Sir Arthur Conan Doyle
EL HOMBRE DEL LABIO RETORCIDO
EL HOMBRE DEL LABIO RETORCIDO
Sir Arthur Conan Doyle
Isa Whitney,
hermano del difunto Elías Whitney, D. D., director del Colegio de Teología de
San Jorge, era adicto perdido al opio. Según tengo entendido, adquirió el
hábito a causa de una típica extravagancia de estudiante: habiendo leído en la
universidad la descripción que hacía De Quincey de sus ensueños y sensaciones,
había empapado su tabaco en láudano con la intención de experimentar los mismos
efectos. Descubrió, como han hecho tantos otros, que resulta más fácil
adquirir el hábito que librarse de él, y durante muchos años vivió esclavo de
la droga, inspirando una mezcla de horror y compasión a sus amigos y
familiares. Todavía me parece que lo estoy viendo, con la cara amarillenta y
fofa, los párpados caídos y las pupilas reducidas a un puntito, encogido en
una butaca y convertido en la ruina y los despojos de un buen hombre.
Una noche de junio
de 1889 sonó el timbre de mi puerta, aproximadamente a la hora en que uno da el
primer bostezo y echa una mirada al reloj. Me incorporé en mi asiento, y mi
esposa dejó su labor sobre el regazo y puso una ligera expresión de
desencanto.
—¡Un paciente!
—dijo—. Vas a tener que salir.
Solté un gemido,
porque acababa de regresar a casa después de un día muy fatigoso.
Oímos la puerta que
se abría, unas pocas frases presurosas, y después unos pasos rápidos sobre el
linóleo. Se abrió de par en par la puerta de nuestro cuarto, y una dama vestida
de oscuro y con un velo negro entró en la habitación.
—Perdonen ustedes
que venga tan tarde —empezó a decir; y en ese mismo momento, perdiendo de
repente el dominio de sí misma, se abalanzó corriendo sobre mi esposa, le echó
los brazos al cuello y rompió a llorar sobre su hombro—. ¡Ay, tengo un problema
tan grande! —sollozó—. ¡Necesito tanto que alguien me ayude!
—¡Pero si es Kate
Whitney! —dijo mi esposa, alzándole el velo—. ¡Qué susto me has dado, Kate!
Cuando entraste no tenía ni idea de quién eras.
—No sabía qué
hacer, así que me vine derecho a verte.
Siempre pasaba lo
mismo. La gente que tenía dificultades acudía a mi mujer como los pájaros a la
luz de un faro.
—Has sido muy
amable viniendo. Ahora, tómate un poco de vino con agua, siéntate cómodamente y
cuéntanoslo todo. ¿0 prefieres que mande a James a la cama?
—Oh, no, no.
Necesito también el consejo y la ayuda del doctor. Se trata de Isa. No ha
venido a casa en dos días. ¡Estoy tan preocupada por él!
No era la primera
vez que nos hablaba del problema de su marido, a mí como doctor, a mi esposa
como vieja amiga y compañera del colegio. La consolamos y reconfortamos lo
mejor que pudimos. ¿Sabía dónde podía estar su marido? ¿Era posible que pudiéramos
hacerle volver con ella?
Por lo visto, sí
que era posible. Sabía de muy buena fuente que últimamente, cuando le daba el
ataque, solía acudir a un fumadero de opio situado en el extremo oriental de la
City. Hasta entonces, sus orgías no habían pasado de un día, y siempre había
vuelto a casa, quebrantado y tembloroso, al caer la noche. Pero esta vez el
maleficio llevaba durándole cuarenta y ocho horas, y sin duda allí seguía
tumbado, entre la escoria de los muelles, aspirando el veneno o durmiendo bajo sus
efectos. Su mujer estaba segura de que se le podía encontrar en «El Lingote de
Oro», en Upper Swandam Lane. Pero ¿qué podía hacer ella? ¿Cómo iba ella, una
mujer joven y tímida, a meterse en semejante sitio y sacar a su marido de entre
los rufianes que le rodeaban?
Así estaban las
cosas y, desde luego, no había más que un modo de resolverlas. ¿No podía yo
acompañarla hasta allí? Sin embargo, pensándolo bien, ¿para qué había de venir
ella? Yo era el consejero médico de Isa Whitney y, como tal, tenía cierta
influencia sobre él. Podía apañármelas mejor si iba solo. Le di mi palabra de
que antes de dos horas se lo enviaría a casa en un coche si de verdad se
encontraba en la dirección que me había dado.
Y así, al cabo de
diez minutos, había abandonado mi butaca y mi acogedor cuarto de estar y
viajaba a toda velocidad en un coche de alquiler rumbo al este, con lo que
entonces me parecía una extraña misión, aunque sólo el futuro me iba a
demostrar lo extraña que era en realidad.
Sin embargo, no
encontré grandes dificultades en la primera etapa de mi aventura. Upper
Swandam Lane es una callejuela miserable, oculta detrás de los altos muelles
que se extienden en la orilla norte del río, al este del puente de Londres.
Entre una tienda de ropa usada y un establecimiento de ginebra encontré el
antro que iba buscando, al que se llegaba por una empinada escalera que
descendía hasta un agujero negro como la boca de una caverna. Ordené al cochero
que aguardara y bajé los escalones, desgastados en el centro por el paso incesante
de pies de borrachos. A la luz vacilante de una lámpara de aceite colocada
encima de la puerta, encontré el picaporte y penetré en una habitación larga y
de techo bajo, con la atmósfera espesa y cargada del humo pardo del opio, y
equipada con una serie de literas de madera, como el castillo de proa de un
barco de emigrantes.
A través de la
penumbra se podían distinguir a duras penas numerosos cuerpos, tumbados en
posturas extrañas y fantásticas, con los hombros encorvados, las rodillas dobladas,
las cabezas echadas hacia atrás y el mentón apuntando hacia arriba; de vez en
cuando, un ojo oscuro y sin brillo se fijaba en el recién llegado. Entre las
sombras negras brillaban circulitos de luz, encendiéndose y apagándose, según
que el veneno ardiera o se apagara en las cazoletas de las pipas metálicas. La
mayoría permanecía tendida en silencio, pero algunos murmuraban para sí mismos,
y otros conversaban con voz extraña, apagada y monótona; su conversación
surgía en ráfagas y luego se desvanecía de pronto en el silencio, mientras cada
uno seguía mascullando sus propios pensamientos, sin prestar atención a las
palabras de su vecino. En el extremo más apartado había un pequeño brasero de
carbón, y a su lado un taburete de madera de tres patas, en el que se sentaba
un anciano alto y delgado, con la barbilla apoyada en los puños y los codos en
las rodillas, mirando fijamente el fuego.
Al verme entrar, un
malayo de piel cetrina se me acercó rápidamente con una pipa y una porción de
droga, indicándome una litera libre.
—Gracias, no he
venido a quedarme —dije—. Hay aquí un amigo mío, el señor Isa Whitney, y quiero
hablar con él. Hubo un movimiento y una exclamación a mi derecha y, atisbando
entre las tinieblas, distinguí a Whitney, pálido, ojeroso y desaliñado, con la
mirada fija en mí.
—¡Dios mío! ¡Es
Watson! —exclamó. Se encontraba en un estado lamentable, con todos sus nervios
presa de temblores—. Oiga, Watson, ¿qué hora es?
—Casi las once.
—¿De qué día?
—Del viernes,
diecinueve de junio.
—¡Cielo santo!
¡Creía que era miércoles! ¡Y es miércoles! ¿Qué se propone usted asustando a un
amigo? —sepultó la cara entre los brazos y comenzó a sollozar en tono muy
agudo.
—Le digo que es
viernes, hombre. Su esposa lleva dos días esperándole. ¡Debería estar avergonzado
de sí mismo!
—Y lo estoy. Pero
usted se equivoca, Watson, sólo llevo aquí unas horas... tres pipas, cuatro
pipas... ya no sé cuántas. Pero iré a casa con usted. ¿Ha traído usted un
coche?
—Sí, tengo uno
esperando.
—Entonces iré en
él. Pero seguramente debo algo. Averigüe cuánto debo, Watson. Me encuentro
incapaz. No puedo hacer nada por mí mismo.
Recorrí el estrecho
pasadizo entre la doble hilera de durmientes, conteniendo la respiración para
no inhalar el humo infecto y estupefaciente de la droga, y busqué al encargado.
Al pasar al lado del hombre alto que se sentaba junto al brasero, sentí un
súbito tirón en los faldones de mi chaqueta y una voz muy baja susurró: «Siga
adelante y luego vuélvase a mirarme». Las palabras sonaron con absoluta claridad
en mis oídos. Miré hacia abajo. Sólo podía haberlas pronunciado el anciano que
tenía a mi lado, y sin embargo continuaba sentado tan absorto como antes, muy
flaco, muy arrugado, encorvado por la edad, con una pipa de opio caída entre
sus rodillas, como si sus dedos la hubieran dejado caer de puro relajamiento.
Avancé dos pasos y me volvía mirar. Necesité todo el dominio de mí mismo para
no soltar un grito de asombro. El anciano se había vuelto de modo que nadie
pudiera verlo más que yo. Su figura se había agrandado, sus arrugas habían desaparecido,
los ojos apagados habían recuperado su fuego, y allí, sentado junto al brasero
y sonriendo ante mi sorpresa, estaba ni más ni menos que Sherlock Holmes. Me
indicó con un ligero gesto que me aproximara y, al instante, en cuanto volvió
de nuevo su rostro hacia la concurrencia, se hundió una vez más en una
senilidad decrépita y babeante.
—¡Holmes!
—susurré—. ¿Qué demonios está usted haciendo en este antro?
—Hable lo más bajo
que pueda —respondió—. Tengo un oído excelente. Si tuviera usted la inmensa
amabilidad de librarse de ese degenerado amigo suyo, me alegraría muchísimo
tener una pequeña conversación con usted.
—Tengo un coche
fuera.
—Entonces, por
favor, mándelo a casa en él. Puede fiarse de él, porque parece demasiado hecho
polvo como para meterse en ningún lío. Le recomiendo también que, por medio
del cochero, le envíe una nota a su esposa diciéndole que ha unido su suerte a
la mía. Si me espera fuera, estaré con usted en cinco minutos.
Resultaba difícil
negarse a las peticiones de Sherlock Holmes, porque siempre eran
extraordinariamente concretas y las exponía con un tono de lo más señorial. De
todas maneras, me parecía que una vez metido Whitney en el coche, mi misión
había quedado prácticamente cumplida; y, por otra parte, no podía desear nada
mejor que acompañar a mi amigo en una de aquellas insólitas aventuras que
constituían su modo normal de vida. Me bastaron unos minutos para escribir la
nota, pagar la cuenta de Whitney, llevarlo hasta el coche y verle partir a
través de la noche. Muy poco después, una decrépita figura salía del fumadero
de opio y yo caminaba calle abajo en compañía de Sherlock Holmes. Avanzó por
un par de calles arrastrando los pies, con la espalda encorvada y el paso
inseguro; y de pronto, tras echar una rápida mirada a su alrededor, enderezó
el cuerpo y estalló en una alegre carcajada.
—Supongo, Watson
—dijo—, que está usted pensando que he añadido el fumar opio a las inyecciones
de cocaína y demás pequeñas debilidades sobre las que usted ha tenido la
bondad de emitir su opinión facultativa.
—Desde luego, me
sorprendió encontrarlo allí.
—No más de lo que
me sorprendió a mí verle a usted.
—Yo vine en busca
de un amigo.
—Y yo, en busca de
un enemigo.
—¿Un enemigo?
—Sí, uno de mis
enemigos naturales o, si se me permite decirlo, de mis presas naturales. En
pocas palabras, Watson, estoy metido en una interesantísima investigación, y
tenía la esperanza de descubrir alguna pista entre las divagaciones incoherentes
de estos adictos, como me ha sucedido otras veces. Si me hubieran reconocido en
aquel antro, mi vida no habría valido ni la tarifa de una hora, porque ya lo he
utilizado antes para mis propios fines, y el bandido del dueño, un antiguo
marinero de las Indias Orientales, ha jurado vengarse de mí. Hay una trampilla
en la parte trasera del edificio, cerca de la esquina del muelle de San Pablo,
que podría contar historias muy extrañas sobre lo que pasa a través de ella las
noches sin luna.
—¡Cómo! ¡No querrá
usted decir cadáveres!
—Sí, Watson,
cadáveres. Seríamos ricos si nos dieran mil libras por cada pobre diablo que ha
encontrado la muerte en ese antro. Es la trampa mortal más perversa de toda la
ribera del río, y me temo que Neville St. Clair ha entrado en ella para no
volver a salir. Pero nuestro coche debería estar aquí —se metió los dos dedos
índices en la boca y lanzó un penetrante silbido, una señal que fue respondida
por un silbido similar a lo lejos, seguido inmediatamente por el traqueteo de
unas ruedas y las pisadas de cascos de caballo.
—Y ahora, Watson
—dijo Holmes, mientras un coche alto, de un caballo, salía de la oscuridad
arrojando dos chorros dorados de luz amarilla por sus faroles laterales—,
¿viene usted conmigo o no?
—Si puedo ser de alguna
utilidad...
—Oh, un camarada de
confianza siempre resulta útil. Y un cronista, más aún. Mi habitación de Los
Cedros tiene dos camas.
—¿Los Cedros?
—Sí, así se llama
la casa del señor St. Clair. Me estoy alojando allí mientras llevo a cabo la
investigación.
—¿Y dónde está?
—En Kent, cerca de
Lee. Tenemos por delante un trayecto de siete millas.
—Pero estoy
completamente a oscuras.
—Naturalmente. Pero
en seguida va a enterarse de todo. ¡Suba aquí! Muy bien, John, ya no le
necesitaremos. Aquí tiene media corona. Venga a buscarme mañana a eso de las
once. Suelte las riendas y hasta mañana.
Tocó al caballo con
el látigo y salimos disparados a través de la interminable sucesión de calles
sombrías y desiertas, que poco a poco se fueron ensanchando hasta que cruzamos
a toda velocidad un amplio puente con balaustrada, mientras las turbias aguas
del río se deslizaban perezosamente por debajo. Al otro lado nos encontramos
otra extensa desolación de ladrillo y cemento envuelta en un completo silencio,
roto tan sólo por las pisadas fuertes y acompasadas de un policía o por los
gritos y canciones de algún grupillo rezagado de juerguistas. Una oscura
cortina se deslizaba lentamente a través del cielo, y una o dos estrellas
brillaban débilmente entre las rendijas de las nubes. Holmes conducía en
silencio, con la cabeza caída sobre el pecho y toda la apariencia de
encontrarse sumido en sus pensamientos, mientras yo, sentado a su lado, me
consumía de curiosidad por saber en qué consistía esta nueva investigación que
parecía estar poniendo a prueba sus poderes, a pesar de lo cual no me atrevía a
entrometerme en el curso de sus reflexiones. Llevábamos recorridas varias
millas, y empezábamos a entrar en el cinturón de residencias suburbanas, cuando
Holmes se desperezó, se encogió de hombros y encendió su pipa con el aire de un
hombre satisfecho por estar haciéndolo lo mejor posible.
—Watson, posee
usted el don inapreciable de saber guardar silencio —dijo—. Eso le convierte
en un compañero de valor incalculable. Le aseguro que me viene muy bien tener
alguien con quien hablar, pues mis pensamientos no son demasiado agradables.
Me estaba preguntando qué le voy a decir a esta pobre mujer cuando salga esta
noche a recibirme a la puerta.
—Olvida usted que
no sé nada del asunto.
—Tengo el tiempo
justo de contarle los hechos antes de llegar a Lee. Parece un caso
ridículamente sencillo y, sin embargo, no sé por qué, no consigo avanzar nada.
Hay mucha madeja, ya lo creo, pero no doy con el extremo del hilo. Bien,
Watson, voy a exponerle el caso clara y concisamente, y tal vez usted pueda ver
una chispa de luz donde para mí todo son tinieblas.
—Adelante, pues.
—Hace unos años...
concretamente, en mayo de mil ochocientos ochenta y cuatro, llegó a Lee un
caballero llamado Neville St. Clair, que parecía tener dinero en abundancia.
Adquirió una gran residencia, arregló los terrenos con muy buen gusto y, en
general, vivía a lo grande. Poco a poco, fue haciendo amistades entre el
vecindario, y en mil ochocientos ochenta y siete se casó con la hija de un
cervecero de la zona, con la que tiene ya dos hijos. No trabajaba en nada
concreto, pero tenía intereses en varias empresas y venía todos los días a
Londres por la mañana, regresando por la tarde en el tren de las cinco catorce
desde Cannon Street. El señor St. Clair tiene ahora treinta y siete años de
edad, es hombre de costumbres moderadas, buen esposo, padre cariñoso, y
apreciado por todos los que le conocen. Podríamos añadir que sus deudas
actuales, hasta donde hemos podido averiguar, suman un total de ochenta y ocho
libras y diez chelines, y que su cuenta en el banco, el Capital & Counties
Bank, arroja un saldo favorable de doscientas veinte libras. Por tanto, no hay
razón para suponer que sean problemas de dinero los que le atormentan.
»El lunes pasado,
el señor Neville St. Clair vino a Londres bastante más temprano que de
costumbre, comentando antes de salir que tenía que realizar dos importantes
gestiones, y que al volver le traería al niño pequeño un juego de construcciones.
Ahora bien, por pura casualidad, su esposa recibió un telegrama ese mismo
lunes, muy poco después de marcharse él, comunicándole que había llegado un
paquetito muy valioso que ella estaba esperando, y que podía recogerlo en las
oficinas de la Compañía Naviera Aberdeen. Pues bien, si conoce usted Londres,
sabrá que las oficinas de esta compañía están en Fresno Street, que hace
esquina con Upper Swandam Lane, donde me ha encontrado usted esta noche. La
señora St. Clair almorzó, se fue a Londres, hizo algunas compras, pasó por la
oficina de la compañía, recogió su paquete, y exactamente a las cuatro treinta
y cinco iba caminando por Swandam Lane camino de la estación. ¿Me sigue hasta
ahora?
—Está muy claro.
—Quizá recuerde
usted que el lunes hizo muchísimo calor, y la señora St. Clair iba andando
despacio, mirando por todas partes con la esperanza de ver un coche de
alquiler, porque no le gustaba el barrio en el que se encontraba. Mientras
bajaba de esta manera por Swandam Lane, oyó de repente un grito o una
exclamación y se quedó helada de espanto al ver a su marido mirándola desde la
ventana de un segundo piso y, según le pareció a ella, llamándola con gestos.
La ventana estaba abierta y pudo verle perfectamente la cara, que según ella
parecía terriblemente agitada. Le hizo gestos frenéticos con las manos y
después desapareció de la ventana tan repentinamente que a la mujer le pareció
que alguna fuerza irresistible había tirado de él por detrás. Un detalle
curioso que llamó su femenina atención fue que, aunque llevaba puesta una
especie de chaqueta oscura, como la que vestía al salir de casa, no tenía
cuello ni corbata.
»Convencida de que
algo malo le sucedía, bajó corriendo los escalones —pues la casa no era otra
que el fumadero de opio en el que usted me ha encontrado— y tras atravesar a
toda velocidad la sala delantera, intentó subir por las escaleras que llevan al
primer piso. Pero al pie de las escaleras le salió al paso ese granuja de
marinero del que le he hablado, que la obligó a retroceder y, con la ayuda de
un danés que le sirve de asistente, la echó a la calle a empujones. Presa de
los temores y dudas más enloquecedores, corrió calle abajo y, por una rara y
afortunada casualidad, se encontró en Fresno Street con varios policías y un
inspector que se dirigían a sus puestos de servicio. El inspector y dos hombres
la acompañaron de vuelta al fumadero y, a pesar de la pertinaz resistencia
del propietario, se abrieron paso hasta la habitación en la que St. Clair fue
visto por última vez. No había ni rastro de él. De hecho, no encontraron a
nadie en todo el piso, con excepción de un inválido decrépito de aspecto repugnante.
Tanto él como el propietario juraron insistentemente que en toda la tarde no había
entrado nadie en aquella habitación. Su negativa era tan firme que el
inspector empezó a tener dudas, y casi había llegado a creer que la señora St.
Clair había visto visiones cuando ésta se abalanzó con un grito sobre una
cajita de madera que había en la mesa y levantó la tapa violentamente, dejando
caer una cascada de ladrillos de juguete. Era el regalo que él había prometido
llevarle a su hijo.
»Este
descubrimiento, y la evidente confusión que demostró el inválido, convencieron
al inspector de que se trataba de un asunto grave. Se registraron
minuciosamente las habitaciones, y todos los resultados parecían indicar un crimen
abominable. La habitación delantera estaba amueblada con sencillez como sala de
estar, y comunicaba con un pequeño dormitorio que da a la parte posterior de
uno de los muelles. Entre el muelle y el dormitorio hay una estrecha franja que
queda en seco durante la marea baja, pero que durante la marea alta queda
cubierta por metro y medio de agua, por lo menos. La ventana del dormitorio es
bastante ancha y se abre desde abajo. Al inspeccionarla, se encontraron
manchas de sangre en el alféizar, y también en el suelo de madera se veían
varias gotas dispersas. Tiradas detrás de una cortina en la habitación
delantera, se encontraron todas las ropas del señor Neville St. Clair, a
excepción de su chaqueta: sus zapatos, sus calcetines, su sombrero y su
reloj... todo estaba allí. No se veían señales de violencia en ninguna de las
prendas, ni se encontró ningún otro rastro del señor St. Clair. Al parecer,
tenían que haberlo sacado por la ventana, ya que no se pudo encontrar otra
salida, y las ominosas manchas de sangre en la ventana daban pocas esperanzas
de que hubiera podido salvarse a nado, porque la marea estaba en su punto más
alto en el momento de la tragedia.
»Y ahora, hablemos
de los maleantes que parecen directamente implicados en el asunto. Sabemos que
el marinero es un tipo de pésimos antecedentes, pero, según el relato de la
señora St. Clair, se encontraba al pie de la escalera a los pocos segundos de
la desaparición de su marido, por lo que difícilmente puede haber desempeñado
más que un papel secundario en el crimen. Se defendió alegando absoluta
ignorancia, insistiendo en que él no sabía nada de las actividades de Hugh
Boone, su inquilino, y que no podía explicar de ningún modo la presencia de las
ropas del caballero desaparecido.
»Esto es lo que hay
respecto al marinero. Pasemos ahora al siniestro inválido que vive en la
segunda planta del fumadero de opio y que, sin duda, fue el último ser humano
que puso sus ojos en el señor St. Clair. Se llama Hugh Boone, y todo el que va
mucho por la City conoce su repugnante cara. Es mendigo profesional, aunque
para burlar los reglamentos policiales finge vender cerillas. Puede que se haya
fijado usted en que, bajando un poco por Threadneedle Street, en la acera
izquierda, hay un pequeño recodo en la pared. Allí es donde se instala cada día
ese engendro, con las piernas cruzadas y su pequeño surtido de cerillas en el
regazo. Ofrece un espectáculo tan lamentable que provoca una pequeña lluvia de
caridad sobre la grasienta gorra de cuero que coloca en la acera delante de él.
Más de una vez lo he estado observando, sin tener ni idea de que llegaría a
relacionarme profesionalmente con él, y me ha sorprendido lo mucho que recoge
en poco tiempo. Tenga en cuenta que su aspecto es tan llamativo que nadie puede
pasar a su lado sin fijarse en él. Una mata de cabello anaranjado, un rostro
pálido y desfigurado por una horrible cicatriz que, al contraerse, ha retorcido
el borde de su labio superior, una barbilla de bulldog y un par de ojos oscuros
y muy penetrantes, que contrastan extraordinariamente con el color de su pelo,
todo ello le hace destacar de entre la masa vulgar de pedigüeños: También
destaca por su ingenio, pues siempre tiene a mano una respuesta para cualquier
pulla que puedan dirigirle los transeúntes. Éste es el hombre que, según
acabamos de saber, vive en lo alto del fumadero de opio y fue la última persona
que vio al caballero que andamos buscando.
—¡Pero es un
inválido! —dije—. ¿Qué podría haber hecho él solo contra un hombre en la flor
de la vida?
—Es inválido en el
sentido de que cojea al andar; pero en otros aspectos, parece tratarse de un
hombre fuerte y bien alimentado. Sin duda, Watson, su experiencia médica le habrá
enseñado que la debilidad en un miembro se compensa a menudo con una fortaleza
excepcional en los demás.
—Por favor,
continúe con su relato.
—La señora St.
Clair se había desmayado al ver la sangre en la ventana, y la policía la llevó
en coche a su casa, ya que su presencia no podía ayudarles en las
investigaciones. El inspector Barton, que estaba a cargo del caso, examinó muy
detenidamente el local, sin encontrar nada que arrojara alguna luz sobre el misterio.
Se cometió un error al no detener inmediatamente a Boone, ya que así dispuso de
unos minutos para comunicarse con su compinche el marinero, pero pronto se
puso remedio a esta equivocación y Boone fue detenido y registrado, sin que se
encontrara nada que pudiera incriminarle. Es cierto que había manchas de sangre
en la manga derecha de su camisa, pero enseñó su dedo índice, que tenía un
corte cerca de la uña, y explicó que la sangre procedía de allí, añadiendo que
poco antes había estado asomado a la ventana y que las manchas observadas allí
procedían, sin duda, de la misma fuente. Negó hasta la saciedad haber visto en
su vida al señor Neville St. Clair, y juró que la presencia de las ropas en su
habitación resultaba tan misteriosa para él como para la policía. En cuanto a
la declaración de la señora St. Clair, que afirmaba haber visto a su marido en
la ventana, alegó que estaría loca o lo habría soñado. Se lo llevaron a
comisaría entre ruidosas protestas, mientras el inspector se quedaba en la casa,
con la esperanza de que la bajamar aportara alguna nueva pista.
Y así fue, aunque
lo que encontraron en el fango no era lo que temían encontrar. Lo que apareció
al retirarse la marea fue la chaqueta de Neville St. Clair, y no el propio
Neville St. Clair. ¿Y qué cree que encontraron en los bolsillos?
—No tengo ni idea.
—No creo que pueda
adivinarlo. Todos los bolsillos estaban repletos de peniques y medios
peniques: en total, cuatrocientos veintiún peniques y doscientos setenta
medios peniques. No es de extrañar que la marea no se la llevara. Pero un
cuerpo humano es algo muy diferente. Hay un fuerte remolino entre el muelle y
la casa. Parece bastante probable que la chaqueta se quedara allí debido al
peso, mientras el cuerpo desnudo era arrastrado hacia el río.
—Pero, según tengo
entendido, todas sus demás ropas se encontraron en la habitación. ¿Es que el
cadáver iba vestido sólo con la chaqueta?
—No, señor, los
datos pueden ser muy engañosos. Suponga que este tipo, Boone, ha tirado a
Neville St. Clair por la ventana, sin que le haya visto nadie. ¿Qué hace a
continuación? Por supuesto, pensará inmediatamente en librarse de las ropas
delatoras. Coge la chaqueta, y está a punto de tirarla cuando se le ocurre que
flotará en vez de hundirse. Tiene poco tiempo, porque ha oído el alboroto al
pie de la escalera, cuando la esposa intenta subir, y puede que su compinche
el marinero le haya avisado ya de que la policía viene corriendo calle arriba.
No hay un instante que perder. Corre hacia algún escondrijo secreto, donde ha
ido acumulando los frutos de su mendicidad, y mete en los bolsillos de la chaqueta
todas las monedas que puede, para asegurarse de que se hunda. La tira, y habría
hecho lo mismo con las demás prendas de no haber oído pasos apresurados en la
planta baja, de manera que sólo le queda tiempo para cerrar la ventana antes
de que la policía aparezca.
—Desde luego,
parece factible.
—Bien, lo tomaremos
como hipótesis de trabajo, a falta de otra mejor. Como ya le he dicho,
detuvieron a Boone y lo llevaron a comisaría, pero no se le pudo encontrar
ningún antecedente delictivo. Se sabía desde hacía muchos años que era mendigo
profesional, pero parece que llevaba una vida bastante tranquila e inocente.
Así están las cosas por el momento, y nos hallamos tan lejos como al principio
de la solución de las cuestiones pendientes: qué hacía Neville St. Clair en el
fumadero de opio, qué le sucedió allí, dónde está ahora y qué tiene que ver
Hugh Boone con su desaparición. Confieso que no recuerdo en toda mi
experiencia un caso que pareciera tan sencillo a primera vista y que, sin
embargo, presentara tantas dificultades.
Mientras Sherlock
Holmes iba exponiendo los detalles de esta singular serie de acontecimientos,
rodábamos a toda velocidad por las afueras de la gran ciudad, hasta que dejamos
atrás las últimas casas desperdigadas y seguimos avanzando con un seto rural a
cada lado del camino. Pero cuando terminó, pasábamos entre dos pueblecitos de
casas dispersas, en cuyas ventanas aún brillaban unas cuantas luces.
—Estamos a las
afueras de Lee —dijo mi compañero—. En esta breve carrera hemos pisado tres
condados ingleses, partiendo de Middlesex, pasando de refilón por Surrey y
terminando en Kent. ¿Ve aquella luz entre los árboles? Es Los Cedros, y detrás
de la lámpara está sentada una mujer cuyos ansiosos oídos han captado ya, sin
duda alguna, el ruido de los cascos de nuestro caballo.
—Pero ¿por qué no
lleva usted el caso desde Baker Street?
—Porque hay mucho
que investigar aquí. La señora St. Clair ha tenido la amabilidad de poner dos
habitaciones a mi disposición, y puede usted tener la seguridad de que dará la
bienvenida a mi amigo y compañero. Me espanta tener que verla, Watson, sin
traer noticias de su marido. En fin, aquí estamos. ¡So, caballo, soo!
Nos habíamos
detenido frente a una gran mansión con terreno propio. Un mozo de cuadras
había corrido a hacerse cargo del caballo y, tras descender del coche, seguí a
Holmes por un estrecho y ondulante sendero de grava que llevaba a la casa.
Cuando ya estábamos cerca, se abrió la puerta y una mujer menuda y rubia
apareció en el marco, vestida con una especie de mousseline-de-soie, con
apliques de gasa rosa y esponjosa en el cuello y los puños. Permaneció inmóvil,
con su silueta recortada contra la luz, una mano apoyada en la puerta, la otra
a medio alzar en un gesto de ansiedad, el cuerpo ligeramente inclinado,
adelantando la cabeza y la cara, con ojos impacientes y labios entreabiertos.
Era la estampa viviente misma de la incertidumbre.
—¿Y bien? —gimió—.
¿Qué hay?
Y entonces, viendo
que éramos dos, soltó un grito de esperanza que se transformó en un gemido al
ver que mi compañero meneaba la cabeza y se encogía de hombros.
—¿No hay buenas
noticias?
—No hay ninguna
noticia.
—¿Tampoco malas?
—Tampoco.
—Demos gracias a
Dios por eso. Pero entren. Estará usted cansado después de tan larga jornada.
—Le presento a mi
amigo el doctor Watson. Su ayuda ha resultado fundamental en varios de mis
casos y, por una afortunada casualidad, he podido traérmelo e incorporarlo a
esta investigación.
—Encantada de
conocerlo —dijo ella, estrechándome calurosamente la mano—. Estoy segura que
sabrá disculpar las deficiencias que encuentre, teniendo en cuenta la desgracia
tan repentina que nos ha ocurrido.
—Querida señora
—dije—. Soy un viejo soldado y, aunque no lo fuera, me doy perfecta cuenta de
que huelgan las disculpas. Me sentiré muy satisfecho si puedo resultar de alguna
ayuda para usted o para mi compañero aquí presente.
—Y ahora, señor
Sherlock Holmes —dijo la señora mientras entrábamos en un comedor bien
iluminado, en cuya mesa estaba servida una comida fría—, me gustaría hacerle un
par de preguntas francas, y le ruego que las respuestas sean igualmente
francas.
—Desde luego,
señora.
—No se preocupe por
mis sentimientos. No soy histérica ni propensa a los desmayos. Simplemente,
quiero conocer su auténtica opinión.
—¿Sobre qué punto?
—En el fondo de su
corazón, ¿cree usted que Neville está vivo?
Sherlock Holmes
pareció incómodo ante la pregunta.
—¡Francamente!
—repitió ella, de pie sobre la alfombra y mirándolo fijamente desde lo alto,
mientras Holmes se retrepaba en un sillón de mimbre.
—Pues, francamente,
señora: no.
—¿Cree usted que ha
muerto?
—Sí.
—¿Asesinado?
—No puedo
asegurarlo. Es posible.
—¿Y qué día murió?
—El lunes.
—Entonces, señor
Holmes, ¿tendría usted la bondad de explicar cómo es posible que haya recibido
hoy esta carta suya?
Sherlock Holmes se
levantó de un salto, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿Qué? —rugió.
—Sí, hoy mismo
—dijo ella, sonriendo y sosteniendo en alto una hojita de papel.
—¿Puedo verla?
—Desde luego.
Se la arrebató
impulsivamente y, extendiendo la carta sobre la mesa, acercó una lámpara y la
examinó con detenimiento. Yo me había levantado de mi silla y miraba por encima
de su hombro. El sobre era muy ordinario, y traía matasellos de Gravesend y
fecha de aquel mismo día, o más bien del día anterior, pues ya era mucho más de
medianoche.
—¡Qué mal escrito!
—murmuró Holmes—. No creo que esta sea la letra de su marido, señora.
—No, pero la de la
carta sí que lo es.
—Observo, además,
que la persona que escribió el sobre tuvo que ir a preguntar la dirección.
—¿Cómo puede saber
eso?
—El nombre, como
ve, está en tinta perfectamente negra, que se ha secado sola. El resto es de un
color grisáceo, que demuestra que se ha utilizado papel secante. Si lo hubieran
escrito todo seguido y lo hubieran secado con secante, no habría ninguna letra
tan negra. Esta persona ha escrito el nombre y luego ha hecho una pausa antes
de escribir la dirección, lo cual sólo puede significar que no le resultaba familiar.
Por supuesto, se trata tan sólo de un detalle trivial, pero no hay nada tan
importante como los detalles triviales. Veamos ahora la carta. ¡Ajá! ¡Aquí
dentro había algo más!
—Sí, había un
anillo. El anillo con su sello.
—¿Y está usted
segura de que ésta es la letra de su marido?
—Una de sus letras.
—¿Una?
—Su letra de cuando
escribe con prisas. Es muy diferente de su letra habitual, a pesar de lo cual
la conozco bien.
—«Querida, no te
asustes. Todo saldrá bien. Se ha cometido un terrible error, que quizá tarde
algún tiempo en rectificar. Ten paciencia, Neville.» Escrito a lápiz en la
guarda de un libro, formato octavo, sin marca de agua. Echado al correo hoy en
Gravesend, por un hombre con el pulgar sucio. ¡Ajá! Y la solapa la ha pegado,
si no me equivoco, una persona que ha estado mascando tabaco. ¿Y usted no
tiene ninguna duda de que se trata de la letra de su esposo, señora?
—Ninguna. Esto lo
escribió Neville.
—Y lo han echado al
correo hoy en Gravesend. Bien, señora St. Clair, las nubes se despejan, aunque
no me atrevería a decir que ha pasado el peligro.
—Pero tiene que
estar vivo, señor Holmes.
—A menos que se
trate de una hábil falsificación para ponernos sobre una pista falsa. Al fin y
al cabo, el anillo no demuestra nada. Se lo pueden haber quitado.
—¡No, no, es su
letra, lo es, lo es, lo es!
—Muy bien. Sin
embargo, puede haberse escrito el lunes y no haberse echado al correo hasta
hoy.
—Eso es posible.
—De ser así, han
podido ocurrir muchas cosas entre tanto.
—Ay, no me desanime
usted, señor Holmes. Estoy segura de que se encuentra bien. Existe entre
nosotros una comunicación tan intensa que si le hubiera pasado algo malo, yo
lo sabría. El mismo día en que le vi por última vez, se cortó en el dormitorio,
y yo, que estaba en el comedor, subí corriendo al instante, con la plena
seguridad de que algo había ocurrido. ¿Cree usted que puedo responder a
semejante trivialidad y, sin embargo, no darme cuenta de que ha muerto?
—He visto demasiado
como para no saber que la intuición de una mujer puede resultar más útil que
las conclusiones de un razonador analítico. Y, desde luego, en esta carta tiene
usted una prueba bien palpable que corrobora su punto de vista. Pero si su
marido está vivo y puede escribirle cartas, ¿por qué no se pone en contacto con
usted?
—No tengo ni idea.
Es incomprensible.
—¿No comentó nada
el lunes antes de marcharse?
—No.
—Y a usted le
sorprendió verlo en Swandan Lane.
—Mucho.
—¿Estaba abierta la
ventana?
—Sí.
—Entonces, él podía
haberla llamado.
—Podía, sí.
—Pero, según tengo
entendido, sólo lanzó un grito inarticulado.
—En efecto.
—Que a usted le
pareció una llamada de auxilio.
—Sí, porque agitaba
las manos.
—Pero podría
haberse tratado de un grito de sorpresa. El asombro, al verla de pronto a
usted, podría haberle hecho levantar las manos.
—Es posible.
—Y a usted le
pareció que tiraban de él desde atrás.
—Como desapareció
tan bruscamente...
—Pudo haber saltado
hacia atrás. Usted no vio a nadie más en la habitación.
—No, pero aquel
hombre confesó que había estado allí, y el marinero se encontraba al pie de la
escalera.
—En efecto. Su
esposo, por lo que usted pudo ver, ¿llevaba puestas sus ropas habituales?
—Pero sin cuello.
Vi perfectamente su cuello desnudo.
—¿Había mencionado
alguna vez Swandam Lane?
—Nunca.
—¿Alguna vez dio
señales de haber tomado opio?
—Nunca.
—Gracias, señora
St. Clair. Estos son los principales detalles que quería tener absolutamente claros.
Ahora comeremos un poco y después nos retiraremos, pues mañana es posible que
tengamos una jornada muy atareada.
Teníamos a nuestra
disposición una habitación amplia y confortable, con dos camas, y no tardé en
meterme entre las sábanas, pues me encontraba fatigado por la noche de aventuras.
Sin embargo, Sherlock Holmes era un hombre que cuando tenía en la cabeza un
problema sin resolver, podía pasar días, y hasta una semana, sin dormir,
dándole vueltas, reordenando los datos, considerándolos desde todos los puntos
de vista, hasta que lograba resolverlo o se convencía de que los datos eran
insuficientes. Pronto me resultó evidente que se estaba preparando para pasar
la noche en vela. Se quitó la chaqueta y el chaleco, se puso una amplia bata
azul y empezó a vagar por la habitación, recogiendo almohadas de la cama y
cojines del sofá y las butacas. Con ellos construyó una especie de diván
oriental, en el que se instaló con las piernas cruzadas, colocando delante de
él una onza de tabaco fuerte y una caja de cerillas. Pude verlo allí sentado a
la luz mortecina de la lámpara, con una vieja pipa de brezo entre los labios,
los ojos ausentes, fijos en un ángulo del techo, desprendiendo volutas de humo
azulado, callado, inmóvil, con la luz cayendo sobre sus marcadas y aguileñas
facciones. Así se encontraba cuando me fui a dormir, y así continuaba cuando
una súbita exclamación suya me despertó, y vi que la luz del sol ya entraba en
el cuarto. La pipa seguía entre sus labios, el humo seguía elevándose en volutas,
y una espesa niebla de tabaco llenaba la habitación, pero no quedaba nada del
paquete de tabaco que yo había visto la noche anterior.
—¿Está despierto,
Watson? —preguntó.
—Sí.
—¿Listo para una
excursión matutina?
—Desde luego.
—Entonces, vístase.
Aún no se ha levantado nadie, pero sé dónde duerme el mozo de cuadras, y pronto
tendremos preparado el coche.
Al hablar, se reía
para sus adentros, le centelleaban los ojos y parecía un hombre diferente del
sombrío pensador de la noche anterior.
Mientras me vestía,
eché un vistazo al reloj. No era de extrañar que nadie se hubiera levantado
aún. Eran las cuatro y veinticinco. Apenas había terminado cuando Holmes regresó
para anunciar que el mozo estaba enganchando el caballo.
—Quiero poner a
prueba una pequeña hipótesis mía —dijo, mientras se ponía las botas—. Creo,
Watson, que tiene usted delante a uno de los más completos idiotas de toda
Europa. Merezco que me lleven a patadas desde aquí a Charing Cross. Pero me
parece que ya tengo la clave del asunto.
—¿Y dónde está?
—pregunté, sonriendo.
—En el cuarto de
baño —respondió—. No, no estoy bromeando —continuó, al ver mi gesto de
incredulidad—. Acabo de estar allí, la he cogido y la tengo dentro de esta
maleta Gladstone.
Venga, compañero, y veremos si encaja o no en la cerradura.
Bajamos lo más
rápidamente posible y salimos al sol de la mañana. El coche y el caballo ya
estaban en la carretera, con el mozo de cuadras a medio vestir aguardando
delante. Subimos al vehículo y salimos disparados por la carretera de Londres.
Rodaban por ella algunos carros que llevaban verduras a la capital, pero las
hileras de casas de los lados estaban tan silenciosas e inertes como una
ciudad de ensueño.
—En ciertos
aspectos, ha sido un caso muy curioso —dijo Holmes, azuzando al caballo para
ponerlo al galope—. Confieso que he estado más ciego que un topo, pero más
vale aprender tarde que no aprender nunca.
En la ciudad, los
más madrugadores apenas empezaban a asomarse medio dormidos a la ventana cuando
nosotros penetramos por las calles del lado de Surrey. Bajamos por Waterloo
Bridge Road, cruzamos el río y subimos a toda velocidad por Wellington Street,
para allí torcer bruscamente a la derecha y llegar a Bow Street. Sherlock
Holmes era bien conocido por el cuerpo de policía, y los dos agentes de la
puerta le saludaron. Uno de ellos sujetó las riendas del caballo, mientras el
otro nos hacía entrar.
—¿Quién está de
guardia? —preguntó Holmes.
—El inspector
Bradstreet, señor.
—Ah, Bradstreet,
¿cómo está usted? —un hombre alto y corpulento había surgido por el corredor
embaldosado, con una gorra de visera y chaqueta con alamares—. Me gustaría
hablar unas palabras con usted, Bradstreet.
—Desde luego, señor
Holmes. Pase a mi despacho.
Era un despachito
pequeño, con un libro enorme encima de la mesa y un teléfono de pared. El
inspector se sentó ante el escritorio.
—¿Qué puedo hacer
por usted, señor Holmes?
—Se trata de ese
mendigo, el que está acusado de participar en la desaparición del señor
Neville St. Clair, de Lee.
—Sí. Está detenido mientras prosiguen las
investigaciones.
—Eso he oído. ¿Lo
tienen aquí?
—En los calabozos.
—¿Está tranquilo?
—No causa
problemas. Pero cuidado que es granuja cochino.
—¿Cochino?
—Sí, lo más que
hemos conseguido es que se lave las manos, pero la cara la tiene tan negra
como un fogonero. En fin, en cuanto se decida su caso tendrá que bañarse
periódicamente en la cárcel, y si usted lo viera, creo que estaría de acuerdo
conmigo en que lo necesita.
—Me gustaría
muchísimo verlo.
—¿De veras? Pues
eso es fácil. Venga por aquí. Puede dejar la maleta.
—No, prefiero
llevarla.
—Como quiera.
Vengan por aquí, por favor —nos guió por un pasillo, abrió una puerta con
barrotes, bajó una escalera de caracol, y nos introdujo en una galería encalada
con una hilera de puertas a cada lado.
—La tercera de la
derecha es la suya —dijo el inspector—. ¡Aquí está! —abrió sin hacer ruido un
ventanuco en la parte superior de la puerta y miró al interior—. Está dormido
—dijo—. Podrán verle perfectamente.
Los dos aplicamos
nuestros ojos a la rejilla. El detenido estaba tumbado con el rostro vuelto
hacia nosotros, sumido en un profundo sueño, respirando lenta y ruidosamente.
Era un hombre de estatura mediana, vestido toscamente, como correspondía a su
oficio, con una camisa de colores que asomaba por los rotos de su andrajosa
chaqueta. Tal como el inspector había dicho, estaba sucísimo, pero la porquería
que cubría su rostro no lograba ocultar su repulsiva fealdad. El ancho costurón
de una vieja cicatriz le recorría la cara desde el ojo a la barbilla, y al
contraerse había tirado del labio superior dejando al descubierto tres dientes
en una perpetua mueca. Unas greñas de cabello rojo muy vivo le caían sobre los
ojos y la frente.
—Una preciosidad,
¿no les parece? —dijo el inspector.
—Desde luego,
necesita un lavado —contestó Holmes—. Se me ocurrió que podría necesitarlo y me
tomé la libertad de traer el instrumental necesario —mientras hablaba, abrió la
maleta Gladstone y, ante mi asombro, sacó de ella una enorme esponja de
baño.
—¡Ja, ja! Es usted
un tipo divertido —rió el inspector.
—Ahora, si tiene
usted la inmensa bondad de abrir con mucho cuidado esta puerta, no tardaremos
en hacerle adoptar un aspecto mucho más respetable.
—Caramba, ¿por qué
no? —dijo el inspector—. Es un descrédito para los calabozos de Bow Street,
¿no les parece?
Introdujo la llave
en la cerradura y todos entramos sin hacer ruido en la celda. El durmiente se
dio media vuelta y volvió a hundirse en un profundo sueño. Holmes se inclinó hacia
el jarro de agua, mojó su esponja y la frotó con fuerza dos veces sobre el
rostro del preso.
—Permítame que les
presente —exclamó— al señor Neville St. Clair, de Lee, condado de Kent.
Jamás en mi vida he
presenciado un espectáculo semejante. El rostro del hombre se desprendió bajo
la esponja como la corteza de un árbol. Desapareció su repugnante color
parduzco. Desapareció también la horrible cicatriz que lo cruzaba, y lo mismo
el labio retorcido que formaba aquella mueca repulsiva. Los desgreñados pelos
rojos se desprendieron de un tirón, y ante nosotros quedó, sentado en el camastro,
un hombre pálido, de expresión triste y aspecto refinado, pelo negro y piel suave,
frotándose los ojos y mirando a su alrededor con asombro soñoliento. De pronto,
dándose cuenta de que le habían descubierto, lanzó un alarido y se dejó caer,
hundiendo el rostro en la almohada.
—¡Por todos los
santos! —exclamó el inspector—. ¡Pero si es el desaparecido! ¡Lo reconozco por
las fotografías!
El preso se volvió
con el aire indiferente de quien se abandona en manos del destino.
—De acuerdo —dijo—.
Y ahora, por favor, ¿de qué se me acusa?
—De la desaparición
del señor Neville St... ¡Oh, vamos, no se le puede acusar de eso, a menos que
lo presente como un intento de suicidio! —dijo el inspector, sonriendo—. Caramba,
llevo veintisiete años en el cuerpo, pero esto se lleva la palma.
—Si yo soy Neville
St. Clair, resulta evidente que no se ha cometido ningún delito y, por lo
tanto, mi detención aquí es ilegal.
—No se ha cometido
delito alguno, pero sí un tremendo error —dijo Holmes—. Más le habría valido
confiar en su mujer.
—No era por ella, era
por los niños —gimió el detenido—. ¡Dios mío, no quería que se avergonzaran de
su padre! ¡Dios santo, qué vergüenza! ¿Qué voy a hacer ahora?
Sherlock Holmes se
sentó junto a él en la litera y le dio unas palmaditas en el hombro.
—Si deja usted que
los tribunales esclarezcan el caso —dijo—, es evidente que no podrá evitar la
publicidad. Por otra parte, si puede convencer a las autoridades policiales de
que no hay motivos para proceder contra usted, no veo razón para que los
detalles de lo ocurrido lleguen a los periódicos. Estoy seguro de que el
inspector Bradstreet tomará nota de todo lo que quiera usted declarar para
ponerlo en conocimiento de las autoridades competentes. En tal caso, el asunto
no tiene por qué llegar a los tribunales.
—¡Que Dios le bendiga!
—exclamó el preso con fervor—. Habría soportado la cárcel, e incluso la
ejecución, antes que permitir que mi miserable secreto cayera como un baldón
sobre mis hijos.
»Son ustedes los
primeros que escuchan mi historia. Mi padre era maestro de escuela en
Chesterfield, donde recibí una excelente educación. De joven viajé por el
mundo, trabajé en el teatro y por último me hice reportero en un periódico
vespertino de Londres. Un día, el director quería que se hiciera una serie de
artículos sobre la mendicidad en la capital, y yo me ofrecí voluntario para
hacerlo. Éste fue el punto de partida de mis aventuras. La única manera de
obtener datos para mis artículos era practicando como mendigo aficionado.
Naturalmente, cuando trabajé como actor había aprendido todos los trucos del
maquillaje, y tenía fama en los camerinos por mi habilidad en la materia. Así
que decidí sacar partido de mis conocimientos. Me pinté la cara y, para ofrecer
un aspecto lo más penoso posible, me hice una buena cicatriz y me retorcí un
lado del labio con ayuda de una tira de esparadrapo color carne. Y después, con
una peluca roja y vestido adecuadamente, ocupé mi puesto en la zona más
concurrida de la City, aparentando vender cerillas, pero en realidad pidiendo.
Desempeñé mi papel durante siete horas y cuando volví a casa por la noche
descubrí, con gran sorpresa, que había recogido nada menos que veintiséis chelines
y cuatro peniques.
»Escribí mis
artículos y no volví a pensar en el asunto hasta que, algún tiempo después,
avalé una letra de un amigo y de pronto me encontré con una orden de pago por
valor de veinticinco libras. Me volví loco intentando reunir el dinero y de
repente se me ocurrió una idea. Solicité al acreedor una prórroga de quince
días, pedí vacaciones a mis jefes y me dediqué a pedir limosna en la City,
disfrazado. En diez días había reunido el dinero y pagado la deuda.
»Pues bien, se
imaginarán lo difícil que me resultó someterme de nuevo a un trabajo fatigoso
por dos libras a la semana, sabiendo que podía ganar esa cantidad en un día
con sólo pintarme la cara, dejar la gorra en el suelo y esperar sentado. Hubo
una larga lucha entre mi orgullo y el dinero, pero al final ganó el dinero,
dejé el periodismo y me fui a sentar, un día tras otro, en el mismo rincón del
principio, inspirando lástima con mi espantosa cara y llenándome los bolsillos
de monedas. Sólo un hombre conocía mi secreto: el propietario de un tugurio de
Swandam Lane donde tenía alquilada una habitación. De allí salía cada mañana
como un mendigo mugriento, y por la tarde me transformaba en un caballero
elegante, vestido a la última. Este individuo, un antiguo marinero, recibía una
magnífica paga por sus habitaciones, y yo sabía que mi secreto estaba seguro en
sus manos.
»Muy pronto me
encontré con que estaba ahorrando sumas considerables de dinero. No pretendo
decir que cualquier mendigo que ande por las calles de Londres pueda ganar
setecientas libras al año —que es menos de lo que yo ganaba por término medio—,
pero yo contaba con importantes ventajas en mi habilidad para la
caracterización y también en mi facilidad para las réplicas ingeniosas, que fui
perfeccionando con la práctica hasta convertirme en un personaje bastante
conocido en la City. Todos los días caía sobre mí una lluvia de peniques, con
alguna que otra moneda de plata intercalada, y muy mal se me tenía que dar para
no sacar por lo menos dos libras.
»A medida que me
iba haciendo rico, me fui volviendo más ambicioso: adquirí una casa en el campo
y me casé, sin que nadie llegara a sospechar a qué me dedicaba en realidad. Mi
querida esposa sabía que tenía algún negocio en la City. Poco se imaginaba en
qué consistía.
»El lunes pasado,
había terminado mi jornada y me estaba vistiendo en mi habitación, encima del
fumadero de opio, cuando me asomé a la ventana y vi, con gran sorpresa y consternación,
a mi esposa parada en mitad de la calle, con los ojos clavados en mí. Solté un
grito de sorpresa, levanté los brazos para taparme la cara y corrí en busca de
mi confidente, el marinero, instándole a que no permitiese a nadie subir a
donde yo estaba. Oí la voz de mi mujer en la planta baja, pero sabía que no la
dejarían subir. Rápidamente me quité mis ropas, me puse las de mendigo y me
apliqué el maquillaje y la peluca. Ni siquiera los ojos de una esposa podrían
penetrar un disfraz tan perfecto. Pero entonces se me ocurrió que podrían
registrar la habitación y las ropas me delatarían. Abrí la ventana con tal
violencia que se me volvió a abrir un corte que me había hecho por la mañana en
mi casa. Cogí la chaqueta con todas las monedas que acababa de transferir de la
bolsa de cuero en la que guardaba mis ganancias. La tiré por la ventana y
desapareció en las aguas del Támesis. Habría hecho lo mismo con las demás
prendas, pero en aquel momento llegaron los policías corriendo por la escalera
y a los pocos minutos descubrí, debo confesar que con gran alivio por mi
parte, que en lugar de identificarme como el señor Neville St. Clair, se me
detenía por su asesinato.
»Creo que no queda
nada por explicar. Estaba decidido a mantener mi disfraz todo el tiempo que me
fuera posible, y de ahí mi insistencia en no lavarme la cara. Sabiendo que mi
esposa estaría terriblemente preocupada, me quité el anillo y se lo pasé al
marinero en un momento en que ningún policía me miraba, junto con una notita
apresurada, diciéndole que no debía temer nada.
—La nota no llegó a
sus manos hasta ayer —dijo Holmes.
—¡Santo Dios! ¡Qué
semana debe de haber pasado!
—La policía ha
estado vigilando a ese marinero —dijo el inspector Bradstreet—, y no me extraña
que le haya resultado difícil echar la carta sin que le vieran. Probablemente,
se la entregaría a algún marinero cliente de su casa, que no se acordó del
encargo en varios días.
—Así debió de ser,
no me cabe duda —dijo Holmes, asintiendo—. Pero ¿nunca le han detenido por
pedir limosna?
—Muchas veces; pero
¿qué significaba para mí una multa?
—Sin embargo, esto
tiene que terminar aquí —dijo Bradstreet—. Si quiere que la policía eche
tierra al asunto, Hugh Boone debe dejar de existir.
—Lo he jurado con
el más solemne de los juramentos que puede hacer un hombre.
—En tal caso, creo
que es probable que el asunto no siga adelante. Pero si volvemos a toparnos con
usted, todo saldrá a relucir. Verdaderamente, señor Holmes, estamos en deuda
con usted por haber esclarecido el caso. Me gustaría saber cómo obtiene esos
resultados.
—Éste lo obtuve
—dijo mi amigo— sentándome sobre cinco almohadas y consumiendo una onza de
tabaco. Creo, Watson, que, si nos ponemos en marcha hacia Baker Street, llegaremos
a tiempo para el desayuno.
F I N