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miércoles, 30 de junio de 2010

Agatha Christie -- S. O. S.


Agatha Christie



S. O. S.


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s. o. s.

Agatha Christie

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—¡Ah! —dijo el señor Dinsmead efusivamente mientras examinaba la mesa redonda con aprobación. La luz del hogar había resaltado el mantel blanco, los tenedores y cuchillos, así como todos los demás objetos.

—¿Está... todo a punto? —preguntó la señora Dinsmead con voz insegura. Era una mujercita insignificante, de rostro descolorido, cabellos ásperos, peinados hacia atrás, y una nerviosidad perpetua.

—Todo está a punto —replicó su esposo con una especie de satisfacción malsana.

Era un hombre corpulento, de hombros caídos y rostro rubicundo. Tenía los ojos pequeños y brillantes, las cejas muy pobladas y las mejillas desprovistas de vello.

—¿Limonada? —sugirió la señora Dinsmead, casi en un susurro.

Su esposo meneó la cabeza.

—Té. Es mucho mejor en todos los aspectos. Mira el tiempo que hace, llueve a cántaros y sopla fuerte viento. Una buena taza de té caliente es lo que hace falta para acompañar la cena de una noche como ésta.

Y parpadeando con vivacidad volvióse de nuevo para revisar la mesa.

—Un buen plato de huevos, ternera en lata y pan y queso. Esto es lo que he dispuesto para la cena. De manera que ve a prepararlo, mamá. Carlota está en la cocina esperando para ayudarte.

La señora Dinsmead se levantó, ovillando cuidadosamente la lana de su labor de punto.

—Es ya una muchacha muy atractiva —murmuró.

—¡Ah! —exclamó el señor Dinsmead—. ¡Es el viejo retrato de su madre! ¡Vamos, ve a la cocina de una vez y no perdamos más tiempo!

Y se puso a pasear por la habitación tarareando una cancioncilla por espacio de unos minutos. Una vez se acercó a la ventana para contemplar el exterior.

—Vaya tiempecito —murmuró para sí—. No es muy probable que tengamos visitas esta noche.

Y entonces salió de la habitación.

Unos diez minutos más tarde la señora Dinsmead volvía trayendo un plato de huevos fritos, seguida de sus dos hijas que traían el resto de las viandas. El señor Dinsmead y su hijo Johnnie cerraban la marcha. El primero sentóse a la cabecera de la mesa.

—¡Qué buena idea tuvo el primero a quien se le ocurrió conservar los alimentos en las latas! Me gustaría saber qué haríamos nosotros a tanta distancia de cualquier poblado si no pudiéramos echar mano de las conservas cada vez que el carnicero se olvida de venir.

Y se dispuso a atacar la ternera.

—Yo me pregunto a quién se le ocurriría construir una casa como ésta tan apartada de la civilización —replicó su hija Magdalena en tono quejoso—. Nunca vemos a un ser viviente.

—No —dijo su padre—. Nunca vemos a nadie.

—No sé por qué la alquilaste, papá —intervino Carlota.

—¿No, hija mía? Pues tenía mis razones..., sí, tuve mis razones.

Sus ojos buscaron los de su esposa, pero ella frunció el ceño.

—Y además está encantada —continuó Carlota—. No dormiría aquí sola por nada.

—Tonterías —replicó el padre—. Nunca viste nada, ¿no es cierto?

—Quizá no haya visto nada, pero...

—Pero, ¿qué...?

Carlota no contestó, mas un estremecimiento recorrió su cuerpo. Un fuerte ramalazo de lluvia azotó el postigo de la ventana y la señora Dinsmead dejó caer la cuchara, que tintineó contra la bandeja.

—¿Estás nerviosa, mamá? —dijo el señor Dinsmead—. Hace mala noche, eso es todo. No te preocupes, aquí estamos seguros junto al fuego, y no es probable que nadie venga a molestarnos. Vaya, sería un milagro que viniera alguien, y los milagros no ocurren a menudo. No —agregó como para sus adentros con extraña satisfacción—. Los milagros no ocurren a menudo.

Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando llamaron a la puerta, y el señor Dinsmead quedó como petrificado.

—¿Qué es eso? —murmuró boquiabierto.

La señora Dinsmead, exhalando un gemido, se arropó más en su chal. El color acudió a las mejillas de Magdalena cuando se inclinó hacia delante para decir a su padre:

—El milagro ha ocurrido. Será mejor que vayas a ver quién es.

Veinte minutos antes Mortimer Cleveland se hallaba examinando su automóvil bajo la lluvia y envuelto en la niebla. Aquello sí que era mala suerte. Dos pinchazos en menos de diez minutos, y allí estaba detenido a muchos kilómetros de distancia de cualquier parte, en mitad de las desnudas tierras de Wilstshire, con la noche echándose encima y sin la menor esperanza de encontrar dónde guarecerse. Le estaba bien empleado por querer tomar un atajo. ¡Si hubiera continuado por la carretera principal! Ahora se encontraba perdido en mitad de un camino de carros cerca de la ladera de una colina, sin posibilidad de hacer avanzar su coche, ni la menor idea de a qué distancia estaba el pueblo más próximo.

Miró perplejo a su alrededor y sus ojos percibieron el resplandor de una luz en la ladera de la colina. Un segundo más tarde la niebla la ocultó de nuevo, pero aguardando con paciencia logró verla otra vez. Tras un momento de vacilación se decidió a abandonar el automóvil, encaminándose hacia la colina.

Pronto pudo salir de la niebla, viendo que la luz salía de una ventana de una casita de campo. Allí por lo menos encontraría refugio. Mortimer Cleveland apresuró el paso, inclinando la cabeza para hacer frente a la lluvia y al fuerte viento que intentaba hacerle retroceder.

Cleveland era, a su manera, una celebridad, aunque la mayoría de la gente desconociera su nombre y actividades. Era una autoridad en ciencias mentales y había escrito dos libros de texto sobre el subconsciente. Era, además, miembro de la Sociedad de Investigaciones Físicas y un estudiante de las ciencias ocultas en cuanto afectaran sus propias conclusiones y línea de investigación.

Su naturaleza era muy susceptible al ambiente, y gracias a un adiestramiento deliberado había acrecentado este don natural. Cuando hubo llegado a la casa y llamado a la puerta, tuvo conciencia de una excitación, y de un interés especial, como si todas sus facultades se hubieran agudizado de pronto.

El murmullo de voces del interior llegaba perfectamente hasta sus oídos. Después de su llamada se hizo un silencio, y luego oyó correr una silla. Al minuto siguiente le abrió la puerta un muchacho de unos quince años. Cleveland pudo contemplar por encima de su hombro la escena del interior, que le recordó los cuadros de un pintor alemán.

Una mesa redonda preparada para la cena y una familia reunida a su alrededor; un par de velas encendidas y la luz del hogar iluminándolo todo. El padre, un hombre corpulento, sentado a la cabecera de la mesa, y frente a él una mujercita de cabellos grises y aspecto atemorizado. Frente a la puerta, mirando a Cleveland, una muchacha que había detenido su taza en el aire sin acabar de llevarla a sus labios.

Cleveland vio en seguida que su hermosura era poco corriente. Sus cabellos, rubios como el oro, enmarcaban su rostro como una aureola; sus ojos, muy separados, eran de un gris purísimo, y la boca y la barbilla dignas de una madonna italiana.

Hubo un minuto de silencio absoluto. Luego Cleveland penetró en la casa refiriendo lo que acababa de ocurrirle. Cuando hubo terminado su historia se hizo otra pausa difícil de explicar. Al fin, como si le costara un gran esfuerzo, se levantó el padre.

—Pase, señor... ¿señor Cleveland, dijo usted?

—Ése es mi nombre —repuso Mortimer sonriendo.

—Ah, sí. Pase, señor Cleveland. Hace noche de perros, ¿no es cierto? Acérquese al fuego. Cierra la puerta, ¿quieres, Johnnie? No te quedes ahí toda la noche.

Cleveland se acercó al fuego, tomando asiento en un taburete de madera, mientras Johnnie cerraba la puerta.

—Me llamo Dinsmead —le dijo el cabeza de familia con toda cordialidad—. Ésta es mi esposa, y éstas mis dos hijas, Carlota y Magdalena.

Por primera vez Cleveland vio el rostro de la otra joven sentada de espaldas a la puerta, y aunque totalmente distinta a la otra, era también una belleza. Muy morena, con el rostro pálido, una delicada nariz aguileña y boca perfecta. Al oír la presentación de su padre inclinó la cabeza mirándole como si quisiera adivinar su carácter..., como si le estuviera pesando en la balanza de su joven juicio.

—¿Quiere beber alguna cosa, señor Cleveland?

—Gracias —replicó Mortimer—. Una taza de té me sentaría admirablemente.

El señor Dinsmead vaciló un momento, y luego fue vaciando las cinco tazas, una tras otra, en la tetera.

—Este té está ya frío —dijo con brusquedad—. ¿Quieres hacer un poco más, mamá?

La señora Dinsmead levantóse rápidamente y recogió la tetera. Mortimer tuvo la impresión de que se alegraba de poder abandonar la habitación.

El té no tardó en llegar y el inesperado huésped participó en la cena.

El señor Dinsmead charlaba y charlaba..., estuvo comunicativo, genial y locuaz, contando al forastero toda su vida. Que se había retirado últimamente del negocio de la construcción..., sí, era un buen asunto. Él y su esposa habían creído que les convendría un poco de aire puro..., hasta entonces nunca habían vivido en el campo. Claro que era mala época, octubre y noviembre, pero no quisieron esperar.

—La vida es tan insegura, señor...

De modo que alquilaron aquella casita situada a ocho kilómetros del pueblo más cercano, y a diecinueve de lo que podríamos llamar la ciudad. No, no se quejaban. Las hijas lo encontraban un poco aburrido, pero él y su esposa disfrutaban con aquella tranquilidad.

Y así continuó largo rato, dejando a Mortimer casi hipnotizado con su facilidad de palabra. Estaba seguro de que allí no había otra cosa que vulgaridad doméstica, y no obstante al penetrar en la casa diagnosticó otra cosa..., cierta tensión..., cierta corriente que emanaba de una de aquellas cinco personas..., no sabía de cuál. ¡Simplezas, sus nervios estaban fuera de quicio! Les asustó al pronto su repentina aparición, seguramente..., nada más.

Insinuó la cuestión de buscar cobijo para pasar la noche, hallando pronta respuesta.

—Usted se queda con nosotros, señor Cleveland. No hay otra casa en varios kilómetros. Podemos darle habitación, y aunque mis pijamas son algo anchos, vaya, siempre serán mejor que nada, y sus ropas estarán ya secas por la mañana.

—Es usted muy amable.

—Nada de eso —-replicó el otro alegremente—. Como acabo de decirle, hace una nochecita de perros para andar por ahí. Magdalena, Carlota, id a preparar la habitación.

Las dos jóvenes salieron de la estancia y al poco rato Mortimer las oyó andar por arriba.

—Comprendo perfectamente que dos jovencitas tan atractivas como sus hijas se aburran aquí —dijo Cleveland.

—¿Bonitas, verdad? —repuso el señor Dinsmead con orgullo paternal—. Pero muy distintas de nosotros. Mi esposa y yo somos muy caseros y estamos muy unidos, se lo aseguro, señor Cleveland. ¿No es cierto, Maggie?

La señora Dinsmead sonrió y las agujas tintineaban afanosamente. Tejía muy de prisa.

Al fin la habitación estuvo preparada, y Mortimer, tras dar las gracias una vez más, anunció el deseo de retirarse a descansar.

—¿Habéis puesto una botella de agua caliente en la cama? —preguntó de pronto la señora Dinsmead acordándose de sus deberes de ama de casa.

—Sí, mamá, dos.

—Muy bien —replicó Dinsmead—. Subid con él, hijas mías, y ved que no falte nada.

Magdalena le precedió con un candelabro en alto para iluminar una escalera, y Carlota subió tras él.

El dormitorio era reducido, pero agradable, con el techo inclinado. La cama parecía cómoda y los pocos muebles un tanto polvorientos que la adornaban eran de caoba antigua. Sobre el lavabo había una gran jarra de agua caliente, y sobre una silla un pijama de enormes proporciones. La cama había sido abierta.

Magdalena fue hasta la ventana para asegurarse de que los postigos estaban cerrados. Carlota dirigió una ojeada final a los utensilios del lavabo y ambas se retiraron hacia la puerta.

—Buenas noches, señor Cleveland. ¿Está seguro de que no le falta nada?

—No, gracias, señorita Magdalena. Siento ocasionarles tantas molestias. Buenas noches.

Y salieron, cerrando la puerta tras ellas. Mortimer Cleveland quedó a solas y empezó a desnudarse con aire pensativo. Cuando se hubo puesto el enorme pijama del señor Dinsmead recogió sus ropas húmedas y las dejó fuera de la habitación, como le aconsejara su anfitrión, cuya voz se oía desde abajo.

¡Qué charlatán era aquel hombre! Era un tipo raro... y desde luego había oído algo extraño en aquella familia. ¿O eran cosas de su imaginación?

Volvió a entrar en el dormitorio y cerró la puerta, quedando sumido en sus pensamientos... y entonces tuvo un sobresalto.

La mesita de caoba que había al lado de la cama estaba cubierta de polvo y escritas en él se veían unas letras con toda claridad. S. O. S.

Mortimer no podía dar crédito a sus ojos. Aquello era una confirmación a sus vagas sospechas y presentimientos. Entonces estaba en lo cierto. En aquella casa ocurría algo raro.

S. O. S. Una llamada de auxilio. Pero, ¿quién la habría escrito en el polvo? ¿Magdalena o Carlota? Ambas estuvieron junto a la cama unos momentos antes de abandonar la habitación. ¿Qué mano habría trazado aquellas tres significativas letras?

Ante él aparecieron los rostros de las dos jóvenes. Magdalena, morena y fría, y Carlota, tal como la viera en el primer momento, con los ojos muy abiertos, sobresaltada, con un algo indefinible en su mirada.

Fue de nuevo hacia la puerta y la abrió. Ya no se oía la voz del señor Dinsmead. La casa estaba silenciosa.

Mortimer pensó para sus adentros:

«Esta noche nada puedo hacer. Y mañana ya veremos.»

Cleveland se despertó temprano, y luego de bajar a la planta baja salió al jardín. La mañana era hermosa y fresca después de la lluvia. Alguien más había madrugado. En el otro extremo del jardín Carlota estaba inclinada sobre la cerca contemplando las colinas, y el pulso se aceleró un poco al ir a su encuentro. En su interior estaba convencido de que fue Carlota quien escribiera el mensaje. Al llegar junto a ella la joven se volvió para darle los buenos días. Sus ojos eran francos e infantiles, sin la menor sombra de secreto.

—Hace una mañana espléndida —dijo Mortimer sonriendo—. Qué contraste con el tiempo que hacía anoche.

—Desde luego.

Mortimer arrancó una rama del árbol cercano, y con ella empezó a dibujar sobre la arena que había a sus pies. Trazó una S, luego una O y por último otra S, observando la reacción de la joven, pero tampoco ahora pudo ver la menor señal de comprensión.

—¿Sabe lo que representan estas letras? —le preguntó de pronto.

Carlota frunció el entrecejo.

—¿No son las que envían los barcos cuando están en peligro? —preguntó.

Mortimer hizo un gesto de asentimiento.

—Alguien las escribió anoche en mi mesita de noche —dijo tranquilamente—. Y pensé que tal vez hubiera sido usted.

Ella le miró con franco asombro.

—¿Yo? ¡Oh, no!

Entonces se había equivocado. Sintió una punzada de desaliento. Creía estar seguro..., tan seguro. Y sus presentimientos no solían engañarle.

—¿Está bien segura? —insistió.

—¡Oh, sí!

Echaron a andar hacia la casa. Carlota parecía preocupada por algo, y apenas contestaba a los comentarios de Mortimer. De pronto exclamó en voz baja y nerviosa:

—Es... es tan extraño que me haya usted preguntado por esas letras, S.O.S. Claro que yo no las escribí, pero... podría haberlo hecho.

Cleveland se detuvo para mirarla y ella continuó:

—Parece una tontería, lo sé, pero he estado tan asustada, tanto..., que cuando usted llegó anoche me parecía una... una respuesta a mis plegarias.

—¿De qué tenía miedo? —preguntó Mortimer.

—No lo sé.

—¿No lo sabe?

—Creo... que es la casa. Desde que vinimos aquí ha ido creciendo mi temor. Todos parecen distintos. Papá, mamá y Magdalena..., todos parecen haber cambiado.

Mortimer no replicó en seguida, y antes de que pudiera hacerlo, Carlota se apresuró a continuar:

—¿Sabe que esta casa dicen que está encantada?

—¿Qué? —preguntó él sintiendo renacer su interés.

Sí, un hombre asesinó a su esposa aquí, hace ya algunos años. Nosotros lo supimos después de habitarla. Papá dice que eso de los fantasmas son tonterías, pero yo... no sé...

Mortimer pensaba a toda velocidad.

—Dígame —le preguntó en tono profesional—. ¿Ese crimen se cometió en la habitación donde yo he dormido?

—No lo sé —repuso Carlota.

—Quisiera saber —dijo Mortimer como para sus adentros—, si eso es posible.

Carlota le miraba sin comprender.

—Señorita Dinsmead —le dijo Cleveland amablemente—. ¿Ha tenido alguna vez motivos para creer que es usted una buena médium?

Ella le miró sorprendida.

Creo que usted sabe que escribió S.O.S. anoche —dijo él tranquilamente—. Oh, inconsciente, desde luego. Un crimen flota en la atmósfera, por así decir. Una mentalidad sensible como la suya pudo ser influenciada en cierta manera. Usted ha estado reproduciendo las sensaciones e impresiones de la víctima. Muchos años atrás ella escribió S.O.S. en la mesa, y usted, inconsciente, reprodujo anoche su última acción.

El rostro de Carlota se iluminó.

—Ya entiendo —dijo—. ¿Usted cree que ésa es la explicación?

Una voz llamó desde la casa y la joven se marchó dejando a Mortimer en el sendero del jardín. ¿Estaba satisfecho con aquella explicación? ¿Cubría todos los hechos que él conocía? ¿Explicaba la tensión que percibiera al entrar en la casa la noche anterior?

Quizá, y no obstante aún tenía la extraña sensación de que su repentina presencia había producido algo muy semejante a la consternación, y pensó para sí: No debo dejarme llevar por la explicación física. Puede afectar a Carlota, pero no a los otros. Mi llegada les contrarió en gran manera... a todos, excepto a Johnnie. Sea lo que fuese lo que ocurre, Johnnie no tiene nada que ver.

Estaba seguro de esto: era extraño que demostrara tanta seguridad, pero era así.

En aquel momento el propio Johnnie salía de la casa y se aproximó al huésped.

—El desayuno espera —le anunció—. ¿Quiere usted entrar?

Mortimer observó que el muchacho tenía dos dedos muy manchados, y Johnnie, al ver su mirada, se echó a reír.

—Siempre ando trajinando con productos químicos, ¿sabe? —le dijo—. Papá a veces se pone furioso. Él quiere que me dedique a la construcción, pero a mí me encanta la química.

El señor Dinsmead apareció en una de las ventanas con una amplia sonrisa en los labios, y al verle, todo el recelo y desconfianza de Mortimer despertaron de nuevo. La señora Dinsmead estaba ya sentada a la mesa. Le dio los buenos días con su voz inexpresiva y otra vez tuvo la sensación de que por alguna oculta razón le temía.

Magdalena bajó al fin, y tras saludarle con una leve inclinación de cabeza se acercó y tomó asiento frente a él.

—¿Ha dormido usted bien? —le preguntó bruscamente—. ¿No ha extrañado la cama?

Le miraba con ansiedad, y cuando él le contestó que sí había dormido bien, le pareció ver en sus ojos una sombra de desilusión. ¿Qué es lo que había esperado que dijera?

Mortimer volvióse a su anfitrión.

—Creo que su hijo se interesa por la química —dijo complacido.

La señora Dinsmead dejó caer su taza con estrépito.

—Vamos, vamos, Maggie —le dijo su esposo.

A Mortimer le pareció que en su voz había una reconvención, una advertencia..., pero volviéndose hacia su huésped estuvo hablando tranquilamente de las ventajas del ramo de la construcción y de no dejar que los jóvenes siguieran sus impulsos.

Después del desayuno Cleveland salió solo al jardín para fumar un cigarrillo. Era evidente que había llegado la hora de abandonar aquella casa. Pasar la noche era una cosa, pero el prolongar su estancia allí resultaba difícil sin una excusa, y ¿qué excusa podía dar? Sin embargo sentíase reacio a partir.

Pensando y pensando, tomó un camino que llevaba al otro lado de la casa. Sus zapatos tenían las suelas de crepé y apenas hacían ruido. Al pasar ante la ventana de la cocina oyó la voz de Dinsmead y sus palabras atrajeron su atención.

—Es una buena suma de dinero, vaya si lo es.

Mortimer no tenía intención de escuchar lo que hablaban, pero volvió sobre sus pasos muy pensativo. Sea como fuere se trataba de sesenta mil libras, y aquello ponía la cosa más clara... y más fea.

Magdalena salía de la casa, pero la voz de su padre la llamó casi en el acto, y volvió a entrar. Al poco rato Dinsmead volvía a reunirse con su huésped.

—¡Qué hermosa mañana! —le dijo animadamente—. Espero que su automóvil no tenga nada de importancia.

Quiere saber cuándo me marcho, pensó Mortimer, y en voz alta agradeció una vez más su hospitalidad al señor Dinsmead.

—No faltaba más, no faltaba más —replicó el otro.

Magdalena y Carlota salieron juntas de la casa, y cogidas del brazo se dirigieron a un asiento rústico que había a corta distancia. Las dos cabezas, una morena y la otra rubia, contrastaban tanto que Mortimer exclamó impulsivamente:

—Qué distintas son sus hijas, señor Dinsmead.

El aludido, que estaba encendiendo su pipa, apagó la cerilla con violencia.

—¿Usted cree? —preguntó—. Sí; claro, supongo que lo son.

Mortimer tuvo una repentina inspiración.

—Claro que las dos muchachas no son hijas suyas —dijo con calma.

Vio que Dinsmead le miraba vacilando, y que al fin se decidía.

—Es usted muy inteligente —le dijo—. No, una de ellas la recogimos cuando era de pañales y la hemos criado como si fuera nuestra. Ella no tiene la menor idea de la verdad, pero tendrá que saberlo pronto —suspiró.

—¿Una cuestión de herencia? —insinuó Mortimer.

El otro le dirigió una mirada de recelo, y al fin decidió que la franqueza era lo mejor.

—Es extraño que usted diga eso, señor Cleveland.

—Un caso de telepatía, ¿eh? —dijo Mortimer con una sonrisa.

—Así es, señor. La recogimos por complacer a su madre..., entonces yo empezaba a dedicarme a la construcción. Hace pocos meses vi un anuncio en los periódicos, y me pareció que la niña en cuestión debía ser nuestra Magdalena. Fui a ver a los abogados y se ha hablado mucho en todos los sentidos. Ellos sospechan... es natural... es natural..., pero ahora está todo aclarado. Yo mismo voy a llevarla a Londres la semana que viene... Ella todavía no sabe nada. Parece ser que su padre fue un hombre muy rico, y sólo se enteró de la existencia de la niña pocos meses antes de su muerte. Contrató a varios agentes para que la encontraran y le dejó todo su dinero para cuando dieran con ella.

Mortimer le escuchaba con suma atención. No tenía motivos para dudar de la historia del señor Dinsmead, que explicaba la belleza morena de Magdalena, y quizá también su frialdad. Sin embargo, aunque la historia fuese cierta, algo se ocultaba tras ella.

Mas Cleveland no quiso despertar las sospechas del otro. Al contrario, debía procurar disiparlas.

Una historia muy interesante, señor Dinsmead —le dijo—. Y felicito a la señorita Magdalena. Siendo tan hermosa y además heredera, tendrá un magnífico porvenir.

—Sí —convino el padre con calor—, y además es muy buena, señor Cleveland.

—Bien —dijo Mortimer—. Creo que debo marcharme ya. Tengo que darle las gracias una vez más, señor Dinsmead, por su hospitalidad tan estupenda y oportuna.

Acompañado de su anfitrión penetró en la casa para despedirse de la señora Dinsmead, que por hallarse de pie ante la ventana no les oyó entrar. Al oír decir a su esposo en tono jovial: «Aquí está el señor Cleveland, que quiere despedirse de ti», se sobresaltó de tal manera que le cayó algo que tenía en la mano y que Mortimer se apresuró a recoger. Era una miniatura de Carlota hecha al estilo de los veinte años atrás. Cleveland le repitió las gracias que ya diera a su esposo, volviendo a notar en ella las miradas furtivas y llenas de temor que le dirigían sus pestañas.

Las dos jóvenes no estaban a la vista, pero Mortimer no quería demostrar interés por ellas; también él tenía su idea, que no habría de tardar en comprobar.

Cuando se encontraba a medio kilómetro de distancia de la casa, camino del lugar donde dejara el automóvil la noche anterior, vio que se movían unos arbustos al lado del sendero y Magdalena apareció ante él.

—Tenía que verle —le dijo.

—La esperaba repitió Mortimer—. Fue usted quien escribió S.O.S. en mi mesilla de noche, ¿no es cierto?

Magdalena asintió.

—¿Por qué? —le preguntó Mortimer en tono amable.

La joven, dando media vuelta, comenzó a arrancar hojas de un arbusto.

—No lo sé —dijo—. Sinceramente, no lo sé.

—Cuéntame —le animó Cleveland.

Magdalena aspiró el aire con fuerza.

—Soy una persona práctica —dijo—; no de esas que imaginan o inventan cosas. Usted, según tengo entendido, cree en fantasmas y espíritus. Yo no, y le aseguro que en esta casa ocurre algo muy extraño —señaló la colina—. Quiero decir que hay algo tangible..., no es sólo un eco del pasado. Lo he estado notando desde que vinimos aquí. Cada día que pasa es peor. Papá está distinto, mamá es otra, y Carlota lo mismo.

Mortimer intervino.

—¿Y Johnnie no ha cambiado?

Magdalena le miró apreciativamente.

—No —dijo—, ahora que lo pienso, Johnnie no ha cambiado. Es el único que está igual que siempre. Incluso anoche a la hora del té.

—¿Y usted?

Yo estaba asustada..., terriblemente asustada, como una niña..., sin saber por qué. Y papá estuvo tan... extraño, no hay otra palabra. Habló de milagros y entonces yo recé..., recé para que se realizara un milagro, y usted llamó a la puerta.

Se detuvo bruscamente, mirándola a los ojos.

—Supongo que no debo parecerle loca —le dijo con aire desafiante.

—No —replicó Mortimer—, al contrario, me parece usted una personita muy cuerda. Todas las personas sanas sienten el peligro cuando se hallan cerca de él.

—No comprende —dijo ella—. Yo no temía... por mí.

—¿Por quién entonces?

Pero Magdalena volvió a menear la cabeza con aire contrito.

—No lo sé. —Y continuó—: Escribí S.O.S. impulsivamente. Tuve la impresión... sin duda absurda... de que no iban a dejarme hablar con usted..., me refiero, a mi familia. No sé lo que pensaba pedirle que hiciera, ni tampoco lo sé ahora.

—No importa —replicó Mortimer—. Lo haré.

—¿Qué puede usted hacer ahora?

—Puedo pensar.

Ella le miró incrédula.

—Sí —dijo Mortimer—, así puede hacerse muchísimo más de lo que usted se imagina. Dígame, ¿hubo por casualidad alguna palabra o frase que atrajera su atención poco antes de la cena de anoche?

Magdalena frunció el entrecejo.

—No creo —dijo al fin—. Oí que papá decía a mamá que Carlota era su vivo retrato, y se rió de un modo muy extraño, pero... no hay nada raro en eso, ¿verdad?

—No —replicó Mortimer, despacio—, excepto que Carlota no se parece en nada a su madre.

Permaneció sumido en sus pensamientos unos instantes y, al levantar los ojos, comprendió que Magdalena le contemplaba indecisa.

—Vuelva a su casa, pequeña —le dijo—, y no se preocupe. Déjelo en mis manos.

Ella, obediente, emprendió el camino de regreso. Mortimer continuó andando un poco más, y luego se tumbó sobre la verde hierba y cerrando los ojos procuró no pensar en nada, para dejar que una serie de imágenes fueran subiendo a la superficie de su memoria.

¡Johnnie! Siempre volvía a pensar en Johnnie. Johnnie completamente inocente, y ajeno a las sospechas e intrigas, pero, sin embargo, el eje en torno al cual giraba todo. Recordó que la señora Dinsmead había dejado caer su taza aquella mañana durante el desayuno. ¿Qué fue lo que originó su agitación? ¿Un comentario casual que hizo él acerca de la afición del muchacho por la química? En aquel momento no había reparado en el señor Dinsmead, pero ahora recordaba que detuvo en el aire la taza que iba a llevarse a los labios.

Aquello le llevó de nuevo a Carlota cuando la vio por primera vez mirándole por encima de su taza de té. Y rápidamente a este pensamiento le sucedió otro: el recuerdo del Señor Dinsmead vaciando todas las tazas, una tras otra, y diciendo: «El té está frío».

Recordaba las tazas humeantes. Sin duda el té no estaría tan frío como él pretendía.

Algo empezó a bullir en su cerebro. Una noticia que leyera en los periódicos no hacía mucho..., todo lo más un mes. Una familia entera envenenada por el descuido de un muchacho. Un paquete de arsénico olvidado en la despensa, cuyo contenido había ido cayendo sobre el pan que estaba debajo. Probablemente el señor Dinsmead también lo habría leído.

Las cosas se fueron aclarando.

Y media hora más tarde, Mortimer Cleveland se puso en pie rápidamente.

Se hizo de noche una vez más en la casita. Esta vez los huevos eran escalfados y se abrió una lata de carne mollar. La señora Dinsmead salía de la cocina portando la enorme tetera, mientras la familia ocupaba sus sitios correspondientes alrededor de la mesa.

La madre fue llenando las tazas y repartiéndolas. Luego, al dejar la tetera sobre la mesa, lanzó un grito ahogado y se llevó la mano al corazón. El señor Dinsmead giró en redondo siguiendo la dirección de sus ojos aterrorizados. Mortimer Cleveland estaba en pie en la entrada, y se adelantó.

—Temo haberles asustado —dijo—. Tuve que volver por algo.

—¿Por algo? —exclamó el señor Dinsmead con el rostro amoratado y las venas a punto de estallar—. Me gustaría saber por qué.

—Por un poco de té —exclamó Mortimer.

Y con un gesto rápido extrajo un tubo de ensayo de su bolsillo, en el que vació el contenido de una de las tazas que había sobre la mesa.

—¿Qué... qué hace usted? —preguntó el señor

Dinsmead, con el rostro palidísimo, del que había desaparecido todo el acaloro anterior como por arte de magia.

La señora Dinsmead lanzó un gemido.

—¿Lee usted los periódicos, señor Dinsmead? Estoy seguro que sí. Algunas veces se lee la noticia de que toda una familia ha sido envenenada..., ciertos miembros de la misma se recobraron y otros no. En este caso uno hubiera muerto. La primera explicación sería la carne en lata que están comiendo, pero ¿y suponiendo que el médico fuese un hombre receloso y que no se dejase convencer fácilmente por esa teoría? En su despensa hay un paquete de arsénico, y en el estante de debajo un paquete de té. Nada más natural que suponer que el arsénico cayó en el té por accidente... Su hijo sería inculpado de descuido y nada más.

—Yo... yo no sé a qué se refiere —exclamó Dinsmead.

—Creo que sí lo sabe —Mortimer cogió otra taza de té y llenó otro tubo. Al primero le puso una etiqueta roja y al otro una azul.

—El de la etiqueta roja —dijo— contiene té de la taza de su hija Carlota, y el otro de la de Magdalena; y estoy dispuesto a jurar que en el primero se encontrará cuatro o cinco veces mayor cantidad de arsénico que en el segundo.

—¡Está loco! —exclamó Dinsmead.

¡Oh, pobre de mí! Nada de eso. Usted me dijo hoy mismo, señor Dinsmead, que Magdalena no era hija suya. Y me mintió. Magdalena es su hija. CarIota es la niña que ustedes adoptaron y que es tan parecida a su madre, que cuando hoy tuve en mis manos una miniatura de su madre la tomé por la propia Carlota. Ustedes deseaban que su propia hija heredara la fortuna, y puesto que era imposible ocultar a Carlota, y alguien que hubiera conocido a su madre hubiese comprendido la verdad por su extraordinario parecido, decidieron..., bueno..., poner el arsénico blanco suficiente en el fondo de una taza de té.

La señora Dinsmead lanzó de pronto una risa histérica.

—Té —gritó—; eso es lo que dijo, té, y no limonada.

—¿Es que no puedes callarte? —rugió su esposo.

Mortimer vio que Carlota le miraba con los ojos muy abiertos. Luego sintió que le cogían de un brazo y Magdalena le llevó donde no pudieran oírles.

—Eso... —señaló los tubos de ensayo—. Papá... Usted no... Mortimer le puso una mano sobre el hombro.

Pequeña —le dijo—, usted no cree en el pasado. Yo sí. Y creo en el ambiente que se respiraba en esta casa. Si su padre no hubiera venido a esta casa, precisamente, quizá... digo quizá..., no hubiera concebido este plan. Guardaré estos dos tubos de ensayo para salvaguardar a Carlota ahora, y en el futuro. Aparte de esto, no haré nada... en agradecimiento, si usted quiere, a la mano que escribió S.O.S.


Ambrose Bierce - El golpe de gracia



Ambrose Bierce - El golpe de gracia


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La batalla había sido violenta y continuada; todos los sentidos lo
confirmaban. El sabor mismo del combate estaba en el aire. Ahora todo
había acabado; sólo quedaba socorrer a los heridos y enterrar a los
muertos; «asearlo un poco», como dijo el bromista de un pelotón de
enterramiento. Hacía falta una buena cantidad de «aseo». Hasta donde
alcanzaba la vista, entre los bosques y bajo los árboles astillados, se
extendían restos de hombres y caballos. Por entre ellos se movían los
camilleros recogiendo y llevándose a los pocos que mostraban señales de
vida. La mayoría de los heridos habían muerto por abandono mientras se
discutía su derecho a ser asistidos. Las reglas del ejército establecen
que los heridos deben esperar: la mejor manera de atenderlos es ganar la
batalla. Hay que reconocer que la victoria es una importante ventaja para
un hombre que necesita cuidados, pero muchos no viven lo bastante para
sacarle provecho.
Los muertos se recogieron en grupos de doce a veinte y se situaron uno
junto a otro en hileras, mientras se cavaban las fosas que iban a
recibirlos. Algunos, encontrados a demasiada distancia de los puntos de
recogida, se enterraban allí donde yacían. No se hacían muchos intentos de
identificarlos, pero en la mayoría de los casos, como los pelotones de
enterramiento estaban destacados para rasurar el mismo terreno que habían
ayudado a sembrar, los nombres de los victoriosos muertos se conocían y se
relacionaban en la lista. Los caídos enemigos tenían que contentarse con
cifras. Pero de estos tuvieron bastantes: muchos fueron contados varias
veces y el recuento total, como se señaló más adelante en el informe
oficial del comandante victorioso, semejaba más una esperanza que un
resultado.
A poca distancia del lugar donde uno de los pelotones de enterramiento
había establecido su «vivaque de la muerte», un hombre con el uniforme de
oficial del ejército federal se apoyaba, de pie, contra un árbol. De los
pies a la barbilla, su actitud revelaba un cansancio agotador; pero volvía
la cabeza de un lado a otro con inquietud; al parecer, su mente no
descansaba. Quizá dudaba sobre qué dirección tomar; seguramente no
permanecería mucho más donde se encontraba, pues ya los rayos horizontales
del sol poniente se esparcían, rojizos, por las aberturas del bosque y los
fatigados soldados empezaban a abandonar sus tareas del día. Por supuesto,
no iba a hacer noche allí, solo, entre los muertos. Nueve de cada diez
hombres que uno se encuentra tras una batalla preguntan por el camino que
ha tomado determinada fracción del ejército; como si todos lo supieran.
Sin duda, aquel oficial se encontraba perdido. Después de darse un momento
de reposo, seguiría presumiblemente a alguno de los pelotones de
enterramiento en retirada.
Sin embargo, cuando todos se marcharon, se dirigió directamente al
interior del bosque, hacia el oeste purpúreo, cuya luz le coloreaba el
rostro como sangre. Andaba a zancadas, con un aire de seguridad que
indicaba que se hallaba en un terreno familiar; había recuperado la
orientación. No miraba a los muertos que encontraba a su paso, a derecha e
izquierda. Tampoco prestaba atención a los gemidos sordos de algún herido
grave a quien no habían llegado los camilleros y que pasaría una noche
penosa bajo las estrellas, acompañado sólo por su sed. ¿Qué podía hacer,
en realidad, el oficial, que no era médico y tampoco llevaba agua?
En el extremo de un barranco poco profundo, una mera depresión del suelo,
yacían unos cadáveres agrupados. Los vio, se desvió súbitamente de su
trayecto y caminó rápidamente hacia ellos. Los examinó con atención, a
medida que pasaba, y se detuvo por último junto a uno que yacía a cierta
distancia de los otros, cerca de un grupo de árboles bajos. Lo observó
atentamente. Parecía moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El
hombre gritó.

El oficial era el capitán Downing Madwell, del Regimiento de Infantería de
Massachusetts, un valeroso e inteligente soldado y un hombre honorable. Al
regimiento pertenecían también dos hermanos apellidados Halcrow: Caffal y
Creede Halcrow. Caffal Halcrow era sargento de la compañía del capitán
Madwell y los dos hombres, el sargento y el capitán, eran incondicionales
amigos. En la medida en que la desigualdad de rango y la diferencia en los
deberes y consideraciones de la disciplina militar lo permitían,
procuraban estar siempre juntos. En realidad se habían criado juntos desde
la primera infancia, y una costumbre de cariño no se rompe fácilmente.
Caffal Halcrow no experimentaba ningún gusto ni disposición hacia lo
militar, pero la idea de la separación de su amigo le resultaba
extremadamente penosa y se alistó en la compañía en la que Madwell servía
como subteniente. Ambos ascendieron dos veces de rango, pero entre el
subalterno de más alta graduación y el oficial más bajo media un abismo
profundo y amplio, y la antigua relación se mantuvo con dificultades y de
un modo diferente.
Creede Halcrow, el hermano de Caffal, era el mayor del regimiento, un
hombre cínico y taciturno. Entre el capitán Madwell y él existía una
natural antipatía que las circunstancias habían alimentado y aumentado
hasta una franca animosidad. De no ser por la influencia disuasoria que su
mutua relación con Caffal les imponía, cada uno de estos dos patriotas
habría, sin duda, puesto todo su empeño en privar a su país de los
servicios del otro.
Al inicio del combate de aquella mañana, el regimiento cumplía su función
en un puesto de avanzada, a un kilómetro de distancia del grueso del
ejército. El grupo fue atacado y prácticamente sitiado en el bosque, pero
se mantuvo tenazmente en sus posiciones. Durante una tregua de la lucha,
el mayor Halcrow se acercó al capitán Madwell. Tras intercambiar el saludo
reglamentario, el mayor dijo:
-Capitán, el coronel ordena que conduzca usted a su compañía hasta la
cabeza de ese barranco y mantenga allí su posición hasta nueva orden. No
hace falta que le informe del peligro que implica esta maniobra, pero si
lo desea, supongo que puede usted delegar el mando de su compañía en su
teniente. No he recibido ninguna orden que autorice esa sustitución; es
una mera sugerencia mía de carácter no oficial.
Ante este mortal insulto, el capitán Madwell replicó con frialdad:
-Señor, lo invito a acompañarnos en la maniobra. Un oficial a caballo
constituiría un excelente blanco, y desde hace largo tiempo mantengo la
opinión de que sería una gran ventaja que se hallara usted muerto.
El arte de la réplica se cultivaba en los círculos militares ya en la
temprana fecha de 1862.
Media hora más tarde, la compañía del capitán Madwell fue expulsada de su
posición en la cabeza del barranco, tras haber perdido a un tercio de sus
hombres. Entre los caídos figuraba el sargento Halcrow. El regimiento fue
poco después obligado a retroceder hasta la primera línea de batalla, y al
final del combate, se encontraba a kilómetros de distancia. Ahora, de pie,
el capitán estaba al lado de su subordinado y amigo.
El sargento Halcrow había sido herido mortalmente. Su uniforme
desarreglado parecía haber sido rasgado violentamente y dejaba ver el
vientre al aire. Algunos botones de su chaqueta habían sido arrancados y
estaban en el suelo, a su lado, junto a otros jirones de sus ropas,
desparramados por todas partes. El cinturón de cuero estaba roto y parecía
haber sido arrastrado por debajo del cuerpo, una vez caído. No había mucha
efusión de sangre. La única herida visible era un agujero ancho e
irregular en el vientre. Estaba sucio de tierra y hojas secas. De él
sobresalía un pedazo del intestino delgado. El capitán Madwell no había
visto una herida así en toda su experiencia de la guerra. No conseguía
imaginar cómo se la habían hecho, ni explicar las otras circunstancias
concurrentes: el extraño desgarro del uniforme, el cinturón partido, la
piel blanca manchada con la tierra. Se arrodilló y lo examinó más
cuidadosamente. Cuando se incorporó, volvió los ojos en diferentes
direcciones como si buscara un enemigo. A cincuenta metros, en la cima de
una colina baja cubierta por unos pocos árboles, observó varias formas
oscuras moviéndose entre los cadáveres; era una piara de cerdos salvajes.
Uno estaba de espaldas, con el lomo muy alzado. Tenía las patas delanteras
sobre un cuerpo humano y la cabeza, inclinada, era invisible. El borde
cerdoso del espinazo se recortaba negro sobre el poniente rojo. El capitán
Madwell apartó los ojos y los fijó nuevamente sobre la cosa que antes
había sido su amigo.
El hombre que había padecido aquellas monstruosas mutilaciones se
encontraba vivo. A intervalos movía las piernas; gemía en cada
respiración. Miraba fijamente, sin expresión, el rostro de su amigo, y
gritaba si este lo tocaba. En su tremenda agonía había arañado el suelo
sobre el que yacía y entre los puños apretados tenía hojas, ramas y
tierra. No podía articular el habla, y resultaba imposible saber si era
sensible a otra cosa excepto su dolor. La expresión de su rostro era una
súplica. La de sus ojos, un profundo ruego. ¿De qué?

No había posible mala interpretación de aquella mirada. El capitán la
había visto demasiado a menudo en los ojos de aquellos cuyos labios
conservaban todavía la fuerza necesaria para formular la súplica de la
muerte. Consciente o inconscientemente, aquel retorcido resto de
humanidad, aquella representación suprema del más agudo dolor, aquel
híbrido de hombre y animal, aquel humilde, antiheroico Prometeo, imploraba
cualquier cosa, todo, el absoluto no ser, para el regalo del abandono, del
olvido. Aquella encarnación del sufrimiento dirigía su silente plegaria a
la tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo lo que alguna vez
tuvo forma en los sentidos o la consciencia.
¿Qué imploraba, entonces? Lo que concedemos incluso a la criatura más
miserable sin conciencia suficiente para pedirlo, y negamos sólo a los
desgraciados de nuestra propia raza: la bendición de la liberación, el
rito de la suprema compasión, el coup de grâce.
El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra
vez, sin ningún efecto, hasta que la emoción le bloqueó el habla. Las
lágrimas le cegaron y salpicaron el lívido rostro situado bajo el suyo. No
veía nada más que una silueta desdibujada y móvil, pero los gemidos eran
cada vez más nítidos y a intervalos más breves los interrumpían agudos
gritos.
Se dio la vuelta, se golpeó la frente con el puño y se alejó a grandes
pasos. Los cerdos lo vieron, alzaron sus hocicos enrojecidos, lo miraron
un instante con desconfianza y con un malhumorado gruñido colectivo
echaron a correr y desaparecieron. Un caballo con una pata delantera
astillada por un obús levantó la cabeza del suelo y relinchó
lastimosamente. Madwell avanzó unos pasos, sacó su revólver y disparó
entre los dos ojos al pobre animal. Observó con interés su lucha con la
muerte, que contrariamente a lo que había supuesto, fue violenta y
prolongada; pero al final cayó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos,
que habían descubierto los dientes en un horrible rictus, se relajaron; el
definido y nítido perfil adquirió una expresión de profunda paz y reposo.
Hacia el oeste, sobre la distante colina de escasa arboleda, la franja de
fuego del crepúsculo se consumía ya casi a sí misma. La luz palidecía
sobre los troncos de los árboles, tomando un gris débil; las sombras
cubrían sus copas como grandes pájaros oscuros allí posados. La noche se
acercaba y entre el capitán Madwell y el campamento se extendían
kilómetros y kilómetros de bosque hechizado. Sin embargo, todavía
permanecía allí, de pie junto al animal muerto, en apariencia fuera del
sentido de todo lo que le rodeaba. Tenía los ojos fijos en el suelo, a sus
pies; la mano izquierda le colgaba al costado y con la derecha todavía
sujetaba la pistola. Bruscamente levantó la cabeza, la volvió hacia su
amigo moribundo y se acercó rápidamente a él. Puso una rodilla en el
suelo, armó el revólver, colocó la boca del cañón sobre la frente del
hombre, apretó el gatillo. No hubo estampido. Había gastado su último
cartucho con el caballo.
El moribundo gimió y sus labios se movieron convulsivamente. De ellos
brotó una espuma con un tinte de sangre.
El capitán Madwell se puso en pie y sacó su espada de la vaina. Repasó su
filo con los dedos de la mano izquierda desde la empuñadura hasta la
punta. Luego la sustuvo en línea recta delante de él, como para probar sus
nervios. No hubo ningún temblor en la hoja de la espada; reflejaba un rayo
de luz desolada, firme y certero. Se inclinó y arrancó con la mano
izquierda la camisa del agonizante. Se levantó y colocó la punta de la
espada exactamente sobre su corazón. Esta vez no apartó los ojos. Agarró
la empuñadura de la espada con las dos manos y la empujó hacia dentro con
toda su fuerza y todo su peso. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre y
después en la tierra a través de su cuerpo. El capitán Madwell estuvo a
punto de caer hacia delante, sobre el propio trabajo que acababa de hacer.
El moribundo alzó las rodillas, se llevó el brazo al pecho y aferró el
acero tan fuertemente que le blanquearon los nudillos de la mano. La
herida se ensanchó por el violento pero inútil esfuerzo de arrancar la
espada y un riachuelo de sangre brotó y corrió sinuosamente, deslizándose
sobre las ropas desordenadas. En aquel momento, tres hombres avanzaron en
silencio desde detrás del grupo de árboles bajos que habían ocultado su
llegada. Dos eran enfermeros y llevaban una camilla.
El tercero era el mayor Creede Halcrow.

viernes, 25 de junio de 2010

ADRIAN CONAN DOYLE hijo de SIR ARTHUR CONAN DOYLE -- El caso de los siete relojes

El caso de los siete relojes

Libro escrito por el hijo de Conan Doyle, y un "colaborador" suyo, tras la defuncion de Sir Conan Doyle.

Toda la trama e historia, es a partir de "papeles, notas, no editados, y un monton de borradores, asi como de esbozos de relatos que tenia el padre, para en un momento dado, editar alguna obra".

Aunque en el momento de la edicion, el hijo dio por supuesto, de que tenia mas material, para escribir algun relato mas, la cuestion, es que es el unico libro editado, aunque si es cierto que poseia originales de su padre; lo demas, es especulacion, a lo que sir Arthur Doyle, tenia a la prensa acostumbrados por aquella epoca.

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Adrian Conan Doyle y John Dickson Carr


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Encuentro anotado en mi libro de apuntes que fue en la tarde del miércoles 16 de noviembre de 1887, cuando la atención de mi amigo Mr. Sherlock Holmes fue atraída por el singular hombre que odiaba a los relojes.

He escrito en alguna parte que solamente oí un vago relato del asunto pues ocurrió poco después de mi boda. En realidad, en mi aseveración había ido tan lejos como para precisar que mi primera visita, después de mi boda, a Holmes, fue en marzo del año siguiente. Pero el caso en cuestión era tan extremadamente delicado, que confío que mis lectores sabrán excusar que fuera suprimido por una pluma que se guió siempre por la discreción antes que por el sensacionalismo.

Pocas semanas después de mi boda, mi esposa tuvo que abandonar Londres para un asunto que concernía a Taddeus Soltó y afectaba vitalmente a nuestro futuro destino. Resultándome insoportable nuestro hogar sin su presencia volví por ocho días a las antiguas habitaciones de la Calle Baker. Sherlock Holmes me recibió cordialmente, sin formular comentarios o preguntas. No obstante debo confesar que al siguiente día, que era el 16 de noviembre, comenzó bajo malos auspicios.

Hacía un tiempo desagradable, y helado por demás. Durante toda la mañana, la pardiamarillenta niebla se apelotonó contra las ventanas. Ardían las lámparas y los reverberos de gas, así como un buen fuego en la chimenea, y su resplandor se expandía sobre la mesa de la que, pasado ya el mediodía, aún no había sido retirado el servicio del desayuno.

Sherlock Holmes se hallaba pensativo y distraído. Retrepado en su sillón, arropado en un batín de color de piel de topo y con una pipa de madera de cerezo en la boca, hojeaba los periódicos de la mañana haciendo de cuanto en cuanto un comentario irónico.


—¿Encuentra usted pocos asuntos de interés? le pregunté.


—Mi querido Watson —respondió—, comienzo a temer que la vida se ha convertido en una rasa y monótona llanura, desde el caso del famoso Blessington.


—Sin embargo —repliqué—, éste ha sido un año de casos memorables. Se halla usted sobrestimulado, mi querido compañero.


—¡Palabra, Watson, que no es usted precisamente el hombre más indicado para predicar sobre el tema! Anoche, después que me aventurara a ofrecerle una botella de Beaune en la cena, sostuvo usted tan denotadamente la tesis sobre las alegrías que proporciona el himeneo, que temí no debiera usted haberlo contraído.


—¡Querido compañero! ¿Quiere usted decir que me hallaba sobrestimulado por el vino?

Mi amigo me miró de manera singular.


—No por el vino quizá —dijo—. Sin embargo... –e indicó los diarios—. ¿Ha echado usted una ojeada sobre la jeringonza con que la prensa nos regala?


—Temo que no. Este artículo del British Medical Journal...


—¡Bien, bien!, —dijo—. Aquí hallamos columna tras columna dedicada a la próxima temporada de carreras. Por alguna razón parece asombrar perpetuamente al público inglés el que un caballo pueda correr mas velozmente que otro. De nuevo, y por undécima vez, tenemos a los nihilistas fraguando alguna negra conspiración contra el Gran Duque Alexei, en Odesa. Un artículo de fondo está consagrado por entero a la indudablemente aguda cuestión: “¿Deben casarse los dependientes del comercio?”


Me abstuve de interrumpirlo, para no aguijonear su mordacidad.


—¿Dónde está el crimen Watson? ¿Dónde esta la fantasía, dónde ese toque de lo outré* sin el cual un problema en sí es como arena y hierba seca? ¿Acaso los hemos perdido para siempre?


—¡Escuche! —dije de pronto—. ¿No ha sonado la campanilla?


—Y se trata de alguien que por cierto lleva prisa a juzgar por el clamor.


Al unísono nos dirigimos a la ventana y miramos a la Calle Baker. La niebla habíase levantado en parte. Junto a la cera de nuestra puerta, se hallaba parado un elegante carruaje. En aquel preciso instante, un cochero de sombrero de copa y librea, estaba cerrando la portezuela, en cuyo lustroso panel aparecía distintamente una “M” dorada. Desde abajo nos llegó el murmullo de voces, seguido por rápidos y ligeros pasos en la escalera interior, y la puerta de nuestra sala se abrió de par en par.

Creo que ambos nos sorprendimos al ver que nuestra visitante era una joven damita; digamos más bien una muchacha, pues apenas contaría unos dieciocho años; y raras veces había yo visto reunido en un rostro juvenil tanta hermosura y gentileza, así como sensibilidad. Su abundante cabello rojizo había sido confinado bajo un sombrerito, y sobre su vestido de viaje llevaba puesto un chaquetón granate, adornado con tiras de astracán. En una de sus enguantadas manos sostenía un maletín de viaje con las iniciales “C.F.”, en una especie de marbete. Su otra mano se hallaba posada sobre el pecho, como oprimiendo su corazón.


—¡Oh, por favor...! ¡Perdonen, por favor, esta intrusión!

—rogó con entrecortada aunque suave y melodiosa voz—. ¿Quién de ustedes, se lo ruego, es Mr. Sherlock Holmes?


Mi compañero inclinó la cabeza.


—Yo soy Mr. Holmes. Este es mi amigo y colega el doctor Watson.


—¡Gracias a Dios que lo he encontrado en casa! El objeto de mi visita...


Pero la recién llegada no pudo continuar. Balbució algo, un intenso rubor se extendió sobre su rostro, y bajó los ojos. Suavemente, Sherlock Holmes tomó el maletín de viajes de sus manos y empujó un sillón hacia la chimenea.


—Le ruego que tome asiento, señora y se sosiegue —dijo, dejando a un lado su pipa.


—Se lo agradezco, Mr. Holmes —respondió la joven, encogiéndose en el sillón y lanzándole a mi amigo una mirada de gratitud—. Se dice, señor, que puede usted leer en el corazón humano...


—¡Hum! Para el lirismo, temo que tenga usted que dirigirse a Watson.


—...Qué puede usted leer los secretos de sus clientes, y hasta lo que los trae donde usted, incluso antes de que aquellos, hayan dicho una sola palabra.


—Sobreestiman mis facultades —respondió Holmes—. Aparte de los hechos obvios de que usted es una dama de compañía, de que apenas ha viajado, aunque regresó recientemente de una estancia en Suiza y de que el asunto que aquí la trae concierne a un hombre que ha ganado su afecto, no puedo decir nada.


La joven damita se sobresaltó visiblemente, y yo mismo quedé desconcertado.


—¡Holmes! —no pude menos de exclamar—. ¡Esto es demasiado! ¿Cómo le ha sido posible saberlo?


—¡Sí! ¿De qué manera? —dijo como en un eco la damita desconocida.


—Lo he visto. Lo he observado. El maletín de viaje, aunque dista de ser nuevo, no aparece gastado ni estropeado por los viajes. Por lo demás, no necesita insultar su inteligencia, Watson, llamándole la atención sobre la etiqueta del “Hotel Splendide”, de Grindelwald, Suiza, pegada con goma en una de las esquinas del maletín.


—Pero, ¿y los otros detalles? —insistí.


—El atavío de la señorita, aunque de gusto impecable, no es ni nuevo ni suntuoso. Sin embargo, ha parado en el mejor hotel de Grindelwald y ha venido aquí en un coche de categoría. Puesto que sus propias iniciales “C.F.”, no concuerdan con la “M” inscrita en el carruaje, podemos suponerla desempeñando un puesto de confianza en casa de alguna familia acomodada. Su juventud hace desechar la suposición de que se trata de un ama de llaves, y así nos inclinamos por lo de señorita de compañía. Y en cuanto al hombre que se ha ganado su afecto, sus rubores y la expresión de sus ojos lo proclaman bien a las claras. ¡Absurdo! ¿No es así?


—¡Pero si todo esto es verdad, Mr. Holmes! —exclamó nuestra visitante apretándose las manos en evidente muestra de la más profunda agitación—. Me llamo Celia Forsythe, y por el espacio de más de un año he sido señorita de compañía de Lady Mayo, de Groxton Low Hall, en el condado de Surrey. Charles...


—¿Charles? ¿Ese es el nombre del caballero en cuestión?


Miss Forsythe asintió con un ademán de cabeza, pero sin alzar la vista.


—Si vacilaba en hablar de él –continuó—, fue porque temía que se rieran ustedes de mí. Lamentaría que me creyeran loca, o, aún peor, que pensaran que el pobre Charles lo está.


—¿Y por qué habíamos de creerlo así, Miss Forsythe?


—Mr. Holmes... ¡es que Charles no puede soportar la vista de un reloj!


—¿De un reloj?

—En la pasada quincena señor, y sin razón explicable, ha destruido siete relojes. ¡Dos de ellos en público y ante mis propios ojos!


Sherlock Holmes se restregó sus flacos dedos.


—Vamos —dijo—. Esto es muy satis... muy curioso. Continúe, por favor, su relato.


—Me desespera el hacerlo, Mr. Holmes, aunque voy a intentarlo. Durante el pasado año, fui muy feliz con mi empleo en casa de Lady Mayo. Debo decirle que mis padres fallecieron, pero que recibí una esmerada educación y las referencias que pude obtener para ocupar la plaza vacante, fueron afortunadamente satisfactorias. Lady Mayo, he de reconocerlo, es en cierto modo de apariencia repelente. Es de la vieja escuela, augusta y severa. Sin embargo, para mí ha sido la amabilidad personificada. Fue ella quien sugirió que tomásemos las vacaciones en Suiza, temiendo que el aislamiento de Groxton Low Hall pudiera deprimirme el ánimo.

En el tren, entre París y Grindelwald, conocimos... a Charles. Debiera decir Mr. Charles Hendon.

Holmes se había retrepado de nuevo en el sillón, juntando las yemas de sus dedos, según era su hábito cuando se hallaba de talante judicial.


—¿Fue esta la primera vez que encontró al caballero?


—¡Oh, sí!


—Ya veo. ¿Y cómo trabaron conocimiento?


—Pues de una manera trivial. Mr. Holmes. Estábamos los tres solos en un compartimiento de primera clase. Los modales de Charles eran tan correctos, su voz tan bella, su sonrisa tan cautivadora...


—No lo dudo pero le ruego que sea precisa en los detalles.


Miss Forsythe abrió de par en par sus grandes ojos azules.


—Creo que fue la ventanilla —dijo—. Charles (debo decirles a usted que tiene unos ojos notables y un poblado bigote color castaño), se inclinó y solicitó de Lady Mayo el permiso para bajar la ventanilla. Ella asintió, y a los pocos momentos nos hallábamos todos charlando como antiguos amigos.


—¡Hum! Ya veo.

—Lady Mayo, a su vez, me presentó a Charles. El viaje a Grindelwald transcurrió rápida y felizmente. Pero no bien hubimos traspasado el umbral del “Hotel Splendide”, cuando ocurrió el primero de los horribles sobresaltos que han hecho desgraciada mi vida desde entonces... A pesar de su nombre, el hotel es más bien pequeño y encantador. Al instante supe que Mr. Hendon era un hombre de alguna importancia, aunque él se había descrito modestamente como un simple caballero que viajaba con sólo un criado. El gerente del hotel, Mr. Branger, se aproximó y se inclinó profundamente ante Lady Mayo y también ante Mr. Hendon. Este cruzó algunas palabras en voz baja con Mr. Branger, quien volvió a repetir la profunda reverencia. Con lo cual Charles se volvió sonriente... y de súbito se alteró toda su compostura...

Aún lo estoy viendo allí de pie, con su larga casaca y su sombrero de copa, y con un grueso bastón de paseo bajo el brazo. Su espalda estaba vuelta un semicírculo ornamental de helechos y siemprevivas que encuadraban una chimenea de baja repisa y sobre la cual se hallaba un reloj suizo de exquisito diseño... Hasta aquel momento yo no había parado mientes en el reloj. Pero Charles, profiriendo un grito ahogado, se abalanzó hacia el hogar. Alzando el pesado bastón de paseo, lo abatió contra el reloj, asestándole golpe tras golpe hasta dar con él, hecho triza, en el suelo...

Luego, giró en redondo y regresó lentamente. Sin media una sola palabra de explicación sacó de su bolsillo la cartera y entregó a Mr. Branger un billete de una cuantía superior a diez veces el precio del reloj, comenzando luego a hablar volublemente de otros asuntos... Ya puede usted imaginarse, Mr. Holmes, que todos los presentes nos quedamos, como es fácil comprender, de una pieza.

Mi impresión era que Lady Mayo estaba asustada, a pesar de toda su aparente dignidad. Sin embargo, juraría que Charles no se había sentido asustado, sino simplemente, furioso y resuelto. En aquel momento me fijé en el criado de Charles, que se encontraba de pie al fondo, en medio del equipaje. Era un hombre pequeño y flaco, cuyo rostro estaba poblado con unas patillas desmesuradas; rostro que traducía tan sólo una expresión de embarazo y, aunque me duela pronunciar la palabra, de profunda vergüenza también... No se pronunció ni una sola palabra, y el incidente fue olvidado. Durante dos días, Charles estuvo tranquilo y sereno, pero a la tercera mañana, cuando nos encontrábamos para desayunar en el comedor, sucedió de nuevo. Las ventanas de la estancia tenían sus cortinones corridos casi por completo para preservarla de la reverberación del sol sobre las primeras nieves. El comedor estaba bastante lleno con otros huéspedes que ya se hallaban tomando su desayuno. Sólo entonces observé que Charles, quien acababa de regresar de un paseo matinal, llevaba todavía en la mano su pesado bastón.


—¡Respire este aire, señora! —estaba diciéndole alegremente a Lady Mayo—. ¡Lo hallará tan vigorizador como cualquier comida o bebida!


En esto hizo una pausa y lanzó su mirada hacia una de las ventanas. Abalanzándose hacia ella golpeó con fuerza en el cortinón y luego lo descorrió a un lado para dejar al de descubierto las ruinas de un gran reloj, cuyo diseño era el de un sonriente sol.

Creo que me hubiese caído desvanecida, de no haberme sostenido Lady Mayo por un brazo... —Miss Forsythe, que se había, despejado de sus guantes, se llevó ahora las manos a las mejillas, oprimiéndolas—. Pero Charles no solamente destrozaba los relojes, sino que los enterraba en la nieve, y hasta los ocultaba en el armario de su habitación.

Sherlock Holmes, que había permanecido todo el tiempo recostado en su sillón, con los ojos cerrados y la cabeza sumida en un cojín, abrió ahora los párpados.


—¿En el armario? —exclamó frunciendo el entrecejo— ¡Esto es aún más singular! ¿Cómo se dio cuenta de tal circunstancia?


—Para mi vergüenza, Mr. Holmes, me vi obliga a interrogar a su criado.


—¿Para su vergüenza?


—Es que no tenía el derecho de hacerlo. En mi humilde posición, Charles nunca hubiera... Quiero decir que yo no podía significar nada par él...¡Yo no tenía derecho!


—Usted tenía todo el derecho del mundo, Miss Forsythe — replicó amablemente Holmes —. Así pues usted interrogó al criado que ha descrito como pequeño, flaco y con patillas desmesuradas. ¿Cuál es su nombre?.


—Su nombre creo que es Trepley. En más de una ocasión oí a Charles dirigirse a él llamándolo “Trep”. Y juraría, Mr. Holmes, que es la criatura más fiel de toda la tierra. Incluso la vista de su tozudo rostro inglés, era un alivio para mí. Él sabía, adivinaba, mi am... mi interés, y por esto me contó que su amo llevaba ya enterrada o escondido, otros cinco relojes. Aunque rehusaba a confesarlo, puedo decir que el pobre hombre compartía mis temores. ¡Pero Charles no está loco! ¡No lo está! Usted mismo debe admitirlo así, a causa del incidente final.


—¿Sí?


—Sucedió solo hace cuatro días. Debe usted saber que el departamento de Lady Mayo en el hotel, incluía una salita con un piano. Yo soy apasionadamente aficionada a la música, y acostumbraba a tocar, después del té, para Lady Mayo y Charles. Había apenas comenzado a hacerlo en aquella ocasión, cuando entró su criado con una carta para Charles.


—¡Un momento! ¿Observó usted el sello?


—Sí; era extranjero. —Miss Forsythe pareció sorprendida—. Pero seguramente la cosa no tendría importancia, puesto que usted...


—¿Puesto que yo...qué?


Una repentina expresión de aturdimiento, se manifestó en el rostro de nuestra clienta, y luego, como para ahuyentar alguna perplejidad, se apresuró a continuar su relato.


—Charles abrió el sobre, leyó el contenido de la misiva y se puso mortalmente pálido. Con una exclamación incoherente, se lanzó fuera de la salita. Cuando nosotras descendimos media hora más tarde, sólo descubrimos que él y Trepley habían partido con su equipaje. No dejó mensaje ni recado alguno. No lo he vuelto a ver desde entonces.


Celia Forsythe inclinó su cabeza, y las lágrimas se deslizaron de sus párpados.


—Ahora Mr. Holmes, yo he sido sincera con usted y quiero que usted lo sea igualmente conmigo. ¿Qué le decía usted en aquella carta?


La pregunta era tan alarmante, que me eché hacia atrás en mi silla. El rostro de Sherlock Holmes no tenía expresión alguna. Sus largos y nerviosos dedos, se hundieron en una tabaquera persa, y comenzó a llenar una pipa de arcilla.


—En la carta, ha dicho usted... —, confirmó él más que preguntó.


—¡Sí! Usted escribió aquella carta. Vi su firma. Es por esta razón que estoy aquí.


—¡Válgame Dios! —observó Holmes. Permaneció silencioso durante unos minutos, envuelto en el humo azul de su pipa y con la mirada fija y como ausente, posada sobre el reloj de la repisa.


—Hay ocasiones, Miss Forsythe —dijo por fin—, en las que uno debe reservarse sus respuestas. Sólo tengo una pregunta más que hacerle.


—Diga, Mr. Holmes.


—A pesar de todo, ¿mantuvo Lady Mayo su amistad con Mr. Charles Hendon?


—¡Oh, sí! Incluso intimó mayormente con él. Más de una vez la oí que lo llamaba Alec... seguramente era un apelativo intimo... —Miss Forsythe hizo una pausa, con aire de duda y hasta de sospecha— ¿Qué es lo que ha querido usted dar a entender con esa pregunta?


Holmes se puso en pie.


—Tan sólo, señorita, que me agradará mucho intervenir, en este asunto por usted. Según tengo entendido, usted regresa a Groxton Low Hall esta noche...


—Sí. Pero seguramente usted tiene otras cosas que decirme además de esto... ¡Aún no ha contestado a ninguna de mis preguntas!


—¡Bien, bien...! Tengo mis métodos, conforme Watson puede decirle. Pero, ¿le parecería conveniente acudir aquí, pongamos por caso, dentro de una semana, a partir de hoy, a las nueve de la noche? Gracias. Espero tener entonces algunas noticias para usted.


Era claramente una despedida. Miss Forsythe se puso en pie y lo miró con tal aire de desamparo, que yo sentí la necesidad de prodigarle alguna palabra de consuelo.


—¡Cobre ánimo, señorita! —exclamé, tomando suavemente su mano entre las mías—. Debe usted depositar toda su confianza en mi amigo Mr. Holmes y, si puedo decir esto, también en mi.


Fui recompensado con una graciosa y agradable sonrisa. Cuando la puerta se cerró tras nuestra bella visitante, me volví hacia mi compañero y no pude menos de decirle con alguna aspereza:


—Me parece, Holmes, que debía haber tratado a esa joven dama con más simpatía.


—¡Hola! ¿Sopla el viento de ese lado?


—¡Holmes, qué vergüenza! —dije, dejándome caer en mi silla—. El asunto es trivial, no lo dudo. Pero lo que no llego a comprender es porqué le escribió usted una carta a ese loco romperrelojes.


Holmes se inclinó posando su largo y flaco dedo índice sobre mi rodilla.


—Watson, yo no escribí aquella carta.


—¿Qué? —exclamé.


—¡Tate, no es la primera vez que de mi nombre se han apropiado otros! Concurre en este caso una maquinación diabólica, Watson, o mucho me equivoco.


—¿Lo toma usted en serio, pues?


—Tan en serio, que esta misma noche parto para el Continente.


—¿Para el Continente? ¿Para Suiza, acaso?


—No, no ¿qué tenemos que hacer en Suiza? Nuestra pista está muy lejos de allí.


—¿Sin duda es eso evidente?


—¡Mi querido Holmes!...


—No obstante, casi todos los datos los tiene ante usted, y como ya informé a Miss Forsythe, usted conoce mis métodos. ¡Úselos pues Watson! ¡Úselos!


Los primeros reverberos titilaban ya a través de la niebla en la Calle Baker, cuando los sencillos preparativos de mi amigo quedaron ultimados. Alto y tocado con su gorro de orejeras y visera, echada sobre los hombros su amplia y larga capa, teniendo a sus pies su maletín de viaje, se detuvo en el pasillo que daba a la sala, mirándome con fijeza singular.


—Una última palabra, Watson, puesto que aún no parece ver usted claro. Le recuerdo que Mr. Charles Hendon no puede soportar el son...


—¡Pero si eso está claro suficientemente! ¡No puede soportar la vista de un reloj!


Holmes movió la cabeza denegando.


—No es precisamente esto —dijo—. Le llamo a usted la atención sobre los otros cinco relojes, según el relato de su criado.


—¡Mr. Charles Hendon no destrozó esos relojes!


—Precisamente es por esto que llamo su especial atención sobre ellos. ¡Hasta las nueve de la noche, dentro de una semana a partir de hoy, Watson!


Un momento después, me hallaba solo.

Durante la melancólica semana que siguió a aquellos acontecimientos, me distraje lo mejor que pude. Jugué al billar con Thurston. Fumé muchas pipas, y reflexioné sobre las notas que había tomado del caso Hendon. Uno no se asocia durante algunos años con Sherlock Holmes, sin llegar a ser más observador que la mayoría de las personas. Me parecía que algún oscuro y siniestro peligro se hallaba suspendido sobre aquella damita Miss Forsythe y no confiaba ni en el apuesto Charles Hendon, ni en la enigmática Lady Mayo.

El miércoles 23 de noviembre, regresó mi esposa con la grata noticia de que nuestros asuntos estaban en mejor orden y de que pronto podría yo hacerme con alguna clientela. Su vuelta al hogar fue alegre. Aquella noche, y mientras nos hallábamos sentados mano a mano ante la chimenea, y le conté algo del extraño problema que tenía ante mí. Le hablé de Miss Forsythe, recalcando el aprieto en que se hallaba, así como su juventud, belleza y distinción. Mi mujer no replicó pero quedó mirando pensativamente al fuego.

Fue el distante campaneo del Big Ben*, repicando las ocho y media, lo que me despabiló.


—¡Por Júpiter, Mary! —exclamé—. ¡Lo había olvidado todo!


—¿Olvidado? — repitió mi esposa con un ligero sobresalto.


—Prometí estar en la Calle Baker a las nueve de la noche de hoy. Miss Forsythe ha de acudir allí también.


Mi esposa retiró su mano de entre las mías.


—Entonces, lo mejor que puedes hacer es ir enseguida —dijo con una frialdad que me asombró—. ¡Tú siempre tan interesado en los casos de Sherlock Holmes!


Confuso y algo ofendido tomé mi sombrero y mi sobretodo. Hacía una noche de cortante frío, sin un girón de niebla, pero con las calles cubiertas de fango helado. Un cabriolé me condujo a la Calle Baker. Ante la puerta de la casa, observé con un escalofrío de excitación que Sherlock Holmes había regresado ya de su viaje. Las ventanas del piso superior aparecían iluminadas, y detrás de ellas vi pasar y repasar varias veces su flaca silueta.

Abrí el portal con un llavín y subí quedamente la escalera interior; luego franqueé la puerta de la sala. Saltaba a la vista que Holmes acababa de llegar, pues su gorra, su capa y maletín de viaje, se hallaban diseminados por la habitación, de acuerdo con su desorden acostumbrado.

Él estaba sentado ante su escritorio, vuelto de espaldas a mí; la verdiblanca luz de la lámpara lo inundaba en su tarea de abrir un pequeño montón de correspondencia. Al oír el chirrido de la puerta al abrirse, giró en redondo, pero su rostro expresó el desencanto.


—¡Ah, Watson, es usted! Esperaba ver a Miss Forsythe, pues ya se retrasa.


—¡En nombre del cielo, Holmes! ¡Si esos bribones se han atrevido a causarle algún daño, juro que tendrán que responder ante mí de ello!


—¿Bribones?


—Me refiero a Mr. Charles Hendon y, aunque lamento aplicarle tal palabra a una mujer, también incluso a Lady Mayo.


Los austeros y vehementes rasgos de su rostro se suavizaron un tanto.


—¡Vaya, viejo Watson! —dijo—. ¡Usted siempre tan afanoso en el rescate de la bella doncella cautiva! ¡Pero, a fe que esta vez se ha armado usted un lío!


—¿Entonces debo confiar —respondí con dignidad— que la misión que lo llevó a usted al Continente, ha sido un éxito?


—¡Sólo fue un tanteo Watson! Le ruego disculpe mi explosión de nervios. No, mi misión no fue un éxito. Me pareció tener una cita en determinada ciudad europea, cuyo nombre inferirá usted en breve. Fui pues allá, y he vuelto en un tiempo récord, según creo.


—¿Y...?


—Él... Mr. Hendon es un hombre que vive aterrorizado. Watson aunque no carece de juicio. Apenas hubo abandonado Suiza, debió adivinar ya que la falsa carta era un lazo que le habían tendido. Pero perdí la pista. ¿Dónde está ahora? Y le agradeceré a usted que me explique porqué le dio el apelativo de bribón.


—Quizá me excedí en el calor del momento. Aunque debo confesarle que no puedo soportar a ese individuo.


—¿Por qué?


—Pues... Desde luego que a una persona que disfruta de una indudable posición elevada, le son permisibles ciertos aparatosos modales... Pero Mr. Hendon se pasa de la medida. Hace escenas en público, emplea la costumbre de dirigirse a una dama inglesa con el vocablo “madame”, en vez del recatado “madam”. ¡Holmes, está fuera e toda duda que no se trata de un inglés!


Mi amigo me dirigió una mirada extraña como desconcertada, e iba a replicarme cuando llegó hasta nosotros el ruido inconfundible del rodar de un carruaje y de los cascos de un caballo, que se detenían ante la puerta de nuestra casa. Y en menos de un minuto, Celia Forsythe se hallaba en nuestra sala, seguida por un hombre de baja estatura y de expresión tozuda y hosca, tocado con un sombrero hongo. Por sus largas y pobladas patillas, deduje que era Trepley, el criado de Mr. Charles Hendon.

El rostro de Miss Forsythe estaba arrebolado por el frío. Llevaba un chaquetón de piel, tenía sus manos enfundadas en un manguito.


—¡Mr. Holmes! —prorrumpió, sin preámbulos—. ¡Charles está en Inglaterra!


—Ya me lo suponía. ¿Y en qué lugar se encuentra?


En Groxton Low Hall. Le hubiera debido enviado a usted un telegrama ayer, pero Lady Mayo me lo prohibió.


—¡Qué imbécil soy! —exclamó Holmes dando un puñetazo sobre el escritorio—. Creo que habló usted algo de lo aislado que está este lugar. Watson ¿quiere hacer el favor de alcanzarme ese plano de Surrey?...Gracias. —Su voz se tornó más áspera— ¿Qué es esto...qué es esto?


—Querido colega —lo reconvine—. ¿Es que puede usted leer la maldad en un mapa?


—¡Tierra rasa, Watson! Campos, Bosques. ¡La estación de ferrocarril más próxima está a tres millas largas de Groxton Low Hall! —Lanzó una especie de gemido—. ¡Miss Forsythe, Miss Forsythe, tiene usted mucho que responder por ello!


—¿Yo? ¿Qué yo tengo mucho que responder...? ¿Puede usted creerme, señor, si le digo que en un misterio tan prolongado no ha hecho otra cosa sino enloquecerme casi? Ni Charles ni Lady Mayo dirán una palabra.


—¿De explicación?


—¡Precisamente! —Hizo un ademán con la cabeza en dirección al criado—. Charles ha enviado a Londres a Trepley con una carta, para ser entregada en propias manos, y yo he teniendo la paciencia de aguantarme las ganas de conocer su contenido.


—Lo siento, señorita —dijo entonces el hombrecillo, algo ariscamente, pero con deferencia—. Son órdenes.


Por vez primera observé que Trepley, que iba uniformado más bien de cochero que de criado, oprimía entre sus manos un sobre en tal forma, cual si temiese que se lo arrebataran. Sus claros ojos enmarcados por las espesas patillas, giraban en sus órbitas observando la estancia. Sherlock Holmes avanzó hacia él.


—Buen hombre —dijo—. Haga el favor de enseñarme ese sobre.


A menudo he comprobado que una persona estúpida es la más lealmente terca. Los ojos de Trepley eran casi los de un fanático.


—Le pido perdón, señor, pero no quiero hacer lo que usted me dice. Por el contrario, haré lo que me han ordenado suceda lo que suceda.


—Le digo, buen hombre, que no es el momento de vacilar. No deseo leer la carta sino, simplemente, ver la dirección estampada en la parte anterior del sobre y el membrete de la parte posterior. ¡Vamos, aprisa! ¡Ello puede suponer la vida de su amo!


Trepley vaciló y se pasó la lengua por los labios. Sosteniendo cautelosamente el sobre por un borde, se lo mostró a Holmes, quien lanzó un silbido.


—¡Hola! —exclamó—. Está dirigida nada menos que a un personaje como Sir Charles Warren, el Comisario General de la Policía Metropolitana. ¿Y el membrete? ¡Ah! Justamente lo que yo me suponía... ¿Tiene usted que entregar esta carta enseguida?


—Sí, Mr. Holmes.


—Bien, pues váyase aprisa. Pero no tome el coche, pues lo necesitamos nosotros.


No volvió a hablar hasta que los pasos de Trepley se perdieron al final de las escaleras. Su anterior desasosiego se manifestó de nuevo en él, al decir:


—Y ahora, Watson, ¿quiere usted echar un vistazo a los trenes de Bradshaw? ¿Va usted armado?


—Con mi bastón...


—Temo que por una vez eso no sea eficiente. —Abrió el cajón izquierdo de su escritorio. Permítame que deslice esto en el bolsillo de su sobretodo... Es un Wembley 320, con cartuchos del 2...


Al reflejo de la luz que fulguró en el tambor del revólver, Celia Forsythe lanzó un ahogado grito y puso una mano sobre la repisa de la chimenea para sostenerse.


—¡Mr. Holmes! —exclamó. Luego pareció cambiar de idea y dijo: —Hay trenes con frecuencia para la estación de Groxton, la cual, como usted bien dijo, está a tres millas de Hall. Hay uno que sale dentro de veinte minutos...


—¡Excelente!


—Pero no debemos tomarlo...


—¿No debemos tomarlo, señorita?


—No he tenido tiempo de explicárselo, pero Lady Mayo en persona requiere su ayuda. Hasta esta tarde no logré persuadirla. Lady Mayo le ruega que tomemos los tres el tren de las 10 y 25, que es el último. Nos esperará con el coche en la estación de Groxton.


—Miss Forsythe se mordió el labio—. Lady Mayo, a pesar de su amabilidad, es muy... imperiosa... ¡No debemos perder ese último tren!


Y sin embargo, estuvimos a punto de perderlo. Habiendo olvidado que las calles estaban cubiertas de fango helado, y el apiñamiento de vehículos bajo el chisporroteo de los reverberos, llegamos a la estación de Waterloo sólo con el tiempo justo.

El tren se deslizaba ya por la campiña y nuestro compartimiento, sumido en la penumbra, parecía acentuar sus sombras a cada traqueteo. Holmes estaba silencioso, ligeramente inclinado hacia delante en su asiento. Yo observaba su perfil aguileño, recortado en el frío fulgor de luna llena. Eran cerca de las once y media cuando descendimos en el apeadero de un villorrio dormido que yacía en la oscuridad.

Nada se movía allí. Ni siquiera ladraba algún perro. Cerca del apeadero se hallaba estacionado un Landó abierto, sin que se oyera el tintinear de los arneses de los caballos. El cochero, rígidamente erecto, ocupaba su puesto en el pescante, tan inmóvil como la dama de edad madura que se sentaba en la parte trasera y que nos contempló con pétrea fijeza cuando nos acercamos.

Miss Forsythe comenzó a hablar anhelante, pero la dama, que iba envuelta en pieles y tenía una prominente nariz, alzó la mano para detenerla.


—¿Mr. Sherlock Holmes? —preguntó con voz extraordinariamente profunda y musical—. Y este otro caballero supongo que el doctor Watson. Yo soy Lady Mayo.


Durante un instante nos escrutó con un par de ojos singularmente agudos y penetrantes.


—Hagan el favor de subir al landó —continuó—, y abríguense lo más que puedan con las mantas. Deploro la necesidad de ofrecerles un coche abierto en noche tan fría; pero la afición de mi cochero a conducir velozmente —y señaló al auriga, quien encorvó la espalda—, ha contribuido a quebrar el eje del coche cerrado. ¡Al Hall, Billings! ¡Date prisa!


Restalló el látigo. Con un molesto bamboleo de las ruedas traseras, nuestro landó fue arrastrado, al vivo trote de sus caballos, a lo largo de una angosta senda bordeada de un puntiagudo vallado de setos y esqueléticos árboles.


—¡Santo Dios, Mr. Holmes! —exclamó Lady Mayo—. ¡No me acordaba de que ya soy muy vieja! Mi juventud fue la época de conducir velozmente, ay, y de vivir aprisa, también.


—¿Fue también la época de morir pronto? —preguntó mi amigo—. ¿De una muerte, por ejemplo, como la que puede sorprender a nuestro amigo Charles Hendon esta noche?


Los cascos de los caballos resonaban en el helado camino.


—Creo, Mr. Sherlock Holmes —dijo la dama sosegadamente—, que usted y yo nos comprendemos.


—Estoy seguro de ello, Lady Mayo. Pero no ha respondido usted a mi pregunta.


No tema, Mr. Sherlock Holmes. Ahora él está a salvo.


¿Está usted segura de esto?


—¡Le digo que está completamente a salvo! Hay ronda de vigilancia en el parque Groxton Low Hall, y la casa está custodiada. No pueden atacarla.


Aun hoy no sabría decir si mi un tanto explosiva intervención fue causada por el rápido deslizarse del landó, por el ímpetu del viento que nos azotaba las orejas, o por la enloquecedora naturaleza del problema en sí. Lo cierto es que dije:


—Perdone la brusquedad de un viejo veterano que no tiene adecuadas respuestas para nada. Pero, cuando menos, tenga compasión de la pobre damita que está a su lado. ¿Dónde está Mr. Hendon? ¿Por qué se dedica a destrozar relojes? ¿Por qué razón ha de estar en peligro su vida?


—¡Basta, Watson! —exclamó Holmes con una ligera aspereza en el tono de su voz—. Usted mismo me desconcertó enumerándome los motivos por los cuales Mr. Charles Hendon, inconfundiblemente, no es inglés.


—¿Y bien? ¿En qué puede ello ayudarnos?


—Pues porque el llamado “Charles Hendon” no es ciertamente inglés.


—¿Que no es inglés? —exclamó Celia Forsythe extendiendo su mano—. ¡Pero si habla perfectamente nuestro idioma! —La respiración se ahogó en su garganta—. ¡Demasiado perfectamente! —murmuró.


—Este joven —dije yo—, ¿no es acaso de elevada posición social?


—Al contrario, querido amigo. Su sagacidad nunca falla. En efecto, es de una posición muy elevada. Y ahora nómbreme usted la única Corte Imperial de Europa— ¡fíjese bien, Watson, Corte Imperial! — en la que el hablar inglés a superado a todos los idiomas, excepto a su propio idioma nativo.


—No puedo recordarla. No lo sé...


—Entonces, procure recordar lo que sabe. Pocos minutos antes de que Miss Forsythe viniera a vernos por vez primera, yo estaba leyendo en voz alta algunas noticias de la prensa diaria que, de momento, parecían aburridamente carentes de importancia. Una de ellas decía, por ejemplo, que los nihilistas, la peligrosa banda de anarquistas que intentan reducir a Rusia a la nada, eran sospechosos de maquinaciones contra la vida del Gran Duque Alexei, en Odesa. ¡El Gran Duque Alexei, ya lo oye! Ahora bien, el sobrenombre que en la intimidad daba Lady Mayo a “Mr. Charles Hendon” era...


—¡Alec! —exclamé.


—Podría haber sido tan sólo una simple coincidencia —observó Holmes encogiéndose de hombros—. Sin embargo, si reflexionamos sobre la Historia contemporánea, vemos que en un anterior atentado contra la vida del último Zar de todas las Rusias —que resultó hecho trizas el año 81 por la explosión de una bomba de dinamita—, el mecanismo del artefacto estaba conectado con las teclas de un piano. Las bombas de dinamita, Watson, son de dos clases. Unas, las de envoltura de hierro y muy ligeras, se encienden mediante una corta mecha que llevan adherida, y se arrojan luego. Las otras, también de hierro, estallan debido a un mecanismo de relojería, cuyo tic-tac es lo único que delata su presencia.


¡Crack!, hizo el látigo del cochero, y los setos parecieron tan irreales como en un sueño. Holmes y yo nos hallábamos sentados de espaldas al cochero y vis-a-vis de los rostros, bañados por la luz de la luna, de Lady mayo y Celia Forsythe.


—¡Holmes, todo se ha hecho claro como el cristal! ¿Es por ello por lo que el joven no puede soportar la vista de un reloj?


—¡No, Watson, no! ¡El sonido de un reloj!


—¿El sonido?


—Precisamente el sonido. Cuando traté decírselo a usted, su nativa impaciencia me cortó en seco a la primera sílaba. En las dos ocasiones que él destruyó un reloj en público, téngalo presente, de ninguna manera podía ver el reloj. Una de las veces, cual Miss Forsythe nos informó nos informó, el reloj estaba escondido entre un marco de verdor; la otra, detrás de la cortina. Con sólo oír aquel significativo tic-tac, los vapuleó antes de que tuviese siquiera tiempo de pensarlo. Su propósito, naturalmente, era hacerlos añicos, sacándole las tripas a lo creía ser una bomba.


—Pero seguramente —objeté—, aquellos bastonazos también pudieron haber hecho estallar la bomba.


De nuevo se encogió de hombros Holmes.


—De haberse tratado de una bomba verdadera, ¿quién puede decirlo? Aunque estando protegida por una envoltura de hierro, lo creo dudoso. En cualquier caso, nos hallamos ante un caballero muy valiente, obsesionado y también receloso, que se abalanza y golpea a ciegas. No es antinatural que el recuerdo de la muerte de su padre, y el saber que la misma organización sigue sus pasos con igual propósito, lo impelan a una acción rápida.


—¿Y en este caso...?


Sin embargo, Sherlock Holmes parecía más bien inquieto. Observé que con frecuencia, miraba en derredor, al solitario campo de gris tonalidad que se esfumaba al paso del carruaje.


—Bien —dijo—. Habiendo dejado ya establecidos tantos puntos en mi primera entrevista con Miss Forsythe, parecía claro que aquella carta apócrifa era un cebo para atraer al Gran Duque a Odesa, estimulando, por lo demás, en él, la resolución de encararse con sus propios enemigos. Pero, como ya le dije a usted, pronto debió sospechar la añagaza. Y entonces huyó... ¿a dónde?


—A Inglaterra —dije yo—. Mejor aún que eso. A Groxton Low Hall, con el aliciente por añadidura, de contar con la compañía de una atractiva damita, a quien le recomiendo que cese de llorar y enjugue sus lágrimas.


Holmes parecía exasperado.


—Por lo menos podría usted decir —replicó—, que la balanza de las probabilidades se inclina en esa dirección. Con toda seguridad era evidente, desde el principio, que una persona en la posición de Lady Mayo no había entrado tan casualmente en conversación de viaje en ferrocarril, con un joven desconocido, a menos que ya fueran, según frase inconsciente pero iluminadora de Miss Forsythe, “antiguos amigos”.


—Subestimé sus facultades, Mr. Sherlock Holmes —terció con aspereza Lady Mayo, quien hasta entonces había estado dando palmaditas en la mano a Celia—. Si, en efecto, conocí a Alexei cuando era un muchachito que iba vestido de marinero en San Petersburgo.


—Donde el esposo de usted, según descubrí, era Primer Secretario en la Embajada Británica. En Odesa supe de otro hecho también de gran interés.


—¿Eh? ¿Qué era ello?


—El nombre del principal agente de los nihilistas... un loco temerario y fanático que ha estado muy unido al Gran Duque por algún tiempo.


—¡Imposible!


—Pero verdad.


Durante un instante, Lady Mayo quedóse mirándolo fijamente, con una expresión menos pétrea, mientras el landó dio un bandazo al tropezar con un bache.


Escúcheme, Mr. Holmes. Mi estimado Alec se ha dirigido ya a la policía, en la persona de Sir Charles Warren, el Comisario.


—Gracias; he visto la carta. Y también el sello imperial.


—De todas maneras —prosiguió Lady Mayo imperturbable—, repito que hay patrullas por el parque, y la casa está custodiada.


—Sin embargo, un zorro puede escapar por un pelo a los sabuesos.


—¡No es sólo una mera cuestión de guardas y vigilancia! En este instante, Mr. Holmes, el pobre Alec se halla confinado en una antigua estancia de espesos muros, cuya puerta tiene atrancada. Los barrotes que cruzan sus ventanas son tan espesos, que no permiten introducir ni siquiera una mano al interior. La chimenea es antigua, acampanada, pero tan estrecha, que nadie sería capaz de deslizarse por ella... aparte de que está encendida. ¿Cómo podría, pues atacarlo un enemigo?


—¿Cómo? —murmuró Holmes, mordiéndose el labio y tamborileando con sus largos dedos sobre su huesuda rodilla—. Verdad es que puede estar a salvo por una noche, puesto que...


Lady Mayo hizo un leve gesto de triunfo.


—No se ha descuidado precaución alguna —dijo—. Incluso el tejado está defendido. El criado de Alec, Trepley, después de haber entregado su carta en Londres con suma diligencia, regresó en el tren anterior al que ustedes han tomado, y alquiló un caballo en la aldea. En este momento se halla sobre el tejado del Hall velando fielmente por la seguridad de su amo.


El efecto de esta especie de discurso, fue extraordinario. Sherlock Holmes se puso en pie de un brinco en el coche; y su capa desplegó una silueta negra y grotesca cuando se asió al pescante para sostenerse.


—¿En el tejado? —dijo como un eco—. ¿En el tejado?


Luego giró en redondo, asiendo al cochero por los hombros.


—¡Arrea a los caballos, gritó—. ¡Por el amor de Dios, ponlos a galope! ¡No tenemos un segundo que perder!


¡Crack! ¡Crack!, restalló el látigo por arriba de la cabeza del cochero. Los caballos, pifiando, se pusieron al galope y precipitándose hacia delante. En medio de la confusión en que todos estábamos sumidos, se alzó la voz de Lady Mayo que decía enojada:


—¡Mr. Holmes! ¿Es que ha perdido usted el juicio?


—¡Ya habrá de ver usted que aún lo conservo! Miss Forsythe, ¿oyó usted al Gran Duque dirigirse a ese hombre llamándole Trepley?


—Yo... pues no exactamente —balbució Celia Forsythe—. Como ya le informé a usted, Charl... ¡Oh, cielos ayudadme...! El Gran Duque le llamaba “Trep”. Yo supuse....


—¡Exacto! Usted supuso... Pero ha de saber que el verdadero nombre de ese hombre de ese hombre es Trepoff. De su primera descripción deduje que era un mentiroso y un traidor.


Los setos centelleaban al paso de nuestro carruaje; tintineaban los bocados de los frenos y los arneses; volábamos con el viento.


—¿Recuerda usted —prosiguió Holmes—, la consumada hipocresía de ese hombre cuando su amo destrozó el primer reloj? Dijo usted que la de él era una expresión de embarazo y vergüenza, ¿no es así? Pues lo que él se proponía era que usted creyera que Mr. Charles Hendon estaba loco. ¿Cómo llegó usted a tener conocimiento de los otros cinco relojes, los cuales eran puramente imaginarios? Pues porque Trepoff se lo dijo. El esconder un reloj o una bomba en un armario, eso sí que habría sido locura... en el caso de que el Gran Duque Alexei lo hubiera hecho.


—Pero, Holmes —objeté—. Puesto que Trepoff en su ayuda de cámara...


—¡Más aprisa, cochero! ¡Más aprisa! ¿Decía usted, Watson...?


—Pues que seguramente Trepoff debe haber tenido cientos de oportunidades para matar a su amo, por medio de cuchillo o veneno, sin necesidad de recurrir a este espectacular suplemento de una bomba...


—Este espectacular suplemento, como lo denomina usted, es el método inalienable de los revolucionarios. No quieren servirse de otro procedimiento. Su víctima debe ser precisamente aventada entre ruinas, sin lo cual el mundo no se percataría de ellos ni de su poder.


—Pero, ¿y la carta dirigida a Sir Charles Warren? —exclamó Lady Mayo.


—A buen seguro que fue arrojada a la primera alcantarilla que Trepoff halló a su paso. ¡Ah! Supongo que ese edificio que se alza ahí enfrente, debe ser ya Groxton Low Hall.


Los acontecimientos que aquella noche se sucedieron, hállanse algo confusos en mi mente. Recuerdo un edificio bajo y grande, del estilo jacobino, de ladrillo rojo, con numerosas ventanas y con un tejado plano que parecía como si fuera a precipitarse sobre nosotros ante el sendero de grava. Las mantas de viaje fueron apartadas a un lado. Lady Mayo, erguida e imperiosa, daba tajantes instrucciones a un grupo de nerviosos criados.

Holmes y yo echamos a correr tras Miss Forsythe, subiendo por una serie de escalones hasta llegar, desde el amplio y alfombrado umbral del vestíbulo, hasta unos estrechos peldaños que eran poco más que una escalera de mano, la cual conducía al tejado. Al pie de ella, Holmes se detuvo un instante, posando sus dedos sobre el brazo de Miss Forsythe.


—Usted se quedará aquí —dijo sosegadamente.


Oí un clic metálico cuando Holmes introdujo la mano en su bolsillo, y por primera vez supe que el también iba armado.


—Venga, Watson —dijo.


Lo seguí por la angosta escalerilla mientras él abría con sumo cuidado la trampa que daba al tejado.


—¡No haga el menor ruido, por su vida! —musitó—. Dispare si le echa la vista encima.


—Pero, ¿cómo lograremos dar con él?


El frío aire nos azotó de nuevo en el rostro. Gateamos cautelosamente por el tejado. En torno nuestro, todo eran fantasmales cañones de chimeneas y hacinamiento de potes de arcilla ennegrecidos por el humo, los cuales rodeaban una gran cúpula de plomo que, bajo los rayos de la luna, relucía como la mismísima plata. En un apartado extremo, una oscura silueta parecía agazapada bajo el tubo de una negra chimenea, bañada por la luz del astro de la noche.

Un fósforo encendió su llama azul, que luego se tornó amarilla, y un instante después provino el chisporroteo de una mecha seguido por un sonido como de tenue repiqueteo en la chimenea. Holmes corrió adelante en zig-zag, a través del laberinto de chimeneas y parapetos, siempre en dirección a la encorvada figura que ahora se zafaba presurosa.


—¡Haga fuego, Watson! ¡Haga fuego!


Nuestros revólveres dispararon al unísono. Vi el pálido rostro de Trepoff que giraba con una sacudida hacia nosotros, y luego en el mismo instante, la chimenea tras la cual él había estado agazapado, voló por el aire, como arrancada de cuajo, entre una columna de llamas. El tejado se alzó bajo mis pies y tuve la oscura sensación de rodar una y otra vez, mientras los cascotes de ladrillos rotos zumbaban sobre mi cabeza, o se abatían con estrépito contra el cimborrio metálico de la cúpula.

Holmes se puso torpemente en pie.


—¿Está usted herido, Watson? —dijo con voz entrecortada.


—Sólo recibí un ligero porrazo —repliqué—. Pero fue una suerte el que cayéramos de bruces. De no ser así... —Hice un ademán en dirección a las agrietadas y resquebrajadas chimeneas que se alzaban en derredor.

Habíamos avanzado sólo unos pocos metros a través de una nube de arsénico polvo, cuando dimos con el hombre que estábamos buscando.


—¡Ahora él tendrá que responder ante un Tribunal mas elevado! —dijo Holmes mirando a la espantosa masa humana tendida sobre las tejas—. Nuestros disparos lo hicieron vacilar durante un fatal segundo, que fue suficiente para que lo alcanzara de lleno la explosión de la bomba. — Mi amigo se volvió. —Vamos —dijo con una voz que encerraba un áspero reproche para sí mismo—. Hemos actuado con demasiada lentitud si pretendíamos salvar a nuestro cliente; y en cambio demasiado aprisa para vengarlo por medio de la justicia humana.


Súbitamente se alteró su expresión y me asió del brazo.


—¡Por Júpiter, Watson! ¡Un simple tubo de chimenea ha salvado nuestras vidas! —exclamó—. ¿Cuál es la palabra que empleó Lady Mayo? ¡Acampanada! ¡Esto es, una chimenea acampanada! ¡Pronto, no hay momento que perder!


Nos dirigimos velozmente a través de la trampa, y luego, por las escaleras, al piso principal. En un extremo, y a través de una niebla de humo ácido, pudimos discernir las ruinas de una puerta astillada. Un instante después, penetrábamos en el dormitorio del Gran Duque. Holmes lanzó una especie de mugido ante la escena con que tropezaron nuestros ojos.

Lo que había sido una soberbia chimenea, era ahora un enorme boquete, abierto como en un bostezo entre los restos de una pesada campana de piedra. El fuego del hogar se había desparramado por la estancia y el aire estaba enrarecido por el acre hedor de la alfombra ardiendo bajo los rescoldos de ceniza y brazas. Holmes se abalanzó a través del humo, y un instante más tarde lo vi detenerse ante los restos de lo que había sido un piano.


—¡Aprisa, Watson! —gritó—. ¡Aún está con vida! Yo no puedo hacer nada por él ahora; pero usted lo puede todo como médico.


Mas, para mí todo se limitó a tocarlo y dejarlo. Durante el resto de la noche, el joven Duque estuvo luchando entre la vida y la muerte, en el dormitorio al que lo transportamos. Pero cuando el sol del amanecer se filtró por entre los árboles del parque, noté con satisfacción que el coma producido por el choque se iba resolviendo en un sueño natural.


—Sus heridas son superficiales —expliqué—. Pero el choque por sí solo podía haberle sido fatal. Ahora que ha conseguido dormir, vivirá, y no dudo que la presencia de Miss Celia Forsythe, acelerará su restablecimiento.


—Debería usted registrar los hechos de este pequeño caso —observó Holmes pocos minutos más tarde, cuando vagábamos sobre la hierba cubierta de rocío del parque de caza, todo rutilante y centelleante en la fresca belleza del amanecer—. Aunque debe temer usted la honradez de poner las cosas en su punto, y dar la fama a quien es debido.


—Pero, ¿acaso no le corresponde a usted la fama de la resolución de este asunto?


—No, Watson. Que el resultado haya sido un éxito se debe por entero al hecho de que nuestros antecesores entendían el arte de la construcción. La fortaleza de una chimenea de doscientos años, impidió el que la cabeza del joven fuese segada de sus hombros. Es una suerte para el Gran Duque Alexei de Rusia, y también para la reputación de Mr. Sherlock Holmes, de la Calle Baker, el que en los días del joven Rey Jacobo los propietarios de casas nunca dejaran de prevenirse contra las violentas predilecciones de sus vecinos.


-


De cuando en cuando, yo oía alguna

vaga referencia de sus acciones: de cuando

fue requerido a ir a Odesa, en el caso

del atentado de Trepoff.


DE “UN ESCANDALO EN BOHEMIA”.

* Francés: exagerado.

* El reloj de la torre del Parlamento de Londres.

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