Arthur Conan Doyle
«Jamás he visto una confesión de
culpabilidad tan manifiesta en un rostro humano.» Watson
Pasó algún tiempo antes de que la salud de mi amigo, el
señor Sherlock Holmes, se repusiera de la tensión nerviosa ocasionada por su
inmensa actividad durante la primavera de 1887. Tanto el asunto de la
Netherland-Sumatra Company como las colosales jugadas del barón Maupertins son
hechos todavía demasiados frescos en la mente del público y demasiado
íntimamente ligados con la política y las finanzas, para ser temas adecuados en
esta serie de esbozos. No obstante, por un camino indirecto conducen a un
problema tan singular como complejo, que dio a mi amigo una oportunidad para
demostrar el valor de un arma nueva entre las muchas con las que libraba su
prolongada batalla contra el crimen.
Al consultar mis notas, veo que fue el 14
de abril cuando recibí un telegrama desde Lyon, en el que se me informaba de
que Holmes estaba enfermo en el hotel Dulong. Veinticuatro horas más tarde,
entraba en el cuarto del paciente y me sentía aliviado al constatar que nada
especialmente alarmante había en sus sintomas. Sin embargo, su férrea
constitución se habla resentido bajo las
tensiones de una investigación que había
durado más de dos meses, un periodo durante el cual nunca había trabajado menos
de quince horas diarias, y más de una vez, como él mismo me aseguro, habia
realizado su tarea a lo largo de cinco días sin interrupción. El resultado
victorioso de sus desvelos no pudo salvarle de una reacción después de tan
tremenda prueba, y, en unos momentos en que su nombre resonaba en toda Europa y
en el suelo de su habitación se apilaban literalmente los telegramas de
felicitación, lo encontré sumido en la más negra depresión. Ni siquiera el hecho
de saber que había triunfado allí donde había fracasado la policía de tres
países, y que había derrotado en todos los aspectos al estafador más consumado
de Europa, bastaban para sacarle de su postración nerviosa.
Tres días más tarde nos encontrábamos de
nuevo los dos en Baker Street, pero era evidente que a mi amigo habla de
sentarle muy bien un cambio de aires, y también a mí me resultaba más que
atractivo pensar en una semana de primavera en el campo. Mi viejo amigo, el
coronel Hayter, que en Afganistán se había sometido a mis cuidados
profesionales, había adquirido una casa cerca de Reigate, en
Surrey, y con frecuencia me había pedido
que fuese a hacerle una visita. La última vez hizo la observación de que, si mi
amigo deseaba venir conmigo, le daría una satisfacción ofrecerle también su
hospitalidad. Se necesitó un poco de diplomacia, pero cuando Holmes se enteró
de que se trataba del hogar de un soltero y supo que a él se le permitiría
plena libertad, aceptó mis planes y, una semana después de regresar de Lyon,
nos hallábamos bajo el techo del coronel. Hayter era un espléndido viejo
soldado que había visto gran parte del mundo y, tal como yo ya me había
figurado, pronto descubrió que él y Holmes tenían mucho en comun.
La noche de nuestra llegada, nos instalamos
en la armería del coronel después de cenar, Holmes echado en el sofá, mientras
Hayter y yo examinábamos su pequeño arsenal de armas de fuego.
–A propósito –dijo el coronel–, creo que
voy a llevarme arriba una de estas pistolas, por si acaso se produce una
alarma.
–¿Una alarma? –repetí.
–Si, últimamente tuvimos un susto en estas
cercanías. El viejo Acton, que es uno de nuestros magnates rurales, sufrió en
su casa un robo con allanamiento y fractura el lunes pasado. No hubo grandes
daños, pero los autores continúan en libertad.
–¿Ninguna pista? –inquirió Holmes, fija la
mirada en el coronel.
–Todavía ninguna. Pero el asunto es ínfimo,
uno de los pequeños delitos de nuestro mundo rural, y forzosamente ha de
parecer demasiado pequeño para que usted le preste atención, señor Holmes,
después de ese gran escándalo internacional.
Holmes desechó con un gesto el cumplido,
pero su sonrisa denotó que no le habla desagradado.
–¿Hubo algún detalle interesante?
–Yo diría que no. Los ladrones saquearon la
biblioteca y poca cosa les aportaron sus esfuerzos. Todo el lugar fue puesto
patas arriba, con los cajones abiertos y los armarios revueltos y, como
resultado, habla desaparecido un volumen valioso del Homer de Pope, dos
candelabros plateados, un pisapapeles de marfil, un pequeño barómetro de madera
de roble y un ovillo de bramante.
–¡Qué surtido tan interesante! –exclamé.
–Es evidente que aquellos individuos
echaron mano a lo que pudieron.
Holmes lanzó un gruñido desde el sofá.
–La policía del condado debería sacar algo
en claro de todo esto –dijo–. Pero sí resulta evidente que...
–Está usted aquí para descansar, mi querido
amigo. Por lo que más quiera, no se meta en un nuevo problema cuando tiene todo
el sistema nervioso hecho trizas.
Holmes se encogió de hombros con una mueca
de cómica resignación dirigida al coronel, y la conversación derivó hacia
canales menos peligrosos.
Deseaba el destino, sin embargo, que toda
mi cautela profesional resultara inútil, pues, a la mañana siguiente, el
problema se nos impuso de tal modo que fue imposible ignorarlo, y nuestra
estancia en la campiña adquirió un cariz que ninguno de nosotros hubiese podido
prever. Estábamos desayunando cuando el mayordomo del coronel entró
precipitadamente, perdida toda su habitual compostura.
–¿Se ha enterado de la noticia, señor?
–jadeó–. ¡En la finca Cunningham, señor!
–¡Un robo! –gritó el coronel, con su taza
de café a medio camino de la boca.
–¡No, señor! ¡Un asesinato!
El coronel lanzó un silbido.
–¡Por Júpiter! –exclamó–. ¿A quién han
matado, pues? ¿Al juez de paz o a su hijo?
–A ninguno de los dos, señor. A William, el
cochero. Un balazo en el corazón, señor, y ya no pronunció palabra.
– ¿Y quién disparó contra él, pues?
–El ladrón, señor. Huyó rápido como el rayo
y desapareció. Acababa de entrar por la ventana de la despensa, cuando William
se abalanzó sobre él y perdió la vida, defendiendo la propiedad de su señor.
–¿Qué hora es?
–Alrededor de la medianoche, señor.
–Bien, entonces iremos allí en seguida
–dijo el coronel, dedicando de nuevo su atención friamente al desayuno–. Es un
asunto bastante feo –añadió cuando el mayordomo se hubo retirado–. El viejo
Cunningham es aquí el número uno entre la hidalguía rural y un sujeto de lo más
decente. Esto le causará un serio disgusto, pues este hombre llevaba años a su
servicio y era un buen sirviente.
Es evidente que se trata de los mismos
villanos que entraron en casa de Acton.
–¿Los que robaron aquella colección tan
singular?
–Observó Holmes pensativo.
–Precisamente.
–¡Hum! Puede revelarse como el asunto más
sencillo del mundo, pero de todos modos, a primera vista, resulta un tanto
curioso, ¿no creen? De una pandilla de amigos de lo ajeno que actúan en la
campiña cabria esperar que variasen el escenario de sus operaciones, en vez de
allanar dos viviendas en el mismo distrito y en el plazo de pocos días. Cuando
esta noche ha hablado usted de tomar precauciones, recuerdo que ha pasado por
mi cabeza el pensamiento de que ésta era, probablemente, la última parroquia de
Inglaterra a la que el ladrón o ladrones dedicarían su atención, lo cual
demuestra que todavía tengo mucho que aprender.
–Supongo que se trata de algún delincuente
local –dijo el coronel–. Y en este caso, desde luego, las mansiones de Acton y
Cunningham son precisamente los lugares a los que se dedicaría, puesto que son
con mucho las más grandes de aquí.
–¿ Y las más ricas?
–Deberían serlo, pero durante años han
mantenido un pleito judicial que, según creo, ha de haberles chupado la sangre
a ambas. El anciano Acton reivindica la mitad de la finca de Cunningham, y los
abogados han intervenido de lo lindo.
–Si se trata de un delincuente local, no
sería muy difícil echarle el guante –dijo Holmes con un bostezo–. Está bien,
Watson, no tengo la intención de entrometerme.
–El inspector Forrester, señor –anunció el
mayordomo, abriendo la puerta.
El oficial de policía, un joven apuesto y
de rostro inteligente, entró en la habitación.
–Buenos días, coronel –dijo–. Espero no
cometer una intrusión, pero hemos oído que el señor Holmes, de Baker Street, se
encuentra aquí.
El coronel movió la mano hacia mi amigo, y
el inspector se inclinó.
–Pensamos que tal vez le interesara
intervenir, señor Holmes.
–El hado está contra usted, Watson –dijo
éste, riéndose–. Hablábamos de esta cuestión cuando usted ha entrado,
inspector. Acaso pueda darnos a conocer algunos detalles.
Cuando Holmes se repantigó en su sillón con
aquella actitud ya familiar, supe que la situación no admitía esperanza.
–En el caso Acton no teníamos ninguna
pista, pero aquí las tenemos en abundancia; no cabe duda de que se trata del
mismo responsable en cada ocasión.
El hombre ha sido visto.
-Si, señor. Pero huyó rápido como un ciervo
después de disparar el tiro que mató al pobre William Kirwan. El señor
Cunningham lo vio desde la ventana del dormitorio, y el señor Alec Cunningham
desde el pasillo posterior. Eran las doce menos cuarto cuando se dio la alarma.
El señor Cunningham acababa de acostarse y el joven Alec, ya en bata, fumaba en
pipa. Ambos oyeron a William, el cochero,
gritar pidiendo auxilio, y el joven Alec
fue corriendo a ver qué ocurría. La puerta de detrás estaba abierta y, al
llegar al pie de la escalera, vio que dos hombres forcejeaban afuera. Uno de
ellos hizo un disparo, el otro cayó, y el asesino huyó corriendo a través del
jardín y saltando el seto. El señor Cunningham, que miraba desde la ventana de
su habitación, vio al hombre cuando llegaba a la carretera, pero en seguida lo
perdió de vista. El joven Alec se detuvo para ver si podía ayudar al moribundo,
lo que aprovechó el villano para escapar. Aparte el hecho de que era hombre de
mediana estatura y vestía ropas
oscuras, no tenemos señas personales, pero
estamos investigando a fondo y si es un forastero pronto daremos con él.
– ¿ Y qué hacia allí ese William? ¿Dijo
algo antes de morir?
–Ni una palabra. Vivía en la casa del
guarda con su madre, y puesto que era un muchacho muy fiel, suponemos que fue a
la casa con la intención de comprobar que no hubiera novedad en ella. Desde
luego, el asunto de Acton había puesto a todos en guardia. El ladrón debía de
haber acabado de abrir la puerta, cuya cerradura forzó, cuando William lo
sorprendió.
–¿Dijo William algo a su madre antes de
salir?
–Es muy vieja y está muy sorda. De ella no
podremos conseguir ninguna información. La impresión la ha dejado como
atontada, pero tengo entendido quenunca tuvo una mente muy despejada. Sin
embargo, hay una circunstancia muy importante. ¡Fíjense en esto!
Extrajo un pequeño fragmento de papel de
una l-breta de notas y lo alisó sobre su rodilla.
–Esto lo hallamos entre el pulgar y el
índice del muerto. Parece ser un fragmento arrancado de una hoja más grande.
Observarán que la hora mencionada en él es precisamente la misma en la que el
pobre hombre encontró la muerte.
Observen que su asesino pudo haberle quitado
el resto de la hoja o que él pudo haberle arrebatado este fragmento al asesino.
Tiene todo el aspecto de haber sido una cita.
Holmes tomó el trozo de papel, un facsímil
del cual se incluye aquí:
–Y suponiendo que se trate de una cita -
continuo el inspector–, es, desde luego, una teoría concebible la de que ese
William Kirwan, aunque tuviera la reputación de ser un hombre honrado, pudiera
haber estado asociado con el ladrón. Pudo haberse encontrado con él aquí,
incluso haberlo ayudado a forzar la puerta, y cabe que entonces se iniciara una
pelea entre los dos.
–Este escrito presenta un interés
extraordinario –dijo Holmes, que lo había estado examinando con una intensa
concentración–. Se trata de aguas más profundas de lo que yo me había figurado.
Y ocultó la cabeza entre las manos,
mientras el inspector sonreía al ver el efecto que su caso había tenido en el
famoso especialista londinense.
–Su última observación –dijo Holmes al cabo
de un rato– acerca de la posibilidad de que existiera un entendimiento entre el
ladrón y el criado, y de que esto fuera una cita escrita por uno al otro, es
una suposición ingeniosa y no del todo imposible. Pero este escrito abre...
De nuevo hundió la cara entre las manos y
por unos minutos permaneció sumido en los más profundos pensamientos. Cuando
alzó el rostro, quedé sorprendido al ver que el color teñía sus mejillas y que
sus ojos brillaban tanto como antes de caer enfermo. Se levantó de un brinco
con toda su anterior energía.
–¡Voy a decirle una cosa! –anunció–. Me
gustaría echar un breve y discreto vistazo a los detalles de este caso. Hay
algo en él que me fascina poderosamente. Si me lo permite, coronel, dejaré a mi
amigo Watson con usted y yo daré una vuelta con el inspector para comprobar la
veracidad de un par de pequeñas fantasías mías. Volveré a estar con ustedes
dentro de media hora.
Pasó una hora y media antes de que el
inspector regresara y solo.
–El señor Holmes recorre de un lado a otro
el campo –explicó–. Quiere que los cuatro vayamos juntos a la casa.
–¿A la del señor Cunningham?
–Sí, señor.
–¿Con qué objeto?
El inspector se encogió de hombros.
–No lo sé exactamente, señor. Entre
nosotros, creo que el señor Holmes todavía no se ha repuesto totalmente de su
dolencia. Se ha comportado de un modo muy extraño y está muy excitado.
–No creo que esto sea motivo de alarma
–dije–. Generalmente, he podido constatar que hay método en su excentricidad.
–Otros dirían que hay excentricidad en su
método–murmuró el inspector–. Pero arde en deseos de comenzar, coronel, por lo
que considero conveniente salir, si están ustedes dispuestos.
Encontramos a Holmes recorriendo el campo
de un extremo a otro, hundida la barbilla en el pecho y con las manos metidas
en los bolsillos del pantalón.
–Aumenta el interés del asunto –dijo–.
Watson, su excursión al campo ha sido un éxito evidente. He pasado una mañana
encantadora.
–¿Debo entender que ha visitado el
escenario del crimen? –preguntó el coronel.
–Sí, el inspector y yo hemos efectuado un
pequeno reconocimiento.
–¿Con éxito?
–Hemos visto algunas cosas muy
interesantes. Le contaré lo que hemos hecho mientras caminamos. En primer
lugar, hemos visto el cadáver de aquel desdichado.
Desde luego, murió herido por una bala de
re-ólver, tal como se ha informado.
–¿Acaso dudaba de ello?
–Es que siempre conviene someterlo todo a
prueba. Nuestra inspección no ha sido tiempo perdido. Hemos celebrado después
una entrevista con el señor Cunningham y su hijo, que nos han podido enseñar el
lugar exacto en el que el asesino franqueó el seto de jardín en su huida. Esto
ha revestido el mayor interés.
–Naturalmente.
–Después hemos visto a la madre del pobre
hombre. Sin embargo, no hemos obtenido ninguna información de ella, ya que es
una mujer muy vieja y débil.
–¿Y cuál es el resultado de sus
investigaciones?
–La convicción de que el crimen ha sido muy
peculiar. Es posible que nuestra visita de ahora contribuya a disipar parte de
su oscuridad. Pienso que ahora estamos de acuerdo, inspector, en que el
fragmento de papel en la mano del difunto, por el hecho de llevar escrita la
hora exacta de su muerte, tiene una extrema importancia.
–Debería constituir una pista, señor
Holmes.
–Es que constituye una pista. Quienquiera
que escribiese esa nota fue el hombre que sacó a William Kirwan de su cama a
esa hora. Pero ¿dónde está el resto del papel?
–Examiné el suelo minuciosamente, con la
esperanza de encontrarlo –dijo el inspector.
–Fue arrancado de la mano del difunto. ¿Por
qué alguien ansiaba tanto apoderarse de él? Porque le incriminaba. ¿Y qué hizo
con él? Con toda probabilidad, metérselo en el bolsillo, sin advertir que una
esquina del mismo había quedado entre los dedos del muerto. Si pudiéramos
conseguir el resto de esta cuartilla, no cabe duda de que avanzaríamos
muchísimo en la solución del misterio.
–Sí, pero ¿cómo llegar al bolsillo del
criminal antes de capturarlo?
–Bien, éste es un punto que merece
reflexión, pero hay otro que resulta evidente. La nota le fue enviada a
William. El hombre que la escribió no pudo haberla llevado, pues en este caso,
como es natural, hubiera dado oralmente su mensaje. ¿Quién llevó la nota, pues?
¿O acaso llegó por correo?
–He hecho indagaciones –dijo el inspector–.
Ayer, William recibió una carta en el correo de la tarde. El sobre fue
destruido por él.
–¡Excelente! –exclamó Holmes que dio una
palmada en la espalda del inspector–.
Usted ha hablado con el cartero. Es un
placer trabajar con usted. Bien, aquí está la casa del guarda y, si quiere
subir conmigo, coronel, le enseñaré el escenario del crimen.
Pasamos ante el lindo cottage en el que
había vivido el hombre asesinado y caminamos a lo largo de una avenida
flanqueada por olmos hasta llegar a la antigua y bonita mansión estilo reina
Ana, que ostenta el nombre de Malplaquet sobre el dintel de la puerta. Holmes y
el inspector nos guiaron a su alrededor hasta que llegamos a la verja latera!,
separada por una zona ajardinada del seto que flanquea la carretera. Había un
policía junto a la puerta de la cocina.
–Abra la puerta, agente –dijo Holmes–. Pues
bien, en esta escalera se encontraba el joven señor Cunningham y vio forcejear
a los dos hombres precisamente donde ahora nos encontramos nosotros. El señor
Cunningham padre estaba junto a aquella ventana, la segunda a la izquierda, y
vio al hombre escapar por la parte izquierda de aquellos matorrales. También le
vio el hijo. Ambos están seguros de
ello a causa del matorral. Entonces, el
joven señor Cunningham bajó corriendo y se arrodilló al lado del herido. Sepa
que el suelo es muy duro y no hay marcas que puedan guiarnos.
Mientras hablaba, se acercaban dos hombres
por el sendero del jardín, después de doblar la esquina de la casa. Uno era un
hombre de edad provecta, con un rostro enérgico y marcado por acusadas arrugas,
y ojos somnolientos, y el otro era un joven bien plantado,cuya expresión
radiante y sonriente, y su chillona indumentaria ofrecían un extraño contraste
con el asunto que nos había llevado
allí.
–¿Todavía buscando, pues? –le dijo a Holmes
el más joven. Yo creía que ustedes, los londinenses, no fallaban nunca. No me
parece que sean de lo más rápido después de todo.
–Hombre, es que necesitamos algún tiempo
-repuso Holmes con buen humor.
–Van a necesitarlo –aseguró el joven Alex
Cunniflgharn–. Por ahora, no veo que tengan una sola pista.
–Sólo hay una –respondió el inspector. Pensamos
que sólo con poder encontrar...
¡Cielo santo! ¿Qué le ocurre, señor Holmes?
De repente, la cara de mi pobre amigo había
asumido una expresión de lo más alarmante. Con los ojos vueltos hacia arriba,
contraídas dolorosamente las facciones y reprimiendo un sordo gruñido, se
desplomó de bruces. Horrorizados por lo inesperado y grave del ataque, lo
trasladamos a la cocina y lo acomodamos en un sillón, donde pudo respirar
trabajosamente durante unos minutos.
Finalmente, excusándose avergonzado por su
momento de debilidad, volvió a levantarse.
–Watson les dirá que todavía me estoy
restableciendo de una seria enfermedad –explicó–. Tiendo a padecer estos
súbitos ataques de nervios.
–¿Quiere que le envíe a casa en mi coche?
–preguntó el mayor de los Cunningham.
–Es que, puesto que estoy aquí, hay un
punto del que me agradaría asegurarme.
Podemos verificarlo con gran facilidad.
–~De qué se trata?
–Pues bien, a mí me parece posible que la
llegada de aquel pobre William no se produjera antes, sino después de la entrada
del ladrón en la casa. Ustedes parecen dar por sentado que, a pesar de que la
puerta fue forzada, el amigo de lo ajeno nunca llegó a entrar.
–A mí me parece de lo más obvio –manifestó
el señor Cunningham muy serio– .
Tenga en cuenta que mi hijo Alec todavía no
se había acostado, y que sin duda hubiera oído a alguien que se moviera por
allí.
–¿Dónde estaba sentado?
–En mi cuarto vestidor, fumando.
–~Cuál es su ventana?
–La última de la izquierda, junto a la de
mi padre.
– ¿Tanto su lámpara como la de él estarían
encendidas, verdad?
–Indudablemente.
–Hay aquí algunos detalles muy singulares
–comentó Holmes, sonriendo–. ¿No resulta extraordinario que un ladrón, y un
ladrón que ha tenido cierta experiencia previa, irrumpa deliberadamente en una
casa, a una hora en que, a juzgar por las luces, pudo ver que dos miembros de
la familia todavía estaban levantados?
–Debía ser un sujeto de mucha sangre fría.
–Como es natural, si el caso no fuera
peliagudo no nos habríamos sentido obligados a pedirle a usted una explicación
–dijo el joven Alec–. Pero en cuanto a su idea de que el hombre ya había robado
en la casa antes de que William le acometiera, creo que no puede ser más
absurda. ¿Acaso no habríamos encontrado la casa desordenada y echado de menos
las cosas que hubiera robado?
–Depende de lo que fueran estas cosas
–repuso Holmes–. Deben recordar que nos las estamos viendo con un ladrón que es
un individuo muy peculiar, y que parece trabajar siguiendo unas directrices
propias. Véase, por ejemplo, el extraño lote de cosas que sustrajo en casa de
los Acton... ¿Qué eran? Un ovillo de cordel, un pisapapeles y no sé cuántos
trastos más...
–Bien, estamos en sus manos, señor Holmes
–dijo Cunningham padre–. Tenga la seguridad de que se hará cualquier cosa que
usted o el inspector puedan sugerir.
–En primer lugar –repuso Holmes–, me
agradaría que usted ofreciera una recompensa, pero suya personal, puesto que
las autoridades oficiales tal vez requieran algún tiempo antes de ponerse de
acuerdo respecto a la suma, y estas cosas conviene hacerlas con mucha rapidez.
Yo ya he redactado un documento aquí y espero que no le importe firmarlo. Pensé
que cincuenta libras serían más que suficientes.
–De buena gana daría quinientas –aseguró el
juez de paz, tomando la cuartilla y el lápiz que Holmes le ofrecía–. Sin
embargo, esto no es exacto –añadió al examinar el documento.
–Lo he escrito precipitadamente.
–Como ve, comienza así: «Considerando que
alrededor de la una menos cuarto de la madrugada del martes se hizo un
intento...», etcétera. En realidad, ocurrió a las doce menos cuarto.
Me apenó este error, pues yo sabía lo mucho
que se resentía Holmes de cualquier resbalón de esta clase. Era su especialidad
ser exacto en todos los detalles, pero su reciente dolencia le había afectado
profundamente y este pequeño incidente bastó para indicarme que aún distaba
mucho de ser él otra vez. Por unos momentos, se mostró visiblemente
avergonzado, mientras el inspector enarcaba las cejas y Alec Cunningham dejaba
escapar una carcajada. Sin embargo, el anciano caballero corrigió la
equivocación y devolvió el papel a Holmes, –Délo a la imprenta lo antes posible
–pidió–. Creo que su idea es excelente.
Holmes guardó cuidadosamente la cuartilla
en su libreta de notas.
–Y ahora –dijo–, seria de veras conveniente
que fuéramos todos juntos a la casa y nos aseguráramos de que ese ladrón un
tanto excéntrico no se llevó, después de todo, nada consigo.
Antes de entrar, Holmes procedió a efectuar
un examen de la puerta que había sido forzada. Era evidente la introducción de
un escoplo o de un cuchillo de hoja gruesa que forzó la cerradura, pues pudimos
ver en la madera las señales del lugar en que actuó.
– ¿No utilizan barras para atrancar la
puerta? –preguntó.
–Nunca lo hemos considerado necesario. -
¿no tienen un perro?
–Sí, pero está encadenado al otro lado de
la casa.
–¿A qué hora se acuestan los sirvientes?
–Alrededor de las diez.
–Tengo entendido que, a esa hora, William
solía encontrarse también en la cama.
-Sí.
–Es curioso que precisamente esta noche
hubiera estado levantado. Y ahora, señor Cunningham, le ruego tenga la
amabilidad de enseñarnos la casa.
Un pasillo enlosado, a partir del cual se
ramificaban las cocinas, y una escalera de madera conducían directamente al
primer piso de la casa, con un rellano opuesto a una segunda escalera, más
ornamental, que desde el vestíbulo principal ascendía a las plantas
su-periores. Daban a ese rellano el salón y varios dormitorios inclusive los
del señor Cunningham y su hijo. Holmes caminaba despacio, tomando buena nota de
la arquitectura de la casa. Yo sabia, por su expresión, que seguía una pista
fresca y, sin embargo, no podía ni imaginar en qué dirección le conducían sus
inferencias.
–Mi buen señor –dijo el mayor de los
Cunningham con cierta impaciencia–y seguro que todo esto es perfectamente
innecesario. Esta es mi habitación, al pie de la escalera, y la de mi hijo es
la contigua. Dejo a su buen juicio dictaminar si es posible que el ladrón
llegara hasta aquí sin que nosotros lo advirtiéramos.
–Tengo la impresión de que debería buscar
en otra parte una nueva pista –observó el hijo con una sonrisa maliciosa.
–A pesar de todo, debo pedirles que tengan
un poco más de paciencia conmigo. Me gustaría ver, por ejemplo, hasta qué punto
las ventanas de los dormitorios dominan la parte frontal de la casa. Según
creo, éste es el cuarto de su hijo –abrió la puerta correspondiente y éste,
supongo, es el cuarto vestidor en el que él estaba sentado, fumando, cuando se
dio la alarma. ¿A dónde mira su ventana?
Cruzó el dormitorio, abrió la otra puerta y
dio un vistazo al otro cuarto.
–Espero que con esto se sienta satisfecho
–dijo el señor Cunningham sin ocultar su enojo.
–Gracias. Creo haber visto todo lo que
deseaba.
–Entonces, si realmente es necesario,
podemos ir a mi habitación.
–Si no es demasiada molestia...
El juez se encogió de hombros y nos condujo
a su dormitorio, que era una habitación corriente y amueblada con sencillez. Al
avanzar hacia la ventana, Holmes se rezagó hasta que él y yo quedamos los
últimos del grupo. Cerca del pie de la cama había una mesita cuadrada y sobre
ella una fuente con naranjas y un botellón de agua. Al pasar junto a ella,
Holmes, con profundo asombro por mi parte, se me adelantó y volcó
deliberadamente la mesa y todo lo que contenía. El cristal se rompió en un
millar de trozos y las naranjas rodaron hasta todos los rincones del cuarto.
–Ahora si que la he hecho buena, Watson –me
dijo sin inmutarse. Vea como ha quedado la alfombra.
Confundido, me agaché y comencé a recoger
las frutas, comprendiendo que, por alguna razón, mi companero deseaba cargarme
a mí la culpa. Los demás así lo creyeron y volvieron a poner de pie la mesa.
–¡Hola! –exclamó el inspector–. ¿Dónde se
ha metido ahora?
Holmes habla desaparecido.
–Esperen aquí un momento –dijo el joven
Alec Cunningham. En mi opinión, este hombre está mal de la cabeza. Venga
conmigo, padre, y veremos a dónde ha ido.
Salieron precipitadamente de la habitación,
dejándonos al inspector, al coronel y a mí mirándonos el uno al otro.
–Palabra que me siento inclinado a estar de
acuerdo con el joven Cunningham –dijo el policía–. Pueden ser los efectos de
esa enfermedad, pero a mí me parece que...
Sus palabras fueron interrumpidas por un
súbito grito de «¡Socorro! ¡Socorro!
¡Asesinos!» Con viva emoción reconocí la
voz como la de mi amigo. Salí corriendo al rellano. Los gritos, reducidos ahora
a una especie de rugido ronco e inarticulado, procedían de la habitación que
hablamos visitado en primer lugar.
Irrumpí en ella y entré en el contiguo
cuarto vestidor.
Los dos Cunningham se inclinaban sobre la
figura postrada de Sherlock Holmes, el más joven apretándole el cuello con
ambas manos, mientras el anciano parecía retorcerle una muñeca. En un instante,
entre los tres los separamos de él y Holmes se levantó tambaleándose, muy pálido
y con evidentes señales de agotamiento.
–Arreste a estos hombres, inspector –jadeó.
–¿Bajo qué acusación?
–¡La de haber asesinado a su cochero,
William Kirwan!
El inspector se le quedó mirando
boquiabierto.
–Vamos, vamos, señor Holmes –dijo por fin–,
estoy seguro de que en realidad no quiere decir que...
-¡Pero mire sus caras, hombre! –exclamó
secamente Holmes.
Ciertamente, jamás he visto una confesión
de culpabilidad tan manifiesta en un rostro humano. El más viejo de los dos
hombres parecía como aturdido, con una marcada expresión de abatimiento en su
faz profundamente arrugada. El hijo, por su parte, había abandonado aquella
actitud alegre y despreocupada que le había caracterizado, y la ferocidad de
una peligrosa bestia salvaje brillaba en sus ojos oscuros y deformaba sus
correctas facciones. El inspector no dijo nada, pero, acercándose a la puerta,
hizo sonar su silbato. Dos de sus hombres acudieron a la llamada.
–No tengo otra alternativa, señor
Cunningham –dijo–. Confio en que todo esto resulte ser un error absurdo, pero
puede ver que... ¿Cómo? ¿Que es esto? ¡Suéltelo!
Su mano descargó un golpe y revolver, que
el hombre más joven intentaba amartillar cayó ruidosamente al suelo.
–Guárdelo –dijo Holmes, poniendo en seguida
su pie sobre él–. Le resultará útil en el juicio. Pero esto es lo que realmente
queríamos.
Holmes sostenía ante nosotros un papel
arrugado.
–¡El resto de la hoja! –gritó el inspector.
–Precisamente.
–¿Y dónde estaba?
–Donde yo estaba seguro de que había de
estar. Más tarde les aclararé todo el asunto. Creo, coronel, que usted y Watson
deberían regresar ya, y yo me reuniré con ustedes dentro de una hora como
máximo. El inspector y yo hemos de hablar un poco con los prisioneros, pero con
toda certeza volverán ustedes a yerme a la hora de almorzar.
Sherlock Holmes cumplió su palabra, pues
alrededor de la una se reunió con nosotros en el salón de fumar del coronel. Le
acompañaba un caballero más bien bajo y de cierta edad, que me fue presentado
como el señor Acton, cuya casa había sido escenario del primer robo.
–Deseaba que el señor Acton estuviera
presente al explicarles yo este asuntillo –dijo Holmes–, pues es natural que
tenga un vivo interés por sus detalles. Mucho me temo, mi querido coronel, que
lamente el momento en que usted admitió en su casa a un pajarraco de mal agüero
como soy yo.
–Al contrario –aseguró vivamente el
coronel–. Considero como el mayor de los privilegios que me haya sido permitido
estudiar sus métodos de trabajo. Confieso que sobrepasan en mucho cuanto
pudiera yo esperar, y que soy totalmente incapaz de entender su resultado. De
hecho, aún no he visto ni traza de una sola pista.
–Temo que mi explicación le desilusione,
pero siempre ha sido mi hábito el no ocultar ninguno de mis métodos, tanto a mi
amigo Watson como a cualquiera capaz de mostrar un interés inteligente por
ellos. Pero ante todo, puesto que aún me siento bastante quebrantado por el
vapuleo recibido en aquel cuarto vestidor, creo que voy a administrarme un
trago de su brandy, coronel. Ultimamente, mis fuerzas han sido sometidas a dura
prueba.
–Confio en que ya no vuelva a padecer
aquellos ataques de nervios.
Sherlock Holmes se echó a reír con ganas.
–Ya hablaremos de esto en su momento
–dijo–, y les haré un relato del caso en su debido orden, indicándoles los
diversos detalles que me guiaron en mi decisión.
Les ruego que me interrumpan si alguna
deducción no resulta lo bastante clara.
»En el arte de la detección, tiene la mayor
importancia saber reconocer, entre un cierto número de hechos, aquellos que son
incidentales y aquellos que son vitales. De lo contrario, energía y atención se
disipan en vez de concentrarse.
Ahora bien, en este caso no abrigué la
menor duda desde el primer momento, de que la clave de todo el asunto debía ser
buscada en el trozo de papel encontrado en la mano del difunto.
»Antes de entrar en este pormenor, quiero
llamarles la atención sobre el hecho de que si el relato de Alec Cunningham era
cierto, y si el asaltante, después de disparar contra William Kirwan, había
huido al instante, era evidente que no pudo ser él quien arrancase el papel de
la mano del muerto. Pero si no fue él, había de ser el propio Alec Cunningham,
pues cuando el anciano hubo bajado ya había varios sirvientes en la escena del
crimen. Este punto es bien simple, pero al inspector le había pasado por alto
porque él había partido de la suposición de que estos magnates del mundo rural
nada tenían que ver con el asunto. Ahora bien, yo me impongo no tener nunca
prejuicios y seguir dócilmente los hechos allí donde me lleven éstos, y por
consiguiente, en la primera fase de mi investigación no pude por menos que
examinar con cierta suspicacia el papel representado por el señor Alec
Cunningham.
»Acto seguido efectué un examen muy atento
de la esquina del papel que el inspector nos había enseñado. En seguida me
resultó evidente que formaba parte de un documento muy notable. Aquí está. ¿No
observa ahora en él algo muy sugerente?
–Tiene un aspecto muy irregular –contestó
el coronel.
–¡Mi apreciado señor! –exclamó Holmes–. ¡No
puede haber la menor duda de que fue escrito por dos personas, a base de
palabras alternadas! Si le llamo la atención acerca de las enérgicas «t» en las
palabras at y to, y le pido que las compare con las débiles de quarter y
twelve, reconocerá inmediatamente el hecho. Un análisis muy breve de esas
cuatro palabras le permitiría asegurar con toda certeza que learn y maybe
fueron escritas por la mano más fuerte, y el what por la más débil.
–¡Por Júpiter, esto está tan claro como la
luz del día–gritó el coronel– . ¿Y por qué diablos dos hombres habían de
escribir de este modo una carta?
–Evidentemente, el asunto era turbio, y uno
de los hombres, que desconfiaba del otro, estaba decidido a que, se hiciera lo
que se hiciese, cada uno debía tener la misma intervención en él. Ahora bien,
queda claro que de los dos hombres el que escribió el at y el to era el jefe.
–¿Cómo llega a esta conclusión?
–Podríamos deducirla meramente de la
escritura de una mano en comparación con la otra, pero tenemos razones de más
peso para suponerlo. Si examina este trozo de papel con atención, concluirá que
el hombre con la mano más fuerte escribió el primero todas sus palabras,
dejando espacios en blanco para que los llenara el otro. Estos espacios en
blanco no fueron suficientes en algún caso, y pueden ver que el segundo hombre
tuvo que comprimir su letra para meter su quarter entre el at y el to, lo que
demuestra que éstas ya habían sido escritas. El hombre que escribió todas sus
palabras en primer lugar es, indudablemente, el mismo que planeó el asunto.
–¡Excelente! –exclamó el señor Acton.
–Pero muy superficial –repuso Holmes–. Sin
embargo, llegamos ahora a un punto que sí tiene importancia. Acaso no sepan
ustedes que la deducción de la edad de un hombre a partir de su escritura es
algo en que los expertos han conseguido una precisión considerable. En casos
normales, cabe situar a un hombre en la década que le corresponde con razonable
certeza. Y hablo de casos normales,
porque la mala salud y la debilidad física
reproducen los signos de la edad avanzada, aunque el baldado sea un joven. En
el presente caso, examinando la escritura enérgica y vigorosa de uno, y la
apariencia de inseguridad de la otra escritura, que todavía se conserva
legible, aunque las «t» ya han empezado a perder sus barras transversales,
podemos afirmar que la primera es de un joven y la otra es de un hombre de edad
avanzada pero sin ser del todo decrépito.
–¡Excelente! –volvió a aplaudir Acton.
–No obstante, hay otro punto que es más
sutil y ofrece mayor interés. Hay algo en común entre estas manos. Pertenecen a
hombres con un parentesco sanguíneo. A ustedes, esto puede resultarles más
obvio en las «e» de trazo griego, mas para mí hay varios detalles pequeños que
indican lo mismo. No me cabe la menor duda de que se detecta un hábito familiar
en estos dos especímenes de escritura.
Desde luego, sólo les estoy ofreciendo en
este momento los resultados más destacados de mi examen del papel. Había otras
veintitrés deducciones que ofrecerían mayor interés para los expertos que para
ustedes, y todas ellas tendían a reforzar la impresión en mi fuero interno de
que la carta fue escrita por los Cunningham, padre e hijo.
»Llegado a este punto, mi siguiente paso
fue, como es lógico, examinar los detalles del crimen y averiguar hasta qué
punto podían ayudarnos. Fui a la casa con el inspector y vi allí todo lo que
había por ver. La herida que presentaba el cadáver había sido producida, como
pude determinar con absoluta certeza, por un disparo de revólver efectuado a
una distancia de poco más de cuatro yardas.
No había en las ropas ennegrecimiento
causado por la pólvora. Por consiguiente, era evidente que Alec Cunningham
había mentido al decir que los dos hombres estaban forcejeando cuando se hizo
el disparo. Asimismo, padre e hijo coincidieron respecto al lugar por donde el
hombre escapó hacia la carretera. En realidad, sin embargo, en este punto hay
una zanja algo ancha, con humedad en el
fondo. Puesto que en esta zanja no había ni
traza de huellas de botas, tuve la absoluta seguridad, no sólo de que los
Cunningham habían mentido otra vez, sino también de que en el lugar del crimen
nunca hubo ningún desconocido.
»Y ahora tenía que considerar el motivo de
este crimen singular. Para llegar a él, ante todo procuré aclarar el motivo del
primer robo en casa del señor Acton.
Por algo que nos había dicho el coronel, yo
tenía entendido que existía un litigio judicial entre usted, señor Acton, y los
Cunningham. Desde luego, se me ocurrió al instante que éstos habían entrado en
su biblioteca con la intención de apoderarse de algún documento que pudiera
tener importancia en el pleito.
–Precisamente –dijo el señor Acton–. No
puede haber la menor duda en cuanto a sus intenciones. Yo tengo la reclamación
más indiscutible sobre la mitad de sus actuales propiedades, y si ellos
hubieran podido encontrar cierto papel, que afortunadamente se encontraba en la
caja fuerte de mis abogados, sin la menor duda hubieran invalidado nuestro
caso.
–Pues ya lo ve –sonrió Holmes–, fue una
intentona audaz y peligrosa, en la que me parece vislumbrar la influencia del
joven Alec. Al no encontrar nada, trataron de desviar las sospechas haciendo
que pareciera un robo corriente, y con este fin se llevaron todo aquello a lo
que pudieron echar mano. Todo esto queda bien claro, pero todavía era mucho lo
que se mantenía oscuro. Lo que yo deseaba por encima de todo era conseguir la
parte que faltaba de la nota. Sabía que Alec la había arrancado de la mano del
difunto, y estaba casi seguro que la habría metido en el bolsillo de su bata.
¿En qué otro lugar sino? La única cuestión era la de si todavía seguía allí.
Valía la pena hacer algo para averiguarlo, y con este objeto fuimos todos a la
casa.
»Los Cunningham se unieron a nosotros, como
sin duda recordarán, ante la puerta de la cocina. Era, desde luego, de la mayor
importancia que no se les recordase la existencia de aquel papel, pues de lo
contrario era lógico pensar que lo destruirían sin tardanza. El inspector
estaba a punto de hablarles de la importancia que le atribuíamos, cuando, por
la más afortunada de las casualidades, fui víctima de una especie de ataque y
de este modo cambió la conversacion.
jVálgame el cielo! –exclamó el coronel,
riéndose–. ¿Quiere decir que nuestra compasión estaba injustificada y que su
ataque fue una impostura?
–Hablando como profesional, debo decir que
lo hizo admirablemente – afirmé, mirando con asombro a aquel hombre que siempre
sabía confundirme con alguna nueva faceta de su astucia.
–Es un arte que a menudo demuestra su
utilidad –comentó él–. Cuando me recuperé, me las arreglé mediante un truco,
cuyo ingenio tal vez revistiera escaso mérito, para que el viejo Cunningham
escribiese la palabra twelve a fin de que yo pudiera compararla con el twelve
escrito en el papel.
–¡Qué borrico fui! –exclamé.
–Pude ver que me estaba compadeciendo a
causa de mi debilidad –dijo Holmes, riéndose–, y sentí causarle la pena que me
consta que sintió por mí. Después subimos juntos y, al entrar en la habitación
y ver la bata colgada detrás de la puerta, volqué una mesa para distraer
momentáneamente la atención de ellos y volví sobre mis pasos con la intención
de registrar los bolsillos. Sin embargo, apenas tuve en mi poder el papel, que,
tal como yo esperaba, se encontraba en uno de ellos, los dos Cunningham se
abalanzaron sobre mí y creo que me hubieran asesinado allí mismo de no
intervenir la rápida y amistosa ayuda de ustedes. De hecho, todavía siento en
mi garganta la presa de aquel joven, y el padre me magulló la muñeca en sus
esfuerzos para arrancar el papel de mi mano.
Comprendieron que yo debía saber toda la
verdad, y el súbito cambio de una seguridad absoluta a la ruina más completa
hizo de ellos dos hombres desesperados.
»Tuve después una breve charla con el mayor
de los Cunningham referente al motivo del crimen. Se mostró bastante tratable,
en tanto que su hijo era peor que un demonio dispuesto a volarse los sesos, o
los de cualquier otra persona, en caso de haber recuperado su revólver. Cuando
Cunningham vio que la acusación contra él era tan sólida, se desfondó y lo explicó
todo. Al parecer, William
había seguido disimuladamente a sus amos la
noche en que efectuaron su incursión en casa del señor Acton y, al tenerles así
en sus manos, procedió a extorsionarlos con amenazas de denuncia contra ellos.
Sin embargo, el joven Alec era hombre peligroso para quien quisiera practicar
con él esta clase de juego.
Fue por su parte una ocurrencia genial la
de ver en el miedo a los robos, que estaba atenazando a la población rural, una
oportunidad para desembarazarse plausiblemente del hombre al que temía. William
cayó en la trampa y un balazo lo mató, y sólo con que no hubieran conservado
entera aquella nota y prestado un poco más de atención a los detalles
accesorios, es muy posible que nunca se
hubiesen suscitado sospechas.
–¿Y la nota? –pregunté.
Sherlock Holmes colocó ante nosotros este
papel:
–Es en gran parte precisamente lo que yo me
esperaba –explicó–. Desde luego, desconozco todavía qué relaciones pudo haber
entre Alec Cunningham, William Kirwan y Annie Morrison, pero el resultado
demuestra que la celada fue tendida con suma habilidad. Estoy seguro de que
habrán de encantarles las trazas hereditarias que se revelan en las p» y en las colas de las «g». La ausencia de puntos sobre las
íes en la escritura del anciano es también muy característica.
Watson, creo que nuestro apacible reposo en
el campo ha sido todo un éxito, y con toda certeza mañana regresará a Baker
Street considerablemente revigorizado.
Traducción de la nota escrita por los dos
Cunningham y que hizo caer a su cochero en una trampa mortal: Si quieres venir a las doce menos cuarto a la puerta este te
enterarás de algo que te sorprenderá mucho y quizá será de lo más útil para ti
y también para Annic Morrison. Pero no hables con nadie de este asunto.