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miércoles, 22 de junio de 2011

Cuentos Para Tahúres







Rodolfo Walsh

Cuentos Para Tahúres











Salió no más el 10 ­un 4 y un 6­ cuando ya nadie lo creía. A mí qué me importaba, hacía rato que me habían dejado seco. Pero hubo un murmullo feo entre los jugadores acodados a la mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores palideció y se pasó el pañuelo a cuadros por la frente húmeda. Después juntó con pesado movimiento los billetes de la apuesta, los alisó uno a uno y, doblándolos en cuatro, a lo largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde quedaron como otra mano rugosa y sucia entrelazada perpendicularmente a la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en el cubilete y empezó a sacudirlos. Un doble pliegue vertical le partía el entrecejo oscuro. Parecía barajar un problema que se le hacía cada vez más difícil. Por fin se encogió de hombros.
­Lo que quieran...­dijo.
Ya nadie se acordaba del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio, presenciaba desde lejos sin animarse a recordarlo. Jesús Pereyra se levantó y echó sobre la mesa, sin contarlo, un montón de plata.
­La suerte es la suerte dijo con una lucecita asesina en la mirada­. Habrá que irse a dormir.
Yo soy hombre tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más cercano a la puerta. Pero Flores bajó la vista y se hizo el desentendido.
­Hay que saber perder ­dijo Zúñiga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco en la mesa. Y añadió con retintín­: Total, venimos a divertirnos.
- ¡Siete pases seguidos! -comentó, admirado, uno de los de afuera.
Flores lo midió de arriba abajo.
­¡Vos, siempre rezando!­dijo con desprecio.
Después he tratado de recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de que empezara el alboroto. Flores estaba lejos de la puerta, contra la pared del fondo. A la izquierda, por donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al frente, separado de él por el ancho de la mesa del billar, estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levantó dos o tres más hicieron lo mismo. Yo me figuré que sería por el interés del juego, pero después vi que Pereyra tenía la vista clavada en las manos de Flores. Los demás miraban el paño verde donde iban a caer los dados, pero él sólo miraba las manos de Flores.
El montoncito de las apuestas fue creciendo: había billetes de todos tamaños y hasta algunas monedas que puso uno de los de afuera. Flores parecía vacilar. Por fin largó los dados. Pereyra no los miraba. Tenía siempre los ojos en las manos de Flores.
-El cuatro -cantó alguno.
En aquel momento, no sé por qué, recordé los pases que había echado Flores: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y ahora buscaba otra vez el 4.
El sótano estaba lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que le trajera un café, y el otro se marchó rezongando. Zúñiga sonreía maliciosamente mirando la cara de rabia de Pereyra. Pegado a la pared, un borracho despertaba de tanto en tanto y decía con voz pastosa:
­¡Voy diez a la contra! ­Después se volvía a quedar dormido.
Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares de ojos rodaban tras ellos. Por fin alguien exclamó:
­ ¡El cuatro!
En aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa había una lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo añicos. El sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo.
Yo me hice chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: "Pobre Flores, era demasiada suerte". Sentí que algo venía rodando y me tocaba en la mano. Era un dado. Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero.
En medio del desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del techo. Pero cuando los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores seguía parado con el cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A su izquierda, doblado en su silla, Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.
"Le erraron a Flores", pensé en el primer momento, "y le pegaron al otro. No hay nada que hacerle, esta noche está de suerte."
Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera. Jiménez (que había bajado con el café) no quiso que lo pusieran sobre la mesa de billar para que no le mancharan el paño. De todas maneras ya no había nada que hacer.
Me acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos había un revólver 48.
Como quien no quiere la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí despacio la escalera. Cuando salí a la calle había muchos curiosos y un milico que doblaba corriendo la esquina.

Aquella misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo­¡lo que es ser distraído!­, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve media hora sin sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos números y sobraban otros. Uno de los "chivos" tenia el 8, el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se podía perder. No se podía perder en el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y el 12, que en la primera mano son perdedores. Y no se podía perder en los demás porque no se podía sacar el 7, que es el número perdedor después de la primera mano. Recordé que Flores había echado siete pases seguidos, y casi todos con números difíciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y a lo último había sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habría tirado los dados no había sacado un solo 7, que es el número más salidor.
Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que era el último número que había sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito: un 6 y un 1.
Al día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me buscaron, no sé; por un tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me enteré por los diarios que Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado cuenta de que Flores hacía trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo sabía que era mal perdedor. En aquella racha de Flores se le habían ido más de tres mil pesos. Apagó la luz de un manotazo. En la oscuridad erró el tiro, y en vez de matar a Flores mató a Zúñiga. Eso era lo que yo también había pensado en el primer momento.
Pero después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a la fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro en la oscuridad, pero Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un costado, y la distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreció: los vidrios rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban detrás de él. Si hubiera sido él quien dio el manotazo ­ dijeron­ los vidrios habrían caído del otro lado de la mesa de billar, donde estaban Flores y Zúñiga.
El asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara, porque estaban todos inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que podía haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo, que no llegué a encender. No se encontraron huellas en el revólver, ni se pudo averiguar quién era el dueño. Cualquiera de los que estaban alrededor de la mesa­y eran ocho o nueve­pudo pegarle el tiro a Zúñiga.
Yo no sé quién habrá sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna cuenta que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de pase inglés, me sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados legítimos por un par de aquellos que encontré en el suelo, los metería en el cubilete y se los pasaría al candidato. El hombre ganaría una vez y se pondría contento. Ganaría dos veces, tres veces... y seguiría ganando. Por difícil que fuera el número que sacara de entrada, lo repetiría siempre antes de que saliera el 7. Si lo dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se puede perder.
Claro que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante compañía! Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y ayudar a la suerte es peligroso. . .
Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en defensa propia. Lo mató para que Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a él. Zúñiga­por algún antiguo rencor, tal vez­le había puesto los dados falsos en el cubilete, lo había condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había condenado a que lo mataran, o a dar una explicación humillante en la que nadie creería.
Flores tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después se intranquilizó; y cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando vio que Pereyra se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a cambiar los dados, comprendió que no le quedaba más que un camino. Para sacarse a Jiménez de encima, le pidió que le trajera un café. Esperó el momento. El momento era cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tenía que salir, y cuando todos se inclinaran instintivamente sobre los dados.
Entonces rompió la bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con aquel pañuelo a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró los "chivos" y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le convenía que se comprobara que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después metió la mano en el bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados legítimos, que el otro había sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes, los tiró sobre la mesa.
Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande como una casa, que es el número más salidor...


miércoles, 15 de junio de 2011

El Gran Experimento de Keinplatz Arthur Conan Doyle.






El Gran Experimento de Keinplatz
Arthur Conan Doyle.


De todas las ciencias, una interesaba especialmente al erudito profesor Von Baumgarten. Era la que se conecta con la psicología y las relaciones entre mente y materia. El profesor era un famoso anatomista, gran químico y uno de los más renombrados fisiólogos de Europa. Pero se sentía aliviado alejándose de esos temas y dedicando sus grandes conocimientos al estudio del alma y las relaciones misteriosas de los espíritus. Era muy joven cuando empezó sus estudios sobre hipnotismo. En esa época, su mente parecía vagar por lugares extraños donde lo único que había era caos y oscuridad. Sólo muy pocas veces algún gran suceso inexplicable y desconectado aparecía aquí y allá.
Pero a medida que pasaban los años, aumentaba el valioso caudal de conocimientos del profesor. El conocimiento siempre da más conocimiento, del mismo modo que el dinero da más interés. Y el profesor comenzó a notar que lo que antes le había parecido asombroso o extraño, ahora podía ser interpretado de forma distinta. Empezó a familiarizarse con una nueva clase de razonamientos y pudo descubrir conexiones en cosas que antes le habían parecido incomprensibles y sorprendentes. A través de veinte años, realizó experimentos y recolectó muchos datos. Tenía la ambición de crear una nueva ciencia exacta que incluyera al hipnotismo, espiritismo y otros temas relacionados. Lo ayudó mucho su profundo conocimiento de las partes más complicadas de la fisiología animal, las que tratan de las corrientes nerviosas y de cómo trabaja el cerebro. Alexis von Baumgarten era profesor de Fisiología en la Universidad de Keinplatz y tenía a disposición de sus investigaciones todo el laboratorio de la universidad.
El profesor Von Baumgarten era alto y flaco, de rostro delgado y ojos color gris acerado, y una mirada especialmente brillante y profunda. Tenía arrugas en la frente de tanto pensar, y las espesas cejas contraídas. Parecía estar siempre frunciendo el ceño, lo que engañaba a la gente con respecto a su carácter, que era serio pero amable. Entre los estudiantes era muy popular. Acostumbraban a reunirse alrededor de él después de cada una de sus clases y lo escuchaban atentamente mientras exponía sus extrañas teorías. Muchas veces buscaba entre ellos voluntarios para realizar algún experimento. En conclusión: no había joven de su clase que no hubiera participado más de una vez en los trances hipnóticos que les había provocado su profesor.
Entre todos esos jóvenes tan apasionados de esa ciencia, no había ninguno tan entusiasta como Fritz von Hartmann. En más de una ocasión, algunos de sus compañeros de estudio se habían preguntado con extrañeza por qué el intrépido e impulsivo Fritz, uno de los más irreflexivos jóvenes de la universidad, dedicaba su tiempo y esfuerzo a estudiar temas tan complicados y a ayudar al profesor en sus particulares experimentos. En realidad, Fritz era un joven inteligente y muy hábil. Se había enamorado hacía muchos meses de Elisa, la hija del profesor, de ojos azules y cabello dorado. La joven le había hecho saber que él no le era indiferente, pero no se atrevía a aparecer frente a la familia como un pretendiente formal. Le hubiera sido muy difícil ver a la muchacha de no haberse hecho imprescindible para el profesor. Éste lo llamaba frecuentemente a su casa, y el joven iba y se sometía de buena gana a cualquier tipo de experimento con tal de recibir a cambio una mirada especialmente cálida de Elisa, o el roce de su pequeña mano.
Fritz von Hartmann era un joven bastante apuesto. Su familia poseía una buena cantidad de tierras que cuando su padre muriera, pasaría a él. Era para muchos lo que comúnmente se considera un buen partido. Pero no era bien visto por la esposa del profesor. La mujer ponía mala cara cada vez que lo encontraba en su casa y sermoneaba al profesor por permitir que un lobo de esa clase rondara cerca de su ovejita. La verdad es que Fritz tenía mala fama. No había duelo, desorden o alboroto de los que el joven no formara parte, y en el que no fuera uno de los cabecillas.
Nadie tenía peor lenguaje ni era más violento. Nadie bebía más, nadie jugaba a las cartas más frecuentemente. Y nadie era más haragán. Por eso era entendible ver que la buena señora Von Baumgarten protegiera a su hija bajo el ala y se quejara de las atenciones de un personaje de esa clase. Pero el profesor estaba demasiado enfrascado en sus extraños estudios como para reflexionar sobre el asunto y elaborar alguna opinión, favorable o desfavorable, sobre la cercanía del joven. Desde hacía varios años, al profesor lo obsesionaba un tema que se repetía constantemente en sus pensamientos.
Todos sus experimentos y teorías giraban sobre ese punto. Cien veces por día se preguntaba si sería factible que un espíritu humano existiese separado de su cuerpo durante un tiempo y que después volviese a él. La primera vez que se le ocurrió esta posibilidad, su mente científica la rechazó. Chocaba mucho con ideas anteriores y prejuicios científicos. Pero poco a poco empezó a avanzar más y más por el camino de la investigación, y su pensamiento rechazó todas las antiguas trabas. Era posible que la mente existiera lejos de la materia. Había muchas cosas que le hacían pensar así. Se le ocurrió que la cuestión podía resolver- se definitivamente mediante un experimento audaz y original. Sorprendió al mundo científico con un famoso artículo sobre las entidades invisibles.
En ese artículo decía: "En condiciones especiales, es evidente que el alma o mente se separa sola del cuerpo. Así sucede con las personas hipnotizadas: el cuerpo queda en estado cataléptico, pero el espíritu lo ha abandonado. Tal vez me contestarán que el alma se encuentra ahí, pero durmiendo. Responderé que no, si no ¿cómo explicaríamos la clarividencia? La clarividencia ha sido desacreditada por falsos y fraudulentos adivinos, pero su realidad puede ser demostrada con facilidad. Lo comprobé yo mismo, usando a una persona sensitiva.
Esa persona me dijo detalladamente lo que sucedía en una habitación de otra casa. ¿Cómo explicarán eso? Sólo se explica aceptando que el alma ha abandonado al cuerpo y está vagando por el espacio. No podemos ver esas idas y vueltas porque el espíritu es invisible. Pero podemos ver los efectos en el cuerpo del sujeto, tanto rígido e inanimado, como tratando de narrar sensaciones que nunca hubieran podido llegar a él por medios naturales. Sólo se me ocurre una forma de demostrar este hecho. Y es la siguiente: nosotros somos seres carnales, incapaces de ver espíritus, pero nuestros propios espíritus pueden ser separados de nuestro cuerpo y darse cuenta de la presencia de los otros. Mi intención es hipnotizar a uno de mis discípulos. Luego yo me hipnotizaré a mí mismo. Utilizaré un método que ya puse a prueba antes y que me resulta fácil. Si mi teoría es cierta, mi espíritu podrá encontrar el espíritu de mi alumno y comunicarse con él sin dificultad puesto que los dos estaremos separados de nuestros cuerpos. Trataré de comunicar el resultado de esta experiencia en el próximo número de éste periódico".
El profesor cumplió con su promesa y publicó un informe sobre lo que había ocurrido. La historia era tan extraordinaria que en general fue recibida con incredulidad. En algunos periódicos que comentaron este artículo el tono era tan ofensivo, que el profesor se enojó. Dijo que nunca más volvería a tocar ese tema y fue escrupulosamente fiel a su palabra. Pero este relato fue reunido aquí recurriendo a las más auténticas fuentes y los hechos citados son esencialmente ciertos.
Sucedió de esta manera. Fue poco tiempo después de que al profesor Von Baumgarten se le ocurriera la idea del experimento. Estaba caminando hacia su casa, abstraído en sus pensamientos después de un largo día de laboratorio. Fue cuando se cruzó con un nutrido grupo de estudiantes alborotadores que acaban de salir de un bar. El cabecilla, medio borracho y escandaloso, era Fritz von Hartmann. El profesor pasó junto a ellos y siguió de largo, pero el joven Fritz lo interceptó:
-¡Mi respetado maestro! -dijo tirándole de la manga y acercándolo a él-. Tengo que decirle algo y ahora es el mejor momento porque tengo una buena cerveza zumbando en mi cabeza.
-¿Qué desea, Fritz? -preguntó el profesor con sorpresa.
-Escuché decir que está a punto de realizar un nuevo experimento, un experimento prodigioso por el que retirará un alma del cuerpo y luego se la devolverá.
-Es cierto.
-¿Y quién querrá prestarse a ese experimento? ¿Y si el alma sale y después no quiere volver? Sería un gran problema. ¿Quién se animaría a correr semejante riesgo?
-Pero, Fritz -exclamó el sorprendido profesor-. Esperaba que colaborara usted conmigo. No me va a dejar solo en este intento. Piense en su gloria futura.
-¡De ninguna manera! -gritó enojado el estudiante-. ¡Siempre estuve dispuesto a realizar sus experimentos! ¿No estuve dos horas sobre un aislador de vidrio mientras usted descargaba electricidad en mi cuerpo? ¿No me estropeó la digestión con una corriente galvánica en el estómago mientras estimulaba mis nervios frénicos? ¿Cuántas veces me hipnotizó? ¿Y qué obtuve a cambio? Nada. Y ahora quiere sacarme el alma como si fuera el engranaje de un reloj. ¡Esto es demasiado!
-¡Oh querido muchacho! -dijo el profesor muy afligido-. Todo lo que ha dicho es cierto. Nunca me había detenido a pensarlo. ¿Puedo hacer algo para recompensarle? Lo que me pida; estoy dispuesto a ello.
Fritz, muy seriamente, contestó:
-Lo ayudaré si me promete que después de este experimento me dará la mano de su hija. Ésas son mis condiciones. Si no, no quiero saber nada de todo esto.
El profesor, asombrado, permaneció en silencio. Luego dijo:
-¿Y qué dirá mi hija sobre su petición?
-Elisa estará contenta. Hace tiempo que nos queremos.
-Entonces -dijo el profesor con convicción- le concederé su mano. Usted es un joven de buen corazón y uno de los mejores neuróticos que conocí en mi vida...cuando no está bajo la influencia del alcohol. Tengo programado mi experimento para el cuatro del mes próximo. Venga al laboratorio fisiológico a las doce en punto. Será un gran momento. Los científicos más importantes de Alemania vendrán a vernos.
-Seré puntual -contestó el estudiante.
Los dos hombres se fueron cada uno por su lado. El profesor caminó lentamente hacia su casa, pensando en el gran evento que pronto iba a protagonizar. El joven siguió la juerga con sus compañeros pensando en los ojos azules de Elisa y en el trato que había hecho con su padre.
No había exagerado el profesor al hablar del interés que había provocado su nuevo experimento. Una constelación de talentosos hombres de ciencia había llenado la habitación mucho antes de la hora anunciada. Habían venido grandes eminencias del espiritismo y un especialista muy famoso en centros cerebrales. Todos habían recorrido grandes distancias y estaban entusiasmados y atentos. Cuando aparecieron el profesor Von Baumgarten y su alumno sobre el estrado, sonaron enormes aplausos. El profesor explicó en pocas palabras en qué consistía la comprobación que iba a llevar a cabo y cuáles eran sus objetivos.
-Hipnotizaré al joven aquí presente -dijo el sabio- y luego yo mismo me pondré en trance. Aunque nuestros cuerpos estarán inmóviles, espero que nuestros espíritus puedan encontrarse. Al cabo de un tiempo, todo volverá a su curso normal. Nuestros espíritus regresarán a sus cuerpos y las cosas serán como siempre han sido. Con su permiso, procederemos a efectuar la prueba.
Se reanudaron los aplausos y el público buscó el mejor lugar para observar en respetuoso silencioso. El profesor hipnotizó al joven con apenas unos rápidos pases. El muchacho cayó inerte sobre su silla. Estaba rígido y pálido. Entonces, el profesor tomó una brillante bola de cristal del bolsillo y concentró la mirada en ella. Efectuó un esfuerzo mental y logró hipnotizarse a sí mismo. Se escuchó un extraño e impresionante suspiro en la audiencia que contemplaba al joven y al viejo en suspensión vital. ¿Dónde estarían ahora sus almas? ¿Dónde habrían ido? Ésas eran las preguntas que se hacían todos los espectadores.
Pasaron cinco minutos, luego diez, luego quince y luego otros quince. El profesor y su discípulo continuaban sentados, rígidos e inmóviles sobre el estrado. Durante ese tiempo no se oyó el mínimo sonido entre los sabios reunidos. Todas las miradas estaban clavadas en los dos rostros pálidos, buscando las primeras señales de conciencia. Tuvo que pasar una hora para que
la paciencia de los espectadores tuviera su recompensa. Se colorearon ligeramente las mejillas del profesor Von Baumgarten. El alma estaba regresando a su residencia terrenal. De pronto, como si estuviera despertando de un sueño, el profesor estiró sus brazos largos y delgados. Se frotó los ojos y levantándose de su silla miró hacia todos lados, como si le costara darse cuenta del lugar y la situación en que se encontraba. Con gran sorpresa y disgusto de la mayor parte del público, el profesor lanzó una terrible maldición. A continuación preguntó:
-¿Dónde demonios estoy? ¿Qué infiernos ocurrió? ¡Pero si ya recuerdo! Estoy en un absurdo experimento hipnótico. Pero puedo asegurarles que esta vez no tuvo éxito porque no recuerdo nada de nada desde que quedé inconsciente. Hicieron un largo viaje para nada mis distinguidos sabios amigos. Todo esto sólo ha sido una broma muy graciosa.
Mientras decía esto, el profesor reía a carcajadas y se golpeaba los muslos. El publico se sintió terriblemente agredido por este comportamiento increíble La cosa hubiera terminando muy mal si no hubiera intervenido el joven Fritz von Hartmann. Acababa de recobrar sus sentidos y se había puesto de pie. Avanzando hacia el público dijo:
-Tengo que pedir disculpas por la conducta de este hombre. Si bien pudo parecerles serio al principio del experimento, es un muchacho muy atolondrado. Todavía está bajo los efectos de la reacción hipnótica. No lo podemos culpar entonces, por sus pobres palabras. Ahora, si hablamos del experimento, yo no creo que haya fallado. Existe la posibilidad de que nuestros espíritus se hayan comunicado en el espacio. Lamentablemente, nuestra memoria corporal es burda, muy distinta de la de nuestro espíritu. Tal vez por eso no podamos recordar lo ocurrido. De ahora en más pondré todas mis energías en crear algún medio por el cual los espíritus puedan recordar lo que les ocurre cuando vuelan libremente. Cuando lo haya logrado, espero poder tener el honor de reunir a este respetable público de nuevo, otra vez en esta sala, y demostrarles el resultado.
Este comentario causó una gran sorpresa entre los asistentes. Especialmente por haberlo expresado un estudiante tan joven. Algunos sabios se sintieron ofendidos, pensaban que el joven se daba aires de importancia que en realidad no le correspondían.
Pero en su mayoría, el público lo consideró una futura promesa de la ciencia. Y no pudieron dejar de hacer comparaciones entre su conducta, tan digna, y la del profesor, que durante la explicación del joven no dejaba de reírse a carcajada limpia desde un rincón, sin preocuparse por el fracaso de su prueba.
A pesar de que todos aquellos hombres eminentes habían dejado la sala con la sensación de que no habían visto nada para tener en cuenta, había sucedido antes sus ojos uno de los hechos más maravillosos de toda la historia del mundo. La teoría del profesor Von Baumgarten de que su espíritu y el de su alumno se habían alejado de su cuerpo durante el experimento, era totalmente correcta. Pero una extraña e inesperada complicación se había producido. Al regresar, el espíritu de Fritz von Hartmann se había introducido en el cuerpo de Alexis von Baumgarten y el de Alexis von Baumgarten en el cuerpo de Fritz von Hartmann. Eso explicaba las palabras superficiales y torpes que había pronunciado el profesor, y las elogiables y serias frases que había dicho el atolondrado estudiante. Era un hecho sin precedentes, pero nadie se había dado cuenta, ni siquiera los propios involucrados.
El cuerpo del profesor sintió de repente que tenía la garganta seca. Todavía seguía riéndose del experimento cuando salió a la calle, porque el alma de Fritz se alegraba internamente de haber ganado a su novia sin ningún esfuerzo especial. Lo primero que pensó fue ir a verla, pero frenó su impulso. Pensó que debía darle tiempo al profesor Von Baumgarten de informarle a su esposa el trato que habían realizado. Así que se dirigió a la cervecería, uno de los lugares preferidos de los estudiantes. Mientras caminaba hacia el lugar donde esperaba apagar su sed, agitaba ruidosamente el bastón en el aire. Sin dudar un instante, buscó la salita reservada donde ya se habían acomodado más de media docena de sus compañeros más alegres.
-¡Sabía que los encontraría aquí! ¡Bravo! Terminen sus bebidas y pidan lo que quieran que hoy invito yo.
Los estudiantes no se hubieran sentido más sorprendidos si el hombrecito verde que estaba pintado en el cartel de la cervecería que colgaba sobre la puerta hubiera bajado repentinamente y entrado al salón exigiendo una botella de cerveza. No podían creer en la inesperada llegada del respetable profesor. Durante un minuto o dos, la sorpresa no les permitió reaccionar y se quedaron en silencio, sin ser capaces de responder a la invitación.
De pronto el profesor maldijo y resopló preguntando:
-¿Qué demonios les pasa? ¿Por qué se quedan mirándome como cerdos enamorados? ¿Sucede algo especial?
-Es que esta invitación es un honor... -pudo tartamudear uno de sus alumnos.
-¡Pero qué honor ni honor! -respondió enojado el profesor-. ¿Piensan que porque hice una exhibición de hipnotismo frente a un montón de fósiles me voy a sentir tan orgulloso? ¿Y que no voy a querer unirme a mis viejos y queridos amigos? ¿Por qué no me alcanzan una silla? Creo que ya es hora de que presida esta reunión. ¿Qué quieren tomar? Pidan lo que quieran y que lo anoten en mi cuenta.
No se recuerda en aquella cervecería ninguna otra tarde como aquélla. Alegremente iban de aquí para allá las espumosas jarras de cerveza y la verdes botellas de vino del Rin. Poco a poco los estudiantes perdieron la timidez que al principio les producía la presencia de su profesor. Especialmente al verlo cantar y regir. Y no fue lo único especial que hizo. También mantuvo en equilibrio sobre su nariz una pipa muy larga y apostó que ganaría en una carrera de cien metros contra cualquier miembro del grupo que se atreviera a correr junto a él. Del otro lado de la puerta, el propietario de la cervecería y la camarera murmuraban sorprendidos frente a la increíble conducta del ilustre profesor. Mucho más tuvieron para murmurar después, cuando el distinguido caballero le dio al propietario una palmada y besó a la camarera detrás de la puerta de la cocina.
-Caballeros -dijo el profesor mientras se ponía de pie, balanceándose ligeramente-. Creo que debo explicarles la causa de esta celebración.
-¡Que hable, que hable, que hable! -gritaron los estudiantes golpeando sus vasos contra la mesa.
-Amigos míos, debo comunicarles que voy a casarme muy pronto. Por lo menos, eso espero -dijo el profesor con los ojos brillándole a través de los lentes.
Un estudiante, un poco más atrevido que los demás, preguntó:
-¡Casarse! Pero, ¿falleció la señora?
-¿Qué señora?
-¿Y qué señora va a ser? La señora Von Baumgarten, por supuesto.

-Ah -dijo riendo el profesor. Veo que ya saben todo lo mío... No, no murió. Pero estoy seguro que no se opondrá a mi casamiento.
-¡Qué considerado de su parte! -dijo un joven.
-En realidad -dijo el profesor- espero que acepte esta situación y me ayude a congraciarme con mi futura esposa. Es cierto que la señora y yo nunca nos hemos llevado muy bien, pero ahora espero que todo eso haya pasado y que cuando me case venga a vivir con nosotros.
-¡Seguramente se convertirán en una familia muy feliz! - comentó alguien.
-Así lo espero. ¡Y me gustaría que todos ustedes asistieran a la boda! ¡No haré nombres pero pido ahora un brindis por mi futura esposa !
-¡A su salud! ¡Por la futura esposa! -clamaron los estudiantes con grandes carcajadas. Y así continuó la fiesta, alegre y tumultuosa, en la que todos seguían el ejemplo del profesor y bebían y brindaban por la mujer de su corazón.

Al mismo tiempo en que se realizaba esta festiva reunión, en otro lugar se sucedía una escena muy diferente. El joven Fritz von Hartmann, con una actitud solemne y reservada, revisó algunos instrumentos matemáticos y salió a la calle, caminando según su costumbre, lenta y pensativamente. Delante de él iba a paso vivo el profesor de anatomía, así que aceleró su marcha hasta alcanzarlo.
-Profesor -dijo dándole unas palmaditas en el brazo-. Recuerdo ahora que el otro día me preguntó acerca del revestimiento de las arterias cerebrales. Yo creo que...
-¡Pero quién se cree usted que es! ¿Qué demonios pretende? -dijo indignado el agrio profesor de anatomía-. ¡Tendré que informar de su comportamiento a la Junta Académica!
Y con esta amenaza, el antipático señor giró en redondo y se marchó rápidamente.
Von Hartmann se sintió muy sorprendido frente a esa reacción desproporcionada. -Debe ser a causa del fracaso de mi experimento -dijo para si y continuó malhumorado su camino. Le esperaban nuevas sorpresa. Se le acercaron de pronto dos jóvenes estudiantes. En lugar de saludarlo sacándose las gorras, o de mostrarle alguna señal de respeto, al verlo lanzaron un grito. Corrieron hacia él y lo tomaron cada uno de un brazo mientras lo arrastraban con ellos.
-¡Dios mío! ¿Qué pasa? ¿Dónde me llevan?
-A que te tragues una buena botella de cerveza con nosotros -contestaron los estudiantes con expresión divertida-. ¡Vamos! ¡Ésta es una invitación a la que nunca pudiste negarte!
-¡Jamás escuché una falta de respeto semejante! -gritó Von Hartmann-. iSuéltenme ya! ¡Los suspenderé! ¡Déjenme ahora mismo, he dicho!
-Así que estás de mal humor -le respondieron-. Que te vayas con viento fresco... La podemos pasar muy bien sin tu presencia.
-¡Sé quiénes son y haré que paguen por esto! -gritó furioso Von Hartmann. Y continuó su camino realmente enojado por estos dos penosos episodios. La señora Von Baumgarten se encontraba mirando por la ventana. Se preguntaba por qué su esposo se retrasaba para la cena. ¡Cómo no iba a sorprenderse al ver aproximarse al joven estudiante! No esperaba ver al muchacho, quien verdaderamente le inspiraba una enorme antipatía. Si había logrado entrar en su casa había sido sólo por el profesor y en contra de sus deseos. La sorpresa de la mujer iba aumentando al verlo pasar por la puerta del jardín y acercarse por el sendero con un aire de dueño del lugar. No podía creer lo que veía y se dirigió a la puerta en guardia, armada de sus más profundos instintos maternales. La hermosa Elisa también había visto desde la ventana del primer piso ese avanzar atrevido de su enamorado y su corazón latía rápidamente, mezclando sentimientos de asombro y orgullo.
-Buenos días, caballero -saludó la señora Von Baumgarten al intruso, al mismo tiempo que le bloqueaba con sequedad la puerta abierta.
-Sí, es un día espléndido, Martha -respondió el otro-. Pero por favor, no te quedes como una estatua y sírveme ya la cena. Vengo muerto de hambre.

-iPero cómo...! ¿Martha? ¿La cena... -dijo la señora mientras retrocedía sorprendida.
-¡Sí Martha, la cena! -gritó Von Hartmann que ya empezaba a enojarse-. ¿Qué tiene de extraño mi pedido? Sobre todo, considerando que estuve afuera todo el día. Esperaré en el comedor. Sírveme lo que quieras. Salchichas, ciruelas..., cualquier cosa. Lo que encuentres a mano. ¿Pero por qué te quedas parada mirándome? Mujer, ¿piensas mover tus piernas de una vez, o qué?
El tono indignado de este último comentario provocó que la buena señora Von Baumgarten corriera a la cocina, donde se encerró presa de un violento ataque de histeria. Von Baumgarten fue a la sala y se sentó en el sofá invadido del peor de los humores.
-¡Elisa! -gritó-. ¡Elisa! ¿Pero dónde diablos se ha metido esta chica?
La joven sintió el irritado llamado y bajó tímidamente la escalera. Al encontrarse frente a su amado dijo:
-¡Mi querido! ¿Hiciste todo esto por mí? ¿Fue un truco para poder verme?
La joven abrazó apretadamente al profesor provocándole un ataque de rabia. Durante unos minutos no pudo decir nada, se había quedado sin habla a causa de la indignación. Sólo podía lanzarle a la joven miradas llameantes de furia y apretar los puños, mientras trataba de desembarazarse de su abrazo. Cuando logró hablar, lo hizo de forma tan violenta que asustó a la muchacha quien se alejó unos pasos y quedó petrificada de miedo.
-¡Nunca en mi vida me pasaron tantas cosas malas como en este día! -estalló Von Hartmann mientras daba una patada al piso-. Mi experimento fracasó, el profesor de anatomía me insultó, dos de mis estudiantes me arrastraron por la calle. Luego mi esposa casi se desmaya porque le pido la cena y mi hija se tira sobre mí y me abraza como a un oso, sin dejarme ni respirar.
-¿Te sientes bien?- respondió la muchacha-. Te noto muy raro, parece que estuvieras desvariando y ni siquiera me has besado.
-No, y tampoco lo haré -dijo Von Hartmann-. ¿Qué modales son ésos7 ¡Deberías avergonzarte! ¿Por qué no vas a traerme mis zapatillas7 ¿Y por qué no ayudas también a tu madre a preparar la cena?
-¿Y para esto te amé apasionadamente durante más de diez meses? -gritó Elisa mientras lloraba histéricamente-. ¿Para eso desafié el enojo de mi madre? ¡Creo que rompiste mi corazón! ¡Estoy segura de que lo rompiste!

-¡No soporto más! -gritó furioso Von Hartmann-. ¿Qué diablos estás diciendo? ¿Qué hice yo hace diez meses que te inspirara tanto afecto hacia mí? Si realmente me quieres tanto, sería mejor que fueras a la cocina y me trajeras ya un poco de salchicha y otro poco de pan, en vez de decir tantas tonterías juntas.
-¡Mi querido! -dijo la joven mientras se arrojaba a los brazos de quien creía su amado-. Me doy cuenta de que estás bromeando. ¿Quieres asustar a tu pequeña Elisa?
En el momento del inesperado abrazo, Von Hartmann estaba reclinándose sobre un costado del sillón, que se encontraba bastante desvencijado. Al lado del sofá había un tanque lleno de agua. El profesor lo utilizaba para realizar experimentos con huevos de peces y debía mantenerlos en esa habitación con el fin de obtener la temperatura ideal. El peso de la joven sobre él, combinado con el empuje con que se arrojó a sus brazos lograron que el gastado sofá cediera hacia atrás. El cuerpo del pobre estudiante fue a parar al tanque, donde quedaron incrustados su cabeza y sus hombros. Mientras tanto, sus extremidades inferiores pateaban inútilmente el aire. Ese episodio rebalsó el vaso de la agotada paciencia del profesor. Con dificultad pudo liberarse de esa postura incómoda, y lanzando un grito de furia se lanzó fuera de la casa. En vano fueron las súplicas de Elisa. El profesor tomó su sombrero y despeinado y chorreando agua salió a buscar algún bar donde obtener la comida y la comodidad que le negaban en su casa.
El espíritu de Von Baumgarten iba metido adentro del cuerpo del joven Von Hartmann y recorría el camino que llevaba al centro de la ciudad. Seguía protestando a viva voz por la mala suerte de ese día cuando divisó a un hombre viejo muy alcoholizado. Von Hartmann se quedó esperando a un costado de la calle y observó al hombre tambalearse de un lado a otro mientras tarareaba una obscena canción de estudiantes. Al principio, lo único que le llamó la atención fue ver a un hombre de apariencia respetable en tan lamentable condición. A medida que este individuo se acercaba a él sintió que lo conocía, pero no podía recordar cuándo o dónde lo había visto antes. La impresión se hizo más fuerte al verlo más de cerca. Por las dudas, avanzó unos pasos y lo miró cuidadosamente.
-Hola- dijo el borracho mirándolo fijamente mientras trataba de mantener su equilibrio-. ¿De dónde demonios te conozco? Sé que te conozco tanto como de toda la vida, pero ahora no recuerdo bien de dónde... ¿Quién diablos eres?
-Soy el profesor Von Baumgarten -dijo el de cuerpo de estudiante-. ¿Me permite preguntarle quién es usted? Sus facciones me resultan extrañamente familiares.
-No mientas, amigo mío. Eso es muy feo -dijo el otro-.Yo sé que no eres el profesor porque él es un hombre viejo y horrible. En cambio tú eres un muchacho alto, agradable y de anchos hombros. Yo te diré quien soy yo: Fritz von Hartmann, a tus órdenes.
-Le aseguró que ése no es usted -exclamó el cuerpo de Von Hartmann-. En todo caso será su padre. Pero, dígame señor, ¿se dio cuenta de que lleva mis gemelos y la cadena de mi reloj?
-¡Maldición! -respondió el otro-. Si ésos no son los pantalones que mi sastre quiere que le pague, prometo no volver a beber cerveza en mi vida.
En ese momento, Von Hartman se pasó una mano por la frente. Estaba agobiado por todas las cosas insólitas que le habían ocurrido aquel día. Bajó la mirada y la casualidad hizo que se viera reflejado en un charco de lluvia que se encontraba en la mitad de la calle. Pudo entonces comprobar con gran asombro que su cara era la de un joven y su traje el de un estudiante, y su imagen se veía opuesta, en todo sentido, a la seria y responsable apariencia académica que debía corresponderle. En ese mismo momento, su rápida mente comprendió la secuencia de los últimos hechos ocurridos en su vida y sacó una certera conclusión. La impresión lo hizo tambalearse, también a él.
-¡Dios mío! -gritó desesperado y golpeándose el pecho-. Ahora comprendo qué pasó. Nuestras almas fueron a los cuerpos equivocados. Yo soy usted, usted es yo. He demostrado mi teoría... ¡pero con qué costo! ¿Deberá la mente más erudita de toda Europa tener que vivir dentro de una envoltura tan vacía? ¡Oh, el trabajo de toda una vida arruinado para siempre!
-Yo lo comprendo -dijo el verdadero Von Hartmann desde el cuerpo del profesor. Y puedo entender muy bien lo que siente. Pero no golpée así a mi pobrecito cuerpo. Estaba en excelentes condiciones cuando usted lo recibió. En cambio, ahora está totalmente mojado y mi camisa está arrugada y tiene un olor espantoso.
-¡Qué importancia tienen esos detalles si vamos a tener que quedarnos así para siempre! -contestó Von Baumgarten desde el cuerpo de Von Hartmann-. Pude probar mi teoría, pero de un modo terrible.
-Si yo pensara como usted -le contestó el espíritu del estudiante- sí que sería terrible. ¿Cómo podría ser mi vida de ahora en más metido en este cuerpo quebradizo y viejo? ¿Cómo haría para cortejar a Elisa y convencerla de que no soy su padre? Gracias a Dios que a pesar de la cerveza, que hoy me cayó peor que nunca porque su cuerpo no resiste lo que resiste el mío, se me ocurrió una salida para nuestros problemas.
-¿Cuál? -preguntó anhelante el profesor.
-Repetir el experimento. Creo que si otra vez dejamos a nuestras almas en libertad tendremos bastantes posibilidades de que encuentren un camino de regreso a sus respectivos cuerpos.
Como un ahogado se aferra a un madero, así se aferró el espíritu de Von Baumgarten a esta propuesta. Rápidamente arrastró a su propio cuerpo a un costado de la calle y lo puso en trance. Inmediatamente sacó la bola de cristal de su bolsillo y logró también él quedar en suspensión vital.
Durante la hora siguiente pasaron por allí muchos estudiantes. Algunos se detuvieron asombrados al ver al profesor de Fisiología y su estudiante preferido semidesvanecidos sobre un banco lleno de barro. Pronto se reunió alrededor de ellos una multitud que discutía la posibilidad de llamar a una ambulancia para llevarlos al hospital. Pero en ese momento, el sabio profesor abrió los ojos y miró con aire ausente a su alrededor. Parecía no saber cómo había llegado hasta allí. Y de pronto alzó sus brazos delgados sobre su cabeza y gritó con felicidad:
-¡Dios me proteja! ¡Soy yo! ¡Soy yo de nuevo! ¡Me doy cuenta!
La sorpresa de la multitud se hizo aún más grande cuando el estudiante saltó del banco gritando lo mismo y los dos se tomaban de los brazos haciendo unos pasos de baile muy extraños. Después de ese extraño episodio hubo muchas dudas sobre la sanidad mental de sus protagonistas. El profesor publicó sus experiencias en el periódico médico, pero sus colegas le aconsejaron vigilar su mente si no quería terminar en un manicomio. El estudiante también comprobó en carne propia que era mejor no hablar más sobre el tema.
Cuando el serio profesor volvió a su casa, no encontró el cálido recibimiento que podría desear después de tan singulares aventuras. Al contrario. Ambas mujeres le reprocharon su olor a alcohol y a tabaco y el haber estado ausente cuando un joven sinvergüenza se había introducido en la casa y le había faltado el respeto a sus ocupantes. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que el clima familiar del hogar del profesor volviera a su tranquilidad habitual. Y todavía mucho más hasta que se viera entrar a esa casa al joven Von Hartmann. Pero la paciencia y la constancia dan sus frutos, y el estudiante logró finalmente tranquilizar a las enojadas damas y establecerse en el hogar. Y ya no debe preocuparse más por la antipatía de la esposa del profesor porque él se ha convertido en el capitán Von Hartmann, del ejército del emperador y su encantadora esposa Elisa ya le regaló dos pequeños futuros soldaditos, como claro y positivo símbolo de su amor.

viernes, 3 de junio de 2011

Agatha Christie LA MUERTE DE LORD EDGWARE



Agatha Christie
LA MUERTE DE LORD
EDGWARE

DRAMATIS PERSONAE
Charlotte ADAMS.
Excelente actriz judía, americana, excepcional imitadora de estrellas.
Lucy ADAMS.
Hermana menor de Charlotte.
ALTON.
Afeminado mayordomo de lord Edgware.
Alice BENNET.
Sirvienta de miss Adams.
CARROLL.
Secretaria de lord Edgware.
Jenny DRIVER.
Dueña de una casa de modas y amiga de actrices y cineastas.
George Marsh, LORD EDGWARE.
Esposo de la Wilkinson, hombre multimillonario y excéntrico.
ELLIS.
Camarera de Jane Wilkinson.
HASTINGS.
Capitán, gran amigo y colaborador de Hércules Poirot.
JAPP.
Inspector de Policía.
JOBSON.
Chófer taxista.
Geraldine MARSH.
Bella hija de lord Edgware.
Ronald MARSH.
Sobrino del citado lord.
Bryan MARTIN.
Uno de los más famosos artistas de cine; hombre apuesto y elegante, con gran
partido entre las damas.
MAXON.
Abogado de Jane Wilkinson.
Duque de MERTON
Joven distinguido, culto y rico, deseado por la citada Wilkinson.
Hércules POIROT.
Famoso detective y protagonista de esta novela.
Donald Ross.
Actor bastante conocido y contertulio asiduo de sir Montagu.
Sir Montagu CORNER.
Potentado aristócrata, mecenas cinematográfico.
WIDBURN.
Un matrimonio amigo de la Adams y de sir Montagu.
Jane WILKINSON.
Inteligente actriz norteamericana y bellísima mujer a la que muchos pretenden.





CAPITULO UNO
UNA REPRESENTACIÓN TEATRAL
El público es sumamente olvidadizo. El asesinato de George Alfred Saint
Vincent Marsh, cuarto barón de Edgware, que tan intensamente apasionó a la
opinión, ha pasado ya al olvido y otros hechos posteriores han acaparado su
interés.
Debo confesar que por expreso deseo de mi amigo Hércules Poirot no figuró
su nombre en el suceso, ya que si intervino en él no fue por su propia voluntad.
Los laureles, por tanto, se los llevaron los demás, como él quería, pues, desde
su punto de vista, aquello constituyó uno de sus fracasos, ya que si consiguió
ponerse, por fin, sobre la verdadera pista del criminal fue debido a sorprender
en la calle cierta conversación que sostenían dos desconocidos.
De todos modos, lo cierto es que él fue quien descubrió al asesino.
Mi opinión personal coincide con la de mi amigo en que, aun no habiendo
sido descubierto el culpable, es muy improbable que el crimen le hubiese
servido a éste para lograr sus propósitos.
Y ahora creo que ha llegado el momento de explicar cuanto sé del suceso,
diciendo también que al relatarlo cumplo los deseos de una de las mujeres más
hermosas que he conocido. Me acordaré siempre del día en que Poirot,
paseándose a grandes zancadas por la habitación de nuestra casa, nos contó
lo ocurrido.
Mi relato empieza en un teatro de Londres, en el mes de junio del pasado
año. Por entonces hacía furor la actriz teatral Charlotte Adams. El año anterior
debutó con gran éxito y estuvo trabajando unos días. Pero al siguiente actuó
durante tres semanas en uno de los más importantes teatros de la capital,
siendo aquella noche la de su despedida.
Charlotte Adams era una muchacha norteamericana, de gran talento. Se
presentaba en escena sola, sin maquillaje y sin ningún decorado. Su trabajo
consistía en imitar a un sinfín de personalidades de todos los países. Hablaba
con facilidad varios idiomas. Uno de los números de su repertorio, Una noche
en un hotel extranjero, era realmente asombroso. Parodiaba, uno tras otro, a
americanos, a turistas alemanes, a toda una familia inglesa de clase media, a
muchachas de dudosa moralidad, a nobles rusos arruinados, sin omitir a los
serviciales camareros.
Las escenas representadas, unas eran alegres y otras tristes,
alternativamente. Por ejemplo, la Muerte de una mujer checoslovaca en un
hospital ponía un nudo en la garganta de los espectadores; pero al poco rato se
desternillaba uno de risa ante la amabilidad de un dentista con sus futuras
víctimas.
La función se terminaba con lo que ella llamaba Algunas imitaciones, en las
cuales estaba de nuevo maravillosa. Sin la menor caracterización, sus rasgos
parecían deformarse para adquirir los de algún célebre político, o los de alguna
actriz famosa, o los de alguna bella mundana. En cada caracterización
empleaba la manera de hablar especial que el personaje requería, resultando
maravillosamente exacta.
Una de sus últimas imitaciones fue la de Jane Wilkinson, inteligente artista
norteamericana, célebre en Londres por su cálida voz. Yo había sido gran
admirador suyo. Me entusiasmaban las interpretaciones que hacía de los
personajes y muchas veces llegué a pelearme con quienes decían que de
hermosa tenía mucho, pero de artista nada.
Jane Wilkinson era una de esas actrices que dejan el teatro al casarse, pero
que a los pocos años vuelven a él.
Tres años antes habíase casado con el riquísimo, aunque algo excéntrico,
lord Edgware. Corrieron rumores de que le abandonó al poco tiempo. Lo cierto
fue que año y medio después del casamiento empezó a trabajar en los estudios
cinematográficos de América, y que en aquella temporada interpretó algunas
obras en Londres.
Uno de los gestos de Charlotte Adams, imitando a Jane Wilkinson, me hizo
soltar una alegre carcajada, que fue seguida por otra que alguien lanzó a mi
espalda. Me volví para ver quién era y me encontré ante la propia imitada, lady
Edgware, más conocida por Jane Wilkinson.
Al terminar la representación, la actriz aplaudió calurosamente y, riéndose, se
volvió hacia su acompañante, hombre de gran belleza física, belleza que
recordaba algo de las estatuas griegas, y en quien reconocí a uno de los
artistas más famosos de la pantalla, Bryan Martin, el héroe cinematográfico del
momento. Él y Jane Wilkinson habían aparecido juntos en varias películas.
—Es maravilloso, ¿verdad? —decía lady Edgware. Él se echó a reír.
—Estás muy entusiasmada. Jane.
—Pero ¡si es estupenda! Lo hace mucho mejor de lo que yo creía.
Lo que ocurrió más tarde fue verdadera coincidencia.
Después del teatro, Poirot y yo fuimos a tomar algo al Savoy. En la mesa
próxima a la nuestra estaban lady Edgware, Bryan Martin y otras dos personas
que yo no conocía. Le hice notar a Poirot que estábamos al lado de lady
Edgware. Mientras se lo estaba diciendo, otras dos personas, un hombre y una
mujer, se sentaron en otra mesa cercana. El rostro de ella me era familiar,
aunque de momento no pude recordar quién era. De pronto me di cuenta de
que se trataba de Charlotte Adams. A su acompañante no le conocía. Era un
joven alto, de rostro simpático, pero algo atontado.
—Le dije a Poirot quién era la recién llegada, y mi amigo miró hacia su mesa
y también hacia la de Jane Wilkinson.
—¿Es esa lady Edgware? ¡Sí; ahora recuerdo!... La he visto trabajar alguna
vez; es una belle femme.
—Y una gran actriz.
—Quizá.
—No parece muy convencido.
—Creo, amigo mío, que su triunfo es debido a los que la rodean; sí tiene el
principal papel de la obra, si todos se mueven a su alrededor como sombras...,
claro que puede destacarse; pero dudo que pudiese hacer un papel de los que
se llaman de carácter. Además, la obra se escribe para ella. A mí me hace el
efecto de que es una mujer egocéntrica —se detuvo un momento y luego
añadió—: Las personas así corren en la vida un gran peligro.
—¿Un peligro?
—Por lo que veo, he usado una palabra que te sorprende, mon ami
—y repitió—: Sí, peligro. Porque una mujer semejante no ve más que una
cosa: su persona. Esas mujeres no se dan cuenta de las penas que existen, de
los infinitos dolores que las rodean, de los conflictos de la vida No tienen
presente más que sus propias preocupaciones. Y tarde o temprano..., un
desastre.
Su apreciación era interesante, y me pregunté por qué no se me había
ocurrido a mí pensar en ello.
—¿Y la otra, qué te parece?
—¿Miss Adams? —miró hacia su mesa—. Bien —dijo sonriendo—. ¿Qué
quieres que te diga de ella?
—Pues lo que te parece.
—Mon cheri, ¿soy acaso esta noche un echador de la buenaventura, que lee
en la palma de la mano el carácter?
—Lo harías mejor que muchos —dije.
—Hermosa fe la que tienes en mí, Hastings; cree que me emociona. Tú
sabes, amigo mío, que cada individuo es un oscuro misterio, un laberinto de
conflictos, pasiones, deseos y aptitudes. Mais oui, c'est vrai. Uno se forma una
idea, hace un juicio; pero de diez veces, nueve está equivocado.
—Pero no Hércules Poirot.
—También Hércules Poirot. Ya sé que piensas que soy un vanidoso; sin
embargo, yo te aseguro que soy sumamente humilde. Reí.
—¿Tú, humilde?
—Así es. Menos en lo que se refiere a mi bigote, lo confieso; porque he
observado que no hay otro en Londres que se pueda comparar con él.
—Ya puedes estar seguro —dije secamente. Y añadí—: ¿No quieres decirme
el juicio que te merece Charlotte Adams?
—Elle est artíste —respondió Poirot sencillamente—. Esto es todo.
—Bueno; pero ¿no sabes si corre también algún peligro?
—Todos lo corremos —dijo Poirot con gravedad—. La desgracia pende
siempre sobre nuestras cabezas. Y respecto a tu pregunta
—añadió—, te diré que me parece astuta y algo más. Supongo que te habrás
fijado en que es judía, ¿verdad?
No me había fijado; pero al decírmelo él advertí, en efecto, en la artista
rasgos de su ascendencia semítica.
—Eso es una ventaja, pero al mismo tiempo es un peligro.
—¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres?
—Al amor al dinero; porque el amor al dinero es lo que hace a veces olvidar
la prudencia.
—Eso es general —dije yo.
—Cierto; pero, afortunadamente, a la mayoría de las personas, según por qué
medio, no les interesa obtener dinero, mientras que para los judíos lo
importante es el dinero, cueste lo que cueste el obtenerlo.
En aquel momento llamaron mi atención las cuatro personas sentadas en la
mesa vecina.
—Me parece que has hecho una conquista, Poirot. La hermosa lady Edgware
no te quita ojo.
—Sin duda le habrán dicho quién soy —dijo Poirot, aparentando modestia.
—Me parece que es por tu famoso bigote. Debe de estar asombrada de su
belleza.
Poirot se lo acarició, sonriendo:
—Realmente, es único, amigo mío; «el cepillo de dientes», como tú dices, a
veces causa efectos sorprendentes.
—¡Caramba! Lady Edgware se levanta, al parecer, con intención de
hablarnos, Bryan Martin se opone, pero ella no le hace caso.
Jane Wilkinson se había levantado impetuosamente de su silla y venía hacia
nosotros. Poirot se puso en pie y yo hice lo mismo.
—Es usted monsieur Hércules Poirot, ¿verdad? —preguntó con su armoniosa
voz.
—Servidor de usted, señora
—Monsieur Poirot, deseo hablarle, necesito hablarle.
—Estoy a sus órdenes. ¿Quiere usted sentarse?
—No; aquí, no. Quisiera hablarle reservadamente... Podemos subir a mis
habitaciones.
Bryan Martin se había acercado a nosotros y dijo, riendo:
—Espera un poco, Jane; ten en cuenta que estamos a medio cenar.
—¿Y eso qué importa, Bryan? Pueden subirnos la cena a mis habitaciones,
ordénalo tú mismo y... Oye, Bryan...
Fue tras él y le dijo algo en voz baja. Mientras hablaban miraron varias veces
hacia donde estaba Charlotte Adams, por lo que supuse que se ocupaban de
ella.
Después, Jane vino hacia nosotros, radiante.
—Ahora ya podemos irnos arriba —dijo.
La idea de que nosotros podríamos no aceptar su invitación ni siquiera pasó
por su cerebro.
—Ha sido una suerte que le viese a usted esta noche —dijo mientras nos
dirigíamos al ascensor—. Parece mentira lo bien que me salen a mí las cosas.
Estaba preocupada con lo que debía hacer, y de repente le veo a usted en la
mesa próxima y me digo: «Monsieur Poirot me aconsejará» —se detuvo para
decir al encargado del ascensor—: Segundo piso.
—Si en algo puedo serle útil... —empezó Poirot.
—Estoy segura de que usted puede serme de gran utilidad; he oído decir que
usted es el hombre más maravilloso que existe. Yo creo que es el único que
puede sacarme del enredo en que estoy.
Llegamos al segundo piso, y siguiendo el corredor se detuvo ante una de las
habitaciones más lujosas del Savoy.
Abandonó sobre una de las sillas su blanco abrigo y se dejó caer en una
butaca
—¡Oh! —exclamó—, de una manera u otra quiero verme libre de mi marido.
CAPITULO DOS
UNA ESCENA
Tras un momento de asombro, Poirot se recobró.
—Pero, señora —dijo con ojos centelleantes—, librar a las esposas de sus
maridos no es cosa que entre dentro de mi especialidad.
—Desde luego, ya lo sé.
—Lo que usted necesita es un abogado.
—En eso se equivoca. Estoy más que harta de abogados. Me he confiado a
un sinfín de ellos y ninguno me ha servido de nada. Los abogados sólo
conocen la ley; pero, fuera de eso, no tienen el menor sentido común.
—Por lo visto, usted cree que yo lo tengo.
Ella se rió.
—Desde luego.
—Pues, señora, tendré todo el sentido común que usted quiera; pero, por lo
mismo, su proposición no me interesa
—No sé por qué no le ha de interesar. Al fin y al cabo, este caso es un
problema.
—¡Ah! ¿Conque es un problema?
—Y de los más difíciles —siguió Jane Wilkinson—. Estoy casi segura de que
no es usted hombre que se arredre ante las dificultades.
—Muchas gracias por sus palabras; de todas maneras, yo no hago
investigaciones para lograr divorcios.
—Pero, hombre de Dios, yo no le pido a usted que haga de espía Lo único
que deseo es desembarazarme de mi marido, y estoy segura de que usted me
dirá lo que debo hacer.
Poirot dudó un momento antes de contestar. Al fin dijo:
—Primero, señora, dígame usted por qué tiene tantos deseos de verse libre
de su marido.
No hubo la menor vacilación en la respuesta de lady Edgware:
—Pues, sencillamente, para casarme otra vez. ¿Qué otra razón podía tener?
—Pero un divorcio es fácil de obtener.
—Usted no conoce a mi marido, monsieur Poirot. Es..., es... —se estremeció—.
No sé cómo explicarlo. Es un hombre extraño, distinto por completo
de los demás —hizo una pausa y continuó—: No debí casarme con él. Su
primera mujer, como usted ya sabe, se le marchó, dejando una niña de tres
meses. Nunca se quiso divorciar de ella y la dejó morir miserablemente. Luego
se casó conmigo y... Bueno, yo tampoco pude aguantarle y le dejé,
marchándome a Estados Unidos. Como no tenía ningún motivo para
divorciarme, aunque a él se los había dado yo más que sobrados, no quiso
hacer el menor caso.
—En algunos Estados de Norteamérica le hubiera sido fácil conseguir el
divorcio, señora
—No me convenía, teniendo que vivir en Inglaterra.
—¿Tiene usted necesidad de vivir en Inglaterra, lady Edgware?
—Sí.
—¿Con quién piensa casarse?
—Con el duque de Merton.
Me quedé asombrado. El duque de Merton era la desesperación de las
madres casamenteras. Era un joven de tendencias románticas, ferviente
católico, y estaba dominado completamente por su madre, la duquesa viuda.
Aquel joven se dedicaba, como distracción principal, a coleccionar porcelanas
chinas, y nunca se había fijado en una mujer.
—Estoy enamoradísima de él —continuó Jane—. Es completamente distinto
a todos los hombres que he encontrado hasta ahora; parece un monje de
leyenda. Además tiene un palacio maravilloso —se detuvo un momento y
siguió—: En cuanto me case dejaré el teatro para siempre.
—Pero por ahora —dijo Poirot— lord Edgware es una barrera para
todos esos ensueños.
—¡Oh, sí!, y eso me vuelve loca —se inclinó pensativa—. Si al menos
estuviésemos en Chicago, podría hacerle «despachar» fácilmente; pero aquí es
imposible encontrar un pistolero.
—Aquí —dijo Poirot— creemos que todo ser humano tiene derecho a la vida.
Se oyó un golpe en la puerta y entró un camarero con las bandejas de la
cena. Jane Wilkinson siguió discutiendo como si no hubiese nadie.
—Claro que yo no voy a pedirle que le mate.
—Merci, madame.
—Yo pensaba que usted podría ir a discutir hábilmente con él hasta meterle
en el cerebro la idea del divorcio. Eso creo que lo lograría
usted.
—Me parece que exagera mi poder de persuasión, señora.
—No; y estoy segura de que usted hará algo —se inclinó ávidamente hacia
adelante, con sus azules ojos muy abiertos— por mi felicidad, ¿verdad?
—Me gustaría poder hacer la felicidad de todo el mundo —dijo Poirot.
—Sí; pero yo no le pido que haga la de todo el mundo; yo sólo pienso en mí.
—Me parece que usted siempre ha pensado así —dijo Poirot, sonriendo.
—¿Me cree usted acaso egoísta?
—¡Oh!, no digo eso, señora.
—Si antes he hablado así es porque no quiero ser desgraciada. Lo único que
quiero es que me conceda el divorcio o que se muera. En
realidad -dijo pensativamente—, sería mejor que se muriese; así me vería
antes libre de él —miró a Poirot, como si esperase su asentimiento—. Querrá
usted ayudarme, ¿verdad, monsieur Poirot? —se puso en pie y cogió su blanco
abrigo. Se oían voces en el corredor. La puerta estaba entreabierta—. Si usted
no quiere...
—Y si yo no quiero, ¿qué pasará? Se echó a reír.
—Pues que cogeré un taxi, me llegaré hasta la casa de mi marido y una vez
allí le pegaré cinco tiros.
Riendo, salió por una puerta hacia otra habitación en el momento en que
Bryan Martin entraba con la americana Charlotte Adams, su acompañante y las
otras dos personas que habían cenado con él y Jane Wilkinson. Nos los
presentaron como míster y mistress Widburn.
—¡Hola! —dijo Bryan—. ¿Dónde está Jane? Deseo decirle que salí triunfante
de la comisión que me encargó.
Jane salió de la alcoba con un lápiz para los labios en una mano.
—¿La has podido traer? ¡Qué estupendo! ¡Oh, miss Adams! Me ha gustado
muchísimo su trabajo. ¿Quiere usted entrar, que hablaremos mientras me
arreglo?
Charlotte Adams aceptó la invitación. Bryan Martin se dejó caer sobre una
silla.
—Bueno, monsieur Poirot —dijo—, ya ha sido convencido por nuestra Jane
para que trabaje para ella. Tarde o temprano hubiese usted terminado por
ceder. Jane es una mujer que no conoce la palabra «no». Es un carácter
interesante —siguió, sacando un cigarrillo—; para ella no hay nada tabú: no
tiene el menor sentido moral. Esto no significa, precisamente, que sea inmoral;
la verdadera palabra creo que es «amoral». Su vida sólo tiene por objeto lograr
todo lo que desea. Estoy seguro de que mataría a cualquiera con la mayor
tranquilidad, y creería que se cometía una injusticia si la condenasen a la horca
por ello. Lo peor es que la cogerían en seguida, pues no tiene el menor
cerebro. Para cometer un crimen, seguramente cogería un taxi, y en cuanto
llegase a la casa se anunciaría por su verdadero nombre y dispararía.
—¿Qué le hace creer eso? —murmuró Poirot.
—¿Qué?
—¿La conoce usted bien?
—¡Ya lo creo!
Rió de nuevo, pero me pareció que esta vez en su risa había una nota
amarga.
—Jane es una egoísta —dijo mistress Widburn—. Claro está que una actriz
debe serlo si quiere hacerse una personalidad.
Poirot no hablaba Tenía la vista clavada en Bryan Martin, mirándole de una
manera incomprensible.
En aquel momento Jane salió de la habitación próxima, seguida de Charlotte
Adams. Supuse que Jane se había arreglado, aunque me pareció que estaba
lo mismo que antes.
La cena transcurrió alegremente, si bien yo notaba que había algo que no
entendía.
Jane Wilkinson no tenia la menor sutileza. Era una mujer joven que no sabía
ver más de una cosa a la vez. Quiso tener una entrevista con Poirot y en
seguida lo consiguió. Luego deseó incluir a Charlotte Adams en la cena y
también lo consiguió; por tanto, estaba del mejor humor del mundo. Después
me fijé en Bryan Martin. Sus gestos eran ampulosos, muy propios de un actor
de cine. Charlotte Adams era una muchacha tranquila y de agradable voz. La
miré detenidamente, ya que tuve la suerte de tenerla frente a mí. Tenía un
encanto raro que consistía en la carencia de estridencias. Sus cabellos eran
suaves y negros; sus ojos, azul claro; el rostro, pálido, y una boca movible y
sensual. Era un rostro que se hacía fácil de recordar. Se mostraba encantada
con las atenciones de Jane Wilkinson; pero de pronto, estando Jane hablando
con Poirot, la mirada de Charlotte, que no se apartaba de la actriz, pareció
llenarse de hostilidad. ¿Fue imaginación mía o acaso envidia profesional? Jane
había llegado ya a la cumbre de la fama, mientras que Charlotte seguía al pie
de ella; miré también a los otros tres comensales. Míster y mistress Widburn no
tenían nada de particular. El era un hombre cadavérico; ella, gorda y extremosa.
Parecían ser personas que se volvían locas por todo lo referente al teatro.
No les gustaba hablar de nada más. Debido a mi reciente ausencia de
Inglaterra me encontraba muy mal informado sobre aquel tema, y, al fin,
mistress Widburn me volvió su carnosa espalda, no acordándose más de que
yo existiese.
El único miembro restante de la reunión era el insignificante joven de la cara
redonda, el acompañante de Charlotte Adams. A mí me pareció que el joven no
era tan sensato como parecía. En cuanto empezó a beber champaña, mi idea
se confirmó. Durante la primera parte de la cena permaneció silencioso; pero
luego se dirigió a mí, tomándome, sin duda, por uno de sus viejos amigos.
—Lo que yo quiero decir —dijo— no es eso, no, amigo mío, no es eso... Yo
quiero decir. ¿Qué haría usted si se encontrase con una muchacha como la
que he encontrado yo, con unos padres de los más puritanos, ¡maldita sea!,
y...? ¿Qué estaba diciendo?
—Algo muy ininteligible —contesté.
—Bueno, pues que se vaya a paseo. Le he pedido dinero prestado a mi
sastre. Ese sastre mío es una persona la mar de simpática: le debo dinero
desde hace un sinfín de años. Entre nosotros existe una especie de unión... Sí,
eso es, una especie de unión. Usted y yo..., usted y yo... Pero ¿quién diablos
es usted?
—Me llamo Hastings.
—Eso no es verdad. Ahora le recuerdo, usted es un tal Spencer Jones —y
suspiró—. Mi querido Spencer Jones. Nos conocimos en Eton y Harrow, y hace
cinco años que no nos veíamos. Lo que yo digo es que una cara es igual que
otra. Si aquí hubiese varios chinos, no habría manera de conocer a ninguno por
la cara —movió la cabeza y se bebió otro trago de champaña—. Ahora, fíjese
usted; dentro de muchos años, cuando yo tenga setenta y cinco o más, se
morirá mi tío y seré un hombre rico. Entonces podré pagar a mi sastre.
Se sonrió ante aquel pensamiento.
Había algo simpático en aquel joven. Un minúsculo y absurdo bigote era
como una mancha en su redonda cara .
Me fijé en que Charlotte Adams le miró y que después de aquella mirada se
levantó, despidiéndose de la concurrencia.
—Estoy muy satisfecha de que haya usted venido —dijo Jane—. A mí me
gusta hacer las cosas de repente. ¿Y a usted?
—A mí, no —dijo miss Adams—. Me gusta planearlas perfectamente antes de
hacerlas; eso suele evitar perjuicios.
Había algo desagradable en sus maneras.
—Bueno, de todos modos, los resultados lo justifican —rió Jane, y añadió—:
No creo haberme divertido nunca tanto como esta noche con su actuación.
El rostro de la muchacha se aclaró.
—Es usted muy amable y le agradezco infinito sus palabras, pues necesito
que me animen. Creo que todas las artistas lo necesitamos.
—Charlotte —dijo el joven del bigote—, despídete de los señores y da las
gracias a tía Jane por la suculenta cena.
Una vez dicho esto, el joven se dirigió hacia la puerta, siendo realmente
milagroso que lograse llegar a ella sin caer.
—¿Quién es ese para llamarme «tía Jane»? —dijo lady Edgware—. Es la
primera vez que le veo.
Los Widburn se despidieron y Bryan Martin salió con ellos.
—Bueno, monsieur Poirot —dijo Wilkinson, sonriendo a mi amigo.
—¿Eh bien, lady Edgware?
—¡Por amor de Dios, no me llame usted así! Quiero olvidar con quién estoy
casada. ¡Ah, es usted el hombre de peor corazón de Europa!
—Eso no, madame; yo no tengo mal corazón.
—Entonces irá usted a ver a mi marido y le pedirá lo que yo deseo, ¿verdad?
—Iré a verle —prometió Poirot.
—Pensará usted algo, ¿verdad? Dicen que es usted el hombre más
inteligente de Inglaterra.
—Señora, antes me dijo usted que era el hombre de peor corazón de Europa;
en cambio, tratándose de inteligencia, afirma sólo que soy el más inteligente de
Inglaterra.
—Por eso no se enfade; juraré que es el más inteligente del mundo. Poirot le
tendió la mano.
—Señora, no puedo prometerle nada; si voy a visitar a lord Edgware, será
sólo para estudiarle psicológicamente.
—Psicoanalícele tanto como quiera. Tal vez así logre sacar algo de él Y se
despidió de nosotros con una de sus encantadoras sonrisas.
CAPÍTULO TRES
EL HOMBRE DEL DIENTE DE ORO
Unos días más tarde, mientras almorzábamos, Poirot me tendió una carta que
acababa de recibir.
—Mon ami —dijo-. ¿Qué te parece esto?
La carta era de lord Edgware, quien, en tono ceremonioso, le citaba para la
mañana siguiente a las once.
Debo confesar que quedé muy sorprendido. Había tomado las palabras de
Poirot como cosa ligera, pronunciadas en un momento de jovialidad, y no tenía
la más ligera idea de que hubiera dado ningún paso para cumplir su promesa.
Poirot, con su viva inteligencia, comprendió lo que pasaba por mi mente, y
sus ojos brillaron un momento.
—Pues sí, mon ami, no fue sólo cosa del champaña.
—Yo no he dicho eso.
—Sí, hombre, sí. Tú pensabas: el pobre promete cosas que no ha de cumplir,
que no tiene la menor intención de cumplir. Pero, amigo mío, las promesas de
Hércules Poirot son sagradas.
Al decir las últimas palabras se irguió majestuosamente.
—Ya lo sé, hombre, ya lo sé —dije apresuradamente—; pero pensé que tal
decisión la tomaste sin meditar, a la ligera, como si dijéramos... influido por el
momento.
—No acostumbro a que nada ni nadie influya, como tú dices, en mis
decisiones. El mejor y más seco de los champañas, la más seductora de las
mujeres, no tienen la menor influencia en las decisiones de Hércules Poirot.
Nada, mon ami, que me interesa el asunto. Eso es todo.
—¿Los amores de Jane Wilkinson?
—No precisamente sus amores. Eso es una cosa muy vulgar. Es uno de
tantos pasos de la carrera de una mujer hermosa y egoísta. Si el duque de
Merton, además de parecerse a un monje de leyenda, no poseyese un título,
puedes estar seguro de que no le interesaría mucho tiempo. No, Hastings; lo
que me atrae sobre todo es el estudio de los caracteres. Me entusiasma poder
estudiar a lord Edgware en la mayor intimidad.
—¿Y esperas salir triunfante de la misión que te han encomendado?
—Pourquoi pas? Todo hombre tiene sus flaquezas, pero no creas que porque
estudie el caso desde un punto psicológico no he de hacer cuanto pueda para
salir airoso de la comisión que se me ha encargado. Claro está que me distrae
mucho ejercitar el ingenio.
—Así, ¿iremos mañana, a las once, a Regent Gate? —pregunté.
—¿Iremos...?
Poirot levantó burlonamente las cejas.
—¡Poirot! —grité—. No querrás prescindir de mí, ¿verdad? Siempre he ido
contigo a todas partes.
—Si se tratase de un crimen misterioso, de un envenenamiento, de un
asesinato, ¡ah!, son cosas con las que tu alma se deleitaría. Pero un simple
asunto de sociedad...
—No hablemos más —dije con firmeza—. Iré contigo, y basta.
Poirot me miró suavemente, y en aquel momento nos avisaron de que un
caballero deseaba vernos.
Con profundo asombro nos encontramos con que el visitante era Bryan
Martin.
El actor parecía mucho más viejo a la luz del día. Era guapo, pero de una
belleza marchita. Se advertía en él una especie de hiperestesia nerviosa que
hacía suponer que era esclavo de las drogas.
-Buenos días, monsieur Poirot —dijo con gran cortesía—. Veo que están
ustedes almorzando. Lamento haberles interrumpido, pues acaso estarán muy
ocupados.
-No —dijo Poirot, sonriendo amablemente—. De momento no tenemos ningún
asunto de importancia entre manos.
-¡Qué cosa más rara! —dijo sonriendo Bryan—. ¿Ningún aviso de Scotland
Yard? ¿Ninguna investigación delicada por cuenta de la casa real? Es
increíble.
—Usted, amigo mío, confunde la ficción teatral con la realidad —dijo Poirot,
mientras asomaba a sus labios una sonrisa—. Por el momento, como le he
dicho, no tengo ningún trabajo. Dieu merci.
—Bueno, eso es una suerte para mí —dijo Bryan, sonriendo a su vez—.
Acaso quiera usted encargarse de algún asunto mío.
Poirot miró atentamente al joven.
—¿Tiene usted algún trabajo para mí? —preguntó al cabo de unos
momentos.
—Bueno..., le diré. Lo tengo y no lo tengo.
Esta vez la sonrisa que asomó a sus labios era más bien nerviosa. Mientras
le miraba pensativamente, Poirot le ofrecía una silla. El joven se sentó frente a
nosotros, pues yo lo había hecho junto a Poirot.
—Ahora —dijo mi amigo— explíquenos de qué se trata.
—El caso es que no puedo decirles tanto como yo quisiera —dudó un
momento—. Es algo difícil. Verán, el suceso tuvo lugar en América
—¿En América?
—Un simple incidente atrajo mi atención. Es el caso que, viajando en tren en
una ocasión, observé a cierto sujeto. Era un joven de aspecto desagradable,
completamente afeitado, que llevaba lentes y un diente de oro.
—¡Ah! ¿Un diente de oro?
—Exactamente. Esa es la clave del suceso. Poirot movió la cabeza.
—Comprendo; siga usted.
—Como le decía, me fijé por primera vez en aquel joven en un viaje a Nueva
York. Seis meses después, estando en Los Ángeles, volví a ver otra vez al
individuo en cuestión. No sé cómo fue, pero el hecho es que me fijé en él. Un
mes más tarde tuve necesidad de ir a Seattle, y a poco de llegar allí, lo primero
que veo es a mi amigo, sólo que aquella vez lucía una hermosa barba.
—Muy curioso.
—¿Verdad que sí? Claro está que entonces no se me ocurrió que semejante
sujeto tuviese nada que ver conmigo; pero cuando vi a mi hombre otra vez en
Los Ángeles, sin barba; en Chicago, con bigote y las cejas distintas, y en un
pueblo de las montañas disfrazado de vagabundo, entonces empecé a
sospechar.
—No era para menos
—No cabía la menor duda de que me seguía.
—Desde luego.
—Dondequiera que fuese, allí estaba junto a mí, como mi sombra, mi
perseguidor con distintos disfraces; pero afortunadamente, gracias al diente de
oro, siempre le reconocía.
—Una verdadera fortuna ese diente de oro.
—¡Ya lo creo!
—Perdone, míster Martin, ¿habló usted alguna vez con aquel hombre? ¿Le
preguntó la causa de su persistente persecución?
—No, no lo hice —el actor dudó un momento—. Estuve tentado de hacerlo
dos o tres veces, pero no me decidí. Creí que lo único que lograría con ello
sería ponerlo en guardia, sin conseguir nada en absoluto. Seguramente, en
cuanto ellos se hubiesen dado cuenta de que le había descubierto, hubiesen
hecho que me siguiera otro, otro a quien no me fuese posible reconocer.
—En effet, otro sin ese utilísimo diente de oro.
—Exactamente. Quizá me equivoqué, pero yo lo consideré mejor así.
—Un momento, míster Martin. Usted ha aludido a «ellos» hace un momento.
¿A qué «ellos» se refiere usted?
—Es una simple forma de expresión mía, aunque presiento, no sé por qué, de
un modo vago, que «ellos» existen en el fondo de ese suceso.
—¿llene usted alguna razón que motive ese presentimiento?
—Ninguna
—¿Y dice usted que no tiene la menor idea del porqué le seguían?
—En absoluto. Por lo menos...
—Continuez—dijo Poirot, animándole.
—Se me ocurre una cosa —dijo Bryan Martin, lentamente—. Es una simple
conjetura
—Una conjetura, señor mío. puede muy bien ser a veces una solución.
—Está relacionado con un incidente ocurrido en Londres hace unos dos años.
Fue un incidente sin importancia; pero tan inexplicable, que me ha sido
imposible olvidarlo. Me ha tenido mucho tiempo preocupado, todo porque no he
podido encontrarle hasta ahora ninguna explicación. Bien pudiera ser que esa
persecución estuviera ligada de alguna manera con él; pero, ¡por mi vida!, que
yo no sé por qué ni cómo.
—Quizá pueda yo explicárselo.
—Tal vez, pero... —la turbación de Bryan Martin renacía—. Lo difícil del caso
—continuó— es que no puedo contárselo a usted..., de momento. Hasta dentro
de unos días no estaré en situación de hacerlo —aguijoneado por la
interrogadora mirada de Poirot, continuó con desesperación—: Es que..., ¿sabe
usted?, se trata de una mujer.
—¡Ah! Parfaitement ¿Una mujer inglesa?
—Sí. ¿Cómo lo sabe usted?
—Muy sencillo. Usted no me lo puede contar hasta dentro de dos o tres días,
lo que significa que ha de obtener para ello el permiso de la joven. Por tanto,
ella está en Inglaterra También debía estar en Inglaterra durante el tiempo que
fue usted perseguido, pues, de haber estado en América, hubiesen ustedes
hablado entonces de lo que ocurría. Por consiguiente, si ha estado en
Inglaterra durante los últimos dieciocho meses, lo más probable es que sea
inglesa. Muy sencillo, ¿verdad?
—Sencillísimo. Ahora bien, monsieur Poirot, si ella me autoriza ¿ querrá usted
encargarse de este asunto?
Siguió una pausa. Poirot parecía darle vueltas al caso en su cerebro. Al fin
dijo:
—¿Y por qué no ha acudido usted a ella antes de acudir a mí?
—Porque... yo pensé... —volvía a dudar—. Yo quería convencerla de que se
debían aclarar las cosas... Mejor dicho, quería que fuese usted quien las
aclarase; pero antes quiero saber si, al encargarse usted de la investigación,
hará público lo que resulte de ella...
—Según... —dijo Poirot tranquilamente.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que si se trata de algún crimen... sí.
—¡Oh! No se trata de ningún crimen.
—Usted no lo sabe; podría ser.
—Pero ¿hará usted cuanto pueda por ella..., por nosotros?
—Eso, desde luego —permaneció unos instantes en silencio y, al fin, dijo—:
Dígame: ese perseguidor, esa sombra de usted, ¿qué edad tenía?
—¡Oh!, era muy joven; tendría unos treinta años.
—¡Ah! —dijo Poirot—. Eso es muy interesante.
Le miré asombrado, lo mismo que Bryan. Aquella observación de Poirot estoy
seguro de que era tan inexplicable para el actor como para mí. Bryan me
interrogó con la mirada Yo moví la cabeza.
—Sí —repitió Poirot—, ese detalle hace el asunto mucho más interesante.
—Acaso fuera más viejo —dijo Bryan, como dudando—, pero no lo creo.
—No. Estoy seguro de que su observación es cierta, míster Martin, y es muy
interesante, mucho.
Desconcertado por las enigmáticas palabras de Poirot, Bryan Martin parecía
no saber qué decir ni qué hacer. Al fin, se puso a hablar de asuntos triviales.
—Interesante reunión la de la otra noche —dijo—. Jane Wilkinson es la más
despótica de las mujeres.
—De una mujer hermosa se puede aguantar todo —repuso Poirot,
parpadeando. Si tuviese la nariz respingona, el cutis terroso, el cabello
grasiento, no se la soportaría, puede estar seguro.
—Está usted en lo cierto —asintió Martin—. A mí me vuelve loco algunas
veces. De todos modos, soy un buen amigo suyo. No creo que en ciertas
cosas, ¿comprende usted?; no creo que obre muy cuerdamente.
—Pues a mí, por el contrario, me hizo el efecto de una mujer muy práctica.
—No lo he dicho en este sentido. Ella puede administrar perfectamente sus
intereses, y sé que se ha entregado de lleno y con astucia a los negocios,
aunque, claro está, no puede decirse que honradamente.
—¡Ah?
—Es, lo que se dice, un ser amoral. Para ella no existe lo justo y lo injusto.
—Recuerdo que usted dijo algo por el estilo la otra noche. Estábamos
hablando de crímenes, cuando...
- ¡Ah!,¿sí?
- A mí no me sorprendería que Jane llegase a cometer algún crimen.
-Usted debe de conocerla muy bien —murmuró Poirot, pensativamente-—.
Han trabajado ustedes mucho tiempo juntos, ¿verdad?
—Sí. La conozco perfectamente y la creo capaz de matar a cualquiera.
—¡Ah! ¿Tiene temperamento pasional?
—Al contrario; es fría como el hielo. Pero si alguien se interpusiese en su
camino, lo suprimiría sin la menor vacilación. Según ella, quien se interponga
en el camino de Jane Wilkinson debe ser eliminado sin otra solución.
Había una profunda amargura en estas últimas palabras. Yo me pregunté qué
le recordarían.
—De modo que usted cree que sería capaz de cometer un asesinato.
Poirot le miraba atentamente. Bryan dejó escapar un suspiro.
—Lo creo, y tal vez uno de estos días tenga usted ocasión de recordar mis
palabras. La conozco muy bien, ¿sabe usted? Mataría con la misma
tranquilidad con que se bebe una taza de té. ¿Comprende lo que quiero decir,
monsieur Poirot?
Se puso en pie.
—Sí —dijo Poirot tranquilamente—; lo comprendo.
—Yo la conozco muy bien —repitió Martin. Permaneció un momento en
silencio, y, al fin, dijo, variando de tono—: Y respecto al asunto que hemos
hablado, ya se lo explicaré dentro de unos días. Se ocupará usted de él,
¿verdad?
Poirot le miró un momento en silencio.
—Sí —dijo al fin—; me ocuparé de él. Lo encuentro ... interesante. Había algo
extraño en la forma con que pronunció las últimas palabras.
—Acompaña a míster Martin —me dijo. Al salir, me dijo Bryan:
—¿Ha entendido usted lo que ha querido decir al referirse a la edad de aquel
sujeto? No veo que sea tan interesante el que tenga cerca de treinta años.
—Ni yo tampoco —le aseguré.
—Parece una incongruencia. Seguramente habrá querido burlarse de mí.
—No lo crea —dije—. Poirot es un hombre serio. Confie en él. Ese detalle
tiene la importancia que él le ha dado.
—Bueno, que me aspen si lo entiendo.
Se marchó y yo subí a reunirme con mi amigo.
—Poirot —le dije—, ¿qué tiene que ver la edad del perseguidor de Bryan
Martin en ese asunto? ¿En qué lo relacionas?
¿No lo comprendes? ¡Pobre Hastings! —movió la cabeza sonriendo, y, al fin,
preguntó—: ¿Qué piensas tú, en resumen, de esta entrevista?
- Es tan poco! No sé qué decirte. ¡Si supiéramos algo más!
- Pero, sin saber nada más, lo poco que conocemos, ¿no te sugiere alguna
idea, mon ami?
El timbre del teléfono me libró de la vergüenza de declarar que no me sugería
ninguna idea. Descolgué el auricular.
Se oyó una voz de mujer, una voz clara, argentina:
-Habla la secretaria de lord Edgware. Lord Edgware siente mucho tener que
renunciar a la entrevista que había convenido con monsieur Poirot. Sin
embargo, podría hablar con monsieur Poirot durante unos minutos, a las doce y
cuarto de esta misma mañana, si a monsieur Poirot le conviene.
Consulté con mi amigo.
¡Claro que iremos a verle!
Repetí a la secretaria lo que mi compañero me había dicho.
- Muy bien —dijo la frágil voz—. Quedamos en que a las doce y cuarto de
esta mañana.
Y colgó el aparato.
CAPÍTULO CUATRO
UNA ENTREVISTA
Llegamos a la casa de lord Edgware, en Regent Gate. Yo me encontraba en
un estado expectante. Aunque no sentía, como Poirot, gran admiración por los
problemas psicológicos, las pocas palabras que pronunció lady Edgware
respecto a su marido habían despertado mi curiosidad y ansiaba juzgarle por
mí mismo.
La mansión del noble lord era un edificio imponente, de bella construcción,
algo sombrío. Las ventanas que daban a la fachada carecían de superfluos
adornos.
Nos abrió en seguida la puerta, no un anciano criado de cabellos blancos,
que hubiese estado en armonía con el exterior de la casa, sino uno de los
jóvenes más agradables que jamás había visto. Alto y admirablemente
proporcionado, un escultor hubiese hallado en él el digno modelo de Kermes o
de Apolo. Mas, a pesar de su agradable aspecto, había cierto afeminamiento
en su voz que me desagradó. Al mismo tiempo, no sé por qué, no podría
precisarlo, algo en él me recordó vagamente a alguien, alguien a quien había
visto hacía mucho tiempo, pero que me era imposible recordar.
Preguntamos por lord Edgware.
—Por aquí, señores.
Le seguimos a lo largo del vestíbulo, pasamos ante la escalera y continuamos
hacia una puerta que había al final. Abrióla y nos anunció con aquella voz
suave que tanto me desagradaba.
La habitación en que entramos era una especie de biblioteca. Las paredes
estaban atestadas de libros; el decorado, un poco sombrío, era agradable, y las
sillas, imponentes, aunque no tenían nada de cómodas.
Lord Edgware se había levantado para recibirnos. Era un hombre de unos
cincuenta años, alto, el cabello negro mezclado de gris, el rostro enjuto y la
boca algo burlona. Tenía el aspecto de ser hombre de mal genio. Sus ojos
miraban de una manera que parecían ocultar algo. En realidad, eran unos ojos
muy extraños. Sus maneras eran suaves y ceremoniosas. !
—¿Monsieur Hércules Poirot y el capitán Hastings? Hagan el favor de
sentarse.
Obedecimos. La habitación era fría; por la única ventana que había en ella
entraba la luz tenuemente, y la oscuridad contribuía a enfriar la atmósfera
Lord Edgware cogió de sobre su mesa la carta escrita por mi amigo.
—Desde luego, conozco su nombre y su fama, monsieur Poirot. Hay muy
pocos que no le conozcan —Poirot se inclinó ante el cumplido—. Pero, la
verdad, no comprendo su intervención en este asunto. Me dice usted en su
carta que desea verme en nombre de... —se detuvo un momento— mi esposa.
Pronunció las dos últimas palabras de un moda particular, como si le costase
un gran esfuerzo.
—Así es —dijo Poirot.
—Yo creí que usted era sólo investigador de crímenes, monsieur Poirot.
—De problemas, lord Edgware. Hay problemas de crímenes, ciertamente;
pero hay, además, otros problemas.
—Es verdad. ¿Quiere decirme de qué clase es este intrincado problema?
La burla estaba latente en sus palabras.
—Tengo el honor de venir a usted en nombre de lady Edgware —dijo—. Lady
Edgware, como usted ya debe saber, desea... divorciarse.
—Estoy enterado de eso —dijo lord Edgware fríamente.
—Su esposa me indicó que usted y yo podríamos tratar de ese asunto.
—No hay nada que tratar.
—Entonces, ¿se niega usted?
—¿Negarme? De ningún modo.
Lo que menos esperaba Poirot era semejante contestación. Pocas veces
había visto a mi amigo tan asombrado. Su aspecto era realmente ridículo. Con
la boca abierta, la pasmada expresión de los ojos y las cejas arqueadísimas,
parecía, en realidad, la caricatura de una revista festiva.
—Comment!—exclamó—. ¿Cómo es eso? ¿Que usted no se niega?
—No sé cómo interpretar su asombro, monsieur Poirot.
-Ecoutez, ¿realmente está usted dispuesto a divorciarse de su mujer?
—Claro que sí, y ella debe saberlo, puesto que la escribí diciéndoselo.
—¿Que usted le escribió diciéndoselo?
—Sí; hace cerca de seis meses.
—Pues no lo entiendo.
Lord Edgware no dijo nada.
—Yo creí que usted era un acérrimo enemigo del divorcio.
—No creo que mi manera de ser le importe a usted, monsieur Poirot. Es
cierto que no quise divorciarme de mi primera mujer. Mi conciencia no me
permitía hacerlo. Mi segundo matrimonio, lo reconozco, fue una verdadera
equivocación. Cuando mi mujer me pidió el divorcio, me negué rotundamente.
Seis meses después me escribió, insistiendo. Me figuré que quería casarse con
algún actor de cine o con algún tipo por el estilo. En aquella época, mi manera
de ver las cosas había sufrido una gran variación, por lo cual le escribí a
Hollywood aceptando al fin su proposición —hizo una pequeña pausa y añadió—:
Supongo que será por cuestión de dinero por lo que le envía a usted a
verme.
Sus labios se curvaron burlonamente al pronunciar las últimas palabras.
—¡Qué cosa más rara! —murmuró Poirot—. En todo esto hay algo que no
entiendo.
—Respecto al dinero —siguió lord Edgware—, no pienso hacer ningún
arreglo. Mi mujer me abandonó por su gusto; si ahora quiere casarse con otro,
por mí puede hacerlo; pero no veo ninguna razón para que tenga que darle un
céntimo.
—No se trata de ningún convenio financiero.
Lord Edgware le miró.
—¡Ah!, entonces es que Jane se casa, sin duda, con un rico —murmuró.
—En todo esto hay algo que no entiendo —repitió Poirot. Estaba perplejo y
las arrugas de su rostro denotaban el esfuerzo que hacía por comprender—.
Creo haber oído decir a lady Edgware que trató varias veces de comunicarse
con usted por medio de abogados.
—En efecto —asintió secamente lord Edgware—, me mandó abogados
ingleses, americanos... En fin, últimamente me han visitado abogados de todas
clases, hasta que, por último, ya se lo he dicho a usted, me escribió ella misma.
—Antes, ¿se había usted negado siempre?
—Sí.
—¿Y dice usted que al recibir su carta cambió de pensamiento? ¿A qué fue
debido ese cambio, lord Edgware?
—En modo alguno a la carta —dijo secamente—. Mi manera de ver el asunto
había variado. Eso es todo.
—Fue un cambio súbito.
Lord Edgware no replicó.
—¿Qué motivo especial le hizo cambiar de parecer, lord Edgware?
—Eso, monsieur Poirot, no le interesa a nadie más que a mí. Prefiero no
hablar de este asunto. Únicamente diré que poco a poco me fui dando cuenta
de las desventajas que para mí presentaba lo que podríamos llamar...,
perdóneme la expresión, una unión degradante. Mi segundo matrimonio fue
una equivocación, ya se lo he dicho a usted.
—Eso mismo piensa su esposa —dijo Poirot suavemente.
—¡Ah! ¿Sí?
Un extraño brillo cruzó por sus ojos, pero en seguida volvió a su expresión
normal.
Se levantó, y mientras nos despedíamos, sus maneras se suavizaron.
—Les ruego que me perdonen por haber alterado la visita, pero mañana
mismo debo salir hacia París.
—¡Oh, no faltaba más!
—Se trata de una subasta de verdaderas obras de arte. Tengo puestos los
ojos en una estatuilla..., algo perfecto, una verdadera maravilla en su estilo...,
tal vez de un gusto un poco macabro, pero no puedo remediarlo, adoro lo
macabro, me ha atraído siempre. Mis gustos, como ustedes ven, son
ciertamente un poco originales.
Antes que él dijese esto, ya había yo pasado revista a los libros de su
biblioteca que estaban próximos a mí: las Memorias de Casanova, un volumen
sobre el marqués de Sade y otro referente a las torturas medievales. Yo
recordé el estremecimiento de Jane Wilkinson al hablar de su marido. Aquello
no fue fingido, no. Me hubiese gustado saber exactamente qué clase de
hombre era George Alfred Saint Vincent Marsh, cuarto barón de Edgware.
Mientras nos despedía, tocó el timbre. En el vestíbulo nos aguardaba el
apolíneo criado. Al ir a cerrar tras de mí la puerta de la biblioteca, eché una
última ojeada a la estancia y hube de contener una exclamación. El suave y
sonriente rostro del aristócrata se había transfigurado. Con los labios cerrados
y los ojos centelleantes, tenía una terrible expresión de furor, y ya no me
extrañó que dos mujeres le hubiesen abandonado. Lo que sí me maravillaba
era el gran dominio que tenía de sí mismo, hasta el punto de haber soportado
aquella entrevista con tanta corrección.
Cuando llegamos a la puerta principal, a la derecha del vestíbulo abrióse una
puerta. Una joven apareció en el umbral de una habitación; pero, al vernos,
retrocedió.
Era una muchacha alta, de cabellos negros y rostro pálido. Sus asustados
ojos negros se clavaron un momento en los míos. Luego, como una sombra, se
hundió otra vez en la habitación y cerró tras sí la puerta.
Poco después estábamos en la calle. Poirot hizo detener un taxi, subimos a él
y ordenó al chófer que nos condujese al Savoy.
—Bueno, Hastings —me dijo—, esta entrevista no ha resultado como
esperábamos.
—Es verdad. ¡Qué hombre más extraordinario es ese lord Edgware! Y le
conté a renglón seguido lo que había visto al mirar por última vez hacia la
biblioteca.
Mi amigo movió la cabeza, lenta y pensativamente.
—Me parece que está al borde de la locura, Hastings. Me hace el efecto de
que tiene vicios raros y de que bajo su fría apariencia oculta una gran crueldad.
-No me asombra que le hayan abandonado sus dos mujeres.
-Ni a mí tampoco.
-Oye, Poirot, ¿has visto, al salir, a una muchacha muy pálida, de cabellos
negros?
—Sí, mon ami; una joven que parecía muy asustada. Su aspecto no era de
ser muy feliz.
Su voz tenía un tono grave.
—¿Y quién supones que será? —pregunté.
—Probablemente, su hija. Lord Edgware tiene una hija.
—Parecía aterrorizada —dije lentamente—. Esa casa es un lugar muy
tenebroso para una muchacha.
—Verdaderamente. ¡Ah!, ya hemos llegado, mon ami Ahora, a poner en
conocimiento de lady Edgware la feliz noticia.
Jane estaba en el hotel, y después de una pequeña espera, el portero nos
indicó que podíamos subir a sus habitaciones. Un «botones» nos acompañó
hasta ellas. Salió a recibirnos una pulquérrima señora de cierta edad. Llevaba
lentes y su cabello gris estaba primorosamente peinado. Desde la alcoba, la
cálida voz de Jane la llamó:
—Ellis, ¿es monsieur Poirot? Hazle sentar, me pongo unos trapos y salgo en
seguida.
Los trapos de Jane era un sutilísimo salto de cama, que revelaba mucho más
de lo que ocultaba. Al entrar, nos preguntó ávidamente:
—¿Qué?
Puesto en pie, Poirot se inclinó hacia ella.
—Admirablemente, señora.
—¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir?
—Que lord Edgware está por completo dispuesto a acceder al divorcio.
—¿Qué?
O la estupefacción que se pintó en su rostro era verdadera, o Jane Wilkinson
era la actriz más asombrosa del mundo.
—Monsieur Poirot, ¿lo ha conseguido usted? ¿Tan pronto? Es usted genial.
Vamos, cuénteme, cuénteme cómo lo ha logrado.
—Señora, no puedo aceptar semejantes inmerecidas lisonjas! Hace seis
meses que su esposo le escribió accediendo, por fin, a sus deseos.
—¿Qué dice usted? ¿Que me escribió a mí? ¿Adonde me escribió?
—Creo que fue cuando estaba usted en Hollywood.
—No recibí semejante carta. Sin duda se extraviaría. ¡Y pensar que me he
pasado meses y meses forjando planes descabellados, furiosa, casi a punto de
volverme loca!
—Al parecer, lord Edgware creía que iba usted a casarse con un actor.
—Claro, eso fue lo que le dije en mi carta —en sus labios brillaba una infantil
y encantadora sonrisa. De pronto aquella sonrisa se trocó en una mirada de
inquietud—. Usted no le habrá dicho nada respecto al duque y yo, ¿verdad?
—Tranquilícese; no le he dicho nada. Debe ocultar eso, ¿verdad?
—Sí; ya habrá notado que es un hombre extraño. Mi boda con Merton
hubiese sido, sin duda, para él motivo de oposición. En
cambio, un actor cinematográfico es algo muy distinto. En fin, de todos
modos, estoy asombradísima —y añadió, dirigiéndose a su sirvienta—: ¿Qué te
parece, Ellis?
La mujer había ido sacando de la alcoba varios trajes de calle, que estaba
colocando sobre los respaldos de las sillas. Al parecer había escuchado toda la
conversación. Por lo visto, poseía la confianza de su señora
—-iOh, señora! El señor debe haber cambiado muchísimo desde que le
conocimos.
En la voz de la camarera había una nota de rencor.
—Parece que la desconcierta a usted la actitud de su marido, que no la
comprende, ¿verdad? —inquirió Poirot.
—¡Oh, sí! ¿Qué le habrá hecho cambiar de tal modo, después de tanto
tiempo?
—Eso quizá no le interese a usted tanto, señora, como a mí.
Jane no le prestaba ya atención.
—¡El resultado es que, por fin, soy libre! —exclamó alegremente.
—Todavía no, señora.
—Bueno, pero estoy en camino de serlo, que es lo mismo.
Poirot la miró extrañado.
—El duque está en París, ¿sabe usted? —añadió Jane—, y voy a telegrafiarle
en seguida. Su madre se pondrá furiosa. Poirot se levantó para marcharse.
—Me alegro, señora, de que todo salga a su gusto, como anhelaba.
—Adiós, monsieur Poirot, y muchísimas gracias.
—No las merezco; no he hecho absolutamente nada para merecerlas.
—Me ha traído usted la mejor noticia del mundo y le estoy profundamente
agradecida.
—Eso es lo que se le ocurre —me dijo Poirot mientras salíamos de la
habitación—. No siente la menor curiosidad por conocer la causa que impidió
llegar a sus manos la carta de su marido. Fíjate bien, Hastings. Como
negociante, es astuta; pero no tiene ni chispa de inteligencia. Bien es verdad
que Dios no puede concedérselo todo a las criaturas.
—Excepto a Hércules Poirot.
—No te burles de mí —replicó serenamente—. Vamos a pasear por el
malecón, pues quiero poner en orden mis ideas.
Permanecí en discreto silencio hasta que Poirot me dijo:
—Esa dichosa carta me intriga. Es un problema con cuatro soluciones.
—¿Nada menos que cuatro?
—Sí. La primera de esas soluciones es que pudo perderse en Correos. Eso
sucede a veces, pero no a menudo. Desde luego, no es cosa corriente. De
haberse puesto la dirección equivocada, hace ya mucho tiempo que hubiese
sido devuelta a lord Edgware. Luego no es esto. Hay que desechar esta
solución, aunque tal vez sea la única verdadera. Vamos a la segunda solución:
lady Edgware miente al decir que no la recibió, cosa realmente muy posible.
Esa señora es capaz de decir el embuste mayor del mundo, en provecho
propio, con el más infantil candor. Pero no veo qué beneficio podría reportarle
una mentira así, sabiendo que su marido estaba dispuesto a divorciarse de ella.
¿Por qué entonces enviarme a mí a pedírselo? Esto no tiene ni pies ni cabeza.
Tercera solución: el que miente es lord Edgware. De mentir alguien, es más
lógico que sea él. Pero tampoco veo el porqué de esa mentira. ¿Para qué
inventar la existencia de esa carta, enviada hace seis meses? ¿Por qué no
aceptar, sencillamente, mi proposición? No; yo creo que envió la carta...,
aunque no comprendo su rápido cambio de idea. Y llegamos, Hastings, a la
cuarta solución: es posible que alguien la sustrajese. Ahora nos metemos en un
interesante campo de suposiciones, porque esa carta pudo ser sustraída en
dos sitios: en América o en Inglaterra. Quienquiera que fuese el ladrón, sería
alguien que no quería la solución de ese matrimonio. Amigo mío, daría
cualquier cosa por saber lo que se oculta tras este asunto. Hay algo o alguien...
—se detuvo un momento y continuó—, alguien que todavía no ha entrado en
escena.
CAPÍTULO CINCO
EL ASESINATO
El día siguiente era treinta de junio. Serían las nueve y media de la mañana
cuando nos anunciaron al inspector de Policía Japp.
—Ah, ce bon Japp!—dijo Poirot—. Veremos qué quiere.
—¿Qué ha de querer, hombre? Ayuda —dije rápidamente—. Sin duda se
encuentra hecho un lío por algún asunto extraño, y acude a ti.
Yo no sentía por Japp la misma indulgencia que Poirot. Y no porque me
molestara que viniese a hacer trabajar el cerebro de mi amigo; después de
todo, a Poirot le gustaban los sucesos misteriosos. Lo que verdaderamente me
irritaba era que, después de prestarle ayuda sacándolo de los atolladeros,
dijese que era lo mismo que a él se le había ocurrido. Me gusta la gente franca.
Se lo dije así mismo a Poirot, y él me contestó:
-Eres de la raza de los bulldogs, Hastings. Sin embargo, debes recordar que
el pobre Japp ha de defender su posición. Además, esas pretensiones suyas
son una cosa natural y humana. La superficialidad es una tontería, pero le sirve
a la gente para conservar el amour propre.
A pesar de todo, yo estaba deseando saber el motivo de la visita de Japp.
Éste, al entrar, nos saludó cordialmente:
—Veo que están ustedes a punto de desayunar. Qué, ¿todavía no ponen las
gallinas huevos cuadrados para usted, monsieur Poirot?
Era una alusión a ciertas palabras de Poirot, referentes a los diversos
tamaños de los huevos, cosa que molestaba a su sentido de la simetría.
—Todavía no —dijo Poirot sonriendo—. ¿Qué le trae por aquí tan temprano,
amigo Japp?
—No es tan temprano, y menos para mí, que llevo ya mis dos buenas horas
de trabajo. En cuanto a lo que me trae aquí es, sencillamente, un asesinato —
Japp añadió—: Lord Edgware ha sido asesinado, en su casa de Regent Gate,
ayer noche. Murió de una puñalada que le asestó en la nuca su mujer.
——¡Su mujer! —exclamé.
Recordé, de pronto, las palabras pronunciadas por Bryan Martin la mañana
anterior. ¿Tuvo acaso el presentimiento de lo que iba a ocurrir? También
recordé la frase de Jane de «hacerle pegar cinco tiros». Bryan Martin la había
llamado amoral. Realmente, lo parecía. Dura, egoísta y estúpida; ¡cuan certero
había sido el juicio del actor! Mientras yo pensaba todo esto, Japp seguía
hablando:
—Sí; la conocida actriz Jane Wilkinson. Se casó con él hace unos tres años.
Parece ser que no se llevaban muy bien, motivo por el cual ella le abandonó.
Poirot no volvía de su asombro.
—¿Qué le hace suponer a usted que fue ella quien lo mató?
—¡Oh! No cabe la menor duda; la reconocieron los criados. No hay en ello el
menor secreto; fue allí en un taxi...
—Un taxi... —repetía involuntariamente, recordando las palabras que
pronunció Jane aquella noche en el Savoy.
—...tocó el timbre —prosiguió el inspector Japp— y preguntó por lord
Edgware. Eran las diez. El criado le dijo que iba a anunciarla. «¡Oh! —replicó
ella tranquilamente—, no hay necesidad, soy lady Edgware; supongo que
estará en la biblioteca.» Al decir esto, se dirigió hacia aquel lugar, abrió la
puerta, entró en la habitación y cerró tras sí. Al criado le pareció extraño; pero
no pudiendo poner ningún reparo a la señora, subió, de nuevo a las
habitaciones superiores. Diez minutos más tarde oyó cerrarse la puerta de la
calle. De todos modos no estuvo mucho rato. Serían las once cuando el criado
cerró las puertas. Abrió la de la biblioteca; pero como la habitación estaba a
oscuras, supuso que lord Edgware se habría acostado ya. Hoy, por la mañana,
una sirvienta descubrió el cadáver, que tenía en la nuca una herida de arma
blanca.
—¿No se oyó nada, ningún grito?
—Dicen que no. Esa biblioteca tiene unas puertas que aíslan toda clase de
ruido, como ya debe de saber usted; también hay que contar con el barullo de
la calle. Además, le asestaron un golpe de tal forma, que la muerte debió ser
instantánea. Según dice el forense, parece que el arma le atravesó la medula,
o algo por el estilo, y que si se logra acertar el punto exacto, la muerte
sobreviene de un modo fulminante.
—Pero eso requiere una gran destreza y un perfecto conocimiento del lugar
preciso donde debe clavarse el arma, lo cual indica que el agresor tiene, por lo
menos, ciertos conocimientos de cirugía.
—Sí; es verdad. Ese es un detalle que le favorece, aunque no creo que le
sirva de gran cosa.
—Sin embargo, creo que es una suerte para ella
—No tanta suerte, porque, de todos modos, la ahorcarán.
—Pero esa mujer, sin duda, está loca... La manera de ir a casa de su marido,
dar su nombre y todo cuanto hizo, sólo es propio de una persona que está
rayando en la demencia.
—Desde luego, es muy raro. Probablemente iría allí sin intención de hacer
daño, pero se enzarzarían en una discusión y entonces, exaltada, cogería un
cortaplumas y se lo clavaría.
—¡Ah! ¿Fue un cortaplumas?
—O algo así, según ha dicho el doctor. En fin, sea lo que fuere, se lo ha
llevado, pues el arma con que se cometió el crimen ha desaparecido.
Poirot movió la cabeza; no estaba convencido.
—No, Japp, no fue así. Conozco a lady Edgware y es incapaz de perder la
cabeza de ese modo. Además, no es probable que llevase ningún cortaplumas.
Son pocas las mujeres que usan tales objetos, y seguramente Jane Wilkinson
no es una de ellas.
—¿Y dice usted que la conoce?
—Sí; la conozco.
No dijo nada más. Japp le miraba inquisitivamente.
—Bueno —dijo al fin Poirot—. Al grano: ¿qué le ha traído por aquí? Porque
supongo que no habrá sido sólo el deseo de pasar un rato con un viejo amigo.
Tiene usted todos los hilos del crimen, sabe quién es el culpable y
seguramente conoce el motivo del asesinato. Por cierto, que no me lo ha dicho
todavía. ¿Cuál fue la causa que impulsó a Jane Wilkinson a cometer el crimen?
—Quería casarse con otro. Esto lo dijo ella misma hace una semana.
También se le oyó proferir amenazas contra su marido, asegurando que
cualquier día cogería un taxi e iría a casa de lord Edgware para pegarle cinco
tiros.
—¡Ah! —dijo Poirot—. Parece que está usted muy bien informado. Sin duda,
alguien ha sido muy locuaz con usted.
Me pareció que sus ojos formulaban una pregunta; pero, si fue así, Japp no
se dio por aludido.
—Debemos oírlo todo, monsieur Poirot —dijo, impaciente.
Poirot asintió y salió en busca del diario. Este había sido hojeado por Japp
durante la espera. De un modo mecánico, Poirot lo ordenó y empezó a pasar la
vista por él. Aunque sus ojos parecían fijos en el periódico, su cerebro estaba
ausente, tratando de componer algún extraño rompecabezas.
—Todavía no me ha contestado usted —dijo al poco rato—. ¿Cuál es el
motivo de su visita?
—El haberme enterado de que usted estuvo ayer por la mañana en Regent
Gate. En cuanto he sabido eso, me he dicho: «Lord Edgware llamó a Poirot.
¿Por qué? ¿Sospechaba algo? ¿Qué temía? Antes de hacer nada en definitiva,
será mejor hablar con él.»
—¿Qué quiere usted decir con ese «nada en definitiva»? Se refiere al arresto
de lady Edgware, ¿verdad?
—Sí.
—¿No la ha visto todavía?
—¡Usted dirá! Lo primero que he hecho ha sido ir al Savoy. No iba a
exponerme a que escapase.
—¡Ah! —dijo Poirot—. Entonces usted... —se detuvo. Sus ojos, que habían
estado durante ese tiempo fijos pensativamente en el papel, adquirieron en
aquel momento una expresión distinta. Levantó la cabeza y añadió en otro
tono—: ¿Y qué le ha dicho a usted?
—Le he hecho las preguntas de rigor, aunque no esperaba ninguna
declaración de importancia.
- ¿Y qué más? Siga usted.
Se puso hecha una loca. Se retorció los brazos, se llevó las manos a la
garganta y al fin se desmayó. ¡Ah! Eso sí, debo confesar que lo hizo
admirablemente, fue una magnífica escena de cine.
—¿De modo —dijo Poirot— que usted cree que esa crisis nerviosa ha sido
una comedia?
—Pero ¿acaso ha creído usted que a mí se me puede engañar de esa
manera? ¡Que si era fingida!
—Sí —dijo Poirot pensativamente—; eso es muy posible. ¿Qué más?
—¡Oh! Después empezó, fingiendo de nuevo, claro está, a exhalar quejidos y
ayes lastimeros, siendo necesario hacerle aspirar sales y no sé cuántas cosas
raras más. Por fin, se rehizo lo suficiente para llamar a su abogado,
asegurando que no pronunciaría ni una sola palabra sin que él estuviese
presente. Un momento antes se retorcía en espasmos histéricos, e
inmediatamente después llamó a su abogado. ¿Le parece a usted lógico ese
proceder?
—En este caso, yo diría que es completamente lógico —dijo lentamente.
—¿Por ser ella la culpable, quiere usted decir?
—No es eso. Lo que yo quiero decir es que cuanto hizo obedeció a su
temperamento. Al principio se condujo ante usted como una viuda de
melodrama al enterarse de que habían asesinado a su marido. Luego,
satisfecha ya su naturaleza teatral, aparece su natural sagacidad, que le hace
llamar a su abogado. El que haya representado ante usted una especie de
drama no prueba su crimen; indica, simplemente, que ha nacido para actriz...
—De todas maneras, no puede ser muy inocente.
—Está usted muy seguro —dijo Poirot—, y creo que no debería estarlo tanto.
Dice usted que no ha hecho ninguna declaración, ¿verdad?
Japp hizo un gesto.
—No quiso decir ni una palabra sin que estuviese presente su abogado. La
camarera lo llamó por teléfono. Yo pensé, cuerdamente, que para obrar con
mayor seguridad debía informarse lo mejor posible de todo cuanto ocurrió
antes del crimen. Por eso dejé a dos de mis hombres con ella y me vine hacia
aquí en su busca.
—¿Y ahora está usted ya seguro?
—Claro que lo estoy; pero me gusta tener en mi poder todos los datos
posibles. Se va a hablar mucho de este suceso. Todos los diarios van a llenar
con él columnas y columnas; ya sabe usted lo que son los periódicos.
—Hombre, a propósito —dijo Poirot—. Ya que habla usted de periódicos,
¿qué me dice de esto? Se ve, amigo mío, que no ha leído usted hoy la prensa
muy detenidamente.
Y le tendió el diario por encima de la mesa, indicándole con el dedo el lugar
de las crónicas de sociedad. Japp leyó en voz alta:
—«Sir Montagu Corner dio una magnífica cena, ayer noche, en su casa de
Chiswick. Entre los invitados se encontraban sir George y lady Du Fisse, míster
James Blunt, el conocidísimo crítico sir Oscar Hammerfeldt, de los Overton Film
Studios; miss Jane Wilkinson (lady Edgware) y otros.» ,
Por un momento, Japp quedó desconcertado.
—¿Qué tiene esto que ver con el crimen? La gacetilla debió de enviarse a los
diarios anticipadamente, ya lo verá usted. Lady Edgware no debió de asistir a
esa cena, o llegaría con retraso: a las once o más tarde, acaso. Apañado está
usted si cree todo lo que dicen. los periódicos. Eso que es usted una de las
personas que mejor debían saberlo.
—Tiene razón; pero de todos modos es raro, ¿no le parece a usted?
—Sin embargo, ocurre muy a menudo —hizo una pausa y después añadió—:
Sé por experiencia que es usted callado como una ostra; pero en gracia a
nuestra amistad tendrá usted a bien explicarme algo, ¿verdad? Vamos a ver,
¿me quiere usted decir para qué le llamó lord Edgware?
—Lord Edgware no me llamó; fui yo quien solicité de él una entrevista.
—¿Sí? ¿Para qué?
Poirot dudó un momento.
—Contestaré a su pregunta —dijo lentamente—, pero sólo cuando yo lo crea
oportuno.
Japp lanzó un gemido. En aquel momento no sentía gran simpatía por él. A
veces Poirot se ponía insoportable.
—Si usted me lo permite, voy a telefonear a cierta persona —dijo mi amigo.
—¿De quién se trata? —preguntó el inspector.
—De míster Bryan Martin.
—¿El artista de cine? ¿Y qué tiene que ver ese hombre con todo esto?
—Creo que le parecerán a usted interesantes las explicaciones de ese
señor... Y hasta puede que le sirvan de ayuda —y añadió, dirigiéndose a mí—:
¿Quieres hacer el favor de telefonear tú?
Cogí el listín y busqué el número. El actor vivía es una casa cerca de St.
James Park. Llamé:
—Victoria, cuatro-nueve-cuatro-nueve-nueve.
Al cabo de unos minutos me contestó la adormilada voz de Bryan Martin:
—Dígame, ¿quién habla?
—¿Qué le digo? —pregunté, tapando el auricular con la mano.
—Dile —dijo Poirot— que han asesinado a lord Edgware y que le agradecería
mucho que viniese en seguida.
Repetí las palabras de mi amigo y percibí una exclamación:
—¡Dios mío!, por fin lo ha hecho. Voy en seguida.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Poirot.
Le repetí la exclamación de Bryan Martin.
—¡Ah! —Poirot parecía contento—. «Por fin lo ha hecho.» Conque ha dicho
eso, ¿eh? Entonces es lo que me figuraba.
Japp le miró con curiosidad.
—No le entiendo, Poirot. Primero habla usted como si estuviese convencido
de que no es ella la culpable, y ahora me sale con que ya lo sabía.
Poirot sonrió.
CAPÍTULO SEIS
LA VIUDA
Bryan Martin hizo honor a su palabra. Aún no habían pasado diez minutos,
cuando ya estaba con nosotros. Mientras aguardábamos su llegada, Poirot no
habló más que de cosas triviales, negándose en absoluto a satisfacer la
curiosidad de Japp.
No cabía duda de que nuestras noticias habían impresionado hondamente al
actor. Su rostro estaba pálido y un vivo temblor agitaba su cuerpo.
—Pero ¿es posible lo que me han dicho, monsieur Poirot? —exclamó
mientras le estrechaba la mano, y añadió—: ¡Es terrible! Estoy trastornadísimo,
no sé lo que me pasa. ¡Oh! Estoy verdaderamente consternado. Siempre creí
que sucedería algo semejante. ¿Recuerda usted que se lo dije ayer mismo?
—Mais oui, mais oui —dijo mi amigo—. Recuerdo perfectamente todo lo que
dijo usted ayer —y añadió—: Le presento al inspector de Policía Japp, que está
encargado de la investigación de ese suceso.
Bryan lanzó una mirada de reproche a Poirot.
—No lo sabía —murmuró—. Podía usted haberme avisado. Se inclinó
fríamente ante el inspector. Luego, sentóse, apretando fuertemente los labios.
—No veo por qué me han hecho ustedes venir. Todo esto no tiene nada que
ver conmigo.
—Ya creo que sí —dijo amablemente Poirot—. Tratándose de un crimen, uno
debe sacrificar los propios sentimientos para llegar al esclarecimiento de la
verdad.
—No, eso sí que no. He trabajado con Jane. Nos conocemos hace mucho
tiempo. Por encima de todo es amiga mía.
—¡Amiga suya, y en el momento que se entera usted de que han asesinado a
lord Edgware lo primero que se le ocurre decir es que ha sido ella quien lo ha
matado! —dijo Poirot secamente.
El actor se estremeció.
—¿Quiere usted decir... —los ojos parecían salirse de las órbitas— que estoy
equivocado, que Jane no ha intervenido en el crimen? Japp habló:
—No, míster Martin, no. Ha sido ella quien lo ha cometido.
El joven se dejó caer en la silla.
—Por un momento creí haber cometido una terrible equivocación.
—En un caso como el presente, la amistad no debe influir para nada en usted
—dijo firmemente Poirot.
—Eso se dice muy bien, pero...
—Amigo mío, ¿es que se va usted a poner de parte de una criminal? Tenga
en cuenta que ha cometido un asesinato..., el más repugnante de los delitos
humanos.
Bryan Martin suspiró:
—Bien, sí; pero Jane no es una criminal vulgar, carece de sentido moral. En
realidad, es irresponsable.
—Eso ya lo determinará el jurado —dijo Japp.
—Vamos a ver —habló Poirot amablemente—, no se trata de que usted la
acuse. Ya está acusada por anticipado. Usted, joven, no puede negarse a
contarnos lo que sabe de ella. Debe hacerlo en bien de la sociedad.
Bryan Martin volvió a suspiran
—Creo que tiene usted razón; sin embargo, ¿qué quieren ustedes que les
diga?
Poirot miró a Japp.
—¿Ha oído usted alguna vez que lady Edgware, o, mejor dicho, miss Jane
Wilkinson, profiriese amenazas contra su esposo? —preguntó el inspector.
—Sí; varias veces.
—¿Cuáles eran esas amenazas?
—Decía que si no le concedía la libertad, le pegaría cinco tiros.
—No se trataba de una broma, ¿verdad?
—No; estoy seguro de que lo decía de veras. Una vez dijo que tomaría un taxi
y que iría a matar a su marido. Usted mismo, monsieur Poirot, se lo oyó decir.
Recurría patéticamente a mi amigo, quien asintió.
Japp siguió con el interrogatorio.
—Míster Martin, sabemos que miss Wilkinson quería divorciarse para casarse
con otro. ¿Sabe usted de quién se trata? Bryan Martin asintió.
—Bien, dígalo.
—Del duque de Merton.
—¡El duque de Merton! ¡Caray! —Japp lanzó un silbido—. Quería mejorar de
posición, ¿eh? Según se dice, el duque es uno de los hombres más ricos de
Inglaterra.
Bryan asintió; estaba más consternado que nunca.
Yo no podía entender la actitud de Poirot. Recostado en la butaca, con las
manos cruzadas y moviendo rítmicamente la cabeza, hacía el efecto del
hombre que ha colocado un disco en el gramófono y lo está escuchando
atentamente, encantado del buen gusto con que lo ha escogido.
—¿No quería divorciarse el marido? —continuó interrogando Japp.
—No; se había negado a ello firmemente.
—¿Tiene usted alguna prueba de lo que dice?
—Sí.
—Ahora, amigo Japp —dijo Poirot, interviniendo una vez más en la
conversación—, es cuando entro en acción yo, para decir que lady Edgware
me pidió que fuese a visitar a su marido para rogarle que accediese al divorcio.
Estaba citado con él ayer por la mañana.
Bryan Martin movió la cabeza.
—Hubiera sido inútil —dijo—. Lord Edgware nunca hubiese accedido.
—¿Cree usted que no? —preguntó Poirot, dirigiéndole una amable mirada.
—Estoy seguro. Jane lo sabía perfectamente. No tenía la menor confianza en
que triunfase usted. No esperaba nada positivo de su mediación. Lord Edgware
era un monomaníaco respecto al divorcio.
Mi amigo sonrió.
—Pues está usted equivocado, joven —dijo amablemente—. Vi ayer a lord
Edgware y accedió a divorciarse.
No podía dudarse del asombro de Bryan Martin al recibir esta noticia. Mirando
a Poirot con los ojos fuera de las órbitas, balbució:
—¿Usted... le vio ayer?
—A las doce y cuarto —respondió Poirot con su tono habitual.
—¿Y accedió al divorcio?
—Accedió.
—Pero debió usted habérselo dicho en seguida a Jane.
—Y así lo hice, míster Martin.
—¿Que lo hizo? —exclamaron al mismo tiempo Japp y Martin. Poirot sonrió.
—Eso complica un poco la situación, ¿verdad? —murmuró—. Y ahora, míster
Martin —añadió—, ¿quiere usted leer esta gacetilla? Y le mostró la nota del
periódico. Bryan la leyó, aunque sin gran interés.
—¿Quiere usted decir que esto significa una coartada? —dijo—. Supongo
que a lord Edgware le pegaron un tiro ayer noche.
—Murió de una puñalada, no de un tiro —aclaró Poirot.
—Me temo que esto —e indicó la gacetilla— no sirve de nada, porque Jane
no asistió a esa cena.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Lo ignoro; seguramente me lo diría alguien.
—Es una verdadera lástima —murmuró Poirot, pensativamente. Japp le
miraba con curiosidad.
—No le entiendo a usted; parece como si no creyese en la culpabilidad de
esa mujer.
—No, no, mi buen Japp; no me inclino en favor de nadie; pero, realmente, el
presente caso es desconcertante, subleva la inteligencia.
—¿Qué quiere usted decir con eso de «subleva la inteligencia»? A la mía no
le pasa nada.
Presentí las palabras que estaban a punto de brotar de los labios de Poirot,
pero no salieron.
—Nos encontramos ante una mujer que, según dice usted, desea deshacerse
de su marido. De esto no cabe la menor duda. Ella misma me lo confesó a mí
francamente. Eh bien, ¿qué pensaba hacer? Repitió varias veces en voz alta y
ante testigos que lo mataría, y una noche se dirige a casa de su marido, se
anuncia por su verdadero nombre, le apuñala y se va. ¿Cómo calificaría usted
un hecho así? ¿Tiene el más leve sentido común?
—Realmente es una locura.
—¿Locura? Es la quintaesencia de la imbecilidad.
—Bueno —dijo Japp—, el que los criminales pierdan la cabeza es una
ventaja de la Policía —hizo una pequeña pausa, y en seguida terminó—: Ahora
debo irme al Savoy.
—¿Me permite usted que le acompañe?
El inspector no opuso el menor reparo y salimos. Bryan se despidió de
nosotros. Parecía muy nervioso. Nos pidió encarecidamente que no lo
hiciésemos intervenir para nada en aquel asunto.
—¡Qué hombre más impresionable! —contestó Japp.
Poirot asintió.
En el Savoy encontramos a un caballero, excesivamente ceremonioso, que
acababa de llegar, con quien subimos a las habitaciones de Jane Wilkinson.
Japp habló con uno de sus agentes.
—¿Nada? —le dijo, lacónico.
—Ha telefoneado.
—¿A quién? —preguntó el inspector con ansiedad.
—A «Jay», para los trajes de luto.
Japp suspiró. Entramos en la habitación.
La viuda, lady Edgware, se estaba probando distintos sombreros ante el
espejo. Llevaba un traje muy cinematográfico en blanco y negro. Nos acogió
con su deslumbradora sonrisa.
—¿Cómo, monsieur Poirot? ¿Qué le trae a usted por aquí? Hola, míster
Maxon —añadió, dirigiéndose al abogado—; me alegro de que haya usted
venido tan pronto. Aconséjeme sobre las preguntas que deba o no contestar.
Este señor —señaló a Japp— parece creer que yo he ido esta mañana a matar
a George.
—Ayer noche, señora —rectificó el inspector.
—Me dijo usted que había sido a las diez de la mañana.
—No, señora; a las diez de la noche. ¡Si ahora no son todavía las diez! —
añadió severamente Japp.
Jane abrió, asombrada, los ojos.
—¡Ah!, muchas gracias —murmuró—; le estoy muy agradecida. Hacía
muchos años que no me levantaba tan pronto. ¿A qué hora ha venido usted,
pues?
—Un momento, señor inspector —dijo el abogado Maxon con su recia voz—.
¿Cuándo ocurrió ese lamentable suceso?
—Anoche, alrededor de las diez.
—Entonces todo va perfectamente —exclamó Jane—. A esa hora estaba yo
en la fiesta... ¡Ah! —se tapó rápidamente la boca—. ¿Acaso no debía haber
dicho eso...?
Miró con timidez al abogado.
—Si a las diez de la noche estaba usted en una fiesta, lady Edgware, no hay
inconveniente de que informe al inspector sobre ese hecho.
—Eso es —dijo Japp- Yo sólo le pido que me explique cuanto hizo usted
anoche. Que me diga dónde tuvo lugar esa fiesta.
—Fue en casa de sir Montagu Corner, en Chiswick.
—¿A qué hora llegó usted allí?
—La cena era a las ocho y media.
—No; le he preguntado que a qué hora llegó.
—Salí de mi casa a las ocho. Fui a Piccadilly Palace a despedirme de una
amiga mía, mistress Van Deusen, que se iba a Estados Unidos, y llegué a
Chiswick a las nueve menos cuarto.
—¿A qué hora se marchó usted de allí?
—Cerca de las once y media.
—¿Vino directamente al hotel?
—Sí.
—¿En taxi?
—No, en mi propio coche. Es uno de los de la casa Daimler.
—Y durante la fiesta, ¿no salió usted de la casa?
—No sé qué decir...
—Entonces es que salió usted.
Hacía el efecto de un foxterrier acorralando a un ratón.
—No sé por qué habla usted así. Lo único que pasó es que mientras
cenábamos me llamaron al teléfono.
—¿Quién la llamó?
—Alguien, sin duda, para burlarse de mí. Una voz me preguntó: «¿Es usted
lady Edgware?», y yo contesté: «Sí»; entonces se oyó una carcajada y
colgaron el aparato.
—¿Salió usted de la casa para telefonear? La mirada de Jane mostró gran
asombro.
—No.
—¿Cuánto tiempo estuvo usted ausente de la mesa?
—Minuto y medio, aproximadamente.
Japp se desplomó sobre la butaca. Estoy convencido de que no creía ni una
palabra de cuanto había dicho la actriz; pero después de oír su declaración no
podía hacer nada sin comprobar su veracidad.
Se apresuró a darle las gracias y se despidió.
Nosotros también nos despedimos, pero lady Edgware llamó a Poirot.
—Óigame, ¿querría usted hacerme un favor?
—Estoy a sus órdenes, señora.
—¿Quiere enviar un cablegrama en mi nombre al duque, en París? Está en el
hotel Crillon. Es necesario que se entere de todo esto y es mejor que no lo
envíe yo misma, porque durante unos días debo comportarme como una viuda
desconsolada.
—No veo la necesidad de enviar ningún cable, señora —dijo Poirot
amablemente—. Ya leerá el suceso en los periódicos.
—¡Oh, qué cabeza! Sí, sí, es mucho mejor no cablegrafiar. Debo
preocuparme de mi reputación, ahora que todo va bien, y portarme como una
viuda lo más dignamente posible. No sé si enviar para el entierro un ramo de
orquídeas; son las flores más caras. También supongo que tendré que asistir al
funeral.
—Antes, señora, tendrá usted que ir al Juzgado.
—No me es nada simpático ese inspector de Scotland Yard; me ha dado un
susto de muerte.
—¡Ah! ¿Sí?
—Fue para mí una verdadera suerte cambiar de parecer y asistir, por fin, a la
fiesta.
Poirot, que estaba ya cerca de la puerta, se detuvo al oír aquellas palabras.
—¿Qué dice usted? ¿Que cambió de parecer?
—Sí; anoche tenía una jaqueca horrible.
Parecía como si Poirot tratase, inútilmente, de tragarse algo.
—¿Le dijo usted eso a alguien?
—Sí. Estábamos reunidos unos cuantos amigos a la hora del té y me pidieron
que fuese con ellos a tomar un combinado. Yo les dije: «No puedo. Mi cabeza
va a estallar, me voy a casa, y ni siquiera pienso ir a la fiesta de Corner.»
—¿Qué fue lo que le hizo luego cambiar de parecer?
—Ellis me obligó a ir, diciéndome que no debía faltar a aquella fiesta, pues sir
Montagu es un personaje que se enfada por cualquier nimiedad. ¡Ah! En
cuanto me case con Merton, me veré libre de todo esto. La pobre Ellis, siempre
atenta a mis intereses, insistió en que era un verdadero error no asistir a la
fiesta. Hasta que me convenció y fui.
—Tiene usted una deuda de gratitud con Ellis, señora.
—¡Ya lo creo! El inspector se marchó furioso, ¿verdad? —dijo, riéndose.
Poirot, muy serio, contestó:
—De todos modos, hay motivo para ello.
—¡Ellis! —llamó Jane.
La camarera entró.
—Mira lo que dice monsieur Poirot: que fue una verdadera suerte que me
hicieras ir a la fiesta anoche.
Ellis miró seriamente a Poirot, al mismo tiempo que decía:
—No deben romperse los compromisos adquiridos, señora. Es usted
demasiado aficionada a hacerlo. La gente no puede olvidar tales desaires y
acaba una por hacerse desagradable.
Jane cogió el sombrero que se estaba probando cuando entramos, y se lo
volvió a probar.
—Odio todo lo negro —dijo, desconsolada—. Nunca me he puesto un traje de
ese color, pero comprendo que una viuda correcta debe vestirse así —y añadió
con volubilidad—: ¡Ah!; estos sombreros son horribles. Telefonee a otra casa
de modas. Por lo menos, quiero salir a la calle de una manera decente.
Poirot y yo salimos en silencio de la habitación.
CAPÍTULO SIETE
LA SECRETARIA
Aún no estábamos libres de Japp. Una hora más tarde reapareció, y tirando
su sombrero sobre la mesa, aseguró que pesaba sobre él una terrible y
abominable maldición.
-¿Ha terminado usted las investigaciones que quería hacer? —preguntó
Poirot con simpatía.
El inspector asintió tristemente:
—Sí, y a menos de que catorce personas mientan, resulta que no ha sido ella
quien mató a lord Edgware —gruñó Japp. Y continuó—: La verdad es que no
se comprende que haya sido otro el autor del crimen. La única persona que
tenía algún motivo para hacerlo era ella.
—Yo no diría eso. Mais, continuez.
—Esperaba encontrar alguna pista —siguió el inspector—. Ya sabe usted que
la gente de teatro es capaz de dejarse matar por salvar a un amigo. Pero éste
es un caso distinto. Los invitados a la fiesta de anoche son personas de
posición. Ni siquiera eran particularmente amigos de ella. Y algunos ni se
conocían entre sí. Su testimonio es, pues, imparcial y digno de crédito. Yo
esperaba comprobar que habría abandonado la fiesta durante media hora o
más. Hubiese podido hacerlo fácilmente con cualquier pretexto. Pero no, sólo
se apartó de la mesa para contestar una llamada telefónica, y aun entonces, el
criado estuvo junto a ella, como él mismo nos lo ha dicho, y la oyó decir «Si,
muy bien; yo soy lady Edgware», e inmediatamente colgaron el aparato. ¡Qué
cosa más extraña!
—¿Era hombre o mujer quien llamó?
—Creo que me ha dicho que era mujer.
—Es raro —dijo Poirot, pensativo.
—Eso no tiene importancia —dijo Japp, impaciente—; vayamos a lo que
interesa. La noche transcurrió tal y como ella nos dijo. Llegó a casa de Corner a
las nueve menos cuarto y se marchó a las once y media, llegando al hotel a las
doce menos cuarto. He hablado con el chófer que la trajo y es, en efecto, uno
de los empleados de la casa Daimler. La servidumbre del hotel que la vio
llegar, también confirma la hora.
—Eh bien, creo que todo ello es concluyente.
—Sí, sí; pero ¿y esos dos testigos de Regent Gate? No se trata sólo del
mayordomo; está, además, la secretaria de lord Edgware, que la vio también.
Los dos aseguran que era realmente lady Edgware la mujer que llegó allí a las
diez.
—¿Cuánto tiempo hace que está en la casa de mayordomo?
—Seis meses. A propósito, ¿se fijaron ustedes en lo guapo que es ese
hombre?
—¡Sí! Eh bien, amigo mío, si hace sólo seis meses que está en la casa, no
podía reconocer a esa señora, a no ser que la hubiese visto antes.
—La conoció por las fotografías de los periódicos. Pero la secretaria la
conocía perfectamente; está al servicio de lord Edgware desde hace cinco o
seis años.
—¡Ah! —dijo Poirot—. Me gustaría ver a esa secretaria.
—Bien; entonces venga conmigo.
—Muchas gracias, mon ami; se lo agradezco infinitamente. Supongo que en
esa invitación va incluido también el amigo Hastings, ¿verdad?
Japp hizo un gesto. Mi amigo añadió:
—¿Qué creía usted? Donde va el dueño, va el perro. Ocurrencia que a mí me
pareció de pésimo gusto.
—Esto me trae a la memoria el caso de Isabel Cannings —dijo Japp—. ¿Se
acuerda usted? Infinidad de testigos aseguraban, cada uno por su parte, que
habían visto a Mary Squires en dos lugares distintos de Inglaterra. Personas
dignísimas todos ellos. Aquel misterio quedó sin aclarar. Éste es un caso
semejante. Nos encontramos con que varias personas aseguran, cada cual por
su lado, que una mujer estaba en dos lugares distintos a la misma hora.
¿Quiénes dicen la verdad?
—No será difícil saberlo.
—Bien; pero miss Carroll reconoció realmente a lady Edgware, y esa señorita
vivió con ella en la misma casa, día tras día. Por tanto, no es fácil que se
equivoque.
—Eso pronto lo veremos.
—¿Quién hereda el título? —pregunté yo.
—Un sobrino del muerto, el capitán Ronald Marsh. Creo que es un
derrochador.
—¿Qué dijo el forense de la hora en que tuvo lugar la muerte?
—Tenemos que esperar el resultado de la autopsia para saberlo
exactamente. Hay que ver dónde está la cena —la manera de expresarse de
Japp distaba mucho de ser refinada—. Lo vieron por última vez minutos
después de las nueve, cuando abandonó la mesa. El mayordomo le llevó
whisky y soda a la biblioteca. A las once, cuando el criado se fue a acostar, la
luz estaba apagada; por tanto, debía de haber muerto ya, pues no iba a estar
allí a oscuras.
Poirot asintió pensativamente. Poco después llegábamos a la casa. Nos abrió
la puerta el agraciado mayordomo.
Japp tomó la delantera y entró el primero; Poirot y yo le seguimos. La puerta
quedó abierta hacia la izquierda y el criado permaneció en pie junto a la pared
de ese mismo lado. Poirot iba a mi derecha, y como era más pequeño que yo,
sólo cuando estuvimos en el interior del vestíbulo se fijó en el mayordomo. Oí
una ahogada exclamación a mi espalda, y al volverme rápidamente, sorprendí
al mayordomo mirando a Poirot con un gran espanto reflejado en su rostro.
Apunté el hecho en mi mente, por lo que pudiera ser. Japp entró en el comedor,
que quedaba a la derecha del vestíbulo, y llamó al criado.
—Ahora, Alton, deseo que se explique usted bien, con la mayor precisión
posible. ¿Eran las diez cuando llegó aquella señora?
—¿La esposa de lord Edgware? Sí, señor.
—¿Cómo la conoció usted? —preguntó Poirot.
—Dio su nombre, señor, además, había visto otras veces su retrato en los
periódicos, y también la había visto trabajar. Poirot se inclinó.
—¿Cómo iba vestida?
—De negro, señor. Un traje de calle negro y un sombrerito negro; llevaba
también un collar de perlas y guantes grises. Poirot miró interrogadoramente a
Japp.
—En la fiesta lucía un traje de noche de tafetán blanco y una capa de armiño
—bisbiseó este último, brevemente.
El mayordomo repitió su relato tal como nos lo había ya contado Japp.
—¿Vino alguien más a visitar a su señor durante la noche? —preguntó Poirot.
—No, señor.
—¿Cómo se cierra la puerta de la calle?
—Tiene cerradura Yale. Corrientemente, cuando me voy a acostar, echo,
además, el cerrojo; eso suele ser allá a las doce. Pero la última noche miss
Geraldine estaba en la Ópera, de modo que quedó sin los cerrojos.
—¿Cómo estaba cerrada esta mañana?
—Perfectamente cerrada, señor; miss Geraldine debió de echar los cerrojos
cuando volvió del teatro.
—¿Cuándo volvió? ¿Lo sabe usted?
—Serían aproximadamente las doce menos cuarto.
—Entonces hasta las doce menos cuarto la puerta de la calle no podía ser
abierta por fuera sin llave; pero, en cambio, por dentro podría abrirse con sólo
tirar del pestillo, ¿no es eso?
—Sí, señor.
—¿Cuántas llaves de esa puerta hay?
—El señor tenía la suya y colgada en el vestíbulo había otra, que fue la que
cogió anoche miss Geraldine. No sé si hay alguna más.
—¿Ninguna otra persona de la casa tenía llave?
—No, señor; miss Geraldine llamaba siempre.
Poirot declaró que no tenía nada más que preguntar y fuimos en busca de la
secretaria.
La encontramos escribiendo en una amplia mesa de escritorio.
Miss Carroll era una activa y simpática mujer de unos cuarenta y cinco años.
Su hermoso cabello comenzaba a adquirir un tono gris. Llevaba gafas, a través
de las cuales brillaban, clavándose en nosotros, sus perspicaces ojos. Cuando
habló, reconocí la clara voz que había oído por teléfono.
—¡Ah! ¿Es usted monsieur Poirot —dijo, después que Japp nos hubo
presentado—, a quien cité en nombre del señor ayer por la mañana?
—El mismo, señorita.
Pensé que aquella mujer le había producido a Poirot una excelente impresión.
En realidad, parecía la honradez personificada.
—Bueno, señor inspector. ¿Qué más puedo hacer por ustedes?
—dijo miss Carroll.
—Únicamente que nos diga usted si está completamente segura de que fue
lady Edgware la que vino aquí anoche.
—Es la tercera vez que me pregunta usted lo mismo y debo confesarle que
estoy segurísima. La vi con mis propios ojos.
—¿En dónde?
—En el vestíbulo. Habló con el mayordomo un minuto y luego entró en la
biblioteca.
—Y usted, ¿dónde estaba?
—En el primer piso.
—¿Está usted completamente segura de que no se equivoca?
—Completamente. Distinguí muy bien su rostro.
—¿No puede usted confundirse por algún parecido?
—¡Oh, no! Jane Wilkinson es inconfundible. Era ella. Japp echó una mirada a
Poirot, como diciendo: «¿Lo ve usted?»
—¿Tenía lord Edgware algún enemigo? —preguntó repentinamente Poirot.
—¡Qué tontería! —rechazó miss Carroll.
—¿A qué llama usted «tontería», señorita?
—¡A lo de enemigos! La gente de hoy no tiene enemigos. Por lo menos la
gente inglesa.
—Sin embargo, han asesinado a lord Edgware.
—Ha sido su mujer —dijo miss Carroll.
—Y una mujer no es un enemigo, ¿verdad?
—No es lógico que lo sea. Jamás he oído una cosa así; por lo menos, sería
impropio de nuestro ambiente.
Por lo visto, miss Carroll tenía la idea de que los crímenes sólo los cometían
los borrachos y la plebe.
—¿Cuántas llaves hay de la puerta de la calle?
—Dos —dijo prontamente la secretaria—. Lord Edgware siempre llevaba una,
la otra pendía de un clavo en el vestíbulo, para que si alguien salía y pensaba
regresar tarde la cogiese. Había otra, además; pero el capitán Marsh la perdió.
—¿Viene mucho por esta casa el capitán Marsh?
—Vivió aquí hasta hace tres años.
—¿Por qué se marchó? —preguntó Japp.
—No lo sé; creo que no se llevaba bien con su tío.
—Me parece que sabe usted algo más de lo que nos dice, señorita
—dijo Poirot gentilmente.
Ella le echó una rápida mirada.
—No soy amiga de chismes —respondió.
—Pero puede usted contarnos lo que haya de verdad en los rumores que han
circulado acerca de las desavenencias entre lord Edgware y su sobrino.
—No era tanto como se dice. Lo que pasa es que lord Edgware era un
hombre con quien resultaba difícil convivir.
—¿Usted también lo cree así?
—No hablo por mí; yo nunca tuve el menor tropiezo con lord Edgware.
Conmigo fue siempre muy sociable.
—Pero el capitán Marsh...
Poirot clavó los ojos en ella, tratando de sacarle otras revelaciones.
Miss Carroll encogióse de hombros.
—El capitán era un hombre extravagante. Se llenó de deudas. Hubo, además,
alguna otra cosa, no sé exactamente qué, y entonces lord Edgware le echó de
casa. Eso es todo.
Cerró la boca firmemente, sin duda dispuesta a no añadir ni una sola palabra.
La habitación donde sostuvimos el interrogatorio estaba en el primer piso. Al
salir de ella, mi amigo me cogió del brazo.
—Un momento, Hastings, ¿quieres hacer el favor de quedarte aquí? Voy a
bajar con Japp. Tú no te muevas hasta que hayamos entrado en la biblioteca.
Le hubiera preguntado algo, pero supuse que no me contestaría, como hacía
siempre. Probablemente sospechaba que el mayordomo andaba espiando y
quería estar seguro de si era o no verdad.
Permanecí allí mirando a través de la barandilla de la escalera. Poirot y Japp
se dirigieron, en primer lugar, a la puerta de la calle, fuera del alcance de mi
vista, y luego reaparecieron andando lentamente a lo largo del vestíbulo. Les
seguí con los ojos hasta que estuvieron dentro de la biblioteca. Esperé uno o
dos minutos más, por si acaso aparecía el criado, pero no dio la menor señal
de su presencia. Entonces bajé a mi vez la escalera y me reuní con ellos.
El cadáver, como es de suponer, no estaba allí. Habían corrido las cortinas y
la luz estaba encendida. Poirot y Japp, en pie en medio de la habitación,
miraban a su alrededor detenidamente.
—No hay nada —decía Japp.
—Ni un cigarrillo, ni huellas de pies ni un guante de señora, ni un perfume,
nada de lo que tan necesario es a los detectives de novela —dijo Poirot
sonriendo.
—La policía es siempre ciega en las novelas policíacas —dijo Japp con un
gesto.
Yo quise dar cuenta a mi amigo del resultado de su encargo.
—Todo va bien. Poirot. He vigilado, pero nadie nos espiaba, al parecer.
—Los ojos de mi amigo Hastings son terribles —dijo Poirot con cierta burla y
añadió—: Oye, ¿te has fijado en la rosa que llevaba yo en la boca?
—¿Una rosa en la boca? —pregunté con asombro. Japp se volvió, riendo a
carcajadas.
—¿Es que quiere usted volverme loco, Poirot? ¿Una rosa? ¿Para qué?
—Nada; tenía la pretensión de parecerme a Carmen —dijo Poirot muy
tranquilo.
Les miré, no sabiendo si estaban locos ellos o si lo estaba yo.
—¿No te has fijado, Hastings? —dijo Poirot en tono de reproche.
—No —contesté—. Desde mi observatorio no podía veros la cara.
—¿No? ¡Qué lástima!
Movió la cabeza suavemente. ¿Se estaba burlando de mí?
—Bueno —dijo Japp—. Creo que ya no tenemos nada que hacer aquí; pero,
de ser posible, me gustaría ver de nuevo a la hija de lord Edgware.
Tocó el timbre para llamar al mayordomo, a quien ordenó:
—Pregúntele a miss Marsh si puedo verla un momento.
No fue el criado, sino miss Carroll quien entró a los pocos momentos.
—Geraldine está descansando —dijo—. La pobrecilla ha sufrido una gran
conmoción. Cuando usted se marchó le di algo para hacerla dormir, y hasta
dentro de una o dos horas sería mejor no despertarla.
Japp se mostró conforme.
—De todas maneras, todo lo que ella pueda decirles se lo puedo decir yo —
añadió la secretaria firmemente.
—¿Qué opinión tiene usted del mayordomo? —preguntó Poirot.
—No me es nada simpático, la verdad —replicó miss Carroll—; pero no
sabría decirle por qué.
Habíamos llegado a la puerta de la calle.
—Anoche, cuando vino lady Edgware, estaba usted ahí arriba, ¿verdad? —
dijo de pronto Poirot, indicando con el dedo el piso superior.
—Sí. ¿Por qué?
—¿Y afirma usted que vio a lady Edgware entrar y dirigirse, a lo largo del
vestíbulo, hacia la biblioteca?
—Sí.
—¿Y vio usted su rostro claramente?
—Ya le he dicho que sí.
—Sin embargo, usted no pudo ver su rostro, señorita. Desde donde usted
estaba sólo podía ver la parte superior de la cabeza.
Miss Carroll enrojeció vivamente. Por un momento pareció desconcertada.
—Bien, sí, su cabeza; pero además oí su voz, la vi andar. Esa mujer es
inconfundible. Se lo repito, estoy segura de que era Jane Wilkinson, el ser más
infame que existe.
Y, volviéndose, se fue hacia arriba.
CAPITULO OCHO
PROBABILIDADES
Japp se marchó y nosotros nos fuimos a dar una vuelta por Regent's Park en
busca de un lugar apacible.
—¿Te das cuenta, Hastings, de que la secretaria es un testigo peligroso?
Peligroso, porque es involuntariamente falso. Ya has oído cómo hace un
momento decía que había visto el rostro de la visitante. A mí eso me pareció
completamente imposible. Si hubiese salido ésta de la biblioteca, entonces sí
que hubiera sido posible; pero yendo hacia allá, no. Hice entonces el
experimento, y resultó como yo había supuesto.
—Sin embargo, la secretaria sigue afirmando que fue Jane Wilkinson quien
se presentó en Regent Gate ayer por la noche. Después de todo, la voz y la
manera de andar son cosas inconfundibles.
—No, no.
—Hombre, Poirot. Yo te he oído decir mil veces que lo más característico e
inconfundible de una persona es su voz y la manera como anda.
—Es verdad, pero también es fácilmente imitable.
—¿Tú crees?
—Haz retroceder tu memoria a algunos días. ¿Te acuerdas de una noche que
estábamos en un teatro?
—¿Te refieres a Charlotte Adams? Pero, Poirot, Charlotte Adams es una
artista.
—No es difícil imitar a una persona a quien se conozca bien. Claro que
Charlotte Adams tiene condiciones excepcionales, y además, la luz de las
candilejas y la distancia influyen...
Una repentina idea atravesó mi cerebro.
—Poirot —grité—, no vas a creer que Charlotte Adams haya matado a lord
Edgware. ¡Si ni siquiera debió conocerlo!
—¿Qué sabes tú? Pudiera existir entre ellos alguna relación que nosotros no
conocemos. La posibilidad de que Charlotte Adams sea la culpable no se
aparta de mi cerebro.
—Pero Poirot...
—Espera, Hastings. Deja que te exponga algunos hechos. Lady Edgware ha
contado sin la menor reserva las relaciones entre ella y su esposo, e incluso ha
llegado a decir que deseaba matarlo. Además de nosotros, lo oyó un camarero,
Bryan Martin, Charlotte también lo oyó y todas las personas que estaban en el
Savoy. Además, está la gente a quien esas personas lo repitieron. Ahora
supongamos que alguien desea matar a lord Edgware y encuentra en Jane
Wilkinson una coartada. La noche en que ésta anuncia que se quedará en casa
a causa de una violenta jaqueca..., pone en acción el plan que había concebido.
Para que las sospechas recaigan sobre Jane Wilkinson es necesario
que se la vea entrar en Regent Gate. Bien; ya la han visto. Pero aún hace más:
al entrar se anuncia como lady Edgware. Ah, c'est un peu trop ca! Haría
sospechar al más cándido. Hay otra cosa, además. La mujer que entró la otra
noche en la casa iba vestida de negro, y Jane Wilkinson nunca viste de negro,
se lo hemos oído decir a ella misma. Todo eso parece demostrar que no era
Jane Wilkinson la que entró en casa de lord Edgware, sino una mujer que se
disfrazó y se hizo pasar por ella. ¿Fue esta mujer la que mató a lord Edgware?
¿O bien entró otra persona en la casa y esta última fue la que le asesinó? De
ser así, ¿cuándo entró? ¿Antes o después de la visita de la fingida lady
Edgware? Si entró después, ¿qué dijo aquella mujer a lord Edgware? ¿Cómo
explicó su presencia allí? Podía engañar al criado, que no la había visto nunca,
y a la secretaria, que sólo la vio de lejos; pero no puede creerse que lograse
engañar al marido. Tal vez, cuando ella entró en la biblioteca, sólo encontró un
cadáver, y entonces lord Edgware habría sido asesinado entre las nueve y las
diez.
—Por Dios, cállate, Poirot —grité—. Me estás volviendo loco. ¿Qué te hace
sospechar tan endiablado complot?
—Aún no puedo decir nada, pero es indudable que alguien tenía algún motivo
para desear la muerte de lord Edgware. Está, desde luego, el sobrino, que es
su heredero; y a pesar de las afirmaciones de miss Carroll, existe la posibilidad
de algún enemigo. Lord Edgware me dio la sensación de ser uno de esos
hombres que se crean enemigos con facilidad.
—Sí, eso parecía —afirmé.
—Quienquiera que fuese el asesino, debió disfrazarse muy bien. Si Jane
Wilkinson no llega a cambiar de parecer a última hora, le hubiese sido
imposible probar su inocencia, la hubiesen arrestado y es muy poco probable
que se librase de la horca.
Me estremecí.
—Hay una cosa que me desconcierta —siguió Poirot—. El deseo de culpar a
Jane es claro. Entonces, ¿para qué telefonearla? Porque es indudable que
alguien la telefoneó a Chiswick, y en cuanto se enteró de que estaba allí antes
de... ¿De qué? A la hora en que telefonearon, todavía no había sido asesinado
lord Edgware. La intención que guió esa llamada parece ser, no hay otra
palabra para ella, beneficiosa. Lo indudable es que no fue el asesino, porque la
intención de éste es claramente la de culpar a Jane. Entonces, ¿quién fue?
—Quizá fue sólo una mera coincidencia —sugerí.
—No, no es eso. Hace seis meses fue interceptada una carta. ¿Para qué?
Hay en este asunto un montón de cosas inexplicables y que deben tener algo
de común entre ellas.
Lanzó un profundo suspiro y continuó:
—Esa historia que vino a contarnos Bryan Martin...
—Pero, Poirot, eso no debe tener nada que ver con nuestro asunto.
—Estás completamente ciego, Hastings.
Poirot lo vería todo muy claro; pero yo, lo confieso, no veía la menor luz que
aclarase las tinieblas de mi cerebro.
—Lo que no puedo creer —dije de pronto— es que haya sido Charlotte
Adams la autora del crimen; me hizo el efecto de una muchacha muy buena.
—Yo no creo que fuese ella la que cometiese el crimen, Hastings. Es una
muchacha demasiado juiciosa. Si se halla mezclada en el crimen, sin saber
siquiera que ha cometido...
Se detuvo un momento.
—Pero si fuese así, resultaría un testigo peligroso para el asesino; quiero
decir que al leer hoy la noticia del asesinato...
Poirot dejó escapar una exclamación.
—¡Corramos, Hastings, corramos! He estado ciego. ¡Corramos! ¡Un taxi, en
seguida, un taxi!
Mientras decía estas palabras, movía nerviosamente los brazos. Hicimos
parar el primero que pasó.
—¿Sabes su dirección? —me preguntó Poirot.
—¿La de Charlotte Adams?
—Mais oui, mais oui. Pronto, Hastings. Cada minuto es precioso. ¿No te das
cuenta?
—No —dije—, no me doy cuenta de nada. Poirot se mostraba impaciente.
—Miremos la guía telefónica. ¡No!, no estará. Vayamos al teatro.
En el teatro no se mostraron dispuestos a darnos la dirección de Charlotte.
Por fin Poirot la consiguió: vivía en una casa de Sloan Square. Nos dirigimos
hacia allí. A Poirot le devoraba una impaciencia febril.
—Por lo menos, que no lleguemos tarde, Hastings.
—Pero ¿por qué toda esa prisa, Poirot? No lo entiendo. ¿Qué significa?
—Significa que he sido muy torpe, que no he comprendido lo que estaba
claro como el agua. Ah, mon Dieu! Por lo menos, que lleguemos a tiempo.
CAPÍTULO NUEVE
UN NUEVO CRIMEN
Aunque ignoraba la causa de la agitación de Poirot, le conocía lo bastante
para estar seguro de que era justificada. Llegamos a Rosedew Mansions,
Poirot bajó del taxi, pagó al chófer y entró apresuradamente en la casa. La
habitación de miss Adams estaba en el primer piso, como nos informó una
tarjeta de visita clavada en una tablilla.
Poirot subió rápidamente la escalera sin esperar el ascensor, que en aquel
momento estaba en uno de los pisos superiores.
Era tal su impaciencia, que golpeó la puerta después de tocar el timbre. Pasó
un rato hasta que abrió la puerta una pulcra mujer de mediana edad, con el
cabello echado hacia atrás. Sus párpados estaban enrojecidos, como si
hubieran llorado mucho.
—¿Miss Adams? —preguntó ansiosamente Poirot. La mujer le miró.
Su rostro se había puesto mortalmente pálido, comprendiendo que aquello,
sea lo que fuere, era lo temido por él.
La mujer continuó moviendo lentamente la cabeza:
—Miss Adams ha muerto. Murió mientras dormía. ¡Ah, es horrible! Poirot se
apoyó en el quicio de la puerta.
—¡Demasiado tarde! —murmuró.
Su agitación era tan visible, que la mujer le miró con mayor atención.
—Usted perdone. ¿Era usted amigo suyo? No recuerdo haberle visto nunca
por aquí.
Pero Poirot no contestó a aquella pregunta, sino que dijo rápidamente:
—¿Llamaron ustedes a un médico? ¿Qué ha dicho?
—Qué tomó una dosis excesiva de un soporífero. ¡Oh, pobrecilla! ¡Una
muchacha tan joven y bonita! ¡Qué cosa tan peligrosa son las drogas! El
médico dice que tomó veronal.
De pronto, Poirot se irguió, y, autoritario, dijo:
—Debo entrar en la casa.
Veíase claramente que la mujer dudaba
—No sé... —empezó a decir.
Pero Poirot tomó el único camino que podía conducirle al resultado apetecido.
—Tiene usted que dejarme pasar, porque soy detective y debo investigar las
circunstancias de la muerte de su señorita.
La mujer, por fin, se apartó y entramos en el piso. Poirot comenzó a hacerse
dueño de la situación.
—Todo cuanto le he dicho —siguió autoritariamente— debe quedar entre
nosotros, no debe repetirlo a nadie, ¿oye usted? Todo el mundo debe seguir
creyendo que miss Adams ha fallecido de muerte natural. Haga el favor de
darme el nombre y dirección del médico que llamó usted.
—Es el doctor Heath, Carlisle Street, diecisiete.
—Ahora déme su nombre.
—Alice Bennet.
—Por lo que he podido apreciar, parece que quería usted mucho a miss
Adams, miss Bennet.
—¡Oh, ya lo creo! Era una joven tan bondadosa... Estuve a su servicio el año
pasado, cuando vino aquí. No era como la mayoría de las artistas. Parecía una
verdadera señorita. Tenía unos gustos muy refinados y le gustaba todo lo
exquisito.
Poirot escuchaba con simpatía y atención, sin demostrar la menor
impaciencia. Comprendía que la amabilidad es el medio mejor para obtener los
informes que uno desea.
—Debe de haber sido un golpe terrible para usted.
—¡Ya lo puede usted decir, señor! Entré aquí con el té a las nueve y media,
como hago cada día, y estaba acostada. Pensé que dormía aún. Entonces
puse la bandeja sobre una mesa y descorrí las cortinas, una de cuyas anillas
se enredó y tuve que tirar más fuerte. Hice bastante ruido. Miré hacia la cama y
me sorprendió que no se hubiera movido. Fue en aquel momento cuando me
pareció notar algo raro y me acerqué a ella, tocándole la mano. Estaba helada
como el mármol. Salí de aquí gritando.
Se detuvo. Sus ojos se le habían llenado otra vez de lágrimas.
—Realmente —dijo Poirot—, debe de haber sido terrible para usted.
¿Tomaba a menudo drogas para dormir miss Adams?
—De cuando en cuando tomaba para el dolor de cabeza unas tabletas que
están en un tubo. Pero debieron de ser de otra clase las que tomó anoche,
según dijo el doctor.
—¿Vino a verla alguien anoche? ¿Tuvo alguna visita?
—No, señor. Pasó la velada fuera de casa.
—¿Le dijo acaso adonde iba?
—No, señor; salió cerca de las siete.
—¡Ah! ¿Puede decirme cómo iba vestida?
—Llevaba traje y sombrero negros.
Poirot me miró.
—¿Llevaba alguna joya?
—Solamente el collar de perlas que usaba siempre.
—Y los guantes..., ¿eran grises?
—Sí, señor.
—Muy bien. Ahora explíqueme el aspecto que tenía: ¿estaba alegre,
animada, triste, nerviosa?
—Me pareció que estaba de buen humor por algo que no me dijo. Se reía
sola, como si pensase en algo alegre.
—¿A qué hora volvió?
—Poco después de las doce.
—¿Tenía el mismo aspecto que al salir?
—Parecía cansadísima.
—Pero ¿no trastornada o angustiada?
—¡Oh, no! A mí me pareció que seguía estando alegre. Trató de telefonear a
alguien, pero al fin lo dejó para hoy por la mañana, porque no podía más.
—¡Ah! —exclamó Poirot, cuyos ojos brillaron excitados. Dio un paso hacia
adelante y preguntó, cambiando de tono—: ¿Oyó usted el nombre de la
persona a quien quiso telefonear?
—No, señor. Sólo pidió el número y esperó; la central debió de decirle que
trataba de que contestase y oí que replicaba: «Muy bien.» Pero, de pronto,
bostezó y dijo: «No puedo más, estoy rendida», y, colgando el aparato, empezó
a desnudarse.
—¿Se acuerda usted del número que pidió? Vamos, trate de recordarlo.
Puede ser muy importante.
—Lo siento, pero no puedo decírselo. Sé que era un número de Victoria, pero
es lo único que recuerdo. Mi cabeza no retiene nada.
—¿Comió o bebió algo la señorita antes de acostarse?
—Un vaso de leche caliente, como hacía a menudo.
—¿Quién se lo preparó?
—Yo misma.
—¿Y no entró nadie en el piso anoche?
—Nadie.
—¿Y durante el día?
—Tampoco entró nadie, que yo recuerde. Miss Adams comió y tomó el té
fuera de casa; volvió hacia las seis.
—¿A qué hora trajeron la leche? Me refiero a la que tomó por la noche.
—Por la tarde. El muchacho que la trae la dejó fuera a las cuatro. Pero creo
que no había nada malo en ella. Yo la he tomado esta mañana con té. Además,
el médico dice que fue ella misma quien debió de tomarlo.
—Quizá esté yo equivocado; es muy posible —dijo Poirot—. Necesito ver al
doctor —y añadió—: ¿Sabe usted si miss Adams tenía enemigos? En América
las cosas son muy distintas.
La buena Alice dudaba; pero, al fin, mordió el anzuelo.
—¡Oh!, ya lo sé. Ya he leído las cosas que hacen en Chicago los pistoleros.
Debe de ser un país malísimo. Yo no sé lo que hace allí la Policía. No debe de
ser igual que la nuestra.
Poirot asintió amablemente, satisfecho de que el ingenuo patriotismo de Alice
Bennet le librase de tener que darle una explicación.
De pronto, Poirot se fijó en una caja de vestidos que estaba sobre una silla.
—¿Está dentro de esta caja —dijo, señalando con la mano— la ropa que
llevaba miss Adams cuando salió la última noche?
—Se la puso por la mañana, pero no la traía puesta cuando regresó a la hora
del té. En cambio, vino con ella por la noche.
—¡Ah! ¿Me permite usted abrirla?
Alice Bennet estaba dispuesta a consentirlo todo. Era la mujer más prudente
y suspicaz del mundo; pero, una vez disipada su desconfianza, se la manejaba
como a un niño.
La caja no estaba cerrada con llave. Poirot la abrió. Yo me adelanté para
mirar por encima de su hombro.
—¿Lo ves, Hastings, lo ves? —murmuró excitado.
Lo que había dentro de la caja era realmente interesante.
Contenía un estuche de maquillaje, unos zapatos de tacón muy alto, un par
de guantes grises y, envuelta en un papel de seda, una peluca rubia,
maravillosamente hecha, reproducción exacta de la dorada cabellera de Jane
Wilkinson, peinada de igual forma, con la raya en medio y rizada por detrás.
—¿Dudas ahora, Hastings? —preguntó Poirot.
Debo decir que había dudado hasta aquel momento; pero a partir de
entonces no dudé más.
Poirot cerró de nuevo la caja y se volvió hacia la camarera.
—¿No sabe usted con quién comió anoche miss Adams?
—No, señor.
—¿Tampoco sabe con quién cenó y tomó el té?
—Del té no sé nada; pero sé que comió en compañía de miss Driver.
—¿Miss Driver?
—Sí; una gran amiga suya. Tiene una tienda de sombreros en Moffat Street,
junto a Bond Street. Se llama «Genoveva».
Poirot anotó la dirección en su block de notas, debajo de la del doctor.
—Otra cosa, señora ¿Puede usted recordar algo de lo que miss Adams dijo o
hizo cuando volvió a las seis? Quiero decir, algo que le pareciese a usted
extraño.
La camarera quedó pensativa unos momentos.
—No puedo decírselo —concluyó—. Sólo recuerdo que, al preguntarle si
quería tomar té, me contestó que ya lo había tomado.
—¡Ah! ¿Dijo que ya lo había tomado? —interrumpió Poirot—. Pardon,
continúe.
—Después estuvo escribiendo cartas hasta la hora de acostarse.
—¿Conque estuvo escribiendo cartas? ¿Sabe usted a quién?
—Sí, señor. Una de ellas era para su hermana, que vive en Washington. Le
escribía dos veces por semana. Su intención fue llevársela y echarla al correo
para que pudiese salir en seguida, pero se olvidó.
—Entonces, ¿está todavía aquí?
—No, señor. La he echado ya al correo. La señorita se acordó de ella anoche,
en el mismo momento de irse a la cama. Entonces le dije que la echaría yo hoy
a primera hora; añadiendo otro sello y echándola en el buzón de las cartas
urgentes, era lo mismo que si la hubiese echado ayer.
—¡Ah! Y ese buzón, ¿está lejos?
—No, señor. Está aquí mismo, en la esquina.
—¿Cerró la puerta del piso cuando salió?
Miss Bennet le miró, asombrada.
—No, señor. La dejé entornada, como hago siempre que voy a Correos.
Me pareció que Poirot iba a hablar, pero se contuvo.
—¿Quieren ustedes ver a la pobre señorita? Verán qué bonita está.
Y nos condujo a la alcoba.
Charlotte Adams tenía un aspecto extrañamente apacible; parecía mucho
más joven que aquella noche en el Savoy. Hacía el efecto de una muchachita
rendida de cansancio que estuviese durmiendo.
Mientras la miraba, el rostro de mi amigo tenía una extraña expresión y le vi
hacer el signo de la cruz.
—J'ai fait un serment, Hastings —me dijo al bajar la escalera.
No le pregunté cuál había sido su promesa. Poco después dijo:
—Una cosa me tranquiliza: que no podía salvarla de ninguna manera.
Cuando me enteré de la muerte de lord Edgware, ella había muerto ya. Eso me
consuela, sí, me consuela mucho.
CAPITULO DIEZ
JENNY DRIVER
Nuestra siguiente diligencia fue visitar al médico, cuya dirección nos había
dado la camarera de Charlotte Adams. Dicho médico resultó un inquieto
viejecito, de modales algo raros, que conocía a Poirot por su fama y se mostró
complacidísimo de conocerle personalmente.
—¿En qué puedo serle útil, monsieur Poirot? —preguntó después que se
cruzaron las cortesías de ritual.
—Esta mañana le llamaron a usted, doctor, para asistir a miss Charlotte
Adams.
—¡Ah, sí, pobrecilla! ¡Una actriz tan inteligente! Fui dos veces al teatro a verla
trabajar. Es una verdadera lástima que haya muerto. ¿Por qué tomarán drogas
esas muchachas? No puedo comprenderlo.
—¿Supone usted que era aficionada a las drogas?
—Sería difícil asegurarlo. De todos modos, no las tomaba en inyectables,
pues en su cuerpo no advertí los pinchazos. Seguramente las tomaba por vía
bucal. La camarera me dijo que solía dormir bien, pero las criadas nunca saben
nada de estas cosas. No tomaría veronal cada noche, pero sin duda lo tomaba
de cuando en cuando.
—¿Qué le hace a usted creer eso?
—Esto.... —y buscó algo a su alrededor—. ¿Dónde diablos lo puse...? —
escudriñó en un maletín—. ¡Ah! Aquí está —dijo al fin sacando un pequeño
monedero de señora, de tafilete negro—. Esto es para el Juzgado, ¿comprende
usted? Me lo traje para que la criada no husmease en él.
Y abriendo el bolso, sacó una cajita de oro, que tenía sobre la tapa, formadas
con rubíes, las iniciales C. A. Era una joya valiosísima. El doctor la destapó.
Estaba casi llena de unos polvos blancos.
—Veronal —dijo brevemente el anciano—. Ahora vean lo que hay escrito
dentro de ella
En la parte interior de la caja, grabada en ella, veíase la siguiente inscripción:
A C. A. de D. PARÍS, 10 NOV. Dulces sueños
—Diez de noviembre —repitió Poirot pensativamente.
—Eso dice, y estamos en junio, lo que parece demostrar que empezó a tomar
el soporífero hace lo menos seis meses, aunque, como el año no se indica,
también puede ser hace dieciocho meses, o acaso dos años y medio, tal vez
más...
—París, D. —repetía Poirot, ceñudo.
—Sí. ¿Le indica a usted algo eso? Yo todavía no le he preguntado qué
interés le mueve a intervenir en este asunto, porque me figuro que tendrá sus
motivos para hacerlo. Seguramente querrá usted averiguar si se trata de un
suicidio, ¿no? Pero eso es algo que ni yo ni nadie podríamos asegurarlo.
Según dijo la camarera, anoche miss Adams se encontraba perfectamente. Lo
que hace suponer que se trata de un desgraciado accidente; mi opinión
personal es que se trata de eso. El veronal es un soporífero desconcertante. A
veces se toma una gran cantidad y no le pasa a uno nada; en cambio, en otra
ocasión, se toma sólo un poquitín y mata. Es una droga peligrosa por ese
motivo. No me cabe la menor duda de que el Juzgado lo calificará de muerte
por accidente. Por mi parte, no puedo decirle nada más.
—¿Me permite usted examinar el monedero de la señorita?
—Desde luego, claro que sí.
Poirot vació el contenido del bolso. Había en él un pañuelo fino con las
iniciales C. M. A., una borla de polvos, un lápiz de labios, un billete de una libra,
algún dinero suelto y unas gafas. Estas últimas las examinó Poirot
detenidamente. La montura era de oro, sencilla y severa.
—Es raro —dijo Poirot—. No sabía que miss Adams usase gafas. Acaso las
necesitaba para leer.
El doctor las cogió.
—No; son gafas de miope —afirmó—. Muy potentes, por cierto. La persona
que las usaba debía de tener muy mala vista.
—¿No sabe usted si miss Adams...?
—No fue cliente mía; una vez me llamaron para que examinase la
herida que tenía en un dedo la criada. Desde entonces no había vuelto más.
Miss Adams, a la que vi en aquella ocasión un momento, no llevaba, desde
luego, gafas.
Poirot dio las gracias al doctor y nos despedimos.
Mi amigo parecía preocupadísimo.
—¿Respecto al disfraz?
—Puede que yo esté equivocado —admitió.
—No; eso está comprobado. Me refiero a su muerte. Desde el momento en
que tenía veronal en su poder, es muy posible que, sintiéndose cansada, lo
tomase ayer para asegurarse una buena noche.
De pronto se detuvo, y con gran asombro de los paseantes y mío, se golpeó
aparatosamente una mano contra la otra.
—¡No, no, no! —exclamó—. ¿Por qué había de ocurrir ese accidente
precisamente en estos momentos? No, no se trata de ningún accidente, no es
tampoco suicidio. ¡No! Ella desempeñó un papel, y con eso firmó su sentencia
de muerte. Han elegido el veronal porque sabían que solía tomarlo y que tenía
en su poder una caja. Pero si es así, el asesino debe de ser alguien que la
conocía muy bien. ¿Quién es D.? ¡Oh!, Hastings, daría cualquier cosa por
saber quién es D.
—Poirot —dije, mientras él se ponía de nuevo a gesticular—. ¿No sería mejor
que nos fuésemos de aquí? Estamos llamando la atención.
—¿Qué dices? ¡Ah!, bueno, sí, es verdad. Aunque no me molesta que la
gente me mire; después de todo, no pueden ver mis pensamientos.
—¡Hombre, mira que todo el mundo se ríe!
—Eso no tiene importancia.
No dije nada más. Lo único que afectaba a Poirot era que el sudor atacase la
forma de su famoso bigote.
—Tomemos un taxi —dijo, moviendo su bastón.
Se detuvo uno y le indicó la dirección de «Genoveva», en Moffat Street.
Poco después nos deteníamos ante la casa. Subimos unos cuantos
escalones y nos encontramos frente a una puerta en la que se veía este letrero:
«Genoveva.» «Sírvase entrar.» Obedecimos aquella orden, encontrándonos en
una pequeña habitación llena de sombreros y ante una rubia e imponente
criatura que avanzó hacia nosotros, lanzando una recelosa mirada a Poirot.
—¿Miss Driver? —preguntó él.
—No sé si podrá recibirles. ¿Tienen la bondad de decirme el objeto de su
visita?
—Tenga la bondad de decir a miss Driver que un amigo de miss Adams
desea verla.
Apenas acababa de salir aquella belleza rubia cuando una cortina de
terciopelo negro se agitó violentamente y una pequeña y vivaz mujercita, de
cabellos de fuego, apareció.
—Dígame, señor. ¿De qué se trata? —preguntó.
—¿Es usted miss Driver?
—Sí. ¿Qué le ocurre a Charlotte?
—¿No se ha enterado usted de la mala noticia?
—¿Qué mala noticia es esa?
—Miss Adams murió anoche, mientras dormía, debido a una dosis excesiva
de veronal.
—¡Qué cosa tan horrible! —exclamó—. ¡Pobre Charlotte, no puedo creerlo!
¡Si ayer mismo estaba llena de vida!
—Desgraciadamente, es verdad, señorita —dijo Poirot—. Y ahora dígame —
miró el reloj—: Es la una, precisamente la hora de comer; le ruego, pues, que
nos conceda el honor de venir a comer con nosotros; deseo hacerle algunas
preguntas.
La joven le miró de arriba abajo. Era una muchacha deportiva; por lo nerviosa
me recordaba algo a un foxterrier.
—¿Y quiénes son ustedes, vamos a ver? —preguntó bruscamente.
—Mi nombre es Hércules Poirot y mi amigo es el capitán Hastings. Me incliné
cortésmente. La mirada de la joven iba de uno a otro.
—He oído hablar de usted —dijo secamente—. Está bien; iré con ustedes —
llamó a la rubia—: ¡Dorothy!
—Diga, Jenny.
—Si mistress Lester viniese a buscar el modelo de Hose Descartes que le
estamos haciendo, enséñele diferentes plumas. Hasta luego; supongo que no
estaremos mucho tiempo fuera
Descolgó un sombrerito negro, se lo puso en una oreja, empolvóse
furiosamente la nariz y luego miró a Poirot.
—¡Lista! —dijo bruscamente.
Cinco minutos más tarde estábamos sentados en un pequeño restaurante en
Dovert Street. Poirot ordenó al camarero que nos sirviera con prontitud unos
combinados.
—Ahora —dijo Jenny Driver —quiero saber qué significa todo esto. ¿En qué
lío se enredó Charlotte?
—¿Estaba enredada en algo?
—Vamos a ver, ¿quién hace las preguntas, usted o yo?
—Creo que debería ser yo —dijo Poirot sonriendo—. Según tengo entendido,
usted y miss Adams eran muy buenas amigas.
—Es verdad.
—Eh bien, yo le garantizo a usted, señorita, que cuanto hago es sólo en
beneficio de su difunta amiga. Tenga la seguridad de que es así.
Hubo unos momentos de silencio mientras Jenny Driver reflexionaba.
—Le creo —dijo—. Ahora hable usted. ¿Qué quiere saber?
—Creo que su amiga comió ayer con usted.
—Sí.
—¿Le explicó por casualidad los planes que tenía para la noche?
—No habló precisamente de la noche.
—Pero ¿le dijo algo?
—Sí; algo que quizá es lo que andan ustedes buscando, pero comprenderán
que ella me lo dijo confidencialmente.
—Es natural.
—En fin, yo se lo contaré a mi manera.
—Como usted guste, señorita.
—Verán, Charlotte estaba muy excitada; no se ponía así a menudo, porque
su carácter no era ese. En definitiva, no me dijo nada, pues
había prometido guardar silencio, pero algo dejó traslucir. Se trataba de algo
así como de un bromazo.
—¿Un bromazo?
—Eso fue lo que me dijo, aunque no añadió cómo, cuándo ni dónde. Sólo...
—se detuvo un momento—. Bueno; Charlotte, ¿saben ustedes?, no era de esa
clase de gente que se divierte gastando bromas a los demás. Era una de esas
muchachas serias, de cerebro equilibrado, que solo piensan en trabajar. Lo que
yo supongo es que alguien quería utilizar su habilidad. Es una suposición mía
nada más; no es que ella me lo dijera, ¿comprenden ustedes?
—Ya comprendo. ¿Qué fue lo que usted pensó?
—Pensé, porque la conocía muy bien, que allí había dinero de por medio.
Nada, en realidad, era capaz de entusiarmarle, excepto el dinero. Ella era así.
Fue una de las cabezas mejor equilibradas para los negocios. Seguramente no
hubiera estado tan animada ni tan alegre si no se hubiese tratado de dinero.
Una gran cantidad de dinero, desde luego. Mi impresión fue que había hecho
alguna apuesta y que estaba completamente segura de ganarla. Quizá esto no
fuera cierto; no intento que crean ustedes que Charlotte solía hacer apuestas.
Nunca supe que hubiese hecho ninguna; pero, en fin, sea lo que fuere, estoy
segura de que se trataba de dinero.
—¿No se lo dijo a usted?
—No; únicamente me dijo que dentro de poco tiempo me lo explicaría todo.
Iba a hacer venir a su hermana de América para reunirse con ella en París;
estaba loca por ella. Creo que es una muchacha muy delicada y amante de la
música —y miss Driver acabó—: Les he referido todo cuanto sé respecto a
Charlotte. ¿Es lo que ustedes querían saber?
Poirot movió afirmativamente la cabeza, al mismo tiempo que decía:
—Sí; confirma mi hipótesis, aunque, la verdad, esperaba algo más. Ya me
figuraba yo que habrían recomendado a miss Adams que guardase el secreto,
pero confiaba en que, siendo mujer, no hubiera podido contenerse y lo hubiese
revelado a su mejor amiga.
—Por mi parte hice cuanto pude por hacerla hablar —dijo Jenny—; pero me
dijo, riendo, que ya me lo contaría algún día.
Poirot guardó silencio por un momento; luego dijo:
—¿Conoce usted a lord Edgware?
—¿La víctima de ese asesinato? Lo he leído en un periódico hace media
hora.
—Sí. ¿Sabe usted si miss Adams le conocía personalmente?
—No lo creo. Estoy segura de que no. ¡Oh!, espere usted un minuto.
—Lo que usted quiera, señorita —dijo Poirot amablemente.
—¿Cómo fue...? ¿Cómo fue...? —frunció el entrecejo y se apretó las sienes,
como tratando de recordar—. ¡Ah, ya lo tengo! Habló una vez de él muy
agriamente.
—¿Agriamente?
—Sí; dijo... A ver si lo recuerdo... ¡Ah, sí! «Los hombres como ese no hacen
más que arruinar la vida de los que les rodean con su crueldad y falta de
comprensión.» Dijo además... ¿Qué dijo, señor? —recordaba de nuevo—.
¡Ahora! Dijo: «Es de esa clase de hombres cuya muerte será un bien para
todos.»
—¿Recuerda cuándo dijo eso, señorita?
—Debe de hacer un mes.
—¿Cómo fue hablar de él?
Jenny Driver se quedó pensativa durante unos momentos, y después movió
la cabeza.
—No puedo acordarme. Sin duda fue al leer su nombre en algún periódico.
Pensando en ello más tarde, me extrañó que Charlotte se hubiese mostrado
tan vehemente al hablar de un hombre a quien ni siquiera conocía.
—Realmente es extraño —dijo Poirot pensativamente. Luego preguntó—:
¿Sabe usted si miss Adams tenía la costumbre de tomar veronal?
—Que yo sepa, no. Nunca le vi tomarlo; ni habló siquiera de ello.
—¿Vio usted alguna vez en su monedero una cajita de oro con las iniciales C.
A. en rubíes?
—¿Una cajita de oro? No, no la he visto nunca.
—¿Recuerda usted dónde estuvo miss Adams en noviembre último?
—A ver..., un momento —recordó—. A últimos de ese mes se fue a Estados
Unidos, pero antes estuvo en París.
—¿Sola?
—Desde luego, aunque usted no lo crea; no sé por qué, siempre que se
nombra a París ha de imaginarse uno lo peor, cuando en realidad es una
ciudad muy respetable.
—Bien, señorita. Ahora voy a hacerle a usted una pregunta muy importante.
¿Había algún hombre por el cual miss Adams estuviese interesada
especialmente?
—La contestación es un no rotundo —dijo Jenny lentamente-. Charlotte, en
todo el tiempo que la conocí, no hizo más que ocuparse de su trabajo y de su
delicada hermanita. Era el cabeza de familia y todo dependía de ella, actitud
muy digna de encomio. De todas maneras, eso lo digo yo sin ahondar
demasiado en su vida, juzgando sólo por las apariencias.
—¿Y si ahondáramos? ¿Cree usted...?
—No me extrañaría que Charlotte se hubiese interesado por algún hombre.
—¡Ah!
—Claro que ésta es una simple conjetura mía. Llegó a ocurrírseme esta idea,
sencillamente, por su comportamiento de estos últimos meses. Sufrió un
cambio radical, era otra distinta..., aunque no se hizo precisamente soñadora,
pero estaba algo abstraída. ¡Oh, no sé cómo explicarlo! Es una cosa que
cualquier mujer lo entendería fácilmente. Además, es posible que esté yo
equivocada al pensar todo esto.
—Gracias, señorita —dijo, y añadió inmediatamente—: Otra cosa antes de
despedirnos: ¿tenía algún amigo miss Adams cuya inicial corresponda a la letra
D?
—¿D? —repitió Jenny Driver pensativamente—. No, no recuerdo ninguno.
CAPÍTULO ONCE
EGOÍSMO Y VANIDAD
No creo que Poirot esperase otra contestación. De todas maneras, movió la
cabeza contrariado y quedóse un rato pensativo. Jenny Driver se inclinó hacia
adelante, apoyando los codos sobre la mesa.
—Bueno —dijo—. ¿Van, por fin, a contarme algo ustedes?
—Señorita —dijo Poirot—, ante todo, permítame que la felicite. Sus
respuestas a todas mis preguntas han sido muy interesantes. Dice usted que si
voy a contarle algo, y debo contestarle que muy poco, únicamente le referiré
unos hechos.
Se detuvo un momento, y luego siguió hablando muy despacio:
—Anoche, lord Edgware fue asesinado en su biblioteca. A las diez, una
señora, supongo que su amiga, miss Adams, llegó a casa de lord Edgware
preguntando por él. Dicha señora se presentó como si fuese lady Edgware.
Llevaba una peluca rubia y vestía exactamente igual que la verdadera lady
Edgware, quien, como usted debe saber ya, es la conocida actriz Jane
Wilkinson. Miss Adams, suponiendo que fuese ella, permaneció en la casa sólo
un momento. Salió de allí a las diez y cinco, y hasta pasada la media noche no
volvió a su domicilio, donde se acostó, después de tomar una dosis excesiva
de veronal. Ahora, señorita, ya sabe usted a qué obedece mi interrogatorio.
Jenny dejó escapar un profundo suspiro.
—Sí —dijo—, ya lo comprendo. Creo que tiene usted razón al suponer que
fue Charlotte quien se presentó en casa de lord Edgware. Y lo creo porque ayer
estuvo en mi tienda para comprarse un nuevo sombrero.
—¿Un nuevo sombrero?
—Sí; me dijo que quería un sombrero que le tapase el lado izquierdo de la
cara.
Debo dar ahora algunas explicaciones referentes a los sombreros, ya que no
sé cuándo se leerá este relato.
Por aquella época estaban de moda varias formas de sombreros: el cloche,
que ocultaba el rostro tan por completo, que le era a uno difícil reconocer a una
amiga; otro de los modelos en boga era uno que se colocaba en equilibrio,
inverosímilmente ladeado; se usaba también la boina, entre varias más.
«June», el sombrero que hacía furor, era algo así como un plato sopero
invertido. Aquel sombrero, llamémosle así, puede decirse que iba colgado de
una oreja, dejando uno de los lados del rostro completamente descubierto.
—Esos sombreros se llevan corrientemente al lado derecho, ¿verdad? —
preguntó Poirot. La sombrerera asintió.
—Sin embargo —añadió—, hacemos algunos para llevarlos al izquierdo, pues
hay quien prefiere más el perfil izquierdo que el derecho, o que se peina
siempre de la misma manera. Ahora bien: para que Charlotte desease que ese
lado de la cara le quedase cubierto, tendría sus razones.
Aquellas palabras me hicieron recordar que la puerta de la casa de Regent
Gate se abría a la izquierda, de modo que todo el que entrara quedaba
plenamente visible al criado. Recordé que durante la cena del Savoy advertí
que Jane Wilkinson tenía en el ángulo del ojo izquierdo un lunar. Me apresuré a
poner en conocimiento de Poirot ese detalle, por si él no se había fijado.
—¡Eso es, eso! —exclamó mi amigo—. Vous avez parfaitement raison.
Hastings; ya está explicada la adquisición del sombrero.
—Monsieur Poirot —exclamó Jenny, levantándose—. Usted no creerá ni por
un momento que Charlotte lo..., que Charlotte lo... mató. No puede usted creer
tal cosa. El que hablara con tanta acritud de él, no...
—No, no lo creo —la tranquilizó—; pero es raro, muy raro. ¿Qué le haría lord
Edgware o qué sabía de él para que hablarse así?
—No lo sé, pero estoy segura de que no fue ella quien lo mató. ¡Oh!..., era...
demasiado refinada. Poirot movió la cabeza, aprobando.
—En eso tiene razón. Es un detalle psicológico que hay que tener en cuenta,
pues el asesinato fue un asesinato científico, pero no refinado.
—¿Científico?
—El asesino conocía exactamente el lugar donde debía dar el golpe para
encontrar el centro vital de la base del cráneo, donde éste se une con la espina
dorsal.
—Como si fuese un médico —dijo Jenny pensativa.
—¿Sabe usted si conocía mis Adams a algún médico? Mejor dicho, si era
amiga de algún médico. La joven hizo un gesto negativo.
—Que yo recuerde, nunca habló de ninguno.
—Otra pregunta: ¿usaba gafas miss Adams?
—¿Gafas? No, no.
—¡Ah! —Poirot frunció el ceño.
Una extraña visión pasó entonces por mi cerebro. Vi un médico muy corto de
vista y unas gafas muy fuertes, oliendo a ácido fénico, algo absurdo.
—Otra cosa aún. ¿Conocía miss Adams a Bryan Martin, el actor de cine?
—¡Ya lo creo! Le conocía desde pequeña, según me dijo. De pronto miró el
reloj y lanzó una exclamación:
—¡Caramba! Me voy volando. ¿Le he servido de algo, monsieur Poirot?
—¡Ya lo creo! Quizá algún día solicite de nuevo su ayuda.
—Estoy a su disposición.
Nos estrechó las manos, al mismo tiempo que iluminaba su rostro una
hermosa sonrisa, y se marchó.
—Una muchacha interesante —dijo Poirot mientras pagaba las
consumiciones—. Tiene verdadera personalidad.
—A mí también me ha gustado.
—Siempre es grato encontrar una persona con cerebro.
—Un poco dura de corazón. La muerte de su amiga no parece haberle
impresionado mucho.
—Sí; parece que no es muy impresionable.
—¿Has sacado de esta entrevista lo que esperabas?
Negó con la cabeza. Después dijo:
—No, esperaba mucho más; esperaba descubrir a D., la persona que le
regaló a Charlotte la cajita de oro, y me ha fallado. Por desgracia, Charlotte
Adams era una muchacha reservada, no de las que cuentan a las amigas sus
asuntos amorosos. Por otra parte, el organizador de la farsa pudo no ser amigo
suyo, sino simplemente un conocido que le propusiera la suplantación por mero
pasatiempo. Siempre, claro está, a base de dinero, y pudo muy bien ser la
cajita de oro la que llevaba su contenido.
—Pero ¿cómo diablos se lo hizo tomar? ¿Y cuándo?
—Quizá mientras estuvo abierta la puerta del piso..., al ir la criada a Correos
a echar la carta. Pero no, esto no me convence, deja demasiado margen a la
casualidad —y añadió—: Bueno, ahora a trabajar; tenemos dos posibles pistas.
—¿Cuáles?
—En primer lugar, esa llamada telefónica al número de Victoria. Es probable
que Charlotte Adams, al volver a su casa, quisiera telefonear para notificar su
éxito; pero, por otro lado, ¿dónde estuvo entre las diez y cinco y las doce de la
noche? Quizá estuviera citada con el autor de la farsa. En tal caso, la llamada
telefónica no tiene importancia, pues sería simplemente a un amigo cualquiera.
—¿Y la segunda pista?
—¡Ah!, de esa espero más; se trata de la carta, Hastings, la carta a su
hermana; puede que en ella haya referido toda la broma, no juzgándolo como
una falta al silencio prometido, ya que esa carta no sería leída hasta una
semana más tarde y en país extranjero.
—Ojalá fuese así.
—De todos modos, no nos hagamos demasiadas ilusiones, amigo mío. Es tan
sólo una probabilidad; por ahora debemos dirigir nuestras pesquisas hacia otro
lado.
—¿A qué lado te refieres?
—Sí; debemos hacer un minucioso estudio de todos aquellos a quienes de
algún modo favorece la muerte de lord Edgware. Me encogí de hombros y dije:
—Si no es a su mujer y a su sobrino...
—Te olvidas del individuo con quien ella quería casarse.
—¿El duque? Pero ¡si está en París!...
—Perfectamente. Pero no me negarás que es uno de los interesados.
Además, hay otras personas en la casa: el mayordomo, las criadas. Quién
sabe los resentimientos que podían tener contra el viejo. Aunque creo que
nuestro primer punto de ataque debe de ser Jane Wilkinson. Es una mujer
astuta; tal vez ella pueda sugerirnos algo.
Y una vez más nos dirigimos hacia el Savoy.
Encontramos a la viuda rodeada de cajas, papeles de seda y de sillas sobre
cuyos respectivos respaldos descansaban algunos lindos trajes negros. Jane
tenía una expresión absorta mientras se probaba otro sombrerito negro ante el
espejo.
—¿Usted por aquí, monsieur Poirot? Siéntese, es decir, si es que encuentra
algún sitio para hacerlo —y dirigiéndose a la camarera, dijo—: Ellis, ¿quieres
hacer el favor de arreglar un poco todo esto?
—Está usted encantadora vestida así —dijo Poirot galantemente. Jane le miró
muy seria.
—Yo no soy hipócrita, monsieur Poirot; pero se deben guardar las
apariencias, ¿no le parece a usted? Debo andarme con cuidado. ¡Oh!, a
propósito: el duque me ha enviado un telegrama dulcísimo.
—¿Desde París?
—Sí, dándome el pésame; pero yo he leído entre líneas todo su gran amor.
—La felicito, señora
—¡Oh, monsieur Poirot! —juntó las manos y su cálida voz descendió de tono;
tenía una expresión angelical—. He reflexionado sobre todo lo ocurrido, que es
milagroso. De pronto todas mis preocupaciones se han alejado. Ya no son
necesarios lo enfadosos trámites del divorcio. No tendré la menor molestia. Mi
camino se ha despejado y todo va viento en popa. Esto hace que hasta me
sienta religiosa.
Me quedé sin aliento. Poirot la miró un poco cabizbajo. Ella estaba seria.
—Pero ¿eso es todo lo que a usted se le ocurre?
—¡Las cosas han sucedido de un modo tan estupendo para mí! —dijo Jane
en un murmullo—. La de veces que yo había pensado: «¡Si Edgware se
muriese!», y Edgware ha muerto. No sé..., parece una respuesta a mis
oraciones...
Poirot tosió.
—No veo yo las cosas del mismo modo, señora. Tenga usted en cuenta que
alguien mató a su marido.
Ella movió la cabeza.
—Desde luego.
—¿No ha pensado usted en quién puede ser ese alguien? La actriz le miró.
—¿Qué puede importarme eso? ¿Qué tiene que ver conmigo? El duque y yo
queremos casarnos, de todas maneras, dentro de cuatro o cinco meses...
Poirot contuvo su indignación con dificultad.
—Sí, señora; ya lo sé. Pero descontando eso, ¿no se le ha ocurrido a usted
pensar en quién puede haber matado a su marido?
—No, no —parecía muy sorprendido por aquella pregunta.
—¿Es que no le interesa a usted saberlo? —preguntó Poirot.
—Creo que no —admitió ella—. Supongo que ya lo descubrirá la Policía. La
Policía es muy inteligente, ¿verdad?
—Eso dicen. Yo también voy a trabajar por mi parte para encontrar al
asesino.
—¿Usted? ¡Qué gracia!
—¡Cómo qué gracia!
—Bueno, no sé —su mirada se posó en los vestidos. Se puso por encima,
desde los hombros, un traje de seda y se miró al espejo.
—No tiene usted nada que objetar, ¿verdad? —dijo Poirot con los
ojos brillantes.
—¡Claro que no, monsieur Poirot! Al contrario, le estoy agradecidísima por
ello y le deseo mucha suerte.
—Yo, señora, más que sus deseos, quisiera su opinión.
—¿Mi opinión? —dijo Jane, ausente, inclinando la cabeza sobre su hombro
para ver el vestido—. ¿Para qué?
—¿Quién cree usted que puede haber matado a lord Edgware?
Ella movió la cabeza
—No tengo la menor idea.
Encogióse de hombros y tomó el espejo de mano.
—Señora —repitió Poirot enfáticamente—. ¿Quién cree usted que mató a su
marido?
Jane le miró un poco asustada.
—Supongo que Geraldine —dijo.
—¿Quién es Geraldine?
Pero la atención de la actriz se había alejado otra vez.
—Ellis —dijo a su camarera—, ¿quieres arreglarme un poco este hombro
izquierdo? —y después, mirando a Poirot—: ¿Qué decía usted? ¡Ah, sí!
Geraldine es su hija —y de nuevo a la camarera—: No, Ellis; el hombro
derecho, así. ¡Oh, perdóneme, Poirot! ¿Podría usted retirarse? Le estoy muy
agradecida por todo cuanto ha hecho por mí. Me refiero a lo del divorcio,
aunque ya no es necesario. De todos modos, siempre me acordaré de usted
con simpatía.
Sólo vi a Jane dos veces más: una, en el teatro, y otra, en cierta comida a la
que yo también estaba invitado. Siempre que pensé en ella me la imaginé tal
como la vi en aquel momento, entregada en cuerpo y alma a los vestidos,
pendiente por completo de sí misma, mientras sus labios dejaban escapar
inconscientemente las palabras que tanto habían de influir en las futuras
pesquisas de Poirot.
—Epatant —dijo mi amigo cuando salimos al Strand.
CAPÍTULO DOCE
LA HIJA
Cuando llegamos a nuestras habitaciones encontramos una carta que había
sido llevada a mano. Poirot la cogió, la abrió con su habitual delicadeza y se
puso a reír.
—¿Que te decía yo, Hastings? Mira, hablando del diablo...
Cogí la carta. El papel ostentaba el membrete siguiente: «Regent
Gate, 17», y estaba escrita con una letra muy bonita, que se leía fácilmente:
«Muy señor mío: Me he enterado de que estuvo usted en casa esta mañana
con un inspector de Policía y lamento no haber podido hablar con usted. De
serle posible, le agradecería infinito que me dedicase algunos minutos esta
tarde.
«Suya sinceramente,
Geraldine Marsh.»
—¡Qué raro! —dije—. Me gustaría saber por qué quiere verte.
—¿Conque te parece raro que ella quiera verme? Eres muy poco amable,
amigo mío.
Poirot tenía la mala costumbre de bromear en los momentos difíciles.
—Vamos a irnos en seguida, ¿sabes? —dijo mientras limpiaba
cuidadosamente una imaginaria motita de polvo de su sombrero.
La encantadora sugerencia de Jane Wilkinson de que Geraldine había
matado a su padre me parecía algo absurda. Sólo a una cabeza sin seso podía
ocurrírsele semejante cosa, y así se lo dije a Poirot.
—Seso, seso. ¿Qué es lo que realmente queremos decir con esta palabra?
En nuestro idioma, por ejemplo, diríais que Jane Wilkinson tiene los sesos de
un mosquito; vive y se multiplica, ¿no? Eso, en la Naturaleza, es un signo de
superioridad mental. La adorable lady Edgware no sabe una palabra de
geografía ni de historia. Ni conoce a los clásicos, sans doute. El nombre de Lao
Tse le parecería el de un perro pequinés de precio, y el de Moliere, el de una
maison de couture. Sin embargo, tratándose de escoger trajes o de realizar
ventajosos casamientos y cuanto se refiera a sí misma, demuestra un talento
formidable. A mí la opinión de un filósofo acerca de quién mató a lord Edgware
no me serviría de nada, ya que muy pocos filósofos llegan a ser asesinos.
Pero, en cambio, la encantadora opinión de lady Edgware me podría ser útil,
puesto que estando tan a ras de tierra conoce indudablemente mejor al ser
humano en su aspecto más despreciable.
—Tal vez haya algo de verdad en eso —dije yo.
—Nous voici —dijo Poirot—. Estoy deseando saber por qué quiere verme tan
urgentemente miss Marsh.
—Es un deseo lógico —contesté—. Tú mismo, hace un cuarto de hora, lo
dijiste. Es el natural deseo de ver a solas a un ser único.
—Acaso fuiste tú quien la flechó el otro día —replicó Poirot mientras tocaba el
timbre.
Entonces recordé el rostro asustado de la joven cuando al salir de la
habitación se detuvo en la puerta. Me parecía ver aún aquellos ardientes ojos
en el blanco rostro. Aquella mirada me produjo una gran impresión.
Nos condujeron arriba y entramos en una pequeña sala Minutos más tarde,
Geraldine se presentó.
La intensa emoción que me produjo la primera vez que la vi se acentuó en
esta ocasión. Era alta, delgada, joven, de rostro pálido, con grandes ojos
negros de altiva mirada.
—Ha sido usted muy amable, monsieur Poirot, al venir tan pronto —dijo—.
Siento no haberle podido ver esta mañana.
—¿Estaba usted acostada?
—Sí; miss Carroll, ya saben ustedes, la secretaria de mi padre —recalcó—,
ha sido muy buena conmigo.
Había una nota de aversión en el tono de la joven que me preocupó.
—¿Y qué es lo que puedo hacer por usted, señorita? —preguntó Poirot.
—El día antes de ser asesinado mi padre vino usted a verle —dijo Geraldine,
tras dudar un momento.
—Sí, señorita
—¿Por qué le hizo venir?
Poirot no respondió en seguida Durante unos instantes pareció reflexionar.
Sin duda, aquella actitud fue una calculada habilidad suya para aguijonearla y
hacerla hablar, pues había advertido en ella un temperamento impaciente.
—¿Temía algo mi padre? Dígamelo en seguida, quiero saberlo. ¿Qué temía?
¿Qué fue lo que le dijo? ¡Oh! ¿Por qué no habla usted, monsieur Poirot?
Pensé que su aparente sangre fría era estudiada; las palabras habían salido
demasiado deprisa de sus labios.
Geraldine se inclinó hacia adelante con cierta ansiedad. Sus manos se
estrujaban en el regazo.
—Cuanto hablamos lord Edgware y yo fue en tono confidencial, señorita —
dijo Poirot lentamente, sin apartar sus ojos del rostro de la joven.
—Entonces es que trataba..., vamos..., quiero decir que debe estar
relacionado con la familia. ¡Por favor, no me torture más! ¿Por qué no me lo
dice? Es necesario que yo lo sepa. ¡Oh, sí, es necesario, se lo aseguro!
De nuevo Poirot movió lentamente la cabeza; parecía presa de gran
perplejidad.
—Monsieur Poirot —dijo la muchacha, acercándose a él—, soy su hija,
¿comprende? Tengo derecho a saber lo que temía mi padre en el último día de
su vida. No es justo dejarme en tinieblas.
—¿Siempre ha querido usted tanto a su padre? —preguntó Poirot
gentilmente.
Ella se levantó como si la hubiesen pinchado.
—Le adoraba —murmuró—, le adoraba. Yo..., yo...
De pronto, el esfuerzo que hacía para dominarse desapareció. Lanzó una
carcajada, y dejándose caer en la silla, rió largamente.
—¡Es tan cómico! —dijo con voz entrecortada—. ¡Es tan cómico que usted
me pregunte eso a mí!
La histérica risa no pasó inadvertida para los de la casa, pues se abrió la
puerta y entró miss Carroll.
—¡Vamos, Geraldine, vamos! Cálmate, cálmate. ¡Vaya, basta ya! ¡Te lo
mando! ¿Oyes? ¡Basta ya!
Las imperiosas palabras hicieron su efecto. La risita de Geraldine fue
disminuyendo. Luego secóse los ojos y se levantó.
—Lo siento —dijo en voz baja—, nunca me había ocurrido esto. Miss Carroll
la miraba ansiosamente.
—Ahora me encuentro muy bien, miss Carroll. Ha sido estúpido, lo
comprendo.
Y sonrió, pero fue una sonrisa amarga la que curvó sus labios, quedando muy
erguida en la silla, sin mirar a nadie.
—Monsieur Poirot —siguió después con una voz clara y fría— me ha
preguntado si fui siempre muy amante de mi padre.
Miss Carroll, para llamar la atención sin duda, carraspeó. No sabía qué hacer.
Geraldine continuó en voz alta e insolente:
—No sé qué será mejor, si mentir o decir la verdad, pero creo que es
preferible en este caso la verdad —y afirmó con decisión—: No; yo no adoraba
a mi padre; le odiaba.
—¡Geraldine, por Dios!
—¿Qué quiere? Usted no le odiaba porque no tenía ningún derecho sobre
usted, era de las pocas personas a las que nada podía hacer. Era simplemente
la empleada a quien pagaba un tanto al año. Sus cóleras y sus extravagancias
no iban con usted, no tenía que sufrirlas. Sé lo que me dirá, que debía haberme
impuesto. Pero usted piensa así porque es una mujer fuerte; además, podía
salir de esta casa cuando quisiera. Yo, no; yo le pertenecía.
—Realmente, Geraldine, no creo que sea necesario explicar todo eso ahora.
Entre padres e hijos suele haber desavenencias, pero la muerte debe hacernos
perdonar.
Geraldine le volvió la espalda y se dirigió a Poirot:
——Monsieur Poirot, yo odiaba a mi padre, y me alegro de que haya muerto
porque su muerte significa para mí la libertad... No tengo la menor prisa por
encontrar a su asesino. Por lo que sabemos, la persona que lo mató debía de
tener poderosas razones que justifiquen su terrible acción.
Poirot la miró pensativo.
—La posición que adopta usted es muy peligrosa.
—Que ahorquen a alguien, ¿devolverá la vida a mi padre?
—No —dijo Poirot con sequedad—. Pero puede salvar la de un inocente.
—No le entiendo.
—El que mata una vez, señorita, vuelve a matar de nuevo, y en ocasiones
mata varias veces más.
—No lo creo. No se trataría de una persona normal.
—¿Quiere usted decir que sería un monomaníaco del crimen? Pues sí,
señorita, así es. Una vida puede trastornarse..., acaso después de una terrible
lucha con la conciencia Entonces el peligro es inminente, pues el segundo
asesinato resulta ya realmente fácil. A la más ligera amenaza o sospecha de
ser delatado, sigue el tercer asesinato, y poco a poco surge una especie de
orgullo artístico y es un métier asesinar. Es decir, se acaba haciéndolo por
placer.
La muchacha ocultó la cara entre las manos.
—¡Es horrible, horrible! ¡Eso no es cierto!
—Supongamos ahora que le digo a usted que eso ha ocurrido ya, que el
asesino para salvarse ha matado ya por segunda vez.
—¡Qué dice usted, monsieur Poirot! —exclamó miss Carroll—. ¿Otro
asesinato? ¿Dónde? ¿Quién es la víctima? Poirot movió la cabeza
—Perdóneme, es sólo un ejemplo.
—Menos mal; por un momento creí que realmente... —y miss Carroll añadió,
dirigiéndose a Geraldine—: Ahora, si has terminado de decir disparates...
—Veo que está de mi parte —dijo Poirot con una ligera inclinación.
—No creo en el castigo del cielo —dijo miss Carroll vivamente—; pero, por lo
demás, estoy completamente con usted. La sociedad debe ser protegida.
Geraldine se levantó y se alisó el cabello.
—Lo siento —dijo—; temo haberme conducido como una loca. ¿Sigue usted
negándose a decirme por qué le llamó mi padre?
—¿Que le llamó? —dijo miss Carroll con gran asombro.
—Se equivoca usted, miss Marsh. Yo no me he negado a decírselo —Poirot
se vio forzado a hablar claro—. Lo único que le he dicho es que lo que se habló
durante esa entrevista debía considerarse como confidencial. Su padre no me
llamó, fui yo quien le pedí una entrevista por cuenta de un cliente mío, lady
Edgware.
—¡Ah! Ya comprendo —una extraña expresión apareció en el rostro de la
muchacha. Al principio creí que era de desilusión, aunque luego comprendí que
era de intranquilidad—. He sido una loca —dijo lentamente— al pensar que mi
padre se creía amenazado por algún peligro; una verdadera estúpida.
Miss Carroll intervino:
—¿Sabe usted, monsieur Poirot, que me ha dado un susto horrible hace un
momento al dejar entrever que esa mujer había cometido un segundo crimen?
Poirot no le contestó y habló a la muchacha:
—¿Cree usted que lady Edgware es la autora de ese crimen, señorita?
Ella movió la cabeza.
—No, no lo creo; no me es posible imaginármela cometiendo un hecho así.
Es una mujer muy..., muy... artificiosa.
—Pues no comprendo quién más puede ser —dijo miss Carroll.
—Puede no haber sido ella —arguyó Geraldine—, y, sin embargo, haber
venido aquí, marchándose después de una corta entrevista. El verdadero
asesino puede haber sido algún lunático que entraría más tarde.
—Todos los asesinos tienen una deficiente mentalidad..., de esto estoy
segura —dijo miss Carroll—. Las glándulas de secreción interna...
En aquel momento se abrió una puerta y entró un hombre, que se detuvo,
molesto.
—Perdón —dijo—; no sabía que hubiese nadie aquí. Geraldine hizo
automáticamente la presentación.
—Mi primo, lord Edgware. Monsieur Poirot. No nos has interrumpido, Ronald.
—¿De veras, Dina? —y añadió—: ¿Cómo está usted, monsieur Poirot?
Trabajando para aclarar el misterio de nuestra familia, ¿no es eso?
Traté de recordar. ¿Dónde había visto aquella cara redonda y apacible,
aquellos ojos con pequeñas bolsas bajo ellos y el bigotito como una isla en
medio de la extensión de la cara?
¡Ah, sí! Era el acompañante de Charlotte Adams la noche de la cena en el
cuarto de Jane Wilkinson. El capitán Ronald Marsh; ahora, lord Edgware.
CAPITULO TRECE
EL SOBRINO
La aguda mirada del nuevo lord Edgware advirtió mi ligero sobresalto.
—¡Ah! —dijo amablemente—. Usted también estaba en aquella cena de tía
Jane. Yo allí no fui más que una sombra y por eso creí haber pasado
inadvertido.
Poirot se despidió de Geraldine Marsh y de miss Carroll.
—Les acompañaré hasta abajo —dijo Ronald amablemente—. Qué cosa más
rara es la vida. Un día me echan a patadas, y al siguiente soy dueño del
castillo... Mi no llorado tío me echó a puntapiés, como sabrán ustedes, hace
tres años. Le supongo ya enterado de todo esto, monsieur Poirot.
—He oído hablar de ello —replicó tranquilamente mi amigo.
—Claro, una cosa así tiene que conocerse. El celoso sabueso no puede
ignorarla —hizo una mueca. Luego abrió la puerta del comedor—. ¿Quieren
beber algo antes de marcharse? —invitó, cortés.
Poirot rehusó y yo también; pero él se preparó una mezcla y siguió hablando:
—¡Por la asesina! —dijo alegremente—. En el corto espacio de una sola
noche me ha convertido, de la desesperación de los acreedores, en la
esperanza de los mercaderes. Ayer la ruina me pisaba los talones; hoy el
mundo es mío. ¡Dios te bendiga, tía Jane! —vació el vaso. Luego, con un
súbito cambio de maneras, habló a Poirot—: Ahora, seriamente, monsieur
Poirot. ¿Qué hace usted aquí? Hace cuatro días que tía Jane decía
dramáticamente: «¿Quién quiere librarme de ese maldito tirano?», y he aquí
que ya lo está. Supongo que no habrá sido por mediación de usted. «El crimen
perfecto», por Hércules Poirot, sabueso de la Policía.
—Estoy aquí esta tarde por indicación de Geraldine Marsh.
—Una discreta contestación, ¿verdad, monsieur Poirot? ¿Qué hace usted
aquí realmente? Por una causa u otra, a usted le interesa la muerte de mi tío.
—Siempre me interesan los asesinatos.
—Pero usted no lo cometió. Es usted muy prudente. Debió aprender la
cautela de mi tía. Cautela y algo de disimulo. Dispénseme que le llame tía
Jane. Me divierte. ¿Vio usted la cara que puso la otra noche cuando la llamé
así? No tenía la menor idea de quién era yo.
—En verité?
—Sí; me echaron de aquí tres meses antes que ella viniese —la fausta
expresión de su rostro desapareció por un momento. Luego siguió
alegremente—. Una mujer muy hermosa, pero nada perspicaz; el método que
utilizó fue algo imperfecto, ¿no le parece?
Poirot se encogió de hombros y dijo:
—Es posible.
Ronald le miró curiosamente.
—Me parece que usted no cree en su culpabilidad. ¿Es que le ha flechado a
usted también?
—Siento gran admiración por la belleza —dijo Poirot suavemente—. Pero
también por la verdad —pronunció la última palabra muy lentamente,
silabeando.
—¿Verdad?
—Tal vez no sepa usted, lord Edgware, que lady Edgware estaba en una
fiesta, en Chiswick, durante el tiempo que dicen haberla visto aquí.
Ronald se mostró asombrado.
—Entonces, ¿fue a la fiesta, a pesar de todo? ¡Qué mujer! A las seis de la
tarde aseguraba que nada del mundo la haría ir, y diez minutos después había
ya cambiado de parecer. Está visto que cuando se planea un crimen, nunca
puede uno confiar en que una mujer hará lo que dice. Por eso los crímenes
mejor planeados fracasan. No, monsieur Poirot, no me estoy inculpando yo
mismo. ¡Oh!, sí, no crea que no puedo leer lo que pasa por su cerebro. ¿Quién
es, lógicamente, el más sospechoso? El muy conocido y pateado sobrino —se
recostó en la silla, riendo entre dientes—. Le ahorraré un poco de materia gris,
monsieur Poirot. No necesita usted buscar alguien que me viese con tía Jane
cuando ella dijo que nunca, nunca, nunca saldría aquella noche, etcétera. Yo
estaba allí. También se pregunta usted si en realidad el sobrino pateado vino
aquí la última noche, disfrazado con un elegante traje de mujer y un sombrero
de última moda.
Parecía divertirle la situación y nos miraba sonriente a los dos. Poirot, con la
cabeza algo inclinada, le observaba atentamente. Yo me sentía molesto.
—Tengo un motivo —siguió lord Edgware—. ¡Ah, sí!, un gran motivo. Y voy a
regalarle a usted una valiosa y magnífica información. Ayer por la mañana le
pedí a mi tío que quería verle. ¿Para qué? Pues para pedirle dinero. Y salí sin
que me diera nada, y aquella misma noche muere lord Edgware. Hermosa
frase «Lord Edgware muere.» Estaría la mar de bien como título de un libro —
se detuvo. Poirot siguió sin decir nada—. Estoy muy orgulloso con la atención
con que me escucha usted, monsieur Poirot. El capitán Hastings me mira como
si viera, o fuese a ver, un fantasma. Bien; ¿dónde estábamos? ¡Ah!, sí,
hablábamos del sobrino pateado. Este sobrino, que durante algún tiempo fue
aclamado por sus caracterizaciones femeninas, hace un supremo esfuerzo
teatral, y con una vocecita de mujer se anuncia como lady Edgware, y pasa
ante el mayordomo con menudos pasos. No inspira la menor sospecha. ¡Jane!,
grita mi tío. ¡George!, contesto yo. Rodeo con mis brazos su cuello y le clavo mi
cortaplumas en el cogote. Los demás detalles son de índole médica y no hay
necesidad de explicarlos. La falsa mujer sale de la casa y... a la cama, después
de un día bien aprovechado —se echó a reír y se preparó otro whisky con
seltz—. Bien trabajado, ¿verdad? Pero ahora viene lo principal. ¡El desengaño!,
pues llegamos a la coartada, monsieur Poirot —acabó de vaciar el vaso—. He
encontrado a veces coartadas muy graciosas —continuó el joven—. Siempre
que leo novelas detectivescas me fijo en las coartadas. La mía es de las
excelentes. Tres excelencias, judías y todo. Hablando más claro: míster,
mistress y miss Dortheimer. Son gente muy rica. Tienen un palco en Covent
Garden. A ese palco invitan a jóvenes con esperanzas, y yo, monsieur Poirot,
soy un joven con esperanzas. ¿Que si me gusta la ópera? Francamente, no.
Pero me encantaba la excelente cena en Grosvenor Street, que suele
precederla, y también me gusta un excelente piscolabis en cualquier lugar, a la
salida, aunque tenga que bailar con Raquel Dortheimer y tenga un brazo
deshecho durante dos días. Así, monsieur Poirot, mientras la vida de mi tío
volaba a la eternidad, yo estaba diciéndole tonterías a la oreja incrustada de
diamantes de la elegante (que Dios me perdone la mentira) Raquel, en un
palco de Covent Garden. Su larga nariz judía temblaba de emoción. Ahora vea
usted, monsieur Poirot, por qué he sido tan franco —se recostó en la silla—.
Espero que no le habré aburrido. ¿Tiene usted que hacerme alguna pregunta?
—Le aseguro que no me ha aburrido usted —dijo Poirot—. Sin embargo, ya
que es usted tan amable, quisiera hacerle una pregunta.
—Encantado.
—¿Cuánto tiempo hace, lord Edgware, que conoce usted a Charlotte Adams?
Esta pregunta era, sin duda, la que menos, esperaba el joven. Se levantó
rápidamente y preguntó:
—¿Para qué quiere usted saber eso? ¿Qué tiene que ver con lo que hemos
hablado?
—Una curiosidad como otra cualquiera. En cuanto a lo demás, se ha
explicado usted tan bien, que no veo la necesidad de preguntarle nada.
Ronald le dirigió una rápida mirada. Estaba como si no pudiese creer en la
amable conformidad de Poirot. Creo que habría preferido que éste fuese más
suspicaz.
—¿Charlotte Adams? A ver... Déjeme pensar. Un año o poco más; la conocí
el año pasado, cuando vino aquí por primera vez.
—¿La conocía usted bien?
—No es de la clase de muchachas que llegan a conocerse perfectamente, es
demasiado reservada.
—¿Le gustaba a usted? Ronald le miró.
—Me gustaría saber por qué está usted tan interesado por esa señorita. ¿Es
acaso porque estaba con ella la otra noche? Pues, sí, me gusta mucho. Es muy
simpática.
Poirot movió afirmativamente la cabeza.
—Lo comprendo. Entonces estará usted desolado.
—¿Desolado? ¿Por qué?
—Porque ha muerto.
—¡Qué! —Ronald se puso en pie de un salto—. ¿Que Charlotte ha muerto?
—estaba completamente anonadado por la noticia—. Se está usted burlando
de mí, monsieur Poirot. Charlotte estaba perfectamente bien la última vez que
la vi.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Poirot rápidamente.
—Creo que fue anteayer. No puedo recordarlo bien.
—Tout de méme, ha muerto.
—Ha tenido que ser terriblemente rápido. ¿Cómo ha sido? ¿Un accidente
callejero? Poirot miró al techo.
—No; tomó una dosis excesiva de veronal.
—¡Oh! ¡Pobre muchacha! ¡Qué cosa tan horrible!
—N'est ce pas?
—Lo siento mucho. ¡Tan bien como le iban los asuntos! Iba a hacer venir a su
hermanita y tenía un sinfín de planes. ¡Qué pena! Lo siento mucho más de lo
que puedo decir.
—Sí —dijo Poirot—; es terrible morir cuando se es joven, cuando menos se
espera, cuando la vida se abre prometedora ante uno y se tiene todo lo
necesario para vivir.
Ronald le miró con curiosidad.
—No le comprendo a usted, monsieur Poirot.
—¿No? —Poirot se puso en pie y levantó la mano—. Expreso mis
sentimientos un poco vehementemente quizá y es que no me gusta ver que a
la juventud se la prive de su derecho a vivir, lord Edgware. Bueno; buenos días.
—A..., adiós.
Cuando abrí la puerta, estuve a punto de chocar con miss Carroll.
—¡Ah! Monsieur Poirot, me han dicho que no se había marchado aún, y
quisiera hablar con usted un momento. Si quiere usted subir a mi habitación...
Se trata de esa muchacha, de Geraldine —dijo cuando entramos en su cuarto y
hubo cerrado la puerta.
—¡Ah! ¿Sí?
—Ha dicho una sarta de tonterías esta tarde. No, no proteste, son tonterías;
así califico yo sus palabras, puesto que, en realidad, no son otra cosa; es una
chiquilla.
—Me ha hecho el efecto de que ha sufrido mucho —dijo Poirot amablemente.
—Sí, la verdad sea dicha; no ha tenido una vida muy feliz. Nadie dice que la
haya tenido. Francamente, monsieur Poirot, lord Edgware era un tipo muy
particular; no era el hombre a propósito para cuidarse de la educación de una
niña, pues lo cierto es que aterrorizaba a Geraldine.
—Sí; ya me imaginaba algo por el estilo —asintió Poirot.
—Era muy extravagante. No sé qué placer sentía, pero gozaba viendo a
cualquiera aterrorizado ante él. Parece como si, en realidad, encontrase en ello
un placer morboso.
—Comprendo.
—Era un hombre cultísimo, muy inteligente; pero algunas veces..., bueno, no
soy yo quién para meterme en eso. No me extraña que su mujer le
abandonase, me refiero a la primera. Respecto a la segunda, no tengo ninguna
opinión. Pero al casarse con lord Edgware tuvo todo cuando deseó y mucho
más. El caso es que le dejó, y sin ningún hueso roto, como ella dice, pero
Geraldine no le podía abandonar. Durante mucho tiempo no se acordó de ella;
mas, de pronto, le recordó. A veces he pensado, aunque quizá no debiera
decirlo...
—Sí, señorita; dígalo usted.
—Pues a veces he pensado que quería vengarse en ella de la madre, de su
primera mujer. Era una criatura muy buena; muchas veces he lamentado
cuanto le ocurrió. No habría hablado de todo esto, monsieur Poirot, si no
hubiese sido por esa loca ocurrencia de Geraldine, hace un momento. Las
cosas que ha dicho sobre el odio de su padre habrían parecido muy extrañas a
quien no hubiese estado enterado de ello.
—Muchas gracias, señorita. Me parece que lord Edgware era un hombre que
hubiera hecho mucho mejor no casándose.
—¡Ya lo creo!
—¿No pensó nunca en casarse por tercera vez?
—¿Cómo, si vivía su mujer?
—Muy sencillo, dándole la libertad quedaba libre él también.
—Me parece que ya tuvo bastantes tribulaciones con dos mujeres —dijo miss
Carroll ásperamente.
—Entonces, ¿usted cree que no se trataba en absoluto de un tercer
casamiento? Reflexione usted bien, señorita. Miss Carroll se puso pálida.
—No comprendo qué se propone machacando sobre eso. Desde luego, que
no se trataba de tal cosa.
CAPITULO CATORCE
CINCO PREGUNTAS
—¿Por qué le has preguntado a miss Carroll si creía que lord Edgware había
pensado en casarse otra vez? —pregunté con curiosidad mientras nos
dirigíamos a casa.
—Se me ocurrió que eso podría ser una explicación de algo, mon ami.
—¿Por qué?
—He tratado de explicarme la súbita volte fase de lord Edgware respecto a su
divorcio. Hay algo raro en ese repentino cambio de idea.
—Sí —dije pensativamente—; es muy raro.
—Lord Edgware, Hastings, confirmó lo que nos dijo su mujer, o sea, que ella
se valió de toda clase de abogados para conseguir el divorcio, pero él siempre
se negó a retroceder un solo milímetro. No, no quería divorciarse. Y de pronto
accede de buen grado.
—O lo dice —le recordé.
—Es verdad, Hastings. Tienes razón. Lo dijo. No tenemos ninguna prueba de
que él escribiera aquella carta. Eh bien, por una u otra causa quiso
engañarnos. ¿No es eso? ¿Por qué? No lo sabemos. Pero suponiendo que
hubiese escrito esa carta, tuvo que existir algún motivo para que lo hiciera.
Ahora bien: lo más lógico es que, de pronto, encontrase a alguien con quien
quisiera casarse. Eso explicaría perfectamente su cambio de parecer. Por
tanto, es muy natural que yo procure averiguarlo.
—Miss Carroll rechazó la idea decididamente —dije yo.
—Sí, miss Carroll... —dijo Poirot con voz meditabunda
—¿Qué piensas? —le pregunté, exasperado. A Poirot le gustaba intrigarle a
uno con el tono de su voz—. ¿Qué razón podía tener para mentir? —pregunté.
—Aucune, aucune. Sin embargo, Hastings, no debemos confiar demasiado
en su declaración.
—¿Crees que miente? ¿Por qué? Parece una mujer muy sincera
—Ese efecto produce. Pero a veces es muy difícil distinguir la mentira
deliberada y la inexactitud involuntaria
—¿Qué quieres decir?
—Engañar deliberadamente es una cosa, pero creer estar seguro de lo que
uno ha visto es una característica de infinidad de gentes honradas. Ahora
supongamos que la secretaria ha mentido al declarar que vio el rostro de la
Wilkinson, siendo así que, en realidad, es imposible que lo viera Bueno;
veamos cómo ha podido ocurrir eso. Fíjate bien. Ella mira hacia abajo; por el
porte y la figura cree ver a Jane Wilkinson en el vestíbulo. Para ella es Jane
Wilkinson, está segura de que lo es. Dice que vio claramente su rostro porque,
estando tan segura de sí misma, el detalle de haber visto o no su cara nada
significa, puesto que ha visto la figura. Tan autosugestionada está, que hasta
ha visto su rostro sin verlo. Por eso no vacila en afirmar que lo vio. ¿No es eso?
En realidad, ¿qué importa que le viese o no la cara? Por todos los detalles, era
Jane Wilkinson, sin la menor duda No puede engañarse, porque la conoce
perfectamente. Por eso contesta a las preguntas con la seguridad de ese
conocimiento suyo, no a consecuencia de los hechos que recuerda. Los
testigos que mayor seguridad demuestran deben ser tratados a veces con
recelo, amigo mío. El testigo vacilante, que reflexiona un minuto... para decir
«¡Ah, sí!, es así como sucedió», ha de inspirar mayor confianza y seguridad.
—Amigo Poirot, trastornas todas las ideas que tengo de los testigos.
—Y en cuanto a mi pregunta de si lord Edgware pensaba casarse de nuevo,
ella la encuentra ridícula porque no se le ha ocurrido siquiera semejante cosa.
No se quiere tomar el trabajo de recordar si por algún detalle pudo existir ese
propósito. Sea como fuere, el caso es que estamos igual que antes.
—No pareció muy desconcertada cuando le demostraste que no había podido
ver el rostro de Jane Wilkinson —dije pensativamente.
—No; eso fue lo que me convenció de que era una de esas personas
inconscientemente falsarias, mas una deliberada embustera. En realidad, no
veo motivo para una mentira deliberada, a no ser que... ¡Ah, caramba, qué
idea!
—¿De qué se trata? —pregunté con ansiedad. Pero Poirot movió la cabeza.
—Nada; una idea que se me ha ocurrido. Pero es imposible; sí, es imposible
—y luego se negó a decir más.
—Parece que la secretaria quiere mucho a la joven —dije yo.
—Sí; seguramente estaba decidida a asistir a nuestra entrevista. Hastings,
¿qué impresión te ha producido la honorable Geraldine Marsh?
—Me ha dado muchísima lástima.
—Tienes un corazón muy sensible, Hastings. Una belleza angustiada te
trastorna siempre.
—¿No te ha ocurrido a ti lo mismo? Afirmó gravemente:
—Sí...; no ha tenido una vida muy fácil. Eso lo lleva escrito claramente en su
rostro.
—De todos modos —dije con calor—, ¿te das cuenta de lo absurda que
resulta la ocurrencia de Jane Wilkinson de que esa muchacha tendría algo que
ver con el crimen?
—Indudablemente, su coartada debe de ser satisfactoria, aunque Japp no me
la ha explicado aún.
—¡Por Dios, Poirot! ¿Me vas a decir acaso que después de verla y oírla no
estás convencido y que todavía deseas una coartada?
—Eh bien, amigo mío. ¿Cuál es el resultado de verla y hablarle? Nos
encontramos con que ha sufrido mucho, con que asegura que odiaba a su
padre y que se alegra de su muerte, mostrándose sumamente inquieta
respecto a lo que él pudo haberme dicho ayer por la mañana. Y a pesar de
todo eso, me sales diciendo que no hay necesidad de una coartada.
—Su misma franqueza demuestra su inocencia —dije calurosamente.
—La franqueza es, por lo mismo, una de las características de esa familia El
nuevo lord Edgware también ha puesto tranquilamente sus cartas sobre el
tapete.
—Sí, es verdad —dije sonriendo ante aquel recuerdo—; es un método
original.
Poirot asintió, diciendo:
—Con el cual cree él desconcertarnos.
—¡Ya lo creo!, y nos ha vuelto locos.
—¡Qué ocurrencia! Te habrá vuelto loco a ti, pero a mí no me ha hecho
ningún efecto. Al contrario, he sido yo quien le he desconcertado a él.
—¿Tú? —dije incrédulamente, no recordando haber advertido el menor
indicio de tal cosa
—Sí, sí, yo le escuché pacientemente, y al fin hice una pregunta, para él
inesperada, que, como ya lo debiste notar, desconcertó mucho a nuestro
caballero. Por lo visto, ya no te fijas en nada, Hastings.
—Yo creí que el asombro y el horror que demostró al oír que Charlotte Adams
había muerto eran reales. Supongo que tú quieres decir que fue una hábil
maniobra suya.
—Eso no se puede afirmar. Convengo en que parecía verdadero.
—¿Por qué motivos crees tú, pues, que nos metió en la cabeza todas esas
cosas? ¿Lo hizo sólo por divertirse?
—Es posible. Vosotros, los ingleses, tenéis una idea muy rara del humor.
Pero puede también haber sido habilidad o diplomacia. Los hechos que se
ocultan adquieren un gran valor; en cambio, a los que se explican claramente
se les concede menos importancia de la que tienen en realidad.
—La riña con su tío aquella misma mañana, por ejemplo, ¿verdad?
—Eso es. Él sabe que ese hecho está a punto de saberse. Eh bien, lo cuenta
sencillamente.
—No es tan loco como parece.
—No tiene nada de loco. Usa bien las células grises cuando tiene que
hacerlo. Sabe perfectamente los pasos que debe dar y cuándo debe enseñar
sus cartas, como te he dicho antes. Tú sabes jugar al bridge, ¿verdad,
Hastings? Dime; ¿cuándo debe uno hacer eso?
—Tú también juegas al bridge y sabes muy bien que se hace cuando se
tienen todos los triunfos y no se quiere perder tiempo, con el fin de jugar una
nueva partida.
—Sí, mon ami, eso es verdad; pero a veces hay otra razón, lo he advertido en
una o dos ocasiones, jugando con dames. A lo mejor se presenta una pequeña
duda. Eh bien, la dame tira los naipes sobre el tapete diciendo resueltamente:
«Ahora todo lo demás es mío», y recoge las cartas y las baraja. Seguramente,
los demás jugadores se conforman... particularmente si no tienen mucha
experiencia. Cuando se ha empezado ya la otra partida, alguno de los
jugadores piensa: «Me parece que con su juego no podía ganarme a mí. Sí, sí,
no hay duda; mis triunfos mataban a todos los suyos.»
—Entonces, ¿tú qué crees?
—Pienso, Hastings, que tanta baladronada es muy interesante. Y pienso,
además —añadió festivo—, que ya es hora de que cenemos. Une petite
omelette, n'est ce pas? Después de cenar, allá a las nueve, quisiera hacer otra
visita.
—¿A quién?
—Cenemos antes, Hastings, y hasta que no hayamos tomado el café, no nos
ocupemos más de este asunto. Cuando se empieza a comer, la cabeza debe
someterse al estómago.
Poirot cumplió su palabra. Fuimos a un restaurante del Soho, donde Poirot
era muy conocido; comimos una deliciosa tortilla, un lenguado, una gallina y un
budín al ron, que le gustaba mucho a Poirot.
Mientras tomábamos el café, Poirot me sonrió amablemente desde el otro
lado de la mesa.
—Amigo mío —dijo—, confío en ti mucho más de lo que te figuras. Quedé
confundido y halagado con aquellas inesperadas palabras.
Jamás me había dicho una cosa así. Siempre pareció que despreciaba mis
propias ideas.
Aunque no creyese precisamente que flaqueaba su cerebro, de pronto
comprendí que acaso confiaba demasiado en mi ayuda. Él siguió vagamente:
—Sí, puede ser que tú no te hayas dado cuenta, pero infinidad de veces me
has indicado el camino que debía seguir.
—¿De veras, Poirot? —tartamudeé—. ¡Qué alegría! Pero si sé algo lo habré
aprendido de verte trabajar a ti una y otra vez... Él movió la cabeza.
—Mais non, ce n'est pas ça. Tú no has aprendido nada de mí.
—¡Oh! —dije desconcertado.
—Y así debe ser. Ningún hombre debe imitar a otro. Cada uno debe
desarrollar su propia inteligencia hasta el grado máximo, sin tratar de imitar la
de nadie. Yo no quiero que seas un segundo Poirot, inferior a él. Mi deseo es
que llegues a ser el supremo Hastings. No me has entendido; lo que pasa,
amigo mío, es que en ti encuentro el cerebro normal por excelencia.
—Desde luego, no creo que sea anormal.
—¡Qué has de serlo! Estás perfecta, admirablemente equilibrado. ¿Te das
cuenta de lo que esto significa para mí? Cuando el criminal acaba de cometer
un delito, su primera preocupación es la de engañar. ¿A quién? Naturalmente,
a las personas normales. Tanto en los momentos de lucidez como, te ruego
que me perdones, en los de mayor torpeza, siempre eres maravillosamente
normal, Eh bien, ahora me preguntarás que cómo aprovecho yo tu normalidad.
Pues, sencillamente, viendo reflejado en tu pensamiento lo que el criminal desea
hacer creer a los seres normales. Como verás, me eres de gran ayuda.
No entendía casi nada de lo que me estaba diciendo, y todo ello me parecía
muy poco halagador para mí.
—Me he expresado mal —añadió rápidamente—. Para ciertas cosas, tú
tienes una perspicacia de la que yo carezco. Tú siempre me indicas lo que el
criminal intenta hacer creer a la Justicia. Y como te he dicho antes, eso es una
gran ayuda para mí.
Le observé. Fumaba un cigarrillo y me miraba con gran benevolencia.
—Ce cheri Hastings —murmuró—. No sé por qué siento tanto afecto por ti.
Yo estaba contento, pero algo avergonzado, y deseaba cambiar de
conversación.
—Bueno —dije—, vamos a discutir el asunto.
—Eh bien —echó atrás la cabeza y cerró los ojos. Lanzó lentamente una
bocanada de humo—. Je me pose des questions.
—¿Sí? —dije ávidamente—. ¡Qué casualidad!
—¿Tú también?
—Claro —respondí. Y echando hacia atrás la cabeza y cerrando los ojos,
dije—: ¿Quién mató a lord Edgware?
Poirot se enderezó y movió enérgicamente la cabeza.
—No, no. Nada de eso. ¿Qué interés puede tener esa pregunta? Eres como
el lector de novelas detectivescas, que se pasa el tiempo sospechando de cada
uno de los personajes que aparecen en ella sin más razón que la de
despistarle. Una vez, lo confieso, también lo hice yo. Pero fue un caso
excepcional. Cualquier día de estos te lo contaré —hizo una pequeña pausa y
añadió—: ¿De qué hablábamos?
—De las preguntas que te hacías —repliqué secamente. Estuve a punto de
decirle que mi verdadera misión era procurarle un compañero ante el cual
pudiera dárselas de listo. Sin embargo, me contuve. Ya que quería
aleccionarme, lo mejor era dejarle hablar—. Vamos, empieza —dije.
Era lo que esperaba la vanidad de mi hombre. Se echó otra vez hacia atrás y
empezó:
—La primera pregunta nos la hemos repetido ya muchas veces: ¿Por qué
lord Edgware cambió de manera de pensar respecto al divorcio? Ese hecho
sugiere dos ideas, una de las cuales ya la conoces tú. La segunda es ésta:
¿Qué ha ocurrido con esa carta? ¿A quién le interesa que lord Edgware y su
mujer continúen unidos? Tercera pregunta: ¿Qué significa el cambio de
expresión de su rostro, que advertiste al volverte para cerrar la puerta de la
biblioteca ayer por la tarde? ¿Puedes contestarme tú a esto, Hastings?
Denegué con la cabeza y dije:
—No lo entiendo.
—¿Estás seguro de que no te lo imaginaste? A veces, amigo mío, tienes la
imaginación un peu vive.
—No, no —moví la cabeza vigorosamente—; estoy seguro, no me equivoco.
—Bien, es otra cosa por explicar. La cuarta pregunta se refiere a las gafas. Si
ni Jane Wilkinson ni Charlotte Adams las usaban, ¿qué hacían aquellas gafas
en el monedero de Charlotte? Y va la quinta pregunta. ¿Quién y por qué
telefoneó a la Chiswick para saber si Jane Wilkinson estaba o no allí? Estas
cinco preguntas, Hastings, son mi tormento. Si pudiese responder a ellas, me
encontraría mucho mejor. Si, al menos, se me ocurriese alguna hipótesis que
me las explicase satisfactoriamente, mon amour propre no sufriría tanto.
Yo dije:
—Pues quedan todavía en pie algunos interrogantes más.
—¿Cuáles?
—En primer lugar, ¿quién propuso a Charlotte Adams aquella farsa? ¿Dónde
estuvo ella la noche del crimen, antes y después de las diez? ¿Quién es ese D.
que le regaló la cajita de oro?
—Eso está clarísimo —dijo Poirot—. No hay el menor enigma en tales
preguntas. Son sencillamente cosas que ignoramos, pero que podemos
conocer en cualquier momento. En cambio, las que yo he formulado, amigo
mío, son de orden psicológico, de las que hacen trabajar las células grises.
—¡Poirot! —exclamé desesperado—. Te ruego que no sigas. Presiento que
no podría soportarlas nuevamente. ¿No hablaste antes que teníamos que
hacer cierta visita?
Poirot miró su reloj.
—Es verdad —dijo—; voy a telefonear y resolveré lo que sea conveniente.
Se marchó y volvió a los pocos momentos, diciendo:
—Vámonos. Todo va bien.
—¿Dónde vamos? —pregunté.
—A casa de sir Montagu Córner, en Chiswick. Quiero saber algo más acerca
de esa llamada telefónica.
CAPÍTULO QUINCE
SIR MONTAGU CÓRNER
Eran cerca de las diez cuando llegamos a la magnífica mansión de sir
Montagu Córner, en Chiswick. Nos introdujeron en un vestíbulo de bellísimo
artesonado. A la derecha vimos el comedor, cuya brillante mesa estaba
alumbrada con candelabros.
—¿Tienen ustedes la bondad de seguirme?
El criado nos hizo subir una magnífica escalera y nos guió hasta una amplia
habitación del primer piso.
—Monsieur Hércules Poirot —anunció.
Nos encontrábamos en una vasta y hermosa habitación. Las lámparas,
cuidadosamente veladas, le daban un aspecto de acogedora antigüedad. En un
ángulo, y cerca de una de las abiertas ventanas, había una mesa de bridge,
alrededor de la cual estaban sentadas cuatro personas. Al entrar nosotros, una
de ellas se levantó y vino a nuestro encuentro. Era sir Montagu Córner.
—Me alegro mucho de conocerle personalmente, monsieur Poirot.
Yo miré con interés al aristócrata. Tenía aspecto de verdadero judío, con sus
ojos menudos e inteligentes y su tupé cuidadosamente arreglado. Era de
estatura mediana (mediría metro sesenta y cinco, aproximadamente) y de
afectuosos modales.
—Les presento a míster y a mistress Widburn...
—Ya nos conocemos —dijo orgullosamente mistress Widburn.
—...y a míster Ross —siguió haciendo presentaciones sir Montagu. El
llamado Ross era un joven de unos veintidós años, de rostro simpático y rubios
cabellos.
—Les pido mil perdones por haber interrumpido su juego —dijo Poirot.
—De ninguna manera. No habíamos hecho más que preparar las cartas.
—Tomará usted un poco de café, ¿verdad, monsieur Poirot?
Poirot se excusó, pero aceptó un coñac añejo, que nos fue servido en unas
altísimas copas.
Cuando las hubimos vaciado, sir Montagu Córner empezó a hablar de
distintas cosas, de pintura japonesa, de lacas chinas, de tapices persas, de los
pintores impresionistas franceses, de música moderna y de las teorías de
Einstein.
Cuándo terminó su peroración, se recostó en la butaca y paseó sobre el
auditorio su bonachona mirada. Se le veía encantado de su gran talento. En la
tenue luz parecía como una especie de genio medieval. A su alrededor veíanse
por todas partes exquisitos detalles de arte y cultura.
—Ahora, sir Montagu —dijo Poirot—, si no fuera abusar de su bondad,
quisiera que habláramos del asunto que ha motivado mi visita.
Sir Montagu movió la mano, diciendo:
—Pero eso no corre prisa. Además, hay tiempo de sobra para ello.
—Siempre hay tiempo para todo en esta casa —suspiró mistress Widburn—.
¡Se encuentra uno tan bien en ella!
—Yo —dijo sir Montagu— no viviría en Londres ni por un millón de libras.
Tengo en esta casa una sensación de agradable apartamiento, de paz. ¡Ay!, de
esa paz que hemos alejado de nosotros en estos tristes días de grosero
materialismo.
Un impío pensamiento cruzó por mi mente. Me hizo el efecto de que si
alguien se llegaba a sir Montagu y le ofrecía un millón de libras, aquel bendito
apartamiento y aquella deliciosa paz se irían al diablo. Pero en seguida alejé de
mí aquellas heréticas ideas.
—Después de todo, ¿qué es el dinero? —murmuró mistress Widburn.
—¡Ah! —murmuró pensativamente su marido, haciendo sonar distraídamente
algunas monedas en su bolsillo.
—¡Archie! —dijo ceñudamente la señora.
—Perdonen ustedes —dijo el increpado Archie, y guardó silencio.
—Realmente —dijo Poirot—, hablar de un crimen en esta atmósfera de arte
sería una falta imperdonable.
—Eso, no —aseguró sir Montagu, haciendo un gracioso movimiento con su
mano—. Un crimen puede ser muy bien una obra de arte, y, desde luego, el
detective, un artista. No hablo, claro está, de la Policía. Precisamente, hoy ha
estado a visitarme un inspector, un tipo la mar de curioso. Figúrese que nunca
había oído hablar de Benvenuto Cellini.
—Supongo que habrá venido para hablar de Jane Wilkinson, ¿verdad? —
preguntó curiosamente mistress Widburn.
—Ha sido una verdadera suerte para esa señora haber estado anoche aquí
—dijo Poirot.
—Así parece —asintió sir Montagu—. Estuve hablando con ella, y además de
hermosa, es inteligente. Haré por ella cuanto pueda; aunque estaba dispuesta
a ser su propia empresaria, parece que al fin seré yo quien se preocupe de su
carrera.
—La verdad es que esa mujer tiene mucha suerte —dijo mistress Widburn—.
Se hubiera muerto sin verse libre de su marido, y de pronto alguien va y le quita
esa preocupación. Ahora sí que podrá casarse con el duque de Merton. Ese
casamiento es la comidilla del día. Por cierto, que la madre del duque está
indignadísima.
—Jane Wilkinson me produjo una excelente impresión —dijo sir Montagu—.
Hizo algunas observaciones muy inteligentes sobre arte griego.
Sonreí. Me imaginaba a Jane diciendo: «Sí.» «No.» «Es realmente
maravilloso», con su calidad y mágica voz. Sir Montagu debía de ser de esas
personas para quienes la suprema inteligencia consiste en seguir con gran
atención y meticulosidad sus propias observaciones.
—Lord Edgware era un tipo muy raro —dijo míster Widburn—. Estoy seguro
que ha dejado un sinfín de enemigos.
—¿Es verdad, monsieur Poirot, que alguien le clavó un cuchillo en la nuca?
—preguntó mistress Widburn.
—Nada más cierto. Fue un trabajo realizado con la mayor destreza y eficacia,
algo verdaderamente científico.
—Ya aparece en usted el artista, monsieur Poirot —dijo sir Montagu.
—Ahora le agradecería que tratásemos del objeto de mi visita —dijo Poirot—.
Al parecer, llamaron por teléfono a lady Edgware mientras estaba cenando.
Respecto a esa llamada, quisiera algunos informes y espero que me permitirá
interrogar a sus criados.
—¡No faltaba más! Ross, ¿quiere hacer el favor de tocar usted mismo ese
timbre? —y le indicó un pequeño botón que estaba al alcance de la mano del
joven.
Inmediatamente apareció un criado. Era un hombre de cierta edad, de
aspecto eclesiástico.
Sir Montagu le explicó lo que se esperaba de él. El sirviente se volvió hacia
Poirot con atenta cortesía.
—¿Haría usted el favor de decirme quién contestó a la llamada telefónica? —
preguntó mi amigo.
—Yo mismo. El teléfono está en el vestíbulo, en una cabina.
—La persona que llamó por teléfono, ¿con quién dijo que deseaba hablar,
con lady Edgware o con miss Jane Wilkinson?.
—Con lady Edgware, señor.
—¿Me podría decir con exactitud cuáles fueron sus palabras?
El criado reflexionó un momento.
—Al ponerme al aparato, recuerdo que dije: «Dígame.» Una voz preguntó si
era Chiswick 43434. Contesté afirmativamente. Entonces me dijeron que
aguardase un momento. Inmediatamente, otra voz volvió a preguntar si era
Chiswick 43434, y volví a decir que sí. Entonces me preguntó: «¿Está lady
Edgware?» Yo contesté que la señora estaba cenando. La voz añadió:
«¿Quiere hacer el favor de llamarla? Deseo hablar con ella» Fui al comedor a
avisar a la señora, que se levantó y vino al teléfono.
—¿Y luego?
—Cogió el aparato y dijo: «Dígame. ¿Con quién hablo?» Luego la oí decir
«Sí, muy bien; yo soy lady Edgware.» En aquel momento iba yo a retirarme,
pero la señora me llamó y me dijo que habían cortado la comunicación, y
añadió que al colgar el aparato se habían reído. Me preguntó si la persona que
había telefoneado había dado su nombre. Le contesté que no. Eso fue todo.
—¿Cree usted, monsieur Poirot, que la llamada telefónica tiene que ver algo
con el asesinato? —preguntó mistress Widburn.
—No se puede decir de momento. No es más que un detalle.
—A lo mejor fue alguien que quiso gastarle una broma; a mí me pasó una
vez.
—C’est toujours possible, madame.
—¿Se fijó usted si la voz de la persona que llamó era de hombre o de mujer?
—Creo que era de mujer.
—¿Qué clase de voz era, fuerte o suave?
—Era suave y clara —se detuvo un momento—. Tal vez me equivoque, pero
me hizo el efecto de que era extranjera por lo que arrastraba las erres.
—A lo mejor era una voz escocesa, Donald —dijo mistress Widburn
dirigiéndose al joven Ross.
—No puedo ser yo el culpable; estaba en el banquete —replicó éste.
Poirot se dirigió de nuevo al criado.
—¿Cree usted que reconocería aquella voz si la oyese de nuevo? El hombre
dudó.
—No puedo asegurarlo, señor. Sin embargo, creo que la reconocería
—Muchas gracias.
—A sus órdenes, señor.
El fámulo inclinóse y se retiró majestuosamente.
Sir Montagu siguió desempeñando su papel de viejo hidalgo. Nos pidió que
nos quedásemos a jugar al bridge. Yo me excusé por mi desconocimiento del
juego, ya que es una cosa que nunca me ha tentado. El joven Ross cedió su
puesto a Poirot y la velada terminó con un excelente beneficio financiero para
Poirot y sir Montagu.
Dimos las gracias a nuestro huésped y nos retiramos. Ross vino con
nosotros.
—¡Qué hombrecillo más extraño es ese sir Montagu! —dijo Poirot mientras
caminábamos por la carretera.
La noche era muy hermosa y decidimos ir andando hasta encontrar un taxi,
en lugar de pedirlo por teléfono.
—Sí, es un hombrecillo extraño —repitió Poirot.
—Es un riquísimo hombrecillo —dijo Ross.
—Lo supongo.
—Parece que se interesa algo por mí —habló el joven—. Su ayuda me
serviría de mucho; con la protección de un hombre como ese se puede hacer
fortuna
—¿Es usted actor, míster Ross?
Respondió afirmativamente. Pareció ofenderle que su nombre no nos fuese
conocido. Al parecer, recientemente había logrado algún renombre en la
interpretación de cierta obra tenebrosa traducida del ruso.
Cuando, por fin, le hubimos calmado, Poirot le preguntó distraídamente:
—Sin duda, usted conocería a Charlotte Adams, ¿verdad, míster Ross?
—No, no la conocía. Me he enterado de su muerte, esta noche, por los
periódicos, debida a una excesiva dosis de no sé qué droga. Es realmente
estúpido lo que les pasa a todas las artistas jóvenes con las drogas.
—Es una verdadera lástima... Era una muchacha muy inteligente.
—Creo que sí.
Fuera de sí mismo, al joven no le preocupaban gran cosa los demás.
—¿La vio usted trabajar alguna vez? —le pregunté yo.
—No. La clase de trabajo que hacía no me interesaba Ahora parece que le ha
dado a la gente por entusiasmarse por él, pero supongo que no durará mucho.
—Aquí viene un taxi —dijo Poirot, y le hizo seña para que se detuviese.
—Yo seguiré andando —dijo Ross—. En Hammersmith tomaré el Metro hasta
mi casa —de pronto, se echó a reír nerviosamente—: Mala cosa esa cena de
anoche.
—¿Por qué?
—Fuimos trece a la mesa porque alguien faltó. Hasta el final de la cena no
nos dimos cuenta.
—¿Quién será, pues, el primero que se irá al otro mundo? —le pregunté.
Soltó una risita nerviosa y contestó:
—Yo.
CAPITULO DIECISÉIS
UNA IMPORTANTE DISCUSIÓN
Al llegar a casa encontramos a Japp, que nos estaba esperando.
—No sabía qué hacer y he pensado: voy a ir a charlar un rato con el amigo
Poirot —dijo alegremente.
—Eh bien, ¿cómo anda eso del crimen?
—Desgraciadamente, no tan bien como quisiera —mostrábase
desesperanzado—. ¿Puede usted ayudarme algo, Poirot?
—Tengo algunas ideas que tal vez le interesen —dijo mi amigo.
—A usted siempre se le ocurre algo, aunque a veces... Bueno; eso no
significa que no quiera escucharlas, al contrario. Siempre he dicho que tiene
usted un cerebro como pocos.
Poirot agradeció fríamente el cumplido.
—Quisiera saber, Poirot —siguió el inspector—, ¿qué piensa de las dos
ladies Edgware? ¿Tiene usted idea de quién fue la que estuvo en Regent
Gate?
—De eso mismo, precisamente, quería hablarle yo —y en seguida le
preguntó a Japp si había oído hablar alguna vez de Charlotte Adams.
—Me suena el nombre; pero, de momento, me es imposible recordar de quién
se trata. Poirot se lo explicó.
—¿Una transformista? ¿Y qué tiene que ver esa transformista en el asunto
que nos interesa?
Poirot relató minuciosamente todo cuanto habíamos hecho y la conclusión a
que habíamos llegado.
—Sí, parece que tiene usted razón; todo coincide; vestido, sombrero,
guantes, y, además, la peluca... Sí, sí, no hay duda; debe de ser eso. La
verdad es que es usted un lince, amigo Poirot. No existen palabras capaces de
expresar lo que es usted. Pero de todas maneras, su hipótesis me parece algo
fantástica. No es por alabarme, pero tengo más experiencia que usted.
Respecto a lo que dice de que existe un hombre entre bastidores en este
asunto, la verdad, no lo creo. Que Charlotte Adams fuese la mujer que se
presentó en Regent Gate, sí es posible; es más: estoy casi convencido de que
sucedió como usted dice. Pero si esa Charlotte Adams fue allí, lo haría
probablemente con algún interés personal. Tal vez sé trataba de un chantaje, y
en este caso se comprenden perfectamente sus palabras de que iba a tener
mucho dinero. Ella debió ir a ver a lord Edgware, y una vez juntos, discutirían.
Lord Edgware la debió ofender, y entonces la mujer perdió la cabeza y lo mató.
Al llegar a su casa sentiríase moralmente deshecha, porque su intención no
había sido nunca la de asesinarlo, y (supongo yo que fue así) se tomó una
fuerte dosis de veronal para terminar con sus remordimientos.
—¿Cree usted que eso aclara todos los hechos?
—Hombre, no; claro está que todavía queda mucho por explicar; pero es una
buena hipótesis para empezar las pesquisas. En cuanto a lo otro, la farsa esa
que preparaban, creo que no debe tener ninguna relación con lo que a nosotros
nos interesa. Será, sencillamente, una mera coincidencia.
—Mais oui, c'est possible.
—¿Qué le parece esta otra suposición? —dijo Japp.
—El organizador de la farsa es también inocente, pero alguien que tenía
algún motivo para odiar a lord Edgware pudo muy bien enterarse de la broma
que iban a gastarle y pensó satisfacer su odio gracias a los bromistas. No es
ningún disparate, ¿verdad? —hizo una pequeña pausa y siguió—: Sin
embargo, creo más probable lo que dije antes. La relación que había entre esa
artista y lord Edgware ya se aclarará algún día.
Luego, Poirot le contó lo de la carta de América y Japp dijo que realmente
podría servirles de mucho.
—Voy a ocuparme en seguida de este asunto —y sacando una libreta, hizo
algunos apuntes—. Cada vez estoy más convencido de que es Charlotte
Adams la criminal. De momento no veo a nadie más que pueda tener algún
interés en la muerte de lord Edgware —dijo mientras guardaba el cuaderno de
notas, y siguió—: También está el nuevo lord Edgware, el capitán Marsh, que
es uno de los que más ha salido ganando con el crimen, y, por tanto, el que
más motivos tiene para ser el asesino. Parece ser un hombre poco escrupuloso
en lo que se refiere al dinero. Además, ayer tuvo una violenta discusión con su
tío. Él mismo me lo ha contado. Eso aleja de él las sospechas. Y hubiese sido
un maravilloso culpable, pero se procuró una coartada para la noche del
crimen, pues estuvo en la Ópera con unos judíos ricos, los Dortheimer. Me he
informado detenidamente y ocurrió como dice el capitán Marsh.
—¿Y la señorita?
—¿Se refiere usted a la hija de lord Edgware? Estuvo fuera de su domicilio
esa noche. Cenó con unos amigos, unos tales Carthews. Luego fueron a la
Ópera, y al salir la acompañaron hasta su casa; llegó allí a las doce menos
cuarto. Esto prueba su inocencia. La secretaria parece ser una mujer muy
honrada Luego está el criado. Ese es un tipo al que no puedo tragar. No es
propio de un hombre ser tan guapo. Además, hay algo en él que le hace
sumamente repulsivo. De todas maneras, he hecho averiguaciones y no he
podido encontrar ningún motivo para que matase a su amo.
—¿No ha pasado nada nuevo?
—Sí, ha pasado algo, aunque no sé si será muy importante. En fin, ya
veremos. Ante todo, ha desaparecido la llave que poseía lord Edgware.
—¿La de la puerta de la calle?
—Sí.
—Muy curioso.
—Eso mismo me parece a mí. Puede tener gran importancia y puede no tener
ninguna, según. Pero aún hay algo más, que para mí es muy significativo. Ayer
mismo, lord Edgware cobró un cheque. No era de mucho valor; solamente unas
cien libras. Recibió el importe del cheque en billetes franceses, debido a que
hoy pensaba marchar a París. Bueno; pues ese dinero también ha
desaparecido.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Miss Carroll. Fue ella misma en persona a cobrar el cheque. Y al decírmelo
hoy, hemos buscado el dinero por todas partes, encontrándonos con que había
desaparecido.
—¿Dónde estaba anoche?
—Miss Carroll no lo sabe; dice que se lo entregó a lord Edgware a las tres y
media de la tarde, metido dentro de un sobre del mismo Banco. Lord Edgware,
que se hallaba en aquel momento en la biblioteca, cogió el dinero y lo dejó
sobre la mesa.
—Eso es una verdadera complicación.
—O una simplificación. De momento, la herida...
—¿Qué ocurre?
—Pues que dice el forense que no fue causada por una navaja corriente; era,
desde luego, un arma blanca, pero de hoja distinta, y debía de ser
terriblemente aguda.
Poirot se quedó pensativo.
—El nuevo lord Edgware parece encontrar muy divertido que pueda
sospecharse de él como asesino de su tío. Su actitud me parece algo rara.
—Puede ser, simplemente, habilidad.
—Tal vez. La muerte de su tío ha sido muy oportuna para él. Por lo pronto, ya
se ha instalado en la casa.
—¿Dónde vivía antes?
—En Martin Street, Saint George's Road. No es un barrio muy elegante, que
digamos.
—Apunta esa dirección, Hastings.
La anoté, aunque me extrañaba un poco. Si Ronald había trasladado su
residencia a Regent Gate, su antigua dirección no tenía por qué interesarnos
ya.
—No me cabe duda de que la asesina es miss Adams —dijo Japp
levantándose—. Ha sido una gran ocurrencia. Tiene usted la suerte de poder ir
a los teatros y a toda clase de diversiones. Por eso puede enterarse de cosas
que yo nunca conoceré. Lo malo del caso es que no se ve por ninguna parte el
motivo del crimen, pero espero que ya lo descubriremos, y con un poco de
trabajo, todo se arreglará.
—Existe así mismo otra persona que podría también estar complicada en el
crimen y no se ha fijado usted en ella.
—¿Quién es?
—El caballero que, según dicen, se quería casar con lady Edgware, el duque
de Merton.
—Hombre, claro que puede tener motivo —Japp soltó una carcajada—. Pero
un personaje de su posición no comete un asesinato así como así. Además,
estaba en París.
—¿De modo que no lo juzga sospechoso?
—¿Lo cree usted acaso, Poirot?
Y riéndose de lo absurdo de semejante idea, Japp salió de la habitación.
CAPÍTULO DIECISIETE
EL CRIADO
El día siguiente fue para todos nosotros de inactividad, y para Japp, de gran
trabajo. A la hora del té vino a vernos. Estaba furioso.
—He sido un verdadero idiota.
—No es posible, amigo Japp —dijo amablemente Poirot.
—Sí, lo he sido; me he dejado engañar por un criado y se me ha ido de entre
las manos.
—¿Que ha desaparecido el criado?
—Sí, y lo que más me avergüenza es no haber sospechado de él.
—Bueno, hombre, serénese.
—Es muy fácil decir eso. ¿Cree usted que se puede estar sereno después de
haberle puesto a uno por los suelos en la Jefatura de Policía? ¡Ah! Ese
mayordomo es un pájaro de cuidado; seguramente no es la primera vez que
hace una cosa así.
El inspector se enjugó la frente. Era la estampa de la desesperación. Yo, más
conocedor del carácter inglés, escancié una fuerte dosis de whisky con seltz y
se lo ofrecí al inspector, quien en seguida se reanimó un poco.
Pero después, más tranquilizado, empezó a hablar.
—Muchas gracias, pero no sé si debo... No estoy muy seguro de que el
criado sea el asesino, aunque no deja de ser sospechosa esa huida; sin
embargo, debí empezar por detenerlo. Parece que era una mala cabeza.
Frecuentaba cabarets de malísima reputación.
—Tout de méme, eso no prueba que sea un asesino.
—Es verdad; puede que se halle metido en algún lío que no sea
precisamente un asesinato. No; estoy convencido de que la autora fue miss
Adams. No he podido encontrar nada que pruebe su participación en el crimen,
aunque envié a varios de mis hombres a su piso para que hicieran un registro;
pero, desgraciadamente, no hemos encontrado nada impresionante. Era una
muchacha prudente. No guardaba ninguna carta comprometedora. Sólo se han
hallado las referentes a contratos teatrales, cuidadosamente atadas y
etiquetadas. También había algunas de la hermana que tiene en Washington.
Nada de secretos. Guardaba, además, varias joyas antiguas de poco valor. No
tenía ningún diario íntimo. Su libro de cuentas y el de cheques no dicen nada
aprovechable. Parece que era una muchacha sin historia.
—Tenía un carácter reservado —dijo Poirot pensativamente—. Lo que para
nosotros es una verdadera lástima.
—He hablado con la camarera, pero no he sacado nada en limpio. También
he ido a ver a aquella joven que tiene una tienda de sombreros y que era muy
amiga de miss Adams.
—Hombre, a propósito; ¿qué le ha parecido miss Driver? —dijo Poirot
pensativamente.
—Una muchacha muy lista, pero no ha declarado nada de particular. Me ha
contestado lo mismo que todos los demás amigos y conocidos de la muerta a
quienes he interrogado. «Que era una joven muy simpática, que no mantenía
amistad íntima con ningún hombre.» Y eso no es verdad. No es lógico. Para
esas mujeres es imprescindible la amistad de los hombres. Esa estúpida
lealtad de los amigos es la que dificulta la labor de la Policía —se detuvo para
tomar aliento, y, entre tanto, le volví a llenar el vaso—. ¡Gracias, capitán
Hastings! ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, sí! Bueno; pues hay por lo menos doce
individuos con quienes ha ido a cenar, a bailar y a distintos sitios más; pero parece
que ninguno de ellos le interesaba más que otro cualquiera. Entre esos
sujetos está el actual lord Edgware, el artista de cine Bryan Martin y otros
varios. La idea de usted de que detrás de todo eso se oculta un hombre me
parece descabellada. Mi opinión es que obró por cuenta propia, y ahora trato
de descubrir qué clase de relaciones eran las que existían entre ella y el
muerto. Creo que tendré que ir a París. En la inscripción de la cajita de oro dice
París, y lord Edgware fue varias veces a París durante el otoño pasado para
asistir a subastas y comprar algunas curiosidades, según me dijo miss Carroll.
Sí, tengo que ir a París. Mañana empieza la investigación judicial; por eso tal
vez aplace el viaje, aunque, de todas maneras, puedo tomar el barco de la
tarde.
—Es usted un hombre de una actividad terrible. Me confunde usted.
—Sí; y mientras tanto, usted aquí, sentadito tranquilamente, volviéndose cada
vez más perezoso. Lo único que sabe hacer es sentarse y pensar, haciendo
trabajar las células grises, como usted dice. Hay que ir a buscar las cosas, en
lugar de esperar que vengan ellas solas a nosotros.
Nuestra joven sirvienta abrió la puerta y dijo:
—Está aquí míster Bryan Martin. ¿Le hago pasar?
—Bueno, Poirot, me marcho —dijo Japp levantándose—. Por lo visto, todas
las estrellas del firmamento teatral y cinematográfico vienen a consultarle a
usted.
Poirot se encogió modestamente de hombros. Japp se echó a reír, al mismo
tiempo que decía:
—Ya debe de ser usted millonario, Poirot. Vamos a ver, ¿y qué hace usted
con sus millones? ¿Los guarda?
—Eso es. Pero ahora que hablamos de dinero, ¿se sabe cómo ha dispuesto
testamentariamente lord Edgware de su fortuna?
—Todas las propiedades que no están vinculadas al título se las deja a su
hija, y quinientas libras a miss Carroll. No deja nada a nadie más. Es un
testamento muy sencillo.
—¿Se sabe cuándo fue otorgado?
—Cuando su mujer le abandonó, hace unos dos años. Le excluye por
completo de él.
—Se ve al hombre vengativo —murmuró Poirot. Con un amable «Hasta la
vista», Japp se despidió de nosotros. En seguida entró Bryan Martin. Iba
elegantemente vestido y parecía muy transformado.
—He tardado mucho en venir, monsieur Poirot —dijo excusándose—. De
todas maneras, lamento haberle hecho perder el tiempo para nada.
—En verité?
—Sí; hablé con la señora que les dije y traté de convencerla por todos los
medios, pero no lo he conseguido; no ha querido en modo alguno que
interviniese usted en el asunto. Creo que tendremos que dejarlo todo como
estaba. Le aseguro que siento muchísimo haberle molestado.
—Du tout, du tout —dijo Poirot cordialmente—. Ya me lo esperaba.
—¿Qué? —el joven quedó desconcertado—. ¿Que se los esperaba usted? —
preguntó.
—Mais oui Al decirme usted que lo consultaría, ya preví el presente resultado.
—Por lo visto se imaginaba usted algo.
—Un detective, míster Martin, siempre se imagina algo.
—¿Me querrá usted decir, pues, qué se imagina en este caso? Poirot movió
amablemente la cabeza.
—Una de las reglas de todo buen detective es no decir nunca nada.
—Por lo menos, ¿puede usted sugerir algo?
—No; lo único que diré es que tan pronto como mencionó usted el diente de
oro, descubrí la verdad.
—Estoy aturdido —exclamó—; no puedo comprender adonde va usted a
parar.
Poirot dijo sonriendo:
—Cambiemos de tema si le parece.
—Como quiera; pero antes dígame cuánto le debo en concepto de
honorarios.
Poirot movió la mano imperativamente, a la vez que decía:
—Pas un sou! No he hecho nada por usted.
—Le hice perder el tiempo.
—Cuando un caso me interesa, nunca acepto dinero, y su caso me interesó
mucho.
—Lo siento —dijo inquieto el actor.
—Vaya —dijo Poirot bondadosamente—, hablemos de otra cosa.
—¿No era un inspector de Scotland Yard el hombre que he encontrado en la
escalera?
—Sí; el inspector Japp.
—Había tan poca luz, que no estaba seguro de que fuera él. A propósito, me
hizo algunas preguntas acerca de esa pobre muchacha, Charlotte Adams, que
murió a consecuencia de una intoxicación de veronal.
—¿Conocía usted a fondo a miss Adams?
—Empecé a tratarla en América, cuando era una chiquilla. Trabajamos juntos
una o dos veces, pero nunca supe gran cosa de ella Me ha causado gran
impresión la noticia de su muerte.
—¿Le gustaba su trato?
—Sí; daba gusto hablar con ella.
—Creo, como usted, que era una persona muy simpática.
—Supongo que siguen ustedes creyendo que su muerte debió de ser suicidio.
Yo no sabía nada que pudiera orientar al inspector. Charlotte era muy
reservada.
—Yo no creo que se trate de un suicidio —dijo Hércules Poirot.
—Sí, es más fácil que haya sido un accidente. Hubo una pausa Luego Poirot
dijo con una sonrisa:
—El asunto de la muerte de lord Edgware se hace por momentos más
intrincado. ¿No le parece a usted?
—Mucho. ¿Sabe si tiene la Policía alguna nueva pista..., ya que Jane está
descartada del crimen?
—Mais oui, tiene una fundada sospecha. Bryan Martin parecía nervioso.
—¿Sí? ¿De quién se sospecha?
—El criado ha desaparecido... Huir es igual que confesar, ¿comprende
usted?
—¡Huir el criado! Me extraña mucho.
—Un hombre extraordinariamente guapo. // vous ressemble un peu —y se
inclinó ante Bryan Martin.
Entonces comprendí yo por qué el rostro del criado, al verle por primera vez,
me recordó a alguien que ya había visto antes.
—¡Qué adulador es usted! —dijo Bryan Martin echándose a reír.
—¡Oh, no, no! ¿No es cierto que todas las jovencitas, ya sean criadas,
coristas, mecanógrafas o aristocráticas, adoran a Bryan Martin?
—Vamos, sí, un verdadero lote de chicas —dijo Martin levantándose
bruscamente—. Le reitero las gracias, monsieur Poirot, por todas sus
molestias, y le repito otra vez que me dispense.
Nos estrechamos las manos. A mí me hizo el efecto de que había envejecido
en unos instantes. Su trastorno era evidente.
Devorado por la curiosidad, tan pronto como la puerta se cerró tras él,
descargué un chaparrón de preguntas sobre mi amigo.
—Poirot, ¿suponías verdaderamente que Bryan Martin renunciaría a las
pesquisas para averiguar la extraña persecución de que fue objeto en
América?
—Ya me lo has oído decir, Hastings.
—Sí, pero...
—¿Quieres ahora saber quién es la misteriosa muchacha a quien tenía que
consultar? —él sonrió—. Tengo una idea, amigo mío, que proviene, como te
dije, de ese detalle del diente de oro, y si no es equivocada, sé quién es la
muchacha. Sé por qué no permite a míster Martin que me confíe el asunto; en
fin, sé la verdad de todo ese suceso. Y también podrías tú conocerla si
quisieras emplear las células grises que te dio Dios. Aunque a veces creo que
por descuido te dejó sin ellas.
CAPITULO DIECIOCHO
EL DUQUE DE MERTON
No me propongo describir la encuesta realizada para el esclarecimiento de la
muerte de lord Edgware ni para la de Charlotte Adams. En el caso de Charlotte,
el veredicto fue de muerte por imprudencia; el de lord Edgware fue aplazado
hasta saberse el resultado de la autopsia. Por el análisis del estómago se
determinó que la muerte tuvo lugar, una hora después de la comida; a lo sumo,
dos. De lo cual se desprendía que había muerto entre las diez y las once de la
noche. Pero lo más probable es que fuese a las diez.
Ninguno de los datos de la suplantación de Jane Wilkinson, llevada a cabo
por Charlotte Adams, fue mencionado. Por una declaración del criado,
publicada en la prensa, la impresión general fue que éste era el asesino. Su
relato acerca de la visita nocturna de Jane Wilkinson se consideró como una
impúdica invención, pues nada se dijo de lo que había confirmado la secretaria.
Los periódicos llenaron columnas enteras con todo lo referente al crimen. Pero
dijeron muy poco verídico.
Entre tanto, Japp trabajaba activamente. Me molestaba un poco la actitud
pasiva de Poirot. La sospecha de que el hacerse viejo influía en ello cruzó
varias veces por mi mente. Él se excusaba:
—A mi edad deben ahorrarse las molestias.
—Cualquiera diría que eres tan viejo —protesté.
Me pareció que necesitaba un estimulante. Un tratamiento de la voluntad por
medio de la sugestión, que, según creo, es el procedimiento más moderno.
—Pero, ¡hombre de Dios, si estás más fuerte que nunca! —dije seriamente—.
En pleno vigor. En la flor de la vida. Si tú quisieras, podrías resolver ese caso
con la mayor facilidad.
Poirot dijo que prefería resolverlo sentado en casa.
—Pero eso no puede ser, Poirot.
—Del todo no, es verdad.
—Bueno; lo cierto es que nosotros no hacemos nada, mientras que Japp está
haciendo demasiado.
—Lo cual me va a mí estupendamente bien.
—Pues a mí no. Yo quisiera que hicieras algo.
—Ya lo estoy haciendo.
—¿Qué haces?
—Espero.
—Esperas, ¿qué?
—Pour mon chien de chasse me rapporte le gibier —replicó Poirot.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero al buen Japp, ¿sabes? ¿Para qué pasarse el tiempo ladrando
teniendo un perro? Japp nos traerá aquí el resultado de su energía física, que
tanto admiras tú. Tiene a su alcance un sinfín de medios de los que yo carezco.
No dudes que vendrá muy pronto a traernos noticias.
Era cierto que a fuerza de persistentes investigaciones, Japp nos había
proporcionado, lentamente, materiales deductivos.
Algunos días después volvió de París. Parecía muy satisfecho de sí mismo.
—Es un trabajo lento —dijo—; pero al fin hemos conseguido algo.
—Le felicito. ¿Qué han descubierto?
—Parece que una señora rubia depositó una caja de vestidos en la consigna
de la estación de Euston a las nueve de la noche del día del crimen. Les han
mostrado la caja de miss Adams a los testigos y la han reconocido.
—¡Ah, Euston! Sí, es la estación más cercana a Regent Gate. Sin duda, fue
allí para disfrazarse en uno de los retretes, dejando luego la caja en la
consigna. ¿Cuándo volvió a buscarla?
—A las diez y media. Dice el empleado que la recogió la misma señora.
Poirot movió la cabeza
—Y también me he enterado de algo más —dijo el inspector—. Charlotte
Adams estaba en el Lion's Corner House, del Strand.
—Ah, c'est tres bien ça! ¿Cómo se ha enterado?
—Realmente, ha sido por casualidad. Ya sabe usted que se dijo algo en los
periódicos acerca de la cajita con las iniciales de rubíes. Un periodista escribió
un artículo acerca de las numerosas artistas, la mayoría de ellas muy jóvenes,
que toman drogas. Lo publicó un diario en su edición dominical, ilustrado con la
fatal cajita del mortífero contenido y la patética figura de una joven en la flor de
la edad. En dicho artículo explicaba cómo pasó la última noche de su vida la
infeliz muchacha y una infinidad de detalles más. Parece que una camarera de
la Córner House leyó esa información y recordó que una señora a la que sirvió
la noche del crimen tenía una caja así en la mano, con las iniciales C. A. en la
tapa. Muy excitada, empezó a contárselo todo a sus amigos. Tal vez algún
diario le daría algo por aquella noticia. El caso es que un joven periodista se
enteró y escribió un artículo que aparecerá esta noche en el Evening Shriek.
Serán, seguramente, novelerías como éstas: «Las últimas horas de la
inteligente actriz... Esperando al hombre que no llega... Una camarera advierte
que algo extraño le pasa.» En fin, ya sabe usted, Poirot, cómo hinchan los
sucesos los periodistas.
—¿Y cómo ha llegado a usted tan pronto esa noticia?
—Es que estamos en muy buenas relaciones con el Evening Shriek. Vino a
traérmela en persona ese joven periodista, tan pronto como llegó a su
conocimiento. Inmediatamente después corrí a la Córner House.
Sentí gran lástima por Poirot. Allí estaba Japp con todas aquellas noticias
nuevecitas, cuyos detalles, probablemente, tendrían un gran valor, mientras
que Poirot debía conformarse con las noticias ya atrasadas.
—He hablado con la camarera de la Córner House —siguió el inspector—, y
no creo que haya motivo para dudar de su declaración. No ha podido reconocer
a Charlotte Adams en la fotografía, pues, según dice, no distinguió claramente
el rostro de la señora. Asegura que era joven, morena, delicada y que vestía
muy bien. Llevaba uno de esos sombreros ladeados de última moda. Ojalá las
mujeres se fijaran un poco más en la cara y menos en los sombreros.
—El rostro de miss Adams no era fácil de observar —advirtió Poirot—. Tenía
una gran movilidad.
—Creo que tiene usted razón, aunque no me he detenido en tales detalles.
Según dice la camarera, la señora iba vestida de negro, y llevaba una caja de
las que se emplean para los vestidos. Se fijó particularmente en eso, porque le
chocó que una señora tan elegante llevase una caja así. Dice que pidió
revoltillo de huevos y café, aunque, en realidad, ella supone que esperaba a
alguien, pues no hacía más que mirar su reloj de pulsera Cuando la llamó para
abonar el gasto fue cuando se fijó en la cajita de oro. La señora la sacó del
bolso, la dejó encima de la mesa y se quedó mirándola. Luego la abrió y la
volvió a cerrar, sonriendo pensativamente. La muchacha se fijó en la caja porque
le pareció muy linda: «Me gustaría tener una cajita como aquélla, con mis
iniciales en rubíes», me dijo. Según parece, miss Adams, después de haber
pagado la cuenta, todavía permaneció sentada largo rato. Al fin, miró una vez
más el reloj, se levantó y se fue.
Poirot seguía serio.
—Era un rendez-vous —murmuró—, un rendez-vous con alguien que no
acudió. ¿Encontró Charlotte Adams más tarde a esa persona? ¿O bien no la
halló y entonces se fue a su casa y trató de detenerla? ¡Cómo me gustaría
saberlo! ¡Oh, sí, me gustaría mucho!
—Su teoría de que en el fondo de todo esto existe un hombre misterioso es
un mito, Poirot. No digo yo que la joven no estuviese esperando a alguien
después de terminado satisfactoriamente el asunto que la llevó a casa de lord
Edgware. Respecto a ese asunto, ya sabemos el resultado: que perdió la
cabeza y lo apuñaló. Pero como no era de las que pierden la cabeza mucho
tiempo, se quitó el disfraz en la estación y acudió a la cita. Entonces sufrió la
reacción natural, horrorizándose de lo que había
hecho, y al convencerse de que el esperado no iría, se sintió anonadada.
Debía de haber alguien más enterado de su visita a Regent Gate aquella
noche; por eso, presintiendo la persecución de la Justicia, saca la cajita de
veronal, toma una fuerte dosis y todo termina. Por lo menos no la ahorcarán.
Esto está claro como el agua.
Poirot se acarició el bigote.
—No hay ninguna prueba de que en el fondo de este asunto haya ningún
hombre —siguió Japp con la ventaja alcanzada en sus últimas pesquisas—. No
he descubierto todavía las relaciones que existían entre esa muchacha y lord
Edgware, pero lo conseguiré; es sólo cuestión de tiempo. En París no he
podido descubrir nada importante; son nueve meses los que han pasado desde
que lord Edgware estuvo allí. De todas maneras, he dejado a uno de mis
hombres para que haga ciertas investigaciones. Quizá haya descubierto algo
ya. Sé que usted no es de mi parecer, pero la verdad es que tiene la cabeza
muy dura.
—Hombre, no creo que tenga derecho a insultar a mi cabeza.
—No he querido ofenderle; es una simple expresión —dijo Japp suavemente.
Se levantó para irse, y cuando estaba ya junto a la puerta, se volvió y dijo con
irónica suficiencia:
—¿Manda usted algo, Poirot?
Mi amigo, sonriendo, le contestó:
—Hombre, tanto como mandar, no; pero, en cambio, puedo hacerle una
indicación:
—Venga, suéltela.
—Haga un llamamiento a todos los chóferes de taxi para que se presente
ante usted aquel cuyo coche fue alquilado la noche del crimen, hacia las once
menos veinte, por una señora o, probablemente, por dos... Sí, eso es, por dos
personas, en las inmediaciones de Covent Garden, para ir a Regent Gate.
Japp le miró atentamente cerrando un ojo. Parecía un vivaracho foxterrier.
—¿Qué se propone usted? —añadió en seguida—: Bueno, bueno, lo haré; no
se pierde nada con ello. Después de todo, cuando usted lo dice, será verdad.
En cuanto Japp hubo salido, Poirot se puso en pie y empezó a cepillarse el
sombrero.
—¿Quieres alcanzarme la bencina? Esta mañana me ha caído un pedazo de
tortilla en la manga de la americana.
Se la di.
—Desde luego —le dije—. No pienso hacerte ninguna pregunta, sé que es
inútil; pero ¿crees realmente que se va a lograr algo con ese aviso?
—Mon ami, de momento sólo me interesa vestirme. Perdona que te lo diga —
añadió poco después—, pero tu corbata no me gusta nada.
—Pues es muy bonita.
—Tal vez; pero te ruego que te la cambies y que te cepilles la manga
derecha.
—¿Es que acaso vamos a visitar al rey Jorge? —pregunté irónico.
—No; pero he leído esta mañana que el duque de Merton ha vuelto a Merton
House, y como es uno de los principales miembros de la aristocracia inglesa,
creo que debes concederle ese honor.
—¿Por qué vamos a visitar al duque de Merton?
—Necesito verle.
Fue lo único que pude sacar de él. Cuando mi atavío fue lo suficientemente
elegante para el crítico ojo de Poirot, salimos.
En Merton House el portero preguntó a Poirot si había sido citado por el
duque. Poirot contestó negativamente. En vista de lo cual, el portero fue a
llevar la tarjeta. Poco después volvió, diciendo que su excelencia lo sentía
mucho, pero que estaba muy cansado aquella mañana. Poirot se sentó en una
silla.
—Tres bien! —dijo—. Esperaré todo el tiempo que sea necesario.
No fue preciso, porque, como el medio más rápido de verse libre del
importuno visitante era recibirlo, Poirot fue introducido a presencia del caballero
a quien deseaba ver.
El duque tendría unos veintisiete años. Era delgado, enfermizo, y su aspecto,
sumamente simpático. Tenía un cabello inverosímilmente fino y unas entradas
tan enormes, que hacían el efecto de prematura calvicie; su boca era pequeña,
con un amargo rictus, y sus ojos, vagamente soñadores. En la habitación
veíanse diversos crucifijos y distintas obras de arte religioso. Un estante de
libros parecía no contener más que obras teológicas. Daba la impresión de ser
un tendero más bien que un duque. Sabíamos que había sido educado en su
propio hogar, debido a lo deficiente de su naturaleza. Tal era el hombre que
estaba a punto de ser presa de Jane Wilkinson. Era un tipo realmente cómico.
Fue muy poco cortés el recibimiento que nos hizo.
—Tal vez conozca usted mi nombre —empezó Hércules Poirot.
—NO me es familiar.
—Pues me dedico a estudiar la psicología del crimen.
El duque guardaba silencio. Estaba sentado ante una mesa escritorio, sobre
la cual había una carta sin terminar, y golpeando la mesa con la mano,
impacientemente.
—¿Por qué razón tiene usted tanto empeño en verme? —preguntó fríamente.
Poirot estaba sentado frente a él, de espaldas a la ventana.
—Actualmente investigo las circunstancias que concurrieron en la muerte de
lord Edgware.
Ni un músculo del enfermizo lord se movió.
—¿Sí? Pues yo no estoy relacionado en absoluto con ese crimen.
—Es verdad; pero, en cambio, lo está con la esposa de lord Edgware, Jane
Wilkinson, ¿verdad?
—Así es.
—También debe estar enterado de que se supone que ella tenía grandes
motivos para desear la muerte de su marido.
—No estoy enterado de nada semejante.
—Quisiera hacerle a usted una pregunta, excelencia, que acaso sea un poco
indiscreta. ¿Puede usted decirme si piensa casarse con Jane Wilkinson?
—Cuando vaya a casarme con alguien, el hecho se anunciará en los
periódicos. Considero su pregunta como una impertinencia —y levantándose,
dijo—: Muy buenos días.
Poirot también se levantó. Parecía turbado; inclinó la cabeza, murmurando:
—No he querido decirle... Je vous demmande pardon...
—Buenos días —repitió el duque.
Esta vez Poirot se irguió, hizo un gesto de desesperación y salimos.
Era una retirada ignominiosa. Lo sentí por mi amigo; su orgullo no quedaba
muy bien parado. Para el duque de Merton, un detective era, sin duda, menos
que un escarabajo.
—No ha salido muy bien la cosa —dije con simpatía—. Ese hombre es
testarudo como un tártaro. ¿Qué querías saber de él realmente?
—Pues si es verdad que va a casarse con Jane Wilkinson.
—Ella ya nos lo dijo.
—Ella lo dijo, sí; pero esa mujer es de las que dicen cualquier cosa para
lograr lo que les conviene. Podía muy bien haber decidido casarse con él sin
que el pobre hombre estuviera enterado de ello.
—Pues te ha echado de casa con un buen rapapolvo.
—Me ha contestado como lo hubiese hecho a un periodista —Poirot se rió
entre dientes—. Pero yo he logrado lo que quería. Ahora ya sé exactamente lo
que hay de cierto respecto a ese matrimonio.
—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has adivinado por sus maneras?
—No, hombre, no. ¿Te habrás fijado que estaba escribiendo una carta?
—Sí.
—Eh bien, en mi juventud, cuando estaba en la Policía belga, aprendí, porque
es utilísimo, a leer la letra manuscrita puesta al revés. De modo que puedo
repetirle lo que decía esta carta. Óyelo: «Queridísima mía: No puedo, me es
imposible esperar tantos meses. Jane, ángel mío, adorada mía, ¿cómo voy a
decirte lo que tú eres para mí? ¡Y has sufrido tanto!... Tu hermosa alma...»
—¡Poirot! —grité escandalizado.
—Calla, hombre, que ya termino: «Tu hermosa alma, que sólo yo conozco...»
Me indignó verle tan satisfecho de su hazaña.
—¡Poirot! —exclamé—. No puedes hacer una cosa así, leer una carta
privada, una carta íntima.
—Estás diciendo una tontería, Hastings; es absurdo decir que «no puedo
hacer» una cosa que he hecho ya.
—Eso es hacer trampa en el juego.
—No; ni hago trampas ni juego. Ya sabes que un crimen no es un juego, es
una cosa muy seria.
Guardé silencio. No podía soportar lo que Poirot había hecho con tanta
tranquilidad.
—No era necesario obrar así —dije—. Si le hubieses dicho al duque tan sólo
que habías ido a visitar a lord Edgware por encargo de Jane Wilkinson, te
hubiese tratado de manera distinta.
—¡Ah! Pero no podía hacerlo, porque Jane Wilkinson es cliente mía. Yo no
puedo hablar a nadie de los asuntos de mis clientes. Cuando me confían una
misión, hablar de ella no es decente.
—¿Decente?
—Sí, decente.
—Pero se va a casar con él.
—Eso no quiere decir que para él no tenga secretos. Tus ideas acerca del
matrimonio son muy anticuadas. No, no podía hacer lo que tú dices, pues tengo
que pensar en mi honor de detective. El honor es una cosa muy seria.
—Por lo visto, hay muchas clases de honor.
CAPITULO DIECINUEVE
UNA GRAN SEÑORA
La visita que recibimos la mañana siguiente fue para mí una de las cosas más
sorprendentes de todo el caso.
Estaba en mi habitación, cuando entró Poirot y me dijo con ojos brillantes:
—Mon ami, tenemos una visita.
—¿Quién es?
—La duquesa viuda de Merton.
—¡Qué cosa más rara! ¿Qué quiere?
—Si me acompañas, mon ami, te enterarás.
Me apresuré a hacerlo. Entramos juntos en la habitación donde aguardaba la
duquesa. Era ésta una mujer pequeña, sin ser gruesa, de nariz enorme y
mirada autocrática. A pesar de ir vestida de manera muy rara, tenía aire de
gran señora. También me hizo la impresión de que poseía gran personalidad.
Si su hijo era negativo, ella era positiva. Su energía era enorme. Sentía yo
corno las olas de poder emanaban de su persona. No cabía la menor duda de
que tal mujer dominaría a cuantos estuvieran en contacto con ella.
Cogió los impertinentes y me estudió primero a mí, y luego, a mi compañero.
Después le habló a éste. Su voz era clara y autoritaria, una voz acostumbrada
a ordenar y a ser obedecida.
—¿Es usted monsieur Poirot? Mi amigo se inclinó.
—Para servirle, madame la duchesse.
Ella me miró.
—El señor es mi amigo, el capitán Hastings; me ayuda en todos los asuntos.
Los ojos de la duquesa reflejaban la duda. Luego inclinó la cabeza,
asintiendo.
—He venido para consultar con usted un asunto muy delicado, monsieur
Poirot. Desde luego, todo cuanto le diga ha de tener carácter confidencial.
—Perfectamente.
—Lady Yardly me ha hablado de usted; por la manera de hacerlo y
por la gratitud que expresaba, comprendí que es usted la única persona que
puede ayudarme.
—Le aseguro que haré cuanto pueda, señora.
La duquesa aún dudaba. Al fin, con un esfuerzo, entró de lleno en el asunto, y
lo hizo con tal sencillez, que me recordó a Jane Wilkinson.
Si Poirot se sorprendió, lo guardó para sí. La miró pensativamente y tardó un
momento en contestar.
—¿Puede usted explicarme un poco más claramente lo que desea de mí,
señora?
—No es cosa fácil. Presiento que ese matrimonio será un desastre. Arruinará
la vida de mi hijo.
—¿Lo cree usted, señora?
—Estoy segura. Mi hijo tiene ideales muy altos. Conoce muy poco el mundo.
No se ha fijado nunca en las jóvenes de su clase. Le han hecho siempre el
efecto de cabezas vacías y frívolas. Pero esa mujer, que es realmente muy
hermosa, hay que confesarlo, tiene el poder de esclavizar a los hombres. Ha
embrujado a mi hijo. Yo supuse que el arrobamiento pasaría, pues, gracias a
Dios, ella no era libre; pero ahora que su marido ha muerto... —y siguió como si
se arrancase algo de dentro—: Tiene intención de casarse dentro de pocos
meses. El hecho es que la vida de mi hijo está en peligro —y añadió perentoriamente—:
Hay que impedirlo, monsieur Poirot
Poirot se encogió de hombros.
—No digo que no tenga usted razón, señora. Creo que ese casamiento no es
conveniente. Pero ¿qué se puede hacer?
—Tiene usted que hacer algo.
Poirot negó lentamente con la cabeza.
—Sí, sí; usted puede ayudarme —continuó la duquesa.
—Dudo que se pueda hacer algo de provecho, señora. Su hijo se negará a
escuchar nada en contra de esa mujer. Aunque tampoco creo que pueda
decirse mucho en su contra. Dudo que en su pasado haya algún incidente
desagradable que pueda servirnos. Ha sido muy cauta.
—Ya lo sé —dijo la duquesa ásperamente.
—¡Ah! Entonces, ¿ya ha hecho usted averiguaciones en ese sentido? Se
sonrojó un poco bajo la aguda mirada de Poirot.
—Estoy dispuesta a hacerlo todo, monsieur Poirot, para salvar a mi hijo de
ese matrimonio.
Y repitió enfáticamente la palabra «todo». Se detuvo un momento y luego
siguió:
—No se asuste por dinero. Pídamelo que quiera, pero el casamiento debe
impedirse. Es usted el único hombre que puede hacerlo.
Poirot movió lentamente la cabeza.
—No es cuestión de dinero, madame. No puedo hacer nada..., por una razón
que quisiera poder explicarle. No veo que se pueda hacer nada. No puedo
ayudarla, madame la duchesse. ¿No tomará usted a mal que le dé un consejo?
—¿Qué consejo?
—No se oponga usted a los deseos de su hijo. Tiene ya edad para obrar por
sí mismo. Porque su gusto no es el de usted, no se obstine en creer que el de
usted es el bueno. Si es una desgracia, acéptela. Esté dispuesta a ayudarle
cuando lo necesite. No le obligue a ser su enemigo.
—Usted no entiende nada de esto.
Se puso en pie. Le temblaban los labios. Notábase su indignación.
—Sí, madame la duchesse; comprendo muy bien. Comprendo el corazón de
una madre. Nadie mejor que Hércules Poirot lo comprende. Sin embargo, le
digo a usted, con conocimiento de causa, que sea paciente. Sea paciente y
serena y disfrace sus sentimientos. Hay todavía la esperanza de que el asunto
se resuelva por sí mismo. La oposición sólo serviría para aumentar la
obstinación de su hijo.
—Adiós, monsieur Poirot —dijo fríamente—. Me he llevado un desengaño.
—Siento mucho, señora, no poder hacer nada en su servicio. Estoy en una
situación difícil. Lady Edgware me concedió, hace algún tiempo, el honor de
consultarme.
—¡Ah, comprendo! —su voz era cortante como un cuchillo—. Está usted en el
campo contrario. Esto explica que lady Edgware no haya sido detenida por
haber asesinado a su marido.
—Comment, madame la duchesse?
—Creo que ha oído usted perfectamente lo que he dicho. ¿Por qué no ha
sido detenida? Estuvo allí aquella noche. La vieron entrar en la casa...; luego,
en la biblioteca. Nadie más se acercó a él y fue hallado muerto. Y todavía no
está arrestada. Nuestros policías están completamente corrompidos.
Con mano temblorosa se arrolló el chal al cuello, y con la despreocupación de
un chiquillo, salió de la habitación.
—¡Caray! —dije—. ¡Qué mujer! De todas maneras, la admiro. ¿Y tú?
—¿Por qué quiere arreglarlo todo según su modo de pensar?
—Al fin y al cabo, lo único que ella quiere es salvar a su hijo. Poirot inclinó la
cabeza.
—Eso es verdad, Hastings. ¿Tú crees que sería realmente tan malo para el
duque casarse con Jane Wilkinson?
—¡Cómo! ¿No creerás que esté realmente enamorada de él?
—Seguramente, no; pero adora su posición. Se comportaría correctamente.
Es una mujer que tiene tanto de ambiciosa como de bella, lo cual no significa
una catástrofe. El duque pudiera haberse casado muy fácilmente con alguna
muchacha de su misma clase que le hubiese aceptado por las mismas
razones...; pero entonces nadie hubiera dicho ni una palabra.
—Eso es verdad, pero...
—Y supongamos que se case con una muchacha que le ame
apasionadamente. ¿Es acaso esto gran ventaja? A menudo he observado que
es una verdadera desgracia para un hombre casarse con una mujer que le
adore. Le hace escenas de celos, le pone en ridículo, insiste en solicitar a cada
momento toda su atención. ¡Ah, mon ami, no es un camino de rosas! La
experiencia me lo hace decir.
—Poirot —dije—, eres un viejo cínico.
—Mais non, mais non; sólo expongo algunas reflexiones. Fíjate que, en
realidad, yo estoy de acuerdo con la excelente mamá.
No pude contener la risa al oír calificar así a la altiva duquesa. Poirot
permaneció muy serio.
—No hay por qué reír. Todo esto es de la mayor importancia. Tengo que
reflexionar, tengo que reflexionar mucho.
—No veo qué puedes hacer en ese asunto —dije. Poirot no me hizo caso.
—¿Te has fijado, Hastings, en lo bien informada que estaba la duquesa? ¡Y
qué vengativa! Conoce todas las pruebas que hay en contra de Jane Wilkinson.
—Todas las que hay en contra; pero no las que hay a favor —dije sonriendo.
—¿Cómo se habrá enterado?
—Jane se lo habrá dicho al duque, y el duque a ella —sugerí.
—Sí, es posible.
El teléfono sonó estridentemente. Cogí el receptor. Mi única palabra fue «sí»,
a intervalos regulares. Al final, colgué el aparato y me volví, muy excitado,
hacia Poirot:
—Era Japp. Primero, que eres, como de costumbre, el «mejor». Segundo,
que tiene un cable de América. Tercero, que ha encontrado al chófer. Cuarto,
otra vez que eres el «mejor» y que tuviste una inspiración genial al decir que
había un hombre en todo esto. Me olvidé de contarle que habíamos tenido una
visitante que dice que la Policía está corrompida desvergonzadamente.
—Conque, al fin, Japp está convencido, ¿verdad? —murmuró Poirot—. Es
curioso que la teoría de haber un hombre en el asunto se confirme en el mismo
momento en que me inclino por otra.
—¿Por cuál?
—Por la de que el motivo del asesinato de lord Edgware puede no tener nada
que ver con lord Edgware mismo. Imagínate que alguien odie a Jane Wilkinson,
que la odie tanto que desee verla ahorcada por asesinato... C'est une idee, ça
—suspiró. Luego, levantándose, dijo—: Vamos, Hastings, vamos a oír lo que
nos tiene que decir Japp.
CAPÍTULO VEINTE
EL CHÓFER DEL TAXI
Encontramos a Japp interrogando a un viejo de hirsutos bigotes, sobre cuya
nariz bailaban unas gafas. Su voz era bronca y tristona.
—¡Ah! ¡Ya lo tenemos! —dijo el inspector—. Todo va viento en popa. Este
hombre es el chófer de un taxi que fue alquilado por dos personas, un hombre
y una mujer, en la noche del veintinueve de junio, en Long Acre.
—Así fue —dijo el chófer, llamado Jobson—. Por cierto que era una noche
maravillosa, pues había hasta luna. La joven y el caballero estaban junto a la
estación del Metro cuando me hicieron parar.
—¿Iban vestidos de etiqueta?
—Él llevaba chaleco blanco y la mujer un traje completamente blanco, con
pajaritos bordados. Debían de salir de la Royal Opera.
—¿Qué hora era?
—Poco antes de las once.
—¿Qué más?
—Me dijeron que les llevase a Regent Gate y que, una vez allí, ya me
indicarían la casa. ¡Ah! También me dijeron que fuera deprisa. Todos los
pasajeros recomiendan lo mismo, como si a uno pudiera convenirle ir despacio.
Cuanto más deprisa se va, más probabilidades hay de hacer otro viaje, lo cual
es un beneficio para el chófer. Pero no se les ocurre pensar en esto, y si por
desgracia sucede un accidente, entonces lo ponen a uno verde por correr
tanto.
—Dejemos eso —dijo impaciente Japp—. Aquella noche no ocurrió ningún
accidente, ¿verdad?
—No —dijo el hombre, como temeroso de tener que abandonar sus quejas—.
No ocurrió nada —y añadió—: Como iba diciendo, fui a Regent Gate en menos
de siete minutos, y al llegar frente al número ocho, creo que fue ese el número,
el caballero golpeó en los cristales, indicándome que me detuviera. Lo hice así
y bajaron del coche el caballero y la señora. Él se quedó junto a la portezuela,
diciéndome que esperase. La señora atravesó la calle y se dirigió hacia arriba
por la otra acera. El caballero, que estaba junto a mí, pero de espaldas, la siguió
con la vista. Unos minutos más tarde lanzó una exclamación, y al
volverme, vi que se alejaba. Le observé por si acaso intentaba estafarme, cosa
que ya me había ocurrido alguna vez, y le vi entrar en una casa de la acera de
enfrente.
—¿Estaba la puerta abierta?
—No; me fijé que sacaba una llave y que abría.
—¿Qué número tenía aquella casa?
—Creo que el diecisiete o diecinueve, no estoy seguro. Yo seguí esperando
en el mismo sitio, y a los cinco o seis minutos salieron juntos de la casa el
caballero y la señora subieron al coche y me ordenaron que les llevase a la
Covent Garden Opera House. Cuando llegamos, me pagaron el viaje y se
apearon. Por cierto, que me dieron una estupenda propina. Nada, que, como
les he dicho a ustedes, aquélla fue una noche deliciosa, por lo menos para mí.
—Muy bien —dijo Japp—. Ahora, ¿quiere hacerme el favor de mirar estas
fotografías y decirme si entre ellas está la joven que llevó usted en el taxi?
Y le mostró una docena de fotografías de mujeres jóvenes, más o menos
iguales.
—Ésta es —dijo Jobson, señalando con mano segura un retrato de Geraldine
Marsh en traje de noche.
—¿Está usted seguro?
—Completamente seguro. Era una joven morena y muy pálida.
—Está bien. Ahora vayamos por el hombre. Enseñaron a Jobson otra serie de
fotografías.
—Tal vez fuera uno de estos dos —dijo al cabo de un rato de vacilación—;
pero no estoy seguro.
Entre las fotografías que se le habían mostrado había una de Ronald Marsh,
pero Jobson no la escogió. De todas maneras, las que había indicado eran de
dos hombres de tipo muy parecido al del nuevo lord Edgware.
El chófer se retiró y Japp arrojó los retratos sobre la mesa.
—Bueno, ya ha ido bastante bien esto; pero me habría gustado más que
hubiese identificado al capitán Marsh por completo. Por más que el caso está
clarísimo. Nada, que se han inutilizado unas cuantas coartadas. Fue usted muy
listo, Poirot, cuando se le ocurrió la idea de llamar a los chóferes.
Poirot dijo modestamente:
—Al enterarme de que ambos primos habían ido a la Opera, tuve como
probable que se hubiesen encontrado allí durante uno de los entreactos, siendo
muy natural que los que les acompañaron aseguren que no abandonaron el
teatro; pero en la media hora que suele durar el intervalo hay tiempo más que
suficiente para ir y volver a Regent Gate. Desde el momento en que el novel
lord Edgware se mostraba tan seguro de su coartada, comprendí que algún
cabo quedaría suelto.
—Es usted el hombre más suspicaz que he conocido —dijo Japp
afectuosamente—. De todas maneras, tiene usted razón: nunca se es bastante
desconfiado en un mundo como el nuestro. Ahora fíjese usted en esto, que ya
es lo único que nos faltaba para convencernos de que el capitán Marsh es
nuestro hombre —y le tendió un papel—. Es un cable de Nueva York —
siguió—. La Policía de allí se entrevistó con miss Lucy Adams, quien recibió la
carta de su hermana. Como no era preciso que nos enviase el original, el
agente que la visitó sacó copia de ella y la ha cablegrafiado. Éste es el cable, y
como usted verá, es de lo más condenatorio.
Poirot tomó el mensaje con gran interés. Yo me acerqué a él y leí el contenido
por encima de su hombro. El cable decía lo siguiente:
«A continuación, el texto de la carta a Lucy Adams, fechada en junio 29-8.
Rosedew Mansions, Londres, S. W. 3.» «Mi querida hermanita: Perdona la
carta tan breve que te escribí la semana pasada, pero estaba ocupadísima,
pues tenía un sinfín de cosas que arreglar. ¡Oh, hermanita mía! Ha sido un
verdadero éxito mi número. La crítica me pone por las nubes, los ingresos en
taquilla han sido excelentes y todo el mundo se porta muy amablemente
conmigo. He hecho algunas amistades, y para el próximo año pienso tomar un
teatro durante dos meses por mi cuenta. El cuadro de la bailarina rusa y el de
la americana en París fueron muy bien acogidos; pero el que más entusiasma
es el de Escenas en un hotel extranjero. Estoy tan excitada, que casi no sé ni lo
que escribo. Dentro de un momento te contaré la causa de mi excitación. Antes
quiero explicarte que míster Hergsheimer, amabilísimo como siempre, me ha
invitado a comer para presentarme a sir Montagu Córner; este último puede
hacer mucho por mí.
La otra noche me presentaron a Jane Wilkinson, quien se mostró encantada
de la imitación que de ella hago, y me dijo varias veces cosas que ya te
contaré. Es una mujer poco simpática y me han explicado varias cosas de ella
que demuestran su falta de sensibilidad. ¡Ah!, se me olvidaba: Jane Wilkinson
es lady Edgware, de cuyo matrimonio se cuentan cosas terribles. Lord Edgware
trató a su sobrino, el capitán Marsh, de quien ya te he hablado, de la manera
más ignominiosa, pues le echó de casa, y además, le retiró la pensión que le
pasaba. Cuando él me lo contó, me dio muchísima pena. Y le gusta mucho mi
trabajo. Me dijo: «Creo que hasta lord Edgware se confundiría. ¿Quiere usted
ganarse algo?» Me reí y dije: «¿Cuánto?» Lucy querida, la contestación me
dejó sin aliento: «Diez mil dólares.» ¡Diez mil dólares! Pásmate..., sólo por
ayudar a alguien a ganar una estúpida apuesta. «¡Vamos! —dije—. Por ese
dinero soy capaz de burlarme del rey de Buckingham Palace, corriendo el
riesgo de ser condenada por el delito de lesa majestad.» Entonces nos
pusimos de acuerdo en los detalles.
«Pero termino. Ya te contaré la semana próxima si he salido bien o no.
Aunque, de todas maneras, querida Lucy, tanto si salgo bien como si salgo
mal, tendré los diez mil dólares. ¡Oh, hermanita mía, cuánta importancia tiene
para nosotros ese dinero! Sólo me queda tiempo para preparar mi disfraz.
»Mil abrazos de tu hermana,
Charlotte.»
Poirot dejó la carta sobre la mesa. Comprendí que le había impresionado.
—Ya lo tenemos —dijo Japp alegremente.
—Sí —dijo Poirot.
Su voz tenía un tono raro. Japp le miró con curiosidad.
—¿Qué es eso, Poirot?
—Nada —contestó—, no es nada. Reflexionaba, eso es todo —parecía
realmente impresionado—. Pero, de todas maneras, debe de ser eso —
continuó, como si hablase consigo mismo—. Sí, debe de ser así.
—Claro que es así; siempre lo dijo usted.
—No, no. No me comprende.
—¿No ha sostenido usted siempre que detrás de todo este asunto estaba
alguien que había metido a la muchacha inocentemente en el lío?
—Sí, sí.
—¿Qué más quiere usted? Poirot suspiró y no dijo nada.
—No sé cómo diablos es usted. Poirot. Nada le satisface. Es una verdadera
suerte que la muchacha escribiese esa carta.
Mi amigo afirmó, con mucho más ardor del que antes había mostrado:
—Mais oui. Esto no se lo esperaba el asesino. Cuando miss Adams aceptó
los diez mil dólares, firmó su sentencia de muerte. El asesino creyó haber
tomado todas las precauciones, y con la mayor inocencia, ella fue más lista que
él. Los muertos hablan. Sí, a veces, los muertos hablan.
—Bueno —dijo Japp—, tengo que hacer varias diligencias.
—¿Va usted a arrestar al capitán Marsh, mejor dicho, a lord Edgware?
—¿Por qué no? La acusación contra él es definitiva.
—Es verdad.
—Parece usted muy abatido por ello, Poirot. Lo cierto es que a usted sólo le
gustan las cosas difíciles. Tenemos aquí su propia hipótesis probada, y porque
está probada, ya no le satisface. ¿No encuentra usted suficientes las pruebas
que tenemos?
Poirot movió la cabeza.
—No sé si miss Marsh estará o no complicada —siguió Japp—; parece que
debía de estar enterada de ello, desde el momento en que fue con él desde la
Opera. De no ser así, ¿por qué salió con su primo? En fin, ya veremos cómo se
explican.
—¿Puedo ir con usted?
—Claro que sí; le debo a usted la idea.
Y cogió el cablegrama de encima de la mesa.
Yo arrastré a Poirot a un lado:
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—No me encuentro nada bien, Hastings. Esto parece que va viento en popa,
pero hay todavía algo que no se aclara. Algo que se nos escapa Todo ha ido
como yo me figuraba; pero hay algo, algo que está mal.
CAPÍTULO VEINTIUNO
EL RELATO DE RONALD
Yo no comprendía de ninguna manera la actitud de Poirot. ¿Era posible que,
habiendo ocurrido todo como él había predicho, estuviera ahora tan
preocupado? Cualquiera, al verle así, hubiese creído que acababa de sufrir un
fracaso.
Durante el trayecto hacia Regent Cate permaneció ceñudo, sin prestar
atención a las alabanzas que Japp le prodigaba.
De pronto salió de su abstracción, diciendo:
—De todas maneras, veamos lo que nos dice el capitán.
—Si es inteligente, no dirá nada. Infinidad de hombres se han condenado por
tener demasiada prisa en declarar. De todas maneras, nadie puede echarnos
en cara el que les advirtamos antes. Pero es inútil. Cuanto más culpables son,
más ganas tienen de hablar y de explicar todas las mentiras que han urdido
para el caso de ser interrogados por la Policía. No saben que antes de soltar un
embuste hay que consultarlo con un abogado.
—Los abogados son los peores enemigos de la Justicia. Varias veces me he
encontrado con casos de culpabilidad probada, y por culpa de un maldito
abogado, el criminal ha sido absuelto. Es un asco. Todos están pagados para
poner su inteligencia al servicio del delito.
Al llegar a Regent Gate encontramos a toda la familia en la casa comiendo.
Japp solicitó hablar a solas con lord Edgware y nos hicieron pasar a la
biblioteca.
A los pocos momentos, el joven lord se reunió con nosotros. Su tranquila
sonrisa desapareció al ver la expresión de nuestros rostros.
—¿Cómo está usted, inspector? —preguntó—. ¿De qué se trata? Japp le
informó de todo.
—¿Conque se trata de eso? —dijo Ronald.
Acercó una silla y se sentó; luego, sacando una pitillera, dijo:
—Me gustaría, señor inspector, hacer una declaración.
—Eso... como usted quiera.
—Es una locura por mi parte, ya lo sé, pero me es igual. No tengo ningún
motivo para ocultar la verdad, como dicen los héroes de novela.
Japp no contestó. Su rostro era más inexpresivo que nunca.
—Mire, aquí hay una mesita y una silla; su subordinado puede sentarse en
ella y tomar taquigráficamente nota de mi declaración. La idea de lord Edgware
se puso en práctica inmediatamente.
—Como tengo alguna inteligencia —siguió el capitán—, me doy
perfectamente cuenta de que mi magnífica coartada ha quedado destruida, de
que ya se ha esfumado como el humo, y, en fin, de que los utilísimos
Dortheimer no me sirven ya de nada. Lo ha descubierto el chófer del taxi,
¿verdad?
—Conocemos todo cuanto hizo usted aquella noche —dijo Japp.
—En estos momentos siento gran admiración por Scotland Yard; de todos
modos, ¿no se les ha ocurrido a ustedes pensar que si yo hubiese venido aquí
con el propósito de asesinar a mi tío, no hubiera tomado un taxi y le hubiese
dejado esperándome a la puerta? ¡Oh! Ya veo que a monsieur Poirot sí se le
ha ocurrido.
—Sí; ya he reflexionado sobre ese detalle —dijo Hércules Poirot.
—Así no se comete un crimen premeditado, señores —dijo Ronald—. Para
hacerlo perfectamente se caracteriza uno con gafas o con bigotes rojos y da al
chófer la dirección de una de las calles próximas a Regent Gate; una vez allí,
se le paga y se le despide. En fin..., no voy a decirles lo que mi abogado dirá
mucho mejor que yo. Ya sé lo que van a decir, que el crimen fue un impulso
repentino; que mientras esperaba junto al coche cruzó, de pronto, esa idea por
mi cabeza e, impulsado por ella, entré en la casa, etcétera, etcétera. Bien; yo
les voy a contar toda la verdad. Como les dije, me encontraba sin un céntimo,
necesitaba dinero urgentemente. Era un caso desesperado. Si al día siguiente
no pagaba cierta cantidad, tendría que huir de Londres. Entonces pensé en
recurrir a mi tío. Estaba convencido de que no me quería, pero creí que por
salvar el honor de su nombre me sacaría del apuro. Antiguamente, según he
leído, los hombres solían hacerlo, pero mi tío resultó ser de la más moderna
indiferencia respecto a ese concepto caballeresco del honor. Entonces pensé
recurrir a Dortheimer, solicitando de él un préstamo. Pero rechacé la idea,
porque sabía de antemano lo que iba a pedirme a cambio, y realmente
casarme con su hija era para mí una cosa imposible. Cuando todo parecía perdido,
me encontré con mi prima en la Opera. Nos habíamos tratado muy poco;
pero mientras estuve en casa de su padre, siempre se mostró muy buena
conmigo. Le conté lo que me pasaba, aunque ella ya
conocía algo por habérselo oído decir a mi tío. Entonces tuvo un gesto que
demostró su generoso carácter; pues para salvarme me ofreció las perlas que
había heredado de su madre—Ronald se detuvo; su voz denotaba la emoción
que sentía. Si todo aquello era fingido, sería necesario reconocer que era un
actorazo—. Acepté la oferta de la bendita muchacha. Con el collar podría
obtener el dinero que necesitaba. Le juré que se lo devolvería, aunque tuviese
que trabajar día y noche. Como las perlas estaban en su casa, en Regent Gate,
pensamos que lo mejor era ir a buscarlas en seguida; por eso salimos del
teatro en el entreacto y cogimos un taxi. Nos detuvimos una casa más allá de la
de mi tío para evitar que alguien oyese el ruido del coche al detenerse.
Geraldine se apeó, y atravesando la calle, se dirigió hacia su casa; como tenía
llave, subiría sin hacer ruido a sus habitaciones y me traería las perlas. No era
probable que encontrase a nadie; en todo caso a alguna de las criadas, pues
miss Carroll, la secretaria de mi tío, acostumbra acostarse a las nueve y media,
y mi tío lo más probable era que estuviese en la biblioteca. Mientras aguardaba
el regreso de Dina, encendí un cigarrillo y me quedé mirando hacia la casa
para verla venir. Y ahora, señores, llego a la parte de mi relato que les parecerá
increíble. Mientras esperaba, pasó por mi lado un hombre que, con gran
asombro mío, se dirigió a esta casa y, subiendo la escalinata, entró en ella.
Tuve la impresión de que había entrado aquí, en el número diecisiete; pero
como la distancia era bastante grande, creí que habría sido una confusión mía
y que el hombre en cuestión debió de haber entrado en otra casa. Me extrañó
mucho por dos razones; una, porque aquel sujeto había abierto la puerta con
llave, y la otra, porque me pareció reconocer en él a un célebre artista de cine.
Estaba tan sorprendido, que quise salir de dudas, al recordar, de pronto, que
llevaba la llave de la casa, llave que había perdido hacía unos tres años y que
encontré después, cuando menos lo esperaba. Aquella mañana la cogí para
entregársela a mi tío; pero con la discusión se me olvidó, y al cambiar de ropa
para ir al teatro la metí, distraídamente, con otros objetos en un bolsillo.
Después de decirle al chófer que aguardase, me dirigí hacia aquí rápidamente
y abrí la puerta. El vestíbulo estaba completamente desierto. No se advertía la
presencia de nadie. Durante unos instantes miré a mi alrededor. Luego me
dirigí a la puerta de la biblioteca Tal vez el hombre que había visto entrar
estaría hablando con mi tío. De ser así, oiría el murmullo de sus voces.
Escuché atentamente, pero no oí absolutamente nada. De repente, comprendí
que había cometido una verdadera locura. Sin duda, aquel individuo había
entrado en otra casa, seguramente la de al lado. Hay que advertir que Regent
Gate está muy mal alumbrado durante la noche. La verdad era que había
obrado como un verdadero inconsciente. ¿Por qué había tenido que seguir a
semejante personaje? Si por casualidad llega a salir mi tío de la biblioteca y me
encuentra allí, hubiese puesto a Geraldine en un verdadero compromiso,
destruyendo, además, mi única tabla de salvación. Decidí, pues, marcharme
inmediatamente —hizo una corta pausa. Luego prosiguió—: Me dirigí lo más
sigilosamente posible hacia la puerta, en el mismo momento en que Geraldine
bajaba la escalera con las perlas en la mano. Al verme, como era natural, se
asustó mucho. Salimos juntos, y una vez en la calle, le conté lo ocurrido.
Volvimos a la Ópera. Llegamos en el preciso momento que levantaban el telón.
Nadie sospechó que hubiésemos ido tan lejos. Era una noche muy calurosa y
muchos espectadores habían salido a la calle a respirar un poco el aire fresco
—Ronald se detuvo de nuevo—. Me van ustedes a decir que por qué no les
conté esto antes. Y yo les respondo: ¿Es que ustedes declararían teniendo,
como tenía yo, motivos para cometer un crimen, que habían estado en la casa
donde se cometió ese crimen poco tiempo después de haberse cometido?
Francamente, tuve miedo. Aun en el caso de ser creído, la declaración de la
verdad me hubiese reportado una serie de molestias. Nosotros no teníamos
nada que ver con el crimen. No habíamos visto ni oído nada que pudiese
ayudar a descubrir al verdadero culpable. ¿Para qué mezclarme, pues, en un
asunto así? Si le conté lo de la pelea con mi tío y la falta de dinero, fue porque
supuse que se enterarían ustedes, y creí evitar de esa manera el que ustedes
sospechasen de mí y examinasen más a fondo la coartada. Tenía la seguridad
de que los Dortheimer estaban convencidos de que había permanecido durante
todo el tiempo en Covent Garden. El que uno de los entreactos lo pasase con
mi prima no les hubiese parecido nada sospechoso, y ella misma podía decir
que durante el entreacto habíamos estado juntos en el mismo teatro.
—¿Estuvo conforme mis Marsh en prestarse a este encubrimiento?
—Sí; tan pronto como me enteré del asesinato de mi tío, vine a verla,
rogándole que guardase silencio sobre nuestra visita nocturna. Le dije que
declarase que nos habíamos encontrado en la Ópera durante el entreacto y
que salimos a pasear por la calle. Comprendió los motivos y se mostró
conforme —se detuvo—. Sé que todo se pone en contra mía, que mi propia
declaración vale muy poco porque es tardía. Pero le aseguro que lo que les he
contado es la pura verdad. Le puedo dar el nombre y dirección del hombre que
aquella misma noche me prestó el dinero por las perlas de Geraldine. Y si
quieren ustedes hablar con ella, les dirá, palabra por palabra, cuanto acabo de
decir.
Miró a Japp. Éste continuaba tan inexpresivo como antes. Al cabo de un
momento, preguntó:
—Nos ha dicho antes que creía que la criminal era Jane Wilkinson, ¿verdad,
lord Edgware?
—¿No hubiera usted creído lo mismo después de lo dicho por el criado?
—¿Y qué hay de su apuesta con miss Adams?
—¿Una apuesta con miss Adams? ¿quiere decir usted con miss Charlotte
Adams? ¿Por qué tenía que existir una apuesta entre nosotros?
—¿Es que va usted a negar que le ofreció la cantidad de diez mil dólares
para que se caracterizase como Jane Wilkinson y se presentase a lord
Edgware?
Ronald le miró asombrado.
—¿Que yo le ofrecí a Charlotte Adams diez mil dólares? Eso es una
majadería. Sin duda, señor inspector, se han querido burlar de usted. Nunca
he tenido yo diez mil dólares. ¿Y es ella quien se lo ha dicho? ¡Oh, ya no me
acordaba que había muerto! —Ronald nos miró; su rostro estaba pálido como
el de un difunto—. No entiendo lo que ocurre —continuó—; yo les he contado la
pura verdad, aunque supongo que ninguno de ustedes lo creerá.
Y ante el asombro de todos, Poirot exclamó:
—Yo sí le creo a usted.
CAPÍTULO VEINTIDÓS
EL EXTRAÑO COMPORTAMIENTO DE HÉRCULES POIROT
Estábamos en nuestras habitaciones.
—¿Por qué...? —empecé.
Poirot me detuvo con el gesto más extravagante que le había visto hacer.
Con los brazos en alto, me dijo:
—Te lo ruego, Hastings, te lo ruego. Ahora no, ahora no. Y tras esto se puso
el sombrero y salió de la habitación. Aún no había vuelto cuando, una hora más
tarde, apareció Japp.
—¿Está fuera nuestro hombrecito? —preguntó. Asentí, mientras Japp se
dejaba caer en una silla. Enjugóse la frente con un pañuelo, pues el día era
caluroso.
—¿Qué diablos le pasó? —inquirió—. Le aseguro, capitán Hastings, que me
hubiera hecho caer de un soplo cuando se dirigió a lord Edgware y le dijo: «Le
creo.» Parecía como si estuviese actuando en un melodrama. Me dejó turulato.
Le contesté que a mí me había ocurrido lo mismo.
—Y ahora se va de casa —siguió Japp—. ¿Le ha contado a usted algo?
—Nada —repliqué.
—¿Nada?
—Absolutamente nada. Cuando le fui a hablar no me hizo caso. Creí que era
mejor no molestarle. Al llegar aquí traté de interrogarle; pero agitó los brazos,
cogió el sombrero y se marchó.
Nos miramos mutuamente. Japp se barrenó con un dedo la sien.
—Tal vez... —dijo.
En aquel momento yo estaba dispuesto a admitirlo. Japp había sugerido a
menudo que Poirot estaba «chiflado». Claro que siempre era en los casos en
que no entendía lo que Poirot iba a hacer. En el actual me vi obligado a
confesar que no entendía la actitud de Poirot. Si no «chiflado», estaba, por lo
menos, sospechosamente variable. En el mismo momento en que su propia
teoría se confirmaba triunfalmente, la rechazaba.
Era para descorazonar a cualquiera. Moví la cabeza con desaliento.
—Siempre ha sido muy particular —dijo Japp—. Es un genio, lo admito. Pero
los genios siempre están bordeando la línea de la chifladura, a punto de
atravesarla a cada momento. Le gustan los casos difíciles. Un caso claro nunca
es bueno para él. Ha de ser tortuoso. Y es que no le gusta la vida normal; por
eso hace de la suya una especie de juego. Bueno, se habrá ido a buscar otra
pista. Si las cosas salen bien, hasta es capaz de hacer trampa para volverlas
más difíciles, más complicadas.
No sabía qué contestarle. Estaba demasiado turbado para poder pensar con
claridad. También yo encontraba inexplicable la conducta de Poirot, y aunque
apreciaba mucho a mi extraño amigo, me sentía en extremo molesto.
En medio de un profundo silencio entró Poirot en la habitación. Con alegría, vi
que venía tranquilo.
Se quitó el sombrero muy cuidadosamente y lo dejó con el bastón sobre la
mesa, sentándose en su sillón habitual.
—Me alegro de que esté usted aquí, amigo Japp. Deseaba verle lo antes
posible.
Japp le miró sin contestar y aguardó a que Poirot se explicase. Mi amigo
empezó a hablar lentamente.
—Ecoutez. Japp. Estamos equivocados, completamente equivocados. Es
triste admitirlo, pero hemos cometido un error.
—Está bien —dijo Japp.
—No, no está bien. Es una cosa deplorable y me entristece mucho.
—No se preocupe por ese joven. Tiene merecido todo cuanto le ocurre.
—No me preocupo por él, sino por usted.
—¿Por mí? No tiene usted que preocuparse por mí.
—No lo puedo remediar. ¿Quién fue el que le metió en ese lío? Hércules
Poirot. Mais oui, yo le metí en ese enredo. He sido yo quien ha dirigido todo
este asunto.
—Pero he sido, yo quien lo ha ejecutado todo —dijo fríamente—. Usted sólo
me hizo algunas indicaciones.
—Cela se peut, pero me consuela. Si algún perjuicio... Si perdiese usted su
prestigio a causa de mis ideas..., me lo reprocharía toda la vida.
Japp parecía divertido. Creo que suponía que los pensamientos de Poirot no
eran nada limpios. Debía de creer que sentía celos de la fama que le valdría
haber esclarecido el caso.
—Eso está muy bien —dijo—. No me olvidaré de hacer constar lo que le debo
a usted en el esclarecimiento de este suceso —y me hizo un guiño.
—¡Oh, no se trata de eso! —dijo Poirot impaciente—. No deseo fama. Es
más, le diré que en este asunto nadie va a ganar la menor fama. Le espera a
usted un fracaso, y precisamente yo, Hércules Poirot, soy la causa.
Ante su melancólica expresión, Japp estalló en carcajadas. Poirot le miró,
enfadado.
—Perdone, Poirot —se enjugó los ojos—; pero tiene usted un aspecto tan
cómico... Vamos, no se preocupe más de todo esto. Estoy dispuesto a cargar
con la fama o con el descrédito que puedan derivarse de todo ello. Puede
resultar esto último, tiene usted razón; pero, de todos modos, yo haré lo posible
por procurarme una prueba de culpabilidad. Acaso un abogado hábil pudiera
conseguir la absolución de lord Edgware, pues con el jurado todo es posible.
Pero aun así no me resultaría ningún perjuicio. Se sabría que habíamos cogido
al verdadero culpable, aunque no pudiéramos presentar una prueba palmaria.
Poirot le miró triste e indulgentemente.
—¡Siempre es usted optimista, siempre tiene confianza! Nunca se le ocurre
preguntarse si una cosa puede ser o no. Nunca duda; mejor dicho, siempre
piensa que todo es fácil.
—A usted le gusta complicarse la vida; a mí, no. Y muchas veces, permítame
que se lo diga, se desvía usted. ¿Por qué motivo no puede ser fácil una cosa?
¿Por qué ha de haber perjuicio en una cosa sólo porque sea sencilla?
Poirot le miró, dio un suspiro y movió la cabeza.
—C'est finí. No diré nada más.
—¡Estupendo! —dijo Japp cordialmente—. Y ahora, ¿quiere usted saber lo
que he estado haciendo?
—¡Claro!
—Pues bien: vi a Geraldine, y la historia que me contó concuerda
exactamente con la de lord Edgware. Sin duda él la instruyó sobre lo que tenía
que decir; ella parece que le quiere mucho, pues se conmovió enormemente
cuando se enteró de que había sido arrestado.
—¿Y la secretaria, miss Carroll?
—Se quedó muy sorprendida; por lo menos, así me lo pareció.
—Y de las perlas, ¿qué hay? —pregunté—. ¿Era verdad lo que nos contó?
—Totalmente. Las pignoró a la mañana siguiente muy temprano, pero no creo
que eso influya en lo esencial del caso. Estoy seguro que el plan ya lo tenía
madurado cuando fue al encuentro de su prima en la Ópera. Se le debió de
ocurrir de pronto. Estaba desesperado y aquello era una solución. Supongo
que meditaría algo por el estilo. Por eso llevaba la llave consigo. Cuando habló
con su prima vio que mezclándola a ella en el asunto conseguiría él una mayor
impunidad. Le habló, le insinuó lo de las perlas, se las ofreció ella y fueron a
buscarlas. En cuanto entró ella en la casa, él la siguió y fue hacia la biblioteca,
donde tal vez su tío estaría adormilado en la silla. En menos de dos segundos
cometió el asesinato y salió de allí. Supongo que no desearía que la muchacha
le sorprendiese dentro de la casa. Debió de querer fingir que había estado
paseando de arriba abajo junto al taxi. El chófer tal vez creyera que se había
ido a dar una vuelta mientras fumaba un cigarrillo. Recuerde usted que el taxi
estaba en dirección contraria. Naturalmente, a la mañana siguiente tenía que
pignorar las perlas, fingiendo que se encontraba necesitado de dinero. En
cuanto oyó hablar del crimen, asustó a la muchacha para que ocultase la visita
a la casa, debiendo decir que habían paseado juntos durante aquel entreacto
en la Ópera.
—Entonces, ¿por qué no lo han hecho? —preguntó Poirot vivamente. Japp se
encogió de hombros.
—Cambiaron de parecer. O temieron que ella no pudiese seguir ocultándolo.
Es una mujer muy nerviosa.
Después de uno o dos minutos, dijo Poirot:
—¿No le parece que le hubiese sido más fácil al capitán Marsh salir él solo de
la Ópera durante uno de los entreactos, entrar en la casa sigilosamente gracias
a la llave, matar a su tío y volver a la Ópera, en lugar de tener un taxi fuera y
una muchacha nerviosa a punto de bajar la escalera, y perdiendo la cabeza,
echarlo todo a rodar?
Japp sonrió.
—Eso es lo que usted y yo hubiésemos hecho. Pero nosotros somos un poco
más listos que el capitán Ronald Marsh.
—No sé. Me hace el efecto de que es un joven muy inteligente.
—Pero no tanto como Hércules Poirot. De eso estoy completamente seguro
—y Japp se echó a reír. Poirot le miró fríamente.
—Si no es culpable, ¿por qué convenció a miss Adams para que hiciese
aquella obra de arte? —continuó Japp—. Sólo puede haber una razón, y es la
de proteger al verdadero criminal.
—En eso estoy completamente de acuerdo en algo.
—Podía haber sido él quien realmente hablase a miss Adams —murmuró
Poirot—. Pero no..., no, eso es una tontería —luego, mirando de repente a
Japp, lanzó una rápida pregunta—: ¿Cuál es su opinión respecto a la muerte
de ella?
Japp carraspeó.
—Me inclino a creer en un accidente. Un accidente muy útil, lo confieso. No
creo que él tenga nada que ver con esa muerte. Su coartada es muy fuerte.
Después de la Ópera estuvo en Sobranis, con los Dortheimer, hasta pasada la
una. Luego se fue a dormir. Es un ejemplo de la suerte infernal que tienen a
veces los criminales. De todas maneras, si el accidente no hubiese ocurrido, él
tendría seguramente algún plan para con ella. Le habría asustado, le hubiera
dicho que la detendrían por asesina si contaba la verdad y luego la habría
acabado de tranquilizar con una buena cantidad de dinero.
—Pero... —Poirot le miró fijamente—, ¿acaso cree usted que miss Adams
hubiese permitido que ahorcasen a otra mujer, poseyendo ella las pruebas que
podían salvarla?
—Jane Wilkinson no hubiese sido ahorcada. La cena de sir Montagu era una
prueba muy fuerte.
—Pero el asesino no lo sabía. Él contaba con que Jane Wilkinson sería
ahorcada y que Charlotte Adams guardaría secreto.
—A usted le gusta mucho hablar por hablar, amigo Poirot, y ahora está
firmemente convencido de que Ronald Marsh es un angelical muchacho,
incapaz de hacer nada malo. ¿Cree usted ese cuento de que vio entrar
subrepticiamente a un hombre en la casa?
Poirot se encogió de hombros.
—¿Sabe usted quién dice que creyó que era? —añadió Japp.
—Me lo imagino.
—El artista de cine Bryan Martin. ¿Qué le parece? Un hombre que no conocía
a lord Edgware.
—Sí; resulta bastante extraño que un hombre así entrase con llave en aquella
casa.
—¡Ah! —dijo Japp con una expresión de alegría en el rostro—. Y ahora
supongo que se sorprenderá usted al enterarse de que Bryan Martin no estaba
en Londres entonces. Fue con una joven a cenar a Molesey y no volvieron
hasta después de medianoche.
—¡Ah! —dijo Poirot suavemente—. No me sorprende. ¿Pertenece también a
la profesión esa joven?
—No; es una muchacha que tiene una tienda de sombreros. Casualmente es
la amiga de miss Adams, miss Driver. Supongo que aceptará su declaración sin
sospechas.
—Sin duda, amigo mío.
—La historia que nos contó es absurda. Nadie entró en el número diecisiete
ni en ninguna de las casas de aquella acera. ¿Qué nos demuestra eso? Pues
que su excelencia es un embustero.
Poirot movió la cabeza tristemente, mientras Japp se levantaba, sintiéndose
vencedor.
—Estamos en lo cierto, no lo dude, Poirot.
—¿Quién es «D. París, noviembre»? Japp se encogió de hombros.
—Supongo que se trata de una antigua historia. ¿Acaso no puede una
muchacha conservar seis meses un recuerdo sin que éste tenga algo que ver
con el crimen?
—Seis meses —murmuró Poirot. De pronto brilló en sus ojos una luz—. Rien,
que je suis bete!
—¿Qué dice? —me preguntó Japp.
—Vamos a ver —Poirot se puso en pie y golpeó el pecho de Japp—. ¿Por
qué la sirvienta de miss Adams no ha reconocido esa caja? ¿Por qué tampoco
la ha reconocido miss Driver?
—¿Qué quiere usted decir?
—Porque la caja era nueva. Acababa de recibirla. «París, noviembre.» Eso
está muy bien; sin duda es la fecha de la cual la caja es un recuerdo, pero la
recibió entonces, no antes. Acababa de ser comprada. Investigue esto, se lo
ruego, mi buen Japp. Es una contingencia. No fue comprada aquí; algún joyero
lo hubiese dicho. Ha sido fotografiada y descrita por todos los periódicos. Sí, sí.
En París. O acaso en alguna otra ciudad del extranjero, pero me hace el efecto
que ha sido en París. Procure comprobarlo, se lo ruego. Haga las investigaciones
necesarias. Estoy deseando saber quién es ese misterioso «D».
—Nada se pierde —dijo Japp—. No siento el menor entusiasmo, pero haré
cuanto pueda. Cuanto más sepamos, mejor. Y saludándonos amablemente, se
marchó.
CAPÍTULO VEINTITRÉS
LA CARTA
—Ahora —dijo Poirot— vamos a comer —y cogiéndome del brazo añadió,
sonriendo—: Renace la esperanza.
Me alegré que hubiera vuelto a su antigua idea. Aunque yo no estaba muy
convencido de la culpabilidad del joven Ronald, creí que tal vez se había
dejado convencer por las palabras de Japp respecto a lo acertado de sus
antiguas observaciones. De ser así, todo lo referente a encontrar al comprador
de la cajita de oro no sería más que un simple modo de salvar el orgullo de mi
amigo.
Una vez sentados amigablemente en una mesa del restaurante, vi con gran
asombro, al otro extremo del salón, a Bryan Martin y a Jenny Driver comiendo
juntos. Recordando las palabras de Japp, sospeché un posible idilio amoroso
entre ellos.
Al vernos, Jenny movió la mano, saludándonos.
Cuando estábamos tomando el café, Jenny se levantó, y dejando a su
compañero vino hacia nuestra mesa. Mostrábase tan vivaz como siempre.
—¿Puedo sentarme y hablar unos instantes con usted, monsieur Poirot?
—¡No faltaba más, señorita! Me alegro de verla. Parece que su amigo no
quiere acompañarnos.
—He sido yo quien le ha dicho que no viniese, pues quiero hablarle a usted
de Charlotte.
—¡Ah!
—Usted deseaba saber si tenía algún amigo, ¿no es cierto?
—Sí.
—Desde el día que me hizo esa pregunta no he dejado de pensar en ello y
han acudido a mi memoria algunas palabras y frases sueltas que, si bien al
oírlas por primera vez no les di importancia, al recordarlas ahora me han hecho
llegar a una conclusión.
—¿Qué conclusión es esa, señorita?
—La de que el hombre por quien Charlotte se interesaba, o empezaba a
interesarse, era Ronald Marsh.
—¿Y qué le ha hecho creer tal cosa?
—Lo siguiente: Un día, Charlotte comentaba la mala suerte que tienen
algunos hombres, que siendo muy decentes van cada vez de mal en peor.
Vamos, se expresaba como cualquier mujer cuando empieza a interesarse por
un hombre. ¡Hola!, pensé, ya tenemos algún amor de por medio. No aludió a
nadie, pero casi inmediatamente se puso a hablar de Ronald Marsh y de lo mal
que se había portado con él su tío. El tono con que habló de esto último fue de
completa indiferencia, y, claro, no se me ocurrió asociar las dos cosas. Pero
ahora, al recordar aquella conversación, he pensado que tal vez el hombre por
quien se interesaba Charlotte era Ronald Marsh. ¿No le parece a usted,
monsieur Poirot?
Después de decir todo aquello se quedó mirando a mi amigo.
—Creo, señorita, que me ha proporcionado usted una información muy
valiosa.
—¡Qué bien! —dijo Jenny palmoteando. Poirot la miró, riendo.
—Quizá no sepa usted que el caballero a quien se acaba de referir, o sea, el
capitán Ronald Marsh, ha sido detenido.
—¡Oh! Entonces mi noticia ha llegado tarde.
—No, nunca es tarde; por lo menos para mí. Muchas gracias por todo,
señorita.
Jenny se levantó y volvió a reunirse con Bryan Martin.
—Supongo que esto te hará dudar de tus ideas —le dije a Poirot.
—Por el contrario, me hace afirmarme más en ellas —contestó.
A pesar de sus afirmaciones, yo estaba convencido de que empezaba a
debilitarse su convicción.
En los días que siguieron no volvió a mencionarse el caso Edgware. Si alguna
vez hablaba yo de él, sólo recibía por contestación algún monosílabo. Parecía
no interesarle en absoluto. Sin duda, se había visto obligado a desechar las
fantásticas ideas que pasaron por su cerebro y admitir que la primera había
sido la real y que el verdadero asesinó era Ronald Marsh. Pero como yo
conocía muy bien a Poirot, sabía que antes de reconocer que se había
equivocado prefería simular que ya no le interesaba el asunto.
Yo interpreté así su actitud, y mi idea parecía confirmada por los hechos,
pues Poirot no se interesó por ninguno de los trámites judiciales que siguieron
al crimen. En cambio, se ocupaba de otros asuntos, no mostrando, como ya he
dicho, el menor interés por el caso Edgware.
Quince días después de los sucesos narrados en el último capítulo me
convencí de que la interpretación que daba yo a su actitud era completamente
equivocada.
Era la hora del almuerzo. Como siempre, la correspondencia se amontonaba
ante Poirot. Fue mirando las cartas una tras otra, y de pronto lanzó una
exclamación de alegría, al mismo tiempo que separaba de las demás cartas
una con sellos norteamericanos.
La abrió con una pequeña plegadera Le miré con interés al verle mostrar
tanta alegría. Había una carta y un anexo.
Poirot la leyó dos veces, me miró y dijo:
—¿Quieres hacer el favor de mirar esto, Hastings? Yo cogí el papel, que
decía lo siguiente:
«Monsieur Poirot: Me ha conmovido profundamente su amabilísima carta.
¡Me sentía tan abrumada por todo! Además de mi terrible dolor, me he sentido
afrentada por las cosas que se han insinuado respecto a Charlotte, la mejor de
las hermanas. No, monsieur Poirot; ella no tomaba drogas, estoy segura.
Sentía un verdadero horror por ellas. Se lo he oído decir muchas veces. Si
tomó parte en algo relacionado con la muerte de ese pobre hombre, fue
ingenuamente; bien claro lo prueba su carta. Le envío adjunta dicha carta, que
me escribió la pobre y que usted me pide. Estoy segura de que la conservará
usted y que me la enviará cuando ya no la necesite. Deseo que, como usted
cree, le ayude a descubrir el misterio de su muerte.
Me pregunta usted si Charlotte se refería en sus cartas a algún amigo en
particular. En su correspondencia me hablaba de un sinfín de personas, pero
no mencionaba a nadie especialmente. De los únicos que hablaba a menudo
era de Bryan Martin, a quien conocía hacía muchos años; de una muchacha
llamada Jenny Driver, y del capitán Marsh.
Quisiera poder hacer algo por ayudarle, pues se muestra usted conmigo muy
bondadoso y parece comprender lo mucho que Charlotte y yo éramos la una
para la otra.
Suya, agradecida,
Lucy Adams.»
«P. S.: Un policía acaba de venir a buscar esta misma carta. Le he dicho que
se la había enviado a usted. Esto, desde luego, todavía no era verdad, pero me
ha parecido mejor que fuese usted el primero en verla. Parece ser que
Scotland Yard la necesita como prueba contra el asesino. Haga el favor de
entregársela. Pero procure que se la devuelvan cuando sea. Tenga en cuenta
que son las últimas palabras que me dirigió Charlotte.»
—¡Conque escribiste a Lucy Adams! —dije al dejar la carta sobre la mesa—.
¿Por qué has hecho eso, Poirot? ¿Por qué has pedido el original de la carta?
Estaba sacando el anexo que ya he mencionado.
—En realidad no sabría decírtelo, Hastings; sólo porque podría, tal vez,
explicar lo que para mí resulta inexplicable.
—No sé qué podrás sacar del contenido de esa carta. Charlotte misma se la
entregó a la camarera para que la echase al correo. No pudo haber ninguna
trampa en ella.
—Ya lo sé, ya lo sé. Y esto es lo que hace el caso tan difícil. Porque,
Hastings, tal como está redactada, esta carta es absurda.
—Eso es una tontería.
—Sí, sí. Fíjate bien, hay cosas en este asunto que pueden ser; van unidas las
unas a las otras con orden y método, de una manera lógica. Pero esta carta
resulta incongruente. ¿Quién está equivocado, Hércules Poirot o la carta?
—Desde luego, tú no crees posible que el equivocado sea Hércules Poirot —
dije de la manera más delicada que fui capaz. Poirot me reconvino con la
mirada.
—A veces, en efecto, me he equivocado; pero no en esta ocasión. La carta
parece absurda y lo es... Hay algo en ella que se nos escapa y quiero
descubrirlo a todo trance.
Y de nuevo se enfrascó en el examen de la dichosa carta, empleando un
pequeño microscopio de bolsillo.
Después de repasarla hoja por hoja, me la entregó. Yo, claro está, no pude
advertir nada anormal. Estaba escrita con una letra firme y elegante, y palabra
por palabra era la misma que había sido cablegrafiada.
Poirot lanzó un profundo suspiro.
—No hay la menor falsificación: toda está escrita por la misma mano. Pero te
digo que esto es incomprensible.
Se levantó, pidiéndome con gesto impaciente la carta. Se la entregué, y de
nuevo se enfrascó en su estudio.
De pronto lanzó un grito.
Yo me había apartado de la mesa y estaba mirando la calle por la ventana. Al
oír el grito me volví rápidamente.
Poirot parecía agitadísimo. Sus ojos brillaban como los de un felino y le
temblaban las manos.
—Fíjate, Hastings; ven aquí, ¡pronto!... Mira.
Me acerqué. Ante él estaba extendida una de las hojas manuscritas. No vi
nada raro en ella.
—¿No lo ves? Las demás hojas tienen los ángulos perfectos; son hojas
sueltas. Pero ésta no, fíjate; uno de los ángulos se ve que ha sido roto.
¿Comprendes lo que significa? Ésta era una hoja doble, un pliego. Por tanto,
falta una de las hojas de la carta.
—Pero ¿cómo puede ser? Es incomprensible.
—Sí, sí, es incomprensible. Aquí está ese algo raro que digo yo. Lee y lo
verás. ¿Lo ves? —dijo Poirot—. La hoja termina cuando ella está hablando del
capitán Marsh y expresa la pena que por él siente. Luego sigue: «y le gusta
mucho mi trabajo». Ahora viene la otra hoja, que empieza: «me dijo». No cabe
la menor duda de que una de las hojas se ha perdido. El «me dijo» de la nueva
hoja no puede referirse al capitán Marsh. Ha de aludir, por fuerza, al otro
hombre, el organizador de la farsa. Fíjate que después de esto ya no se
menciona ningún nombre. Ah, c'est épatant! De una manera o de otra, el
asesino se debió apoderar de la carta, acaso con intención de destruirla; pero
de repente, al leerla, vio la manera de aprovecharse de ella. Entonces suprimió
una de las hojas y la carta se convirtió en una acusación contra un hombre que
tiene sobrados motivos para desear la muerte de lord Edgware. ¡Ah!, aquella
carta era un verdadero regalo para él. Por tanto, corta la hoja en que se le
nombra y devuelve la carta.
Le contemplé con gran admiración. No estaba completamente convencido de
su teoría. Me parecía más natural que Charlotte hubiese usado una hoja
cualquiera, que por casualidad estaba rasgada.
Pero Poirot parecía tan transfigurado por la alegría, que no tuve valor para
sugerirle aquella vulgar posibilidad. Después de todo, podía tener razón.
Me aventuré, sin embargo, a exponerle una o dos objeciones a su teoría:
—Pero ¿cómo pudo ese hombre, sea quien sea, apoderarse de la carta?
Miss Adams la sacó de su monedero y se la dio ella misma a su criada para
que la echase al correo. La misma mujer nos lo dijo.
—Pues tenemos que creer una de esas dos cosas: o que la criada ha
mentido o que durante aquella noche Charlotte se encontró con el asesino.
Moví la cabeza.
—Para mí —continuó Poirot—, lo último es lo más probable. Todavía no
sabemos dónde estuvo Charlotte Adams durante el tiempo que pasó desde que
salió de su casa hasta las nueve, hora en que fue a depositar la caja a la
estación de Euston. Creo que durante ese tiempo se encontró con el asesino
en algún lugar convenido, donde probablemente cenaron juntos. Él le debió de
dar las últimas instrucciones.
En cuanto a lo que sucedió con la carta, eso no lo sabemos; sólo se pueden
hacer conjeturas. Tal vez la llevase en la mano para echarla al correo y la dejó
sobre la mesa del restaurante. Él debió leer la dirección, y presintiendo un
peligro se apoderó de ella hábilmente; después, con cualquier excusa,
abandonó la mesa y fue a leerla; rasgó la hoja y la volvió a dejar sobre la mesa
o se la entregó al marcharse, diciéndole que se le había caído sin ella darse
cuenta. La forma en que esto ocurrió no tiene importancia; lo que se ve claro es
que Charlotte estuvo con el asesino aquella noche, antes del crimen o
después, puesto que cuando salió de la Córner House había tiempo suficiente
para una corta entrevista. Me figuro, aunque tal vez me equivoque, que fue el
asesino quien le entregó la cajita de oro, quizá como recuerdo de su primer
encuentro. Si así fue, el asesino es «D».
—No veo qué papel puede jugar en este asunto la cajita de oro.
—Óyeme, Hastings: Charlotte Adams no tomaba veronal. Lo afirma así su
hermana, y yo lo creo. Era una muchacha inteligente y sensata, que no sentía
ninguna inclinación por esas cosas. Ninguna de sus amigas ha visto esa caja.
Ni siquiera su criada. Entonces, ¿cómo es que se encontró en su poder
después de muerta? Sencillamente, para dar la impresión de que había tomado
veronal y de que lo venía tomando desde hacía por lo menos seis meses. Pues
bien: hay que suponer que se encontró con el asesino, aunque sólo fuese cinco
minutos. Que bebieron juntos para celebrar el éxito de la broma y que en el
vaso de la muchacha puso el suficiente veronal para impedir que se despertase
a la mañana siguiente.
—Es horrible —dije estremeciéndome.
—Sí; no es muy agradable —afirmó Poirot secamente.
—¿Le vas a contar todo eso a Japp?
—De momento, no. ¿Qué podría decirle en concreto? El excelente Japp me
contestaría que era un exceso de imaginación y que la muchacha había escrito
en una hoja cualquiera. C'est tout.
Miré hacia el suelo. Poirot continuó:
—¿Qué le contestaría yo? Nada, puesto que es una cosa muy verosímil,
aunque yo sé positivamente que no fue así, porque, sencillamente, es
imposible —se detuvo un momento. Su rostro reflejaba preocupación—. Si ese
personaje fuese metódico y ordenado, hubiese cortado la hoja en lugar de
arrancarla, y de ese modo no nos hubiéramos dado cuenta de nada en
absoluto.
—De lo cual tenemos que deducir que es un hombre descuidado —dije
sonriendo.
—No; únicamente que debía de tener prisa ¡Oh! El tiempo le apremiaba de
seguro —se detuvo otra vez, y luego prosiguió—: Supongo que te habrás fijado
en una cosa. Ese «D» debe haberse procurado una excelente coartada para el
caso de ser descubierto.
—No veo cómo se podía procurar una coartada si pasó el tiempo en Regent
Gate cometiendo el crimen y luego con Charlotte.
—Precisamente —dijo Poirot—. Esto es lo que yo quiero decir. Necesita
forzosamente una coartada, así es que debió de preparar una. Además, digo
yo: ¿empieza realmente su apellido con D o simplemente esa D es la inicial de
un sobrenombre por el cual ella le conocía? —se detuvo un momento y luego
dijo lentamente—: Un individuo cuyo nombre o apellido empieza con D.
Tenemos que encontrarlo, Hastings, tenemos que encontrarlo a toda costa
CAPITULO VEINTICUATRO
NOTICIAS DE PARlS
Al día siguiente tuvimos una inesperada visita Nos anunciaron a Geraldine
Marsh. Sus enormes ojos negros parecían más grandes que nunca Oscuros
círculos los rodeaban, como si hubiese pasado varios días sin dormir. Su rostro
estaba extraordinariamente marchito para una mujer tan joven, que más que
una mujer era una niña todavía.
—He venido a verle, monsieur Poirot, porque ya no puedo más; estoy
terriblemente angustiada
—¿Por qué motivos, señorita?
Los modales de mi amigo eran muy afables.
—Ronald me ha contado lo que le dijo a usted aquel día, me refiero al terrible
día en que fue detenido —se estremeció—. Me contó que al decirles que
estaba seguro de que nadie le creería, usted fue hacia él y le dijo: «Yo le creo.»
¿Es verdad eso, monsieur Poirot?
—Sí, señorita; eso mismo fue lo que le dije.
—Sí, ya lo sé; pero no es eso... No le pregunto si son verdad esas palabras,
sino si cree usted en ellas.
Permanecía ante él con las manos juntas, demostrando una gran ansiedad.
—Las palabras de su primo eran ciertas, señorita —dijo Poirot lentamente—.
No creo que haya sido él quien matase a lord Edgware.
—¡Oh! —el color volvió a su rostro—. Entonces piensa usted, sin duda, que
fue otra persona.
—Evidemment, señorita —dijo sonriendo.
—¡Oh, qué estúpida soy; no digo más que tonterías! Lo que yo quiero decir
es... si cree conocer ya al asesino. Se inclinó hacia adelante con ansiedad.
—Tengo sospechas, naturalmente, algunas sospechas.
—Dígamelas, por favor, dígamelas.
—Podrían ser falsas.
—Entonces es que sospecha usted concretamente de alguien. Poirot movió la
cabeza.
—Si supiese un poco más —dijo la joven—, ¡me tranquilizaría tanto! Y tal vez
pudiera ayudarle en sus pesquisas. Sí, creo que podría serle de alguna ayuda.
Sus ruegos eran para convencer a cualquiera, pero Poirot continuó negando
con la cabeza.
—La duquesa de Merton está completamente convencida de que fue mi
madrastra —dijo pensativamente la joven, dirigiendo una interrogadora mirada
a Poirot.
Éste se hizo el desentendido.
—Pero ¡yo tengo que descubrir la verdad! —exclamó Geraldine.
—¿Cuál es su opinión respecto a su madrastra?
—La conozco muy poco. Yo estaba en el colegio, en París, cuando mi padre
se casó con ella. Cuando llegué a casa se mostró amable conmigo. Mejor
dicho, apenas se fijó en mi presencia. Me hizo el efecto de que era una cabeza
vacía y sumamente egoísta.
—Ha hablado usted de la duquesa de Merton. ¿La ha visto mucho
últimamente?
—Sí. Se ha portado muy bien conmigo. He pasado muchos ratos con ella
durante estos últimos quince días. Ha sido terrible para mí tanto comentario, los
periodistas, Ronald en la cárcel y todo lo demás —se estremeció—. No tengo
verdaderos amigos, pero la duquesa ha sido muy amable, y también su hijo.
La joven calló un momento, esperando algún comentario de Poirot; mas como
éste nada dijo, continuó rápidamente:
—Me parece que es muy tímido, muy serio y nada comunicativo. Pero su
madre le pone por las nubes; ella debe conocerle mejor que yo.
—Dígame, señorita, ¿quiere usted a su primo?
—¿A Ronald? Desde luego. No le he visto mucho durante los dos años
últimos, pero antes vivía en casa. Muchas veces le encontré encantador. Es
muy juguetón y siempre está pensando en hacer locuras. ¡Oh! En aquella
época nuestra casa era muy distinta.
Poirot asintió amablemente, pero le hizo una observación, que me disgustó
por su crudeza.
—No le gustaría verlo ahorcado, ¿verdad?
—¡Oh, no, no! —la muchacha se estremeció violentamente—. No, de ninguna
manera; mi madrastra no me importaría tanto. Y debe de ser ella, puesto que la
duquesa lo dice.
—¡Ah! —dijo Poirot—. Si por lo menos el capitán Marsh se hubiese quedado
en el taxi, ¿verdad?
—Sí; pero ¿qué quiere usted decir? —le miró extrañada—. No le entiendo.
—Que no debió seguir a aquel hombre dentro de la casa. A propósito, ¿oyó
entrar a alguien detrás de usted?
—No; no oí nada.
—¿Qué hizo usted al entrar en la casa?
—Subí directamente a buscar las perlas, ya se lo he dicho.
—¿Se entretuvo mucho tiempo para cogerlas?
—Sí; porque no pude encontrar en seguida la llave de mi joyero.
—Siempre pasa igual; cuanto más prisa se tiene, más despacio va uno.
¿Pasó algún tiempo antes que usted bajase y encontrase a su primo en el
vestíbulo?
—Sí; le vi venir de la biblioteca.
—Comprendo. Debió de asustarse usted, ¿verdad?
—Sí —se la veía agradecida por las palabras de Poirot—. Me asusté mucho.
—Claro, claro.
—Ronnie dijo: «Hola, Dina; sígueme», y salimos de puntillas.
—Sí —dijo Poirot amablemente—; como le decía antes, fue una lástima que
no esperase fuera. Así el chófer hubiese podido jurar que no había entrado en
la casa.
Ella asintió. Las lágrimas caían una a una sobre su regazo. Se levantó, y
Poirot le cogió la mano.
—Desea usted que le salve, ¿verdad?
—¡Sí, sí, por favor! ¡Si usted supiese...!
Estaba en pie y trataba de dominar su emoción.
—La vida no ha sido agradable para usted, señorita —dijo Poirot
bondadosamente—. Lo comprendo. Hastings, ¿quieres acompañar a la
señorita hasta el taxi?
La acompañé. Ya se había dominado y me dio las gracias con gran
amabilidad.
Encontré a Poirot paseando pensativamente de un lado a otro de la
habitación. Parecía disgustado.
Cuando oí el timbre del teléfono, me alegré. Poirot se puso al aparato.
—¿Diga? ¡Ah! ¿Es usted, Japp? Bonjour, mon ami.
—¿Qué querrá decirte? —pregunté acercándome. Al fin, después de varias
exclamaciones, Poirot dijo:
—Sí, sí. ¿Qué le pidió? ¿Lo conoce?
Sin duda, la respuesta no fue la que él esperaba, pues su rostro se entristeció
cómicamente.
—¿Está usted seguro?
—Es una contrariedad; he ahí todo.
—Sí; puede volver a poner en orden mis ideas.
—Comment?
—De todas maneras, yo estaba en lo cierto. Sí, es un detalle, como usted
dice.
—No; sigo opinando lo mismo. Me gustaría que hiciera usted algunas
investigaciones en los restaurantes de los alrededores de Regent Gate, Euston,
Tottenham Court Road y hasta en Oxford Street.
—Sí; una mujer y un hombre. También puede mirar en los alrededores del
Strand. Debía de ser justamente después de las doce. Comment?
—Claro que sé que el capitán Marsh estuvo con los Dortheimer. Pero hay
otras personas en el mundo, además del capitán Marsh.
—Eso de llamarme testarudo no es muy amable por su parte, que digamos.
Tout de méme, hágame el favor de hacer lo que le pido, se lo ruego.
Colgó el aparato.
—¿Qué te ha dicho? —pregunté impaciente.
—Que la cajita de oro fue comprada en París. Se pidió por carta a un
establecimiento muy conocido, especializado en objetos así. La carta procedía
de una supuesta lady Ackerley y la firmaba Constance Ackerley. Naturalmente,
no se conoce a ninguna persona de ese nombre. La carta se recibió dos días
antes del crimen. La supuesta firmante pedía que pusiesen sus iniciales en
rubíes y la inscripción «París, noviembre» debajo. Fue un pedido urgente, que
debía estar dispuesto para el día siguiente, o sea, el anterior al del crimen.
—¿Y lo fueron a recoger?
—Sí; pero ya lo habían pagado anticipadamente por giro.
—¿Quién fue a buscarlo? —pregunté excitado. Presentía que estábamos
cerca de la verdad.
—Una mujer, Hastings.
—¿Una mujer? —dije sorprendido.
—Mais oui. Una mujer pequeña, de mediana edad y con gafas. Nos miramos
contrariados.
CAPÍTULO VEINTICINCO
UN BANQUETE
Al día siguiente fuimos al banquete que daban los Widburn en el Claridge.
Ninguno de nosotros dos sentía el menor deseo de ir, pero aquélla era, por lo
menos, la sexta invitación que recibíamos de mistress Widburn, y se trataba de
una mujer tenaz, a la que le encantaba sentar a su mesa a las celebridades.
Impertérrita ante nuestras negativas, nos ofreció al fin que fijásemos nosotros
mismos el día que nos conviniera. Ante esto, la capitulación era inevitable, y lo
mejor era terminar lo antes posible.
Poirot se había mostrado muy reservado desde que recibió las noticias de
París.
A mis observaciones sobre el particular, siempre contestaba lo mismo:
—Hay algo aquí que no puedo comprender —y murmuraba para sí varias
veces: «Gafas, gafas en París. Gafas en el bolso de Charlotte Adams.»
Por lo único que me alegró la comida fue porque por lo menos nos serviría de
distracción.
Entre los invitados estaba el joven Donald Ross, quien me saludó
cordialmente. Había más hombres que mujeres, y a él le correspondió estar a
mi lado.
Jane Wilkinson estaba al otro lado de la mesa, y casi enfrente a nosotros, a
su lado, se sentaba el joven duque de Merton.
Tal vez me equivoque, pero me pareció que éste no se encontraba muy a
gusto. Sin duda, la compañía de los que le rodeaban le debía
parecer impropia de él. Era un joven de ideas conservadoras y reaccionarias.
Daba la sensación de que por algún lamentable error había nacido en este
siglo, en lugar de haberlo hecho en la Edad Media. Su pasión por Jane
Wilkinson era uno de esos anacronismos con los que a veces parece distraerse
la Naturaleza.
Viendo la belleza de Jane y apreciando el encanto que su cálida voz prestaba
a las más vulgares expresiones, comprendí la capitulación de él. Es indudable
que una belleza perfecta y una voz arrebatadora pueden llegar a vencer al más
indiferente. Pero tal vez entonces ya el sentido común del duque empezaba a
disipar los intoxicantes vapores del amor.
En aquellos momentos alguien, no recuerdo quién, dijo algo acerca del Juicio
de París. En seguida se oyó la encantadora voz de Jane:
—¿París? —dijo—. Pero ¡si París ya no representa nada en nuestros días!
Son Londres y Nueva York los que imperan.
Pronunció estas palabras en una ocasión en que casualmente nadie hablaba.
Fue un momento embarazoso. A mi derecha oí que Donald Ross lanzaba una
exclamación, y mistress Widburn empezó a hablar precipitadamente de ópera
rusa. Los invitados empezaron a hablar entre sí. Sólo Jane siguió mirando
tranquilamente a su alrededor, sin la menor idea de que pudiese haber dicho
una tontería.
Entonces me fijé en el duque. Estaba con los labios apretados y rojo como
una grana. Me hizo el efecto de que aquellas palabras de Jane le habían
alejado mucho de ella. Había sido una prueba de que para un hombre de su
posición casarse con Jane Wilkinson era un verdadero perjuicio.
Como ocurre a menudo, pregunté lo que primero se me ocurrió a mi vecina,
una corpulenta señora que se dedicaba a preparar representaciones teatrales
infantiles. Recuerdo que le pregunté: «¿Quién es aquella señora tan rara,
vestida de rojo, que está allí, al final de la mesa?» Dio la casualidad de que
aquella señora rara era hermana de mi vecina. Después de pedirle mil
perdones, me volví hacia Ross y le dirigí algunas preguntas, a las que
solamente respondió con monosílabos. Fue entonces cuando al verme
rechazado por mis dos vecinos, me fijé en Bryan Martin. Sin duda debió de
llegar a la fiesta con retraso, pues no le había visto antes. Estaba en el mismo
lado de la mesa que yo, y se inclinaba hacia adelante para conversar animadamente
con una bellísima rubia. Hacía algún tiempo que no le había visto, y me
sorprendió que hubiese mejorado tanto de aspecto. Su expresión macilenta
había desaparecido. Parecía más joven y más satisfecho, y su risa demostraba
cuan alegre estaba. No pude observarle mejor, porque en aquel momento mi
voluminosa vecina se dignó perdonarme y me permitió graciosamente escuchar
una larga disertación acerca de las bellezas que encerraba una función teatral
infantil que estaba organizando para una fiesta de caridad.
Poirot tuvo que irse pronto. Estaba investigando la misteriosa desaparición de
los zapatos de un embajador, y a causa de ello debía acudir a una cita a las
dos y media. Me encargó que le despidiese de mistress Widburn. Mientras
aguardaba el momento oportuno para cumplir su encargo, que no era cosa
fácil, pues en aquel momento mistress Widburn estaba rodeada de amigos,
alguien me tocó en el hombro.
Era el joven Ross.
—¿Está aquí monsieur Poirot? Quisiera hablar con él.
Le dije que Poirot acababa de marcharse.
Ross pareció contrariado. Le miré más atentamente y noté que estaba
conmovido.
—¿Es que desea hablar particularmente con él?
—No sé... —contestó lentamente.
Era una contestación tan extraña, que le miré sorprendido.
—Parece raro, ya lo sé —dijo sonrojándose—. Pero es que me ha ocurrido
algo muy raro. Algo que no entiendo. Me gustaría conocer la opinión de
monsieur Poirot acerca de ello. No sé qué hacer...
Estaba trastornadísimo.
—Poirot ha ido a una cita —dije—, pero sé que piensa estar en casa a las
cinco. ¿Por qué no telefonea a esa hora o va a verle?
—Muchas gracias; me parece que iré. A las cinco, ¿verdad?
—Sí; pero será mejor que antes telefonee —dije—; así sabrá con seguridad si
ha llegado.
—Muy bien, así lo haré... Muchas gracias, capitán Hastings; me parece que
puede ser de mucha importancia.
Me incliné y me dirigí al sitio donde mistress Widburn estaba distribuyendo
apretones de manos.
Una vez cumplido mi deber de cortesía, me dirigía hacia fuera cuando una
mano me cogió del brazo.
—¿Es que no quiere saludarme, capitán Hastings? —dijo una voz alegre.
Era Jenny Driver. Iba elegantísima.
—¿Cómo está usted? ¿De dónde sale?
—Estaba comiendo en una mesa cerca de usted.
—Pues no la había visto. ¿Y qué? ¿Cómo le van los negocios?
—Viento en popa. Gracias.
—Esos «platos» que vende usted, ¿tienen éxito?
—Los «platos», como usted dice, se venden a montones. Bueno, sólo quería
saludarle; ahora me voy, pues tengo mucho trabajo.
Me fui paseando por el parque. Llegué a casa a las cuatro. Poirot aún no
había vuelto. A las cinco menos veinte llegó. Los ojos le brillaban y parecía
estar de un humor excelente.
—Ya veo que has hallado el rastro de los zapatos del embajador.
—Se trataba de un ignominioso medio de contrabando de cocaína. A última
hora estuve en un salón de belleza, y, por cierto, que había una muchacha que
hubiese robado en seguida tu sensible corazón. Tenía unos cabellos castaños
maravillosos.
Poirot tiene una manía de que tengo debilidad por las mujeres de cabellos
castaños.
En aquel momento sonó el teléfono.
—Seguramente será Donald Ross —dije mientras me dirigía hacia el aparato.
—¿Donald Ross?
—Sí; el joven que encontramos en Chiswick. Quiere verte acerca de no sé
qué asunto —descolgué el receptor—. Dígame, soy el capitán Hastings.
—¡Ah! ¿Es usted Hastings? Soy Donald Ross. ¿Ha vuelto ya monsieur
Poirot?
—Sí; ya está aquí. ¿Quiere usted hablar con él, o bien vendrá a verle?
—Como es una cosa muy corta, prefiero decírsela por teléfono.
—Entonces aguarde un momento.
Poirot se puso al aparato. Me quedé tan cerca de él, que podía oír
perfectamente la voz de Ross.
—¿Es usted, monsieur Poirot? —la voz parecía muy excitada.
—Sí, soy yo.
—No quisiera molestarle, pero me ha ocurrido algo muy extraño que está
relacionado con la muerte de lord Edgware. Poirot se irguió.
—Siga, siga.
—Tal vez a usted le parezca falto de sentido.
—No; y aunque así fuera, debe decírmelo.
—Fue la palabra «París» la que ha motivado mi... —en el otro extremo del
hilo se oyó claramente el sonido de un timbre—. Un momento —dijo Ross.
Se oyó el ruido que produjo el teléfono al chocar contra la mesa.
Pasaron dos minutos, tres minutos, cuatro minutos, cinco minutos. Poirot
golpeaba nerviosamente el suelo.
Al fin cortó la comunicación y llamó a la central. Después de unos momentos
se volvió hacia mí:
—El teléfono de Ross está descolgado, no contesta nadie. Pronto, Hastings,
busca la dirección de Ross en la guía telefónica. Tenemos que ir allí en
seguida.
CAPÍTULO VEINTISÉIS
¿PARÍS?
Pocos minutos después íbamos en un taxi. Poirot estaba muy preocupado.
—Tengo miedo, Hastings —me dijo.
—No querrás decir... —dije, y me detuve.
—Nos encontramos ante alguien que ha matado ya a dos personas. Esa
persona no dudará en matar de nuevo. El criminal se revuelve como una rata
tratando de salvar su vida. Ross es un peligro, y, por tanto, debe ser eliminado.
—Entonces es que debía de ser importante lo que te iba a decir —dije con
cierta duda—. Por lo visto, a él no se lo parecía.
—Pues estaba en un error. Indudablemente, lo que tenía que decir era de la
mayor importancia.
—Pero ¿cómo se pudo enterar nadie?
—Según me has dicho, habló contigo allí, en el Claridge, rodeado de gente.
Una verdadera locura. ¡Ah! ¿Por qué no te lo llevaste, sin permitir que nadie se
le acercase hasta que yo hubiese oído lo que tenía que decirme?
—No pensé en ello; nunca me imaginé... —murmuré.
Poirot hizo un gesto.
—No te critico. ¿Cómo ibas a adivinarlo?
Por fin llegamos. Ross vivía en una casa situada en una amplia calle de
Kensington. La puerta de la calle estaba abierta
—¡Qué fácil es entrar aquí —dijo Poirot—. Nadie le ve a uno.
En el primer piso había una estrecha puerta, y en el centro de ella estaba
clavada la tarjeta de Ross.
Nos detuvimos. En la casa reinaba un silencio de muerte. Empujé la puerta y
vi con asombro que estaba abierta. Entramos en un pequeño recibidor, en el
que había dos puertas, una abierta y otra que daba a una sala. Entramos en
ella. Estaba amueblada modesta, pero confortablemente. No había nadie. En
una mesita estaba el teléfono, y junto a él, descansaba el receptor.
Poirot dio unos pasos, observándolo todo con gran atención.
—Aquí no hay nadie. Vamos a la otra habitación, Hastings.
Volvimos hacia atrás y entramos en la otra habitación. Era un pequeño
comedor; a un lado, sentado en una silla y de bruces sobre la mesa, estaba
Ross.
Poirot se inclinó sobre él. En seguida se enderezó muy pálido.
—Muerto —dijo—. Apuñalado en la nuca.
Durante mucho tiempo, los sucesos de aquella tarde quedaron grabados en
mi mente como una terrible pesadilla. No podía desprenderme de un
abrumador sentimiento de responsabilidad. Poirot se mostró muy silencioso
después de hacer nuestro macabro descubrimiento. Durante la investigación de
la Policía, el interrogatorio de los demás inquilinos de la casa y los mil rutinarios
detalles de la investigación de un asesinato, había permanecido un poco
alejado de todo aquello, extrañamente tranquilo, con una mirada lejana y
expectante.
—No podemos perder tiempo en lamentaciones, Hastings —dijo
lentamente—. El pobre muchacho que ha muerto tenía algo que decirnos y era
de gran importancia; de otro modo, no le hubieran asesinado. Ya que no nos lo
puede decir, tenemos que averiguarlo, y tenemos que averiguarlo con un solo
dato como guía.
—¿París? —dije yo.
—Sí; París —se levantó y se puso a pasear de un lado para otro—. Se ha
mencionado varias veces a París en este asunto —continuó—. Pero,
desgraciadamente, no hay unidad entre las diferentes menciones. Existe la
palabra «París» grabada en la cajita de oro. En noviembre último, miss Adams
estaba en París y quizá entonces también estuviera Ross. ¿Había allí alguien
más a quien él conociese? ¿Se encontró Ross con miss Adams? ¿En qué
circunstancias se encontraron?
—Eso no lo podremos saber nunca —dije yo.
—¡Sí, sí; lo sabremos! El poder de las células grises es casi ilimitado. ¿De
qué otra manera está unido París a este asunto? ¿Acaso la mujer de las gafas
que fue a buscar la cajita a la joyería era conocida de Ross? El duque de
Merton estaba en París cuando se cometió el crimen. París. París. París. Lord
Edgware tenía que ir a París. ¡Ah! Tal vez el motivo del asesinato fue impedir
que éste fuese a París —se sentó de nuevo, apretándose las sienes,
concentrado—. ¿Qué ocurrió durante la comida? —murmuró—. ¿Sin duda,
alguna palabra o frase casual debió recordarle a Ross qué podía ser
interesante algo que él sabía, pero a lo que hasta entonces no había dado
importancia? ¿Recuerdas si se mencionó a Francia o a París en la parte de
mesa en que tú estabas?
—Se nombró la palabra «París», pero no en ese sentido. Y le conté la
metedura de pata de Jane Wilkinson.
—Tal vez sea esa la explicación —dijo Poirot pensativamente—. La palabra
«París» pudo ser suficiente. Quizá una asociación de ideas con algo, pero
¿qué fue ese algo? ¿Hacia dónde miraba Ross, o de qué hablaba, cuando se
profirió esa palabra?
—Hablaba de las supersticiones escocesas.
—¿Y dónde miraba? ¿Dónde?
—No estoy seguro. Me pareció que miraba hacia la cabecera de la mesa,
donde estaba sentada mistress Widburn.
—¿Quiénes estaban cerca de ella?
—El duque de Merton, Jane Wilkinson y otras personas a las que no conozco.
—El duque... Es posible que mirase hacia él cuando oyó la palabra «París».
El duque, recuérdalo, estaba en París, o, por lo menos, se supone que estaba
allí la noche en que se cometió el crimen. Supón que de repente Ross
recordase algo demostrativo de que Merton no estaba en París entonces.
—Pero, ¡Poirot!
—Sí; ya sé que tú, como la mayoría de la gente, considerarás esto como un
absurdo. ¿Tenía el duque algún motivo para el crimen? Sí; un importante
motivo. Pero suponer que ha sido él mismo quien lo ha cometido sería una
tontería. Es tan rico, tiene una posición tan elevada y es de un carácter tan
pacífico... Nadie trataría de investigar cuidadosamente su coartada. Y
prepararse una coartada en un gran hotel es muy fácil. Dime, Hastings, ¿dijo
algo Ross cuando oyó la palabra «París»?
—Me parece que lanzó una exclamación.
—¿Cuál era su aspecto? ¿Estaba aturdido?
—Eso mismo.
—Précisément. Tuvo una idea, le pareció absurda, descabellada. Dudó en
exponerla. Al fin, venciendo sus dudas, se decidió a hablarme; pero,
desgraciadamente, yo ya me había ido.
—Si al menos nos hubiese dicho algo más... —me lamenté.
—Sí; si al menos... Mientras hablabais, ¿quién estaba cerca de vosotros?
—Mucha gente. Todos se despedían de mistress Widburn. Particularmente,
no me fijé en nadie... Poirot se levantó.
—¿Me habré equivocado? —murmuró mientras volvía a pasearse de nuevo
por la habitación—. ¿Habré estado cometiendo error tras error durante todo
este tiempo?
Le miré con simpatía, comprendiendo la lucha que en aquellos momentos
mantenía consigo mismo.
—De todos modos, no puede acusarse a Ronald Marsh de este último
crimen.
—Es una ventaja para él —dijo lentamente—. Pero de momento no nos
interesa —bruscamente se sentó—. ¿No puedo estar completamente
equivocado, Hastings? ¿Te acuerdas de que una vez me hice cinco preguntas?
—Creo recordar algo así.
—Eran las siguientes: ¿Por qué lord Edgware había cambiado de parecer con
respecto al divorcio? ¿Qué explicación tenía la desaparición de la carta que él
decía haber escrito a su mujer, y que ésta, según nos ha dicho, no recibió?
¿Por qué tenía su rostro, al salir nosotros de la biblioteca, aquella expresión de
rabia? ¿Por qué estaban aquellas gafas en el bolso de Charlotte Adams? ¿Por
qué telefonearon a lady Edgware, en Chiswick, y en seguida colgaron el
aparato?
—Sí; ahora recuerdo esas preguntas.
—Durante todo este tiempo he tenido una idea, Hastings. Una idea acerca de
quién era el hombre misterioso. Tres de las preguntas ya me las he contestado
satisfactoriamente. Pero las otras dos no hay manera. ¿Comprendes lo que
esto significa? Pues quiere decir que estoy equivocado con respecto a la
persona a quien yo creía culpable, y que, por tanto, no sé quién es.
Se levantó y fue hacia su escritorio; lo abrió y sacó la carta que Lucy Adams
le había enviado desde América. Le había pedido a Japp que le permitiese
guardarla durante unos días, y Japp había accedido.
Los minutos pasaban; empecé a bostezar, y para distraerme cogí un libro. No
creía que Poirot sacase nada en limpio de su estudio. Habíamos mirado y
remirado la carta, y excepto el hecho de que no se refería a Ronald, no
habíamos encontrado nada más.
Fui volviendo página tras página y empecé a adormilarme. De repente, Poirot
lanzó un grito. Me levanté asustado. Poirot me estaba mirando con una
expresión indescriptible en sus brillantes ojos.
—¡Hastings, Hastings!
—¿Qué pasa?
—¿Te acuerdas de que te dije que si el asesino hubiese sido un hombre
ordenado y metódico, en lugar de rasgar la página la hubiese cortado?
—Sí.
—Pues me equivoqué. En este crimen hay orden y método. La página tenía
que ser rasgada y no cortada. Mira por ti mismo. Miré.
—Eh bien? ¿Lo ves?
Hice un gesto negativo.
—¿Quieres decir que tenía prisa y que por eso la rasgó?
—Con prisa o sin ella, hubiese hecho lo mismo. ¿No lo ves? La página tenía
que ser rasgada... Moví la cabeza. Con voz muy baja, Poirot dijo:
—He estado loco, ciego; pero ahora..., ahora lo descubriremos.
CAPÍTULO VEINTISIETE
LAS GAFAS
Un minuto después su estado de ánimo cambió. Se puso en pie y yo le imité,
sin comprender nada, pero gustoso.
—Cogeremos un taxi —dijo Poirot—. No son más que las nueve. Aún
podemos hacer una visita. Bajamos la escalera.
—¿A quién hemos de visitar?
—Vamos a Regent Gate.
Poirot, como ya hemos dicho, no era persona que se prestase a
interrogatorios. Vi que estaba muy excitado. En cuanto estuvimos sentados en
el taxi, sus dedos empezaron a tamborilear nerviosamente sobre sus rodillas,
con una impaciencia extraña en él, que siempre estaba tranquilo.
Empecé a recordar, palabra por palabra, toda la carta de Charlotte Adams a
su hermana, pues había llegado a sabérmela de memoria, y me repetí una vez
tras otra lo que había dicho Poirot acerca de la página rasgada.
Cuanto más reflexionaba, menos sentido le encontraba a las palabras de
Poirot. ¿Por qué la página tenía que ser forzosamente rasgada? No; no lo
entendía.
En Regent Gate nos abrió la puerta un nuevo criado. Poirot le dijo que
deseábamos ver a miss Carroll. Mientras nos conducía escaleras arriba, me
pregunté, una vez más, en dónde estaría el apuesto criado. Hasta entonces la
Policía no había podido encontrarlo, a pesar de todas las pesquisas que había
hecho para lograrlo. Una idea repentina atravesó mi cerebro y se me ocurrió
que tal vez a él también le habían asesinado...
El aspecto de miss Carroll, pulcro y sano, me sacó de aquellas
imaginaciones. Pareció sorprenderse mucho al ver a Poirot.
—Me alegro de encontrarla a usted, miss Carroll —dijo Poirot, mientras se
inclinaba estrechando su mano—. Temía que ya no estuviese aquí.
—Geraldine no quiere que me marche —contestó ella—. Me ha pedido
insistentemente que me quede. En las presentes circunstancias, la pobre
muchacha necesita de alguien que la consuele. Y le aseguro, monsieur Poirot,
que yo, cuando llega el caso, sé hacerlo perfectamente.
—Lo creo. Siempre me ha parecido que era usted una mujer muy útil,
señorita. Miss Marsh, en cambio, produce la sensación de que carece de
sentido práctico.
—Es una soñadora —contestó miss Carroll—. Por fortuna, no ha tenido que
ganarse la vida. De todas maneras, supongo que no habrá usted venido para
hablar de las personas prácticas y de las que no lo son. ¿En qué puedo serle
útil, monsieur Poirot? —dijo, mientras le miraba con suspicacia a través de las
gafas.
No creo que a Poirot le satisficiese ser interrogado de aquella forma acerca
de la causa de su visita. A él le gusta llegar por caminos insospechados a la
finalidad que se propone. Sin embargo, con miss Carroll no era posible en
modo alguno utilizar aquel medio.
—Hay algunos puntos sobre los que desearía que usted me informase. Sé
que puedo fiarme de su memoria, miss Carroll.
—De no ser así, no hubiese servido para secretaria —contestó ella con
aspereza.
—¿Estuvo en París lord Edgware en noviembre último?
—Sí.
—¿Puede usted decirme la fecha exacta de su viaje?
—Tendré que mirarla.
Se levantó, abrió un cajón de un mueble próximo y sacó un libro. Volvió
algunas páginas, y al fin dijo:
— Lord Edgware salió para París el día tres de noviembre y volvió el siete.
Además, también estuvo allí el veintinueve del mismo mes, regresando el
cuatro de diciembre. ¿Algo más?
—Sí. ¿Por qué motivos hizo esos viajes?
—El primero, para ver unas estatuillas que pensaba comprar en una subasta
que había de celebrarse algún tiempo después; en el segundo, no tenía ningún
propósito determinado, que yo sepa.
—¿Acompañó miss Marsh a su padre en las dos ocasiones?
—Nunca le acompañó. Lord Edgware jamás pensó en tal cosa. Por aquel
momento ella estaba en un convento de París, pero no creo que su padre fuese
a verla; por lo menos, me sorprendería mucho que lo hubiera hecho.
—¿Y usted no le acompañaba?
—No —le miró con curiosidad y le preguntó bruscamente—: ¿Por qué me
hace usted todas esas preguntas? ¿Qué se propone? Poirot no contestó y
siguió preguntando:
—Miss Marsh quiere mucho a su primo, ¿es verdad?
—No veo en qué pueda interesarle eso, monsieur Poirot.
—Miss Marsh vino a visitarme el otro día. ¿Estaba usted enterada?
—No; no lo sabía —parecía alarmada—. ¿Qué le dijo?
—Me dijo, aunque, desde luego, no con estas palabras, que quería mucho a
su primo.
—Entonces, ¿por qué me lo pregunta a mí?
—Porque quiero saber su opinión.
Miss Carroll pareció dudar, y por fin dijo:
—Pues bien: mi opinión es que le quiere demasiado.
—Parece que a usted no le es simpático el actual lord Edgware.
—Yo no he dicho nunca eso. No estoy acostumbrada a él. No es persona
seria. No niego que su compañía es agradable y que cuando se pone a hablar
es muy divertido. Pero hubiese preferido que Geraldine se interesase por
alguien más sensato.
—Por el estilo del duque de Merton.
—No lo conozco, pero parece que toma en serio los deberes de su posición.
Mas creo que está interesado por esa mujer, por esa hermosa Jane Wilkinson.
—Su madre...
—¡Oh! Puedo asegurar que su madre preferiría que se casase con Geraldine;
pero ¿qué pueden las madres? Los hijos, en eso del matrimonio, nunca quieren
hacer caso a sus madres —dijo miss Carroll.
—¿Cree usted que el primo de miss Marsh se interesa por ella?
—En la situación en que él está, poco importa que se interese o no.
—Entonces, ¿cree usted que le condenarán? —preguntó Poirot.
—No; no lo creo. Estoy convencida de que no es el asesino.
—Pero, de todas maneras, puede ser condenado.
Miss Carroll no replicó. Poirot se puso en pie.
—No quiero entretenerla más —dijo—. ¡Ah, oiga! ¿Conocía usted a miss
Charlotte Adams?
—La había visto trabajar. Era muy inteligente.
—Sí, mucho —se quedó meditando un momento—. ¡Ah, se me olvidaban los
guantes!
Al inclinarse para cogerlos de la mesa en que los había dejado, se enredó un
botón de su manga con la cadenita de las gafas de miss Carroll, y se cayeron
en la alfombra. Poirot las cogió al mismo tiempo que los guantes, que también
se le habían caído, y murmuró unas excusas.
—Lamento haberla interrumpido en sus ocupaciones —dijo al final—; pero
esperaba encontrar algún dato respecto a una discusión que sostuvo lord
Edgware el año pasado; por eso le he preguntado acerca de París. Creo que
salvar al capitán Marsh es una empresa desesperada, pero miss Geraldine
parecía estar muy segura de que su primo no había cometido el crimen. Bueno;
buenas noches, señorita, y mil perdones por haberla molestado.
Llegábamos a la puerta, cuando oímos la voz de miss Carroll, que nos
llamaba.
—Monsieur Poirot, éstas no son mis gafas; no veo nada con ellas.
—Comment! —Poirot la miró asombrado; luego sonrió—. ¡Qué tonto soy! Al
agacharme a coger sus gafas, se han caído las mías, y como son muy
parecidas, sin duda las he confundido.
Se hizo el cambio, en medio de amabilísimas sonrisas por ambas partes, y
nos marchamos.
—Poirot —dije cuando hubimos salido—, tú no llevas gafas.
—Hay que ser más perspicaz. ¿No ves nada?
—Sí; que las gafas que has dejado caer junto a las de miss Carroll son las
que se encontraron en el monedero de Charlotte Adams.
—Exacto.
—¿Por qué supusiste que pertenecían a miss Carroll?
Poirot se encogió de hombros.
—Porque de las personas que se hallan mezcladas en el suceso, es la única
que lleva gafas.
—De todas maneras, no son suyas —dije.
—Por lo menos, ella así lo ha dicho.
—Tú siempre sospechando.
—No, hombre, no. Creo que ha dicho la verdad. De lo contrario, no hubiese
notado el cambio.
Como íbamos andando al azar, propuse que cogiésemos un taxi; pero Poirot
movió la cabeza negativamente.
—Necesito pensar, y el ejercicio me ayuda. No dijo nada más.
—Tus preguntas sobre París eran un simple pretexto, ¿verdad? —pregunté.
—No del todo.
—Todavía no hemos descubierto el misterio de la inicial D —dije
pensativamente—. Es raro que ninguno de los que intervienen en este asunto
tenga una inicial D en el nombre ni en el apellido, excepto... ¡Oh!, sí, eso sí que
es raro, excepto Donald Ross. Y ha muerto.
—Sí —dijo Poirot sombríamente—, ha muerto.
Entonces me acordé de aquella noche que íbamos con Ross por la carretera
y exclamé:
—¡Caramba, Poirot! ¿No te acuerdas?
—¿De qué?
—De lo que dijo Ross acerca de que habían sido trece a la mesa. Y que sería
el primero en morir.
Poirot no contestó. Yo sentí cierto malestar, como suele ocurrir cuando nos
encontramos con que las supersticiones se confirman.
—Admitirás que es raro —dije en voz baja.
—¿Eh?
—Digo que es raro eso de Ross y de los trece. ¿En qué estabas pensando?
Con profundo asombro y disgusto vi que Poirot empezaba a retorcerse de
risa. Parecía que iba a darle un ataque. Indudablemente, algo había causado
aquel regocijo.
—¿De qué diablos te ríes? —pregunté vivamente.
—¡Oh! Es que me he acordado de una adivinanza que oí el otro día. Te la voy
a decir. ¿Qué animal tiene dos patas, plumas y ladra?
—La gallina —dije malhumorado—. Lo sabía desde que tenía dos años.
—Eso no vale, Hastings; tenías que haber dicho: «No lo sé.» Entonces yo
hubiese contestado: «La gallina.» Y tú: «Pero la gallina no ladra.» Y yo hubiese
dicho: «¡Ah! Eso es para despistar.» Supongamos que esa es la explicación de
la letra «D».
—Pero todo eso no tiene sentido.
—Para la mayor parte de la gente, no; pero para ciertos cerebros, sí. ¡Oh, si
alguien pudiese contestarme!...
En aquel momento pasábamos junto a un importante cine. El público que
salía del local hablaba animadamente, comentando las películas que acababa
de ver. Mezclados entre un grupo, atravesamos la Euston Road.
—«Me ha gustado mucho —iba diciendo una muchacha—. Bryan Martin es
encantador; no pierdo ni una película suya. ¡Qué emocionante es aquella
escena en que baja a caballo por aquel barranco y por fin llega a tiempo con
los documentos!»
Su compañero no era tan entusiasta.
—«Todo eso es una idiotez. Si hubiesen tenido la sensatez de interrogar a
Ellis en seguida, como hubiese hecho cualquier persona de sentido común...»
El final no lo oí. Al llegar a la acera me volví, y vi que Poirot estaba parado en
medio de la calle, con grave peligro de morir aplastado por alguno de los
camiones que pasaban rozándole. Instintivamente, cerré los ojos. Oí un ruido
de frenos y el pintoresco lenguaje de un chófer. Al abrir los ojos vi a Poirot que
atravesaba la calle como un sonámbulo.
—¡Poirot! —exclamé—. ¿Te encuentras mal?
—No, mon ami; pero de pronto se me ha ocurrido una idea. Ahora, en este
mismo momento.
—Pues si te descuidas, es el último de tu vida.
—No importa. ¡Ah!, mon ami; he sido ciego, sordo, tonto. Ahora veo resueltas
todas las incógnitas. Sí, las cinco, sí... Lo veo todo... ¡Tan sencillo, tan
infantilmente sencillo!...
CAPITULO VEINTIOCHO
POIROT HACE ALGUNAS PREGUNTAS
El paseo hasta casa fue muy curioso.
Se comprendía que Poirot trataba de reconcentrar el pensamiento. De
cuando en cuando murmuraba alguna palabra. Pude oír un par de ellas. Una
fue «cirios», y otra, algo parecido a douzaine. Seguramente, si yo hubiese sido
más listo, habría comprendido el rumbo que tomaban sus ideas. Pero entonces
sus palabras me parecieron un galimatías.
Tan pronto como llegamos a casa, corrió al teléfono, llamó al Savoy y
preguntó por lady Edgware.
—No te hagas ilusiones de hablar con ella —le dije, algo divertido. Poirot,
como ya he dicho varias veces, es el hombre peor informado del mundo—. ¿No
sabes —continué— que está representando una nueva obra? Debe de estar en
el teatro, pues no son más que las diez y media.
Poirot no me hizo caso. Hablaba con el portero del hotel, quien, sin duda, le
estaba diciendo lo mismo que yo.
—¡Ah! En tal caso quisiera hablar con la doncella de lady Edgware. Poco
después estuvo puesta la comunicación.
—¿Es usted la camarera de lady Edgware? Yo soy Hércules Poirot. ¿No me
recuerda?
—Sí, sí; es muy importante. Venga en seguida Le voy a dar la dirección.
La repitió dos veces, y después colgó el aparato.
—¿Qué pasa? —pregunté curiosamente—. ¿Realmente has encontrado algo
importante?
—No; es la camarera quien tiene que informarme.
—¿Que te ha de informar? ¿Sobre qué? Sobre cierta persona.
—¿Jane Wilkinson?
—¡Oh, no! Sobre ella tengo ya todos los informes que necesito.
—¿Sobre quién entonces?
Poirot me dirigió una de sus irritantes sonrisas y me dijo que aguardase y
viese.
Luego se puso a pasear inquietantemente por la habitación.
Diez minutos más tarde llegó la camarera. Parecía estar algo nerviosa. Era
una mujer pequeña, pulcra, y vestía enteramente de negro. Se quedó mirando
a su alrededor dubitativamente.
Poirot se adelantó:
—¡Ah! ¿Ya está usted aquí? Ha sido usted muy amable viniendo. Siéntese,
miss... Ellis, ¿verdad?
—Sí, señor; Ellis.
Se sentó en la silla que Poirot le ofrecía, con las manos reposando en el
regazo y mirándonos a los dos. Su pequeño y pálido rostro se había serenado
y sus labios estaban apretados.
—Para empezar: ¿cuánto hace que está usted con lady Edgware?
—Tres años.
—Es lo que me figuraba. Así, conoce usted perfectamente sus asuntos,
¿verdad?
Ellis no contestó; parecía molesta.
—Lo que quiero decir es si sabe usted quiénes son sus enemigas —siguió
Poirot.
Ellis apretó más los labios, pero al fin dijo:
—Muchas mujeres han intentado causarle algún daño, pero sólo era envidia.
—El elemento femenino no siente muchas simpatías por ella, ¿verdad?
—No, señor, es demasiado bonita Además, siempre logra lo que desea. Por
otra parte, entre las artistas siempre existe un sinfín de envidias y rencores.
—¿Y por parte de los hombres?
Ellis se permitió una agria sonrisa.
—Con los hombres es muy distinto; puede hacer con ellos lo que quiere.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Poirot sonriendo. Luego, en otro tono,
preguntó—: ¿Conoce usted a Bryan Martin, el actor de cine?
—¡Ya lo creo!
—¿Bien?
—Muy bien, desde luego.
—Creo que hace un año, poco más o menos, míster Bryan Martin estaba muy
enamorado de su señora.
—Loco por ella. Y no es que «estaba», sino que «está».
—Estaba convencido entonces de que ella se casaría con él, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Pensó lady Edgware seriamente en hacerlo? —preguntó Poirot.
—Lo pensó varias veces, y creo que si hubiera logrado obtener el divorcio, se
habría casado con él —contestó Ellis.
—Pero entonces debió aparecer en escena el duque de Merton, ¿verdad?
—Sí, señor. Estaba realizando un viaje por los Estados Unidos. En cuanto la
vio, quedó locamente enamorado de ella.
—Y adiós las esperanzas de Bryan Martin, ¿verdad?
—Claro que míster Bryan Martin ganaba mucho dinero, pero el duque de
Merton tiene una posición mucho más elevada. Y mi señora se vuelve loca por
la posición. Casada con el duque de Merton, hubiese llegado a ser una de las
mujeres más importantes de la Tierra.
La voz de la sirvienta había adquirido un tono jactancioso, que me divirtió.
—Entonces míster Bryan Martin fue, como vulgarmente se dice, dejado a un
lado. ¿Lo tomó a mal?
—Mucho.
—¡Ah!
—Llegó hasta amenazarla con un revólver. Hizo muchas escenas, que a mí
me tenían aterrorizada Además, se dio a la bebida.
—Pero al final se conformó.
—Eso parece. Pero no creo que lo haya olvidado. Cuando la mira lo hace de
una manera muy extraña. Se lo dije a mi señora, pero ella se echó a reír.
Parece como si se distrajese mostrando su poder. ¿Comprende usted lo que
quiero decir?
—Sí —dijo Poirot pensativamente—. Creo que la comprendo.
—Hasta ahora no habíamos vuelto a saber casi nada de él. Tal vez lo haya
olvidado.
—Tal vez.
Había algo en la voz de Poirot que pareció alarmarla. Preguntó
ansiosamente:
—No creerá usted que mi señora corre peligro.
—Sí —dijo Poirot—; creo que corre un gran peligro. Pero lo lleva en ella
misma
Su mano se deslizó sin objeto por la repisa de la chimenea, tropezando con
un jarrón lleno de rosas y haciéndolo caer. El agua se derramó sobre el rostro y
la cabeza de Ellis. Pocas veces había visto a Poirot tan torpe. Debía de estar
muy preocupado. Él mismo fue a buscar una toalla, y mientras se deshacía en
excusas, ayudó amablemente a la camarera a secarse la cara y el cuello.
Al fin, después de estrechar fuertemente su mano, la acompañó hasta la
puerta, dándole gracias por su amabilidad de haber venido.
—Pero aún es pronto —dijo mirando el reloj—. Estará usted de vuelta antes
que su señora.
—Seguramente. Creo que cenará fuera Pero, de todas maneras, nunca
quiere que la espere, a menos que me lo haya advertido antes.
De pronto, Poirot exclamó:
—Perdóneme, señorita; pero parece que cojea usted.
—No es nada; son los pies, que me duelen un poco.
—¿Callos? —preguntó Poirot confidencialmente, como lo hace uno que sufre
un mal y se lo pregunta a otro que también padece de él.
Parece que efectivamente sufría de los callos. Poirot le explicó cierto remedio
que, según él, hacía milagros.
Por fin, Ellis se marchó. Yo estaba lleno de curiosidad.
—¿Qué, Poirot, qué me dices? —pregunté.
—Por esta noche, nada. Mañana por la mañana, temprano, telefonearemos a
Japp y le diremos que venga. También telefonearemos a Bryan Martin, pues
creo que podrá decirnos algo interesante, y, además, quiero saldar una deuda
que tengo con él.
—¿De verdad?
Miré a Poirot, que me sonreía de una manera rara.
—No creo que puedas sospechar de él como asesino de lord Edgware —le
dije—. Especialmente después de lo que acabamos de oír. Eso, en lugar de
una venganza, hubiese sido hacer el juego de Jane. Era librarla del marido, que
resultaba un obstáculo para el casamiento con Merton.
—¡Qué inteligente!
—No te burles —dije, molesto—. ¿Qué tienes en la mano?
—Son las gafas de la excelente Ellis —contestó—. Se las ha dejado
olvidadas.
—No digas tonterías. Al marcharse las llevaba puestas. Negó lentamente con
la cabeza.
—Estás equivocado, completamente equivocado. Las que llevaba, amigo
mío, eran las que se encontraron en el monedero de Charlotte Adams.
Me quedé boquiabierto.
CAPÍTULO VEINTINUEVE
POIROT HABLA
A la mañana siguiente me tocó telefonear al inspector Japp. Su voz, al
contestarme, parecía cansada.
—¡Ah! ¿Es usted, capitán Hastings? Bien; ¿qué sucede?
Le transmití el mensaje de Poirot.
—¿Que vaya a las once? Está bien; creo que podré hacerlo. ¿Sabe si quiere
hablarme Poirot de algo relacionado con la muerte del joven Ross? No sé si
podremos descubrir nada. No hay el menor rastro. Es la cosa más misteriosa
que he visto.
—Creo que se trata de alguna noticia para usted —dije reservadamente—.
De todas maneras, él parece muy satisfecho de sí mismo.
—Es un estado en el que yo no me encuentro, se lo aseguro. Bueno; adiós,
capitán Hastings; a las once estaré allí.
Después telefoneé a Bryan Martin y le transmití el encargo de Poirot, o sea,
que Poirot había descubierto algo interesante y que creía que le gustaría
saberlo a míster Martin. Cuando me preguntó en qué consistía el
descubrimiento, le contesté que no tenía la menor idea, puesto que Poirot no
se había confiado a mí. Hubo una pausa.
—Muy bien —dijo al fin Martin—; iré —y colgó el aparato.
En seguida, con gran sorpresa por mi parte, Poirot telefoneó a Jenny Driver y
le preguntó si podría estar también presente.
Luego se sentó y quedóse muy serio. Conociéndole como le conocía, no le
hice ninguna pregunta.
Bryan Martin fue el primero en llegar. Parecía de muy buen humor y en
perfecto estado de salud, pero —tal vez fuese sólo imaginación mía— me
pareció notar en él un ligero malestar. Jenny Driver llegó momentos después.
Se sorprendió mucho al ver a Bryan Martin, y éste compartió su asombro.
Poirot acercó dos sillas y les invitó a sentarse. Luego, mirando su reloj, dijo:
—Supongo que el inspector Japp estará aquí dentro de unos instantes.
—¿El inspector Japp? —Bryan se sobresaltó.
—Sí; le he pedido que venga como un amigo más.
—Comprendo —dijo Martin.
Quedó otra vez silencioso. Jenny le echó una rápida ojeada, y luego miró
hacia otro lado. Parecía preocupada por algo.
Poco después entró Japp.
Me figuro que debió sorprenderle encontrar allí a Bryan Martin y a Jenny; pero
si así fue, no lo demostró. Saludó a Poirot como siempre.
—¿Qué tal? ¿Cómo está usted, Poirot? Supongo que tendrá alguna nueva y
maravillosa idea, ¿no es verdad?
—No; no se trata de nada maravilloso —contestó Poirot—; sólo es una
sencilla historia, tan sencilla, que me avergüenzo de no haberla comprendido
en seguida. Si ustedes me lo permiten, empezaré a contar los hechos desde el
principio...
Japp suspiró y miró su reloj.
—Si no emplea más de una hora... —dijo.
—Tranquilícese, no tardaré tanto tiempo. ¿No quiere usted enterarse de
quién mató a lord Edgware, a miss Adams y a Donald Ross?
—Me gustaría saber lo último —dijo Japp.
—Pues escúcheme y se enterará de todo. Voy a ser humilde. (¡No es
probable!, pensé incrédulamente.) Voy a contarles todos mis pasos. Cómo tuve
una venda en los ojos, cómo cometí una gran imbecilidad, cómo necesité la
conversación de mi amigo Hastings y la observación de un desconocido, para
que al fin lograse comprender la verdad —se detuvo un momento, tosió para
aclararse la garganta y empezó a hablar con su voz de lectura, como él decía—
. Empezaré por la cena del Savoy. Lady Edgware me llamó y me pidió una
entrevista privada. Quería librarse de su marido. Durante la entrevista dijo, algo
indiscretamente, que había pensado coger un taxi, ir a casa de su marido y
matarlo. Aquellas palabras fueron oídas por Bryan Martin, que entró en aquel
momento —miró a su alrededor y preguntó—: ¿No es cierto lo que digo?
—¡Ya lo creo! Todos lo oímos —dijo el actor—. Los Widburn, Marsh,
Charlotte; en fin, todos.
—De acuerdo, de acuerdo. Eh bien, no pude olvidar aquellas palabras de lady
Edgware. A la mañana siguiente vino a verme míster Bryan Martin con el
propósito de referírmelas.
—De ninguna manera —dijo Bryan Martin, irritado—. Yo vine... Poirot levantó
una mano.
—Usted vino, aparentemente, a contarme la enmarañada historia de cierta
persecución. Un cuento tan inverosímil, que un niño lo hubiese comprendido.
Seguramente la sacó usted de alguna película antigua. «Una muchacha cuyo
consentimiento necesitaba usted para obrar. Un hombre al que reconoció
gracias a un diente de oro.» Mon ami, ningún joven lleva en nuestros días un
diente de oro; eso ya no lo usa nadie, y menos en América. El diente de oro es
un objeto pasado de moda. Por tanto, era una cosa absurda. Una vez que soltó
su fantástica historia, pasó a lo verdaderamente importante de su visita, a
infiltrar en mi cerebro la sospecha sobre lady Edgware. Para decirlo con más
claridad, usted preparaba el terreno para el caso de que ella asesinase a su
marido.
—No entiendo lo que usted quiere decir —refunfuñó Bryan Martin. Su rostro
estaba pálido como el de un muerto. Poirot continuó:
—Usted se rió de que lord Edgware pudiera acceder al divorcio. Usted creyó
que yo iría a verle al día siguiente; pero poco después la fecha de entrevista se
varió. Fui a visitarle aquella misma mañana, y él accedió a divorciarse. No
había, pues, ningún motivo para que lady Edgware cometiese el crimen. Es
más, lord Edgware me dijo que ya había escrito a su mujer en ese sentido.
Pero lady Edgware declara que no ha recibido semejante carta. O bien ella
miente, o mintió su marido o alguien interceptó la carta. ¿Quién? Ahora me
pregunto yo: ¿por qué se tomó la molestia míster Bryan Martin de venir a
verme para contarme todos aquellos embustes? ¿Qué interés le movía a hacerlo?
Creo que usted estuvo muy enamorado de esa señora. Lord Edgware
me dijo que su mujer quería casarse con un actor. Supongamos por un
momento que eso es verdad, pero que la señora cambia de idea, y que cuando
llega la carta de lord Edgware, accediendo al divorcio, Jane Wilkinson se quiere
casar con alguien que no es usted. He ahí una razón para que usted sustrajese
la carta.
—Yo, nunca... —dijo Bryan Martin.
—Actualmente puede usted decir lo que le parezca, pero haga el favor de
atenderme. ¿Qué pasó entonces por su cerebro; usted, el ídolo de la multitud,
que jamás había conocido una negativa? Le cegó el odio y el deseo de causar
a lady Edgware tanto mal como fuese posible. ¿Y qué mayor daño podía
causarle que acusarla de asesinato?
—¡Dios mío! —exclamó Japp.
Poirot se volvió hacia él:
—Sí; esa es la idea que empezó a forjarse en mi mente. Varias cosas
contribuyeron a reforzarla. Charlotte Adams tenía dos excelentes amigos, el
capitán Marsh y Bryan Martin. Si alguno de ellos podía ofrecer diez mil dólares
por la farsa, había de ser, forzosamente, Bryan Martin, porque era el único rico
de los dos. Siempre me pareció fantástico que Charlotte Adams pudiese creer
que Ronald Marsh poseería alguna vez diez mil dólares para entregárselos a
ella, pues conocía perfectamente su situación económica. Bryan Martin era el
único probable.
—Yo no hice eso, se lo juro. No lo hice —dijo indignado el actor. Poirot
continuó, sin hacerle caso:
—Cuando telegrafiaron el contenido de la carta de Charlotte Adams, oh, la la!,
quedé asombradísimo. Al parecer, mi hipótesis era totalmente equivocada.
Pero más tarde hice un descubrimiento. En la carta original de Charlotte Adams
faltaba una hoja. Entonces comprendí que sin duda era porque se refería a
alguien que no era el capitán Marsh. Tenía, pues, una nueva pieza de
convicción. Cuando el capitán Marsh fue arrestado, declaró que creía haber
visto en la casa de lord Edgware a Bryan Martin. Pero proviniendo de un
acusado, esta declaración carecía de valor. Además, míster Martin tenía una
coartada, como era de esperar. Si míster Martin había sido el asesino, le era
completamente necesaria una coartada. Esa coartada la confirmó sólo una
persona, miss Driver.
—¿Y eso qué importa? —dijo la muchacha secamente.
—Nada, señorita —dijo Poirot—; excepto que el mismo día en que la vi
comiendo con míster Martin, usted se tomó la molestia de venir a nuestra
mesa, procurando hacerme creer que su amiga, miss Adams, se interesaba de
un modo especial por Ronald Marsh, en lugar de decir, como creo que es la
verdad, que por quien se interesaba era por Bryan Martin.
—No es cierto —exclamó con toda firmeza el actor.
—Puede que usted no estuviese enterado —dijo Poirot—; pero creo que era
verdad. Eso explica perfectamente la antipatía que ella sentía por lady
Edgware. Esa antipatía existe en usted; además, es casi seguro que usted le
explicó el desaire que había recibido de Jane. ¿No es verdad?
—Sí..., se lo conté... Tenía que desahogarme con alguien, y ella era...
—Muy simpática Sí; muy simpática. Pude comprobarlo personalmente. Eh
bien, ¿qué ocurrió después? Ronald Marsh fue arrestado. En seguida el
cerebro de usted empieza a trabajar. Si experimentaba ansiedad, ahora ya
podía estar tranquilo, aunque su plan había fracasado a causa del súbito
cambio de parecer de lady Edgware, decidiéndose a última hora a ir a la fiesta.
Pero vino otro a constituirse en víctima, librándole de toda inquietud. Sin
embargo, más tarde, en una comida, oyó usted a Donald Ross, aquel simpático
pero estúpido joven, decirle algo a Hastings, que le puso de nuevo en guardia.
—¡Eso no es cierto! —gritó Martin. El sudor corría a chorros por su rostro y
sus ojos miraban aterrorizados—. Le aseguro que no oí nada, que no hice
nada.
Y entonces ocurrió lo más emocionante de aquella mañana:
—Tiene usted razón —dijo lentamente Poirot—. No es usted culpable y creo
que ya le he castigado bastante por haberme venido a mí, Hércules Poirot, con
un cuento tártaro.
Nos quedamos todos boquiabiertos. Poirot siguió tranquilamente:
—Tampoco podía descartar a Geraldine Marsh. Odiaba a su padre; me lo
había dicho ella misma. Además, es una muchacha muy nerviosa.
Supongamos, pues, que cuando aquella noche entró en la casa fue
directamente a matar a su padre y que luego, fríamente, subió a buscar el
collar de perlas. Ahora imagínense su horror al encontrarse con que su primo
no ha permanecido fuera, junto al taxi, sino que ha entrado en la casa. Esto
puede explicar la agitación demostrada por ella durante los interrogatorios, al
ver acusado a su primo, a quien quiere enormemente, del crimen que ella ha
cometido. Por otra parte, esa agitación podía también probar su inocencia, ya
que podría tener su origen en la creencia de que el asesino de su padre era
Ronald. Había otro punto: la cajita de oro encontrada en el bolso de Charlotte
Adams llevaba la inicial D y yo había oído que el capitán Marsh se dirigía a su
prima llamándola «Dina». Además, Geraldine estaba en un pensionado de
París durante el mes de noviembre último y era posible que se hubiese
encontrado allí con Charlotte. Tal vez crean ustedes que es un poco fantástico
incluir a la duquesa de Merton en la lista. Pero dicha señora vino a verme y
pude comprender que era una mujer fanática. El amor de toda su vida estaba
concentrado en su hijo, y era muy probable que hubiese tramado un complot
para destruir a la mujer que iba a arruinarle la vida. Luego sigue miss Jenny
Driver...
Se detuvo un momento y miró a Jenny, que le observaba serenamente.
—¿Y qué ha descubierto usted en contra mía? —preguntó ella.
—Nada; excepto que usted era amiga de Bryan Martin y que su apellido
empieza con D.
—No es mucho —contestó la joven.
—Hay algo más, y es que tiene usted talento y valor suficientes para cometer
un crimen así... La joven encendió un cigarrillo.
—Siga —dijo tranquilamente.
—Lo que tenía que decidir era si la coartada de míster Martin era o no real.
¿Era él, efectivamente, el hombre al que el capitán Marsh había visto entrar en
casa de lord Edgware? De pronto, recordé que el apuesto criado de Regent
Gate tenía un parecido extraordinario con míster Martin. ¿Era a este último a
quien el capitán Marsh había visto? Entonces me imaginé lo siguiente: el
mayordomo descubrió a su dueño asesinado. Ante el cadáver había un sobre
con billetes de Banco franceses por valor de cien libras. Impulsado por la
codicia, cogió aquellos billetes y salió de la casa para esconderlos. Luego
volvió, abriendo la puerta con la llave de lord Edgware, y dejó que la criada
descubriese el crimen a la mañana siguiente. No creía correr ningún peligro,
porque estaba completamente convencido de que lady Edgware era la criminal
y el dinero estaba ya fuera de la casa y cambiado mucho antes que el crimen
se descubriese. Ahora bien: cuando lady Edgware demostró que era inocente y
Scotland Yard empezó a investigar sus antecedentes, huyó.
Japp aprobó con la cabeza.
—Me quedaba todavía por resolver la cuestión de las gafas. La más
sospechosa era miss Carroll. Ella podía haber sustraído la carta que lord
Edgware escribió a Jane. Mientras concertaba con Charlotte Adams los
detalles de la suplantación, o bien al encontrarse después del crimen, podían
habérsele caído las gafas en el monedero de Charlotte. Sin embargo, aquellas
gafas no parecían pertenecer a mis Carroll. Venía hacia aquí con Hastings,
muy deprimido, tratando de ordenar en mi cerebro los sucesos, cuando de
repente ¡ocurrió un milagro! Primero, Hastings me habló de varias cosas,
recordándome la casualidad de que Donald Ross había sido uno de los trece
asistentes al banquete de sir Montagu Córner y fue el primero en morir. Como
en aquellos momentos yo estaba pensando en otras cosas más importantes,
no presté atención a lo que me decía. Iba pensando en quién podría
informarme respecto a los sentimientos de míster Martin por Jane Wilkinson.
Ella no me los diría, estaba seguro. En aquel momento, unas muchachas que
paseaban por mi lado iban comentando una película. Una de ellas, refiriéndose
a un personaje de la película, dijo algo acerca de cierta Ellis. Inmediatamente,
toda la verdad se me reveló —Poirot miró en torno suyo y siguió—: Sí; las
gafas, la llamada telefónica, la mujer que fue a París en busca de la cajita de
oro, eran cosa de Ellis, la camarera de Jane Wilkinson. Lo comprendí todo: los
candelabros, la luz tenue de la mansión de sir Montagu Córner, mistress Van
Deusen... Todo. Todo.
CAPITULO TREINTA
EL RELATO
Nos miró.
—Ahora, amigos míos —dijo amablemente—, voy a contaros la verdad de
cuanto sucedió aquella noche. Charlotte Adams salió de su casa a las siete, en
un taxi, y se fue al Piccadilly Palace.
—¿Qué? —exclamé yo.
—Al Piccadilly Palace. Durante el día había tomado una habitación en dicho
hotel a nombre de mistress Van Deusen. Se había puesto unas gafas, las
cuales, como sabemos, alteran mucho las facciones. Alquiló la habitación
diciendo que aquella noche tomaría el tren para Liverpool y que su equipaje
estaba en consigna. A las ocho y media llega lady Edgware y pregunta por ella.
La acompañan al cuarto de mistress Van Deusen. Allí cambian de vestidos.
Con la peluca rubia, el traje de tafetán blanco y el abrigo de armiño, es
Charlotte Adams, y no Jane Wilkinson, quien abandona el hotel y parte para
Chiswick. Sí, sí; es perfectamente posible. He estado en casa de sir Montagu
Córner por la noche y me he fijado. La mesa está solamente alumbrada por
candelabros; las demás luces están veladas por pantallas. Hay que tener en
cuenta que ninguno de los presentes conoce bien a Jane Wilkinson. Ven la
caballera y oyen su armoniosa voz. ¡Oh, qué facilísimo! Y de no haber salido
bien, si alguien hubiese advertido el cambio, ya estaban preparadas. Lady
Edgware, con una peluca negra, el traje de Charlotte y las gafas, paga la
cuenta, toma un taxi, ya con la caja de vestidos, y se dirige a la estación de
Euston. En el lavabo se quita la peluca y deja la caja en consigna. Antes de ir a
Regent Gate telefonea a Chiswick y pide comunicación con lady Edgware. Esto
ya estaba convenido entre ellas. Si todo había ido bien, si Charlotte no había
sido reconocida, tenía que contestar «Muy bien». Estoy seguro de que miss
Adams no sabía la verdadera causa de la llamada telefónica. Después de oír
esta contestación, Jane Wilkinson se dirige a Regent Gate, pregunta por lord
Edgware, proclama su identidad y se dirige a la biblioteca, donde comete el
primer asesinato. Claro que no sabe que miss Carroll la está mirando desde
arriba. Ella estaba segura de que el único que la acusaría sería el criado. ¿Y
qué vale la palabra de un criado, que nunca la había visto, contra la de doce
personas distinguidas? Después de cometido el hecho, sale de la casa, se
dirige a Euston, se vuelve a poner la peluca negra y recoge la caja. Entonces
tiene que hacer tiempo hasta que Charlotte Adams vuelva de Chiswick. Entre
tanto, va a la Córner House, mira a menudo su reloj, pues el tiempo pasa muy
lentamente, y entonces se prepara para un segundo asesinato. Mete en el
monedero de Charlotte, que lleva consigo, la cajita de oro que ha encargado a
París. Mientras realiza esto, encuentra la carta dirigida a Lucy Adams. Quizá la
encontró antes. De todas maneras, al ver la dirección, presiente un peligro. La
abre y ve que sus sospechas son justificadas. Quizá su primer impulso es
destruir la carta en seguida. Pero pronto encuentra una solución mejor.
Arrancando una hoja de ella, ésta se convierte en una acusación contra Ronald
Marsh, hombre que tiene motivos poderosos para cometer el crimen. Aun en el
caso de que Ronald Marsh pueda probar su inocencia, la carta se convierte en
una acusación contra un hombre, ya que ha suprimido el «ella» del principio de
la página. Una vez hecho esto, vuelve a meter la carta en el sobre, y éste, en el
monedero. Ha llegado el momento de marcharse. Sale; se dirige al Savoy y
entra, sin que, desgraciadamente, la vea nadie. Una vez arriba, se dirige a su
habitación, en la que ya está Charlotte Adams. La camarera, como de
costumbre, ya se ha acostado. De nuevo cambia de ropa y entonces,
seguramente, lady Edgware le propone un brindis para celebrar el buen éxito
de la broma En la copa de Charlotte está el veronal. Felicita a su víctima y la
dice que al día siguiente le enviará el cheque... Charlotte Adams se va a su
casa... Está muy cansada, tiene mucho sueño. Trata de telefonear a un amigo,
tal vez el capitán Marsh o Bryan Martin, ya que ambos tienen números de
Victoria, pero lo deja para el día siguiente. ¡Se encuentra tan rendida...! El
veronal empieza a obrar. Se acuesta para no despertarse más. El segundo
crimen ha sido cometido felizmente. Ahora vamos con el tercer crimen. La
escena tiene lugar en un banquete. Sir Montagu Córner hace referencia a una
conversación que sostuvo con lady Edgware la noche del crimen. Eso es fácil.
Ella no tiene más que murmurar algunas frases de alabanza. Pero,
desgraciadamente, se menciona el Juicio de Paris y ella toma a «Paris» por el
único París que conoce, el París de los trajes y de los sombreros. Pero frente a
ella está un joven que asistió a la cena de Chiswick, un joven que aquella
noche oyó a lady Edgware discutir de Homero y de la civilización griega.
Charlotte Adams era una muchacha muy culta; Ross no comprende aquello.
Está asombrado. Y de pronto la verdad se abre paso en su cerebro. Aquélla no
es la misma mujer. Las dudas le embargan. No está seguro de sí mismo.
Quiere que le aconsejen y piensa en mí. Habla con Hastings. Pero lady
Edgware le oye y se entera también de que no estaré en casa hasta las cinco.
A las cinco menos veinte va a casa de Ross. Éste abre la puerta y se
sorprende mucho al verla, pero no se asusta. Un muchacho alto y fuerte no
siente miedo de una mujer. La hace entrar en el comedor. Mientras hablan, ella
se coloca detrás de él y, en completa seguridad, le apuñala. Quizá él lanza un
grito ahogado, nada más.
Hubo una pausa. Luego Japp dijo roncamente:
—Pero ¿por qué hizo todo eso, si su marido estaba dispuesto a concederle el
divorcio?
—Porque el duque de Merton es uno de los más firmes sostenes del
catolicismo inglés. Porque no hubiese pensado nunca en casarse con una
mujer cuyo marido viviese todavía. Es un joven fanático. En cambio, con una
viuda podía casarse inmediatamente. Sin duda, ella le debió sugerir varias
veces la solución del divorcio, pero él no debió picar el cebo.
—Entonces, ¿para qué le envió a usted a ver a lord Edgware?
—Ah, parbleau! —Poirot, que hasta entonces había estado muy correcto,
volvió a su naturaleza exaltada—. ¡Para ponerme una venda en los ojos! ¡Para
hacer de mí un testigo que demostrase que ella no tenía ningún interés en
cometer el crimen! ¡Para hacer de mí, Hércules Poirot, su salvaguardia! ¡Ma foi,
que lo logró! ¡Y qué cerebro el suyo! ¡Cómo se hizo la sorprendida cuando lo
de la carta que le había escrito su esposo y que ella juró no haber recibido!
¿Sintió algún remordimiento por alguno de los tres crímenes cometidos?
Seguramente que no.
—Ya le dije a usted lo que era ella —dijo Bryan Martin—. Bien se lo advertí.
Sabía que mataría a su marido. Es una mujer mala. Diabólicamente mala. Ojalá
pague caro lo que ha hecho. Ojalá la condenen y ahorquen.
Su rostro estaba rojo como la grana. Su voz era ronca.
—¡Vamos! ¡Vamos! —dijo Jenny Driver.
Hablaba como las institutrices cuando se dirigen a un chiquillo.
—¿Y la cajita de oro con la inscripción «París, noviembre» en el interior de la
tapa? —preguntó Japp.
—La encargó por carta a París y mandó a Ellis, su camarera, a buscarla.
Naturalmente, Ellis sólo vio el paquete. No tenía la menor idea de lo que había
dentro. También lady Edgware cogió unas gafas de Ellis para ayudar a
Charlotte en la caracterización de mistress Van Deusen. Se las olvidó en el
monedero de Charlotte Adams. Esa es su única equivocación. Todo esto se me
ocurrió mientras permanecía en medio de la calle. ¡Ellis! ¡Las gafas de Ellis!
¡Ellis yendo a buscar la cajita a París! ¡Ellis y, por tanto, Jane Wilkinson!
Además, es muy posible que le quitase a su camarera algo más que las gafas.
—¿Qué?
—Un bisturí de los callos.
Me estremecí. Hubo un silencio momentáneo. Luego Japp dijo con una
extraña confianza:
—Poirot, ¿es eso cierto?
—Certísimo, mon ami.
Entonces empezó a hablar Bryan Martin, y sus palabras fueron dignas de él.
—Vamos a ver —dijo de mal humor—. ¿Por qué se me ha hecho venir aquí?
¿Por qué se me ha dado un susto mortal?
Poirot le miró fríamente.
—Para castigarle. Para castigarle por haber sido impertinente. ¿Quién le
mandó jugar con Hércules Poirot?
Entonces Jenny Driver se echó a reír a carcajadas.
—Que te sirva de lección, Bryan —dijo al fin, y se volvió hacia Poirot—: Me
alegro muchísimo de que no sea culpable Ronnie Marsh —dijo—. Me es muy
simpático. Estoy contentísima de que la muerte de Charlotte no quede impune.
En cuanto a Bryan, le voy a decir a usted una cosa en confianza, monsieur
Poirot: me caso con él. Y si cree que podrá divorciarse de mí para casarse dos
o tres veces más, a estilo Hollywood, se equivoca lamentablemente. Si se casa
conmigo, me tendrá que aguantar.
Poirot la miró, observando su mentón audaz y su rojo cabello.
—Es muy posible que sea así, señorita —dijo—. Aseguraría que tiene usted
valor para todo, hasta para casarse con un actor de cine.
CAPITULO TREINTA Y UNO
UN DOCUMENTO HUMANO
Unos días más tarde tuve que salir inesperadamente para la Argentina. Por
tanto, no volví a ver a Jane Wilkinson. Por los periódicos me enteré de que en
el juicio oral había sido condenada a muerte. Al ver que toda la verdad había
sido descubierta, su ánimo decayó. Mientras se creyó a salvo, no cometió
ninguna imprudencia; pero en cuanto perdió la confianza en sí misma, se
desmoronaron su altivez y serenidad y se portó como una criatura.
Como ya he dicho, la última vez que la vi fue en la comida que dieron los
Widburn. Pero siempre que pensé en ella me la imaginé tal como la había visto
en su habitación del Savoy, moviéndose absorta entre un montón de
elegantísimos vestidos negros. Tengo la convicción de que aquella tranquilidad
suya no era una pose, sino completamente natural. Su plan había salido
perfectamente y no tenía el menor remordimiento. No creo que ninguno de los
crímenes que cometió la preocupasen en absoluto. A continuación reproduzco
una carta que escribió antes de morir, ordenando que después de la ejecución
se la entregasen a Poirot. Es un documento que retrata maravillosamente el
carácter de aquella hermosísima mujer:
«Querido monsieur Poirot: Después de pensarlo mucho, me he decidido a
escribirle. Sé que algunas veces publica usted los reportajes de los casos
interesantes en que ha intervenido. No creo que en ninguno de los libros que
ha escrito haya añadido documento alguno de los interesados. Por tanto, le
envío esta carta, pues deseo que todo el mundo sepa cómo llevé a cabo mis
propósitos.
Sigo creyendo que todo estaba estupendamente planeado y que, de no haber
intervenido usted en el asunto, todo hubiera terminado bien. Espero que en su
libro concederá gran importancia a esta carta. Me gustaría mucho que la gente
se acordase de mí y que se publicasen mis hazañas. Porque estoy segura de
que he sido única. Por lo menos, aquí, en la cárcel, todos me lo dicen.
El origen de todo viene de cuando conocí a Merton en América. Yo
comprendí en seguida que sólo enviudando lograría que se casase conmigo.
Ha sido una verdadera lástima que ese hombre tuviese tantos prejuicios contra
el divorcio. Todo cuanto hice por convencerle fue inútil. Viviendo mi marido, no
se casaría conmigo jamás. Es un verdadero chiflado.
Entonces decidí que mi marido muriera. Pero no veía la manera de lograrlo.
La verdad es que en los Estados Unidos los hombres no son tan idiotas como
en Inglaterra. Si Merton hubiese sido americano, las cosas se habrían
arreglado mucho mejor. En fin, como iba diciendo, me pasé días enteros
procurando descubrir la manera de enviudar. Pero ante cada solución surgía un
enorme inconveniente. Empezaba ya a perder la esperanza, cuando, estando
en Inglaterra, vi a Charlotte Adams en un teatro y comprobé lo
maravillosamente que me imitaba. Entonces vi el cielo abierto. Con su ayuda
conseguiría una coartada perfecta. Empecé a reflexionar de qué medio me valdría,
y se me ocurrió enviarle a usted a visitar a mi marido, pidiéndole, en mi
nombre, el divorcio. En seguida empecé a alardear de los deseos que sentía a
veces de ir a pegar cinco tiros a mi marido. Cuando me presentaron a
Charlotte, le expuse mi idea, claro está que sin explicarle la verdad. Le dije sólo
que era con el fin de ganar una apuesta, y que ella recibiría diez mil dólares.
Ante la seguridad que tenía de ganar ese dinero, se entusiasmó tanto, que
algunos de los detalles fueron idea suya. Como el cambio de ropa no podíamos
hacerlo en mi casa por estar Ellis, ni en la suya por su camarera, pensé hacerlo
en el hotel.
Desde el momento en que empecé a planear el asesinato, decidí que
Charlotte Adams también tenía que morir. Era una lástima, pero no había otro
remedio. Yo tenía en casa un poco de veronal, pues solía tomarlo algunas
veces. Gracias a él la cosa resultaba sencillísima, pero era preciso que se
creyese que Charlotte acostumbraba tomarlo. Entonces encargué la cajita de
oro con una inicial cualquiera y la inscripción «París, noviembre». Así, me
figuré que se complicaría más la cosa. Encargué la cajita por carta y mandé
luego a Ellis a buscarla. Claro que ella ignoraba lo que contenía el paquete.
Mientras Ellis estuvo en París, me apoderé de uno de los bisturís que ella
usaba para los callos, que fue el que empleé para matar a Edgware. Escogí
aquel bisturí por lo agudo de su filo. Un doctor de San Francisco me había
enseñado dónde se tenía que clavar el arma para que la muerte fuese
instantánea. Le pedí una explicación clara y repetida por si algún día podía
serme útil. Al doctor le dije que esperaba emplear su idea en una película. Fue
una mala jugada la que me hizo Charlotte Adams escribiendo a su hermana,
siendo así que me había jurado que no diría una palabra a nadie. Cuando vi la
carta pensé en destruirla, pero después reflexioné y me pareció mucho mejor
rasgar una de las hojas. Eso fue idea mía, y creo que puedo enorgullecerme de
ella más que de las demás. Todos tendrán que reconocer que demostré poseer
talento al ocurrírseme una cosa así.
Todo se desarrolló como yo había pensado. Cuando vino aquel inspector de
Scotland Yard, temí que me detuviese; pero, aun siendo así, me habría dejado
en libertad ante la declaración de las personas que me vieron en la cena de sir
Montagu Córner y que no sospechaban que la mujer que vieron cenando allí no
era lady Edgware.
Cuando pasó aquel pequeño peligro me sentí la más feliz de las mujeres. Es
cierto que la duquesa me odiaba; pero en cambio Merton estaba loco por mí y
quería que nos casásemos lo antes posible. Nunca me había sentido más feliz
que durante aquellas semanas. La detención del sobrino de mi marido me
salvaba de toda sospecha. Cada día estaba más orgullosa de la magnífica idea
que tuve al rasgar la hoja de la carta de Charlotte.
En lo de Donald Ross creo que intervino la mala suerte. Todavía no me
explico cómo llegó a sospechar de mí. Por lo que me han dicho, parece ser que
fue por algo referente a «París», que en lugar de ser una población es un
personaje. Aunque no sé exactamente quién es ese París, supongo que será
un señor historiador.
Desde luego, Ellis me contó que la había usted llamado, pero únicamente
respecto a Bryan Martin. Como no le preguntó siquiera si había ido a buscar un
paquete a París, no sospechó nada. Seguramente creyó usted que si le
preguntaba eso, ella me pondría en guardia y podría escaparme. No puedo
explicarme la maravillosa manera que ha tenido usted de descubrir todo lo
referente al crimen.
Pero, monsieur Poirot, usted no se portó bien conmigo. Tengo la seguridad de
que lamentará siempre su comportamiento en este asunto. Lo único que yo
deseaba era ser dichosa. ¡Y pensar que si no llega a ser por mí, usted no
hubiera intervenido en el asunto! Pero, la verdad, nunca creí que fuera usted
tan listo. Por su aspecto, nadie lo diría. No ahorcan en público, ¿verdad? Es
una lástima, porque ahora, aunque pálida, estoy muy guapa, y además me
dicen que soy muy valiente. Seguramente, nunca ha habido un criminal como
yo.
Me despido de usted, porque tengo que ver al capellán, perdonándole por
todo el mal que me ha hecho, pues, según dicen, hay que perdonar a los
enemigos.
Jane Wilkinson.»
FIN

º