida en que se mantenía. En lo más hondo de su
complicada naturaleza había una abundante vena de sensualidad y Douglas Stone colocaba todos los
productos de su vida al servicio de la misma. Era esclavo de la vista, del oído, del tacto, del paladar. El
aroma de los vinos añejos, el perfume de lo raro y exótico, las curvas y tonalidades de las más finas
porcelanas de Europa se llevaban el río de oro al que daba rápido curso. Y de pronto lo acometió aquella
loca pasión por lady Sannox. Una sola entrevista, con dos miradas desafiadoras y unas palabras
cuchicheadas al oído, la convirtieron en hoguera. Ella era la mujer más adorable de Londres y la única
que existía para él. Él era uno de los hombres más bellos de Londres, pero no era el único que existía
para ella. Lady Sannox era aficionada a variar, y se mostraba amable con muchos de los hombres que la
cortejaban. Quizá fuese esa la causa y quizá fuese el efecto; el hecho es que lord Sannox, el marido,
parecía tener cincuenta años, aunque en realidad sólo hahía cumplido los treinta y seis.
Era hombre tranquilo, callado, sin color, de labios delgados y párpados voluminosos, muy aficionado a
la jardinería y dominado completamente por inclinaciones hogareñas. Antaño había mostrado aficiones a
los escenarios; llegó incluso a alquilar un teatro en Londres, y en el escenario de ese teatro conoció a
miss Marion Dawson, a la que ofreció su mano, su título y la tercera parte de un condado. Aquella
primera afición suya se le había hecho odiosa después de su matrimonio. No se lograba convencerle de
que mostrase ni siquiera en representaciones particulares el talento de actor que tantas veces había
demostrado poseer. Era más feliz con una azadilla y con una regadera entre sus orquídeas y crisantemos.
Resultaba problema interesantísimo el de saber si aquel hombre estaba desprovisto por completo de
sensibilidad, o si carecía lamentahlemente de energía. ¿Estaba, acaso, enterado de la conducta de su
esposa y la perdonaba, o era sólo un hombre ciego, caduco y estúpido? Era ése un problema propio para
servir de pábulo a las conversaciones en los saloncitos coquetones en que se tomaba el té y en las
ventanas saledizas de los clubes, mientras se saboreaba un cigarro. Los comentarios que hacían los
hombres de su conducta eran duros y claros. Sólo un hombre habría podido hablar en favor suyo, pero
ese hombre era el más callado de todos los que frecuentaban el salón de fumadores. Ese individuo le
hahía visto domar un caballo en sus tiempos de universidacl, y su manera de hacerlo le hahía dejado una
impresión duradera.
Pero cuando Douglas Stone llegó a ser el favorito, cesaron de una manera definitiva todas las dudas que
se tenían sobre si lord Sannox conocía o ignoraha aquellas cosas. Tratándose de Stone no cabían
subterfugios, porque, como era hombre impetuoso y violento, dejaba de lado las precauciones y toda
discreción. El escándalo llegó a ser público y notorio. Un organismo docto hizo saber que había borrado
el nombre de Stone de la lista de sus vicepresidentes. Hubo dos amigos que le suplicaron que tuviese en
cuenta su reputación profesional. Douglas Stone abrumó con su soberbia a los tres, y gastó cuarenta
guineas en una ajorca que llevó de regalo en su visita a la dama. Él la visitaba todas las noches en su
propia casa, y ella se paseaba por las tardes en el coche del cirujano. Ninguno de los dos realizó la
menor tentativa para ocultar sus relaciones; pero se produjo, al fin, un pequeño incidente que las
interrumpió.
Era una noche de invierno, triste, muy fría y ventosa. Ululaba el viento en las chimeneas y sacudía con
estrépito las ventanas. A cada nuevo suspiro del viento oíase sobre los cristales un tintineo de la fina
lluvia que tamborileaba en ellos, apagando por un instante el monótono sonido del agua que caía de los
aleros. Douglas Stone había terminado de cenar y estaba junto a la chimenea de su despacho, con una
copa de rico oporto sobre la mesa de malaquita que tenía a su lado. Al acercarla hacia sus labios la miró
a contraluz de la lámpara, contemplando con pupila de entendido las minúsculas escamitas de flor de
vino, de un vivo color rubí que flotaban en el fondo. El luego llameante proyectaha reflejos súbitos sobre
su cara audaz y de fuerte perfil. De grandes ojos grises, labios gruesos pero tensos, y de mandíbula
fuerte y en escuadra, tenía algo de romano en su energía y animalidad. Al arrellanarse en su magnífico
sillón, Douglas Stone se sonreía de cuando en cuando. A decir verdad, tenía derecho a sentirse
complacido: contrariando la opinión de seis de sus colegas, había llevado a cabo ese mismo día una
operación de la que sólo podían citarse dos casos hasta entonces, y el resultado obtenido superaba todas
las esperanzas. No había en Londres nadie con la audacia suficiente para proyectar, ni con la habilidad
necesaria para poner en obra, aquel recurso heroico.
Pero Douglas Stone había prometido a lady Sannox que pasaría con ella la velada, y eran ya las ocho y
media. Había alargado la mano hacia el llamador de la campanilla para pedir el coche, cuando llegó a
sus oídos el golpe sordo del aldabón de la puerta de calle. Se oyó un instante después ruido de pies en el
vestíbulo, y el golpe de una puerta que se cerraba.
—Señor, en la sala de consulta hay un enfermo que desea verlo —dijo el ayuda de cámara.
—¿Se trata del mismo paciente?
—No, señor, creo que desea que salga usted con él.
—Es demasiado tarde exclamó Douglas Stone con irritación—. No iré.
—Ésta es la tarjeta del que espera, señor.
El ayuda de cámara se la presentó en la bandeja de oro que la esposa de un primer ministro había
regalado a su amo.
—¡Hamil Alí Smyrna! ¡Ejem!, supongo que se trata de un turco.
—Así es, señor. Parece que hubiera llegado del extranjero, señor, y se encuentra en un estado espantoso.
—¡Vaya! El caso es que tengo un compromiso y he de marchar a otra parte. Pero lo recibiré. Hágalo
pasar, Pim.
Unos momentos después, el ayuda de cámara abría de par en par la puerta y dejaba paso a un hombre
pequeño y decrépito, que caminaba con la espalda inclinada, adelantando el rostro y parpadeando como
suelen hacerlo las personas muy cortas de vista. Tenía el rostro muy moreno y el pelo y la barba de un
color negro muy oscuro. Sostenía en una mano un turbante de muselina blanca con listas encarnadas, y
en la otra, una pequeña bolsa de gamuza.
—Buenas noches —dijo Douglas Stone, una vez que el criado cerró la puerta—. ¿Habla usted inglés,
verdad?
—Sí, señor. Yo procedo del Asia Menor, pero hablo algo de inglés, lentamente.
—Tengo entendido que usted quiere que yo le acompañe fuera de casa.
—En efecto, señor. Tengo gran deseo de que examine usted a mi esposa.
—Puedo hacerlo mañana por la mañana, porque esta noche tengo una cita que me impide visitar a su
esposa.
La respuesta del turco fue por demás original.
Aflojó la cuerda que cerraba la boca del bolso de gamuza, y vertió un río de oro sobre la mesa, diciendo:
—Ahí tiene cien libras, y le aseguro que la visita no le llevará más de una hora. Tengo a la puerta un
carruaje.
Douglas Stone consultó su reloj. Una hora de retraso le daría tiempo aún para visitar a lady Sannox. En
otras ocasiones la había visitado a una hora más tardía. Aquellos honorarios eran muy elevados. En los
últimos tiempos lo apremiaban los acreedores y no podía desperdiciar una ocasión así. Iría.
—¿De qué enfermedad se trata?—preguntó.
—¡Oh, es un caso muy triste! ¡Un caso muy triste y único! ¿Oyó usted hablar alguna vez de los puñales
de los almohades?
—Nunca.
—Pues bien: se trata de unos puñales o dagas del Oriente que tienen gran antigüedad y que son de una
forma característica, con la empuñadura parecida a lo que ustedes llaman un estribo. Yo negocio en
antigüedades, y por esa razón he venido a Inglaterra desde Esmirna; pero regreso la semana que viene.
Traje un gran acopio de artículos, y aún me quedan algunos. Para desconsuelo mío, entre esos artículos
que me quedaban está uno de esos puñales de que le hablo.
—Permítame, señor, que le recuerde que tengo una cita —dijo el cirujano, con algo de irritación—.
Limítese, por favor, a los detalles indispensables.
—Ya verá usted que éste lo es. Mi esposa tuvo hoy un desmayo hallándose en la habitación en que
guardo mi mercancía, y se cayó al suelo, cortándose el labio inferior con ese maldito puñal de los
almohades.
—Comprendo —dijo Douglas Stone poniéndose de pie—. Lo que usted quiere es que le cure la herida.
—No, no; porque es algo peor que eso.
—¿De qué se trata, pues?
—De que esos puñales están envenenados.
—¡Envenenados!
—Sí, y no existe nadie en Oriente ni en Occidente que sepa hoy de qué clase de veneno se trata y con
qué se cura. Conozco esos detalles porque mi padre se dedicó a este negocio antes que yo, y porque estas
armas envenenadas nos han dado mucho trabajo.
—¿Cuáles son los síntomas?
—Sueño profundo, y la muerte antes de las treinta horas.
—Y usted asegura que no existe cura posible. ¿Por qué razón entonces me paga una suma tan crecida de
honorarios?
—Ninguna droga existe que pueda curar el envenenamiento, pero sí puede curarla el bisturí.
—¿De qué manera?
—El veneno es de absorción lenta. Permanece horas enteras en la misma herida.
—Según eso, podría limpiarse a fuerza de lavados.
—No, porque ocurre lo mismo que con las mordeduras de reptiles venenosos. E1 veneno es demasiado
sutil y demasiado mortífero.
—Habrá que extirpar el órgano herido.
—Eso es; si la herida es en un dedo, se arranca el dedo. Es lo que decía siempre mi padre. Pero piense
usted en dónde está la herida en este caso y en que se trata de mi esposa. ¡Es horrible!
Pero, en asuntos tan dolorosos, el hallarse familiarizado con ellos puede embotar la simpatía de un
hombre. Para Douglas Stone aquel caso era ya interesante, e hizo a un lado como cosa sin importancia
las débiles objeciones del marido, diciendo con brusquedad:
—Por lo que se ve, no hay otra alternativa. Es preferible perder un labio a perder una vida.
—Sí, reconozco que eso que dice es cierto. Bien, bien, es el destino, y no hay más remedio que
aceptarlo. Tengo abajo el coche, vendrá usted conmigo y realizará la operación.
Douglas Stone sacó de un cajón su estuche de bisturíes y se lo metió al bolsillo, junto con un rollo de
vendajes y un paquete de hilas. No podía perder más tiempo si había de visitar a lady Sannox. Dijo,
pues, poniéndose el gabán:
—Estoy dispuesto, si no quiere usted tomar un vaso de vino antes de salir a la fría temperatura de la
noche.
El visitante retrocedió, alzando la mano en señal de protesta:
—Se olvida usted de que soy musulmán y fiel cumplidor de los preceptos del profeta. Sin embargo,
quisiera. que me dijese qué contiene la botella de cristal verde que se ha metido en el bolsillo.
—Es cloroformo.
—También su empleo nos está prohibido. Se trata de un líquido espirituoso y no podemos emplear
semejantes productos.
—¡Cómo! ¿Consentirá que su esposa tenga que pasar por esta operación sin un anestésico?
—¡Oh, señor! Ella no se dará cuenta de nada. La pobre está sumida ya en el sueño profundo, el primer
efecto de esa clase de veneno. Además la hice tomar nuestro opio de Esmirna. Vamos, señor, porque ha
transcurrido ya una hora.
Cuando salieron a la oscuridad de la calle, una ráfaga de lluvia azotó sus caras, y la lámpara del
vestíbulo, que se bamboleaba colgada del brazo de una cariátide de mármol, se apagó de golpe. E1
ayuda de cámara, Pim, cerró la pesada puerta empujando con todas sus fuerzas para vencer la resistencia
del viento, mientras los dos hombres avanzaban con cuidado hasta la luz amarilla que indicaba el sitio
donde esperaba el coche. Unos momentos después rodaban con estrépito hacia su punto de destino.
—¿Está lejos?—preguntó Douglas Stone.
—¡Oh, no! Vivimos en un lugar muy tranquilo próximo a Euston Road.
El cirujano oprimió el resorte de su reloj.de repetición y escuchó los golpecitos que le anunciaron la
hora. Eran las nueve y cuarto. Calculó las distancias y el poco tiempo que le llevaría una operación tan
sencilla. Para las diez tenía que llegar a casa de lady Sannox. A través de las ventanas empañadas, veía
la danza de los borrosos faroles de gas que iban quedando atrás, y las ruedas del coche producían un
blando siseo al pasar por un terreno de charcos y de barro. Frente a Douglas Stone blanqueab
débilmente en la oscuridad el turbante de su cliente. El cirujano palpó dentro de sus bolsillos y dispuso
sus agujas, ligaduras y pinzas, para no perder tiempo cuando llegasen. Rabiaba de impaciencia y
tamborileaba en el suelo con el pie.
El coche fue por fin perdiendo velocidad y se detuvo. Douglas Stone se apeó en el acto, y el comerciante
de Esmirna lo hizo pisándole los talones, y dijo al cochero:
—Espere usted.
Era una casa de aspecto ruin en una calle sórdida y estrecha. El cirujano, que conocía bien su Londres,
echó una rápida ojeada por la oscuridad, pero no observó nada característico: ni una tienda, ni
movimiento alguno, nada, en fin, fuera de la doble fila de casas sin relieve en sus fachadas, de una doble
faja de losas húmedas que brillaban a la luz de la lámpara y de un doble y estrepitoso correr del agua por
los arroyos para precipitarse entre remolinos y gorgoteos por las rejillas de los sumideros. Se
encontraron delante de una puerta descascarada y descolorida, en la que la débil luz que salía por el
abanico de la parte superior servía para poner de relieve el polvo y la suciedad con que estaba cubierta.
En el piso superior brillaba una débil luz amarilla en una de las ventanas del dormitorio. El comerciante
turco llamó con fuertes golpes; cuando se volvió de cara a la luz Douglas Stone pudo ver que su cara se
hallaba contraída de ansiedad. Corrieron un cerrojo, y apareció en el umbral una mujer anciana con una
velita, resguardando la débil llama con su mano asarmentada.
—¿Sigue todo bien?—jadeó el mercader.
—La señora está tal como usted la dejó.
—¿No habló?
—No, duerme profundamente.
El comerciante cerró la puerta, y Douglas Stone avanzó por el estrecho pasillo, mirando con sorpresa en
torno suyo. No había ni linóleo, ni esterilla, ni percha de sombreros. No vio otra cosa que gruesas capas
de polvo y tupidas orlas de telarañas por todas partes. Sus firmes pisadas resonaban con fuerza por toda
la casa en silencio, mientras subía detrás de la anciana por la tortuosa escalera.No había alfombra.
El dormitorio estaba en el segundo descansillo. Douglas Stone entró en él detrás de la anciana, y seguido
inmediatamente por el mercader. Allí por lo menos había muebles, incluso con exceso. Se veía en el
suelo un revoltijo y en los rincones, verdaderas pilas de vitrinas turcas, mesas incrustadas, cotas de
malla, pipas de formas extrañas y armas grotescas. Por toda luz, había en la pared una lámpara pequeña
sostenida por una horquilla. Douglas Stone la descolgó, se abrió paso entre los trastos viejos y se acercó
a una cama que había en un rincón, y en la que estaba acostada una mujer vestida al estilo turco, con el
yashmak y el velo. Sólo la parte inferior de la cara estaba al descubierto, y el cirujano pudo ver un corte
dentado que zigzagueaba por todo el borde del labio inferior.
—Ya perdonará usted que esté tapada con el yashmak, sabiendo lo que los orientales pensamos acerca
de las mujeres —dijo el turco.
Pero el cirujano pensaba en otra cosa distinta que el yashmak. Aquello no era una mujer para él, sino
simplemente un caso. Se inclinó y examinó con cuidado la herida, y dijo:
—No existen señales de inflamación. Podríamos retrasar la operación hasta que se desarrollen los
síntomas locales.
—¡Oh señor, señor! —dijo el mercader—. No ande con nimiedades. Usted no sabe lo que es esto. Esa
herida es mortal. Yo sí que lo sé, y le doy la seguridad de que es absolutamente indispensable operar.
Sólo el bisturí puede salvarle la vida.
—Sin embargo, yo me siento inclinado a esperar —dijo Douglas Stone.
—¡Basta ya! —exclamó irritado el turco—. Cada minuto que pasa tiene importancia, y yo no puedo
permanecer aquí viendo cómo se va muriendo mi esposa. No me queda más que dar a usted las gracias
por haber venido y marchar en busca de otro cirujano antes de que sea demasiado tarde.
Douglas Stone vaciló. No era agradable el tener que devolver las cien libras, pero si dejaba abandonado
el caso tendría que hacerlo. Y si el turco estaba en lo cierto y la mujer fallecía, la posición de Douglas
delante del juez de investigación podía resultar embarazosa.
—De modo que usted sabe por experiencia personal cuáles son los efectos de este veneno —le preguntó.
—Lo sé.
—Y me asegura que la operación es indispensable.
—Lo juro por todo cuanto es sagrado para mí.
—La cara quedará desfigurada espantosamente.
—Comprendo que la boca no quedará como para besarla con agrado.
Douglas Stone se volvió indignado hacia aquel hombre. Su manera de hablar era brutal. Pero los turcos
hablan y piensan a su propia manera, y no era aquel un momento para dimes y diretes. Douglas Stone
sacó un bisturí del estuche, lo abrió y tanteó con el dedo índice su filo agudo. Acto seguido, acercó más
la lámpara a la cama. Por la rendija del yashmak lo miraban con fijeza dos ojos negros. Eran todo iris,
distinguiéndose apenas la pupila.
—Le ha dado usted una dosis de opio muy fuerte.
—Sí, ha sido bastante buena.
El cirujano volvió a contemplar los ojos negros que lo miraban fijamente. Estaban apagados y sin brillo,
pero pudo advertir que aparecía en ellos una lucecita de vida, y que le temblaban los labios.
—Esta mujer no está en estado absoluto de inconsciencia —dijo el cirujano.
—¿Y no será preferible emplear el bisturí mientras está insensible?
Ese mismo pensamiento había cruzado por el cerebro del cirujano. Sujetó con su fórceps el labio herido
y dando dos rápidos cortes se llevó una ancha tira de carne en forma de V. La mujer saltó en la cama con
un alarido espantoso Douglas Stone conocía aquella cara. Era una cara que le era familiar, a pesar del
labio superior saliente y de la sangre que le manaba. La mujer siguió gritando y se llevó la mano a la
herida sangrante. Douglas Stone se sentó al pie de la cama con su bisturí y su fórceps. La habitación
giraba a su alrededor, y había sentido que detrás de sus orejas se le desgarraba algo como una cicatriz.
Quien hubiese estado mirando, habría dicho que de las dos caras la suya era la más espantosa. Como si
estuviere soñando una pesadilla, o como si hubiese estado mirando un detalle de una representación,
tuvo conciencia de que la cabellera y la barba del turco estaban encima de la mesa, y de que lord Sannox
se apoyaba en la pared apretándose el costado con la mano y riendo silenciosamente. Los alaridos habían
dejado de oírse, y la cabeza horrenda había vuelto a caer encima de la almohada, pero Douglas Stone
seguía sentado e inmóvil, mientras lord Sannox reía silenciosamente.
—La verdad es —dijo por fin —que esta operación era verdaderamente indispensable para Mary; no
física, pero sí moralmente. Entiéndame bien, moralmente.
Douglas Stone se inclinó hacia adelante y empezó a juguetear con el fleco de la colcha de la cama. Su
bisturí tintineó en el suelo al caer, pero el cirujano seguía sosteniendo su fórceps y algo más. Lord
Sannox dijo con ironía:
—Tenía desde hace mucho tiempo el propósito de dar un pequeño ejemplo. Su carta del miércoles se
extravió, y la tengo aquí en mi cartera. Me costó bastante trabajo la puesta en práctica de mi idea. La
herida, dicho sea de paso, no tenía más peligrosidad que la que puede darle mi anillo de sello.
Miró vivamente a su silencioso acompañante, y levantó el gatillo de un revólver pequeño que guardaba
en el bolsillo de la chaqueta. Pero Douglas Stone seguía jugueteando con la colcha. Entonces le dijo:
—Ya ve usted que, después de todo, ha acudido a la cita.
Al oír aquello, Douglas Stone rompió a reír. Fue la suya una risa larga y ruidosa. Quien no se reía ahora
era lord Sannox. Sus facciones se aguzaron y cuajaron con una expresión parecida a la del miedo. Salió
de puntillas de la habitación.
La anciana esperaba afuera.
—Atienda a su señora cuando se despierte —le dijo lord Sannox.
Luego bajó las escaleras y salió a la calle. El coche esperaba a la puerta, y el cochero se llevó la mano al
sombrero. Lord Sannox le dijo:
—Juan, ante todo llevarás al doctor a su casa. Creo que hará falta asistirlo al bajar las escaleras. Dile a su
ayuda de cámara que se ha puesto enfermo durante una operación.
—Muy bien, señor.
—Después llevarás a lady Sannox a casa.
—¿Y a usted, señor?
—Verás. Durante los próximos meses me hospedaré en el Hotel di Roma, en Venecia. Cuida de que me
sea enviada la correspondencia, y dile a Stevens que el lunes próximo exhiba todos los crisantemos de
color púrpura y que me telegrafíe el resultado.

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