Agatha Christie
El timbre de la mesa de mister Parker Pyne zumbó discretamente. —¿Qué
hay? —preguntó el gran hombre.
—Una señorita desea verle —anunció su secretaria—. No tiene hora.
—Puede usted hacerla pasar, miss Lemon —y al cabo de un momento
estrechaba la mano de su visitante.
—Buenos días —le dijo—. Hágame el favor de tomar asiento.
La recién llegada se sentó y miró a mister Parker Pyne. Era bonita y
muy joven. Tenía el cabello oscuro y ondulado, con una hilera de rizos sobre la
nuca.
Iba muy bien arreglada, desde el gorrito blanco de punto que llevaba
en la cabeza hasta las medias transparentes y los lindos zapatitos. Era
evidente que estaba nerviosa.
—¿Es usted mister Parker Pyne?
—Yo soy.
—¿El que... que pone los anuncios? Dice usted que si las personas no
son... no son felices, que vengan a verle.
—Sí.
—Pues bien —dijo ella lanzándose de cabeza—, yo soy horriblemente
desgraciada, de modo que he pensado que podía acercarme a ver... únicamente a
ver...
Mister Parker Pyne esperó. Sabía que diría algo más.
—Me encuentro... me encuentro en un apuro terrible —y retorció sus dos
manos muy nerviosamente.
—Ya lo veo —dijo mister Parker Pyne—. ¿Cree que puede contarme el
caso?
Al parecer, la muchacha no estaba muy segura de eso. Con aire
desesperado, miró a mister Parker Pyne. De pronto, se puso a hablar
precipitadamente.
—Sí, se lo diré... Ya me he decidido. Me he vuelto medio loca de
nervios. No sabía qué hacer ni a quién acudir. Y entonces vi su anuncio. Pensé
que, probablemente, no era más que una manera de sacar dinero, pero quedó
grabado en mi memoria. Por una u otra razón, parecía tan consolador... Y pensé,
además, que... bien, que no habría ningún mal en venir a ver... Siempre podría
dar una excusa y retirarme acto seguido si no... bien, si no...
—Está claro, está claro —dijo mister Parker Pyne.
—Ya lo ve —añadió la muchacha—. Esto significa... bueno, confiar en
alguien.
—¿Y tiene usted la sensación de que puede confiar en mí?
—Es extraño —contestó la muchacha con inconsciente descortesía—, pero
tengo la sensación de que sí, ¡sin saber nada de usted! Estoy segura de que
puedo confiar en usted.
—Puedo asegurarle —afirmó mister Parker Pyne— que su confianza no será
mal empleada.
—Entonces —dijo la joven— le contaré el caso. Me llamo Daphne Saint John.
—Sí, miss Saint John.
—Señora. Estoy... estoy
casada.
—¡Bah! —murmuró mister Parker Pyne, molesto consigo mismo al advertir
la presencia del aro de platino en el dedo corazón de su mano izquierda—. Qué
estúpido soy por no haberme fijado.
—Si no estuviera casada —dijo la muchacha— no me importaría tanto.
Quiero decir que el caso sería mucho menos grave. Me refiero a Gerald... Bien,
ahí... ¡ahí está el verdadero problema!
Buscó en su bolso y sacó de él un objeto que tiró sobre la mesa: un
objeto centelleante que fue a parar a donde estaba mister Parker Pyne.
Era un anillo de platino con un gran solitario.
Mister Parker Pyne lo recogió, lo llevó junto a la ventana, lo puso a
prueba contra el cristal de la misma, se aplicó al ojo una lente de joyero y lo
examinó de cerca.
—Un diamante muy hermoso —observó, regresando a la mesa—. Yo le daría
un valor de dos mil libras, por lo menos.
—Sí. ¡Y ha sido robado! ¡Lo he robado yo! ¡Y no sé qué hacer!
—¡Válgame Dios! —exclamó mister Parker Pyne—. Esto es muy interesante.
Su cliente se descompuso y empezó a sollozar sobre un pañuelo poco
adecuado para el caso.
—Vamos, vamos —dijo mister Parker Pyne—. Todo se arreglará.
La muchacha se enjugó los ojos y resolló:
—¿Se arreglará? ¡Oh! ¿Podrá arreglarse?
—Desde luego. Cuénteme ahora toda la historia.
—Bien, todo empezó por encontrarme yo apurada. Ya lo ve usted, soy
horriblemente caprichosa. Y esto a Gerald le contraría mucho. Gerald es mi
marido. Tiene muchos años más que yo y su modo de pensar es... bueno, muy
austero. Considera las deudas con horror. Por consiguiente, no se lo he dicho.
Y me fui a Le Touquet con algunas amigas y pensé que quizás podría tener suerte
y pagar lo que debía. Efectivamente, al principio gané. Y luego perdí y creí que
debía continuar. Y continué. Y... y...
—Sí, sí —dijo mister Parker Pyne—. No necesita entrar en detalles. Su
suerte fue peor que nunca. ¿No es así?
Daphne Saint John hizo un gesto afirmativo.
—Y desde entonces, ya comprende, no podía sencillamente decírselo a
Gerald porque no puede sufrir el juego. Oh, me encontré metida en un lío
espantoso. Bien, fuimos a pasar unos días con los Dortheimer, cerca de Cobham.
Por supuesto, él es enormemente rico. Su esposa, Naomi, fue compañera mía de
colegio. Es una mujer bonita y amable. Estando nosotros allí, se le aflojó la
montura de este anillo. La mañana en que íbamos a despedirnos de ellos, me rogó
que me lo llevase y lo dejase en casa de un joyero, en Bond Street —y se
detuvo.
—Y ahora llegamos al episodio más delicado —dijo mister Parker Pyne
para ayudarla—. Continúe Mrs. Saint John.
—¿No lo revelará usted nunca? —preguntó la joven con tono suplicante.
—Las confidencias de mis clientes son sagradas. Y de todos modos, Mrs.
Saint John, me ha dicho usted ya tanto, que probablemente podría terminar la
historia yo mismo.
—Es verdad. Es muy cierto: Pero me disgusta mucho decirlo... Parece
una cosa tan horrible... Fui a Bond Street. Hay allí otra tienda, la de Ciro.
Éstos... copian las joyas. De pronto, perdí la cabeza. Cogí el anillo y dije
que quería una copia exacta, que me iba al extranjero y no quería llevarme las
joyas verdaderas. Al parecer lo encontraron muy natural.
»Pues bien: recogí el anillo con el diamante falso (y era tan perfecta
la imitación que no lo hubiera usted distinguido del original) y se la envié
por correo certificado a lady Dortheimer. Yo tenía un estuche con el nombre de
su joyero, de modo que todo ofrecía la mejor apariencia, y el paquete tenía un
aspecto enteramente profesional. Y entonces, yo... empeñé el verdadero diamante
—y se cubrió la cara con las manos—. ¿Cómo pude hacer esto? ¿Cómo pude hacerlo? Esto era, sencillamente, un robo corriente y miserable.
Mister Parker Pyne tosió y dijo:
—Me parece que no ha llegado aún al final de la historia.
—No, no he llegado. Esto, como usted comprende, ocurrió hace unas seis
semanas. Pagué todas mis deudas y salí de mis apuros, pero, por
supuesto, no dejé de sentirme desventurada. Un primo mío ya anciano
murió entonces y recibí algo de dinero. Lo primero que hice fue desempeñar este
miserable anillo. Bien, esto iba perfectamente y aquí está. Pero ha sobrevenido
una terrible dificultad.
—Usted dirá.
—Hemos reñido con los Dortheimer. Ha sido a propósito de algunos
valores que Gerald compró a instancias de sir Reuben. Esto a Gerald le había
causado serias dificultades y no se ha abstenido de decirle a sir Reuben lo que
pensaba de él. Y... ¡Oh, todo esto es horrible! ¿Cómo puedo yo ahora devolver
el anillo?
—¿No podría enviárselo a lady Dortheimer anónimamente?
—Si lo hiciese, se descubriría todo. Ella haría examinar su propio
anillo, sabría que es una falsificación y se figuraría inmediatamente lo que he
hecho.
—Me ha dicho que es amiga suya. ¿Y si fuese a verla para confesarle
toda la verdad... abandonándose al afecto que siente por usted?
Mrs. Saint John movió la cabeza.
—Nuestra amistad no llega a este punto. Cuando se trata de dinero o de
joyas, Naomi es dura como el hierro. Quizás no intentaría procesarme si le
devolviera el anillo, pero podría contarle a todo el mundo lo que ha hecho, y
esto significaría nuestro descrédito. Gerald lo sabría y no me lo perdonaría
nunca. ¡Oh, qué horrible es todo esto! —Y reanudó su llanto—. He pensado en
ello, ¡y no acierto a ver qué camino podría seguir! Oh, mister Parker Pyne, ¿no
puede usted hacer algo?
—Varias cosas —dijo mister Parker Pyne.
—¿Puede usted? ¿De verdad?
—Sí, puedo. Le he indicado el modo más sencillo porque mi larga
experiencia me ha dicho que es siempre el mejor. Es el que evita complicaciones
imprevistas. No obstante, aprecio la fuerza de sus objeciones. En este momento,
nadie conoce su desdichado caso, ¿no es cierto? ¿Nadie más que usted misma?
—Y usted —dijo Mrs. Saint John.
—Oh, yo no cuento. Bien, entonces por ahora su secreto está seguro.
Todo lo que se necesita es cambiar los anillos de algún modo discreto, sin que
despierte sospechas.
—Exactamente —dijo la muchacha con ansiedad.
—Esto no será difícil. Tendremos que tomarnos un poco de tiempo para
considerar mejor el método...
—¡Pero es que no hay tiempo! —exclamó ella interrumpiéndolo—. Esto es
lo que casi me vuelve loca. Va a hacerse montar el anillo de otro modo.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Por pura casualidad. Almorzando el otro día con una amiga, tuve
ocasión de admirar un anillo que llevaba: una gran esmeralda. Dijo que era la
última moda y que Naomi Dortheimer iba a hacer montar su diamante de aquella
manera.
—Lo que significa que tendremos que actuar inmediatamente —dijo mister
Parker Pyne con aire pensativo.
—Sí, sí.
—Y significa poder entrar en la casa, y si es posible no como parte
del servicio. Los criados tienen pocas oportunidades de manejar anillos de gran
valor. ¿Tiene usted alguna idea, Mrs. Saint John?
—Puedo decirle que Naomi da una gran fiesta el miércoles. Y esta amiga
mía me dijo que anda buscando una pareja de baile profesional. No sé si ha
decidido ya algo.
—Creo que esto puede arreglarse —dijo mister Parker Pyne—. Si el
asunto está ya decidido, resultará algo más caro: ésta es la única diferencia.
Otra cosa: ¿sabe usted por casualidad dónde está colocado el interruptor
general de la luz?
—Da la casualidad, efectivamente, de que lo sé porque hace poco se quemó un fusible de noche, cuando los criados
se habían ido a descansar. Está en una caja, al fondo del vestíbulo, dentro de
un pequeño armario.
Y a instancias de mister Parker Pyne hizo un dibujo.
—Y ahora —dijo él— todo irá perfectamente. Por lo tanto, no se
inquiete, Mrs. Saint John. ¿Qué hacemos con el anillo? ¿Lo recojo yo ahora o
prefiere usted guardarlo hasta el miércoles?
—Bien, quizás podría guardarlo hasta entonces.
—Ahora
no debe inquietarse más, téngalo presente —le dijo mister Parker Pyne.
—¿Y sus... honorarios? —preguntó ella con timidez.
—Esto puede aplazarse, de momento. El miércoles le diré qué gastos han
sido necesarios. Le aseguro que mis honorarios serán reducidos.
La acompañó hasta la puerta y oprimió luego el botón que había sobre
la mesa.
—Envíeme a Claude y a Madeleine.
Claude Lutrell era uno de los ejemplares mejor parecidos de bailarín
de salón que pudieran encontrarse en Inglaterra. Madeleine de Sara era la más
seductora de las vampiresas.
Mister Parker Pyne les dirigió una mirada de aprobación.
—Hijos míos —les dijo—, tengo un trabajo para vosotros. Vais a ser una
pareja de bailarines de espectáculos internacionalmente famosos. Ahora,
escúchame con atención, Claude, y procura entenderme bien...
Lady Dortheimer quedó enteramente satisfecha de las disposiciones
tomadas para su baile. Observó y aprobó la colocación de las flores que
adornaban sus salones, dio unas cuantas órdenes finales a su mayordomo, ¡y le
comunicó a su esposo que, hasta aquel momento, todo lo proyectado había salido
a pedir de boca!
Le había causado un ligero desencanto el hecho de que Michael y
Juanita, los bailarines del Red Admiral, hubiesen comunicado a última hora que
les era imposible cumplir su compromiso por haberse Juanita torcido el tobillo,
pero que le enviaban una pareja que (según le contaron por teléfono) había
hecho furor en París.
Estos bailarines llegaron oportunamente y merecieron la aprobación de
lady Dortheimer. Jules y Sanchia actuaron causando gran sensación, ejecutando
primero una agitada danza española, luego otra danza llamada El sueño del degenerado y, por fin, una
exquisita exhibición de bailes modernos.
Terminó el cabaret y se reanudó el baile normal. El hermoso Jules
solicitó el honor de bailar con lady Dortheimer. Los dos se alejaron como si
flotasen en el aire. Lady Dortheimer nunca había tenido una pareja tan
perfecta.
Sir Reuben iba buscando a la seductora Sanchia en vano. No estaba en
el salón.
Lo cierto es que se encontraba en el vestíbulo desierto, cerca de una
pequeña caja y con los ojos en el reloj adornado con piedras preciosas que
llevaba en la muñeca.
—Usted no es inglesa, no es posible que sea inglesa para bailar como
baila —murmuró Jules al oído de lady Dortheimer—. Usted es un hada, el espíritu
de Drouschka petrovka navarouchi.
—¿Qué lengua es ésta?
—Ruso —contestó Jules mintiendo—. Digo en ruso algunas cosas que no me
atrevo a decir en inglés.
Lady Dortheimer cerró los ojos. Jules la apretó más contra él.
De pronto, se apagaron las luces. En la oscuridad, Jules se inclinó y
besó la mano que descansaba en su hombro. Al retirarse ella, él se la cogió y
la levantó de nuevo hasta sus labios. En su propia mano quedó el anillo que
había resbalado del dedo de ella.
A lady Dortheimer le pareció que la oscuridad había durado sólo un
segundo cuando las luces se encendieron de nuevo. Jules estaba son-riéndole.
—Su anillo —le dijo—. Ha resbalado. ¿Me permite? —Y se lo colocó en el
dedo. Mientras lo hacía, sus ojos le dijeron a ella muchas cosas.
Sir Reuben estaba hablando del interruptor general.
—Algún idiota que ha querido divertirse. Por lo que creo, una broma.
A lady Dortheimer no pareció interesarle gran cosa aquel incidente.
Esos pocos segundos de oscuridad habían sido muy gratos para ella.
Al llegar a su despacho la mañana del jueves, mister Parker Pyne
encontró ya esperándole a Mrs. Saint John.
—Hágala pasar —dijo mister Parker Pyne.
—¡Dígame! —exclamó ella con gran ansiedad.
—Parece usted pálida —dijo él en tono acusador.
Ella movió la cabeza.
—Esta noche no he podido dormir. Estaba pensando...
—Bien, aquí tiene la pequeña cuenta de los gastos. Billetes de tren,
ropa y cincuenta libras a Michael y Juanita. Sesenta y cinco libras con
diecisiete chelines.
—¡Sí, sí! Pero, sobre la noche pasada... ¿Ha ido todo bien? ¿Se hizo
eso?
Mister Parker Pyne la miró con expresión de sorpresa.
—Mi querida señora, naturalmente que ha ido todo bien. Yo había dado
por supuesto que usted lo entendía así.
—¡Qué alivio! Yo temía...
Mister Parker Pyne movió la cabeza con expresión de reproche.
—Fracaso es una palabra que no se tolera en este establecimiento. Si
yo no creo que puedo sacar el asunto adelante, no me encargo del caso. Si me
encargo, el éxito está ya prácticamente asegurado.
—¿Tiene ya su anillo y no sospecha nada?
—Nada en absoluto. La operación se realizó del modo más delicado.
Daphne Saint John dejó escapar un suspiro.
—No sabe usted el peso que me quita de encima. ¿A cuánto ha dicho que
ascienden los gastos?
—Sesenta y cinco libras con diecisiete chelines, eso es todo.
Mrs. Saint John abrió el bolso y contó el dinero. Mister Parker Pyne
le dio las gracias y le extendió un recibo.
—Pero ¿y sus honorarios? —murmuró Daphne—. Esto es sólo por los
gastos.
—En este caso no hay honorarios.
—¡Oh, mister Parker Pyne! ¡Yo no podría, de verdad!
—Mi querida señorita, debo insistir. No aceptaré un penique. Esto iría
contra mis principios. Aquí tienen su recibo. Y ahora...
Con la sonrisa de un mago feliz que está dando término a una jugarreta
afortunada, se sacó del bolsillo una cajita que empujó a través de la mesa.
Daphne la abrió. Según todas las apariencias, contenía la imitación del anillo
con el diamante.
—¡Bruto! —exclamó Mrs. Saint John haciéndole una mueca a la joya—
¡Cómo te odio! Tengo ganas de tirarte por la ventana.
—Yo no lo haría —dijo mister Parker Pyne—. Eso podría sorprender a la
gente.
—¿Está usted completamente seguro de que no es el verdadero? —preguntó
Daphne.
—¡No, no! El que me enseñó usted el otro día está bien seguro en el
dedo de lady Dortheimer.
—Entonces, todo está bien —dijo Daphne, levantándose con una sonrisa
feliz.
—Es curioso que me haya preguntado usted eso —dijo mister Parker
Pyne—. Por supuesto, Claude, pobre muchacho, no tiene mucho seso. Hubiera
podido confundirse fácilmente. Y así, para asegurarme, lo he hecho examinar
esta mañana por un perito.
Mrs. Saint John volvió a sentarse de repente.
—¿Y qué... qué le ha dicho? —tartamudeó ansiosa.
—Que es una imitación extraordinariamente perfecta —dijo radiante
mister Parker Pyne—. Un trabajo de primera clase. Y así, su conciencia quedará
bien tranquila, ¿no es verdad?
Mrs. Saint John hizo el gesto de ir a decir algo. Luego se detuvo y se
quedó mirando a mister Parker Pyne.
Éste volvió a su asiento tras la mesa de trabajo y la miró con
expresión de benevolencia.
—El gato que saca las castañas del fuego —dijo con gesto soñador—. No
es un papel agradable. No me gusta hacérselo desempeñar a ninguno de mis
colaboradores. Con perdón, ¿decía usted algo?
—Yo... no, nada.
—Bien. Deseo contarle un cuentecillo, Mrs. Saint John. Se refiere a
una señorita. Una señorita rubia, me parece. No está casada. Su apellido no es
Saint John. Su nombre de pila no es Daphne. Por el contrario, se llama
Ernestine Richards y, hasta hace poco, ha sido la secretaria de lady
Dortheimer.
»Pues bien, un día se aflojó la montura del diamante de lady
Dortheimer y miss Richards trajo el anillo a Londres para que la fijasen. Muy
parecida a la historia de usted, ¿no es verdad? La misma idea que se le ocurrió
a usted se le ocurrió a ella: hizo hacer una imitación del anillo. Pero miss
Richards era una joven previsora. Pensó en que llegaría un día en que lady
Dortheimer descubriría la sustitución y que, cuando esto ocurriera, recordaría
quién había traído el anillo a la ciudad e inmediatamente sospecharía de ella.
»Y entonces, ¿qué ocurrió? Primero, miss Richards se hizo teñir el
pelo de un tono oscuro —y diciendo esto, dirigió una mirada inocente al cabello
de su cliente—. Luego vino a verme. Me enseñó el anillo dejando que me
asegurase de que el diamante era auténtico, a fin de evitar toda sospecha por
mi parte. Hecho esto, y trazado el plan para sustituirlo, esta señorita llevó
el anillo al joyero que, a su debido tiempo, se lo devolvió a lady Dortheimer.
»Ayer tarde el otro anillo, el falso, fue entregado apresuradamente en
el último momento en la estación de Waterloo. Muy acertadamente, miss Richards
no creía probable que mister Lutrell fuese una autoridad en joyas. Pero yo,
únicamente para asegurarme de que jugábamos limpios, me las arreglé para que un
amigo mío, comerciante de diamantes, estuviese en el mismo tren. Esta persona
examinó el anillo y declaró inmediatamente. «Éste no es un verdadero diamante,
es una excelente imitación.»
»Se hace usted cargo del caso, ¿no es cierto, Mrs. Saint John? Cuando
lady Dortheimer hubiese descubierto su pérdida, ¿qué sería lo que recordase?
¡Al encantador bailarín que había hecho resbalar de su dedo el anillo cuando se
apagaron las luces! Hubiera hecho indagaciones y descubierto que los bailarines
antes contratados habían sido pagados para no acudir a su casa. Si se seguía la
pista del asunto hasta mi despacho, mi historia de una Mrs. Saint John no se
sostendría en pie. Lady Dortheimer no ha conocido nunca a ninguna Mrs. Saint
John.
»¿Comprende usted que yo no podía permitir esto? Por ello, mi amigo
Claude volvió a colocar en el dedo de lady Dortheimer el mismo anillo que había quitado —y la sonrisa de mister Parker
Pyne revelaba ahora benevolencia.
»¿Y comprende usted por qué yo no podía cobrar honorarios? Yo
garantizo dar felicidad a mis clientes. Está claro que no se la he dado a usted. Sólo añadiré una cosa: Usted es
joven y es posible que ésta sea su primera tentativa de este género. Yo, por el
contrario, tengo una edad relativamente avanzada y una larga experiencia en la
compilación de estadísticas. Basándome en esta experiencia, puedo asegurarle
que en el ochenta y siete por ciento de los casos la falta de honradez no es
remuneradora. Ochenta y siete, ¡piense en ello!
Con un movimiento brusco, la supuesta Mrs. Saint John se levantó.
—¡Bruto, viejo gordo! —dijo—. ¡Dándome cuerda! ¡Haciéndome pagar los
gastos! Y sabiendo desde el principio... —Al llegar aquí le faltaron palabras y
corrió hacia la puerta.
—Recoja su anillo —dijo mister Parker Pyne ofreciéndoselo.
Ella se lo quitó de un tirón, lo miró y lo lanzó por la ventana
abierta.
Se oyó un portazo. Había salido.
Mister Parker Pyne se había quedado mirando por la ventana con cierto
interés.
—Lo que me figuraba —dijo—. Ha sido una sorpresa considerable. El
caballero que vende ahí afuera no sabe qué hacer con él.
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